La casa de la calle Nueva: En mi casa blanca de la calle Nueva había una cancela que daba del patio de mármol al de los arriates. La cancela era de hierro y cristales blancos, azules, granas y amarillos. Por las mañanas ¡qué alegrías de colores pasados de sol en el suelo de mármol, en las paredes, en las hojas de las plantas, en mis manos, en mi cara, en mis ojos! ¡Con la luna de noche, qué belleza, mate, sorda y rica! Yo miraba sucesivamente todo el espectáculo, el sol, la luna, el cielo, las paredes de cal, las flores -jeranios, hortensias, azucenas, campanillas azules-, por todos los cristales, el azul, el grana, el amarillo, el blanco. El que me atraía más era el amarillo. Por el cristal amarillo todo se me aparecía cálido, vibrante, rejio, infinito. Mi nostalgia de lo universal latente en mí desde mi semilla, encontraba largo y supremo deleite por el cristal amarillo, JIMÉNEZ, JUAN RAMÓN, Por el cristal amarillo. Selección, ordenación y prólogo de Francisco Garfias. Madrid, Aguilar, 1961. Págs. 25-26. La casa de don José: Después, en la calle Nueva -luego Cánovas, luego Fray Juan Pérez-, la casa de don José, el dulcero de Sevilla, que me deslumbraba con sus botas de cabritilla de oro, que ponía en la pila de su patio cascarones de huevo, que pintaba de amarillo canario con fajas de azul las puertas de su zaguán, que venía a veces a mi casa y mi padre le daba dinero, y él le hablaba siempre del olivar... ¡Cuántos sueños le ha mecido a mi infancia, esa pobre pimienta que, desde mí balcón, veía yo llena de gorriones sobre el tejado de don José! Eran dos pimientas que yo no uní nunca: una, la que veía copa con viento o con sol, desde mi balcón; otra, la que veía en el corral de don José, desde su tronco. JIMÉNEZ, JUAN RAMÓN, Platero y yo, Pág. 101. Plaza de las Monjas: EL DONDIEGO DE NOCHE Pues me acuerdo de él cuando venía a mi corral, con su primo Ignacio y Manolo Molina, a ver pintar a los cómicos el telón del mar para la función de la noche. Yo vivía en la plaza de las Monjas, más arriba de las niñas de Verdejo, en una casa sin número ni nombre, blanqueada de tarde en tarde, con la madera sin pintura del balcón carcomido. Desde mi puerta se veía, enfrente, la casa de la Morita, en la
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plazuela del Trasmuro, y, luego, a la derecha, la calle de San Miguel, donde vivía Aurelia, la hermosa hija de Lauro, la hermana de Juanito el barbero, que él, tan niño, admiraba absortamente. JIMÉNEZ, JUAN RAMÓN, Por el cristal amarillo. Pág. 85. 2
La casa natal: Aquí, En esta casa grande, hoy cuartel de la guardia civil, nací yo, Platero, ¡Cómo me gustaba de niño y qué rico me parecía este pobre balcón, mudéjar a lo maestro Garfias, con sus estrellas de cristales de colores! Mira por la cancela, Platero; todavía las lilas, blancas y lilas, y las campanillas azules engalanan, colgando la verja de madera, negra por el tiempo, del fondo del patio, delicia de mi edad primera. Platero, en esta esquina de la calle de las Flores se ponían por la tarde los marineros, con sus trajes de paño de varios azules, en hazas, como el campo de octubre. Me acuerdo que me parecían inmensos; que, entre sus piernas, abiertas por la costumbre del mar, veía yo, allá abajo, el río, con sus listas paralelas de agua y de marisma, brillantes aquéllas, secas éstas y amarillas; con un lento bote en el encanto del otro brazo del río; con las violentas manchas coloradas en el cielo del poniente... Después mi padre se fue a la calle Nueva, porque los marineros andaban siempre navaja con mano, porque los chiquillos rompían todas las noches la farola del zaguán y la campanilla y porque en la esquina hacía siempre mucho viento... Desde el mirador se ve el mar. Y jamás se borrará de mi memoria aquella noche en que nos subieron a los niños todos, temblorosos y ansiosos, a ver el barco inglés aquel que estaba ardiendo en la Barra... JIMÉNEZ, JUAN RAMÓN, Platero y yo. Pág. 221. La casa de enfrente (Calle de la Ribera): ¡Qué encanto siempre, Platero, en mi niñez, el de la casa de enfrente a la mía! Primero, en la calle de la Ribera, la casilla de Arreburra, el aguador, con su corral al sur, dorado, siempre de sol, desde donde yo miraba Huelva, encaramándome en la tapia. Alguna vez me dejaban ir, un momento, y la hija de Arreburra, que entonces me parecía una mujer y que ahora, ya casada, me parece como entonces, me daba azamboas y besos. JIMÉNEZ, JUAN RAMÓN, Platero y yo. Pág. 101.
