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Manuel Juliรกn
MAร ANAS QUE SE PARECEN
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Para Cristi, que trajo luz cuando me apagaba, que me encontró cuando me hallaba perdido y que siempre cuidó de mí y me dio la armonía que tanto necesité al regreso de todas y cada una de mis batallas.
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Índice Capítulo
Página
1
Juego de palabras.
7
2
No caerá un gorrión.
25
3
Infancia en Gdansk
32
4
Solo es un pianista.
52
5
Visita de Elena
67
6
Acuerdo confidencial
83
7
Cuerpo inerte
98
8
Consigna 452
109
9
Black site Poland.
143
10
El persistente ayer de la memoria.
162
11
Tren a Múnich
169
12
Un gorro naranja.
190
13
La cura de sueño.
215
14
Promesas incumplidas
223
15
Agradecimientos Personajes
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Juego de palabras
Varsovia, invierno de 2014
Nunca había matado a un hombre, pero ahora su sangre salpicaba el suelo y las paredes de una habitación de hospital. Las sábanas, que hasta hace uno momento eran blancas, tenían ahora el aspecto de una gasa de carnicero. Desde niño supo, así se lo habían enseñado, que nada justifica el impulso de arrebatar la vida de una persona, pero el amor era para él algo más que un simple impulso. Lo hizo para protegerla, para evitar que le hiciera daño, aunque en cierto modo lo que sentía por ella, hasta ahora solo le había traído dolor. Odiar amarle, amarle hasta odiar todo lo demás, cada minuto de ausencia, el miedo a la pérdida, a sus consecuencias. La soledad de sus besos, el silencio de su voz sepultada por instantes estériles, noches sin dormir y la inercia de los días.
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Todo ello era un juego absurdo de palabras que su mente trituraba en confusas emociones y que hoy le dejaban sin aliento. En su conciencia se agolpaban toda clase de remordimientos. Era la primera vez que disparaba a alguien. Notó un repentino ardor de estómago, de náuseas que contuvo con todas sus fuerzas quemándole la garganta. Tendría que alegar que fue en defensa propia, y después habría una investigación, pero en estos momentos, algo así carecía de importancia porque todo lo que había roto era ya irreparable. Mientras observaba con asombro el arma humeante en una mano que era la suya, no podía reconocer que lo hubiera hecho. Todo parecía un mal sueño. Lo que había vivido en estos últimos días. Sus huidas, el abandono. En muy poco tiempo había dejado de tocar el cielo, para descender a continuación precipitadamente hasta un sucio y mugriento suelo de reproches. La vida le había despojado de sus más preciados tesoros y no era sencillo vivir con eso. Debía iniciar un proceso de reconstrucción que comenzaría por él mismo. Recoger los restos de lo que quedaba y empezar de nuevo en otro lugar. Cambiar sus rutinas, quemar las fotos y alejarse. Huir. De nuevo. No siempre es fácil reconocerte en lo que haces y alentar un atisbo de esperanza donde todo parece yermo y desolado. Aunque seguramente esas son las primeras hebras de un tejido llamado supervivencia.
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Barcelona, tres meses antes.
La luz de la mañana, tímida y anodina languidecía en sombras que se alargaban decolorando las calles de la ciudad. Apenas habían abierto los primeros comercios y ya deambulaban los primeros transeúntes. Niños con sus carteras de colegio o trabajadores de camino a la estación. Barcelona se llenaba de pasos que sustentaban la ilusión de un nuevo amanecer al tiempo en que la rutina emergía chirriante como un submarino oxidado. Una suave música, un murmullo lejano y evanescente se filtraba entre los primeros sonidos de la mañana, el músico polaco había escogido para hoy unas partituras de Leonard Bernstein y algo de Schumann. Su interpretación era cuidada y al mismo tiempo emotiva. Una rareza en la calle creando una atmósfera que desafiaba el continuo espacio tiempo. Lo había visto antes, siempre delante del Gran Teatro del Liceo. Era delgado, de unos ciento ochenta centímetros de altura, con el pelo de color castaño claro, lo llevaba cortado a navaja excepto por la parte de arriba y el flequillo lacio que hilaba sobre sus ojos. Se protegía del frío mediante un abrigo oscuro de paño grueso y botones de hueso. Su sombrero yacía en el suelo, sosteniendo las primeras monedas que a modo de ejemplo él mismo había arrojado. A su lado un brik de vino barato y el perro al que llamaba Chudy (“flaco” en polaco). Había escogido un nombre que pudiera recordarle la primera vez que le vio. Lo encontró una tarde de octubre acurrucado en el interior de un desvencijado vehículo. Chudy se sentía cómodo con su nuevo dueño, llevaban juntos desde entonces y ahora ya se habían hecho buenos amigos. Al principio le costó ganarse su confianza, pero un charcutero del barrio le había obsequiado con algo de relleno para hamburguesas. Esa picada de carne acabó de
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convencerle y se pegó a él como un náufrago a un salvavidas. El perro, era su única compañía y la necesitaba, tenía muchas cosas en común con ese animal: la sensación de abandono, de hallarse perdido, la incerteza del futuro… Ya era la hora, las diez de la mañana. Adam Badziag humedecía la boquilla de su apreciado oboe, un instrumento construido con madera de ébano y llaves de metal. Aquel en particular era el regalo que había recibido de su maestro durante el primer año de academia. La cadencia que emite un oboe es capaz de expresar la mayor y más profunda de las tristezas. Un sonido que hoy se hallaba en armonía con sus sentimientos. ¿Qué hacía aquí, tan lejos de su hogar? Su ciudad se encontraba a casi 2.500 kilómetros de distancia. Un día y medio de carretera o unas cinco horas de vuelo en clase business. Algunos años atrás, no demasiados, el músico se encontraba un día como hoy, sentado entre los instrumentos de viento y maderas de la Filarmónica Polaca Báltica de Gdansk. Al norte de Polonia. Aún conservaba aquella desgastada fotografía en el bolsillo de su abrigo, una imagen de entonces. Reunido con otros virtuosos concertistas brindaba alegremente por la vida, todavía parecía notar el áspero y hechizante sabor del alcohol aromatizado por las frutas. El embriagador licor destilado hasta emulsionar los fracasos y las decepciones del desamor en una sola copa de vodka. Lágrimas de los dioses en un sorbo con la apariencia del agua y el efecto del disolvente. Hoy tenía que conformarse con vino de cartón y otra clase de público. Aquellas personas que deambulaban a su alrededor se hallaban tan absortas en sus propias vidas que apenas sí reparaban en él, no se detenían a escuchar su música y en lugar de ello, aceleraban el paso para alejarse de su sombrero. Quizá con una simple sonrisa habría sido suficiente.
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Chudy, el perro, una mezcla de Labrador Retriever y alguna otra criatura de la noche, padecía casi siempre del mismo apetito que su amo. Hoy por ejemplo, cuando se asomaron al ventanal del asador se habría comido un pollo entero, todavía le parecía retener en su olfato aquel aroma a rustido regado con limón y salpicado de romero, un jugoso bocado con el que soñar todo el día.
