Cuentario de Guri

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Cuentario de Guri


Manuel Vรกsquez Carmona

Cuentario de Guri


Manuel Vรกsquez Carmona

Cuentario de Guri

Primera Ediciรณn Digital, 2012

Cuentario de Guri por Manuel Vรกsquez Carmona se encuentra bajo una Licencia Creative Commons ReconocimientoNoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported. Formato Digital E-Book y PDF Creado utilizando LibreOffice 3.4.4 Fuente utilizada: Gentium Book Basic


Si uno quisiera descansar no haría notas como estas, llenas de abandono y mal decir, notas para saber que uno está vivo y puede gritar y rejoder. Pero de todos modos son notas muertas. Notas tristes. ¡Qué sabe uno! ¡Notas! ¿Qué más da? Y por eso uno sigue. Adriano González León


Cuenta del autor imaginario En diciembre del año 1999 ocurrió una de las peores desgracias en Venezuela. Los deslaves de Vargas han sido una de las peores catástrofes que dejó el siglo pasado, producto de las interminables lluvias. Miles de damnificados de Vargas fueron trasladados a distintas regiones y estados del país. Una parte la trasladaron al sur, al pueblo Guri, asiento de una de las más importantes represas hidroeléctricas del mundo. Estos... ¿diarios?, ¿cuentos? intentan una aproximación a ese pedacito de varguenses y sus historias. Al final, uno no sabe si éstos son diarios que sueñan ser cuentos o cuentos que pretenden ser diarios.


A Jacklyn


CUENTAS AL MARGEN I

¿Cómo era Guri antes del año 1960? Acaso ya los estudios previos avizoraban el destino de aquel lugar, donde el río Caroní se abre, ensancha su brazo luego que el río Paragua se une a él kilómetros aguas arriba, en ese codo de San Pedro de las Bocas. Acaso las primeras detonaciones alteraban la atención de cunaguaros y onzas, de los monos araguatos y capuchinos, de tucanes y loros, de las babas que se escabullían dentro de la negra superficie del río. ¿Qué poblados indígenas se habrán indignado por aquellos movimientos de tierra que desviaron el cauce del río negro? Hija de la luna, ¿qué historias guardas tras tus aguas, de esa historia cuando Guri dejó de ser nombre de mujer para ser represa hidroeléctrica? Cuando los trabajos culminaban, el río se convertía en lago, un embalse de agua negra, que comenzaba a inundar, con macabra lentitud, aquellas tierras donde, antes de todo, corrías libremente, hija de la luna…

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MUROS Y VÍRGENES Guri, 4 de abril

Desde que existe el mundo / hay una cosa cierta Unos hacen los muros / y otros las puertas Carlos Varela

MI LLEGADA a Guri en abril no pudo ser más que un guiño caprichoso de lo que algunos llaman destino, una extraña bienvenida a lo que sería la estadía en el pueblo. En la alcabala de Río Claro, una de las entradas del pueblo, había un cúmulo de militares registrando acaloradamente autos, carteras, cédulas de identidad, algunos fueron puestos con las manos a la pared, abierta las piernas y palpados por cada escondrijo del cuerpo. El autobús se detuvo, un gordo vestido de verde camuflaje con una escopeta tras el hombro pidió que bajáramos los "caballeros". Hicimos una fila y el hombre nos registró uno por uno. Su mirada escrutadora se posó en mi rostro, sus ojos minúsculos me interrogaban. Alternaba su mirada fija entre mi cédula de identidad, mi cara y un papel que tenía en la otra mano, en una minuciosa comparación con algún nombre o rostro desconocido. Así comenzaba esta travesía en el pueblo, como pasante de ingeniería en la empresa hidroeléctrica –la segunda mayor del mundo según los infaltables sabihondos–, durante esos seis meses requeridos para obtener el aciago título universitario. Una nueva soledad bajo la mirada de algo distinto, diferente a la ciudad caótica que dejaba atrás, a esa Ciudad Guayana

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vista desde la distancia, aunque fueran tan sólo ochenta kilómetros la separación entre ella y Guri. El horizonte del pueblo no deja de ser muy diferente al de otros pueblos, salvo por la triplicidad de sus cables y sus torres eléctricas. Aquellos gigantes esqueléticos surcan los alrededores, repartidos en aparente desorden por valles y lomas, erguidos y magnánimos sobrepasan los más altos árboles; otros, revolotean alrededor, pequeñísimos, como si un gran dedo pulgar los hubiese enterrado hasta la mitad, como cuando la abuela empujaba la aguja hasta enterrarla en la bola de hilo al culminar sus acostumbrados tejidos, sin usar dedal, bastaba con el cuero de las yemas de sus dedos. Unas pocas torres emergen solitarias en alejados claros, quizás esperando algún Quijote criollo que intentase intimidarlas con sus armas de locura. Todas ellas dominan el paisaje de Guri, nombre que al nombrarlo pareciera más una queja de garganta, un sapo en su noche más inquieta, la gotera de alguna filtración en techos que soportaron mejor las lluvias de antaño. El militar, gordo como un Botero, levantaba nuevamente su mirada hacia mi rostro. ¡Qué gordo es este carajo! ¿Cómo un militar puede llegar a ser tan gordo? ¿No tienen ellos una rigurosa disciplina de forzados ejercicios? Algunos de la fila comenzaron a susurrar, señalándome de reojo. Mucho después de aquél encuentro con el Botero militar, cuando el autobús nos llevaba a nuestros puestos de trabajo y bajaba por las curvas arboladas de las calles gureñas, pensaba en el gran muro, en la represa de Guri. Varias toneladas de muros infranqueables, se presumen irrompibles contrario a otros tantos muros en la historia, que por divisionistas 3


éstos, han tenido que ser derrumbados. Pero este muro es otra cosa. Hay algo de orgullo en esta mirada ante la ventana del autobús, quizás algo de soledad al mirar cómo las aguas que yacen en los dos canales formados al pie de la presa se unen en el infinito, donde sólo se ve una línea horizontal y se duda por un instante si es el fin del mundo; y continúan su curso como río Caroní, alimentan las otras tres represas, los saltos del Cachamay y el parque La Llovizna, hasta estrellarse finalmente con el río Orinoco, ese al que le fue conferido el inmutable adjetivo de soberbio. Tras la represa, está el gran lago, tranquilo, como dormido, sepultando al pueblo colonial de Guri, misión española que sepultó la memoria del pueblo indígena, dueños ancestrales de estas tierras. Una generación enterrando a otra. Me pregunto qué generación sepultará a ésta, o acaso serán estas mismas aguas negras del Caroní las sepultadoras, las inquisidoras. El camino que conduce a pueblo Guri, se encontraba sin luz. Un cartel rezaba: "Ciudad Guri, donde dos culturas convergen…" Su rostro de ciudad, si ha de tener alguno, no se asoma por ninguna parte, choca con el recuerdo de la Ciudad Guayana natal, aquella que ya va siendo nostalgia. Acaso Guri nace como pueblo y una diversidad cultural es la que converge allí, gente venida del norte huyendo de la lluvia o traídas en sacos vaciados como granos de maíz. La faz del pueblo vargasgureño o gurivarguense (aún ignoro el gentilicio que se utilizaría en este caso) apenas se construye. Es un pueblo virgen todavía. Le faltan sus lugares, sus espacios, su gente apenas comienza a asentarse o a resignarse; dos, cinco, diez años luego del desastre no son nada o, tal vez, sean demasiados. Pero los vargasgureños o gurivarguenses 4


son gente alegre y fiestera. A pesar del olvido, siguen viviendo como pueden con la caña a cuestas, su acento caribeño, y los tambores moviendo las caderas de aquellas negras, una cultura afrocaribeña enterrada en un sur inhóspito. En este muro de Guri, aún falta construir muchas puertas. El militar me devolvió la cédula de identidad, dudoso, aún escrutando mi rostro y las gotas de sudor que me desnudaban el miedo. El gordo se dirigió al siguiente en la fila sin apartar sus ojos achinados de mí. Luego, nos montaron nuevamente al autobús y entramos a Guri, mi corazón seguía con su taquicardia nerviosa. Tiempo después me enteré que buscaban a un hombre regordete, de nariz chata y redonda, barba incipiente y larga chiva, tal como la que tengo. El prófugo había asesinado a un vigilante días antes de mi llegada.

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CUENTAS AL MARGEN II

Una niña contaba que la lluvia era el llanto de la montaña. ¿Por qué lloraría la montaña? Porque sí, dijo la niña, ya no podía jugar con el mar, quería volver a tocar, con sus manos de tierra, las aguas que “apagan el sol en el horizonte”; así fue que lloró y lloró, sin pensar que, con su lloriquera, nos mataba a todos. ¿Por qué no se daría cuenta de aquello, si la montaña vive observándolos todo el tiempo? Porque no, respondió la niña, por ser envidiosa también, siente envidia de nosotros que sí jugamos con el mar. ¿Envidiosa también? Sí, aclaró la niña, porque también sentimos envidia por ella. ¿Sienten envidia por la montaña, por qué? Porque sí, gritó la pequeña, porque puede tocar siempre el cielo, la muy muérgana.

