LOS RÍOS PROFUNDOS: ESA NUEVA OPORTUNIDAD PARA SOÑAR. Manuel Villavicencio Universidad de Cuenca, Ecuador manuel.villavicencio@ucuenca.edu.ec “El destino poético del hombre es ser espejo de la inmensidad”. (G. Bachellard, Poética del espacio). “… nosotros sentíamos que a través de la música el mundo se nos acercaba de nuevo, otra vez feliz”. (J.M. Arguedas, Los ríos profundos).
Hablar de Latinoamérica, significa también, habitar distintas y nuevas “miradas” que sobre este espacio se vertebra en un esfuerzo por mirar lo que somos y lo que queremos ser. Este juego de miramientos y deseos renovadores, consolida la infraestructura espiritual que nos particulariza y nos convoca con el ánimo de borrar fronteras geográfico-políticas y culturales. Este nuevo mirar continuo, sería, entonces, la utopía. En este sentido, el escritor latinoamericano, sobre todo a partir de la década de los sesenta y setenta, siempre ha estado comprometido con la construcción de un imaginario nacional y continental, mediante una búsqueda permanente de la esencia de lo real a través de la literatura, “proponiendo modelos alternativos de desarrollo conjunto, tanto a través de su propia gestión creativa cuanto a las imágenes que entrega del futuro deseable a nivel simbólico”.1 Como son, por ejemplo, los escenarios paradisíacos del Caribe en las obras de Carpentier y García Márquez. Si pensamos que el espacio de lo posible es apropiado por la imaginación; la literatura se constituye en el artefacto ideal para construir caminos inusuales por donde transitar y generar imaginarios alternativos de futuro, generando redes de significaciones que orientan nuestra existencia, y nos permitan reconocernos como seres
Este trabajo fue presentado en las Jornadas Andinas de Literatura Latinoamericana (JALLA), celebradas en la ciudad de Lima entre el 9 y 13 de agosto de este año. 1 Ana Pizarro, De ostras y caníbales: ensayos sobre cultura latinoamericana, Santiago, Editorial de la Universidad de Santiago, 1994, p. 42.
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deseantes de una nueva dimensión que exprese nuestras verdaderas aspiraciones, inquietudes, valores y objetivos. En este sentido, la evocación de lugares perdidos y desaparecidos en el tiempo, la reconstrucción de instantes del pasado, de vivencias ya idas, de travesías realizadas, siempre han constituido preocupaciones de la literatura. Efectivamente, esta concreción del pasado en el presente literario, permite tanto al escritor como al lector, retornar a un “tiempo original”, primero, fundacional, en el cual el sujeto (individual y colectivo) se mira a través de las imágenes y símbolos que en el texto se registran. Solo a partir de estas imágenes y símbolos evocados, empezamos a sentir nuevamente aquellos espacios que en el presente, aparentemente ya no existen, y que se vale de la memoria no solo para evocar aquellos viajes de ensoñación por laberínticos pasajes, sino para darle sustento a nuestra propia existencia. En Los ríos profundos, José María Arguedas, construye un proyecto alternativo en donde la música es el elemento catalizador que provoca y desata los más vivos sentimientos y acciones, insertándonos en un contexto del imaginario discursivo, pues todo se activa en función del sonido y de lo que éste produce. Sin embargo, esta elaboración protagonizada por la música, resulta ser en definitiva, otro medio a través del cual el proyecto utópico andino del incarri se afirme cada vez más dentro de las discusiones y debates que se proponen. Es decir, un proyecto alternativo del peruano, que no hace más que enriquecer un proyecto andino y latinoamericano de la esperanza. En la obra, la música decanta un universo significativo, elaborado mediante el recuerdo de la infancia perdida, y que pone en marcha una memoria colectiva, cuyo escenario es la plaza, la chichería, la montaña, el río, es decir un espacio específicamente andino y latinoamericano de la memoria. Pero, eso sí, un recuerdo del pasado que únicamente nos proyecte hacia el futuro, que nos haga soñar nuevamente en un mundo nuevo, idéntico al primigenio,2 en donde todos los instantes de una imagen iniciática nos inserte dentro de una paz natural del paisaje andino que se proyecte a una paz del mundo. 2
Para Ainsa, el “espacio americano ha experimentado varias elaboraciones utópicas. América, por tanto, ha sido y lo sigue siendo el territorio propicio a la objetivación de la utopía, en donde se han potenciado planes y proyectos de toda índole; cuya idea de “tierra prometida” aún siga intacta […]. El Nuevo Mundo ha tenido desde sus inicios, primero a los ojos de los europeos y luego de los propios americanos, los dos ingredientes básicos de una utopía: el espacio y el tiempo, es decir el territorio donde fundarse y una historia con un pasado a recuperar o un futuro donde proyectarse con facilidad”. Fernando Ainsa, La necesidad de la utopía, Santiago, Publicación de la Universidad de Santiago, 1999, p. 19 y sig.
