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Nik Gaturro y la maldición de Tutangatón / Nik ; ilustrado por Nik. - 1a ed. - Buenos Aires : Sudamericana, 2013. (Gaturro para chicos) EBook PDF. ISBN 978-950-07-4383-9 1. Historietas. I. Humor infantil argentino. Nik, ilustr. II. Título CDD 741.5

Dirección editorial: Mariana Vera Coordinación: Cintia Roberts Gerente de producción: Stella Maris Gesteiro Colaboración en textos: Melina Knoll Corrección: Silvia Villalba Idea original / Edición creativa e ilustraciones: Laura Losoviz - Nik Diseño gráfico: Christian Argiz Colaboración en ilustraciones: Gustavo Desimone Páginas 14-15 / 28-29 / 52-53 / 68-69 / 94-95 /100-101

Edición en formato digital: junio de 2013 © 2013, Random House Mondadori S.A. Humberto I 555, Buenos Aires.

Diseño de cubierta: Random House Mondadori, S.A.

Un regalo muy extraño

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Ojos de diamante

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Y el tiempo se detuvo en Egipto...

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El estornudo de Odiozu

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¡Adorado seas, Gaturro!

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¡A embalsamar se ha dicho!

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La maldición de Tutangatón

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La pirámide mortal

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¡Salvado por un pelo!

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Héroe de todos los tiempos

100

No hay nada mejor que el presente

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Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo por escrito de la editorial. ISBN 978-950-07-4383-9 Conversión a formato digital: Libresque

www.megustaleer.com.ar

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Luz Madre

Esclavis Ramsés II Padre Cleopágatha Ágatha, Gatunislao, Gaturro y Canturro

Isis y Nica

Odiozu

Agustín


El sábado por la mañana, Ágatha, Gaturrro, Canturro y Gatunislao se reunieron muy temprano en casa de Gaturro. Querían practicar un número de acrobacia que habían visto en un documental de circo días antes por televisión. El número se llamaba “La Pirámide”. Canturro formaba la base, sobre su lomo debían hacer equilibrio Gaturro y Gatunislao, y en la cúspide se erguía Ágatha, haciendo una perfecta vertical . —¿Qué onda con este número circense? —preguntó Gatunislao, luego de que la cayera unas cuantas veces—. ¿Nos vamos de gira por Europa y Estados Unidos? —Me parece que la única

pirámide

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gira que podemos hacer —respondió Gaturro— de Buenos Aires. es por los A lo mejor algún conductor se apiada de nosotros y nos tira un pedazo de bofe por la ventanilla. —Sorry, men, pero yo, un García Aristazábal, con dos apellidos, tres autos, cuatro casas, cinco mp4 y seis distribuidos en toda la ciudad, no pienso pedir limosna en ningún semáforo. —¡Nuestra pirámide será un éxito y la entrada para vernos costará carísima! —sentenció Ágatha—. Sólo nos falta un poco de práctica... —Sí, y una masajista a domicilio —agregó Canturro, todavía malherido por la estrepitosa del último intento de pirámide—. Ay, ustedes

semáforos

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los gatos y sus ideas felinescas.... —Chicos, descansemos cinco minutos —ordenó Ágatha, tras una mirada al reloj del living—. Pero hasta que no logremos la pirámide perfecta , el ensayo no se levanta. Los cuatro se echaron a descansar al pie del radiador, y fue recién entonces cuando prestaron atención al gran revuelo que había esa mañana en casa de Gaturro. Al parecer, la familia no se ponía de acuerdo con respecto a qué regalo comprarle a la tía abuela Irene, anciana distinguida que estaba próxima a celebrar su cumpleaños número noventa y cinco. —¿Por qué no le regalamos una mascota exótica ? —sugirió Agustín, mientras navegaba en Internet por páginas de iguanas y monos tití. —¡Pero no digas pavadas, nene! —intervino Luz desde el baño, donde se probaba una sombra de ojos color 11


naranja flúo—. La tía Irene ya no está para cuidar animalitos. —Luz tiene razón —dijo la madre—. Además, a ella los animales siempre le dieron un poco de asco. —Eso porque todavía no me conoció a mí —le dijo Gaturro a Ágatha con aire seductor. —No, claro —respondió Ágatha—. Si la tía Irene te conoce a vos, se infarta antes de cumplir . los —Yo le regalaría un lindo beso en la frente y... a otra cosa, mariposa —dijo entonces el padre, echando una mirada a su billetera—. Siento que el regalo de la tía Irene va a romperme el presupuesto anual. —¡De ninguna manera! —sentenció la madre—. Te recuerdo que mi tía Irene fue quien nos regaló para nuestro casamiento el juego de porcelana china de cincuenta piezas. ¡Mi tía es un tesoro! —Tu tía era un tesoro,

noventa y cinco

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querida —reflexionó el padre—. A esta altura, ya es una verdadera antigüedad. La madre lo miró enojada, pero de pronto saltó del sofá y le dio un ruidoso beso en la mejilla a su marido. —¡Ay, sos un genio! —exclamó—. ¡Una antigüedad es el mejor regalo que podemos hacerle a mi tía Irene! ¡Le va a encantar! —Papi, ¿por qué no aprovechás y le regalás tu aparato de música, que es más viejo que Matusalén? —sugirió Agustín, que todavía no lograba convencer a su papá de que cambiara el viejo tocadisco por un minicomponente. —No, Agustín. La tía Irene ya no escucha bien. Vayamos al Mercado de Pulgas y le compramos alguna antigüedad —contestó la madre. —Para pulgas ya estás vos, Gaturro —bromeó Canturro, que jamás perdía oportunidad de rivalizar con sus legendarios : los gatos.

archienemigos

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—Mercado de Pulgas se les dice a los mercados donde venden antigüedades —explicó Gatunislao—. Sin ir más lejos, mi casco de estancia está íntegramente iluminado con lámparas de los siglos XVIII y XIX. —No es más que un pobre perro, no pretendas que entienda tanto como nosotros los gatos —acotó Gaturro, devolviéndole a Canturro su comentario insidioso. En pocos minutos, la familia ya estaba lista para ir al Mercado de Pulgas. La tía Irene iba a recibir el regalo que se merecía. —Nosotros también vamos —anunció Ágatha, obligando a Gaturro, Canturro y Gatunislao a moverse—. ¡Es momento de probar nuestra pirámide en público! —¡Nos falta ensayo! —refunfuñó Canturro. —¡Pero nos sobra caradurismo! —agregó Gaturro. 14

$

Y así fue como el grupo de amigos, que no estaba dispuesto a perderse la salida, se metió en el auto. Cuando llegaron al Mercado, había tanta gente mirando antigüedades y consultando precios que tuvieron que descartar la idea de ensayar en público el numerito de la pirámide. Prefirieron caminar y poco a poco se fueron dispersando por el lugar. Pero todos escucharon los gritos de la madre, que al parecer había encontrado el regalo ideal para la tía Irene. —¡Vengan, vengan rápido! —gritaba dando u o frente a pequeños un puesto de chatarras y objetos destartalados—. ¡No busquen más! ¡Ya lo encontré! Desde diferentes puntos del mercado, Agustín, Luz, el padre, Ágatha, Gatunislao, Canturro y Gaturro llegaron hasta allí lo que pudieron. Pero frente a aquel extraño objeto lleno de dibujos borrosos y signos incomprensibles que la madre abrazaba como si fuera un valioso hallazgo, ninguno supo qué decir.

e f ria

rápido

más

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Luz, Agustín y el padre no pronunciaron palabra. Gaturro, Ágatha y Gatunislao no emitieron maullido. Tampoco Canturro soltó ladrido alguno. Pero todos, cada uno en su idioma, hubiesen querido decir “¡Qué pedazo de porquería!”. —¿No es maravilloso? —preguntó la madre al padre—. Imaginátelo en el living de la tía Irene. ¡No podíamos haber encontrado un regalo mejor! —Mejor puede ser que no —respondió el padre, resignado, mientras sacaba la billetera—, pero más barato, seguro. Además de cara, la antigüedad en cuestión era pesadísima , y entre todos tuvieron que cargarla hasta el auto. —No sé si es por la pirámide o por esta caminata, pero el nervio ciático me está matando —se quejó Canturro. —Y yo tengo los bigotes llenos de polvo. Que sea viejo no significa que tenga que estar tan ri o , ¿no? —refunfuñó Ágatha. —Sorry, pero con mis dos apellidos, tres

mucamas y cuatro mayordomos... no entiendo por qué tengo que estar cargando este mamotreto... —Éste es un esfuerzo sobrehumano —agregó Gaturro, con la lengua afuera por el cansancio—. Y nosotros, después de todo... ¡somos animales! Muy lejos estaba de imaginar qué le deparaba el destino. Pero lo cierto es que aquel regalo de cumpleaños que le compraron a la tía Irene sería el comienzo de una de las más fantásticas aventuras jamás vivida por un animal del siglo XXI.

