Dale! Magazine

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48: Discos

¡Dale! es una revista inquieta para gente inquieta. Pero para leer quietos y atentos, o no. En realidad nosotros podemos diseñar una revista, pero no podemos preveer cómo va a ser leída. A veces nos esmeramos en secuencias espectaculares que son perfectamente ignoradas por los lectores que -como yo- empiezan una revista por el final o por el medio. Y para colmo puede ser leída en un cómodo sillón acariciando al perro, o en el baño. Probablemente a ¡Dale! no la podamos leer en la peluquería, o salas de espera, por suerte será para otros ámbitos y nos dejará en paz disfrutando sin culpas de la última Gente o Caras.

DALE! 20: Europa Europa

28: La toma de Berlín

de manager de pink floyd, a paladín de la cultura freeware

44: Peter Jenner


Quizás imaginemos a ¡Dale! como un refrito -ahora remix- de todo eso junto: opinión, actualidad, mucha cultura, música, literatura, cine, artes visuales, viajes hacia adentro y hacia afuera, ciencias, innovación, diversidad, dinamismo. Poco o nada de contenidos de diseño (un alivio), poco o nada de Sushi, de cómo reconocer el sabor a fresas en un vino tinto, o de botox. Más “casa FEA”, que casa FOA. Es decir: una revista realista que no ama a la realeza. ¡Dale! pretende ser una revista sincera. Una revista pensada y pensante, lo que exige de nosotros las mismas aptitudes.

un recorrido por la etapa europea del gran woody allen.

14: Europa Europa

50: Libros

06: Xavier Dolan

portfolio con parte de la extensa obra del polémico artista

34: León Ferarri

08: Pablo De Santis


cine

jue go El joven prodigio Xavier Dolan primero matĂł a su madre y luego, en su segunda pelĂ­cula Los amores imaginarios, muere de amor atrapado en un triĂĄngulo queer.

amo roso


realidad, la construcción de la escena amorosa más que el amor, y sobre todo la construcción de las estrellas cinematográficas, tiene una importancia inusitada y es donde reside su originalidad. En su visión del romance artificial entre los tres personajes, Dolan plantea el nivel de erotismo de las estrellas de cine y de cómo las películas fueron construyendo y contaminando muestra propia identidad sensual a través de la representación de actores y actrices que se volvieron iconos de una forma de enfrentar nuestra propia experiencia de seducir y ser seducido. “¿Pensás en estrellas cuando cogés, en Marlon Brando, James Dean, Paul Newman?”, le pregunta un amante a Marie, para tratar de desenredar el lugar que ocupa en la mente de su partenaire la cinefilia erótica, y así se hace explícito cómo el star system funciona en la narración como fetiche sexual. Por eso, el título de la segunda película de Dolan se refiere a las estrellas de cine, a amantes de celuloide que

tadzio siglo xxi El vértice bisagra de

la tríada geométrica del relato de Los amores imaginarios es Nicolas, interpretado por Niels Schneider, que podría ser un eslabón de la cadena evolutiva del Tadzio encarnado por Björn Andrésen que moldea Visconti para su versión cinematográfica de Muerte en Venecia (1971). Con rulos rubios de querubín y una masculinidad laxa algo estilizada, Nicolas es un recién llegado al círculo de amistades de Francis (Xavier Dolan) y Marie (Monia Chokri), quienes competirán por conquistar su amor esquivo. Dos o tres planos son suficientes para establecer la mirada cautivada por Nicolas: con sólo verlo fumar en cámara lenta en una charla casual puede flechar corazones a la deriva. Es que Schneider hace de su Nicolas un prodigio de fotogenia pura, de sex appeal instantáneo, que lo convierte en heredero de una casta de actores franceses de belleza aguerrida y casi obscena, cuya máxima expresión podría ser Gérard Philipe. Su evidente star quality lo ubica a Nicolas en el pico más alto del triángulo de Los amantes imaginarios, un vértice que brilla con estrella propia. Y aunque podría pensarse que el amor a primera vista podría ser el tema central de la segunda película de Dolan, en

son carne de la fantasía colectiva, fantasmas que materializan luces y sombras de nuestros deseos. El aura que Walter Benjamin planteaba que había desaparecido del arte en la época de la reproductibilidad técnica, se trata de restituir en las películas a través del culto a la estrella de cine, que todavía mueve constelaciones de espectadorxs. El impacto social de las estrellas de cine se puede ver como un relato sobre la sexualidad queer, como lo demuestran los libros de Manuel Puig al fenómeno dentro y alrededor de The Rocky Horror Picture Show, dos de los exponentes más arácnidos de esta forma de sensualidad, en el sentido de capturar al público como moscas en las redes de la seducción polimorfa.

el anacronismo es muy sensual Dolan transforma a sus personajes en una versión vintage del apogeo de la estrella cinematográfica de la década del ’50. Jóvenes anacrónicos, Marie y Francis se mueven en la Canadá contemporánea como eyectados de otra época, con su estética retro que refiere al Hollywood clásico, a los mitos fundantes de la juventud glam que erotizaron la elegancia con candidez y rebeldía en altas dosis. Así, Marie se traviste de Audrey Hepburn, la actriz adorada por Nicolas, para atraparlo en su estilo: muñequita de lujo, con tanto destello camp como para pasar por drag queen, con peinado alto y una explosión de color entre sus pliegues (diseñados, como todo el vestuario, por el mismo Dolan). Por su parte, para construir su identidad, Francis se draguea de James Dean, con jopo a la gomina, chaquetas y jeans, el modelo de juventud que su personaje gay reivindica como sensibilidad urbana. Y la película, en largas caminatas en cámara lenta robadas al Wong Kar-wai de Con ánimo de amar, hace desfilar por las calles convertidas en pasarelas a sus tres protagonistas, para demostrar la vigencia retro del artificio estelar. Hasta en la intimidad, cuando las luces rojas, verdes, azules bañan los cuerpos de los y las amantes para descomponer en su piel la potencia sensual del technicolor, con distintas suites de Bach atronando para que sus dormitorios tengan la banda de sonido que la pomposidad que el cariño fantástico de las caricias merece. Así, Dolan apuesta a teñir cada detalle con una teatralidad donde el amor y el sexo acceden a una dimensión de glamour que el mundo actual, convertido a la religión de reality, está perdiendo. Los amores imaginarios es un homenaje performático a cierta pasión perdida por el afeite, el look y la pose, a cierto goce por una personalidad Frankenstein, monstruosa en su poder de sugestión, que el firmamento del cine forjó durante el siglo XX. El mes pasado, el Festival de Cannes programó Laurence Anyways (2012), la última película de Xavier Dolan, que explora las tribulaciones de un hombre que quiere convertirse en mujer, mientras trata de conservar una larga relación heterosexual que mantiene con su pareja. Dolan describió la película como “semificcional y semiterapéutica”. Es una buena noticia que su transformación siga en curso.