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Esta gran partitura operática, como lo mencionaría Rama en su momento, producirá también una renovación de todo el aparato sensorial que conlleva a la recuperación de lo pasado, en oposición al presente habitual del protagonista que se encuentra en una tierra extraña, perversa. Las diferentes alusiones sensoriales que pueblan la obra, como por ejemplo, los olores a cedro, eucalipto, muladar, orín; al igual que los diferentes tonos, marcarán los estados de ánimo de Ernesto con relación a un tiempo soñado y otro vivido. Desde el inicio de la obra, el protagonista y su padre sostienen un diálogo cósmico con respecto a las virtudes de los muros de piedra incaica. Los muros se mueven, hablan y cantan sus historias en la ciudad del Cuzco. Son “piedras de sangre –dice– cuyos atributos les permite avanzar al fin del mundo”3. Si pensamos que el lenguaje tiene la capacidad de señalar los diferentes seres, estos señalamientos (muros: hablan-cantanviven), producen una suerte de encantamiento de las cosas, motivados por un proceso de hondo recogimiento y apropiación espiritual que solo es posible a través de la ensoñación. En este pasaje, cada piedra mostraría nuestra fragmentariedad cultural, háblese de sustratos lingüísticos, cosmogonía, formas de aniquilamiento o religión; sin embargo, se homogeiniza en el instante en que el muro, percibido en su totalidad, canta la historia andina. Por consiguiente, los muros funcionarían como grandes cajas de resonancia (así como lo harían también las montañas, los ríos, los árboles, los acantilados-roca) no solo del sonido, sino del mismo silencio, a diferencia de las habitaciones geométricas de la ciudad letrada europea. Allí se fabricaron moradas del vacío, de la negación; un orbe de los ciego/sordo/mudos: “La calle era lúcida, rígida […]. Las casas no bullían, no hablaban, no tenían la energía que jugaba en el muro del palacio de Inca Roca; era un muro quien imponía silencio; y si alguien hubiera cantado con hermosa voz, allí, las piedras habrían repetido con tono perfecto, idéntico, la música”.4 Nada sugiere más que el silencio; allí está encerrado el sentimiento de los espacios ilimitados, que se conjuga con la inmensidad íntima del soñador que da el significado verdadero a ciertas alusiones del mundo real. La naturaleza cantada, poetizada, proyecta el despertar del aparato silente en cada uno de nosotros para 3
José María Arguedas, Los ríos profundos, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1978, p. 19.
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Ibíd., p. 10.