extraño

mug ent 18

19


El camino de regreso fue

incómodo para todos, porque el regalo ocupaba más de las tres cuartas partes del asiento trasero del auto. La madre, que seguía

extasiada

con la nueva adquisición, no paraba de darse vuelta para contemplarla. Cuando llegaron a la casa, eran cerca de las cuatro de la tarde. Entre todos bajaron el regalo y comenzó entonces el debate acerca de dónde convendría dejarlo hasta que llegara el día del cumpleaños. —En mi cuarto no, por favor —dijo Luz—. Esto suelta tanto polvillo que voy a tener que gastarme todos mis ahorros en limpieza de cutis. 20

—Si quieren ponerlo en mi cuarto, está todo bien —se ofreció Agustín. Su cuarto estaba tan que no le lleno de molestaba tener que convivir con uno más. —¿Por qué no lo dejamos en el garaje? —sugirió el padre. —¡Uy, no! —exclamó Ágatha, frunciendo el morro—. Yo tenía planeado usar el garaje como sala de ensayo para nuestro número de circo. —Está bien, dejémoslo acá en el garaje —contestó la madre—, pero entonces te pido que cuando salgas con el auto no te vayas sin cerrar el portón, como hacés siempre. A ver si justo en ese momento entra alguien y lo roba. —¡Pero por favor! —se rió el padre—. ¿Quién va a querer robar semejante pedazo de porquería ? —Uy, se lo dijo —le comentó Luz por lo bajo a Agustín—. ¿Ahora quién la aguanta a mamá? —empezó a decir la madre en —

objetos inútiles

Mirá.. .

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tono de reprimenda, mientras todos entraban en la casa—, lo mejor es que si no entendés de antigüedades, te quedes callado. que Ésta es una perteneció al Antiguo Egipto y, para que sepas, fuimos muy afortunados en toparnos con este objeto. ¡Tenemos que estar agradecidos! La madre siguió

pieza única

refunfuñando durante unos cuantos minutos más, mientras preparaba café y calentaba leche en un jarrito de aluminio. —Con tal de no escucharte, voy a ir a la panadería de la esquina a traerte las de grasa que a vos te gustan —dijo el padre, arrepentido de su comentario. Mientras el padre iba en busca de las medialunas y la madre disponía todo para tomar la merienda, Gaturro y sus amigos fueron hasta el

medialunas

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garaje para inspeccionar bien en detalle el regalo de la tía Irene. —La verdad que se podrían haber tomado el r estos dibujitos, ¿no? trabajo de r pi —comentó Canturro, observando los símbolos y figuras que adornaban la pieza. —Sorry que me ponga en sabiondo... pero si esto es del Antiguo Egipto, eso que vos llamás ... dibujitos en realidad son —¡¿Jero... qué?! —preguntó Ágatha. —Por favor, Gatunislao —pidió Gaturro, —. visiblemente Te pido que cuando estés con nosotros nos hables en castellano. —Les estoy hablando en castellano. Los jeroglíficos son las figuras que utilizaban los egipcios para escribir. —Ahhhhhhh —exclamaron al unísono los tres.

extraño e nta

jeroglíficos

molesto

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Todos empezaron a dar vueltas alrededor del extraño objeto tratando de descifrar los jeroglíficos. Tenía también piedras incrustadas y decoraciones en relieve. Gaturro se detuvo en una de las figuras: Acá hay un gato que parece — estar huyendo... —Se parece un poco a vos —comentó Ágatha—, aunque tiene los ojos mucho más brillantes. —Es cierto —coincidió Gaturro—. ¿Serán ojos de diamante? —¡Tiempo de merendar, mascotas! Era el padre, que se asomó con un enorme comedero lleno de medialunas de grasa. Ágatha, Canturro y Gatunislao tenían tanto hambre que no dudaron en cambiar el extraño regalo por las medialunas. Y en contados segundos ya habían entrado en la casa. Pero Gaturro se quedó allí, solo en el garaje. la garra y raspó la piedra para sacarle el polvo. Pero esta decisión tuvo consecuencias insospechadas: el jarrón comenzó a

ren!

¡Mi

cimbrar como movido por un terremoto. Gaturro no tuvo tiempo de reaccionar. Enseguida sintió que una fuerza cálida lo elevaba en un torbellino, aspirándolo con una potencia estremecedora y a la velocidad de la luz. “¿A dónde me lleva esta cosaaaaaaaa?”, se preguntaba Gaturro sin alcanzar a entender nada de lo que estaba sucediendo. Su cuerpo pareció desintegrarse y reducirse a . un cúmulo de partículas Aún no lo sabía, pero estaba yendo hacia atrás. Muuuuuuuuuy atrás en el tiempo.

multicolores

Estiró

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Gaturro era un conjunto de partículas de luz viajando en el espacio y hacia atrás en el tiempo. Le hubiese resultado imposible determinar si pasaron años, horas, minutos o apenas segundos. Sólo podía sentir que se desplazaba , pero no sabía hacia dónde. ¿Y si no había un destino fijo? ¿Y si el viaje nunca terminaba? Pero de un momento a otro, aquella fuerza que lo aspiraba se detuvo. Fue un golpe seco y brusco. Nuestro viajero salió despedido y fue a caer en un 26

paisaje desértico y arenoso. Donde fuera que estuviese, donde fuera que el artefacto lo hubiese transportado, lo único seguro era que estaba amaneciendo y que, a juzgar por las apariencias, volvía a ser un gato común y corriente, sólo que bastante despeinado.

—Acaba de salir el sol en el Antiguo Egipto y has llegado. Gaturro escuchó esta voz muy consternado: frente a él, el jarrón no sólo seguía intacto sino que además le estaba hablando. ¿Era posible que realmente estuviera en el Antiguo Egipto? La voz continuó:

—Sólo podrás regresar cuando en el Antiguo Egipto se ponga el sol. No salía de su asombro. ¿Acaso había viajado tantos siglos hacia atrás en el tiempo? —¡Qué desastre! —reflexionó al principio, echando una mirada al paisaje desolado—. Acá sí que no me encuentran ni que pongan mi foto en la primera plana de los diarios...

a todo color

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Pensó en volver a tocar el ojo de diamante para poder regresar rápidamente a su casa, pero enseguida se arrepintió. Al caer el sol, tal como había indicado la voz del jarrón, volvería hasta allí. Después de todo, tener la oportunidad de recorrer el Antiguo Egipto en un día y hacer turismo a lo grande no dejaba de ser un golpe de suerte.

Antes de alejarse del jarrón, fijó en su memoria las coordenadas de la máquina del tiempo: atrás, una montaña; a la derecha, una roca con forma de oveja; a la izquierda, el margen de un río. Una vez que estuvo seguro de que sería capaz de recordar el lugar sin equivocarse, emprendió una larga caminata bajo el l, hacia donde creía que estaba la civilización. Bastante desorientado al principio, Gaturro atravesó largas extensiones cultivadas, descendió y ascendió por rampas de tierra topándose con , pequeñas pirámides y alguno que otro camello con cara de pocos amigos. —¿Estos bichos se habrán escapado del zoológico? —se preguntaba, intentando pasar inadvertido—. ¡Espero que la carne de gato les traiga diarrea! Finalmente, luego de mucho andar, divisó a lo lejos infinidad de siluetas yendo y viniendo por lo que parecía ser el centro de reunión de aquella antigua ciudad llamada , imperio del faraón Ramsés II.

so

piedras

Gizeh

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29



Pese al cansancio, Gaturro ac e l e r ó el paso y, cuando estuvo más cerca, descubrió que aquello no era otra cosa que un imponente mercado. Al recorrerlo comprobó que en sus puestitos se podía comprar de todo. Desde canoas y carruajes de guerra ya equipados con palos, arcos y flechas, pasando por pieles de animales, pastelitos de miel, pan, cerveza y semillas de todo tipo, hasta collares y brazaletes de oro con incrustaciones de amatista y lapislázuli. —¡Este mercado sí que vale la pena! —exclamó, deslumbrado por todo lo que veía—. Antes de irme, voy a comprar para Ágatha una 32

crema de barro del Mar Rojo, para que se haga una mascarilla facial. Si no la conquisto con esto, creo que ya no la conquisto con nada... Y tan concentrado estaba Gaturro en pasear y disfrutar al máximo de su día de turismo, que ni siquiera se dio cuenta del revue l o que estaba provocando su presencia entre los habitantes de aquella ciudad. Aunque él todavía no lo notara, el pueblo de Gizeh lo estaba siguiendo. Murmurando a sus en señal de espaldas y mirando al agradecimiento, conformaban ya una enrulada y larguí sima fila que se extendía mucho más allá del mercado. Y en el momento en que Gaturro se dio vuelta para apreciar el paisaje lejano, descubrió a sus seguidores.

