SAL TERRAE Colección «EL POZO DE SIQUÉN»
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Benjamín González Buelta, SJ
EL DISCERNIMIENTO La novedad del Espíritu y la astucia de la carcoma
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Índice
1.
El don del discernimiento 1. Pedir la gracia de un buen discernimiento 2. A tiempo y a destiempo: la lúcida insistencia del papa Francisco 3. Lo que «no es» el discernimiento 4. En las encrucijadas del mundo fragmentado 5. Los «malos espíritus» que tientan, confunden y seducen 6. Dios está viniendo siempre 7. Las preguntas de Dios que abren el futuro 8. El plan de Dios se revela progresivamente en el camino
2.
En las entrañas del discernimiento 1. Pablo: el engaño fratricida de un hombre entregado a Dios 2. Un texto orientador en la complejidad de las encrucijadas 3. La peregrinación hacia las entrañas del propio yo 4. La peregrinación hacia la hondura del mundo, donde Dios trabaja 5. La transparencia de la mirada: «solamente» (Ej 23) y «puramente» (Ej 46) 6. La libertad del corazón: afecciones desordenadas (personales y comunitarias) 7. El realismo de la encarnación en nosotros del don original de Dios 8. Lucidez evangélica: el humo tóxico de la cátedra y la fecundidad de la tierra desnuda 9. El afinado y creciente darnos cuenta: «Mucho examinar» (Ej 319)
10. El espíritu generoso: el «más», deseo y horizonte 11. Conocer, acoger, ofrecer y confirmar la propuesta de Dios 12. Clarificar y compartir la experiencia 13. Un don de Dios a los humildes 3.
Modo de proceder en el discernimiento comunitario 1. La comunidad es un cuerpo, un himno orquestado 2. Presupuestos del discernimiento comunitario 3. Modo de proceder 3.1. Disponernos para discernir 3.2. Presentar con claridad lo que se va a discernir y el modo de proceder 3.3. Oración personal 3.4. Compartir en común 3.5. Llevar a la oración lo escuchado 3.6. Diálogo abierto 3.7. Decisión 3.8. Confirmación 4. La tentación de los discernimientos perfectos 5. Discernimiento en las fronteras para morir: los monjes de Tibhirine 6. Discernimiento en el centro para nacer: comienzos de la Compañía de Jesús
4.
Discernir en tiempos de poda personal, comunitaria e institucional1 1. La novedad de Dios en las pasividades de disminución 2. La poda de los números y la multiplicación de los desafíos 3. Espacios de futuro: la calidez de la intimidad y la angustia de Getsemaní 3.1. La lucidez de Jesús al mirar la realidad 3.2. La afirmación del futuro indetenible
3.3. Bajo el poder de las tinieblas 3.4. La actitud que genera el futuro 4. El límite, espacio y tiempo donde acaba lo viejo y empieza lo nuevo 5. Parábolas del límite: la vid podada, el surco y el vientre materno son espacios donde nace el futuro 6. El sepulcro, donde se deja lo muerto, se convierte en surco, tronco y útero de lo nuevo 7. Todo discernimiento se asocia a la Pascua de Jesús
1 El don del discernimiento Hace algunos años me regalaron un cuadro de madera en cuya superficie habían grabado a fuego un paisaje caribeño con una dedicatoria. Cuando mi hermana vino a visitarme al barrio marginado donde vivía nuestra comunidad, en un pequeño ranchito, nos pusimos a dialogar sobre qué podíamos hacer con el cuadro. Teníamos diferentes opciones. Cuando descolgamos el cuadro de la pared y lo tomamos en la mano, constatamos que, bajo la apariencia brillante, fina como un papel, todo estaba vacío. La carcoma se había infiltrado por un hoyito minúsculo, casi invisible, y se había comido en silencio, sin prisas, sin espectáculo ninguno, el cuadro entero por dentro; después de saquear el cuadro, se fue volando con libertad. Ya no había nada que decidir. La carcoma había entrado en esa pequeña obra de arte desde la madera vieja del rancho en la que estaba colgada, y ya había discernido el futuro del cuadro. 1.
Pedir la gracia de un buen discernimiento
El discernimiento es algo especialmente necesario en nuestro contexto cultural y eclesial. Unos laicos bien formados me decían: «En el mundo líquido, ustedes nos ofrecen discernimientos líquidos, devaluados». Tal afirmación puede ser real si los discernimientos no llevan en sus entrañas la escucha honda de la realidad donde Dios trabaja ni la lucidez sobre la batalla que se libra en los propios corazones, o si no esperamos el tiempo necesario para que madure la novedad de Dios entre nosotros y no percibimos la «carcoma» que los vuelve inconsistentes o los descalifica por
completo. Esta pequeña reflexión se une a todo el esfuerzo que hoy hacemos en la Iglesia, incentivados por el papa Francisco. Intenta ser una invitación a abrir la vida entera al discernimiento y a tender puentes hacia los maestros que acompañen su práctica, así como hacia otros textos más especializados. Discernir bien, en medio de las presiones astutas de fuera y los impulsos desordenados de nuestro corazón, es una gracia que pedimos al Señor. Los referentes de nuestra autoestima a veces están colgados en las paredes de una sociedad en la que se esconden bajo los maquillajes carcomas sutiles, que se infiltran dentro de nosotros en silencio, sin ser vistas, lentamente. Sus mordeduras suaves pasan desapercibidas. Mientras se devalúa nuestra vida desde dentro, agradecemos y pagamos a las paredes brillantes que nos brindan su espacio, y seguimos colgando ingenuamente en ellas dimensiones fundamentales de nuestra vida. Al mismo tiempo, admiramos los vuelos seductores y efímeros de esas larvas convertidas en mariposas que se alimentan de nuestra propia madera. En la caoba centenaria la carcoma no puede hacer daño ninguno, pero en la madera joven de las nuevas decisiones que constantemente tomamos puede causar estragos. La carcoma también puede anidar en nuestra propia historia, en las heridas personales nunca suficientemente nombradas y tratadas. En la oscuridad de lo desconocido se forman esas larvas que van abriendo diminutas galerías mientras se adentran en nuestros proyectos y relaciones, socavando la consistencia interior y la buena orientación de nuestros deseos y esfuerzos. Las instituciones cercanas a nosotros, en las que se sitúa nuestra vida, también pueden albergar sentimientos y actitudes que hacen muy difícil ser receptivos a la novedad de Dios, a su propuesta original. La actitud de resistencia a los cambios o el miedo a perder espacio, poder y reconocimiento social pueden crear mecanismos defensivos, en vez de audaces propuestas de un futuro más evangélico. Tememos lo que llega desde fuera, mientras nos abrazamos a las maderas que esconden bajo la pintura la inconsistencia de su carcoma. «¿Cómo saber si algo viene del Espíritu Santo o si su origen está en el espíritu del mundo o en el espíritu del diablo? La única forma es el discernimiento, que no supone solamente una buena capacidad de
razonar o un sentido común, es también un don que hay que pedir. Si lo pedimos confiadamente al Espíritu Santo, y al mismo tiempo nos esforzamos por desarrollarlo con la oración, la reflexión, la lectura y el buen consejo, seguramente podremos crecer en esta capacidad espiritual»[1]. Convencidos de que el buen discernimiento es un don del Espíritu y no se limita a nuestros procesos de introspección y a los análisis de la realidad en la que nos movemos, nos unimos a la petición de tantos orantes que, a lo largo de los siglos, pidieron la gracia de encontrar el camino en medio de oscuridades, desalientos y presiones astutas o descaradas. Discernir bien no es un desafío simplemente actual sino de todos los tiempos, de todo ser humano que intenta ser fiel a Dios y servir, con el fin de crear una vida de calidad humana para todos. El discernimiento no se realiza en la asepsia de una burbuja de buena voluntad sino en medio de las presiones externas, en la persistencia de los propios pecados y en la congoja que aprieta el pecho y encoge a la persona. Hay que tener en cuenta, desde el inicio, que Dios es el que nos da el Reino y nos llama a colaborar con él en la creación de algo que nunca cesará de llegar como nuevo a nuestra realidad. Tenemos que discernirlo en medio de las ofertas innumerables que se mueven por las pasarelas del mundo y en los susurros de la intimidad. La imagen maternal de Dios en el profeta Isaías, que invita al pueblo a verlo como si estuviese embarazado de futuro, nos ayuda a comprender que el fin del discernimiento es descubrir los signos de ese embarazo, el momento del parto, para acogerlo en su fragilidad y comprometernos con lo recién nacido, con la vida sin estrenar que crea humanidad nueva: «Desde antiguo guardé silencio, me callaba, aguantaba; ahora como parturienta grito, jadeo y resuello» (Is 42,14). «Conduciré a los ciegos por un camino que desconocen, los guiaré por senderos que ignoran» (Is 42,16).
La petición del buen discernimiento recorre las encrucijadas personales y comunitarias del pueblo de Dios. Nos detenemos en el Salmo 25, que puede ayudarnos a formular nuestras incertidumbres y a constatar la necesidad de ser iluminados por Dios en medio de las cegueras personales y de las trampas que nos acechan. El encuentro con Dios no nos desvanece la realidad cotidiana sino todo lo contrario: nos hace más lúcidos sobre la gracia y la maldición que la recorre. Lo llamativo de este salmo es que la gracia de un buen discernimiento no nos llega desde lejos, sino que es Dios mismo el que se sitúa a nuestro lado, sobre la tierra cotidiana, para encaminarnos por lo desconocido. Podemos leerlo como apertura imprescindible al don de Dios que necesitamos. «1 A ti, Señor Dios mío, levanto mi alma: 2 en ti confío, no quede defraudado; no triunfen de mí mis enemigos. 3 Los que esperan en ti no quedan defraudados; quedan defraudados los desleales sin razón. 4 Indícame, Señor, tus caminos, enséñame tus sendas; 5 encamíname con tu fidelidad, enséñame, pues tú eres mi Dios salvador. En ti espero todo el día 7b por tu bondad, Señor. 6 Acuérdate, Señor, de que tu ternura y tu fidelidad son eternas; 7a de mis pecados juveniles, de mis culpas no te acuerdes; según tu lealtad, tú acuérdate de mí. 8 Bueno y recto es el Señor; por eso señala a los pecadores el camino; 9 encamina con el mandato a los humildes, enseña a los humildes su camino.
10
Las sendas del Señor son lealtad y fidelidad para los que observan la alianza y sus preceptos. 11 Por tu nombre, Señor, perdona mi delito por grande que sea. 12 ¿Quién es ese que respeta al Señor? Le indicará el camino que ha de escoger: 13 la dicha será su morada y su descendencia poseerá un terreno. 14 El Señor se confía a sus fieles y les da a conocer su alianza. 15 Mis ojos están fijos en el Señor, pues él sacará mis pies de la red. 16 Vuélvete a mí y ten piedad, que estoy solo y afligido; 17 ensancha mi corazón encogido y sácame de mis congojas. 18 Mira mis trabajos y mis penas y perdona todos mis pecados; 19 mira cuántos son mis enemigos, que me odian con odio violento. 20 Guarda mi vida y líbrame; que no quede defraudado de haberme acogido a ti. 21 Rectitud y honradez me custodiarán porque espero en ti. 22 ¡Oh, Dios, salva a Israel de todos sus peligros!». Comentamos ahora brevemente algunos aspectos de este texto:
– Es un salmo de encrucijada, de discernimiento y de elección. El salmista ha perdido el camino, la seguridad; se siente amenazado, no sabe bien por dónde continuar. Es un hombre desorientado en la realidad. Tiene que discernir un nuevo camino. – El autor está situado y es realista. Hay «enemigos» que acechan sus pasos. Él presenta a Dios el «afán» en que vive (angustia, actividad, desconcierto…). Se siente «solo y afligido» (v. 16), entre «enemigos» que lo «odian con odio violento» (v. 19). Sabe que estos enemigos le echan «redes» para apresarlo con trampas. En los Ejercicios espirituales, san Ignacio habla de las redes escondidas con astucia por el enemigo, que después se convierten en cadenas manifiestas a la luz del día, ante la mirada de todos (cf. Ej 142). En la película La misión, los indígenas aparecen primero atrapados en las redes que el esclavista ha escondido en sus senderos habituales por la selva, y después arrastran por las calles empedradas de la ciudad pesadas cadenas irrompibles aferradas a los tobillos. – La única actitud sana es «confiar» la vida en las manos de Dios, de la misma manera que Dios confía en nosotros: «El Señor se confía a sus fieles y les da a conocer su alianza» (v. 14). Nosotros solemos fijarnos más en lo otro: los fieles confían en el Señor. Pero lo primero, el origen de todo, es que Dios confía en nosotros. Su fidelidad permanece siempre en nosotros, como la semilla enterrada en la profundidad de la tierra. Basta un poco de agua, después de meses, años o décadas de sequía, para que germine. Isaías pide en el exilio: «Ábrase la tierra y germine la salvación» (Is 45,8), en la hora justa del tiempo de Dios. – Una súplica se repite: «Indícame, Señor, tus caminos, enséñame […], encamíname» (cf. vv. 4-5). «Encamíname» tiene más densidad que «indícame» y «enséñame». «Déjame encaminarte», solemos decir a los amigos perdidos, «recorrer contigo el trecho del camino oscuro y desconocido».
– Hay «caminos», más definidos y hechos, y hay «sendas», más escondidas y estrechas (cf. v. 4). No es cualquier camino bueno el que busca el salmista, sino el que Dios le propone específicamente a él en ese momento confuso: al que es fiel, el Señor «le indicará el camino que ha de escoger». Es Dios el que escoge el camino e invita al salmista a seguirlo. – La audacia para pedir esta enseñanza se apoya en la bondad, la ternura y la fidelidad de Dios, que son «eternas». No se apoya en ningún mérito propio ni en astucias personales. – La condición de posibilidad para recibir esta gracia es la lucidez de reconocer el propio pecado y la «humildad» de admitir las capacidades limitadas para percibir el conjunto de la obra de Dios, que abre el corazón al perdón y a la bondad. – También es necesario que Dios sane el corazón de golpes y experiencias negativas para poder recibir este camino nuevo: «Ensancha mi corazón encogido y sácame de mis congojas. Mira mis trabajos y mis penas y perdona todos mis pecados» (vv. 17-18). – «Guarda mi vida y líbrame» (v. 20). «Espero en ti» (v. 21). La calidad de una vida nueva, la liberación de oscuridades y peligros, viene de Dios. – Al final el salmo se abre a todo el pueblo de Israel y la oración personal se hace comunitaria: «¡Oh, Dios, salva a Israel de todos sus peligros!» (v. 22). – Oramos con este salmo en una situación difícil, en la que se ha perdido el camino viejo y se busca el nuevo que el Señor mostrará a su servidor. 2.
A tiempo y a destiempo: la lúcida insistencia del papa Francisco
En el presente contexto eclesial, el papa Francisco viene resaltando una y otra vez la importancia del discernimiento[2]. En la exhortación apostólica Evangelii gaudium emplea el término «discernimiento» once veces. El papa afirma la diferencia entre el análisis sociológico y el discernimiento evangélico, al que llama «la mirada del discípulo misionero» (Evangelii gaudium, 50). Hablando a jesuitas polacos acerca de la formación de los sacerdotes, dijo algo que es válido para todo seguidor de Jesús: «Es preciso formar a los futuros sacerdotes, no en ideas generales y abstractas, claras y distintas, sino en este fino discernimiento de espíritus, para que puedan ayudar realmente a las personas en su vida concreta. Es preciso entender realmente esto: en la vida no todo es negro sobre blanco o blanco sobre negro. ¡No! En la vida prevalecen las sombras del gris. Ahora es el tiempo de enseñar a discernir en este gris»[3]. Durante la Congregación General 36 de la Compañía de Jesús (2016), el papa Francisco dijo, refiriéndose a la formación de los estudiantes de teología que están ya a las puertas de ser ordenados presbíteros: «Mi consejo es que todo lo que los jóvenes estudian y experimentan, en su contacto con diversos contextos, sea sometido también a un discernimiento personal y comunitario y sea llevado a la oración»[4]. En una alocución a la Unión de Superiores Generales, en noviembre de ese mismo año, el papa explicó por qué había elegido el tema de la juventud, la fe y el discernimiento vocacional para el sínodo de 2018: «Razonando sobre la formación de los jóvenes y sobre la formación de los seminaristas, decidí el tema final tal como ha sido comunicado: “Los jóvenes, la fe y la oración. El discernimiento vocacional”. La Iglesia debe acompañar a los jóvenes en su camino hacia la madurez, y solo con el discernimiento, y no con las abstracciones, los jóvenes pueden descubrir su proyecto de vida y vivir una vida verdaderamente abierta a
Dios y al mundo. Por tanto, elegí este tema para introducir el discernimiento con más fuerza en la vida de la Iglesia»[5]. La práctica de la pastoral vocacional confirma esta declaración del papa Francisco. Hay planes de pastoral juvenil que, después de una serie de actividades de dos o tres años, terminan con unos Ejercicios espirituales de ocho días. En ellos se confirman vocaciones a la vida religiosa y al compromiso laical en la Iglesia. En la cultura actual, tan compleja, la práctica del discernimiento es especialmente necesaria. «Hoy día, el hábito del discernimiento se ha vuelto particularmente necesario. Porque la vida actual ofrece enormes posibilidades de acción y de distracción, y el mundo las presenta como si fueran todas válidas y buenas. […] Sin la sabiduría del discernimiento podemos convertirnos fácilmente en marionetas a merced de las tendencias del momento»[6]. Estudiando las características de nuestra cultura líquida, tan acelerada y cambiante, afirma Zygmunt Bauman: «Se puede decir que en ninguna otra época anterior se había sentido de manera tan acuciante la necesidad de hacer elecciones, de decidir. Nunca antes habíamos sido tan dolorosamente autoconscientes de nuestros actos de elección, realizados ahora en una penosa (aunque incurable) incertidumbre y bajo la amenaza constante de “quedarnos atrás” y de ser excluidos del juego sin posibilidad de regresar a él por no haber respondido a las nuevas demandas»[7]. A esta necesidad de decidir con urgencia, sin dejar pasar la ocasión para un mañana que no vuelve a pasar por la misma estación en la que me encuentro, se añade la posible inconsistencia de lo decidido: «Lo que en un momento es bueno “para usted” puede ser reclasificado como veneno en el siguiente. Compromisos en apariencia firmes y acuerdos firmados con solemnidad pueden ser anulados de la noche a la mañana. Y las promesas –o la mayoría de ellas– parecen hacerse con el
único fin de ser luego incumplidas o desmentidas, confiando en la brevedad del lapso de la memoria pública»[8]. 3.
Lo que «no es» el discernimiento
En la exhortación apostólica Gaudete et exsultate, el papa Francisco expresa con mucha claridad lo que «no es» el discernimiento. Sus indicaciones nos ayudan a enfocar mejor en qué consiste el discernimiento verdadero, para dejarnos llevar por el Espíritu en medio de tantos dinamismos desintegradores y contradictorios que pueden moverse dentro de nosotros. – No es discernimiento buscar continuamente nuevos amarres para permanecer anclados en los puertos seguros de lo que siempre se ha hecho, como camino confiable para permanecer fieles a Dios en medio de los zarandeos a los que hoy estamos sometidos en el vértigo de los cambios: «… no cambiar, […] dejar las cosas como están, […] optar por el inmovilismo o la rigidez» (Gaudete et exsultate, 168). «No se trata de aplicar recetas o de repetir el pasado» (173). No somos invitados a ampliar cada día más la anchura de las filacterias para exhibirnos como exitosos, seguros y piadosos en medio de un pueblo vulnerable que busca honradamente su futuro (cf. Mt 23,5). Esta actitud puede generar comunidades de resistencia, y no de propuesta que nos oriente con la creatividad del Espíritu. – El discernimiento no está limitado solo a las situaciones de especial complejidad, en las que hay que tomar decisiones de mucha importancia por sus repercusiones para el futuro. «El discernimiento no solo es necesario en momentos extraordinarios, o cuando hay que resolver problemas graves, o cuando hay que tomar una decisión crucial» (169). En la vida cotidiana, con sus menudas decisiones, podemos descubrir el soplo del Espíritu para que toda nuestra persona se vaya dejando sumergir en su modo y su camino. El discernimiento no es solo un método para momentos concretos sino
una manera de existir en la incesante novedad del Evangelio, que se mueve dentro de los cambios constantes que experimentamos en este mundo que Dios ama, sin que se le vaya de sus manos y sin que se le agote su imaginación creadora de futuro. – Las ciencias humanas nos pueden ayudar a clarificar complejas situaciones personales, comunitarias, culturales… pero el discernimiento se sitúa a un nivel más hondo. «No excluye los aportes de sabidurías humanas […]. Pero las trasciende. Ni siquiera le bastan las sabias normas de la Iglesia. Recordemos siempre que el discernimiento es una gracia. […] Se trata de entrever el misterio del proyecto único e irrepetible que Dios tiene para cada uno» (170). Muchos quisieran que la vida de cada persona se moviese por un camino bien señalizado, con luces rojas y verdes parpadeando en las esquinas, que abran o cierren el paso, y con los tiempos determinados para detenernos y recomenzar. – No basta ir por la vida empuñando una ley clara para sancionar conductas ajenas o propias, sin tener en cuenta las situaciones en que vive la gente. «Es mezquino detenerse solo a considerar si el obrar de una persona responde a una ley o norma general, porque eso no basta para discernir y asegurar una plena fidelidad a Dios»[9]. Las normas «en su formulación no pueden abarcar absolutamente todas las situaciones particulares»[10]. – No se trata de buscar solo hacer algo útil por los demás en algunos tiempos especiales, o de sentir la euforia de ayudar o un cierto bienestar emocional. El discernimiento se sitúa en el centro mismo de nuestra manera de entender la vida, orientada por el Espíritu, que afecta a toda la persona, a todos los tiempos y a la manera de situarnos ante los acontecimientos. «No está en juego solo un bienestar temporal, ni la satisfacción de hacer algo útil, ni siquiera el deseo de tener la conciencia tranquila» (170). «No se discierne para descubrir qué más le podemos sacar a esta vida sino para reconocer cómo podemos cumplir mejor esa misión que se nos ha confiado en el bautismo» (174).
– «El que lo pide todo también lo da todo, y no quiere entrar en nosotros para mutilar o debilitar sino para plenificar. Esto nos hace ver que el discernimiento no es un autoanálisis ensimismado, una introspección egoísta, sino una verdadera salida de nosotros mismos hacia el misterio de Dios, que nos ayuda a vivir la misión a la cual nos ha llamado para el bien de los hermanos» (175). El cristiano «no deja anestesiar su conciencia» (174). – Podríamos pensar que esta habilidad espiritual está reservada para personas muy instruidas, o que ocupan puestos de grandes responsabilidades dentro del cuerpo de la Iglesia o de la sociedad. «No requiere de capacidades especiales ni está reservado a los más inteligentes o instruidos, y el Padre se manifiesta con gusto a los humildes (cf. Mt 11,25)» (170). El clima que necesitamos ineludiblemente es el de la oración, que es el modo de disponernos mejor en la acogida del don de Dios. «No es posible prescindir del silencio de la oración detenida para percibir mejor ese lenguaje» (171). Con mucha frecuencia nos encontramos con personas llenas de Espíritu que responden con una gran finura humana y evangélica ante situaciones de opresión y de desconcierto. Se parecen a Simeón y Ana (cf. Lc 2,25-38), que descubren en un niño pobre y pequeño el Reino que crece por el mismo centro de la realidad, al ritmo de una vida lenta que se inicia. 4.