Seis horas después y habiendo recaudado casi trece euros, Adam y Chudy regresaban a su humilde morada, una claustrofóbica habitación en el ático de un edificio de viviendas de la calle Tallers. Comedor, cocina, lavabo, dormitorio y balcón en menos de treinta metros de eso que llamaban un solo ambiente. La ventaja era que no había que caminar mucho, porque todo estaba muy cerca, literalmente a un paso. Era una habitación austera para gente de paso. La única sorpresa fue un reproductor de CD portátil abandonado por descuido en el cajón del armario. Una especie de Discman redondo que contenía un disco rotulado con la palabra: Vol.1. Aún tenía pilas y unos sencillos auriculares. En el corazón de Ciutat Vella, se encuentra el barrio del Raval, un vecindario heterogéneo de fachadas ahumadas a causa de la polución y plazas de grafitis. En un piso de dimensiones similares al suyo vivían tres familias de Colombia, en la planta baja los manteros de Sudáfrica, en el primero, camareros del restaurante chino con sus esposas y media docena de niños. El segundo piso lo ocupaban musulmanes magrebíes, jornaleros. Todos ellos habían llegado hasta aquí arrastrados por dudosas promesas de prosperidad que no se habían cumplido, y ya no estaban tan seguros de que alguna vez llegara cumplirse, pero ya era muy tarde para regresar. Los vecinos entraban y salían constantemente de sus domicilios a todas horas del día y de la noche, eran ruidosos, discutían mucho y arrojaban restos de agua sucia por las ventanas. Él vivía arriba, junto a la azotea. A veces se sentaba allí a pensar. Mientras acariciaba el pelaje vainilla de su perro, Adam pasaba un buen rato mirando el cielo contaminado por la luz de la ciudad. Su madre le dijo una vez cuando tenía unos siete años: —Hay respuestas si sabes escuchar.
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Él estaba ahora ahí, sentado en el suelo mientras miraba hacia arriba esperando escuchar algo aunque aún no sabía lo que era. Antes fumaba, pero lo había dejado, era una de las pocas decisiones de las que no se arrepentía, no habría sido coherente con lo que hacía ya que necesitaba hasta el último aliento de sus pulmones para arrancarle el sonido más puro posible a su oboe.
Los rumores de la calle se propagaban palpitando en la intimidad de la noche. Y él permanecía allí hasta que la humedad o el frío le incomodaban, entonces optaba por regresar a su habitación. La escalera olía a podredumbre, orín y humedad, pero esto era lo único que Adam podía pagar en un arrabal con noches de calor en verano, frío en invierno, ropa tendida, camellos y prostitutas, gritos, portazos, platos rotos y sirenas. En pocas semanas sus oídos y su olfato se habían acostumbrado a casi todo. Se aproximaba el temido final de mes y aún no había podido reunir el dinero del alquiler, 480 euros (una ganga teniendo en cuenta los precios actuales), en la tarifa estaba incluida la electricidad y el agua dentro de unos límites de consumo, una nevera y el impuesto del ayuntamiento. La casera, una enérgica mujer de casi ochenta años vivía en el hueco de la escalera, un exiguo habitáculo que en el pasado se había usado como portería. Adam ya le debía dos meses y evitaba cruzarse con ella. De continuar así tendría que volver a la caja de cartón o al saco de dormir en el cajero automático.
Una vez, solo una vez, estuvo tentado a vender su preciado oboe, lo había ofrecido por cuatrocientos euros, una ganga por un instrumento de más de ocho mil, pero estaba tan borracho y desesperado que nadie quiso comprárselo. Nadie quería privarle de su único medio de vida. A pesar de todo, ese día fue especial. Josep, el dueño de la charcutería Fortuny, le envolvió unas salchichas en un papel de estraza que Chudy estuvo lamiendo durante horas.
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La campanilla de la puerta sonó prometedora como un trineo tirado por media docena de renos. Josep Fortuny estaba fileteando un salmón que superaba los cien euros el kilo. La nutrida sección a la que llamaban Gran Gourmet incluía productos de importación y delicatessen para los paladares más refinados. —¿Qué tal Adam?, ¿Cómo te ha ido hoy? —Más o menos como cada día, ya sabes, no puedes hacer cálculos. —Sí, cada día es diferente. ¿Cómo tienes lo de tu regreso a Polonia? —Estoy en ello. —¿Qué pasó con tu avión? —Adam comenzaba a percibir una repentina sensación de que finalmente, las salchichas tendrían un precio—. —Digamos que lo perdí. Perdí el vuelo. ¿Tú nunca has perdido nada? —Josep detuvo el cuchillo sobre una fina capa de salmón, después miró de reojo a su mujer, y pensativo le sonrió. Adam no conocía el significado de aquella sonrisa, pero quizá era mejor no preguntar. —Bueno, gracias por las salchichas..., que te vaya muy bien. —Josep no dijo nada, pero dejó lo que estaba haciendo y acompañó a su cliente hasta la puerta. —Mira Adam, si hay una cosa que perdí hace mucho tiempo fue mi libertad..., de buena gana me iría ahora mismo contigo y con tu perro a recorrer las calles de Barcelona, o quizá las de Polonia—
Josep estaba todavía
saboreando el sonido de su última frase cuando una voz irritante, reclamó el cumplimiento de sus obligaciones: —¡Piensas estar todo el día de cháchara o vas a terminar lo que has empezado? —La señora Fortuny le esperaba ante el salmón de Noruega. Ambos se quedaron mirando como si se hubiera roto la magia. —Voy enseguida cariño, —respondió el señor Fortuny mientras torcía los ojos— Adam pensó en la conversación de esa mañana. Es cierto que deseaba volver a Polonia, pero de una forma inconsciente, lo estaba retrasando. Si se hubiera esforzado un poco más ya habría ahorrado el dinero del pasaje, pero tenía miedo a regresar y caer en ese gran pozo oscuro, en ese insondable vacío llamado ausencia. De no reconocer los mismos lugares por los que pasearon.
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De verlos ahora despojados de los elementos con los que se nutrían sus recuerdos: calles, parques y cafés que ahora se le antojaban absurdos y desfigurados. Su temor le asfixiaba. Aún no estaba preparado, necesitaba más tiempo para soportar la idea de verla de nuevo, para aceptar el hecho de que ahora estaría rodeada por unos brazos que no eran los suyos.
De vez en cuando Adam daba un paseo por el barrio, Chudy necesitaba hacer lo que hacen todos los perros: marcar su zona y relacionarse. Quizá irían a la plaza Cataluña para ver como las palomas se posaban sobre turistas que les ofrecían un puñado de gramíneas. Todo el mundo quería su foto rodeado de palomas: —quizá debería abandonar la música y comprarme una máquina de fotos—. Chudy no comprendió muy bien a qué se refería. Al pasar junto a la Boquería tropezó con una obra surrealista titulada "Matar el tiempo", una imagen en blanco y negro que colgaba del aparador de una sala de exposiciones. La fotografía, de gran tamaño, mostraba el estallido en grandes pedazos y pequeños fragmentos de un reloj de mesa. Entre las sombras podía verse una mano empuñando una maza de varios kilos. Adam se sentía, no podía evitarlo, como el reloj de la fotografía. Una imagen con muy poca luz, de larga exposición captando cada partícula en el que se había fragmentado su propia vida. Regresó a la habitación de la calle Tallers y sin dejar de pensar en lo que había visto se tumbó en la cama. El techo, alto y sombrío, se hallaba cuajado de imperfecciones, de grietas y pintura desconchada. Cerró los ojos y la vio de nuevo, la fotografía. «¿En realidad somos nosotros los que matamos el tiempo, o es él quien lentamente se apodera de nuestras vidas?» Todo el día en la calle desde primera hora de la mañana había ocasionado ciertas consecuencias, Adam estaba incubando la gripe. Los síntomas comenzaron a manifestarse como irritación de garganta, mocos y dolor muscular.
