Menárdez: el citador de Borges

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Menรกrdez

El citador de Borges

La menor

idea

Marcelo Suรกrez De Luna


Menárdez. El citador de Borges. © Marcelo Suárez De Luna, 2010. Edición: María García Esperón. Buenos Aires. 1ª. Edición. Impreso en Argentina * Printed in Argentina.


A Borges



Pedro Menárdez, el citador de Borges Menárdez es un escritor erudito, y por eso no puede resistir el empleo de las citas en su trabajo. Así, sin que sea estrictamente necesario, en medio de un cuento costumbrista recuerda que “el odio es un borracho en el fondo de una taberna, que constantemente renueva su sed con la bebida”, de Baudelaire. O bien remata un relato alegórico señalando con Schopenhauer que “El bienestar y la dicha son negativos, sólo el dolor es positivo” Incluso tomando un té de sábado por la tarde, a propósito de una sabrosa anécdota que acaba de contarse sobre una mujer, puede concluir que “Mi memoria es magnífica para olvidar”(Stevenson). Sin que venga a cuento advierte que “No hay temor que esté desprovisto de alguna esperanza, y no hay esperanza que esté desprovista de algún temor”(Spinoza). Y en su crítica sobre el último trabajo de un renombrado autor, recuerda a Bioy Casares: “El recuerdo que deja un libro a veces es más importante que el libro en sí”. Para no parecer fuera de época es capaz de arriesgar con Fontanarrosa que “La perfección es obsesiva. Y eso es un defecto” Pero este sistema de intercalado de citas le ha empezado a parecer insuficiente.

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Es que generalmente la frase se encuentra en un contexto mayor, que al suprimirse no permite al lector llegar al alma de lo que quiere significar el citado. Por eso comenzó a incluir en su trabajo no sólo la cita que le interesa sino también párrafos enteros y luego la obra misma, sin temor a derechos registrados o hijos escrupulosos. Tampoco le importa mucho que la inserción de la cita sea verosímil en la trama, y así, en su deseo de incluir a su amado Borges, escribió esto en el cuento gauchesco que a continuación (incurriendo en el mismo vicio de Menárdez) citamos:

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Muerte en la pulpería El gaucho estaba acodado tomando su ginebra, cuando vio la entrada de varios hombres que no conocía, salvo a uno. Entonces recordó “La Trama” de Borges: “Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de una estatua por los impacientes puñales de sus amigos, descubre entre las caras y los aceros la de Marco Junio Bruto, su protegido, acaso su hijo, y ya no se defiende y exclama:”¡Tú también hijo mío!” Shakespeare y Quevedo recogen el patético grito. Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías; diecinueve siglos después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (estas palabras hay que oírlas, no leerlas): “Pero, che!” Lo matan y no sabe que muere para que se repita una escena” en eso pensaba el gaucho, y cuando reconoció un sobrino suyo entre los hombres sospechosos, peló veloz su facón y exclamó: acá hay un hombre, carajo! (Pedro Menárdez, “Muerte en la Pulpería” Buenos Aires, año 2.008)

Nota del Autor: Prohibida la cita o reproducción parcial o total de este trabajo. Derechos reservados.

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La vuelta del jugador Escrito por un joven Pedro Menárdez Estaba liquidado. Recordó a Ambrose Bierce:“el momento de abandonar es cuando se ha perdido una gran suma, toda esperanza de éxito, la resistencia, y el amor por el juego”. Entonces abandonó. Su compañero de partida estaba peor que él y quiso darle un sablazo que le permitiera evitar el regreso a pie hasta su casa; pero recordando a Alfonso Reyes, él le contestó: “Amigo con quien he compartido, en las mocedades de México, la puta y la locura, Mis dos manos estas flores te dan” (porque estoy seco sin cura y no me queda ni pan). -Pero algo te habrá quedado… ¿acaso piensas que no te lo devolveré? Por favor, ni en Dios debes de creer… - No te equivoques, y recuerda a Amado Nervo: “Dios sí existe. Nosotros somos los que no existimos”. -¡Por Dios! Eres un hombre sin fe. ¿También eres un hombre sin patria? -En absoluto, contesto él. Este garito es mi patria y aquí me quedo, porque como dijo Pacuvio, la patria está donde uno se halla bien…. ¡Mozo! ¡más vino! -Por favor, no tenemos un cobre, vayámonos de una vez.

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Caminando de regreso, y próximos a llegar a la esquina donde sus senderos se bifurcaban, el amigo, conocedor de las habilidades literarias de su compinche, le dijo que por lo menos le escribiera al mundo el desastre que había sido esa noche para ambos. Pero él, de la mano de Johnson, citado por Boswell, según cuenta Bioy Casares (¡triple bingo!) le dijo: - “Nadie sino un estúpido ha escrito jamás, salvo por dinero” Y no conozco quien quisiera pagarme semejantes líneas… Llegó a su casa bamboleante, ya de mañana. La vecina amargada estaba barriendo la vereda, y lo recibió como siempre: - Otra vez borracho y sin un peso. ¿No le da vergüenza, un padre de familia? ¿Qué le va a dejar a sus hijos? Y él le contestó: -Estoy con el rey árabe que dijo “Los bienes de un hombre y sus hijos son enemigos” así pues, me lo gasto todo yo. Además no estoy borracho, porque beber enciende el deseo pero impide la acción (Macbeth). La vecina fue subiendo con su enojo el tono de su voz: -¡Ignorante! - Todos somos muy ignorantes. Lo que ocurre es que no todos ignoramos las mismas cosas (Einstein) Ante el griterío de la calle, salió el marido de la vecina, un hombre ya mayor que echó más leña al fuego:

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- Jugador, borracho y además, ¡putañero!

Con el mismo tono del maestro ciego del templo dirigiéndose a Wang Chang, le contestó: - El joven no tolera la agitación del niño; y el viejo no tolera la puta del joven. - Pero si usted es un cuarentón, delincuente. Déme la escoba, vieja, que se la voy a meter ya va a saber por donde! - No hagas a tu prójimo lo que no quieres que te hagan a ti. Puede tener gustos diferentes (Butler). De nuevo la vecina lo increpó: - Si yo fuera su mujer, le envenenaría el café! -Y si yo fuera su marido, me lo bebería! (Churchill dixit) Por otra parte y si me disculpan, estoy en camino de la cuna a la sepultura y no tengo más tiempo para intercambiar cortesías (otra cita de Bioy). ¡Buenos días!

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Cita matrimonial Ellos se amaban, pero tenían un gusto mayor por la ironía. A él le gustaba Oscar Wilde, y ella adoraba a Groucho Marx. Y así iban por la vida conversando los cuatro, como por ejemplo en la última salida que hicieron juntos: Ella: He pasado una noche estupenda. Pero no ha sido ésta. Él: Mi amor, cuando me hablas así, me haces pensar que la bigamia es tener una esposa de más. Y la monogamia es lo mismo. Ella: Estoy totalmente de acuerdo, porque el matrimonio es una gran institución. Por supuesto, si te gusta vivir en una institución. Él: Cuánto te admiro! Sabes que me gusta contemplar a los hombres geniales y escuchar a las mujeres hermosas… Ella: ¿De veras? Yo te admiro también, pero pídeme otro whisky. Bebo para hacer interesantes a las demás personas. Él: Por supuesto. ¡Mozo! Por favor, dos whiskys más; es que, sabe Usted? La mejor manera de librarme de la tentación es caer en ella. Ella: Ahora está mejor. Lo malo del amor es que muchos lo confunden con la gastritis y, cuando se han curado de la indisposición, se encuentran con que se han casado…

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Mozo: Van a ordenar algo de cenar? Es que según Virginia Wolf (la leo mientras trabajo) uno no puede pensar bien, amar bien, dormir bien, si no ha comido bien. Aquí tienen el menú. Cualquier cosa que necesiten, me llaman. Somos varios mozos en este restaurante y es fácil confundirse, mi nombre es Julio... Ella: Gracias! Nunca olvido una cara. Pero en su caso, estaré encantada de hacer una excepción... Cambiando de tema cariño, cómo está Carlos? Él: Me han dicho que le va de maravillas, pero no lo sé a ciencia cierta ni lo quiero saber, porque cualquiera puede simpatizar con las penas de un amigo; en cambio, simpatizar con sus éxitos requiere una naturaleza delicadísima. Ella: No puedo decir que no estoy en desacuerdo contigo…pero qué malo eres! Él: Es absurdo dividir a la gente en buena y mala. La gente es tan sólo encantadora o aburrida. Mozo: Ya han escogido lo que van a ordenar? Él: Sí, pero es muy variado, quiere anotar? Tal vez no recuerde todo.

