Expediente Salvaje

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EXPEDIENTE

SALVAJE



EXPEDIENTE

SALVAJE Edgar Allan Poe, Ambrose Bierce, Henry Kuttner, Thomas M. Disch, Auguste Villiers de L'Isle-Adam


Estudio Dorian InSane, 2019 Carrera 36a # 62-26 +57 (304) 278-9210 www.dorianinsane.com

Poe, Edgar Allan (1843) El Gato Negro " The Black Cat" Bierce, Ambrose (1910) La Alucinación de Staley Fleming "Staley Fleming's Hallucination" Henry Kuttner (1936) Las Ratas del Cementerio " The Graveyard Rats" Disch, Thomas M. (1968) La Cucarachas " The Roaches" Bierce, Ambrose (1991) El Hombre y La Serpiente "The Man and the Snake" de L’Isle-Adam, Auguste Villiers (1887) El Asesino de Cisnes "Le tueur de cygnes" Diseño y diagramación:

Mario González Antolínez © Dorian InSane, 2019 ISBN: 123-456-78-9101-2 Bogotá, marzo de 2019

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«Podemos juzgar el corazón de una persona por la forma en que trata a los animales» — Immanuel Kant

«El hombre que tiene miedo sin peligro inventa el peligro para justificar su miedo» — Alain Emile Chartier



Informes El Gato Negro

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La Alucinación de Staley Fleming

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Las Ratas del Cementerio

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Las Cucarachas

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El Hombre y La Serpiente

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El Asesino de Cisnes

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Prologo Edgar Allan Poe (1809 - 1849), Ambrose Bierce (1842 - 1914), Henry Kuttner (1915 - 1958), Thomas M. Disch (1940 - 2008) y Auguste Villiers de L’Isle-Adam (1838 - 1889). Estos hombres han sido de los grandes literarios más reconocidos dentro del mundo horror psicológico. La gran mayoría de sus obras hablan sobre los miedos mas siniestros y oscuros que tenemos las personas. Algunas obras de estos escritores tienden a tocar los temas más típicos que hay dentro del horror psicológico. Sin embargo, las narraciones escogidas dentro esta antología nos da una mirada diferente al horror, ya que nos cuenta sobre como las fobias de ciertos animales pueden afectar estabilidad mental de unos personajes. La antología se va a ver distintos casos de fobias de determinados animales en los relatos de horror psicológico. Estos van a estar organizado de la fobia mas común hasta la fobia menos común, con la finalidad que todo tipo de animal puede provocar un miedo irracional a una persona afectando su vida personal. La ailurofobia, la blatofobia, la cinofobia, la musofobia y la ofidiofobia, son de las típicas fobias que se ven en las personas que sufren de grandes ansiedades y gran estrés. Muchas de estas fobias, en las personas que las padecen, pueden provocar un gran daño en la salud mental. Estimulando comportamientos y sentimientos innecesarios hacia ellos mismos, y hacia las personas que se encuentran alrededor de ellos.

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El Gato Negro


Dime lo que ves, y te contare que tan perverso eres



El Gato Negro Paciente Sexo H

Nombre Desconocido Lugar y Fecha de Nacimiento

Padecimiento

Ailurofobia

Boston, MA, EE. UU. Fecha de Vadilación

Día 19 Día 13

Mes 08 Mes 03

Año 1843 Año 2019

Es el miedo totalmente absurdo hacia los gatos, aunque, no represente un peligro real para las personas, su sola presencia puede liberar una sólida reacción involuntaria. Una de las causas más comunes de esta fobia son falsas creencias, porque los gatos a menudo se asocian con la magia negra, la brujería, el sadismo y el mal, especialmente los gatos negros, gracias a las leyendas de Halloween, las supersticiones y las innumerables obras literarias1.

Dr. Edgar Allan Poe

No espero ni pido que alguien crea en el extraño, aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.

La ocurrencia de un hecho traumático del pasado

Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre. Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.

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El Gato Negro

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla. Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle. Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio.

Predisposición personal

Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba —pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?—, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.

