2 cuentos y fábulas

Page 1

Cuentos y fรกbulas



ti


GOLDILOCKS y LOS TRES OSOS

En una casita del interior de un espeso bosque vivían tres osos. Eran el gran oso padre, con una voz potente; la madre osa, con una voz mediana, y su hijo osito, con una voz suave. Una mañana, cuando iban a tomar los tres su desayuno, la ma­ dre osa dijo: —La leche está muy caliente. Vamos a dar un paseo por el bos­ que mientras se enfría. Y los tres salieron de la casita. Mientras estaban fuera, Goldilocks, una niña que pasaba por allí, vio la casita y se preguntó quién viviría en ella. Entonces se acercó y llamó a la puerta. Como no respondió nadie, volvió a llamar otra vez. Al ver que no contestaban, abrió la puerta y entró en la casa. En la pequeña habitación vio una mesa y sobre ella tres tazas de leche con rebanadas de pan. Una era grande, otra mediana y otra pequeña. Probó la ,de la taza grande. —¡Qué caliente está! —se dijo a sí misma.


Después hizo lo mismo con la mediana. —¡Está fría! Después probó la de la taza pequeña. —¡Oh, ésta está muy bien! —pensó. Y se lo comió todo. Después entró en otra habitación y vio allí tres sillas. Había una grande, otra mediana y otra pequeña. Goldilocks se sentó en la silla grande: —¡Qué dura es! —pensó. Después se sentó en la mediana: —Esta es muy blanda. Después probó en la pequeña:


—¡Ésta sí que está bien! —pero hizo tanta fuerza al acomodarse que la rompió. Después entró en la otra habitación y vio tres camas. Había una grande, otra mediana y otra pequeñita. Goldilocks se acostó en la cama grande. -¡Qué dura! —se dijo. Después probó la cama mediana: —Ésta es demasiado blanda. Después se tendió en la pequeña: —¡Oh, qué bien se está aquí! —suspiró, y se quedó dormida. Mientras dormía, los tres osos regresaron de su paseo por el bosque. Miraron la mesa y el gran oso padre dijo con voz potente: —Alguien ha estado probando mi desayuno. La madre osa, de tamaño mediano, dijo con su voz mediana: —Alguien ha estado probando la leche de mi taza. Y el osito, con su suave voz, dijo: —Alguien ha bebido mi leche y se lo ha comido todo. Los tres osos fueron a la otra habitación y, entonces, el gran oso padre miró su silla y dijo con su gran voz: —Alguien se ha sentado en mi silla. Entonces la madre osa dijo con su voz mediana: —Alguien se ha sentado también en mi silla. Y el osito, con su voz suave, dijo: —Alguien se ha sentado en mi silla y la ha roto. Después entraron en la habitación de las camas, y el gran oso padre dijo con su potente voz: —Alguien ha estado acostado en mi cama. Y la madre osa, de tamaño mediano, dijo con su voz mediana: —También se han acostado en la mía. Y el osito dijo con su voz suave: —Alguien se ha acostado en mi cama, y aquí está. La voz del osito despertó a Goldilocks, la cual se asustó mucho al ver que los tres osos la miraban enfadados. Saltó de la cama, atra­ vesó las habitaciones y corrió por el bosque todo lo deprisa que le permitían sus piernas.


Poppet I

V*

por Margot Austin

Una vez había un niño llamado Poppet, que tenía un perrito, llamado Puttle, y un gato, Pattler. Una hermosa noche de verano, Poppet dijo a su perro: —Puttle, ¿estás despierto? —No —replicó Puttle—. Es de noche y duermo. —Bueno, me gustaría que estuvieras despierto —dijo Poppet. —¿Por qué? —bostezó Puttle.


—Porque —dijo Poppet, alumbrando con su linterna a Puttle—voy a cazar y si estuvieras despierto podrías venir conmigo. —¡A cazar! —exclamó Puttle, sentándose—. Precisamente me gus­ ta mucho. Cazaremos un buen hueso para mí. —No —dijo Poppet—. Cazaremos un oso. —¿Un oso? —preguntó Puttle pestañeando—, ¿quieres cazar un oso? ¡Oh, no! Me asustan los osos. Prefiero seguir durmiendo. —Por favor, no vuelvas a dormirte —rogó Poppet—. No tienes que asustarte. Cuando encontremos al oso, lo meteremos en un saco. —¿Ponerlo en un saco? ¿Qué saco? —El tuyo —explicó Poppet—; el que tienes para dormir. —Pero, ¿no me asustaré de ver a un oso en mi saco? —preguntó no muy convencido Puttle. 15


—Claro que no —dijo Poppet—. Tú no tienes miedo. —¿Estás seguro? —Muy seguro. —Bueno, entonces —aceptó Puttle, saltando-, como no tengo mie­ do, vámonos ahora mismo a cazar. —Muy bien —dijo Poppet, apagando la linterna—. Te dejaré llevar el saco. Y los dos se fueron a cazar un oso. —La luna brilla tanto que parece de día —exclamó Puttle mien­ tras trotaba al lado de Poppet—. No necesitamos la linterna. —Sin embargo, la llevaremos para cuando lleguemos a sitios os­ curos —dijo su compañero. —¡Poppet, veo ojos! —musitó Puttle. —¿Ojos? ¿Qué clase de ojos? —Ojos de oso, creo —contestó apretándose contra Poppet. —¿Dónde? —preguntó este último. —Allí, en aquel sitio negro, bajo la mata de las lilas —aclaró Put­ tle, temblando—. ¡Unos ojos enormes! Debe ser un oso muy grande y terrible. Me parece que no quiero cazar más. —Yo, sí; ¡y tú también! —dijo Poppet— Coge el saco y yo en­ cenderé la linterna. —¡Ohhh..., muy bien...! —exclamó el pobre Puttle, temblando de miedo. ¡Clic!, y la luz se encendió. ¡Sssuich!, hizo el saco. —¡Lo cogí! —dijo Puttle, arrastrando el saco debajo de la mata de lilas—. ¡Es un oso enorme! —No has cogido un gran oso, tonto. ¡Me has cogido a mí! —pro­ testó Pattler, el gato—. ¿Por qué haces estas tonterías? ¡Vamos, tirar sacos a la cabeza de la gente! ¿'Qué estás haciendo? —Estamos cazando un oso —explicó Poppet. —Y creimos que tú eras un oso —dijo Puttle. —Un oso, sí claro —se oyó la voz de Pattler, mientras éste salía del saco—. ¿Parezco yo un oso? —No, claro que no —contestó Poppet.


-Pero lo parecías antes de que encendiera la linterna —dijo a su vez Puttle. -Bueno, yo no era un oso —protestó Pattler— ¿Y ahora qué? . -Entonces tendremos que seguir cazando —dijo Puttle—. ¿No te gusta cazar osos? -¡Claro que no! —dijo Pattler—. Me asustan los osos. —Pues a mí no me asustan —se pavoneó Puttle, presumiendo de valiente. —¿Por qué no? —preguntó Pattler. —Porque Poppet enciende la luz cuando llegamos a los sitios oscuros. —Ya veo... —dijo Pattler— ¿Y qué pasa después? —Entonces, el oso salta directamente y se mete dentro del saco. Igual que has hecho tú —puntualizó Puttle. —¡Ah, ya! No tenía idea de que cazar osos fuera tan fácil —dijo Pattler— Quizá vaya con vosotros también. —Bueno; tú, Pattler, puedes llevar el saco. -No, gracias —se echó a temblar este último-. Yo sólo voy con vosotros para ver. Así, los tres fueron a la caza del oso. —Veo ojos otra vez —dijo Puttle-. Enciende la linterna, Poppet. ¡Clic!, hizo la linterna. ¡Sssuisch!, hizo el saco. —Estoy seguro que hemos atrapado uno —dijo Puttle. —Veamos cómo es —y Pattler levantó el saco. —Parece una rana —exclamó Poppet— Una ranita de ojos verdes. —Bueno, no me gustan las ranas. Mi saco es sólo para osos —opi­ nó Puttle, sacudiendo el saco con fuerza— ¡Sal de ahí!


Y la rana salió tímidamente dando pequeños saltos. Entonces, los tres cazadores, continuando su safari, llegaron a un huerto. —¿Veis lo que yo veo? —susurró Puttle. —No, yo no veo nada —contestó Pattler—. ¿Y tú qué ves? —Veo unos ojos pequeños —dijo Puttle—, entre las coles. Debe ser un oso pequeño que está comiendo. —¿Estás seguro de que es un osito? —musitó Pattler. —Muy seguro —dijo Puttle, sonriente-. No es mayor que tú. -í¿Cómo lo sabes? —preguntó aquél. —Porque no es mayor que una col. —Entonces —dijo Pattler, cogiendo el saco de Puttle—, mira cómo lo cazo. ¡Enciende la linterna, Poppet! ¡Clic!, hizo la linterna. Y algo saltó directamente al saco. —¡Lo tengo! ¡Lo he cogido! —dijo Pattler—, y es tan grande, tan fuerte y tan feroz que romperá el saco en mil pedazos si alguien no me ayuda. —¡Pero no es un oso! —dijo Poppet, mirando el saco—. Y no es feroz. No es más que un conejito. -¡U n conejo! -dijo Puttle, quitando el saco a Pattler, y dándole una sacudida con fuerza-. He dicho que mi saco es sólo para osos. Tú no eres un oso. ¡Sal de ahí! Y el conejo salió del saco dando saltos y patadas furiosas. -Y a estoy harto de que salgan de mi saco cosas que no son osos -dijo Puttle con un fuerte suspiro y sentándose a descansar un po­ co-. Hace mucho rato que debería haberme ido a dormir y vuelvo a tener sueño.


—Yo también —dijo Pattler, sentándose en la hierba, al lado de Puttle. ¿Creéis que podremos encontrar un oso? —No, si no nos damos prisa —dijo Poppet—; porque la linterna se está agotando. La última vez que la encendí ya casi no alumbraba. —¡Oh! —dijo Puttle, saltando—. No podremos ver en los sitios os­ curos. —Es verdad —exclamó Pattler, saltando también—. Mejor será que cacemos pronto. -Pero, ¿dónde? —¡En la hamaca! —sugirió Poppet—. No hemos mirado allí. —Ese sí que es un buen sitio —aprobó Puttle, cogiendo el saco y comenzando a andar hacia la hamaca—. Si encontramos un oso ha­ ciendo la siesta, lo podremos coger fácilmente. —Si está tan cansado y con tanto sueño como nosotros —agregó Pattler—, no habrá problema. —Así es, Pattler. Lo que nos gusta cazar son osos dormidos. Pero cuando miraron en la hamaca no había ni rastro de oso. —Sólo almohadas —dijo Puttle. —Muchas almohadas viejas —suspiró Pattler. —Pero hay algo debajo —exclamó Poppet. —Probablemente, otra almohada —dijo el primero bostezando. —Sí —dijo el segundo después de mirar bajo la hamaca—. Una almohada con orejas redondas. —Las almohadas no tienen orejas, Pattler. —Pues ésta sí tiene, Puttle. 19


—Oh, sí —dijo este último, mirando a su vez debajo de la hama­ ca—. Incluso tiene ojos. —¡P-p-p-oppet! —tartamudeó Pattler—. Por favor, enciende la lin­ terna. ¡Clic!, hizo la linterna. ¡Y allí había un gran oso! Entonces, la luz se apagó. —Otra vez oscuro. No puedo ver nada —dijo Puttle, dejando caer el saco. —Yo tampoco veo —exclamó Pattler, mientras se abrazaba tem­ bloroso a aquél—. ¿Qué pasa? —Que mi linterna se ha gastado —dijo Poppet—y no tenemos luz. —¡Ay! —exclamó Puttle—. Tengo miedo. —¡Yo también! —dijo Pattler—. ¡Corramos! —¡Sí! —dijo Puttle—. ¡Corramos! —No os vayáis -los calmó Poppet-. No es preciso asustarse. —¿Por qué no? —Eso es, ¿por qué no? —Porque —siguió Poppet— puse el oso en el saco. —¿Ah, sí? —preguntó Puttle. —¿ Sin luz ? —preguntó Pattler. —Claro —contestó Poppet, cogiendo a la vez el saco—. Ahora ya podemos irnos a dormir. —¡Qué valiente eres, Poppet! —dijo Puttle. —¡Es verdad! —dijo Pattler. —¡Oh, no!, nada de eso —dijo Poppet, echándose el saco a la espalda. —¿No eres valiente? —preguntó Pattler. —¿Por qué no eres valiente? —preguntó Puttle. —Porque yo siempre me llevo mi oso a dormir —replicó Poppet... —¿Tú haces eso? —exclamaron asombrados sus compañeros. —Claro que sí —continuó aquél, riendo—, si logro encontrarlo. Y diciendo esto, extrajo del saco al oso y se lo entregó a Puttle. —Está muy bien que Poppet te haya devuelto el saco ¿'verdad? —preguntó Pattler, sonriendo a su vez.


—Claro —dijo Puttle. —Después de todo, cogimos un oso ¿no, Puttle? —suspiró Pattler. —Sí, aunque sólo fuera un oso de juguete. -Un oso de juguete que Poppet dejó olvidado bajo la hamaca -terminó Pattler, mientras se enroscaba en el saco para dormir. -¡Pattler! —gritó Puttle con terrible voz. -Bueno, ¿qué te pasa ahora? —preguntó Pattler. -¡Sal inmediatamente de mi saco! —ordenó aquél, dando un fuer­ te empujón a éste—. ¡Mi saco es sólo para mí!

21


El «vayviene» del doctor Dolitile por Hugh Lofting

El doctor Dolittle quería tanto a los animales que decidió dedicarse a ellos en vez de a las personas. Siguiendo los consejos de su mono Chichi, hizo un largo viaje a Africa para curar una extraña enfermedad que padecían los monos de ese continente. Conseguido su propósito, dijo a éstos que debía regresar a su casa de Puddleby. Los monos se sorprendieron al oírle porque creían que iba a quedarse con ellos para siempre. Aquella noche se reunieron todos en la selva para tratar de esa cuestión. El jefe de los chimpancés se levantó y dijo:


-¿Por qué se marcha este hombre bueno? ¿Acaso no es feliz aquí con nosotros? Pero ninguno pudo darle una respuesta. El gran gorila se dirigió a los concurrentes en estos términos: -Creo que deberíamos ir todos a verle y rogarle que se quedara. Quizá, si le construyéramos una nueva casa y una cama mayor y le prometiéramos que tendría muchos monos-criados, que trabajarían para él y le harían la vida agradable..., quizá no se marcharía. Entonces se levantó Chichi. Todos los demás dijeron: —¡Callad! Chichi, el trotamundos, va a hablar. Y Chichi se expresó así: —¡Amigos míos!, me temo que es inútil pedir al doctor que se quede. Debe dinero en Puddleby y ha de volver para pagarlo. Y los monos le preguntaron: —¿Qué es eso de dinero? Chichi contestó que en la tierra del hombre blanco no se puede conseguir nada sin dinero; no se puede hacer nada sin éste; en re­ sumen, es casi imposible vivir sin dinero. Algunos de ellos insistieron: -Pero, ¿no puedes comer ni beber sin pagar? Chichi ladeó la cabeza y les contó que él mismo, cuando iba con el organillero, tenía que pedir dinero a los niños. El jefe de los chimpancés se volvió al viejo orangután y le dijo: —Primo, estos hombres son criaturas muy extrañas. ¿ Quién que­ rría vivir en tierras como las de ellos? ¡Qué mezquinos! Entonces Chichi continuó: —Cuando veníamos hacia aquí, no teníamos barco para cruzar el mar ni dinero con el que pagar la comida para el viaje. Un hombre nos dio algo de comer y le dijimos que le pagaríamos cuando vol­ viésemos. Un marinero nos prestó una barca, pero ésta, al llegar a las costas de Africa se estrelló contra las rocas y se destrozó. Ahora, el doctor dice que debemos regresar y dar otra barca al marinero, porque este hombre era pobre y no tenía otra cosa que ella. Los monos, sentados sobre la hojarasca, se quedaron pensativos. Finalmente, el mayor de los babuinos se levantó:


—No creo que debamos permitir que este hombre bueno se mar­ che de nuestra tierra sin que le hagamos un buen regalo, para que sepa que le estamos agradecidos por lo que ha hecho por nosotros. Un mono rojo muy pequeño, que estaba sentado en la rama de un árbol, exclamó: —¡Yo pienso lo mismo! Y, seguidamente, todos comenzaron a chillar con gran algarabía: —¡Sí! ¡Sí! ¡Hagámosle el mejor regalo que jamás ha recibido un hombre blanco! Después comenzaron a preguntarse unos a otros qué sería lo mejor que podrían darle. Uno dijo que debían darle cincuenta sacos de cocos. Otro expresó la conveniencia de darle cien racimos de plá­ tanos, puesto que así no tendría que comprar estas frutas en la tierra donde hay que pagar para comer. Pero Chichi les dijo que todo esto pesaría demasiado para poder llevárselo tan lejos y se estropearía antes de que pudiera comérselo. —Si deseáis que se quede contento —les dijo—, regaladle un ani­ mal. Podéis estar seguros de que será bueno con él. Dadle alguno que los hombres no tengan en sus parques zoológicos. Y los monos, extrañados, preguntaron: —¿Qué son los parques zoológicos? Entonces, Chichi les explicó que esos parques son unos lugares de las tierras del hombre blanco en los cuales los animales están en­ jaulados para que la gente los pueda ver. Los monos se quedaron aún más sorprendidos y se dijeron entre sí: —Estos hombres son como jóvenes sin seso; se divierten de un modo estúpido y fácil. ¡Bah! ¡Además, eso quiere decir que ponen a los animales en una cárcel! Después pidieron a Chichi que les dijera cuál era el animal raro que podían dar al doctor; cuál era el que el hombre blanco no había visto antes. El tití más alto preguntó: —¿Tenéis iguanas allí? Chichi dijo: —Sí, hay una en el zoo de Londres. Y otro quiso saber si tenían okapis, a lo que Chichi respondió:


-Sí. En Bélgica, adonde me llevó mi organillero hace cinco años, tenían un okapi en una gran ciudad que llaman Amberes. Finalmente, otro inquirió: -¿Tienen algún “vayviene” ? Y Chichi contestó muy entusiasmado: -No, el hombre blanco no ha visto nunca un “vayviene”. Dé­ mosle esto. Eos “vayvienes” están extinguidos. Eso significa que ya no exis­ ten. Pero hace muchos años, cuando el doctor Dolittle vivía, aún que­ daban en lo más profundo de las selvas africanas, e incluso entonces ya eran muy raros. No tenían cola, sino una cabeza a cada extremo del cuerpo y dos afilados cuernos en cada una de ellas. Eran tímidos y difíciles de cazar. El hombre blanco caza la mayoría de los anima­ les poniéndose silenciosamente detrás de ellos, mientras no miran. Pero esto no se podía hacer con el “vayviene” ya que, por donde fuera que se le atacara, siempre estaba mirando. Además, sólo dor­ mía una mitad de su cuerpo; la otra parte estaba despierta y vigi­ lante. Por esto, nunca se le pudo coger y no hay en los zoos. Aunque muchos grandes cazadores y directores de parques zoológicos pasa­ ron años de su vida buscando en las selvas para cazar “vayvienes”, jamás pudieron obtener ninguno. Entonces, hace ya años, era el úni­ co animal con dos cabezas que existía en el mundo. Los monos emprendieron la caza de uno de estos animales. Des­ pués de recorrer muchos kilómetros, uno de los monos encontró cier­ tas huellas especiales junto a un río que les hicieron pensar en la posibilidad de que muy cerca hubiera un “vayviene”.


Siguieron caminando un rato por la orilla del río y encontraron un lugar con hierba alta y espesa: ¡allí está el “vayviene”! Se cogieron todos de la mano e hicieron un gran círculo alrededor de la alta hierba. El raro animal los oyó acercarse y trató de romper el cerco de monos. Pero no pudo. Cuando vio que era inútil tratar de escapar, se sentó y esperó. Le preguntaron si quería ir con el doctor Dolittle para que le pusieran en un parque zoológico en la tierra del hombre blanco. Le explicaron que no le encerrarían en una jaula. Le dijeron que el doctor era muy buena persona, pero no tenía dinero y la gente pagaría para ver un animal de dos cabezas, con lo que aquél se haría rico y podría pagar la barca que había pedido para llegar a Africa. Pero él replicó que era muy vergonzoso y le desagradaba mucho ser objeto de la curiosidad de nadie. Y casi empezó a llorar. Durante tres días trataron de persuadirle. Al final del tercero, dijo que iría con ellos y vería, primero, qué clase de hombre era el doctor. Así pues, los monos regresaron con el “vayviene” y cuando lle­ garon a la cabaña de troncos del doctor Dolittle llamaron a la puerta. Dabdab, el pato, que estaba llenando un baúl, respondió: —¡Adelante! Chichi hizo entrar al animal y se lo mostró al doctor.


—¿Qué es esto ? —preguntó aquél, mirando sorprendido al extraño animal. -¡Dios nos proteja! —gritó el pato—. ¿Cómo piensa? -No parece que pueda pensar —dijo Jip, el perro. —Esto, doctor —dijo Chichi—, es un “vayviene”, el animal más raro de las selvas africanas; la única bestia de dos cabezas de la creación. Lléveselo con usted y hará fortuna. El público pagará lo que sea para verlo. -Pero, yo no quiero dinero —dijo el doctor Dolittle. —Sí, claro que quiere —replicó Dabdab, el pato—. ¿No recuerda cómo tuvimos que trabajar para pagar la cuenta del panadero en Puddleby? ¿Cómo vamos a dar al marino la nueva barca que usted le prometió, si no tenemos dinero para comprarla? —Iba a construir una —dijo el doctor. —¡Oh, vamos, sea sensato! —exclamó Dabdab-. ¿De dónde sa­ caríamos toda la madera y los clavos para hacerlo? Y, además, ¿de qué íbamos a vivir? Seremos más pobres que nunca cuando volva­ mos. Chichi tiene toda la razón. ¡Acepte esta cosa rara, ahora mismo! —Bueno, quizá tengáis algo de razón en lo que decís —murmuró el doctor—. Ciertamente, sería una nueva especie de animal. Pero, ¿querrá el..., éste, como se llame, viajar hasta allá? —¡Sí, claro que quiero! —dijo el “vayviene” en seguida, porque al mirar la cara del doctor había visto que era un hombre digno de


confianza—. Usted ha sido muy bueno con los animales de aquí; y los monos me han dicho que soy el único animal que puede ayudarle. Pero usted debe prometerme que si no me gusta la tierra del hombre blanco me enviará otra vez aquí. —¡Naturalmente que sí! —dijo el doctor—. Perdóneme, pero usted debe estar emparentado con la familia de los gamos, ¿verdad? —Sí —afirmó el “vayviene”—. Con las gacelas abisinias y la cabra montesa asiática, por parte de mi madre. El bisabuelo de mi padre fue el último unicornio. —Muy interesante —murmuró el doctor, y cogiendo un libro del baúl que Dabdab estaba arreglando comenzó a girar sus páginas— Veamos si Buffon decía algo... —Me he dado cuenta —dijo el pato— de que sólo hablas con una de tus bocas. ¿Es que la otra cabeza no puede hablar? —¡Oh, sí! —exclamó el “vayviene”—, pero la otra boca la reservo para comer. Así, sin ser mal educado, puedo hablar mientras como. Nuestra familia ha sido siempre muy educada. Cuando terminaron de hacer el equipaje y todo estaba ya listo para emprender el viaje, los monos celebraron una gran fiesta de des­ pedida a la cual asistieron todos los animales de la selva. Y comieron pinas, mangos, miel y muchas más cosas buenas. Cuando terminó el banquete, el doctor se levantó y dijo: —Amigos míos, no sé hacer grandes discursos después de co­ mer, como hacen algunos hombres; además he comido muchos fru­ tos y mucha miel. Pero sí quiero deciros que me siento muy triste al abandonar vuestro hermoso país. Debo irme porque tengo cosas que hacer en la tierra del hombre blanco. Sin embargo, antes de mar­ charme, quiero recordaros que nunca debéis permitir que las moscas se posen en vuestra comida antes de comerla; y que no durmáis en el suelo en la época de lluvias. Os deseo que viváis siempre felices. Cuando el doctor Dolittle cesó de hablar y se sentó, todos los monos aplaudieron largo rato comentando entre ellos: —Recordemos siempre a nuestro pueblo que el doctor se sentó y comió con nosotros aquí, bajo los árboles. Porque es sin duda el más grande de los hombres.


El gran gorila, que tenía en sus peludos brazos la fuerza de siete caballos, hizo rodar una enorme piedra hasta la cabecera de la mesa y dijo: —Esta piedra marcará el lugar para siempre. Todavía hoy, en el corazón de la selva, aquella piedra está allí. Las madres monas, al pasar por la selva con su familia, señalan des­ de las ramas y dicen a sus hijos: —Mirad: aquí es donde el buen hombre blanco se sentó y comió con nosotros el año de la gran enfermedad. Cuando terminó la fiesta, el doctor y sus animales emprendieron el camino hacia la costa. Todos los monos, llevando el equipaje del doctor, le acompañaron hasta los límites del país para despedirle.


por Robert Lawson

Había nevado durante toda la noche. Por la mañana, tío Analdas, siempre el primero en levantarse, fue a la puerta de la conejera, se abrió paso por la nieve, se frotó enérgicamente con ella y volvió a meterse en su cama. —Ahora una buena comida —dijo mientras se tapaba con las man­ tas hasta la barbilla; a los cinco minutos ya estaba pacíficamente dormido. Hacia mediodía hubo una pequeña diferencia en el ruido de la nieve que estaba cayendo, y el padre salió a mirar. —Lluvia —comentó—, lluvia helada. Hay una corteza sobre la nie­ ve. Tuve dificultad para romperla.


El pequeño Georgie se había levantado tarde y pasaba una ma­ ñana muy aburrida. Después de mediodía oyeron todos una conmo­ ción repentina en la entrada de la conejera. De pronto se presentaron Willie Rata de Campo y tres de sus jóvenes primos. Estos tres úl­ timos, cansados por sus esfuerzos en abrir un túnel, se sentaron in­ mediatamente junto a la chimenea. Sin embargo, Willie estaba muy excitado. -¡Georgie!, ¡el gato viejo, el señor Muldum, se ha perdido! —ex­ clamó—. Lo han llamado toda la noche y después lo han buscado por el campo durante todo el día, con esta lluvia helada, sin que hayan podido encontrarlo. Sin embargo, yo sé donde está. Lo encontré, pero no pude hacer nada. -T e veo muy excitado, Willie —dijo el padre—; tu narración no tiene coherencia. Dices que el gato se ha perdido, pero que tú lo has encontrado. Por tanto, no puede haberse perdido. Será mejor que te sientes y nos cuentes con calma lo que ha ocurrido exactamente. -Sí señor, lo intentaré —respondió Willie—. ¡Bien! Trabajába­ mos haciendo un túnel hacia la casa de tío Sleaper, que vive junto a la valla, pues mamá quería asegurarse de que todo iba bien, cuando de repente tropezamos con el gato viejo que estaba hundido en la nieve al lado mismo de la valla. Seguramente, se perdió y cuan­ do se hizo muy espesa la capa de nieve vio un agujero, se metió en él y, sin acordarse de que seguía nevando, estuvo dando vueltas en el hoyo para hacerse una pequeña habitación hueca. Y ahora no puede salir porque hay una espesa capa de hielo sobre la nieve. —¡Pobrecito! —dijo la madre—, tendrá frío, ¿verdad Willie? —No, no mucho —replicó éste—. Yo, desde luego, no lo he senti­ do; además, bajo la nieve se está muy bien y caliente. Pero debe tener hambre. Por eso no nos quedamos mucho rato allí. —¡Pobres señores Folk! —exclamó la madre—. ¡Quieren tanto a su gato! Debemos hacer algo. El nunca ha hecho daño a nadie. Analdas, ¿no hay nada que tú, padre y Georgie pudierais hacer? -Yo no —dijo rápidamente tío Analdas—. Es contra la naturaleza, esto es. ¿Desde cuándo los ratones y los conejos tienen que ayudar a los gatos? Quizá nunca haya hecho nada contra nosotros. Pero


tampoco lo ha hecho por nosotros. No señor, no hago nada contra las leyes de la naturaleza. —Dicho esto, se arrebujó entre las mantas y se dispuso a conti­ nuar durmiendo. —Zorrita tenía un hermoso pavo la otra noche —dijo Georgie pen­ sativo—. Había mucha carne allí. Si pudiéramos dar un poco a Muldum, por lo menos tendría algo que comer, pero me parece que no podremos. Zorrita está tan cubierta de nieve como los demás. —Creo que podremos. ¡Sí, podremos! —dijo Willie Rata de Cam­ po, excitado. Se sentó un rato en silencio y pudieron verle cómo, in mente, iba por todas las galerías o túneles que horadaban la colina y habían sido hechos por las ratas. —¡Mirad! —dijo finalmente-. Hay un túnel que va desde aquí a nuestra casa y después otro que va por el jardín de rocas a casa de tía Minnie: padre lo cavó esta mañana. Desde allí parte otro muy largo hacia casa de tío Palo de Estacas, cerca del bosque de pinos; estoy seguro que está excavado. La madriguera de la zorra está muy cerca de él y yo sé exactamente dónde. Si continuáramos excavánr dolo no tardaríamos mucho en llegar a ella. Después, si nos da algo de pavo, podríamos llevárselo al gato señor Muldum. —No sé si querrá —dudó Georgie—. La zorra conoce muy poco al señor Muldum y no creo que se preocupe por él. —Tendréis que ser muy diplomáticos y persuasivos, Willie —dijo el padre—. Sed educados y usad todas las armas de la elocuencia y la persuasión. De paso, podéis decirle que, si acaso accede a vuestra petición, mamá y yo nos alegraremos mucho. —Sí señor—replicó Willie—. ¡Vamos, chicos! Los tres primos se levantaron de junto al fuego un poco a re­ gañadientes y, sacudiéndose, salieron por el túnel. —Puede que eso nos lleve tiempo —dijo Willie—, pero haremos todo lo que podamos. La madre, el padre y Georgie se sentaron en silencio, con sus cabezas llenas de ideas sobre el viejo gato atrapado en el pequeño refugio bajo la capa de hielo. Las ideas de la madre se fueron con los Folk y su pena. Mientras, tío Analdas roncaba.


La lluvia helada parecía haber cesado, pero, en cambio, se oía el rumor del viento. A cada instante se percibía el ruido de una rama cubierta de hielo que caía al suelo. Aunque los sonidos del exterior llegaban apagados, les era posible oír los camiones que pasaban por encima y las voces de los hombres que reparaban los cables eléc­ tricos. Finalmente, Georgie se durmió también. Le despertó un chillido de su madre y los gritos de Rata de Campo. Allí estaban Willie y sus tres primos, cada uno con un buen pedazo de carne de pavo. Los cuatro estaban totalmente agotados y la madre insistía en que descansaran un poco antes de terminar su misión. —¡Bien, Willie! —le felicitó el padre—. Estoy muy contento de que tus buenos modales y tu elocuencia hayan convencido a la Zorra. Me figuro que la mención de mi nombre te habrá servido de ayuda. —Estaba dormida —dijo Willie haciendo una mueca—. No hubo necesidad de ser elocuentes, pero tuvimos que andar con mucho cui­ dado; por esto nos entretuvimos tanto. Volvieron a coger sus bultos y salieron de nuevo en busca del refugio del señor Muldum. Pronto regresaron. —Le gustó mucho —informó Willie—. Se tragó todos los trozos tan pronto como se los dimos. Pero no estuvimos mucho tiempo. Quizá tenga hambre todavía. Georgie se despertó a la mañana siguiente al oír las voces del padre y el tío Analdas. Evidentemente, ya hacía rato que estaban despiertos, pues habían hecho con las patas un túnel entre la nieve hasta llegar a la capa de hielo, la cual no les permitía continuar. Todo su esfuerzo no había servido para nada. 33


-Quizás el sol ablande el hielo —gruñó el tío Analdas—. Y ahora, ¿quién tenía razón cuando decía que este invierno sería muy duro? ¡Y no ha hecho más que empezar! Dicho lo cual se fue otra vez a la cama. Georgie siguió el túnel y contempló la capa de hielo que los apri­ sionaba. Parecía como cristal helado, con el sol brillando a través de ella. El viento debía de soplar fuertemente porque pudo oír hojas y ramas que caían y eran arrastradas sobre la superficie. Le hubiera gustado saber hacer galerías bajo la nieve tan bien como las hacía Willie Rata de Campo, y trató de hacerlo, pero no llegó muy lejos. Después, desayunaron y esperaron a que tío Analdas se despertara. Cuando lo hizo, una o dos horas más tarde, salieron a tratar otra vez de abrirse paso. Mientras el padre y tío Analdas empujaban y roían la capa de hielo, pareció que ésta iba a ceder. Georgie se subió a las espaldas de ambos y empujó cuanto pudo. Haciendo un gran ruido, la corteza de hielo se partió de repente y aquél salió dis­ parado a la cegadora luz del sol. Quedó asombrado al ver cómo las cosas habían cambiado. Por todas partes se veían ramas grandes y pequeñas, caídas en el suelo. Los arbustos estaban lisos. Los troncos y ramas delgados se curva­ ban hacia abajo. Los grandes cedros desplegaban sus ramas como si estuvieran muertas. Y cada brizna de hierba, cada piedra, incluso la casa roja, estaban cubiertas de hielo. Aunque el viento era muy frío, ese hielo había comenzado a derretirse y caía de los árboles como una ducha. 34


Pudo ver al señor Folk y a Tim McGrath que cortaban con sie­ rras y hachas las ramas caídas y buscaban debajo de cada una. Tío Analdas se sacudió la nieve de las orejas y salió para ver si los otros animales habían conseguido abrirse paso. El padre y Geor­ gie se apresuraron a correr a lo largo de la valla hacia el lugar, detrás del pequeño roble, en el que Willie Rata de Campo había dicho que estaba enterrado el gato señor Muldum. Encontraron con facilidad el lugar, pero aunque royeron y excavaron, no se oía ningún ruido pro­ cedente de debajo del hielo. La situación del señor Muldum parecía desesperada. De pronto, Georgie tuvo una idea y, sin decir una palabra a su padre, comenzó a correr hacia arriba de la colina. Era difícil subir, porque el hielo era muy resbaladizo y el viento era muy fuerte. Res­ baló y cayó varias veces antes de llegar al bosque de pinos. Allí casi no había hielo y la nieve era blanda y suave. Corrió por ella hasta que vio a Ciervo Rojo, el cual, después de despejar de nie­ ve un pequeño círculo del suelo, estaba comiendo tranquilamente unas briznas de hierba. —Buenos días, señor, y buen provecho —dijo Georgie, muy edu­ cadamente. —Buenos días, Georgie —replicó el ciervo—. ¿Cómo os ha ido con la nevada? —No muy bien, señor. La mayoría están aún atrapados bajo el hielo; y el pobre señor Muldum... —Y Georgie comenzó a contar las peripecias del gato, terminando con un ruego al ciervo para que le ayudara. —Bueno, no sé... —dijo el ciervo dudando—. No me gusta andar sobre una capa de hielo porque te cortas los tobillos y duele mucho. La nieve cubre las piedras y los agujeros hechos por los topos. Te puedes romper fácilmente una pata. Nunca he tenido nada que ver con ese gato; normalmente no me preocuparía por él. Pero, con todo, debemos muchos favores a los Folk y creo que tendría que hacer lo que pueda. ¡Vamos, trataremos de hacer algo! Mientras bajaban por la colina, el ciervo andaba con mucho cui­ dado: ponía suavemente las pezuñás sobre la capa de hielo antes de



pisar con fuerza y después las levantaba despacio. Georgie, muy con­ tento, corría describiendo círculos a su alrededor, resbalaba, patinaba o caía rodando por la pendiente. Tim y el señor Folk dejaron de tra­ bajar para contemplar silenciosos cómo los dos animales pasaban. El padre de Georgie había estado royendo el hielo, pero no pudo hacer ningún progreso sensible, aunque un par de veces le pareció oír el maullido del señor Muldum. El ciervo, golpeando la capa helada con sus pezuñas afiladas, ha­ bía logrado romperla y comenzaba a sacar cuidadosamente los trozos de hielo. Mientras se iba acercando al lugar donde el padre creía haber oído los maullidos, la respiración de Georgie se aceleraba. Finalmente, con un suave empujón, el ciervo arrancó un último trozo de hielo y pudo verse al señor Muldum enroscado en su nido de nieve. El viejo gato se levantó un tanto envarado, se sacudió y, sin dirigir una sola mirada a sus salvadores, marchó colina abajo con paso muy digno, interrumpido a veces por un resbalón sobre la nie­ ve. El padre de Georgie se dirigió inmediatamente a la madriguera para darle la noticia a la madre. El señor Folk cogió al gato entre sus brazos y se fue a la casa, pero Tim continuó mirando con la boca abierta. Veía cómo el ciervo, con Georgie retozando a su alrededor, volvía a subir la colina exac­ tamente por el mismo camino por el que había bajado. Los tobillos del ciervo estaban cortados y arañados por el hielo, y algunas gotitas de sangre señalaban su paso. Tim fue junto a la valla: examinó el refugio del viejo gato, las huellas de las pisadas del ciervo y los trozos de hielo arrancados. —¡Cielo santo! —dijo—. Si no lo hubiera visto con mis propios ojos, no lo creería. ¡Y aún no estoy seguro de creerlo! Fue al almacén de herramientas, cogió un gran fajo de heno y se dirigió con él al lindero del bosque de pinos, donde lo esparció junto al rastro dejado por el ciervo. —¡Alimentando a los animales salvajes! —se rió de sí mismo, un tanto avergonzado—. Se me debe de estar reblandeciendo el cerebro. ¡Igual me da la próxima vez por leer libros!


La gallinita roja y el grano de trigo recopilado por Verónica S. Hutchinson

Un día, la gallinita roja escarbaba en el patio de la granja cuando encontró unos granos de trigo. —¿Quién plantará el trigo? —se dijo. —Yo, no —dijo el pato. —Yo, no —dijo el gato. —Yo, no —dijo el perro. —Muy bien —dijo la gallinita roja—. Entonces, yo lo haré. Y sembró el grano de trigo. Al cabo de cierto tiempo los granos crecieron y maduraron. 39


—¿Quién segará el trigo? —preguntó la gallinita roja. —Yo, no —dijo el pato. —Yo, no —dijo el gato. —Yo, no —dijo el perro. —Muy bien —dijo la gallinita roja—. Entonces, yo lo haré. Y segó el trigo. —Ahora —dijo ella—, ¿quién desgranará el trig —Yo, no —dijo el pato. —Yo, no —dijo el gato. —Yo, no —dijo el perro. —Muy bien; entonces yo lo haré —dijo la gallinita roja. Y desgranó el trigo. Cuando hubo desgranado el trigo, preguntó: —¿Quién llevará el trigo al molino para que lo muelan y hagan harina ? —Yo, no —dijo el pato. —Yo, no —dijo el gato. -Yo, no -dijo el perro. -M uy bien; entonces, yo lo haré. Y llevó el trigo al molino.


Cuando el trigo se convirtió en harina, dijo: —¿Quién hará el pan con la harina? —Yo, no —dijo el pato. —Yo, no —dijo el gato. —Yo, no —dijo el perro. —Muy bien; entonces, yo lo haré —dijo la gallinita roja mientras ponía . en el horno un hermoso trozo de masa. Después dijo: —¿Quién se comerá el pan? —¡Oh, yo; claro! —dijo el pato. —¡Oh, yo; claro! —dijo el gato. —¡Oh, yo; claro! —dijo el perro. —¡No, no lo comeréis! —dijo la gallinita—. Yo me lo comeré. Y llamó a sus pollitos y repartió el pan con ellos.


La historia de Kattor

Kattor era un joven tigre. Tenía una hermosa piel amarilla con rayas negras. Sus patas eran tan grandes como las ramas de un árbol pequeño, y su cola era suave y silbante. Sus ojos eran amarillos y fieros, incluso para un tigre. Tenía una lengua rosada y áspera, la cual se veía detrás de sus blancos dientes cuando rugía. Kattor habitaba con su madre una cueva rocosa situada en una colina. Allí dormía en su cama de hojas secas y crujientes. Cuando era muy pequeño, le gustaba estarse tumbado en ella todo el día; se divertía estirando sus largas patas y sacando las uñas, que quedaban ocultas por la piel de sus garras. 42


Al ir creciendo, la madre comenzó a sacarlo de la cueva para que hiciera ejercicio. Entonces hacía piruetas y daba saltos mortales, tiraba ramas al aire y rasgaba las hojas con sus afiladas uñas. Daba golpes traviesos con sus patas delanteras y zarpazos, jugando, a las piedras y sombras. Así vivía Kattor mientras iba creciendo. Día tras día, al mismo tiempo que jugaba fuera de su casa, se iba sintiendo más fuerte. Pasaron muchos meses. Cierto díá, Kattor se aventuró a salir solo. Afiló sus uñas en un gran árbol. Golpeó, jugando, todas las co­ sas que encontraba en su camino. Era divertido aplastarlas de un solo manotazo. Por donde iba, las otras criaturas del bosque esca­ paban dando chillidos medrosos. Esto era muy emocionante. ¡Qué fuerte y poderoso se sentía! Aquella tarde regresó a casa y contó a su madre todo lo que había hecho. —Soy un tigre grande y fuerte, ¿no es verdad? —Eres un tigre pequeño muy fuerte. Pero ahora debes dormir -dijo la madre—. Y ablandó su cama de hojas, le limpió tiernamente con su lengua grande y roja y ronroneó para él hasta que se hubo dormido. Cada día que pasaba, Kattor iba alejándose un poco más de su casa. Todos los días afilaba sus garras, y cada uno de ellos se atrevía a asustar a animales mayores. Y diariamente volvía junto a su madre y le decía como antes: —Mamá, soy un tigre grande y fuerte, ¿no es verdad? Y todas las noches le repetía su madre: —Eres un tigre pequeño muy fuerte. Después, le lavaba con su gran lengua roja, ablandaba su cama de hojas y le ronroneaba suavemente hasta que se dormía. Esto duró mucho tiempo. Una mañana, mientras afilaba sus uñas en un árbol, arañó la corteza con tal vigor que se sintió más fuerte que nunca. Aquel día se fue solo por primera vez a buscar comida, y llevó lo que había cazado a su casa para que su madre lo viera. —Mamá, soy un tigre grande y fuerte, ¿verdad? —dijo Kattor.



Y aquella noche su madre respondió: —Sí, Kattor, te estás convirtiendo en un tigre grande y fuerte. —Algún día conquistaré el mundo para ti —dijo Kattor. —Haz bien todo lo que tienen que hacer los tigres, Kattor —dijo su madre con suavidad. Y le limpió tiernamente con su gran lengua áspera, ablandó su cama de hojas y ronroneó para él hasta que se durmió. La fuerza de Kattor iba en aumento y comenzó a compararse con los otros animales que veía. Pronto creyó que ya no había nada que no pudiera conquistar. —Conquistaré el mundo para ti, mamá —repetía Kattor una y otra vez. Una mañana, cuando Kattor estaba a punto de salir para hacer sus ejercicios diarios, se dio cuenta de que estaba más oscuro que de costumbre. —¿Qué es esto, mamá? —preguntó Kattor. —Es una tormenta —contestó su madre. Y en aquel preciso momento se desencadenó la tormenta con toda su furia. La lluvia caía a torrentes, los cielos rugían como cen­ tenares de tigres furiosos y los árboles se desgajaban ante la puerta de su guarida. —¿Quién es ése tan fuerte que puede romper los árboles? —pre­ guntaba Kattor. —Es el viento —respondía la madre. —Conquistaré el viento —dijo Kattor y salió corriendo bajo la im­ presionante tormenta. —¡Vete, viento, o te arañaré! —dijo Kattor. El viento sopló más fuerte y pareció burlarse de él. —¡Vete, viento! —gritaba Kattor; pero el viento se tragaba total­ mente su voz. Kattor golpeó una y otra vez al aire. Esto era distinto a todo contra lo cual había luchado antes. Parecía que sus fuertes garras no golpeaban nada, y nada cayó. El viento se fue haciendo más fuerte y llevó la lluvia a los ojos de Kattor, pero éste seguía luchando y diciendo: 45


—¡Te venceré! ¡Lo haré, sí, lo haré! Y el viento continuaba rugiendo y arrojando agua al cuerpo de Kattor, hasta que éste se cansó tanto que ya no pudo luchar más. De pronto, la tormenta, tal como había llegado, cesó. Kattor se detuvo asombrado un momento y después corrió gozoso a ver a su madre. —¡Mira, mamá, he conquistado el viento! ¡Conquistaré el mundo para ti! Su madre dijo otra vez: —Kattor, haz bien las cosas que los tigres tienen que hacer. Así serás siempre feliz. Después le lamió con su lengua gruesa y áspera y él se durmió. Al despertarse a la mañana siguiente y pensar cómo había de­ tenido al viento y a la lluvia, se sintió más fuerte que nunca. Esta vez caminó hasta que llegó a una gran montaña. —¡Apártate de mi camino, montaña! —dijo Kattor. Arañó y arrancó trozos de la montaña. Sus afiladas uñas se in­ troducían por las grietas de las rocas y se hería las patas. No era como el viento: era algo distinto a lo que había arañado hasta en­ tonces. Pero no abandonó. Siguió arañando y arañando y trató de empujar la montaña con su fuerte cabeza; sin embargo, la montaña no se movía. El sol comenzaba a ponerse. Brillaba directamente sobre la cum­ bre de la montaña y chocaba contra los ojos de Kattor, llenos de polvo. Y Kattor no pudo continuar, pero estaba decidido a no dejarse vencer. Iría a su casa a descansar y regresaría por la mañana; miró a la montaña, sobre la que brillaba el sol: —¡Oh, montaña bajo el sol, te conquistaré por la mañana! —dijo. Y regresó junto a su madre. Esta le dio de comer, ablandó su cama, alisó el pelo de su piel con su gran lengua áspera y ronroneó suavemente para dormirlo. —Soy un tigre grande y fuerte —dijo Kattor antes de dormirse—, l verdad ? —Eres un tigre joven y fuerte —le dijo su madre, y Kattor se dur­ mió profundamente.