El Castillo: ¿Qué bello está el cielo esta tarde, Platero, con su metálica luz de otoño, como una ancha espada de oro limpio! Me gusta venir por aquí, porque desde esta cuesta en soledad se ve bien el ponerse el sol y nadie nos estorba, ni nosotros inquietamos a nadie. Sólo una casa hay, blanca y azul, entre las bodegas y los muros sucios que bordean el jaramago y la ortiga, y se diría que nadie vive en ella. Es el nocturno campo de amor de la Colilla y de su hija, esas buenas mozas blancas, iguales casi, vestidas siempre de negro. En esta gavia es donde se murió Pinito y donde estuvo dos días sin que lo viera nadie. Aquí pusieron los cañones cuando vinieron los artilleros. A don Ignacio, ya tú lo has visto, confiado, con su contrabando de aguardiente. Además, los toros entran por aquí, de las Angustias, y no hay ni chiquillos siquiera. JIMÉNEZ, JUAN RAMÓN, Platero y yo. Pág. 201. Cuando, como remate, entre el lejano vocerío del pueblo, subía al cielo constelado la áurea corona giradora del castillo, poseedora del trueno gordo, que hace cerrar los ojos y taparse los oídos a las mujeres, Platero huía entre las cepas, como alma que lleva el diablo, rebuznando enloquecido hacia los tranquilos pinos en sombra. JIMÉNEZ, JUAN RAMÓN, Platero y yo. Pág. 175. La bodega del Castillo: Tarde de noviembre, galana de sol. Por las calles del pueblo venden piñones tostados. ¡Qué grito de niña elejíaco y doliente! Íbamos a la vieja bodega del Castillo, donde el vino anciano fermentaba en la concavidad de los toneles. La penumbra dormía, luneada de sol. Golpes sordos en los bocoyes vacíos; la caña; la miel del vino pastoso de oro, irisado en el vidrio por un rayo de sol de las viñas. Luego, al abrir la puerta del patio, los lagartos huían por los quicios apolillados y grises de las telarañas. La yerba lo invadía todo, amarilla y florida, tristemente. La culebra del alambique estaba seca y celeste y el agua corrompida era como una agria pradera. Por todas partes, el sulfato de cobre: sobre la yerba seca, sobre las hojas verdioro, bajo el cielo ultramar.., Y arriba, la tarde, como una mano abierta, como una inmensa frente pensativa. JIMÉNEZ, JUAN RAMÓN: Palabras románticas, en Primeras prosas. Recopilación, selección, ordenación y prólogo de F, Garfias. Madrid, Aguilar, 1962. Págs. 179-80.
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El aljibe del Castillo: Todo el pueblo está socavado de aljibes y galerías, Platero. El aljibe más grande es el del patio del Salto del Lobo, Plaza de la ciudadela antigua del Castillo. 4
JIMÉNEZ, JUAN RAMÓN, Platero y yo. Pág. 113. Plaza de la Iglesia: Recuerdo la plaza de la iglesia de Moguer en tardes de tormenta. Se trocaba el brillo de las fachadas y se quedaba solitaria y medrosa. Yo estaba, con una blusa grana y negra, en un banco, con la niñera de Matilde Navarro, que me decía: -¡Qué ojos tienes, Juanito! ¡Jesús, qué ojos tienes, hijo! Luego, ya estábamos solos las niñas y yo. Ellas se iban corriendo por la calle y se entraban en su casa por la puerta falsa. Yo me iba solo, y cuando nadie me veía, me ponía a besar las piedras que yo me figuraba que había pisado Matilde. Cuando yo me iba, recuerdo que la veía, por la cancela -unos ojos inmensos-, entre cristales de colores, plátanos, ya entre el trueno y los goterones. JIMÉNEZ, JUAN RAMÓN, Por el cristal amarillo. Pág. 255.
Selección de los textos a cargo de José Mª García Blanco