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Hoy tampoco había cena y dormir era la mejor opción para paliar el hastío. El sopor del alcohol, el hambre y la apatía cerraron los párpados de Adam mientras su mente flotaba en el tornasol de elegantes auditorios, de refinados espectadores sentados en uno de los suntuosos salones del Palacio Bonerowski, en Cracovia. A los pies de su cama, sobre una raída alfombra, descansaba el patio de butacas de sus sueños. Las primeras notas de los romances de Schumann afloraban como la vaporosa falda de una ninfa.
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No caerá un gorrión
Adam Badziag conocía muy bien esa sensación, de aspereza en la garganta y escozor de ojos. Había despertado esa mañana en un húmedo charco a causa de la fiebre. Buscó a tientas las zapatillas y luego fue hasta el lavabo donde se encerró mientras Chudy se tendía en la puerta a la espera de su paseo. En casa le llamaban Wróbel (“gorrión” en polaco), su madre le leía a menudo de la Biblia y tenían una frase para él, un lema tatuado en el lenguaje de su infancia (sobre los gorriones): ..."ni uno de ellos cae a tierra sin que su Padre lo sepa”, evangelio según Mateo capítulo diez. Ella había marcado esa página con un sencillo punto de libro, el tallo de una flor marchita. Asam habría preferido que escogiera a otro héroe, quizá uno de los comics de Marvel, en lugar de un pájaro en peligro de extinción citado hace tres mil años en la Biblia. —Adam, tú eres mucho más valioso que los gorriones. —Le había dicho en incontables ocasiones—. Él siempre cuidará de ti.
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A la edad de doce años, Wróbel se cayó por el hueco de una escalera desde un sexto piso, estuvo casi una semana en coma, pero al despertar, el médico le confesó que había vuelto a nacer y que debía poner el contador de su vida a cero. Wróbel dejó atrás el hospital sin las secuelas que normalmente habría podido sufrir a consecuencia de un accidente como ese. El equipo de traumatología no supo cómo explicarlo. No desde la lógica científica. Todo eso se esfumaba viéndole salir por su propio pie a través de las puertas de urgencias. Durante la época en la que el servicio militar era obligatorio, Adam Badziag ingresó en las fuerzas armadas como músico del regimiento. Los desfiles, ensayos y conciertos le mantuvieron ocupado mientras el resto de su unidad se deslomaba con los simulacros de combate y las prácticas con armas. No tuvo que acercarse al peligro, pero este ya le estaba acechando. En el cuarto mes desde su ingreso, otro recluta llamado Wilhelm Scheider cometió la torpeza de no poner el freno de mano al 4x4 del capitán. En el informe oficial Scheider declaró que estaba convencido de haberlo hecho, de haber asegurado el vehículo, pero lo cierto es que el Honker rodó sin control hasta el almacén donde Wróbel revisaba el stock de municiones. El vehículo ganó velocidad en la pendiente, acababan de repostar su enorme depósito cuando se incendió al colisionar en la entrada del polvorín. La onda expansiva envió a Wróbel contra el fondo del almacén, donde una caja de cartuchos para la ametralladora UKM calló sobre él, dejándole inconsciente.
En la base reinaba el caos, todo el mundo corría de un lado para otro sin saber cómo evitarlo. Una pequeña dotación de bomberos ya estaba en camino, un gesto que les honraba, pero que sería innecesario, no quedaba tiempo y nadie entraría por la única puerta que bloqueaba el fuego para salvar a Wróbel. Todo sucedió en pocos minutos, y justo en ese instante, cuando parecía que todo estaba perdido se escucharon las hélices de un PZL W-3 Sokól. El helicóptero sin distintivos surgió de la nada, nadie lo había llamado y en otras circunstancias no se habría podido aproximar tanto a la base. El Sokól vertió 2.100 litros de
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agua sobre el vehículo ligero que se había incendiado, después se alejó limpiamente por donde había llegado. El fuego se extinguió en cuestión de minutos y ante la atónita mirada de todos los soldados
mientras Wróbel,
continuaba inconsciente.
En 2004 ya era el adulto que tanto había ansiado durante sus años de adolescencia, pero volvió a sufrir otro "encuentro con Dios". Esta vez un camión de cerveza perdió los frenos mientras Adam cruzaba la calle. Por algún extraño motivo, siempre se las arreglaba para estar en el lugar y en el momento más inoportuno. Esta sería la tercera vez que de una forma absurdamente fortuita se libraba por los pelos. Durante su convalecencia, todos le escribieron mensajes en la escayola, algún chiste recurrente sobre dejar la bebida, y otras genialidades. Regresó de nuevo hasta él la vieja historia sobre Wróbel, el gorrión caído y sobrevivió tantas veces a la muerte, que Adam se había convertido en una especie de creyente, por lo menos lo era a su manera. Escuchó a una edad muy temprana aquellos argumentos sobre “El plan de Dios”, un propósito interrumpido en la corriente del tiempo, pero que alguna vez se cumpliría. No iba a misa los domingos, pero deseaba creer que su vida obedecía a una intención mayor, y eso le daba sentido. Era lo que siempre había deseado, lo que secretamente esperaba desde el principio. Formar parte de algo más grande. Sentir que todo lo bueno le aguardaba pacientemente y en silencio, que en algún momento, en algún lugar ocurriría. Nunca habló de esto con nadie, porque nadie lo habrían entendido. No era un chiflado religioso ni un místico aferrado a sus mantras, simplemente en su interior sabía que era cierto, que había algo más allá de lo evidente y esto le ayudaba a continuar y a percibir una fuerza dulce, serena y poderosa en el frágil revoloteo de una avecilla de campo. Unos pocos, sin embargo, le consideraban un tipo con suerte, un superviviente, pero hasta los que sobreviven sufren cierto desgaste por el camino. De todos
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estos años había conservado las huellas y cicatrices propias de la erosión de los días; los miedos, decepciones y fugaces alegrías que convivían con su sencilla existencia. Y hoy, que se encontraba sólo y abatido en una ciudad extraña, regresaba de nuevo al refugio de la música aferrado a su oboe, intentando poner orden en su confusa memoria.