Inicios de trastornos

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

La conducta violenta

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.

agresivos y depresivos

puede ser un medio para conseguir determinados objetivos cuando no somos capaces de lograrlos

Agresión, daño o lesión de algo o alguien importante para el ofensor

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente an-

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El Gato Negro

Tortura y asesinato hacia un ser vivo, el homicida tiene una personalidad potencialmente agresiva y emocionalmente reactivas con poca tolerancia.

tipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible. La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: “¡Incendio!” Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza. No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras “¡extraño!, ¡curioso!” y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal. Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosame sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a

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El Gato Negro

la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver. Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.

Inexistencia de alucinación

Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho. Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él. Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer. Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente —muy gradualmente— llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.

No hay capacidad de resolver los problema, y esto genera desesperación.

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El Gato Negro

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.

Los futuros asesinos en serie con frecuencia matan animales más

El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Donde quiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.

grandes y comúnmente para su propio deleite

Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra…, ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!

Miedo extremo e

Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.

irracional (también puede ser provocado por un pensamiento o una imagen de un gato)

Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que

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El Gato Negro

de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba. Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.

Los homicidas tiene antecedentes de maltratar a los animales

Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas. El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso. No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: “Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano”. Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi pri-

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El Gato Negro

mer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma. Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada. Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia. —Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida… (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes… ¿ya se marchan ustedes, caballeros?… tienen una gran solidez. Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón. ¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.

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El Gato Negro

Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!

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La Alucinación de Staley Fleming



Dime lo que ves, y te contare que tan maniático estas


La Alucinación de Staley Fleming Paciente Sexo H

Staley Fleming Lugar y Fecha de Nacimiento

Padecimiento

Cinofobia

Meigs, OH, EE. UU. Fecha de Vadilación

Día Día 13

Mes 03 Mes 03

Año 1906 Año 2019

Es el miedo de estar cerca o pensar encontrarse a un perro, si bien es uno de los animales que son las mascotas preferidas por muchas personas, algunas personas sufren un gran pánico y malestar ante su presencia. Son varios los escenarios que pueden provocar el desarrollo de la fobia. Una experiencia directa puede ser una mordedura de perro. Sin embargo, a veces es posible que aparezca una fobia debido a una creencia irracional. Por ejemplo, si un padre le repite a un hijo que los perros son peligrosos y que atacaron a su abuelo en el pasado2. Dr.Ambrose Bierce

De los dos sujetos que estaban conversando, uno era médico. —Le solicité que viniera, doctor, aunque no creo que pueda hacer nada. Quizás pueda recomendarme un especialista en psicopatía. Creo que estoy loco. —Sin embargo, parece usted perfectamente cuerdo —contestó el médico. Los trastornos psiquiátricos, como la esquizofrenia, tienden

—Tengo alucinaciones, doctor. Todas las noches me despierto y veo en la habitación, mirándome fijamente, un enorme perro negro, un Terranova, con una pata delantera de color blanco.

a causar alucinaciones

—Dice usted que despierta; ¿está seguro? Muchas veces las alucinaciones son sólo sueños. —Despierto, doctor, de eso estoy seguro. A veces me quedo acostado mucho tiempo mirando al perro tan fijamente como él me mira a mí. Siempre dejo la luz encendida. Cuando no puedo soportarlo, me siento en la cama: entonces descubro que en realidad no hay nada la habitación. —Curioso. ¿Qué expresión tiene el animal? Comienzos de sintomas de la fobia que es la desorientación y falta de concentración

—Siniestra, o eso es lo que parece. Evidentemente sé que, salvo en el arte, el rostro de un animal en reposo tiene siempre la misma expresión. Pero este animal no es real. Los perros de Terranova tienen un aspecto muy amigable, como usted sabrá; ¿qué le pasará a éste? —Realmente mi diagnóstico no tendría valor alguno: no voy a tratar al perro. El médico se rió de su propia broma, pero sin dejar de observar al paciente con el rabillo del ojo. Después, dijo:

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La Alucinación de Staley Fleming