Al día siguiente se levantó pronto para conquistar la montaña. Había olvidado la situación de ésta, pero recordaba que estaba debajo del sol. Como era un tigre joven, no sabía que el sol de la tarde (que había visto sobre las montañas), estaba en el oeste y que el sol de la mañana (que estaba saliendo), estaba en el este. Así, fue hacia el este en lugar de ir hacia el oeste. Anduvo y anduvo, pero no encontraba ninguna montaña. Siguió andando y andando, pero tampoco logró encontrar montañas. Y, de pronto, un estremecimiento de placer corrió por todo su cuerpo, desde la punta de las orejas hasta el extremo de la cola sil­ bante. Después de todo, había asustado a la montaña. ¡Cuán fuerte y poderoso era!


Caminó y caminó hasta llegar a un sitio desde el que vio más agua que toda la que había visto en su vida. Era el mar. —¡Apártate de mi camino, agua! —dijo Kattor con orgullo. El agua lamió pacíficamente la costa. Esto puso a Kattor furioso. Se lanzó al mar. Mordió, arañó, ras­ gó el agua, pero no pudo cogerla. Golpeó muy fuerte, sin embargo el agua se cerraba suavemente detrás de sus garras, como si no pu­ diera hacerle daño. Kattor, a quien le gustaba sentirse seco, caliente y cómodo, se enfadó más y más. Sus golpes fueron cada vez más fieros, pero pa­ recía que no podía conquistar el agua. Luchó y luchó. El agua le llenó la nariz y los ojos y se sintió muy incómodo. Finalmente, des­ pués de mucho rato, pensó que no podía seguir. Sólo quería volver a casa, meterse en su cama de hojas secas y calientes. Se sintió débil y, volviendo la espalda al mar, se dispuso a caminar, vacilante, hacia su guarida. Pero, ¿qué era lo que veían sus ojos? Grandes extensio­ nes de arena húmeda estaban frente a él. Como era un tigre pequeño, ignoraba que la marea había bajado. ¡Creyó que había arrojado al agua lejos, hacia el mar! —¡Soy el tigre más fuerte de la tierra! —pensó Kattor, y corrió para contárselo a su madre. —¡Madre! —dijo sin resuello—. ¡He conquistado el viento, asusté a la montaña y ahora he hecho retroceder el agua! ¡Soy el tigre más fuerte que existe! —Todavía eres joven, pero eres un tigre grande y fuerte —dijo su madre a la vez que le limpiaba con su lengua grande y áspera y le ablandaba la cama de hojas. Después añadió, mientras ronroneaba suavemente para que Kattor se durmiera: —Mañana iré contigo. Y así, al día siguiente, su madre fue con él. Le condujo al pie de una elevada colina rocosa en la que Kattor no había estado nunca. Era difícil subir, pero, al fin, llegaron a la cima. Aún no terminaba de asomar la cabeza sobre ella cuando ya sintió una brisa muy fuerte que soplaba sobre la cumbre. —Es el viento —dijo simplemente la madre de Kattor. Y Kattor


se preguntó cómo se 1 había atrevido el viento a volver. Pero, antes de que pudiera decir nada, vio también a distancia la gran montaña que pensó haber asustado. —Es la montaña —dijo la madre de Kattor. Los pensamientos se mezclaban en la mente del pobre Kattor. ¿No había hecho huir a la montaña y derrotado al viento? Pero cuan­ do quiso preguntarle a su madre, vio que ésta estaba en el extremo más lejano de la cumbre de la colina y parecía mirar a lo lejos. Kat­ tor fue hacia su madre, y allá delante estaba el mar, el agua que él creía haber derrotado. —Es el mar —dijo la madre. Kattor no sabía qué pensar; su madre ya no dijo más y comenzó a caminar lentamente sobre las rocas. Aquella noche, su madre le ablandó la cama y alisó su atercio­ pelada piel con su gruesa y áspera lengua. —¿No soy un tigre grande y fuerte? —preguntó Kattor. —¡Sí, Kattor, eres un tigre grande y fuerte! —dijo su madre ca­ riñosamente—, pero hace falta mucho más que un tigre grande y fuer­ te para hacer mover el viento, la montaña o el mar. Y ronroneó con dulzura hasta que Kattor se durmió. Y, como en sueños, le pareció oír que ella decía: “Haz bien todo lo que pueden hacer los tigres, Kattor, y así serás feliz siempre.” 49


Cómo se metió Fu en un atolladero al ir de visita El oso Fu andaba un día por el bosque canturreando orgullosamente. Había inventado una tonadilla que cantaba cada mañana, mientras hacia ejercicios gimnásticos frente al espejo. Decía así: Trala-la-la, tra-la-la-la, mientras intentaba mantenerse todo lo más er­ guido posible; y Tra-la-la-la,¡Oh, ay!-la, mientras intentaba alcanfzar la punta de sus pies. Después de desayunar la había ampliado y cantado una y otra vez hasta que se la había aprendido de memoria, ty ahora la iba canturreando. La cosa era así: Tra-la-la, tra-la-la, Ram-tam-til-am-tam, Til-il, til-il, Til-il, til-il, Ram-tam-tam-til-am. ¡Bueno! Iba, pues, canturreando para sí y caminaba alegremen­ te, preguntándose al mismo tiempo qué estarían haciendo los demás /y cómo se sentía él, que era distinto, cuando de pronto llegó ante un montón de tierra, y en el montón había un gran agujero.


—¡Ajá! —dijo Fu (Ram-tam-til-am-tam)—, este agujero quiere de­ cir conejo como dos y dos son cuatro. Y un conejo significa compa­ ñía. Y compañía significa comida y alguien que va a oír mi canción y todo lo demás (Ram-tam-tam-til-am). Se inclinó, introdujo la cabeza por el agujero y gritó: —¿Hay alguien en casa? Percibió un ruido y agitación procedentes del fondo del agujero y después se hizo el silencio. —¡He dicho que si hay alguien en casa! —gritó aún más fuerte el oso Fu. —¡No! —se oyó una voz, que añadió después—: no tienes que gri­ tar tan fuerte. Te oí perfectamente la primera vez. —¡Caramba! —dijo el oso Fu— ¿Así que hay alguien aquí? —¡Nadie! El oso Fu, sacó la cabeza del agujero, pensó un momento y se dijo: “Tiene que haber alguien ahí, porque alguien tiene que haber dicho: Nadie.” Volvió a poner la cabeza en el agujero y dijo: —¡Hola, conejo Pip!, ¿eres tú? —¡No! —dijo el conejo, ahora con otra voz. —Pero, ¿no es ésa la voz del conejo Pip? —No creo que lo sea —dijo el conejo—. ¡No quiere serlo! —¡Oooh! —dijo el oso Fu. Sacó la cabeza del agujero, pensó otra vez, la volvió a meter y preguntó: —¿Podrías decirme, por favor, dónde está el conejo Pip? —Ha ido a ver al oso Fu, que es muy amigo suyo. -Pero, ¡sí soy yo! —dijo el oso, muy sorprendido. —¿•Qué clase de yo? —El oso Fu. -¿Estás seguro? -preguntó el conejo, aún más sorprendido.


—¡Seguro, seguro del todo! —¡Bien! Entonces, entra. Así pues, el oso Fu empujó y empujó para abrirse camino, hasta que consiguió entrar. —Tenías toda la razón —dijo el conejo, mirándole—, eres tú. Me alegro de verte. —¿Quién creiste que era? —No estaba seguro. Ya sabes cómo van las cosas en este bos­ que. No puedes dejar a todo el mundo que entre en tu casa. Hay que tener cuidado. ¿Quieres tomar un bocado ? Al oso Fu siempre le gustaba tomar algo a las once de la ma­ ñana, y se puso muy contento al ver que el conejo Pip sacaba platos y jarras; y cuando éste dijo: “¿Miel o leche condensada en el pan?”, estaba tan encantado que contestó: “Ambas cosas”; y después, para no dar a entender que estaba hambriento, añadió: “Pero no te mo­ lestes con el pan, por favor.” Durante un buen rato no dijo nada, hasta que, al final, cantando para sí con voz pastosa, se levantó, dio la pata con mucho afecto al conejo y dijo que tenía que irse. —¿Debes irte? —preguntó el conejo Pip, educadamente. —¡Bueno! —dijo el oso Fu—, podría quedarme un poquito más si tú... —y miró significativamente la despensa. —En realidad —dijo el conejo Pip—, yo iba a salir también. —Bien, entonces, me voy. ¡Adiós! —Bien, adiós, si estás seguro de que no quieres nada más. -¿H ay algo más? -preguntó el oso Fu calmosamente. El conejo Pip levantó la tapa de los platos y dijo: —No, no hay nada más. —Yo creí también que no —dijo el oso Fu, moviendo la cabeza—. Bueno, ¡adiós! Empezó a subir por la cuesta del agujero. Se arrastraba con las manos y al poco rato asomó su nariz al aire libre..., después las ore­ jas..., después las patas delanteras..., después los hombros... y des­ pués... —¡Socorro! —dijo el oso Fu—. Será mejor que vuelva a probar. —¡Oh, qué fastidio! No puedo salir.


El conejo Pip quería salir de paseo y, al ver que la puerta de­ lantera estaba ocupada, salió por la trasera, dio la vuelta, llegó adon­ de estaba el oso Fu y le preguntó: —¿Qué, te has atascado? —¡No, no! —dijo el oso Fu—, sólo descanso; pienso y canto para mí mismo. —Tiéndeme una pata. El oso Fu extendió una pata, y el conejo Pip tiró, tiró y tiró... —¡Auuu! —gritó el oso Fu— Me haces daño. —La verdad es —dijo el conejo— que estás atascado. —Todo viene —se quejó enfadado— de no tener la puerta delan­ tera bastante grande. —Todo viene —le amonestó el conejo Pip, severamente—de comer demasiado. Pensaba entonces, pero no quise decir nada, que uno de los dos comía demasiado, y sabía que no era yo. ¡Bien, traeré a Christopher Robin! Robin vivía en el otro extremo del bosque. Cuando acudió con el conejo Pip, vio al oso Fu y dijo: —¡Ah, oso tonto! —y con su voz tan fuerte, todo el mundo se tranquilizó. —Comenzaba a pensar —dijo el oso Fu, resoplando—que el conejo Pip nunca podría volver a utilizar su puerta otra vez. Y a mí no me gustaría esto. —A mí tampoco —apuntó el conejo Pip. —¿Utilizar la puerta delantera? —dijo Christopher Robin—, claro que volverá a utilizarla.


—¡Bien! —exclamó el conejo Pip. —Si no te podemos sacar, Fu, tampoco podemos meterte. El conejo Pip se rascó pensativo los bigotes y dijo que, una vez que Fu hubiera sido empujado hacia dentro, se quedaría allí. Y nadie estaba más contento que él mismo de ver al oso Fu, pero el hecho era que unos vivían en los árboles, otros bajo tierra y otros... —¿Quieres decir que nunca saldré? —dijo el oso Fu. —Digo —le aclaró el conejo Pip—que como has llegado hasta aquí, es una pena no aprovechar la situación. Christopher Robin asintió con la cabeza. —Entonces no queda más que hacer una cosa. Tendremos que esperar a que adelgaces otra vez. —¿Cuántos días voy a tardar? —preguntó el oso Fu, muy preo­ cupado. —Una semana, diría yo. —Pero... ¡No puedo estar una semana aquí! —Puedes quedarte aquí perfectamente, oso tonto. Lo difícil es sacarte. —Te leeremos cuentos —dijo el conejo Pip- y espero que no nie­ ve. Y digo, amigo, que como estás ocupando gran parte de mi casa... ¿Te importará que use tus patas traseras para tender la ropa? Por­ que allí no harán nada y sería muy conveniente que se usaran para algo. —Una semana —se lamentó el oso Fu tristemente—. Pero ¿qué pasará con las comidas? —Me temo que nada de comidas —sentenció Christopher Robin—, porque tienes que adelgazar en seguida. Pero te leeremos muchas co­ sas que te agradarán. El oso empezó a gemir y vio que tampoco podía gemir porque estaba muy apretado en el agujero. Rodó una lágrima por sus meji­ llas mientras decía: —¿Me leeréis algún libro que conforte y ayude a un oso atrapado y en un gran apuro? Durante una semana, Christopher Robin leyó un libro de éstos en el polo norte del oso Fu, y el conejo Pip colgó la ropa en el polo


sur..., mientras que, en el medio, Fu notaba que iba adelgazando más y más. Al cumplirse la semana, Robin dijo: —¡Ahora! Cogió las patas delanteras de Fu, Pip agarró a Robin y los pa­ rientes y amigos de estos dos últimos cogieron al conejo Pip y todos juntos tiraron de él. Durante mucho rato, el oso Fu sólo pudo decir “¡Ay!” y “¡Oh!”. De pronto, hizo: ¡Pop!, como si saltara el tapón de una botella. Y Christopher Robin, el conejo Pip y todos los amigos y parientes cayeron hacia atrás patas arriba... y encima cayó también el oso Fu... ¡Libre! Y haciendo un saludo con la cabeza a sus amigos, continuó su camino por el bosque canturreando para sí. Christopher Robin le miró y se dijo: “¡Ah, viejo oso tonto!”.


El patito feo por Hans Christian Andersen


Era un placer vivir en el campo durante el verano. Los trigales estaban dorados, en contraste con la verde avena, y en los tiernos prados se veía el forraje recién segado, sobre el cual volaban cigüe­ ñas de patas rojas, chapurreando el idioma egipcio que les enseñó su madre. En tomo a los campos y las praderas se extendían espesos bos­ ques, entre los cuales se abrían profundos lagos. ¡Verdaderamente, era muy agradable vivir en el campo! Dominando el paisaje se alzaba una casa solariega rodeada de profundas acequias y cubierta com­ pletamente de maleza que hundía sus greñas en el agua y de tan gruesos y entrelazados tallos que un niño podría trepar por ellos. Todo era tan selvático como lo más enmarañado del bosque, y no es de admirar que la hembra de un pato hubiera puesto allí su nido. El ave permanecía sobre los huevos para vigilar la salida de los pa­ titos, pero empezaba a cansarse por lo mucho que tardaban y porque sus amigas apenas acudían a visitarla, ya que preferían divertirse na­ dando por las acequias que subir a charlar un rato con ella. Por fin, uno tras otro, los cascarones se fueron rompiendo: “¡Pip! ¡Pip! ¡Pip!”, se oía. Apenas tomaban vida los patitos, ya asomaban sus cabecitas, deseosos de curiosear. 57


—¡Cuac! ¡Cuac! —llamó la madre, y todos salieron tan deprisa como les fue posible para curiosearlo todo. Su madre los dejó mirar cuanto quisieron, porque el color verde es muy bueno para la vista. —¡Qué grande es el mundo! —dijo el más pequeño. Y era verdad, porque allí estaban más anchos que dentro del cascarón. —¿Creéis que a esto se reduce el mundo? —dijo la madre—. No; el mundo se extiende más allá del jardín, hasta el campo del párroco; andando, andando, yo jamás he llegado. Bueno, creo que estáis todos —añadió levantándose-. No, aún no habéis salido todos. Falta el más grande. ¡A ver cuánto va a durar esto! Ya estoy cansada —y se aga­ chó de nuevo. —¡Hola! ¿Cómo va eso? —le preguntó una pata vieja que al fin fue a visitarla. —Aquí me tienes perdiendo el tiempo con este huevo que no quiere abrirse. ¡Pero, mira los otros! ¡Nunca he visto patos más pre­ ciosos! ¡Cómo se parecen a su padre!, ¿verdad?, y el muy granuja nunca viene a verme. —Veamos ese huevo que no quiere romperse —dijo la vieja— Ya sé en qué consiste: es un huevo de pava. También a mí me enga­ ñaron una vez con varios de ellos y cuando nacieron los pavos me costó penas y trabajos criarlos, porque tienen miedo al agua y no podía hacerlos entrar. Por más que les rogaba y explicaba, todo era inútil. Enséñame el huevo. Sí, mujer, es de pava. Déjalo y dedícate a enseñar a nadar a los pequeños. —Pensaba esperar un poco —dijo la madre-. He pasado aquí tan­ to tiempo, que no me importa aguardar unos días más. —Como quieras —dijo la vieja, y se marchó. Por fin, el cascarón grande se rompió. “¡Pip! ¡Pip!”, dijo el pe­ queño abriéndose paso. Era muy grande y flaco. Su madre lo con­ templó. —¡Qué horrible es! —exclamó—. En nada se parece a los otros. ¡Si será un pavo! Bueno, pronto saldremos de dudas. Entrará en el agua, aunque tenga que echarlo yo misma. Al día siguiente hacía un tiempo magnífico y el sol daba de lleno en la maleza. La madre bajó a la acequia con toda la familia y, ¡zas!,


ya la tenéis en el agua. “¡Cuac! ¡cuac!”, llamó. Uno tras otro, los polluelos se arrojaron al agua, desaparecieron bajo la superficie y vol­ vieron a subir como perfectos nadadores, moviendo las patitas. Entre ellos estaba nadando el patito grande y feo. —No, ése no es un pavo —se dijo la madre—. No hay más que verle mover las patas y lo erguido que nada. ¡Es hijo mío! Bien mi­ rado, no es tan feo. ¡Cuac! ¡Cuac! Venid conmigo; os llevaré al mun­ do y os presentaré en el corral a los amiguitos; pero no os apartéis de mí, y tened cuidado con los gatos. Llegaron al corral en un momento de gran revuelo. Los ánimos estaban muy excitados porque dos familias se habían disputado una cabeza de anguila y el gato se la llevó antes que nadie. —¡Ved cómo es el mundo! —dijo la madre afilando su pico—. No mováis más que los pies, avanzad rectos e inclinad la cabeza salu­ dando a ese pato viejo que está allá. Es el más noble de todos y de raza española; por eso está tan gordo. ¿Veis esa cinta colorada que lleva en la pata? Es una muestra de la más alta distinción a que puede llegar un pato; se la han puesto para que hombres y animales lo reconozcan, porque no quieren que se pierda. ¡Moveos...! ¡No do­ bléis los dedos! Un pato bien educado ha de andar con los dedos bien rectos, como lo hacen sus madres: ¡así! Ahora encorvad el cue­ llo y decid: ¡Cuac! Los pequeños obedecían, mientras los otros patos se iban agre­ gando a su alrededor y murmuraban en voz alta: —¡Qué os parece! ¡Como si no fuéramos bastantes, ahora vienen éstos a aumentar el cotarro! ¡Uf! ¡Vaya tipo feo que nos ha caído! ¡Eso no hemos de tolerarlo! —Y un pato se lanzó sobre el patito feo y le dio un picotazo en el cuello. —¡No lo toques! —dijo la madre—, ningún mal os hace.

59


—Sí, pero es demasiado grande y no se parece a nosotros —re­ plicó el atacante—. Bien merecido tiene él castigo. —Es una hermosa pollada que honra a la madre —intervino el vie­ jo pato de la cinta—; todos son bonitos menos uno, que está hecho una calamidad. ¡Me gustaría que lo incubase de nuevo! —Eso no es posible, Alteza —dijo la madre del patito—. No es muy hermoso, pero es muy buen chico y nada tan bien como los otros, si no mejor. Creo que con el tiempo se hará más hermoso y tendrá las proporciones de sus hermanos. Eso le viene de haber es­ tado demasiado tiempo en el huevo —y añadió, mientras le acariciaba el cuello y le alisaba las plumas—: además es un varón, la hermosura es lo de menos. Será fuerte y se abrirá paso en el mundo. —Los otros patitos son muy graciosos —dijo el viejo—. En fin, está usted en su casa y puede hacer lo que le plazca; pero si encuen­ tra una cabeza de anguila, por favor tráigamela. Los polluelos se movieron a sus anchas, pero el pobre patito re­ cibía picotazos, empujones y malos tratos, tanto de los otros patos como de las gallinas. —Es demasiado grande —decían todos. Y el pavo, que había cre­ cido con espuelas y se consideraba superior, se hinchó como el ve­ lamen de un barco impelido por el viento y lo acometió glugluteando y lleno de ira. El pobre patito feo no sabía dónde meterse ni adon­ de escapar, y se sentía desgraciado porque su fealdad le atraía el odio de todo el corral. Sucedió esto el primer día, pero la situación se agravó en los siguientes. El infeliz patito era perseguido por todos; sus mismos hermanos lo despreciaban diciendo: “¿Por qué no te atrapará el ga­ to?” Hasta su madre le decía: “¿Cuándo te perderé de vista?” Y los patos le acosaban, las gallinas le picaban y la niña que traía la co­ mida al corral lo apartaba a puntapiés. Entonces, tomó impulso y voló por encima del huerto, y los pa­ jaritos que estaban en los arbustos huyeron espantados. “¡Les he dado miedo porque soy feo!”, pensó el patito. Cerró los ojos y siguió volando hasta llegar al gran pantano donde viven los patos silvestres. Y allí descansó toda la noche, fatigado de volar.


Al amanecer, los patos levantaron el cuello y descubrieron al nuevo camarada. —¿De qué casta eres tú? —le preguntaron. Y el patito se volvía en todas direcciones, deshaciéndose en saludos—. ¡Que feo eres! —de­ cían los patos silvestres—. Pero a nosotros nos es igual, mientras no te cases con alguna pata de nuestra familia. ¡Pobrecillo! ¿Cómo había de pensar en casarse, si sólo aspiraba a que le permitieran dormir tranquilo entre las cañas y beber un poco de agua cenagosa? Así permaneció dos días, hasta que, de pronto, se le aparecieron dos ánsares silvestres machos. No hacía mucho tiempo que habían abandonado el nido, por lo cual hablaban con mucho descaro. —Oye, compañero —dijo uno de ellos—; eres tan feo que me has caído simpático. ¿Quieres venir con nosotros y serás un ave de pa­ so? En otro pantano que no está lejos hay unas ocas muy amables, solteras y en condiciones de decir: ¡Cuac! Se te presenta la ocasión de encontrar un buen partido, aunque seas tan feo. “¡Pum!” “¡Pum!” Sonaron unos tiros que hicieron temblar el aire y los ánsares cayeron muertos en la ciénaga, enrojeciendo el agua con su sangre. “¡Pum!” “¡Pum!” Se oyeron nuevos estampidos y una bandada de gansos silvestres se levantó del cañaveral. Entonces sonó otro tiro. Era una gran cacería. Los cazadores estaban al ace­ cho y rodeaban la laguna; algunos se habían encaramado a los árbo­ les que crecían sobre las cañas. Un humo azul salía de los sauces formando nubes y se esparcía a lo ancho del pantano. Se oyó el cha­ poteo de los perros de caza en el cieno: “¡chas!”, ¡chas!”, y los jun­ cos y las cañas se movían por todas partes. ¡Qué momentos de an­ gustia para el patito! Volvió la cabeza para ocultarla bajo un ala, pero, en aquel momento, un perrazo espantoso se paró ante él con


la lengua fuera, los ojos centelleantes y enseñando sus feroces col­ millos. Acercó sus fauces al patito, lo husmeó y, “chas!”, “¡chas!”, se alejó sin tocarlo. —¡Bendito sea Dios! —suspiró el pato—. ¡Tan feo soy que ni los perros quieren morderme! Y permaneció quieto, mientras los disparos atronaban la maleza y los perdigones acribillaban el aire. Por fin, ya muy tarde, volvió la paz, pero el pobre patito no se atrevía a moverse. Sólo al cabo de unas horas volvió la cabeza para examinar las cercanías antes de abandonar el pantano con toda la velocidad que le permitían sus alas. Al oscurecer llegó a una pequeña choza campesina, tan arruina­ da que sólo se mantenía en pie por no saber a qué lado caerse. So­ plaba el viento con tal fuerza, que el patito se vio obligado a enco­ gerse para resistirlo. Entonces, notó que a la puerta de la choza le faltaba un gozne y que las tablas dejaban junto al quicio una aber­ tura que le permitía pasar y, ni corto ni perezoso, entró. En la choza vivía una mujer con un gato y una gallina. El gato, al cual llamaba “Hijito”, sabía arquear el lomo, ronronear y echar chispas, aunque era preciso para esto frotarlo a contrapelo. La ga­ llina tenía muy cortas las piernas, y por eso se llamaba señorita Patascortas; ponía huevos magníficos y la mujer la quería como a una hija. Tan pronto hubo amanecido y en cuanto advirtieron la presencia del intruso, el gato se puso a ronronear y la gallina a cacarear. —¿Qué significa esto? —preguntó la mujer, mirando a todos la­ dos. Y como no veía bien, creyó que el patito era un pavo grande que se había extraviado—. ¡Qué suerte tengo! Ahora tendré huevos de pavo. No creo que sea macho. Ya veremos. El patito fue aceptado a prueba por tres semanas, pero los hue­ vos no venían. El gato era el amo de la casa, y la gallina, la dueña, y siempre decían: “Nosotros y los demás”, pues se figuraban que ellos eran la mitad del mundo y la mejor mitad. El patito pensó que podría sostener la opinión contraria, pero la gallina no le dejó hablar. —i Sabes poner huevos ? —le preguntó. -No. 62


—Pues más vale que te calles. Entonces el gato le preguntó: —¿Sabes arquear el lomo y ronronear y echar chispas? -No. —Pues no debes exponer tu opinión cuando hablen las personas sensatas. El patito se apartó a un rincón, de mal humor; pero cuando la luz del sol y un aire fresco entraron a torrentes en la choza, le inva­ dió tal deseo de nadar que no pudo por menos que confesárselo a la gallina. —¡Qué cosas se te ocurren! —gritó ésta— ¡Claro, como no tienes nada que hacer, te dan esos antojos! Pon huevos o arquea el lomo y verás cómo se te pasarán. —¡Pero es tan agradable tirarse al agua! —dijo el patito-; ¡su­ mergir en ella la cabeza y zambullirse hasta el fondo! —¡Ah, sí!, ¡vaya placer! —replicó la gallina—. Debes de haber per­ dido el juicio. Pregúntaselo al gato, que es el ser más razonable que conozco; pregúntale si le gusta tirarse al agua e irse al fondo, y no quiero hablar de mí misma. Pregunta a nuestra ama, la vieja; nadie tiene más experiencia que ella. ¿Crees que siente el menor deseo de nadar y dejarse ir al fondo?


—No me comprendes —dijo el patito. —¿Que no te comprendo? ¿Pues quién te comprenderá entonces? Supongo que no te creerás más sabio que el gato y la vieja, para no hablar de mí. No seas vanidoso, muchacho, y agradece el bien que se te hace. ¿No estás en una casa bien abrigada y entre personas de las que puedes aprender algo? Créeme, hablo por tu bien. Si te digo cosas desagradables, piensa que en esto se conocen los buenos ami­ gos. ¡Procura aprender a poner huevos o a arquear el lomo y echar chispas! —Creo que debería ir a correr mundo —dijo el patito. —Sí —aprobó la gallina—. No dejes de ir. Y el patito se fue. Nadó y se zambulló cuanto le vino en gana, pero todos los seres se le apartaban al verlo tan feo. Vino el otoño. Las hojas de los árboles perdieron su verdor y se secaron; el viento las cogió y se las llevó en remolinos, y el tiempo se hizo intensamente frío. Densos nubarrones pasaban muy bajos, cargados de nieve y granizo, y en las tapias se paraban los cuervos graznando de frío. ¡Mal tiempo para el pobre patito! Una tarde, a la caída del sol, se destacó una bandada de aves, grandes y magnífi­ cas. Eran de una blancura deslumbrante y de cuello largo y gracioso. Nunca había visto el patito nada tan bello. Eran cisnes. Lanzaban un grito especial y, batiendo sus largas y vistosas alas, se alejaban de aquella región fría hacia tierras más cálidas, de grandes lagos. Vo­ laban a tal altura que el patito feo estuvo a punto de perder la cabeza mirándolos. Daba vueltas en el agua como una peonza, con el cuello estirado hacia arriba, y lanzó un grito tan fuerte que él mismo se asustó. ¡Oh! Nunca olvidaría aquellas hermosas y felices aves. Y cuando las perdió de vista se sumergió hasta el fondo y, al volver a la superficie, estaba fuera de sí. No sabía qué aves eran ni adonde se dirigían; pero las amaba como nunca había amado otra cosa. No las envidiaba, porque tampoco quería para él tanta belleza. ¡Feo como era, el pobrecito se hubiera sentido bastante feliz con que aquellos patos le hubieran tolerado en su compañía! El invierno era cada vez más duro y el patito debía estar nadan­ do continuamente para que el agua no se helara del todo. Sin em-



bargo, cada noche se hacía más pequeño el espacio en que nadaba. Y se heló tanto, que el animalito tenía que mover siempre una pata para que no lo aprisionara el círculo de hielo. Al fin, rendido de fa­ tiga, quedó aprisionado... A la mañana siguiente lo vio un campesino que por allí pasaba. Se acercó al hielo, lo rompió a patadas con sus zuecos y llevó el patito a su mujer. Al calor del tibio hogar, volvió a la vida. Los niños querían jugar con él, pero, pensando que le maltratarían, huyó asus­ tado y cayó en un recipiente de leche, la cual se derramó. Vociferó la mujer, batiendo palmas al mismo tiempo, y entonces el patito fue a caer en un barril de manteca y, luego, en un costal de harina. ¡Era una escena muy cómica! La mujer lo perseguía de un lado a otro, blandiendo las tenazas y desgañitándose, mientras los chicos, en su deseo de cogerlo, tropezaban entre sí, riendo y gri­ tando. Por suerte, la puerta estaba abierta y el pobrecito animal pudo escapar y esconderse entre unos matorrales cubiertos de nieve. Sería muy triste contar todas las penas y trabajos que el patito pasó durante tan crudo invierno. Lo hallamos de nuevo guarecién­ dose en un cañaveral, cuando el sol empezaba a calentar, cantaba la alondra y florecía la primavera. Un día, el patito desplegó las alas y notó que éstas hendían el aire con más fuerza y lo llevaban lejos con extraordinaria rapidez. Sin saber cómo, se encontró en un jardín magnífico con manzanos en flor, lilas que embalsamaban el aire y árboles que desmayaban sus largas ramas sobre serpenteantes albercas. ¡Qué hermoso lugar, con sus umbrías frescas y deleitosas! Mas, he aquí que salen de la verde espesura tres cisnes, rizando su elegante plumaje y surcando el agua con suave ligereza. El patito los reconoce y se siente domi­ nado por una honda melancolía. —¡Quiero volar con esas aves! Me matarán porque, siendo tan feo, he osado acercármeles; pero, no importa. ¡Prefiero que me ma­ ten ellas a verme maltratado por los patos, picoteado por las gallinas y rechazado a puntapiés por la muchacha que cuida del corral! Así, volando hasta el agua, nadó al encuentro de los hermosos cisnes. Ellos, al verlo, se acercaron batiendo las alas.


-¡Y a me podéis matar! —dijo resignado y bajando la cabeza en espera de la muerte. Pero, ¿qué vió en el agua cristalina? En ella se reflejaba su pro­ pia imagen: ya no era un ave de color pardo, tosca, fea y sin gracia, sino que era un cisne. ¡Poco importa nacer en un nido de patos cuando se sale de un huevo de cisne! Todos los trabajos e infortunios sufridos contribuían a su com­ pleta felicidad, ahora que podía compararlos con la belleza que le ro­ deaba. Los cisnes grandes se pusieron a nadar a su lado mientras le acariciaban con el pico. Llegaron unos niños al estanque y echaron pan y maíz al agua. El más pequeño exclamó: —¡Hay uno nuevo! Y el otro niño gritó, lleno de gozo: —¡Sí, sí; es un recién llegado! Y los niños comenzaron a saltar dando palmadas de alegría, y después corrieron a dar la noticia a sus padres. Volvieron con pan y pastelillos para obsequiarle. Y todos decían: —¡El nuevo es el más bonito! Y los cisnes viejos movían complacidos la cabeza reconociéndolo así. Se sintió avergonzado y confuso, y, no sabiendo qué hacer, es­ condía la cabeza bajo las alas; era demasiado feliz, pero no se enor­ gulleció por ello, pues quien tiene buen corazón jamás es orgulloso. El que se vio tan perseguido y desgraciado, era proclamado ahora por todos como la más hermosa de las aves. Hasta las lilas tendieron sus ramas dentro del agua para que pasase por encima, y el sol le envió su suave calor. Esponjó su plumaje, irguió la elegante y gallar­ da curva de su cuello, y pensó en su interior, desbordante de dicha: “¡Cómo iba a soñar tanta felicidad cuando era el patito feo!”


Cómo obtuvo el camello su joroba por Rudyard Kipling

En el principio de los tiempos, cuando en el mundo todo era nuevo y los animales empezaban a trabajar para el hombre, había un camello que vivía en mitad de un desierto porque no quería moles­ tarse en hacer nada: comía briznas de hierba, espinos, tamariscos y abrojos, y cuando alguien le dirigía la palabra contestaba: “¡Joroba!” En la mañana de un lunes se presentó un caballo, con la silla y el bocado puestos, y le dijo: —¡Camello, camello! Sal del desierto y ven a trotar con nosotros. —¡Joroba! —contestó el camello. El caballo se fue y se lo dijo a su amo. Poco después, se presentó, ante el camello, el perro con un palo en la boca y dijo: —¡Camello, camello! ¡Ven, corre, busca, sirve al hombre como nosotros! —¡Joroba! —repuso el camello. Y el perro se lo fue a contar al hombre, su amo. Al cabo de un rato, fue en su busca el buey, con el yugo sobre la cerviz, y le dijo: —¡Camello, camello! Ven a arar con nosotros. —¡Joroba! —dijo secamente el camello. El buey se alejó. Más tarde encontró al hombre y se lo contó. En la tarde de aquel mismo día, el hombre llamó al perro, al caballo y al buey y les dijo: —Mis queridos amigos, lo siento por vosotros, pero el mundo es muy nuevo, hay que hacer muchas cosas en él y ese animal que ha­ bita en el desierto no quiere trabajar, pues si quisiera ya estaría aquí. De manera que le dejaré en paz y vosotros trabajaréis el doble.


Esta decisión los enfureció (¡era todavía tan nuevo el mundo!) y celebraron conciliábulo en el límite del desierto. Llegó el camello rumiando hierba y se rió de ellos. Después de reírse, exclamó: “¡Jo­ roba!”, y se fue por donde había venido. Poco después, cabalgando en una nube de arena (los genios siem69


pre viajan en esta forma, gracias a su magia), llegó el Genio encar­ gado de todos los desiertos y se detuvo a celebrar conciliábulo con el caballo, el perro y el buey. —Genio de Todos los Desiertos —preguntó el caballo—, ¿es justo que, mientras todos trabajamos tanto, haya un animal que esté sin hacer nada en este mundo tan nuevo? —No lo es —repuso el Genio. —Pues en el desierto hay un animal de largo cuello y largas patas que no ha hecho nada desde el lunes. Tampoco quiere trotar. —¡Anda! —exclamó, silbando, el Genio—. ¡Ése es el camello, por todo el oro de Arabia! ¿Qué dice cuando se le habla de trabajar? —Dice: ¡Joroba! —repuso el perro—; no quiere transportar ningún peso ni hacer nada. —¿Sólo dice eso? —tínicamente: ¡Joroba! Y se niega a arar —contestó el buey. —Está bien. Ya le daré una buena joroba. Esperad. El Genio se ciñó la capa de arena, se dirigió, envuelto en ella, al desierto y allí encontró al ocioso camello mirando su imagen re­ flejada en un charco de agua. —Querido y corpulento amigo —le dijo—, ¿es verdad lo que me han dicho? ¿'Te niegas a trabajar para este mundo tan nuevo? —¡Joroba! —fue la respuesta del camello. El Genio tomó asiento y, apoyando la barbilla en la mano, co­ menzó a pensar en un gran sortilegio, mientras el camello seguía im­ pasible mirándose en el agua.


—Por culpa de tu pereza, los tres animales tienen que trabajar mucho más desde el lunes por la mañana —dijo el Genio. Y siguió pensando en sus sortilegios, con la barbilla apoyada aún en la mano. El camello exclamó de nuevo: —¡Joroba! —Te aconsejo que no vuelvas a decir eso... Pero el camello volvió a repetir: —¡Joroba! Y, apenas la palabra salió de su boca, vio que el lomo del que tan orgulloso se sentía comenzaba a hincharse, a hincharse, hasta transformarse en una gran joroba. —¿Lo ves ? —dijo el Genio-. He aquí la joroba que te ha salido por no querer hacer nada. Hoy es jueves y estás ocioso desde el lu­ nes. Ahora vas a trabajar. —¿Qué voy a hacer con esta joroba a la espalda? —preguntó el camello. —Esa giba representa los tres días de ocio que has pasado —ex­ plicó el Genio—. Por ello, de ahora en adelante trabajarás por espacio de tres días sin tomar alimento ninguno, ya que te alimentarás de tu propia joroba. Y el camello fue, obediente, a reunirse con los tres animales, lu­ ciendo, desde aquel día lejano —cuando el mundo era todavía tan nue­ vo— hasta hoy, una considerable giba... que denominamos así para no herir sus sentimientos. 71



/.

Los siete cabritos y el lobo por ios hermanos Grimm

Había una vez una cabra vieja que tenía siete cabritos, a los que amaba como toda madre ama a sus hijos. Un día, tuvo que ir al bos­ que para traerles comida. Antes, llamó a los siete cabritos y les dijo: —Hijitos míos, tengo que ir al bosque. Tened mucho cuidado con el lobo. Si entrara, os devoraría. El malvado suele disfrazarse a menudo, pero lo conoceréis al instante por la voz ronca y las patas negras. Los cabritos contestaron: —Puedes marcharte sin temor, mamita. Vigilaremos bien. Entonces, baló la cabra y partió tranquila. Hacía poco rato que había salido, cuando llamaron a la puerta diciendo: —Hijitos, abrid la puerta. Soy vuestra madre: vuelvo del bosque y os traigo un regalo para cada uno. Pero los cabritos conocieron por la voz ronca que era el lobo. —No queremos abrirte —respondieron— Tú no eres nuestra ma­ dre. Nuestra madre tiene una voz suave y fina; la tuya es ronca. ¡Tú eres el lobo! Entonces, el lobo se fue a la tienda, compró una docena de hue­ vos, se bebió las claras y así se le suavizó la voz. Hecho esto, volvió a llamar a la puerta de la casita. —Abridme la puerta, hijitos —dijo—. Soy vuestra madre que os trae un regalo para cada uno. Pero, sin darse cuenta, había apoyado las negras patas en la ven­ tana. Los cabritos las vieron y exclamaron: 73


—No queremos abrirte la puerta. Nuestra madre tiene las patitas blancas; las tuyas son negras. ¡Tú eres el lobo! Entonces, el lobo corrió a una panadería y dijo al panadero: —Me he lastimado las patas. Untame con masa. Y cuando el panadero se las hubo untado, corrió al molino y dijo al molinero: —Espolvoréame las patas con harina. El molinero pensó: “El lobo quiere engañar a alguien”. Y se ne­ gaba a espolvorearle las patas. Pero el lobo dijo: —Si no lo haces, te devoraré. El molinero tuvo miedo y le blanqueó las patas. Ahora, la fiera maligna volvió a colocarse a la puerta de la casita, llamó y dijo: —Abridme la puerta, hijitos. Mamá está ya de vuelta y os trae un regalo del bosque. Los cabritos gritaron: —Primero enséñanos las patas, para que sepamos si eres o no nuestra madre. El lobo colocó las patas en el alféizar de la ventana y cuando los cabritos vieron su blancura, creyeron que les decía la verdad y abrieron la puerta. ¡Pero quien entró fue el lobo! Entonces se asus­ taron y trataron de esconderse. Uno se metió debajo de la mesa, el segundo en la cama, el tercero en la cocina, el cuarto en el hogar, el quinto en el aparador, el sexto debajo del cubo de la lejía y el sép­ timo en la caja del reloj. El lobo los encontró a todos y los engulló, uno tras otro. Pero no dio con el pequeño, que era el que estaba escondido en la caja del reloj. Cuando el lobo hubo satisfecho su vo­ racidad, salió, se tendió bajo un árbol del campo y se quedó dormido. Poco rato después, regresó a su casa la cabra y ¡qué cuadro tan tris­ te vieron sus ojos! La puerta estaba abierta de par en par; la mesa, las sillas y los bancos volcados y en desorden; la palangana, hecha pedazos; las colchas y almohadas de las camas, por el suelo.^uscó a sus hijitos, pero no los halló. Con su voz más dulce los llamó por sus nombres, dándoles los más cariñosos y tiernos apelativos, pero, ¡ay!, no le contestó ninguno de ellos. Por fin, cuando nombró al pequeño, una vocecita respondió:


—Mamá, mamá, estoy aquí, dentro de la caja del reloj. La cabra fue a sacarlo y entonces él le explicó que había venido el lobo y se había comido a sus hermanitos. ¡Imaginad cómo los llo­ raría la desdichada madre! Sin saber qué hacía, salió al campo, seguida por el único hijo que le quedaba. Pronto divisó al lobo tumbado debajo del árbol. Ron­ caba con tal fuerza que las ramas se estremecían, aunque algo bullía y se agitaba en su cuerpo. —¡Ay! —exclamó la cabra— ¿Y si mis pobrecitos hijos, que han servido de cena a esta bestia, estuvieran vivos todavía? El cabrito pequeño corrió a la casa para buscar aguja, hilo y ti­ jeras, y la cabra abrió el vientre del lobo. En cuanto hizo el primer corte, asomó por él la cabeza de uno de los cabritos y, al ensanchar­ lo, salieron, uno tras otro, los cinco restantes. ¡Qué alegría entonces! Los seis abrazaron a su madre y brincaron contentos, como chiqui­ llos con zapatos nuevos. Su madre les dijo: —Ahora, id a buscar piedras bien gordas y llenaremos con ellas la panza del lobo mientras está aún dormido. Los siete cabritos arrastraron hasta allí las piedras más grandes que encontraron y las metieron en la barriga del lobo. En seguida, la cabra se la cosió con tanto cuidado que él no se enteró de nada, ni siquiera se movió. Aún tardó mucho rato en despertar; al hacerlo se desperezó, se puso en pie y, como las piedras le daban mucha sed, quiso ir a beber agua en un pozo cercano. Pero cuando comenzó a andar y a moverse, chocaban entre sí las piedras que tenía en la barriga. Al oír aquel ruido, se quedó muy extrañado, y exclamó en­ ronquecido por la ira: —¡Parece que haya comido piedras en vez de cabritos! Con gran dificultad llegó al pozo y se inclinó para beber, pero el peso de las piedras lo arrastró hacia abajo y se ahogó miserable­ mente. Cuando los cabritos, que lo espiaban por una ventana de su casa, vieron aquello, gritaron: —¡El lobo ha muerto! ¡El lobo ha muerto! Y la cabra y los cabritos danzaron alegres alrededor del pozo.



Los tres cabritos Gruff recopilado por Gudrun Thorne-Thomsen

Eranse una vez tres cabritos que tenían que subir a la colina para comer y engordar, y cuyo apellido era Gruff. En la subida había un puente sobre el río, el cual tenían que cruzar, y bajo el puente vivía un gnomo, grande y feo, con ojos como platos y una nariz tan larga como un pico. El primero en pasar fue el pequeño Gruff. “Trip, trap; trip, trap”, hizo el puente. —¿Quién hace ruido en mi puente? —rugió el gnomo. —Soy yo, el pequeño cabrito Gruff, voy a la colina para comer y engordarme —dijo con su tierna vocecilla. —¡Ahora subo y voy a comerte! —contestó el gnomo. —¡Oh, no; por favor, soy tan pequeñito! —dijo el cabrito-. Espe­ ra un poco a que llegue el segundo cabrito, es mucho mayor que yo.


—¡Bueno, vete corriendo! —gruñó el gnomo. Al poco rato, llegó el segundo cabrito. “Trip, trap; trip, trap”, hizo el puente. —¿Quién hace ruido en mi puente? —rugió el gnomo. —Soy yo, el segundo cabrito, y voy a la colina para comer y en­ gordarme —dijo con una voz no tan débil. —¡Ahora subo y voy a comerte! —dijo el gnomo. —¡Oh, no, por favor! Espera un poco a que llegue el tercer ca­ brito, es mucho mayor. —¡Bueno, vete corriendo! —dijo el gnomo. Entonces llegó el cabrito mayor. “Trip, trap; trip, trap”, hizo el puente. El tercer cabrito era tan grande que el puente crujía bajo sus patas. —¿Quién hace ruido en mi puente? —rugió el gnomo. —¡Soy yo, el cabrito mayor! —dijo con voz muy recia. —¡Ahora subo: voy a comerte! —rugió el gnomo. —¡Bueno, ven! ¡Con mis dos cuernos tan fuertes, los ojos te sacaré. Y con mis dientes tan fuertes, los huesos te aplastaré! Esto fue lo que dijo el cabrito grande; se lanzó contra el gnomo, lo empujó con sus cuernos y lo arrojó al río. Después, subió a la colina. En ella, los cabritos engordaron tanto que apenas pudieron re­ gresar a casa. Y si no han adelgazado, es porque aún están gordos. De este modo: Colorín, colorado, este cuento se ha acabado.