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Infancia en Gdansk
Algunos la han llamado La perla del Báltico. Quizá por su ambiente medieval, de construcciones renacentistas, balnearios, jardines señoriales y playas de arena blanca, la ciudad de Gdansk todavía se considera hoy un atrayente reclamo turístico. Sin embargo, por lo general su clima es mucho más frío y lluvioso que el de Barcelona. El cielo tiene habitualmente otro color, un tono ceniza y menos azul si lo comparamos con el que flota sobre el Mediterráneo. El puerto de Gdansk es el más importante de Polonia, una buena parte de la ciudad fue bombardeada durante la II Guerra Mundial, pero aún se conservan interesantes vestigios de aquella época. Uno de estos retazos de historia es la Zurab, una grúa de hierro y ladrillo que se remonta a la edad media. Se considera la grúa de estibadores más antigua de Europa. Si caminamos alrededor del río Martwa Wisla, podemos pasar por debajo de ella y visitar los antiguos barcos de madera, convertidos hoy en museos flotantes.
El padre de Adam trabajó la mayor parte de su vida en los muelles de Gdansk. Los grandes astilleros sufrían desde hacía tiempo la corrosión del mar, una herrumbre que se erguía como un mudo homenaje a los primeros trabajadores
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del metal. Fue una época turbulenta de miserias y luchas por preservar los derechos de los trabajadores. Al frente del sindicato Solidaridad, se hallaba el joven Lech Walesa, activo protagonista de los primeros enfrentamientos contra los abusos del régimen comunista. Huelgas, escasez de comida, frío y miserias. Adam tuvo una infancia difícil, sin muchos caprichos, era el menor de cinco hermanos, nunca estrenaba ropa ni zapatos, teniendo que aprovechar la de sus hermanos y siempre llegaba el último al mejor bocado, pero él fue el único con aptitudes para la música. El matrimonio decidió arriesgarse y lo enviaron a pasar una temporada con el tío Grezgorz, el hermano de su madre. Marcó el número, hacía tiempo que no hablaba con él: —Hola Grezgorz, soy tu hermana. ¿Cómo estás? —¡Sí!, he visto tu número, estoy bien. ¿Qué puedo hacer por ti? —Se trata del pequeño Adam. —¿Qué le ocurre?, ¿está enfermo? —¡No!, no está enfermo, pero tampoco se encuentra bien aquí, ya le conoces, es alguien muy sensible, le gusta la música como a ti y necesitaría a alguien como tú, un tutor que potencie sus cualidades. —¿Qué estás intentando decirme? —Mira, solo se trataría de un tiempo y podría ayudarte con la academia es muy colaborador y aprende deprisa. —No
me
parece
que
necesite
un
tutor,
ya
tiene
a
sus
padres.
—Tienes razón, en realidad lo que te estoy pidiendo es que te ocupes de él durante un tiempo. Nosotros no podemos hacerlo, a penas tenemos ingresos. —Si necesitas dinero, puedo prestarte algo. —No se trata de eso. No te estoy pidiendo dinero, te estoy pidiendo ayuda. —¿Y el colegio? —Ya hemos hablado con el consejo escolar, tú puedes enseñarle todo lo que sabes y él puede realizar los exámenes una vez al mes y enviarlos. Están dispuestos a colaborar. (Se hizo un incómodo silencio)
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—Parece que has pensado en todo..., yo tengo alumnos, lo que me estás pidiendo es algo totalmente distinto.
Grezgorz, además de profesor de música era también compositor. De vez en cuando recibía algunos encargos, sin embargo su estilo de vida no era tan humilde como pretendía. La familia siempre había tenido la impresión de que sus ingresos no procedían exclusivamente de la música, pero ellos nunca se lo preguntaron, habría sido muy incómodo. Grezgorz vestía con ropa cara y confortable, tenía un pie media talla más pequeño que el otro, un capricho de la naturaleza que corregía con zapatos especiales, un calzado a medida que le enviaban desde Londres.
Cada mañana, el tío Grezgorz recortaba escrupulosamente su barba de pelo ralo, la barba le confería el aspecto de un moderno Ernest Hemingway. A pesar de sus pequeñas excentricidades, Grezgorz poseía una habilidad natural para la docencia, por eso hizo una excepción con su sobrino incluyéndole en su grupo de alumnos. Estaba claro que su hermana tenía demasiadas bocas que alimentar, pero a cambio de las clases, Adam realizaría la limpieza, los recados, poner y quitar la mesa, fregar los platos o tareas similares. Si el niño resultaba ser un zoquete, lo devolvería de nuevo con su madre sin contemplaciones. Antes de ofrecerle una habitación donde instalarse quiso dejar claro dos puntos. Punto número uno: allí no estaba de vacaciones ni para vaguear, debía esforzarse en poner inmediatamente en práctica cada una de las instrucciones que recibía de su tutor. El no haría excepciones con sus alumnos ni habría ningún trato de favor o parcialidad. Punto número dos: él era el profesor, y por lo tanto, todos los demás obedecían sin rechistar. Al menor atisbo de falta de respeto hacia él, hacia otros alumnos o la propia academia y sus instalaciones, el alumno sería expulsado permanentemente. Adam se encontraba cómodo con el tío Grezgorz, a pesar de la disciplina y las reglas, era como un padre para él y conectaron enseguida. Paseaban a
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menudo y conversaban sobre diferentes asuntos, de la vida, la muerte, y a veces sobre las chicas y cosas así. Adam sabía que algún día tendría que regresar a casa, pero se sentía tan a gusto allí que prefería no pensar en ello.
Ese sería el invierno en que la vida de Adam cambiaría para siempre. En los primeros meses aprendió el lenguaje de la música, escogió un instrumento y conoció a Andzélika Koprowska. La primera vez que la vio, ella era una niña con trenzas rubias que transportaba una cesta de libros en su bicicleta, pasó junto a él y le sonrió, solo fue un momento, pero para Adam fue suficiente. Andzélika. Andzie. (A los polacos les encantan los diminutivos) y su sonrisa detuvo el tiempo en un imborrable recuerdo que siempre le alcanzaría.
En la gélida ciudad de Fahrenheit un adolescente podía ser feliz interpretando a los clásicos con su oboe y bebiendo limonada en el jardín de la familia Koprowska. Andzie creció en el seno de una familia muy unida, el padre era chofer de autobús, un buen hombre que en sus ratos libres tocaba el violín, la madre se había licenciado en filología, aunque hasta el momento el único trabajo que había encontrado era sirviendo desayunos en un hotel. Por las tardes realizaba tareas freelance de corrección gramatical y de estilo para la redacción de una revista cultural. Ella tocaba la flauta travesera y por la noche se reunían ante el fuego para interpretar viejas partituras. La abuela era otro mundo, con casi ochenta y cinco años, había sobrevivido a los horrores de la guerra y las atrocidades de los campos de exterminio. Dorotka fue una de las reclusas de Ravensbrück, el llamado campo preventivo de menores de Uckermark. Siendo apenas una niña, la separaron de su madre, de sus hermanas, del resto de su familia y la sentaron delante de una máquina de coser durante 18 horas al día. Solo disponían de un descanso de 15 minutos para comer una bazofia, hacer sus necesidades o recuperar la movilidad de sus miembros entumecidos.
