El cadáver más bello del mundo

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El cadáver más bello del mundo Ricardo Chávez Castañeda



El cadáver más bello del mundo Ricardo Chávez Castañeda

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El cadáver más bello del mundo Ricardo Chávez Castañeda Edición Colombia, julio 2010 Ediciones desde abajo Bogotá, D.C. - Colombia ISBN: Ilustracioones: Diseño, diagramación y preprensa digital: Difundir Ltda. Carrera 16 Nº 57-57 • Tel: 345 18 08 - 346 62 40 El conocimiento es un bien de la humanidad. Todos los seres humanos deben acceder al saber. Cultivarlo es responsabilidad de todos.


U

no de ustedes se oye claramente en todo el teatro.

Las niñas y los niños que forman una hilera a lo largo del escenario no miran hacia la izquierda y hacia la derecha porque saben que allí únicamente están ellos. Se han visto como uno se contempla en un espejo. No se parecen ni en estatura ni en matiz de piel ni en color de pelo. Su semejanza es más profunda. Todos están pálidos, todos están desnudos debajo de la ropa que llevan puesta, y esa desnudez tiembla atacada por fríos que provienen de su interior. Quince niñas y quince niños hechos de miedo. Ese fue el único requisito. No niños hechos de felicidad, no niños hechos de hastío, no niños hechos de tristeza, no niños hechos de curiosidad. De miedo, sólo niños hechos de miedo. - …Los demás tendrán que marcharse de aquí y nunca más volver. La voz, que no parece ser ni de mujer ni de hombre, tiene que estar surgiendo de algún sitio del oscuro auditorio que los niños tienen ante sí. El auditorio convertido en una oscuridad perfecta como si se hubieran quedado ciegos. - ¿Están listos? Y las niñas y los niños, que no parecen tener más de diez años, giran sobre sus talones y encuentran a su espalda, bien aposentados en el suelo, los treinta ataúdes abiertos.


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- Actuar la muerte… Ya lo saben… Es por eso que están aquí.


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Todos los seres humanos aprendemos a sentarnos en sillas, a recostarnos en camas, a mecernos en columpios. Lo que nunca nadie nos enseñó es a meternos vivos en un ataúd. La mayoría de los niños permanecen inmóviles. Poco a poco, algunos se hincan en el suelo de duela y luego se introducen en la caja por partes… las manos… los brazos… el torso… como si el ataúd fuera una piscina y el agua helada les estuviera llenando de pausas la voluntad de sumergirse. Otros lo hacen mal; en cuclillas, quieren girar de costado en el aire para adentrarse de espaldas. La niña que es María y que no sabe si hay otras Marías entre las niñas, da un paso hacia el interior de su ataúd. Por un momento permanece así, erguida entre la vida y la muerte. Es decir, con un pie apoyado en el suelo del escenario y con el otro pie apoyado en la base forrada con paño rojo del ataúd. - Ya saben- dice la voz entonces-, fingir la muerte hasta que únicamente quede uno. Y María mete los dos pies. Y María se sienta. Y María se recuesta muy lentamente sobre su sombra.


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Aprender a respirar como si el aire fuera un gigantesco tejido y hubiera que irlo destejiendo en breves y delgados hilos. Hilos de aire entrando y saliendo por la nariz para respirar en silencio. Treinta respiraciones silenciosas en el escenario. Y en algún punto del oscuro auditorio, como ceguera la gruesa y jadeante respiración de quien permanecerá allí hasta que veintinueve niños hayan perdido.


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Existen maratones de baile donde la gente danza durante un día completo. Es posible imaginar una carrera donde lo importante sea correr y correr hasta que no reste nadie más en la pista que un único, triste y agotado corredor. Son verosímiles incluso concursos por conseguir el beso más largo del mundo y por leer sin interrupción un libro tras otro de una biblioteca. En todas estas competiciones –reales o posibles- lo importante es perdurar haciendo algo: en baile, en carrera, en beso, en lectura. Sucede, sin embargo, que en este teatro enorme donde están las quince niñas y los quince niños lo importante es no hacer nada. Una competencia no por estar en la nada sino por ser, aunque sea por unas horas, la nada.


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Haciendo algo contra haciendo nada. ÂżNo es esa la diferencia entre la vida y la muerte? Y entonces ÂżcĂłmo se hace la nada?