cielo

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—¡Zas! Fin de la estadía —se dijo, bajando la vista con amargura—. Ahora me piden el pasaporte y, como no lo tengo, me reportan directamente a la embajada. Como si hubiera sido un malhechor apuntado por el revólver de la ley, Gaturro levantó las dos patas superiores muy en alto, para darles a entender que se entregaba sin oponer

resistencia. Por toda respuesta, el pueblo de Gizeh lo imitó. Todos levantaron los brazos y luego se dejaron caer pesadamente de rodillas. Repetían una y otra vez estas reverencias mientras lo veneraban con y cantos en lengua egipcia. Finalmente, lo levantaron en andas y comenzaron a lanzarlo

exclamaciones

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hacia el cielo para atajarlo luego entre todos, pasándoselo delicadamente de unos a otros. —¿Pero qué le pasa a esta gente? —se preguntaba Gaturro, un poco por el zarandeo—. Juraría que nunca en su vida vieron un gato. Lo cierto era que habían visto muchísimos gatos, y a todos les habían rendido siempre gran pleitesía ya que allí, en el Antiguo Egipto, en el Imperio del faraón Ramsés II, los gatos eran sagrados. Pero estaba claro que éste no era un gato común y corriente. Andaba en dos patas y tenía los cachetes del color del mismísimo l. No, sin duda ése no era un gato cualquiera. Había caído del cielo. Y había que ser muy tonto para no darse cuenta de que debía ser hijo de algún dios. —Es innegable que me adoran —pensaba nuestro amigo, ya entregado a los mimos y caricias que seguían haciéndole los egipcios—, y eso que ni siquiera me conocen. Así que cuando me conozcan a fondo, van a mandar a grabar

mareado

so

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mi cara en las puertas de piedra de sus casas. Pero su llegada al Antiguo Egipto no a todos les causó alegría. ¡A otros les trajo alergia! El imponente palacio del faraón Ramsés II se alzaba por encima de una duna de arena muy blanca, sobre la ladera más fértil del río Nilo. Ubicada en las afueras de la ciudad de Gizeh, íntegramente construida , en su gran en mayoría preciosas, era considerada la edificación más maravillosa de todo el Antiguo Egipto. Por lo general, el faraón Ramsés II se ausentaba de palacio cada mañana. Empleaba ese tiempo para negociar con los pueblos vecinos, supervisar las tierras cultivadas de su gran Imperio o simplemente dedicarse a su hobby favorito: el adiestramiento de halcones. Y cada mañana, en el palacio vacío, un hombre llamado Odiozu , mano derecha del faraón

piedras

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desde que era adolescente, aprovechaba la ausencia de Ramsés para calzarse su corona y jugar a que era el amo y señor de aquel Imperio. Su envidia y su ambición no tenían límites. Medía casi do s me t ro s de a l t u ra y era un hombre temible de la cabeza a los pies. —¡Esclavis!... ¡Esclaviiiiiiis! Era el grave vozarrón de Odiozu. Desde el comedor principal, sentado frente a una vasija con sopa de garbanzos, hacía temblar con su grito hasta las piedras más ocultas del palacio del faraón Ramsés. —¡Esclavis! ¡Te estoy llamando, pedazo de inútil! ¡Te exijo que vengas inmediatamente! En menos de un segundo, un hombrecito pequeño y , vestido con una túnica de lino ya vieja y raída por el tiempo, se presentó ante él haciendo torpes reverencias. Se llamaba Esclavis y era su servidor personal. 38

—¿Hay algo que haya hecho mal, mi señor? —inquirió, con su v o c e c i t a aflautada. —¡Lo primero que hiciste mal fue nacer, Esclavis! —exclamó Odiozu dando un golpe seco sobre la mesa de piedra—. Y a partir de allí, todo lo que vino después fue de mal en peor. Pero hoy, específicamente hoy, tu error fue permitir que se deslizara un pelo de gato en mi sopa de garbanzo. —¿Un... un…pe-pelo de g...ga-gato? —t a r t a m u d e ó Esclavis, sabiendo que para Odiozu no había peor error que ése, porque era muy alérgico a los gatos, y temiendo que a aquel descuido le siguiera una suculenta golpiza como castigo—. ¡Pero eso es imposible, mi señor! —¿Imposible? ¡Hasta donde yo entiendo de agricultura, Esclavis, la tierra jamás ha dado un garbanzo como éste! Y luego de decir esto, y sin que le importara 39


QUEMARSE , Odiozu metió su dedo índice en la sopa hirviendo, extrajo un pelo con gran repulsión y se lo pegoteó en la frente a Esclavis, aprovechando para propinarle también un empujón que lo sentó de traste en el piso. Esclavis, con mano t e m b l o r o s a , despegó el pelo de su frente y lo examinó en detalle. Odiozu tenía razón. Aquél era un pelo de gato. Y por el color grisáceo , probablemente fuera un pelo de la mismísima Cleopágatha, la gata del faraón. —Perdón, mi señor —admitió Esclavis amargamente—. No entiendo cómo pudo suceder... —¡No entiendes porque tu inteligencia es inferior a la de un camello sin cerebro! —vociferó Odiozu, levantando el plato y arrojando la vasija como si fuera un disco para jugar en la playa. —Attt-chuuuuús. ¡Attt-chuuuuuuuuús…!

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Y como de costumbre, la seguidilla de estornudos de Odiozu por causa de algún pelo de gato comenzó a estremecer las paredes del palacio. —Salud, mi señor —dijo Esclavis, con apenas un hilo de voz . —La salud la vas a perder, con la paliza que yo te voy a aaaaaaaaaaatchús, atchuuuuuuuuuuuuuuuuuuús,

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En ese preciso instante, Odiozu y Esclavis escucharon los pasos del faraón Rasmés II, que acompañado por su gata Cleopágatha regresaba luego de una mañana plena de actividades. Por lo que podían percibir, se aproximaba al comedor. Odiozu se incorporó de la mesa dando un salto . Lo más rápido que pudo se sacó la corona de la cabeza y la escondió detrás de su espalda justo en el momento en que el faraón entraba al comedor seguido por su adorada Cleopágatha.

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—Hola, hola, hola... ¿Alguna noticia, Odiozu? —preguntó Ramsés, con su amplia y benevolente sonrisa, gracias a la cual era reconocido y amado por todo su pueblo. —Bueno, sí. Hay una buena noticia. ¡Y es que ya estás de regreso en palacio! ¡Se te extrañó mucho, faraón! —le respondió obsecuentemente Odiozu, con su sonrisa llena de dientes y muelas

estropeados . Al oír estas palabras, paradita donde estaba detrás de Ramsés, la hermosa gata Cleopágatha frunció el morro con gran desagrado. —Un día de estos, a este flor de chupamedias lo voy a matar de alergia —se prometió, indignada—; como anticipo, van unos cuantos estornudos... Y sin pensarlo más, Cleopágatha saltó al cuello de Odiozu y comenzó a darle infinidad de lengüetazos. 43


—Dejadlo, mi reina —le ordenó suavemente Ramsés—, sabéis que nuestro pobre Odiozu es alérgico a ustedes, los felinos... Odiozu hacía grandes esfuerzos por no estornudar. Sabía que esa gata asquerosa era la gran debilidad del faraón, y que nada lo conmovía más en la vida que ver que la trataban con cariño. —Dejala, Ramsés, dejala... si es una belleza. —Dejalo, Cleopágatha, vamos... —No, por favor. ¡Si me encanta…! Dejala, ¡aaaaaaaaaatchús, atchuuuuuuuuuuuuuuuuuuús!