El pastor y el lobo por Esopo

Un pastorcillo cuidaba cada día sus ovejas mientras éstas co­ mían hierba. Pasaba el rato lanzando piedras y viendo hasta dónde llegaban, o mirando las nubes para ver cuántas formas de animales distinguía. Le gustaba mucho su trabajo, pero hubiera deseado que fuera algo más divertido. Y un día, decidió gastar una broma a la gente del pueblo. —¡Socorro, socorro! ¡El lobo, el lobo! —gritó muy fuerte. Al oír los gritos del pastor, los hombres del pueblo cogieron pa­ los y bastones y corrieron para ayudar al niño a salvar sus ovejas. Pero cuando llegaron, no vieron ningún lobo. Sólo vieron al pastor­ cillo que lanzaba grandes carcajadas. —¡Os he engañado! ¡Os he engañado! —decía. Los hombres pensaban que era una broma muy pesada. Le ad­ virtieron que no volviera a hacerlo, a menos que, verdaderamente, estuviera allí el lobo. Una semana después, el pastorcillo volvió a gastar la misma bro­ ma a la gente del pueblo. —¡El lobo, el lobo! —gritó. Una vez más, los hombres corrieron a ayudarle y no encontraron lobo alguno; sólo al chico, que se reía de ellos. Al día siguiente llegó de verdad el lobo de la colina para devorar unas cuantas ovejas gordas. —¡El lobo, el lobo! —gritaba el pastorcillo con toda su fuerza. Los hombres del pueblo oyeron sus gritos de socorro y se rieron: —Trata de gastamos otra broma —dijeron—, pero no nos engañará. Finalmente, el chico dejó de gritar. Sabía que los del pueblo no le creían. Sabía que no iban a acudir. Todo lo que podía hacer era quedarse allí, viendo cómo el lobo devoraba sus ovejas. A l que dice mentiras, nadie le cree, ni aun cuando diga la verdad.



La

p a lo m a

y la h o r m ig a por Esopo

Una hormigá iba andando con sus tres pares de patas cuando, de pronto, se paró. —Tengo sed —dijo la hormiga en voz alta. —¿Por qué no bebes un poco de agua del arroyo? —dijo una pa­ loma que estaba en una rama de un árbol próximo—. El arroyo está cerca. Pero cuidado no caigas en él. La hormiga fue al río y comenzó a beber. Un viento repentino la arrojó al agua. —¡Socorro! —gritaba la hormiga—. ¡Me ahogo! La paloma se dio cuenta de que tenía que actuar rápidamente para salvarla. Rompió una ramita del árbol con el pico. Después, voló sobre el arroyo con la ramita y la dejó caer junto a la hormiga. La hormiga se subió a la ramita y, flotando sobre ella, llegó has­ ta la orilla. Poco después, la hormiga vio a un cazador. Estaba preparando una trampa para cazar a la paloma. La paloma comenzó a volar hacia la trampa. La hormiga se dio cuenta de que tenía que actuar rápidamente para salvarla. Así, la hormiga abrió sus fuertes mandíbulas y mordió el des­ nudo tobillo del cazador. —¡Ay! —gritó el cazador. La paloma oyó ese grito y salió volando. Toda buena acción tiene su recompensa. 82



La liebre y la tortuga por Esopo

La liebre se alababa en cierta ocasión, delante de los demás ani­ males, de su incansable velocidad en la carrera. —Nadie me ha derrotado jamás —decía— cuando echo a correr con todas mis fuerzas. Desafío al que quiera probarlo. —Acepto el desafío —dijo la tortuga tranquilamente. —¡Ah, pues tiene gracia! —dijo la liebre—. Soy capaz de danzar a tu alrededor durante el camino. —No te jactes de nada hasta ser vencedora —dijo la tortuga. Se fijaron las condiciones en que debía efectuarse la carrera y comenzó la prueba. La liebre desapareció, pero se detuvo pronto y, despreciando a la tortuga, se tumbó a descansar. La tortuga avanzó, sin prisa. Cuando la liebre despertó, vio a la tortuga tan cerca de la meta que ya no pünt) alcanzarla. La constanciápfrience todas las dificultades.

***



El le贸n y el rat贸n por Esopo


Una vez, mientras el león dormía, un ratoncillo jugaba dando saltos sobre él. Saltó tanto que el león se despertó, le puso encima la enorme garra y abrió la boca dispuesto a devorarlo. —¡Perdóname, oh, rey! —exclamó el ratoncillo—. Suéltame y te prometo que no olvidaré el favor. ¿Quién sabe si podré devolvértelo algún día? Hizo reír tanto al león la idea de que un animalillo tan insigni­ ficante como el ratón pudiera servirle de ayuda que levantó la zarpa y lo dejó marchar. Poco tiempo después, el león cayó en una trampa. Los cazado­ res, que querían llevarse vivo al rey de los animales, lo ataron a un árbol mientras iban en busca de la jaula. En aquel momento, pasó por allí casualmente el ratón; i viendo el apurado trance en que se ha­ llaba su antiguo bienhechor, se le acercó y con sus afilados dientecilios cortó la cuerda que le sujetaba. —¿Tenía razón o no? —dijo después el ratoncito. Pequeños amigos pueden llegar a ser grandes amigos.


El cuervo y la jarra

por Esopo

Un cuervo se acercó, medio muerto de sed, a una jarra que creyó llena de agua; mas, al introducir su pico por la boca de la vasija, se encontró con que sólo quedaba un poco de agua en el fondo y que no podía alcanzar a bebería, por mucho que se esforzaba. Hizo varios intentos, luchó, batalló, pero todo fue inútil. Se le ocurrió entonces inclinar la jarra, probó una y otra vez, pero al fin, desesperado, tuvo que desistir de su intento. ¿Tendría que resignarse a morir de sed? De pronto, tuvo una idea y se apresuró a llevarla a la práctica. Cogió una piedrecilla y la dejó caer en el fondo de la jarra; cogió luego una segunda piedrecilla y la dejó caer en el fondo de la jarra; cogió otra piedrecilla y la dejó caer en el fondo de la jarra; cogió otra piedrecilla y la dejó caer en el fondo de la jarra; cogió otra piedrecilla y la dejó caer en el fondo de la jarra... hasta que, ¡por fin!, vio subir el agua. Entonces, llenó el fondo con unas cuantas piedrecillas más y de esta manera pudo satisfacer su sed y salvar su vida. Poquito a poco se llega lejos.



6l

ZApAteRO

los 贸uen贸es por los herm anos Grimm


Había una vez un zapatero que, sin ninguna culpa por su parte, llegó a ser tan pobre, tan pobre, que, al fin, no le quedó más que el trozo de cuero indispensable para hacer un par de zapatos. Los cortó una noche, pensando coserlos a la mañana siguiente, y, como tenía limpia la conciencia, se acostó encomendándose a Dios y se quedó dormido. Al otro día, después de rezar sus oraciones matutinas, fue a buscar el trabajo que había preparado la víspera y encontró hecho el par de zapatos. El pobre hombre no podía creer lo que veían sus ojos. Examinando detenidamente los zapatos, se dio cuenta de que cada puntada ocupaba el lugar adecuado. Eran verdaderamente per­ fectos y primorosos; a la legua se veía que estaban hechos por ma­ nos de un maestro en el oficio. Poco después entró en la tienda un comprador que quiso pro­ barse los zapatos, y, como le ajustaban a maravillla, pagó por ellos más del precio acostumbrado, de modo que el zapatero tuvo bastante dinero para adquirir el cuero necesario para dos pares más. Los cor­ tó por la noche pensando ponerse a trabajar con nuevos bríos al día siguiente. Pero cuando se levantó, ya los encontró terminados, y tam­ poco le faltó nuevo comprador. Este se los pagó tan espléndidamen­ te, que pudo comprar cuero para cuatro pares. A primera hora de la mañana siguiente estaban acabados también, y lo mismo sucedió ya 91


siempre. ¡Era algo, en todos los aspectos, portentoso! Los zapatos que cortaba por la noche aparecían cosidos al día siguiente por la mañana con el mayor primor y perfección. Total, que pronto pudo vivir bien el pobre zapatero y llegó a convertirse en un hombre aco­ modado. Una noche —faltaban pocas para la de Navidad—, cuando el za­ patero se iba a descanzar concluido su trabajo, dijo a su mujer: —¿Qué te parece si no nos acostásemos esta noche? ¿Y si pro­ curásemos ver quién nos prodiga tantos favores? ¡Ojalá pudiéramos pagárselos algún día! La mujer convino en ello y encendió una bujía. Hecho esto, los dos se ocultaron detrás de una cortina, dispuestos a vigilar. Al sonar la medianoche, vieron entrar en la zapatería a dos hombrecillos des­ nudos que se sentaron delante de la mesa del zapatero y cogieron el trabajo que estaba allí preparado. Luego, comenzaron a coser, agu­ jerear y clavetear, moviendo sus deditos tan hábil y velozmente que el zapatero, maravillado, apenas podía seguirlos con la vista. Hasta que concluyeron la tarea y la colocaron sobre la mesa, los hombre­ cillos no pararon ni un momento. Después, se levantaron de un salto *' y salieron corriendo a la calle. Al día siguiente por la mañana, la mujer del zapatero dijo a su marido: —Esos hombrecillos nos han hecho ricos y debemos demostrarles que somos gente agradecida. Como andan desnuditos por el mundo, deben tener mucho frío. Mira, voy a hacerles camisas, chaquetas, chalecos y pantalones, así como un par de calcetines y un par de guantes de punto para cada uno. Tú, naturalmente, te encargarás de hacerles los zapatos. El zapatero accedió con gusto a la proposición de su mujer. En seguida, los dos, muy ilusionados, pusieron manos a la obra y no abandonaron su trabajó hasta que lo tuvieron terminado del todo al anochecer. Entonces, se fueron a cenar, y cuando llegó la hora de acostarse dejaron los regalos sobre la mesa, en lugar de los zapatos cortados de cada día, y se colocaron de modo que pudieran observar lo que hacían los duendecillos. Al sonar las doce, entraron éstos dis-


puestos a ponerse a trabajar, pero, al ver las prendas de ropa, se quedaron perplejos. Sin embargo, reaccionaron en seguida: cogieron las camisas, chaquetas y pantalones y se los pusieron, mientras can­ taban alegremente: —¡Oh, oh! ¡Qué trajes tan elegantes! ¡Hasta llevamos zapatos y guantes! Danzaron y cantaron dando vueltas por la zapatería y, por fin, sin dejar de danzar, salieron a la calle. El zapatero no volvió a verlos jamás, pero pudo vivir feliz el res­ to de sus días.


La Bella Durmiente por los hermanos Grimm

• ;ytt* Hace mucho tiempo, vivían un rey y una reina que se decían to­ dos los días: —¡Qué felices seríamos si Dios nos concediese un hijo! Pero pasaban los años y no lo tenían. Un día en que la reina se bañaba en un río, saltó a tierra una rana y le dijo: —Tus deseos van a verse realizados. Antes de un año habrás traído a este mundo una preciosa niña. La rana no mentía. La reina tuvo una hijita tan hermosa que, tanto ella como el rey, su marido, estaban locos de contento. Se hi­ cieron preparativos para grandes fiestas y se invitó a ellas a parien­ tes y amigos. También se invitó a las hadas buenas, con objeto de que la niña contara con protectoras amables y buenas. En el reino había trece, pero como el rey sólo tenía doce platos de oro, para no agraviarla no invitó a la última. Cuando el banquete tocaba a su fin, cada una de las hadas pref


del bosque


sentes regaló un mágico don a la princesita. Una de las hadas le re­ galó virtud, otra belleza, otra fortuna y, así sucesivamente, todo lo que en el mundo se pueda desear. Cuando habían hablado ya once hadas, apareció de pronto la nú­ mero trece. Quería vengarse de que no la hubieran invitado. Sin sa­ ludar ni mirar a nadie, anunció: —Al cumplir la princesa los quince años, se pinchará con un huso y caerá muerta. Y sin añadir una palabra, salió del palacio. Todos los presentes se miraron aterrorizados, pero el hada número doce, que aún no ha­ bía concedido ningún don a la princesa, avanzó unos pasos. No es­ taba en su mano borrar el efecto de la maldición, aunque podía sua­ vizarlo un poco. Dirigiéndose al rey, le dijo: —Vuestra hija no morirá. Quedará sumida en un profundo sueño que durará cien años. El rey estaba desolado. Y sentía tal afán por preservar a su hija de todo mal que mandó quemar todos los husos del reino. Con el tiempo se fueron realizando las promesas de las hadas. La princesa crecía, y era tan bella, tan modesta, cariñosa e inteligen­ te que todo el mundo la amaba. Y así, llegó el día en que. la princesa cumplía los quince años. El rey y la reina habían salido de la ciudad y la niña estaba sola en el castillo. Vagó por el inmenso edificio y recorrió salas y habitacio­ nes sin que nadie la estorbara, hasta que llegó a un viejo torreón. Después de subir por una estrecha escalera de caracol, se detuvo ante una puertecita. En la cerradura vio puesta la llave enmohecida, le dio media vuelta y la puerta se abrió. En una habitación muy pequeña vio a una viejecita que hilaba, muy atareada, con el huso en la mano. Era muy sorda y no había oído la orden dada por el rey de que se quemaran todos aquellos útiles de trabajo. —Buenos días, abuelita —dijo la princesa—. ¿Qué estás haciendo? —Estoy hilando —repuso la vieja moviendo la cabeza. —¿•Y qué es eso que gira tan alegremente? —seguía preguntando la princesa.


Le gustó tanto aquello, que tomó el huso y quiso hilar ella tam­ bién; pero, apenas lo tocó se pinchó en un dedo y en el mismo ins­ tante cayó sobre una cama que tenía cerca y se quedó profundamen­ te dormida. Quedaron también dormidos el rey y la reina, que acababan de llegar a palacio y entraban en el vestíbulo; y con ellos todos los cor­ tesanos. Los caballos se durmieron en las cuadras, los perros en el patio, las palomas en el tejado, las moscas en la pared. El fuego se quedó inmóvil en el fogón y la carne dejó de chirriar en el asador. El pinche de cocina comenzó a dar cabezadas mientras desplumaba un ánade. La cocinera, que tiraba de los pelos a un marmitón porque había hecho una trastada, los dejó escapar entre los dedos y ambos se durmieron. El viento dejó de soplar y ya no volvió a mover las hojas de los árboles que crecían delante del castillo. Pues, ¿querréis creerlo?, hasta el viento se quedó dormido en torno a la regia morada. Luego comenzó a brotar alrededor del palacio un espeso seto de rosas silvestres. Cada año aumentaban su altura, hasta que, final­ mente, ya no se divisó el edificio ni la bandera que coronaba su torre más alta. En el país corría de boca en boca la leyenda de la Bella Dur­ miente, como llamaban' a la. hija del rey, y de vez en cuando aparecía algún príncipe dispuesto a abrirse paso por entre el seto de rosales. Pero, como si fuesen manos, las espinas le atravesaban la ropa y lo retenían hasta que moría allí de hambre y de frío. Pasado mucho, mucho tiempo, llegó un príncipe extranjero que había oído hablar a un viejo del castillo oculto tras el seto de rosas silvestres y de cómo dormía en él una hermosa princesa, desde hacía cien años por lo menos. Al igual que ella, decíase, estaban dormidos también el rey, la reina y los cortesanos. El viejo relató asimismo cómo había oído con­ tar a su abuelo que varios príncipes intentaron penetrar por el seto, pero que todos habían pagado con la vida su atrevimiento. El joven príncipe dijo entonces: -Yo no conozco el miedo. Y quiero ver a la Bella Durmiente.



El buen viejo hizo todo lo posible para disuadirle de su intento, aunque el príncipe no quiso escuchar sus razones. Ahora bien, como ya habían transcurri­ do los cien años, cuando se acercó el prínci­ pe al seto de rosas, lo halló cubierto de hermosos capullos. Los tallos se abrieron como por encanto y le dejaron pasar sin rasguñarle. Luego se volvieron a cerrar tras él. En el patio del castillo encontró dor­ midos a perros y caballos. Sobre los tejados vio dormidas a las palomas, con la cabeza bajo el ala. Al llegar al interior del palacio, vio dormidos al rey y la reina. En la cocina, la cocinera estaba con la mano levantada como para pegar al marmitón y el pinche tenía sobre el regazo el pato negro como si se dispusiera a desplumarlo. El príncipe siguió adelante. Imperaba a su alrededor un silencio tal que podía oír su propia respiración. Por fin, llegó al torreón en que estaba dormida la princesa. Era tan bella que no acertaba a quitarle la vista de encima. Y, sin darse cuenta, se inclinó hacia ella y le dio un beso. Al tocarla, la Bella Durmiente abrió los ojos y sonrió. Luego, los dos bajaron la escalera. El rey, la reina y los cortesanos despertaron y se miraron con asombro unos a otros.


Los caballos piafaron en las cuadras. Los perros de caza die­ ron un salto y menearon el rabo. Las palomas del tejado sa­ caron la cabeza de debajo del ala y volaron hacia los cam­ pos. Las moscas comenzaron a andar, de nuevo, por la pared. El fuego cobró vida en los fogones, ardió y coció los alimen­ tos. La carne chirrió en el asador; la cocinera despertó y dio al marmitón un tirón de orejas tan fuerte que el muchacho gritó, mientras el pinche acababa de desplumar el pato. Aquel mismo día, el príncipe y la Bella Durmiente se casaron con toda pompa y esplendor y fueron felices toda su vida.



por los hermanos Grimm

En un lejano país vivían un hombre y una mujer que habrían sido muy felices si Dios les hubiese concedido un hijo o una hija. Pero hacía ya largos años que se lo pe­ dían, y pensaban que nunca llegarían a ver cumplidos sus deseos. Tenían una linda casita, una de cuyas ventanas daba a un hermoso jardín, lleno de las flores más hermosas y de los más ape­ titosos frutos. Pero el jardín estaba rodeado de una valla muy alta y nadie se había atre­ vido jamás a entrar en él, pues pertenecía a una bruja muy poderosa. Un día, la mujer estaba asomada a la ventana de su casa y miraba al jardín. Y vio que de uno de los árboles colgaban unos me­ locotones tan preciosos que se le hacía la boca agua sólo de verlos. Y tuvo tantos de­ seos de comer algunos que cuando llegó su marido le pidió por favor que saltara al jar­ dín de la bruja y le trajera unos cuantos. El hombre se resistía al principio, pero como ella se ponía triste y él la quería mucho, le prometió qUe al anochecer saltaría al jardín de la bruja. Y así lo hizo.



A la mujer le gustaron tanto los melocotones que, apenas los hubo probado, sintió el deseo irresistible de comer algunos más. Pero no se atrevió a decir nada. Al día siguiente, sólo pensaba en los me­ locotones y estaba triste y pálida. Su marido le preguntó: —¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal? —¡Ay! —respondió ella—. Si no puedo volver a comer melocotones del jardín de la bruja, me moriré. El hombre pensó: “Antes que permitir que se muera mi querida esposa, volveré al jardín de la bruja, cueste lo que cueste.” Y, al anochecer, volvió a saltar la valla, como el día anterior. Al lado del melocotonero crecían unas hermosas campanillas azules. Y el hombre pensó: “¡Qué contenta se pondrá mi mujer si, además de los melocotones, le llevo un ramo de estas flores!” Y se agachó para cogerlas. Pero cuando tenía un pequeño manojo, vio asustado que la bruja estaba delante de él. —¡Atrevido! —le gritó ella—. No contento con llevarte mis mejores melocotones, intentas robarme mis flores preferidas. —¡Ah! —contestó el pobre hombre—. No creía que te ofendiera llevándome unas cuantas florecillas. Y los melocotones, te lo juro, los cogí por pura necesidad. Son para mi pobre mujer, que está muy delicada y seguramente morirá si no se los llevo. La explicación del pobre hombre satisfizo a la bruja, que, con voz algo más suave que antes, le dijo: —Bien, hombre; ya que tu mujer los desea tanto, puedes llevarte todos los melocotones que quieras de mi jardín. Pero has de prome­ terme que si algún día llegáis a tener un niño o una niña, me lo entregaréis en el momento de nacer. No tendréis que sufrir por él: yo lo cuidaré como si fuera su propia madre. El hombre, aterrorizado, accedió. Y he aquí que al cabo de poco tiempo les nació una niña preciosa. Pero su alegría fue breve: al poco rato de haber nacido la niña, apareció la bruja, le puso por nombre Rapunzel y se la llevó, dejando desconsolados, a los pobres padres. Andando el tiempo, la niña se convirtió en la muchacha más her­ mosa del mundo. Y al cumplir los quince años, la bruja, para que


no pudiera verla nadie sino ella, la encerró en una torre en medio del bosque; en una torre que no tenía puerta ni escalera. Cuando quería ir a visitarla, se situaba al mismo pie de la torre y desde allí gritaba a la niña: Rapunzel, niña hechicera, échame tu cabellera. Pues los cabellos de Rapunzel eran lo más hermoso que se haya visto jamás. Rubios como el oro y tan finos como la seda más fina. Y muy largos, pues la bruja no se los había cortado nunca. Cuando Rapunzel oía la voz de la bruja, echaba por la ventana su larguísima trenza dorada y por ella subía la vieja como por una escalera. Hacía ya dos años que la niña vivía encerrada en la torre, sin recibir más visitas que las de la bruja, cuando un día, casualmente, pasó por aquel lugar del bosque el hijo del rey. Al acercarse a la torre, oyó cantar a una voz tan dulce que se paró a escuchar. Era Rapunzel que, como estaba siempre sola, se entretenía cantando bo-


nitas canciones. El hijo del rey quería ver a la muchacha que tenía tan hermosa voz. Pero, por más que buscó por todas partes, no pudo ver la puerta de la torre. Y cada día iba al bosque para oír cantar a Rapunzel. En cierta ocasión, mientras el joven estaba escuchando, vio lle­ gar a la bruja y se escondió detrás de un árbol. Y oyó que la bruja gritaba: Rapunzel, niña hechicera, échame tu cabellera. Y, con gran sorpresa, vio cómo caía una trenza de oro por la ventana y cómo la bruja trepaba por ella. “Bien; ya sé el modo de subir —se dijo el príncipe—. Mañana probaré fortuna.” Al anochecer del día siguiente, se acercó a la torre y dijo: Rapunzel, niña hechicera, échame tu cabellera. Rapunzel obedeció, y el hijo del rey pudo subir y entrar por la ventana. Ella se asustó mucho, y más aún cuando al verla tan bella, le preguntó si quería casarse con él. Pero tardó poco en serenarse, porque la expresión del príncipe era bondadosa, y pensó que aunque Dama Alina —que tal era el hombre de la bruja— no la trataba mal, el príncipe la querría más. Y respondió que sí. Entonces empezaron los dos a pensar cómo podría salir la jovencita de la torre, y acordaron que el príncipe iría a verla todos los días y que cada vez le traería una madeja de seda para que ella fuera tejiendo una escalera. Cuando estuviese lista, Rapunzel bajaría y él se la llevaría en su caballo. Todo iba muy bien, y la bruja no sospechó nada, hasta que Ra­ punzel, sin pensar que cometía una imprudencia, le preguntó: —Dama Alina, ¿por qué pesáis más que el hijo del rey? La bruja entonces lo comprendió todo, y su furor y su cólera no tuvieron límites. Cogió con la mano derecha las tijeras y con la iz­ quierda la maravillosa trenza de Rapunzel y, ¡ris, rás!, se la cortó y


la dejó atada al gancho de la ventana. Luego, por un paso subterrá­ neo condujo a la niña a un lugar desierto. Y ella volvió a la torre. Al anochecer, como cada día, llegó el príncipe y llamó: Rapunzel, niña hechicera, échame tu cabellera. La bruja dejó caer la trenza y el hijo del rey subió. Pero al llegar arriba vio con horror que en la ventana no le esperaba su amada Rapunzel, sino una bruja horrible y furiosa que le dijo burlona: —El lindo pájaro que buscas ya no está en el nido. ¡El mismo gato que lo atrapó va a sacarte los ojos con las uñas, para que no puedas volver a verla nunca más! Y, desenganchando la trenza, dejó caer al príncipe. No llegó a morir del golpe, pero cayó sobre unos espinos que le pincharon los ojos y quedó ciego. Entonces, empezó a vagar por el bosque sin saber adonde iba. Y al cabo de mucho tiempo llegó sin saberlo al desierto donde vivía Rapunzel. Oyó un llanto y una voz que le era familiar, y allí se dirigió. Y cuando llegó ante Rapunzel, ella le reco­ noció y le abrazó llorando. Dos de sus lágrimas humedecieron los secos ojos del príncipe, que, al momento, quedaron curados. Enton­ ces, el dolor se transformó en alegría, y felices y contentos llegaron al reino del padre del príncipe, donde aún vivirán si no han muerto.


Los músicos de Brema por los hermanos Grimm

Un hombre tenía un asno que, por espacio de largos años, le había llevado los saco/s de grano al molino; pero se le acabaron las fuerzas y cada vez era menos apto para el trabajo. Su amo empezó entonces a pensar qué podría hacer con él sin demasiada pérdida. Pero el asno se dio cuenta de que soplaban malos vientos para él, y un buen día se escapó y echó a andar por la carretera de Brema. —Allí seré músico —se decía.



Llevaba recorrida ya una gran distancia cuando halló un sabueso echado en mitad del camino y jadeando como quien ha corrido. —¿Por qué jadeas así, amigo? —preguntó el asno. —¡Ah! —respondió el perro—. Como soy viejo y cada día me sien­ to más débil, ya no puedo cazar y mi amo quiere matarme. Por eso he huido. ¿Cómo podré ganarme el pan? —Voy a decírtelo —dijo el asno—. Voy a Brema; deseo ser músico en esa ciudad. Ven conmigo y lo serás tú también. Yo tocaré el laúd; tú, el tambor. El perro convino en ello y juntos reanudaron la marcha. Poco después encontraron a un gato, sentado en el camino, con aire de mal humor. —¡Eh, amigo! ¿Por qué pones esa cara? —preguntó el asno. —¿Quién puede estar alegre cuando sabe que su vida peligra? —contestó el gato—. Porque me vuelvo viejo, porque tengo los dientes gastados, porque prefiero sentarme junto al fuego en vez de correr detrás de los ratones, mi ama quiso ahogarme, y yo escapé. Pero hoy en día es difícil tomar una determinación. ¿Adonde iré, pobre de mí ? —Vente con nosotros a Brema. Tú entiendes de música noctur­ na; serás músico en la ciudad. Al gato le pareció bien la idea y se unió a ellos. Pronto, los tres amigos llegaron a una granja. Un gallo posado sobre una puerta can­ taba con toda su fuerza. —Tu quiquiriquí llega al corazón —dijo el asno—. ¿Qué te ocurre? —Vaticino el buen tiempo —repuso el gallo—. Pero esperamos huéspedes el domingo y como mi ama no tiene compasión intenta cortarme esta noche el cuello y guisarme en pepitoria. Por eso, mien­ tras puedo, chillo con toda la fuerza de mis pulmones.

110


—¡Ah, plumas rojas! —dijo el asno-. Mejor será que te vengas con nosotros. Nos dirigimos a Brema. Tú tienes buena voz. Haremos música juntos. Música de buena calidad. El gallo se manifestó conforme con el plan, y los cuatro siguie­ ron juntos su camino. Sin embargo, como en un solo día no podían llegar a la ciudad, al cruzar por la tarde un bosque decidieron pasar en él la noche. El asno y el perro se instalaron debajo de un árbol corpulento, y el gato y el gallo se encaramaron a las ramas. Pero el gallo voló hasta la más alta, porque en ella se sentía más seguro. Antes de dormirse, miró en todas direcciones y creyó ver un resplan­ dor a cierta distancia. Entonces gritó a sus compañeros que veía luz y que había por allí una casa. El asno respondió: —Si es así, vale más que nos levantemos y lleguemos a ella. Qui­ zás encontremos un alojamiento mejor que éste. El perro se dijo que no le vendrían mal unos huesos, sobre todo si tenían adherida un poco de carne. Se dirigieron, pues, al punto en que brillaba la luz. A medida que se aproximaban a ella, iba aumentando de brillo y tamaño y, por fin, llegaron a la casa de unos ladrones muy bien iluminada. El asno, que era el más alto, se acercó a mirar por la ventana. —¿Qué ves, querido asno? —Muchos hombres. Están sentados alrededor de una mesa rebo­ sante de bebidas y manjares suculentos. —Eso es precisamente lo que nos conviene —dijo el gallo. —Sí, sí. ¡Ah, si pudiéramos estar ahí dentro...! Los cuatro animales celebraron consejo. Querían echar de allí a los ladrones, y por fin idearon un plan. El asno colocaría las patas sobre el alféizar de la ventana, el perro se subiría sobre el asno, el


gato sobre el perro y el gallo se posaría en la cabeza del gato. Cuan­ do hubieron hecho esto, y a una señal convenida, el asno rebuznó, el perro ladró, el gato maulló y el gallo cacareó. Al mismo tiempo, irrumpieron en la habitación por la ventana, haciendo pedazos los cristales. Los ladrones, al escuchar tamaña algarabía, saltaron de las sillas. Creyeron que entraban fantasmas en el comedor y huyeron al bosque, presas del pánico. Entonces, los cuatro compañeros se sen­ taron a la mesa, donde había quedado gran cantidad de alimentos, y comieron como si pensaran ayunar por espacio de un mes. Luego apagaron la luz, y cada uno de ellos buscó, de acuerdo con su naturaleza, lugar adecuado para dormir. El asno se tumbó en el patio sobre un montón de paja; el perro, detrás de la puerta; el gato, en el hogar, sobre la tibia ceniza, y el gallo se instaló en una viga del techo. Y como los cuatro estaban cansados de tanto andar, pronto se durmieron. Pasada la me#ia noche, vieron los ladrones desde lejos que ya no brillaba la luz en la casa y que todo estaba en calma. —No debimos asustarnos tanto —dijo el capitán. Y ordenó a uno de sus hombres que fuera a ver lo que ocurría. En vista de que todo seguía en silencio, el mensajero entró en la cocina para encender una vela. Tomando los ojos fosforescentes del gato por brasas, les acercó una cerilla para encenderla. Pero el gato no entendía de bromas, y se le echó a la cara, bufando y ara­ ñándole. El hombre corrió, asustado, a abrir la puerta de servicio. El perro, que estaba allí tumbado, dio un salto y le mordió en una pier­ na. Cuando, veloz, atravesaba el patio, el asno le soltó una coz con una de sus patas traseras. El gallo, a quien el alboroto había desper­ tado, chillaba a su vez con todas sus fuerzas desde la viga: —¡Quiquiriquí, quiquiriquí! El ladrón se apresuró a regresar al punto en que le aguardaban los demás y dijo: —Hay una horrible bruja en la casa que me ha escupido a la cara y me la ha arañado con sus largas uñas; junto a la puerta se halla un hombre armado con un cuchillo y me ha acuchillado la pierna; echado en el patio hay un monstruo negro que me ha pegado con su


maza de madera, y arriba, junto al techo, está sentado un juez, que grita: “¡Traedme a ese bribón aquí, traedme a ese bribón aquí!” Así es que yo mismo ignoro cómo he logrado escapar. Después de esto, ningún ladrón se atrevió a volver a la casa, la cual resultó ser tan del gusto de los cuatro músicos de Brema, que ya no quisieron abandonarla. Y aún queda uno de los cuatro —no diré cuál— que me ha contado esta historia.


_

Gu brand, _

_

- #

el de la Colina

recopilado

Erase una vez un hombre que se llamaba Gudbrand. Tenía una granja que estaba lejos, muy lejos, sobre una colina, y por esto le llamaban Gudbrand, el de la Colina. Vamos a conocer a este hombre y a su esposa, que vivían juntos y muy felices. Se entendían tan bien, que todo cuanto hacía el mari-

114



do, su mujer creía que era lo mejor del mundo. La granja era de su propiedad, y tenían mil monedas en el fondo del cajón del armario, además de dos vacas en el establo de su granja. Un día, la mujer dijo a Gudbrand: —¿Sabes, querido?, creo que debemos llevar una de las vacas a la ciudad y venderla; esto es lo que creo; porque así tendremos algún dinero a mano; y la gente rica como nosotros tiene que tener siem­ pre dinero, como hacen los demás. Porque las mil monedas que te­ nemos en el armario, no podemos tocarlas: son nuestros ahorros y estoy segura que podremos pasar con una sola vaca. ”Además, ganaremos un poco de otra forma; porque así no ten­ dré que estar siempre ocupándome de dos vacas, alimentándolas, or­ deñándolas y limpiándolas. Gudbrand pensó que su mujer tenía razón, y partió al instante, camino de la ciudad, para vender la vaca; pero cuando llegó a ella se encontró con que nadie la quería comprar. “Bueno, bueno, no importa”, pensó Gudbrand. “En el peor de los casos, siempre puedo regresar a casa con la vaca. Tengo un es­ tablo y una correa para ella, y el camino es tan largo al ir como al volver.” Y empezó a andar para su casa. Pero cuando ya había hecho un poco de camino se encontró con un hombre que tenía un caballo para vender. Gudbrand pensó otra vez: “Es mejor tener un caballo que una vaca”, por lo que hizo un trato con el hombre. / • ti hombre que iba andan­ Un poco más lejos, se encontró/ con 1otro do y empujaba a un cerdo gordo; se dijo para sí que era mejor tener un cerdo gordo que un caballo, por lo que hizo un trato con el hom­


bre. Después siguió caminando y se encontró con otro hombre que llevaba una cabra, y de nuevo creyó que era mejor tener una cabra que un cerdo, por lo que hizo un trato con el propietario de la cabra. Continuó andando un poco más, hasta que encontró a otro hombre que tenía una oveja, y también hizo un trato con éste, porque pensó que siempre es mejor una oveja que una cabra. Al cabo de un rato, se encontró de nuevo con otro hombre que llevaba un ganso, y cambió su oveja por el ganso. Más tarde encon­ tró a otro hombre con un gallo, e hizo un nuevo trato con él, porque: “Es mucho mejor tener un gallo que un ganso”. Siguió andando hasta que se fue haciendo de noche, y, como empezaba a tener hambre, vendió el pollo por una moneda y compró comida con ella, porque, pensó Gudbrand, el de la Colina: “Siempre es mejor salvar la vida que tener un gallo”. Después, siguió caminando hacia su casa hasta que llegó a la de su vecino más próximo, y se detuvo en ella. —Bueno —dijo el propietario de la casa— ¿Cómo te fue? —Así, así —contestó Gudbrand—. No puedo bendecir mi buena suerte, ni tampoco maldecirla. —Y le contó la historia de cabo a rabo. —¡Ajá! —comentó su amigo—. Tu mujer te va a poner como un trapo cuando llegues a casa. ¡Qué el cielo te ayude; no me gustaría estar en tu piel! —Bueno —dijo Gudbrand, el de la Colina—. Creo que las cosas podrían haber ido mucho peor; pero, tanto si he hecho bien, como si he hecho mal, tengo una mujer tan buena que nunca dice una sola palabra contra lo que yo hago. —¡Oh!, he oído lo que has dicho, pero no lo creo —dijo el vecino. 117


—¿Así que lo dudas? —preguntó Gudbrand. —¡Sí! —dijo el amigo—. Tengo cien monedas en el armario de mi casa, las cuales te daré si me demuestras lo que has dicho. Gudbrand se quedó allí hasta la noche y cuando empezó a oscu­ recer fueron juntos a su casa; el vecino tuvo que quedarse fuera para oír, mientras que aquél llegó adonde estaba su esposa. —¡Buenas tardes! —dijo Gudbrand, el de la Colina. —¡Buenas tardes! —contestó la buena mujer—. ¡Ah! ¿Eres tú? Ahora soy feliz. Después, la mujer preguntó cómo le había ido en la ciudad. —Sólo así, así —respondió Gudbrand—. No tengo mucho de qué presumir. Cuando llegué a la ciudad, no había nadie que quisiera comprar la vaca, por lo que la cambié por un caballo. —Un caballo —dijo la mujer—, eso es bueno para ti; gracias de todo corazón. Somos tan ricos que podremos ir a la iglesia a caballo, como hace otra gente, y, si decidimos tener un caballo, tenemos de­ recho a tener uno, digo yo. —Y volviéndose hacia su hijo le ordenó que saliera y ensillara el caballo. —¡Ah! —siguió diciendo Gudbrand—, pero no tengo ya el caballo. Caminé un poco más por el camino y lo cambié por un cerdo. —¡Imagínate! —exclamó la mujer—: hiciste lo mismo que yo hu­ biera hecho, ¡mil gracias! Ahora puedo tener un poco de cerdo en casa para poder obsequiar a los vecinos que vengan a verme. ¿Qué haríamos con un caballo? La gente diría que somos tan orgullosos que no queremos ir a pie a la iglesia. Sal, niño, y pon el cerdo en el establo. —Pero tampoco tengo el cerdo —dijo Gudbrand—, porque después de andar otro rato, lo cambié por un cabrito. —¡Dios mío, qué bien te las arreglas! —se maravilló la esposa— Ahora que lo pienso, ¿qué haríamos con el cerdo? La gente no haría más que señalamos con el dedo y decir: “Fíjate, comen todo lo que tienen”. No, ahora con un cabrito, tendré leche y queso. Sal, niño, y coge el cabrito. —No, tampoco tengo el cabrito ya —dijo Gudbrand—, porque un poco más lejos lo cambié por una oveja.


—¡No me digas! —exclamó la mujer—. Todo lo haces para com­ placerme, igual que si yo hubiera ido contigo ¿ Qué haríamos con un cabrito? Si lo tuviéramos, perdería la mitad del tiempo subiendo y bajando por las colinas. Pero, con una oveja, tendremos lana, vesti­ dos y carne fresca en la casa. Sal, niño, y trae la oveja. —Pero es que tampoco tengo ya la oveja —dijo otra vez Gudbrand—, porque cuando llegué un poco más lejos, la cambié por un ganso. —¡Gracias, gracias de todo corazón! ¿Qué haría yo con una ove­ ja? No tengo rueca, ni peine para cardar la lana, y así no tendré que preocuparme en cortar y coser los vestidos. Podemos comprarlos he­ chos, como siempre; y ahora comeré ganso asado, por lo que tanto tiempo he suspirado; y, además, tendré plumas para llenar mi almo­ hada. ¡Corre, niño, y trae el ganso! —Verás —dijo Gudbrand—, tampoco tengo el ganso, porque cuan­ do anduve un poco lo cambié por un gallo. —¡Dios mío, cómo piensas en todo! —comentó admirada la mu­ jer- Lo mismo que yo hubiera hecho. ¡Un gallo, imagínate! Es lo mismo que un buen reloj, porque cada día canta a las cuatro y así podremos estirar las piernas en el buen tiempo. ¿Qué haríamos con un ganso? No sé cocinarlo; y por lo que respecta a la almohada, puedo rellenarla de algodón. ¡Corre, niño, y trae el gallo! —Pero, finalmente, tampoco tengo el gallo —dijo Gudbrand—, por­ que cuando llegué un poco más lejos, me entró mucha hambre y me vi obligado a vender el gallo por una moneda, pues tenía miedo de morir de hambre. —¡Demos gracias a Dios que has hecho eso! —dijo la mujer—. Todo lo que haces es porque adivinas mis pensamientos. ¿Qué ha­ ríamos con el gallo? No dependemos de nadie y podemos estar en cama cuanto queramos. Bendigamos al cielo porque estás de nuevo en casa, sano y salvo. Tú sabes hacerlo todo muy bien, y no quiero gallo, ni ganso, ni cerdo, ni ganado. Entonces, Gudbrand abrió la puerta y dijo: —Bien, ¿'qué dices ahora? ¿He ganado las cien monedas? Y su vecino tuvo que admitir que así era.



eL nuevo traje del emperador por Hans Christian Andersen

Hace muchos años vivía un emperador que solamente pensaba en estrenar vestidos, y dilapidaba su fortuna en telas riquísimas. Pa­ sar revista a sus soldados, ir al teatro, pasear en su carroza por el parque, etc., sólo le interesaba como pretexto para lucir trajes nue­ vos. A todas horas cambiaba de casaca, y así como de un rey lo más corriente es decir: “Está en la sala del Consejo”, de él se tenía que decir siempre: “El emperador está en su guardarropía”. La capital de su imperio era una ciudad muy alegre, y diaria­ mente la visitaban muchos forasteros. Un día se presentaron al Em­ perador dos granujas que se hicieron pasar por tejedores y dijeron que sabían tejer la tela más fina que pudiera imaginarse y que el traje hecho con aquel material tenía la virtud de ser invisible para todos aquellos que fueran indignos del cargo que ocupaban, o solem­ nemente estúpidos.


—Será un traje admirable —dijo el Emperador—. Si yo lo llevara, descubriría a los hombres de mi imperio que son indignos de su car­ go, y podría distinguir entre los inteligentes y los necios. ¡Quiero que me hagan al momento un vestido de esa maravillosa tela! Y anticipó una enorme cantidad de dinero a los estafadores para que se pusieran a trabajar sin demora. Montaron éstos dos telares y fingían que estaban abrumados de trabajo. Pedían grandes sumas para la seda más fina y el más precioso oro, se guardaban el dinero y trabajaban junto al telar vacío hasta muy entrada la noche. “Me gustaría saber cómo está mi vestido”, pensaba el Empera­ dor. Pero al recordar que quien fuera inepto para el cargo que ejercía no podía verlo, le entraba una extraña inquietud. Creía que, por su parte, nada tenía que temer, pero pensaba que sería mejor mandar a otro a que viese antes cómo iban las cosas. Nadie ignoraba la vir­ tud que aquella tela poseía, y todos estaban deseando conocer por ella si sus compañeros eran indignos o imbéciles. —Mandaré a mi honrado primer ministro —se dijo el Empera­ dor—. El podrá juzgar la calidad de la tela, porque es inteligente y nadie ejerce su cargo con más competencia. Y el buen ministro se presentó en la sala donde los dos pillos trabajaban en los telares vacíos. “¡Dios bendito! —exclamó para sí, santiguándose y abriendo mu­ cho los ojos—. No veo nada”; pero se guardó de confesarlo. Los dos estafadores le rogaron que tuviera la bondad de acer­ carse y diera su opinión sobre aquel admirable género y la exquisitez de sus colores. Señalaban hacia los telares vacíos, y el pobre anciano, aunque abría los ojos desesperadamente, no podía ver nada porque nada había que ver. “¡Dios del cielo! —pensó—. ¿Cómo es posible que sea tan estú­ pido? Nunca me lo hubiera imaginado, y es necesario que nadie lo sepa. ¿Es posible que sea indigno de mi cargo? No, no puedo con­ fesar que no veo la tela.” —¿Qué le parece? —preguntó uno de los tejedores al ver que mo­ vía la cabeza. —¡Oh! ¡Muy bonita..., un encanto! —dijo el viejo ministro, mi-


rando a través de las gafas— ¡Qué modelo y qué colores! Le diré al Emperador que estoy muy satisfecho de su tarea. —Nos alegramos de que le haya gustado —dijeron los tejedores. Después le dieron los nombres de los colores y explicaciones sobre el modelo. El viejo ministro los escuchó muy atento para repetir al Emperador cuanto decían, como así lo hizo.