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Mozo: Descuide. El cerebro es mi segundo órgano en importancia. Eso es de Woody Allen, a quien también leo en la cocina, en una demostración viviente de lo que él dice, que es que el trabajo es una invasión de nuestra privacidad. ÉL: No cuente lo que hace en su trabajo mientras no trabaja. Lo único que conseguirá diciendo siempre la verdad es ser siempre descubierto. Ella: Mozo, nos está resultando usted un gran hombre. Es usted casado? Detrás de un gran hombre hay una gran mujer y detrás de ésta su esposa. Mozo: Sí, señora. Y en mi casa mando yo, pero mi mujer toma las decisiones. Permiso, voy a llevar sus pedidos a la cocina.

ÉL: Cariño, te gustó el espectáculo?

Ella: He disfrutado mucho con esta obra de teatro, especialmente en el descanso. Él: No empieces con eso, que en los mejores días del arte no existían los críticos del arte. A mi me gustó. Ella: Pero mi vida, ¿a quién vas a creer, a mí o a tus propios ojos? Él: A ti, porque el verdadero misterio del mundo es lo visible, no lo invisible…

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Ella: Reservaste la habitación?

Él: Claro, podemos subir cuando querramos, no hace falta pagar la adición ahora. Ella: ¿Pagar la cuenta? ¡Qué costumbre tan absurda! ... Él: querida, no ves algo pequeño al cuarto? Ella: Yo lo resuelvo! ¿Servicio de habitaciones? Mándenme una habitación más grande! Él: Ven a la cama, mi vida, deseo hacerte al amor! Ella: ¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo? No es la política la que crea extraños compañeros de cama, sino el matrimonio. No te preocupes, me preparo y ya estoy contigo… Él: Qué bella eres! Sabes, tengo gustos simples, me satisfago con lo mejor. Y tú eres lo mejor. Ella: Y tú eres el hombre más bello que he visto en mi vida, lo cual no dice mucho en tu favor.

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ÉL: Es bastante difícil no ser injusto con quien uno ama, verdad? ELLA: Basta ya de palabras mi cielo! Y seamos felices. Y no olvidemos que la felicidad está hecha de pequeñas cosas: Un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna…

Lo que pasó después, no necesita

palabras…

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Tres obras de Pedro Menárdez Cansado de buscar entre sus escritores favoritos ideas que se le habían ocurrido a él pero que no se atrevía a exponer directamente, Pedro Menárdez resolvió acometer una serie de obras mediante el empleo de diferentes seudónimos, con la única finalidad de citarlas después en sus recopilaciones. Y así fue que escribió su monumental “Tratado de las Religiones”, en cinco tomos que cuenta entre sus 2.011 páginas lujosamente encuadernadas con reproducciones de obras pictóricas de artistas medievales y renacentistas. Esta notable investigación analizó desde una perspectiva multidisciplinaria al budismo, al cristianismo, al hinduismo, al islamismo y al judaísmo. Nuestro citador lo hizo bajo el seudónimo de Bruno Jacinto Rojas, y diseminó antes de su publicación un rumor calificando al autor de agnóstico, todo ello con la única finalidad de aclarar en el prólogo lo que quería citar en una obra ulterior: “Yo no soy agnóstico. Simplemente soy creyente por la mañana y ateo por la noche.” Menárdez concibió también un libro de autoayuda que tituló “El matrimonio feliz de la mujer moderna” Pero el título le sonaba algo anticuado, y además temía equivocarse en la cuestión porque era soltero y nada sabía de esponsales. Por ello decidió cortar por lo sano y encargó la publicación con lugar y fecha de edición apócrifos: “Ciudad de México, 1983” .

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En la página 122, la autora Martina Franco, advierte sobre los peligros de pretender cambiar la personalidad de base del marido: “¿Escucharon eso de que las mujeres se enamoran del Che Guevara y luego le quieren afeitar la barba y los bigotes? Pues bien, además pretenden que vuelva temprano de la selva” Como lo encontró ligeramente misógino, y quería dejar a salvo el buen nombre y honor de su autora, ideó un segundo libro escrito por la mexicana en colaboración con su compatriota Rafael Begotti. El trabajo fue titulado “El hombre de negocios exitoso” (Ciudad de México, 1994) y en el crepúsculo de la obra los autores concluyen: “Siempre estamos rumiando por la suerte que nos ha tocado. Pero en este mundo loco en que vivimos, con los elevados niveles de estrés que padece el ejecutivo moderno, es incomprensible que no mueran aún más hombres de negocios por accidentes automovilísticos, infartos y ataques de presión que los que mueren corrientemente. Transformemos esa incomprensión en nuestra fortaleza” La suerte de estas tres obras ha sido dispar. El “Tratado de las Religiones”, que tuvo una edición limitada por lo costosa, es libro de consulta en universidades e institutos teológicos del mundo entero. Incluso se comenta que pese a lo negativo de su prólogo según la óptica oficial, el Vaticano ha incluido un ejemplar del Tratado en los archivos secretos de su famosa biblioteca.

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“El hombre de negocios exitoso” fue un rotundo fracaso, según los editores por la desleal competencia de los tanques yanquis que sostienen a sus gurúes del mundo de los negocios contra viento y marea, y según la crítica especializada porque lucía algo sombrío y poco proactivo. Además, tampoco despejó la supuesta misoginia de sus autores, porque nada decía de las ejecutivas de estos tiempos. Pero el que va por la vigésimo cuarta edición es “El matrimonio feliz de la mujer moderna” ya que la fama que le dio la crítica despiadada de los movimientos feministas, que hicieron tronar su ira en cuanto medio periodístico hay desde el sur del Río Bravo a la Tierra del Fuego, despertó la simpatía de cierto público provinciano y conservador que lo convirtió en best-seller. Querrá saber el lector el último destino de las citas que en camino inverso a la lógica de las cosas, contribuyeron a la realización de los trabajos mencionados. El articulista desconoce no sólo el dato en cuestión, sino también la suerte del propio Menárdez, aunque hay quien dice haberlo visto bebiéndose un tequila macho en las playas de Acapulco, disfrutando de unos derechos de autor que, durante su carrera como citador, no había podido siquiera imaginar.