Una vez alcanzado su objetivo, Cleopágatha, triunfal, saltó de nuevo al piso y de allí fue directo a los brazos del faraón. —Te lo dije, consentida... —la besó Ramsés, mientras Odiozu entraba en una crisis de estornudos que por poco le hacen sangrar la nariz—. Él te adora, pero su salud le impide demostrártelo... —y agregó, con la gatita en brazos—. Y hablando de la adoración a los gatos, yo sí tengo una noticia, Odiozu... —¿Ah, sí? ¿Y cuál es esa noticia, si se puede saber? —inquirió Odiozu, limpiándose la nariz con la manga de la túnica del pobre Esclavis pero sin utilizar las manos, porque las tenía a la . espalda ocultando la —Se anda diciendo por ahí que el dios de los felinos, el más sagrado entre todos los sagrados, ha aparecido hoy por aquí, en el mercado de Gizeh. Al escuchar esto, del impacto y la indignación, Odiozu dejó de estornudar. Nunca sabía qué le causaba más alergia: si los gatos en sí mismos o el hecho de que su faraón y todo el pueblo los consideraran sagrados.

corona

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—¿Aquí? ¡Pero qué alto honor , faraón! —exclamó Odiozu, con una falsedad tan notoria que hasta Esclavis temió que Ramsés se diera cuenta de que estaba mintiendo. —Altísimo honor, por cierto —coincidió el faraón con gran solemnidad—. Y vos también 46

tendrás el alto honor de acompañarme al mercado a buscarlo, para traerlo aquí y rendirle el debido homenaje. —Ahhh… —¿Atchús? —inquirió, divertido, Ramsés, ofreciéndole un pañuelito de lino bordado a mano. —No. A... allá vamos, desde luego —replicó Odiozu, a quien la noticia de tener que ir en persona a rendirle homenaje al dios de los gatos le resultaba tan indignante que le faltaban las palabras para disimular. —Te veo en la puerta del palacio en unos instantes —ordenó Ramsés, saliendo del comedor con Cleopágatha en brazos. Odiozu volvió a ponerse en la cabeza la corona que había estado escondiendo a sus espaldas. —Un día de estos voy a encontrar la forma de apoderarme del trono y convertirme en el nuevo faraón, ¿me escuchaste bien? —comentó Odiozu por lo bajo a Esclavis, levantándolo del escote de la túnica y zamarreándolo del cuello violentamente. Esclavis asintió. 47


—Y el día que yo sea faraón… atrapo a los gatos de Gizeh ¡y los mato a todos! ¡¡¡A todos!!! ¿Escuchaste bien, pedazo de idiota? Esclavis asintió con la cabeza nuevamente, al . Agradecía al cielo borde de la no haber nacido gato. Porque... ¡pobres de todos los gatos cuando Odiozu, el temible, se convierta en faraón!

asfixia

Mientras tanto, en el mercado de Gizeh seguían los festejos. La noticia de que el faraón Ramsés II en persona iba a acercarse hasta allí para entrar en contacto con el dios de los . gatos había corrido como reguero de Gaturro no entendía del todo qué estaba sucediendo, pero como los habitantes del Antiguo Egipto continuaban bailando a su alrededor, haciéndole caricias y ofreciéndole todo tipo de manjares, tampoco se preocupaba demasiado. Sólo de a ratos ; si quería recordaba la voz de la

pólvora

máquina del tiempo

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regresar a su casa, debía volver al mismo sitio donde había llegado para cuando cayera el en el Antiguo Egipto. En un momento en que deglutía una deliciosa docena de pastelitos de miel, se ocupó de recordar las coordenadas. —A ver... atrás, una montaña; a la derecha, una roca con forma de oveja; a la izquierda, el margen de un río... —repasó mentalmente Gaturro, a la perfección—. Y a juzgar por la posición del sol, ni siquiera es mediodía —razonó mirando el cielo—. Sólo tengo que ocuparme de que después de semejante atracón de comida no me dé modorra. ¡Puede ser la siesta fatal! ¡La siesta que me condene a vivir en el Antiguo Egipto de aquí hasta el fin de los tiempos! Y en estas cavilaciones estaba Gaturro, cuando todos los presentes dejaron de bailar, y a su alrededor. Apartándose, dejándolo solo en el centro del mercado, hicieron un respetuoso silencio. Todos clavaron su mirada en el horizonte. Sólo se escuchaba, a lo lejos, el trote de un par de camellos empujando un pesado carruaje de guerra.

sol

aplaudir

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cantar

—Bueh, parece que se me acabó la cuerda —suspiró entonces Gaturro, engullendo de un bocado el último pastelito mientras observaba aquel extraño carruaje que se acercaba—. ¡Ahí me vienen a buscar los de la policía montada! El carruaje se detuvo a metros del mercado. De él descendieron dos hombres, que comenzaron a caminar en dirección a Gaturro. El primero, con actitud firme y decidida. El segundo, que lo doblaba en altura, iba cuidándole la espalda. Mantenía la cabeza gacha y cada varios pasos soltaba sonoros en la arena.

escupitajos 51


—Uno debe ser el teniente comisario —concluyó Gaturro, al ver la imponente corona del faraón Ramsés— y el otro debe ser un policía raso. Bastante mal educado, por cierto… —pensó después, estudiando detenidamente la bl actitud de Odiozu. Abriéndose paso entre todos los presentes, los dos hombres seguían avanzando hacia él. —No voy gastarme en levantar las manos —reflexionó Gaturro—. Total, si no salí corriendo, ya se deben haber dado cuenta de que estoy entregadísimo. Pese a que el clima reinante era de gran tranquilidad, Gaturro sintió que, a medida que se le aproximaban, comenzaban a temblarle un poco las patas. Desconocía las leyes del lugar y no tenía la menor idea de cómo podían reaccionar esos dos egipcios. A lo mejor lo querían de mascota, o de cazador de ratas y ratones. Pero quizá planeaban

desagrada e

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aguas

arrojarlo a las del Nilo por pasearse ilegalmente sin que nadie supiera de qué agujero subterráneo había salido. En esas cosas pensaba Gaturro cuando de pronto vio bajar del carruaje a la Cleopágatha. La gatita, que se había demorado , se puso al frente peinándose el de la comitiva. Y cuando ya estaba a escasos metros de él, a modo de piropo, Gaturro le silbó galantemente. Cleopágatha le guiñó un ojo, muy seductora. —¡ E p a ! ¡Le encanté! —se felicitó Gaturro, sintiéndose un galán de telenovela—. ¡Y es el calco de Ágatha pero en versión egipcia! ¡Creo que hoy es mi día de suerte! Cleopágatha se hizo a un lado para que el faraón Ramsés II pudiera quedar frente a frente con Gaturro. Al verlo tan de cerca, Ramsés se e m o c i o n ó . Apoyó la mano encima de su cabeza y comenzó a lagrimear. Esta emoción le fue contagiada a todo el pueblo de Gizeh, cuya felicidad, al contemplar la felicidad de su amado faraón, fue incontenible y culminó en

bellísima

tupido flequillo

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una sonora ovación en honor a Gaturro. —¡Sí, es él! —gritó Ramsés, elevando los brazos al cielo—. ¡Camina en dos patas! ¡Es el dios en las mejillas! El de los faraón de los gatos que ha llegado para proteger mi Imperio. ¡Es el gran Tutangatón ! Al escuchar a Ramsés, el pueblo de Gizeh estalló de algarabía. Comenzó otra ovación ininterrumpida en honor a Gaturro, quien a esta altura no entendía una sola palabra. —¿Qué dijo, muñeca? —preguntó desconcertado Gaturro a Cleopágatha. Sin duda, para la lengua egipcia tenía menos condiciones que para el Brutish English. —El faraón Ramsés dijo que sos un dios —tradujo Cleopágatha. —Gracias. Vos también sos una diosa...

dos soles

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Ramsés seguía hablando y Cleopágatha, entonces, siguió traduciendo con gran pericia. —Y va a llevarte ahora mismo a su palacio para eternizarte como dios de los gatos. —¡Buenísimo, vamos! —festejó Gaturro—. ¡Nada mejor para levantar mi autoestima! Pero antes de subir al carruaje junto a Ramsés y el alergizado Odiozu, que no paraba de estornudar , Cleopágatha se apiadó de Gaturro y le confesó algo que lo dejó helado de pánico. —Tal vez puedas levantar tu autoestima, pero para convertirte en dios de los gatos van a tener que momificarte esta misma noche. —No entiendo, ¿podés ser un poco más clara? —Momificarte, embalsamarte... ¿ehhhhh? —Cleopágatha fue tan clara que Gaturro pudo ver su futuro muy o s c u r o . Cuando entendió, casi cae desmayado a los pies de uno de los camellos. 57


—Adorado Tutangatón: en tanto dios de los gatos, vas a morir hoy mismo. Justo cuando se ponga el sol. — Gaturro subió al carruaje en completo estado de shock. Si intentaba huir en ese momento, lo alcanzarían. Necesitaba calma para pensar en la forma de escapar de allí. No sólo para salvar su vida, sino también para estar en la máquina del antes de que se ponga el sol y poder regresar sano y salvo a su casa. —No. Al final hoy no era mi día de suerte —se dijo apesadumbrado . Buena o mala, por el momento su suerte ya estaba echada. El carruaje tirado por camellos lo llevaba hacia su próximo destino: el palacio del faraón Ramsés II.

tiempo

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Gaturro ingresó en el palacio del faraón Ramsés II por la puerta grande. Pero aunque Cleopágatha lo ubicó en un sillón construido en o ro y l a pi s l á zu l i y le fue trayendo para que degustara los más diversos y exquisitos platos salados y dulces, nuestro pobre Gaturro estaba desconsolado. Su vida corría serio peligro , y aunque lograra escapar y salvarse del e m b a l s a m a m i e n t o, no sabía cuánto tiempo podría llevarle semejante proeza. De modo que su posibilidad de llegar al horario indicado para ser transportado de regreso a casa, también peligraba seriamente. —Ay ay ay… estoy en un callejón sin salida —dijo en un suspiro. —¡No, Tutangatón! No estás en un callejón sin salida. ¡Estás en el palacio del faraón Ramsés! —le explicó con toda inocencia Cleopágatha, convencida de que su extraño congénere había empezado a desvariar, tal vez debido a un exceso de comida. Gaturro ni siquiera trató de explicarle qué había querido decir. Aunque aquella gata egipcia 60

se parecía mucho a su amada Ágatha, en inteligencia no le llegaba ni a los talones.