diego trerotola

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Cuando todavía no había cumplido los veinte años, Xavier Dolan tenía una larga trayectoria como actor infantil en Canadá y ya había debutado con su primer largometraje como director, guionista y protagonista, que sería elegido para competir en la sección Director’s Fortnight del Festival de Cannes. Su título, Yo maté a mi madre ( J’ai tue ma mère, 2009), le aseguraba al joven de Quebec que el mote de enfant terrible se multiplicaría en la prensa francesa. La película era una suerte de psicodrama eléctrico sobre las tensiones entre una madre y su hijo gay, llegando a picos de violencia verbal bastante extremos, donde se adivinaban visos autobiográficos en las catarsis que se sucedían en cada secuencia. Después de arrasar en Cannes con los premios, volvió por más al año siguiente con Los amores imaginarios (Les amours imaginaires, 2010), que lo vuelve a contar detrás y delante de la cámara, para cristalizar no sólo una capacidad precoz para sostener una producción cinematográfica sino la versatilidad para poder dar una vuelta de hoja a su obra. Desacelerado, sin la virulencia adolescente que desarrollaba en su debut, Dolan tiene la mirada más calma para retratar otra historia de amor imposible, en este caso un triángulo amoroso que tiene más de tristeza que de romance.


las entrevista

convenciones

alimentan

la pablo de santis

imaginaci贸n


Los anticuarios de Pablo De Santis viven de los libros raros, como todos los anticuarios, pero además tienen sed de sangre. Son vampiros que disimulan tanto como pueden esa debilidad, pero siempre puede suceder algo que los deje al desnudo, y cuando ese algo sucede siempre hay complicaciones, y ese algo sucede, no una vez, sino varias veces, a lo largo de la nueva novela del premiado autor de El enigma de París. De Santis sale poco. Escribe la mayor parte del día en su casa y, de hecho, casi no se ha movido de Caballito desde el 27 de febrero de 1963, el día en que nació. Sus padres viven a pocas cuadras. Sus cuatro hijos -los dos grandes, Paulo y Francisco, del primer matrimonio, y los dos chicos, Octavio y Constanza, del segundo- nacieron en el barrio. En su encantadora cocina-comedor vemos dos cabezas de ajo colorado, colocadas allí como para desautorizar las versiones de acaba de presentar Planeta, es en verdad una obra autobiográfica. Aunque se esfuerza por proporcionar al entrevistador material suficiente, sus respuestas son breves. Habla poco, pausadamente, con silencios que son, tal vez, fruto de su carácter cálido y un poco tímido, pero lo que dice tiene sustancia. Amante de los géneros, esboza una defensa de los límites y convenciones a los que debe someterse el escritor, que va en sentido contrario de lo que irónicamente podría denominarse "literatura de avanzada", y no vacila al confesar que, aparte de los trabajos forzados de la carrera de Letras, nunca leyó "libros aburridos". Los suyos, hay que decir la verdad, son todo lo contrario. Sin ir más lejos, Los anticuarios se lee en una sola tarde de felicidad y combina aventura y literatura de autor, con clima reconocible y mundo propio. La carrera de De Santis es, afortunadamente, atípica. El elemento principal, la imaginación, fue alimentado por De Santis con sus años de guionista de historietas y autor de libros infantiles y juveniles. Esos años todavía siguen: el autor continúa produciendo en varios carriles a la vez y en cada una de sus distintas especialidades se abraza a lo que más lo motiva y lo ayuda: las guías y las pautas convencionales de cada género.

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que Los anticuarios, la novela nueva de la que hablábamos y que


¿Te atrajo desde chico la figura del vampiro? -Sí, a mí siempre me atrajeron los vampiros. Hay una novela que me encanta, que es Soy leyenda, de Richard Matheson. Una vez lo entrevisté a Osvaldo Soriano y me dijo que era el primer libro que había leído. Él había comenzado a leer de grande. Siempre me gustó mucho el tema. Hace muchos años que vengo haciendo una enciclopedia de la literatura fantástica universal. Es un libro que no sé si alguna vez voy a terminar, pero me interesa. Es una enciclopedia de autores y también de personajes y temas: Drácula, Frankenstein, Salem´s Lot, que acá salió como La hora del vampiro, de Stephen King...

¿Y antes del Drácula de Bram Stoker?

-Yo creo que el primer vampiro de la literatura es el que imagina John Polidori en esa reunión de la Villa Diodati, donde Mary Shelley escribe Frankenstein y donde estuvieron también Shelley y lord Byron. Polidori era una especie de secretario o amigo íntimo de Byron.

¿Llegaste a la literatura a través de los cómics o de los libros?

-Leí libros antes que cómics. No era muy lector de historietas. Sólo leía Dr. Mortis y Dr. Tetrik , que eran historietas de terror, pero eso fue recién a los doce años.

¿Y antes de eso ya leías libros?

-Sí, me acuerdo de que mi tía Beba, una tía joven que tengo, me enseñó a leer a los cinco años, antes de ir al colegio. A los siete ya leía novelas. Así que la literatura siempre me interesó. Y en mi casa había colecciones de novelas policiales, muchas novelas de Agatha Christie. Mis padres son médicos y leen mucho. Viven acá cerca, en Emilio Mitre y Rivadavia.

¿Cuántos años tienen ahora?