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ahuyentar los ecos y ruidos que desdibujan un paisaje humano que tiene mucho que contar. Estos ecos y ruidos no serían sino meros agenciamientos que desvirtúan el discurso verdaderamente latinoamericano, en donde el retorno a nuestros orígenes y la consiguiente comunión con los seres humildes de nuestro orbe, empataría con el reconocimiento de nuestra esencia, pues solo es posible concebir una memoria del futuro si conocemos y vivimos nuestra historia. Ahora bien, lo anterior no quiere decir que solamente miremos ese mundo adánico, y “soñemos despiertos” con su retorno. Pretende tender un puente simbólico de diálogo cultural de reconocimiento mutuo, mediante un ejercicio espiritual de apropiación y regocijo que nos haga visibles primero frente a nosotros mismos, y luego frente al mundo “otro”. En términos de Paz, “mirar la otredad”, no sería sino “encontrar la mismidad”. En este sentido, el espacio sonoro en la obra del peruano se presenta como un canto purificador de reconciliación y de diálogo, cuyas características no solo complementan esta elaboración discursiva, sino que además, muestra ciertas categorías y estrategias para el diálogo que propone. Por una parte, es el espacio íntimo, cuyo significado de grandeza une el vasto mundo con el vasto pensamiento, en un deseo por edificar un paisaje de unidad, en el cual estén presentes lo uno y lo múltiple. Arguedas no propone un escenario, digamos “material”, sino uno poético, afectivo y simbólico que mueva nuestro interior, y nos libere de sensibilidades alienantes y falsas. Mundo y pensamiento de la grandeza andina, que nos haga “reflexionar sobre la música como un ordenamiento de las percepciones y contribución a un lugar de enunciación”.5 Precisamente, este lugar de enunciación corresponde a un canto cósmico, y que además de producir, como lo diría William Rowe “una especie de intercambio energético entre el interior de las personas y el ambiente, nos inserta mediante la ficción en un mundo mítico”6, en el cual todos los seres cantan, en estéreo, sus historias individuales y colectivas. Este lugar de enunciación está provisto de entidades llamemos “humanas”, pues en la obra cobran existencia protagónica (mediante una animación fabulada) aquellos seres privados de voz, en los instantes que concurren al diálogo solitario del soñador, 5
William Rowe, Ensayos arguedianos, Lima, Publicación del Centro de Producción Editorial de la Universidad de San Marcos, 1996, p. 36. 6 Ibíd. p. 43.
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que marca este retorno al pasado en matrimonio con el paisaje natural, en donde lo uno es lo otro, y lo otro es todo: “La voz humana no se considera privativa de los seres humanos, porque existe un universo sonoro en el que se intercambian e interpretan lo humano y lo no humano. Los sonidos de las cosas son humanas, se oyen como si fuesen humanos, o viceversa; las voces que se oyen son las voces de un coro no de un individuo”.7 Mediante esta nueva perspectiva, se produce un nuevo discurso cultural que involucra a los más diversos sectores sociales, trayendo como consecuencia la renovación del enunciado cultural alternativo, pues nada ocurre sin la presencia de esta realidad ficticia musicalizada que colorea la realidad, en donde lo bello y lo sublime no son sino manifestaciones propias del alma. Por lo tanto, una nueva cosmicidad renueva nuestro interior, basta para ello soñar nuevamente, a través de la música, en un mundo ilimitado, en donde el sueño y la música echan a andar nuevamente la máquina cultural latinoamericana de la memoria y del futuro. En consecuencia, la música cuzqueña no solo es la llave que abre las puertas de la memoria de un pasado, en la cual se entretejen las más inverosímiles historias y leyendas, sino que tiene la capacidad de transformar a los seres, como intentando reconciliarse con esos dioses/montañas/culebras/astros que antaño les sonreían; como es el caso del relato mítico de la Mama Angola: “Pensé que esas campanas debían ser illa, reflejos de la “Mama Angola”, que convertían a los amarus en toros. Desde el centro del mundo, la voz de la campana, hundiéndose en los lagos, habría transformado a las criaturas”.8 De la misma forma, lo mágico se despliega a cada instante sobre las páginas del texto. En la obra todos los seres adquieren relevancia incluso mítica cuando son parte vital de este mundo indígena a través de la mirada del protagonista. Las montañas, las aves, las plantas asumen cualidades extraordinarias y que guardan los secretos de la cultura andina en donde la vida y la muerte contienden. En este sentido, la música en la obra, es un estado del alma del protagonista, discursivamente elaborado mediante un monólogo permanente, que sin embargo, funciona como un coloquio, abierto, ansioso y cómplice por compartir la magia de un orbe en el cual los objetos más humildes tienes cualidades fabulosas, como es el caso 7 8
Ibíd., p. 43. José María Arguedas, Los ríos profundos, op. cit. p. 10.