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Cuando los treinta niĂąos se aquietan en sus respectivos ataĂşdes, se apagan las luces generales del escenario y se encienden treinta reflectores que dejan caer sus treinta luces blancas desde el techo como si fueran treinta descomunales patas fosforescentes de un animal que se ha quedado parado encima de ellos.


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La luz es entonces el inicio de la competencia.


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Si el teatro estuviera lleno, la gente sentada en el auditorio podría ver el exterior de los ataúdes pero, por causa de la perspectiva, no podría ver lo que está adentro. Treinta ataúdes negros, con la tapa abierta, con el forro rojo. - ¿Y dónde están los actores?- se preguntaría parte del público. - ¿Y cuándo empieza la obra?- se diría la otra mitad de los espectadores. Sin saber que la muerte ya está actuando.


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El teatro está vacío. O está lleno de butacas vacías. O la luz está representando una obra para la oscuridad que ha colmado el auditorio. O es la oscuridad la que actúa para los treinta niños que la escuchan respirar.


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La madera se usa para hacer mesas, para hacer sillas, para hacer armarios y mecedoras y camas. Todas esas maderas aprenden a sonar cuando los muebles se abren, se cierran, se comban bajo el peso, se balancean. La única madera que no está hecha para sonar es la de los ataúdes. Es lo que se espera. Una madera muda para siempre, por los siglos de los siglos… Y sin embargo, de estos treinta ataúdes que están enfilados a lo largo del proscenio, brota de vez en cuando un crujido sordo, un leve chirrido, un casi inaudible y maderoso lamento.


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Lo que se deja escuchar entonces en el teatro vacío son los esporádicos crujidos de esta madera que no debería sonar nunca, aquella respiración grave y jadeante que proviene de algún sitio del penumbroso auditorio, y el sonoro tic tac de un reloj. Una historia bastante parca como podrán notar.


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La primera y más difícil decisión que ha tomado María ha sido resolver qué hacer con sus ojos. Actuar la muerte con los ojos abiertos o actuar la muerte con los ojos cerrados. Una de las reglas permite parpadear sólo si se ha decidido morir con los ojos abiertos. Otra de las reglas prohíbe mirar si se ha optado por cerrar los ojos al morir. Lo último que vio María antes de dejar caer sus

párpados, hace ya un buen rato, fue la luz que caía desde su reflector. Un túnel de blanca luminosidad como su vaso favorito. Días antes del concurso, ella usó el vaso de vidrio para las moscas. Cuando las moscas paraban el vuelo y descansaban en la mesa de la cocina, María les ponía encima el vaso invertido, y luego miraba e intentaba aprender así todas sus tácticas y estrategias para morir.


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María, en su ataúd, no se mueve, no se rasca a pesar de que tiene comezón en la oreja, no reacomoda su brazo izquierdo que quedó demasiado apretado entre su cuerpo y la pared de madera. Y sin embargo, eso es lo fácil de fingir. Los “no” de la muerte. No mover. No rascar. No reacomodar. No ver. No dormirse. No hablar. No llorar. No sentir hambre. No tener sed. … María se sabe de memoria todas las reglas de la competencia. … No tener miedo. No morirse de verdad.


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En las reglas de la competencia no hay ningún “Sí”. Parece que eso es lo que tienen que aprender los treinta niños que están actuando en el escenario. El frío, por ejemplo, al advertir que los pies empiezan a enfriarse poco a poco. La soledad, por ejemplo, al descubrir que, aunque quieran, nadie más podrá recostarse al lado suyo dentro de la estrecha caja negra forrada de rojo. Las ganas de resucitar, por ejemplo. Resucitar y acabar con esto porque la muerte, aunque sea de a mentiras, asusta.


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Tic tac Tic tac Tic tac

Tic tac


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Justo a las tres horas suena el timbre. - Tres horas es el tiempo que va a durar la obra El cadáver más bello del mundo- dice de inmediato la voz que para hablar deja de respirar-. En el fondo del escenario hay treinta bacinillas, hay agua aunque no les recomiendo beber, hay una puerta de salida. María parpadea pero la luz de los treinta reflectores la deslumbra, así que cierra los ojos otra vez y a ciegas sale del ataúd; siente que otros niños caminan vacilantes junto a ella, desabotona su pantalón pero le cuesta trabajo porque tiene entumecido el brazo que estuvo comprimido entre su cuerpo y la pared del ataúd, escucha el sonido de su propia orina sin sentir vergüenza porque hay tantos sonidos similares resonando en su alrededor que parece el rumor de una buena lluvia. Cuando al fin está consiguiendo entreabrir sus encandilados ojos, escucha el mandato de la voz como si la voz estuviera muy cerca de ella y le susurrara al oído. - Es hora de volver. María abre los ojos asustada; mira hacia la izquierda y mira hacia la derecha, pero sólo encuentra a otros niños y a otras niñas tan pálidas y desconcertadas como ella. Al recostarse de nuevo en su ataúd, descubre que dos de los treinta reflectores que penden sobre el escenario se han apagado.