-La edad de mi madre es un secreto dentro de la familia. Todos simulamos que no sabemos cuándo nació, así que no puedo decírtelo.

¿Cómo se llama tu papá?

-Ulises.

Bueno, ahí hay todo un origen literario.

-No sé, no creo, porque mi abuelo, como todo inmigrante italiano de esa época, tenía una escolaridad bastante básica e incompleta.

¿Había muchos libros a tu disposición?

-Sí, mis dos padres leían en la medida en que podían. Los dos eran médicos municipales y fueron jefes de sus servicios. Mi viejo era jefe de cirugía plástica en el Durán y mi mamá, de pediatría, en el Fernández, así que tenían poco tiempo. Pero cuando lo encontraban, leían mucho. Sobre todo, novelas policiales,

¿Y cuándo comenzaste a leer libros que no eran tan divertidos?

-Sigo leyendo básicamente libros divertidos. Los únicos no divertidos los leí en la facultad, cuando tuve que hacerlo. Pero fuera de eso siempre trato de leer libros divertidos.

¿Te parece aburrido leer una novela en la que no pasa nada?

-Bueno, a veces la tensión está sostenida por el lenguaje y no por la trama. A mí me gustan mucho los libros de Thomas Bernhard, en los que realmente no pasa nada, pero eso hay que saber hacerlo. Cuando uno no tiene el genio, mejor que busque otra cosa.

¿La tensión está puesta en el medio?

-Claro que pasan cosas en Bernhard, pero la tensión está puesta en la forma. Yo creo que la división entre literatura popular y alta literatura es muy forzada y tiende a ignorar a algunos escritores de literatura popular como si no fueran valiosos y, a la vez, a imponer autores que muchas veces son bastante malos, pero que se leen porque tienen un rasgo vanguardista. Pasó antes también: escritores como Kipling fueron ignorados por la crítica por sus rasgos populares y hoy los leemos como clásicos de la literatura inglesa.

¿Te sentís parecido a Bioy Casares?

-Quisiera parecerme a Bioy. Ojalá. A mí me gustan mucho sus libros. Tienen elementos de la literatura de género que no están en otros autores. También aparecen en Cortázar: aparece lo fantástico, lo policial, esa ciencia ficción a la argentina que no tiene naves espaciales pero sí sabios encerrados en el altillo, con alguna máquina, por ejemplo. En Bioy, en Silvina Ocampo, aparecen elementos de estos géneros populares que son una marca de la literatura argentina. Para mí la alta literatura no puede ser nunca algo inaccesible, lejos de la masa y de lo popular relacionado con lo vulgar.

¿No te disminuye ser catalogado como un escritor de género?

-No, me gustan muchos géneros. Me entusiasman, para leer y para escribir. Pienso que escribir en género es siempre muy difícil. Es muy difícil hacer una novela policial, un relato fantástico, y que sean creíbles. Son fáciles de leer, pero difíciles de escribir.

¿A qué distancia te sentís de César Aira, por ejemplo?

-A mí me parece que él también es un escritor que puede ser ganado para la literatura fantástica. Hay muchos libros de él en los que abunda ese tipo de elementos. Él trabaja con otra idea del verosímil. Para mí, es como que el cuento hay que hacérselo creer al lector. Son distintos pactos con el lector. Yo creo que

hay que respetar las convenciones. Es mi manera de escribir. Pero también me gustan varios libros de Aira que he disfrutado mucho, como Varamo.

Dentro de la convención, ¿te reservás espacios creativos diferentes de los de la literatura en serie?

-Siempre hay un trabajo experimental, en cierta forma. Escribir es un trabajo de pulir de modo constante, de tratar de darle cierta intensidad a la frase, de que suene natural.

¿Buscás alguna forma de trascendencia, querés decir algo más con tus tramas o creés que alcanza con el simple cuento?

-Los escritores tratamos de hacer nuevos libros, pero llevamos una especie de libro interior que tiende a imponerse. Todo libro es una especie de lucha entre el afán de novedad que siente uno y ese libro insaciable que trata de proyectarse en todo lo que uno hace y que se lleva adentro desde la infancia

¿Cuán lejos estás de ese libro ideal que siempre se intenta escribir?

Más que de un libro ideal, yo hablaría de una especie de fatalidad, un libro que uno tiene adentro y que se impone. También tiene que ver con la verdad de cada escritor, con las cosas que a uno le interesan, que lo apasionan. Siento que escribir es un continuo. Yo me identifico con ese trabajo continuo más que con el hecho de publicar un libro. En verdad, escribo mucho más de lo que publico. Siempre estoy pensando argumentos, y para mí el argumento hace a la esencia de la escritura misma. Muchas veces se habla de él como si fuera algo completamente ajeno y como si la invención no perteneciera a eso que llamamos escribir. La invención está en el corazón mismo de lo que llamamos escribir.

¿Esa invención te lleva a sacrificar consistencia psicológica o íntima de los personajes?

-Sí, me interesa mucho menos la literatura psicologista, como lector también. Los argumentos son como fábulas y metáforas que son, también a su modo, una forma de psicología, para mí, mucho más verdadera que la mostración de rasgos psicológicos realistas. Creo que es más auténtico expresarse a través de mitos e historias que a través de los rasgos psicológicos de un personaje.

¿Hay mucho o poco de vos en los libros que escribís?

-Me siento reflejado en ellos, pero no a través de un personaje, sino por muchos otros elementos, y por el mundo narrativo. Creo que la novela es el mundo narrativo. Es como un espacio en el que los personajes viven y el lector también vive durante el tiempo que dura la lectura. Por eso ese espacio tiene que ser atractivo y significativo.


Muchos de tus personajes y situaciones evocan al pasado, profesiones o entornos decadentes. Círculos, clubes, congresos de magos...¿Por pensas qué sucede eso? -Sí, es como una especie de distancia que uno toma de lo narrado con respecto a lo inmediato. Pero, por otra parte, yo creo que cuando uno habla de una época que se ha vivido uno trabaja con ella como si fuera una reconstrucción, como si ambientara la historia en el siglo XVIII.