En las encrucijadas del mundo fragmentado
Después de un gran terremoto, quedan dislocados los caminos, las carreteras y las tecnologías de la comunicación. En nuestro mundo roto, se fragmentan dimensiones centrales de la vida con repercusiones dramáticas, como las crisis económicas que hieren a los más frágiles, la manera de concebir la sexualidad y la familia, o las propuestas políticas que, en gran medida, transpiran corrupción y engaño. También las ofertas religiosas se mezclan y se multiplican en los diferentes escenarios del mercado global. Cada fragmento de las instituciones y de las costumbres rotas emprende de manera militante un camino nuevo, buscando su propio perfil y marcando
su diferencia en el conjunto de la sociedad. Caídas las «utopías del deseo» de la modernidad (comunismo y capitalismo), sospechamos de la «tecnoutopía» que hoy nos fascina con la promesa de un mundo nuevo gracias al asombroso crecimiento de las nuevas tecnologías. La sensibilidad cambia en esta recomposición global de la sociedad. Hace unos días leía: «Es mucho más rentable pedir limosna con un perro adormilado junto a los pies que con un niño en los brazos». Las mafias que controlan la mendicidad en las grandes ciudades trafican hoy a nivel internacional con los perros de calidad que más conmueven la sensibilidad de los transeúntes. Necesitamos estar atentos a la multitud de propuestas astutas y mercantiles que aterrizan en la puerta de nuestros sentidos para saturarnos de sensaciones y colonizarnos en la «cultura de la seducción». En el «mundo desbocado» somos sorprendidos sin cesar por señuelos caros y vacíos, los cuales nos prometen la dicha en medio de los cambios profundos y vertiginosos que van desde pequeños detalles de la cotidianidad hasta dimensiones trascendentales de la vida. En la medida en que los buscadores electrónicos poseen, almacenan y procesan datos sobre nuestros gustos, aficiones, profesión, edad y prácticas cotidianas (big data), nos van ofreciendo materiales de información, productos que comprar y visiones de la realidad que orientan y condicionan nuestra percepción de los acontecimientos y nuestras decisiones. También pueden influir en las decisiones que otros toman sobre nosotros, como darnos un visado o concedernos un puesto de trabajo. Observamos que, en medio de la complejidad, inseguridad y falta de sentido del mundo actual, han resurgido prácticas premodernas para encontrar el futuro, como el recurso a los astros, a la magia y a otras formas de adivinación. Al mismo tiempo, con facilidad seguimos a los influencers que marcan tendencia, a las personas que brillan en la aurora del futuro. En este contexto, todos podemos estar invadidos por dinamismos no conscientes, imperceptibles para la vida sin discernimiento, que nos van erosionando por dentro y configurándonos a imagen y semejanza de intereses ajenos que hemos interiorizado como propios. Estas propuestas literalmente cambian nuestro cerebro, se instalan en él creando nuevas conexiones neuronales, y actúan como dueños que disponen, en una medida que no somos capaces de medir, de nuestro imaginario, sentimientos y
decisiones. Mientras creemos que las pequeñas o grandes elecciones son expresión de nuestro yo más auténtico, en realidad podemos ser decididos por otros dueños que trabajan nuestra afectividad subconsciente con la astucia de la carcoma devoradora. A la vez que exigimos una nitidez cada vez mayor en las pantallas del mundo digital, podemos contentarnos con imágenes desenfocadas de nuestra propia vida interior y de los objetivos que buscamos. «Muchas decisiones, aunque se dan en el sujeto, no son del todo ni primeramente suyas; el mundo alrededor, la tradición social y personal en su pasado y un futuro condicionante participan, lo sepa o no lo sepa el sujeto, en su toma de decisiones. En ocasiones no somos tanto “sujetos que toman decisiones” cuanto “sujetos de una decisión que nos toma”»[11]. En esta coyuntura lo más importante es discernir constantemente por dónde se manifiesta la vida nueva que viene de Dios, que nos rehace en síntesis nuevas, como personas, familias, comunidades y pueblos, abriéndonos el futuro. En nuestro contexto nos preguntamos cuál es la colaboración precisa que Dios propone a cada persona llamada a aportar su originalidad insustituible y a cada comunidad sustentada por el Espíritu y dinamizada por el don incesante de su carisma propio. No necesariamente buscamos acontecimientos llamativos y grandiosos sino los pequeños pasos de cada día, las semillas del Reino que se pierden en los surcos anónimos y fecundos de las personas y de los días comunes. La utopía del Reino de Dios que crece en este mundo ya está contenida en esas semillas, pequeñas como un grano de mostaza, que el Señor ha sembrado en nuestra tierra y que nos propone cultivar. La utopía ya está en lo germinal. Discernir cada día lo que vamos viviendo nos prepara para los momentos de encrucijada, tanto personalmente como en comunidad. Si no lo hacemos, podemos «ser discernidos» desde dentro por dinamismos que se van adueñando de nuestra vida sin que nos demos cuenta, a veces de manera irreversible. Lo importante es ser personas de discernimiento. En el Evangelio de Juan se nos presenta la encarnación del Hijo que acampó entre nosotros (cf. Jn 1,14). Es una imagen de desinstalación: la de un caminante que avanza por territorios sin explorar, ligero de equipaje,
formando parte de un pueblo sin tierra propia bajo los pies, sin más casa donde crear un hogar que la tienda que carga en sus espaldas, cuyo tesoro está en el futuro, no en un pasado al que aferrarse con todas las armas disponibles. La historia marca al pueblo en el centro de su identidad y lo condiciona, positiva o negativamente, a la hora de elegir su futuro. Jesús no va solo, como un héroe de videojuego, sino dentro de ese pueblo, buscando el camino que nos une a todos desde el mismo futuro del Reino que nos convoca, nos moviliza y nos atrae a partir de todas las diferencias geográficas, sociales, políticas, culturales y religiosas, que avanzan hacia el mismo Cristo resucitado desde los cuatro puntos cardinales. La novedad que Dios nos propone siempre tiene algo de transgresor, de impredecible. Incluso Jesús tendrá que buscar la manera de encarnar la novedad definitiva que es él mismo, y tendrá que encontrar las palabras, imágenes y gestos simbólicos que la expresen para todos los pueblos y culturas a lo largo de los siglos. Jesús, como un caminante más, en situaciones sin salida buscará el camino desconocido que el Padre propone a su pueblo y la colaboración precisa y única que le pide a él mismo, dentro del ritmo comunitario que los une a todos en el mismo sueño. Tenemos que caminar auscultando cada instante para percibir dónde está la tierra nueva que el Señor promete mostrarnos como a Abrahán, y hacia la que caminamos sin saber en qué momento aparecerá delante de nuestros pasos (cf. Gn 12,1). Esa tierra solo se le revela al que camina, no al que se ha cerrado con seguros y contraseñas electrónicas en su propio bienestar, asegurando sus posesiones, sin darse cuenta de la carcoma que las recorre. El «no saber» afina nuestra sensibilidad para percibir el futuro que va a sorprendernos en medio de nuestros afanes. 5.
Los «malos espíritus» que tientan, confunden y seducen
Muchos malos espíritus, mezcla de enfermedades espirituales, psicológicas y culturales, aparecen en el Evangelio: enmudecen, hacen sordos, arrojan la persona al suelo, desintegran, excluyen… Todos hacen daño. Jesús viene a expulsarlos.
El mal espíritu por excelencia, el Tentador, aparece enfrentando al mismo Jesús para confundirlo y devaluar su vida y su propuesta. La tentación forma parte de nuestro itinerario personal. Nosotros somos tentados desde el mal que hay en nuestro corazón y desde las realidades brillantes que vemos fuera de nosotros, que se nos aparecen revestidas de éxito y de reconocimiento público. También somos tentados desde la oscuridad en la que a veces se va realizando el reino de Dios en la historia. Jesús fue tentado en esa tercera dimensión. En su corazón no había mal y el que veía fuera no encontraba en él resonancia ninguna, pero tenía que discernir el aporte de su propia originalidad, en medio de las presiones que llegaban hasta él intentado apoderarse de su propuesta para imponerle el camino de fantasías ajenas. Todos somos tentados. Expectativas de diferentes grupos luchan por adueñarse de nuestro futuro y llegan hasta nosotros, como se acercaron a Jesús en el desierto, bajo apariencia de bien (cf. Ej 332). «El Espíritu llevó a Jesús al desierto para ser tentado» (Mt 4,1). Al desenmascarar las tentaciones en el desierto con claridad, sin disfraz ninguno, ya será más fácil detectarlas y vencerlas después en la vida cotidiana. Ciertamente somos tentados de manera abierta y descarada. Se promueve buscar la realización personal utilizando las cosas que fueron creadas para todos de manera devoradora, para satisfacer nuestro instinto egoísta de bienestar y para exhibirnos según los criterios cotizados en este mundo: consumismo, diversión constante, pornografía, alcohol, apuestas on line, extravagancias de los famosos… También somos tentados «bajo apariencia de bien». Es una tentación frecuente, que erosiona la vida evangélica o la quiebra de manera escandalosa. Me acerqué a un colegio célebre. Me impactó la entrada tan imponente, que cautivaba las miradas. ¿Qué tenía que ver ese lujo con las necesidades de la enseñanza? ¿No había en esa obra otras motivaciones, de competencia con otras instituciones educativas y de prestigio social entre los poderosos? ¿Qué tenía que ver ese impacto de ostentación con el Jesús pobre y humilde del Evangelio y con una propuesta educativa inspirada en su vida? 6.
Dios está viniendo siempre
En los Ejercicios espirituales, Ignacio nos presenta la encarnación (cf. Ej 101). Nos propone contemplar cómo Dios mira al mundo, con fidelidad que respeta lo real tal cual es, con toda su crudeza de muerte y de infierno. En el mismo mundo también contempla existencias libres y veraces como la de María de Nazaret. «Desde siempre y por siempre el Señor mira, y no tiene límite su salvación» (Eclo 39,20). La realidad, hoy, solo se contempla bien cuando somos fieles a lo real en su destrucción y en el futuro nuevo que se encarna en todas partes, incluyendo situaciones en las que se decreta que ya no hay nada que esperar. ¿Dónde está hoy el Señor «nuevamente encarnado» (Ej 109)? Karl Rahner lo expresa gráficamente: «Tú siempre estás viniendo, y tu aparición en forma de siervo es el comienzo de tu venida para la liberación de la esclavitud que tú aceptaste. Los caminos por los que tú caminas tienen un fin. Estrecheces en las que tú penetras se ensanchan. La cruz que tú soportas se vuelve signo de victoria. Propiamente no has venido. Todavía estás llegando: desde tu encarnación hasta la plenitud de este tiempo solamente hay un momento, aunque miles de años corren a través de él para que, bendecidos por ti, se conviertan en partecita de este momento, aquel momento del hecho único que, en tu vida humana y su destino, nos hace a todos juntamente con nuestros destinos y nos lleva al lugar de las eternas grandezas de la vida de Dios»[12]. En la meditación del rey eternal (cf. Ej 91), Jesús envía amigos para que propongan a «todos» la vida del Reino, hablando a la intimidad de cada corazón, en el respeto absoluto a la originalidad de cada uno. No excluye a nadie. Todos tenemos una originalidad concreta que aportar. También los no creyentes escuchan en su corazón su propuesta, en un lenguaje que comprenden y al que puedan dar su asentimiento en libertad. Dios nos necesita a «todos» para ser testigos de su presencia en el mundo y para desarrollar su proyecto en la historia. Ninguna persona queda descartada del diálogo con la trascendencia. Dejaría de ser humana. Nosotros sentimos en nuestro corazón la acción de Dios, que nos propone algo concreto y nos va transformando para poder conocerlo, acogerlo y vivirlo. Necesitamos discernir con calma para distinguir su propuesta de otras propuestas que no son suyas, o de otras motivaciones
nuestras que son ambiguas y se infiltran con astucia, disfrazadas de ángel de luz, erosionando el deseo de servir a Dios con transparencia. Dios no puede brillar tanto que nos deslumbre y nos seduzca, ni esconderse tanto que nos perdamos, ni actuar con tanto poder que nos paralice, ni dar órdenes indiscutibles sin el tiempo y la distancia para que nosotros podamos elaborar las respuestas marcadas con nuestra propia originalidad. Dios se nos manifiesta en su justa cercanía, dejando el espacio para decir sí o no y para desarrollar nuestra propia creatividad, en pleno respeto a nuestra libertad. En el exilio de Babilonia, los judíos decían: «Tú eres el Dios escondido» (Is 45,15). Dios no tenía la visibilidad de las grandes estatuas de los dioses paganos, que secuestraban las miradas. «No hablé a escondidas, en un país tenebroso; no dije a la estirpe de Jacob: “Buscadme en el vacío”» (Is 45,19). Dios estaba oculto, pero en medio de ellos. En su realidad cotidiana tenían que buscarlo. Dios respeta nuestra libertad sin desentenderse de nosotros. Cuando nos extraviamos, baja hasta nuestro desvarío, retoma con nosotros la propia vida en el lugar donde nos hemos perdido, pero no nos evita artificialmente el error o el rechazo. Los GPS que nos guían en caminos desconocidos pueden ser una pequeña imagen de esto. Cuando nos perdemos por salirnos del camino, nos orientan de nuevo, mostrándonos una ruta alternativa para llegar al destino que buscamos. Dios nos necesita. En la reconciliación de todas las cosas en Cristo estará presente nuestra propia huella. Cada diferencia cuenta. Cada pequeño matiz realza la belleza del dibujo; cada puntada es necesaria para que todo el tejido sea nuestro: bello, firme y sin fisuras. 7.
Las preguntas de Dios que abren el futuro
En las comunidades cristianas en que viví durante algunos años en barrios marginados de Santo Domingo, en la República Dominicana, cada semana nos reuníamos los agentes pastorales para encontrar la «pregunta generadora» que situaba a nuestra comunidad ante un punto crítico de la realidad, para contemplarlo con calma y discernir en él tanto sus dinamismos destructores como las posibilidades nuevas que descubríamos ahí. Esa pregunta circulaba por los callejones en el diálogo de las pequeñas
comunidades. Lo descubierto se compartía en el diálogo al comienzo de la eucaristía del domingo y ya aparecía preñado de dinamismos y de proyectos germinales, formulados con lenguaje nuevo, con palabras e imágenes recién nacidas en su marginalidad. Dios también se acerca a nosotros con preguntas, que nos ayudan a detenernos para escuchar la realidad presente que nos turba o nos apresa y descubrir el futuro nuevo que emerge de su cercanía infinita, comprometida con nosotros. A Adán, perturbado y confuso, le pregunta: «¿Dónde estás?» (Gn 3,9); a Caín, que se revuelve en el desconcierto de su crimen, le hace volver a su verdad: «¿Dónde está tu hermano Abel?» (Gn 4,9). También Jesús sigue con esa pedagogía. El Niño de doce años que se queda en el templo les dice a María y José: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que tengo que dedicarme a las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). Esa pregunta es la primera palabra que el Evangelio recoge de Jesús. Dejando reposar tal pregunta en el corazón, sus padres irán adentrándose en el misterio de ese Hijo único. Al entrar en la vida del Reino, se crean los lazos afectivos y de pertenencia de una nueva realidad familiar: «¿Quién es mi madre y mis hermanos?» (Mc 3,33). Ante la extrañeza que provoca el verle perdonar pecados en la calle, sin que el enfermo pida perdón, sin liturgia ni rituales, preguntará a sus críticos: «¿Qué es más fácil, decir “Se te perdonan tus pecados” o “Levántate y echa a andar”?» (Mt 9,5). Para pertenecer al Reino de Dios, hay que dejar circular por las venas de la sociedad el perdón que viene de Dios: «¿No era tu deber tener compasión de tu compañero como yo la tuve de ti?» (Mt 18,33). «¿Ninguno te ha condenado?» (Jn 8,10), le pregunta Jesús a la mujer sorprendida en adulterio y ya sin espacio en la sociedad y en la vida. Tenemos que ser solidarios ante el hambre del pueblo: «¿Cuántos panes tenéis?» (Mc 6,38). En la hora más cerrada de todas, cuando se siente misteriosamente abandonado por el Padre en la cruz, Jesús pregunta con un grito desgarrador: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34). Podremos oír las innumerables preguntas que Dios nos sigue haciendo hoy si escuchamos la realidad con atención, como le sucedió a Pablo en su camino hacia Damasco: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (Hch 9,4). Esa misma pregunta nos grita hoy desde los rostros sin nombre de los inmigrantes, los pueblos declarados no viables, las minas de oro y de silicio clandestinas, las pieles discriminadas o marcadas con tatuajes agresivos, las
músicas desgarradas, los pueblos indígenas despojados de sus territorios a tiros impunes en el silencio vegetal de la selva y las muchedumbres indignadas que estremecen las calles. El Dios que baja, nos busca y dialoga con nosotros no nos fulmina con órdenes y sentencias, sino que nos formula preguntas que nos ayudan a entrar en nuestras realidades personales, familiares, profesionales, comunitarias, eclesiales y sociales, donde el Reino de Dios está creciendo de manera sorprendente y nueva. Él está presente y activo en el centro de la realidad. 8.
El plan de Dios se revela progresivamente en el camino
La novedad de Dios sorprende nuestros cálculos en el tiempo, el espacio, el ritmo y la forma, aunque llega siempre en fidelidad a toda la trayectoria de su actuación en cada persona y en la historia humana. No podemos olvidar que la imagen de Dios es la de su Hijo, que acampó entre nosotros para caminar jornadas desconocidas cada día. Dios no nos da una hoja de ruta con todo el itinerario que hay que recorrer, como si fuésemos en un tren do de se especifica desde el comienzo el horario de salida y de llegada y las pausas en las estaciones intermedias por donde necesariamente hay que pasar. Nos invita a ir con él, y en ese acompañarnos mutuamente se van descubriendo las etapas siguientes, que siempre tienen una dimensión de sorpresa. Dios llega fiel, pero más allá de lo que podemos prever. Dios siempre llega, es un eterno llegar… Es Amor comunicándose sin agotar nunca su creatividad. Eso nos obliga a estar siempre atentos, vigilantes para acoger al Señor y para distinguir su don de los señuelos de los ladrones que vienen a robarnos la vida en medio de la noche, de la oscuridad (cf. Lc 12,35-40). El Señor llama a la puerta con claridad, respetando nuestra libertad, pero el ladrón se esconde en la noche, fuerza la conciencia de la persona y se introduce con astucia para robar, forzando algún punto flaco nuestro. Personajes a los que nunca les abriríamos la puerta de nuestra casa entran elegantemente en nuestra intimidad por los dispositivos electrónicos. El discernimiento no es solo un momento, un método que utilizamos puntualmente para llegar seguros a lo que se desea, a descubrir la
propuesta de Dios, sino una dimensión de la vida cristiana que siempre tiene que estar activa, aunque en los momentos de crisis personal, institucional o de toda la sociedad cobra una importancia decisiva. La metodología del discernimiento nos ayuda a esquivar los escollos que podemos encontrar, a facilitar la percepción de la propuesta de Dios y consolidar la consistencia de nuestra respuesta. Me voy a fijar de manera especial en la metodología ignaciana, sabiendo que es flexible y adaptable a las diferentes personas y situaciones. Lo que sí es imprescindible es la actitud de discernimiento que impregne la vida en todas sus dimensiones. Desde la experiencia de ser amado y conocido enteramente por Dios, el salmista ora de esta manera (Sal 139,23s): «Dios mío, sondéame para conocer mi corazón, ponme a prueba para conocer mis sentimientos: mira si mi camino se desvía, guíame por el camino eterno». Dice Ignacio en su Diario espiritual, cuando discernía el tipo de pobreza que convenía a la naciente Compañía de Jesús con su nuevo «modo de proceder»: «¿Dónde me queréis, Señor, llevar?» (De 113); «Siguiéndoos, mi Señor, yo no me podré perder» (De 114). No solo son un peligro los discernimientos líquidos. También pretender hacer siempre discernimientos perfectos en su metodología y en su profundidad puede ser una trampa. Vamos aprendiendo humildemente a discernir. Nos movemos, avanzamos y creamos lo nuevo que Dios nos propone, discerniendo. No llegamos de una vez por todas a tomar decisiones que abarquen en su totalidad situaciones, personales y comunitarias, hondas y complejas. Nos asumimos de forma progresiva, tanto personal como comunitariamente. En el siguiente capítulo intentaremos entrar en las profundidades del discernimiento, que están implicadas siempre en nosotros y que dan calidad evangélica a nuestras decisiones o las carcomen. Parece que es algo muy complicado y que hay que tener en cuenta demasiados aspectos. En realidad, en los seguidores de Jesús, todos los detalles se van integrando suavemente como una manera de existir, con la facilidad con que una
persona enamorada encuentra los gestos, palabras y acciones que expresan su pasión. Como dice el famoso texto atribuido al padre Arrupe: «¡Enamórate! Nada puede importar más que encontrar a Dios. Es decir, enamorarse de él de una manera definitiva y absoluta. Aquello de lo que te enamoras atrapa tu imaginación y acaba por ir dejando su huella en todo. Será lo que decida qué es lo que te saca de la cama en la mañana, qué haces de tus atardeceres, en qué empleas tus fines de semana, lo que lees, lo que conoces, lo que rompe tu corazón y lo que te sobrecoge de alegría y gratitud. ¡Enamórate! ¡Permanece en el amor! Todo será de otra manera».
[1] PAPA FRANCISCO, exhortación apostólica Gaudete et exsultate, 166. [2] Cf. J. DARDIS, «Discernimiento en común. Una novedad basada en una tradición antigua»: Manresavb 90 (2018), 5-13. [3] Papa FRANCISCO, «Oggi la Chiesa ha bisogno di crescere nel discernimento. Un incontro privato con alcuni gesuiti polacchi»: La Civiltà Cattolica 3989 (2016), 345-349 (la cita en la página 349). [4] «Diálogo del papa Francisco con los jesuitas reunidos en la CG XXXVI», en Congregación General 36 de la Compañía de Jesús, Mensajero, Bilbao 2017, 173-174. [5] PAPA FRANCISCO, Conversación con los Superiores Generales, 25 de noviembre de 2016, editada por Antonio Spadaro con el título «El Evangelio hay que tomarlo sin calmantes» (http://fmgbprov.it/es/2017/02/18/el-evangelio-hay-que-tomarlo-sin-calmantes/#page/4). [6] PAPA FRANCISCO, Gaudete et exsultate, 167. [7] Z. BAUMAN, Vida líquida, Paidós, Barcelona 2006, 158. [8] Ibidem. [9] PAPA FRANCISCO, exhortación apostólica Amoris laetitia, 304. [10] Ibidem. [11] J. GARCÍA DE CASTRO, «La mística de Ignacio: cultura y costumbre»: Manresa 76 (2004), 333-353 (la cita en la página 335). [12] K. RAHNER, Dios, amor que desciende. Escritos espirituales (introducción y edición de José Antonio García), Sal Terrae, Santander 2008, 105.
2 En las entrañas del discernimiento 1.
Pablo: el engaño fratricida de un hombre entregado a Dios Pablo de Tarso era un hombre bien formado en la escuela de Gamaliel, celoso guardián de las tradiciones de sus antepasados, entregado a una misión arriesgada: buscar cristianos escondidos, no solo en Palestina sino en toda la diáspora judía, para apresarlos y destruirlos, como se extermina una nueva plaga de insectos que amenaza la pureza de un cultivo. A este hombre culto, generoso y apasionado por Dios, exitoso según los jefes de su pueblo, le faltaba algo fundamental: no había discernido en ese pequeño brote de cristianos la novedad de Dios sorprendiendo la historia. En lo oculto, donde las comunidades se escondían en la clandestinidad, crecía, con sabor a levadura, el futuro del Reino de Dios en el corazón del imperio. Pablo se quedó ciego en medio de su brío, su entrega y su proyecto tan sensato y aplaudido. Su vida se hundió en la noche, sin referencia ninguna. Dios lo sanó de su ceguera en medio de la comunidad de los perseguidos, donde pudo contemplar de cerca la acción divina, que quebró sus certezas viejas e iluminó su futuro. Desde esa periferia personal y comunitaria, empezó a mirar toda la realidad de otra manera, vio la novedad sorprendente de Dios y se transformó en un apasionado apóstol de esa vida que crecía por la parte de abajo de la sociedad y que ninguna orden imperial de exterminio lograría detener. Entre los controles armados del imperio y los minuciosos reglamentos de la sinagoga, el futuro de Dios se abría paso como aroma pascual entre las rejas que pretendían apresarlo.