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El sueño de Pedro Menárdez Una helada noche de invierno, el fantasma de Borges se apareció en el humilde cuarto de Menárdez. Y la vieja mano se apoyó en la suya, guiándola por el jardín de los senderos que se bifurcan. La mano de Menárdez, vigorosa por el impulso espectral, dejó atrás el jardín y escribió un duelo a cuchillo entre el bibliotecario Dahlmann y un paisano en El Sur. No se detuvo. Continuó escribiendo a Funes y su memoria perfecta; al sótano del Aleph; al Hombre de la Esquina Rosada; al Muerto; al Inmortal. El amanecer se escondía detrás de las nubes grises, y Menárdez seguía escribiendo frenéticamente y con el pulso intacto, casi demoníaco, El reloj de arena, La Biblioteca de Babel, El Zahir, Borges y yo. Pero no disertaba acerca de esas narraciones. El las escribía por primera vez, como si comenzaran a existir desde esa noche. Cuando Pedro Menárdez despertó, ya era de día. Recordó su sueño inmediatamente y se sintió dichoso, tan dichoso que demoró unos segundos en darse cuenta del dolor en su mano. Incrédulo, se levantó y se acercó a la mesa de madera. No había más que un papel escrito con una caligrafía que conocía, pero que no era la suya. Comenzó a leer el manuscrito. Nada decía sobre gauchos, guapos, árabes, relojes de arena o ruinas circulares. Se escuchó decir a viva voz:

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“Es una revelación cotejar el don Quijote de Menard con el de Cervantes. Este, por ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, noveno capítulo): …la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir. Redactada en el siglo diecisiete, redactada por el “ingenio lego” Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe: …la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir. La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales –ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir- son descaradamente pragmáticas. También es vívido el contraste de estilos. El estilo arcaizante de Menard –extranjero al fin- adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja con desenfado el español corriente de su época”

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Extrañamente, el título del manuscrito estaba en el final: “Pierre Menárd, autor del Quijote” Jorge Luis Borges, 1.939 Pedro Menárdez lo leyó como si fuera la primera vez.

Y lloró.

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Pedro Menárdez y la canción porteña Nuestro autor predilecto ha incursionado en el ritmo emblemático de la Reina del Plata con éxito parejo, que en este caso es eufemismo de nulo, porque no ha conseguido quien le dé voz ni música a sus versos. Pese a ello ha dejado ya en el acervo del tango-canción páginas de calidad superior como “Dressoir” o “Porque me quisiste tanto” que nada tendrán que envidiarle a la primigenia “Mi noche triste” ni a las continuadoras del género, en cuanto aparezca el artista que justamente le selle el carácter de canción a sus letras de dos por cuatro. Sin embargo, será una milonga compadrita la que le abrirá paso inminente en el altar de los Capos del Tango. En efecto, la internacionalmente famosa RCA Víctor, quien grabara al inolvidable Charles Romuald Gardés, ha merituado como se merece la invicta pluma de nuestro poeta, seleccionando su trabajo más reciente, intitulado “Dulzura”, que sin más ambages ponemos a disposición de nuestros queridos oyentes: “Me dijiste amargo, seco y sin venas Te llevé merengues y bombas de crema Quiero convencerte que no todo es triste mas ya otro señor de dulces te viste. Me llevo el paquete con rictus amargo salgo cabizbajo y seco pal Almagro ¿Tiro los merengues? ¿revoleo la crema? ¡Mejor se las llevo a quien siempre espera!

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Mi humilde viejita que lava la ropa en la tabla fría de noche y de día Y yo en el garito, el club, la milonga sé bien que ella anhela una flor mistonga Pero hoy lo corrijo esto se termina la crema y las bombas serán bienvenidas sus manos callosas tan agradecidas me darán mil besos feliz de la vida Un rato hablaremos de los tiempos viejos y hasta en una de esas me suelte unos pesos”

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Cuestiones burocráticas de la multinacional están demorando el lanzamiento de este trabajo formidable que revolucionará el mundo de la música ciudadana. En efecto, nuestro querido autor no entra en razones con quienes se están ocupando de musicalizar sus versos, que le manifiestan algunas disconformidades respecto de la métrica de éstos y el ritmo que les quiso asignar, como así también el encontrar algunos pasajes francamente anacrónicos. Pero Menárdez, que tiene oído beethoviano (no por la calidad musical sino por la dureza de sus tímpanos) no entiende razones de ninguna clase. En efecto, hace oídos sordos a cualquier modificación o reacomodamiento de su letra, y en un giro que luce algo exagerado y por eso mismo tanguero dramatiza que


“a mis letras y a mis mujeres el único que las toca soy yo” (este locutor puede dar fe de la primera de las sentencias, no así de la segunda, porque no le conoció al poeta fémina alguna). La orquesta de Dino Salvatierra mostró marcado interés en grabar en cuanto esté terminado el opus en cuestión. Asimismo, el eximio cantor Ariel Ardit ha comprometido su gola para llevar a la fama al hombre que promete revolucionar las letras del tango y que, como Piazzolla, soporta estoico la brutalidad e indiferencia de la cátedra. En tanto esto sucede, nuestro vate se muestra el día entero ataviado de saco, lengue y sombrero y como el ciego de “El último organito” solamente “fuma, fuma y fuma, sentado en el umbral” A mi viejo, que me descubrió dos pasiones: el tango y Vélez Sársfield

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Lunes, cuarenta y cuatro

Sueño que ya es lunes.

Estoy jugando al truco con otros tres, en la oscuridad de la noche, la mesa apenas alumbrada por una luz de mala muerte. A mi derecha hay un tipo raro, de túnica, al que los otros le dicen Hermano. De frente a él, un tipo con pinta de detective privado disimula las señas de sus cartas. Y a su lado, mi compañero de juego, Menárdez, que mientras me engaña que tiene el as de bastos, recita: “Sólo una cosa no hay. Es el olvido Dios que salva el metal salva la escoria y cifra en Su profética memoria las lunas que serán y las que han sido...” Una mujer nos sirve lambrusco en silencio, hay cigarrillos y humo por doquier. Nadie habla. Sólo Menárdez vuelve a la carga para decir que: “Zeus no podría desatar las redes de piedra que me cercan. He olvidado los hombres que antes fui; sigo el odiado camino de monótonas paredes que es mi destino. Rectas galerías que se curvan en círculos secretos al cabo de los años…” Alguien grita ¡envido! y hay que cantar los puntos.

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El Hermano tiene veinticuatro. Menárdez tiene treinta. El detective treinta y dos.

Yo termino el juego. Sólo puedo ganar con treinta y tres. Sin embargo las barajas se me tornan difusas, no puedo ver cuanto tengo. Menárdez me ilumina con la luz amarillenta y me dice: “Cuarenta naipes han desplazado a la vida. Pintados talismanes de cartón nos hacen olvidar nuestros destinos y una creación risueña va poblando el tiempo robado con floridas travesuras de una mitología casera….” Ayudado por Ménárdez recupero la visión y grito -¡cuarenta y cuatro! Pienso que no es posible, que el máximo puntaje es treinta y tres… Una vez más habla Menárdez para recordar que: “Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre”

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Todavía no entiendo lo que ocurre. Los tres jugadores se levantan al unísono, como obedeciendo una orden silenciosa, y me alcanzan un espejo. Está muy oscuro y sé que soy yo, pero distinto. Menárdez me dice: - No se apure Suárez, que no es lunes todavía. Ahora lo entiendo. Ellos comienzan a reírse.

Y yo también.

Párrafos borgeanos: Everness El laberinto El Truco Borges y yo

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Pedro Menárdez y el olvido Nuestro citador miró hacia atrás y al encontrar –para su sorpresa- que su tarea literaria podía ser catalogada de “obra”, lo asaltaron miedos borgeanos: por ejemplo temió “…que los glaciares del olvido me arrastren y me pierdan, despiadados...” En plena zozobra recordó también que “Sólo una cosa no hay. Es el olvido. Dios, que salva el metal, salva la escoria y cifra en Su profética memoria las lunas que serán y las que han sido” Esto último lo tranquilizó un poco, y concluyó que inexorablemente se encontraría en una de las dos categorías del orden divino de salvación previsto por Borges, probablemente la segunda; pero debía hacer algo más para resguardar sus pobres escritos del olvido. No pensaba en la “posteridad” claro que no, esa pléyade de generaciones futuras sin rostros ni nombres. Menárdez siempre fue un hombre austero. El pensaba en alguna vieja novia vieja, o en un sobrino que pudiera haberse enterado de su existencia. Tal vez algún buscador artesanal de pequeñas historias de barrio. Pero siempre pensaba que podría ser un lector, o dos a lo sumo, los que podrían interesarse por él en un futuro. Sólo eso.