Entonces, los muy granujas pidieron más dinero con objeto de comprar más seda y oro para el tejido. Se lo quedaron todo, sin po­ ner ni una hebra en el telar; pero continuaron trabajando. Al cabo de unos días, el Emperador envió a otro honrado cor­ tesano para que viera cómo iban las cosas y si la tela estaba acaba­ da. Al igual que el viejo ministro, miró y remiró, pero nada pudo ver porque nada había que ver. —¿No le gusta? —le preguntaron los estafadores, mostrándole y explicándole la calidad del modelo imaginario. “No tengo un pelo de tonto —pensó el cortesano—. ¿Es que seré indigno de mi lucrativo cargo? Esto es absurdo, pero me guardaré de confesarlo.” Así, elogió la tela y explicó la satifacción que le produ­ cían aquellos colores y la elegancia del modelo. —Sí —dijo después al Emperador—, es una cosa admirable. En la ciudad no se hablaba de otro tema que de la tela famosa, y el mismo Emperador quiso verla cuando aún estaba en el telar. Con una comitiva selecta, en la que figuraban los dos consejeros que le habían precedido en la visita, fue a ver a los estafadores, los cuales trabajaban con toda su alma, pero sin hilos. —¿Verdad que es magnífico? —decían los dos hombres de Esta­ do—. ¿Ve Su Majestad qué modelo y qué colores? —y señalaban el vacío telar, imaginando que los otros veían el tejido. “¿Qué es esto? —pensó el Emperador—. No veo nada en absoluto. Es horrible. ¿Soy acaso estúpido? ¿Soy indigno de mi imperio? Esto sería lo más espantoso que pudiera ocurrirme.” —Sí, muy bonito —dijo el Emperador—. Merece nuestra más alta aprobación —e inclinándose muy satisfecho, examinó el vacío telar con gran detenimiento, para que no se dijera que no veía nada. To­ dos los de la comitiva miraban y remiraban, y aunque no veían ni más ni menos que los otros, decían como el Emperador:

124


—¡Muy bonito! —y todos le aconsejaron que estrenase el traje en un solemne desfile que iba a celebrarse pronto. —¡Es magnífico, hermoso, excelente! —corrió de boca en boca, y todos se mostraban contentos. El Emperador concedió a los dos es­ tafadores la cruz de la Orden de la Encomienda y el título de Teje­ dores de la Corte imperial. La víspera del día señalado para el cortejo, los perillanes estu­ vieron trabajando toda la noche con más de dieciséis lámparas en­ cendidas. La gente pudo observar la actividad que desplegaron para acabar oportunamente el nuevo traje del Emperador. Fingieron sacar la tela del telar, cortaron el aire con grandes tijeras y lo cosieron con agujas sin hilo, hasta que dijeron por fin: —El nuevo traje está a disposición de Su Majestad. El Emperador entró en el taller con todos sus cortesanos, y los dos truhanes, levantando ora un brazo, ora otro, como si sostuvieran algo, decían: —¡Ved los pantalones! ¡Ved la casaca! ¡Ved el chaleco! Son tan finos como una telaraña. —¡Es verdad! —decían los cortesanos. Sin embargo, no veían nada porque nada había que ver. —Dígnese Su Majestad desnudarse —dijeron los pillastres—, y ten­ dremos el honor de vestir a Su Majestad su nuevo traje. El Emperador se despojó de toda la ropa que llevaba puesta y los pillos se dispusieron a vestirle prenda a prenda, mientras él se miraba en el espejo, volviéndose a uno y otro lado. —¡Oh! ¡Qué bien le cae! ¡Qué elegante! —decían todos— ¡Qué modelo y qué colores! ¡Es maravilloso! —A la puerta esperan los soldados con los cuales ha de ir Vues­ tra Majestad al desfile —dijo el jefe de ceremonial. —Estoy dispuesto —dijo el Emperador—. ¿Verdad que me cae ad­


mirablemente ? —Y aún se volvió al espejo, para que la gente viera que admiraba sus atavíos. Los chambelanes que tenían que sostener su manto se encorva­ ron hasta el suelo, como si cogieran la cola. Después, fingieron sos­ tener algo en sus manos, porque no querían exponerse a que el pue­ blo creyese que no veían nada. El Emperador se incorporó al cortejo, y todos los que lo veían desde la calle o desde las ventanas, exclamaban: —¡Qué vestido tan admirable lleva puesto nuestro Emperador! ¡Qué cola tan larga! ¡Qué bien le sienta! Nadie quería que los demás supieran que no veían nada, para no descubrir su estupidez o su incapacidad para el cargo que desem­ peñaban. —¡Pero si no lleva nada puesto! —dijo una niña. —¡Santo Dios! ¿Habéis oído lo que dice esta inocente criatura? —dijo su padre. Y se produjo un gran rumor, pues todos se decían unos a otros: —No lleva nada... ¡Una niña dice que no lleva nada! —¡Va desnudo! —acabó por gritar todo el pueblo. Y el Empera­ dor estaba muy disgustado, porque le parecía que tenían razón; pero pensó: “Ahora que ya ha empezado el desfile, ¡adelante!” Y se estiró aún más, y los chambelanes siguieron detrás, tan serios como siem­ pre, llevando un manto que no existía.




EL PEQUEÑO TUT por Hardie Gramatky

Al pie de un viejo, muy viejo malecón, vive el remolcador más bonito y gracioso que nunca hayas visto. Un remolcador muy bonito, con una chimenea que parece un caramelo. Lo llaman el pequeño Tut. Y este nombre le viene de algo que no es culpa suya. Por fuerte que sople su sirena, lo único que sale de ella es un ligero y alegre Tut-tut-tut. Pero lo que no consigue con el sonido, lo logra con el humo. Por la chimenea lanza una gran cantidad de bolas de humo que flotan como globos sobre la estela que va dejando en el agua. Por esto, cuando va a “todo vapor”, el pequeño Tut se siente importante... Y hace ondear sus señales como un barco de guerra. El río donde vive el pequeño Tut está lleno de barcos que vienen de puertos de todo el mundo, con sus tripulaciones que hablan ex129


trañas lenguas y llevan cargamentos aún más raros: pieles de Buenos Aires, copra de los mares del Sur, aceite de ballena del Antártico y tés aromáticos de la lejana Asia. Por esto, siempre hay trabajo para los remolcadores: arrastrar barcos al puerto para descargarlos, o con­ ducirlos hasta la corriente y hacia el canal, al océano, para iniciar un nuevo viaje. La vida de un remolcador es laboriosa e interesante y el peque­ ño Tut se encontraba en medio de ella. Su padre, el gran Tut, podía hacer más humo y desplazaba más agua que dos remolcadores. En cuanto al abuelo Tut, es un viejo lobo de mar que respira humo... y cuenta incansablemente sus grandes hazañas por el río. Podías creer que el pequeño Tut, perteneciendo a una familia tan importante, estaría siempre pensando en el trabajo. Pero no, Tut lo odiaba. Para él, no tenía sentido arrastrar barcos cincuenta veces mayo­ res hacia el océano. Y, además, le asustaban los mares revueltos de fuera del canal, donde la bahía se abre al océano. Al pequeño Tut tampoco le gustaba que le empujaran. Prefería las aguas calmosas del río, donde siempre encontraba algo con que divertirse. Como deslizarse, por ejemplo... O, lo que era aún más divertido? dibujar “ochos”... con su estela. Al pequeño Tut nada le gustaba tanto como trazar bonitos “ochos”. Primero se echa todo el peso a un lado, después al otro. Y el resul­ tado nunca dejaba de complacerle, aunque sus cabriolas molestaban mucho a los otros remolcadores. Pero él seguía haciendo “ochos” cada vez mayores, hasta que un día, llevado por su euforia, hizo uno tan grande que ocupó todo el río. Apenas quedaba sitio entre las dos orillas. Y tampoco quedó para un gran remolcador, llamado J. G. McGillicuddy, que había ido río abajo a recoger un convoy de barcazas de Hoboken. J. G. McGillicuddy sentía poca simpatía por los otros re­ molcadores, y el frívolo Tut le ponía enfermo. Aquello, de por sí, ya era bastante malo; pero, desgraciadamente para el pequeño Tut, los otros remolcadores vieron lo que había pa­


sado. Empezaron a reírse de él y a comentar que era un tonto que sólo sabía jugar... ¡Pobre pequeño Tut! Estaba avergonzado y enfadado, pero no podía hacer nada; sólo aquellas bolas de humo... Y cuantas más bolas hacía, más se reían de él los barcos. El pequeño Tut no pudo resistirlo. Marchó a su escondite favorito, en el malecón, donde sus molestos amigos no le vieran, se sentó y se encerró en el mutismo. Al cabo de un rato, el pequeño Tut vio que enfilaba el río un gran trasatlántico. Tiraban de él cuatro remolcadores con su padre el gran Tut, al frente. La visión de este esfuerzo hizo pensar al pequeño Tut. Pensó más que nunca en su vida, y entonces, de repente, una gran idea se le ocurrió. Nunca más sería un remolcador frívolo. Trabajaría como el mejor de todos ellos. Después de todo, ¿no era hijo del gran Tut, el más poderoso remolcador del río? Bien, haría que su padre se sintiera orgulloso de él. ¡Ya les enseñaría a todos! Lleno de am­ bición, partió rápidamente río abajo. Se puso al lado de un gran barco, y después junto a otro, ha­ ciendo sonar su sirena para halar un cable de remolque. Pero todos creyeron que era otra broma, y no quisieron saber nada de ello. Os­ car, el escandinavo, le arrojó vapor a la cara. Los demás estaban demasiado ocupados con sus cosas para preo­ cuparse de un molesto remolcadorcillo. ¡Le conocían muy bien! Pero lo peor fue el gran trasatlántico, que lo empujó y casi lo sacó del agua.

131


Aquello era demasiado para el pequeño Tut. Nadie le quería en ninguna parte. Muy apesadumbrado, dejó que la corriente le llevara. Estaba tan solo... Flotando sin rumbo, corriente abajo, se iba poniendo cada vez más triste, hasta que se sintió totalmente desgraciado. Se hundió tanto en su desesperación que ni siquiera se dio cuenta de que el cielo se iba poniendo negro, el viento se había levantado y se iniciaba una gran tempestad. De pronto escuchó una voz, distinta a todas las que había oído hasta entonces. Era el océano. El gran océano que el pequeño Tut no había visto nunca. Aquel ruido venía de las olas al chocar contra las rocas. Pero aquello no fue todo. Contra el negro cielo subió un cohete brillante que despedía una estela de humo. El pequeño T ut vio varado entre dos rocas enormes a un trasat­ lántico que su padre había remolcado muchas veces río arriba o río abajo. Verdaderamente, era una visión terrible. Tut se puso en tensión. Comenzó a soltar humo por la chime­ nea, espesas bolas de humo... Y, mientras lo hacía, se le ocurrió una idea maravillosa. Quizá vieran río arriba, donde estaban su padre y su abuelo, aquellas vo­ lutas de humo. Comenzó a hacer señales. Río arriba, las vieron... No tenían ni idea de quién podía hacer las señales, pero sabían que querían decir: “Venid en seguida”. Dejaron pues lo que estaban haciendo y salieron corriendo dispuestos al rescate. De los muelles, salió una gran flota: grandes barcos, barcos pe­ queños, gordos, delgados... ...Con el propio gran T ut el primero, como un almirante al frente de su escuadra... Y muy a tiempo, porque el pequeño Tut, todavía haciendo S.O.S., a duras penas conseguía mantenerse a flote. Una ola le hizo hundirse hasta que sintió vértigo; y otra lo le-


vantó de tal modo que se alegró cuando una nueva ola ondulante llegó hasta él y lo hizo hundirse otra vez... Antes de poder escupir el agua salada de su chimenea, otra ola llegó y lo levantó otra vez... Parecía como si nunca fuera a acabar esa danza. Todo esto era espantoso para un remolcador que estaba acos­ tumbrado al agua en calma del río. Cuando estaba en lo alto de una ola, el pequeño Tut vio que la flota no podía abrirse paso entre aquel mar tan fiero, y esto le atemorizó. El mismo abuelo T ut juraba que nunca había visto una tempestad como aquélla. El pequeño Tut estaba pálido de miedo... Había que hacer algo. Pero todo lo que había aprendido para estos casos era hacer bolas de humo. 133


En el lugar donde se encontraba, el canal era como un estrecho cuello de botella, y todo el océano parecía que trataba de meterse en él de una sola vez. Por esto, la flota no podía avanzar. La fuerza del mar los em­ pujaba hacia atrás... Estaban ya a punto de abandonar totalmente cuando, por enci­ ma de la tempestad, oyeron un tut conocido que sonaba alegremente. Era el pequeño Tut. Pero, no malgastando sus fuerzas en lanzar bolas de humo, sino saltando de cresta en cresta de las olas como una pelota de goma. El balanceo le dolía muchísimo, pero el pequeño Tut seguía avanzando. Y cuando el gran Tut miró con sus prismá­ ticos, vio a la tripulación del gran barco que lanzaba un cable al pe­ queño Tut. Era algo hermoso de ver. Cuando el cable se puso tirante, el pe­ queño remolcador esperó un momento... Y entonces, al pasar por debajo del barco una ola enorme que lo levantó sobre las rocas, Tut tiró con todas sus fuerzas. ¡Y el barco quedó libre! La gente de a bordo comenzó a tranquilizarse... Toda la flota de remolcadores insistió en que fuera el pequeño Tut quien remolcara al gran barco hasta el muelle. ¡El pequeño Tut era un héroe! Y el abuelo Tut esparció la noticia por todo el río. Bueno, des­ pués de esto, su nieto cambió totalmente. Incluso cambió el sonido de su sirena... Y se dice que puede hacerla sonar tan fuerte como su padre..., es decir, cuando el gran Tut no tiene que arrastrar un gran peso.




EL PEQUEÑO FARO ROJO Y EL GRAN PUENTE GRIS por Hildegarde H. S w ift y Lynd W ard

Érase una vez un pequeño faro que estaba situado so­ bre un afilado cabo de la costa del río Hudson. Era orondo, gordo y rojo. Era gordo, rojo y jovial. Y era muy, muy orgulloso. Detrás suyo estaba la ciudad de Nueva York, donde viven tantas personas. Por delante de él navegaban los barcos en que va la gente. Los barcos navegaban de aquí para allá, de allá para aquí. Y el río manaba y manaba agua. Desde el lago Lá­ grimas en las Nubes, allá arriba, en la montaña, llegaba el Hudson. Rodaba por las montañas. Pasaba por Albany. Pa­ saba por Nueva York, e iba siempre mirando hacia el mar. Los barcos del río hablaban con el pequeño faro rojo al pasar por delante de él. “¡Tut, tut, tut! ¿Cómo estás?”, decía el gran vapor con su sirena de voz profunda. “¡ Sssssssalud!”, decía la estrecha canoa, mientras se deslizaba a lo largo de la costa. “¡Chuc, chuc, chuc!”, hacía el remolcador grueso y ne­ gro mientras arrastraba la barcaza de carbón. Durante el día, el pequeño faro rojo no contestaba. Se quedaba en silencio mientras los botes hablaban. Se quedaba quieto. 137


Pero todas las tardes, cuando llegaba el crepúsculo, un hombre iba a atender el faro. Sacaba las llaves. Abría la pequeña puerta roja. Subía la empinada escalera de caracol hasta arriba, hasta la cima. Le quitaba la espesa funda blanca que durante el día le obligaba a dormir y encendía el gas con una llave. El gas llegaba desde los seis tanques rojos de abajo. Entonces, el pequeño faro hablaba. “¡Flash! ¡Flash! ¡Flash!” Un segundo iluminado, dos apagado. ¡Mírame! ¡Cuidado! ¡Pe­ ligro, peligro, peligro! ¡Vigila las rocas! ¡Aléjate! “¡Flash! ¡Flash! ¡Flash!” Se sentía grande e importante. Qué harían los barcos sin mí ?”, pensaba. Se sentía muy, muy orgulloso. Los barcos veían la luz y estaban a salvo. Los barcos lo veían y se dirigían al canal. Los barcos estaban agradecidos al faro rojo. A veces, la niebla subía por el río. Entonces, el hombre daba cuerda a un reloj, grande, negro, que estaba dentro del faro rojo. Daba cuerda y más cuerda. El reloj iba unido a una campana de hie­ rro colocada en el exterior. La campana comenzaba a sonar. “¡Atención, atención, atención!”, decía con su repique. “¡Flash!”, decía la luz. “¡Atención!”, decía la campana. En esos momentos, el pequeño faro rojo tenía dos voces. Cada día se sentía más grande y más orgulloso. “Soy el dueño del río”, pensaba. Uno de los días, un grupo de hombres llegó y comenzó a cavar. Cavaron, cavaron y cavaron. Poco a poco, grandes vigas de acero empezaron a levantarse ha­ cia el cielo. Un gran grupo de hombres iba por el río en una barcaza. En la barcaza había tres grandes rollos, y de cada uno de ellos salía un delgado hilo plateado. Todos los barcos del río se pararon. Todos los barcos cercanos dieron la vuelta para mirar qué pa-


saba. Él mismo parecía estar quieto, muy quieto. Cuando los hom­ bres regresaron, parecían felices. “Los primeros cables están listos”, decían. “El andén estará pronto terminado”. Y entonces, otros hombres gritaron: “¡Hurra!” “¿Qué querrán decir?”, pensó el pequeño faro rojo. “¿Qué son estas cosas que llaman cables? ¿Para qué sirven?” Pasaron días y semanas. Cada noche, el pequeño faro rojo hablaba: “¡Flash! ¡Flash! ¡Flash!” Todos los días contemplaba la extraña cosa nueva a su lado, que iba creciendo y creciendo. Las altas torres parecían casi tocar el cielo. Fuertes hilos de acero cruzaban el río. ¡Qué grande era! ¡Qué bonito! ¡Qué fuerte!



Era un gran puente gris que atravesaba el río Hudson de orilla a orilla. Hacía sentirse pequeño al faro, pequeño, muy pequeño. Entonces, una noche, un gran rayo de luz brilló desde la punta de la torre más cercana. “¡Flash!” Vuelta. “¡Flash!” “Ahora ya no me necesitan —pensó el pequeño faro ro­ jo-. Mi luz es tan pequeña y ésta es tan grande”. “Quizá me abandonen.” “Quizá me derriben.” “Quizá se olviden de encenderme.” Aquella noche se quedó esperando y esperando. Se sintió triste, ansioso, extraño. Oscurecía. ¿Por qué no venía el hombre? La pequeña luz roja no podía hablar ni brillar. Entonces, a medianoche se desencadenó una tempes­ tad. El viento soplaba. Las olas golpeaban la costa. Una espesa niebla se arrastró por el río y trató de atra­ par a los barcos, uno a uno. El remolcador grande acababa de llegar de Albany. Fue atrapado y cegado por la niebla. Buscaba la pequeña luz roja, pero no pudo encontrarla. Intentó oír la campana, pero no pudo oírla. La niebla era tan espesa que tampoco podía ver la luz que brillaba en lo alto del puente. “¡Crash! ¡Crash! ¡Crash!” El remolcador chocó contra las rocas y allí quedó se­ riamente averiado y roto. Entonces, el gran puente llamó al pequeño faro: “Hermanito, ¿dónde está tu luz?” “¿Soy hermano tuyo, puente? —le preguntó el faro—. Tu luz era tan brillante que creía que no me necesitaban”. “Yo aviso a los aviones —gritó el puente—. Ilumino a los barcos del aire. Pero tú sigues siendo el dueño del río. Rápido, haz brillar tu luz otra vez. ¡Cada uno en su sitio, hermanito!” 141



El pequeño faro trató de brillar, pero, por más que lo intentó, no pudo encenderse. “Éste es mi final”, pensó. “Éste es el auténtico fin”. “Mi hombre no vendrá. Yo no puedo encenderme. Es muy po­ sible que no vuelva a brillar nunca más.” Se quedó mudo y oscuro. Y triste, muy triste. Pero, finalmente, oyó que la puerta de abajo se abría. Alguien subía las escaleras. Allí estaba el hombre que iba a iluminarlo. “¿Dónde has estado, hombre? ¡Pensé que no vendrías nunca!” “¡Estos chicos, estos chicos!, ¡me han robado las llaves! ¡Esto no volverá a ocurrir!” El pequeño faro rojo supo entonces que se le necesitaba. El puente lo necesitaba. El hombre lo necesitaba. Los barcos debían necesitarlo. Lanzó un largo rayo de luz en la oscuridad de la noche. ¡Un segundo iluminado, dos apagado! “¡Flash! ¡Flash! ¡Flash!” Pronto, su campana resonó también. “¡Atención! ¡Atención!”, gritaba. El pequeño faro rojo tenía otra vez trabajo. Y estaba contento. Hoy, junto al gran faro del puente, el pequeño rayo del faro bri­ lla todavía. Al lado del alto puente gris, allí está aún la torre. Y, si ahora sabe que es pequeño, aún es muy, muy orgulloso. Todos los días, la gente que va por Riverside Drive, en Nueva York, se vuelve para mirarlo. Porque allí están los dos: el gran puen­ te gris y el pequeño faro rojo. Si no lo creéis, podéis ir vosotros mismos a verlo.


relatado por Alexei Tolstoi

Érase una vez un hombre viejo que plantó un nabo y después dijo: —¡Crece, crece, pequeño nabo! ¡Crece y hazte mayor! Y el nabo se hizo mayor y dulce, y llegó a ser enorme. Un día, el viejo fue a arrancarlo. Tiró y siguió tirando, pero no pudo conseguirlo. Llamó a la mujer vieja. La mujer tiró del hombre. El hombre tiró del nabo. Y tiraron una y otra vez, pero no pudieron arrancarlo. La mujer llamó a su nieta. La nieta tiró de la mujer.' La mujer tiró del abuelo. El abuelo tiró del nabo. Y tiraron de nuevo una y otra vez, pero no pudieron arrancarlo. La nieta llamó al perro negro. El perro negro tiró de la nieta. La nieta tiró de la vieja. La vieja tiró del viejo. El viejo tiró del nabo.


Tiraron una y otra vez, pero no pudieron arrancarlo. El perro negro llamó al gato. El gato tiró del perro. El perro tiró de la nieta. La nieta tiró de la abuela. La abuela tiró del abuelo. El abuelo tiró del nabo. Tiraron y tiraron una y otra vez, pero tampoco pudie­ ron arrancarlo. El gato llamó a la rata. La rata tiró del gato.

El gato tiró del perro. El perro tiró de la nieta. La nieta tiró de la abuela. La abuela tiró del abuelo. El abuelo tiró del nabo. Tiraron una y otra vez y, finalmente, salió el nabo. 145



La tmwtm recopilado por George W ebbe Dasent

Érase una vez una buena mujer que tenía siete hijos con muy buen apetito y que estaba cocinando una apetitosa torta para ellos. Era una torta dulce, de leche y harina, que se iba friendo poco a poco en la sartén; tan gruesa, olorosa y doradita, que era una de­ licia para los ojos golosos de los niños, los cuales no le quitaban la vista de encima. Su buen padre, sentado más allá, los miraba. —Dame un trozo de torta, mamá querida, tengo mucha hambre -dijo uno de los niños. —¡Oh, querida mamá! —dijo el segundo. —¡Oh, querida y buena mamá! —dijo el tercero. —¡Oh, querida, buena y cariñosa mamá! —dijo el cuarto. —¡Oh, querida, buena, cariñosa y dulce mamá! —dijo el quinto. —¡Oh, querida, buena, cariñosa, dulce y tierna mamá! —dijo el sexto.


—¡Oh, querida, buena, ca­ riñosa, dulce, tierna e inteli­ gente mamá! —dijo el séptimo. Todos pedían torta, unos más que otros, pero todos te­ nían ganas de comer. —Sí, sí, niños; pero tenéis que esperar un poco hasta que la torta se dé la vuelta —debía haber dicho “hasta que yo pue­ da darle la vuelta”— y enton­ ces comeréis de ella. ¡Mirad qué gorda y esponjosa es! Cuando la torta oyó esto, se asustó y, en un instante, se dio ella misma la vuelta tra­ tando de saltar y salir de la sartén, pero volvió a caerse dentro, del otro lado. Así, cuando acabó de tostarse por ambos lados y por dentro, y


de endurecerse lo suficiente, saltó al suelo, huyó rodando hacia la puerta como una rueda y se dirigió al campo. —¡Eh, párate, torta! —Y allá salió la buena mujer detrás de ella con la sartén en una mano y la rasera en la otra, corriendo todo lo que podía y con sus hijos detrás; el buen viejo, aunque cojeando, también los seguía. -¡Eh!, ¿vas a pararte o no? ¡Cogedla! ¡Párate, torta! —gritaban todos, uno después de otro, mientras intentaban detenerla y cogerla. Pero la torta seguía corriendo, corriendo, y, en un abrir y cerrar de ojos, llegó tan lejos que ya no podían verla porque corría mucho más que ellos. Cuando hacía un rato que rodaba, se encontró con un hombre. —Buenos días, torta —dijo el hombre. —Dios te bendiga, hombre —exclamó la torta. —No corras tanto —dijo el hombre—. Párate un poco y deja que te coma. —Si me he escapado de la mujer y del buen hombre y de siete niños chillones, también puedo escurrirme de tus dedos, pillastre —re­ plicó la torta, y se alejó rodando, rodando y rodando hasta que se encontró con una gallina. —Hola, torta —dijo la gallina. —Hola, gallina —exclamó la torta. —Torta apetitosa, no corras tanto. Párate un poco y deja que te coma —dijo la gallina. -S i me he escapado de la buena mujer, del hombre, de siete ni­ ños chillones y del pillastre, también puedo escurrirme de tus patas, gallinita —dijo la torta, y siguió rodando por el camino. Entonces, se encontró con un gallo. —Buenos días, torta —dijo el gallo. —Lo mismo digo, quiquiriquí —respondió la torta. —Querida torta, ¿por qué corres tanto? Párate un poco y deja que te coma. —Si me he escapado de la mujer, del buen hombre, de siete niños chillones, del pillastre y de la gallinita, también puedo escurrirme de tus patas, quiquiriquí —dijo la torta, y siguió rodando.


Y cuando llevaba ya otro rato corriendo, se encontró con un pato. —Buenos días, torta —saludó el pato. —Lo mismo te digo, patito. —Querida torta, no ruedes tan deprisa. Párate un poco y deja que te coma. —Si me he escapado de la mujer y del buen hombre, de siete niños chillones, del pillastre, de la gallinita y de quiquiriquí, también puedo escaparme de ti —y mientras decía esto, la torta continuaba rodando más deprisa que nunca. Cuando llevaba ya un rato corriendo, se encontró con una oca. —Buenos días, torta —dijo la oca. —Lo mismo te digo, oca —dijo la torta. —Querida torta, no vayas tan deprisa. Párate un poco y deja que te coma.

150


—Si me he escapado de la mujer y del buen hombre, de siete niños chillones, del pillastre, de la gallinita, de quiquiriquí y del pa­ tito, también puedo evitar que me comas tú, oca —dijo la torta. Y sin dejar de correr como una rueda, se escapó otra vez. Cuando llevaba un rato rodando, se encontró con un ganso. —Buenos días, torta —dijo el ganso. —Lo mismo te digo, ganso. —Querida torta, no vayas rodando tan deprisa. Párate un poco y deja que te coma. —Si me he escapado de la mujer y del buen hombre, de siete niños chillones, del pillastre, de la gallinita, de quiquiriquí, del patito y de la oca, también puedo escaparme de ti, ganso —dijo la torta, y salió rodando más deprisa que nunca. Llevaba otro rato rodando, cuando se encontró con un cerdo. —Buenos días, torta —dijo el cerdo. —Lo mismo te digo, cerdito —dijo la torta, quien, sin decir otra palabra, empezó a rodar todo lo deprisa que podía. —¡No, no!, no necesitas escaparte. Podemos ir juntos por el bos­ que, que es muy peligroso. La torta pensó que quizá tuviera razón, y acomodó su rodar al paso del cerdito. Cuando llevaban un rato juntos, llegaron a un arro­ yo. Cerdito estaba muy gordo y podía nadar y atravesar el arroyo fácilmente; era muy sencillo. Pero la pobre torta no podía hacerlo. —Siéntate en mi hocico —dijo el cerdo— y yo te llevaré. Así lo hizo la torta. —¡Au! ¡Au! —hizo el cerdo, y se tragó la torta de una sola vez. De esta forma acabó el correr de la torta y no pudo ir más lejos. Y nosotros tampoco.


“Pronto”,el perro fiel por Arna Bontemps y Jack Conroy

El ferroviario caminaba por la calle con las manos en los bolsillos de su ropa de trabajo, y un perro de largas patas y orejas caídas trotaba a su lado. El hombre fumaba en pipa. Al cabo de un rato, se detuvo, sacó la pipa de su boca y se volvió al perro. —¡Bueno, “Pronto”! —dijo—. Éste es el sitio. Habían llegado a un pequeño edificio junto a la vía del tren. Sobre una puerta de delante, un cartel decía: Jefe de Estación. El perro llamado “Pronto” no parecía poner mu­ cho interés en las palabras del hombre, pero cuando éste abrió la puerta, el perro le siguió y entraron juntos. El hombre que estaba en la oficina levantó la vista: —¿Qué desea? —preguntó. —Soy fogonero errante —contestó el hombre— y busco empleo. —Así que es usted fogonero errante. Bien, ya sé qué quiere decir eso. Usted va de un tren a otro. —Sí, señor —dijo con viveza el hombre del mono de tra­ bajo—. El año pasado trabajé en la Katy. Antes, había tra­ bajado en la línea de San Francisco. Y antes, en la Wabash. Viajo, he viajado mucho, y nunca permito que la hierba crezca bajo mis pies. —Podríamos darle trabajo en uno de nuestros trenes —dijo el jefe—. ¿"Tiene algún sitio donde dejar el perro? —¿Dejar a mi perro? —exclamó el fogonero, sacudiendo la ceniza de su pipa— ¡Oigame, señor jefe: “Pronto” siem­ pre va conmigo! 152


“Pronto” ? —Porque es más rápido corriendo que comiendo, eso es. Lo he cuidado desde que era cachorro y nunca ha estado ni un día ni una noche sin mí. Lloraría hasta que se le partiera el corazón si no es­ tuviésemos juntos. Lloraría tan fuerte que usted no podría oír sus propios pensamientos. —No veo cómo puedo dar un empleo a usted y a su perro —dijo 153


el jefe—. Va contra las reglas del ferrocarril llevar un pasajero en la cabina. La norma es válida tanto para los hombres como para los animales, a nadie se le permite viajar en la cabina con el maquinista y el fogonero, y ningún pasajero puede ir en el furgón. Este es el artículo número uno del reglamento de este ferrocarril y nunca se ha hecho una excepción. Por esto, creo que “Pronto” va a estropearle las cosas a usted. —¿Por qué? Nunca crea problemas —dijo el fogonero—. No es pre­ ciso que viaje en la cabina: corre al lado del tren. Cuando voy en un tren de carga, se pone a cazar por el campo para pasar el rato. A veces, asusta a algún conejo, pero sólo para jugar con él, si se aburre. Nunca molesta a nadie y no viaja en la cabina ni en el furgón. —¿Trata de decirme que este perro famélico puede ir más depri­ sa que un tren de mercancías? —el jefe se rió—. No lo puedo creer. —¿Que no? “Pronto” lo hará sin darle importancia —dijo el fogo­ nero con orgullo—. En realidad, sería un poco aburrido para él viajar tan despacio, pero “Pronto” haría lo que fuera con tal de estar con­ migo. ¡Me quiere tanto! —¡Vamos, vamos! —dijo el jefe—. No ha nacido el perro que pue­ da ganar a uno de nuestros trenes de mercancías. Son los trenes más rápidos de costa a costa. Por esto tenemos tanto trabajo. Siento no poder darle el puesto. Usted parece un hombre capaz de hacer fun­ cionar una caldera por una inclinada subida, pero no veo cómo po­ demos darle trabajo si va con el perro. —¡Oigame! —dijo el fogonero—. Apuesto mi primera paga contra un dólar a que mi “Pronto” puede correr a la misma velocidad que un tren de mercancías. Es más; estará tan fresco como una rosa


cuando lleguemos a la estación, y su lengua no colgará. Naturalmen­ te, antes de partir querrá dar un centenar de vueltas a la estación; sólo para desentumecer los músculos, ¿ sabe ? —Acepto la apuesta —dijo el jefe— y usted tendrá el empleo. No soy mezquino, pero el artículo número uno del reglamento debe ser respetado. El fogonero subió a la cabina junto al maquinista y comenzó a echar paletadas de carbón al hogar de la caldera. El tren de mercancías salió de la estación. Poco a poco adquirió velocidad. “Pronto” corría a su lado. En un momento, dejó atrás al tren. A veces, buscando conejos o ardillas, se perdía de vista entre los matorrales que crecían junto a la vía. Pero al cabo de un rato, se le volvía a ver a lo lejos, sentado y esperando a que el tren llegara hasta él. Una vez, el fogonero sacó la cabeza por la ventana y vio una expresión extraña en la cara del perro. El maquinista lo advirtió también. —¿Qué le pasa a tu “Pronto” ? —preguntó el maquinista—. Parece preocupado. —Tienes razón—contestó el fogonero—. Está preocupado por aque­ lla ley que dice que en esta línea de ferrocarril no podemos trabajar más de dieciséis horas. Por tanto, tendremos que detener el tren en medio del campo y esperar a que otros ocupen nuestro lugar. Me parece que “Pronto” está preocupado porque nos meteremos en apuros si vamos tan despacio. —¡Pero hombre! —exclamó el maquinista— ¡Esto no es ir despa­ cio! La máquina hace todo lo que puede. La caldera está tan caliente que parece que va a explotar. —Sí, pero esto no es bastante velocidad para mi perro —dijo son­ riendo el fogonero. El tren hizo su recorrido y después regresó. “Pronto” fue delante todo el rato. Y cuando el perro, que llevaba más de un kilómetro de ventaja al tren, entró en la oficina del jefe, éste se enfadó. Comprendió en seguida que había perdido la apuesta, pero esto no le importaba. Le molestaba lo que la gente diría de un tren de


mercancías que no había podido correr más deprisa que un perro de orejas caídas y largas patas. Dirían que el tren no valía nada y esto era insoportable para el jefe. ¡No señor! Sus trenes debían con­ servar la fama de ser los más rápidos de todo el país. —¡Mire! —le dijo al fogonero cuando éste bajaba de la cabina— Ganó usted la apuesta. “Pronto” ha corrido más deprisa que el tren de mercancías, pero lo voy a cambiar a usted a un tren de pasajeros. ¿Qué le parece? —Muy bien —repuso el fogonero—. Yo y mi “Pronto” no tenemos preferencias. Aceptamos el trabajo que nos dan si vamos juntos. —¿Cree que el perro puede competir con nuestros rápidos trenes de viajeros? —Lo hará fácilmente —afirmó el fogonero—. Y sin cansarse. —Si supera a este tren, habrá dos dólares esperándole cuando regrese. “Pronto” es más rápido de lo que parece, pero no creo que pueda ganar a uno de nuestros trenes de viajeros. Así pues, la carrera comenzaba otra vez. “Pronto” comenzó a trotar cuando salían de la estación, y por un momento pareció que el tren de pasajeros iba a superarlo. Sin embargo, cuando la carrera comenzaba a animarse, el tren debió parar en otra estación para re­ coger algunos pasajeros. “Pronto” tuvo que dar unas vueltas por el campo para no alejarse demasiado de la locomotora. Después, otra vez volvió a ganar, y llegó a la estación final diez minutos antes que el tren. El jefe pensó que era culpa de la parada. Por esto el tren no había podido ganar al perro. La vez siguiente colocó al fogonero en la cabina de un tren di­ recto que no hacía paradas hasta el final de la línea. Comenzaba otra carrera. Mientras, la gente que vivía cerca de la línea férrea, se iba in­ teresando por esas carreras. Salía de las casas para ver al viejo “Pron­ to”, de apariencia tan poco gallarda, que podía ganar a los trenes en velocidad y llegar a la estación sin que le colgara la lengua y sin cansarse. Comenzaron a creer que algo no funcionaba en los trenes; pero éstos cumplían su horario perfectamente y mantenían la máxi­


ma velocidad. El problema era el viejo “Pronto”. Corría tanto que hacía que los trenes parecieran lentos. Y con tanta facilidad que pa­ recería invisible si no se le viera correr delante del tren. Pero no era posible explicar esto a la gente del campo. Estaban seguros de que los trenes iban despacio. Comenzaron a hablar de no volver a coger el tren. —¡Pero hombre! —decían los pasajeros—. ¡Casi podríamos ir a pie!, emplearíamos el mismo tiempo. Si mandas al mercado un ter­ nero de un año en uno de estos trenes, cuando llegue a su destino, será ya un buey adulto. Cuando el jefe de estación oyó estos rumores, se puso tan ner­ vioso que empezó a morderse las uñas. Aquello debía acabarse. El viejo “Pronto” arruinaría al tren. La gente no subiría en él y man­ daría todas las mercancías por camión. El jefe casi pensaba en des­ pedir al fogonero, en decirle que cogiera su perro y se largara, pero no le gustaba reconocer que le había ganado. Era un hombre testa­ rudo y no quería admitir que “Pronto” era más veloz que sus trenes. —¡Eh, fogonero! —le llamó un día cuando éste bajaba de la má­ quina al terminar un viaje—. Ese perro suyo está causando graves problemas al ferrocarril. El maldito hace que nuestros trenes parez­ can caracoles. —No es mi perro el que causa problemas —dijo el fogonero—, sino el artículo número uno del reglamento. Mi perro no quiere perjudicar al ferrocarril cuando gana en velocidad a los trenes. Lo único que quiere es estar junto a mí. Esto es todo. Suprima el artículo del re­ glamento, déjelo montar en la cabina conmigo y todo irá bien. —¡Ni hablar! Es el artículo más antiguo de este ferrocarril y no voy a cambiarlo por culpa de un perro de orejas colgantes. El fogonero se encogió de hombros mientras se volvía de espal­ das para marcharse. —El ferrocarril es suyo —dijo; se inclinó y acarició la cabeza del perro—. No te avergüences, “Pronto”, no es culpa tuya. Antes de que el fogonero y su perro se perdieran de vista, el jefe tuvo una buena idea. “Yo arreglaré a este perro —pensó, e hizo sonar los dedos—. Tengo algo que va a ganarle. Pondré al fogonero en


nuestra ‘Bala de Cañón’. Es lo más rápido que existe sobre rue­ das. ‘Pronto’ es el perro más veloz que existe, pero si lo más rápido sobre cuatro patas puede ganar a lo más rápido sobre ruedas, queda­ ría muy sorprendido. Ese ‘Pronto’ se quedará tan atrás que costará un dólar enviarle una postal.” —Usted se está buscando muchos líos —dijo el fogonero cuando se enteró del plan— No hay ninguna necesidad de hacer esto. Basta con que deje al perro subir a la cabina conmigo. Es todo lo que él quiere, y también lo que yo quiero. Pero el jefe no quiso cambiar sus planes. Estaba tan seguro de que “Bala de Cañón” iba a dejar atrás al perro que sonreía abier­ tamente. —Quiero ver personalmente la carrera desde la cabina de la má­ quina —dijo—. Y si “Pronto” supera a “Bala de Cañón”, yo volveré a pie y el perro puede ocupar mi sitio. Se corrió la voz de que “Pronto” se iba a enfrentar contra “Bala de Cañón”. Los campesinos dejaron el arado y fueron a la vía para no perderse el espectáculo. Los niños no acudieron a la escuela. Mu­ cha gente abandonó la ciudad para ver la carrera y numerosas fábri­ cas tuvieron que cerrar. Era como si hubiera circo o empezaran las ferias. Antes de que sonara el silbato que indicaría el principio de la carrera, el jefe subió a la cabina de “Bala de Cañón” con el maqui­ nista y el fogonero. Quería asegurarse de que este último llenaba la caldera y de que el maquinista mantenía la máxima velocidad. Que­ ría también estar cerca para reírse del fogonero cuando “Bala de Ca­ ñón” rebasara al perro de las orejas colgantes. Se dejó libre un centenar de kilómetros de vía férrea y se baja­ ron todas las señales. El tren salió de la estación como un rayo. Eran precisas tres personas para ver pasar a “Bala de Cañón” ; una para decir: “Aquí viene”, otra para decir: “Aquí está” y otra para decir: “Allá va”. No se veía nada por culpa del vapor, las cenizas y el hu­ mo. Los raíles estuvieron sonando como un violín durante media hora después de haber pasado la máquina. Todas las válvulas resoplaban. Las ruedas se alzaban hasta me-


dio metro de la vía. El fogonero echaba sin parar paletadas de car­ bón, pero trabajaba con una sonrisa en los labios. Conocía a su perro y no le preocupaba que tuviera que correr mucho. Trabajaba tanto que desgastó los goznes de la puerta del fogón de la caldera. Des­ gastó también la pala, que quedó reducida a la mínima expresión. Sudaba tanto que los calcetines le goteaban. El jefe sacó la cabeza por la ventana de la cabina: el sombrero le voló, y estuvo a punto de perder también la cabeza. La carbonilla entraba en sus ojos como piedras de granizo. Miraba a través del humo y el vapor. ¿Dónde estaba “Pronto” ? El jefe no veía ni rastro de él. Lanzó un grito de júbilo. —¡“Pronto”, “Pronto” ! —gritaba— ¡No te veo por ninguna parte! ¡Ya le hemos ganado al perro de las orejas colgantes! —No lo entiendo —dijo el fogonero—. “Pronto” no me había falla­ do nunca hasta ahora. No es lo suyo estar lejos de mí. Déjeme echar una ojeada. Soltó la pala y sacó la cabeza por la ventana. El jefe de la esta­ ción tenía razón. 159


No se veía a “Pronto” por ninguna parte. ¿Dónde estaría? El jefe no dejó de burlarse y reírse del fogonero durante todo el trayecto hasta la estación. El fogonero no le respondía. Miraba cons­ tantemente por la ventana. Con seguridad había algo que no iba bien. ¿Qué debía de haber hecho “Pronto” ? La estación estaba a la vista y “Bala de Cañón” comenzó a frenar. Un momento después, el fo­ gonero vio una gran muchedumbre reunida en aquélla. Supuso que estaban esperando a “Bala de Cañón” para aplaudirle por haber he­ cho una carrera tan rápida. Pero, ni siquiera miraban a la vía. Todos miraban otra cosa. —Esta gente ni siquiera ha reparado en nosotros —comentó el je­ fe—. ¡Haz sonar el silbato! —ordenó al maquinista, poco antes de de­ tener la locomotora “Bala de Cañón”. Pero nadie los oía ni les ha­ cía caso. La gente miraba al otro lado y reía. El fogonero, el jefe de estación y el maquinista se quedaron perplejos. Bajaron de la máquina. —¡Bueno, aquí estamos! —dijo el jefe, tratando de atraer la aten­ ción. Pero nadie se la prestó, por lo que se abrió paso entre la mu­ chedumbre. —¿Qué sucede aquí? —insistió— ¿No habéis venido a ver a “Bala de Cañón” ? —¡Quítala de ahí! —respondió alguien— Es demasiado lenta para despertar entusiasmo. Ya hace más de diez minutos que “Pronto” está aquí. El corazón del fogonero dio un salto cuando supo la noticia. Era demasiado bueno para ser cierto. Pero un momento después lo vio con sus propios ojos. Dando la vuelta por la estación, apareció el perro de las orejas colgantes persiguiendo a un conejo salido de entre las vías. Se divertía tanto con el pequeño animalito y haciendo reír a la gente que había olvidado por completo a “Bala de Cañón”. —¡Aquí está! —gritó el fogonero- ¡Aquí está! ¡Mi “Pronto” es fiel y otra vez ha vuelto a ganar! El jefe estaba tan aturdido que mascaba su cigarro como si fuera chicle, y se lo tragó. —P-p-ponedlo en la cabina. Ponedlo en la cabina y vámonos.


—Iré a pie —respondió el jefe, y comenzó a mascar otro cigarro. —Haré lo que sea para impedir que este perro supere a mis tre­ nes en velocidad. Momentos después, el fogonero estaba de nuevo en la cabina con el perro junto a él, y la muchedumbre aplaudió cuando el tren salía de la estación para el viaje de regreso. Parecía como si “Pronto” supiera a quién iban dirigidos los aplausos. Su cara reflejaba gran alegría. Cuando el tren adquirió velocidad, sus orejas se movieron, levantadas por el viento. Poco antes de que la estación desapareciera de su vista, los tres ocupantes de la cabina de la locomotora vieron a un hombre que sa­ lía de la muchedumbre y empezaba a andar junto a los raíles. Era el jefe de estación que emprendía su viaje de regreso. 161



Mb®Ms®inip ®H©ñ©mMí!fi©®

<M dD®§ít® por W alter Blair

El estado de Nebraska era tan enorme al principio, que pudieron cortar grandes trozos de él y llevarlos a Co­ lorado, Dakota o Idaho, sin que nadie se preocupase por ello en aquel estado. Después de hacer estos regalos, se die­ ron cuenta de que todas las montañas de la vecindad ha­ bían ido a parar a otros es­ tados. El resultado fue que Nebraska quedó reducida a una serie de valles, altipla­ nos y praderas expuestos al viento del sudoeste. Los fe­ nómenos atmosféricos y la vida silvestre tenían para ma­ nifestarse un gran territorio sin impedimentos naturales. 163


Febold Feboldson fue a establecerse allí, en el período en que el tiempo comenzaba a dar muestras de fuerza. Tenía una granja, una familia y le habían nombrado Agente de los indios Pies Negros, y comenzó por entonces sus trabajos como científico naturalista. Uno de los primeros problemas con que debió enfrentarse fue la Gran Niebla que llegó después del Año del Gran Calor. El Gran Ca­ lor fue algo terrible, como es sabido. Pensando en aquel período, mu­ cha gente decía que uno de los fenómenos más antipáticos fue el que, en cualquier parte, el mercurio de los termómetros que subía por el tubo se saliera por la parte superior, como una fuente; por esto, la gente no sabía con exactitud la temperatura. Sin embargo, en el con­ dado de Salinas, una persona que tenía un termómetro cuya escala llegaba a los 100 grados, se pasó noche y día con un trozo de hielo cerca del termómetro, dispuesto a salvarlo como fuera. Y dijo que, durante toda la semana, el calor nunca bajó de 60 grados, por lo me­ nos siempre que había mirado el termómetro a la luz del sol, de la luna o con una linterna. Fue terrible, como os podéis imaginar. Pero, un día que Febold estaba mirando el cielo con alguno de sus instrumentos, hizo un des­ cubrimiento fatal. “Esto es grave —se dijo—. Hay que tomar medidas drásticas”. Entonces, mandó un cable a Londres que decía: Envíen inmediata­ mente un lote de cortanieblas de fantasía. Pago contra reembolso. Febold Feboldson. Como era un científico, Febold había calculado bien: se acercaba un tiempo terrible para Nebraska. Mientras estaban sentados en la sala tratando de conseguir un poco de fresco, informó a su mujer de lo que había hecho aquella misma mañana. —Hoy he escrito a Londres pidiendo un lote de cortanieblas —dijo. La señora Feboldson abrió desmesuradamente los ojos. —¡Cortanieblas! —dijo sorprendida. —Sí, cortanieblas —repitió Febold—. ¿Sabes?, en Londres es don­ de se dan las nieblas más espesas, si exceptuamos el océano. Y los ingleses tienen inventiva; son una raza inteligente. Por eso, sin duda, tendrán los mejores cortanieblas que sea posible encontrar.