¿Cómo llegaste a la historieta? ¿Hay puntos de contacto entre tus novelas y tus historietas? -Llegué en 1984, cuando salió la revista Fierro, revolucionaria por la gráfica, que hacía Juan Lima, muy innovadora. La dirigía Juan Sasturain. Hicieron un concurso. Gané como guionista y ganó Max Cachimba como dibujante. A partir de entonces comenzamos a trabajar juntos.

Más que de un libro ideal, yo hablaría de una especie de fatalidad, un libro que uno tiene adentro y que se impone.

Vos llegaste a dirigir esa revista.

-Sí, varios años después, en 1989, hasta que cerró, en 1992.

¿Es distinto imaginar una historieta que imaginar, por ejemplo, lo que ocurre en Los anticuarios? ¿Son dos procesos diferentes?

-Sí, completamente. Lo primero en una historieta son los aspectos formales, que son fundamentales.

O sea, cómo resolver en ocho cuadritos un determinado segmento...

-Sí, depende del formato. A veces puede ser todo un álbum continuado, o pueden ser cuatro u ocho páginas. Eso es fundamental a la hora de pensar un personaje y un tipo de historia. Los aspectos formales incitan a la imaginación. No son límites. Los acepto pensando que es bueno tener alguna exigencia particular.


Eso ayuda a tu imaginación, encontrarte con pautas?

-Siempre. Con cualquier tipo de pautas. Me gustan las pautas: la fecha de entrega, la cantidad de líneas, el género, la cantidad de páginas...

¿No es una carga?

-No, no. Me parece que para la neurosis del escritor es bueno tener una forma que lo contenga. En mi caso, los aspectos formales son la musa inspiradora.

Pero eso no pasa con la novela, porque ahí tenés tantas páginas como quieras y tanto tiempo como quieras a tu disposición.

-Pero ahí tengo los géneros, afortunadamente, y los géneros siempre te contienen. Son también una manera de imponerse guías. Y yo siento que las novelas, me contienen psicológicamente. Cuando estoy escribiendo una novela, estoy concentrado en algo. Si no, me disperso. Necesito estar siempre escribiendo una novela, aunque después no la publique.

¿Nunca sentís la tentación de correrte de las guías?

-Es que siempre hay guías. En general, la literatura con menos guías es la que se parece más a sí misma. Si uno piensa, por ejemplo, en una categoría como la del cine policial, las películas no se parecen tanto entre ellas. Ahora, las películas de vanguardia siempre tienen rasgos semejantes. Las películas artísticas se van a parecer todas siempre.

Por ejemplo, muchos cineastas jóvenes argentinos hacen películas bastante parecidas...

-Por eso: cuando se renuncia a las convenciones y se cae en la ilusión de que las convenciones no existen, se va a una forma de relato único, ¿no?, y tremendamente repetitivo.

Eso suena contradictorio. Lo primero que uno tiende a pensar es que la convención iguala...

-Claro, pero uno se mueve con la conciencia de la convención y puede manejarla. Siempre debe haber artificio, porque para eso es arte. Aun en una conversación común, cuando contamos algo, lo hacemos con artificio. Le cuento algo a mi mujer y busco el modo de interesarla. Si sé que algo la va a sorprender, se lo voy a decir al final. Hay una puesta en escena. Los artificios están dentro del lenguaje. No es sólo la gramática, sino otro tipo de convenciones.

Muchos artistas jóvenes hablan del gran arte o del "cine de calidad" de modo casi peyorativo. ¿Es por causa de que quieren escapar de las convenciones, de los finales felices, de los finales tristes, simplemente de los finales? -Sí, y también quieren escapar del mundo paterno. Identifican las convenciones artísticas con el mundo paterno de las imposiciones, en oposición a la vida verdadera. Pero después uno va viendo que no funcionan así las cosas. Ese mundo de las convenciones exige una gran habilidad para moverse.

¿Hiciste televisión alguna vez?

-Muy poco: trabajé en un programa, Del otro lado, con Fabián Polosecki. Empezamos prácticamente juntos en periodismo. Trabajamos en la revista Radiolandia y después en el diario Sur. A veces él me llevaba y a veces yo lo llevaba a él. Éramos muy amigos.

¿Aportabas ideas para Del otro lado?

-Yo escribía lo que él decía. Tenía una voz en off . Entrevistaba a alguien, pero antes había momentos en los que iba caminando por la calle, pensando, y ahí él hablaba en primera persona. Eso lo escribía yo. Él lo cambiaba después: era una colaboración de los dos.

Él entró después en una especie de secta, tuvo un final extraño y murió demasiado pronto. ¿Qué pensás que le pasó?

- Mirá: tuvo un caso de psicosis muy rápido. Se desencadenó en un año. Debe de haber muerto a los 32. Él enloqueció. Pero antes de eso era perfectamente normal. Fue mi testigo de casamiento y poco después se puso mal. Un año después se mató. Yo creo que tuvo mucho que ver que se fuera a vivir al Tigre, porque en la ciudad un caso así provoca conflictos y la sociedad interviene de alguna manera. Creo que estar en un lugar aislado lo perjudicó.

¿Cómo es la experiencia de trabajar con un dibujante para la creación de una historieta?

-A mí me gusta mucho. Uno ve lo que imagina transformado por un dibujante. Y yo tuve la suerte de trabajar con dibujantes extraordinarios, Max Cachimba y Sáenz Valiente. ¿Sos sensible a los colores y a las líneas? -Sí, absolutamente. Si no me gusta el dibujante, yo no puedo hacer nada, no se me ocurre nada.

O sea: eliminar los artificios es sólo una especie de ilusión.