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Entonces comprendió que debía resguardar sus escasos escritos, especialmente los que jamás alcanzó a publicar, dado que a esta altura él no podría modificar ese destino alejado de las letras de molde. Pensó en una caja fuerte. O en una botella al mar. La primera opción le pareció un símbolo demasiado ostentoso de las riquezas del comercio, que eclipsaría el mensaje de sus someras letras, si es que tenían alguno. Y la segunda le pareció excesivamente ligada al azar, casi un escalón menos, apenas, del olvido definitivo… -¿Qué debo hacer? ¿Qué? Se preguntaba Menárdez cada noche de su vida, mientras sentía que su tiempo se agotaba y la solución no aparecía. Pensó en publicar avisos clasificados en el periódico, y en cada uno de ellos, un pequeño fragmento de su obra, pero lo desechó por oneroso. Finalmente apareció la solución. Le enviaría cada una de sus obras a personas que él admiraba o quería, con formato de carta, pero sin encabezados ni aclaraciones, ni explicaciones de ninguna índole. Simplemente un cuento o una poesía dentro del sobre.

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A su viejo amigo Andrés Otamendi le envió “La vuelta del jugador”; a su compañera Zulema Wheaton le envió “El sueño” ; al editor Arnoldo Luro “la canción porteña” ; al paisano Ramón Tejedor le envió “Muerte en la pulpería” y así siguió con todas y cada unas de sus letras. Cuando terminó esta tarea, Menárdez se sintió más tranquilo: su obra estaría resguardada del olvido. Y satisfecho, se abocó a descubrir el mejor soneto jamás escrito.

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Los otros Menárdez cree en el azar, mas no en la suerte. En este momento exacto en que escribo sobre él, decide buscar el libro de todos los libros. Va hasta la biblioteca desordenada como una Babel del siglo XXI, para abrir el libro al azar: “Pienso en un tigre. La penumbra exalta La vasta Biblioteca laboriosa Y parece alejar los anaqueles; Fuerte, inocente, ensangrentado y nuevo, El irá por su selva y su mañana Y marcará su rastro en la limosa Margen de un río cuyo nombre ignora (en su mundo no hay nombres ni pasado Ni porvenir, sólo un instante cierto.) Y salvará las bárbaras distancias Y husmeará en el trenzado laberinto De los olores el olor del alba Y el olor deleitable del venado; Entre las rayas del bambú descifro Sus rayas y presiento la osatura Bajo la piel espléndida que vibra. En vano se interponen los convexos Mares y los desiertos del planeta; Desde esta casa de un remoto puerto De América del Sur, te sigo y sueño, Oh tigre de las márgenes del Ganges.

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Cunde la tarde y en mi alma reflexiono Que el tigre vocativo de mi verso Es un tigre de símbolos y sombras, Una serie de tropos literarios Y de memorias de la enciclopedia Y no el tigre fatal, la aciaga joya Que, bajo el sol o la diversa luna, Va cumpliendo en Sumatra o en Bengala Su rutina de amor, de ocio y de muerte. Al tigre de los símbolos he opuesto El verdadero, el de caliente sangre, El que diezma la tribu de los búfalos Y hoy, 3 de agosto del 59, Alarga en la pradera una pausada Sombra, pero ya el hecho de nombrarlo Y de conjeturar su circunstancia Lo hace ficción del arte y no criatura Viviente de las que andan por la tierra. Un tercer tigre buscaremos. Éste Será como los otros una forma De mi sueño, un sistema de palabras Humanas y no el tigre vertebrado Que, más allá de las mitologías, Pisa la tierra. Bien lo sé, pero algo Me impone esta aventura indefinida, Insensata y antigua, y persevero En buscar por el tiempo de la tarde El otro tigre, el que no está en el verso.”

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Menárdez cierra El Libro y lo devuelve al anaquel de la biblioteca del caos. Piensa en el tigre borgeano y busca al otro tigre, al que no está en el verso; pero no lo encuentra. En la biblioteca sólo se ve a sí mismo. Aunque cree ver a alguien más en la penumbra, como una imagen reflejada por un espejo. Es un extraño caballero, que parece estar escribiendo algo. Hoy, 3 de marzo del 9. (Cincuenta años después)

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Pedro Menárdez y el burdel

Nuestro citador de Borges se adentró en el bajo mundo, tratando de entender por qué al insigne escritor, como a tantos otros jóvenes de su generación, lo llevaron a un lugar como ese para para adiestrarse en el arte amatorio, o mejor dicho para iniciarse, con resultados nefastos. Ya en el burdel, lo primero que le llamó la atención a Menárdez fue que los clientes, antes de concretar el acto sexual, fingen seducir a la profesional, y ésta a la vez finge ser seducida. Poco trabajo le costó a Menárdez imaginar que esa doble ficción se trasladaría adentro del cuarto. Tal vez lo único real de todo lo que allí ocurría fuera la transacción monetaria. En el baño de hombres del salón, se sorprendió aún más con dos caballeros que se acicalaban y bromeaban entre ellos acerca del éxito de sus próximas empresas sexuales, que obviamente tenían un riesgo reducido a cero en lo que a conquista se refiere. Sin darse cuenta, Menárdez, que también estaba frente al espejo como los clientes, dijo: “Aquí fracasan todas las religiones. La concepción judaica fracasa, ya que el árbol del Génesis lo han talado a golpes de falo y Adán y Eva se ven aquí reducidos a su actuación más lamentable de mercancía y comprador. La concepción hedónica fracasa, ya que al placer lo han mutilado, robándole las tiaras prestigiosas de la visión romántica y subrayando su tonalidad de fatalismo duro”.

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Los tipos dejaron de hablar repentinamente, como si hubieran recibido sendos mazazos en sus vientres, casi en la línea del golpe bajo. Por compromiso, uno de ellos balbuceó

- ¿qué dijiste?

“El día, como un perro cansado, se tiende a nuestros pies y le acariciamos el lomo. Y la estatuaria –esa cosa gesticulante y mayúsculala comprendemos al deliciarnos con las combas fáciles de una moza, esencial y esculpida como una frase de Quevedo. Y que acepta –sin mayor alarde de asombro- la oxidada moneda falsa de nuestros verbalismos”. El otro tipo se había quedado con la cara empapada, y en las manos, suspendida, una toalla de papel no había llegado a destino. Cerró la boca para abrirla de nuevo:

-callate porque te corto

Pero no era Menárdez quien hablaba. Mejor dicho, sí lo hacía, pero las palabras eran puestas en su boca por otro, y entonces no podía detenerse: “De la madeja sensorial, la memoria sólo almacena los datos auditivos y visuales. Los otros –placer, dolor, estados térmicos- únicamente persisten vertidos al lenguaje de la visualidad y la audición. E íntimamente ¿qué pueden importarnos las interjecciones y la plasticidad 46 cambiante de las etapas del ayuntamiento, si estas cosas tienen sólo un valor de paralelismo


con el placer, que es lo único esencial y que nadie logrará jamás encerrar en una urdimbre de arte?” El tipo sacó un puñal, pero el amigo lo detuvo: - ¡Dejalo! ¿No ves que está loco? ¡Vamos, que las chicas nos esperan! - Tenés razón, vamos. Pero nos vamos también de este puterío de mierda, el idiota este me arruinó la noche. Menárdez volvió a la barra y terminó su ginebra, mientras una mujer entrada en años y con boca rojo lápiz le sonreía con forma de mueca. Pagó su bebida y se retiró, murmurando: “Salimos. El bloque de aire cuadrangular que oprimía nuestras espaldas se hunde. El andamiaje de guirnaldas de brazos y voces acarameladas también se aleja. El cielo se ha llenado de astronomía. Una estrella jadeante tiembla sobre los techos del mercado. Nuestros ojos pulsan muchas estrellas. Las calles, como rieles expertos, nos empujan no se sabe a qué parte” Y se aleja Menárdez del burdel, habiendo comprendido que aquel fracaso iniciático del hombre que guía sus pasos, era el fracaso de todos los hombres. Las palabras dichas por Menárdez y en cursiva fueron extraídas de JORGE LUIS BORGES: “Casa Elena (Hacia una Estética del Lupanar en España)”. Ultra año 1, no. 17. Madrid, 30/10/1921.