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del zumbayllu, que escucha los lamentos de Ernesto y lo consuela, en una suerte de diálogo cósmico: “Estaba solo, contemplando y oyendo a mi zumbayllu que hablaba con voz dulce, que parecía traer al patio el canto de todos los insectos alados que zumban musicalmente entre los arbustos floridos”9. El sonido de este objeto mágico, asimismo, tiene la capacidad de comunicar los estados íntimos de los personajes, incluso a manera de revelaciones, pues el futuro se presenta más atractivo frente a un presente fictivo, aparentemente, sin escape, como es el caso del “brujo”, que vaticina que Doña Felipe escapará a la persecución de la milicia luego del motín por el problema de la sal. De la misma forma, se constituye en el mensajero de aquellas misivas del espíritu de los personajes, y en particular de Ernesto, quien le encarga le haga llegar a su padre la urgencia de su regreso a Abancay, para conducirlo nuevamente por el peregrinar en la geografía peruana, pues “tiene la capacidad de atravesar las fronteras sociales y culturales, que bien podría servir como antídoto emblemático a estas distancias aparentemente insalvables”.10 Este objeto-signo, provisto de cuerpo y alma, representa la música, la vida y la memoria de un pueblo, y cuyo origen lexical, incluso está en correspondencia con el universo mítico andino; convirtiéndose el zumbayllu es el portavoz autorizado del Viracocha y la Pachamama, pues ellos han venido a habitar los ríos, bosques y montañas sagrados; y no han hecho más que añadir singularidades humanas, demasiado humanas a la gran ley del ensueño del paisaje andino: La terminación yllu significa propagación de esta clase de música, e illa la propagación de la voz no solar. Killa es la luna, e illapa el rayo. Illariy nombra el amanecer, la luz que brota por el fin del mundo, sin la presencia del sol. Illa no nombra la fija luz, la esplendente y sobre humana luz solar. Denomina la luz menor: el claror, el relámpago, el rayo, toda luz vibrante. Estas especies de luz no totalmente divinas con las que el hombre peruano antiguo cree tener aún relaciones profundas, entre su sangre y la materia fulgurante.11
En segundo lugar, el espacio sonoro es el lugar de convocatoria de seres, memorias, anhelos, deseos y miedos. Se podría afirmar que se constituye en la metáfora
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Ibíd., p. 70. William Rowe, op. cit. p. 53. 11 José María Arguedas, Los ríos profundos, op. cit. p. 54. 10
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de la gran chichería12, cuyo génesis en Los ríos profundos se encuentra marcada por el dúo del amor del soñador y su mundo; haciendo de este y del hombre dos criaturas conjuntas, paradójicamente unidas a un diálogo de soledad y reconocimiento cósmico: No había estado nunca solo en el patio de honor. Me senté en el borde de la fuente. La música que tocaba la banda llegaba con plenitud a pesar de la distancia y los muros. Los sapos caminaban cerca de la pila, croaban vigorosamente. Advertí mejor, entonces, que esas voces eran más graves que la de los sapos de altura, a pesar de que en el fondo del coro de los grillos, la voz de los sapos de las regiones frías tiembla como el tañido lento de las campanas.13
La chichería se convierte en un lugar público, en el que se dan cita músicos, meseras, indígenas, hacendados, policías, visitantes, entre otros; en donde todo el mundo es propio y ajeno, oriundo y forastero; sin embargo acompasados por los acordes de la música. Así, los hechos curiosamente nos son narrados por un forastero-niño, quien nos muestra esta realidad compleja de una cultura, en la que el narrador/protagonista no solo escucha el huayno desde una de las mesas de la cantina, sino que también construye una memoria individual y colectiva, asumiendo una suerte de distanciamiento a través de la cual se describe y se revela a sí mismo. Empero, esta memoria es fragmentaria y conflictiva, producto de la mirada nómade que persiste por regresar a sus orígenes, convirtiéndose paradógicamente en algo así como un “núcleo focal, poderoso y constante que recoge y da sentido a la caótica pluralidad de las experiencias”14: Yo iba a las chicherías a oír cantar y a buscar a los indios de la hacienda […]. Después, cuando me convencí que los colonos no llegaban al pueblo, iba a las chicherías, para oír la música y recordar. Acompañando en voz baja la melodía de las canciones, me acordaba de los campos y de las piedras, de las plazas y los templos, de los pequeños ríos donde fui feliz […]. Porque el valle cálido, el aire ardiente y las ruinas cubiertas de alta yerba de los 15 otros barrios me eran hostiles.