¡Es asombroso lo que le sucede a Pablo! Un hombre culto, entregado a su fe, capaz de correr riesgos para defender las tradiciones reveladas de su pueblo y profundamente religioso, puede equivocarse de manera mortal. Estaba ciego. Jesús se lo reveló camino de Damasco. A partir del momento en que recobró la vista, y con ella una nueva percepción de la realidad, discernir la propuesta siempre nueva de Dios estuvo en el centro de su misión a lo largo de toda su vida. Con ese impulso interior, se moverá de provincia en provincia, se enfrentará a las autoridades o huirá de manera clandestina durante la noche, será acogido y amado o apaleado hasta dejarlo medio muerto, hablará a los sabios de Atenas o a los esclavos de Corinto, trabajará tejiendo tiendas o se dejará cuidar por los cristianos. Constantemente buscará las palabras apropiadas para hablar a los judíos, bien pertrechados en sus trincheras, y para inculturar la fe entre los paganos de diferentes territorios y situaciones. También hoy encontramos personas de Iglesia que pretenden extirpar la novedad salvadora de Dios, que apunta pequeña por todas partes como una primavera, y que el papa Francisco, entre otras innumerables personas, anuncia con alegría y defiende con tenacidad y fortaleza. Ante el ejemplo de Pablo y ante la posibilidad de oponerse a lo que Dios inicia entre nosotros, recordamos las palabras de Gamaliel frente al consejo judío, el cual pretendía eliminar a los primeros discípulos, que empezaban a testimoniar la resurrección de Jesús por las mismas calles de Jerusalén donde había sido tratado como loco: «Tened cuidado, no vayáis a encontraros luchando contra Dios» (Hch 5,39). ¿Qué sucede en nuestro corazón, que no deja que nuestros ojos vean la salvación de Dios? Jesús descubre esta misma ceguera de manera dramática cuando entra en Jerusalén acompañado de su pequeña comunidad de discípulos. Dijo llorando: «¡Si también comprendieras tú lo que lleva a la paz! Pero no tienes ojos para verlo» (Lc 19,42). Jesús percibe que entre los edificios majestuosos se va incubando la destrucción que no dejará piedra sobre piedra. Jerusalén está ciega. Solo ve las apariencias brillantes que exhiben con orgullo su poder y su dicha. Por eso, nosotros tenemos que acercarnos a la profundidad del corazón, donde se esconden muchos mecanismos misteriosos que nos vuelven ciegos para ver y torpes para actuar.
2.
Un texto orientador en la complejidad de las encrucijadas «¡Qué insondables sus decisiones y qué incomprensibles sus caminos!» (Rom 11,33) «Por ese cariño de Dios os exhorto, hermanos, a que ofrezcáis vuestra propia existencia como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios, como vuestro culto auténtico. Y no os amoldéis al mundo este, sino idos transformando con la nueva mentalidad, para ser capaces de distinguir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo conveniente y acabado» (Rom 12,1s).
En la carta de Pablo a los Romanos encontramos este texto, que nos puede situar en todo proceso de discernimiento (cf. Rom 11,33–12,21). – Pablo, que antes perseguía a los cristianos hasta debajo de las piedras, ahora expresa su admiración al contemplar en la historia el abismo de riqueza, de sabiduría y prudencia de Dios: «¡Qué insondables sus decisiones y qué incomprensibles sus caminos! ¿Quién conoce la mente de Dios? ¿Quién fue su consejero?» (Rom 11,33s). ¿Podemos discernir y contemplar la iniciativa de Dios hoy, en nuestro mundo donde bullen tantas diversidades? La admiración de la obra de Dios en la historia es el punto de partida: él es el camino y meta del universo (cf. Rom 11,36). – Para discernir hay que acoger el amor tierno de Dios y ofrecer la propia existencia como Dios nos ofrece la suya, siendo nuestro servidor en su Hijo Jesús. La verdadera liturgia es el ritual de los gestos del servicio cotidiano en el altar que constituye el escenario y las tareas en que nos movemos habitualmente, uniéndonos así a la entrega de Jesús en su vida, que no fue un sacrificio ritual en el templo sino una cercanía insuperable a toda persona para llevarle la vida nueva del Reino. Este es el sacrificio agradable a Dios (cf. Rom 12,1).
– El «mundo», en lo que tiene de opuesto a Dios, trata de capturarnos, haciéndonos a su imagen y semejanza… «No os amoldéis al mundo este, sino idos transformando con la nueva mentalidad» (Rom 12,2). Desde la nueva mentalidad del Evangelio es posible «distinguir lo que es la voluntad de Dios» para entregarnos a ella. – Cada uno se entrega según el don recibido de Dios. Nadie ha de «tenerse en más de lo que debe tenerse» (Rom 12,3), considerándose superior a los demás, privándolos de su espacio, su tiempo y su originalidad, pero tampoco debe sentirse menos, minimizando el don recibido, autodevaluándose, encogiéndose y privando al cuerpo de su aporte, que completa el cuerpo entero. – Somos un solo cuerpo con dones diferentes. Si un órgano no funciona bien, no solo se priva al cuerpo de esa habilidad, sino que la calidad de todos los demás órganos se deteriora (cf. Rom 12,5). – Acogiendo la propuesta original de Dios en el discernimiento, seremos su presencia nueva en el mundo: A nivel comunitario: amor sin ficciones, cariñosos unos con los otros, entregados al trabajo concreto, fervientes «contra desencanto», solidarios con los necesitados superando el encerramiento comunitario, y siendo, hospitalarios unos con otros (cf. Rom 12,9-12). A nivel social: ofrecemos una nueva presencia inspirada en el Sermón de la montaña. «Bendecid a los que os persiguen» (Rom 12,14), sed solidarios con los que lloran y los que ríen, atraídos por lo humilde sin soñar en grandezas. «No devolváis a nadie mal por mal» (Rom 12,17). «En lo que a vosotros toca, estad en paz con todo el mundo» (Rom 12,18). «No os toméis la venganza» (Rom 12,19). «Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber» (Rom 12,20). «No te dejes vencer por el mal; vence el mal a fuerza de bien» (Rom 12,21). Es la concreción, en medio de la sociedad, de la bondad del Padre, que ama a justos y a pecadores.
El papa Francisco dirá, en su exhortación Gaudete et exsultate, que el camino de la santidad, a la que todos somos invitados, está descrito en el Sermón de la montaña[13]. – Tenemos que discernir el camino que Dios nos propone a cada uno dentro de una comunidad que busca encarnar en el mundo la presencia siempre nueva de Jesús, la expresión del amor liberador e inagotable de Dios al mundo. «El discernimiento no solo es necesario en momentos extraordinarios, o cuando hay que resolver problemas graves, o cuando hay que tomar una decisión crucial. Es un instrumento de lucha para seguir mejor al Señor. Nos hace falta siempre, para estar dispuestos a reconocer los tiempos de Dios y de su gracia, para no desperdiciar las inspiraciones del Señor, para no dejar pasar su invitación a crecer. Muchas veces esto se juega en lo pequeño, en lo que parece irrelevante, porque la magnanimidad se muestra en lo simple y lo cotidiano»[14]. 3.
La peregrinación hacia las entrañas del propio yo «Porque para mí vivir es Cristo y morir, ganancia. Pero si vivir en este mundo me supone trabajar con fruto, ¿qué elegir? No lo sé. Las dos cosas tiran de mí: deseo morirme y estar con Cristo (y esto es, con mucho, lo mejor); sin embargo, quedarme en este mundo es más necesario por vosotros» (Flp 1,21-24).
En la carta a los Filipenses, Pablo les expresa sus sentimientos, lo que se mueve en su interioridad en la soledad de la cárcel, en la incertidumbre de su futuro de hombre preso que espera una sentencia, la cual puede ser de muerte o de vida. Lo importante es que los hermanos de la comunidad de Filipo crezcan en sensibilidad para acertar con «lo mejor» (Flp 1,10). Él mismo está preso y por su vida entre rejas se pasea la incertidumbre de no saber si «lo mejor» es morir para encontrarse con Cristo o seguir vivo para trabajar por los hermanos. La cárcel lo sitúa en un contexto de silencio,
contemplación y discernimiento, donde puede peregrinar hasta el fondo de sí mismo. Camino de Damasco, Pablo se quedó ciego. Todo su proyecto se vino abajo. Como no veía nada fuera de sí, donde estaban los caminos seguros de la ley, de la acción y de la autoridad, empezó a mirar dentro de sí, donde surgían las mociones impredecibles del Espíritu. Su actividad acelerada y segura se detuvo. Como no podía empuñar con fuerza las riendas de su caballo, dejó que las manos débiles del anciano Ananías lo condujesen fuera de sus circuitos habituales, hasta un nuevo espacio de vulnerabilidad. En la incertidumbre y la ceguera revisó su vida, toda su persona. ¿Qué había sucedido? El Señor le ayudó a ver que estaba persiguiendo a Jesús al perseguir a los cristianos. Empezó a mirar la realidad de otra manera. La novedad que él perseguía y quería exterminar era el futuro de Dios. Pablo, dejados los caminos de la ley, empezó a percibirse a sí mismo como un hombre del Espíritu. Pasó de ser un resorte mecánico de la ley a ser un contemplativo que discierne el latido creador del corazón de Dios al lado de Jesús y de la comunidad marginada de Damasco. Solo después de ese cambio dramático empezará a ser un gran creador de la novedad del Espíritu. Discernir significa «separar», «cernir». En el campo se cierne el trigo moviendo rítmicamente la criba para separarlo de los desechos. En nuestra vida espiritual, tratamos de separar lo que se mueve confuso por nuestra interioridad, para ver lo que es de Dios y nos trae nueva vida verdadera y rechazar lo que nos deteriora la existencia con engaños. «Se agita la criba y queda el desecho, así el desperdicio del hombre cuando reflexiona» (Eclo 27,4). Una persona abierta a Dios, que se deja conducir de manera sana por su Espíritu, va tomando las pequeñas decisiones cotidianas con suavidad y armonía. Cuando se encuentra en un momento difícil y se ve confrontada con una situación nueva, necesita detenerse a discernir con calma y analizar con atención cada fuerza que actúa dentro de ella y cómo influye en sus decisiones. Necesitamos una atención especial cuando Dios nos propone algo nuevo, que nos resulta amenazante y que altera nuestro futuro y el de otras personas vinculadas a nosotros. Nos vamos a detener en los principales
elementos interiores que están implicados en nuestro discernimiento. El gran creador que es Pablo nos ayudará en ese intento. Luchando contra tantas fuerzas que nos impulsan hacia la superficie, a vivir en las apariencias fugaces de resplandores intermitentes y bienes desechables, iniciamos una peregrinación hasta el fondo de nosotros mismos, donde Dios habita. Somos su santuario. Allí se da cada día una batalla muy sutil. El hijo pródigo, después de la experiencia de vivir derramado como el agua fuera de sí mismo, perdido, líquido y vacío, «entrando dentro de sí» (Lc 15,17), en medio del amargo rumiar de todos los sentimientos oscuros y tristes de su fracaso, encontró lo que nunca pudo malgastar: el amor del padre que había experimentado desde niño. Sintió que los mejores sabores de la casa paterna volvían a su paladar, no solo como la nostalgia de lo perdido sino como la posibilidad de su futuro. Ahí comprendió los dinamismos seducidos que habían destruido su vida y discernió que la única ruta razonable era ese amor inextinguible del padre, donde podía encontrar un nuevo comienzo. No se quedó vagando en otras posibilidades mediocres para ponerle unos remiendos a su vida. Comprendió que encontrarse de nuevo con el padre era la única opción que abrazaba toda su existencia. «Entrar dentro de sí quiere decir, en el fondo, salir de sí» (G. Marcel), llegar a esa dimensión donde emerge el Amor, sin condiciones que lo racionen y sin contratos que lo limiten. Ahí se encontró el hijo de la parábola con el Amor que había experimentado en el padre. En este proceso de «salir de sí», situamos en el centro de nuestra interioridad la persona de Jesús. A medida que vamos avanzando en la contemplación del Hijo encarnado, Palabra inagotable y siempre nueva de Dios, vamos acogiendo en nuestra vida la salvación que nos trae. Cada misterio tiene una gracia para mí, en este momento preciso en que contemplo. La descubro, la aclaro y la acojo. Es el futuro, la sorpresa de Dios, que nos llena y nos desinstala. ¿Qué es lo nuevo que Dios está haciendo en mí? ¿Qué es lo que me propone? «Las contemplaciones de la vida de Jesús desembocan así, con toda normalidad, en el discernimiento, como en su desenlace esperado. Lo hacen posible y previsible. Ambos elementos, contemplación y discernimiento, se condicionan y reclaman mutuamente. En efecto, el
ejercitante contempla los misterios de la vida de Cristo para más amarle y seguirle (cf. Ej 104) y, a su vez, el discernimiento se realiza, siempre y solo, “juntamente contemplando” la vida de Jesús (cf. Ej 135)»[15]. En la peregrinación hasta el fondo de nosotros mismos, comprenderemos las dinámicas que nos carcomen con astucia. Surgiendo del fondo del alma, descubriremos la propuesta nueva que Dios nos hace desde su amor inagotable, que nos asume desde lo más hondo de nuestro misterio y para la que nos ha venido preparando en lo secreto desde siempre. 4.
La peregrinación hacia la hondura del mundo, donde Dios trabaja «Sabemos que la creación entera viene gimiendo y sufriendo hasta el presente con dolores de parto. Pero no solo ella. También nosotros mismos, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, anhelando la liberación de nuestro cuerpo» (Rom 8,22s).
Pablo vivía en el mundo rígido, inmutable, de la ley, de los permisos de la autoridad, de los que tenían el poder para decidir sobre la vida y la muerte de las personas, de lo ya conocido sobre Dios y sobre la historia. Vivía en un mundo donde todo era claro: la verdad y la mentira, los amigos y los enemigos, lo que había que hacer y lo que había que evitar, los justos y los pecadores. Dios condujo a Pablo hasta la comunidad de los perseguidos, hacia los que no eran nadie, hasta el fondo de la nada. Desde allí tendrá una nueva visión de la realidad, de los verdaderos protagonistas de la historia, que se irá profundizando a lo largo de toda su vida cuando se convierta en servidor de la novedad que antes perseguía y él sea también un perseguido. Escucha el gemido de la creación entera, pero este no lo paraliza, pues sabe que el Espíritu gesta en la hondura de la realidad vida nueva para toda la creación. El contenido central del mensaje de Pablo será
«… un Mesías crucificado: para los judíos un escándalo, para los paganos una locura; en cambio, para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Mesías que es portento de Dios y saber de Dios; porque la locura de Dios es más sabia que los hombres, y la debilidad de Dios, más potente que los hombres» (1 Cor 1,23-25). En la hondura de la realidad, Pablo descubrirá al Dios que está llegando constantemente a la vida humana. Peregrinamos hacia el fondo de nosotros mismos y hacia el fondo de la realidad, santuarios donde Dios habita y trabaja, superando la tendencia a deslizarnos bronceados con elegancia y belleza sobre la superficie, desplegando nuestra vela divertida ante los vientos dominantes. El discernimiento supone una mirada que respeta la realidad como es, sin idealizarla esparciendo sobre las superficies pintura del color que nos gusta para no tener que verla y dejarnos cuestionar por la negatividad que la destruye. Pero también sin demonizarla, dejando de reconocer la creatividad de Dios y la bondad humana allí donde, en muchas ocasiones, nosotros hemos decretado que de esa Nazaret no puede salir nada bueno (cf. Jn 1,46) para no tener que buscar y comprometernos con la vida, cuya superficie es áspera y seca. En los Ejercicios espirituales, las contemplaciones y meditaciones comienzan trayendo la historia y componiendo con la imaginación el lugar donde se sitúa la contemplación. Es la fidelidad a la realidad del mundo, donde el Hijo se manifiesta. En el Antiguo Testamento, Dios aparece, en diferentes escenarios y momentos, mirando y enseñando a los profetas a ver con su mirada para sanar las cegueras y sorderas de su pueblo. «He visto», «he oído», «me he fijado», «he bajado» (cf. Ex 3,7s). También Jesús aparece mirando la realidad tal como es y descubriendo en ella lo nunca visto, el pueblo de las bienaventuranzas (cf. Mt 5,2-12), allí donde los instruidos solo ven fracaso y desecho que hay que barrer hacia el basurero. Jesús nunca encierra a la persona en lo que representa por su función social o religiosa: publicano, prostituta, funcionario del imperio, jefe de la sinagoga o extranjero. Tampoco mira, como si se tratase de un insecto clavado con un alfiler en el panel de un laboratorio, lo que una persona ha sido hasta ese momento en su trayectoria personal de descalabro. Siempre mira la hondura donde se
mueven las posibilidades insospechadas de vida nueva y de futuro. Jesús no sella a personas y situaciones bajo las lápidas inamovibles de su pasado con un epitafio de descrédito. Ignacio, en los Ejercicios espirituales, también nos enseña a contemplar cómo Dios mira, a mirar como él y a dejarnos mirar por él. En la contemplación de la encarnación, modelo de todas las contemplaciones de la vida de Jesús, miramos «la planicie o redondez de todo el mundo» (Ej 102), y en la del rey eternal miramos «el universo mundo» (Ej 95). Ni un metro de tierra queda fuera de su mirada, ni un segundo fugaz se escapa a su sensibilidad. No contemplamos solo desde la distancia y el conjunto, sino también desde la cercanía amorosa de un servidor humilde, que está atento a los pequeños detalles con los que se va tejiendo en cada instante la vida real de cada persona y desea ayudar en lo que está a su alcance (cf. Ej 114). Existe un lugar privilegiado para mirar la realidad: los pobres, las periferias existenciales, donde aparentemente no puede surgir ningún futuro nuevo de vida para todos, donde solo aparece en la superficie el descalabro humano. Es en esas periferias descartadas donde se muestra el Hijo encarnado, donde todos los que quieran encontrarse con él tienen que acercarse para contemplarlo. Y, al mismo tiempo, es desde las periferias desde donde debemos mirar el resto de la realidad, con la mirada salvadora de Jesús. Presencié una vez, en una escuela de bordado, el momento en que una alumna presentó su trabajo, bellamente realizado. La profesora no lo revisó por encima, que era el lado por el que siempre iba a ser mirado, sino por debajo, por el revés escondido. Solo viéndolo así se daría cuenta de las puntadas mal dadas, de las trampas por donde el dibujo se podría deshacer en el futuro. Me asombra encontrar a personas que trabajan en situaciones de deterioro humano progresivo y que se mantienen en esos abismos con alegría y cariño, siempre atentas a cada detalle al servicio de personas «insignificantes». Ahí se les va la vida. ¿Cómo es esto posible? ¿Por qué el abismo de la degradación humana no las engulle? En el fondo de esas situaciones de las que todos huimos, ellas reciben cada día el abrazo de Dios, que se identifica con los últimos (cf. Mt 25,40) y rehace a los servidos y a sus servidores.
Existe un acercamiento científico a la realidad. Es necesario, pero no basta. Existe, además, un acercamiento contemplativo a la misma realidad. Podemos tomar como itinerario contemplativo el que presenta Ignacio en los Ejercicios, en la contemplación del nacimiento de Jesús, pobre y humilde, en el pesebre de Belén (cf. Ej 114): a) «Como si presente me hallase». No contemplamos desde la distancia aséptica de un científico, con guantes y mascarilla, balanzas y microscopios, sino desde la implicación, desde la cercanía y desde el querer ser solidarios. La contemplación verdadera lleva dentro la implicación con lo que se va a descubrir, y la posible complicación al comprometernos con esa novedad. b) Me acerco «haciéndome yo un pobrecito y esclavito indigno», dejando a un lado todo abordaje desde el poder y la autosuficiencia de nuestros programas y saberes. No es una imagen de infravaloración sino de servicio a la novedad impredecible de Dios, que va a rasgar la superficie de la monotonía que vemos sin salida ni futuro. c) «Mirándolos, contemplándolos». Al mirar, fijamos libremente los ojos en una realidad, en medio de tantas otras que llaman a la puerta de nuestros sentidos. Contemplar significa posar la mirada con un ritmo despojado de prisa y de codicia, en una actitud de acogida de un misterio hondo, que se nos va revelando a su ritmo y su medida, en el tiempo maduro, sin ajustarse a nuestras impaciencias y calendarios que devoran los instantes. d) «Sirviéndolos en sus necesidades»: en las suyas, las que hemos descubierto en la contemplación, no en las mías, que yo podría estar buscando satisfacer con la acción de ayudar, falseando radicalmente el servicio. Sus necesidades no siempre coinciden con sus expectativas ni con las mías. En muchas ocasiones, por razones que no son siempre conscientes, servimos a los demás en sus expectativas porque así nosotros recibimos la remuneración fácil de la fama, o les servimos en nuestras necesidades para llenar vacíos
personales o sueños ajenos que nos han invadido. Jesús en Belén no solo es un niño recién nacido sino un niño pobre, memoria de todos los pobres a los que nos tenemos que acercar con reverencia contemplativa para servirlos en sus necesidades. ¡Cuántas imágenes de «famosos» se exhiben comprando fama y prestigio en su ayuda aséptica y televisada a los necesitados del mundo! e) «Con todo acatamiento y reverencia posible». En realidad, es al misterio encarnado de Dios al que nos acercamos en cualquier encuentro y al que cuidamos en su fragilidad de recién nacido, acatando, acogiendo con reverencia y devoción el don de Dios, sin tratar de cosechar el que nosotros podríamos soñar. La reverencia a Dios se extiende a toda criatura. Todas nuestras miradas a la persona de Jesús y a la realidad en que se mueve se concentran, al final de los Ejercicios espirituales, en la «Contemplación para alcanzar amor» (cf. Ej 230-237), donde vemos la presencia constante de Dios, que trabaja con «esfuerzo» por nosotros, asumiendo el mundo desde abajo (con el Hijo encarnado) y desde el dentro íntimo (con el Espíritu). El Hijo y el Espíritu son las dos manos del Padre (san Ireneo de Lyon). En el mundo Dios habita y trabaja. Nuestro mundo es el mundo de Dios, que él ama con una imaginación inagotable y un amor creador de posibilidades siempre nuevas y desconocidas. Toda realidad se puede convertir para nosotros en un santuario donde Dios actualmente vive, trabaja y se nos revela en una diafanía inesperada. 5.
La transparencia de la mirada: «solamente» (Ej 23) y «puramente» (Ej 46) «Si la buena noticia que anunciamos sigue velada, es para los que se pierden, pues por su incredulidad el dios del mundo este les ha cegado la mente, y no distinguen el resplandor de la buena noticia del Mesías glorioso, imagen de Dios» (2 Cor 4,3s).