—La descripción que me ha dado del animal concuerda con la del perro del fallecido Atwell Barton. Fleming se incorporó a medias en su asiento, pero volvió a sentarse e hizo un visible intento de mostrarse indiferente. —Me acuerdo de Barton —dijo—. Creo que era… se informó que… ¿no hubo algo sospechoso en su muerte? Mirando ahora directamente a los ojos de su paciente, el médico respondió: —Hace tres años, el cuerpo de su viejo enemigo, Atwell Barton, se encontró en el bosque, cerca de su casa y también de la de usted. Fue acuchillado. No hubo detenciones porque no se encontró ninguna pista. Algunos teníamos nuestra propia teoría. Al menos yo tenía la mía. ¿Pensó usted alguna? —¿Yo? Por Dios, ¿qué podía saber yo al respecto? Recordará que marché a Europa casi inmediatamente después, y volví mucho más tarde. No puede pensar que en las escasas semanas que han transcurrido desde mi regreso pudiera elaborar una teoría. En realidad, ni siquiera había pensado en el asunto. ¿Pero qué pasó con su perro? —Fue el primero en encontrar el cuerpo. Murió de hambre sobre su tumba. Desconocemos la ley inexorable que subyace bajo las coincidencias. Staley Fleming no, o quizás no se habría puesto de pie de un salto cuando el viento de la noche trajo por la ventana abierta el aullido prolongado y lastimero de un perro. Recorrió varias veces la habitación bajo la mirada fija del médico, hasta que, parándose abruptamente delante de él, casi le gritó: —¿Qué tiene que ver todo esto con mi problema, doctor Halderman? Se ha olvidado del motivo por el que lo hice venir. El médico se levantó, puso una mano sobre el brazo del paciente y le dijo con amabilidad: —Perdóneme. De buenas a primeras no podría diagnosticar su trastorno. Quizás mañana. Hágame el favor de acostarse dejando la puerta sin cerrar; yo pasaré la noche aquí, con sus libros. ¿Podrá llamarme sin levantarse de la cama? —Sí, hay un timbre eléctrico. —Perfecto. Si algo le inquieta, pulse el botón, pero sin incorporarse. Buenas noches.

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La Alucinación de Staley Fleming

Instalado cómodamente en un sillón, el médico se quedó mirando los carbones encendidos en la chimenea y meditando en profundidad, aunque aparentemente sin propósito, pues frecuentemente se levantaba y abría la puerta que daba a la escalera, escuchaba atentamente y después volvía a sentarse. No obstante, acabó por quedarse dormido. Al despertar había pasado ya la medianoche. Removió las brasas, tomó un libro de la mesa que tenía a su lado y miró el título: Meditaciones, de Denneker. Lo abrió al azar y empezó a leer. Esto fue ordenado por Dios: que toda carne tenga espíritu y adopte por tanto las facultades espirituales. También el espíritu tiene los poderes de la carne, aunque se salga de ésta y viva como algo independiente, como atestiguan muchos hechos atribuidos a los fantasmas y espíritus de los muertos. Hay quien dice que el hombre no es el único en esto, pues también los animales tienen la misma inducción maligna. Una súbita conmoción interrumpió su lectura, como si un objeto pesado hubiera caído en algún lugar de la casa. El médico soltó el libro, salió corriendo de la habitación y subió velozmente las escaleras que conducían al dormitorio del paciente. Intentó abrir la puerta, pero, contrariando sus instrucciones, estaba cerrada por dentro. Empujó con el hombro con tal fuerza que ésta cedió. En el suelo, junto a la cama en desorden, vestido con su camisón, yacía Staley Fleming, moribundo. Sensación de arrastrarse sobre la

El médico levantó la cabeza de éste del suelo y observó una herida en la garganta.

piel o el movimiento de órganos internos.

Experiencias psicóticas que lo han llevado al suicidio

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—Debería haber pensado en esto —dijo, suponiendo que se había suicidado. Cuando el hombre murió, el examen detallado reveló las señales inequívocas de unos colmillos profundamente hundidos en la vena yugular. No se hallaron otras evidencias de un animal en el cuarto.