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(ENTRE PARÉNTESIS) Guri, 8 de mayo

La vida es un paréntesis entre dos nadas Mario Benedetti

“GURI SE HA convertido en una boca de lobo, lleno de delincuentes y criminales, una barbarie nunca antes vista en los predios de la empresa hidroeléctrica”. El representante de le empresa hidroeléctrica hablaba con rostro ceñudo y el dedo índice de la mano derecha levantada. Ya venía con estos prejuicios encima antes de comenzar el trabajo en pueblo Guri, pero lo que terminó por sepultar cualquier imagen bienhechora sobre el lugar, fue lo que el representante de la empresa hidroeléctrica afirmó luego: “La empresa no se hace responsable si vas al pueblo. En Guri hay fantasmas”. El tipejo era respetuoso en su charla, parecía sincero, me aupaba por el ingreso a la empresa como pasante, aunque su cara espolvoreada mostraba todo lo contrario. La gravedad de su rostro al pronunciar la palabra “fantasmas” era tal que no quedó la menor duda de lo peligroso que deben de ser esos ectoplasmas de los antes vivos, aparecidos por quién sabe qué razones en las callejuelas y añejas residencias del pueblo. (La advertencia alimentó mucho más la idea de adentrarme en pueblo Guri, irreconocible al pueblo de la memoria. Hace tanto tiempo atrás, que se me hace imposible precisar cuántos años, habré pisado las tierras gureñas en aburridas visitas estudiantiles y en una que otra ida y venida en esos fugaces viajes de la 7


infancia, desterrados ya del recuerdo. Ninguna calle, paisaje, edificio, ni siquiera la plaza del sol y de la luna, o la torre solar de Alejandro Otero, se me hacen reconocibles; o por lo menos familiares, esa sensación de haber estado allí antes. Guri es un descubrimiento reciente.) No faltaba quien, ya en el puesto de trabajo, comentara algo sobre los foráneos, los llegados, los venidos. Los trajeron de Vargas, dirá alguien, sí, de las mejorcitas familias, llegaron a Guri con el barro de la desidia aún cubriendo su rostro; llegaron sin nada, sin pertenencias, despedazados los muy pobres. Todo el plan de emergencia del gobierno se lo llevaron pa'la mierda, me dirá un negro varguense. ¿Cómo coño vamos a robarnos un par de cables de alta tensión sin un carajo? Pana, tú sabes que esa vaina no se le puede cortar así, continuará el negro. Recordaré lo que me dijo el representante de la empresa: Se la pasan robándose los cables de alta tensión, dejando sin luz varias vías terrestres; y el negro varguense terminará por decirme lo que yo esperaré que dirá: coño, pana, eso es un saboteo contra el pueblo; es la mismita empresa la que corta esos cables pa' luego meternos en vainas a nosotros. ¿Pero dime tú, cómo coño vamos a cortar esos cables, pana? Supongo que, creo que lo diré o lo pensaré, es verdad que no es tan fácil cortar aquellos cables de alta tensión, el arco eléctrico que se generaría derrumbaría a cualquiera. Es una vaina seria, panita, de verdad. (El Guri de mi infancia tiene un olor más ligado al mito que a un pueblo concreto y real, más que a un pueblo dormido bajo la sombra de la represa. Algunos folletos y libritos que desfilaron en mis primeras lecturas hablaban sobre la empresa hidroeléctrica, 8


una de las más grandes del mundo, como cuentos para dormir cuyos finales siempre eran felices, como las acarameladas fábulas de los hermanos Grimm. Del pueblo Guri, de la Misión que se fundó allí mucho antes, de los indígenas que recibían ese nombre antes de todo… de eso, nada nos contaban aquellos libritos.) Ahora, Guri despertaba de forma dramática. En el norte del país, lejos de este sur escondido, aquel diluvio –bíblico, novelesco–, repartió en estrellas una cultura, un pueblo, que en Guri, una pequeña humanidad consiguió un poco menos que esperanza, algo al menos para sobrevivir. Aquí vinieron la gente del Ince, con un tráiler y todo, pero que va, seguirá el negro varguense, se robaron todas las herramientas y dijeron que fuimos nosotros, pensaré que el negro seguirá con su defensa, sí hubo algunos por allí que se robaron algo, pero ya lo tenemos pillaos, el resto sencillamente desapareció, terminará por decirme tal vez triste, es que aquí no nos quieren, nos quieren sacar, cómo hace uno. Creo que no le diré nada, tal vez una palmada en el hombro o tal vez sólo serviré de escucha que por lo menos será algo. (El cielo de Guri se siente mucho más cercano y por ello más inmenso, inabarcable, haría falta una compañía para mirarla toda, como aquel niño que le pide a su padre ayuda para ver el mar.) ¿Y los fantasmas del pueblo que advertía el representante de la empresa hidroeléctrica? Sí, apareció alguno, pero ese encuentro será para más tarde…

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CUENTAS AL MARGEN III

Toda la cuenca baja del río Caroní era agitación. Primero el desplazamiento de miles de personas, reubicadas en Ciudad Bolívar, Ciudad Guayana, Upata y otros lugares; luego la captura de animales que llevaron en jaulas sostenidas por helicópteros, en curiaras por cuadrillas de indígenas, aunque la muerte igual les llegó a muchos; luego la tala de árboles y los movimientos de tierra, las repetidas detonaciones. Cuenta un amigo que su padre fue uno de los que descubrieron los jeroglíficos en las piedras, dibujos circulares, ondas concéntricas, laberintos inquietantes como remolinos; algunos se rescataron, pero la mayoría se perdió, acaso sólo uno quedó grabado en la memoria de la empresa hidroeléctrica. Cuenta que mientras su padre hacía cierto levantamiento arqueológico a orillas del río, un cunaguaro lo observaba en la boca tupida de la selva, a sólo unos cuantos metros de él. Le dejó unos surcos en la espalda, la piel amuñuñada en líneas salvajes como raíces gruesas de viejos árboles abiertas a tajos en la mitad. El cunaguaro se perdió dentro de la selva, mientras que la sangre fluía hasta desembocarse con las aguas del Caroní.

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EL ENCUENTRO Guri, 19 de junio

…esta antigua fotografía en la que estamos usted y yo. Chevige Guayke

LA SOLEDAD se parece a la fotografía del camino aquel. Una abertura en el enramado de árboles, altas malezas y lianas verdes de intrincado laberinto. El camino se pierde en la arboleda tupida del horizonte gureño, llevando al caminante a un destino incierto, acaso inconcluso, acaso ilusorio. ¿Fotografía, dije? Todo parece demasiado calmo, como hipnotizado, como sin viento, como detenido en el tiempo, como una fotografía. Sin embargo, no lo es, porque el camino lo tengo al frente mío y lo observo con lentitud en la noche. Una noche cualquiera que me dificultaría precisarla en el calendario pero que debería acentuarla como única. Guri es un pueblo de soledades. Las distancias, las idas y venidas constantes, los separados, los nunca más volveré a verte, los enterrados de Vargas. Los enterrados de Guri no existen, salvo la cultura aborigen de antaño, enterrada hace cientos de años y terminada de sepultar por las aguas represadas del Caroní. Por eso dicen que Guri es un pueblo de fantasmas. Aquel camino sin caminos, sin sentido, capturaba mi mirada cada vez que cruzaba la callecita frente al Club Arimagua, donde aguardaban, en los tres horarios, tres comidas calientes con postres y cafés incluidos. La noche en que quise seguir ese 11


camino (ignoro cuál noche, todas parecen iguales) la soledad era abrumadora. La quietud… no, lo estático de los alrededores era innegable, a pesar de los escalofríos que erizaban los vellos de la piel, causados por un aire frío, un viento helado incapaz de inspirar en las hojas y ramas, al menos en las malezas quebradizas, algún vestigio de vida natural y no ese retrato cadavérico de fotografía. Apenas descubrí a la otra persona junto a mí, observando también el camino. Decía que la soledad era inexplicable en aquel vallecito de montes bajos, en la que el camino se formaba hasta perderse en la oscuridad abovedada de los árboles. Y era así, hasta que observé al sujeto silencioso, divagando en torno al camino. Al menos eso imaginé. No tardé mucho en darme cuenta que el hombre, bajo, más bien de contextura delgada, era de una edad lejana, entrado a los setenta u ochenta años (una década más, una menos, en este caso, poca diferencia hace). Buenas, le dije. Él sólo asintió, nada más, como lamentando el haberlo descubierto. Sin embargo, me ofreció un cigarrillo, no fumo, gracias y volvió a lamentarse mientras encendía el suyo metódicamente. El humo no me pareció, sencillamente, no era humo. Extraño que alguien como usted esté aquí conmigo, dijo resignado a mi compañía. No se movía de lugar, tampoco yo podía, no me daban las ganas de moverme. Así que nuestra charla transcurrió sin alejar nuestra mirada del camino, allá en la penumbra. Más me extraña usted, respondí usando su modo de hablar, pensaba que estaba solo. Está usted solo, amigo, respondió no como pregunta sino como afirmación. Creo que bosquejó una mínima sonrisa. Sí, es verdad, respondí preparándome a entrar 12


en una charla de una profundidad que sabía no iba a poder seguir. Todos estamos solos al fin y al cabo, dije para adelantarme. Pensé en García Márquez y su siglo triste, en el individuo solitario de algunas obras de Saramago, en el pueblo espectral de Comala. De allí provendrían mis primeros argumentos sobre la soledad. Luego, será Cortázar y la soledad de la Maga para profundizar y defenderme en la conversa. No, nadie como tú ahora, dijo. Recuerdo que le dije que siempre me había sentido así y que suponía era normal en la gente. Como un espectro de fotografía, como ese alguien perpetuo retratado en un mundo instantáneo, ajeno a las miles de miradas que han de posarse sobre él, sin un roce, sin un contacto, sin ningún habla. ¿Así se siente? Sí, así. Como un cuento de Chevige Guayke, en donde el personaje observa todo el pueblo irresistiblemente igual y luego se da cuenta que pertenece a una fotografía. ¡No hay cien años que valgan para la soledad de ese personaje! Sí, es verdad. Ignoro cuáles partes de esas últimas frases las dijo él y cuáles yo, lo cierto es que luego, cuando caminaba hacia el club Arimagua, tuve la sensación de haberme encontrado con un fantasma. No suelo ser de las personas que pierden el conocimiento momentáneamente y sueñan disparatadas situaciones que dejan un sabor de boca confuso y desorientador. Guri es un pueblo de fantasmas, de los venidos de Vargas, de los aborígenes colonizados, de los colonos muertos, de los fallecidos del pueblo que ni cementerio cercano tienen para descansar del tiempo vivido y será por eso que vagarán por allí, por las callejuelas estrechas, por los bosques oscuros levantando la hojarasca como un vientecillo solitario, confundiéndose con los vivos, conversando con quien 13


fuera, que igual da si aparecen como personas o como una voz en la memoria.

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CUENTAS AL MARGEN IV

Cuenta el escritor José Roberto Duque, en un texto publicado en Papel Literario el 16 de enero del año 2000, que luego de aquel diluvio decembrino que rasgó la faz de la montaña y los rostros de las gentes, le teme a las estatuas. Mientras caminaba sobre la tierra fangosa, llena de piedras y escombros, que sepultaba vidas y miserias, observó la estatua de Soublette, que seguía, como era de esperarse, con su mirada hacia el mar, dando la espalda hacia la montaña. Unos pasos más adelante, se encontró con el cadáver de una joven, enterrada hasta la cintura, en una aterradora pose de “busto griego después del terremoto y de la mutilación”. Desde ese entonces, tiene pesadillas y vive con la angustia de tener que lidiar con las miles de estatuas de parques, plazas y calles.