—Muy bien, Febold; pero no alcanzo a comprender para qué ne­ cesitamos un cortanieblas. ¿Qué podemos hacer con él? —Cortar la niebla. —Hace tanto calor que, verdaderamente, me gustaría cortarlo —di­ jo la señora Feboldson—. Pero si miras por la ventana, verás que no hay niebla; sólo hay tierra llana y cielo hasta perderse de vista, y con cien mil olas de calor; lo mismo que se ve normalmente. —Pero también veo algo insólito —dijo Febold— ¿Qué es esa cosa de color gris oscuro que hay en el cielo, allá arriba, una cosa no ma­ yor que la mano de un hombre? —¡Caramba! —dijo la señora Feboldson— ¡Es una nube! La pri­ mera que veo desde que comenzó el Gran Calor. Parece una nube de lluvia, ¿verdad? Febold asintió con la cabeza y preguntó a su vez: —¿Y qué dice el dedo que te advierte cuándo va a llover? La señora observó su dedo durante un minuto. Después contestó: —¡Es sorprendente! He sentido una contracción. —Pues yo he hecho algunas observaciones con mi barómetro, he mirado hacia la luna, he escuchado el croar de los sapos y todo anun­ cia lo mismo —dijo Febold—. Es más: dicen que va a llegar una gran tormenta, como la de la Biblia: cuarenta días y cuarenta noches; ne­ cesitaremos cortanieblas, querida. —¿•Cortan la lluvia además de la niebla? —No, sólo cortan la niebla, creo yo. Pero los necesitaremos, ya ve­ rás. Volvamos adentro. A lo largo de la jornada comenzó aquel terrible ruido que volvió loca a la gente de Nebraska (y parte de los territorios vecinos) du­ rante cuarenta días y cuarenta noches. Las personas que trataron de describirlo más tarde decían que se podía comparar al ruido del va­ por que saliera al mismo tiempo de tres millones de teteras, o, na­ turalmente, de grandes calderas que hirvieran furiosamente, con un silbido gorgoteante. Cuando Febold llegó a la casa después de ordeñar las vacas, su mujer preguntó qué era aquel horrible ruido. —El cielo se está comportando como había previsto —dijo—. La


lluvia cae como un océano que se derramara. Pero a unos quince ki­ lómetros hacia arriba, choca con el aire caliente que se ha acumulado a causa del Gran Calor. En cuanto el agua choca con el aire caliente, se convierte en vapor y hace este ruido. El vapor se convertirá des­ pués en niebla. —Pero el vapor se queda arriba —comentó la señora Feboldson-. Por la ventana, todo lo que se ve es tierra llana hasta perderse de vista, como siempre, sólo que hoy está gris porque no hay sol. —Muy pronto, querida, la lluvia golpeará la niebla, la hará bajar al suelo y la prensará contra nosotros. Espero que los ingleses se apresurarán a mandar los cortanieblas. Las cosas van a empeorar. Febold tenía razón, como siempre. Primero, solamente hubo un poquito de niebla; luego, un poco más, y después cada vez más y más, hasta que se hizo imposible a las personas andar solas; debían andar juntas dos de ellas: una para andar y otra para apartar la nie­ bla. Como el ganado la bebía, no era necesario darle agua. Pero


los campesinos se asustaron mucho porque sus cosechas iban mal. Algunas semillas se habían imaginado que estaban en China, en la parte posterior del hemisferio, y comenzaron a crecer al revés. En Noviembre, cuando la niebla era ya tan espesa que, en parte, se había transformado en trescientos quintales de barro, centenares de campesinos y ganaderos decidieron abandonar Nebraska. “Demasiada niebla. Estamos hartos de ella —decían—. Necesita­ mos otro sitio para vivir.” Cuando la situación había llegado a este punto, se recibieron contra reembolso los cortadores de niebla, y Febold utilizó uno de ellos para cortar la cinta de un paquete de billetes de los fondos des­ tinados a los indios Pies Negros. Después comenzó a emplearlo para la niebla, y la cortó en grandes tiras. Cuando ya tenía muchas tiras, se le presentó el problema de dónde meterlas. —No las puedo dejar tiradas en el campo —dijo a la señora Feboldson- porque las semillas seguirán creciendo hacia abajo. ¡Ya sé! Las dejaré por los caminos. Así, puso estas tiras de niebla una detrás de otra en todas las polvorientas carreteras de Nebraska. Al poco tiempo, una parte de la niebla quedó enterrada, y otra parte quedó tan cubierta de polvo que nadie pudo verla. Un solo inconveniente resultó de todo esto. Cada primavera, cuando comienza a brillar el sol y llega el deshielo, un poco de aque­ lla niebla sale de los caminos polvorientos y los convierte en la ma­ yor masa de barro que jamás se haya visto. Y si no lo crees, no tienes más que ir a Nebraska en primavera y tratar de viajar en coche por uno de estos' caminos.



De cómo los habitantes de Bollos-de Crema recuperan su pueblo después de que el viento se lo lleva por Cari Sandburg

Una niña llamada Ala de Punta de Lanza llegó al pueblo de Hígado-conCebollas para visitar a su tío y al tío de su tío por parte de madre y al tío y al tío de su tío por parte de padre. Era la primera vez que los cuatro tíos tenían la oportunidad de ver a su pequeña pariente, su sobrina. Cada uno de los tíos estaba orgulloso de los ojos azules de Ala de Punta de Lanza. Los dos tíos por parte de madre miraron profundamente los ojos azu­ les y dijeron: 169


—Sus ojos son tan azules, de un color azul tan claro y tan bri­ llante que son como las gotas de rocío posadas sobre las plantas lla­ madas azulejos y brillando al sol de las mañanas de verano. Y los dos tíos por parte de padre, después de mirar profunda­ mente los ojos de Ala de Punta de Lanza, dijeron: —Sus ojos son tan azules, de un azul tan claro y tan brillante que son como las gotas de rocío posadas sobre las plantas llamadas azulejos y brillando al sol de las mañanas de verano. Y aunque Ala de Punta de Lanza no oyó lo que sus tíos comen­ taban sobre sus ojos azules, pensó: “Yo sé que estos parientes son muy buenos y voy a pasarlo muy bien visitándolos”. Los. cuatro tíos dijeron: —¿Quieres que te hagamos dos preguntas, primero la primera pregunta y luego la segunda pregunta? —Os dejaré que me hagáis cincuenta preguntas esta mañana, cin­ cuenta preguntas mañana por la mañana y cincuenta preguntas todas las mañanas. Me gusta que me hagan preguntas. Por un oído me entran y por el otro me salen. Entonces, los tíos le hicieron la primera pregunta: ------—¿De dónde vienes? Y después la segunda pregunta: —¿Por qué tienes dos pecas en la barbilla? —Respondiendo a vuestra primera pregunta —dijo Ala de Punta de Lanza—, vengo del pueblo de Bollos-de-Crema, un pequeño pueblo en la pradera, más arriba de los campos de maíz. Desde cierta dis­ tancia, parece un sombrerito que se puede llevar en la punta del dedo pulgar para que éste no se moje con la lluvia. —Dinos más —dijo un tío. —Dinos mucho más —dijo otro tío. —Sigue hablando sin parar —añadió otro tío. —Nada de interrupciones —dijo el último tío. —Es un pueblecito situado en la pradera de los campos de maíz, muchos kilómetros más allá de donde se pone el sol por el oeste -si­ guió diciendo Ala de Punta de Lanza—. Es ligero como un bollo de crema. Está solitario en la gran pradera, donde ésta forma una pen­ 170


diente hacia abajo. Allí, en la pendiente, los vientos juegan alrededor del pueblo. Y cantan canciones, canciones de viento de verano en verano, canciones de viento de invierno en invierno. ”Y a veces, como por accidente, el viento sopla más fuerte. Y cuando el viento sopla fuerte, coge al pueblecito de Bollos-de-Crema •y lo envía al aire, al cielo. Y lo hace completamente solo. —¡Oh! —dijo un tío. —¡Umm! —dijeron los Otros tres tíos. —La gente del pueblo entiende ya los vientos y sus canciones de invierno y de verano. Y sabe cuándo viene el viento fuerte y coge al pueblo y lo levanta hacia el cielo. ”Si vais a la plaza que está en medio del pueblo, veréis una gran casa redonda. Si quitáis el techo a la casa, veréis un gran carrete con una larga cuerda que se enrolla en él. "Cuando el viento fuerte viene y levanta el pueblo y lo lleva ha­ cia el cielo, la cuerda se va soltando del carrete porque el pueblo está atado a ella. El viento fuerte continúa soplando, y la cuerda se desenrolla y sigue al pueblo. "Finalmente, cuando el viento, tan olvidadizo y tan descuidado, se ha divertido cuanto ha querido, las gentes del pueblo van a la casa y comienzan a tirar del carrete, hasta que el pueblo vuelve a su sitio. —¡Oh! —dijo un tío. —¡Umm! —dijeron los otros tres tíos. —Y cuando vayáis al pueblo para ver a vuestros parientes, vues­ tra sobrina, por ejemplo, que tiene cuatro tíos tan buenos, os podrá llevar a la plaza y enseñaros la gran casa redonda. La llaman la Casa Redonda del Gran Carrete. Y todos se sienten orgullosos de poder enseñarla a los visitantes. —Ahora, ¿querrás responder a la segunda pregunta?: ¿por qué tienes dos pecas en la barbilla? —dijo el tío que antes había dicho aquello de “Nada de interrupciones.” —Me han puesto las pecas en el pueblo —dijo Ala de Punta de Lanza— Cuando una niña sale del pueblo de Bollos-de-Crema, su madre le pone dos pecas en la barbilla. Cada peca debe ser como un pequeño bollo de crema, quemado por haber estado demasiado rato



en el horno. Las dos pecas parecidas a dos bollos de crema que tiene en la barbilla, recuerdan siempre a la niña, cuando se peina cada ma­ ñana y se mira al espejo, de dónde viene y que no debe estar fuera mucho tiempo. —¡Oh! —dijo un tío. —¡Umm! —dijeron los otros tres tíos. Y hablaron entre sí, y los cuatro decían: —Tiene un don. Son sus ojos. Tan azules, de un azul claro tan brillante que son como las gotas de rocío posadas sobre las plantas llamadas azulejos y brillando al sol de las mañanas de verano. Al mismo tiempo, Ala de Punta de Lanza se decía: “Ahora ya sé seguro que estos parientes son muy buenos y voy a pasarlo muy bien visitando a mis tíos.”


SHAWNEEN e y lG A N S O por Richard Bennett

En la cima de una gran colina verde del país de Irlanda, vivía una vez un niño que se llamaba Shawneen. Un día de sol, su madre, que estaba lavando la ropa, le dijo: —El fuego se ha apagado y no hay ni una cerilla en casa. Sé buen chico: ve corriendo a la tienda de la señora Murphy y compra una caja. Aquí tienes un penique. No se necesitaban más palabras. Shawneen siempre estaba dis­ puesto a ir a casa de la señora Murphy. 174


-Voy en seguida —dijo, mientras se colocaba la gorra y se metía el penique en el bolsillo. Al pie de la colina había un pueblecito con una hilera de tiendas en una de las calles. La de la señora Murphy era la mejor. Vendía de todo. Si querías comprar un vestido o un jamón, podías estar seguro de que la señora Murphy los tendría. Cuando Shawneen llegó a la tienda ya estaba sin aliento. Había corrido colina abajo, aunque el trayecto más cómodo era el de la ca­ rretera. Antes de abrir la puerta, se detuvo un minuto para mirar por el escaparate. En el primer estante estaba la acostumbrada hilera de tazas y platos; en el segundo, tampoco había nada que comentar; pero en el tercero, cerca del escaparate, Shawneen contempló la más bonita trompeta que jamás pudo ver en su vida. Brillaba tanto al sol que Shawneen apenas podía mirarla. Era toda de color de oro, tan reluciente que pudo verse reflejado en ella siete veces. Cuando Paddy, el cartero, pasó junto al escaparate para entregar las cartas, siete Paddys pasaron por la trompeta. Así era de brillante. Os puedo asegurar que era bonita de verdad. Hacia la mitad, tenía enrollado un cordón azul y amarillo con borlas de seda en cada extremo, grandes como una mano. Shawneen entró en la tienda. —Una caja de cerillas, por favor, señora Murphy; y si no es pe­ dirle demasiado, me gustaría soplar en la trompeta. —¿Soplar sólo? —dijo aquélla— ¡Claro que puedes, chico! Y dos veces si quieres. No es malo soplar. La señora Murphy sacó la trompeta de la vitrina y se la dejó a Shawneen. La boquilla estaba fría, pero era suave y tenía una forma que se adaptaba perfectamente a la boca. —No tengas miedo —dijo la tendera— ¡Sopla bien fuerte! Al principio, Shawneen sopló muy suavemente, después un poco más fuerte, y después tan fuerte que se oyó en toda la calle, en la colina y allá lejos en el mar.


Shawneen no había oído un sonido tan bonito en la vida. —¡Ah, es algo grande...! —dijo, haciendo chocar las borlas— ¿ Cuán­ to cuesta? —Es una trompeta muy bonita —dijo la señora Murphy— No pue­ do dártela por menos de diez chelines y seis peniques. Shawneen sopló nuevamente por la trompeta, pero esta vez no tan fuerte, y después la puso sobre el mostrador. Diez chelines y seis peniques era mucho dinero. Un par de za­ patos debían de costar lo mismo. Shawneen le dio el penique y se puso la caja de cerillas en el bolsillo. Caminó lentamente hacia la puerta y salió. Pensaba mucho. ¿Cómo podría conseguir diez chelines y seis pe­ niques para comprar la trompeta del escaparate de la señora Murphy ? No había dinero en casa para gastar en trompetas. Estaba bien seguro. ¿No necesitaba su madre un nuevo chal, el burro nuevos arneses y la ventana un cristal nuevo? ¿No estaba la tetera de su ma­ dre rota y decía ella que le gustaría mucho tener dinero para comprar una nueva? ¿No estaban las suelas de sus zapatos tan gastadas que decidió pasar por los campos y no por la grava de la carretera, pues le hacía daño en los pies? “No, claro —se dijo Shawneen—, no servirá de nada pedir diez chelines y seis peniques para comprar la trompeta.” Saltó la zanja y comenzó a subir la pendiente. El brezo y la hierba parecían tan suaves que se sentó un rato para pensar en esa cuestión. Aún no había acabado de sentarse, cuando, de repente, vio a un hombrecillo vestido de verde que dormía bajo unas matas a muy po­ cos metros de distancia. No tendría más de unos treinta centímetros de estatura y su vestido era de color tan parecido a la hierba que le rodeaba que Shawneen, tuvo que fijarse mucho para distinguirlo bien. “¡Es un duendecillo, seguro! —se dijo—. Quizás él me diga cómo conseguir diez chelines y seis peniques para comprar la trompeta.” Antes de un segundo, Shawneen ya tenía al hombrecillo cogido por la cintura.


Te aseguro que no todos los días puede verse un duendecillo, y, cuando lo ves, tienes que vigilarlo estrechamente porque por menos de nada se escapa. Shawneen levantó al hombrecillo de la hierba. Éste se despertó sobresaltado y dio tal chillido que no pareció haber salido de él. Tan fuerte había gritado. —Si eres buen chico, déjame en el suelo —dijo el hombrecillo—. Estas no son maneras de tratar a un caballero. —Ahora mismo —dijo Shawneen—, pero antes tienes que decirme cómo puedo conseguir diez chelines y seis peniques para comprar la trompeta de la tienda de la señora Murphy. —¡Oh, eso es muy fácil! —dijo el duendecillo-. Me estás haciendo daño. ¡Anda, quita tus dedos de mi estómago! Shawneen levantó un poco los dedos y entonces el duendecillo comenzó a estirar los brazos, a desentumecer las piernas y a frotarse los ojos. —Este tiempo tan caluroso le da mucho sueño a uno —comentó. —Déjate de esto ahora —dijo Shawneen—. ¿Cómo puedo conse­ guir diez chelines y seis peniques para comprar la trompeta? —¡Ah, eres un chico decidido! ¡Ganándolos, claro! No debes es­ perar obtener algo a cambio de nada. —Lo sé muy bien —repuso Shawneen—, Pero, ¿ cómo puedo ganar todo ese dinero? El duendecillo se puso uno de sus largos y huesudos dedos al lado de la nariz, e inclinándose hacia delante dijo con misterio: —Ni una palabra a nadie: rompe el huevo y vende el ganso. —Huevo, ¿qué huevo? —preguntó Shawneen, apretando al duen­ decillo más que nunca. Este último no dijo más, pero señaló al suelo. Antes de que Shawneen dejara de pensar, miró al suelo y allí, al lado de la zanja, estaba el mayor huevo de ganso que había visto en su vida. No necesito deciros que el duendecillo había desaparecido como por encanto. “Bueno, el huevo bastará”, se dijo Shawneen, mientras lo reco­ gía y lo colocaba en su gorro para que no se rompiera.


“Un huevo de este tamaño —continuó para sí—, me dará un gran ganso, y un buen ganso se puede vender a buen precio en la feria. Tendré bastante dinero para comprarle a mi madre un nuevo chal, un vestido nuevo y una tetera de plata, y aún me sobrará bastante para comprar la trompeta.” Estaba tan nervioso que apenas pudo esperar a llegar a su casa. Cuanto antes se rompiera el huevo, mejor. Fue por el campo, saltando las zanjas y subiendo las colmas. Que no se rompiera el huevo fue casi un milagro. Cuando llegó a casa, su madre estaba tendiendo la ropa. —¿Qué llevas ahí, niño? —dijo la madre. —Un huevo de ganso —repuso Shawneen. —Un huevo de ganso, ¿verdad? He visto huevos grandes, pero ninguno como éste. ¿'Dónde lo encontraste? Shawneen recordó lo que le había dicho el duendecillo: que guar­ dara silencio. —Iba por el campo y allí estaba, solito, en la zanja. —Y, ¿qué vas a hacer con un huevo como éste? —preguntó la madre. —Incubarlo —contestó—. ¿Hay alguna gallina incubando? —Seguro que hay alguna. Llévalo al gallinero. Su madre abrió el gallinero y señaló una gran gallina parda que estaba incubando en un rincón. —Me temo que lo encontrará algo incómodo —dijo Shawneen, mientras empujaba un poco a la gallina. —Dentro de unos días estará tan acostumbrada a él que ni si­ quiera notará que lo tiene ahí —siguió la madre. La gallina se sintió bastante incómoda con el huevo. Pero era una gallina tranquila y obediente y siguió sentada como si nada hu­ biera ocurrido. Y así se quedó la gallina sentada, con una pata arriba y otra abajo, durante días y días; parecía una verdadera montana de pa­ ciencia. Por las mañanas, Shawneen miraba debajo del ala de la gallina para asegurarse de que todo iba bien. Y de vez en cuando acudía a


echar un vistazo a la trompeta del escaparate de la señora Murphy. La trompeta parecía más bonita cada vez: siempre que le dejaban tocarla un poquito sonaba más y mejor. Pasó el tiempo y pronto se rompieron los huevos: doce pollitos amarillos y un ganso también amarillo. Aquéllos eran tiernos y bo­ nitos, como cabía esperar, pero el ganso era una visión. No creo que se pudiera encontrar un ave más fea en toda Ir­ landa. Sus plumas salían como los gruesos pelos de un viejo cerdo, y tenía las patas tan rojas y grandes que lo obligaban a andar de puntillas. La cabeza era mayor que la de un ganso del doble de su tamaño, y su cuello, tan delgado y huesudo que a todo el mundo le parecía una col al final de su taño. —¡Qué bonito es! —dijo Shawneen a su madre—, ¿puedo cuidarlo yo mismo? —Claro que puedes —repuso ella—. No quiero saber nada de él He cuidado patos y gansos en otros tiempos, pero nunca he visto que de un huevo saliera nada como esto. Dios sabe qué clase de gan­ so va a ser. Parece que te mire como si supiera lo que piensas. Crée­ me, cuanto antes engorde y lo mandes a la feria, mejor. Shawneen pensó que aquella era una buena idea. Cuanto antes tuviera el dinero en el bolsillo, antes podría comprar la trompeta. Así que todos los días alimentaba al ganso con abundante co­ mida. Shawneen pensaba que nada era demasiado bueno para el ani­ mal. En muy poco tiempo, el ganso se hizo grande como las gallinas y los pavos, y muy pronto como los propios gansos. Creció tanto que se convirtió en la comidilla de los vecinos. —Este no es un ganso común —comenzaron a decir todos— No es un ganso como los demás, lo digo yo. Mira la forma de andar que tiene. Parece como si se creyera el rey del mundo. Todas estas conversaciones y charlas ponían muy orgulloso al ganso. No podéis tener ni idea. Estaba tan orgulloso de sí mismo que no quería saber nada de las otras aves del corral. Con aires de rey, paseaba ante ellas. Los patos pensaban que era cómico, y se reían de él. Las gallinas no habían visto antes nada parecido y se asustaban.


Pero los gansos no podían soportar aquellos aires. Con los otros animales, la cosa era distinta. —No es más que un ganso —decían, y se iban a sus casas. Ni siquiera le prestaban atención. Esto no le gustaba al ganso, os lo puedo asegurar. Como no le hacían caso, le gustaba mucho molestarlos en cuanto se le presenta­ ba la ocasión. Una de sus diversiones favoritas consistía en tirar de la cola de los cerdos cuando estaban comiendo. —Le voy a retorcer el pescuezo si lo hace otra vez —amenazó el padre de Shawneen. —Posiblemente no le gustan las colas rizadas —dijo Shawneen—. Quizás estaba intentando ponerlas rectas. —Estirarlas, claro —siguió el padre—. Lo voy a estirar del todo si sigue haciendo tonterías de ésas. Un día, el ganso hizo unas muecas al burro, y éste se asustó tanto que hizo chocar el carro contra una roca y volcó dos cubos de manteca y dos cestos de huevos. Otro día persiguió a las cabras por un huerto de coles y un cam­ po de patatas. Ya podéis imaginar el estado en que quedó el huerto. En otra ocasión, la madre de Shawneen decidió limpiar toda la casa. Fregó las ventanas, barrió el suelo y limpió las sartenes y ca­ zuelas. Cuando todo estuvo limpio, salió a buscar un cubo de agua. Mientras, comenzó a llover. El ganso entró en la cocina volando por la parte superior de la puerta que hacía de ventana y se situó delante de la chimenea, como si estuviera en su propia casa. Se sa­ cudió el agua de las plumas y batió sus alas, con lo que las cenizas y las brasas salieron despedidas por toda la casa.


-¡M adre mía! -exclamó la madre de Shawneen al abrir la puer­ ta- Este pájaro nos hará salir de casa. Creo que el mejor lugar para él es la cazuela. -¡Oh, no! —se lamentó Shawneen- Sólo trataba de ayudar y so­ plar un poco el fuego. Es un ganso muy inteligente. —¡Inteligente, claro! —dijo la madre—. ¡Pues vaya trabajo me ha dado con su inteligencia! ¡Otra broma como ésta y va derecho a la cazuela! No necesito decir que Shawneen comenzó a preocuparse al oír esto. El ganso se portaba de manera muy extraña. No llegaría a ir a la feria si seguía de aquella manera. Pero el ganso no temía nada. Se hizo amigo de todos los cuervos del vecindario y una tarde invitó a todos a cenar. Comieron el grano con gran rapidez y las pobres gallinas tuvieron que irse a dormir en ayunas. Era el terror de la casa. No había manera de aguantarlo. Otro día, la madre de Shawneen estaba haciendo el pan. Mezcló la harina en una artesa y la puso cerca del fuego mientras tendía la ropa. Hacía calor aquella tarde y el ganso se sentía un tanto amodo­ rrado. Saltó, como siempre, sobre la media puerta y se colocó encima de la artesa para echar una cómoda siesta. —¡Madre mía! —clamó la madre de Shawneen cuando abrió la puerta—. Esto ya es demasiado. Mañana es día de feria. Este ganso va a ir a ella con tu padre. Lo venderá por el precio que sea. No podemos aguantarlo ni un minuto más. Hay algo muy raro en esta ave. El cielo sabe lo que podría hacer con nosotros. El ganso saltó de la artesa y pasó por el hueco de la media puer­ ta. Se quedó fuera un momento y, pegando el oído a la puerta, se enteró de todo lo que quena decir la madre. Sabía muy bien que cuando los gansos van a la feria, no vuelven nunca más. ¡No era tonto, no! Aquella noche permaneció despierto. Se quedó descansando so­ bre una pata y después sobre la otra. Cuando el gallo comenzó a cantar, ya había tomado una deci­


sión. Se escondería al otro lado de la valla del huerto hasta que el padre de Shawneen se perdiera de vista. Pero la suerte quiso que Ned el Dormilón, el picaro más picaro de toda Irlanda, estuviera durmiendo allí, pues estaba siempre es­ piando y robando todo lo que caía cerca de sus manos. El ganso llegó volando por encima de la valla y fue a posarse en la cabeza de Ned. Las plumas empezaron a volar. No es posible contarlo. Nunca se vio una pelea semejante. No se podía ver, a la escasa luz de la madrugada, quién era Ned y quién, el ganso. Pero, al poco rato, Ned llevaba las de ganar. Metió el ganso en el saco, se lo cargó al hombro y se fue. Aquella mañana, cuando el padre de Shawneen ya había engan­ chado el burro al carro y estaba dispuesto a salir, no encontró ni rastro del ganso. Miraron arriba y abajo, pero no vieron señales su­ yas. Miraron detrás de esto, detrás de aquello: sin embargo, no en­ contraron ni una pluma. —¡Bueno, con ganso o sin él —dijo el padre—, no puedo esperar más! —Tiró de las riendas del burro y marchó hacia la feria. Shawneen vio cómo se alejaba el carro por el camino. Al poco rato, tomó una curva y se perdió de vista. Mientras, aquél se quedó preguntándose qué podría hacer. ¡Había esperado tanto tiempo a que se rompiera el huevo y creciera el ganso! Era verdaderamente difícil que escapara de la cazuela con todas aquellas cosas raras que hacía. Y ahora, cuando ya se le podía llevar a la feria, desaparecía. Shaw­ neen no dejaba de pensar en la trompeta de la tienda de la señora Murphy. Se iba a quedar donde estaba. Brillando en la estantería. Comió muy lentamente su desayuno, pensando para sí. —Quizás haya ido a dar un paseo —dijo a su madre. —Sí, claro, es posible. En realidad, hace lo que quiere. Shawneen decidió dar un paseo por el camino. Quizás el ganso estuviera por allí. No había ido muy lejos, cuando se encontró con dos mujeres que recogían la ropa puesta a secar en una valla. —¿Han visto pasar un gran ganso, por casualidad? —preguntó. —¿Un ganso? —dijo una de las mujeres—. ¡No, no —siguió dicien-


do muy enfadada—, pero me gustaría poner la mano encima al bribón que destrozó la camisa de los domingos de mi marido y mis dos delantales nuevos! Shawneen caminó un poco más hasta llegar a una pequeña gran­ ja. Fuera de ella estaba hilando una mujer anciana. —¿Ha visto pasar un ganso grande, por casualidad? —volvió a preguntar Shawneen. -U n ganso, ¿eh? —dijo la anciana— No, no; pero me gustaría echar la vista encima a la tetera que había puesto a secar en la ven­ tana. Era una buena tetera, muy brillante. Las hadas deben haber puesto sus ojos en ella. Shawneen siguió andando por el camino. Después de una curva, encontró a dos hombres que segaban hierba. —¿Han visto pasar un gran ganso, por casualidad ? —preguntó nuevamente. —¿Un ganso? —dijo uno de los hombres con mal humor—. Desde luego que no; pero me gustaría poner la mano encima al pillo que se hizo con nuestros abrigos y nuestra comi­ da mientras estábamos de espaldas. Un poco más lejos, Shawneen llegó a la furgoneta de unos estañadores ambulantes que estaba al lado de la carretera. Tres esta­ ñadores hablaban a la vez y muy fuerte. —¿Han visto pasar un gran ganso, por casualidad? —preguntó Shawneen. —¿Un ganso? —dijo uno de los estañado-


res— No, no lo hemos visto. Pero me gustaría poner la mano encima al bribón que robó nuestros mejores cazos y sartenes. Algo más lejos, Shawneen llegó a una encrucijada, en la que unos jóvenes bailaban sobre una gran piedra colocada al lado de la cuneta. —¿Han visto pasar un gran ganso, por casualidad? —repitió una vez más Shawneen. Los jóvenes estaban tan ocupados riendo y bailando, y el violi­ nista tocando, que nadie le hizo caso. Shawneen no insistió, pero siguió andando por el caminito que conducía a la cima de la colina. —Podría pasar por allí una manada de gansos y no se darían cuenta —se dijo Shawneen— Están demasiado ocupados con el bañe. No había andado mucho, cuando tropezó con dos guardias. —¿Han visto pasar por aquí un gran ganso, por casualidad? —di­ jo Shawneen, preguntándolo por sexta vez. —¿Un ganso? —dijo uno de los guardias— No, chico; pero nos gustaría poner la mano encima a Ned el Dormilón. Hemos oído decir que andaba por aquí. Shawneen se sentó en una piedra cercana y se preguntó qué iba a hacer. Sus esperanzas de encontrar el ganso eran muy débiles. Durante todo este rato se habían reunido grandes nubes en el cielo y pronto comenzaron a caer enormes gotas de agua. “¡Me calaré hasta los huesos, seguro!”, pensó Shawneen, y co­ menzó a buscar un refugio. Un viejo castillo en ruinas situado en la cima de la colina próxima parecía el único refugio a la vista. Subió por esa colina, cruzó rápidamente el foso y atravesó la puerta del castillo. Todo era oscuro y triste entre las paredes, y la hiedra se agitaba movida por el viento. En el rincón más alejado del recinto, Shawneen encontró una habitación medio derruida que estaba seca a pesar del viento y la lluvia. Aún no había acabado de acomodarse, cuando oyó un ruido ex­ traño en una habitación contigua. “Sss, sss, sss,...”, hacía el ruido. “Sss, sss, sss,...”, oyó de nuevo más alto esta vez.


Shawneen se detuvo un momento. Había oído aquel ruido antes. Lentamente, fue de puntillas hacia la puerta de la habitación de donde pro­ cedía el sonido y miró. Os podéis ima­ ginar su sorpresa. Allí, en el suelo, es­ taba durmiendo un hombre de fiero aspecto. A su lado había un gran saco, y ¿qué otra cosa podía salir de éste, sino el ganso? El hombre se agitó en su sueño. Comenzó a rascarse la nariz. Iba a des­ pertarse, no cabía duda. Shawneen aguantó la respiración. Entonces, el ganso sacó la cabeza e hizo “Sss, sss, sss, e n su oreja, con tanta suavidad que el hombre cayó dormido de nuevo, y más profundamen­ te que antes. Entonces, el ganso comenzó a ras­ gar el saco muy despacio con su pico. Mientras el agujero se iba haciendo más grande, Shawneen se acordó de lo que los guardias le habían dicho sobre Ned el Dormilón. Seguramente, aquél era el hombre que los guardias andaban buscando. Sin hacer el menor ruido, Shawneen atravesó la sala de punti­ llas, salió del castillo y comenzó a correr por la colina. Sus pies se hundían en todos los charcos, y el barro le cegaba de tal manera que casi no podía ver. La suerte quiso que los guardias no estuvieran muy lejos. Shawneen llegó junto a ellos resoplando. Estaba tan nervioso que apenas podía hablar. —¡Allí, allí arriba! —gritaba Shawneen, señalando el castillo. —¿Qué pasa allí arriba, chico? —preguntaron los guardias. —¡Creo que es Ned el Dormilón, señor! Sin decir palabra, los tres subieron a toda prisa la colina. En un 185


abrir y cerrar de ojos, los guardias cogieron al hombre de cara feroz y se lo llevaron entre ellos. Con un par de buenos mordiscos, el ganso salió del. saco y se sacudió enérgicamente. Estaba muy enfadado y tenía razones para estarlo. Lo había puesto en un saco como si fuera una coliflor. Esto era demasiado para su dignidad. —Éste es un día afortunado para ti, chico —dijo uno de los guar­ dias—. Será mejor que vengas al cuartel con nosotros. Este es Ned el Dormilón, ya lo creo que lo es. Le hemos estado persiguiendo mu­ cho tiempo. Dejaremos su saco aquí y ya nos ocuparemos de él des­ pués. Estará seguro en este lugar desierto. Bajaron de la colina: Ned el Dormilón con un guardia a cada lado, y Shawneen y el ganso iban delante. Un poco después, Shawneen y uno de los guardias salían por la puerta del cuartel. El primero llevaba un pequeño saco de cuero en la mano. En él había dinero suficiente para comprar teteras, zapatos, vestidos, chales ¡y trompetas! —Bueno, chico —dijo el guardia—. Mereces esta recompensa por habernos dicho dónde estaba Ned el Dormilón. Ahora que ya no llue­ ve volvamos al castillo y veamos lo que llevaba en el saco. Subieron, pues, la colina. Cuando llegaron al castillo, el guardia volvió el saco del revés. Abrigos, camisas, botes y cazuelas salieron con estrépito del in­ terior del* saco. —¡Eh, ésta debe ser la tetera de la señora anciana! —dijo Shaw­ neen—, estaba envuelta en el abrigo de los cortadores de hierba; y aquí están los delantales de las otras señoras y las cazuelas y sarte­ nes de los estañadores. —¿Sabes a quién pertenecen todas estas cosas? —le preguntó el guardia, al mismo tiempo que se rascaba la cabeza. —¡Claro que lo sé! —respondió Shawneen, haciendo sonar al mis­ mo tiempo las monedas dentro de la bolsa— Todo esto es de gente que vive al oeste' de la carretera. Estañadores y cortadores de hierba, jóvenes y viejos. Tenga un poco de paciencia y se los traeré a todos. Sin otras palabras, bajó la colina y llegó a la tienda de la señora


Murphy. En menos de nada, salió de ella y subió a la colina soplando la trompeta sin parar. ¡Y qué bien se oía por todo el valle! Jamás se había oído nunca nada parecido. Todos los que la es­ cuchaban subían corriendo a la colina. Los estañadores, la mujer, los que cortaban hierba, los jóvenes bailarines, incluso la anciana dejó su rueca y fue hasta donde le permitieron sus piernas para ver qué era lo que producía aquel sonido tan hermoso. Pronto estuvieron to­ dos reunidos allí. Shawneen los alineó ante la puerta del castillo. Cuando hubieron recuperado todo lo que les pertenecía, Shawneen tocó algo alegre con su trompeta. Entonces, todos se pusieron a bai­ lar muy contentos. Unos minutos más tarde, bajaron y fueron por el camino del oeste. El violinista tocaba, los jóvenes cantaban y el gan­ so se movía desgarbadamente delante de ellos como si todo el mun­ do fuera suyo. —¡Oh, no, no! ¡Es un ganso normal y corriente! —decían todos— Es fácil verlo. No hay un ave más hermosa en toda Irlanda.



Cómo nevaron pelos y llovieron rosquillas en Virginia Occidental por Mary E. Cober

Cierto día, Tony oyó decir que había comenzado la escuela en el valle próximo. No había estado nunca en una escuela. Y estaba ansioso de saber cómo era. Así que, una mañana, salió muy temprano para reco­ rrer los veinte kilómetros que le separaban de ella y echarle una ojeada. A Tony le gustó mucho la escuela. Pensó que cuando se le estiraran un poco más las piernas, po­ dría dar pasos mucho más largos que entonces. An­ tes de terminar, podría dar pasos de casi un cuarto de kilómetro. Y, como después encontró algunos ata­ jos, Tony podría ir a la escuela en muy poco tiempo. Un día que iba a ella, vio dos grandes leones de montaña, los llamó jaguares, uno a cada lado del ca­ mino. “Están buscando una presa, y yo no quiero ser­ lo”, se dijo Tony. Entonces, tuvo una idea:


—¡Atacaos! ¡Atacaos! —gritó. Inmediatamente, los dos grandes animales se arro­ jaron uno contra otro. Mientras luchaban, comenza­ ron a saltar y saltar cada vez más alto. Pronto saltaron por encima de la cabeza de Tony. —¡Atacaos! ¡Atacaos! —siguió gritando Tony. Los leones se atacaron con más fuerza, mientras saltaban a la altura de los árboles. 190


Después de la escuela, Tony regresó por el mismo camino, con los ojos muy abiertos. Los leones no se dejaron ver, pero cuando se acercó al lugar donde los había visto antes, comenzaron a caer del cielo trozos de pelo. “Qué raro —se dijo Tony—. ¿De dónde pueden venir?” Tony miró a su alrededor y, finalmente, vio una nube peluda de la que parecían venir los pelos. —¡Caramba! Estos leones han saltado tanto que han ido a parar a las nubes —exclamó. Y esto era exactamente lo que pasaba. Esta fue la vez que ne­ varon pelos en Virginia Occidental. Tony, en sus viajes a la escuela, hacía experimentos muy inte­ resantes. Un día, su abuela, que había ido a verle a casa, hizo unos pasteles fritos o rosquillas, como los llamaríamos nosotros. Hizo tantas que ni los castores, a cuya familia pertenecía Tony, que comen tanto, podían acabárselas. Tony se llevó en un saco las que sobraron para dárselas al maestro de la escuela. En el camino se encontró con el Hermano Conejo, que había ido a hacer una visita a sus primos de Virginia. Tony estaba comiendo rosquillas, y esto despertó el apetito del Hermano Conejo, el cual decidió quedarse con todas ellas. —¡Eh, chico! ¿Qué llevas ahí? —saludó el Hermano Conejo. —Rosquillas —replicó Tony muy educadamente—, ¿quieres una? —Gracias, si no te importa... ¿sabes?, conozco unas palabras má­ gicas que pueden hacer que estas rosquillas se multipliquen, y en­ tonces tendremos todas las que queramos. —¿Cuáles son esas palabras? —preguntó Tony. —Primero, debes poner las rosquillas en este tronco de árbol y después cerrar los ojos. Después te diré las palabras mágicas. Tony hizo lo que le decía, sólo que no cerró del todo los ojos. Cuando vio que el Hermano Conejo cogía las rosquillas, Tony alargó el pie hacia el Hermano Conejo y de una patada lo lanzó al cielo. Y fue entonces cuando llovieron rosquillas, durante tres días, en Virginia Occidental. Como veis, aunque joven, era difícil que engañaran a Tony.



Aladino

y la lampara maravillosa

Aladino era hijo de un pobre sastre llamado Mustafá que habitaba en una rica ciudad de China. Mustafá murió cuando Aladino era muy niño todavía, y su madre tuvo que hilar algodón noche y día para mantenerse y mantener a su hijo. En cierta ocasión, cuando iba a cumplir los quin­ ce años, Aladino estaba jugando en la calle con sus compañeros. Un forastero que pasaba se detuvo a mi­ rarle. Este forastero era un mago africano que, para determinadas prácticas de hechicería, necesitaba la ayuda de un joven. Y vio que Aladino reunía las con­ diciones requeridas. Primero preguntó cómo se llamaba el muchacho a un grupo que se hallaba allí cerca, y luego, acercán­ dose a él, le dijo:


—¿No eres tú Aladino, el hijo del sastre Mustafá? —Sí, señor —repuso el chico—, pero mi padre murió hace largo tiempo. Al escuchar estas palabras, el mago le echó los brazos al cuello y, con lágrimas en los ojos, dijo: —Soy tío tuyo. Tu padre era mi hermano. Te pareces tanto a él, que te he reconocido al momento. Dio dos monedas de oro a Aladino y siguió diciendo: —Ve, hijo mío, en busca de tu madre y dile que esta noche ce­ naré con vosotros. Aladino corrió, complacido, con las monedas en la mano, adonde estaba la viuda. —Madre —preguntó—, ¿tengo yo algún tío? —No, hijo mío, ninguno. Tu padre no tenía ningún hermano, ni yo tampoco. —Pues acabo de separarme de un hombre —explicó el muchachoque dice ser hermano de mi padre. Me ha dado este dinero y dice que vendrá a cenar con nosotros esta noche. La buena mujer se sorprendió mucho, pero salió a comprar pro­ visiones y se pasó el día preparando una exquisita cena. Ya estaba a punto, cuando llamó a la puerta el mago, que entró cargado de toda clase de frutas y golosinas. Saludó a la madre de Aladino y, con lágrimas en los ojos, le rogó que le enseñase el lugar que ocu­ paba en la mesa su difunto hermano. Apenas se sentaron a cenar, comenzó a hablar de sus viajes. —Mi buena hermana —dijo a la viuda—, no te extrañe no haberme visto hasta hoy. He vivido fuera del país más de cuarenta años y durante este tiempo he recorrido muchas tierras. Lamento que haya muerto mi hermano, pero me satisface descubrir que dejó un hijo tan guapo. Volviéndose luego a Aladino, le preguntó: —¿Dónde trabajas, Aladino? Quizás has emprendido ya por tu cuenta algún negocio. Aladino bajó la cabeza, avergonzado. Su madre contestó por él:


—Aladino no ha empren­ dido nada. No hace más que recorrer ociosamente las calles y jugar con otros chicos. —Eso no está bien, sobri­ no —sentenció el mago—. De­ bes encontrar alguna manera de ganarte la vida. Yo te ayu­ daré con mucho gusto. Si quie­ res, alquilaré para ti una tien­ da y podrás vender ricas telas. Aladino saltó de gozo ante esta idea, y dijo al mago que ningún otro negocio podía sa­ tisfacerle tanto. —Bien; entonces —siguió diciendo el mago-, mañana te llevaré conmigo y te vestiré como el comerciante más rico de la ciudad; más adelante abriremos la tienda. Volvió al día siguiente, como había prometido, y acompañó a Aladino a casa de un mercader que vendía toda clase de trajes. Ala­ dino eligió el que más le gustaba y se mudó allí mismo. El mago llevó luego al muchacho a recorrer las mejores tiendas de la ciudad y por la noche lo invitó a una suculenta cena. Cuando la madre de Aladino lo vio volver tan bien vestido y le oyó explicar cómo habían pasado el día, quedó muy satisfecha y ya no dudó de que aquel hombre era el hermano de su difunto esposo. —Querido hermano —dijo al mago—, no sé cómo darte las gracias por todas tus bondades. —Aladino —contestó él— es un buen muchacho y se lo merece to­ do. Creo que nos sentiremos orgullosos de él algún día. Mañana de­ seo llevarlo conmigo a visitar los jardines de las afueras y pasado mañana abriremos la tienda. 195


Aladino se levantó muy temprano a la mañana siguiente y ape­ nas vio llegar a su supuesto tío corrió a su encuentro. El mago con­ dujo al muchacho a unos bellos jardines que se extendían fuera del recinto de la ciudad. Pasearon por ellos, conversando y, poco a poco, se internaron en los campos. Cuando se cansaron de andar, se sentaron junto a una fuente de agua cristalina y el mago sacó de sus alforjas una caja llena de frutas y pasteles. Después de tomar un refrigerio, echaron a campo traviesa hasta llegar a un angosto valle rodeado de montañas. Era precisamente el sitio donde el mago quería llegar. Había llevado a Aladino a aquel lugar animado por una secreta intención. —Bueno, no andemos más —le dijo—. Voy a enseñarte algo que nadie más que tú tendrá nunca ocasión de ver. Mientras me procuro una luz, coge esas ramitas secas y con ellas encenderemos un fuego. Aladino tuvo pronto reunido un buen montón de leña; el mago le prendió fuego y, cuando se alzaron las llamas, arrojó en medio de ellas unos granos de incienso. Al mismo tiempo, pronunció unas pa­ labras mágicas en una lengua que Aladino no pudo comprender. Al instante se abrió la tierra a sus pies y apareció una gran losa de piedra con una anilla de cobre. Aladino se asustó tanto que quiso escapar, pero el mago se lo impidió agarrándolo con fuerza por el brazo. —Si me obedeces —dijo-, no tendrás que arrepentirte. Debajo de esa piedra hay un tesoro escondido que te hará más rico que todos los reyes del mundo. Pero antes deberás hacer exactamente lo que yo te ordene. A Aladino se le había disipado el miedo y respondió: —Bueno, tío, estoy pronto a obedecerte. ¿Qué debo hacer? —Coge esa anilla —dijo el mago— y levanta la losa. Aladino hizo lo que se le mandaba, levantó la piedra y la dejó a un lado. En cuanto estuvo levantada, apareció una escalera de tres o cuatro peldaños que iba a morir junto a una puerta. —Baja esa escalera y abre la puerta. Detrás hallarás un palacio dividido en tres grandes estancias. En cada una de ellas verás cuatro


grandes jarras llenas de oro y plata, pero no las toques. Debes pasar por las tres estancias sin detenerte. Sobre todo, procura no acercarte a las paredes ni rozarlas siquiera con la ropa, pues de hacerlo mori­ rías instantáneamente. Al final de la tercera estancia encontrarás una segunda puerta, la cual se abre a un jardín lleno de hermosos árboles cargados de frutas. Atraviesa el jardín y al llegar a la pared verás en una hornacina una lámpara encendida. Tómala y apágala. Quítale luego el aceite y el pabilo y tráemela. Después de dar estas instrucciones, el mago se quitó un anillo del dedo y se lo puso a Aladino, diciendo: —Este anillo te protegerá contra todo mal. Ahora ve, hijo mío; haz lo que te encargo y los dos seremos ricos para el resto de nues­ tra vida. Aladino bajó la escalera y abrió la puerta. Detrás encontró las tres estancias de que le había hablado su supuesto tío. Las cruzó con todo cuidado y pasó, sin detenerse, al jardín. Allí sacó la lámpara de la hornacina, le quitó el aceite y la mecha y se la puso en el cinto. Mas, antes de abandonar el jardín, se detuvo a contemplarlo un poco. Los árboles estaban cargados de frutos de diversos colores. Unos eran de un blanco mate; otros brillaban como el cristal; éstos eran verdes; aquéllos, rojos; éstos, azules; aquéllos, violeta. Los fru­ tos de un blanco mate eran perlas; los que centelleaban, diamantes; los verdes, esmeraldas; los rojos, rubíes; los azules, turquesas; los de color púrpura, amatistas. Aladino desconocía su valor, y creyó que no eran más que vi­


drios de colores. Pero como le gusta­ ban mucho, tomó unos cuantos de cada color y se llenó con ellos los bolsillos, así como la bolsa de cuero. Cargado con su tesoro, pasó a toda velocidad por las tres estancias y pron­ to llegó a la boca de la caverna. Al di­ visar al mago que le esperaba, le gritó: —Tío, dame la mano. Ayúdame a salir de aquí. —Dame primero la lámpara —repu­ so el mago—, para que no te estorbe. —Es que ahora no puedo, tío. Te la daré en cuanto salga. Lo que quería el mago era coger la lámpara y empujar a Aladino al fondo de la caverna para dejarle morir allí, pero el muchacho iba tan cargado con los frutos de los árboles que no podía sacar del cinto la lámpara. Insistió nue­ vamente el mago y, viendo que Aladino no le obedecía, se encolerizó tanto que volvió a arrojar unos granos de incienso al fuego y pronunció dos palabras mágicas. En el acto, la losa volvió a ocupar su sitio y cerró la entrada de la caverna. Cuando Aladino se halló rodeado de tinieblas, llamó al mago y le dijo cien veces que estaba dispuesto a entregarle la lámpara inme­ diatamente, pero todo fue en vano. Bajó las escaleras entonces y qui­ so salir al jardín, pero la puerta estaba cerrada. Por espacio de dos días permaneció allí a oscuras, sin comer ni beber. Por fin, juntó las manos para orar, se inclinó y, al hacerlo, frotó contra la losa el anillo que el mago le había puesto en el dedo. En el acto, un genio enorme surgió de la tierra diciendo: —¿Qué deseas? Soy el esclavo del anillo y te obedeceré en todo. Aladino contestó: —Sácame de aquí. 198