«… para que también la vida de Jesús se transparente en nuestra carne mortal» (2 Cor 4,11) Se pueden tener los ojos abiertos y no ver la realidad, porque nuestro corazón está ciego y seducido por los intereses de los dioses de este mundo. El mendigo enfermo Lázaro, tan real para los perros de la calle que acudían compasivos a lamerle las heridas, era invisible para el rico que pasaba a su lado cuando entraba y salía de su casa (cf. Lc 16,19-21), el cual no tenía ojos para percibir la dignidad infinita que ardía e iluminaba en el interior de ese «don nadie». En el Principio y Fundamento presenta Ignacio de Loyola la actitud fundamental del ejercitante con estas palabras: «… solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos criados» (Ej 23). Nos está hablando Ignacio de una persona unificada por dentro, que retoma su yo y lo orienta hacia el único horizonte del Reino, sin dividirse entre la propuesta de Dios y otras, más o menos glamorosas. En la «oración preparatoria», al comienzo de cada momento de oración, el ejercitante pide, a lo largo de todo el recorrido de los Ejercicios (y de la vida entera), «que todas mis intenciones, acciones y operaciones sean puramente ordenadas en servicio y alabanza de su divina majestad» (Ej 46). «Puramente» hace referencia a las motivaciones que nos impulsan a actuar. A veces llevamos en nosotros intereses que parecen evangélicos, pero que pueden estar marcados por ambigüedades escondidas en los abismos inaccesibles de nuestro propio misterio, las cuales escapan a nuestros análisis. San Ignacio nos propone pedir, al comienzo de cada oración, la gracia de estar motivados solo por el amor de Dios. Admitir la ambigüedad de nuestras motivaciones nos hace humildes, y tratar de reconocerlas y darles nombre nos hace lúcidos. A veces decimos que buscamos la gloria de Dios, pero en realidad estamos buscando la nuestra, y secuestramos parte del don de Dios y de los demás, desviándolos para alimentar la cuenta siempre abierta de nuestros deseos inconfesados de fama, poder o lealtades afectivas. Muchas de estas necesidades brotan de heridas nunca curadas. Si somos cisternas rajadas, por más agua que añadamos, siempre nos estaremos vaciando. La ambigüedad del corazón puede ser muy sutil y disfrazarse con «razones» muy bien elaboradas.
Nosotros no somos capaces de llegar hasta el fondo. En la contemplación de Jesús, exponemos todo esto al Espíritu, que, como el primer día de la creación, nos sana y nos ordena allí donde somos tinieblas, engaño y caos originario. Solamente y puramente, el único horizonte y la motivación evangélica, se complementan de manera inseparable para ver con transparencia, en medio de la realidad más bella o más dura, a Dios y sus caminos, de manera que podamos recorrerlos con él y como él. Para que esto sea posible, necesitamos una gran pasión por Dios y por su Reino, que purifique los pequeños fuegos pasajeros en los que entretenemos nuestra noche y nuestro frío. Cuando la pasión por Dios arde en el centro de nuestro corazón, nos parecemos a las virutas de hierro esparcidas sobre la mesa cuando son atraídas por un imán potente: ignorando la inercia de la gravedad y el desorden del descuido, acuden todas al instante y se ordenan según la fuerza magnética, que las organiza en un dibujo original. 6.
La libertad del corazón: afecciones desordenadas (personales y comunitarias) «Vosotros sois mi carta, escrita en vuestros corazones, carta abierta y leída por todo el mundo. Se os nota que sois cartas de Cristo y que fui yo el amanuense. No está escrita con tinta sino con Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra sino en tablas de carne, en el corazón» (2 Cor 3,2s). «Donde hay Espíritu del Señor, hay libertad» (2 Cor 3,17). «El Señor le contestó [a Ananías]: “Anda, ve, que ese hombre es un instrumento elegido por mí para darme a conocer a los paganos y a sus reyes, además de a los israelitas. Yo le enseñaré cuánto tiene que sufrir por mi nombre”» (Hch 9,15s).
Con la misma pasión con la que Pablo perseguía, será después un testigo de la novedad de Dios, hasta cargar en su cuerpo con la pasión y las heridas de crear el futuro con Jesús. La libertad de su corazón para una misión tan difícil y expuesta viene del Espíritu, que es un fuego que lo purifica, lo ilumina y lo unifica por dentro. Nos parecemos a un barco que fija el destino al que quiere llegar, pero en el viaje puede ser manipulado por corrientes submarinas que lo van desviando de la ruta escogida. Es importante tener en cuenta que, en nuestra cultura de «adicciones y compulsiones, pero de poca pasión» (A. Giddens), estamos permanentemente atravesados por dinamismos que tienden a instalarse en nuestra afectividad profunda de forma clandestina, para desintegrarnos por dentro y adueñarse parcialmente de nosotros. Marcados por nuestra propia historia personal, podemos llevar dentro éxitos o heridas que no nos dejan soltar las riendas con las que otros nos atan y dirigen. Siempre hay que tener en cuenta que «poderosas razones tiene el corazón que la razón no conoce». Al entrar dentro de nosotros, descubrimos «afecciones desordenadas», que nos atan con vínculos afectivos a personas, lugares, actividades, instituciones, ideologías… Dice san Juan de la Cruz: «Porque eso me da que un ave esté asida a un hilo delgado que a uno grueso; porque, aunque sea delgado, tan asida se estará a él como al grueso, en tanto que no le quebrare para volar. Verdad es que el delgado es más fácil de quebrar, pero, por fácil que es, si no le quiebra, no volará»[16]. Nuestro corazón no está disponible para salir hacia el descampado del futuro como hizo Abrahán. Dios le propuso: «Sal hacia la tierra que yo te mostraré» (Gn 12,1). Esa tierra solo estaba en el corazón de Dios y en la disponible ignorancia de Abrahán. San Ignacio llama «indiferencia» a la libertad del corazón. No significa ser fríos y distantes ante las personas, las cosas y los proyectos; no se trata de matar nuestros deseos sino de ordenarlos. Cuando descubrimos y acogemos la propuesta de Dios, toda nuestra persona se unifica en la pasión creadora que Dios enciende en nosotros. Es una «indiferencia apasionada» (P. Teilhard de Chardin).
A veces puede ser muy difícil extirpar las afecciones desordenadas, porque tienen raíces profundas y sutiles. De hecho, en algunos casos, bastaría con conocerlas bien para mantener una relación de libertad frente a ellas, sin dejar que nos dominen a la hora de tomar una decisión. Si yo sé que mi báscula pesa un kilo de más, puedo pesar bien descontando ese kilo del resultado final. Las afecciones desordenadas también pueden ser comunitarias. A veces observamos comunidades presas de tristezas y quejas que se han instalado como parte de la vida misma ante la disminución de los números, el avance de la secularización o el desconcierto al no ver claro cómo proceder en situaciones complejas. En otras ocasiones, la comunidad vive presa de personas difíciles para la convivencia, que siembran el desconcierto ante cualquier intento de preparar un proceso de discernimiento en común. Algunas comunidades religiosas o eclesiales ya tienen un estilo adquirido de vivir y de llevar las instituciones, y echan el freno cuando necesitan modos nuevos de proceder que ellas ya no pueden controlar con sus manos temblorosas. La contemplación de Jesús y el constante examinar lo que vamos experimentando en la oración, dentro de un diálogo con la persona que nos acompaña en nuestro itinerario espiritual, nos irán purificando el corazón e iluminando los nuevos horizontes de la vida evangélica que se abren delante de nosotros. El Espíritu va escribiendo en la carne de nuestro corazón las palabras y deseos que nos transforman. El don de Dios se adentrará en nosotros más hondamente de lo que podemos constatar y compartir. Solo un corazón apasionado por Dios y su proyecto será capaz de liberarse para la entrega a un futuro sin estrenar, que desborda lo previsible por nosotros. No basta con un querer voluntarista y rígido, que se quiebra en cualquier momento. Tanto los sueños de crear un mundo más humano como la fortaleza para ejecutarlos emergen en nosotros desde más allá de nosotros mismos, desde el Espíritu que nos habita, desde el Dios que nunca cesa de llegar a nuestro corazón y de encenderlo. 7.
El realismo de la encarnación en nosotros del don original de Dios
«Porque a los que [Dios] eligió primero, también los destinó desde entonces a que reprodujesen los rasgos de su Hijo, de manera que este fuera el mayor de una multitud de hermanos» (Rom 8,29). A la hora de tomar una decisión, si nos desconocemos porque no escuchamos nuestro cuerpo, nuestro corazón, nuestras razones y nuestras costumbres, podríamos perdernos en una visión ajena a nosotros mismos, que nos ignora. Dios nos conoce, nos ama como somos, y nos respeta enteramente en todas sus propuestas. Al ofrecernos algo nuevo, nos va transformando para ser capaces de encarnar en nosotros, de manera original y única, su novedad. Todo discernimiento tiene en cuenta esta escucha del propio yo. Cuando se le caen las escamas de los ojos, Pablo empieza a cambiar poco a poco, a dejar que se vayan borrando en su rostro las huellas del dominador, su manera altiva de mirar, los gestos del poder que lo configuraban en su acercamiento a los demás. Poco a poco se va encarnando en su persona una nueva percepción de sí mismo y el estilo del Evangelio, que hasta ese momento era el objetivo que quería derribar. Formarse como apóstol de los paganos suponía una transformación interior muy honda y lenta, que no se reducía a repetir por las calles o en espacios clandestinos la consigna de que Jesús había resucitado. En Pablo empezó un diálogo pausado con el Antiguo Testamento, que conocía muy bien, y una búsqueda apasionada de la cultura que lo rodeaba, donde el Espíritu ya trabajaba desde siempre, para encontrar las palabras y las imágenes con las que hablar a la sensibilidad de las personas y a sus búsquedas de Dios. Ese proceso fue lento, escondido, de ensanchamiento ante lo nuevo y de desprendimiento de certezas que constituían el eje de su vida. En su nueva misión encontrará fracaso, hambre, acusaciones, la clandestinidad de un fugitivo y la confrontación pública que lo llevará hasta los tribunales y la cárcel. El conocimiento propio siempre ha sido un punto de partida y un elemento de realismo en la encarnación en nosotros de la propuesta de Dios. En la misma medida en que vamos profundizando en el conocimiento de Dios revelado en Jesús, también vamos percibiendo con más claridad
nuestra propia verdad. Es un espejo que nos ilumina y al mismo tiempo nos transforma. Lo expresa muy bien santa Teresa: «A mi parecer jamás nos acabamos de conocer si no procuramos de conocer a Dios; mirando su grandeza, acudamos a nuestra bajeza; y mirando su limpieza, veremos nuestra suciedad; considerando su humildad, veremos cuán lejos estamos de ser humildes» (Moradas I, 2, 9). «Por eso digo, hijas, que pongamos los ojos en Cristo, nuestro bien, y allí deprenderemos la verdadera humildad, y en sus santos, y ennoblecerse ha el entendimiento como he dicho y no hará el propio conocimiento ratero y cobarde» (Moradas I, 2, 11). En ese proceso de transformación y crecimiento aparecen dos palabras que hoy tienen mala prensa, y que están casi desaparecidas de los libros de espiritualidad: la mortificación del cuerpo y la abnegación del espíritu. «Nuestra cultura no tiene capacidad de renuncia» (Z. Bauman). La mortificación y la abnegación nos pueden traer recuerdos de un Dios que solo nos perdona y nos premia cuando ve correr la sangre y nos ve retorcernos de dolor. Pero es muy distinto cuando son expresión del amor y nos ayudan a crecer más en él. Hoy muchas personas las acogen, con otros nombres, en el mundo secular, cuando llevan dentro una gran pasión que los impulsa a ser deportistas de élite, artistas del canto o de la danza, iconos de referencia en la perfección del cuerpo, emprendedores en el mundo de los negocios que exige una buena condición física y mental para competir… Los maestros de la mortificación y la abnegación tienen hoy nombres seculares, como instructores de gimnasio, nutricionistas que imponen severas exigencias físicas y alimenticias a sus dirigidos, asesores de imagen que reconfiguran la manera de presentarse ante los demás. En el Memorial de san Pedro Fabro encontramos una formulación feliz. Él habla de «la mortificación de la propia carne y la abnegación del propio espíritu» (Memorial 355). Con frecuencia estas dos palabras han estado marcadas por el encogimiento, el voluntarismo y la tristeza. Sin embargo,
dice Fabro que son camino para hallar «dilatación […] y consolación» del espíritu (ibidem)[17]. Una persona mortificada no es la que aparta de sí cualquier satisfacción corporal en la relación con las personas y las cosas agradables de la creación, como si por el solo hecho de suprimirlas ya estuviésemos creciendo espiritualmente. Más bien se trata de lo contrario. Dios nos ofrece constantemente los regalos de la creación, que llegan a nuestros sentidos para alimentarnos y recrearnos, para saborear y festejar la vida del Reino que ya disfrutamos ahora como inicio de la plenitud futura. Dios «nos provee espléndidamente de todo para que lo disfrutemos» (1 Tim 6,17). Puede ser mortificación la privación de comida o el comer sanamente para conservar un cuerpo disponible para el servicio, trabajar arduamente o irse a una playa para el descanso necesario. La mortificación es dejar morir en nuestro cuerpo lo que no nos ayuda a crear el reino de Dios, dentro y fuera de nosotros, y se constituye en un lastre que nos ata y nos impide la disponibilidad al Espíritu para servir a los demás. Nos tenemos que liberar de las actitudes devoradoras en la relación con las criaturas y de los ritmos insertados en la carne que no nos dejan detenernos, con los que nos quemamos a nosotros mismos creyendo que son una exigencia de nuestra entrega. La verdadera mortificación posibilita que cada uno sea «señor de sí» (Ej 216) en nuestra respuesta a la propuesta de Dios. Lo que realmente importa es que podamos mantener una relación de libertad en medio de las cosas creadas, de tal manera que el usarlas o dejarlas venga orientado por la propuesta que Dios nos hace en cada situación para crear con él la vida del Reino. Nuestra inspiración es el Jesús pobre y humilde del Evangelio, la libertad con que él se relacionó con las personas y las cosas: participaba de un banquete o pasaba hambre por las aldeas perdidas, atendía a la gente hasta el agotamiento o se iba en la barca con los discípulos a una playa tranquila para descansar y compartir lo vivido (cf. Mc 6,32). Romper con ritmos trepidantes y exigencias excesivas, dejando partir el éxito seguro o remuneraciones ligadas a la realización personal, también es mortificación. Nos puede iluminar a este respecto la carta de Ignacio al padre Esteban Casanova, escrita el 20 de julio de 1556. Exponía a Ignacio el padre Casanova que su poca salud se debía a la represión de la sensualidad.
Ignacio, utilizando el término «represión», tan actual, le responde que tiene que examinarse para ver si la causa no son sus trabajos excesivos y descontrolados, que eran muy exitosos. En cuanto a la represión de las cosas agradables a los sentidos, Ignacio le replica: «Después, esta represión puede hacerse de dos modos: uno, que con la razón y luz de Dios advirtiendo algún movimiento de la sensualidad o parte sensitiva contra la voluntad divina en modo que sea pecado, lo reprimáis con temor y amor a Dios; y esto está bien hecho, aunque se siguiese debilidad y mal del cuerpo; que no se debe hacer pecado alguno por este o por otro respecto. Otro modo hay de reprimir dicha sensualidad, cuando vos apetecéis algunas recreaciones o cosas lícitas, donde no hay pecado alguno, mas por deseo de mortificación y de cruz se niega aquello que se busca; y esta segunda represión ni a todos ni en todo tiempo es conveniente, antes bien es a veces mayor mérito, para poder permanecer a la larga con fuerzas en el servicio divino, tomar alguna honesta recreación de los sentidos que reprimirla; y de ahí entenderéis que la primera clase de represión os conviene y no la segunda, aunque tengáis ánimo de caminar por la vía más perfecta y grata a Dios»[18]. Todos necesitamos «recreación de los sentidos» para saborear los dones que Dios nos da, rehacernos y poder servir mejor al Señor. A veces, la verdadera mortificación no consentirá tanto en privaciones sino en llevar una vida ordenada con el descanso necesario, una dieta saludable y el ejercicio físico conveniente para conservar la salud, y en mantener un ritmo de vida en el que no nos explotemos a nosotros mismos creyendo que nos estamos realizando o agradando más a Dios. El activismo y la velocidad de la cultura actual pueden arrastrarnos por el suelo como fardos sin libertad. Con frecuencia necesitamos nadar contra la corriente dominante del «mundo líquido» (agere contra). La abnegación nos habla del espíritu. El amor apasionado por Dios y su Reino, sentido en el centro del corazón, nos dispone para acoger la propuesta de Dios, en medio de otros proyectos que pueden ser buenos y agradables para nosotros pero que no son el que ahora mismo él nos propone. El «mayor servicio» es comprometernos con la propuesta de Dios,
sea fácil o difícil, vistosa o escondida, cotizada o menospreciada, un éxito o un fracaso. El corazón abnegado se apresta a colaborar con Dios allí donde él lo llama y a disfrutar con él la alegría de crear juntos su novedad, o a permanecer con él donde es masacrado en sus hijos más indefensos. La mortificación y la abnegación están al servicio de la libertad, de la disponibilidad para con Dios, tanto para ir adentrándonos en un encuentro sin fin con él en lo más profundo de nuestra intimidad como para avanzar en el futuro del Reino, en la historia sin caminos ni paisajes conocidos. Nos unimos a él en su proyecto de vida, con la colaboración justa que nos propone, respetando siempre lo que realmente somos. La abnegación y la mortificación no son para sufrir por sufrir, como si Dios se complaciese en nuestros dolores, sino para disponernos y entregarnos al amor más grande. Es la «ascesis del amor»[19]. Nace del amor, se vive como amor y nos dispone a amar de manera concreta. Nos conduce a la «dilatación del corazón» encogido y a la «consolación». La abnegación y la mortificación que nunca podemos soslayar en el seguimiento del Jesús pobre y humillado del Evangelio es la de la vida cercana y comprometida con los que viven en las periferias existenciales del naufragio afectivo; la de la investigación sin testigos, en laboratorios y bibliotecas, de la ignorancia, la cultura o la organización social; la de la solidaridad con los pobres que sufren de manera permanente carencias duras y humillantes, que están obligados a vivir en ambientes tóxicos, sometidos por fuerzas estructurales que los empujan hacia abajo y los estigmatizan como los culpables de «perturbar el orden» cuando intentan emerger del abismo y vivir con justicia y dignidad. En muchas ocasiones, las víctimas son tratadas como si fuesen los verdugos. 8.
Lucidez evangélica: el humo tóxico de la cátedra y la fecundidad de la tierra desnuda «No hago el bien que quiero; el mal que no quiero, eso es lo que ejecuto» (Rom 7,19).
«Pero ¡cuántas gracias le doy a Dios por Jesús, Mesías, Señor nuestro!» (Rom 7,25). Podemos ser abnegados y mortificados, pero ¿hacia dónde ir? ¿Cuáles son los caminos que debemos roturar con Jesús? Nuestra buena voluntad puede ser secuestrada por el engaño. ¡Tantos fanáticos están dispuestos a matar y a morir, a humillar y despreciar, a mutilar y descartar a otros seres humanos por una imagen falsa de Dios! Necesitamos ver con claridad la propuesta de Dios en medio del humo cegador que nos irrita los ojos y nos oscurece la realidad. Pablo es lúcido con respecto a la batalla que se libra dentro de sí mismo. Pero no se considera un hombre definitivamente preso. Un humo denso y tóxico le impide ver con nitidez su propia realidad personal, cómo se extiende el mal por su intimidad y cómo tergiversa lo mejor de sí mismo: «Lo que realizo no lo entiendo, pues lo que yo quiero, eso no lo realizo; en cambio, lo que detesto, eso lo hago» (Rom 7,15). También percibe que el Jesús pobre y humilde de Nazaret, desde su vida descalza y bien pegada a la tierra de la realidad donde se movía el pueblo sencillo, lo libera de «ese instrumento de muerte» y exclama: «¡Cuántas gracias le doy a Dios por Jesús, Mesías, Señor nuestro!» (Rom 7,25). Ignacio presenta al enemigo «en una grande cátedra de fuego y humo» (Ej 140), en la Babilonia de los imperios opresores, y a Jesús, por el contrario, sobre la tierra desnuda de Galilea. Por los alrededores de nuestro santuario interior, donde Dios habita, merodea, insomne y sin sosiego, el enemigo, «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44) que intenta engañarnos con múltiples disfraces para entrampar nuestra decisión radicalmente o, al menos, para disminuir la calidad del bien que hacemos y carcomer los pilares de nuestra consistencia interior. En la meditación de las dos banderas (Ej 136-148), Ignacio nos ilumina sobre esta batalla que nunca cesa. Lo que tratamos de discernir es «la vida verdadera» (Ej 139) que Jesús nos ha traído y nos ofrece para todos hoy en cada coyuntura. En esta meditación de lucidez evangélica, Ignacio nos presenta primero el camino de la «no vida», de la esclavitud propia y ajena, del orgullo vano que, desde su prestigiosa «cátedra de fuego y humo», ciega, seduce y destruye las
relaciones y los proyectos. El enemigo de la «vida verdadera» se sienta en una cátedra llamativa y cotizada, poderosa; está rodeado de un humo tóxico que confunde la mirada, se alza vano hacia los cielos y se diluye cayendo sobre la tierra, contaminando el aliento vital de todo lo que existe. Su metodología es el engaño de las redes invisibles, escondidas al paso del confiado, que se convierten después en cadenas manifiestas e irrompibles. Su camino empieza con la acumulación de cualquier tipo de riquezas, pasa por el honor vano y volátil de la opinión pública y termina en orgullo que mira de arriba abajo, ignorando a las personas y deteriorando las relaciones. Jesús es el camino contrario. Ignacio nos lo presenta en un lugar «humilde, hermoso y gracioso» (Ej 144). Lo que se dice del espacio se dice también de Jesús. La «vida verdadera» es propuesta en una relación cercana, de amistad y de servicio, sobre la fecundidad de la tierra desnuda, despojada de toda losa sobre la que construir los sueños del propio ego. Se encuentra en el pobre de corazón que se acerca a los demás como amigo y servidor, lejos de todo trasfondo mercantil; en esas relaciones se crea la vida verdadera. La contemplación sosegada del Jesús pobre y humilde del Evangelio va posibilitando que su propuesta se convierta en la sabiduría encarnada en nosotros, que nos oriente en todo discernimiento. Buscamos ser servidores de la «vida verdadera», sin engaños, con «humildad amorosa» (De 178), con las personas y con todas las cosas creadas, lo que nos posibilita saborear ya la dimensión de eternidad que se esconde en las más pequeñas afirmaciones de la vida. 9.
El afinado y creciente darnos cuenta: «Mucho examinar» (Ej 319) «Antes erais tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos de la luz, donde florece toda bondad, honradez y sinceridad, examinando todo lo que agrada al Señor. En vez de asociaros a las obras improductivas de las tinieblas, denunciadlas» (Ef 5,8-11). «No seáis irreflexivos sino tratad de comprender lo que el Señor quiere» (Ef 5,17).