-Sí, y además el gran arte tuvo siempre no sólo convenciones, sino convenciones muy marcadas. Si uno ve la tragedia griega, el teatro isabelino, observa que hay cierta cantidad de pautas. Lo mismo pasa en poesía, en el soneto.

hugo caligaris


Si algo le faltaba a la cuestión patrimonial era llegar a la pantalla grande. Tuvimos un anticipo con la película El hombre de al lado, de Mariano Cohn y Gastón Duprat, pero se refería a un conflicto entre vecinos por razones más bien estéticas y de conservación de un bien patrimonial, y en definitiva no era más que pura ficción. La Casa Curutchet sigue allí sana y salva, sin ninguna ventana en la medianera. Medianeras, dirigida por Gustavo Taretto y estrenada en 2011, sin dejar de ser ficción, nos acerca sin embargo a los misterios de la soledad y la incomunicación y nos revela, con enorme realismo, cómo esto es consecuencia de la vida en una ciudad “caótica, impredecible, contradictoria, luminosa, empobrecida y hostil”. La semana pasada se presentó en Montevideo con la presencia de Inés Efron y Javier Drolas, dos de los integrantes de un elenco que comparten con Pilar López de Ayala, Carla Peterson y Rafael Ferro. La función fue organizada por la embajada argentina y formó parte del 30º Festival Cinematográfico Internacional del Uruguay, que es una de las varias acciones de esa organización señera que cumplió 60 años de vida: la Cinemateca Uruguaya. Esta columna podría, sencillamente, ser una transcripción del parlamento inicial con el que una voz en off describe Buenos Aires, donde vive Martín, el coprotagonista, pero sería un plagio y nos impediría referirnos a

me dia ne ras

otros pasajes del film, también reveladores de los dramas de una mala o ausente planificación urbana. La voz de Martín describe una ciudad que “crece descontrolada e imperfecta. Una ciudad superpoblada en un país desierto... En la que se yerguen miles de edificios sin ningún criterio. Al lado de uno muy alto, hay un muy bajo. Al lado de uno racionalista, hay uno irracional. Al lado de uno de estilo francés hay uno sin ningún estilo. Probablemente estas irregularidades nos reflejen perfectamente, irregularidades éticas y estéticas. Estos edificios que se suceden sin ninguna lógica demuestran una falta total de planificación”. En pocas palabras sintetiza el modo en que hoy, y desde hace muchos años –pero agravado en esta etapa en que se confunden funcionarios públicos y depredadores inmobiliarios–, se desplanifica la capital argentina. Revela también cómo ese modelo de ciudad incide sobre la forma de vivir, sobre la calidad de la vida de sus habitantes. Es allí donde se entienden las razones por las que el patrimonio arquitectónico en las nuevas leyes y constituciones ha pasado de una lógica de protección centrada en lo histórico o cultural –en sentido estricto–, a su preservación como integrante del medio ambiente. El medio ambiente urbano. Es curioso pero, en Medianeras, otra vez la pared lateral del inmueble es la protagonista. La que impide la entrada del sol, la que no nos deja vincularnos con el de al lado. Pero

esta vez, la apertura de dos ventanas –ilegales también– es la que finalmente permite que Martín y Mariana se conozcan y se encuentren, y lo hacen burlando una publicidad, es decir, un negocio. La referencia a la ciudad donde se proyectó la película no es gratuita. La protagonista, Mariana, expresa en un pasaje: “Quiénes habrán sido los genios que planificaron una ciudad de espaldas al río”. A pocas cuadras de una rambla pública de cientos de kilómetros de largo, en una ciudad con escala humana, donde se pueden ver el Sol y la Luna, y donde los vecinos se saludan en la calle, hace que la frase retumbe aún más fuerte en nuestros oídos y que no parezca tan exagerada la conclusión del protagonista: “La incomunicación, la falta de deseo, la abulia, la depresión, los suicidios, las neurosis, los ataques de pánico, la obesidad, las contracturas, la inseguridad, el hipocondrismo, el estrés y el sedentarismo son responsabilidad de los arquitectos y empresarios de la construcción”.

facundo de almeida

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cine


dale! 01 / nov. ‘12


el éxito que está teniendo a roma con amor en los cines argentinos corona el inesperado éxito que reconquistó woody allen hace siete años cuando dejó ee.uu. y se fue a filmar a europa. después de siete películas en londres, barcelona, parís y roma, allen emprende su regreso a américa. Por eso, dale! hace un balance de estos años de misantropía, comedia y desesperanza.

pag 30

un balance de las películas europeas de woody allen.



¿Qué llevó a Woody Allen a emprender su tour europeo, más allá de los generosos ciudades como Londres, París, Barcelona y Roma le ofrecían? Después del 11-S Nueva York se fue volviendo una ciudad tensa, paranoica, poco proclive a la broma, de un nacionalismo solemne, un escenario que hubiera hecho de los personajes de Allen plantas frívolas en una selva. Intentó algunas películas, pero todas parecían desfasadas, ligeramente corridas hacia el pasado. Es una pena que no haya hecho grandes chistes con el terrorismo. Pero tampoco los hizo con dejar a su mujer y terminar casado con su hija adoptiva. En cambio, optó por darle con gracia la espalda a la realidad e irse de vacaciones. Durante casi una década, Europa le ofreció los escenarios más sosegados de sus viejas películas y ricos menos frenéticos para visitar a Hitchcock y desplegar sus historias morales (Match Point, El sueño de Cassandra, Scoop), destilar su misantropía (Conocerás al hombre de tus sueños), hasta divertirse con sus fantasías sexuales con el star system (el ménage à trois con Penélope Cruz y Scarlett Johansson Vicky Cristina Barcelona) y reírse un poco del mito del artista emigrado en busca de inspiración (Medianoche en París). Ahora la gira termina en Roma. Es una lástima que A Roma con amor haya perdido en el camino su título original, Bop Decamerón. ¿Qué es el Decamerón sino los cuentos que se cuentan los ricos mientras afuera la peste arrasa con todo? Aquel título también encerraba las referencias al ritmo vertiginoso y asincopado del jazz de los ’50 y al cine italiano que, secretamente, debajo de Bergman, Allen bastante libre de Los desconocidos de siempre de Mario Monicelli con Ladrones de medio pelo. varias historias y episodios, tan caras al cine italiano. Más de una vez, Allen expresó su gusto por esas películas como Los Monstruos y Los Nuevos Monstruos, pero “lo que no funciona es reunir a siete grandes directores para representar los siete pecados capitales o juntar en Boccaccio ’70 a Fellini, Visconti, De Sica y Moninas en torno del sexo adaptadas del Decamerón”.