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Más de 100.000 mujeres pasaron por Ravensbrück hasta la liberación en 1945. Todavía hoy se conservan algunos testimonios que podrían darnos una ligera idea de lo que se vivió entonces. Dorotka le había contado a su nieta en innumerables ocasiones lo importante que fue para ellas la música durante aquel período de reclusión y teniendo que enfrentarse a situaciones extremas. Como no disponían de instrumentos musicales, las cautivas los fabricaron con la ayuda de algunos artículos rudimentarios que podían encontrar en la basura: latas, pedazos de madera, hilo… Había unas reclusas que entonaban himnos religiosos, eran las Bibelforscher. Ellas, no se doblegaban ante la opresión nazi. Con su tenacidad, manteniéndose firmes en sus convicciones, eran para las demás un motivo de inspiración. A menudo sus emotivos coros podían oírse desde el exterior de los barracones. Entre las historias de su abuela sobre la beneficiosa influencia de la música y los acordes de violín de su padre, creció en el corazón de Andzie el deseo de seguir los pasos de la familia. Adam no podía dejar de mirarla, ella le había cambiado, le había dado motivos, ilusión. En la escuela ya se había educado en el idioma ruso y el alemán, pero con la ayuda de su tío Grezgorz, consiguió hablar también el inglés y el francés, aprendió a memorizar e interpretar toda clase de partituras y recibió algunas lecciones que le enseñarían a tomar decisiones rápidas y a desarrollar un concepto tan práctico como el sentido común. Grezgorz puso a prueba su desarrollo cognitivo como si se tratara de un juego, le enseñó pequeños trucos de supervivencia que no se aprendían en la calle. No estaba seguro de qué sentido tenía todo aquello, o su conexión con la música, pero él solo era el alumno y no iba a renunciar a estar cerca de Andzie por una simple lista de pretextos infantiles.
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A finales de los noventa Adam y Andzie recibieron una invitación para acompañar a la Filarmónica Polaca Báltica hasta Londres. El sábado antes de la actuación compraron unos biscuits de fruta y nueces en Fortnum&Mason, después dieron un paseo por Trafalgar Square y caminaron hasta Westminster. Andzie escribió una típica postal para su madre. —¿Vas a enviarle una postal? —Sí ella es muy tradicional y no usa internet. Siempre le ha gustado recibir el correo en papel, lo guarda y vuelve a releerlo de vez en cuando—. Andzélika había concluido su mensaje con palabras grandilocuentes, cosas como: “Besos enormes” “Un gran abrazo”. Adam se aproximó a ella con ciertas intenciones: —¿Cómo son los besos enormes? y ¿los grandes abrazos? Prefiero muchos besos pequeños, los prefiero cada día, y acurrucarme en tu regazo, mientras que fuera hace frío—. Andzélika se sentía alagada por el improvisado comentario de Adam, pero prefería cambiar de conversación: —Esta es una ciudad preciosa ¿no te parece? —dijo Andzie. —No sería así, si tú no estuvieras aquí. —Respondió Adam. —¿Estás hoy en modo romántico? —Ella se estrechó a su brazo mientras caminaban—. —Andzie. Yo estoy en el “modo” que tú quieras, pero vivir todo esto contigo, lo puede hacer inolvidable. —Espero que tengas buena memoria, porque algún día podría recordarte esta conversación. —No será necesario. No voy a olvidarme de ella. No me olvidaré de nada, así como tampoco he olvidado ninguno de los momentos que hemos compartido. (Ella sonreía complacida) —¿Qué te gustaría hacer luego? —Le preguntó Adam. —Quizá deberíamos regresar. Va a llover. —¿A llover?, pero sí a penas está nublado. —De todas formas, lo mejor sería regresar al hotel.
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—Está bien, tú ganas…, pero no va a llover... Diez minutos después cayeron las primeras gotas, y antes de terminar la última frase, ya casi estaban empapados, así es que corrieron a guarecerse en una sala de cine, una filmoteca con calefacción. Ese día proyectaban un clásico: "The Jazz Singer", un film de principio de los ochenta y protagonizado por Neil Diamond. Entre palomitas, besos y arrumacos hubo una canción que formaría para siempre parte de sus vidas: "Love on the rocks". En realidad no era una gran película, pero sí era una gran canción. El padre de Diamond, (Akkeba Diamond) era de origen judío-polaco y la profunda voz de Neil desgarró el auditorio con su intenso ruego pronunciado en una sinagoga. La letra de la melodía trataba sobre lo que se siente cuando parece que el amor se acaba, o cuando todo al rededor de ti te empuja a que seas tú, sin desearlo, quien lo termine. El piano se fundía sobre un atardecer en el que el protagonista había decidido regresar, y por su aspecto, daba la sensación de que había estado perdido mucho tiempo. En la playa, mientras el sol languidecía dorando la arena, volvieron a abrazarse de nuevo. Adam y Andzie decidieron que esta sería desde ahora su canción favorita y probablemente el mejor recuerdo de su visita a Londres. Durante la cena, después del cine, hablaron de lo que sentían el uno por el otro y de cómo algo así, como lo que había vivido el protagonista, nunca les ocurriría a ellos. Porque ellos no lo permitirían. Todo esto sucedió un día en el que la lluvia abrillantaba las calles de Londres, y ellos eran felices con un simple cucurucho de palomitas. Con el tiempo habían aprendido a besarse mejor, sus labios guardaban memoria de cada centímetro de su cuerpo, iban, venían y regresaban a la despiadada batalla de los abrazos, de los susurros entre las sombras. Prisionero de la suavidad de su piel, Adam no necesitaba la luz para ver el camino. Sus besos eran como palabras escritas en una hoja de libreta infantil: antiguas, sencillas y necesarias. Y Londres tenía todo lo que una pareja
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enamorada podría necesitar, incluso la lluvia como pretexto para permanecer más tiempo entre las sábanas. Hay amores primeros y hay amores únicos. El suyo era de ambos. Algunos años después, Andzélika ya era el segundo violín y Adam el cuarto oboe de la Filarmónica. La música interpretada por Andzie, podía elevar el espíritu de sus oyentes hasta casi rozar el desvanecimiento. Ella lo era todo para él y Adam jamás podría concebir otra manera más feliz de vivir su propia vida. La mayoría de la gente, cuando puede hacerlo, huye de las ciudades porque le asfixian las rutinas. En cambio para otros, esas rutinas les producen cierta seguridad una especie de zona de confort sin demasiadas sorpresas. Adam simpatizaba con esta segunda clase de personas. Vivía un estilo de vida marcado por unos horarios y una ruta de lugares y actividades muy previsibles con las que se sentía cómodo. Una buena jornada de ensayos con la filarmónica, un café con su chica, un buen libro en su sofá. ¿Cómo encajaría ella en todo esto? Quizá por eso no le había propuesto todavía lo de vivir juntos. Era un paso importante. Ellos quedaban, salían y luego cada cual regresaba a su lugar. Ella con sus padres y él con su tío, que vivía en una enorme casa, que a su vez era también una academia de música. Un campus con ocho habitaciones para estudiantes. Él era de la familia y por lo tanto no pagaba nada.