Al instante se abrió la tierra y Aladino se halló en el campo. Volvió a su casa, pero se desmayó delante de la puerta. Cuando vol­ vió en sí, contó a su madre lo que le había pasado y le enseñó la lámpara y los frutos que había cogido. Luego le pidió de comer. —¡Ay, hijo mío! No hay nada en casa, pero como tengo hilado un poco de algodón, saldré a comprar alguna cosilla. —Guarda el algodón, madre —repuso Aladino—, y vende la lám­ para que te he traído. La buena mujer la tomó y, viendo que estaba sucia, empezó a frotarla con un poco de tierra. Al instante apareció un genio espantoso, que con estentórea voz le dijo: —¿Qué deseas? Soy el esclavo de la lámpara. Aquí me tienes, dispuesto a obedecer a quien la posee. La madre de Aladino se asustó tanto, que ni podía hablar. Ala­ dino le quitó la lámpara de las manos y dijo: —Tráenos algo de comer. El genio desapareció. Poco después regresó con una gran ban­ deja de plata. En ella había doce fuentes, también de plata, llenas de los más suculentos manjares. Había asimismo dos platos y dos va­ sos de plata. El genio colocó la bandeja sobre la mesa y desapareció. Aladino y su madre comieron con excelente apetito. Nunca ha­ bían probado manjares tan exquisitos. Cuando se comieron todo lo que trajo el genio, vendieron una tras otra las fuentes de plata y ad­ quirieron más provisiones. De esta manera vivieron bien por espacio de algún tiempo. Un día en que Aladino paseaba por la ciudad, oyó un pregón. El sultán ordenaba que los comerciantes cerrasen sus tiendas y que todo el mundo se encerrase en su casa mientras la princesa pasaba por las calles, camino de los baños. Aladino quiso verla y se escondió detrás de una puerta. No tar­ dó mucho en aparecer la princesa acompañada de una multitud de doncellas. Al aproximarse a la puerta en que se ocultaba Aladino, se levantó el velo y él le vio la cara. Era tan hermosa que el joven se enamoró de ella inmediatamente. 199


Cuando habló de ello con su madre, la mujer se rió y dijo: —Pero, hijo, ¿en qué estás pensando? ¡Debes de haberte vuelto loco para hablar así! —No estoy loco, sino muy cuerdo —repuso el muchacho—, y he resuelto que vayas a pedirle para mí al sultán la mano de la princesa. Preséntate a él hoy mismo y ojalá se muestre favorable. —¡Yo! —exclamó la viuda—. ¡Dirigirme yo al sultán! Sabes muy bien que nadie puede presentarse delante de él sin ofrecerle un rico regalo. ¿De dónde quieres que lo saque? —¡Ah! —dijo Aladino—. Tengo que confiarte un secreto. Aquellos pedazos de cristal que cogí en los árboles de la caverna son joyas de un gran valor. He mirado las que venden en las joyerías y no he visto ninguna tan grande ni tan hermosa como las mías. Si se las 200


ofrecemos al sultán, estoy seguro de que su respuesta será favorable. Y así diciendo, Aladino sacó las piedras preciosas del cofrecillo en que estaban guardadas y su madre las colocó en una fuente de porcelana fina. La belleza de los colores asombró a la buena mujer y pensó que aquel regalo no dejaría de complacer al sultán. Envolvió gemas y fuente en una servilleta fina de hilo y se dirigió a palacio. Al llegar, se encontró rodeada de una gran muchedumbre de ne­ gociantes y pedigüeños. Se abrieron las puertas, entró en la sala de audiencia con los demás y se colocó frente al sultán. Pero éste no reparó en ella. Por espacio de una semana, volvió a palacio todos los días y se colocó siempre en el mismo sitio. Por fin, el sultán la mandó llamar y le preguntó qué quería. Tem­ blando, la buena mujer le comunicó los deseos de Aladino. El sultán la escuchó amablemente y a continuación le preguntó qué llevaba en­ vuelto en el lienzo. Ella lo desdobló y colocó delante suyo las resplandecientes pie­ dras preciosas. ¡Cómo se sorprendió el sultán al verlas! Permaneció largo tiempo sin pronunciar una palabra; sólo acertaba a mirar aquel prodigio. Luego exclamó: —¡Qué riqueza! ¡Qué hermosura! Sin embargo, como había resuelto casar a su hija con uno de sus cortesanos, dijo a la madre de Aladino: —Di a tu hijo que se casará con mi hija si me envía cuarenta bandejas de oro macizo llenas de piedras iguales a éstas. Deberán encargarse de traerlas cuarenta esclavos negros precedidos de cua­ renta esclavas blancas, y todos irán ricamente vestidos. Di le que aguardo su respuesta. La madre de Aladino hizo una profunda reverencia y volvió a su casa diciéndose que todo estaba perdido. Transmitió a su hijo el mensaje del sultán, agregando: —Ya te dije que pedías un imposible. Aladino sonrió. Fue a encerrarse en su cuarto, tomó la lámpara y la frotó. El genio apareció instantáneamente y Aladino le rogó que le trajera todo lo que el sultán le había pedido. El genio desapareció y regresó pronto con lo solicitado por Ala-


dino. Cada esclavo negro llevaba sobre su cabeza una bandeja de oro llena de perlas, diamantes, rubíes y esmeraldas. Los cuarenta escla­ vos negros y las cuarenta esclavas blancas llenaron toda la casa. Aladino les ordenó que se dirigieran a palacio, de dos en dos, y pidió a su madre que los siguiera y ofreciera aquel regalo al sultán. Los esclavos iban tan ricamente vestidos que todos los habitan­ tes de la ciudad se detenían para contemplarlos y ver las bandejas de oro que llevaban sobre la cabeza. Al entrar en palacio, se arrodillaron delante del sultán. Hecho esto, cada uno de los esclavos negros colocó sobre la alfombra su bandeja y luego se colocaron en semicírculo alrededor del trono. El asombro del sultán al ver tanta riqueza no es para ser des­ crito. Después de contemplar largamente los deslumbrantes monto­ nes de piedras preciosas, pareció despertar de un profundo sueño y dijo a la madre de Aladino: —Ve, buena mujer, y di a tu hijo que le aguardo con los brazos abiertos. La dichosa viuda no perdió tiempo en transmitir el mensaje a Aladino, rogándole que se diera prisa en obedecer, pero Aladino lla­ mó primero al genio. —Deseo darme un baño perfumado —dijo—. Luego me traerás un rico traje, un caballo tan espléndido como los del propio sultán y veinte esclavos que me acompañen; quiero también veinte mil mo­ nedas de oro repartidas en veinte bolsas. Fue cosa de un abrir y cerrar de ojos. Aladino, vestido con un rico traje, montó a caballo y atravesó las calles. Diez esclavos marchaban a su derecha, otros diez a su izquierda y cada uno de ellos llevaba en la mano una bolsa llena de monedas de oro, que iban echando a la multitud. Cuando el sultán divisó a tan guapo muchacho, bajó de su trono para recibirle y le condujo al salón donde se había preparado un gran banquete. Deseaba que Aladino se casara aquel mismo día con la princesa, pero Aladino dijo respetuosamente: —Primero debo mandar que se edifique un palacio digno de ella. Volvió a su casa y llamó al genio.


—Construyeme un palacio del más rico mármol, incrustado de piedras preciosas—or­ denó—. Deberá tener cuadras y caballos, ca­ ballerizos y esclavos. A la mañana siguiente, apareció el ge­ nio y llevó a Aladino al palacio. Era mucho más bello de lo que Aladino esperaba. Al vi­ sitarlo, el sultán y su corte quedaron estu­ pefactos. Ese mismo día, se celebró en medio de grandes fiestas la boda de Aladino con la princesa. Aladino supo conquistar el amor del pueblo con su generosidad. En tanto, allá en Africa, el mago des­ cubrió por medio de sus artes que Aladino, en lugar de haber muerto en la cueva, era riquísimo y famoso. Lleno de coraje, marchó a China. Al llegar a la ciudad, oyó hablar a todo el mundo del maravilloso palacio. Adivinó en seguida que todo era obra del genio de la lámpara y decidió apoderarse de ella. Los mercaderes le dijeron que Aladino había salido de caza y que no volvería a la ciudad hasta pasados tres o cuatro días. Entonces, compró una docena de lám­ paras de cobre nuevas y se encaminó a pa­ lacio, pregonando por el camino: —¡Quién quiere cambiar lámparas nuevas por lámparas viejas! Al llegar debajo de la ventana de la princesa, todas las esclavas se rieron al escuchar tan absurdo pregón. —Vamos a ver —dijo una de ellas— si ese viejo loco hace lo que dice. He visto una lámpara roñosa sobre una repisa. Le pediremos que nos la cambie por una nueva. Se refería a la lámpara mágica que Aladino había dejado allí al


salir de caza. Como la princesa desconocía su valor, también rió y dio permiso a la esclava para que la cogiera y la cambiara. El mago dio por ella, alegremente, la mejor de las que poseía, y con paso apresurado se dirigió al bosque. Al llegar la noche, llamó al genio de la lámpara y le ordenó que le transportase a Africa, junto con el palacio y la princesa. Es de imaginar la terrible cólera que sintió el sultán cuando des­ cubrió que el palacio y su hija habían desaparecido. Envió a sus sol­ dados en busca de Aladino y quería mandar decapitarlo en el acto, pero el pueblo amaba mucho a Aladino y se amotinó pidiendo al sul­ tán que le conservara la vida. —Estoy dispuesto a concederte la vida —dijo el sultán—, pero so­ lamente por espacio de cuarenta días y cuarenta noches. En ese tiem­ po tienes que devolverme a mi hija si no quieres perder la cabeza. Aladino erró como loco por las calles preguntando a cuantas per­ sonas encontraba si sabían lo que había sido de su palacio; pero las gentes creían que con el gran disgusto que estaba pasando había per­ dido el seso. Por fin, se detuvo junto a un riachuelo para beber un poco de agua. Como no llevaba ningún vaso, hizo copa de sus manos y, sin querer, rozó el suelo con el anillo mágico que todavía llevaba puesto en el dedo. Apareció inmediatamente el genio del anillo y, como la otra vez, le preguntó qué mandaba. —¡Oh, poderoso genio! —dijo Aladino—. Devuélveme el palacio. —Devolvértelo no está en mi poder —contestó el genio—. Esto a quien debes pedírselo es al esclavo de la lámpara. Yo sólo soy es­ clavo del anillo. —En ese caso, llévame adonde se halla el palacio. Aladino se vio trasladado al punto a un país extranjero y se en­ contró de pie delante de su palacio. La princesa estaba en aquel ins­ tante en la ventana de su habitación, llorando amargamente. Al m irar afuera, vio a Aladino y se llenó de gozo. Le dijo que subiera y le contó todo lo sucedido. Cuando Aladino supo lo del cambio de las lámparas, comprendió en el acto que el mago era el causante de sus penas.


—Dime —preguntó a la princesa—, ¿dónde está ahora la lámpara? —El malvado me la enseña todos los días, para darme más pena aún de la que siento: la lleva metida en el cinturón y jamás se separa de ella ni de noche ni de día. Aladino y su esposa hablaron durante largo rato y concertaron un plan para recuperar la lámpara mágica. Aquél fue a la ciudad y compró unos polvos que producían una muerte instantánea. La prin­ cesa se vistió sus prendas más ricas y convidó al mago a cenar con ella. Mientras estaban sentados a la mesa, ordenó a una esclava que trajera dos copas de vino que tenía preparadas. Halagado por tanta amabilidad, el mago bebió el vino que ella le ofrecía y cayó muerto al instante. Aladino, que estaba escondido muy cerca de ellos, cogió la lám­ para y llamó al genio, ordenándole que los volviera a China con pa­ lacio y todo. A la mañana siguiente, el sultán miró por la ventana y vio res­ plandecer bajo los rayos del sol el palacio de Aladino. Loco de alegría fue a abrazar a su hija y ordenó que se dispusiera un alegre festín que duró una semana entera. Aladino y su esposa vivieron en paz. Al morir el sultán, Aladino subió al trono, reinó en China durante largos años y fue amado por su pueblo.


La viejecita

de

los gansos

por Hope Newell

En una fría noche de invierno, una viejecita estaba en el galli­ nero disponiéndose a hacer dormir a sus gansos. Les dio un poco de grano y les quitó sus abriguitos rojos. Después, cepilló todos los abriguitos y los planchó. Mientras los doblaba, pensó: “Mis pobres gansos deben de tener mucho frío por las noches. Yo tengo mi chimenea y mi cama de plumas, mientras que ellos no tienen ni una manta que les dé calor.” Cuando terminaron de comer el grano, los gansos empezaron a ir a sus palos del gallinero. 206


“¡Cua, cua, cua!”, hacía el ganso mayor mientras se subía al palo. “¡Cua, cua, cua!”, hacía la gansa gris mientras se subía al palo. “¡Cua, cua, cua!”, hacían los otros gansos mientras se subían al palo. Entonces, la viejecita cerró la puerta del granero y entró en la casa. Ya en la cama, no podía dormirse pensando en los gansos. Al cabo de un rato se dijo: “No puedo pegar ojo pensando en el frío que deben de tener. Será mejor que los traiga a casa; aquí estarán más calientes.” La viejecita se levantó y fue al gallinero a buscarlos. Los hizo bajar del palo y les puso sus abriguitos rojos; levantó después a dos de ellos y, colocáñdoselos bajo los brazos, los llevó a la casa. Después de llevar a todos los gansos, la viejecita se dijo: “Ahora tengo que arreglarlos para que se duerman otra vez.” 207



Les quitó sus abriguitos rojos y les dio un poco de grano. Después cepilló los abriguitos y los dobló cuidado­ samente. Mientras los iba doblando pensaba: “Ha sido una buena idea traer los gansos a casa. Aho­ ra están calientes y yo podré dormir tranquila.” Se desnudó otra vez y se metió en la cama. Cuando los gansos comieron su ración de grano, em- [ pezaron a gritar. “¡Cua, cua!”, hizo el más grande, y saltó a la cama, a los pies de la viejecita. “¡Cua, cua!”, hizo la gansa gris y saltó a la cama, a los pies de la viejecita. “¡Cua, cua!”, dijeron los demás gansos, y todos trata­ ron de saltar a la cama de la viejecita.


Pero no era una cama muy grande y no había sitio para todos ellos. Comenzaron a pelearse. Se empujaban y daban golpes. Chilla­ ban, graznaban y revoloteaban. Durante toda la noche, los gansos hicieron lo mismo. Era tanto el ruido que la viejecita no pudo pegar ojo. “Esto no puede seguir así —se dijo—; cuando estaban en el galli­ nero, no podía dormir pensando en el frío que debían de tener. Ahora que los tengo en casa no puedo dormir por el ruido que hacen. Qui­ zá, si uso el cerebro, encontraré una solución.” La viejecita se puso una toalla húmeda en la cabeza y se la ató debajo de la barbilla. Después, se sentó con un dedo apoyado en la nariz y al cabo de un rato se le ocurrió una idea. “Trasladaré el gallinero a casa —se dijo—, así los gansos tendrán fuego para calentarse. Después, meteré mi cama en el granero. Mi colchón de plumas conservará el calor, no tendré que preocuparme por los gansos y no me despertarán con sus ruidos. Dormiré muy cómodamente en el granero.” La viejecita trasladó pues el gallinero a la casa y llevó la cama al granero. Cuando llegó la noche, llevó los gansos a la casa. Después de darles un poco de grano, les quitó sus abriguitos rojos. Seguidamen­ te subieron todos a sus palos y la viejecita se fue a dormir al granero. Estuvo caliente en su lecho de plumas. No se preocupó por los gansos porque sabía que también tenían calor. Y así durmió profun­ damente toda la noche.

210



Charla por Harold Courlander y George Herzog

En una localidad no lejos de Acra, en el golfo de Guinea, un campesino fue un día a su huerto para recoger unas patatas y llevar­ las al mercado. Mientras estaba cavando, una de las patatas le dijo: —¡Vaya, por fin has llegado! Nunca te habías preocupado por mí y ahora vienes a molestarme con tu azada. ¡Vete y déjame en paz! El campesino se volvió con asombro hacia la vaca. La vaca es­ taba rumiando y le miraba. —¿Has dicho algo? —le preguntó aquél. —No ha sido la vaca la que ha hablado —dijo el perro—. Fue la patata. La patata dice que la dejes en paz.


El hombre se enfadó porque el perro nunca había hablado antes y, además, no le gustaba su tono de voz. Cogió el cuchillo y cortó una rama de una palmera para castigar al perro. La palmera dijo: —¡Deja esta rama! El hombre comenzó a preocuparse por lo que estaba pasando, e iba a dejar la rama de la palmera, pero la rama dijo: —¡Hombre, déjame caer despacio! Dejó la rama suavemente sobre una piedra y la piedra dijo: —¡Eh, tú, quítame esto de encima! Era demasiado. El hombre comenzó a correr hacia el pueblo. En el camino se encontró con un pescador que llevaba un anzuelo. —¿Por qué tanta prisa? —preguntó el pescador. —Mi patata me dijo: “Déjame en paz”. Después el perro dijo: “¡Mira lo que dice la patata!” Cuando iba a azotar al perro con una rama de palmera, el árbol dijo: “¡Deja esta rama!” Entonces la rama añadió: “¡Déjame caer poco a poco!” Por último la piedra dijo: “¡Quí­ tame esto de encima!” —¿Eso es todo? —preguntó el hombre del anzuelo—¿Eso te asus­ ta tanto? —Y bien —preguntó el anzuelo que llevaba el pescador—, ¿la sa­ caste de la piedra? —¡Ooohh! —gritó el pescador. Tiró el anzuelo y comenzó a correr con el campesino. En el camino encontraron a un tejedor que llevaba un rollo de tela en la cabeza. —¿•Adonde vais con tanta prisa? —les preguntó. —Mi patata dijo: “¡Déjame en paz!”, —respondió el campesino—. El perro dijo: “¡Mira lo que dice la patata!” El árbol dijo: “¡Deja esta rama!” La rama dijo: “¡Déjame caer poco a poco!” Y la piedra dijo: “¡Quítame esto de encima!” —Y después —continuó el pescador—, el anzuelo dijo: “¿La sacas­ te de la piedra?” —No hay razón para ponerse nerviosos —opinó el tejedor—. No hay razón. —¡Oh, claro que la hay! —dijo el rollo de tela—. Si te hubiera pa­ sado a tí también correrías.


—¡Ohhhh! —gritó el tejedor. Arrojó su rollo en medio del camino y comenzó a correr con los otros. Llegaron a la corriente de un río y vieron a un hombre que se bañaba. —¿Estáis cazando una gacela? —les preguntó. El primer hombre dijo, casi sin respiración: -M i patata me habló y dijo: “¡Déjame en paz!” Y mi perro dijo: “Escucha a tu patata” Y cuando corté una rama del árbol, éste dijo: “¡Deja esta rama!” Y la rama dijo: “¡Hazlo con cuidado, poco a po­ co!” Y la piedra dijo: “¡Quítame esto de encima!” —Y mi anzuelo dijo: “¿Lo hizo?” —Y mi rollo de tela dijo: “Tú también correrías”. —¿Y por eso estáis corriendo? —preguntó el hombre del río. —Bueno, tú también correrías si te sucediera —dijo el río. El hombre salió precipitadamente del agua y comenzó a correr con los otros. Corrieron por la calle mayor del poblado hasta la tienda del jefe. Los criados del jefe sacaron el taburete y éste salió y se sentó para escuchar a los recién llegados. Ellos comenzaron, pues, a recitar sus apuros. —Fui a mi huerto a sacar unas patatas —dijo el granjero, agitan­ do sus brazos—y entonces, ¡todo comenzó a hablar! Mi patata dijo: 214


“¡Déjame en paz!” Mi perro dijo: “¡Escucha a tu patata!” El árbol dijo: “¡Deja esta rama!” La rama dijo: “¡Hazlo poco a poco!” Y la piedra dijo: “¡Quítame esto de encima!” —Y mi anzuelo dijo: “¿Bueno, lo hizo?” —agregó el pescador. —Y mi rollo de tela dijo: “Tú también correrías” —añadió el te­ jedor. —Y el río dijo lo mismo —concluyó el hombre que se estaba ba­ ñando, con los ojos desorbitados por el espanto. El jefe los escuchó con paciencia, pero los regañó. —Es realmente un historia extraña —dijo por último—. Mejor será que volváis al trabajo antes de que os castigue por perturbar la paz. Los hombres se alejaron y el jefe de la tribu, meneando la ca­ beza, comentó para sí: “¡Que una cosa como ésta alborote la comunidad...!” —Fantástico, ¿verdad? —dijo el taburete-. ¡Imagínate, una patata que habla!


Lo pasado, pasado recopilado por W anda Gág

Éste es un cuento muy antiguo que me contó mi abuelo cuando yo era muy pequeña. A él se lo contó su abuela, a quien se lo había contado, a su vez, su abuelo, cuando era muy pequeña, allá en Bohemia. Ignoro dónde éste lo escuchó, pero ya veis que es un cuento viejo, muy viejo. He aquí como me lo con­ taba mi abuelo: Se titula Lo pasado, pa­ sado, y es el cuento de un hombre que quería hacer tra­ bajos domésticos. Este hombre, que se lla­ maba Fritzl, y su esposa, cuyo nombre era Liesi, te­ nían una hija, a la que die­ ron el nombre de Kinndli, un perro, al que llamaban “Spitz”, una vaca, dos ca­ bras, tres cerdos y una do­ cena de patos. Estos eran todos sus haberes.


Vivían en el campo y trabajaban sus pocas tierras. Fritzl tenía que labrar, sembrar las semillas y arrancar las malas hierbas. Cortaba el heno y lo ponía en gavillas al sol. El hombre tra­ bajaba mucho, día tras día. Liesi debía limpiar la casa, preparar la comida, batir la leche para hacer mantequilla y cuidar del gallinero y del niño. Ella también trabajaba mucho, como podéis ver. Ambos trabajaban mucho, pero Fritzl siempre creía que él tra­ bajaba más. Por la noche, cuando volvía del campo tomaba asiento en su casa, se secaba la frente con un gran pañuelo rojo y decía: —¡Qué calor hacía hoy al sol, y cómo he trabajado! Tú no te imaginas, Liesi, lo duro que.es el trabajo de un hombre. En cambio, tu trabajo es insignificante. —¡Oh, no es nada fácil! —dijo Liesi. —¿Nada fácil? —gritó Fritzl—. Todo lo que haces es dar una vuel­ ta por la casa y limpiar un poco aquí y allá. ¡No puedes cansarte haciendo eso! —Bueno, si es así como piensas —dijo Liesi—, podríamos cam­ biamos el trabajo a partir de mañana. Yo me encargaré de tu labor en el campo y tú de la mía en el hogar. Yo iré a trabajar el heno y tú podrás dar vueltas por la casa. ¿Quieres probarlo? Fritzl pensó que le gustaría hacer aquello: tumbarse en la hierba y ver a su niña, a Kinndli, o sentarse a la sombra, batir la leche para preparar la mantequilla, freír una salchicha y cocer un poco de sopa. ¡Sería muy fácil! Sí, lo probaría. A la mañana siguiente, Liesi no perdió el tiempo. Al romper el día andaba ya por el campo, con un cubo de agua en la mano y la hoz en la espalda. Y Fritzl, ¿dónde estaba? Pues, en la cocina, friendo un par de salchichas para desayunar. Se había sentado después de poner la sar­ tén en el fuego, y, mientras las salchichas se iban friendo, se perdía en agradables pensamientos. “Y ahora un poco de sidra —pensó—. Un jarro de sidra de man­ zana para acompañar las salchichas; lo que hace falta es un jarro de sidra.”


Dicho y hecho. Dejó la sartén en el fuego y bajó al sótano, donde había un buen barril de sidra. Sacó el tapón del barril y miró cómo la sidra caía en el jarro, con tantas burbujas que era una gloria verla. Pero, ¿qué significaba tanto ruido en la cocina? ¡Qué estrépito! ¿Era quizás el perro, que robaba las salchichas? Sí, esto era. Y cuando Fritzl llegó a lo alto de la escalera, allí encontró a “Spitz” que salía por la puerta de la cocina arrastrando tras de sí la ristra de salchichas. Fritzl le siguió gritando: —¡Eh, ven acá, ven en seguida! —pero el perro no se detuvo. Fritzl corría, el perro corría también. Fritzl aceleraba el paso, pero el perro siempre le llevaba ventaja. Y, al final, el perro se escapó y nuestro Fritzl tuvo que abandonar la persecución. —Bien, paciencia, lo pasado, pasado —se dijo Fritzl, encogiéndose de hombros. Y así regresó a la casa, mientras resoplaba y se secaba la cara con su gran pañuelo rojo. Pero, ¿y la sidra? ¿Había puesto el tapón otra vez en el barril? No, no lo había hecho, porque tenía aún el tapón en la mano. Se apresuró a regresar a casa; sin embargo, ya era demasiado tarde. La sidra, después de colmar el jarro, se había derramado por el suelo. Fritzl miró el charco y dijo: —¡Paciencia! Lo pasado, pasado. Era ya hora de hacer la mantequilla. Llenó el cubo de buena le­ che, lo llevó a la sombra de un árbol y comenzó a batir la leche con todas sus fuerzas. Cerca de allí estaba su pequeña Kinndli jugando entre las mar­ garitas. El cielo era azul, el sol esplendoroso, y las flores parecían ojos de ángeles que brillaban entre la hierba. —Todo es hermoso ahora —dijo Fritzl, mientras seguía batiendo la mantequilla— Por fin puedo reposar mis cansadas piernas. Pero, ¡espera! ¿'Y la vaca? Me he olvidado completamente de ella y no le he dado ni una gota de agua en toda la mañana. ¡Pobrecilla! Se dirigió corriendo al establo, llevando un cubo de agua fresca 218


para la vaca. Ya era tiempo, porque al pobre animal le colgaba la lengua a causa de la sed. Y, además, necesitaba comer, como pudo ver el hombre al mirarla. Fritzl la sacó del establo y la condujo a un verde prado. Pero, ¡un momento! Había que pensar también en Kinndli, la cual se vería tal vez en apuros si él se dirigía al prado. No, lo mejor sería no llevar la vaca al prado y tenerla cerca de casa, bajo techo. ¡El tejado, sí, claro! La casa de Fritzl no estaba cubierta de tejas, ni de madera, ni de hojalata, sino de musgo y tierra, y en ella crecían la hierba y las flores. No era difícil llevar la vaca al tejado, como se pudiera pensar. La casa de Fritzl se levantaba junto a la ladera de una pequeña co­ lina. Bastaba, pues, conducir la vaca a la pendiente de la colina y allí, a sus pies, quedaba el tejado de la casa, cubierto de verde hier­ ba. Esto era lo que debía hacer, y pronto estuvo hecho. A la vaca le gustó mucho permanecer allá arriba, y en seguida empezó a comer con muy buen apetito. Fritzl regresó entonces a ter­ minar con la mantequilla. Pero... ¿qué era aquello? ¿Qué veía debajo del árbol? Kinndli se había subido en el cubo. ¡El cubo se inclinaba, se estaba volcando! Y allí, en la hierba, quedó Kinndli, toda cubierta de leche a medio batir y de mantequilla. —Esto es el fin de nuestra mantequilla —se dijo Fritzl, abriendo y cerrando los ojos. Después, se encogió de hombros y murmuró: —Lo pasado, pasado. Levantó a Kinndli, cubierta de manteca y leche, y la puso a se­ car al sol. Pero el sol estaba ya en lo alto del cielo. Era mediodía; la comida no estaba lista y pronto regresaría Liesi a casa en busca de un bocado. Dando grandes pasos, Fritzl se dirigió al huerto. Cogió unas pa­ tatas, cebollas, zanahorias, coles, remolachas, guisantes, rábanos, pe­ rejil y apios. —Un poquito de cada cosa; con esto haremos una buena sopa -se dijo Fritzl, con los brazos tan llenos de verduras que no pudo cerrar tras de sí la puerta del huerto.


Se sentó en un banco de la co­ cina y comenzó a mondar y cortar hortalizas. ¡Había que ver cómo tra­ bajaba aquel hombre y cómo vola­ ban las mondaduras! De pronto, oyó un gran ruido encima de su cabeza. Fritzl se puso en pie de un salto. —La vaca —se dijo—. Está res­ balando en el tejado. Podría caerse y romperse el cuello. Subió de nuevo al tejado, esta vez con una gruesa cuerda enro­ llada al brazo. Ahora, estad atentos, os diré lo que hizo: cogió un extremo de la cuerda, amarró a la vaca por la mitad del cuerpo y dejó caer el otro extremo por la chimenea, hasta introducirlo en la cocina. ¿Y después? Cogió el extremo de la cuerda que colgaba de la chimenea y se lo ató alrededor de-su propio cuerpo con un fuerte nudo. Esto es lo que hizo. —¡Ya está! —musitó—. Con esto se evita que la vaca se caiga del tejado. —Y comenzó a silbar, mientras seguía con su trabajo. Puso unos leños en la chimenea y colocó un gran caldero de agua sobre ellos. —Bueno, bueno —pensó—; por fin las cosas comienzan a ir bien y pronto tendremos una buena sopa. Ahora, pondré las verduras en la olla... Y así lo hizo. —A continuación echaré el tocino... Y lo hizo también. —Y ahora, a encender el fuego... 220


Pero no pudo hacerlo. Porque la vaca, con gran estrépito, resbaló por el tejado y Fritzl..., bueno, Fritzl se quedó, el pobre, colgado de la chimenea sin poder subir ni bajar. Al poco rato, llegó Liesi del campo con el cubo de agua en una mano y la hoz en la otra. Pero, ¡santo Cielo! ¿qué era lo que colgaba del borde del tejado? ¿La vaca? ¡Sí, sí, la vaca! Y medio estrangulada además, con los ojos fuera de las órbitas y la lengua colgando. Liesi no perdió tiempo. Cogió la hoz y con rápido movimiento cortó la cuerda; y allí quedó la vaca, vacilando sobre sus cuatro pa­ tas, pero sana y salva, gracias al cielo. Después, Liesi vio que el huerto tenía la puerta abierta. Allí es­ taban los cerdos, las cabras y los gansos. Allí estaban todos, pero el huerto había quedado sin nada. Liesi siguió avanzando, ahí estaba “Spitz”, el perro, sobre la hierba, harto de salchichas y al parecer sin encontrarse nada bien.

221


Liesi siguió caminando y, ¿qué descubrió a continuación? El cubo puesto al revés y a Kinndli, a pleno sol, tiesa como un palo, con tanta crema y mantequilla secas. Liesi siguió avanzando. Dirigió una mirada al sótano. La sidra inundaba el suelo e incluso rebasaba la bodega. Liesi miró la cocina. El suelo se veía cubierto de mondaduras de hortalizas y lleno de platos y cazuelas por todas partes. Por último, se fijó en el hogar: —¡Dios mío! ¿'Qué ha pasado? —gritó. ¿Qué era lo que se veía en el caldero? Dos brazos que se agi­ taban, dos piernas que se movían y un ruido como el de gorgoteo que salía del agua. —Pero, ¿qué significa todo esto ? —gritó Liesi—. Ella no sabía (pe­ 222


ro nosotros sí, ¿verdad?) que cuando salvó a la vaca, algo le había ocurrido a Fritzl. Sí, sí: al cortar la cuerda, Fritzl cayó de la chime­ nea y, con gran estrépito, fue a parar al caldero. Liesi no perdió el tiempo. Tiró de los brazos y las piernas, y de allí salió su Fritzl, chorreando y balbuceando, con una hoja de col en el pelo, apio en el bolsillo y una rama de perejil en una oreja. —¡Ajá! ¿‘Así es como cuidas de la casa? —dijo Liesi. —¡Oh, Liesi querida! —balbuceó Fritzl—. Tienes razón. Tu traba­ jo no resulta nada fácil. —Es un poco duro al principio, pero mañana lo harás mejor. —No, no —dijo Fritzl con espanto—. Lo pasado, pasado, como suele decirse. Y esto es lo que va a ocurrir con los quehaceres de casa. Por favor, deja que vuelva a mi tarea en los campos y no temas que diga nunca más que mi trabajo es más pesado que el tuyo. —De acuerdo —aprobó Liesi—. En este caso, podremos vivir en paz y ser felices para siempre. Y así ocurrió.



Los cinco hermanos elimos por Claire Huchet Bishop y Kurt W iese

Eranse una vez cinco hermanos chinos, todos exacta­ mente iguales. Vivían con su madre en una pequeña casa cerca del mar. El Primer Hermano Chino podía tragarse toda el agua del mar. El Segundo Hermano Chino tenía un cuello de hie­ rro. El Tercer Hermano Chino era capaz de estirar sus pier­ nas hasta el infinito. El Cuarto Hermano Chino no podía quemarse. Y el Quinto Hermano Chino podía aguantar in­ definidamente la respiración. Cada mañana, el Primer Hermano Chino salía de pesca y, pasara lo que pasara, volvía al pueblo con un pez raro y bellísimo que había capturado y que conseguía vender a buen precio en el mercado. 225


Un día, al salir de la plaza del mercado, un muchacho le detuvo y le pidió que lo llevara a pescar con él. —No, no es posible —dijo el Primer Hermano Chino. Pero tanto porfió en sus ruegos el muchacho que, finalmente, el Primer Hermano Chino consintió: —Con una condición —dijo—. Tienes que obedecerme en seguida. —Sí, sí —prometió el muchacho. Al día siguiente, muy de mañana, el Primer Hermano Chino y el muchacho fueron a la playa. —Recuerda —dijo el Primer Hermano Chino—, debes obedecerme en seguida. Cuando te haga una señal, vuelves sin tardar. —Sí, sí —prometió su compañero. Entonces, el Primer Hermano Chino comenzó a tragar agua del mar. Y todos los peces quedaron en seco, en el fondo. Y todos los tesoros del mar aparecieron al descubierto. El muchacho estaba entusiasmado. Corrió de aquí para allá, lle­ nando sus bolsillos de extrañas piedras, extraordinarias conchas y algas fantásticas. Cerca de la orilla, el Primer Hermano Chino recogió algunos pe­ ces, mientras continuaba reteniendo el agua en la boca. Pronto se cansó. ¡Es muy pesado aguantar el mar! Así pues, hizo una señal al muchacho para que volviera. Éste la vio, pero no le hizo caso. El Primer Hermano Chino realizó con sus manos grandes mo­ vimientos que querían decir: “¡Vuelve!” Pero, ¿creéis que el chico se preocupó? ¡Ni en sueños! Aún se alejó más. El Primer Hermano Chino sintió que el mar se hinchaba dentro de él, y llamó otra vez al muchacho con gestos desesperados. Pero éste le contestó con una mueca y echó a correr tan lejos como pudo. El Primer Hermano Chino aguantó hasta sentirse casi a punto de reventar. De pronto, el mar se abrió camino en su boca, volvió furiosamente a su lecho... y el muchacho desapareció entre las aguas. Cuando el Primer Hermano Chino volvió solo al pueblo, fue arrestado, metido en prisión y, después del proceso, se le condenó a ser degollado. En la fecha señalada para la ejecución, dijo al juez:

m


—¿ Quiere su excelencia concederme permiso para des­ pedirme de mi madre ? —Me parece justo —res­ pondió el juez. Así, el Primer Hermano Chino fue a casa... y el Segun­ do Hermano Chino volvió en su lugar. Toda la gente del pueblo se había reunido en la plaza para presenciar la ejecución. El verdugo empuñó su espa­ da, la levantó y dio un golpe con todas sus fuerzas. Pero el Segundo Hermano Chino se levantó sonriente. Era el que tenía el cuello de hierro, y no era posible cortarle la cabeza. Todos se enfurecieron mucho contra él y decidieron que de­ bería morir ahogado. El día de la ejecución, el Segundo Hermano Chino dijo al juez: —¿ Quiere su excelencia permitirme que vaya a despe­ dirme de mi madre? —Es justo que lo hagas, —dijo el juez. Así, el Segundo Hermano Chino fue a su casa... y el Ter­ cer Hermano Chino volvió en su lugar. Lo embarcaron en una 227


nave que zarpó mar adentro. Cuando estuvieron lejos de la costa, en medio del océano, arrojaron por la borda al Tercer Hermano Chino. Pero éste comenzó a estirar y estirar las piernas, hasta que sus pies llegaron al fondo del mar, y siempre su cara sonriente quedaba sin sumergirse sobre la cresta de las olas. Sencillamente, no podía ahogarse. Al ver aquello, todos se enojaron y decidieron que muriera en la hoguera. El día de la ejecución, el Tercer Hermano Chino dijo al juez: —¿Quiere su excelencia concederme permiso para despedirme de mi madre? —Es justa tu petición —dijo el juez. Así, el Tercer Hermano Chino fue a su casa... y el Cuarto Her­ mano Chino volvió en su lugar. Fue atado y colocado sobre la hoguera. Toda la multitud se había reunido allí. En medio de las llamas, oyeron que decía: —¡Cómo me gusta! —¡Que traigan más leña! —rugió el pueblo. El fuego se hizo cada vez más fuerte. —Ahora sí que va bien esto —dijo el Cuarto Hermano Chino, que era el que no podía quemarse. Pero se fueron encolerizando cada vez más y decidieron que muriera asfixiado. El día de la ejecución, el Cuarto Hermano Chino dijo al juez: —i Quiere su excelencia concederme permiso para que vaya a des­ pedirme de mi madre? —Estás en tu derecho —dijo el juez. Así, el Cuarto Hermano Chino se fue a su casa... y el Quinto Hermano Chino volvió en su lugar. En la plaza del pueblo se había construido en gran horno, que se llenó de crema batida hasta los topes. El Quinto Hermano Chino fue metido con una pala en el hor­ no de la crema batida. La puerta se cerró y la muchedumbre se quedó esperando. ¡No iba a engañarlos otra vez! Permanecieron allí toda la noche, e incluso hasta bien entrada la mañana, para mayor seguridad.


Luego, abrieron la puer­ ta del horno y le sacaron. El se desperezó y dijo: —¡Buena siesta he hecho! Todos se quedaron con la boca y los ojos muy abiertos. Pero el juez se adelantó y, di­ rigiéndose a él, dijo: —Hemos tratado de librar­ nos de ti de todas las mane­ ras posibles, pero no lo hemos conseguido. Se deberá, sin du­ da, a que eres inocente. —¡Sí, sí! —gritaron todos. Y lo dejaron en libertad para que volviera a su casa. Y los Cinco Hermanos Chinos con su madre vivieron felices durante muchos, mu­ chos años.


El viejo delaveruga recopilado por Yoshiko Uchida

Hace muchos, muchos años, había un hombre que tenía una ve­ rruga en la mejilla derecha. Todos los días aumentaba su tamaño y J el hombre no podía hacer nada para quitársela. —¡Pobre de mí, cuánto me gustaría librarme de esta verruga que tengo en la mejilla! —suspiraba el anciano. Pero aunque fue de mé­ dico en médico por todo el país, ninguno pudo ayudarle. —Siempre has sido un hombre bueno y honrado —decía su mu­ jer—, seguro que un día alguien vendrá en tu ayuda. Y así, el hombre esperaba que llegara este “alguien”. Un día se encaminó hacia las colinas a recoger un poco de leña para el fuego. Cuando el sol comenzó a esconderse detrás de los ce­ rros, cargó un haz de leña sobre la espalda y comenzó a andar len­ tamente hacia su casa, situada al pie de la colina. De pronto, el cielo se oscureció y comenzaron a caer gruesas gotas de agua. El viejo se apresuró a buscar un refugio y, al poco


rato, descubrió un añoso pino nudoso que tenía un gran agujero en su tronco. —Ésté será para mí un buen refugio durante la tempestad —se „ dijo, y sin tardanza se metió en el agujero del árbol. Lo hizo muy a tiempo, porque pronto empezó a llover torrencialmente como si al­ guien en el cielo hubiera volcado un inmenso cubo de agua. El viejo se encogió mientras los truenos retumbaban sobre su cabeza y los relámpagos formaban mágicos rayos de luz en el negro bosque. —¡Madre mía, qué tormenta! —se dijo, y cerró fuertemente los ojos. Pero se trataba sólo de una nube de verano, que se alejó tan pronto como había venido. Todo lo que el hombre oía era el ruido de las gotas que caían rítmicamente de las agujas del pino. “Ahora que ha dejado de llover, debo darme prisa en llegar a casa, de lo contrario mi mujer empezará a preocuparse por mí”, se dijo el hombre.


Estaba a punto de salir del hueco del árbol, cuando oyó cierto ruido, como si mucha gente anduviera por el bosque. “Deben de ser otras personas a las que ha sorprendido la tormenta en despoblado”, pensó, y esperó un poco para irse a casa con ellos. Pero, de pronto, sus mejillas palidecieron al ver qué era lo que producía el sonido. Dio un salto y se metió nuevamente en el hueco del árbol. Porque no eran hombres quienes hacían ruido con los pies, sino muchos, muchos espíritus y fantasmas que se encaminaban derechos al pino donde se escondía el viejo. Este se asustó tanto que quería gritar para pedir so­ corro, aunque sabía que nadie iba a ayudarle. -¡Pobre de mí, pobre de mí! —se lamentaba, mientras ocultaba la cabeza entre sus manos—. ¿Qué van a hacerme? Levantó un poco la cabeza, ya que le pareció oír una música en el aire. Sí, eran voces que cantaban y reían. Los espíritus bailaban sobre la blanda alfombra de agujas de pino. Reían y cantaban, mientras proseguían su danza. Comenzaron después a comer, beber y divertirse. —¡Una fiesta de espíritus! ¡Dios mío, nunca he visto cosa parecida! —se dijo el hombre. Pronto se olvidó del miedo y por el hueco del árbol asomó la cabeza. Sus pies


se movían al ritmo de la música, y sus manos aplaudían junto con los espíritus. Balanceaba la cabeza y sonreía feliz mirando la escena que se desarrollaba delante de él. Después, pudo oír al jefe de los espíritus que decía: —¡Qué bailes más tontos! Quiero ver a alguien que baile bien de verdad. ¿No hay nadie que sepa hacerlo mejor? Antes de darse cuenta de sus propios actos, el viejo saltó fuera del árbol para ponerse a bailar en medio de los es­ píritus. —¡Aquí estoy! —dijo—. Te enseñaré algo distinto ¡Te en­ señaré hermosos bailes! Los espíritus retrocedieron con sorpresa, y el viejo co­ menzó a bailar ante ellos. Mientras los espíritus le observaban, el viejo bañó con tanta perfección como no lo había hecho nunca. —¡Bien, muy bien! —dijo el jefe, moviendo la cabeza al ritmo de la música. —¡Sí, sí! —dijeron los otros—. Nunca habíamos visto una danza tan bonita. Cuando el viejo se detuvo, los espíritus se reunieron a su alrededor y le ofrecieron comida y bebida de su fiesta. —¡Gracias, gracias! —dijo el hombre satisfecho. Había lanzado un suspiro de alivio al darse cuenta de que lograba divertir a los espíritus, porque temía que pudieran causar­ le daño.