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El recuerdo de Carriego Esto leía Menárdez en la última mesa del bodegón de la calle Serrano: “Que un individuo quiera despertar en otro individuo recuerdos que no pertenecieron más que a un tercero, es una paradoja evidente. Ejecutar con despreocupación esa paradoja, es la inocente voluntad de toda biografía. Creo también que el haberlo conocido a Carriego no rectifica en este caso particular la dificultad del propósito. Poseo recuerdos de Carriego: recuerdos de recuerdos de otros recuerdos, cuyas mínimas desviaciones originales habrán oscuramente crecido, en cada nuevo ensayo. Conservan, lo sé, el idiosincrásico sabor que llamo Carriego y que nos permite identificar un rostro en una muchedumbre…” “Sus días eran un solo día. Hasta su muerte vivió en el 84 de Honduras, hoy 3.784. Era infaltable los domingos en casa nuestra, de vuelta del hipódromo…” “Un día entre los del año 1.904, en una casa que persiste en la calle Honduras, Evaristo Carriego leía con pesar y con avidez un libro de la gesta de Charles de Baatz, señor de Artagnan. Con avidez, porque Dumas le ofrecía lo que a otros ofrecen Shakespeare o Balzac o Walt Whitman, el sabor de la plenitud de la vida; con pesar porque era joven orgulloso, tímido y pobre, y se creía desterrado de la vida”

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La vindicación que su querido Borges hacía de Evaristo Carriego lo decidió. Apuró su vino y se encaminó hacia la vieja casa de la calle Honduras. Pensó que a casi cien años de la muerte de Carriego alguien debía verificar si aún se encontraba el mismo espíritu del barrio que tanto amó, o al menos su recuerdo. Dejó la modernidad del Palermo actual y por eso desconocido, y se adentró por Honduras en el tranquilo barrio de casas bajas: “Carriego creía tener una obligación con su barrio pobre: obligación que el estilo bellaco de la fecha traducía en rencor, pero que él sentiría como una fuerza. Ser pobre implica una más inmediata posesión de la realidad, un atropellar el primer gusto áspero de las cosas: conocimiento que parece faltar a los ricos, como si todo les llegara filtrado. Tan adeudado se creyó Evaristo Carriego a su ambiente, que en dos distintas ocasiones de su obra se disculpa de escribirle versos a una mujer, como si la consideración del pobrerío amargo de la vecindad fuera el único empleo lícito de su destino” Golpeó la puerta y un joven poeta lo recibió. Le contó que la centenaria casa estaba por ser refaccionada. Junto a él un silencioso empleado recortaba unas láminas, y más atrás una mujer examinaba las primeras ediciones de la antigua biblioteca. Menárdez no pudo evitar observarla mientras preguntaba y el bibliotecario respondía que eran pocos los que visitaban la casa del poeta.

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-Serán pocos pero con mucho interés, como la hermosa dama que acabo de ver por allí. El cuidado con que leía una primera edición del “Evaristo Carriego” de Borges, de 1.930, me emocionó. Su amor por los libros es evidente… dijo Menárdez. - ¿Qué mujer? Ud. es la primera persona que nos visita esta tarde… “No se le conocieron hechos de amor. Sus hermanos tienen el recuerdo de una mujer…que solía esperar en la vereda y que mandaba cualquier chico a buscarlo. Lo embromaban: nunca le sonsacaron su nombre” Comprendió Menárdez que la mujer que vio podía ser –como pensaba Borges- el intento de alguien que quería despertarle recuerdos de un tercero, incluso un recuerdo de Carriego; y que seguramente la hermosa mujer no fuera más que eso. Pero por las dudas, cuando salió, se quedó tomando un café muy cerca de la casa del poeta, a esperarla. Los textos encomillados pertenecen a “Evaristo Carriego” de Jorge Luis Borges

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En la administración El Sr. K estaba feliz por haber terminado su trámite, pero se perdió en las escaleras de la inmensa oficina estatal. Los empleados estaban trabajando, cada uno en su escritorio, con las miradas fijas en los ordenados papeles. El Sr. K. no se atrevía a interrumpirlos, y comenzó a deambular por los corredores oscuros buscando la salida. En determinado momento le pareció que estaba andando en círculos, cuadrados por supuesto, como los pasillos de todas las reparticiones. Lo que notó fue que los empleados iban desapareciendo de las estructuras modulares, pero para su sorpresa, se esfumaban sin poder acertar por dónde, porque en ese caso los hubiera seguido. La noche lo tapaba todo. Cuando el miedo comenzó su invasión, se detuvo en la máquina del agua. Las burbujas gigantes se elevaban por el botellón invertido y el sordo borbotón lo tranquilizó. El agua fresca fue un bálsamo para su boca seca. Entonces vio al sujeto que leía en la penumbra de una Sala de Espera. -Disculpe caballero ¿Me podría indicar la salida?

Y el hombre replicó:

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“Zeus no podría desatar las redes de piedra que me cercan. He olvidado los hombres que antes fui; sigo el odiado camino de monótonas paredes que es mi destino. Rectas galerías que se curvan en círculos secretos al cabo de los años. Parapetos que ha agrietado la usura de los días. En el pálido polvo he descifrado rastros que temo. El aire me ha traído en las cóncavas tardes un bramido o el eco de un bramido desolado. Sé que en la sombra hay Otro, cuya suerte es fatigar las largas soledades que tejen y destejen este Hades y ansiar mi sangre y devorar mi muerte. Nos buscamos los dos. Ojalá fuera éste el último día de la espera” La garganta del Sr. K se secó nuevamente. Miró a su alrededor para asegurarse que el sujeto le hubiera hablado a él… - Perdone si lo interrumpí, sólo quiero saber cómo salgo de aquí… “No habrá nunca una puerta. Estás adentro y el alcázar abarca el universo y no tiene ni anverso ni reverso ni externo muro ni secreto centro. No esperes que el rigor de tu camino que tercamente se bifurca en otro, que tercamente se bifurca en otro, tendrá fin. Es de hierro tu destino

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como tu juez. No aguardes la embestida del toro que es un hombre y cuya extraña forma plural da horror a la maraña de interminable piedra entretejida. No existe. Nada esperes. Ni siquiera en el negro crepúsculo la fiera.” El Sr. K., se sentó, agobiado. El sujeto le hablaba a él, y sintió que con él, le hablaba el universo, y repitió lo que le había dicho: “No esperes que el rigor de tu camino, que tercamente se bifurca en otro, que tercamente se bifurca en otro, tendrá fin. Es de hierro tu destino”. Decidió acostarse en las butacas de la Sala de Espera. El hombre seguía leyendo, ajeno a él, a la Oficina, a la noche fría. Pero no al Universo. Pensó que dormir no sería una mala elección. A lo sumo, vendría un guardia y lo echaría a la calle. Mientras tanto, el hombre seguía leyendo, ahora con la ayuda de la luz de la luna y la de un cigarrillo, al lado del cartel que, en vano, prohibía fumar.

Las poesías “El Laberinto” y “Laberinto” son de Jorge Luis Borges.