Las Ratas del Cementerio


Dime lo que ves, y te contare que tan trastornado estas



Las Ratas del Cementerio Paciente Sexo H

Masson Lugar y Fecha de Nacimiento Los Angeles, CA, EE. UU.

Padecimiento

Musofobia

Fecha de Vadilación

Día Día 13

Mes 03 Mes 03

Año 1936 Año 2019

Es el miedo o ansiedad intensa y persistente que es desencadenada por la presencia de ratones o roedores en general y/o la anticipación de los mismos. Las personas temen especialmente a los movimientos de los ratones, sobre todo si son repentinos; también pueden temer su apariencia física, los sonidos que emiten y sus propiedades táctiles. Uno de los elementos psicológicos definitorios de esta fobia en las personas que la padecen es que aparece tanto una reacción desproporcionada de miedo (al centrarse en el peligro percibido) y una sensación de asco o repugnancia3. Dr. Henry Kuttner

El anciano Masson, guardián de uno de los más antiguos cementerios de Salem, mantenía una verdadera guerra con las ratas. Varias generaciones atrás, se había instalado en el cementerio una colonia de ratas enormes procedentes de los muelles. Cuando Masson asumió su cargo, tras la inexplicable desaparición del guardián anterior, decidió aniquilarlas. Al principio colocaba trampas y veneno cerca de sus madrigueras; más tarde, intentó exterminarlas a tiros. Pero todo fue inútil. Las ratas seguían allí. Sus hordas voraces se multiplicaban, infestando el cementerio. Eran grandes, aun tratándose de la especie mus decumanus, cuyos ejemplares llegan a los treinta y cinco centímetros de largo sin contar la cola, pelada y gris. Masson las había visto grandes como gatos; y cuando los sepultureros descubrían alguna madriguera, comprobaban con asombro que por aquellas pútridas cavernas cabía tranquilamente el cuerpo de un hombre. Al parecer, los barcos que antaño atracaban en los ruinosos muelles de Salem debieron de transportar cargamentos muy extraños. Masson se asombraba a veces de las proporciones enormes de estas madrigueras. Recordaba ciertos relatos fantásticos que había oído al llegar a la decrépita y embrujada ciudad de Salem. Eran relatos que hablaban de una vida embrionaria que persistía en la muerte, oculta en las perdidas madrigueras de la tierra. Ya habían pasado los tiempos en que Cotton Mather exterminara los cultos perversos y los ritos orgiásticos celebrados en honor de Hécate y de la siniestra Magna Mater. Pero todavía se alzaban las tenebrosas mansiones de torcidas buhardillas, de fachadas inclinadas y leprosas, en cuyos sótanos, según se decía, aún se ocultaban secretos blasfemos y se celebraban ritos que desafiaban tanto a la ley como a la cordura. Moviendo significativamente sus cabezas canosas, los viejos aseguraban que, en los antiguos cementerios de Salem, había bajo tierra cosas peores que gusanos y ratas. Vulnerabilidad psicológica específica

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En cuanto a estos roedores, Masson les tenía asco y respeto. Sabía el peligro que acechaba en sus dientes agudos y brillantes. Pero no com-


Las Ratas del Cementerio

prendía el horror que los viejos sentían por las casas vacías, infestadas de ratas. Había escuchado rumores sobre criaturas espantosas que moraban en lo profundo, y que tenían poder sobre las ratas, a las que agrupaban en ejércitos disciplinados. Según afirmaban los viejos, las ratas eran mensajeras entre este mundo y las cuevas que se abrían en las entrañas de la tierra. Y aún se decía que algunos cuerpos habían sido robados de las sepulturas con el fin de celebrar festines subterráneos. El mito del flautista de Hamelin era una leyenda que ocultaba, en forma alegórica, un horror impío; y según ellos, los negros abismos habían parido abortos infernales que jamás salieron a la luz del día.