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Tic tac Tic tac

Tic tac


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María está rígida. Y ella piensa que los demás están rígidos también. “Como bloques de hielo” “Como estatuas” “Como…” María piensa que los demás también están pensando en sus propios padres. “¿Por qué no vinieron mamá y papá?” “¿Por qué no han llegado?” “¿Cuándo vendrán?”


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Está el tic tac, la respiración grave y jadeante que proviene de algún sitio del tenebroso auditorio, su propio latido que suena dentro de ella y que nadie más puede escuchar. Tic tac Aaaagggghhhh…… Aaaaagggghhhh…. Aaaahhhhgggg….. Pum, pum, pum, pum, pum María escucha todos estos sonidos como si fueran los peldaños de una escalera interminable que ella debe subir hasta llegar al último escalón que será el nuevo timbrazo.


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“Tú no tienes que actuar la muerte”, se sorprende pensando. Y sabe que es ella hablándole a su corazón.


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María siente que, por debajo, el ataúd le aprieta la planta de los pies; que por los costados le comprime la cadera y los hombros; que por encima le lastima la parte más alta de su cabeza. Antes no le apretaba. “¿Pueden descalificarme por crecer?”, piensa. Y luego piensa otra vez: “¿Y si el ataúd se está empequeñeciendo?” Y después le dice a su pensamiento que se calle porque no le está ayudando a resistir. Su pensamiento se queda también muy apretado dentro de su cabeza y cierra la boca.


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“¿Se puede asfixiar el cerebro?” - ¡Sssssssshhhhhhh!


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Durante tanto tiempo Maria ha estado esperando el sonido del timbre y, sin embargo, cuando al fin suena, María no lo escucha. Ella comienza a moverse hasta que la voz fea que no es voz de mujer ni es voz de hombre la hace reaccionar. - Cinco horas… En ocasiones así de larga será la obra…O a veces más, no tres horas ni cinco horas de duración sino muchas más horas más... ¿Cómo saberlo?


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Lo que hace María, sentada en la bacinilla, mientras escucha el rumoroso sonido de la buena lluvia saliendo de ella, es mirar hacia arriba y contar de nuevo las luces del techo. Repasa las lámparas encendidas y luego repasa las lámparas apagadas porque de pronto da lo mismo contar lo uno que lo otro. Allá arriba hay quince luces y quince oscuridades. Acá abajo quince niños se han marchado para nunca más volver, y María quiere recordarlos ahora que no

están. ¿De verdad había una niña de pelo corto? ¿Existía un niño con tantas pecas en la cara como si su rostro fuera una playa? ¿Y aquel otro niño que tenía vergüenza de orinar y no orinó? ¿Y la niña que empezó a llorar tan bajo que su llanto se parecía el tic tac del reloj y a la fea respiración que provenía del auditorio y al rechinido del ataúd y al propio latido de su corazón? Sólo quedan quince niños que todavía pueden ser el cadáver más hermoso del mundo.


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María da un paso hacia el interior de su ataúd y se queda otra vez erguida entre la vida y la muerte, porque a su derecha, un poco más allá, hay un niño que está perplejamente de pie. María la mira con el rabillo del ojo, mientras él, estupefacto, observa el ataúd y luego levanta la vista hacia la densa negrura del auditorio. - ¡No hice trampa!- grita- ¡Yo no he hecho trampa! Del auditorio no se deja oír réplica alguna. Sólo se oye la grave y jadeante respiración.

- Por favor- dice el niño. Y aunque él forcejea por abrir la tapa cerrada de su ataúd, no lo consigue. Catorce círculos de luz y dieciséis círculos de oscuridad en lo alto del escenario es lo último que ve María antes de cerrar sus párpados.