«No apaguéis el Espíritu […] pero examinadlo todo» (1 Tes 5,19-21). La claridad sobre nuestro universo interior y sobre el contexto que nos rodea e influye en nosotros no se realiza fácilmente y de una vez sino de manera lenta, pues estamos sometidos a fuerzas de dentro y de fuera que se reinventan constantemente, nos conmueven y nos desenfocan el horizonte que atrae nuestro corazón. El conocimiento propio es algo clave y difícil. Santa Teresa nos dice que es un don de Dios: «Tengo por mayor merced del Señor un día de propio y humilde conocimiento, aunque nos haya costado muchas aflicciones y trabajos, que muchos de oración»[20]. Las diferentes reglas que Ignacio propone en los Ejercicios nos pueden ayudar a ser lúcidos sobre dimensiones importantes de nuestra vida que podrían pasar desapercibidas. No solo las leemos como normas sino también como espejos que nos reflejan lo que somos, aun en los pequeños detalles de la cotidianidad. Las reglas presuponen siempre una experiencia de Dios inspirada en la contemplación de Jesús. Sin esta experiencia se convierten en una ascesis falsa, rígida y sin sabor. Para Ignacio es fundamental darnos cuenta de lo que vivimos interiormente: cómo actúan en nosotros el buen espíritu que nos construye y el malo que nos dispersa, lo que nos integra y lo que nos desintegra, los dinamismos sanos que configuran nuestra persona y las heridas persistentes del pasado por donde se desangran nuestras buenas intenciones, las experiencias que nunca dejan de manar futuro limpio y el «punto flaco» por donde somos más vulnerables y seremos constantemente atacados (cf. Ej 327). En la mitología griega, Aquiles era invulnerable porque, cuando nació, su madre, la ninfa Tetis, intentó hacerlo inmortal sumergiéndolo en la laguna Estigia, pero olvidó mojar el talón por el que lo sujetaba, dejando vulnerable esa pequeña parte del pie. Por ahí lo abatieron con una flecha envenenada. A Sigfrido le cayó una hoja de tilo en la espalda mientras se bañaba en la sangre del dragón que lo hizo invulnerable, y por ese pequeño espacio entró la lanza que lo mató a traición. Estos relatos mitológicos
expresan la misma realidad humana: todos tenemos nuestro «talón de Aquiles», nuestro «punto flaco». El conocimiento propio siempre ha sido central en la historia de la espiritualidad cristiana, tanto para constatar, agradecer y acoger la acción de Dios en nuestra vida como para ser lúcidos y estar atentos por donde somos más frágiles. Ignacio propone diferentes formas de examen: a) El «examen de la oración» (cf. Ej 77) es para ver cómo me ha ido: qué ha sucedido, que novedad ha realizado Dios en el encuentro siempre nuevo que él mantiene conmigo, qué resistencias encuentro en mi interior y si he detectado engaños del enemigo. b) El «examen particular» se fija en un punto preciso que necesitamos trabajar a lo largo de cada jornada y durante tiempos más largos (cf. Ej 24-31). c) En el «examen para confesarse» tomamos conciencia de nuestros pecados objetivos y de nuestras motivaciones más sutiles, pues siempre se nos ocultan ambigüedades cada vez más escondidas en la profundidad de nuestro corazón (cf. Ej 32-42). d) El «examen general», al final de la jornada o en otros momentos (cf. Ej 43), conecta cada uno de nuestros días con la contemplación para alcanzar amor, punto final de los Ejercicios y comienzo de la vida cotidiana. Nos dispone para «en todo amar y servir», porque en todo buscamos y encontramos a Dios. En la medida en que, al final de cada día, constatamos dónde se nos ha revelado Dios en la realidad y le damos gracias, cuando regresemos a ese mismo espacio, todo nos hablará de su presencia, aunque nosotros no lo pensemos conscientemente. De esta manera, nuestra sensibilidad se va transformando y nos vamos convirtiendo en contemplativos en la acción, en verdaderos místicos de ojos abiertos. En este clima de agradecimiento se ve el pecado, se recibe el perdón y se abre el mañana a cambios concretos y a posibilidades que superan todos nuestros cálculos. El «examen general» se afianzó en los primeros jesuitas
desde los comienzos de la Compañía, y se extendió en su crecimiento como un elemento esencial de nuestra espiritualidad de religiosos itinerantes en medio del mundo[21]. En nosotros se da una permanente necesidad de distinguir los espíritus que nos construyen de los que nos perturban y nos rompen. Toda la experiencia de los Ejercicios, y de cada día en nuestra vida habitual, se clarifica y encuentra su sentido más fino en las «reglas para en alguna manera sentir y conocer las varias mociones que en la ánima se causan» (Ej 313). En cualquier situación y etapa espiritual, discernimos las consolaciones y las desolaciones, que pueden ser lenguaje tanto del espíritu bueno como del malo. Cuando Ignacio empezó su estancia en Manresa, iba haciéndose cada vez más consciente de su mundo interior. Algunos días se sentía muy consolado, todo lo veía claro y encontraba el ánimo dispuesto para todo. En otros momentos, sentía todo lo contrario: tristeza, sinsentido, deseo de abandonar aquella vida. «Aquí se empezó a espantar de estas variedades, que nunca antes había probado, y a decir consigo: “¿Qué nueva vida es esta que ahora comenzamos?”» (Au 21). De manera muy resumida, y animando a acudir al texto de los Ejercicios espirituales para comprender las reglas con la sabiduría de todos sus matices, retomo la enseñanza de Ignacio sobre la manera de situarnos en las consolaciones y las desolaciones (cf. Ej 313-336). – En la consolación experimentamos claridad y lucidez espiritual en el pensamiento, alegría y unión con Dios en la afectividad, ligereza en nuestro cuerpo, sentido en lo que vivimos, ánimo y creatividad en nuestra misión, aumento de fe, esperanza y caridad en nuestro espíritu. Incluso podemos ser consolados en las lágrimas de dolor por nuestros pecados y al acompañar a Jesús en su pasión. – En la desolación experimentamos todo lo contrario: confusión y oscuridad en nuestro pensamiento, tristeza y amargura en la afectividad, pesadumbre en el cuerpo, sinsentido en lo que hacemos, tentaciones persistentes contra la vida evangélica, con inclinación a cosas bajas y terrenas.
Habitualmente Dios, al ir creciendo en su servicio, nos consuela y el mal espíritu, en cambio, «milita» contra la alegría de la vida evangélica que Dios nos ofrece (cf. Ej 315). Hay, pues, un principio fundamental: lo propio de Dios y de sus ángeles es consolar, «dar verdadera alegría y gozo espiritual»; lo propio del enemigo es «militar» contra esa alegría «trayendo razones aparentes, sutilezas y asiduas falacias» (Ej 329). El engaño, con todas sus sutilezas, es su manera preferida de actuar. En tiempo de desolación, Ignacio nos propone «no hacer mudanza» de lo que estamos viviendo como servicio de Dios sino «mudarnos contra» la desolación, insistiendo en la oración y en lo que nos anima en el seguimiento de Jesús. Es importante discernir la causa de la desolación. A veces estamos desolados por nuestro descuido espiritual, y en otras ocasiones la desolación es pedagógica. Dios se esconde (nunca se ausenta de nuestra persona ni del mundo) para que lo busquemos con más profundidad, tanto dentro de nosotros como en las realidades más duras, donde parece imposible que esté presente, para fortalecernos en el seguimiento de Jesús y para que experimentemos que «todo es don y gracia» suyos (Ej 322). Es necesario actuar con resolución desde el principio contra las propuestas del enemigo, sin posponer nuestra acción, antes de que echen raíces fuertes (cf. Ej 325), dialogar con transparencia con nuestro acompañante (cf. Ej 326) y ser lúcidos sobre nuestro «punto flaco», que es la herida por donde habitualmente entra en nosotros lo que nos perturba (cf. Ej 327). La consolación también hay que discernirla. Solo Dios nos puede dar consolación «sin causa precedente» (Ej 330), sin ninguna razón que la haga previsible, gratuitamente, desbordando nuestros tiempos planificados, espacios propicios, cálculos y razones. Desde el centro del alma se revela gozosamente su presencia permanente en nosotros, sin interferencias que la empañen, y brota en nosotros el deseo de una unión plena con él y de entregarnos a su voluntad sin reserva ninguna. Tanto el buen espíritu como el malo nos pueden dar consolación con alguna causa precedente: una oración, un encuentro, un proyecto… El mal espíritu entra en nuestra razón y allí se disfraza de «ángel bueno», revistiéndose con todo tipo de racionalizaciones y de engaños. ¿Cómo distinguir si la consolación es del buen o del mal espíritu? Por el fin donde acaba. La consolación del Espíritu de Dios nos construye, nos alegra y nos
fortalece para el compromiso por el Reino de Dios. El mal espíritu busca que hagamos algo malo, algo menos perfecto que lo ya planeado antes, o algo que nos distrae de la entrega plena y nos deja empantanados en la ciénaga fangosa de la mediocridad. Por eso, la consolación debe ser discernida para ver si es enteramente de Dios o si carcome de alguna manera el deseo de amar y servir en todo a Dios y a su Reino. Es importante examinar en qué momento el mal espíritu se infiltró en nosotros con sus engaños. Puede ser que nos haya dado una falsa consolación, o que se haya introducido en el curso de una verdadera consolación de Dios, o que nos perturbe en las conclusiones que sacamos de esa consolación. Al examinar la consolación, dos preguntas son fundamentales: ¿de dónde viene? y ¿a dónde me lleva? Podemos constatar: ¿nos anima a la alegría del amor humilde y servicial o nos desazona un poso de tristeza que nos va empapando el alma? En este examen de espíritus se fundamenta la transparencia de nuestro necesario diálogo con el acompañante espiritual, así como el compartir con los demás las mociones que experimentamos en los procesos de discernimiento en común, en los que también hay que discernir consolaciones y desolaciones. Tantas reglas podrían parecer un entramado ascético demasiado complicado y artificial. No se pueden comprender sin la experiencia mística, separadas del Espíritu que ablanda lo rígido, agiliza lo lento y armoniza lo diverso. Las diferentes reglas ayudan a la lucidez interior y a la ordenación de la vida con libertad. Cuando se interiorizan, son una estructura interior que nos hace ágiles y fuertes para crecer en la finura espiritual que nos permitirá movernos de manera creadora en un mundo complejo y cambiante. Las más pequeñas reglas de un alpinista de alta montaña, incorporadas en su modo de ascender por las paredes escabrosas de la roca, posibilitan que se mueva gozosamente, con seguridad y destreza, por espacios que a los demás nos aterran, nos dejan sin aliento y nos paralizan. 10.
El espíritu generoso: el «más», deseo y horizonte
«Y esto pido en mi oración: que vuestro amor crezca todavía más y más en penetración y sensibilidad para todo; así podréis acertar con lo mejor» (Flp 1,9s). Pablo escribe desde la cárcel a los cristianos de la comunidad de Filipos. No sabe cuál será su destino, si morir o seguir vivo, y busca «lo mejor» para la difusión del Evangelio. Sabe que «viva o muera, ahora, como siempre, el Mesías será glorificado en mi persona» (Flp 1,20). Entre vivir y morir, ¿qué elegir? Morir y estar con Cristo «es con mucho lo mejor. Sin embargo, quedarme en este mundo es más necesario para vosotros» (Flp 1,23s). Pablo desea y busca lo que sea mejor para la misión de evangelizar que ha recibido, no solo hacer cualquier cosa buena. Pide para los discípulos en su oración que, como condición para acertar con lo mejor, su amor crezca todavía más en penetración y sensibilidad. ¿Hacia dónde se dirige esta peregrinación al santuario de nuestro corazón y del mundo? Escondidos en los refugios de la ley, de la costumbre o de la autoridad, no podremos dejarnos sorprender por la novedad de Dios, que buscamos en el discernimiento. Dios nos pide salir de la cueva donde estamos refugiados, para percibirlo a él en el paso de su brisa ligera (cf. 1 Re 19,11-14). Hoy la palabra magis («más») es retomada de muchas maneras. En logos de asociaciones, en el tejido de camisas o bufandas, en los sellos que certifican los documentos, la palabra magis encuentra eco en muchos corazones generosos. Parece mágica al tatuarla en la piel de los mejores sueños y propósitos. Es una pretensión certera. No se trata de discernir para hacer cualquier cosa buena sino para escoger lo que el Señor nos propone en un momento determinado, convencidos de que es lo mejor para el Reino y para nosotros mismos. Dios se alía con nosotros. El «más» es una alianza con Dios, no una exhibición voluntarista y circense. En la meditación de los «tres binarios» (cf. Ej 149-157), Ignacio propone al ejercitante cuatro «más» que deben confluir en un solo punto, en el que se configura y concreta, con claridad y consistencia, la propuesta de Dios en un momento determinado.
a) En la composición de lugar (cf. Ej 151), el ejercitante se ve rodeado por el Señor y todos los santos, que lo miran con un amor cálido, el cual desentumece todo lo encogido, lo acomodado, lo que está lastrado por el desengaño, para que pueda «desear y conocer lo que sea más grato a la su divina bondad». Dios es experimentado como la suma bondad, y el ejercitante desea responder a su propuesta con lo que le sea más grato. Así se convierte el «más» en agradable, gratificante, agradecido, gratuito. En la relación amorosa, la dimensión afectiva une a las personas mucho más profundamente que la obligación de cumplir el precepto de una ley. Este afecto mutuo, capaz de mover lo mejor de nosotros mismos, ya sitúa en un clima muy preciso nuestra búsqueda y nuestra respuesta. Buscamos desde la experiencia de estar siendo amados por ese corazón insondable de Dios y de permanecer en ese amor. No buscamos actuar para ser amados, pues ese amor sin medida ya lo hemos encontrado en nuestras vidas. El amor de Dios nos precede siempre. Una vez experimentado, crea el clima para discernir, encontrar su propuesta y entregarse. Toda elección es una alianza de amor. b) En la petición (cf. Ej 152), demando lo que quiero: «… gracia para elegir lo que más a gloria de su divina majestad y salud de mi ánima sea». Aquí consideramos a Dios en su dimensión gloriosa, fascinados por el plan maravilloso de salvación que atraviesa los siglos. Su gloria no es el narcisismo de Dios, que lo exalta a él desde nuestra pequeñez, sino que se manifiesta en nuestra pequeñez, llevando nuestra existencia al centro de sus desvelos, rebajándose él hasta quedar sin figura humana en la cruz. La gloria de Dios podemos confundirla con glorias humanas personales, de la propia congregación, de la Iglesia, que, en muchas ocasiones, no tienen nada que ver con la gloria de Dios, la cual brilló en su máxima expresión en el don de sí mismo cuando fue crucificado. Podemos proyectar sobre Dios la gloria nuestra de reconocimientos, números, éxitos, títulos, aplausos y poder. c) Muchas falsas glorias humanas han quedado pintadas en lienzos o grabadas en la piedra de edificios suntuosos, de mausoleos, de
museos… Más adelante, como elemento propio del tercer binario (cf. Ej 155), repetirá Ignacio tres veces la palabra «servicio»: «… que el deseo de mejor poder servir a Dios nuestro Señor le mueva a tomar la cosa o dejarla». Dios se nos ha revelado en su Hijo Jesús como nuestro servidor, abajado hasta lo más hondo de la realidad humana. Jesús contempla cómo el Padre trabaja en la realidad descalificada y se une a su acción (cf. Jn 5,17-20), acercándose al hombre que languidece en la piscina para servirlo, para que deje correr por su cuerpo y su espíritu la vida y la dignidad que vienen de Dios. La síntesis más preciosa de la alabanza y el servicio se encuentra en la «Contemplación para alcanzar amor»: «en todo amar y servir» (Ej 233). Ante la experiencia de tantas glorias buscadas con esfuerzo, pero que no son la gloria de Dios, tal vez nos sentimos hoy más identificados con esta fórmula, más humilde y realista, con la que se cierran los Ejercicios espirituales y se abre la vida cotidiana. d) El cuarto elemento que hay que tener en cuenta es que Dios nos propone lo que «más […] salud de mi ánima sea» (Ej 152). Este aspecto es muy importante, pues a veces podemos olvidar las limitadas posibilidades que somos y tenemos. Nos creemos más de lo que somos y nos rompemos por asumir cargas para las que no tenemos los hombros formados, o podemos encogernos como pergaminos de historias viejas, porque nos minimizamos sin misericordia. Es posible exprimirnos a nosotros mismos hasta la ruptura personal por pretender acelerar la hora, ignorando los ritmos del Reino y los de la propia persona. No podemos someter la realidad a las exigencias de nuestra impaciencia ni de nuestras programaciones. Necesitamos entrar en el tiempo de Dios y de la debilidad humana, que él ha asumido como propia en la encarnación de su Hijo. La propuesta de Dios nos hace más sanos, más saludables, más capaces de saborear con alegría la entrega en la construcción del Reino y también más resistentes a la hora de ser confrontados a horas oscuras y fuerzas que nos pueden flagelar las espaldas y clavar, juntamente con las realidades crucificadas de la existencia humana.
e) En el triple coloquio de las dos banderas (cf. Ej 147), que repetimos varias veces durante esa etapa de los Ejercicios, nos damos cuenta de que pedir este «más», situado en el seguimiento del Jesús pobre y humilde del Evangelio, es fruto enteramente de un corazón abierto a la gracia de Dios, y que sin ese don andamos transitando las fronteras de la desmesura, que nos puede destruir. Cómo ir unificando en nuestra persona estas cuatro dimensiones del «más» de la propuesta de Dios es un desafío, que implica la ascética de un yo dispuesto a acoger el don de Dios y la gracia mística de una relación profunda que Ignacio, con una imagen de gran cercanía afectiva y corporal, describe como un abrazo: «… abrazándola [al alma] en su amor y alabanza» (Ej 15). El abrazo tiene lugar entre dos personas. Solo es posible cuando Dios me abraza y yo le respondo y lo abrazo. La sabiduría evangélica nos irá unificando por dentro para vivir la propuesta de Dios con sentido. Eso no excluye que, en algunas ocasiones, ser fieles a Dios nos lleve a situaciones de oscuridad y de muerte. En muchas opciones, el más puede ser el menos de tantos trabajos sencillos que van empedrando el mosaico de nuestra vida cotidiana, el cual solo revelará su espléndida belleza cuando todo el proceso esté terminado. En el Evangelio constatamos cómo Jesús vive en proceso constante de discernimiento. No busca hacer simplemente cosas buenas sino la propuesta del Padre. A veces responde a la búsqueda del pueblo, y en otras ocasiones frustra sus expectativas y se va a otra parte: «También a los otros pueblos tengo que anunciarles la buena nueva del Reino de Dios» (Lc 4,43). Se enfrenta a los dirigentes judíos o se aleja de ellos; aparece o bien se retira y se esconde. Su misión se limita al pueblo judío, pero se deja sorprender por la fe de algunos paganos y rompe su itinerario previsto para detenerse y ayudarlos. En el Tabor Jesús se transfigura (cf. Mc 9,2s) y se siente confirmado en la decisión de subir a Jerusalén que había tomado seis días antes en Cesarea de Filipo, en contra del sentir común de los discípulos expresado por Pedro (cf. Mc 8,31-33). Desde esa experiencia de la cercanía máxima del Padre, decide subir hasta Jerusalén para la gran confrontación con las instituciones de su pueblo. Se mueve siempre buscando la propuesta del Padre en cada momento, lo que es «mejor» para el servicio al Reino de
Dios, que se va manifestando de manera inédita. Jesús se mueve unificado por dentro, con la libertad de un corazón enteramente centrado en el Padre, ardiendo en la pasión por su misión. En el trasfondo de toda decisión verdadera y generosa está siempre el misterio de la cruz. Mientras no podamos verla como señal del amor hasta el extremo, esquivaremos las propuestas de Dios. Precisamente Jesús vino a «liberar a todos los que, por miedo a la muerte, pasaban la vida entera como esclavos» (Heb 2,15). «La cruz es un factor sumamente importante en la espiritualidad de san Ignacio. No hay espiritualidad ignaciana sin la cruz. Porque no hay verdadera libertad interior sin la cruz. Sin haber aceptado la cruz no se pueden tomar decisiones. […] Él nos quiere totalmente vivos, y, al mismo tiempo, totalmente muertos. Esta es la paradoja. Para seguir a Cristo hay que morir totalmente, pero para vivir totalmente»[22]. 11. Conocer, acoger, ofrecer y confirmar la propuesta de Dios «Lo que es yo, estando bajo la ley, morí para la ley, con el fin de vivir para Dios. Con el Mesías quedé crucificado y ya no vivo yo, sino que vive en mí el Mesías. Mi vivir humano de ahora es un vivir de la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gal 2,19s). Pablo acoge la propuesta de Dios no de una manera superficial sino desde el centro de su ser, y la realiza de tal manera que Cristo vive en él, actúa en él, se manifiesta en él. Ya se dejó crucificar para morir y resucitar a la vida nueva que es el don impredecible de Dios. Abandonados los caminos trillados de la ley, acoge la propuesta de Dios, que se vive en la fe en Jesús. En el descenso al fondo de la realidad personal y comunitaria, vamos a experimentar que Dios está siempre llegando y haciendo algo nuevo. Puedo descubrir exigencias de justicia en una población marginal; búsqueda de sentido en un joven atrapado en su identidad incierta; los gritos mudos de un emigrante, profeta sin papeles que se mueve con recelo por las calles; la exigencia de campesinos sin tierra ante latifundios mal habidos cuyas
cercas se pierden en el horizonte… También puedo admirar una asociación de enfermos con síndrome de Down que busca más colaboradores, el magnífico trabajo de un equipo de alfabetización de inmigrantes excluidos, un grupo de madres que lucha por descubrir a sus hijos desaparecidos, la generosidad de personas acomodadas que dejan entrar en su corazón y su presupuesto vidas destruidas, hombres públicos que arriesgan su futuro y su vida en la búsqueda de justicia y de libertad para todos… Tanto en el grito de dolor como en la admiración que siento por la vida evangélica que crece, reconstruyendo las personas y el tejido social, puedo sentir dentro de mí una llamada a buscar la colaboración con Dios allí donde se experimentan las convulsiones del parto. En el encuentro personal con Dios, mientras estoy lúcidamente situado en la realidad, voy discerniendo la propuesta que me hace y mi respuesta a esa llamada. Para no atropellar las decisiones y abortar los procesos, ignorando lo que realmente somos, es muy importante estar atentos a los ritmos que implican los diferentes procesos de discernimiento. San Ignacio dice que hay tres «tiempos» diferentes en esta búsqueda: 1) Cuando, sin poder dudar, siento con claridad la llamada concreta del Señor y la alegría de poder responder con un «sí» que me deja en gran paz (cf. Ej 175). 2) Un segundo tiempo, cuando voy sintiendo alternancia de consolaciones y desolaciones, hasta que llega un momento en que se clarifican en mí la propuesta de Dios y mi respuesta (cf. Ej 176). 3) Un tercer tiempo en que, desde la razón iluminada por la fe, voy examinando lo que veo a favor o en contra de tomar una decisión, hasta que siento con claridad hacia dónde me inclino (cf. Ej 177). En los procesos en que el compromiso que se asume implica radicalmente la vida y supone un cambio muy fuerte es importante dar un tiempo más o menos largo, para que la nueva opción se asiente en mí y pueda ser aceptada con una decisión acogida por la persona concreta que yo soy. Dios respeta siempre nuestra libertad y se dirige a nosotros como somos cuando nos propone algo, pero podemos añadir elementos que tergiversan la propuesta de Dios y nos atropellan a nosotros. Siempre es una gran ayuda encontrar a una persona que nos pueda acompañar. Cuando vemos clara la propuesta de Dios, presentamos al Señor en la oración nuestra decisión y esperamos que nos confirme. Normalmente la paz y la alegría suelen ser la confirmación de Dios. En algunas situaciones,
la opción que hemos tomado puede ser dolorosa, pero permanece el sentido que experimentamos, como Jesús en Getsemaní: «Si quieres, aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 22,42). A través de todo este proceso de oración y de discernimiento, Dios nos va preparando para ser capaces de asumir lo que nos va a proponer. Esta confianza básica nos anima en toda la búsqueda. En nuestra cultura siempre cambiante, hay una tendencia a decir «sí» a lo que escogemos, pero sin decir «no» a lo que dejamos, de manera que queda una puerta abierta ante cualquier eventualidad. No saber cortar con lo que se deja y permitir que muera esa posibilidad, para concentrarse en la propuesta que Dios nos presenta, nos vuelve débiles y divididos por dentro. Nuestros surcos quedarán torcidos, porque, mientras aramos, estamos mirando constantemente hacia atrás o hacia los lados (cf. Lc 9,62). «Sí» y «no» son dos palabras fundamentales en una existencia sana. Ya desde niños aprendemos a decirlas de manera rotunda, pero con el crecimiento podemos perder esa libertad de pronunciarlas de manera responsable. 12.
Clarificar y compartir la experiencia «Tengo muchas ganas de veros, para comunicaros algún don del Espíritu que os afiance, es decir, para animarnos mutuamente con la fe de unos y de otros, la vuestra y la mía» (Rom 1,11s).