Transmisión de información amenazante, como anécdotas, historias, o avisos

Masson no hacía caso de estos relatos. No tenía trato con sus vecinos y, de hecho, hacía lo posible por mantener en secreto la existencia de las ratas. De conocerse el problema tal vez iniciasen una investigación, en cuyo caso tendrían que abrir muchas tumbas. Ciertamente hallarían ataúdes perforados y vacíos que atribuirían a la voracidad de las ratas. Pero descubrirían también algunos cuerpos con mutilaciones muy comprometedoras para Masson. Los dientes postizos suelen hacerse de oro, y no se los extraen a uno cuando muere. La ropa, naturalmente, es diferente, porque la empresa de pompas fúnebres suele proporcionar un traje de paño sencillo, perfectamente reconocible después. Pero el oro no lo es. Además, Masson negociaba también con algunos estudiantes de medicina y médicos poco escrupulosos que necesitaban cadáveres sin importarles demasiado su procedencia. Hasta ese momento, Masson se las había arreglado para que no haya investigaciones. Negaba tajantemente la existencia de las ratas, aun cuando éstas le hubiesen arrebatado el botín. A Masson no le preocupaba lo que pudiera suceder con los cuerpos, después de haberlos saqueado, pero las ratas solían arrastrar el cadáver entero por un boquete que ellas mismas roían en el ataúd. El tamaño de aquellos agujeros lo asombraba. Curiosamente, las ratas horadaban siempre los ataúdes por uno de los extremos, y no por los lados. Parecía como si trabajasen bajo la dirección de algo dotado de inteligencia. Ahora se encontraba ante una sepultura abierta. Acababa de quitar la última palada de tierra húmeda, y de arrojarla al montón que había formado a un lado. Desde hacía semanas no paraba de caer una llovizna fría y constante. El cementerio era un lodazal pegajoso, del que surgían las mojadas lápidas en formaciones irregulares. Las ratas se habían retirado a sus cubiles; no se veía ni una. Pero el rostro flaco de Masson reflejaba una sombra de inquietud. Había terminado de descubrir la tapa de un ataúd de madera. Hacía varios días que lo habían enterrado, pero Masson no se había atrevido a desenterrarlo antes. Los parientes del muerto aún visitaban su tumba, aun lloviendo. Pero a estas horas de la noche, no era fácil que vinieran, por mucho dolor y pena que sintiesen. Y con este pensamiento tranquilizador, se enderezó y echó a un lado la pala. Desde la colina donde estaba el cementerio, se veían parpadear apenas las luces de Salem a través de la lluvia. Sacó la linterna del bolsillo. Apartó la pata y se inclinó a revisar los cierres de la caja. De repente, se quedó rígido.