El sueldo como músico era bastante normalito, pero ya iba siendo hora de que el pájaro saltara del nido. El tío Grezgorz no le haría sentir incómodo a este respecto, pero él ya era un adulto y ya sabía todo lo que necesitaba saber sobre la música, el oboe y otras cuestiones de la vida... Quizá habría tenido que buscar un apartamento en la ciudad, algo sencillo, sin demasiadas pretensiones, a las afueras de Varsovia eran más barato. Sería provisional, un lugar donde comenzar. Pero no lo hizo. Andzélika siempre necesitaba sentir ese hormigueo llamado alcanzar objetivos, progresar. Y de algún modo su relación no estaba progresando. Se esforzaba mucho,
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ya era el segundo violín de la filarmónica, sin embargo Adam, se conformaba con ocupar el lugar del cuarto oboe. —El agua cuando se estanca, se pudre— Le había dicho en más de una ocasión intentando que despertara de su letargo. Sin resultados. La relación de ambos estaba en dique seco y ambos se concentraron en la música. La Filarmónica Federico Chopin tenía una prestigiosa reputación y una dilatada historia que se remontaba desde el final de la II Guerra mundial hasta los primeros meses de 1945. En lo que había sido la antigua Central Eléctrica de la isla Otowianka, asomado al Báltico y a la vista de Gdansk, se había construido un completo auditorio que albergaría a célebres concertistas y cantantes de ópera. Para otoño había programado un concierto en Barcelona, y el de navidad se celebrarían en Varsovia. Para el próximo año se había planificado una gira mundial por toda Europa y una Buena parte de Estados Unidos. El primero concierto de la lista se celebraría en Londres. Adam asistía desde el principio con mucha ilusión a los ensayos. En Otowianka pudo perfeccionar lo que le había enseñado el tío Grezgorz, todo marchaba bien, pero para entonces, el padre de Adam fallecería de leucemia y la madre se casaba un año después con un tapicero. Los hijos; cada uno escogió su propio camino y se separaron, el de Adam sería un futuro dichoso en la Filarmónica, pero tan breve como un suspiro: Andzélika, la música y el vodka de cereales, los tres por igual llenaban la existencia de Adam y los días transcurrían como si el tiempo fuera la liebre en la carrera de galgos.
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Solo es un pianista
Una desapacible tarde en la que el cielo de Varsovia tenía el color gris de un uniforme de fontanero, Adam se dirigía a Pracownia, la tienda de instrumentos musicales de la calle Grójecka. Siempre afinaba allí su oboe. Al adentrarse en la zona del bulevar se topó con los grandes y cuadrados ventanales del café Starbucks Warszawa. Caían las primeras gotas de una fina lluvia que muy pronto sería aguanieve. Cuando el semáforo le obligó a detenerse, se arropó el cuello con las solapas de su viejo abrigo overcoat y esperó unos instantes. Sin saberlo, la luz roja del paso de peatones cambiaría para siempre el rumbo de su vida. Los vehículos salpicaban de agua sucia los zapatos de Adam, mientras al otro lado de la calle, en el café, Andzélika sonreía dichosa y recibía el intenso beso de Blazer, el pianista de la filarmónica, un tipo silencioso y taciturno. Paul Blazer era un inglés arrogante y engreído que se había enamorado de su habilidad para hacer "hablar" al piano. Adam nunca sintió demasiado apego por ese individuo que peinaba su media melena rubia con los dedos, era una especie de aversión que ya arrastraba desde antes y sin embargo hoy le sobraban motivos. Adam era una persona tranquila, de costumbres sencillas, la música, Andzie, paseos hasta las librerías; ella le había influenciado en su amor por los libros.
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Su tendencia natural nunca fue agredir al pianista, pero una fuerza descontrolada en su interior le estaba empujando como un tsunami hasta él. Andzélika volvió a sonreír a Blazer y regresó a sus cálidos labios con sabor a café de Ecuador. «¿Qué podía atraerle de aquel tipo narcisista que apestaba a colonia de supermercado? ¿En qué momento había comenzado a perderla? ¿Por qué no se había dado cuenta antes, cómo podía estar tan ciego?» Andzie se fue con el pianista inglés y Adam intentó agredirle una tarde, en un café de Varsovia con una silla. Con una silla como lo haría un domador de leones. Fue patético, el pianista, que era un adicto al gimnasio, le dejó muy tocado contra el office de los platos y Wróbel, sangrante, intentó recuperarse. —Hijo, es mejor que ahueques el ala—. Le aconsejó un cliente, un hombre mayor. —¡Levántate imbécil! ¡Mamarracho! —Eran palabras que Blazer le arrojaba como piedras incendiarias sin apenas haber sudado—. Wróbel se levantó. Esa noche la pasó en la comisaría de Mostowski, y por la mañana, temprano, el director de la filarmónica pagó su fianza, los servicios de un médico y la factura de la cafetería, después tuvo una conversación con él, a solas, y le advirtió que era la última vez que intervendría. El director era una hombre de unos cincuenta y ocho años, prácticamente había visto de todo, y a pesar de ello su mayor virtud era la paciencia, pero en esta ocasión, su vaso se había colmado. Adam, a su vez, estaba en un punto en que todo le daba lo mismo. Todo lo que antes le importaba comenzaba a asquearle, empezando por su propio aspecto y terminando con sus sesiones de ensayo. No era eso que algunos llaman desamor, porque él no había dejado de amarla, ni tampoco desengaño, porque prefería vivir engañado mientras pudiera estar cerca de ella. No pensaba en sus derechos ni en su dignidad, solo en su vida después de ella, y no podía olvidar de un solo trazo todo lo que había sido su infancia, adolescencia y la parte más convulsa y febril de su reciente existencia.
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Los sueños se van, los miedos se quedan. A no saber cómo continuar, sin ella. A enfrentarse cada día a su ausencia. Los demás miembros de la filarmónica le felicitaban porque podría sentirse liberado y de nuevo disponible para iniciar interesantes relaciones. Incluso le recomendaron algún tipo de agencias que organizaban citas a ciegas. Le habían dicho aquello que se suele decir sobre pasar página, pero el consejo no funcionaba porque de algún modo su libro seguía hablando de lo mismo. «Qué se supone que debes sentir cuando toda tu vida se desmorona bajo tus pies, cuando todo lo que creías y por lo que habías luchado se desvanece». Hay un instante, dura poco tiempo, en que tu mente te traiciona con argumentos irreales, espejismo insólitos e inaceptables que tu corazón acaricia como a un gato hambriento y solitario. Adam quería creer que tenía mucho en común con el gorrión de su infancia, con aquel pájaro de campo intentando sobrevivir en la ciudad, pero lo de Wróbel era solo un cuento para irse a dormir. Una mentira piadosa dicha a un niño que creería todo le que le dijeran porque aún no había abandonado su inocencia. La vida te despierta muchas veces a cañonazos, te aturde y ensordece hasta obligarte a arrastrar tu existencia como una red de peces muertos. Adam llevaba arrastrando esa red desde hacía tiempo. El cuarteto de chelo también le felicitó: —Ahora podrás aprovechar la gira por Europa y Estados Unidos para entrar en la vida de otras jóvenes como un marinero atracando en cada puerto—. «Relaciones fáciles y sin compromisos»... Adam sentía que no entendían nada. Él siempre había odiado la vida de los puertos. Sus frecuentes visitas nocturnas a las tabernas, su incomparecencia a los ensayos y la falta de coordinación musical hicieron el resto. En una visita de la Orquesta Sinfónica a la hermanada ciudad de Barcelona, Adam fue despedido antes del estreno de la Sinfonía n°.11 de Shostakóvich en el Palau de la Música. El concierto no sería fácil, se trataba de las partituras compuestas por Dmitri Shostakóvich hace 75 años con motivo del asedio alemán a Leningrado, la obra, repleta de significados históricos, exigiría un gran esfuerzo de
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preparación y Adam no estaba a la altura. Los inversores y la propia dirección se reunieron en una sesión extraordinaria y después de casi media hora de exabruptos decidieron prescindir de sus servicios, se lo comunicarían inmediatamente. El cuarto oboe fue reemplazado por un muchacho de academia, sano y ambicioso, un “trepador”. Fueron sinceros con Adam, le estaban haciendo un favor, después de cometer el error de haberlo traído, lo único que le pidieron es que no se metiera en más líos y que acudiera puntualmente al embarque el día de regreso.