Quizá la cita hubiese sido un exceso para una película ligera que se burla de las dudosas citas culturales de los norteamericanos. Quizá no. Si Medianoche en París dejó claro que no hay mucho que aprender del pasado, que la melancolía es la condición del artista y del emigrado, y que no por eso hay que sucumbir a la nostalgia, A Roma con amor esquiva moverse entre ruinas en la ciudad de las ruinas. Quizás haya una sombra de Daisy Miller de Henry James, el gran emigrado, en el comienzo: 150 años después, otra inocente norteamericana, buscando en su mapa alguna Piazza histórica, sucumbe a los encantos de otro joven italiano. Pero lejos de la suite moral de James, su película es ácida y soleada como una naranja. Penélope Cruz está infartante en su vestidito rojo dando clases de sexo a un recién casado. Woody Allen hace de Woody Allen: aunque sus chistes de aviones, después de las Torres Gemelas y los kamikazes islámicos, suenen viejos, siguen siendo buenos (“Odio las turbulencias, soy ateo”), tiene otros mucho más actuales (“Te casaste con un genio. Tengo un IQ de 160”, le dice a su mujer. “Estás pensando en euros; en dólares es mucho menos”, le responde ella) y encarna con la gracia de siempre a un artista que planea obras incluso absurdas para evitar la jubilación. El episodio del tenor que sólo puede cantar en la ducha podría estar en una película de Nanni Moretti. Y el de Benigni (¿dónde estaba Nanni Moretti cuando se lo necesitaba?) es un réquiem ridículo a la Via Veneto de Fellini: ¿qué es la fama hoy sino puro reality? Pero es Alec Baldwin, un arquitecto que desiste de visitar las ruinas romanas con su mujer y sus amigos para perderse, en cambio, por el laberinto empedrado del Trastevere en busca de la casa donde vivió un año durante su juventud, el que da cuerpo a la liviana profundidad de la película: en busca de los fantasmas de su pasado, se convierte él mismo en la voz de la conciencia de un joven como fue él. Nadie aprende sino a través de la experiencia. Las ruinas de fondo lo atestiguan. Roma es la ciudad eterna: si en París una calle es un pasaje a otro tiempo, Roma contiene todos los tiempos. Es leve e imperceptible el modo en que el tiempo se disuelve en la película: una historia parece transcurrir en una tarde, la otra atraviesa varias días y otra necesitaría, en otra película. Como en el Decamerón, éstos

son apenas unos cuentos mientras tanto. Por más que haya cambiado el título, por más que no dure diez días ni sean cien novelas, ahí están, en la primera escena y en la última, el Proemio y la Conclusión de Boccaccio livianamente reescritos a la cámara. Roma será eterna, pero el tiempo pasa y nosotros también. Dino Risi, hablando sobre eso, sobre los cambios en el mundo durante los 14 años entre I Mostri e I Nuovi Mostri, dijo: “Mi antigua película era sobre todo un espejo de la sociedad de entonces. En aquella época los monstruos eran bastante cómodos. La monstruosidad no era ni difusa ni violenta como hoy. Mientras pensábamos en los episodios de la nueva película, nos dimos cuenta de que la realidad sobrepasaba la imaginación. Leíamos el periódico, veíamos los noticieros y observábamos monstruosidades mucho mayores que las que tratábamos de presentar. En la primera película se podía hacer una deformación de costumbres italianas de entonces. Hoy no sólo la monstruosidad es general, sino que cotidianamente se presenta como un hecho natural. Sólo es necesario poner la cámara en la esquina”. Exactamente ahí es donde empieza y termina A Roma con amor: en una esquina. Con alguien hablando a cámara, contando la película, prometiéndole más a quien vuelva. Después de siete años y siete películas, Allen es un hombre que viaja con la amargura que le dejaron sus bromas. Una amargura que ya ni siquiera parece angustia. Europa le permitió pasearla. Ahora, a los 76 años, vuelve a casa. Antes de Manhattan, lo espera San Francisco. En las calles de esa ciudad Hitchcock película. Veremos qué hace Woody Allen en sus esquinas.

juan ignacio boido

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todos los caminos


mediodía en barcelona. Si hay algo que un nativo de Barcelona de bien odia más que a La Sagrada Familia de Gaudí, ese algo es Vicky Cristina Barcelona de Woody Allen. Y no sólo al producto terminado y estrenado y oscarizado sino –entre junio en cuestión. Así, Barcelona –que hasta entonces amaba incondicionalmente todo lo que hacía el norteamericano universal– no llevó muy bien la estadía de Allen y su tribu entre sus calles y paseos. Para empezar, los requerimientos para el rodaje: el cierre de avenidas, la disposición absoluta de hitos turísticos, la allenización de la ciudad toda escogida por el director de Manhattan para continuar –agotada Londres– su carrera como agente movies turísticas para ser consumidas por el mundo entero y, en especial, por señoras y señores de Iowa a los que no les gusta viajar por el extranjero mucho más allá de Miami. Sé muy bien de lo que hablo porque, por entonces, yo vivía junto a La Pedrera y –a lo largo de una semana inolvidable, con la calle

bien a qué cuernos se dedicaban y cuál era su función?)– te daban órdenes a los gritos y convertían las idas y vueltas a comprar el pan y el diario en algo demasiado parecido al cruce de las Termópilas. Debo decir que no era una experiencia nueva: en 2001 ya había soportado –mismo lugar– el rodaje de Gaudí Afternoon de Susan Seidelman, con Juliette Lewis y Judy Davis y, en perspectiva, algo así como una paradójica Vicky Cristina Barcelona más un pizca de Almodóvar mal entendido. Gaudí Afternoon nunca llegó a los cines de los Estados Unidos, editándose directamente en DVD, y se lo tiene bien merecido. Seis años después, por ahí andaban Javier Bardem y Penélope Cruz (que estrenaron su Scarlett Johansson (que en persona y de cerca no es gran cosa, digámoslo) y Rebecca Hall (mucho más atractiva y simpática que la anterior y, de acuerdo al guión, arribando a la ciudad para “un master en identidad catalana” ¿?¿?) y el mismísimo Woody Allen haciendo de Woody