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Las Ratas del Cementerio

Reacciones cognitivas

Bajo sus pies había notado un murmullo inquieto, como si algo arañara o se revolviera dentro. Por un momento, sintió una punzada de terror supersticioso, que pronto dio paso a una ira insensata, al comprender el significado de aquellos ruidos. ¡Las ratas se le habían adelantado otra vez! En un rapto de cólera, arrancó los candados del ataúd, insertó la pala bajo la tapa e hizo palanca, hasta que pudo levantarla con las manos. Encendió la linterna y enfocó el interior del ataúd. La lluvia salpicaba el blanco tapizado de raso: estaba vacío. Masson percibió un movimiento furtivo en la cabecera de la caja y dirigió hacia allí la luz. El extremo del sarcófago había sido perforado, y el agujero comunicaba con una galería, aparentemente, pues en aquel momento desaparecía por allí un pie fláccido, inerte, enfundado en su correspondiente zapato. Masson comprendió que las ratas se le habían adelantado sólo unos instantes. Se agachó y agarró el zapato con todas sus fuerzas. La linterna cayó dentro del ataúd y se apagó de golpe. De un tirón, el zapato le fue arrancado de las manos en medio de una algarabía de chillidos agudos y excitados. Un momento después, había recuperado la linterna y la enfocaba por el agujero. Era enorme. Tenía que serlo; de lo contrario, no habrían podido arrastrar el cadáver. Masson intentó imaginarse el tamaño de aquellas ratas capaces de tirar del cuerpo de un hombre. Llevaba su revólver cargado en el bolsillo, y esto le tranquilizaba. De haberse tratado del cadáver de una persona ordinaria, Masson habría abandonado su presa a las ratas, antes de aventurarse por aquella estrecha madriguera; pero recordó los gemelos de sus puños y el alfiler de su corbata, cuya perla debía ser indudablemente auténtica, y, sin pensarlo más, se enganchó la linterna al cinturón y se introdujo por el boquete. El acceso era angosto. Delante de sí, a la luz de la linterna, podía ver cómo las suelas de los zapatos seguían siendo arrastradas hacia el fondo del túnel. Trató de arrastrarse lo más rápido posible, pero había momentos en que apenas era capaz de avanzar, aprisionado entre aquellas estrechas paredes de tierra. El aire se hacía irrespirable por el hedor del cadáver. Masson decidió que, si no lo alcanzaba en un minuto, regresaría. El terror empieza a agitarse en su imaginación, aunque la codicia le instaba a proseguir. Y prosiguió, cruzando varias bocas de túneles adyacentes. Las paredes de la madriguera estaban húmedas y pegajosas. Dos veces oyó a sus espaldas pequeños desprendimientos de tierra. El segundo de éstos le hizo volver la cabeza. No vio nada, naturalmente, hasta que enfocó la linterna en esa dirección. Entonces observó que el barro casi obstruía la galería que acababa de recorrer. El peligro de su situación se le reveló en toda su espantosa realidad. El corazón le latía con fuerza sólo de pensar en la posibilidad de un hundimiento. Decidió abandonar su persecución, a pesar de que casi había alcanzado el cadáver y las criaturas invisibles que lo arrastraban. Pero había algo más, en lo que tampoco había pensado: el túnel era demasiado estrecho para dar la vuelta.

Vulnerabilidad psicológica generalizada

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El pánico se apoderó de él, por un segundo, pero recordó la boca lateral que acababa de pasar, y retrocedió dificultosamente hasta allí.


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Introdujo las piernas, hasta que pudo dar la vuelta. Luego, comenzó a avanzar desesperadamente hacia la salida, pese al dolor de sus rodillas. De repente, una puntada le traspasó la pierna. Sintió que unos dientes afilados se le hundían en la carne, y pateó frenéticamente para librarse de sus agresores. Oyó un chillido penetrante, y el rumor presuroso de una multitud de patas que se escabullían. Al enfocar la linterna hacia atrás, lanzó un gemido de horror: una docena de enormes ratas lo observaban atentamente, y sus ojos malignos parpadeaban bajo la luz. Eran deformes, grandes como gatos. Tras ellos vislumbró una forma negruzca que desapareció en la oscuridad. Se estremeció ante las increíbles proporciones de aquella sombra. La luz contuvo a las ratas durante un momento, pero no tardaron en volver a acercarse furtivamente.

Temor por su apariencia física, los sonidos que emiten o sus propiedades táctiles