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LA CAMINATA Guri, 26 de julio

…Para los navegantes con ganas de viento, la memoria es un puerto de partida. Eduardo Galeano

AMANECÍ UN DÍA aturdido. La empresa hidroeléctrica había organizado aquella caminata en pareja, dentro de su programa de juegos deportivos internos. Me inscribí en ella no precisamente por ser un gran deportista: el caminar para mí tiene un estímulo singular que nada tiene que ver con el mero objetivo físico. Durante mis particulares caminatas (bajo el refugio de aquellos caminos altibajos) se ejercita más bien la mente, ayuda más a la concentración que a mi cuerpo antiatlético. Pero al día siguiente de esa caminata, como decía, amanecí aturdido: la imagen de esos tres cuerpos femeninos consintiendo sin remilgos el mío, molido por la competencia, confundía el amanecer. Aquellos cuerpos moldeados en el recuerdo, sus pieles, sus rostros y sus caderas musicalizaban la bruma de vaivenes confusos. Pareció la fantasía de aquel loco irlandés del siglo XIX. Ninfas o vampiresas fueron aquellas tres compañeras de trabajo, que me ofrecieron el terciopelo de sus pieles, de lomas alcanzadas por la felpa de mi boca (mis manos, piernas y espalda estaban adoloridas por la caminata). Ellas arañaron, mordieron, acariciaron, besaron, consolaron, consintieron… hicieron y dejaron hacer… Sí, lo repito, amanecí aturdido.

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Durante aquella caminata, fatídica para mis desacostumbrados esfuerzos, las piernas comenzaban a sufrir los dolores de un camino sin fin. Pensé en las miles de piernas, soportando miles de cuerpos, surcando caminos descompuestos, borrados por la tierra fangosa de las montañas de El Ávila, que arrastraba piedras, escombros, viviendas y vidas… Miles de personas surcaron los campos desolados, devastados; la neblina se fundió con polvos de muerte, el suspiro de los muertos enterrados. Un anciano, con ojos de borracho, vidriosos y acariciando un cachorro rottweiller, suspiraba al comenzar su habla. Sentados en la plazoleta frente al pueblo Guri, nos encontramos por azar. En la Casa de la Cultura comenzaban las clases de alguna de las Misiones del gobierno. Así fue la vaina, mijo, ese perro, que Dios lo guarde, salvó a mi nietecita, me dijo mientras se apretujaba al cachorro. ¿Cómo era que se llamaba ese perro? No recuerdo bien, tenía que ver con estrellas o algo así. Se llamaba Orión, me dijo. Fue horrible, carajo, y pa’más ñapa, salir de una tragedia pa’llegá a esta otra, coño. El anciano había nacido en Margarita, pero luego su familia se trasladó hacia un pequeño poblado cercano a Galipán. Y años atrás, a pueblo Guri. Eructaron las nubes grises, el crujido de los truenos comenzaron con una orquesta fúnebre. La misma tonada que escuché mientras me ejercitaba, junto a las tres compañeras de trabajo, un día antes de la caminata de la empresa. Las lágrimas de lluvia comenzaron lentamente a mojar sus ropas, la calle comenzaba a brillar reflejando las luces de faroles solitarios, la oscuridad se ciñó rápidamente en el entorno. Al rato, la lluvia cayó ferozmente y nosotros 17


caminábamos alegres, entregándonos a ella; sus ropas se estamparon en sus cuerpos: a la delicada figura de una, tierna como primeros años, como nuncas de otoño; las de otra se tornaron diáfanas, descubriendo la piel morena de sus exuberantes colinas; y la tercera encandilaba con su reflejo de luna, dibujada en redondeles de alientos fatigados, el ojo de su ombligo guiñándome la noche; sencillamente, no bastó aquella frase del cantor cubano, “ese milagro que baja por sus cuerpos”. Las lluvias comenzaron en noviembre, dijo el viejo. Ya se veía venir, coño, pero estábamos metidos en nuestro peo de la Constitución. Yo sí fui a votar, nojoda, porque teníamos que apoyar a nuestro comandante, aunque la naturaleza se arrechara con nosotros… como el Libertador, pues. ¡Qué vaina nos echó la lluvia! Llegamos a esta otra tragedia (más lenta, acaso más agónica, pensé). No teníamos pa’dónde cogé, mijo. El anciano abrazaba a su cachorro rottweiller, como sollozando, dejando que la botella de Pampero ya terminada lo consolara como pechos de mujer. No podía más que seguir a su lado y escucharlo. Me hace falta el mar, mijo, dijo luego. El río no es como el mar, aunque también se pierda en el horizonte. Ya he caminado mucho, demasiado en esta vida, se despidió dejando que el cachorro siguiera su andar apesadumbrado detrás de él. La gran caminata de esta gente, de este pueblo, continúa con su destino incierto. La caminata deportiva sí tuvo su destino preciso. Con las dos piernas acalambradas, la columna tiesa como roble, caminaba torcido, la espalda inclinada hacia delante y mi pareja que jalaba de mi brazo dormido, enfurecida por la poca resistencia, vamos, 18


que una caminata también es fuerte para quien no tiene condiciones atléticas. Veía de reojo la llegada, donde ya otras parejas concluían la competencia. Algunos se quejaban penosamente, otros vomitaron, algunos más sencillamente desistieron. No tuve más remedio que continuar, mi pareja con el diablo metido me jalaba como si un niño necio fuera. Al llegar, los paramédicos me esperaban. Me tumbaron al suelo, levantaron mis piernas, respira, amigo, respira. Luego, aparecieron las compañeras de trabajo, como tentadoras ninfas, como las vampiresas del irlandés loco, tomándome entre sus seis brazos, hasta que una neblina imposible se adueñó de mis sentidos, de mis miembros tiesos y adoloridos. Por eso, amanecí aturdido, confuso, sin identificar sueños y hechos. El día transcurrió normal, sin novedades que valgan la pena mencionar. Esa tarde cuando me despedí del viejo y su cachorro rottweiller, camino a mi cuarto de hotel, se apareció una baba orillada en la carretera. Supongo que notó mi presencia porque giró rápidamente para perderse en la maleza, en una especie de pantano contiguo al hotel Cachamay.

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CUENTAS AL MARGEN V

Las aguas cubrían la tierra lentamente. Ese brazo ancho del río pasaba a ser un lago en viva y continua expansión. Mientras, la construcción del dique continuaba. Miles de cascos blancos hormigueaban por la presa que iba adquiriendo forma, grandes tubos vaciaban el concreto; morían animales por la inundación, los árboles y plantas se ahogaban en las aguas negras; el Presidente de la República inspeccionaba las obras, siempre un tumulto de hombres lo rodeaba por completo; fotógrafos registraban la odisea en blanco y negro; la tierra gris peinada por las máquinas, el río tras el muro cubriendo las lomas, el río que la joven presa vomitaba con su caudal vertiginoso, el verde de los árboles tornándose gris como su destino; el cineasta Henry Nadler filmaba todo el proceso que resumiría en un documental de quince minutos llamado, con un sugerente doble sentido, “Guri, el Gigante”. Cuentan que la represa no sólo esta hecha de concreto, sino también de los restos de los hombres que cayeron durante el vaciado del dique, que consiguieron sepulcro entre las paredes macizas del muro.

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DIÁLOGO DE MUERTOS Guri, 2 de agosto

También las piedras quieren ser piedras para siempre (…) y durante siglos lo son, hasta que se deshacen en polvo. Jorge Luis Borges

ME DETUVE en un banco cercano al pueblo Guri. Una joven de Vargas, sentada a un lado, tenía un libro abierto sobre su regazo: El Hacedor de Jorge Luis Borges, según creí leer. Esa tarde nublada, de viento frío, de cantar de loros, contemplaba a la joven embriagada por las páginas de aquel libro… Mi hermana regresó. La acompañé junto a mis sobrinos, dos varones flacuchos y una hembrita de cinco años. Quiso regresá a la casa de la abuela. Pero yo no me quedaría, ella sí. Tengo que volvé, así decía. Tengo que volvé, allí nací, allí crecí, qué más razones que esas. Allí nació mi abuela, nuestra abuela, ¿acaso no es suficiente razón? No puedo despegame de esa casa, si quedó en pie, coño, fue por algo… Debe sé una señal de la abuela pa’que regresemos. Yo lo haré y me llevo a mis niños, a pasá trabajo, sí es verdad, pero es la casa de la abuela. Tantos recuerdos, ¿recuerdas? Qué más quieres que te diga… Nada, pero yo no puedo volvé. Así que la acompañé hasta la casa, levantada entre ruinas, jardines de escombros, piedras y muertos. Coño, hermana, por qué te fuiste de Guri, aquí también se pasará trabajo, pero al menos tendremos techo, seguridá, algo parecido a un futuro. Así que la acompañé y me regresé. Con todo el dolor de mi alma, te dejo (tú me dejas) como mamá y la abuela llevadas por la tierra, sepultadas por la sombra de la montaña. 21