—reflexionó a sus espaldas una vocecita muy femenina y aterciopelada . —No, claro. Y además, la ciudad de Gizeh le está resultando muy aburrida y quiere irse de aquí lo antes posible, ¿no es cierto, Tutangatón? —agregó otra voz, algo más aguda, pero igualmente encantadora y sugestiva. Gaturro sintió que acababan de leerle el pensamiento. Bajó del sillón para inspeccionar de dónde provenían aquellas palabras tan lúcidas y allí las vio: dos simpáticas gatas siamesas, grises con ojos verdes. Eran Isis y Nica, las mejores 61


amigas de Cleopágatha. Tenían coronitas de y del cuello les colgaban dos gruesas correas de oro y gemas preciosas. Observaban a Gaturro con cierta desconfianza. “Me parece que estas dos se dieron cuenta de que no soy ningún dios”, pensó mientras ellas le con complicidad. —Encantado, chicas. No pensé que en el Antiguo Egipto hubiera siamesas —dijo para romper el silencio, que se le estaba volviendo un poco incómodo. —¡No somos siamesas! —protestó Nica. —Ni si quiera somos mellizas —agregó Isis. —Ni primas —acotó Nica. —Ni parecidas... —agregó Cleopágatha. —¡Somos mejores amigas! —exclamaron las dos siamesas, sin ocultar el gran orgullo que esto les producía a ambas.

plumas rojas

sonreían

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“Uy uy uy...”, reflexionó Gaturro, “me parece que éstas, de raza y pedigree no entienden nada. Tienen menos calle que Gatunislao y la gata Elizabeth juntos”. —Sabemos que no sos el dios de los gatos —sentenció Nica, sin más preámbulo. Al escuchar esto, Cleopágatha quedó desconcertada. Y Gaturro tragó saliva con dificultad: no estaba seguro de si esa verdad revelada tendría buenas o malas consecuencias. —¿Y cómo lo saben? ¿A ver? —inquirió Cleopágatha, moviendo

frenéticamente

su flequillo. —No importa cómo lo saben, pero tienen razón. No soy Tutangatón , soy un gato común y silvestre y me llamo Gaturro —confesó nuestro amigo, convencidísimo a esa altura de que si el destino de Tutangatón era morir embalsamado, hacerse pasar por el

dios

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de los gatos no era ningún negocio. —¿Y de dónde saliste, entonces? ¿De dónde sos, Gaturro? —lo interpeló Cleopágatha, quien cada vez entendía menos lo que estaba sucediendo allí. . —Vengo del —¡¿Del Futuro?! ¿Y eso en qué país queda? —No, Cleopágatha. El futuro no es un país —le intentó explicar Gaturro—. El futuro es... —Sea lo que fuere, no hay tiempo de que nos lo expliques ahora —comunicó Nica enérgicamente—. Tenemos que ayudarte a escapar ya mismo de aquí. Vendrán por ti para embalsamarte de un momento a otro. Isis y Nica le indicaron que las siguiera. Gaturro obedeció, pero justo en ese momento el temible Odiozu, seguido de Esclavis, irrumpió en el lugar cargando una jaula de piedra con

futuro

barrotes

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de bronce. —Tarde, chicas —suspiró muy triste Gaturro, mirando a las siamesas—, pero muchas gracias igual... —De nada, Gaturro —lloriqueó Nica, agitando la patita en señal de despedida. —Cuando estés embalsamado, vamos a ir a visitarte al templo funerario... —prometió Isis, no menos angustiada que su mejor amiga. —Adiós, bella Cleopágatha —la saludó Gaturro, con los ojos rojos de emoción. Pero Cleopágatha no se despidió de Gaturro. Llegaría hasta las últimas consecuencias para salvar a ese gato del Futuro, donde fuera que quedase ese sitio. —Adelantémonos —apuró a sus amigas, y por un hueco de piedra salió del palacio. —¿Adónde vamos, Cleo? —preguntaron ellas, siguiéndola en el salto. 65


—A la —anunció Cleopágatha—. Los sorprenderemos ahí. Gaturro ni siquiera las vio salir. Para ese momento ya estaba encerrado en la jaula, sin posibilidad aparente de escapar. Con gran torpeza debido a su escasa musculatura, Esclavis, supervisado por Odiozu, cargó la jaula por el palacio y la depositó en el comedor central, a los pies del faraón Ramsés II. —Este momento marca un hito para el pueblo de Gizeh, faraón —mintió Odiozu, reprimiendo un estornudo—. Gracias al gran Tutangatón, dejarás una huella profunda en el patrimonio universal. —Así es, Odiozu. Estoy profundamente conmovido —exclamó el faraón, con voz entrecortada por la emoción. 66

enfurecido

“Sí, sí”, pensó Gaturro, . “Vos te emocionás, pero bien que al que están a punto de convertir en adorno de sarcófago es a mí, querido.” —Odiozu, no perdamos más tiempo —ordenó Ramsés, secándose las lágrimas—, quiero que lleves cuanto antes a Tutangatón a la pirámide y lo momifiques. —Con gran placer, mi faraón —asintió Odiozu. Y soltando un estornudo tan estrepitoso que le hizo volar la corona a Ramsés, salió rumbo a la pirámide, seguido por Esclavis, que cargaba siempre con torpeza la jaula. —Bueno, ya no tengo escapatoria, es el final... —se lamentaba resignado, abrazándose a los barrotes de bronce —. Mi último 67


pensamiento antes de convertirme en momia va a ser para mi amada Ágatha, obvio... Pero allí, en la pirámide, esta historia iba a dar insospechado. Y sin habérselo un propuesto siquiera, Gaturro pasaría a ser parte de la Historia de la Humanidad.

g i ro

Dentro de la pirámide la atmósfera era muy d e n s a y Gaturro, adentro de aquella jaula de , estaba sofocado piedra y y le costaba bastante respirar. Odiozu cargaba ahora la jaula; Esclavis, totalmente extenuado , apenas si podía cargar con su pobre cuerpo. Después de una larga caminata, entraron en el templo funerario de la pirámide. Gaturro observó que tanto Odiozu como Esclavis se movían con sumo cuidado, procurando esquivar los

bronce

sarcófagos a medio construir y los restos de vendas

desparramados

por todas partes. También había unas cuantas vasijas apoyadas en el suelo, con tapas que representaban cabezas de halcones, chacales y babuinos. A Gaturro le llamaron muchísimo la atención. 68

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vasos

—Eso que estás mirando son —le explicó una voz, que a esa altura Gaturro ya reconocía muy bien. ¡Era Cleopágatha! Y junto a las siamesas Isis y Nica habían llegado hasta el templo funerario para hacerle compañía. —Si salgo vivo de toda esta locura, me encantaría llevarme alguna de estas vasijas como souvenir.

canopes

—¿Te parece? —preguntó Isis, a quien la idea no le resultó del todo buena—. Mirá que adentro de cada uno de estos vasos canopes hay órganos del cuerpo humano en proceso de embalsamamiento: pulmones, estómagos, intestinos... Gaturro no pudo reprimir una mueca de asco. —Es cierto que soy un gato ciento por ciento encantador, pero no al extremo de que mis riñones sirvan para decorar un living —comentó a sus nuevas amigas—. Estos humanos egipcios con los que conviven ustedes son gente muy extraña... Al descubrir la presencia de las tres gatas, Odiozu montó en cólera y soltó un estornudo con

tanta fuerza que volteó varios vasos canopes. —¡Epa! Casi hace un strike —comentó Gaturro, mientras veía 72


rodar los canopes como bolos de bowling por el templo funerario. En ese momento, Odiozu, indignado, apoyó s ú b i ta m e n t e la jaula de piedra y bronce en el piso. Y Gaturro, que estaba desprevenido, se dio su hocico contra un barrote. —¡Esclavis! Te ordeno que hagas volar de una patada estos tres excrementos peludos —vociferó, en lengua egipcia, señalando a las tres gatitas—. Si no lo hacés ya mismo, preparate para recibir un

—Salud —dijo Esclavis—. Lo haría gustoso, pero... no falta mucho para que el sol se ponga... ¿No debería preparar los utensilios para embalsamar al dios Tutangatón? —¡Pero no, Esclavis! Ni hay que molestarse en momificar a esta patraña... —¡Parece que no van a embalsamarte, 74

Gaturro! —le tradujo Nica, entusiasmada. Pero Gaturro no quería hacerse ilusiones. —No entiendo... —confesó Esclavis. —No entendés porque tenés menos inteligencia que el cerebro de este gato cualunque, que de dios tiene menos que yo. —¿Pero cómo, Odiozu? ¿Éste no es el gran Tutangatón? —¡Pero qué Tutangatón ni qué ocho cuartos! Éste es un felino común y corriente y tan desagra... atchuuuuuuús! ¡Atchuuuuuuuuuús! —Salud, Odiozu. —Sin embargo, le tengo que estar agradecido a este ridículo. Porque gracias a él ahora ya sé cómo voy a deshacerme del faraón Ramsés II. Las tres gatas escuchaban todo muy espantadas. Nica le iba traduciendo a Gaturro, que prestaba atención desde su jaula.