Al resplandor de la linterna, sus dientes parecían teñidos de carmesí. Masson forcejeó con su pistola, consiguió sacarla de su bolsillo y apuntó cuidadosamente. Estaba en una posición difícil. Procuró pegar los pies a las mojadas paredes de la madriguera para no herirse. El estruendo lo dejó sordo durante unos instantes. Después, una vez disipado el humo, vio que las ratas habían desaparecido. Guardó la pistola y comenzó a reptar velozmente a lo largo del túnel. Pero no tardó en oír de nuevo las carreras de las ratas, que se le echaron encima otra vez. Se le amontonaron sobre las piernas, mordiéndole y chillando de manera enloquecedora. Masson empezó a gritar mientras echaba mano a la pistola. Disparó sin apuntar, y no se hirió de milagro. Esta vez las ratas no se alejaron tanto. Masson aprovechó la tregua para reptar lo más rápido que pudo, dispuesto a hacer fuego a la primera señal de un nuevo ataque. Oyó movimientos de patas y alumbró hacia atrás con la linterna. Una enorme rata gris se paró en seco y se quedó mirándole, sacudiendo sus largos bigotes y moviendo de un lado a otro, muy despacio, su cola áspera y pelada. Masson disparó y la rata echó a correr. Continuó arrastrándose. Se había detenido un momento a descansar, junto a la negra abertura de un túnel lateral, cuando descubrió un bulto informe sobre la tierra mojada, un poco más adelante. Lo tomó por un montón de tierra desprendido del techo; luego vio que era un cuerpo humano. Se trataba de una momia negra y arrugada, y vio, preso de un pánico sin límites, que se movía. Aquella cosa monstruosa avanzaba hacia él y, a la luz de la linterna, vio su rostro horrible a poca distancia del suyo. Era una calavera descarnada, la faz de un cadáver que ya llevaba años enterrado, pero animada de una vida infernal. Tenía los ojos vidriosos, hinchados, que delataban su ceguera, y, al avanzar hacia Masson, lanzó un gemido plañidero y entreabrió sus labios pustulosos, desgarrados en una mueca de hambre espantosa. Masson sintió que se le helaba la sangre. Cuando aquel horror estaba ya a punto de rozarle. Masson se precipitó frenéticamente por la abertura lateral. Oyó arañar en la tierra, a sus pies, y el confuso gruñido de la cria-

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tura que le seguía de cerca. Masson miró por encima del hombro, gritó y trató de avanzar desesperadamente por la estrecha galería. Reptaba con torpeza; las piedras afiladas le herían las manos y las rodillas. El barro le salpicaba en los ojos, pero no se atrevió a detenerse ni un segundo. Continuó avanzando a gatas, jadeando, rezando y maldiciendo histéricamente. Con chillidos triunfales, las ratas se precipitaron de nuevo sobre él con la voracidad pintada en sus ojos. Masson estuvo a punto de sucumbir bajo sus dientes, pero logró desembarazarse de ellas: el pasadizo se estrechaba y, sobrecogido por el pánico, pataleó, gritó y disparó hasta que el gatillo pegó sobre una cápsula vacía. Pero había rechazado las ratas. Observó entonces que se hallaba bajo una piedra grande, encajada en la parte superior de la galería, que le oprimía cruelmente la espalda. Al tratar de avanzar notó que la piedra se movía, y se le ocurrió una idea: ¡Si pudiera dejarla caer, de forma que obstruyese el túnel! La tierra estaba empapada por la lluvia. Se enderezó y empezó a quitar el barro que sujetaba la piedra. Las ratas se aproximaban. Veía brillar sus ojos al resplandor de la linterna. Siguió cavando, frenético. La piedra cedía. Tiró de ella y la movió de sus cimientos. Se acercaban las ratas... Era el enorme ejemplar que había visto antes. Gris, leprosa, repugnante, avanzaba enseñando sus dientes anaranjados. Masson dio un último tirón de la piedra, y la sintió resbalar hacia abajo. Entonces reanudó su camino a rastras por el túnel. La piedra se derrumbó tras él, y oyó un repentino alarido de agonía. Sobre sus piernas se desplomaron algunos terrones mojados. Más adelante, le atrapó los pies un desprendimiento considerable, del que logró desembarazarse con dificultad. ¡El túnel entero se estaba desmoronando! Jadeando de terror, avanzaba mientras la tierra se desprendía. El túnel seguía estrechándose, hasta que llegó un momento en que apenas pudo hacer uso de sus manos y piernas para avanzar. Se retorció como una anguila hasta que, de pronto, notó un jirón de raso bajo sus dedos crispados; y luego su cabeza chocó contra algo que le impedía continuar. Movió las piernas y pudo comprobar que no las tenía apresadas por la tierra desprendida. Estaba boca abajo. Al tratar de incorporarse, se encontró con que el techo del túnel estaba a escasos centímetros de su espalda. El terror le descompuso. Al salirle al paso aquel ser espantoso y ciego, se había desviado por un túnel lateral, por un túnel que no tenía salida. ¡Se encontraba en un ataúd, en un ataúd vacío, al que había entrado por el agujero que las ratas habían practicado en su extremo! Intentó ponerse boca arriba, pero no pudo. La tapa del ataúd le mantenía inexorablemente inmóvil. Tomó aliento, e hizo fuerza contra la tapa. Era inamovible, y aun si lograse escapar del sarcófago, ¿cómo podría excavar una salida a través del metro y medio de tierra que tenía encima? Respiraba con dificultad. Hacía un calor sofocante y el hedor era irresistible. En un paroxismo de terror, desgarró y arañó el forro acolchado hasta destrozarlo. Hizo un inútil intento por cavar con los pies en la tierra