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“¿En qué momento desaparecieron los niños descalificados?”, piensa María, “No es posible que no los haya oído marcharse… ¿Y cómo les habrán avisado que perdieron?” María imagina una mano. Una mano sin uñas largas, sin venas sobresalientes ni tortuosas cicatrices, sin mutilar. Una mano como cualquier otra, como la suya. Pero María sabe que si una mano así se posara en su hombro para indicarle que ha perdido, ella no podría parar de gritar.


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Una muerta que grita. El cadáver más bello del mundo prorrumpiendo a gritos en medio de la representación. María piensa “¡Cállate! ¡Cállate!” porque la risa quiere ganarle la boca por culpa de su tonta imaginación y luego piensa “¡Cállate! ¡Cállate!” porque las lágrimas están a punto de ganarle los ojos por culpa de su memoria. Cuando murió su mamá, ella permaneció horas mirando el ataúd, esperando que se abriera, rogando que se abriera, sacrificándose porque se abriera. Si revives, mamá, te daré todas mis muñecas, te daré un pedazo de mi piel para que cubras tus heridas, te daré la mitad de mi corazón y la mitad de mi alma.


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“Tic tac” “Tic tac” “Tic tac” “Tic tac” Eso es lo que piensa María para no pensar. Tic tac hace su cabeza. Tac tic hace el reloj. Hasta que su cabeza y su reloj se juntan como dos caballos de carreras. Tac tic tac tic tac tic tac tic tac tic tac tic tac tic


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“¿Por qué duele un cuerpo que no hace otra cosa que permanecer inmóvil?” María está sintiendo crecer el dolor bajo su nuca, alrededor de su cuello, a lo largo de la espalda. Ella cree que si su dolor sigue extendiéndose va a terminar por desbordarse como cascada fuera del ataúd y la van a descalificar, así que sin abrir la boca, separa levemente los dientes, cuela por allí la punta de la lengua y muerde con cuidado. Quiere que todos los demás dolores giren la cabeza como lobos y vengan a su boca para comer.


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Cada una de las moscas que María asfixió con su vaso de vidrio terminó muriendo patas arriba. Ahora mismo ella también está boca arriba. “¿Es la única manera de morir?” “¿Es la única manera de actuar la muerte?” María se sorprende pensando que le gustaría ladearse hasta quedar recostada de lado

en el ataúd o bien rodarse por completo hasta acabar completamente boca abajo, extendida desde su frente hasta la punta de sus pies en la base roja de la madera. Fingir la muerte de cara a la muerte y no de cara a la vida. “¿Alguno de los treinta niños se habrá metido así desde el principio para ver a sus papás?”


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“¿Y por qué nunca se entierra así a los muertos?” Con la frente abajo…Con la nariz abajo…Con el pecho abajo… “¿Corazón abajo?” “¿El corazón tiene “abajo” allí metido en medio del cuerpo?”


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Calambres dolorosos, entumecimientos molestos, la sed, el hambre, incluso la duda de si tanta muerte fingida vale la pena… María creyó que cualquiera de estas variantes de la rendición sería el enemigo. Lo que nunca imaginó fue una invasión de cansancio. “Tengo sueño, tengo mucho sueño”. ¿La rendición es cerrar los ojos? ¿Pero, entonces, cómo se cierran los ojos que ya están cerrados?


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多Cansada de morir? 多Ustedes se han cansado?


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María no quiere recordar pero recuerda que cuando su mamá se murió, su papá se cansó de vivir. “A lo mejor por eso quiero ser el cadáver más bello del mundo”, piensa.


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Y, de pronto, en la cabeza de María se dispara una idea como un estallido de luz negra en una noche blanca. “¿Y si no es cansancio?” “¿Y si no me estoy durmiendo?”

“¿Y si la muerte llega cuando encuentra algo como un tapete que dice Bienvenida?” Recostada dentro del ataúd y quieta como un tapete, aguza los sentidos para tratar de sentir si los pies de la muerte aceptan su Bienvenida.


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No morirse es la regla principal.


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MarĂ­a separa las mandĂ­bulas otra vez y, sin que sus labios se abran, mete la punta de la lengua entre los dientes. Morderse la lengua para despertar. Morderse la lengua para no cansarse de vivir.


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Suena por tercera vez el timbre.


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María no cree en lo que oye porque no ha transcurrido ni siquiera una hora desde el último descanso. “Estoy segura” Y una voz le da la razón. - En ocasiones será así… ¿Cómo saberlo?... La obra puede durar una hora o menos… mucho menos…Como un milagro… De pronto el cadáver más bello del mundo está vivo.