Pablo comprobó a lo largo de su vida cómo la experiencia del Espíritu compartida en la comunidad era una dimensión fundamental para ser fieles a Dios y a su proyecto. Lo expresa así en su carta a los cristianos de Roma. Desde los comienzos de su proceso de conversión, para Ignacio fue siempre muy importante encontrar personas con las que tener una «conversación espiritual» sobre las experiencias que se movían en su interioridad. Se adentraba en el mundo desconocido y sumamente complejo del corazón humano. Necesitaba definir lo que sentía y compartirlo, no solo para no extraviarse sino para dejarse transformar con alegría por la acción del Espíritu en él, a través del reflejo de los demás. A partir de esa experiencia, Ignacio ofrecía también esta posibilidad de conversar a las personas que encontraba con deseos de crecer en su entrega a Dios.
En la fundación de la Compañía de Jesús en la universidad de París, la «conversación espiritual» estuvo muy presente desde los inicios de la configuración de aquel grupo de «amigos en el Señor». Orando y conversando sobre su experiencia espiritual, sus consolaciones y desolaciones, se iban uniendo todos los compañeros desde las dimensiones más hondas de sí mismos, allí donde Dios actúa. Juntos fueron aprendiendo a distinguir la acción de Dios y a sentir cómo él iba configurando un grupo dotado de una novedad que los admiraba a ellos mismos antes de sorprender a los demás. Se discierne desde la experiencia personal y comunitaria de Dios. Necesitamos reconocerla, nombrarla y compartirla con sencillez y verdad. No discernimos a partir de una opinión sobre un texto, ni desde estadísticas o proyectos, sino a partir de la experiencia espiritual que las informaciones y datos sobre la realidad crean en nosotros. En este proceso, Dios no solo nos da a conocer su voluntad, sino que nos prepara para vivirla. Con la persona que tiene «autoridad eclesial», contrastamos lo que sentimos como propuesta de Dios, para que ella nos ayude a confirmarla, matizarla o someterla a una sospecha que nos posibilite purificarla y afinarla mejor. 13.
Un don de Dios a los humildes «Y si no, hermanos, fijaos en quiénes habéis sido llamados: no muchos intelectuales, ni muchos poderosos, ni muchos de buena familia. Todo lo contrario: lo necio del mundo lo escogió Dios para humillar a los sabios; y lo débil del mundo lo escogió Dios para humillar a lo fuerte. Y lo plebeyo del mundo, lo despreciado, lo escogió Dios: lo que no existe, para anular lo que existe, de modo que ningún mortal pueda gloriarse ante Dios» (1 Cor 1,26-29)
Pablo mira el recorrido de su vida y el nacimiento de las comunidades cristianas. Al comienzo de su misión, creyó que, si los cultos atenienses acogían la buena noticia, sería muy fácil la extensión del Evangelio. Pero se encontró con un profundo fracaso. Salió caminando, dolorido y confuso, y llegó hasta la corrupta ciudad de Corinto, atestada de esclavos y de negocios. Allí hizo un descubrimiento que marcó toda su vida. El Espíritu
lo condujo hasta un pequeño grupo y Dios le dijo: «No temas, sigue hablando y no te calles, que yo estoy contigo» (Hch 18,9s). Aunque algunas personas ilustradas y de buena posición acogieron el Evangelio, las comunidades se fueron formando mayoritariamente con los últimos, que, iluminados por el Espíritu, pudieron discernir la novedad esperanzadora de Dios en aquel mensaje que les tocaba el corazón, les abría el futuro y daba un sentido a su vida. Podría parecer que el discernimiento espiritual es algo sumamente complejo y destinado exclusivamente a los especialistas o a las personas de una gran perfección. Sin embargo, encontramos personas sencillas, sin mucha formación académica, que tienen una sintonía muy profunda con el Espíritu y encuentran con facilidad las propuestas de Dios. Son iluminadoras las palabras del papa Francisco: «Es verdad que el discernimiento espiritual no excluye los aportes de sabidurías humanas existenciales, psicológicas, sociológicas o morales. Pero las trasciende. Ni siquiera le bastan las sabias normas de la Iglesia. Recordemos siempre que el discernimiento es una gracia. Aunque incluya la razón y la prudencia, las supera, porque se trata de entrever el misterio del proyecto único e irrepetible que Dios tiene para cada uno y que se realiza en medio de los más variados contextos y límites. No está en juego solo un bienestar temporal, ni la satisfacción de hacer algo útil, ni siquiera el deseo de tener la conciencia tranquila. Está en juego el sentido de mi vida ante el Padre que me conoce y me ama, el verdadero para qué de mi existencia, que nadie conoce mejor que él. El discernimiento, en definitiva, conduce a la fuente misma de la vida que no muere, es decir, conocer al Padre, el único Dios verdadero, y al que él ha enviado: Jesucristo (cf. Jn 17,3). No requiere de capacidades especiales ni está reservado a los más inteligentes o instruidos, y el Padre se manifiesta con gusto a los humildes (cf. Mt 11,25)»[23]. San Ignacio solía terminar sus cartas con un deseo suyo, que era al mismo tiempo una oración. La voluntad de Dios no solo se conoce, sino que también se siente. La afectividad está implicada para acoger y cumplir la propuesta de Dios:
«Plega a la divina Bondad a todos dar su gracia cumplida para que su santísima voluntad siempre sintamos y enteramente la cumplamos»[24].
[13] Cf. PAPA FRANCISCO, Gaudete et exsultate, 64-109. [14] Ibid., 169. [15] A. GUILLÉN - P. ALONSO - D. MOLLÁ, Ayudar y aprovechar a otros muchos. Dar y hacer Ejercicios ignacianos, Mensajero, Bilbao 2018, 30. [16] SAN JUAN DE LA CRUZ, Subida al Monte Carmelo, I, 11, 4. [17] A. ALBURQUERQUE (ed.), En el corazón de la Reforma. Recuerdos espirituales del beato Pedro Fabro, Mensajero-Sal Terrae, Bilbao-Santander 2000, 392. [18] SAN IGNACIO DE LOYOLA, Obras completas, BAC, Madrid 19915, 1102. [19] Cf. S. ARZUBIALDE, Ejercicios espirituales de san Ignacio. Historia y análisis, Sal TerraeMensajero, Santander-Bilbao 20092, 262. [20] SANTA TERESA DE JESÚS, Libro de las fundaciones, 5, 16. [21] A. ARAUJO SANTOS, «Mas él, examinándolo bien…» (Au 27). El examen de conciencia en la espiritualidad ignaciana, Mensajero-Sal Terrae, Bilbao-Santander 2016, 309-331. [22] A. NICOLÁS, Darlo todo. Textos seleccionados de la visita del padre Adolfo Nicolás, SJ, Superior General de la Compañía de Jesús, Provincia jesuita de Chile, 2011, 68-69. [23] PAPA FRANCISCO, Gaudete et exsultate, 170. [24] SAN IGNACIO
LOYOLA, «Carta a Leonor de Médicis, duquesa de Florencia», en Obras completas, BAC, Madrid 19915, 965. DE
3 Modo de proceder en el discernimiento comunitario «Unos que bajaron de Judea enseñaron a los hermanos que, si no se circuncidaban conforme a la tradición de Moisés, no podían salvarse. Esto provocó un alboroto y una seria discusión con Pablo y Bernabé; y se decidió que Pablo, Bernabé y algunos más subieran a Jerusalén a consultar a los apóstoles y responsables sobre aquella cuestión» (Hch 15,1s). Al final de ese discernimiento, vieron con claridad que no era necesaria la circuncisión: «Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables» (Hch 15,28)
En el proceso de expansión del cristianismo y de inculturación del Evangelio en el mundo pagano, surgió la polémica sobre la circuncisión. Algunos exigían a los nuevos cristianos venidos del paganismo que se circuncidasen, mientras que otros decían que no era necesario pasar por ese ritual propio del pueblo judío, no del nuevo pueblo nacido de la Pascua de Jesús. Los que tenían más autoridad en la Iglesia naciente no zanjaron la discusión con una orden que viajase desde Jerusalén a todas las comunidades, sino que escucharon la novedad de Dios, que estaba naciendo en las periferias más alejadas y vulnerables. Abrieron los oídos al Espíritu y contemplaron los caminos inéditos por donde crecía la comunidad. Por eso decidieron reunirse en Jerusalén viniendo desde los distintos espacios
donde predicaban el Evangelio. Cada uno contó lo sucedido y cómo el Espíritu Santo había descendido sobre los paganos en los diferentes contextos geográficos y culturales. Todos escucharon atentamente la vida que narraban los demás, deliberaron y decidieron que no era necesaria la circuncisión. La decisión, inspirada por el Espíritu y abierta a lo que decían todos, en vez de crear división y exclusión, abrió la comunidad eclesial a una nueva manera inclusiva de vivir la salvación de Dios. En los procesos actuales de reestructuración de las comunidades religiosas y eclesiales, también nos encontramos en una situación nueva. No suele ser un momento de crecimiento de números, sino de disminución, donde, sin embargo, no se trata simplemente de cerrar tareas y presencias sino de vivir un verdadero proceso de creatividad en un ambiente secularizado, muy parecido al de las primeras comunidades en el mundo pagano. Necesitamos procesos de discernimiento para crear nuevas estructuras comunitarias e institucionales y, en la efervescencia de las tecnologías de la comunicación, nuevos lenguajes para anunciar la vida nueva del Evangelio que ya saboreamos nosotros y que otros, sin darle nombre, también pueden sentir y gustar. «Pero, cuando hablamos de reestructuración, debemos estar hablando de renovación espiritual y compromiso con nuestra misión. Porque la reestructuración no debe ser un simple reordenamiento funcional para adecuarnos a los cambios del contexto y a nuestros números decrecientes. No debe ser una operación de salvamento en tiempos de naufragio. Debe ser un movimiento de renovación espiritual orientado a la misión. Su motivación no debe estar en el miedo a sucumbir en la catástrofe sino en el renovado entusiasmo por el seguimiento de Jesús»[25]. 1.
La comunidad es un cuerpo, un himno orquestado «Sed un himno a su gloriosa generosidad» (Ef 1,6) «Siendo auténticos en el amor, crezcamos en todo aspecto hacia aquel que es la cabeza, Cristo. De él viene que el cuerpo entero, compacto y
trabado por todas las junturas que lo alimentan, con la actividad peculiar de cada una de las partes, vaya creciendo como cuerpo, construyéndose él mismo en el amor» (Ef 4,15s). «Porque antes erais tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos de la luz, donde florece toda bondad, honradez y sinceridad, examinando todo lo que agrada al Señor. En vez de asociaros a las obras improductivas de las tinieblas, denunciadlas» (Ef 5,8-11). «No seáis irreflexivos sino tratad de comprender lo que el Señor quiere» (Ef 5,17). Los textos de la carta a los Efesios tienen un profundo sentido comunitario. La oración y el discernimiento van ayudando a que cada cristiano, con su carisma particular, dialogue con los demás, para ir formando un cuerpo unido en el mismo sentir y en la misma decisión. Los une a todos el Espíritu, que es el mismo en todos. La armonía llega precisamente de «crecer en todo aspecto» orientados hacia el mismo sol que los atrae. La autenticidad del amor mutuo es el centro de vida, de unidad y de crecimiento. Está por encima de simpatías o afinidades ideológicas. Tiene en cuenta el cuerpo entero, compacto y trabado; no ignora, ni relega, ni excluye. En esta misma carta aparece una imagen musical: «Sed un himno a su gloriosa generosidad» (Ef 1,6). Cada uno es una nota de un himno, y debe sonar en el momento preciso. No puede sonar más fuerte que los demás ni durante más tiempo, para no disminuir la presencia de los otros. Ninguno puede esconderse y apagarse por miedo, infravaloración, imposición… La falta de la más mínima nota es un fallo que los oídos expertos pueden escuchar. Afecta a todo el himno. Se busca un sonar de todos bien «acordados». Una nota aislada no significa nada, pero en el conjunto del himno adquiere toda su belleza. Las notas que la preceden y que la siguen dan todo su valor a cada nota y al himno entero. La acción del mismo Espíritu en cada persona va generando comunidad en la vida ordinaria, y de manera especial en la búsqueda y realización de la propuesta nueva de Dios.
«Vamos a recordar una historia contada por Sidney Lanier, un músico que tocó la flauta en la Orquesta Sinfónica de Baltimore durante muchos años. Una vez, durante un ensayo, la orquesta se desplazaba por un apasionado pasaje musical que se iba convirtiendo en un gran y vibrante crescendo. Mientras los platillos chocaban y los timbales retumbaban y los cuernos sonaban, un pensamiento travieso surgió en la mente de Lanier: “¿Qué importancia tiene mi flauta con su pequeño sonido en medio de este estruendoso rugido de la orquesta? ¿Y si dejo de tocar? ¿Y si no sale una nota de mi flauta? Nadie se dará cuenta”. Con lo cual, todavía sosteniendo la flauta en sus labios, dejó de soplar el instrumento. Instantáneamente, el director golpeó su batuta en el podio y toda la orquesta se detuvo chirriantemente. En el silencio ensordecedor, el director miró fijamente desde el podio a Lanier y gritó: “¿Dónde está la flauta?”»[26]. 2.
Presupuestos del discernimiento comunitario
Hoy constatamos la necesidad de los «discernimientos comunitarios», en los que una comunidad se reúne para tomar una decisión que afecta a su vida abriéndola a una nueva realidad. También hay «discernimientos en común», en los que la comunidad religiosa se abre a la participación de diferentes colaboradores de una misma institución apostólica, con el fin de buscar juntos la propuesta de Dios para esa institución. La metodología concreta se adapta, con creatividad y flexibilidad, a cada grupo. En las comunidades eclesiales, desde los tiempos de Pablo, todos buscaban juntos el camino, tanto en tiempos de crecimiento como de lucha, cuando el hacha de las persecuciones las podaba. Es muy importante distinguir entre las reuniones habituales, en las que buscamos juntos, en un clima de discernimiento, lo mejor posible para el grupo o la institución, y la convocatoria a un discernimiento especial ante una coyuntura que exige una decisión que puede marcar de manera decisiva el futuro. Como punto de partida, sabemos que «cuando buscamos en común la voluntad de Dios, ya estamos haciendo su voluntad, ya estamos creando
Reino de Dios» (Jorge Cela). a) Si no hay una vida de oración que incluya discernimiento personal, no hay modo de afinar nuestros puntos de vista según la inspiración evangélica que nos llega en cada momento concreto desde el Espíritu. Tal vez solo nos quedemos en puntos de vista «sensatos», «razonables». En muchos momentos la sabiduría del Evangelio suena a locura y a insensatez. «La locura de Dios es más sabia que los hombres, y la debilidad de Dios, más potente que los hombres» (1 Cor 1,25). b) Si no tenemos discernimiento personal en el que vamos conociendo, purificando y reconfigurando nuestra sensibilidad espiritual según el Espíritu de Jesús, ¿cómo podremos participar del discernimiento comunitario, aportando mociones evangélicas y acogiendo otras propuestas en esa misma sintonía, que respeten la novedad de Dios? Hay que tener en cuenta que en los discernimientos comunitarios importantes suelen incidir muchas presiones de fuera del grupo, que entran en el proceso sin haber sido invitadas. Los presupuestos para hacer un buen discernimiento personal también son necesarios para el comunitario. c) Necesitamos estar atentos a las mociones que vamos sintiendo en la vida ordinaria, en medio de las actividades tenidas entre las diferentes reuniones para discernir. Los procesos espirituales no tienen horario ni espacio definido. Intuiciones profundas pueden llenarnos de claridad y de certeza mientras nos ocupamos en las actividades cotidianas. d) La indiferencia, es decir, la libertad del corazón generoso que posibilita dejar fuera mi opinión y asumir otra diferente, que el grupo discierne como propuesta de Dios, debe estar presente desde antes de comenzar el discernimiento, porque condiciona la expresión de lo que yo siento y manifiesto, así como la manera de decirlo y la escucha de lo que los demás exponen. Eso no excluye que pueda causar sufrimiento el asumir la decisión que no va con mis simpatías
y que necesite tiempo para acoger con toda mi persona la paz, que es don del Espíritu. e) Todos los que participan en el discernimiento deben estar bien informados. Puede haber situaciones en las que existen datos de personas que no se pueden compartir, pero este hecho no se puede utilizar como pretexto para encubrir elementos que podrían inclinar la balanza en otra dirección diferente de la que a mí me gustaría sacar adelante. f) Antes de empezar un discernimiento, es necesario fijar con precisión el punto que vamos a discernir y estudiar bien la metodología que vamos a seguir, pues hay muchas modalidades en las que se puede implementar. Hay que fijar un modo de proceder en el que todos, en la medida de lo posible, estén de acuerdo. Especialmente claro debe quedar quién es el responsable de tomar la decisión final. g) No podemos eternizarnos en un discernimiento difícil, pero también hay que saber esperar el tiempo de maduración de una decisión consistente. La prisa aborta gestaciones. La dilación enfría el corazón. El responsable del discernimiento necesita percibir con nitidez el momento de concluir, sobre todo cuando no se llega a una decisión por consenso sino simplemente por mayoría. h) Es fundamental tener en cuenta el tiempo del corazón, la importancia decisiva que tiene la afectividad espiritual en toda decisión comunitaria, para que el discernimiento no acabe en una división entre vencedores y vencidos sino en el mayor consenso posible. «Es bueno que haya un proceso de reflexión que nos permita a todos entender lo que se busca, aportar, asimilar la nueva propuesta y trabajar los posibles consensos. Pero el camino de la racionalidad no siempre nos lleva al acuerdo. […] Hay que trabajar el mundo afectivo. Y los amores desordenados solo se vencen con un amor más grande que los ordena al fin de nuestra vida. Solo situando el proceso en el plano del amor mayor
seremos capaces de disponer nuestro espíritu con alegría y hasta entusiasmo. Situando el proceso en la búsqueda de la voluntad de Dios y disponiendo nuestro corazón a querer lo que Dios quiere, aunque nos cueste, aunque no lo veamos»[27]. 3.
Modo de proceder[28]
El animador del discernimiento tiene que percibir con una sensibilidad muy atenta el momento que vive el grupo, el modo de acercarse a él y los pasos del proceso, para ayudar a que todos avancen y se expresen sin dejar elementos importantes fuera, porque podrían quedar reprimidos, enconarse en el silencio y revolverse con todo tipo de resistencias y trabas contra el resultado final y su implementación. El animador del proceso puede ser el superior de la comunidad, el responsable de la institución o una persona externa que se sitúe con objetividad. 3.1. Disponernos para discernir El corazón tiene que estar libre de «afectos desordenados» para buscar la propuesta de Dios. Yo no intento conseguir una meta personal, lo que más me gusta a mí, lo que yo domino mejor, lo que puede ser un peldaño para reforzar mi poder y mis alianzas. Por eso oramos y mantenemos una actitud profunda de escucha de Dios y de las personas. Nuestro corazón posee siempre una dosis de ambigüedad en sus motivaciones, que crea afecciones desordenadas. Nadie está completamente libre de ambigüedades, pero si somos conscientes de ellas y las tenemos en cuenta, nuestro discernimiento será de más calidad evangélica. La oración acompaña el discernimiento en todo su proceso, desde la propuesta del punto que se va a discernir hasta la manera de asumir la decisión final. Solo en ese clima de escucha de Dios se encuentra la manera de escuchar a los demás y decidir unidos. Es fundamental crear un clima donde se pueda compartir a nivel de experiencia espiritual, con sencillez, transparencia y libertad. No se trata de un debate sobre ideas sino de un compartir experiencias espirituales y razones nacidas en la oración personal y comunitaria.
Actualmente nos encontramos con situaciones en las que, en algunas instituciones, participan de los procesos de discernimiento personas que no son creyentes o que profesan otras religiones. Lo importante es si se sienten identificados con la mística de la obra en la que trabajan y si tienen vida espiritual, si son capaces de escuchar la hondura de su corazón, donde el Espíritu se comunica de manera única con cada existencia humana. 3.2. Presentar con claridad lo que se va a discernir y el modo de proceder El discernimiento es siempre sobre cosas buenas, no entre algo bueno y algo malo. No todas las opciones son de la misma calidad evangélica, no todas son las que «mejor» acogen la propuesta de Dios. El discernimiento está orientado a conocer esa propuesta de Dios y escogerla como una opción personal y comunitaria. Somos conscientes de que, al decir «sí» a una opción, estamos diciendo «no» a las demás posibilidades, que dejamos morir. 3.3. Oración personal Llevamos a la oración lo que se ha propuesto y recogemos lo que hemos experimentado, lo que vemos con claridad y lo que solo entrevemos confusamente. Hay realidades que son muy complejas y que solo poco a poco se van esclareciendo. Tenemos en cuenta las mociones que experimentamos en la oración. Hermann Rodríguez describe con precisión las posibles mociones que después compartiremos: «Racionales o cerebrales: ideas, pensamientos, reflexiones, valores… Afectivas o cordiales: sentimientos, emociones, afectos, pasiones… Sensibles o viscerales: sensaciones, impulsos, instintos, deseos…»[29]. Además de constatar lo que sentimos, tratamos de discernir si las mociones son del buen espíritu o del malo, si crean más vida evangélica o si nos desvían de ella. 3.4. Compartir en común Compartimos lo que cada uno experimentó en la oración. No es respetuoso con el proceso ir cambiando lo que vamos a decir a medida que escuchamos
lo que expresan los demás. Es el momento para la escucha atenta de los otros, en un contexto en el que caben todas las diferencias. Es nefasto no escuchar bien las visiones divergentes y no dialogar con ellas. Si no son escuchadas, nos estamos privando de puntos de vista que ofrecen posibilidades nuevas, que pueden ayudar a matizar el conjunto del discernimiento. Si no se escuchan ni se oran, se enconarán, quedándose enquistadas, y pueden ser más tarde un freno permanente, de efectos destructores. 3.5. Llevar a la oración lo escuchado Acogemos y oramos todo lo oído y lo contrastamos con lo que nosotros mismos habíamos sentido. Abrimos un espacio y un tiempo donde lo diverso resuene dentro de nosotros. Tratamos de formular una propuesta que dialoga con lo que han expresado los demás. Elaboramos nuestra propia propuesta. Según la modalidad de discernimiento que hayamos escogido y el punto que se vaya a discernir, este tiempo tendrá duraciones diferentes. 3.6. Diálogo abierto Cada uno expone lo que ha sentido en la oración y escucha a los demás, y se abre un diálogo respetuoso para tratar de llegar a una propuesta común. El intercambio ayuda a avanzar en la búsqueda y definición precisa de lo nuevo que Dios nos propone. 3.7. Decisión Lo ideal es llegar a un consenso en la decisión, pero no siempre es posible. Se intenta buscar lo más acorde con lo experimentado por cada uno. Si no hay consenso, se puede volver a la oración de nuevo y compartir lo que vamos viviendo. Si no se logra el consenso, cabe proceder por mayoría de votos, tratando de que todos puedan asumir la decisión con paz. En cuestiones muy complejas y de mucha trascendencia, es bueno seguir dialogando y orando hasta que el consenso sea lo más unánime posible. Tenemos en cuenta los diferentes tiempos para tomar una decisión (cf. Ej
175-178). Nadie debe salir de un discernimiento sintiéndose un perdedor porque no ha salido lo que él pensaba. Siempre hay que ser muy respetuosos de las diferencias, de las minorías que ven las cosas de otra manera. El discernimiento no es para aplastar lo diferente sino para integrarlo de tal manera que todos podamos estar «de acuerdo» (de corazón) y colaborar con gusto en la realización de lo acordado, aunque no seamos todos exactamente de la misma opinión. Es distinto de un debate en el que unos ganan y otros se quedan con la sensación de ser los perdedores. 3.8. Confirmación1 Los discernimientos bien hechos se confirman con la paz y unión que siente el grupo y que lo unifica desde dentro. Presentamos la decisión ante el Señor para que nos la confirme[30]. La persona responsable toma la decisión. En la práctica, constatamos que existen iniciativas muy creadoras –y respetuosas del grupo– que podemos seguir, porque respetan el sentido profundo del discernimiento, sin que haya que aplicar cada paso del proceso con la precisión científica con la que se mezclan una serie de ingredientes químicos en un laboratorio. 4.