El jefe dijo después, con voz grave y profunda: —Nos gustaría ver más danzas como ésta. ¿Volverás aquí mañana? —¡Claro que volveré! —respondió el viejo. Pero los otros espíritus movieron la cabeza y levantaron los dedos para llamar la atención. —Este mortal no mantendrá su palabra —dijeron. —Tomémosle algo en prenda. Algo que tenga para él mucho valor, y así estaremos seguros de que mañana volve­ rá a buscarlo. —¿Cogemos la gorra? —preguntó uno. —¡O la chaqueta! —preguntó otro. Finalmente, habló uno en voz alta: —¡La verruga de la cara! ¡La verruga de la cara! Qui­ témosle eso y estaremos seguros de que vendrá por ella mañana, porque he oído decir que estas verrugas traen bue­ na suerte y que los humanos las guardan como tesoros. —Esta será pues la prenda —dijo el jefe, y con un chas­ quido de sus dedos mágicos, arrancó la verruga de la me­ jilla del viejo. En un abrir y cerrar de ojos, los espíritus habían de­ saparecido todos en el bosque oscuro. El viejo estaba tan sorprendido que apenas sabía qué hacer. Miró el sitio donde se habían reunido los espíritus


y después se frotó la mejilla derecha donde antes estaba la verruga y que ahora era lisa y suave al tacto. —¡Dios mío! —murmuró el viejo. Después, con una gran sonrisa, se marchó a su casa. Su mujer había estado muy preocupada, temerosa de que al viejo le hubiera ocurrido algo, durante la tormenta. Permanecía a la puerta de su casita esperando su regreso y cuando, finalmente, lo vio a lo lejos en el camino, se apresu­ ró a salir a su encuentro. —He estado muy preocupada por ti —dijo—. ¿Te has mojado con tanta lluvia? De pronto, dejó de hablar y miró con atención a su marido. —Pe... pero, ¿dónde está la verruga? Esta mañana cuan­ do has ido al bosque la tenías. El viejo se rió feliz y contó a su mujer el encuentro con los espíritus. —Como ves, finalmente me he librado de la verruga. —¡Ah, qué bien! —dijo la mujer contemplando la meji­ lla derecha del viejo—. Debemos celebrar este aconte­ cimiento. Y juntos brindaron con akano gohan y tai. A la mañana siguiente, muy temprano oyeron que al­ guien llamaba a su puerta; allí estaba el hombre glotón que vivía en la casa de al lado. Iba a pedirles un poco de co­ mida, como hacía muchas veces.


Aquel hombre tenía también una verruga en la mejilla, pero en el lado izquierdo de la cara. Cuando notó que el viejo ya no mostraba la verruga, levantó los brazos muy sorprendido y dijo: —¿Qué ha pasado? ¿Dónde está la verruga de tu cara? Observó de cerca el rostro de su vecino y continuó: —¡Cómo me gustaría librarme de la mía! Quizá si hi­ ciera lo mismo que tú... Y preguntó ansiosamente: —¿Qué has hecho? Dime exactamente qué has hecho. El viejo contó con todo detalle cómo se había escon­ dido en el hueco del árbol hasta que los espíritus acudieron a bailar en el crepúsculo. Habló después de la danza que había ejecutado para ellos y cómo le habían quitado la verruga en prenda. —Muchas gracias, amigo mío —dijo el vecino—. Esta noche haré exactamente lo mismo que tú. Y después de tomar prestado un gran saco de arroz, corrió a su casa. Aquella tarde, el vecino glotón fue al bosque y encon­ tró el mismo árbol. Se escondió dentro del tronco y esperó en silencio, sacando la nariz a cada momento para ver si venían los espíritus. Cuando el cielo comenzó a oscurecer y el sol pintaba de oro todas las nubes, los espíritus iniciaron su danza en el pequeño claro del bosque delante del viejo árbol. El jefe miró a su alrededor y dijo:


—Me pregunto si el viejo que bailó para nosotros ayer, vendrá pronto. —¡Sí, sí, aquí estoy! —dijo el vecino glotón, mientras saltaba del hueco del árbol. Abrió un abanico y comenzó a bailar. Pero, desgracia­ damente, aquel hombre ignoraba el arte de la danza. Le­ vantaba un pie detrás del otro, y balanceaba la cabeza a uno y otro lado; pero los espíritus no se reían como lo ha­ bían hecho el día anterior. Al contrario, fruncieron las cejas y exclamaron: —Esto es horroroso. No sabemos qué hacer contigo, viejo. ¡Toma, aquí está tu preciosa verruga! Y con un ruido de dedos, el jefe envió la verruga a la mejilla derecha del glotón. Después, los espíritus desapa­ recieron por el bosque, tan deprisa como habían llegado. —¡Oooohhh! —gritaba el glotón, mientras caminaba tris­ temente hacia su casa—. Nunca más trataré de hacerme pasar por otro. No sólo tenía una gran verruga en la mejilla izquierda, sino también otra en la derecha. Y así, el glotón, que había tratado de imitar a su vecino, regresó a su casa peor que antes: con una verruga en cada mejilla.


Por qué el oso tiene la cola recopilado por George Webbe Dasent

Un día de invierno, el oso se en­ contró con la zorra, la cual corría furtivamente con unos peces que había robado. —¡Eh, párate un momento! ¿Dón­ de has conseguido estos peces? —pre­ guntó el oso. —He ido a pescar y los he cogido -contestó la zorra. El oso quiso saber cómo se pesca­ ba y pidió a la zorra que le enseñara. -¡O h, es muy fácil! -le dijo la zo­ rra—. Se aprende muy pronto. Sólo tie­ nes que andar por encima del hielo y hacer un agujero en él, pasar la cola por


corta y gruesa allí y aguantar de este modo tanto como puedas. No te preocupes si te duele un poco: son los peces que muerden tu cola. Cuanto más rato la tengas puesta, más peces con­ seguirás; luego, de repente, la sacas dando un tirón fuerte, muy fuerte. El oso hizo lo que le había dicho la zorra y, aunque sintió frío en la cola y le doliera muchísimo, la tuvo un rato largo, muy largo, en el agu­ jero, hasta que se le congeló; sin embargo no se dio cuenta. » ** Después, dando un fuerte tirón, la sacó, pero se le partió. * Y ésta es la razón por la que, desde aquel día, el oso tiene la cola corta y gruesa.


La mofeta en el horno de la tía Odette

Cierta vez, amigos míos, vivía en Canadá una vieja mujer a la que llamaban tía Odette. Era una mujer pequeñita y regordeta que tenía unos ojos negros y relucientes, un poquito de bigote y una do­ ble barbilla. Vivía en un extremo del pueblo, en una hermosa casita con tejado puntiagudo y dos ventanas de buhardilla. La tía Odette estaba siempre sola, sin más compañía que los animales del granero y “Chuchu”, el gran gato gris, que también vi­ vía en la casa. Ella sola cultivaba su propio campo y cuidaba de los animales, porque era demasiado avara para pagar a alguien que la ayudara. 240


Por esto, las cosas no le iban siempre del todo bien. El buey rompía la empalizada, el agua del pozo se helaba o el techo comen­ zaba a gotear. Sucedió que, un martes por la mañana, la tía Odette se levantó muy temprano para encender el fuego del horno. El pan crudo estaba en la artesa, el tiempo era bueno y había mucha leña para encender el fuego. Todo hacía pensar en un día de esos en que las cosas salen bien de la mañana a la noche. La tía Odette, después de reunir un poco de leña, la cogió y la llevó al horno. La dejó formando un montón bien arreglado y cogió un palo. Se dio cuenta de que la puerta del horno había quedado abierta, por lo que introdujo el palo dentro para asegurarse de que no hubiera hojas ni ramas. Pero el palo no podía entrar porque algo se lo impedía. 241


La vieja se agachó un poco y miró al interior del homo. Sus ojos contemplaron un espectáculo que le hizo gritar y cerrar de golpe la puerta. Salió corriendo al patio, tan deprisa como sus pies y sus viejos huesos se lo permitieron. En la granja de Albino Roberge vio a éste que sacaba agua de su pozo. —¡Albino, Albino! —gritaba sin aliento—. ¡Ven en seguida! Hay una mofeta en mi homo. Albino dejó que el cubo se sumergiera otra vez en el pozo y miró con gran asombro a la tía Odette. —¿Está segura de que es una mofeta? —preguntó Albino. Quizá sea su gato. —¡Créeme! —dijo la tía Odette—. Si la mofeta hubiera disparado sus olores contra mí, no tendrías por qué hacer esta pregunta. Claro que es una mofeta. ¿'Acaso mi gato es negro y tiene una raya blanca en la espalda? Mientras Albino estaba aún allí como un estúpido, igual que Re­ nato, el hijo tonto de Francisco Ecrette, le explicó con detalle lo que había pasado. —He salido temprano para encender mi homo -dijo ella-. Lle­ vaba un poco de leña bajo el brazo: así. La he dejado allí mismo. He empuñado este palo, ¿lo ves? La puerta del homo estaba abierta, por eso he hurgado con el palo. Pero había algo en el horno: era una mofeta. ¡Hay una mofeta en mi horno! Por fin, pareció que Albino Roberge había entendido. —Iré apenas termine de sacar el cubo de agua —prometió. La tía Odette le volvió la espalda y se dirigió de nuevo a la ca­ rretera. Pero no fue a su casa. Se encaminó a la granja de Juan Labadie. Si dos cabezas piensan mejor que una, tres serían aún más de fiar. Juan Labadie iba hacia su gallinero llevando en la mano un cubo con comida para las gallinas. Tía Odette se le acercó resoplando. —¡Juan, Juan Labadie! —gritó—. ¡Ven en seguida; hay una mofeta en mi horno!


Juan Labadie la miró cortésmente. —¿Está segura de que es una mofeta? —preguntó—. A lo mejor no es más que un trozo de piel vieja tirada allí. Tía Odette comenzaba ya a desesperar de sus vecinos. Cuando se encontraban frente a una situación desacostumbrada parecían aún más tontos que Renato Ecrette que andaba por el campo hablando con los pájaros y las plantas. —¡Claro que es una mofeta! —insistió—. ¿Acaso iba yo a tirar un trozo de lo que fuera? ¿'Es que me tomas por una manirrota? Juan tuvo que admitir que su vecina podía ser cualquier cosa menos manirrota. —Me levanté temprano para encender el fuego y cocer el pan —explicó ella—. He recogido un poco de leña y la he dejado allí; des­ pués, he empuñado este mismo palo. La puerta del horno estaba abierta y por eso he tenido que hurgar con el palo. Pero había algo en medio: ¡había una mofeta en el horno! La tía Odette lloraba y se retorcía las manos. —Iré tan pronto como termine de dar de comer a las gallinas -prometió Juan Labadie. La tía Odette dio media vuelta y se dirigió, casi cojeando, a la granja de Andrés Drouillard. Las reacciones de sus vecinos parecían extrañamente lentas en aquella fresca mañana que se había estro­ peado de manera tan inesperada. Tenía necesidad de todas las cabe­ zas, cabezas que, al mismo tiempo, le hubiera gustado hacer rodar. Andrés Drouillard salía por la puerta trasera. Pareció sorprendi­ do al ver que la tía Odette le visitaba a aquellas horas, porque la vecina no era muy sociable que digamos. —¡Andrés Drouillard! —llamó la mujer—. ¡Ven en seguida; hay una mofeta en mi horno! —¿•Estás segura que se trata de una mofeta? —dijo Andrés mi­ rándola—. A lo mejor has visto una sombra al abrir la puerta del horno. —¿•Acaso las sombras tienen una cola con pelos? —preguntó—. ¿Tienen dos ojos brillantes? ¿Rechinan sus dientes? ¡No! Las cosas han ocurrido de esta manera: he salido temprano para encender el fuego y cocer el pan; llevaba un poco de leña en mis manos, la he


dejado allí y he empuñado este palo. La puerta del horno estaba abierta, por eso he hurgado en él. Pero había algo; había algo en medio. Era una mofeta. La cara de Andrés se iluminó. —¿Por qué no me lo has dicho antes? —dijo—. Voy en seguida. Así, hasta que sus fuerzas se lo permitieron, tía Odette fue de granja en granja buscando ayuda. Y todos llegaron rápidamente, porque una mofeta en el horno propio es una calamidad, pero una mofeta en el horno ajeno es una diversión. Desde el domingo anterior no se había reunido tanta gente en el polvoriento camino. Albino Roberge y su familia fueron los primeros en llegar; Juan Labadie llegó poco después. Albino abrió la portezuela del horno, miró y la cerró en seguida con cuidado. —¡Sí, es una mofeta! —dijo. Juan Labadie abrió también la portezuela, miró dentro y volvió a cerrar con tantas precauciones como el otro. —Tienes razón —admitió—. ¡Es una mofeta! A pares, de tres en tres, de cuatro en cuatro, fue llegando la gente. Allí estaban los cinco hermanos Meloche, de ojos azules, bro­ meando con la graciosa Eulalia Beneteau y tratando de hacerla reír para que se formaran hoyuelos en sus mejillas. El tendero Enrique Dupuis, con aspecto de haber comido uno de sus propios pepinos en vinagre, se mantenía a dos pasos de su chismosa mujer, Horten­ sia. Allí estaba también Delfina Langlois, la solterona, y otros mu­ chos vecinos sin importancia, que, por cierto, no iban a prestar nin­ guna ayuda. Y para cerciorarse personalmente, todos tenían que inspeccionar el horno, cerrar la puerta y confirmar que el inesperado huésped era en verdad una mofeta. Puesto que ya había llegado toda la gente dispuesta a cooperar y nadie negara que había una mofeta en el horno de tía Odette, ya era hora de pensar en algo para hacerla salir. —Voy a casa a buscar la escopeta —dijo Juan Labadie—. Acabaré pronto con esa “huéspeda”.



—¡No, no! —gritó tía Odette—. ¡Dentro del horno, no! —¡Dentro del horno, no! —corearon los demás—. No podría cocer pan en él durante un mes, por lo menos. Y tal vez nunca más. —¡Y además podrías estropearle la piel! —añadió Albino Roberge, como buen cazador y que sabía de qué estaba hablando. —Podríamos traer uno de nuestros perros —sugirió uno de los Meloches de ojos azules—. Cuando el perro empiece a ladrar, la mo­ feta, asustada, saldrá del horno. —¡No, no! —dijo tía Odette—. No debemos asustar a la mofeta mientras esté en mi horno. Todos se mostraron de acuerdo. Aquello era verdad. Una mofeta se convierte entonces en un bicho muy desagradable. —Podríamos atar un pedazo de carne a una cuerda y con este cebo hacerla salir del horno —propuso otro—. ¡Tía Odette, traiga un trozo de carne! —¡No tengo carne! ¡Y aunque la tuviera —aseguró la vieja—, no la malgastaría con una mofeta! Por tanto, ese plan fue descartado ya que nadie quería poner su carne para lograr que una mofeta saliera del horno de la tía Odette. —Deberíamos ir a avisar al cura —sugirió la señora Roberge-. Puede que sepa lo que hay que hacer. —Pero los demás pensaron que era un asunto para el médico, el doctor Brisson. —Podría administrar a la mofeta una píldora para que se dur­ miera —dijo uno-. Después la llevaríamos al bosque. —¡No, no! —gritó Albino Roberge—. No voy a dejar que un her­ moso pellejo como éste se me escape. Yo me ocuparé de la mofeta una vez que esté dormida. El más joven de los Meloche se echó a reír: —¡Ja, ja! —gritó—, imagínense la sorpresa de la mofeta cuando se despierte y encuentre su piel en el armario de Albino Roberge y la cuenta del doctor Brisson atada a una pata. Todos, salvo la tía Odette, se rieron y el buen humor se exten­ dió por todo el grupo. Andrés Drouillard se acordó del tiempo en que trabajaba en los campos de leñadores y un puerco espín se que­ dó dormido en su bota durante una noche.


—Creedme, amigos —añadió—, un puerco espín en una bota crea tantos problemas como una mofeta en un homo. Pronto, Juan Labadie contó el cuento de una cierva que se que­ dó encerrada con sus vacas en el corral todo un invierno. —Y cuando llegó la primavera concluyó—, aquella cierva había te­ nido dos cervatillos que crió junto a las terneras. Lástima que el viejo Gabriel Meloche no estuviera allí con su violín y que el pan de la tía Odette no se hubiera cocido todavía, pues en este caso se hubiera convertido aquello en una bonita fiesta. La tía Odette era la única que no podía olvidar la razón por la cual habían abandonado sus trabajos aquella mañana para ir corrien­ do a su granja. —¡La mofeta! —les recordó—. La mofeta está aún en mi homo. ¿Cómo voy a cocer hoy el pan? Uno a uno, los vecinos se dirigían al homo, abrían la puerta y veían allí a la mofeta. Después, cerraban con cuidado la puerta. —¡Sí —se decían uno a otro—, todavía está allí! Y mientras esto sucedía, Samigish, el indio, llegaba por la ca­ rretera a lomos de su caballo. Cuando vio a todo el mundo en el patio de la granja de la tía Odette con el aspecto de quienes esperan sentarse a la mesa de una fiesta, bajó del caballo, atravesó la empa­ lizada y entró. La tía Odette se alegró mucho al ver que un indio entraba en su huerto. Después de todo, el problema lo podía solucionar mejor una persona habituada a las cosas de la naturaleza. —¡Samigish! —gritó—. ¡Ven a ayudamos! Hay una mofeta en el horno. Necesitamos tu ayuda. —¿Estas segura de que es una mofeta? —preguntó Samigish, el cual nunca había oído que una mofeta pudiera estar en el homo de un hombre blanco. Pan, carne de venado o jamón, sí; pero una mo­ feta, no. —¡Claro que es una mofeta! —dijo Albino Roberge con disgusto, porque todos sabían ya que era una pregunta estúpida. Samigish abrió la puerta, miró y después la cerró. —¿Qué podemos hacer? —preguntó la tía Odette.


Samigish se pasó la lengua por los labios. —Mofeta tierna, joven —dijo—. ¿Nadie tener una cerilla? —¡Oh, no, no! —chilló la tía Odette—. ¡No en mi horno! Todos trataron a la vez de expliar al indio que la mofeta no de­ bía cocerse en el horno. Samigish los miró sorprendido y se encogió de hombros. —Entonces, ¿por qué mofeta estar en horno? —preguntó. Pero no esperó respuesta. Las respuestas, en realidad, nunca ex­ plican las extrañas razones del hombre blanco. Subió otra vez a su caballo y se alejó sin añadir palabra. Todos comenzaban a sentirse un poco aburridos de todo aque­ llo. Y, además, no parecía que la tía Odette fuera a servirles algo de comer o beber. Juan Labadie se acordó de que no había ordeñado la vaca. Andrés Drouillard habló de limpiar el granero. La señora Roberge dijo que hacía rato que había sonado la hora del desayuno. Fue en este momento cuando Renato Ecrette, el hijo tonto de Francisco, pasó por allí arrastrando los pies y balanceando la cabeza a derecha e izquierda. Su mirada oscura se iluminó al ver la reunión en el patio de la tía Odette. Como Samigish, pensó que donde hay gente debe haber comida. Y entró. Cuando Renato entró en el patio, la tía Odette había ya agotado casi todos sus recursos. Hizo una tentativa desesperada para librarse de la mofeta. Aquel Renato tal vez era tonto, de acuerdo; pero se decía que hablaba con los pájaros y los árboles. Quizá supiera tam­ bién tratar con los animales del bosque. La vieja, con un revuelo de faldas, se dirigió corriendo hacia él. —¡Renato! —gritó—. ¡Renato Ecrette! Hay una mofeta en mi hor­ no. ¿Puedes sacarla de allí sin que se asuste? Renato asintió gravemente con la cabeza. Y no dijo: “¿Estás se­ gura que es una mofeta?” —¡Haz algo! —imploró la tía Odette. Renato asintió de nuevo. —¿Qué vas a hacer? —preguntó la tía Odette.


Pero Renato no le contestó. Se acercó al horno, golpeó con la mano y abrió la puerta. Se inclinó hacia el interior. La gente le oyó hablar con voz suave y cariñosa. Nadie entendió lo que decía porque Renato había introducido la cabeza en el horno. Y nadie se atrevió a acercarse más para oírle mejor. Había tensión en el ambiente; la tía Odette la percibía desde la cinta que llevaba en el pelo hasta los sabañones de sus pies. Por fin, Renato sacó la cabeza. Todos miraban estirando el cue­ llo. No ocurrió nada durante unos minutos, y, de pronto, la afilada cara de la mofeta apareció en la puerta del horno. Todos dieron unos pasos atrás. La mofeta, perezosamente, pasó por el borde y se dejó caer al suelo. Con paso lento comenzó a caminar hacia el patio. La gente se apartó respetuosamente para abrirle camino, el cual se iba ensan­ chando más y más. La mofeta se encaminaba hacia el bosque. Avanzaba con aire majestuoso, con la cola en alto a modo de bandera blanca, y ni el propio trampero Albino Roberge se atrevió a interceptarle el paso. Las miradas de todos la siguieron recelosas hasta que desapa­ reció entre los arbustos. La tía Odette estaba radiante. Los demás no ocultaban su asom­ bro. Se reunieron todos alrededor de Renato Ecrette. —¿Qué le has dicho? —preguntó André Drouillard. —¿Cómo has conseguido que se fuera? —inquirió Juan Labadie. Renato bajó la cabeza y movió los brazos hacia delante y hacia atrás; no estaba acostumbrado a estas muestras de admiración de parte de sus vecinos. Por último, entre todos lo convencieron para que revelara su secreto. —Le he dicho que si se quedaba más tiempo en el horno —expli­ có—empezaría a oler como el pan de la tía Odette, y todas las demás mofetas se alejarían de ella. Como veis, amigos, sólo el tonto de Renato Ecrette fue bastante listo para comprender que, incluso una mofeta, el más humilde de los animales, tienen su amor propio y valora la buena opinión de sus semejantes.


Anansi y los plátanos por Philip M. Sherlock

Era un hombre y era una araña. Cuando las cosas marchaban bien, era un hombre; pero, si se encontraba en peligro, se transformaba en una araña que vivía a salvo en su red, allá arriba, en el techo. Por esto, su amigo Ratón le llamaba “Tomás, el del techo”. La casa de Anansi se encontraba en un pueblo de las selvas del Africa Occidental. De allí, hace muchos años, miles de hombres y mujeres fueron a las islas del Caribe. Llevaron con ellos sus cuentos preferidos, los cuentos que hablan



del astuto Anansi y de sus amigos, Tigre, Cuervo, Ratón y Alejandro, el gato. Hoy, las gentes de las islas todavía relatan estos cuentos. En algunos pueblos de Jamaica, los chicos se reúnen en torno a una anciana cuando se pone el sol y escuchan los cuentos de Anansi. A la hora del crepúsculo, ven a los animales, la cabra, el ratón, el cuervo y todos los demás, comportarse como seres humanos. Ven cómo se alegran todos cuando aparece Anansi. Se ríen de la forma en que se burla de todos los animales fuertes, y de cómo obtiene lo que quiere de los mayores que él. Y después, el cuento se acaba. Llega la noche y la hora de irse a dormir. Pero al día siguiente, cuando los niños ven una araña, saben que se trata de algo más. Saben que es Anansi, el hombre araña, y no le hacen daño. Era día de mercado, pero Anansi no tenía dinero. Estaba senta­ do a la puerta de su casa y veía cómo Tigre, el gato Alejandro, Perro y Cabra se dirigían al mercado para comprar o vender. Él no tenía nada que vender porque no había crecido nada en su campo. Ni nada que comprar, porque Tortuga le había ganado las pocas monedas que tenía ahorradas y que guardaba en una calabaza rota debajo de su cama. ¿Cómo iba a encontrar comida para su mujer, Cruky, y para sus hijos? Y, sobre todo, ¿cómo iba a encontrar comida para él mismo? Al cabo de un rato, Cruky llegó a la puerta y le dijo: —Debes salir, Anansi y buscar algo de comida. No tenemos nada para comer y nada para cenar, y mañana es domingo. ¿Qué vamos a hacer sin un solo trozo de comida en casa? —Voy a salir a buscar trabajo para poder comprar algo de comer —contestó Anansi—. No te preocupes. Cada día me ves salir sin nada y regresar con algo. ¡Espera y verás! Anansi anduvo hasta casi mediodía, pero no encontró nada, y


se echó a dormir a la sombra de un gran mango. Allí durmió hasta que el sol comenzó a ponerse. Después, con el frescor de la tarde, se levantó para regresar a casa. Caminaba despacio porque le daba vergüenza regresar con las manos vacías. Se iba preguntando qué podía hacer y dónde encontraría comida para los niños, cuando se encontró con su amigo Ratón que iba a su casa con un gran racimo de plátanos. El racimo era tan grande y pesaba tanto que el hermano Ratón tenía que andar inclinado, casi hasta tocar el suelo con la ca­ beza, para llevarlo. Los ojos de Anansi brillaron cuando vio los plátanos, y comenzó a hablar a su amigo Ratón. —¿Cómo estás, amigo Ratón? Hace muchos días que no te veo. —¡Oh, vamos tirando, vamos tirando! —repuso Ratón— Y tú, ¿'có­ mo estás? ¿Y tu familia? Anansi puso la cara larga, lo más larga que pudo, hasta que su barbilla casi le tocó los pies. Movió la cabeza y se lamentó: —¡Ay, hermano Ratón —dijo—, los tiempos son malos, muy ma­ los! Apenas puedo encontrar nada que comer de un día para el otro. —Al decir esto se le llenaron los ojos de lágrimas y continuó: —Ayer estuve todo el día caminando. Hoy he andado sin parar y no he encontrado ni una patata ni un plátano —y miró un momento el gran racimo de plátanos— ¡Ay, hermano Ratón, los niños no ten­ drán más que agua para cenar esta noche! —No sabes cuánto siento oír esto —le dijo Ratón—. Lo siento mu­ cho, de verdad. Ya sé lo que es llegar a casa sin llevar nada de comer para mi mujer y mis hijos. —Sin ni siquiera un plátano —exclamó Anansi, mirando de nuevo el racimo de plátanos. El hermano Ratón miró también el racimo. Lo puso en el suelo y lo observó en silencio. Anansi no dijo nada, pero avanzó hacia los plátanos. Le atraían como si fueran un imán. No podía quitarles los ojos de encima, salvo para dirigir una mirada furtiva a la cara de Ratón. Este no decía nada. Anansi tampoco dijo nada. Ambos miraron los plátanos y fi­ nalmente, Anansi habló:


—Amigo mío, qué hermoso racimo de plátanos. ¿Dónde lo con­ seguiste, con estos tiempos tan duros que corren? —Es todo lo que quedaba en mis campos, Anansi. Este racimo debe durar hasta que aparezcan los guisantes, y aún les falta. —Pero pronto estarán listos —repuso Anansi—. Sí, pronto estarán listos. Hermano Ratón, dame uno o dos plátanos. Los niños no han comido nada y no tienen más que agua para cenar. —Bueno, Anansi —concedió Ratón—. Espera un momento. Contó cuidadosamente los plátanos y después dijo: —Bueno, hermano Anansi, quizás... —los volvió a contar y, final­ mente, cortó los cuatro plátanos más pequeños y se los dio a Anansi. —¡Gracias! —exclamó Anansi—. ¡Gracias, amigo mío! Pero, Ra­ tón, no hay más que cuatro plátanos, y somos cinco en la familia: mi mujer, los tres chicos y yo. Ratón fingió no oírle. Sólo dijo: —Ayúdame a poner el racimo de plátanos en la cabeza, hermano Anansi, y no trates de conmoverme más. Así que Anansi tuvo que ayudar a Ratón a cargarse el racimo sobre la cabeza. Ratón echó a andar, caminando despacio abrumado por el peso de los plátanos. Entonces, Anansi marchó a su casa. Podía ir depri­ sa, porque los plátanos no eran un gran peso. Cuando llegó a ella, enseñó los plátanos a Cruky, su mujer, y le dijo que los preparara para la cena. Salió de nuevo y se sentó a la sombra del mango, hasta que la mujer le dijo que los plátanos estaban ya preparados. Anansi entró en casa. Allí estaban los cuatro plátanos dispues­ tos. Cogió uno y se lo dio a la niña. Dio otro a cada uno de los chicos. El último, el más grande, se lo dio a su mujer. Después se sentó, con las manos vacías y la cara triste. La mujer le dijo: —¿•No quieres un plátano? —No —repuso Anansi, dando un profundo suspiro—. Sólo hay para cuatro. Yo también tengo hambre, porque no he comido nada; pero sólo hay cuatro plátanos. Los niños preguntaron: —¿•Tienes hambre, papá?


—Sí, hijos míos, tengo hambre, pero vosotros sois muy peque­ ños. No podéis encontrar comida. Es mejor que yo me quede con hambre y que llenéis vuestros estómagos. —¡No, papá! —gritaron a coro los niños— Tu debes comer la mi­ tad de nuestros plátanos. Todos rompieron los plátanos en dos trozos y cada uno dio la mitad a Anansi. Cuando Cruky vio lo que pasaba, también dio a Anansi la mitad de su plátano. Y así, finalmente, Anansi comió más que nadie..., como siempre.



L©s ]pá|@jr®g qpo©m áte jpmMm w©ir

adaptación de una leyenda polinesia

Los habitantes de las islas de la Polinesia dicen que Maui era mitad hombre y mitad dios, que había nacido hace mucho tiempo con ocho cabezas y que su madre lo arrojó al mar, creyendo que es­ taba muerto. Narran que el dios salvó a Maui y que éste perdió siete de sus cabezas. La cabeza restante la tenía tan llena de magia que Maui hacía enfadar a los dioses, y todos se preguntaban cuál sería su próxima travesura. Antes de traer el fuego a la tierra, dicen que prendió fuego al mundo. Fue él quien levantó el cielo para que los hombres pudieran estar en pie. En seguida, atrapó al sol con un nudo corredizo y lo golpeó, forzándolo a moverse más lentamente por el cielo para que los campesinos tuvieran tiempo para plantar y recoger los frutos. Una vez, cogió un pez gigante y lo transformó en las islas de Tonga, Rakahanga, Hawaii y la North Island de Nueva Zelanda. Maui realizó todo esto, pero aún se habla de uno de sus trucos. En la isla donde nació Maui, en la cual vivía con su madre y sus cuatro hermanos, se oían cantos de pájaros y el batir de sus alas. Pero nunca se había visto ninguno.. Ni se sabía que existieran. Una vez, el hermano de Maui preguntó: —Madre, ¿quién canta y silba cuando sale el sol ? ¿ Quién abanica el aire y nos toca las mejillas cuando jugamos eri la selva? —Quizá los dioses están contentos de mis hijos, y por esto dejan oír esos ruidos que tanto os gustan y os acarician —le respondió. Maui hizo una mueca ante las palabras de su madre, pero no


dijo nada. De todas las personas que vivían en la isla, Maui era el único que podía ver a los pájaros. Eran sus únicos buenos amigos. Un día de tormenta en el mar, los vientos empujaron una ca­ noa hasta la costa. Venía de tierras lejanas. En ella iba un hombre que miraba por encima del hombro, tanto a los habitantes de la isla como sus vestidos y sus casas. Despreciaba también la comida. —¡Qué desgraciado he sido al verme obligado a desembarcar en esta isla miserable! —se Isfrnentaba—. En mi país, la tierra es verde y el cielo más azul. Tenemos mejor aspecto y somos más ricos. ¿Có­ mo puede vivir la gente en estos lugares tan horribles? Hablaba y hablaba de las maravillas que había en su país. Con ello, lograba que los habitantes de la isla se avergonzaran. Estos no tenían nada bueno que enseñar a su huésped; nada que le gustara y nada que les hiciera sentirse orgullosos de su propia tierra. Maui escuchaba al hombre, hasta que un día ya no pudo resistir más. Salió corriendo a la selva y llamó a los pájaros. —Amigos míos —dijo—, necesito vuestra ayuda para hacer que la gente sea tan feliz como antes de que viniera este extranjero. —Haremos lo que tú quieras —dijeron los pájaros. —Entonces, seguidme —dijo Maui—. Cuando dé una palmada, can­ tad como no lo habéis hecho nunca. Los pájaros levantaron sus alas con gran ruido y, volando, si­ guieron a Maui al sitio donde la gente escuchaba al recién llegado. Maui dio una palmada produciendo un estrépito parecido al del trueno. Al momento, los pájaros comenzaron a cantar a coro. La mú­ sica fue algo tan inesperado, tan emocionante y tan bonito que el extranjero, por primera vez desde su llegada, calló. Incluso los demás se mostraban sorprendidos. Nunca habían oído antes tales melodías. Levantaron la cabeza y comenzaron a sonreír. Cuando los pájaros se callaron, el extranjero dijo: —No veo por aquí nada que puede causar tales sonidos. He via­ jado por muchos países, pero nunca había escuchado nada que pueda compararse con lo que acabo de oír. ¡Qué orgulloso estaría yo si pu­ diera decir que estos sonidos se oyen también en mi país! ¿De dón­ de viene esa música maravillosa? 258



Antes de que nadie pudiera contestar, Maui saltó al centro de la reunión. Estaba decidido a lograr que su pueblo no se avergonzara nunca más de su propia tierra. Levantó las manos hacia el cielo y, con voz clara y muy alta, que resonó con el eco, empezó a recitar una orden mágica que sólo los pájaros entendían. De pronto, la gente vio a su alrededor unas criaturas con plumas y alas que volaban y daban vueltas, saltaban y hacían piruetas. Mi­ raron cómo estos seres se colocaban en las ramas de los árboles y en los techos de paja de las casas; pájaros de colores tan brillantes como el sol de oro y el mar lleno de joyas. Nadie había contemplado nunca colores como aquéllos: pájaros rojos, pájaros amarillos, pája­ ros verdes, pájaros azules y pájaros de color púrpura. Acudieron to­ dos los pájaros que había en la isla. Lanzaban sus cantos y trinos mientras volaban, llenando así el aire de música y color. Las personas miraban a los pájaros; después, fijaron los ojos en Maui. Ahora, ya sabían que era algo más que un muchacho a quien le gustaba hacer trucos. Había en él algo de divino. Musitaban: “¡Qué maravilla que Maui sea uno de nosotros! Si ahora hace todos estos prodigios, ¿qué no hará cuando sea mayor?” Con los años, la magia de Maui les dio la respuesta.



1

La casa de Halvar adaptaci贸n de un cuento popular sueco


En las altas colinas de Suecia existe una gran casa vacía, cons­ truida con piedras de muy extrañas formas. La gente del vecindario la llama “la casa de juego de los niños”, porque ha sido el lugar de juego favorito de los niños durante muchos años, más de los que puede recordar ninguna persona viviente. ¿Cómo llegó allí la casa ? Unos dicen que, hace muchos años, perteneció a un gigante lla­ mado Halvar, un gigante muy poco corriente: el único gigante pobre que ha existido. Halvar era pobre porque siempre estaba regalando cosas. Esto le hacía feliz, y todos aquellos que le conocían, le apre­ ciaban. En los días de sol, Halvar se sentaba sobre una enorme roca a la puerta de su casa y hablaba con la gente que pasaba por delante, camino de la ciudad que había en el valle. Cierto día, Halvar vio que un desconocido se acercaba llevando consigo una vaca. ¡Qué vaca! La pobre sólo era piel y huesos, y su propietario no parecía estar mucho mejor. Halvar no recordaba haber visto una pareja de peor aspecto. El extranjero sonrió a Halvar. —Buenos días, señor —dijo tristem ente, ¿ podrías decirme si voy bien para ir a la ciudad del valle? —Sí, éste es el camino —replicó Halvar—. ¿Vas al mercado a ven­ der tu vaca? —Sí —contestó aquél—. Mi mujer y yo compramos una pequeña granja. La vaca estaba incluida. Ya puedes ver qué saco de huesos viejos es la pobre. Quizá la pueda cambiar por harina. ”Las cosas nos han ido muy mal; mi mujer y yo hace meses que no comemos nada bueno. Nuestras gallinas no ponen huevos. La mala hierba crece en los campos tan deprisa que no puedo cor­ tarla, y ahoga el trigo; por esto, apenas tenemos harina para hacer una rebanada de pan. ”Pero mejor será que vaya al mercado. Ahora estará lleno. Quizá


tenga suerte y pueda cambiar esta bestia que no me sirve para nada.” El campesino saludó, lle­ vando la mano a su sombrero de paja, y comenzó a andar. —Espera un momento-di­ jo Halvar—. ¿Te gustaría cam­ biar tu vaca por siete cabras gordas ? El campesino no podía dar crédito a sus oídos. —No pareces más rico que yo —comentó—. ¿Por qué vas a darme siete cabras por una vaca huesuda? -p,- •m _Me agradas —siguió Halvar—, y quiero ayudarte. Deja la vaca en tu corral y mañana por la mañana encontrarás siete gordas cabras en su lugar. El campesino empezó a sospechar. Nunca había visto una gene­ rosidad parecida. Pero la vaca le causaba más molestias de lo que podía valer, por lo que decidió probar suerte. Así, el campesino fue a casa y puso la vaca en el corral. Estuvo despierto casi toda la noche y dando vueltas en la cama. —¡Qué tonto fui al escuchar al gigante! —se lamentaba— Cuando llegue la mañana, la vaca se habrá ido, el corral estará vacío y yo seré más pobre que nunca. Al alba, se levantó, se vistió rápidamente y corrió al establo. Abrió la puerta. Sí, la vaca ya no estaba. Pero en su lugar había siete cabras gordas, las mejores que el granjero jamás pudo ver. Desde aquel día, la suerte del granjero empezó a cambiar. Las cabras daban mucha leche, suficiente para beber, y la sobrante la convertía en queso. El campesino vendía los quesos en el mercado y el dinero lo empleaba en comprar pollos y gallinas. Las gallinas 264


ponían huevos para el granjero y su mujer, y los que sobraran los vendían en el mercado; y con el dinero se compraron hermosos ves­ tidos. Y lo mejor de todo era que las cabras se comían las malas hierbas de los campos, y así el trigo crecía alto y fuerte. Había trigo suficiente para obtener la harina que el campesino y su mujer nece­ sitaban para amasar todos los panes que deseaban. El campesino vendía el pan en el mercado y compraba muebles nuevos. Con el tiempo, el campesino y su mujer fueron tan ricos que se olvidaron de que habían sido pobres. Y se olvidaron también del pobre Halvar, el gigante. Un día, el campesino iba a la ciudad para reunirse con el alcalde. El granjero era entonces un hombre muy importante. Casualmente pasó por delante de la puerta de Halvar. Esta vez, el campesino iba montado en un precioso caballo pardo. —¡Amigo mío! —gritó Halvar—. ¿No te acuerdas de mí? Párate y quédate a comer. Me gustaría hablar contigo. El campesino estaba impaciente por continuar su camino. —¡Claro que me acuerdo de ti, pero no puedo perder tiempo aho­ ra! —dijo con enfado—. Tengo cosas más importantes que hacer que charlar con aquellos que no tienen otro trabajo que sentarse a tomar el sol todo el día. Te daré un consejo. Si tienes demasiado para co­ mer, guarda las sobras para el día siguiente. Entonces, serás tan rico e importante como yo. Y ahora, ¡adiós! Halvar vio cómo el campesino y su caballo partían al galope y se perdían de vista. El sol brillaba, pero Halvar se sentía tan triste que entró en casa y cerró la puerta. De pronto, Halvar sonrió: “No sé por qué tengo que ponerme triste sólo porque algunos no saben cómo aceptar la buena suerte -pensó—. Soy feliz ayudando a las personas y seguiré regalando co­ sas hasta que no me quede nada que dar.” Salió, se sentó al sol y habló con la gente y se sintió más feliz que nunca. Quizá por esto, la casa donde vivía, allá arriba, en las colinas de Suecia, estaba siempre llena de buen humor y felicidad. Y quizá por esto, en el transcurso de los años, los chicos creen que la casa de Halvar es un buen sitio para jugar.


LA RANA adaptación de un cuento popular africano

En un pueblo de África vivía una vez un joven, llamado Nzúa, que deseaba casarse con la hermosa hija del señor Sol y la señora Luna. Nzúa escribió una carta al señor Sol, pidiéndole permiso para casarse con su hija. Pero, ¿cómo podía enviársela? Nzúa fue al bosque, en el que encontró a un ciervo. —Bambi —dijo—, ¿quieres llevar mi carta al señor Sol? —Me gustaría ayudarte, pero, por mucho que salte, no puedo lle­ gar tan alto —le respondió el ciervo. Nzúa esperó hasta que vio un halcón. —Kikuambi -dijo1-, ¿quieres llevar mi carta al señor Sol? —No seas tonto —replicó el halcón—. Nadie puede volar tan alto. Después, Nzúa vio al pájaro Holokoko. —Holokoko —le pidió—, ¿quieres llevar mi carta al señor Sol? —Puedo volar más alto que los demás pájaros, pero, aun así, no puedo llegar a la casa del señor Sol —le dijo Holokoko. Nzúa se fue a su casa y se sentó a pensar cómo podría hacer para enviar su carta al señor Sol. De pronto, algo frío tocó su dedo gordo del pie. Miró hacia abajo. Allí estaba una rana. —Joven señor —le dijo la rana—, dame la carta. Yo la llevaré. Nzúa frunció el ceño: —Vete, rana. Se lo he pedido a Bambi, a Kikuambi y a Holoko­ ko. El ciervo no podía saltar tanto, y los pájaros no podían volar tam­ poco tan alto. Ninguno podía llegar al cielo. Entonces, ¿cómo vas a poder tú, pequeño animal que salta, hacer lo que ellos no pueden? —Dame la carta —dijo la rana—y verás. —Muy bien —siguió Nzúa—. Pero si no lo haces, te pegaré. La rana sabía que el señor Sol y su familia bebían agua de un pozo del poblado. Cada mañana, la rana veía a una muchacha, criada



del señor Sol, bajar por una escalera de tela de araña en dirección al pozo llevando un jarro vacío al hombro. Hacía bajar el jarro al pozo. Cuando el jarro estaba lleno, lo sacaba tirando de la cuerda y lo llevaba a la casa del señor Sol. La rana, con la carta entre sus dientes, saltó al pozo. En cuanto la criada bajó el jarro, la rana saltó dentro de él y de este modo llegó a la casa del señor Sol. La criada dejó el jarro sobre una mesa en la habitación donde se guardaba el agua. La rana oyó que se cerraba la puerta. Saltó del jarro y dejó la carta en la mesa. Después, se escondió en un rincón y esperó. Cuando el señor Sol llegó a la habitación y vio la carta la leyó. —¿Trajiste tú esta carta de Nzúa? —le preguntó a la criada. —Señor —dijo la criada— yo no fui. No sé quién es Nzúa. El señor Sol estaba sorprendido. Se guardó la carta y salió. A la mañana siguiente, la rana saltó dentro del jarro vacío y así la llevaron otra vez al pozo, junto al cual la estaba esperando Nzúa. —Bueno —dijo éste-, ¿trajiste alguna respuesta? —Joven señor —replicó la rana—; el señor Sol leyó la carta, pero no dio ninguna respuesta. —No creo que fueras a casa del señor Sol —gritó Nzúa, mientras levantaba la mano para pegar a la rana. —¡No me pegues! —rogó ésta—; dame otra oportunidad: escribe otra carta y cuando el señor Sol la lea, la contestará. Nzúa miró a la rana: —No sé si puedo fiarme de ti —dijo enfadado. Pensó unos mo­ mentos mientras la rana saltaba nerviosamente y, por último, con­ cedió—: Te daré otra oportunidad. —¡Gracias, señor! —dijo la rana. Igual que antes, ésta fue a la casa del señor Sol, dejó la segunda carta encima de la mesa y se escondió en un rincón. El señor Sol se quedó muy sorprendido al ver la segunda carta. Frunció las cejas y se rascó la oreja. Miró por la habitación, debajo de la mesa y por la ventana. La rana aguantó el aliento y se ocultó. Finalmente, el señor Sol dijo: —No veo a nadie. ¿'Quién traería la carta? —llamó otra vez a la criada—. ¿'Has traído tú esta otra carta? 268



Y otra vez la sirvienta respondió: —Señor, yo no traje la carta. De verdad, no conozco a ese Nzúa. El señor Sol meneó la cabeza y pensó: “Este hombre Nzúa debe tener poderes mágicos. ¿Cómo, si no, llegan las cartas aquí? Debe ser también un hombre importante. De otra manera, ¿ cómo tendría tales poderes?” Y sentándose a la mesa, dijo: —Tráeme un papel y una pluma. Contestaré la carta. El señor Sol escribió: “Al que envía cartas pidiendo casarse con mi hija: Estoy con­ forme. Pero antes debes enviarme un saco de oro puro, para probar­ me así que puedes cuidar de mi hija.” Cuando la rana llevó la carta a Nzúa, éste dijo: —¡Oh, rana! ¿Qué voy a hacer ahora? —No te preocupes —repuso la rana—. Yo te ayudaré. Ve a tu casa y trae una pala. Después, te llevaré a un lugar de la selva en el que encontrarás oro con el que podrás llenar el saco. Trae también co­ mida. Necesitarás fuerzas; hay que andar mucho y trabajar duro. Nzúa hizo lo que la rana le había dicho. Caminaron tres días y tres noches hasta llegar a un sitio de la selva. Durante otros tres


días y tres noches, Nzúa estuvo cavando, cavando y cavando. Final­ mente, la pala chocó con algo duro: un gran jarro de barro. —¿Qué es esto? —dijo, cansado y decepcionado, Nzúa. —Destápalo y lo verás —contestó la rana. Nzúa lo destapó y vio suficiente oro para llenar el saco. Entonces, la rana llevó el saco de oro a casa del señor Sol, lo puso sobre la mesa y se escondió en un rincón. Los ojos del señor Sol brillaron cuando vio el oro. Se sentó y escribió en seguida otra carta: “Nzúa, por tus poderes mágicos y el regalo del oro, has probado que quieres a mi hija y que serás capaz de cuidarla. Puedes casarte con ella en mi casa del cielo.” Depositó la carta sobre la mesa y salió de la habitación. —Rana —dijo Nzúa después de leer la carta—, has hecho lo que nadie más podía hacer y te doy las gracias. Pero ¿cómo puedo ir a la casa del cielo? Soy demasiado grande para esconderme en el jarro de agua, y demasiado pesado para trepar por la escalera. —No te preocupes —dijo la rana— Buscaré un modo para que te cases con la princesa. A la mañana siguiente, la rana tomó la caja mágica de kalubungu y se fue a casa del señor Sol, como siempre. Saltó fuera del jarro, se escondió bajo la cama de la princesa y permaneció allí hasta que ésta se durmió profundamente. Después, cogió la voz de ella y la puso en la caja. Alguien llegaba, por lo que la rana tuvo que escon­ derse otra vez debajo de la cama. Oyó al señor Sol que decía: —Señora Luna, ¿qué le pasa a la Princesa? Abre la boca, pero no sale ningún sonido de ella. ¿Qué haremos? La rana regresó a la tierra a la mañana siguiente. Dio a Nzúa la caja mágica que contenía la voz de la princesa y le dijo: —Joven señor, escribe otra carta al señor Sol. Dile que tienes el poder mágico de devolver la voz a su hija si te la envía. Cuando el señor Sol leyó la carta, dijo: —Ponte tu vestido de novia, hija mía, y vete a buscar a Nzúa. Tiene el poder de devolverte la voz. Será un buen esposo. Y así fue como la rana ayudó a Nzúa.