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Buscando el libro de arena Pedro Menárdez se acercó hasta la calle México 564 buscando la Biblioteca Nacional, aunque hacía años que ya no funcionaba allí. Ahora se encuentra el Centro de Música. En realidad Menárdez no buscaba la biblioteca, sino un libro muy especial: El Libro de Arena de Jorge Luis Borges: “Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevaba el número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño” Se acercó a un joven empleado y le preguntó por cierto lugar del edificio. ”Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué distancia de la puerta”. 57


El muchacho le dijo que se habían efectuado algunas modificaciones edilicias, que mejor era preguntarle a un viejo empleado que estaba desde la época de la biblioteca, un español de apellido Burgos. Burgos era un hombre de pocas palabras y rostro anguloso y duro. Se acercó a Menárdez porque se lo indicó el joven, quien era evidentemente su superior. Menárdez percibió la severidad de Burgos y, para dar un rodeo, le preguntó por la Sala del Tesoro y por los tres directores ciegos que tuvo la biblioteca: Mármol, Groussac y, naturalmente, Borges. Burgos le contó que conoció a Groussac y a Borges. Que el francés era infatigable en la búsqueda de volúmenes para la biblioteca. En cambio Borges odiaba las tareas administrativas, que delegaba en el subdirector. El, simplemente amaba los libros. Y que efectivamente, los tres estuvieron ciegos durante algún momento de sus pasos por la biblioteca. Había algo extraño en Burgos que Menárdez no alcanzaba a desentrañar. Notó que lo iba a abandonar en cualquier momento, entonces apuró la situación. - Yo estaba interesado en el Libro de Arena. - Ese libro no existe- dijo Burgos con su rostro pétreo

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- Sin embargo Borges cuenta que lo escondió aquí... “El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita admiten cualquier número”. - Es una ficción de Borges. Ud. debería saberlo, Sr. Menárdez…Pero si insiste, puedo mostrarle donde está el sótano. Creo que han quedado unos viejos libros descartados allí. Si quiere examinarlos… Menárdez estaba perplejo. Nunca le dijo su nombre y sin embargo Burgos lo sabía. Y tenía algo extraño en su mirada, en su boca sin sonrisas, y en esa repentina invitación a descender al sótano. Entre los pocos libros que había, encontró uno con las hojas terriblemente gastadas. No tenía tapa, y la pobre tipografía estaba impresa a dos columnas. Menárdez lo reconoció de inmediato. Sintió que una lágrima bajaba por su mejilla. “Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando en una libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro.” 59


El libro no era un mito. Existía. Burgos estaba a su lado, como esperando que sucediera algo, con las pupilas blanquecinas enfocadas en un punto perdido del sótano. De pronto Menárdez se estremeció. Ya estaba por mojar en su lengua la yema de su índice derecho para pasar a la segunda página del libro, cuando le preguntó al español - Ud. se llama Jorge? Jorge de Burgos? Es ciego, verdad?

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Borges 110 “Siempre he sentido que mi destino era ante todo, un destino literario. Es decir, que me sucedían muchas cosas, muchas cosas malas y algunas cosas buenas. Pero yo siempre sabía que todo eso, a la larga, lo convertiría en palabras. Yo trataría transmutar todo en palabras. Sobre todo las cosas malas, ya que la felicidad no necesita ser transmutada. La felicidad es su propio fin”.

Pedro Menárdez, el citador de Borges, caminaba por Buenos Aires, decidido a olvidarse por un rato de su maestro. Recordando las eficaces palabras de Yourcenar en “Memorias de Adriano” (“Trajano había llegado a ese momento de la vida, variable para cada hombre, en que el ser humano se abandona a su demonio o a su genio, siguiendo una ley misteriosa que le ordena destruirse o trascenderse”) entró al Café Tortoni, territorio de turistas y advenedizos, pero no menos encantador por eso. Para su sorpresa, en el fondo se topó con tres figuras que no alcanzó a distinguir más allá de la eterna e invicta sonrisa de Carlitos:

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Ella era Alfonsina Storni y él, un Borges algo vacilante. Buscó Menárdez la mesa más alejada del bullicio, y allí, otra vez, su querido maestro lo observaba desde un busto, esta vez sí, definido y clásico.

- Bueno, don Borges! Hoy parece que es

Usted quien me busca…

Pero tenía decidido Menárdez pensar en Adriano, así que ganó la calle y caminó un largo rato por el soleado invierno de la Avenida de Mayo. Sin rumbo fijo sus pasos lo llevaron hasta la Plaza del Congreso, y luego siguió por Sáenz Peña hasta la calle México. Un antiguo restaurante le hizo recordar que el breve café del Tortoni había sido la única colación del día. Un almuerzo no le vendría nada mal. Escogió una mesa sobre la ventana que da a la calle México, y un cuadro le llamó la atención:

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“Aquí se sentaba Jorge Luis Borges”

El mozo le confirmó que sí, don Borges almorzaba seguido allí, muchas veces con su amigo de la Botica del Angel. Inevitablemente Menárdez escogió la misma mesa, la preferida, regocijado por experimentar por un buen rato una visión del mundo idéntica a la de su querido Borges.

- y ese, es un hecho irrefutable…

Se preguntó cual sería el motivo por el que no él sino Borges, lo estaba buscando. Y recordó que una fecha se aproximaba: el 24 de agosto será el 110° aniversario del nacimiento del escritor. Entonces no dudó más. No podía permitir que Borges fuera por él; él iría por Borges. Pensó a qué lugar podría ir, siendo que ya había pasado por su querido Palermo, por la casa de Carriego, por la antigua Biblioteca Nacional.

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Y recordó un iniciático empleo de Borges: el del año 37, como “primer ayudante” de la Biblioteca Municipal Miguel Cané. Cuando se quiso acordar, Menárdez ya estaba en la vieja casa de Carlos Calvo 4321:

Al ingresar a su empleo asalariado, Borges ya era un autor reconocido en el mundo. Es de imaginar que los bibliotecarios estarían orgullosos de su nuevo compañero de trabajo. Pero no fue así: “Estuve en la biblioteca durante nueve años. Fueron nueve años de firme infelicidad. En el trabajo, los otros hombres no se interesaban en otra cosa que en las carreras de caballos, en el fútbol, en los cuentos obscenos”.

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Increíblemente, sus compañeros no sólo no lo reconocían. Tampoco lo conocían: “Aunque resulte irónico, en esa época yo era un escritor bastante conocido, salvo en la biblioteca. Una vez un compañero encontró en una enciclopedia el nombre de un tal Jorge Luis Borges, y se sorprendió de la coincidencia de nuestros nombres y fechas de nacimiento”. Menárdez le preguntó a la amable empleada de la biblioteca si se podía ver la famosa oficina donde Borges imaginó algunas obras brillantes como “Las Ruinas Circulares” Y así fue que ambos subieron por una estrecha escalera hasta el pequeño, pequeñisimo lugar de trabajo. - Puedo tomar una foto? - Digamos que no. Digamos que me distraje…

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Menárdez se maravilló con el escritorio. En una vitrina estaba la vieja enciclopedia que refería a un tal Jorge Luis Borges, ese que se llamaba igual que el antiguo empleado de la biblioteca. La biblioteca es pequeña y para escapar del tedio y de la charla fútil de sus compañeros, Borges escribió cosas como La Biblioteca de Babel: “El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono, se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal”. Dice Borges sobre ese trabajo: “Procuró ser una visión pesadillesca o una magnificación de esa biblioteca municipal, y ciertos detalles en el texto carecen de una significación determinada. La cantidad de libros y anaqueles que mencioné en mi relato fueron literalmente los que tenía a mi alcance. Críticos perspicaces se han preocupado por esas cifras y las han dotado, generosamente, de un significado místico. Tanto La lotería en Babilonia como La muerte y la brújula y Las ruinas circulares fueron escritas, en todo o en parte, robando tiempo a mis horarios allí.”

