Domingo xiii del tiempo ordinario ciclo a

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Domingo XIII del Tiempo Ordinario - Ciclo A Mt. 10, 37-42 Cristo nos invita a seguirlo llevando nuestra propia cruz por amor. El Evangelio de este Domingo forma parte de la exhortación que Jesús hizo a sus apóstoles cuando los envió a anunciar la cercanía del Reino de Dios. Ya les había advertido que encontrarían una fuerte oposición, y los alentó para que no tengan miedo. Ahora les plantea mayores exigencias: “El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí; y el que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí,” la expresión “no es digno de mí” equivale a decir “no puede ser discípulo mío”. El amor a Cristo debe estar por encima del amor a nuestros seres queridos e incluso por encima del amor a la propia vida. Estas fueron las condiciones dirigidas a los todos los discípulos, el que quiera ser discípulo de Cristo debe amarlo sobre todas las personas y las cosas. Hacerse discípulo de Jesús es aceptar la invitación a pertenecer a la familia de Dios: “El que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, éste es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12, 49). Anteponer el amor a Cristo a cualquier otro amor es disponerse a amar como Jesús. Por ese amor radical al Señor, el discípulo ha de tomar su propia cruz y seguirlo hasta la donación total de la propia vida. Por una parte, la cruz, es el peso que el mundo echa encima a los verdaderos discípulos de Cristo (calumnias, burlas, persecuciones, mentiras, desprecios y la muerte), y por otro lado, es signo de nuestra participación en su muerte salvadora. Cristo trasforma lo que antes era sólo un instrumento de burla, tortura y muerte vergonzosa, en un medio y signo de reconciliación, de bendición y de vida. Quien toma su cruz, muere al pecado para abrirse a la gracia y a la vida divina. Es un morir para vivir: si hemos muerto con Cristo, también viviremos con Él, dice el apóstol. A la exigencia de tomar la cruz va unido el seguimiento. El método es el amor incondicional, que implica también la cruz. Dice el Papa San Juan Pablo II: “la cruz está inscrita en la vida del hombre”. Querer excluirla de la propia existencia es como querer ignorar la realidad de la condición humana. ¡Es así! Hemos sido creados para la vida y sin embargo, no podemos eliminar de nuestra historia personal el sufrimiento y la prueba. El camino de la santidad pasa por la cruz por lo que debemos abrazarla unidos a Cristo. Él nos enseña a acudir incesantemente a la oración para ser capaces de beber el cáliz amargo de la cruz, así nuestro sufrimiento adquiere sentido, se transforma en un dolor salvífico, en fuente de vida y bendiciones para nosotros mismos y muchos otros. Con Cristo la cruz es el camino a la plena comunión y participación de su gloria.


El amor también se demuestra acogiendo a los enviados y discípulos de Cristo: “el que recibe a un profeta porque es profeta, tendrá recompensa de profeta”. La 1ª lectura de este domingo, (Reyes: 4,8-11, 14-16a) presenta un hecho ejemplar. Una mujer de Sunem acoge a Eliseo, heredero del espíritu del profeta Elías. Al reconocer que es un hombre de Dios, le brinda una cordial hospitalidad. Los esposos, que no habían podido concebir, recibirán como recompensa la promesa de un hijo. Dios recompensa a los que acogen a los discípulos de su Hijo, en ellos, es al mismo Señor a quien acoge: “Quien a ustedes recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado” (Mt 10,40). Mons. Luis Antonio Sánchez Armijos, sdb Obispo Emérito de Machala


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