Los pasteles de semilla efe amapola por Margery Clark

Érase una vez un niño que se llamaba Andrés. Aunque había vivido en el campo, su padre y su madre se lo llevaron de él cuando todavía era muy pequeño. Andrés tenía una tía que se llamaba Katia, y ésta llegó también del campo el día en que Andrés cumplía cuatro años. La tía llegó en un gran barco y trajo una enorme bolsa llena de regalos para Andrés, su madre y su padre. En la enorme bolsa había un hermoso colchón de plumas, un chal rojo y tres kilogramos de semillas de amapola. El hermoso colchón estaba relleno de las plumas de una vieja oca y debía servir para que Andrés estuviera caliente cuando dur­ miera la siesta. El chal colorado era de la tía Katia, la cual se lo ponía para ir al mercado. Los tres kilogramos de semillas de amapola eran para poner en los pastelillos que la tía Katia hacía cada sábado para Andrés. Una hermosa mañana de sábado, la tía Katia cogió un poco de


mantequilla y un poco de azúcar, harina, leche y siete huevos y pre­ paró los pasteles. Después, puso en cada uno de ellos unas pocas de las semillas de amapola que había traído del campo. Mientras los pastelillos se cocían en el horno, tía Katia extendió sobre la cama el colchón de plumas para que Andrés durmiera la siesta. Pero a Andrés no le gustaba dormir. A Andrés le gustaba dar saltos sobre el colchón. Tía Katia sacó los pastelillos del homo y los puso sobre la mesa para que se enfriaran; luego, se puso el chal colorado sobre los hom­ bros para ir al mercado. —Andrés —dijo—, por favor, vigila los pasteles mientras estás en tu colchón de plumas. Cuida de que el gato y el perro no los toquen. Pero lo único que Andrés hacía era saltar sobre el hermoso col­ chón de plumas. —¡Andrés! —exclamó tía Katia—¿Cómo puedes vigilar los paste­ les si no haces otra cosa que saltar sobre el colchón de tu cama? Después, tía Katia, con su chal colorado, se dirigió al mercado. Pero Andrés continuaba saltando y no prestó atención a los pasteli­ llos cubiertos de semillas de amapola. Mientras Andrés saltaba al aire por novena vez, oyó un ruido extraño, que sonaba como “chs-s-s-s”, a la puerta de la casa. “¡Qué ruido más raro!”, pensó Andrés. Saltó de la cama y abrió la puerta. Allí había una gran oca, tan grande como él mismo. La Oca estaba muy enfadada y refunfuñaba a más no poder: sacudía la cabeza y abría y cerraba su largo pico rojo. —¿Qué quieres? —preguntó Andrés—. ¿Por qué estas enfadada?

273


—Quiero todas las plumas de tu colchón —dijo la oca verde-. ¡Son mías! —¡No son tuyas! Mi tía Katia las trajo para mí desde su casa en una gran bolsa. —¡Son mías! —repitió la oca verde. Se dirigió al colchón y dio en él unos picotazos con su largo pico rojo. —¡Detente, oca verde! —dijo Andrés—. Te daré unos pastelillos de tía Katia. —¡Oh, pastelillos de semilla de amapola! —exclamó con deleite la oca— ¡Me gustan mucho esos pastelillos! Dame uno y te dejaré tu colchón de plumas! Pero sólo un pastel no podía satisfacer la glotonería de la oca. —¡Dame otro! —y Andrés le dio a la oca verde otro pastelillo de semilla de amapola. —¡Dame otro! —chilló la oca, asustando mucho con ello al pobre Andrés. Andrés le dio otro, después otro, después otro, hasta que se aca­ baron todos los pastelillos. En el momento en que el último desaparecía por el largo cuello de la oca, apareció en la puerta tía Katia con su chal colorado. —¡Mira, mira! —exclamó Andrés— ¡Esta oca mala se ha comido todos los pastelillos de semilla de amapola! —¡Cómo! ¿Todos mis pastelillos de semilla de amapola? -gritó tía Katia— ¡Qué oca tan mala! La hambrienta oca tiró otra vez del colchón con su pico rojo y comenzó a arrastrarlo hacia la puerta. La tía Katia la persiguió y, entonces, se oyó una explosión espantosa. La oca glotona, que había engordado mucho con los pastelillos, había estallado y sus plumas volaban por la cocina. —¡Bien, bien! —dijo tía Katia— ¡Pronto tendremos dos hermosas almohadas para tu hermoso colchón!



:l don de Midas adaptación de una leyenda griega

Érase una vez un rey llamado Midas que vivía en un palacio resplandeciente y tenía casi todo lo que un ser humano podía desear: una buena esposa, una bella hija rubia, un gato de ojos verdes, platos de oro, plata y un palacio lleno de criados que le servían a él y a su familia. Pero Midas estaba malhumorado. Su único placer era atesorar oro, y nunca parecía tener bastante. Amaba tanto el oro que incluso a su hija la llamaba María Oro. Pasaba muchas horas al día contan­ do las monedas. Y antes de irse a la cama abría los cofres en que las guardaba para mirarlas y tocarlas. Un día que estaba acariciando su oro, una sombra temblorosa se le apareció. Midas tuvo la certeza de que el visitante era un dios. De pronto, la sombra habló:


—Soy el mensajero de los dioses. Vengo a concederte cualquier cosa que desees, pero, ¡fíjate bien!, una sola cosa. —¡Oh! —dijo el rey sin dudar— Quiero que todo lo que toque se convierta en oro. —Tu deseo te ha sido concedido —dijo la sombra—, y desapareció. Al momento, Midas se volvió hacia sus cofres de madera y pasó la mano por encima de uno de ellos. Inmediatamente, la madera se convirtió en oro. Los ojos de Midas se dilataron de asombro. Corrió hacia su silla favorita, la tocó... y la silla se transformó en oro. Se sentó entusiasmado en su nueva silla de oro. No era tan confortable como antes, porque el cojín se había convertido también en ese metal. “No importa —pensó Midas—. Puedo muy bien soportar estas molestias a cambio de una silla de oro.” Antes de cenar, dio un paseo por el jardín para probar su nuevo don sobre algunas flores. Tocó una amapola. El tallo y la flor entera se convirtieron en oro. Midas sonrió con deleite. Después tocó una rosa y una margarita. Inmediatamente se transformaron en oro. Lo­ gró entretener el hambre mientras convertía en oro una docena de flores o más. Los criados habían preparado una hermosa mesa para el rey, con cordero asado, sopa, pan y una cesta llena de frutas. “¡Qué cosa tan milagrosa y maravillosa me ha ocurrido!”, pen­ saba Midas mientras cogía el plato de sopa. En el momento en que tomó la sopera, ésta se convirtió en oro. Y lo mismo pasó con la sopa. Fue a coger el cordero, porque tenía mucha hambre. Éste tam­ bién se convirtió en oro. ¡Pobre Midas! ¿Qué podría hacer? Cogió entonces el pan con una mano y con la otra una manzana. Ambas cosas quedaron convertidas en trozos de oro. —¡Voy a morir de hambre! —gritó el rey. Comenzó a pensar en que su don de convertir todo en oro no era tan maravilloso como había creído. Con cara muy triste, se sentó en su silla de oro, pensando en la suerte que le esperaba. Entonces, el gato saltó a la falda del rey. Éste sin pensarlo, pasó la mano por la suave piel. El gato arqueó la espalda, y su pelo se erizó: al momento, el animal se convirtió en


oro. Y los pelos quedaron tranformados en afiladas agujas de oro. “Voy a arruinar todo mi reino si no me detengo”, pensó. Mientras esta­ ba sumido en sus pensamientos, María Oro entró en la habitación, buscando al gato. Cuando lo vio, dio un grito. Mi­ das sintió lo que había ocurrido porque quería mucho a su hija y fue a conso­ larla. Cuando tocó su hombro, toda ella se convirtió en oro. Midas quedó ho­ rrorizado. —¡Encerradme! ¡Quitadme de enmedio —gritó- antes de que pueda to­ car cualquier otra cosa!


Los dioses habían estado mirando a Midas. Oyeron su lamento y sintieron pena por él. La sombra se le apareció otra vez y le dijo: —Rey Midas, si quieres evitar que todo lo que toques se con­ vierta en oro... Midas la interrumpió, suplicando: —¡Lo que sea, haré lo que sea! —Vete al río —le dijo la voz— y lávate las manos en él. Regresa después a palacio con un cubo de agua y moja lo que has tocado. Midas recogió su túnica y echó a correr hacia el río. Se detuvo poco antes de salir del jardín. ¡El cubo! Volvió atrás, corriendo, co­ gió un cubo y emprendió otra vez su veloz carrera, resoplando, tro­ pezando, pero sin dejar de correr todo lo que podía. Llegado a la orilla del río y puesto de rodillas, movió ambas ma­ nos dentro del agua y se las frotó una con otra. Después, llenó el cubo de agua y regresó al lugar donde había dejado a María Oro. Mojó los dedos en el cubo y la salpicó. Apenas las gotas de agua la alcanzaron, la niña revivió y comenzó a moverse. La piel de oro se convirtió otra vez en piel rosada. Pero estaba llorando por el gato, como había hecho antes de convertirse en oro. Midas se dio cuenta y lo arregló. Roció el gato con unas gotas de agua. Al instante, el gato recobró otra vez la vida. Midas le contó a María su poder de transformarlo todo en oro y la llevó al jardín para enseñarle las flores. Después, las devolvió a su estado normal. Empezó a dolerle el estómago, a causa del hambre. Ya no se acordaba cuánto tiempo había pasado desde que comió por última vez. Miró a la mesa y allí estaban los trozos de comida que se habían trocado en oro y que había dejado unas horas antes. No podía creer que su deseo de oro se hubiera convertido en odio. Consiguió que los trozos de oro volvieran a ser manjares, como antes, y empezó a comer y nadie ha disfrutado nunca tanto con una comida como hizo el rey Midas aquella noche. Desde entonces, Midas se pasa la mayor parte del tiempo cul­ tivando el jardín. Y la más humilde de las cañas le causa más placer que un centenar de monedas de oro.



adaptado por Nathaniel Hawthorne

Hace mucho, mucho tiempo, cuando este viejo mundo era toda­ vía muy joven, vivía un niño llamado Epimeteo. No tenía padre ni madre y, para que no estuviera solo, una niña (que, como Epimeteo, no tenía padre ni madre) fue enviada desde un lejano país para vivir con él y que fuera su compañera de juegos. Se llamaba Pandora. Lo primero que vio Pandora, cuando entró en la casa donde vi­ vía Epimeteo, fue una gran caja. Y casi la primera pregunta que hizo fue: —Epimeteo, ¿qué hay en esta caja? —Es un secreto —dijo Epimeteo- y no debes preguntarme nada de ella. Dejaron la caja ahí para que estuviera segura. Ni yo mismo sé lo que hay en ella. —Pero, ¿quién te la dio? —preguntó Pandora—, ¿de dónde viene? —También es un secreto —replicó Epimeteo. —¡Esto es ridículo! —exclamó Pandora, haciendo un mohín con los labios— Me gustaría librarme de esta caja. —No pienses más en ella —dijo Epimeteo—. Salgamos a jugar. Salieron a jugar, y Pandora se olvidó de la caja. Pero al volver a entrar en casa, no podía dejar de pensar en ella. 281


“¿De dónde viene esta caja?”, se decía. Y a Epimeteo: —¿Qué puede haber en ella? —Te he dicho cincuenta veces que no lo sé —dijo Epimeteo. —Podrías abrirla —insistió Pandora— y no tardaríamos en averi­ guarlo. —Pandora, ¿ qué estás pensando ? —exclamó Epimeteo. Le repug­ naba la idea de abrir la caja que se le había confiado para que la cuidara. —Por lo menos —dijo ella—podrías decirme cómo llegó hasta aquí. —La dejaron en la puerta —explicó Epimeteo- poco antes que tú llegaras; la trajo una persona vestida de un modo extraño. Llevaba un gorro hecho en parte de plumas que parecían formar dos alas. —¡Ah, ya sé quien es! —dijo Pandora—. Se trata de Mercurio; es el mismo que me trajo aquí, junto a la caja. No hay duda que la caja me pertenece y, probablemente, contiene hermosos vestidos para que yo me los ponga o juguetes para los dos, o algo muy rico para que lo comamos ambos. —Quizá —dijo Epimeteo, volviéndose—. Pero, hasta que Mercurio regrese y no diga que podemos hacerlo, ninguno de nosotros tiene derecho a levantar la tapa de la caja. —Y salió de casa. —¡Qué niño tan estúpido! —se dijo Pandora. Comenzó a mirar la caja. Era de bonita madera negra, tan pulida que Pandora podía verse reflejada en ella. Había una hermosa cara grabada en el centro de la caja, y Pan­ dora la miró repetidamente; le parecía a veces que aquel rostro le sonreía, mientras que otras veces su expresión era tan seria que le asustaba. La caja no tenía llaves ni cerraduras, como suelen tener todas las cajas, pero estaba atada con una cuerda de oro. Pandora se dijo: “Si desato la cuerda, seguramente podré volver a atarla después. No habrá peligro. No necesito abrir la caja, aunque el nudo se deshaga”. Entonces, por puro accidente, dio un tirón a un cabo de la cuerda de oro y el nudo se desató como por arte de magia; y allí quedó la caja, sin nada que la atara.


“¡Oh!, ¿qué dirá Epimeteo cuando vea que el nudo se ha des­ hecho? —se dijo Pandora— Sabrá que he sido yo. ¿Cómo le conven­ ceré que no he mirado dentro de la caja?” Y entonces se le ocurrió pensar que ya podía abrir la caja, pues­ to que él, de todos modos, pensaría que lo había hecho. La cara de la tapa se sonrió, como diciéndole que no había pe­ ligro alguno en levantarla. Entonces le pareció oír unas vocecillas que suspiraban dentro de la caja. —¡Déjanos salir, Pandora! —decían—. ¡Déjanos salir, nos diverti­ remos mucho jugando contigo! “¿Qué podrá ser? —pensó Pandora— Hay algo vivo en la caja. Voy a echar sólo un vistazo y cerraré en seguida la tapa. Seguro que no hay ningún peligro en hacerlo.” Mientras tanto, Epimeteo, que había estado jugando con otros chicos, decidió volver adonde estaba Pandora. Se detuvo a coger unas rosas, lilas y flores de naranjo para confeccionarle una guirnalda a Pandora. Epimeteo llegó a la puerta de la casa y entró sin hacer rui­ do porque quería dar una sorpresa a su amiga. Cuando llegó a la puerta, la niña acababa de poner sus manos en la tapa y estaba a punto de abrir la caja. Si Epimeteo hubiera gritado, probablemente Pandora habría dejado caer la tapa. Pero Epimeteo, aunque no lo ma­ nifestara, sentía tanta curiosidad como Pandora por saber qué había en aquella caja. Y si encerrara algo precioso o de mucho valor, pen­ saba quedarse con la mitad. Casi era tan necio y culpable como ella. Un gran trueno resonó fuera, pero Pandora ni se dio cuenta. Le­ vantó la tapa y miró hacia su interior. Una manada de criaturas ala­ das salió volando de la caja y paso rozándola. Oyó entonces la voz de Epimeteo que decía, como si algo le doliera: -¡Ay, me ha picado! Pandora, niña mala, ¿por qué has abierto esa caja diabólica? Pandora dejó caer la tapa y quiso saber qué le había pasado a Epimeteo. Oyó un gran zumbido, como si moscas y mosquitos de gran ta­ maño volaran por la habitación. Descubrió una multitud de pequeñas sombras muy feas, con alas como de vampiros, provistas de terribles


aguijones en la cola. Una de éstas había picado a Epimeteo, y pronto Pandora comenzó también a chillar de miedo. Un feo y pequeño monstruo se había posado en su frente, y le hubiera picado, sin du­ da, si Epimeteo no hubiera corrido a espantarlo. Poco imaginaban los niños que aquellas criaturas feas formaban toda la familia de los males de la tierra. Allí estaban los enojos, las preocupaciones de todas clases, las penas sin número, enfermedades de muchas formas dolorosas, y, en fin, tantas clases de males que nadie podría enumerarlos. Todos los dolores y pesares que afligen a la humanidad se habían reunido en la misteriosa caja entregada a Epimeteo y a Pandora para que, mientras ellos los guardaran ence­ rrados, vivieran como dos niños felices y nada en el mundo pudiera molestarlos. Si hubieran cuidado de la caja como debían, nadie hu­ biera estado nunca triste, ningún niño hubiera tenido que derramar una sola lágrima. Los males alados salieroñ por la ventana y se esparcieron por todo el mundo. Hicieron que la gente se sintiera tan desgraciada que, durante muchos días, nadie pudo sonreír. Mientras tanto, Pandora y Epimeteo se quedaron en la casa. Epi­ meteo se sentó en un rincón, dando la espalda a Pandora. Ella apoyó la cabeza sobre la caja y lloró amargamente. De pronto, se oyó un ligero golpe en la tapa de la caja. —¿Qué será esto? —dijo Pandora, levantando la cabeza. Parecían los nudillos de una mano de hada que golpeaban sua­ vemente dentro de la caja. —¿Quién eres tú? —preguntó Pandora. Una voz suave habló desde dentro. —No tienes más que levantar la tapa. —¡No, no! —respondió Pandora—. Ya he tenido bastante con le­ vantarla antes. Hay demasiados hermanos y hermanas tuyos volando por el mundo. —¡Oh! —dijo la voz de nuevo—, no son hermanos ni hermanas míos. Vamos, vamos, Pandora, déjame salir. La voz parecía tan dulce y cariñosa que Pandora y Epimeteo levantaron juntos la tapa. De allí salió una criatura, un hada bri284


liante y sonriente. Voló hacia Epimeteo, le tocó suavemente el lugar donde el mal le había picado y, al momento, el dolor desapareció. Después, besó a Pandora en la frente y su daño también se curó al instante. -Dime, ¿quién eres, hermosa cria­ tura? —preguntó Pandora, mirando con asombro al hada. —Me llamo Esperanza —dijo la figu­ ra—. Me metieron en la caja para consolar a la gente cuando la fa­ milia de los males volara libre por el mundo. —¿Y te quedarás con nosotros siempre? —preguntó Epimeteo. —Mientras viváis —dijo la Esperanza—, prometo que nunca os abandonaré. A veces me volveré invisible a vuestros ojos y os pare­ cerá que me he ido para siempre. Pero, quizá, en el momento menos pensado, veréis el brillo de mis alas en el techo de la casa. Y desde entonces, los males han estado volando siempre por el mundo y no han cesado de atormentar a los hombres; pero, siempre, la Esperanza ha venido a traer alivio y descanso. 285


Los pigmeos adaptado por Nathaniel Hawthorne

Hace muchos, muchos años, cuando el mundo estaba lleno de maravillas, vivía en él un millón o más de personas muy pequeñas, llamadas pigmeos, cuya medida no era mayor que quince o veinte centímetros. Toda una familia cabría en un zapato. Tenían pequeñas ciuda­ des, con calles de menos de un metro de ancho pavimentadas con diminutas piedras, y con casas que no eran mayores que jaulas de pájaros. Los pigmeos plantaban trigo y otras clases de granos que, cuando crecían y maduraban, se levantaban por encima de sus cabe-


zas, igual que los grandes árboles hacen con nosotros. Si un tallo de trigo caía sobre un infortunado pigmeo, podía ocurrir lo peor. Cuan­ do no le aplastaba y hacía pedazos, por lo menos, le causaba un gran dolor de cabeza. Estos pigmeos tenían por vecino a un gigante, llamado Anteo, que era grande, muy grande. Llevaba como bastón un tronco de pino cuyo diámetro medía unos dos metros. A los pigmeos les gustaba hablar con Anteo muchas veces al día; alguno de ellos volvía la cabeza y, haciendo bocina con las ma­ nos, gritaba: —¡Hola, hermano Anteo! ¿Cómo estás, amigo? Y cuando la vocecita del pigmeo llegaba a sus oídos, el gigante contestaba: —¡Muy bien, hermano pigmeo, gracias! —con una voz de trueno que hubiera derribado las murallas del templo más fuerte si no hu­ biera venido de tan alto.


Siempre estaba dispuesto a hacerles favores. Por ejemplo, cuan­ do querían que giraran las aspas de sus molinos, el gigante no tenía más que soplar. Anteo quería a los pigmeos y los pigmeos querían a Anteo. Una vez se sentó sobre cinco mil pigmeos, pero fue sólo un accidente desgraciado del que no se pudo culpar a nadie, por lo que los pigmeos no se lo tomaron en cuenta; pero sí pidieron al gi­ gante que tuviera cuidado al sentarse. Un día, Anteo estaba recostado entre sus amiguitos. Su cabeza descansaba en un extremo del reino de éstos y los pies llegaban al otro extremo. Los pigmeos subían encima de él, se asomaban a su boca ca­ vernosa y jugaban con su pelo. A veces, el gigante se dormía y ron­ caba como una tempestad. Durante uno de estos ratos de siesta, un pigmeo vislumbró algo a mucha distancia y miró con mayor aten­ ción. Primero creyó que era una montaña, y se preguntó cómo podía haber crecido tan deprisa. Pero en seguida se dio cuenta de que la montaña se movía. Al acercarse aquella mole, comprobó que se tra­ taba de una forma humana, no tan grande como Anteo, es verdad, aunque sí de enormes proporciones. El pigmeo salió corriendo a toda prisa hacia la oreja del gigante y, cerca de su cavidad, gritó muy fuerte: —¡Eh, hermano Anteo! ¡Levántate en seguida y coge tu bastón! Ahí viene otro gigante dispuesto a luchar contigo. —¡Oh! —gruñó Anteo, medio dormido-. Nada de tonterías,amiguito. ¿No ves que estoy durmiendo? No hay en la tierra gigante que me asuste. El extraño caminaba directamente hacia Anteo. Llevaba un cas­ co de oro, unos discos pulidos en el pecho, una espada al costado, una piel de león a la espalda y, sobre el hombro izquierdo, una maza. Toda la nación de pigmeos había visto ya la nueva maravilla, y un millón de ellos lanzaron a la vez un grito: —¡Levántate, Anteo! ¡Arriba, huesos perezosos! La maza del gi­ gante es mayor que la tuya, sus espaldas son más anchas y tememos que sea más fuerte que tú. Anteo no podía soportar que alguien dijera que otro tenía ni si-


quiera la mitad de las fuerzas que se atribuía a sí mismo. Se levantó, vio al extranjero y dando un salto gritó: —¿Quién eres tú? ¿Qué haces en mi tierra? El extranjero no dio muestras de preocuparse. —¿“Cómo te llamas? —rugió otra vez Anteo-. ¡Habla o te rompo la cabeza con mi bastón! —Eres muy mal educado, gigante —contestó el extraño, muy tran­ quilo—, y antes de irme tendré que enseñarte buenos modales. Mi nombre es Hércules. Voy de paso por aquí porque este camino me conviene para mi viaje.


paró con su maza y, como tenía más habilidad que Anteo, le golpe con tal fuerza la cabeza que su adversario cayó al suelo. Los pobre pigmeos, que nunca habían soñado que alguien tuviera ni la mita de la fuerza de su hermano Anteo, se quedaron muy apenados. Si embargo, apenas había caído al suelo, el gigante se levantó en segui da. Intentó dar otro golpe a Hércules, pero falló y el bastón se qued clavado en la tierra. Hércules apartó su maza: —¡Ven acá! -gritó-. Veremos quién es el mejor en una luchí —¡Ah, pronto voy a arreglarte! —gritó al gigante; porque si habí algo de que se ufanaba era de su habilidad en la lucha. Ambos gi gantes rugieron. Primero cayó Hércules al suelo, después fue Antee El impacto de sus cuerpos y la vibráción del aire destruyeron com pletamente la ciudad de los pigmeos. Hércules era más ingenioso que el otro gigante y había pensad^ ya en un modo de ganar. Cuando el gigante atacó, Hércules le cogi por la cintura con las dos manos, lo levantó del suelo y, dando un sacudida a su cuerpo, lo lanzó por los aires a un kilómeto de distan cia. Allá fue a caer pesadamente Anteo, y quedó tan inmóvil comí una montaña de arena. 290


—¡Hércules ha matado a nuestro enorme hermano gigante! —gri­ taron los pigmeos. Hércules no les hizo caso; pensó que tal vez las voces eran chi­ llidos de pájaros que habrían salido, asustados, de sus nidos. Como Hércules había caminado mucho y se sentía cansado después del combate, se dejó caer al suelo y se puso a dormir. La nación de los pigmeos decidió destruir a Hércules antes de que éste despertara. Todos los guerreros empuñaron sus armas y se acercaron va­ lientemente a Hércules, que seguía dormido. Un cuerpo de ejército compuesto de veinte mil arqueros se alineó para atacar de frente, con sus arcos preparados y las flechas dispuestas. Los capitanes ordenaron a otros soldados que recogieran palos, pajas, cañas secas y todo lo que pudiera arder y lo amontonaran jun­ to a la cabeza de Hercules. Los arqueros recibieron la orden de ata­ car apenas el enemigo se moviera. Cuando todo estaba ya dispuesto, aplicaron una antorcha al combustible amontonado, que inmediata­ mente empezó a arder. Pero Hércules, cuando comenzó a oler la chamusquina, se levan- . tó con su pelo encendido ya.



—¿Qué significa todo esto? —gritó medio dormido todavía. En aquel mismo instante, los veinte mil arqueros dispararon sus flechas, que llegaron silbando a la cara de Hércules como mosquitos de muchas alas. —¡Villano! —gritaron todos los pigmeos a la vez— Has matado al gigante Anteo, nuestro gran hermano. Te declaramos la guerra a muerte, y te mataremos aquí mismo. Sorprendido por el ruido de tantos miles de pequeñas voces, Hércules, después de apagar el fuego del pelo, miró a su alrededor, pero no pudo ver nada. Sin embargo, mirando fijamente al suelo, lo­ gró por fin divisar la multitud de pigmeos a sus pies. Se inclinó, cogió al que estaba más cerca de su dedo y lo colocó en la palma de la mano. Le levantó a conveniente distancia para verlo mejor. —¿Quién demonios eres tú, amiguito? —preguntó Hércules. —Soy tu enemigo —respondió el valiente pigmeo, gritando todo lo que podía— Te desafío a un combate, en igualdad de condiciones. Tanto chocaron a Hércules la voz amenazadora y los gestos be­ licosos del pigmeo que soltó una carcajada, la cual casi hizo caer a la pequeña criatura de la palma de la mano. Quedó impresionado por el valor del hombrecillo, ya que no po­ día dejar de reconocer la hermandad que un héroe siente por otro. —Pequeño pueblo —dijo-, por nada del mundo quisiera causar daño a gente tan valerosa como vosotros. Vuestros corazones me pa­ recen tan grandes que, por mi honor, me maravilla que puedan caber dentro de cuerpos tan pequeños. Os dejaré en paz. Daré cinco pasos y al sexto ya estaré fuera de vuestro reino. Adiós. Andaré con cui­ dado para no pisar sin querer a ninguno de vosotros. Allí los dejó, en su propio territorio, donde sus descendientes viven todavía hoy, construyendo sus casitas, acariciando a sus niños y leyendo relatos de otras épocas. Quizás alguna vez lean algo de sus antepasados que vivieron cientos de años . atrás. Y recuerden cómo se enfrentaron con tanto valor a Hércules, que le asustaron y echaron de su país por haber matado a su amigo, el gigante Anteo.


El

eco y la flor adaptación de una leyenda griega

Eco era una hermosa ninfa que vivía en el bosque. Iba por las colmas saltando entre los árboles y corriendo por las orillas de ríos y arroyos. Era tan bonita que placía admirarla, contemplarla; mas también era muy habladora, y cuando charlaba, y charlaba largamen­ te, se desvanecía el encanto de quienes estaban con ella, pues se abu­ rrían de oírla sin cesar; hasta su belleza parecía que se marchitaba. Una vez, el constante parloteo de Eco enfureció tanto a Juno, la diosa de los cielos, que, en castigo, la privó de la facultad de hablar con sus propias frases. Todo lo que Eco podría decir desde aquel momento sería pronunciar las dos o tres últimas palabras de las con­ versaciones de los demás. A veces, incluso repetía los ruidos de al­ gunos animales: —Tuit, tu —decía cuando oía a una lechuza. —Cuac, cuac, cuac —cantaba al oír a un ganso. —Croe, croc, croc —croaba cuando oía a un sapo. Para la pobre Eco, que estaba acostumbrada a hablar, hablar y hablar, esta era una vida muy monótona. Pero uno de aquellos días tan monótonos, Eco tuvo una sorpresa muy rara. Delante de ella, en el bosque, estaba el hombre más guapo que había visto en su vida. Este hombre era un cazador, llamado Narciso. “Debo ver visiones”, pensó Eco. Con los puños cerrados, se frotó los ojos y volvió a mirar para convencerse de que lo había visto. Aún estaba allí él. “¡Oh, si este guapo cazador dijera unas palabras que yo pudiera repetir!”, se dijo suspirando. Eco no sabía que el guapo Narciso estaba tan enamorado de sí mismo que no prestaba atención a los demás, pero le siguió en su camino, escondiéndose entre los árboles. Narciso oyó a su espalda los pasos de Eco y, volviéndose, la descubrió. 294


—Hola —dijo Narciso, indiferente. —Hola —repitió Eco. —¿Quién eres? —¿Quién eres? —¿No quieres decirme tu nombre? —¿’No quieres decirme tu nombre? —¿‘Vives cerca de aquí? —¿Vives cerca de aquí? —¿•Eres tonta? —¿Eres tonta? —¡Cállate! —¡Cállate! Cuando Narciso oyó a Eco repetir lo que él decía, se puso de tan mal humor que se alejó de ella sin decir nada más. No tenía tiempo para Eco y sus tontas imitaciones; lo necesitaba para pensar en sí mismo. Eco se quedó llorando. Sabía que estaba derrotada y que todas las tentativas para hacerse amiga de Narciso serían inútiles. Dicen que Eco, quedó tan apenada que subió a una colina y se convirtió en piedra, no quedando de ella nada más que su,voz, la cual todavía puede oírse hoy, repitiendo las palabras de los demás. Mientras, Narciso avanzaba sin dignarse mirar a nadie. Sólo oía a otras gentes cuando le halagaban. Los justos dioses de los cielos, que veían las feas acciones de Narciso y que observaron el triste destino de Eco, decidieron casti­ garle por su vanidad. Así, un día que iba de caza pasó cerca de un tranquilo lago. Se arrodilló para beber y vio su cara reflejada en el agua. Sonrió, y la imagen del agua sonrió también. Los dioses hicieron que se quedara allí, admirando su cara. De esta manera, maravillado por el reflejo de su rostro, pasó días y días, sonriendo y haciendo gestos al agua, olvidándose incluso de comer y beber, hasta que, finalmente, se con­ sumió. Los dioses bajaron para recoger su cuerpo y llevarlo al país de la muerte, y en el lugar donde había estado creció una hermosa flor, que recibió su nombre: el narciso.



El vuelo de Icaro por Sally Benson

Hace mucho tiempo vivía en Grecia un famoso inventor. Su nombre era Dédalo. En cierta ocasión, se hallaba visitando con su hijo la isla de Creta, pero el rey Minos, gobernador de la isla, se enfadó con él, y ordenó que lo encerraran en una torre muy alta fren­ te al mar. Después de un tiempo, y con ayuda de su hijo Icaro, Dédalo consiguió escapar de la celda donde estaba prisionero; entonces, vio que no podía salir de la isla, pues la guardia del rey vigilaba cuida­ dosamente todos los barcos que salían hacia otros lugares y era di­ fícil esconderse en alguno de ellos para huir. Sin embargo, Dédalo no se desanimó por esta dificultad. —Minos puede dominar el mar y la tierra —se decía—, pero no domina el aire. Probaré este medio. En su escondite del acantilado habló con Icaro y le dijo que reu­ niera todas las plumas que pudiera encontrar en la costa rocosa. Como sobre la isla volaban miles de gaviotas, rápidamente logró jun­ tar un enorme montón de plumas desprendidas de las aves. Enton­ ces, Dédalo derritió cera para fabricar un esqueleto en forma de alas de pájaro. Las plumas pequeñas las pegó con cera y las grandes las ató con una cuerda. Icaro jugaba felizmente en la playa mientras su padre trabajaba; perseguía las plumas que el aire se llevaba, y a ve­ ces cogía trozos de cera y modelaba variadas figuras con sus dedos. Era divertido hacer las alas. Las plumas brillaban al sol mien­ tras la brisa las rizaba. Cuando hubo terminado su ingenioso inven­ to, Dédalo se las ató a los hombros y se elevó del suelo aprovechan­ do una ráfaga de viento. Al ver que daba resultado, construyó otro 297


par de alas para su hijo. Eran más pequeñas que las suyas, pero fuertes y muy hermosas. Finalmente, un día luminoso en que azotaba el viento, Dédalo ató las alas pequeñas a los hombros de Icaro para enseñarle a volar. Le hizo observar los movimientos de los pájaros, cómo volaban y se deslizaban sobre sus cabezas. Le señalaba el gracioso y bonito mo­ vimiento de las alas que batían suavemente el aire. Icaro comprendió en seguida que él también podía volar, y subiendo y bajando los bra­ zos se levantó sobre la fina arena de la playa e incluso sobre las olas, dejando que sus pies tocaran la blanca espuma que se formaba al romper el agua contra las afiladas rocas. Dédalo lo miraba con orgullo, y también con recelo; llamó a Icaro para que volviera a su lado y, poniendo el brazo sobre sus hombros, le dijo: —Icaro, hijo mío, estamos a punto de emprender nuestro vuelo. Ningún ser humano ha ido antes por el aire, y quiero que oigas aten­ tamente mis instrucciones: vuela a poca altura, pero ten en cuenta que si lo haces muy bajo, la niebla y la humedad mojarán tus alas, y si vuelas muy alto, el calor del sol fundirá la cera con que están formadas. Vuela sin separarte de mí y estarás a salvo. Sujetó las alas fuertemente a la espalda de su hijo y le dio un beso. Icaro, de pie bajo el sol brillante, con las alas que le caían gra­ ciosamente de los hombros, el peló dorado y su mirada húmeda por la emoción, parecía un extraño y hermoso pájaro. Los ojos de Dédalo se llenaron de lágrimas y, dando la vuelta, se lanzó al aire al mismo tiempo que decía a Icaro que le siguiera. De vez en cuando, volvía la cabeza para asegurarse de que el niño estaba bien y sabía agitar las alas. Mientras pasaban sobre la tierra, antes de sobrevolar el mar removido, los campesinos se detenían a mirarlos y los pastores creían que se trataba de dos dioses. Padre e hijo volaron largo tiempo y dejaron lejos las ciudades de Samos, Délos y Lebintos. A Icaro, que movía alegremente las alas, le emocionaba la sen­ sación fresca del viento que golpeaba su cara y acariciaba su cuerpo. Volaba cada vez más alto, hasta que llegó a las nubes. Su padre, al


ver que subía demasiado, trató de seguirle, pero su cuerpo era más pesado y no pudo alcanzarle. Icaro penetraba en las blandas nubes y volvía a salir. Le encantaba verse libre en el aire y, batiendo las alas con frenesí, subía más y más. Pero el sol que le miraba fijamente, reblandecía con sus ardien­ tes rayos la cera de sus alas; las plumas más pequeñas se soltaban y caían balanceándose lentamente, como para avisar a ícaro de que detuviera su loca subida. Sin embargo, Icaro seguía entusiasmado su vuelo; cuando se dio cuenta del peligro que le acechaba, el sol había calentado tanto las alas que las plumas más grandes también comenzaron a caer y él empezó a bajar como una flecha. En aquel momento llamó a su padre pidiéndole ayuda, pero su voz se hundía en las aguas azules del mar, que desde entonces lleva su nombre. Dédalo, lleno de ansiedad, le llamaba: —¡Icaro, Icaro! ¡Hijo mío! ¿Dónde estás? Por fin, vio las plumas que flotaban en el cielo y a su hijo que iba a estrellarse contra el mar. Dédalo se apresuró a salvarle, pero ya era tarde. Recogió al niño en sus brazos y fue volando hacia tie­ rra, rozando con la punta de las alas el agua, por el doble peso que llevaban. Llorando desconsoladamente, enterró a su hijo y dio el nom­ bre de Icaria a aquella tierra en recuerdo suyo. Después, con ágil vuelo se lanzó otra vez al aire, pero sin el con­ tento anterior; esta vez, su victoria sobre el aire era triste. Llegó sano y salvo a Sicilia, donde construyó un templo a Apolo y colgó en él sus alas como ofrenda.


Perséfone por Flora T. Cooke

Deméter (la Madre Tierra) cuidaba todas las plantas, frutas f semillas del mundo. Enseñaba a las gentes a arar los campos, a plan­ tar las semillas y a recoger sus cosechas. Los campesinos querían mucho a la Madre Tierra y la obedecían contentos. Y también que­ rían mucho a su hija, la bella Perséfone. Perséfone paseaba todo el día por los prados entre las flores. Los pájaros la acompañaban cantando. Las gentes decían: —Donde está Perséfone, brilla el sbl. Los capullos florecen cuan­ do ella sonríe. Oíd su voz: es como el trino de un pájaro. Deméter quería siempre que la niña estuviera con ella. Pero, una vez, Perséfone fue sola a un prado cerca del mar y se hizo una co-


roña de delicadas florecillas para el pelo; después cogió todas las flo­ res que le cabían en el halda. Lejos, al otro lado del prado, llamó su atención una blanca flor que brillaba. Corrió hacia ella: era un narciso, pero nunca había visto ninguno tan hermoso y florido; sólo en un tallo había como cien florecitas. Quiso cogerlo, pero no pudo romper el tronco. Probó otra vez con más fuerza y vio que las raíces salían lentamente de la tierra. En el suelo quedó un enorme agujero que se hacía cada vez ma­ yor. En seguida, Perséfone oyó un ruido muy grande a sus pies, como el de un trueno. Eran cuatro caballos negros que salían del agujero corriendo hacia ella y tirando de una carroza hecha de oro y piedras


preciosas. Dentro iba un hombre negro y macizo: era Hades. Había salido de las tinieblas y se protegía los ojos con las manos. En el soleado prado vio a Perséfone entre las flores: estaba muy hermosa. La cogió y la colocó en la carroza junto a él. Las flores cayeron de su vestido. —¡Oh, mis hermosas flores! —dijo Perséfone—, Las he perdido todas. Entonces vio la cara de Hades, que estaba seria y como de mal humor. Asustada, levantó sus brazos imploran­ do a Apolo, el cual conducía su carroza por el cielo sobre sus cabezas. Luego llamó a su madre, Deméter, para que la ayudara, pero nadie le contestó. Hades llevó su carroza directamen­ te a su oscuro reino bajo la tierra. Los caballos parecían volar. Al dejar la luz, Hades trató de consolar a Perséfone. Le habló de las maravillas de su reino,


del oro, la plata y las piedras preciosas que poseía. En la oscuridad, mientras iban pasando, Perséfone vio piedras que brillaban en todas partes, pero a ella no le importaban y lloraba sin consuelo. —Siempre he estado muy solo en mi extenso reino —dijo Hades—. Te llevo a mi palacio, en el cual serás la reina. Compartirás todas mis riquezas. Pero Perséfone no quería ser reina; sólo suspiraba por su madre, por el sol brillante y los prados que olían tan bien. Pronto llegaron al palacio de Hades. A Perséfone le pareció muy oscuro y triste y, además, muy frío. Habían preparado una fiesta para recibirla, con apetitosas golosinas, pero ella no quiso comer. Sa­ bía que quien comía en casa de Hades ya no podía regresar a la tierra. Era muy desgraciada, aunque Hades trataba por todos los me­ dios de que estuviera contenta. Mientras, en la tierra, todos eran muy infelices. Una a una las flores doblaron la cabeza y dijeron: —No podemos florecer, porque Perséfone se ha ido. Los árboles dejaron caer sus hojas y decían: —¡Perséfone se ha ido, se ha ido...! Los pájaros se alejaron, diciendo: —¡No podemos cantar, porque Perséfone se ha ido! Deméter se sentía muy triste. Oyó que Perséfone la llamaba y la buscó en su casa y por toda la tierra. Preguntó a todo el que encontraba: —¿Has visto a Perséfone? ¿Dónde está Perséfone? La única respuesta que le daban era: —Se ha marchado, se ha marchado. Perséfone se ha marchado. Pronto, Deméter se convirtió en una vieja arrugada y triste. Na­ die hubiera dicho que era la mujer que simpre sonreía a todo el mun­ do. Se pasaba día y noche sentada, mientras grandes lágrimas caían de sus ojos al suelo. Nada nacía en la tierra, todo se secaba y se volvía estéril. Era inútil que la gente labrara la tierra. Era inútil plantar semi­ llas. Nada podía crecer sin la ayuda de Deméter, y todo el mundo estaba apenado y se sentía perezoso.


Deméter fue a muchos lugares y, como nadie en la tierra podía decirle dónde estaba Perséfone, miró al cielo. Allí vio a Apolo en su brillante carroza. No volaba tan alto como otras veces. Estaba es­ condido detrás de una nube negra y nadie pudo verle durante mu­ chos días. Deméter sospechó que Apolo sabía algo de Perséfone, por­ que desde el cielo podía ver toda la tierra.' —¡Oh, gran Apolo! —le dijo— ¡Ten piedad de mí y dime dónde está mi hija! Apolo dijo a Deméter que Hades se la había llevado y que Per­ séfone estaba con él en su morada subterránea. Entonces la Madre Tierra corrió a hablar con el gran Padre Zeus, que podía hacerlo todo. Le pidió que enviara a alguien para pedir a Hades que le devolviera a su hija. Zeus llamó a Hermes y le dijo que fuera, rápido como el viento, al palacio de Hades. Hermes obedeció feliz y dio la grata noticia a todos los que en­ contraba en su camino: —¡Voy a buscar a Perséfone! ¡Voy a buscar a Perséfone! ¡Pre­ paraos para recibirla! Cuando llegó al reino subterráneo de las sombras, dio a Hades el mensaje de Zeus. Le habló de que en la tierra no nacía nada y de que Deméter estaba triste por la niña. Dijo que no dejaría que nada volviera a crecer hasta que Perséfone regresara. —La gente se va a morir de hambre si no vuelve pronto —dijo. Entonces, Perséfone lloró amargamente porque había comido una granada y se había tragado seis semillas, recordando que todo aquel que comía en casa de Hades ya nunca podía regresar a la tierra. Pero Hades se apiadó de ella y dijo: —¡Vete, Perséfone, hacia donde brilla el sol! Pero hay que obe­ decer la ley, y por tanto debes regresar cada año para quedarte con­ migo seis meses, uno por cada semilla que has comido. Esto es todo lo que pido. La alegría le dio alas y, tan ligera como el propio Hermes, Per­ séfone fue volando por los aires. Las plantas volvieron a florecer. Los pájaros se reunieron nue­ vamente y cantaron; de los árboles brotaron otra vez muchas hojas.


Todas las cosas comenzaron a decir en su propio lenguaje: —¡Alegraos, porque Perséfone ha vuelto! ¡Perséfone ha vuelto! Deméter estaba tan triste que no oyó en seguida estas voces. Pero pronto se dio cuenta de los grandes cambios que se producían a su alrededor y se asombró: —¿Cómo puede la tierra ser tan ingrata y olvidar tan pronto a mí Perséfone? —exclamaba. Sin embargo, su cara se puso alegre en seguida. Volvió a ser la buena Madre Tierra, porque tuvo a su hija entre sus brazos. Cuando Deméter se enteró de que Perséfone sólo podía estar con ella seis meses del año, decidió sacar todos los tesoros que tenía guardados, y mientras Perséfone estuviera con ella el mundo se lle­ naría de belleza y alegría. Cuando Perséfone se marchó, Deméter cubrió cuidadosamente ríos y lagos y extendió un manto blanco y suave sobre la tierra.


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.