Los primeros meses fuimos mendigos sin queré. Nos ubicaron en cuartos de hotel mientras se jugaba nuestro destino. Algunos agradecen todo el apoyo recibido. Yo no. Y junto a mí muchos otros no tienen por qué estar agradecidos, salvo a Dios por seguí con vida. Y a mi comandante. Mi hermana nunca lo vio así. Antes de irse me dijo que no iba a recibí limosna de nadie. No, qué va, las limosnas son pa’ la gente floja, que no quieren trabajá y yo no soy una de esas. Por eso me voy, hermano, por eso me fui, por eso regresé a la casa de la abuela. Y tu comandante ¿qué ha hecho por los que se quedaron aquí? Yo prefiero seguí con el pasado de la familia, no importa cuánto trabaje, que al final estoy segura la virgencita me ayudará… Ay, qué se le puede hacé, entre las ruinas no se ve vida, futuro. En cambio, en este pueblo olvidado, puede que exista algo, al menos una esperanza. Quizás pueda continuá con los estudios y pueda trabajá en la empresa hidroeléctrica ¿llegaste a ve la represa, hermana? Nunca nos imaginamos algo parecido ¿verdá? Es sólo un muro más, hermano, una piedra más como las montañas del Ávila. Así continué con mi vida, como muchos que también permanecieron en el pueblo. Mi hermana continuó la suya, al igual que otros, que también se fueron de Guri, como si la miseria rondara también aquí y mutilara cualquier esfuerzo pa’ salí adelante de raíz. No todo fue malo, hermana, mi comandante nos envió comía, ropa, cocina, nevera, lo necesario pa’una vida un poco más digna, incluso, de la que teníamos allá en Vargas, en Carmen de Uria, pasamos de sé los damnificados de toda la vida a sé dignificados por el nuevo país. Fue difícil tu viaje de regreso, hermana, los caminos que tapiaban las casas estaban llenos de piedras, como arroz, como noche estrellada. Cuando llegamos a la casa de la abuela se te aguaron los ojos. Sí, se me aguaron, porque me dio sentimiento ver la casa tan 22


terca ante tanta tragedia alrededor, tantos derrumbes, tantos sepulcros; porque sabía que ya te marcharías, como te marchaste, sin mirá pa’trás, aguantando el llanto o la rabia. Fue difícil tu partida, hermano. Y, sí, seguí con mi vida, ayudando a la limpieza interminable, desalentadora. Monté un negocio, un kiosco de variedades; a mis niños les daba yo misma educación, como hizo la abuela con mi mamá. Otros niños venían también, de otras familias que han regresao pa’dá algo de luz a esta oscuridá sombría de entierro. No va tan bien la vida, hermano, tu comandante se ha olvidado de nosotros, pero eso nunca será motivo pa’entregarnos a la muerte que se respira aquí. Aquí… Aquí, donde todo ha cambiado. Aquella noche, hermana, una noche cualquiera. Salimos a bailá, a tomá, a que nos pasen los tragos amargos de los días con más suavidá. Fue un tiempo en que tuve miedo. Dejé preñá a Berta ¿te acuerdas de ella? Por lo menos tenía un trabajito y estaba dispuesto a sudá como Dios manda pa’ dale algo mejor al carricito. Yo no pude dale algo mejor a mis niños, hermano. Se los dejé a una familia que se mudaban pa’ Caracas, a probá suerte, a mendigá, no sé. Pero estoy segura que tendrán una mejor oportunidá. Yo igual me quedé. Derrumbándome al olvido… Esa noche, hermana, se aparecieron ellos, ¿sabes? No se pudo evitá un encontronazo. La soledá, hermano, es como el sol apagándose en el mar… Sacaron armas, hermana. Yo tuve que defendé a los míos, defendeme de ellos. Mi madre, nuestra madre, hermano, y la abuela tomándome la mano, desterrándome al olvido, a la soledá de la tierra… Un trueno, hermana, un disparo, mi mujé, mi muchachito, carajo, no me dio tiempo siquiera de dame cuenta que yo moría. La muerte llega sin avisá, hermano, como en estas montañas… La noche cayó encima. La joven estiraba los brazos, se estrujaba los ojos con movimientos 23


circulares de sus puños, bostezó largo sin tapar su boca, un pequeño eructo cerró el bostezo. Debió apenarse, porque volteó hacia mí y sonrió, como disculpándose. Ya está oscuro, le dije porque parecía continuar con su lectura. Sonrió… sólo sonrió. Borges acostumbraba a leer en la oscuridad antes de quedar completamente ciego, le dije recordando algún documental de televisión, contaban que al viajar en tren, bajo la oscuridad de un túnel, no abandonaba su lectura y más bien disfrutaba de la atmósfera que se generaba, dije para lucirme ante ella. Volvió a sonreír. Cerró el libro, se levantó y se fue después de responderme. Camino al cuarto de hotel, algo perturbado, pensaba en lo que me dijo la joven antes de irse, que la ceguera de Borges se debió más a su miedo hacia los espejos.

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CUENTAS AL MARGEN VI

El niño observaba el gran peñasco en algún lugar de Los Corales, en el Estado Vargas. La maleza adornaba la roca, las enredaderas la apresaban. ¿Habrá salido de la tierra?, se preguntaba el pequeño, ¿salió como la montaña, emergió de la tierra como emerge un iceberg de los mares helados, como esta espinilla que acaba de salir en mi nariz? Observó luego una gran sombra que se movía en el suelo para darle paso a una claridad que llenaba el lugar donde estaba. Subió la mirada y observó la montaña. Sonrió y luego corrió hasta montarse en la roca y saltar sobre ella. Esto recordaba un hombre, sentado en el techo de alguna casa, cuando observaba decenas de peñascos rodando hasta el mar, algunas deteniéndose por completo tras sepultar algún hogar, otras siguiendo una macabra carrera hacia delante y la montaña derritiéndose por la lluvia. Algunas de estas grandes rocas tendrán a niños saltando sobre ellas algún día, tembló por ese último pensamiento.

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TESTIMONIOS DE UNA TRAGEDIA Guri, 9 de septiembre

Un cuentista debe ser valiente. Es triste reconocerlo, pero es así. Roberto Bolaño

LA PRIMERA interrogante fue: ¿Dónde coño estoy? De pronto, un montón de confusiones se estrelló en mi cabeza, mientras que una luz huraña, escapada por una rendija de la vieja cortina del ventanal, arrugaba mis ojos y un dolor palpitaba en la sien. No pude reconocer el cuarto en donde había despertado. A mi lado, un cuerpo moreno, desnudo, como de niña. Me levanté con tropiezos, me sorprendió la desnudez de mi cuerpo. Instintivamente, busqué en el suelo algunas de mis ropas, conseguí todas en una silla próxima, esmeradamente dobladas. La muchacha gimió, desperezándose, estirando sus brazos por encima de su cabello, sus piernas, largas y firmes, llegaban a la orilla opuesta de la cama; sus caderas y vientre se elevaban levemente durante su estiramiento, como si levitaran; el pequeño tumulto de su entrepierna crecía como un bosquecillo negro en la planicie; sus axilas, más clara que el resto de su piel, se mostraban custodiadas por espirales de vellos negros, brillantes como el azabache de su cabello; sus pezones, grandes y negros, se elevaron de sus delicados senos, un costillar se estampó en su piel. Pareció saborear algo en su sueño, sus labios carnosos, abombados, se agitaron suavemente, humedecidos por el asomo fugaz de una pequeña lengua. Por instantes, la muchacha se me hizo desconocida. 26


Hacía tiempo que no lograba dormir, así, dormir bien ¿sabes? ¿Plácidamente? Sí, así, plácidamente. Siempre la pesadilla de la lluvia me despertaba en la madrugada y después no podía pegar el ojo… Sonreía mostrándome una hilera de dientes blanquísimos, contrastaba con su rostro moreno, oscuro, hermoso, en todo parecía una niña. Nos apartamos del grupo, en una mesita cerca de la cocina, para conversar. La nevera a un lado, enfriaba unas cuantas cervezas light. Mi mami se me mató en la tragedia ¿sabes? Se la llevó la tierra y la sepultó… Sonaba fuerte un reggaeton, las punzadas de una eminente jaqueca bailaban al ritmo de aquella estridencia. El olor de la carne, el pollo y los chorizos, cocinándose en una pequeña parrilla lo inundaba todo, abría el apetito incluso de los ya hartados de comer. A los días había un olor a muerto increíble, a mí me daba náuseas, imagínate, sin agua y sin comida. Fue burda de feo aquello… Hablábamos cerca para podernos escuchar, mirándonos fijamente a los ojos, los de ella de un marrón diáfano, claros como un manantial, un riachuelo cuyas piedras del fondo brillan como monedas perdidas. En algún momento tomé su mano, pequeña, callosa, una minúscula sonrisa arqueó sus labios. Luego, todo giró alrededor nuestro mientras nos asfixiaba un beso. Me gustaría conocer a una prostituta, le dije a un amigo. Él me miró algo extrañado, con una sonrisa de complicidad. Pero prosiguió contándome un poco su historia de la tragedia de Vargas, de su traslado a pueblo Guri, y de las amarguras y vaivenes que han sufrido desde su llegada. Mira, vale, aquí sencillamente no nos quieren, dijo en un intento de ignorar mi petición (no me dejó explicarle, quería entrevistar a 27


una puta, conocer el testimonio de alguna de ellas y su situación actual, en pueblo Guri, respecto a su profesión). Cuando lleguemos a la parrillita vas a conocer a mi familia y a unos amigos, la vas a pasar bien, ya verás, nosotros somos gente muy alegre, a pesar de esta mierda, dijo concluyendo la conversación. En uno de los bloques del pueblo, edificios de dos pisos como grandes moteles a las afueras de la ciudad, se veía emerger un humo blanco. Allí nos esperaba la parrillita. Mira, la cosa fue algo así, ¿cómo te explico? Como cuando te despiertas bruscamente y quedas así como desorientado, preguntándote quién eres. Sí, así. Bueno, algo así ¿me entiendes?… Creo que le dije que sí entendía, pero la cerveza me tenía envuelto en una rara ensoñación ¿o fueron sus labios, o sus ojos? Cuando me levanté, así como te dije antes, el agua fría estaba uuyyyyy por todos lados, había más goteras de lo normal y ya el barro entraba en la casa. Te juro que por un momento no sabía dónde yo estaba, ni siquiera si aquello era un sueño o no, ay no, fue muy feo… Parecía que comenzaba a sollozar por el recuerdo de aquella fatídica navidad. Ese fue el momento en que tomé su mano… Ella seguía dormida mientras me vestía nuevamente. Aún desconocía el lugar donde me encontraba, aunque supuse que era el cuarto de ella. Escuché el grito de alguien que se acercaba desde un piso inferior. Intenté esconderme rápido, pero ya la puerta se abría. Buenos días, mijo, abajo tienes el desayuno listo ¿oíste? Despiértame a la muchacha, esa dormilona… y la doña cerró la puerta. Nunca en mi vida había estado tan nervioso, asustado y confuso. Y para complicar más mi situación, había perdido la 28