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—No sé si tu escaso cerebro te permitirá recordar, Esclavis, que hoy en el mercado de Gizeh, cuando el faraón estuvo lo suficientemente cerca de este gato mamarracho, posó la mano sobre su cabeza... —Sí, claro que lo recuerdo —afirmó con seguridad Esclavis, sintiéndose orgulloso de su cerebro. —Muy bien —prosiguió explicando Odiozu—. Hoy mismo voy a envenenar al faraón Ramsés y diré al pueblo que ha muerto víctima de la maldición de Tutangatón, por haberlo tocado como lo hizo. Diré que según nuestros antepasados, ¡todo faraón que osara tocar al dios Tutangatón moriría implacablemente, con síntomas similares a los del envenenamiento! ¿No es un plan perfecto, Esclavis? Esclavis asintió, deslumbrado. Había que admitir que Odiozu, el temible, era brillante en . todo lo concerniente a la

maldad

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Al escuchar el plan de Odiozu, Cleopágatha, Isis y Nica saltaron sobre él, y comenzaron a atacarlo violentamente, presas de un profundo sentimiento de venganza y de justicia hacia su querido faraón. Pese a la catarata de estornudos, Odiozu, con ayuda de Esclavis, se las ingenió para detenerlas y atarlas a todas juntas con unas cuantas

vendas blancas que encontraron tiradas por ahí. —Vamos, Esclavis —ordenó, limpiándose la nariz con la manga de la túnica de su servidor, tal como era su costumbre—. Todavía tenemos mucho trabajo por hacer... —Sí, mi señor. —Y ustedes, trío de porquería —g r i t ó 77


antes de irse, dirigiéndose a las tres gatitas atadas—, ni intenten moverse de donde están y mucho menos sueñen con escapar de aquí adentro. Yo mismo construí esta pirámide. Y tiene tantas trampas ocultas como para a todos los gatos del mundo, ¿está claro? Dicho esto, Odiozu, dando a cada paso un nuevo estornudo , se alejó seguido por Esclavis. —Escapémonos —ordenó Gaturro. —No se puede. Dijo que la pirámide está llena —le de tradujo Nica—, él mismo las construyó. —No importa —se envalentonó Gaturro—. Él las construyó pero nosotros las vamos a . ¡Arrástrense hasta la puerta de la jaula, chicas! Tienen que ayudarme a salir de

matar

acá! ¡Vamos a salvar al faraón Ramsés II! —Muy bien. ¡Allá vamos! —dijo entonces Cleopágatha, contagiada por el entusiasmo del gato que venía del futuro. Y juntas, vendadas y atadas como si fueran una momia de tres cabezas, las gatas comenzaron a reptar hasta la jaula de Gaturro.

trampas mortales

destruir

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79


Haciendo grandes e s f u e r z o s , las tres gatas lograron llegar hasta la jaula de Gaturro. Entonces él, con una de sus garras, tomó una de las puntas de la hasta venda y desatarlas por completo. —Isis o Nica, cualquiera de las dos: dénme la correa que llevan al cuello. Nica se quitó su correa y se la pasó a Gaturro. Y él, dando muestra de una fuerza y una maña dignas de a d m i r ac i ó n , ató la correa alrededor de un barrote y con la boca tironeó hasta que los barrotes se abrieron lo suficiente como para permitirle salir de la jaula. Las tres aplaudieron, admiradas.

tironeó

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—Ahora, mis queridas... ¡a salvarle la vida al faraón Ramsés! Y los cuatro gatos echaron a recorrer la pirámide buscando la salida. A poco de andar quedaba claro que aquello, más que una pirámide, parecía un intrincado de ingenio. Caminaban con sumo cuidado, recordando las trampas con las que los había amenazado Odiozu, pero ninguno lograba orientarse en la dirección correcta hacia el exterior.

laberinto

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Muy pronto, aunque sin alejarse demasiado entre sí, cada uno estaba inspeccionando por diferentes sectores. —Ojo, no nos separemos —advirtió Gaturro—, toda pérdida de tiempo puede ser fatal. —¡Y toda escalera tambieeeeeeeeeeeeeén! ¡Auxilio! ¡Me caí en una fosa! Era el grito desesperado de Cleopágatha, que había caído en una de las trampas mortales de Odiozu: la falsa e s c a l e ra . Gaturro, Isis y Nica corrieron hasta el sitio de donde provenía la voz. En efecto, debajo de una falsa escalera de piedra, que ahora tenía algunos peldaños rotos , había un pozo de varios metros de profundidad. 82

—Juro que parecía una escalera —gimoteó Cleopágatha—, y pensé que era la que nos llevaría fuera de la pirámide. —¿Estás bien? —preguntó Isis, el cuello para verla mejor, temerosa de que en el impacto de la caída se hubiese fracturado algún huesito. —¡Cuidado Isiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiis! —gritó Gaturro, logrando tirarla hacia atrás justo en el momento en que una gigantesca piedra caía del techo—. ¡Ahora esquivala vos, Cleopágatha! —llegó a

estirando

gritar hacia el pozo, temiendo que la piedra la aplastara ahí abajo. 83


—¡Esquivala vos, Gaturro! —fue la respuesta de Cleopágatha mientras trepaba por una de las paredes de la fosa como si fuese una experta escaladorade montaña. —No entiendo —replicó Gaturro, sintiéndose fuera de peligro. —¡Cuidado atrás, que se acerca una momia! —gritó esta vez Nica. —¿Una qué...?

Gaturro se dio vuelta y lo que vio, lo llenó de espanto. c a momia, que debía Una g ig nt medir por lo menos dos metros de alto y otros dos de ancho, gimiendo como si estuviera herida de muerte, caminaba ahora hacia él con los brazos e x t e n d i d o s hacia adelante, y estaba claro que su intención no era precisamente darle un abrazo. —Va...va... vámonos ya mismo de acá —aulló, sudando frío. Y los cuatro felinos salieron disparados, perseguidos por la monstruosa momia, que era un verdadero enigma incluso para las gatitas egipcias. —¡Ay, mamita! ¡Yo pensé que las momias jamás se movían de su sarcófago! —gritó Gaturro, mientras corría con el corazón golpeándole frenéticamente. —¡Es que jamás se mueven! —replicó Cleopágatha, con los pelos del flequillo —. ¡Ésta es la excepción que confirma la regla!

a es

de espanto

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parados

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—Entremos por este túnel —sugirió Isis, identificando un pequeño boquete en una de las paredes laterales de la pirámide—. La momia es demasiado alta como para meterse aquí adentro. —Primero las damas —dijo gentilmente Gaturro, que ni en situaciones de extremo riesgo se permitía perder su caballerosidad. Y uno tras otro, los gatos lograron introducirse en el túnel justo a tiempo antes de que la agarrara a Gaturro por la cola. Mientras reptaban por aquel espacio angosto y casi en penumbras podían escuchar desde afuera los l a r g o s q u e j i d o s y lamentos de aquel engendro, cuya existencia era inexplicable. —Chicas, creo que de los nervios estamos perdiendo mucho pelo —comentó preocupado Gaturro, porque al darse vuelta notó diminutas

momia

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pelotas de pelo que se habían ido acumulando detrás de ellos a medida que avanzaban a través del túnel—. Pero sin duda es pelo que tenemos que perder —agregó, afilando el olfato—, huele a animalejo en estado de putrefacción. —No, es que no es pelo —contestó Isis con la b L o r s —. ¡Son ratas! voz t e jj j j jj ! ¡Qué —¡ Pu asco! —gritó Nica.

o a a a a a a a a j jj jjj

m

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—¡Qué asco y qué miedo! —exclamó Gaturro, entrando en pánico—. ¡Salgamos de aquí lo antes posible! —Pero son ratas —trató de calmarlos Cleopágatha—, se supone que son ellas quienes tendrían que tenernos a nosotros, ¿no? —¿Y qué querés que te diga, Cleopágatha? —gimoteó Gaturro—. ¡Se ve que nosotros también somos la excepción que confirma la regla! Y reptando como serpientes , siempre seguidos por aquel ejército de ratas sucias y hediondas, se apuraron en dirección al final del túnel, donde, por lo que podían vislumbrar pese a la escasa luz, se veía algo así como una puerta de . —Creo que éste es el final —observó Nica, empujando la tela suavemente con su garra, como si fuera una cortina. —¡Sí! ¡Es nuestro final! —exclamó Gaturro, cuando una vez afuera descubrieron que aquella tela blanca no era otra cosa que las vendas de la momia, que los estaba aguardando del otro lado del túnel.