La tentación de los discernimientos perfectos
Entre nosotros se pueden dar búsquedas en clave de discernimiento, en las que no se siguen con toda exactitud los pasos expresados aquí, pero que se realizan con un deseo generoso de encontrar «lo mejor» para una institución o una comunidad. Poco a poco, la comunidad que discierne va aprendiendo a moverse en esta búsqueda de la propuesta de Dios para ella. También aprendemos qué aspectos hay que llevar de manera explícita al discernimiento y cuáles se resuelven de otra manera. En cuanto al discernimiento comunitario, «estamos en un momento de aprendizaje» (Jorge Cela).
Es importante tener en cuenta lo que afirma el padre Kolvenbach en su carta Sobre el discernimiento apostólico en común: «Se debe reconocer con honradez que no todas las comunidades podrán realizar el discernimiento apostólico en común; pero todas podrán, al menos, esforzarse en crecer buscando caminos apropiados de profundización, de acuerdo con sus posibilidades actuales»[31]. Tanto los discernimientos personales como los comunitarios llevan dentro dimensiones de ambigüedad, pues nuestras motivaciones no son nunca completamente transparentes. Nos situamos en camino. Y esa actitud ya es crear Reino de Dios, avanzar juntos confiando en que él nos acompañe en cada paso futuro. La travesía de los judíos por el desierto produjo una gran transformación del pueblo; no solo cambiaron de un lugar a otro. Tenían que aprender a ser una comunidad de personas en camino, liberándose de los mecanismos de esclavos que los fijaban a una argolla, física o psicológica, que llevaban incorporados a su manera de ser. La pedagogía de Dios fue paciente y respetó los ritmos lentos y las características de cada persona. Este sentido de aprendizaje progresivo, de pasar de ser una comunidad de pasividad más o menos dócil y expectante de las órdenes recibidas desde fuera a constituir un pueblo en búsqueda, supone un tiempo largo. Guardo en mi memoria con mucho agradecimiento el itinerario de la comunidad cristiana del barrio que desarrollaba su creatividad en torno a la pregunta generadora. Religiosos, religiosas, laicos especialmente comprometidos, junto con toda la comunidad, constituían un pueblo que se movía, y miraban la realidad en la que vivían no como una masa inerte de miseria que solo podía ser manejada a base de órdenes sino como una realidad atravesada por los dinamismos del Espíritu, que trabajaba en medio de ellos y los invitaba desde dentro a unirse a su creatividad infinita. Este espíritu de discernimiento comunitario puede contribuir a ir creando una Iglesia en camino, en búsqueda, donde los laicos puedan desplegar los talentos que el Señor les ha confiado. Las invitaciones de Pablo en sus cartas a discernir no eran solo para algunas personas selectas sino para el conjunto de la comunidad.
En una provincia de la Compañía de Jesús, el discernimiento de jesuitas y colaboradores en la misma misión se realizó en torno a estos puntos: 1) Se fija con claridad el punto que se va a discernir. 2) A nivel de sentimientos espontáneos: ¿qué siento ante este tema? 3) Desde la mirada y el corazón de Dios, en clima de oración: ¿Qué me genera luz, paz o alegría? ¿Qué me provoca inquietud, desasosiego u oscuridad? 4) Una vez escuchadas las mociones, se dejan cinco o diez minutos para integrar lo escuchado y acoger las llamadas que el Señor nos hace. – Desde la raíz de lo escuchado, ¿qué llamadas siento? ¿A qué opciones concretas me siento más llamada/o? En otra provincia diferente, a lo largo de un año, se fue proponiendo a todas las comunidades un material de oración inspirado en los Ejercicios espirituales y los documentos fundacionales y recientes de la Compañía. Las experiencias espirituales de consolación y desolación se compartieron en todas las comunidades. El resultado se recogió por regiones. Finalmente se compartieron los frutos entre todas las comunidades de la provincia. Ese fue el primer paso, que preparó a todos los jesuitas y laicos para discernir las obras concretas y tomar decisiones. La creatividad para encontrar la metodología que conviene en cada caso puede ser decisiva para que la experiencia sea satisfactoria y deje a los participantes con deseos de seguir discerniendo en el futuro. Vamos a ver ahora dos discernimientos comunitarios, muy alejados en el tiempo y en el espacio. El primero, de siete monjes cistercienses en Argelia, acabará en el martirio. El segundo, de los primeros jesuitas en Roma, concluirá con el nacimiento de una nueva vida religiosa. Los dos buscaban lo mismo: la propuesta de Dios para colaborar con él en la vida nueva del Reino para todos.
5.
Discernimiento en las fronteras para morir: los monjes de Tibhirine
En la película Des hommes et des dieux, seguimos el proceso de discernimiento de siete monjes cistercienses que vivían en Tibhirine (Argelia). El contexto era amenazante. Un grupo de islamistas radicales empezaron a matar personas, física y afectivamente cada vez más cercanas al monasterio. La pregunta que se formulan los monjes es clara: ¿deben irse, ante el peligro de ser degollados, o deben quedarse, fieles a la comunidad de musulmanes pobres con los que habían creado relaciones de ayuda mutua, de respeto y de oración? Desde su entorno, les llegaba cada día la cercanía de sus vecinos musulmanes, en todas las pequeñas expresiones de la vida que los amarraba a esa tierra. Desde más lejos, sus superiores y compañeros les plantearon la posibilidad de alejarse por un tiempo. Los militares los conminaban a irse. ¿Qué hacer? ¿Qué les proponía Dios? ¿Irse para salvar su vida o quedarse como una palabra de amor y de fidelidad a esa comunidad que había nacido entre cristianos y musulmanes, a ese germen de verdadero futuro? Empezaron un proceso de discernimiento comunitario. Entre ellos había opiniones diferentes. Las expresaron con transparencia y libertad. Mientras continuaban su vida de oración y las actividades habituales, iban dejando que la propuesta de Dios fuese emergiendo con toda claridad en su interior. El misterio de la encarnación irreversible del Hijo en nuestra historia los inspiró a ser fieles a la tierra concreta donde Dios los había situado. Después de varios meses, encuentran la unanimidad comunitaria. Permanecerán en la comunidad, fieles a Dios y a sus hermanos musulmanes. En esa decisión encuentran la paz, el sentido y el sabor del Espíritu. El Grupo Islámico Armado (GIA) los ejecutó en mayo de 1996. Encontraron sus cabezas. Sus cuerpos no han aparecido aún. El testamento del prior de la comunidad, Christian de Chergé, redactado algunas semanas antes de su muerte, nos ayuda a entrar en la experiencia mística que movió a la comunidad a tomar la decisión de permanecer en esa línea imprecisa entre la vida y la muerte. Lo que ellos buscaban era una vida nueva de armonía para cristianos y musulmanes. Su decisión de defender la vida que nació en torno al monasterio sigue
iluminando hoy la relación de los cristianos, y de cualquier persona, con el mundo musulmán: «Si llegara el día –y este día podría ser hoy– en que fuera víctima del terrorismo que parece querer abarcar a todos los extranjeros que viven en Argelia, desearía que mi comunidad, mi Iglesia y mi familia se acordaran de que mi vida ha sido donada a Dios y a este país. Que aceptaran que el único Maestro de todas las vidas no podría permanecer ajeno a esta muerte brutal. Que rezaran por mí. ¿Cómo puedo ser yo digno de tal ofrenda? Que sepan asociar esta muerte a tantas otras, igualmente violentas, abandonadas a la indiferencia y al anonimato. Mi vida no vale más que otra. Tampoco vale menos. En todo caso, no tiene la inocencia de la infancia. He vivido lo suficiente como para saber que soy cómplice del mal que ¡desgraciadamente! parece prevalecer en el mundo. Y también del que podría golpearme a ciegas. Desearía, llegado el momento, tener ese instante de lucidez que me permita pedir perdón a Dios y a mis hermanos, perdonando, al mismo tiempo, de todo corazón a quien me golpea. No podría desear una muerte semejante. Me parece importante declararlo. En efecto, no veo cómo podría alegrarme del hecho de que este pueblo que amo fuera acusado, indiscriminadamente, de mi asesinato. Sería un precio demasiado alto para la que, tal vez, sería llamada la “gracia del martirio” que se debiera a un argelino, quienquiera que sea, sobre todo si dice que actúa por fidelidad a lo que él cree ser el islam. Sé con cuánto desprecio han sido tachados los argelinos en su conjunto, y conozco también las caricaturas del islam fomentadas por un cierto islamismo. Es demasiado fácil poner en paz la conciencia identificando esta vía religiosa con el fundamentalismo de sus extremistas. Argelia y el islam son para mí otra cosa, son un cuerpo y un alma. Creo haberlo proclamado bastante sobre la base de lo que he visto y aprendido por experiencia, volviendo a encontrar a menudo ese hilo conductor del Evangelio que aprendí sobre las rodillas de mi madre, mi primerísima Iglesia, precisamente en Argelia y, ya entonces, en el respeto de los creyentes musulmanes. Evidentemente, mi muerte parecerá darles la razón a quienes me han tratado, sin reflexionar, como ingenuo o idealista: “¡Que diga ahora lo
que piensa de esto!”. Pero deberán saber que, por fin, quedará satisfecha la curiosidad que más me atormenta. Si Dios quiere, podré sumergir mi mirada en la del Padre para contemplar junto a él a sus hijos del islam, así como él los ve, iluminados todos por la gloria de Cristo, fruto de su pasión, colmados por el don del Espíritu, cuyo gozo secreto será siempre el de establecer la comunión y restablecer la semejanza, jugando con las diferencias. De esta vida perdida, totalmente mía y totalmente de ellos, doy gracias a Dios porque parece haberla querido por entero para esta alegría, por encima de todo y a pesar de todo. En este gracias, en el que ya está todo dicho de mi vida, os incluyo, amigos de ayer y de hoy, y a vosotros, amigos de aquí, junto a mi madre y mi padre, mis hermanas y hermanos y a ellos, ¡céntuplo regalado como había sido prometido! Y a ti también, amigo del último instante, que no sabrás lo que estás haciendo. Sí, por ti también quiero decir este gracias y este a-Dios en cuyo rostro te contemplo. Y que nos sea concedido reencontrarnos como ladrones llenos de gozo en el paraíso, si así lo quiere Dios, Padre nuestro, tuyo y mío. ¡Amén! Inša’Allah!». (Christian de Chergé, Argel, 1 de diciembre de 1993 Tibhirine, 1 de enero de 1994) 6.
Discernimiento en el centro para nacer: comienzos de la Compañía de Jesús
Los «primeros compañeros» que estuvieron en los orígenes de la Compañía empezaron a conocerse en la universidad de París mientras hacían sus estudios de filosofía y teología. Después de dialogar sobre sus inquietudes y proyectos, fueron practicando individualmente los Ejercicios espirituales, propuestos por su compañero de estudios Ignacio de Loyola. Más adelante compartieron su experiencia espiritual unos con otros, y poco a poco fueron formando un verdadero grupo de «amigos en el Señor», disponibles para lo que Dios les fuese proponiendo.
Desde 1528, fecha de la llegada de Ignacio a París, hasta el nacimiento oficial de la Compañía de Jesús con la aprobación del papa Paulo III en 1540, los primeros compañeros vivieron un proceso espiritual de discernimiento comunitario, en el que iban descubriendo poco a poco qué quería Dios de ellos. No pensaban en formar una nueva congregación religiosa. No sabían hacia dónde eran suavemente conducidos. En 1534 hicieron los votos de pobreza y castidad en Montmartre, con la perspectiva de ser sacerdotes viviendo al estilo del Jesús pobre y humilde contemplado en los Ejercicios. Decidieron que, al final de los estudios, peregrinarían juntos a Jerusalén y allí verían cómo continuar y qué hacer en el futuro. Este proceso se resume en las deliberaciones de 1534. Terminados los estudios, peregrinaron a pie hasta Venecia. Durante un año, llevaron una vida intensa de oración y predicaron el Evangelio en pobreza, sirviendo a los pobres en las cárceles y hospitales. Como durante ese año no salió ningún barco para Tierra Santa, en un proceso de discernimiento, llamado deliberaciones de 1537, decidieron ir a Roma y ponerse a disposición del papa, para ser enviados a cualquier parte del mundo donde hubiese necesidad. Llegados a Roma, el papa empezó a destinarlos a lugares diferentes y se encontraron con la dispersión que podría acabar con la unión del grupo. ¿Qué hacer con ese grupo que el Señor había reunido y consolidado durante tantos años? Conforme a todo el proceso de discernimiento que los había configurado a lo largo de diez años, se reunieron para ver qué les proponía Dios para el futuro. Vivieron una experiencia definitiva en esas deliberaciones de 1539, que duraron unos tres meses. El momento no era propicio para la fundación de nuevas congregaciones religiosas. Más bien se proponía reducirlas todas a las más importantes. El juicio sobre la persona de Ignacio no era siempre positivo. Adondequiera que iba lo aguardaban las sospechas sobre su doctrina y su conducta: «Ignacio de Loyola, entre los años 1526 y 1546, fue sometido a ocho procesos inquisitoriales, acusado de alumbrado en Alcalá (1526 y 1527), de erasmista en Salamanca (1527), de “seductor de estudiantes” en París (1529 y 1535), de católico desviado en Venecia (1537), de
“lobo luterano disfrazado de oveja romana” en Roma (1538) y de transgresor de las normas con las arrepentidas en Roma (1546)»[32]. En ese contexto, tuvieron que extremar la profundidad de sus motivaciones, la claridad sobre lo que buscaban y la sensibilidad para moverse en un territorio minado. Vieron fácilmente, y con gran consolación, que deberían conservar la unión que Dios mismo había formado: «Finalmente determinamos la parte afirmativa, es decir, después que el clementísimo y piadosísimo Señor se había dignado unirnos unos a otros y congregarnos, así débiles y oriundos de tan diversas regiones y costumbres, que no deberíamos romper la unión y congregación hecha por Dios, sino más bien confirmarla y asegurarla cada día más, agrupándonos en un cuerpo, y teniendo cuidado y comprensión unos de otros para mayor fruto de las almas, ya que para buscar con ahínco cualesquiera bienes arduos, la misma fuerza unida tiene más vigor y fortaleza que si estuviera fragmentada en muchas partes. Sin embargo, todo lo dicho y lo que se dirá, queremos que se entienda de esta manera: absolutamente nada afirmamos por impulso y ocurrencia nuestra, sino solo, sea lo que sea, lo que el Señor inspire y la Sede Apostólica confirme y apruebe». Ante la segunda pregunta, sobre el modo de vivir esa unión y si debían hacer un voto de obediencia a uno de ellos, los puntos de vista fueron muy diferentes. Todo este proceso, largo y complejo, hasta llegar a un consenso consolado sobre la decisión de vivir unidos por la obediencia fue más lento e incierto. Eran conscientes de que estaban creando una nueva manera de vida religiosa, en un tiempo en el que esa forma de vida estaba muy desacreditada. Necesitaban orar y profundizar sobre el paso que iban a dar. Decidieron que cada uno, después de orar durante el día y en medio de sus actividades apostólicas, trajese al grupo, al final de la jornada, las «mociones», consolaciones y desolaciones, para hacer o no hacer el voto de obediencia. Como no llegaban a una conclusión, decidieron intensificar más
la vida de oración y traer las razones a favor o en contra cuando se reuniesen al final del día: «Por tanto, muchos días discutimos en uno y otro sentido acerca de la solución de esta duda, ponderando y examinando las razones de más trascendencia y las más eficaces, entregados a los ejercicios acostumbrados de oración, meditación, reflexión; después, finalmente, dándonos auxilio el Señor, concluimos, no por parecer de la mayoría, mas sin que nadie disintiera: que nos es más consiente y más necesario dar obediencia a alguno de los nuestros, para poder realizar mejor y más exactamente nuestros primeros deseos de cumplir en todo la divina voluntad, y para que se conserve más seguramente la Compañía, y, finalmente, para que se pueda proveer como conviene a los negocios particulares que se ofrezcan, tanto espirituales como temporales». Finalmente, discernieron otros asuntos particulares, siguiendo el mismo modo de proceder, pero tomando las decisiones por mayoría de votos, como solemos hacer hoy en muchas de nuestras opciones: «Además, siguiendo el mismo orden de reflexión y similar procedimiento, decidieron algunas cosas sobre su pobreza, la obediencia al papa, probaciones, colegios, enseñanza del catecismo a los niños y otros ejercicios de su vocación, que quedaron contenidos en la bula de erección de 1540 y en lo que Polanco llama “constituciones viejas” de 1541»[33]. Este largo proceso de discernimiento, con momentos puntuales decisivos, se inició en la universidad de París en 1529 y continuó hasta el 27 de septiembre de 1540, cuando el papa Paulo III aprobó la Compañía de Jesús con la bula Regimini militantis Ecclesiae. En el centro mismo de la cristiandad, entre controles extremos, sospechas y recelos, nació un nuevo modo de vida religiosa apostólica sin monasterios ni conventos. «Nuestra casa es el mundo», decía el padre Nadal. La actividad apostólica no solo es el momento donde vaciar lo experimentado en la contemplación sino el lugar de encuentro con Dios, que trabaja en la realidad con amor infinito e imaginación inagotable,
invitándonos a unirnos a él para crear la novedad que nace de su corazón en cada situación nueva. Este proceso de decisión de los primeros jesuitas permanece como «modo de proceder» en los discernimientos en común que la Compañía vive hoy, para situarse de manera creativa ante los desafíos de nuestro mundo fragmentado. Lo expresa así la Congregación General 36: «Nuestros primeros padres fueron capaces de discernir juntos la llamada que, como grupo, Dios les dirigía, porque habían tenido experiencia de la gracia de Cristo que los hacía libres. El papa Francisco nos urge a pedir con insistencia esa consolación que Cristo está deseando darnos. La reconciliación con Dios es primero, y sobre todo, una llamada a la profunda conversión, de cada jesuita y de todos juntos»[34].
[25] J. CELA, Una espiritualidad para la reestructuración, La Habana 2014, 1. [26] J. MOCK, CSJ, Sorprendidas por la alegría: las fuentes de las profundidades iluminan la vida religiosa, ponencia presentada en la Asamblea de la Conferencia de Liderazgo de Religiosas (Houston, Texas) el 12 de agosto de 2015. [27] J. CELA, op. cit., 2. [28] Cf. A. SOSA, Carta a la Compañía de Jesús sobre el discernimiento en común, Roma 2017. [29] H. RODRÍGUEZ OSORIO, ¿Cómo realizar un proceso de discernimiento espiritual comunitario?, documento disponible en https://jesuitas.lat/es/noticias/651-como-realizar-un-procesode-discernimiento-espiritual-comunitario (consultado el 14 de octubre de 2019), 6. [30] Una inspiradora descripción de este camino la encontramos en A. SOSA, Carta a la Compañía de Jesús sobre el discernimiento en común, Roma 2017. [31] P. H. KOLVENBACH, Sobre el discernimiento apostólico en común, Roma 1986, 37. [32] I. CACHO, Íñigo de Loyola el heterodoxo, Universidad de Deusto, San Sebastián 2006, texto de contraportada. [33] J. OSUNA, Amigos en el Señor, Sal Terrae, Santander 1975, 130. [34] Congregación General 36 (2016), decreto 1, 17.
4 Discernir en tiempos de poda personal, comunitaria e institucional 1.
La novedad de Dios en las pasividades de disminución El padre Pedro Arrupe cayó fulminado por un accidente cerebrovascular cuando se encontraba sometido a presiones muy fuertes. Acompañaba los dolores y las alegrías de la Compañía de Jesús, que renacía pascualmente inspirándose en el dinamismo del Concilio Vaticano II, y, al mismo tiempo, integraba en su vida los golpes que recibía desde instituciones y personas muy poderosas dentro de la Iglesia. Cuando estaba enfermo y sin poder ninguno, despojado de sus destrezas de brillante comunicador, expresaba a sus hermanos jesuitas reunidos en la Congregación General lo más íntimo de su alma con palabras llenas de vida: «Yo me siento, más que nunca, en las manos de Dios. Eso es lo que he deseado toda mi vida, desde joven. Y es también lo único que sigo queriendo ahora. Pero con una diferencia:
hoy toda la iniciativa la tiene el Señor. Les aseguro que saberme y sentirme en sus manos es una profunda experiencia»[35]. Las palabras del padre Arrupe en ese momento de su vida no son de derrota ni de amargura sino de admirable plenitud. Por fin se siente enteramente en las manos de Dios para ser un amoroso instrumento suyo en la construcción del Reino, como siempre había soñado. No es solo un ser disminuido, despojado de sus extraordinarias cualidades proféticas de comunicador, sino un sorprendente testigo del Evangelio, de un amor que lo recorre por dentro y que siempre dinamizó su vida. Ese amor, ahora desnudo, sin el ropaje de tantas cualidades, aparece con toda nitidez; se nos revela más fuerte que los límites. Parece decirnos que ahora la novedad de Dios, a través de él, puede entrar en este mundo sin ninguna interferencia suya. Afirma Teilhard de Chardin que nosotros experimentamos pasividades de crecimiento y de disminución. En las de crecimiento, acogemos todo lo que llega hasta nosotros, de manera incalculable, para que podamos edificar la persona servidora del Reino que Dios nos ofrece ser. En las pasividades de disminución, vamos experimentando límites nuevos, que nos erosionan y nos mutilan. Al final de las disminuciones está la muerte. Sorprendentemente, hay que tener muy claro que todos estos procesos de disminución no nos van encaminando necesariamente hacia el aniquilamiento sino hacia la plenitud de la vida. Inevitablemente, en algunos momentos experimentamos procesos de disminución, tanto personal como institucional, en la Iglesia y en las comunidades. Buscar y hallar la novedad de Dios en esos tiempos de oscuridad puede ser complejo. No pedimos simplemente resignación para acoger sus designios. Lo que se busca es por dónde pasa la vida del Reino en esas situaciones y cómo unirnos a la creatividad de Dios, cómo colaborar con él para que esa vida pueda brotar con toda su novedad y fortaleza. En algunas ocasiones la única forma de crecer será disminuyendo.
Necesitamos afinar bien nuestro discernimiento. ¿Por dónde pasa la novedad de Dios? ¿Cómo dejarla nacer? ¿Cómo regalarle lo mejor de lo que somos y tenemos para que pueda crecer y proseguir su camino? ¿Cómo transformar los huecos de la pared en ventanas por donde nos entre la luz, en puertas por donde salir hacia el futuro? «En efecto, las dos partes, activa y pasiva, de nuestras vidas son extraordinariamente desiguales. En nuestras perspectivas, la primera ocupa el primer lugar, porque nos resulta más agradable y más perceptible. Pero, en realidad, la segunda es inconmensurablemente la más extensa y la más profunda» (P. Teilhard de Chardin). En nuestra cultura se realiza un «lifting del lenguaje» (G. Lipovetsky) para remendar las apariencias sin tener que enfrentar la dureza de lo real, la negatividad que nos asalta. La muerte se disimula en los modernos tanatorios con maquillaje y música ambiental, los emigrantes son amenazas que vienen a perturbar nuestros logros, el aborto es solo una interrupción voluntaria del embarazo, la amenaza nuclear no es más que un cómic de ciencia ficción o un videojuego, el cambio climático es una alarma de visionarios… Si nos quedamos en la superficie de las pérdidas, nuestra respuesta será superficial. Si descendemos al fondo de la muerte, resucitaremos desde la hondura, con una novedad y fortaleza sorprendentes, que no tienen miedo a los que quitan la vida, a los fracasos posibles, ni a los que reparten con superficialidad certificados de éxito o de fracaso por las redes sociales. Jesús vino a «liberar a todos los que, por miedo a la muerte, pasaban la vida entera como esclavos» (Heb 2,15). Resucitamos desde la misma profundidad en la que morimos. Cuando pretendemos discernir en una situación de mutilación, de poda, tratamos de asumir el dolor y el fracaso bajando hasta él como Jesús (cf. Flp 2,6-11), para poder distinguir y acoger la hondura de las respuestas que nos llegan desde la acción de Dios en todos los abismos de la existencia. En la «nada» originaria, y en todos los «caos» existenciales, siempre actúa la creatividad de Dios, como el primer día de la creación (cf. Gn 1,2). La máxima pasividad, la muerte, es también el instante de la resurrección de todo lo muerto. Solo se puede recibir como don de Dios.