mañana de trabajo (cosa que no suelo hacer a menos que sea por motivos razonablemente justificados). Mientras escuchaba a la doña alejarse, me llegó de súbito el ratón, la bendita resaca. Bajé a comer, la doña cocinaba, limpiaba y tarareaba una desconocida canción. No me atreví a despertar a la muchacha. Tampoco fue necesario porque a los minutos ella bajó. Hola, me dijo con su aire alegre, despreocupado. La bendición, abuela. Dios te me bendiga… Se sentó enfrente de mí, en la misma mesita en que conversábamos el día anterior. Tienes una cara, mijo. Como si no supieras qué haces aquí, dijo luego que la doña saliera a barrer las escaleras. Le confesé que realmente me había despertado desorientado, no recordaba nada de lo ocurrido durante la noche, acaso la conversación en aquella mesita. Tranquilo, dijo, nos pasa a cualquiera, ya sea por la borrachera o por la lluvia… Tuve que preguntarle: ¿cómo es que llegamos arriba? Se rió, fue una bella música su carcajada. Bueno, nos besamos, luego subimos a mi cuarto para tener más privacidad, tú sabes, pero estabas muy borracho, te caías casi inconsciente, tuve que llevarte yo misma. Te iba más bien a acostar, pero comenzaste acariciarme debajo de la blusa, me pareció tan tierno que, bueno, pasó lo que pasó… Se calló repentinamente, con una sonrisita pegada a su rostro. Lo que pasó lo ignoraba, la perplejidad y curiosidad me mataban. ¿Pero… qué… pasó?, pregunté reproduciendo una risa nerviosa. Nada, contestó y continuó con su desayuno, su semblante despreocupado, como una mañana cualquiera de su vida. Más tarde, luego de despedirme de la muchacha y su abuela, vagaba por las angostas calles 29


de Guri, dirigiéndome hacia el club Arimagua; me encontré con el amigo caminando en dirección opuesta. ¿Cómo te fue ayer? Chévere, le mentí. Seguimos nuestros caminos y recordé vagamente el momento cuando el amigo me presentó a la muchacha. Este es un pana, pasante en la empresa también, le dijo a ella. Ella sonrió y dijo su nombre, impronunciable para mí. Luego, sentí que el amigo me susurraba al oído: ¡ésta es mejor que una puta, lo hace sin cobrar, así te ahorras unos realitos!

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CUENTAS AL MARGEN VII

En 1968, culminaba la primera etapa de la represa, la segunda y tercera etapa del proyecto apenas comenzaban. El agua inundó un área de 800 kilómetros cuadrados. Algunas lomas y pequeñas montañas quedaron como islotes desolados. Un niño pemón navegaba en su curiara por el río Caroní, algunos kilómetros aguas abajo del poblado de San Pedro de las Bocas. Intentaba pescar alguna curbinata o una payarita para demostrarle a su padre que ya podía pescar solo. Un tenue zumbido hizo que sus manos se aferraran al borde de la curiara, muchos árboles en los alrededores soltaron una centena de aves que colorearon el cielo, se escuchó el chapuceo de babas que volvían al río rápidamente. En el horizonte, el niño observó una humareda lejana, perdida entre los vericuetos del cauce. Es la hija de la luna que quiere besar al cielo, pensó el niño.

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LAS MANOS

Guri, 20 de octubre Hay un tiempo de tender la mano y un tiempo de golpear y un recuerdo que naufraga en nosotros y un rostro que acaso hemos visto o no. Gustavo Pereira

SE SIENTE BAJO los pies. Un leve pero continuo temblor, un sonido tosco como caídas de aguas empinadas sobre moles de roca y tierra, una vibración epidémica que contagia al concreto de las paredes y las manos que sobre aquellas reposan. Es interminable, una perenne sacudida como de anuncio, como premonición, como el instante agónico antes de despertar de una pesadilla. Así es la planta hidroeléctrica de Guri. Una vez, en aquella planta al pie de la represa, varias decenas de metros por debajo del nivel del lago, le estreché la mano. Era el piso de los sistemas de regulación de velocidad, un pasillo largo, inmenso, de un frío insoportable; allí se enfilan los gabinetes anaranjados que contienen los sistemas que controlan el funcionamiento de las gigantescas turbinas, ocultas bajo el piso tras unos ventanales; la pulcritud de las cosas era tal que daba nervios transitar por la sala, los ventanales sin una pizca de grasa o polvo, dejaban ver los grandes círculos de las taparas de estas voluminosas máquinas, rotando en el fondo, metros más abajo. La obra de Carlos Cruz Diez se repartía en todas las paredes que resguardan las turbinas, aquí en Guri y en las demás represas, vulgarizada como simple ornamento, tal vez, destino noble de toda gran obra, 32


de toda gran idea. Pensé mucho en aquel apretón de manos. Coño, si eres suertudo, dijo mi compadre, que me acompañaba en ese momento. Ese mismo día, al finalizar la tarde, un taxista del pueblo me contó que le había estrechado la mano al Presidente de la República, a mi comandante, carajo, fue una vaina arrecha, ahí estaba él con su casaca verde oliva, se me acercó y me dijo: ¡adelante compatriota! No pude aguantar las lágrimas, fue inolvidable, demasiado arrecho… Recordé vagamente aquellos momentos: lo observé en la televisión, varios años atrás; apresado por una multitud, caminaba lentamente el Presidente, dando abrazos, estrechando manos, palpando espaldas, dando ánimos a una gente que había sufrido una tragedia, la mayor en la historia reciente del país. Gentes que habían perdido sus hogares, seres queridos, esperanzas de vida. Detrás del barro, de la lluvia, del recuerdo, de esos rostros entristecidos por la montaña, estaba el brillo en los ojos cuando la mirada del llanero se posaba sobre cada uno de ellos. Allí supe, continuó el taxista, que no todo estaba perdido. No todo estaba perdido, es verdad, pero poco a poco se fue perdiendo así como cuando vamos quitándole capas a la cebolla, igualito… Después de desayunar, esperando el autobús, hablaba con un trabajador de la empresa hidroeléctrica que llegó de Vargas. Aquí el alcalde no ha hecho un carajo, continuaba el trabajador, se la pasa haciendo fiestas, gastando una millonada mientras que la gente pasa hambre… Aquella mañana, como todas las mañanas gureñas, las montañas lucían sus sombreros de nubes y la llovizna pintaba un arcoiris imposible. No, pana, aquí en Guri vamos a castigar a ese carajo… Pensé en 33


los apretones de manos, en el manoseo que tanto ha dado para discutir a los mal llamados intelectuales de este país. Aquel alcalde se estrechaba al actual gobernador cuando éste se dejaba manosear por el comandante. Así fue que ganó la alcaldía ese coñoemadre, terminó de decirme el trabajador justo cuando llegaba el autobús de la empresa. En su corto recorrido por los vericuetos de callejuelas y lomas, basta una mínima mirada, tan sólo un vistazo, para observar casi todo el pueblo Guri. Su comercio se basa en un galpón con pequeños locales, quioscos de comida rápida, un abasto, una panadería, una olvidada plaza de artesanos, aparentemente construida por la corporación para beneficio de la comunidad; un puesto de taxi; una oficina de correos; la línea de autobuses que hacen la ruta a Puerto Ordaz y Ciudad Piar; un quiosco de periódicos; y, por supuesto, una licorería, infaltable en todo pueblo que se respete. Algunas familias tendrán sus pequeños negocios de bisuterías, papelerías, etc. ¿Algún burdel? No le pude sacar información al amigo la otra vez, aunque supongo que en algunos de aquellos bloques habrá alguna mujer que se ofrezca a contribuir a sanear al pueblo con esa clase de servicios, indispensables también en cualquier pueblo que se respete. Contaba que le había estrechado la mano. Le hacíamos mantenimiento y pruebas rutinarias a los módulos de regulación de velocidad, mi compadre, mi tutor industrial y yo, como parte del proyecto de modernización que llevaba a cabo la empresa hidroeléctrica. Observaba el trabajo, pensaba en la ruleta política de este país, el montaje teatral que representan los discursos, dignos de los mejores 34


escenarios, y de la pugna de candidatos que esperan su correspondiente manoseo del Presidente y asegurar sus victorias locales. En los fríos pasillos de ese piso, paseaba un grupo de ingenieros, algunos trabajadores comenzaron a correr de un lado a otro, hubo un momento de ajetreo confuso, inexplicable. Del tumulto de cascos blancos, un hombre se apartó del grupo y se acercó a nosotros. Se presentó, nos estrechó la mano. Reconocí algún gerente que también se acercó y nos saludó. Luego, siguieron su camino. Yo seguí observando y pensando en lo mío. Coño, si eres suertudo, me dijo mi compadre, acabas de conocer al Presidente de la empresa hidroeléctrica. Ni cuenta me había dado, asentí levemente con la cabeza y seguí con mis reflexiones, mis cavilaciones fuera del contexto real por el cual nos encontrábamos allí… El Presidente abriéndose paso entre el tumulto de gentes con caras de barro y miedo, dando abrazos y posando su mano en hombros y en rostros desconocidos; el Presidente levantándole la mano a candidatos de gobernaciones y alcaldías, asegurando la campaña y la gente que confiará en su manoseo y la gente que sufre por el abandono, por la lluvia, por el cerro que cayó y sigue cayendo; el Presidente estrechando las manos de sus trabajadores, estrechando la mía; el Presidente secándole las lágrimas a su pueblo con las suyas.

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CUENTAS AL MARGEN VIII

Decía un estadista que son los números los que cuentan. ¿Cuentan qué, señó?, preguntaba un muchacho guaireño. No es que cuentan, aclaraba el estadista, es lo que valen, son las cifras de esta tragedia las que valen. ¿Y cuánta plata valen esas cifras, señó?, volvió a preguntar el muchacho, sobándose la cabeza. No es que tengan un valor monetario, se desesperaba el estadista, bueno, al menos no directamente, consentía luego. Palabras sobran para describir la mirada perpleja del muchacho guaireño. A ver, continuaba el estadista observando un cuaderno que tenía en sus manos, hubo más de doscientos mil damnificados, más de noventa mil viviendas afectadas, más de veinte mil viviendas destruidas, más de cincuenta mil personas de fallecimiento comprobado, más de siete mil personas desaparecidas y el Estado Vargas quedó un noventa por ciento destruido. Los ojos del muchacho se agrandaban. Así es muchacho, concluía el estadista, estas cifras son las que cuentan, las que valen, ¿no te parecen importantes? Parece que sí, apresuraba el muchacho masajeándose el cuello, pero lo que quería decile, señó, es que mi hermanita es la que puede contá, señó, pero no de números o cifras sino de cómo fue que mi má se ahogó en la tragedia y mi pá fue arrastrado por la tierra y cómo fue pa’ mis tíos y mis primos, señó, y mis abuelitos que también murieron, señó, porque mi hermanita estuvo ahí y presenció todo y es la que siempre cuenta, la que echa el cuento, pues, es esa que está ahí, esperando

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por usté, señó, pa’que la anote ahí en ese cuadernito que tiene usté, señó...