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María no orina, no toma agua, mecánicamente extiende los brazos, mueve su cabeza de un lado a otro. “Así que esto es la vida”, se sorprende pensando al hacer una flexión. Y entonces escucha que la puerta del fondo se cierra con un sonoro golpe, se cierra con un sonoro golpe, se cierra con un sonoro golpe, igual que si se tratara de un eco.


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María ve de reojo a una niña pequeñita y regordeta. María sabe que hay una regla que les prohíbe hablarse entre sí. “¿A ti quién se te murió?”, quiere preguntarle. Aprieta los dientes y descubre que la punta de su lengua ya no está allí.


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En las reglas dice que nadie se puede ir por su voluntad. Hay que ser descalificado. ¿Cómo se descalificaron los tres niños que acaban de irse por la puerta de atrás y cómo se les descalificó?


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Es lo que decía la última advertencia del concurso. “Nadie se puede ir por voluntad pero tampoco contra su voluntad”


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Antes de volver al ataúd, María advierte a una niña o un niño que ni siquiera salió de su ataúd para tomar el descanso. “¿Y si se le está olvidando descansar de la muerte?”, piensa María. Y María se desconoce a sí misma. “¿Yo he pensado esto?” Y reflexiona que un ataúd es como un mal contagio. “Como un sombrero enfermo donde no se debe meter la cabeza”


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¿Se volvieron locos ustedes? ¿Eso es morirse? Dicen que tú sí te volviste loco, papá, pero yo sé que no es cierto. Esa noche creíste que estaba dormida cuando te acercaste caminando de puntas y me diste un beso y susurraste “Lo siento… Tengo que irme, hijita…”


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Cuando la voz ordena que es hora de regresar, dos niños pelean por un mismo ataúd. - ¡Es mío!- grita uno. - ¡Es mío!- grita el otro. María mira su ataúd y se pregunta si ella le llamará alguna vez así: “mío”.


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La disputa entre los dos niĂąos termina con dos lunas que se apagan en lo alto como si tambiĂŠn hubieran empezado a actuar la muerte.


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“Nueve”, piensa María. Pero las luces, que permanecen como ecos de luz grabadas en su cerebro, no suman nueve. Con los ojos cerrados, las vuelve a contar de memoria antes de que desaparezcan de su mente. “Cinco” “Cinco” “Cinco” Hasta que las cinco luces se apagan dentro de su cabeza y dejan metida a María dentro de su propia oscuridad.


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La oscuridad no es el mejor lugar para pensar. Surgen ideas sin color, sin luz, como negros lobos con negros hocicos abiertos.


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La primera dentellada de la inteligencia de María la muerde con una pregunta: “¿Y si los niños que pierden no se van?” Luego la mastica otra pregunta: “¿Y si en lugar de que salgan del ataúd, algo se mete adentro para castigarlos con algo más fuerte que la descalificación?”


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¿Nunca jamás ver a la persona que se les murió?


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María está ocupada defendiéndose de sus pensamientos que aúllan y la persiguen. Le aterra pensar que algo entrará allí y le caminará por encima para anunciarle que ha perdido algo más que la oportunidad de representar El cadáver más bello del mundo. Tan ocupada y aterrada está por culpa de su imaginación que, demasiado tarde, advierte que no se acomodó bien en el ataúd y ahora no puede apoyar completamente la cabeza.


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ÂĄVoy a perder!, asĂ­ suenan silenciosamente todas las alarmas de su cuerpo.


59

ยกVoy a perder, mamรก! ยกVoy a perder, papรก!


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Su nuca flota sin tocar la base del ata煤d porque la parte alta de su cabeza se qued贸 apoyada en la pared frontal de la caja.


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María intenta reacomodarse sin moverse. Resopla sin producir sonido alguno. Por causa del esfuerzo está sudando sin sudar. No moverse. No resoplar. No llenarse de sudor. Eso dicen las reglas. Así que continúa intentando no moverse, no resoplar, no mojarse por el esfuerzo de reacomodar la cabeza sin reacomodarla.


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“¡Mamá, ayúdame!”, escucha los alaridos dentro de su cabeza. “¡Ayúdame, papá!” Y por un instante de verdad teme que sus pensamientos puedan oírse más allá de su cabeza.


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“Mamá” “Papá” “Papá” “Mamá” Como si su corazón se hubiera convertido en un nuevo reloj.