2.
La poda de los números y la multiplicación de los desafíos
En medio de las transformaciones que todo lo alcanzan hoy, constatamos que en la vida humana, que se alarga en algunos países (mientras se estrecha por el hambre en inmensas extensiones del planeta), cambian las instituciones, los signos, los modelos de referencia, el lenguaje… Necesitamos descubrir a Dios en los mismos cambios de la cultura, pues el Espíritu trabaja ahí. Aferrarnos a lenguajes y símbolos que mucha gente ya no entiende puede ser dejar al Espíritu sin el cuerpo eclesial que necesita para encarnar hoy la novedad que él nos propone. En muchos países del primer mundo, la Iglesia pierde números y significado. Sus escándalos e incoherencias gritan y desgarran desde las pantallas y primeras páginas con grandes titulares. La vida consagrada también disminuye en muchos países mientras crece la edad promedio de las religiosas y religiosos. La vida familiar se siente zarandeada por visiones nuevas de la sexualidad y del vínculo matrimonial y por la difícil tarea de educar a los hijos, expuestos desde pequeños a innumerables visiones diferentes y contradictorias de la vida. Son tiempos de poda. También de Pascua. La limitación de los números en la vida religiosa es evidente, pero, al mismo tiempo, se van creando nuevas conexiones entre las distintas congregaciones en proyectos intercongregacionales. Dentro de la Iglesia crece el número de laicos y de familias enteras que se sienten llevados por el Espíritu a asumir en sus vidas el carisma de las diferentes congregaciones religiosas y a unirse con ellas en una colaboración que es creadora de un nuevo tejido en el cuerpo eclesial y en la sociedad. Desde su acogida del carisma de las congregaciones, ellos experimentan una gran renovación interior y ofrecen rostros nuevos a esa inspiración de los orígenes de cada instituto. En algunos casos, la vida religiosa, que sembró su carisma, tuvo que dejar esos espacios, pero, en su ausencia, esos grupos de laicos han seguido siendo creadores de vida evangélica conservando el mismo carisma, incluso durante siglos. El sentido y la alegría con que se viven estas disminuciones son una profunda expresión de la presencia de Dios en medio de un mundo golpeado, sobre el que sobrevuelan constantemente amenazas que provocan un «miedo líquido» (Z. Bauman).
No podemos olvidar que, en la parábola de la vid, el Padre es el labrador y cuida de su viña (cf. Jn 15,1). Las podas son necesarias para quitar todo lo que estorba, para que puedan nacer nuevos frutos de calidad y un vino nuevo. En muchos casos, se cortan ramas estériles, que tienen mucha apariencia de hojas verdes y exuberantes, que ocupan mucho espacio y sorben mucha sabia, pero están completamente vacías. También tienen que ser podadas las ramas que dan fruto, para que puedan darnos una nueva cosecha, un vino nuevo. De esta experiencia de poda, tantas veces repetida en la vida, nos va quedando en el alma la certeza que nos lleva a «permanecer» en Jesús para estrenar la vida que ya se va preparando en la soledad de las raíces y bajo la cáscara del tronco mutilado que parece muerto, sin una sola hoja verde. Pablo escribe a los cristianos de Filipos mientras está preso, esperando una sentencia, en la incertidumbre de su futuro. No sabe si saldrá libre o si será ajusticiado. La alegría aparece constantemente en el texto. «Estad siempre alegres en el Señor. Os lo repito: estad alegres. […] Presentad a Dios vuestras peticiones con esa oración y esa súplica que incluye acción de gracias; así la paz de Dios, que supera todo razonar, custodiará vuestro corazón y vuestra mente por medio del Mesías Jesús» (Flp 4,4-7). La alegría, en la comunidad de esclavos de la colonia romana de Filipos, es un desafío y una alternativa ante el orden que controlan los dueños de la sociedad en la que viven. La vida consagrada y las comunidades cristianas no se miden por los números ni por la cantidad de cosas que hacen. No cabe duda de que cuantos más enfermos se curen, cuanto mayor número de alumnos podamos educar, mayor es el aporte que se realiza al pueblo de Dios. Pero la vida consagrada no solo se mide por la eficacia sino también por la gratuidad en el don de sí misma. Es un signo de la presencia del Reino en medio de la Iglesia y de todo el pueblo, y ese es el dinamismo último y más profundo de la realidad que la recorre entera. Un signo puede ser algo pequeño pero muy orientador. Un faro, con su luz intermitente, orienta a los navegantes en medio de la noche. No contabiliza si son muchos o pocos los que se guían por sus destellos. La eficacia del signo se realiza en la gratuidad y la alegría de la entrega sin condiciones por el Reino de Dios. No basta vivir la pérdida como tiempo de resignación y de resistencia dolorida. Necesitamos vivirla como tiempo de creatividad y de vida,
pidiéndole al Señor que nos dé sensibilidad para percibir las innumerables señales pequeñas de esta gestación y ánimo para cuidarlas como el futuro que Dios nos regala. Una religiosa de mediana edad animaba un grupo de alfabetización de emigrantes en una ciudad de España. Eran mujeres de Europa del Este y una musulmana. Para terminar el curso escolar, propuso reunirse de manera festiva para compartir algo. Cada una traería algún plato sencillo. La mujer musulmana dijo que no podía comer nada porque era el tiempo del Ramadán. Cuando llegó la celebración, la mujer musulmana no comió, pero trajo unos platos deliciosos que ella misma había preparado. Me decía la religiosa: «Este grupo de mujeres, de distintos países, culturas y religiones, compartiendo juntas con espíritu festivo, respetando sus diferencias, ¿no es un signo de la sociedad que buscamos?». 3.
Espacios de futuro: la calidez de la intimidad y la angustia de Getsemaní «No cambio mi soledad por un poco de amor. Por mucho amor, sí. Pero es que el mucho amor también es soledad… ¡Que lo digan los olivos de Getsemaní!»[36].
Jesús ha llegado al final de sus días. El desafío para él consiste en vivir como un espacio de creatividad y de futuro ese gran límite que sufre desde el poder que lo reduce a un preso agitador, que lo condena a él, con todo su mensaje, y a sus seguidores, y le quita la vida. Jesús no llegó simplemente al final sino también a un nuevo comienzo. El hachazo del poder, que lo derribó, abrió la puerta de la existencia plena de su resurrección personal y del nacimiento de la comunidad. Al vivir Jesús el límite humano en toda su crudeza, se convierte en referente nuestro para descubrir la vida precisamente donde se encuentra más destruida. Tratamos de describir el recorrido de la «vida eterna» que surge del instante herido. 3.1. La lucidez de Jesús al mirar la realidad
Jesús llama a las cosas por su nombre. Ha visto con lucidez que las autoridades están enfocando sus esfuerzos en hacer desaparecer la amenaza emergente que socava su ortodoxia, su poder y sus arcas. Al mismo tiempo constata la fragilidad de su comunidad de pobres galileos, perdidos en la imponente Jerusalén. Los discípulos son de ánimo generoso, pero «lentos para comprender» y débiles para resistir. Jesús les ayuda a verlo: «Todos vais a fallar». Es necesario confrontarlos para que recuerden, en medio de su desconcierto, que él les es fiel y que cuenta con ellos después de la resurrección: «Cuando resucite, iré por delante de vosotros a Galilea». Pedro no percibe que su deseo de ser fiel a Jesús está carcomido por la debilidad real que lleva incorporada en el centro de sí mismo (cf. Mc 14,2731). 3.2. La afirmación del futuro indetenible En esa situación cerrada, Jesús realiza dos gestos de vida, que abren el futuro de la comunidad más allá de la ejecución que lo eliminará. No percibe su fracaso y su muerte como el final de su proyecto. Durante la última cena pone dos signos que son claves para la vida de la comunidad que nacerá después de la resurrección: compartir el pan y el vino, que es alimentarse de la vida suya que vence a la muerte, y servir a los demás lavándoles los pies. Esas dos acciones, que parecen tan inofensivas, llevan dentro una fuerza que supera todas las lógicas y proyectos de los poderes que dominan. Permanecerán a lo largo de los siglos en la cotidianidad subversiva que busca el futuro de Dios. La autoridad no se vive desde arriba, sentándose en un trono de superioridad y de fuerza, sino mirando a los demás desde la tierra desnuda donde se posan los pies de los discípulos y las rodillas de Jesús que los lava. Esa es la única manera de ser señores y maestros, de ejercer la autoridad y de enseñar (cf. Jn 13,1-20). Todo el que sirve ya es maestro y señor del futuro infinito que brota entre nosotros desde el don inagotable de Dios. 3.3. Bajo el poder de las tinieblas1
Llegó la hora del pavor y de la angustia. Estalló dentro de Jesús precisamente después de haberse mostrado tan firme y determinado durante la cena. Acudió a la soledad del huerto de Getsemaní para orar en ese momento decisivo. Necesitaba situar en el Padre todos los sentimientos que sangraban en el sudor angustioso de su piel y que derribaron su cuerpo contra la tierra. El horror de la injusticia y del sufrimiento que lo amenazaba se encarnó en su cuerpo entero y lo desplomó por el suelo. ¿No habrá otro camino? ¿Será esa la única salida? ¿No podrá el Padre retirar de la tierra los dinamismos hostiles que lo presionan y quieren acabar con él? «Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz». Pero no era posible. El Padre no podía retirar mágicamente de la realidad todos los dinamismos de muerte que Jesús había despertado con el anuncio del Reino de la vida para todos, sin exclusión ninguna. Mientras afilan el hacha que corta, Jesús se entrega en plena noche al Padre que crea el futuro: «No se haga lo que yo quiero sino lo que quieres tú» (cf. Mc 14,33-36). Hay dos maneras de afrontar la situación: vigilar y orar o la fuga en el sueño. Los discípulos no pueden con un peso tan grande, caen abrumados sobre la tierra y se hunden en la inconsciencia. Jesús se acerca y les dice que velen y oren para no caer en la tentación. Toda verdadera oración nos abre a los misteriosos planes del proyecto de Dios, que supera nuestras lógicas y previsiones. Jesús se levanta, encuentra a los discípulos dormidos, los invita a orar y regresa a su soledad para repetir la misma oración. Hay ocasiones en las que no somos capaces de ir más allá de una frase que repetimos sin cesar, porque ahí se concentra todo lo que sentimos y la apertura a lo que no sabemos. El corazón de Dios no se cansa de escuchar el mismo latido angustiado de nuestra oración ni las palabras repetidas, que van expresando ante él esa herida que no cesa de sangrar y nuestra confianza en él que no se cansa de esperar. 3.4. La actitud que genera el futuro Jesús mismo, vigilante, da la voz de alerta. Entre las sombras nocturnas ve las luces de las antorchas y oye el sonido de los pasos cada vez más cerca. Una atmósfera de clandestinidad amenazante lo empapa todo. La cobardía de los que llegan enviados hiere su propia intimidad. Jesús es fuerte y
enfrenta la situación afirmando su identidad ante los que quieren destruirla: «Yo soy» (Jn 18,5). Los discípulos reaccionan según una lógica antigua de violencia. Sacan la espada, hieren y huyen. La fortaleza con la que Jesús enfrenta la situación, sin dejarse desintegrar ni entrar en esquemas de huida y de violencia, posibilitará que su desaparición pública en el Calvario se convierta para los discípulos en otra forma de presencia íntima después de la resurrección, que vencerá a las instituciones judías y romanas. La resurrección no llegó solamente desde el Padre, que acogió a Jesús, sino desde la vida definitiva que Jesús ya llevaba dentro de sí mismo antes de la pasión y que no pudo ser destruida por las sentencias ni por los clavos, ni encerrada rotundamente en el sepulcro. Por el centro de nosotros mismos y de las situaciones humanas ya corre ahora, con una discreción infinita, la vida eterna que lo dinamiza todo. 4.
El límite, espacio y tiempo donde acaba lo viejo y empieza lo nuevo
No se puede teñir de lamento la experiencia de sentirnos limitados. En alguna parte acaban nuestra salud, fuerzas, saberes, habilidades y coherencia espiritual. Las personas y las instituciones también experimentan el límite del tiempo. Llevamos cosida en nuestras costuras la fecha de caducidad. Hay innumerables concreciones de nuestra existencia limitada. El límite tiene lenguaje de hacha, de corte, de pérdida, de fracaso, de humillación, que nos arroja contra la tierra y nos embadurna de descrédito. Dios nos ha creado limitados. Infinito solo puede haber uno. El límite es un muro que nos dice: «Se acabó, no hay paso». Al mismo tiempo, es también una puerta que se abre hacia nuevas posibilidades sin estrenar. Somos limitados, pero en comunión con el Ilimitado y con los demás seres limitados que complementan nuestra existencia. En el encuentro con Dios y con los otros, nuestra persona se puede abrir a posibilidades infinitas. En el fondo de los límites, entre los escombros, podemos sentir, en momentos privilegiados, un asomo de la eternidad, un dinamismo de vida definitiva que atraviesa todo lo que existe y lo encamina al mismo lugar de encuentro, Cristo resucitado. Es la brisa suave que sintió Elías cuando se
decidió a salir del encerramiento de la cueva al aire puro y libre (cf. 1 Re 19,12-15) o la que recorrió al pueblo reducido a huesos secos y lo reconstruyó como un cuerpo nuevo y libre (cf. Ez 37,1-14). En los procesos de disminución, cuando nuevos límites amputan la existencia personal, comunitaria o familiar, nos tenemos que preguntar: ¿cuál es la novedad de Dios que brota ahora? ¿Por dónde vamos creciendo en medio de esta pérdida dolorosa? El límite no es una sentencia de muerte antes de tiempo, como si ya tuviésemos derecho a situar en el centro de nuestra afectividad la cadena corta del lamento, que solo nos permite movernos para girar en torno a nosotros mismos, a nuestras heridas que nunca dejamos cicatrizar. 5.
Parábolas del límite: la vid podada, el surco y el vientre materno son espacios donde nace el futuro
¿Dónde situar los límites, las pérdidas, las podas para que la vida nueva pueda nacer? El evangelista Juan recoge tres parábolas que nos ayudan a vivir nuestras pasividades: la semilla enterrada (cf. Jn 12,24), la poda de la vid (cf. Jn 15,1s) y la mujer embarazada (cf. Jn 16,21). Las tres son parábolas maternales. Son sepulturas donde se gesta el futuro. En las tres Jesús recoge un mismo proceso, que él mismo va a recorrer en su propia persona. En algunas situaciones, algo de nosotros se corta de repente: una relación, una destreza, un proyecto, un cargo, una tierra. Algo se desprende de nosotros sin remedio. Vivimos una auténtica amputación. Entramos despojados en otra etapa nueva. a) Empieza a caer tierra sobre nuestro nombre, sospechas sobre nuestras intenciones, somos espiados cada segundo, derribados y enterrados bajo un alud repentino que se ha deslizado sobre nosotros (cf. Jn 12,23s). Tras el golpe del hacha, parece que los focos de atención se vuelven hacia otras figuras emergentes, mientras nosotros aparecemos sin una sola hoja verde. No hay nada que admirar en el tronco podado, revestido de la corteza áspera (cf. Jn 15,2-4). Puede ser que, en la soledad, la pareja haya concebido un
nuevo ser humano, pero todo está envuelto en el misterio y la incertidumbre de un embarazo escondido (Jn 16,20-22). b) Empieza un proceso lento y silencioso de crecimiento dentro de las raíces oscuras y del tronco mutilado, en el vientre materno y en la semilla bajo el surco. En la clandestinidad empieza a formarse lentamente el futuro. A la vista de todos, no hay nada que esperar y, si nos miramos en los espejos desencantados que nos rodean, tampoco nosotros esperaremos nada. Nos acostumbraremos a la queja y a la esterilidad, que se instalarán en nuestra rutina. Fuera todo se acabó mientras dentro crece una vida nueva, invisible para la sensibilidad superficial, acostumbrada a valorar lo que se presenta como espectáculo. c) Cuando llega el momento de nacer, se atraviesa un trance doloroso. La planta frágil se abre paso rompiendo la tierra dura que la sepulta. Para el niño que crece en el seno materno ha llegado la hora de salir a la luz. Nada lo puede detener. Tiene que atravesar la estrechez del parto y comenzar una vida radicalmente nueva, deshabitando el espacio seguro de la madre que lo nutre y lo protege. Los brotes nuevos rompen la cáscara de las ramas y se asoman progresivamente a la intemperie amenazante. d) Algo nuevo ha nacido, una planta pequeña sobre la tierra, que sabe el camino que la guía hasta crecer en ramas de hojas y de frutos. Un brote sorprende en la aspereza de las ramas podadas. El niño se mueve buscando otros espacios y empieza a estrenar los gestos originales que ninguna otra persona podrá repetir. En las tres parábolas de Jesús, el final es la vida nueva, que atraviesa diferentes etapas. Cada una de ellas tiene su tiempo y su cuidado. Ninguna se puede suprimir. La codicia y la prisa de nuestras impaciencias viscerales o mercantiles solo consiguen abortar las gestaciones. El éxito no siempre es el rostro de nuestra existencia. No es lo importante. A través del golpe, del silencio escondido, del dolor de las
rupturas, vamos caminando hacia la fecundidad. No se nos pide que seamos exitosos sino fecundos. 6.
El sepulcro, donde se deja lo muerto, se convierte en surco, tronco y útero de lo nuevo1
La vida humana nacida del Evangelio, el Reino de Dios, no da marcha atrás, no decrece. Cuando el presente parece despojarnos de viejas cosechas y posibilidades con el fin de paralizarnos, Dios nos está proponiendo otras nuevas. Él siempre asume lo negativo que hacemos o padecemos y nos ofrece posibilidades insospechadas. Podemos disminuir en número de obras, influencias, comunidades, destrezas, salud, pero estas pérdidas son la puerta del límite, que se puede abrir al nuevo futuro fecundo. No se trata de recuperar el pasado perdido sino de abrirnos al don de lo que ni siquiera hemos imaginado todavía. Es necesario llevar al sepulcro y enterrar muchas realidades que fueron brillantes, pero que ya han perdido la «vida», para que puedan resucitar. Conservarlas puede ser acumular basura en nuestros espacios vitales o sobre las espaldas. Al comienzo de su vida, Jesús se veía a sí mismo como el sembrador de la buena noticia. Sembraba generosamente sus palabras y signos. Al final de su vida, como él era la Palabra, para acabar de decirse, tuvo que sembrarse a sí mismo. Nosotros, como Jesús, resucitaremos a la vida definitiva. Pero ya ahora vamos experimentando, en muchos procesos, cómo los límites de nuestras Pascuas nos abren a dimensiones más hondas y nuevas de la existencia. En el tiempo de poda que vivimos, a nivel personal, familiar, comunitario, institucional, la tarea importante no es ir haciendo el catálogo de nuestras pérdidas ni echar cerrojos sobre nuestras posesiones para asegurarnos el futuro mientras fuera el diluvio acaba con todo. La pregunta es de qué manera la disminución se convierte en crecimiento, en qué nuevas realidades las personas y las instituciones se transforman, cuál es el don imprevisible de Dios, cómo nos preparamos a discernirlo, acogerlo y cuidarlo para que se vaya desarrollando en nosotros y fuera de nosotros.
7.
Todo discernimiento se asocia a la Pascua de Jesús
En los éxodos masivos que hoy suben indetenibles desde África hacia Europa y desde América Latina hacia los Estados Unidos, encontramos madres embarazadas que caminan fatigosamente. Han hecho su discernimiento y han tomado una decisión de sumo riesgo. No se resignan a la muerte en su propia tierra y persiguen un sueño, para ellas y para los hijos que llevan en su vientre. Son una elección pascual que atraviesa, vulnerable, mares, desiertos y las redes de los traficantes de vidas humanas. Todo discernimiento tiene una dimensión pascual. Se ilumina en la muerte y resurrección de Jesús. Las nuevas propuestas de Dios vienen a desinstalarnos para dar cabida a una nueva plenitud en nuestra existencia. Entre la muerte y la resurrección hay un no saber qué significa resucitar, una ignorancia que no podemos llenar nosotros con nuestras fuerzas. Es necesario esperar hasta «el tercer día». Ese tiempo, en el que todo se detiene, purifica nuestra suficiencia y se abre a la existencia para recibir lo nuevo que no es solo fruto de nuestro esfuerzo. Podemos emplear todas nuestras habilidades, pero el don prometido está más allá de nuestro empeño. En los procesos de crecimiento, personal o institucional, nos arriesgamos a dejar atrás las síntesis en las que nos sentimos cómodos, donde todo es previsible y manejable. Entramos en otra etapa, que siempre trae una dimensión de incertidumbre. En todos los éxodos hacia una tierra nueva, hay que romper una seguridad y enfrentar el desierto sin caminos. Abrahán y Moisés son dos símbolos del carácter nómada de la existencia verdaderamente humana. Si uno tiene una confianza básica en el que lo convoca, entonces se puede dejar todo y salir alegre hacia el futuro (cf. Mc 1,18), sin quedarse triste en el pasado que nos retiene y nos abruma (cf. Mc 10,22). En los procesos de disminución, vamos perdiendo espacios seguros y conocidos. Parece que nos vamos replegando, como si estuviésemos arrinconados por un fuego que todo lo devora hasta llevar las llamas al borde de nuestros pies. Con frecuencia solo percibimos las pérdidas, lo que dejamos atrás, y no apreciamos la belleza de lo que ya se va incubando en nuestra vida y nos anuncia los rasgos del futuro. Con un espíritu contemplativo, lo podemos percibir con el realismo y certeza del
ultrasonido de un niño en el vientre de su mamá, pero, al mismo tiempo, con las sombras que solo se disiparán después del parto. La existencia no es un ir solo de más a menos sino de menos a más. El final no es la nada, ni un simple regalo que no tiene nada que ver con nuestro empeño, sino la plenitud de lo real. Nadie abandona lo que deja, por necesidad o por propia elección, para salir hacia el futuro, si no lleva dentro una gran pasión que lo empuja desde dentro y le infunde un espíritu creativo capaz de inventar lo nuevo, que en parte se va gestando en el camino y en parte es ya una tierra que lo espera. Discernir y elegir es lo más ajeno a un negocio, donde los precios de lo que compramos están fijados y donde se puede devolver la mercancía si no estamos satisfechos con ella. El regreso al pasado no es posible para nadie. Solo se puede regresar a la nostalgia, no a la vida. Todas nuestras Pascuas están asociadas a la Pascua de Jesús. Somos parte de su cuerpo, que aún camina en la historia. Esto no solo es una metáfora que nos ayuda a entender, sino una realidad en la que vivir. De la vinculación de nuestra persona con Jesús depende la calidad de nuestros discernimientos, en los que siempre hay algo que muere y algo que resucita. Al lado de Jesús, se irá purificando nuestra interioridad de todo lo que es engaño. En la contemplación de su persona, se iluminará toda la vida y todo nuevo don suyo que nos ofrezca, y al ejecutarlo con él nos uniremos en el trabajo, en la lucha para realizarlo y celebrarlo con un «cántico nuevo» (Sal 96,1) que nunca ha sido estrenado.
[35] Texto del padre Arrupe, leído por el padre Ignacio Iglesias en el aula de la Congregación General el 3 de septiembre de 1983. [36] D. M.ª LOYNAZ, Poesía, Letras Cubanas, La Habana 2002, 134.