Allen. Un Woody Allen al que uno miraba lo que ahora soportaba y de amor por todo lo que había recibido y sin dejar de lado las pupilas dilatadas de quien fantasea –con La Vanguardia y un par de chapatas bajo el brazo– con ser descubierto y aparecer allí como extra, con una línea inolvidable en los labios, como Annie Hall que ha olvidado su mantra o algo así. Después o antes –no estoy seguro– Allen y su troupe partieron a Oviedo, en Asturias, una estatua a la que, desde entonces, todo el tiempo, se la pasan arrancándole sus gafas de bronce y, sí, los asturianos son más amigables que los barceloneses. No vi la película en el cine (esperé hasta que la pasaron por televisión) porque había tenido una sobredosis de Vicky Cristina Barcelona. Ya sabía todo sobre ella sin necesidad de ver ni uno de sus fotogramas. Desde la trama un tanto absurda con chicas neoyorquinas aventureras cayendo en las garras mediterráneas y latinas de un pintor en celo y una española celosa (en el guión original el pintor era un torero hasta que le explicaron a Allen que torero + Barcelona era ya demasiado inverosímil); hasta el “escándalo” porque gran el Ayuntamiento y la Generalitat con dinero público para promocionar así universalmente la “marca Barcelona” y que, en palabras de una autoridad, “haría por la ciudad lo mismo que El señor de los anillos hizo por Nueva Zelanda”. Un total de 1.500.000 euros saliendo de impuestos o algo así (según una encuesta de El Periódico, la maniobra le pareció “excesiva” a un 75 por ciento de los encuestados) y hoy le pedirían a Woody Allen que, por favor, dejase unos euros por el amor de Dios. Es decir: yo estaba más que preparado para odiar algo que –Allen dixit– sería “una love letter mía para Barcelona y una love letter de Barcelona para todos... Una película romántica, seria, con algunos momentos divertidos y sin sangre... Comenzará con alguien enseñando la ciudad a dos personas que acaban de llegar. Mi propósito es mostrar Barcelona igual que muestro Manhattan, muy a través de mis ojos” y en la que, avisó Bardem, “yo interpretaré a un tipo totalmente normal, pero que tiene locas a Penélope Cruz y Scarlett Johansson”. A saber: un ligero,

leve, más leve todavía, vaudeville con macho ibérico, fogosa hembra española y turistas norteamericanas con ganas de emociones fuertes pero tampoco fortísimas; porque para eso está el gore-slasher-lonely planet-traveller check de la sangrienta saga Hostel. Pero cosa de un año después de que Vicky Cristina Barcelona se convirtiera en un gran éxito internacional y local para Allen (costó unos 15 millones de dólares y acabó recaudando casi 100), recibiera múltiples galardones y reconocimientos de la crítica (ganó 21 de 28 nominaciones en total, incluyendo varios Independent Spirit Awards, el Sebastián 2008 que la asociación de homosexuales Gehitu Sebastián en el que “mejor se siente representada la comunidad de gays, esbianas, transexuales y bisexuales”), y siendo sólo superada por Medianoche en París; en la pequeña pantalla de mi televisor, cortesía de Canal +, lo cierto es que, sin ser buena, Vicky Cristina Barcelona no me pareció tan mala. Aunque jamás comprenderé cómo alguien puede darle a Penélope Cruz un Oscar y un Bafta por hacer eso que solían hacer los actores secundarios Made in USA Tiempo después, el Hombre Murciélago llegó a la Ciudad Condal desde Ciudad Gótica para protagonizar durante un Sant Jordi, el comic-book titulado Batman/Barcelona: El Caballero del Dragón. Ahora –en cambio, los tiempos cambian– se espera y se apuesta y se cruzan los dedos a que un magnate del juego se decida por estos lares para elevar Eurovegas. Vicky Cristina Barcelona –como todo el Woody Allen modelo Frequent Flyer– es la postal en movimiento de un parque temático con ese encanto levemente psicótico de los relatos de Marco Polo o de todo aquel que se inventa aventuras y viajes a lugares lejanos sin salir de casa. Con la diferencia de que Allen sí viaja, pero no por eso deja de imaginarse una Londres o una Roma o una París a su medida, desde su penthouse frente al Central Park, en Nueva York, donde escribe sus guiones tirado en la cama como si se tratase de una reposera. La Barcelona en Vicky Cristina Barcelona no existe. Y de haber existido alguna vez, seguro, ya no existe. rodrigo fresán


2005 match point

el mago en oz. El inicio del autoexilio creativo de Woody Allen comenzó allá por 2005 en la ciudad de partida tal vez sea que Hollywood le cerró sus puertas y el encendido interés que siempre despertaron sus películas en Europa abonó un terreno para cambiar de óptica y agitar así el traje de la comodidad que venía vistiendo en sus últimos estrenos. Lo cierto es que ese viaje iniciático hacia la tierra de Shakespeare dejó como resultado una serie de cuatro películas, que más allá de cionales (la neurosis de sus personajes, el juamoroso-existenciales, el miedo a las enfermedades), dibujan un notable retrato de Londres como si fuese un Oz contemporáneo. , dice Dorothy al El mago de Oz. bre la placentera tranquilidad que ofrece lo cotidiano y familiar sólo puede ser posible luego de haber vivido la más increíble de las aventuras. Y si la aventura de Dorothy incluye brujas, munchkins y hombres de hojalata, la el deseo como ideal y aspiración, y la culpa como expiación del miedo a su concreción. En Match Point (2005), aclamada como su “regreso” a la etapa prestigiosa de Crímenes y pecados (1989), Chris y Nola inician un tórrido romance en una Londres fragmentada en sus escenarios típicos, desde el Holland Park,

pasando por el Covent Garden hasta el Royal al Opera House. Ese ideal urbano que, al igual que en El sueño de Cassandra (2007) se cristaliza en una fantasía embriagadora de placer 2006 o bienestar, termina hecho añicos contra el scoop acerado rostro de la realidad. Idealismo como anhelo que sucumbe, con los tintes trágicos del drama dostoievskiano, al pragmatismo de amargos y lúgubres de este período. Con el ligero velo de una comedia de espionaje, Scoop (2006) recrea esa fascinación por el peligro que invade al recién llegado, atraído por la voz irónica de un azar que, como el canto de Orfeo, deshilvana de a poco todo rastro de justicia poética. Algo que retumba con fuerza en Conocerás al hombre de tus sueños (2010) cuando la idealidad del amor se asoma en la ventana de enfrente, tan sensual como inalcanzable. La puerta al mundo más allá del arco iris supuso para Woody Allen internarse en los laberintos de una ciudad que se hace etérea y misteriosa, que enloquece en su fascinante dualidad de . Como en Amanece (1927) de F. W. Murnau, en la febril agitación citadina o en la placentera calma del cielo campestre, la vida es siempre igual, a veces dulce, a veces amarga. Y en la encrucijada moral del migrante, el viaje es siempre aventura, a veces dulce, a veces amarga, pero siempre la más mágica de las aventuras.