blanca

Pero la suerte quiso que el centenar de ratas , que salieron del túnel tras la huella de los gatos, se abalanzaran sobre la momia y comenzaran a roerle las vendas con tal ímpetu que ésta no pudo más que echarse al suelo dando tremendos alaridos de dolor. Los cuatro gatos, entonces, aprovecharon la redada de las ratas para buscar la salida de la pirámide. Para sorpresa del sector femenino de la comitiva, fue Gaturro, el extranjero, el que dio en la tecla.

tela

escalofriante

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—Si aquí todo es , mis queridas amigas —reflexionó—, la salida al exterior debe ser aquel lugar que parezca todo menos una salida al exterior. Pero las gatitas no lograron seguir su razonamiento. —¿Entienden? —Ni una sola palabra —respondieron las tres, la cabeza de un lado a otro. —¿Por ejemplo, Gaturro? —inquirió Cleopágahta, para quien ese gato no dejaba de ser una verdadera caja de Pandora. —Por ejemplo... aquel sarcófago cerrado —indicó él, señalando uno de los más imponentes que hubiese visto desde su entrada a aquella pirámide. Fue hacia él seguido por las tres gatitas, que se salían de la vaina por comprobar si el excéntrico viajero del tiempo estaba o no en lo cierto con su extraña hipótesis. —Abrámoslo —ordenó Gaturro. Y los cuatro empujaron con todas sus fuerzas hasta que finalmente lograron abrir el sarcófago.

Gaturro estaba en lo cierto: ¡aquella era ni más ni menos que la salida de la pirámide! Todo el sol del Antiguo Egipto les cegó la vista. De un salto, los cuatro gatos estuvieron afuera. Y se pusieron en marcha rumbo al palacio del faraón Ramsés II .

moviendo

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En el palacio del faraón Ramsés II, el plan macabro de Odiozu estaba a punto de llevarse a cabo. Siempre asistido por su sirviente, Esclavis, el envenenamiento del faraón era sólo cuestión de minutos, y a Odiozu le costaba disimular su alegría . Tan feliz estaba, que no paraba de silbar una antigua melodía egipcia que se solía ejecutar en las bodas. —Te noto más contento que nunca, Odiozu —comentó el faraón, sentado a su gran mesa de piedra, a punto de tomar el plato de sopa de garbanzos que estaba por traerle Esclavis—. ¿Acaso encontraste, por fin, a la damisela egipcia ? que te robó el —No, mi faraón, nada de eso —replicó Odiozu, ostentando su sonrisa estropeada—. Mi felicidad

corazón

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es la misma que la tuya: se debe al embalsamamiento del gran Tutangatón. —Ah, sí, no es para menos —suspiró el faraón—. Eso es lo que hoy nos llena el alma a todo el pueblo de Gizeh. A propósito, ¿cómo va todo el procedimiento? —A la perfección, faraón —replicó Odiozu, mintiendo con gran maestría—. Sus órganos vitales ya se encuentran en un canope con cabeza de chacal. Ahora sólo hay que esperar el tiempo debido y rezarle a Anubis, el patrono de los embalsamadores, para que todo quede listo en tiempo y forma. En ese momento, Esclavis, con mano temblorosa, hizo su entrada trayendo una vasija con sopa de garbanzos. —Voy a tomarla sólo si está bien

caliente —advirtió Ramsés, mirando con ojo crítico la vasija. —Faraón, esta 93


sopa de garbanzos que ha preparado Odiozu especialmente para vos es la más deliciosa que jamás haya probado un paladar egipcio —le aseguró Esclavis, depositando la vasija justo frente a Ramsés. —Con toda humildad, es cierto, faraón —agregó Odiozu, lanzando chispitas de euforia por los ojos—. Se puede decir que quien pruebe esta sopa, ya puede morir en paz... —¡A probarla, entonces! —se entusiasmó el faraón. —Pero antes, si me permite, una pizca de este elixir... —advirtió Odiozu, sacando un peq u e ñ o frasquito transparente del bolsillo de su túnica y volcando por completo el líquido en la vasija. —¿Qué es? —preguntó Ramsés, para quien la gastronomía era el hobby preferido después de la caza, y siempre estaba ávido de conocer las novedades en especias y condimentos. traída —Una especialmente de Marruecos

pócima

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—explicó, guardando el frasquito nuevamente en su túnica—. Un manjar de los dioses... O mejor, un manjar para ver a los dioses... “Sí”, pensó Esclavis, hecho un nudo de nervios por el inminente envenenamiento, “pero antes de los ángeles, se ve la carroza fúnebre”. Y el faraón Ramsés II ya estaba a punto de tomar el trago más amargo de su vida, cuando irrumpieron Cleopágatha, Gaturro, Isis y Nica, y de un salto se abalanzaron sobre la vasija de sopa volcando su contenido íntegramente en el suelo. —Pero, ¿qué significa esto? —estalló en cólera el faraón al ver a Gaturro—. ¿Qué hace todavía vivo el Gran Tutangatón? Pero Odiozu no tuvo tiempo de responderle. Gaturro, Cleopágatha, Isis y Nica se treparon sobre él y sin tregua comenzaron a refregarle los por todo el cuerpo. —No entiendo qué está sucediendo aquí —bramó Ramsés, agarrando a Esclavis de las solapas—. ¿No era que el gran Tutangatón,

pelos

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sagrado entre los sagrados, ya estaba en proceso de embalsamamiento? Esclavis, por toda respuesta, se hizo pis encima a causa del miedo. Y Odiozu comenzó a estornudar una y otra vez hasta que cayó desmayado en el piso. Gaturro, ni corto ni perezoso, hurgó dentro de la túnica del desmayado Odiozu y por fin encontró el indicio que lo incriminaría sin escapatoria: el frasquito de veneno con que estaba a punto de matar al faraón. Sostuvo el frasquito entre los dientes, procurando que ni una gota de veneno tocara su lengua, y se paró frente a Ramsés tratando de que el faraón prestara atención hacia la prueba del delito. En un solo instante, el faraón comprendió todo. Delicadamente sacó el frasquito de veneno de entre los dientes de Gaturro y lo examinó, oliéndolo una y otra vez, hasta que por fin no le quedó ninguna duda. —¡Traidores! —exclamó, abofeteando a Esclavis con la palma y el dorso de la mano—. ¡Asquerosos y rastreros traidores! 98

Luego se paró sobre el cuerpo inconsciente de Odiozu y, llevándose una mano al corazón y sosteniendo la otra en dirección al cielo, el faraón Ramsés II exclamó: —Muy bien, indeseables... Ustedes se lo buscaron. ¡Prepárense para lo peor!

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Atardecía y el pueblo de Gizeh se había dado cita en el mercado para repudiar a Odiozu y Esclavis, los dos traidores al Imperio de su tan amado y respetado faraón. Les gritaron, los abuchearon y apedrearon, manifestando así la inmensa ira contra los criminales. Ramsés II, rodeado del ejército real, contemplaba satisfecho la escena. A su lado, Gaturro no dejaba de mirar el cielo para calcular la posición del sol. Aquéllos serían sus últimos recuerdos del Antiguo Egipto. Se acercaba el momento de partir. La gente comenzó a dispersarse. El ejército real se llevaba de allí a Odiozu y Esclavis. Pasarían el resto de sus días en la espantosa cárcel de Gizeh. El faraón Ramsés II, entonces, se puso de pie y le dirigió a Gaturro unas sentidas palabras de agradecimiento. —¿Qué me está diciendo, Cleopágatha? —Dice que jamás podrá agradecerte todo lo que has hecho por él. 100

—Bueh... para eso estamos en esta vida, ¿no?, para ayudar —replicó Gaturro, que también empezaba a emocionarse. —Entiende que tal vez, por tu resistencia a ser embalsamado y tu deseo de andar correteando libremente por ahí, no seas el Gran Tutangatón. Pero que, de todas formas, no cabe ni la menor duda de que sos un gran gato.