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Tic tac Aaaaagggghhhhh Pum pum pum pum “No voy a poder” Tic tac Aaaagggghhhh Pum pum pum pum “No voy a poder” Tic tac Aaaaaagggghhhh Pum pum pum pum “No voy a poder” Mamá Papá Papá Mamá Papá Mamá


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No perder. Cuando su papá murió, ella también miró por horas el ataúd y también prometió la mitad de su alma y la mitad de su corazón.


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Si hace unos minutos la niña regordeta y pequeña hubiera roto las reglas para preguntarle por quién estaba allí, María no habría sabido responder.


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Todos estos días que estuvo asfixiando moscas para aprender a morir, la única idea que realmente evitó responder fue esa.


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“No sé”, se escucha pensar y, en ese momento, María advierte por primera vez el aroma de la madera que ha debido de estar allí todo el tiempo. Y escucha por primera vez el bisbeo de una mosca que habrá estado en el teatro desde que la puerta del fondo se abrió para el primer niño descalificado Y descubre por primera vez, en el interior de su boca, un levísimo regusto de mermelada de arándano que se comió por la mañana. En todos estos indicios de vida que están colándose lentamente dentro del ataúd y dentro de su cuerpo, María presiente que perderá.


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ÂżCĂłmo voy a vivir sin mis papĂĄs?, piensa no su cabeza sino su piel, y otra vez ese invierno de su interior amenaza con llenarla de temblores bajo la ropa.


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Olvidar Ese es uno de los “Sí” de la muerte. Olvidar su casa, olvidar incluso del cadáver más hermoso del mundo… olvidarse de todo por culpa de lo que acaba de sentir. “Unos ojos” Eso es lo que sintió. Unos ojos grandes como negros agujeros que la miran sin parpadear.


71

“Voy a perder”, piensa. Y el reloj deja de sonar. Y la respiración deja de sonar. Y deja de sonar su corazón.


72

Momentos después María se levanta y tiene tiempo para advertir lo extraño de que la madera no rechine por el reacomodo de su peso. Lo extraño de que su respiración, que ahora ya no brota a hilos de su nariz sino que brota de su boca a madejas enredadas de pánico, no se escuche. Lo extraño de que la luz del reflector, que recién se ha apagado a su lado, no la alcance con su oscuridad. La voz dijo “pueden descansar” cuando ella estaba a punto de moverse, de echarse a temblar, de rendirse al llanto.


73

María suspira, mientras la niña regordeta y pequeña grita y patea su ataúd. Arriba, en el techo, únicamente perduran encendidas dos luces. “La mía y la del enemigo”, piensa María.


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Esta vez María va a la bacinilla sólo para acercarse a la puerta del fondo por donde acaba de desaparecer la niña pequeña y regordeta que había prometido salvar a quien se le murió.


75

¿Fue tu mamá o fue tu papá?, quisiera haberle preguntado pero se avergüenza por pensarlo porque ahora ya no importa.


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ÂżA quiĂŠn no pudiste salvar?


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Cuando María regresa al ataúd, se obliga a no volverse. No quiere conocer a su enemigo. No quiere saber a quién vino a salvar.


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- Sólo quedan dos - dice la voz que no es voz de hombre ni es voz de mujer, cuando María se recuesta cuidándose de acomodar bien su cuerpo dentro del ataúd-. Así que es hora de la prueba final.


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La prueba final, mamá. La prueba final, papá. Eso piensa María eufórica y descubre por fin a quién vino a salvar. Las dos tapas rojas de los ataúdes producen dos largos rechinidos cuando son cerradas encima de María y de El enemigo.


80

Cuando la oscuridad se vuelve más negra como si también la oscuridad pudiera quedarse ciega, María piensa que entonces está haciendo trampa.


81

En todas las pĂĄginas del reglamento de la competencia se repetĂ­a que sĂłlo puede sacrificarse una vida por una muerte.


82

Por primera vez, durante toda la competencia, María deja de tener miedo aunque es una niña hecha de miedo. Medio corazón para ti, mamá. Medio corazón para ti, papá. …Y media alma para cada uno. Y luego algo que parece sueño comienza dulcemente a vencerla



Para la diagramaci贸n se utilizaron los caracteres Garamond y Bodoni Std julio de 2010 El conocimiento es un bien de la humanidad. Todos los seres humanos deben acceder al saber. Cultivarlo es responsabilidad de todos.


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