Adam había comenzado a beber desde el primer instante en que percibió que ella se alejaba de su vida, estaba seguro de que esto solo podía empeorar las cosas, pero ya estaba acostumbrado a estropearlo todo. Su vida desde el día de la cafetería era como un lastre que pesaba como el plomo dentro de una atmósfera cada vez más irrespirable de rabia y frustración. Sentía la extraña sensación de que todo esto era como alguien que pierde un guante y entonces debe deshacerse del que le queda, era una angustia completamente nueva para él. No porque perderla a ella fuera tan simple como perder un guante, si no porque no estaba dispuesto a desprenderse de todo lo que le quedaba, de todo lo demás. Varias horas antes del concierto, antes de caer exhausto abrazado a una botella, Adam había pedido que entregaran un sobre para Andzélika, la nota decía: “La noche arrastra rumores de otros tiempos, desvanecidas fragancias de aventuras en lugares remotos que siempre me devuelven a ti, silencios que me sobrecogen en el olvido de las horas inciertas mientras amanece, mientras llega el latido de un nuevo día y todo se derrumba sobre el papel. No hay lugar que silencie tu recuerdo, que cobije mi angustia de no verte, de no sentir hoy el calor de tus besos acariciando mis labios. Y no encuentro ningún consuelo en la música, las estrofas que desde niño había amado se desdibujan hoy como una espesa neblina que
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me lo arrebata todo. Quisiera que fueras feliz a pesar de mí, de que me hayas conocido. Lamento no haber sabido conservar tu cariño. Si alguna vez me buscas, estaré paseando por las playas de Gdynia, estaré donde puedas verme, si alguna vez quieres buscarme…” Adam
Adam imaginaba un reencuentro en la playa como el de Neil Diamond, por eso escribió la nota, había intentado usar un lenguaje refinado casi poético, pensó que ella lo merecía y quizá se conmovería al leerlo, pero muchas veces las palabras que se escriben, no las lee nadie y el transcurso de los días las convierten en olvido. Palabras en un papel donde flotan como humo sobre un ayer agonizante, páginas empapadas de tinta, de silencios estremecidos por los recuerdos. Hay días en que llueve desde el cielo y otras veces desde nuestros corazones. Sin truenos ni relámpagos y en silencio, nuestras lágrimas se funden con la lluvia en un solo fluido vital. Nuestros ojos se empañan y nos confunden convirtiendo nuestras esperanzas en un borroso espejismo de brumas, gemidos y ausencias. Hacía tanto tiempo que no lloraba así, que esta fue su ocasión. No lloró cuando murió su padre, ni cuando se despidió de sus hermanos. No lo hizo cuando se supo vivo después de sus trágicos accidentes. Pero hoy sí, porque cuando llegan las lágrimas, nunca regresan solas ni son por un solo motivo.
Chudy estaba recostado frente a una estufa de butano que apenas mantenía la llama, Adam lo estaba observando mientras sostenía su vaso. Aún no se había quitado el abrigo y sus pesados párpados se cerraron sobre la medianoche. Su cansancio, el hastío de su monótona vida irrumpió en sus sueños exprimiendo su callada agonía en un mudo sollozo. Adam permanecía en la vía muerta de una rutina alimentada por miles de días que se parecen.
Hacia las tres de la madrugada, y todavía inmerso en el mismo sueño creyó ver una luz como el reflejo del sol en la orilla de su añorada playa. Si hubiese estado despierto, se habría frotado los ojos, aunque de algún modo, en su
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subconsciente todo se veía muy claro. Era un luminoso día azul que aún no había conocido. En su imaginación, ese día había llegado, uno en el que podía verse a sí mismo caminando en la orilla de su silencio, alejándose mientras la espuma de las olas rompía sobre las rocas y las gaviotas flotaban planeando en el viento. En el momento en el que los músicos embarcaban de vuelta a Gdansk, Adam continuaba durmiendo su resaca. En Barcelona hoy no lucía el sol y las cuatro de la tarde parecían las ocho de la mañana. Era un odioso día nublado en el que el gutural arrullo de las palomas acunaba sus inquietantes pensamientos en una muda despedida. Sus pesados párpados temblaban con el balanceo de un columpio en el que suavemente empujaba a Andzie. Su contagiosa e inolvidable risa mezclándose con el verdor del parque sacudía su memoria. Ella se elevaba hasta regresar de nuevo a sus manos y Adam, ilusoriamente pensó que todo era cierto. Pero la realidad no es un columpio y muchas veces, los que se van, ya no regresan. Adam sentía asco por su vida, tanta nostalgia le estaba matando, si dejaba de respirar ahora, nadie le echaría de menos. Un avión de la compañía Lufthansa despegaba desde la TERMINAL 1 del Aeropuerto Barcelona - El Prat con destino a Poznan. Andzélika llevaba en su mano un sobre con una nota de Adam. A su lado, el pianista de la filarmónica sonreía con fingida benevolencia, respetando su intima manera de despedirse, incluso su decisión de leer la nota. Ella le miró a los ojos, luego giró la cabeza hasta la ventanilla, cerró los ojos y después hizo trizas el sobre con la nota en todos los fragmentos que sus pequeñas y gráciles manos de violinista eran capaces de romper. Tiró los restos del mensaje de Adam a una papelera sin haberlo leído y se abrazó a Paul, su nuevo compañero de viaje. No quería pensar en nada, solo acurrucarse, dejar atrás los malos recuerdos e intentar no sentirse culpable. Las nubes envolvían el fuselaje del avión mientras que todos los sonidos del mundo enmudecían recorriendo el cristal de la memoria.
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Visita de Elena
Antes de aterrizar en Gdansk, se pueden contemplar los tupidos bosques de coníferas que fueron sembrados sobre las ruinas de la antigua ciudad. En lugar de retirar los escombros causados por la guerra, los sepultaron bajo toneladas de tierra. Con el tiempo se crearon nuevos espacios verdes donde los árboles se erguirían sobre grandes taludes formando un denso manto vegetal. Polonia dispone de veintitrés parques nacionales, en su mayoría formados por bosques repoblados y que le han convertido en la capital mundial del ámbar.