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TU REFLEJO EN LA VENTANA Guri, 28 de noviembre

… todo quedó paralizado como si las inmensas rocas que bajaron del Ávila junto con los gigantescos troncos de árboles secos fueran monumentos de la naturaleza imposibles de erradicar. Isaac Chocrón

LA GRABADORA no importa (hizo un sonido hueco, esforzado, un clic doloroso cuando el rec quedó hundido, agachado). Lo importante de esta conversación, amigo, es que necesito contar mi historia, me importa poco si la grabas, si la escribes después, si la publicas luego, no me importa, sólo necesito que me escuches, luego harás lo que quieras. ¿Sabes cómo se ve el reflejo de las cosas sobre una ventana? Como fantasma, como si se viera su espíritu y no sabes a ciencia cierta si estás viendo el otro lado de la ventana o el reflejo de tu lado, todo se confunde y llegas a verlas de otra manera, como otra realidad ¿entiendes? A ella podía verla reflejada en la ventana del autobús, su pelo negro como la noche, sus rizos selváticos, enmarañados, insurgentes; parte de su frente, como luna; su nariz redonda; su piel aún espantada por el barro. La ventana del autobús me la reflejaba así como ya dije, como fantasma, los árboles de afuera pasaban rápido en su carrera eterna y entre ellos, estaba su reflejo, algo brillante por las gotas de lágrimas que acariciaban sus mejillas ¿o eran gotas de lluvia? Montamos muchos autobuses durante esos días de la tragedia (en la empresa hidroeléctrica se pasa tanto tiempo en un autobús como en el sitio de trabajo). Después que la lluvia comenzaba a 38


apaciguarse, se escuchaban los tucutucu de los helicópteros, el estruendo de los aviones de la fuerza aérea se confundía con el paso de la tierra y rocas que despedazaban lo que quedaba de vida. A ella no la pude encontrar cuando nos montaron en el primer autobús, pasé tres días buscándola entre los escombros de grandes edificios, que en ese momento se veían tan frágiles, tan pobrecitos. La lluvia te inundaba, caía persistente, te cansabas de su peso, fue como nadar en el fondo del mar sin conseguir llegar a la superficie, donde se podía respirar y el viento te aliviaba de tanta agua; no, la lluvia te asfixiaba y te cegaba, caía como savia, como miel en los párpados y te enrojecía los ojos hasta arder. La conseguí en el tercer autobús, el que nos trajo para acá, a pueblo Guri, sentada dos puestos más adelante del mío, indiferente o por lo menos así lo supuse (aquí se toma siete veces el autobús cada día, uno te va a buscar al hotel para dejarte en el comedor en la mañana, otro para llevarte a Planta después de desayunar, luego te busca para llevarte a almorzar y más tarde vuelve para dejarte en el hotel, minutos después pasa uno que te lleva nuevamente a Planta, y al final de la tarde, otro que te lleva al comedor y luego de allí, te deja en el hotel o en Ciudad Guayana o en Ciudad Bolívar, según sea el día y tu ciudad de origen). El segundo autobús al que nos montaron sirvió sólo para aliviar la carga de personas, de damnificados, que nos llevó al Poliedro de Caracas. Allí pasamos la Navidad. ¿Que quién era ella? Todo. Ella era todo. Verás, ¿te ha pasado alguna vez al observar el amanecer que el pecho se te llena, no de aire sino de otra cosa, entiendes, como si la belleza fuese tanta que te 39


rebosara el alma? Así pasaba cuando la veía a ella. Me entraba un vacío en el estómago cuando estaba o cuando se marchaba, vestía siempre blusas viejas, eran de su abuela creo, pero le quedaban muy bien ¿sabes? Sus piernas desnudas, bien morenas como me gustan, siempre se le veían con pelitos, parece que no le permitían rasurarse, que aún no tenía edad, pero no le hacía falta, se veía hermosa. Una vez la ayudé a colocar una cortina en el ventanal de la arepera de su abuela, necesitaba que alguien sujetara la tela mientras ella ajustaba las puntas con un gancho; estuvimos muy cerca, uno al lado del otro, podía respirar su aire, su tibio aliento, ella cruzó su brazo con uno mío y su sobaco me quedó puesto así, encima de mi brazo, calientico y húmedo por el sudor, sus cañoncitos me raspaban suavemente la piel; cuando terminó me dio las gracias y se fue, no pude aguantar la tentación de oler mi brazo, me dejó un tufo a cebolla y jabón azul, la humedad que me dejó la lamí, como un perro lame su animalidad. ¿Vas a darle vuelta? (nuevamente un clic seco, como partido, un crujido desaceitoso al abrir la casetera, un chicleo del casete al voltearlo, un trac oxidado al cerrarla y un nuevo clic al presionar el rec). Un día le declaré mi amor, no te rías, en serio, escribí una carta con poema y todo, ustedes creen que son los únicos que pueden escribir poemas de amor, pues nosotros también ¿sabes? Y no había quedado tan mal. ¿Que qué me dijo? Nada, nunca se lo entregué. Salvo aquella vez que la ayudé con la cortina, nunca estuve cerca de ella. Su nombre nunca quise saberlo, cuando llegas a conocer a alguien se evapora, como se evapora la ilusión, el misterio, el goce, la atracción.

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En el tercer autobús, el que nos trajo a pueblo Guri, me encontré con su reflejo en la ventana. No me atreví a levantarme, a hablarle, no hubiese sabido qué decirle, ¿que la amo? ¿que siempre la he amado? Disculpa que me ría, pero eso sí hubiese sido cursi. Pero sí le hablé ¿sabes? Le hablé a su reflejo en la ventana, largo rato, como siempre quise hacerlo, pero no volteó ni hizo algo que pudiera significar alguna respuesta. El viaje cansó, duró toda la tarde y toda la noche, las nalgas se me durmieron porque el autobús no hacía paradas (en la empresa hidroeléctrica los trayectos del autobús son cortos, apenas suficientes para la reflexión). Creo que no hay más que contar de ese viaje, llegamos aquí a pueblo Guri, nos instalaron, pero esa es otra tragedia, otra clase de tragedia que ya más o menos conoces y sé que has escrito algo sobre eso. A ella no la he vuelto a ver. Desapareció cuando el autobús se detuvo y las luces apagaron su reflejo, su rostro transitado por los árboles y las lomas del horizonte (clic).

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CUENTAS AL MARGEN IX

Un viejo se sentó en un banco de la plaza del Hierro de Ciudad Guayana, junto a una amiga parlanchina que no desaprovechó el momento para entablar una conversa con el anciano. Cuenta la amiga que el viejo trabajó en la represa de Guri. En 1986 quedó culminado el complejo hidroeléctrico de Guri, dijo el anciano. El Presidente de la República le hablaba al país, miles de hombres y mujeres observaban el gran muro, la tierra anaranjada, el gran lago durmiendo, los aliviaderos despidiendo las aguas brutalmente. Los trabajos allí culminaban. Aguas abajo, la tierra mostraba algunos peces muertos, las aves volvían al cielo espantadas, cientos de monos, lapas, babas, serpientes, ranas, tigrillos y muchos más, se escondían aterrados en la selva; el horizonte se tornaba distinto, más desnudo, el viejo suspiraba según la amiga. Así fue durante los años noventa, siguió el viejo en palabras de ella, cuando se construía la represa de Caruachi. Hoy, nuevamente, miles de animales vuelven, como una pesadilla recurrente, como una maldición que despierta cada cierto tiempo y maldice la naturaleza. La represa de Tocoma, comienza a construirse y el río Caroní, al menos su cuenca baja, ha dejado de ser río para convertirse en una secuencia de lagos artificiales que apresan sus aguas. La amiga cuenta que el viejo, minado de lunares y arrugas de noventa años, fue uno de los que detonaron los primeros explosivos que cambiaron para siempre el destino del río.

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ALEGORÍA DEL CINTURÓN DE CASTIDAD Guri, 17 de diciembre

Los medios de comunicación modernos se han convertido, en todas partes del mundo, en una nueva Inquisición Roberto Hernández Montoya

LAS NUEVAS viviendas fueron entregadas a los trabajadores de la empresa hidroeléctrica. El Presidente hablaba, y con esta obra la empresa sigue ofreciendo a sus trabajadores la seguridad y confort que se merecen… un murmullo crecía como si viniera un viejo camión, dando tumbos, por la callejuela. Los ejecutivos y gerentes se inquietaban. El murmullo, nacido del público presente, todos trabajadores, alentaba el sudor frío que recorría las frentes de algunas autoridades. En alguna pausa, una voz sobresalió de la corriente sonora, ¿y qué es eso del cinturón? Todos, absolutamente todos, al unísono, hicieron similares preguntas. El cinturón es una prenda elaborada con la última tecnología textil, producto de nuestro centro de investigaciones y que garantizará el bienestar de la familia de ustedes, respondió presuroso el Presidente. ¿Cómo es la vaina?, asomó otra voz. El murmullo se hizo general, se hizo protesta. Fue por esa noche, dijo la voz de algún trabajador en el tumulto que se originó en el evento protocolar de entrega de las nuevas viviendas. Aún así, la protesta se había apaciguado y tan sólo se escuchaba un cuchicheo, un siseo prolongado. Esa noche tuvieron una rumba montá en uno de los 43