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Los mundos de Borges son fantásticos. En la biblioteca sin dudas más pequeña de todas las que conoció, imaginó una tan grande como el universo. El universo (con minúscula) no es otra cosa sino una Biblioteca (con mayúscula) Menárdez agradeció a la empleada y se marchó. Recordó aquella frase de “Memorias de Adriano” y ésta de Borges: “Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es” La tarde caía en Boedo. Las fotos fueron tomadas en: “Café Tortoni” (Av. de Mayo 825) Restaurante “Lo Rafael” (México 1.501) Biblioteca Municipal “Miguel Cané” (Carlos Calvo 4319) Las citas son de “Memorias de Adriano” (Marguerite Yourcenar) “La Biblioteca de Babel”, “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)” y reportajes a Jorge Luis Borges. La cita de apertura de este trabajo son las palabras iniciales del sitio de la Fundación Internacional Jorge Luis Borges.

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Una casa en Garay “Nuestra mente es porosa para el olvido” Jorge Luis Borges

Pedro Menárdez estaba en el subsuelo de la Oficina Municipal de Catastro siguiendo una corazonada: tal vez encontrase alguna antigua propiedad de la calle Garay, a nombre de Zunino y Zungri. Pero no existían tales condóminos, y se fue. Volvió sobre sus pasos con otro pálpito:

- Y por Viterbo? Aparece algo?

Esta vez sí. En Garay había una casa con un propietario de ese apellido. La finca tendría unos setenta años, con lo cual Menárdez sintió que debía tratarse de la que buscaba. Un cartel de “En venta” reveló que estaba desocupada. Fingiendo interés en comprarla ingresó con el vendedor, que con cansado profesionalismo exaltó bondades y ocultó errores y decrepitudes de la construcción. - ¿Tiene sótano la casa? - Sí, uno muy pequeño, pero está clausurado. Pertenecía a la edificación anterior. Volvió Menárdez por la noche, inexorablemente. Con una herramienta consiguió abrir la tapa sellada que la humedad había ablandado.

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Linterna en mano descendió los escalones empinados. En el fondo del negro pozo, unos trastos irreconocibles eran el único mobiliario. Se tiró en el piso helado y empezó a contar diecinueve escalones. Luego se quedó a oscuras. Cerró los ojos, y al abrirlos allí, al costado del décimo noveno escalón, estaba la esfera pequeña y luminosa, “el punto del espacio que contiene todos los puntos”: el Aleph. Simultáneamente vio un tigre y todos los tigres, un noruego en Río Grande do Sul, un poniente en Querétaro, un vendedor de biblias antiguas en la avenida Belgrano, un laberinto roto en una isla, una pelea de gauchos en el Sur, un espejo, una diversa Andalucía, un Cristo en la cruz, un libro de arena, un inmortal, dos amigos riéndose, un poeta en la calle Honduras, una tumba en Ginebra, una mujer en York, un anciano conversando con un joven junto al río Charles, un ciego en una biblioteca recitando versos. Era de día cuando Menárdez corrió a ver al agente inmobiliario. Pero ya era tarde, la casa estaba vendida. Le preguntó quien la había comprado. - Una empresa. La va a demoler para hacer una torre. Menárdez comprendió que una vez más desaparecería “el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, visto desde 70 todos los ángulos”


Pero él, como su maestro, lo había visto.

-”Cambiará el universo, pero yo no” dijo Menárdez, a sabiendas de que eso es imposible. Todas las palabras en cursiva pertenecen al cuento “El Aleph” de Jorge Luis Borges

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Sobre cierto homenaje a César Paladión Pedro Menárdez, el Citador de Borges, estaba en un trance filosófico, preguntándose si existía o no, y para qué. La causa de su introspección fue cierto “Homenaje a César Paladión” escrito por Bustos Domecq: “La metodología de Paladión ha sido objeto de tantas monografías críticas y tesis doctorales que resulta casi superfluo un nuevo resumen. La clave ha sido dada, una vez por todas, en el tratado La línea Paladión- Pound- Eliot (Vda. De Ch. Bouret, París, 1937) de Farrel du Bosc. Se trata, como definitivamente ha declarado Farrel du Bosc, citando a Myriam Allen de Ford, de una ampliación de unidades. Antes y después de nuestro Paladión, la unidad literaria que los autores recogían del acervo común, era la palabra o, a lo sumo, la frase hecha”… ”Paladión, en 1.909, ya había ido más lejos. Anexó, por decirlo así, un opus completo, Los parques abandonados, de Herrera y Reissig” … “El periodo 1911-19 corresponde, ya, a una fecundidad casi sobrehumana: en rauda sucesión aparecen: El libro extraño, la novela pedagógica Emilio, Egmont, Thebussianas (segunda serie), El sabueso de los Baskerville, De los Apeninos a los Andes, La cabaña del tío Tom, La provincia de Buenos Aires hasta la definición de la cuestión Capital de la República, Fabiola, Las geórgicas (traducción de Ochoa), y el De divinatione (en latín).

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“La muerte lo sorprende en plena labor; según el testimonio de sus íntimos, (Paladión) tenía en avanzada preparación el Evangelio según San Lucas, obra de corte bíblico, de la que no ha quedado borrador y cuya lectura hubiera sido interesantísima”. Seguía reflexionando Menárdez cuando leyó a Jesús Ortega: “Es sabido que Borges no creía en la originalidad. Borges creía que escribir es igual a transcribir y que escritor es igual a copista. Que la literatura es un gran palimpsesto, un mosaico de citas en el que los autores y las obras se han ido construyendo a partir de los autores y las obras precedentes. La idea moderna de la originalidad artística es un fraude. El amanuense (el escritor) nunca crea ex nihilo sino que manipula un relato transmitido; lo refracta a través del prisma de su visión y de su idiosincrasia. “Esto es”, dice Edna Aizenberg en su estupendo El tejedor del Aleph, “lo que podría llamarse originalidad en Borges: la refracción, intensificación y tergiversación de lo dado”. Menárdez descubrió que un autor ficticio llamado Bustos Domecq creó a otro autor ficticio llamado César Paladión, quien a punto estuvo de escribir (no transcribir) el Evangelio según San Lucas, incluso en la traducción de Scío de San Miguel. Y todo esto, hace más de cuarenta años…

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Así es, querido Menárdez, que Ud. puede quedarse tranquilo. Cítelo nomás a Borges. Vaya detrás de sus pasos. Busque sus cafés, sus bibliotecas, sus alephs. Porque…”¿Quién puede estar seguro de ser el legítimo propietario de todas sus ideas?” Y puede suceder que esté a la vuelta de la esquina esa persona que nunca leyó a Borges, a Bustos Domecq, o a Paladión, y los lea por primera vez dentro de cinco minutos, curiosa por descifrar este collage. E incluso puede ocurrir que un ateo dubitativo se interese por el Evangelio según San Lucas, escrito por Paladión en esa versión absolutamente idéntica a la traducción de Scío de San Miguel. Ud. existe, Menárdez, en tanto haya un lector (¡apenas uno!) que llegue hasta el final de estas líneas, usurpadas torpemente y sin cargos de conciencia por quien empuja su destino. Textos en cursiva pertenecientes a “Homenaje a César Paladión” integrante de las “Crónicas de Bustos Domecq” de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares (Editorial Losada, Buenos Aires, 1963)

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Un café en Barrancas Hay un mundo inabarcable para Menárdez. Un mundo que es un país, una región, o un universo, según quien lo descubra. Deliberadamente lo omitió por años, no pensó en él. Y sin embargo siempre estuvo ahí, esperándolo. Hubo de suceder ese descubrimiento inevitable en la madrugada, cuando la semioscuridad nos revela la monstruosidad de las cosas, pero no en una quinta sobre la avenida Gaona (en Gaona ya no hay quintas de veraneo ni vive nadie, sólo deambulan grises vehículos buscando la autopista) sino en un bar de Barracas, mientras tomaba un café esperando que pase la tormenta. Observó que el sobre del azúcar decía: “Los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres” La espantosa frase era inapropiada. Resulta evidente que no se trata de una sentencia hecha para agradar o para dejar un pensamiento breve, positivo, durante la ceremonia del café. Y sin embargo estaba allí. Distraídamente, Menárdez se acercó al mostrador de estaño, hasta la caja que contenía los sobres de azúcar. Ya sabía que ningún otro repetiría la temible frase, pero era menester comprobarlo. Y así fue. Entre los cientos de sobres no había uno igual al primero.

