MI CABALLO DE MAÍZ, MI JUGUETE ALADO. Un palo, una caña o una escoba con una toniza como jáquima y la imaginación infinita de un niño. Nos imaginábamos ser Zeus galopando sobre el caballo alado, Pegaso. A la hora de la siesta los dos amigos se escapaban descalzos de casa. El canto metálico de las chicharras lo inundaba todo. Los gorriones volantones huían para esconderse bajo las verdes cepas de la viña del cercado. Alfonso y su amigo fueron al maizal ya sin mazorcas. Al vernos llegar, un perro que ladraba se agazapó al silbo del cabrero, que bajo unos almendros sesteaba con su rebaño. El paisaje marrón tórrido se suavizaba cuando sentíamos, detrás de la tapia, al viejo Perecito trajinar entre los rábanos de la húmeda huerta. Quemándonos los pies veíamos las camisas rotas de las mazorcas de las que colgaban restos de sus melenas femeninas que habían servido a la planta para recoger el polen del "espojo", la flor del maíz. Unos maíces doblados, otros partidos o tronchados rompían la cuadrícula de los liños que el campesino había marquilleado para la siembra. Las ocres hojas secas lanceadas hacían de sonajeros con la marea de la tarde. El intenso olor que desprendían las "hierbas jediondas" se mezclaban con la jediondez de las aguas fecales que desde las afueras del pueblo corrían por la gavia de la linde desde El Camino Sevilla y para refrescar nuestras plantas pisábamos sobre las verdolagas. Alfonso, más diestro, sacó su navaja. Cortó dos cañas de maíz. De la parte más delgada de una, cortó un trozo de largo como un brazo. Esa sería la cabeza de su caballo. En un extremo le realizó una raja de una cuarta, la taladró con su navaja y después realizó otro agujero en la otra parte larga del maíz que sería el cuerpo del caballo. Abrió la raja de la cabeza e introdujo el cuerpo y metiendo un palito por los agujeros quedó articulado su caballo de maíz. Se sacó la cuerda del bolsillo, la amarró a la cabeza y quedó el caballo con jáquima. Lo mismo hizo con el de su amigo. De un salto se montaron en los caballos bípedos y con un relincho en sus bocas pasearon, trotaron y galoparon por el maizal. Se defogaron, rieron y como centáuros compitieron a mantener el mejor ritmo en las filigranas que imaginaban. Corrían y volaban en la ingenuidad de sus infancias pensando que montaban sobre Rocinante, Bufézalo, Babieca o Tornado. Soñaban que eran El Capitán Trueno y Goliath que sobre sus veloces corceles perseguían a tiranos y liberaban princesas guardadas por feroces dragones. Aquellos caballos de maíz les hacía felices, les divertía y gozaban imaginando como amigos a ser Curro Morales a "paso medio" por El Pocito, o Richar galopando en los ruedos del Rocío o un Peralta a "trote medío", sueltas las riendas, con una banderilla en cada mano.
Aquellas tardes de risas y relinchos montados sobre sus Pegaso les hacía volar hasta que, ya el sol puesto, la voz de una madre- ¡Manueeeee!- le recordaba a los niños que era la hora de la cena. Manuel López Vega Almonte, 22 de Julio 2017.