Ahora bien, los registros lexicales alcanzan sus mejores relevancias cuando están asociados a la música y al canto, en virtud de que se incorporan palabras cantadas, en 12
“El escenario de la chichería muestra una realidad tensa, conflictiva y contradictoria de nuestra cultura, en donde el observador está inmerso dentro del mismo objeto observando; y que al tratar de describir la realidad, se describe y se revela a sí mismo, en una suerte de realismo global, abarcador de todas las instancias y todos los estratos del mundo”. Ángel Rama, op. cit. p. 142. 13 José María Arguedas, Los ríos profundos, op. cit., p. 149. 14 Antonio Cornejo Polar, Los universos narrativos de José María Arguedas, Lima, Horizonte, 1997, p. 93. 15 José María Arguedas, Los ríos profundos, op. cit. 79.
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una simbiosis de significados y significantes que se ajustan y se perfeccionan cuando discurren en el canto, y que aparecen en la obra como bellos poemas folklóricos, pequeños sones o simplemente música que susurra las páginas de la obra. La presencia del charango, por ejemplo, que acompaña las reuniones indias y mestizas, se constituye en el objeto-símbolo transculturador, pues a diferencia de la bandurria y la guitarra, resulta de una apropiación del instrumento por parte de los indios, quienes lo trabajaron durante siglos, cuerda, tras cuerda, tono tras tono, y en donde se manifiesta el “afán invencible del indio de hacer su obra, de concluir el trabajo que le exige su espíritu. No cede jamás. Nadie le toca en la integridad de su alma”16. El charango es un instrumento de canto dulce, que acompaña a los huaynos de las distintas regiones del país, y que asume un rol protagónico en las cantinas, las reuniones de los colegios, plazas y campamentos. Los huaynos rememoran aquellos instantes de la imagen de la existencia india y mestiza, cuyo acompasamiento marca el estado de ánimo de los concurrentes, en el que se manifiesta un deseo de armonía entre culturas aparentemente disímiles17. Una realidad ficticia musicalizada, que impulsa un crecimiento espiritual y cultural permanente. Arguedas fija de esta manera, la importancia del huayno como un registro de la historia peruana y andina: El huayno es como la huella clara y minuciosa que el pueblo ha ido dejando en el camino de la salvación y creación que ha seguido. En el huayno ha quedado toda la vida, todos los momentos del dolor, de alegría, de terrible lucha, y todos los instantes en que fue encontrando la luz y la salida al mundo grande en que podía ser como los mejores y rendir como los mejores.18
El canto de los huaynos espiritualiza y colorea, entristece o alegra el orbe íntimo de los personajes y de los sucesos que a su alrededor se producen. Son genuinas manifestaciones del alma, que trazan una línea transversal de diálogo con un pasado, presente y futuro, y que en la obra se manifiesta con capacidades insospechadas en la comunión entre una paz natural y cultural homogenizadora; como es el caso de la tropa
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José María Arguedas, Indios, mestizos y señores, Lima, Horizonte, 1989, p. 42. “La música y en particular la canción, cumple así su función ideológica central, que podría reponernos un imprevisto neoplatonismo. Ella aparece como modelo de ordenamiento a otro orden superior, aunque no divino sino natural que establece la conciencia y equilibrio de una multiplicidad de factores concurrentes merced a que todos pueden compartir una misma estructura rítmica y melódica. Establece la unidad dentro de la diversidad”, Ángel Rama, Transculturación narrativa en América Latina, Siglo XXI, 1987, p. 236. 18 José María Arguedas, Indios, mestizos y señores, op. cit. p. 13. 17