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—Gracias... ¿Y vos, Cleopágatha? ¿Pensás lo mismo que él? —le preguntó Gaturro con una sonrisa encantadora—. ¿Que soy un gran gato? —¡Obvio! —dijo ella, colorada de vergüenza—. ¡Pero obvio que para mí serías mucho más grandioso si fueras el verdadero Tutangatón! —agregó enseguida, para que Gaturro no se diera cuenta de que le gustaba tanto. Y siguió traduciendo—. Como recompensa por haber salvado su vida y el honor de su Imperio desenmascarando a estos dos malhechores, Ramsés quiere concederte un deseo . Dice que podés pedir el deseo que se te antoje, que él te lo hará realidad. Gaturro pensó y pensó. Pero había una única cosa que deseaba más que nada en el mundo: volver a su casa. —Por favor, conseguime un papiro y alguna pinturita, Cleopágatha. Voy a pedirle mi deseo . en Cleopágatha fue rápidamente hasta uno de los puestos del mercado y volvió con el pedido. Gaturro, poniendo todo su esmero, hizo varios

forma de jeroglífico

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dib u jos , uno al lado de otro. El faraón Ramsés no tuvo ninguna duda acerca de cuál era el deseo más ferviente de ese gran gato: volver a su lugar de origen. Así que comenzó a hablarle, mirándolo profundamente a los ojos. —Dice que si tu deseo es irte del Antiguo 105


Egipto, por supuesto que te lo concede —tradujo Cleopágatha, sintiendo que se le hacía un nudo de tristeza en la garganta—. Pero que para él, aunque vos no te creas el Gran Tutangatón, siempre lo serás. Y dice también que por lo que hiciste por su vida, su Imperio y todos los gatos, que de otra forma habrían sido envenenados por Odiozu, él se ocupará de que tu imagen pase a la H i s t o r i a , eternizada por los tiempos de los tiempos... Luego el faraón besó a Gaturro en la cabeza y, , se fue caminando en dirección al carruaje que lo esperaba para regresar a su palacio. Gaturro levantó la vista hacia el cielo. No faltaba demasiado para que se pusiera el sol en el Antiguo Egipto. Era momento de regresar a la máquina del tiempo . —Acompañame que te voy a mostrar un secreto —dijo a Cleopágatha. Y seguido por ella echó a correr , murmurando las coordenadas: atrás, una montaña; a la derecha, una roca con forma de oveja; a la izquierda, la margen de un río... Minutos después, ambos estaban frente al jarrón.

muy conmovido

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—Es aquí —dijo Gaturro—. Se hace tarde. Tengo que volver a casa. —¿Tan pronto? ¿No podrías quedarte algunos días más? —suplicó la gatita con voz temblorosa. Pero entonces, la voz proveniente de la máquina del tiempo le dio el ultimátum:

—Está por ponerse el sol en el Antiguo Egipto y debes irte. Tienes sólo una oportunidad. —No, Cleopágatha —replicó Gaturro—. Vuelvo al futuro. Es ahora o nunca. —Bueno, está bien —sollozó ella—. Comprendo... 107


—Pero quiero que sepas que... si yo viviera aquí, en Gizeh, haría lo imposible por que te enamoraras de mí... —agregó con t i m i d e z . —¡Y lo lograrías, Gaturro! —le aseguró Cleopágatha, muy turbada pero sintiendo que el corazón le palpitaba como el galope de un caballo salvaje. Rápidamente, nuestro viajero rodeó el jarrón, ubicó el ojo de piedra y lo frotó con una de sus garras. Y estaba a punto de darle un beso a Cleopágatha cuando, una vez más, el extraño objeto

cimbró

como movido

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por un terremoto. Sintió cómo una fuerza cálida lo elevaba en un torbellino, aspirándolo con una potencia estremecedora. —Buen viaaaaajeeeee. ¡Para mí también serás siempre mi amado... el gran Tutangatón! —llegó a decirle Cleopágatha, sin comprender qué era lo que estaba sucediendo, pero confirmando que aquel gran gato entre los gatos provenía, sin lugar a dudas, del sitio más lejano del mundo. El cuerpo de Gaturro se fue d e s i n t e g r a n d o nuevamente y emprendió el regreso convertido en minúsculas , partículas con la diferencia de que esta vez sí sabía lo que le pasaba. Cuando el viaje se detuvo abruptamente, Gaturro recuperó la antigua forma. —Por el olor a nafta y cachivaches, me parece que llegué al garaje de casa —concluyó—. Pero, ¿quién sabe de qué día, de qué año o de qué siglo? Luego de su fantástica aventura en el pasado, Gaturro estaba de regreso. Pero todavía faltaba

multicolores

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averiguar cómo eran allí las cosas; cómo eran ahora, en el tiempo presente.

Allí en el garaje, junto al extraño jarrón comprado como regalo para la tía Irene en el Mercado de Pulgas, Gaturro se sentía más inquieto que curioso. “A lo mejor pasó desde que me fui y todo cambió tanto que mi familia ya ni siquiera existe”, pensaba. “Y tal vez ahora yo sea un gato totalmente pasado de moda. ¡Qué tristeza!” —Gaturro, ¿qué pasa que no venís a merendar? Dale, que están a punto de terminarse las medialunas . Era la inconfundible voz de Ágatha. —¿Qué hacés acá, solo en el garaje? ¡Por favor! ¡Te estamos esperando! —¡Ay, Ágatha, qué alegría verte! —exclamó, emocionado—. Lo que pasa es que acabo de llegar...

mucho tiempo

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—¿Acabás de llegar? ¿De dónde? ¿Del Mercado de Pulgas? Y todos nosotros también, querido, donde compramos ese estropajo de jarrón. ¿O te olvidaste? ¡Ay, Gaturro, qué lástima, tanto chat te está quemando las pocas neuronas que tenías! —Ya sé que estuvimos todos juntos en el Mercado de Pulgas. Pero yo, yo solito, acabo de volver del Antiguo Egipto —y bajó el tono de voz para que nadie más que Ágatha pudiera escuchar lo que estaba a punto de revelar—. Porque este jarrón que ves acá, en realidad, es una máquina del tiempo , y... —¿Ah, sí? Mirá, Gaturro: si ese jarrón es una máquina del tiempo, yo soy Cleopatra, la reina del Nilo. Ágatha estaba enfurecida . Odiaba que la tomaran por tonta, y mucho más Gaturro. —Es la verdad, Ágatha, y ahí conocí a un faraón que... —¡Basta, basta, basta! La única verdad es que si no te apurás un poco, no te van a quedar ni las miguitas. ¡Y te lo tendrías bien 112

merecido, mirá, por mentiroso! Vamos, entremos que a mí se me enfría el café con leche. —Cuando nos casemos, Agathita, te prometo que vamos a ir de luna de miel a Egipto... —Nosotros nunca nos vamos a casar, Gaturro. Y a mí, por el momento, más que la luna de miel lo único que me interesa es la medialuna… pero de grasa. Sentada a la mesa del living, la familia de Gaturro tomaba la merienda. Nada había cambiado. Por lo visto, su viaje hacia atrás en el tiempo había durado, en realidad, unos pocos minutos. Sólo le llamó la atención que el padre estuviera leyendo el diario, detenido en una noticia acerca del Antiguo Egipto que aparecía en primera plana y a todo color. —Ay, esta cara, esta cara... me parece que la conozco de algún lado... —decía pensativo 113



mientras g o l p e t e a b a el diario con su dedo índice. —“Sí... me parece que he visto un lindo gatito...” —afirmó desde su jaula el canario de la familia, con su vista de lince. Gaturro estiró el pescuezo para ver cuál era la cara en cuestión. Al verla, casi se atraganta con la medialuna. “Por lo visto, ¡el faraón Ramsés II era un tipo de palabra, nomás!”, pensó satisfecho, consciente de que su imagen realmente había sido eternizada según lo prometido. —Al parecer, encontraron una momia sin cuerpo —comentaba en ese momento el padre. Gaturro estaba consternado. “¿Así que la m o m i a que nos persiguió por la pirámide no tenía cuerpo?”, pensó Gaturro, recordando la peripecia y . “¡Qué volviendo a sentir el mismo chasco! Y bueh... por lo visto, estas cosas pasaban

escalofrío

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hasta en el Antiguo Egipto. ¡Algunos son pura cáscara!” Ágatha, curiosa, se acercó a observar en detalle las fotos del diario. —Salvando el corte de pelo, Ágatha, ¿no te parece que la imagen de esa gata egipcia se parece mucho a vos? —le preguntó él, ansioso de que ella creyera en su aventura. —¡No, para nada! Somos muy distintas. Yo soy mil veces más linda, y además tengo el poder de momificarte y ella no... —replicó celosa. Gaturro no entendió el comentario. —¿Querés que te muestre cómo te momifico en un segundo? 117


—Bueno... ¿a ver? —la desafió. —Mirá. Entonces Ágatha se abalanzó sobre Gaturro y más lindo de todos los besos le dio el que le haya dado un gato a otro en lo que va de la historia de la Humanidad. Efectivamente, de la emoción y la sorpresa, Gaturro se quedó duro. Muy duro. Y así siguió, momificado de amor, por unas cuantas horas más.

beso

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