Sus calles, monumentos, la literatura, la música, todo ello está impregnado de historia. Polonia fue invadida durante la II Guerra mundial por la Alemania nazi, pero también lo fue después por la Unión Soviética. Murieron más de seis millones de personas y el país experimentó una cruenta herida que casi acaba con toda su identidad, riqueza cultural y patrimonio. Por si fuera poco, también sufrieron la infamia de tener que alojar uno de los peores campos de exterminio nazi, Auschwitz, dentro de su propio territorio, en Birkenau a casi cuarenta kilómetros de Cracovia. En este campo perecieron muchos inocentes.
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A pesar de estos lamentables episodios del pasado, los polacos se habían dejado influir por la cultura y pensamientos de sus vecinos. Habían llegado a emparentarse con ellos creando una nueva amalgama de tradiciones y filosofías rusas o alemanas que formarían parte de su nuevo estilo durante las siguientes generaciones. El tiempo ayuda a veces a olvidar el rencor, o como en este caso, echarle tierra encima. Aunque no siempre funcionaba de una forma tan maleable. En el caso de Adam, no lo hizo, tenía sus motivos. Él quería una vida con ropa de algodón y pies descalzos en la playa. De niños correteando por la arena mientras las gaviotas ahuyentaban las nubes.
Una vida de frascos de cristal llenos de conchas y tardes de sábado con palomitas ante el televisor.
Quería una vida sencilla, una a su lado.
Anzie regresó a Polonia y él se quedó atrás, escorado en otro puerto, en otra ciudad repleta de nuevos desafíos que no le apetecía asumir y deseando que las historias que su madre le había contado durante su infancia terminaran para siempre en un nuevo y definitivo destino. No sabía lo que le depararía el futuro y tampoco deseaba saberlo. Hoy estaba aquí, todavía era joven, tenía salud, era músico y aunque ya había tocado fondo, una parte de él le impulsaba confiar en que las cosas mejorarían. De momento no tenía ninguna evidencia de ello, pero quería creerlo. Y con esa sensación de que ingenuidad y quebradiza esperanza sucumbió al cansancio.
El miedo a la pérdida es un verdugo cruel que se alimenta de los vacíos que deja el cariño cuando se aleja. Lo hace llevándose un aliento de caricias, voces, besos, risas..., estremecimientos que ya no regresan y que necesitamos que ardan como si se tratara de un funeral vikingo.
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Después de una noche de visitas a la nevera, a la ventana y de nuevo al sofá, Adam y Chudy salieron temprano para apostarse en el lugar de siempre, frente a la entrada de metro Liceo, hacía frio aunque si comparaba esta temperatura con la de Polonia sería como una dulce primavera. Un niño había arrojado dos monedas de cincuenta céntimos y un anciano casi cinco euros. Rozando el mediodía se aproximó hasta su sombrero una mujer con un elegante abrigo de cuello de nutria y gafas de sol con incrustaciones de Swarovski. Sus zapatos de aguja eran de color rojo y adornos dorados, de un estilo premeditadamente vintage. Le acompañaba un chófer uniformado, pelo canoso y de complexión tonificada, se movía como si fuera su guardaespaldas. La señora sonrió formando una pequeña arruga en la comisura de sus labios. Tendría algo más de cuarenta años, pero era evidente que se cuidaba. Abrió su bolso de diseño ante la atónita mirada de Adam. El músico detuvo por un instante su concierto, esperando un gran billete, pero la desconocida extrajo de su monedero algo parecido a una tarjeta de visita. Adam intentó que no percibiera lo mucho que le había decepcionado, pero por algún motivo, ella lo sabía. La señora extendió su cartulina entre dos dedos, como si sujetara un cigarrillo: —¿Quisiera usted tocar en esta dirección el próximo sábado a las diez de la noche? ¿Podría interpretar algo de música para mí? Le pagaré bien. Adam alargó su mano aterida hasta la pequeña cartulina. Un nombre, Elena Guasch Hamilton y una dirección con un número de teléfono. Había algo en aquella mujer que a pesar de su edad le recordaba a Andzélika, quizá sus cristalinos ojos azules, el brillo de paja en su pelo, sus delgados dedos, Adam aún no había dicho nada, se sentía un tanto confuso. —Por favor, cómprese algo de ropa, un traje, un abrigo nuevo, tire el sombrero, ahora nadie lleva sombrero…, y acuda a esta dirección el sábado.
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Después, por fin llegó el dinero. Cuatro billetes de cien euros y otro de quinientos, un sinuoso lenguaje corporal y cierto gesto de firmeza estaban a punto de convencerle: —Dzięki (gracias). ¿Cómo sabe que no huiré con el dinero? —Créame señor Badziag, sé que no lo hará. —Usted no me conoce, no sabe quién soy. La señora Guasch hizo un gesto a su chofer:
—¿Didac?, “si us plau”.
Didac ocultaba su mirada tras unas gafas de cristal oscuro, casi negro. Dio unos pasos hacia delante, cruzó sus manos a la espalda y sacando algo de pecho comenzó su alegato: —Adam Badziag, nacido a mediados de 1985 en Gdansk - Polonia, es el menor de cinco hijos, todos varones. Su padre falleció hace doce años. Miembro hasta hace pocos meses de la Filarmónica Federico Chopin, cuarto oboe. Su situación en este país es irregular. No tiene familia, ni trabajo ni más pertenencias personales excepto lo que lleva encima. Vive en una habitación alquilada en la calle Tallers, aún no ha pagado los últimos recibos. El vodka lo compra en una licorería de las ramblas. Didac hizo una pausa y miró a la dama esperando instrucciones. —Es suficiente —Dijo la señora Guasch —Como puede ver, estamos algo informados—. Adam asentía incómodo, el enigmático chófer se sabía su vida de memoria: — Supongo que esto es una broma... —¿Necesita también la talla de mis calzoncillos? —No es necesario que sea grosero, además, ese dato ya lo tenemos. Como comprenderá, debemos ser prudentes. Si acepta, nosotros nos encargáremos de normalizar su situación aquí, le haré un contrato por un año, señor Badziag, podrá recuperar su vida..., y después si lo desea puede regresar a Gdansk o quedarse, podrá hacer lo que quiera. Recuerde, el sábado a las diez. Y sea puntual, odio esperar—. Adam estaba estrechando la mano de una desconocida que le había entregado ¿novecientos euros para que se comprara ropa? Sin embargo lo que más le perturbaba era el hecho de que conociese tantos detalles íntimos relativos a su
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vida personal. Adam no tenía una dirección de correo electrónico, ni una cuenta en redes sociales, ni siquiera tenía un maldito teléfono móvil, vivía debido a las circunstancias, prescindiendo de todas esas cosas. «¿Quién era esa mujer? ¿Cómo había podido reunir toda esa información?» La señora Guasch se alejó perforando el sonido de la calle con sus tacones. Un suave perfume había quedado impregnado en su mano, que ahora, con los billetes, no parecía suya. Miró a Chudy: —¿Te apetecen unas salchichas? El instintivo animal reconoció el significado de aquella palabra mágica "salchichas", afiló sus orejas de lince y ladeó la cara para escuchar la agradable melodía de una propuesta sobre comida……..
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