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que escucha a una de las indias que canta una danza de carnaval, para más tarde adherirse al unísono, y apagar los insultos y atropellos luego del motín. O, también, cuando avisorábamos un enfrentamiento de Ernesto con sus malvados amigos, hasta que el canto del zumbayllu, le devuelve la paz: “¡Al diablo el “Peluca”! –decía– ¡Al diablo el Lleras, el Valle, el Flaco! ¡Nadie es mi enemigo! ¡Nadie, nadie!”.19 Esta paz interior, purificadora del alma a través de la música, provoca el deseo por aprehender la “mismidad” a través del reconocimiento del “otro”. Se produce una especie de “atracción” por otros seres y por las otras culturas que nos son reveladas mediante el empleo del mismo monólogo que más arriba nos condujo a un estado de recogimiento espiritual. Solo recordemos aquel pasaje en donde se narra el puente construido por los españoles sobre el Pachachaca, en donde los mundos se fusionan armónicamente, frente a la cosmovisión expectante del protagonista: “Yo no sentía si amaba más al puente o al río. Pero ambos despejaban mi alma, la inundaban de fortaleza y de heroicos sueños. Se borraban de mi mente todas las imágenes plañideras, las dudas y los malos recuerdos”.20 Esta actitud de “apropiación”, cobra mayor relevancia cuando manifiesta que “sentía tan suyo aún lo ajeno”, en el momento en que los instrumentos de metal aparecen frente a sus maravillados ojos, tendiendo una relación de convivencia con los usados por los indígenas para sus cantos. En esta parte, culturas diferentes y contradictorias, se juntan a la orquesta para cantar su presencia como ámbitos que desean afirmarse con sus complejidades en un universo compartido: Los clarinetes negros y sus piezas de metal, tan intrincadas, nos cautivaron; yo miraba funcionar los delgados brazos de plata que movían los tapones […] Los saxofones brillaban íntegramente; los soldados los levantaban dirigiéndose hacia nosotros. Cantaban con voz de seres humanos, estos instrumentos plateados en los que no se veía ni un trozo de madera ni de metal amarillo. Sostenían un tono, largamente, con dulzura; la voz grave invadía mi alma.21
Esta actitud de “apropiación” y de “seducción” por la otredad, a través de la música; enriquece y complementa el concepto de “transculturación”, que se ha constituido en una categoría utópica que persigue resolver la problemática epistémica de
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José María Arguedas, Los ríos profundos, op. cit. p. 70. Ibíd.. p. 50. 21 Ibíd.. p. 125. 20
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la cultura latinoamericana. Lo que interesa sobre todo, es continuar navegando no solo por Los ríos profundos de José María Arguedas, sino por los ríos profundos de una cultura andina y latinoamericana compleja y tensa, en la cual este juego de miradas y nuevas miradas nos permitan observar un panorama más amplio y prometedor; y así no perecer arrastrados por nuestra “mismidad”, ¡como el Lleras!
BIBLIOGRAFÍA CITADA: Ainsa, Fernando, La necesidad de la utopía, Santiago, Publicación de la Universidad de Santiago, 1999. Arguedas, José María, Los ríos profundos, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1978. _________________, Indios, mestizos y señores, Lima, Horizonte, 1989. Bachellard, Gastón, Poética del espacio, México D.F. Fondo de Cultura Económica, 1990. Cornejo Polar, Antonio, Los universos narrativos de José María Arguedas, Lima, Horizonte, 1997. Pizarro, Ana, De ostrias y caníbales: ensayos sobre cultura latinoamericana, Santiago, Editorial de la Universidad de Santiago, 1994. Rama, Ángel, Transculturación narrativa en América Latina, Siglo XXI, 1987. Rowe,William, Ensayos arguedianos, Lima, Publicación del Centro de Producción Editorial de la Universidad de San Marcos, 1996. Villavicencio, Manuel, “Los conceptos de transculturación y heterogeneidad en Los ríos profundos de José María Arguedas”, en El Guacamayo y la Serpiente, Cuenca, Publicación de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Azuay, 2002, pp. 49-69.
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