paula vazquez prieto

2007 cassandra's dream

2008 vicky cristina barcelona

2010 you will meet a tall dark stranger

2011 midnight in paris

2012 to rome with love


m谩s sencilla de su partida tal vez sea que Hollywood le cerr贸 sus puertas.


nunca tendremos parís. “Me ocurría a veces que todo se dejaba andar, se ablandaba y cedía terreno, aceptando sin resistencia que se pudiera ir así de una cosa a otra.” Así empieza “El otro cielo”, de Cortázar, pero también podría empezar así Medianoche en París, en los labios o la mente del joven escritor y guionista Gil Pender (Owen Wilson) cuando viaja a idealizar París, pero aún no advierte el error o la paradoja de su engañosa utopía: no añora un lugar sino una época. Y así podría haber empezado París era “Para colmo el mal tiempo”. ¿Lo recuerdan? La bohemia era feroz entonces, aunque los años la hayan vuelto encantadora. Había sentimiento y ajenjo. Eramos pobres pero honrados. Eramos artistas. Volver a la bohemia es un gran deseo imaginario de todos los artistas de todos los tiempos. Pero pocos bancan de verdad la tristeza, la garúa, la resaca. Woody Allen lo entendió y transformó el viaje en una caricia suave, alegre y reparadora. Quizá todo el arte –por lo menos la literatura y el cine– no sean otra cosa que una experiencia de pasaje; un cruce, estar aquí y querer estar allá. Vivir entre. Algunos podrían reducirlo a “evasión”, y sin embargo, puede pensarse que también la literatura “social” es –de parte de la gran mayoría de los escritores– un viaje hacia “abajo”, vertical, donde espera el otro, los otros (¿el prójimo?). Escribir, del exilio. El problema será: volver o no. La inclinación de Cortázar por las historias de pasaje es célebre y habitual para sus lectores. En la época más opresiva, cuando era el burguesito a quien los bombos peronistas no le dejaban escuchar su música dilecta, “Casa tomada”; “Las puertas del cielo”; quizá “Lejana” en “La noche boca abajo” y se depura en “El otro cielo”. Aquí, el narrador escapa de un presente de patio y matrimonio (la Irma) para encallar en París, pero no se trata de una ciudad glamorosa o intelectual sino de un París laberíntico y prostibulario, donde un asesino aterroriza a las prostitutas y él es Son los años ‘40 en Buenos Aires y lo que más parece perturbarlo no es el incipiente

Se sabe que para la época de publicación de Rayuela y Todos los fuegos el fuego, Cortázar ya está haciendo su aprendizaje de un exilio productivo y voluntario, no sobredeterminado por la historia sino condicionado por la cultura. Es un mandato de la cultura argentina el que lo lleva a París y desde allá no se hará “universal” como Borges sino rioplatense y latinoamericano. Pero ésa es otra historia Gil Pender no parece pensar en Cortázar y su exilio parisino cuando llega a París poco antes de “contraer” matrimonio, como si contrajera una enfermedad crónica y abúlica. Pero sí ama la idea de París en abril con aguacero, y aunque tampoco piense en César Vallejo, lo deslumbra el imaginario de una ciudad abierta a la cultura y la sensibilidad y la soltería, todo lo que al parecer no se consigue en los duros tiempos del presente norteamericano. Entonces, como es escritor en ciernes y está en París, no puede sino pensar obsesiva e idílicamente en el “grupete”

público, sobre todo pensando que entre ellos puede haber unos cuantos jóvenes. Victor Hugo. Balzac. Hemingway. Fitzgerald. Vallejo. Cortázar. Sartre. El Castor. Woody Allen. París es la mejor ciudad del mundo, pero ¿en qué mundo? ¿En que época? ¿En qué siglo? París es la mejor ciudad del mundo porque siempre reside en el pasado, nostalgias. Por eso, ay, nunca tendremos París, la ciudad perdida. Hay que volver del exilio. Y para colmo el mal tiempo.

pasaje es mediante un automóvil que lo recoge a medianoche en el Barrio Latino y lo deposita en la de los años ’20, donde están Scott y Zelda Fitzgerald poco antes de enloquecer, Cole Porter, Gertrude Stein tajante, Picasso, Dalí y, por supuesto, Hemingway, brusco y vital como él mismo se encargó de pintarse. Es Hemingway precisamente quien lo desengaña un poco. Allen-Owen-Pender creen haber llegado al París-Paraíso, pero pronto va a entender que todo paraíso es un paraíso perdido. Nuestra edad gloriosa siempre está atrás. Y más atrás y más atrás. Nadie está conforme con el presente, su presente. En el corazón de esa bohemia en de Toulouse-Lautrec y los Años Locos sueñan con la pinta de la Belle Epoque. Necesitamos fabricarnos una edad dorada en la que habríamos sido... lo que no somos. Nuevamente, acecha la aventura del exilio, la gran disyuntiva: irse o quedarse. Irse: fugar hacia atrás, contesta Medianoche en París. Ahí donde la intensidad vive. Siempre atrás. Si bien la respuesta es demoledora, en la película de Woody Allen está atemperada por una ligereza de comedia que sólo es un gesto de buena voluntad y generosidad hacia el

CLAUDIO ZEIGER









































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