cuartos del hotel, dijo uno, coño sí y no dejaron dormir a fulano, dijo otro, por allí me dijeron que llevaron un poco de putas, dijo alguno, que hasta el vigilante estaba gozando, dijo otro más, ay, a ese sí que lo rasparon, dijeron varios, sí, fue por esa noche, por esos coñosdesumadres ahora nos quieren meter el cinturón, concluyó alguien. Esa noche de la cual hablaban, intentamos matar el aburrimiento del hotel. Compramos algunas botellas de Cacique, hielo, limón y Coca–cola para el que quería una cubita. Fue la noche más libertina que había sufrido el hotel, residencia de pasantes, contratados y trabajadores de la empresa hidroeléctrica, a orillas de pueblo Guri. Los pasillos hedían a alcohol y resonaban nuestras alegrías mundanas, nuestros desahogos laborales, tres mujeres se reían con nosotros, bailaban con nosotros, se besaban con nosotros, se frotaban con nosotros, alguien recordó sus primeras lecturas del Marqués de Sade, hablaba sobre aquellas orgías inglesas del siglo XIX, aquellos antros donde el opio, el alcohol, el sexo indecoroso con viejas putas o niñas vírgenes que humillaban en público, eran las atracciones cotidianas de la aristocracia británica. Y nos sentimos así. Hicimos y deshicimos a nuestro placer y goce todo lo que la carne podía dar como posibilidad de pecado. Al día siguiente, en el autobús, comenzaba uno, ¡coño, qué parranda la de anoche! Nojoda, si ni siquiera dejaron dormir a nadie en el hotel, apresuraba otro con sendas ojeras, pero está bien que se diviertan, ya quisiera uno haber estado allí, decía otro benévolo, sí vale y tenían hasta kareoke, mengano tenía un dividi y se pusieron a cantar rancheras barrancosas, tú sabes, de las buenas y fulano hasta se puso a bailar una salsita 44


de Wilfredo Vargas, informaba un viejo trabajador, dicen por allí que van a enviar una amonestación a la administración, rumoreaba uno al otro extremo del autobús, y parece que va a haber unos cuantos raspaos, vaticinaba otro, creo que el asunto no hay que exagerarlo, los trabajadores tienen derecho a divertirse como mejor les parezcan, opinaba alguno, a ver si la empresa comienza a tomar cartas en el asunto, denunciaba una voz desconocida. Mientras, el conductor del autobús se actualizaba con aquel siseo matutino… El cinturón permitirá fortalecer los lazos familiares de nuestros trabajadores, continuaba el Presidente de la empresa hidroeléctrica. Seguía el murmullo general, desconcertante. Al final, alguien ofreció una demostración del uso del cinturón, esta es una prenda fácil de usar, con lo último en tecnología textil como ya lo mencionó nuestro Presidente, los cinturones estarán resguardados en la recepción, cada trabajador mostrará la ficha al encargado para obtener su cinturón personal, a continuación el encargado deberá asegurarse de cerrar con llave los candados del cinturón, la llave la tendrá siempre el encargado, queda prohibido de manera determinante, dentro de los nuevos cuartos, quitarse el cinturón, así se fortalecerá la confianza en nuestras familias. Nuevos murmullos, caras de protestas, rostros de incredulidad, muecas de resignación. Sí, vale, fue por esa noche, reiteró algún trabajador, me dijeron que esa vaina provocó un escándalo entre las esposas de los que tenían; sí, que tenían porque a muchos los dejaron, los embargaron, los demandaron, incluso la misma empresa fue demandada por algunas esposas por permitir y promover esas orgías pecaminosas. 45


Luego del acto protocolar, los trabajadores se dispersaron, algunos a sus áreas de trabajo, otros a revisar los nuevos cuartos. Algunos comensales comenzaban a probarse el cinturón (una prenda negra, como de hule, con pequeños candados metálicos en las costuras, nada incómoda), otros más comenzaban a negociar con los encargados, mira, vale, tú sabes como es la vaina, yo te paso alguito, tú sabes, y me das una copia de la llave; otros manoseaban el cinturón, buscándole algún escape, como neófitos Houdinis practicaban la manera de quitarse el cinturón una vez asegurado con llave; algunos observaban los alrededores, los puntos de vigilancias, las ventanas de los cuartos, cuadrando un camino para en la noche, burlar las restricciones de la empresa y llevar a sus “mujercitas” a la minúscula cama. La noche aquella, de la parranda nuestra, quedó como la causante, la detonante de todas estas acciones de la empresa, está demás describir las sanciones sociales que nos impuso la colectividad obrera, fuimos vedados en fiestas y reuniones, acusados de la imposición del cinturón, aun cuando en verdad nuestra parranda no fue distintas a otras y los candados del cinturón fueron finalmente obstáculos superados por la creatividad sindical, nacida por la necesidad que siempre llama.

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CUENTAS AL MARGEN X

Cuenta un amigo que en un autobús de la ruta que va de San Félix a Puerto Ordaz, se montó un hombre con una gran venda cubriendo parte de su abdomen. Disculpen los caalleros y damas presentes en este autobúss, se dirigió a los pasajeros el hombre, buenas taldess, gracias por las buenas taldess; quisiera pol favó y disculpen nuevamente la molestia tené un poco de su atención, continúo el hombre, yo ya tengo un tiempo pasando de autobúss en autobúss, de repente algunos de ustedes ya me conocen, quiero regalarless este caramelito que les estoy entregando, no se los estoy vendiendo, se los regalo, sólo le pido a los buenos de corazón y a los que creen en Cristo y en Dios que, si quieren, puedan ayudalme con lo que puedan pa’ podé compralme las medicinas que me hacen falta y hacelme la operación que me cuesta unos dos millones de bolívaress; pueden ayudalme con lo que les dicte su corazón, siguió el hombre pasando por cada puesto, no les estoy vendiendo el caramelito, se los regalo como gesto de buena voluntad, gracias, gracias, que Dios se lo pague, gracias… Una señora incrédula miraba con el cejo fruncido, ¿y qué tienes tú, mijito?, preguntó. El hombre, mientras respondía, despegó un poco el vendaje que tenía en el abdomen, parte del tejido del intestino grueso sobresalía de una grotesca herida cerca del ombligo, sí, mi señora, esto me lo hizo una estaca de aluminio que me atravesó la barriga, allá en Vargas, en la tragedia…

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EL INICIO DEL VIAJE

Ciudad Guayana, 10 de enero del año siguiente … En el centro de un ojo me descubro; / no me mira, me miro en su mirada. Se disipa el instante. Sin moverme, / yo me quedo y me voy: soy una pausa. Octavio Paz

UNA VENTANA limpia parece una página en blanco, no refleja nada, trasluce todo y te llama a rozar el dedo sobre su superficie, llenarla de la opacidad necesaria con la mugre de tus dedos, así como la del pensamiento cuando se trata de la blancura del papel. Una ventana como la de este cuartucho, llena de moho y polvo, salpicada del rocío gris de las mañanas gureñas, cuando la neblina espesa juega a los desaparecidos con las cumbres verdes de montañas, lomas y sus eternos habitantes de aluminio; esa ventana, digo, parece un suspiro de tristeza, como las páginas de un buen libro, como el brillo de la piel desnuda alargada en la cama, soportando el sofocamiento, sudando la resaca, durmiendo la nostalgia. Ella otra vez. La putica del pueblo Guri, abnegada a mis amores fugaces, ¿fue ella quien me buscó? No, seguro fui yo quien la buscó a ella y no sé por qué. Para despedirme, tal vez. O para escapar, como escapo a ratos, de la soledad. Sea como sea, me entregué a ella una vez más y ella se entregó a mí, con su olor impregnado en la piel, su sudor saboreado en la boca, su piel llagada en las manos. El humo emerge entre la ventana y mi rostro, ¿el humo de qué? No de cigarrillo, puesto que no fumo. 48


Será entonces, el humillo de un café, oloroso, negro y algo amargo. Aunque en ocasiones como ésas, el cigarrillo pareciera ser lo mejor, llevar el pitico a la boca, aspirar mientras se arruga la frente y botar el humo con aire pensativo, como disipando los pensamientos a través de aquellas extrañas volutas. Pero no, mi vicio no es el cigarrillo, es el café. ¿Que de dónde salió ese café? Digamos que en el cuartucho hay una cafetera eléctrica, vieja como estas paredes, casi tan mohosa como esta ventana, y al despertar yo del trasnocho y del revolcón, la cafeterita me tenía colado un cafecito negro, oloroso y algo amargo, es decir, como me gusta en estas ocasiones. Entonces, el humo que se levanta, que transfigura aquel rostro reflejado en la ventana en algo lleno de nostalgia y tristeza, viene de un café, otro acompañante de la soledad al igual que un cigarrillo. La muchacha se retuerce en la cama, alborota los olores, invade la del café, reconozco un vaho tibio, como a fruta podrida, como a pez muerto, como huelen las rocas golpeadas por las olas batientes del mar; me acerco a ella (ella de espalda, un muslo estirado y otro recogido, su cuerpo una hermosa hache), aspiro en la oscuridad, en el monte confundido con la sombra, las olas que van y vienen, respiran, acarician la arena, se frotan con la arena, se estrellan contra las rocas, y uno que mira ese inhalar y ese exhalar del mar, sobre la arena, bajo el sol, la sombra derramada por la sinuosa superficie blanca y caliente, uno es sombra, es la proyección de ésta en la tierra, en las paredes, en el techo, en la ventana, como las gotas de la lluvia que caen para encontrarse con la tierra, caen solitarias para fundirse unas a otras y consolarse de su violento viaje vertical; que caen en las torres 49


desnudas de Guri, tristes como sus sombras que se garabatean en los árboles y, uno como su Quijote, la miramos de abajo, asombrados, aterrados, como gigantes perpetuos de los valles solitarios; y las gotas de El Ávila que se llevan rocas, se estrellan contra las rocas, y se llevan la tierra, se llevan las sombras, se llevan la vida… Exhalo. Tomo un sorbo de café. Algo más de seis meses duró mi estadía en Guri, trabajando como pasante en la empresa hidroeléctrica. Toda una vida. Saquemos números, pues, fueron veintiséis semanas, ciento ochenta días, cuatro mil trescientas veinte horas. Sí, es toda una vida. Tan sólo un momento puede tornarse en una vida, y sientes que naces cuando la miras a sus ojos, claros marrones, y mueres con la noche, cuando los sudores se secan, sus ojos se despiden y una caricia te deja abandonado en una espesa soledad. ¿Y que vendrá después? Un día distinto despierta y no sabes qué te vendrá, qué harás, cómo seguirás adelante porque uno no es quien avanza, uno no es tic tac, uno es la sombra con que el sol mide su tiempo, erguidos ante un espiral de signos y misterios mientras transcurre en un sentido el paso de nuestro reflejo oscuro, nos utiliza y nos hace pensar que somos nosotros quienes lo utilizamos. Es sólo una ilusión y estos seis meses no fueron más que un sueño y esta ventana, este café, la puta dormida en este viejo cuartucho no son más que el despertar de un día distinto. La muchacha se despierta, tiene sus ojos lagañosos, marrones cristalinos, y me mira respirando profundamente, saboreando su propio olor fermentado entre las sábanas. Qué rico huele ese café, dijo; serví un poco en otra taza y se la llevé, me senté a su lado, ella se sentó, se arrodilló en la cama, es sólo 50