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Se volvió a sentar y pidió otro café. El sobre de azúcar que lo acompañaba decía: La metafísica es una rama de la literatura fantástica” Menárdez comenzó a entender la naturaleza de las sentencias. Alguien le indicaba que piense en aquel cosmos, el incomprendido, para salvarlo. Quizás si él recordase un tomo de una antigua enciclopedia todo ese universo que hace muchos años se conoció como “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, no fuera olvidado definitivamente. Pero Menárdez no tiene madera de elegido, él lo sabe. Tenía que haber algo más, algo que lo involucrara de otra manera. Quizás la clave le sería revelada con el postrero café.

El sobre decía:

“Los hombres mortales son capaces de concebir un mundo” Pensó Menárdez que tal vez no le fue indicado recordar ese mundo concebido por otros hombres para salvarlo, sino a la inversa. Tal vez recordando ese cosmos de tigres transparentes y torres de sangre, sus habitantes pudieran pensar en un hombre tomando café.

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Al fin y al cabo Menárdez nunca fue otra cosa que el recuerdo de un recuerdo, inventado por un señor que lee en un hotel de Adrogué, afligido por el gran espejo que adivina su figura en la sala taciturna.

Los textos en cursiva pertenecen a “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, de Jorge Luis Borges.

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Un paseo porteño “…Y sentí Buenos Aires. Esta ciudad que yo creí mi pasado Es mi porvenir, mi presente: Los años que he vivido en Europa son ilusorios, Yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires” Tenía tiempo Pedro Menárdez y mientras caminaba, pensaba. Por ejemplo, pensaba en aquellos que dicen no escribir “por falta de tiempo”, tan inverosímiles como alguien que alegase no beber o respirar por la misma carencia. Mientras reflexionaba en esas cosas el paseo se decidió solo: Maipú 994 Tucumán 840 Un hotel de la calle Esmeralda Quintana 222 Quintana 263 Pueyrredón 2190 Anchorena 1670 Bulnes 2216 Serrano 2135 Serrano 2147 Mientras dejaba atrás los domicilios de la impasible y aristocrática Recoleta que se mantuvieron prácticamente intactos, Menárdez pensaba en los motivos que podían tener aquellas mudanzas de los Borges, o los de cualquier otra familia. Generalmente las personas cambian sus casas cuando hay malas o buenas noticias en su economía o en la integración de su familia.

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En ese sentido, haberse ido de la céntrica Tucumán hacia los peligrosos arrabales palermitanos significaba algo. Y al llegar de Europa retornar al inhóspito Palermo una vez más, previo paso por el hotel de la calle Esmeralda, lo decía otra vez, por las dudas. Hoy en día aquella calle no se llama Serrano. Para pesar del homenajeado el actual nombre de esa calle es Borges. Don Jorge Luis temía mucho esas distinciones porque decía que el paso del tiempo podría reducir su recuerdo al nombre de una calle que tapara todo lo demás, incluso (especialmente) al poeta. “Buenos Aires, yo sigo caminando Por tus esquinas, sin por qué ni cuándo” Se preguntó Menárdez en cual de todos los domicilios que pasaron por la vida de Borges habrá sido menos infeliz. No tuvo necesidad de responderse, ya que el poeta lo hizo por sí mismo: “Una manzana entera pero en mitá del campo Expuesta a las auroras y lluvias y suestadas. La manzana pareja que persiste en mi barrio: Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga … “A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires La juzgo tan eterna como el agua y el aire”

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Menárdez se quedó más tranquilo. Borges está en todo Buenos Aires, incluso en los barrios que no mencionó nunca. Pero le pareció que en Palermo está un poco más, y no porque la calle Serrano lleve su nombre. Borges está más ahí porque en sus casas leyó los libros de la biblioteca de su padre. En Palermo conoció a Carriego, a Macedonio Fernández, a los orilleros. Al “almacén rosado” y al truco. En ese barrio mítico aprendió las cuatro o cinco cosas inexplicables que conforman cualquier universo. En aquellas casas que ya no existen -Serrano 2135, Serrano 2147- tal vez se encuentre el epicentro del universo borgeano. Menárdez se apersonó en ambos domicilios palermitanos para verificar que esas fincas efectivamente dejaron de existir, lo que suele hacer mínimamente una vez al año, por las dudas de que un hrönir se haga presente allí. Inmediatamente Don Pedro se metió en un café a escribir los pensamientos que tuvo durante su paseo. No fuera cosa que la escasez del tiempo, ese falso tirano que disimula nuestra pereza y justifica nuestras obras inconclusas, le jugara una mala pasada. El agua y el aire pueden esperar un poco más pero Borges, no.

Las palabras en cursiva pertenecen a las poesías de Borges: “Arrabal” “New England” “Fundación mítica de Buenos Aires”

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Los otros, el mismo Si existiese la máquina del tiempo, me gustaría ir a dos lugares y dos momentos que en realidad son uno solo: Cambridge, febrero de 1.969, y Ginebra, 1.918. En ambos lugares me esperan dos Borges a punto de charlar entre sí en un banco frente al río Charles (o Ródano, según cual sea el Borges que lo recuerde o sueñe). Y así presenciar con aire distraído el increíble encuentro de dos personas que son una y se llevan cincuenta años de edad. Hombres que justamente porque son distintos pero a la vez uno no pueden mentirse, lo cual “hace difícil el diálogo”. Un Borges hablará de su pasado y el otro de su presente, receloso. Ambos se darán noticias de sus padres y charlarán de literatura. El mayor sentirá por sí mismo, de joven, una ternura paternal. Quisiera saber si solamente el viejo Borges describió este encuentro, o también lo hizo el joven y luego lo destruyó, temeroso. Pensándolo bien, tal vez no haga falta viajar por el tiempo y por el espacio. Quizás con sentarme a la vera de un río cualquiera pueda encontrarme con dos hombres hablando de Dostoievsky y de batallas, de oprimidos y de parias, y si les pregunto sus nombres, ambos me den idéntica respuesta. La conversación podría estar ocurriendo ahora mismo, mientras esto escribo.

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Menárdez

¿Para cuándo el amor? Ese de la calle Honduras El que vence al olvido Y deja el alma al revés ¡Pobre poeta sin amor! Tal vez cruzando aquella esquina Se rinda frente a ti la suerte esquiva por una vez.

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Índice

Pedro Menárdez, el citador de Borges, 7 Muerte en la pulpería, 9 La vuelta del jugador, 11 Cita matrimonial, 15 Tres obras de Pedro Menárdez, 21 El sueño de Pedro Menárdez, 25 Pedro Menárdez y la canción porteña, 29 Lunes, cuarenta y cuatro, 33 Pedro Menárdez y el olvido, 37 Los otros, 41 Pedro Menárdez y el burdel, 45 El recuerdo de Carriego, 49 En la administración, 53 Buscando el libro de arena, 57 Borges 110, 61 Una casa en Garay, 69 Sobre cierto homenaje a César Paladión, 73 Un café en Barrancos, 77 Un paseo porteño, 81 Los otros, el mismo, 85 Menárdez, 87



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