una chiquilla, dieciocho años me había dicho, sus senos prominentes, suaves, firmes como dos gotas rozando el extremo de una hoja, sólo que no siguen, se quedan así, deliciosamente custodiando la piel de aquella hoja, la de ella, dos gotas que producen una sed inquietante, sed de sorberlas, de tomarlas y saborear todos sus embriagantes minerales, ‘ta sabrocito el café, negrito y con poca azúcar, como me gusta, dijo; sonreí mientras veía el camino de vellos que nacía de su ombligo y se perdía en el triángulo negro entre sus muslos. Tengo que irme, le dije. Tenía que estar en la parada de autobuses a las diez en punto. Quizás sea la última vez que suba a un autobús de éstos, los de la empresa hidroeléctrica, y comenzaba a sentir nostalgia. Nostalgias que esta putica también me decía que sentía de su tierra, de Vargas, que ya son muchos años después de la tragedia, pero el tiempo no limpiaba nada, no cicatrizaba heridas, el tiempo pasaba pero ella o uno quedaba en un efímero espacio del recuerdo, estancada o estancado en nuestras propias miserias, igual da la miseria de ella o la mía; sigue su camino el tiempo, sigue su vuelta sin detenerse, sin derretirse, sin dejarse amoldar, no amigo Einstein, no amigo Dalí, el tiempo sigue su curso, sigue con su tic tac, y uno sigue en el medio del escampado mientras que el sol juega con nuestra sombra y da una vuelta y otra y sigue, y uno allí parado, erguido, dejándose encorvar por la rutina, por las agujas, las manecillas, segunderos, minuteros, ¿cómo se llama el que indica la hora? Horario, esos bracitos siguen su vuelta, la sombra se vuelve contra uno, el tiempo que nos lleva a la muerte…

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Tengo que irme, le había dicho. La muchacha sorbía su café, me miró con sus grandes ojos, esos que detallaron mi rostro cuando ella saboreaba el glande rojo, que me miraron al momento de penetrarla salvajemente, de eyacular sobre su vientre y cuando me abandonaba al cansancio y al sueño; levantó su mano derecha, extendió sus delicados dedos, aquellos que se aferraron tanto a mi piel, que amorataron mis hombros, arañaron mi espalda, que se aferraron al falo tieso con la misma intensidad con que se aferran a la vida, con sus sube y baja frenéticos, salvajes; movió su mano en un gesto de despedida mientras seguía sorbiendo su café, la taza cubría sus labios, algún gesto de tristeza o alegría, nunca se sabe, apenas sus ojos se posaban sobre la superficie de la taza. Cuando me levanté, dejé la mía sobre una mesita de noche y abrí la puerta para irme, la muchacha seguía sorbiendo su café, miraba al vacío y su mano jugaba con la sábana o la acariciaba o la arañaba. Me fui. Llegué justo cuando el autobús arrancaba hacia Ciudad Guayana, tuve que correr para tirar las maletas y montarme de un salto. Qué forma, pensé, de iniciar el viaje de regreso.

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EPÍLOGO

Carta a un amigo, Hola. No sé mucho escribir cartas, hice montones de pruebas empezando con Querido amigo, Estimado amigo, otra solamente con Amigo y otras tantas más que ya ni me acuerdo, no sé, esta es una carta a un amigo, por eso empecé así, así que hola otra vez. ¿Cómo estás? ¿Terminaste con tu trabajo ya? Pregunto cosas que no sé si vas a responder, ni siquiera sé si te acordarás de mí, yo sí me acuerdo de ti, eras el más solito, siempre llegabas directo a tu cuarto, me saludabas con una sonrisa, una linda sonrisa, y después te encerrabas en tu cuarto. Me gustaba limpiar tu cuarto, no era mucho trabajo tampoco, ah, por cierto, nunca te agradecí las galleticas y chocolaticos que siempre me dejabas en las mañanas, en medio de la almohada, como un romántico amante de novela que deja una flor o una nota o su olor en el lugar donde debiera estar él, para que una se sienta sintiera al menos acompañada en su soledad. Qué bonito me salió ¿verdad? Me gustaban tus libros que siempre me tomaba un tiempito para echarles un ojo. Sé que no debía hacerlo y mucho menos sin tu concent consentimiento, no vayas a pensar que soy una registrona, es sólo que me llamaban la atención, tú sabes, los poemas de amor me encantan, yo suspiraba como una tontita leyéndolos sentada en la cama, comiéndome las galleticas o los chocolaticos, qué rico, me hacen falta esos momentos que ya eran como rutinas para mí, y yo te veía siempre como alejado, nunca bajabas a conversar con los demás, llegabas y 53


para el cuarto, y luego salías a caminar, yo te seguí un día, sabes, y no te distes cuenta que yo te seguía, caminabas mirando al suelo y a veces levantabas la mirada mirando para mirar no sé qué, los árboles, las montañitas, no sé, y luego la bajabas, tenías tus audífonos puestos y yo me preguntaba qué música será esa que escuchas, siempre imaginaba que era algo así como extraño, música extraña, no sé, no te imaginaba escuchando música venezolana o un vallenato de esos sabrocitos o un regi rige regueton, no sé cómo se escribe, tú sabes cuál es, pero me esforzaba por creer que sí, que sí escuchabas esta música que es mi música y que posiblemente un día podíanos podíamos sentarnos juntos a escucharla. Claro que nunca me atreví, no sabía de qué hablarte, además que va contra las reglas hacerse de amiguitos con los trabajadores, pero era hablar nada más, bueno, nunca me atreví como ya sabes. Creo que pude hablarte sobre la tragedia, parecías interesado una vez que te vi en una parrillita del pueblo, pedías que te echaran el cuento, pero después no te vi más, te perdiste con esa niñita, no quiero pensar que para hacer lo que creo que hicieron, bueno, sí lo pensé y me sentí como que celosa porque además no me dejaste nada en el medio de tu almohada en la mañana siguiente. Pero no te odié, tampoco te lo reproché, quién era yo verdad para reprocharte algo así, pero te confieso, ahora que finalmente te hablo atravez a través del papel, que si me lo pedías me iba yo para la cama contigo. Dios mío, qué cosas escribo, comienzo a temblar, siento la cara caliente de verguen vergüenza. Creo que ahora tengo más valor para decirte eso, esta que soy que tú vas a leer luego es la que quisiera ser en verdad, como si la hoja me abriera una fantasía posible, me permitiera 54


ser la que quise ser para ti. Otra vez tiemblo, tengo que usar dos dedos en esta máquina de escribir para no equivocarme mucho. Te interesaba la tragedia o, no sé, de repente te hacías el que te interesaba, no sé si lo que querías era irte con esa niñita para la cama, pero yo pude haberte echado mi cuento también, y de repente irme yo en vez de ella, mi cuento de la tragedia de Vargas, yo vivía en Carmen de Uria, con mi mamá, mi abuelita, dos hermanas y una prima, un poco de mujeres, aquí en Guri estamos sólo una hermana y yo, mi mamá se me murió en la tragedia, una piedra grandísima le cayó en la cabeza, yo vi cómo se la llevó la corriente, la prima desapareció por meses hasta que nos dijeron que andaba por Margarita, ahora debió regresar a La Guaira, una hermana se me murió en un emfrent tiroteo en el club aquí en Guri, estaba preñada, a mi abuelita nunca la despertó la lluvia, el barro la sepultó en su camita, con todos sus santos y con el retrato del abuelo en su pecho, así era que siempre se dormía mi pobre abuelita, yo salí con mis hermanas gritando, yo pensaba que iba a morir cuando salimos de la casa, habíamos caminado un poco tratando de que el barro no nos llevara y la casa que se derrumba y la piedra que golpea a mamá y mi hermana que me jala, me grita, la otra me llora y yo no reaccionaba, estaba como en cho shock, paralizada por la lluvia que caía pesada, me nos costaba estar en pie, caminábamos casi agachadas y la lluvia apenas nos dejaba ver, apenas nos dejaba levantar y seguir adelante hasta sobrevivir o morir. Qué tonta, se me aguaron los ojos de golpe mientras te escribo, si estuvieras aquí y yo contándote esto, seguro que me abrazarías y me acariciarías el cabello y me dirías palabras lindas, un poema de amor, pero no estas, eres 55


esta hoja en este momento que será luego yo cuando la leas, una transformación extraña pero íntima, puede que hasta hermosa. Cuando llegamos a Guri nos prometieron todo, pero no se dio todo, imagínate, una hermana llegó a sobrevivir de ese infierno para morir aquí y en un tiroteo, la otra tiene un puestico en el mercado, se casó con un imbécil, tiene su propia familia. Me quedé sola como tú lo fuistes durante tu tiempo aquí, cuánto fue, como seis meses. Este diciembre se cumple otro año de aquel diluvio y lo que muestra la tele es que las lluvias siguen cayendo, que hay nuevas casas derrumbadas, que hay nuevos dagni damnificados, ay mi diosito, mi tierra ya no es mi tierra, se va perdiendo poco a poco por la lluvia, que casi no recuerdo cómo era mi casita allá en Carmen de Uria, cómo era el cuartico de mi abuelita y el retrato de mi abuelo, olvido la sonrisa de mamá, olvido el mar y su roce con el cielo allá lejos, otra vez lloro, no tengo remedio, perdona los tachones y los manchones de mis lágrimas. Mejor termino, espero que estés bien, que hayas terminado tu trabajo, que te gradúes pronto, espero encontrarme con tus ojos cuando leas esta carta ya no para un amigo, sino para un amor que nunca fue, como esta hoja, como esta carta, como esta historia, como yo misma… Hasta siempre… Guri, diciembre.

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