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Las Ratas del Cementerio

desprendida que le impedía la retirada. Si lograse solamente cambiar de postura, podría excavar con las uñas una salida hacia el aire... hacia el aire... Una agonía candente penetró en su pecho; el pulso le dolía en los globos oculares. Parecía como si la cabeza se le fuera hinchando, a punto de estallar. De pronto, oyó los triunfales chillidos de las ratas. Comenzó a gritar, enloquecido, pero no pudo rechazarlas esta vez. Durante un momento, se revolvió histéricamente en su estrecha prisión, y luego se calmó, boqueando por falta de aire. Cerró los ojos, sacó su lengua ennegrecida, y se hundió en la negrura de la muerte, con los locos chillidos de las ratas taladrándole los oídos.

Se activa el sistema nervioso simpático y genera la idea de muerte por el animal

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Las Cucarachas



Dime lo que ves, y te contare que tan autodestructiva eres


Las Cucarachas Paciente Sexo M

Marcia Kenwell Lugar y Fecha de Nacimiento Nueva York, NY, EE. UU.

Padecimiento

Blatofobia

Fecha de Vadilación

Día Día 13

Mes 10 Mes 03

Año 1965 Año 2019

Es la fobia a las cucarachas, gracias al asco y al miedo que muchas personas tienen hacia esos animales, estas emociones negativas universales son las que tienen estigmatizadas a estos insectos. Para muchos, son animales repugnantes, y pese a ser inofensivas, algunos individuos no pueden tener cucarachas cerca. Una de causas de esta fobia es el aprendizaje vicario, es decir, por observación. Por ejemplo, ver una película de miedo en la que aparecían cucarachas. Las fobias también pueden deberse a nuestra predisposición biológica, pues estamos preparados para sentir miedo a ciertos estímulos4. Dr. Thomas M. Disch

Asco y miedo son las dos principales emociones negativas que siente la paciente

Marcia Kenwell sentía un verdadero miedo por las cucarachas. Era un terror totalmente distinto, por ejemplo, al que sentía hacia las pulgas. Detestaba a las cucarachas. Cuando veía una sentía deseos de gritar. Su asco era tan grande que no soportaba aplastarlas con la suela del zapato. No, sería demasiado espantoso. En vez de eso corría a buscar el aerosol de Black Flag y lo ahogaba con veneno hasta que dejaba de moverse o se escondía en una de las grietas de la pared. Era horrible, muy, muy horrible pensar que anidaban allí en las paredes, debajo del linóleo, esperando a que se apagaran las luces para... No, mejor no pensar en eso. Todas las semanas miraba el Times con la esperanza de encontrar otro departamento, pero o los alquileres eran prohibitivos o el edificio estaba evidentemente infestado. Siempre se daba cuenta: las caparazones de las cucarachas muertas aparecían desparramadas en el polvo debajo de la pileta, pegadas a la grasienta parte de atrás de la cocina, formando hileras en los estantes más inaccesibles del aparador como el arroz en las escaleras de una iglesia después de una boda. Salía de esos sitios tan asqueada que ni siquiera podía pensar hasta que llegaba a su propio departamento, en cuya atmósfera flotaban los saludables olores de Black Flag, Roach-lt y las pastas tóxicas con las que había untado rebanadas de papas antes de ocultarlas en cientos de grietas de las que sólo sabían ella y las cucarachas. —Por lo menos —pensaba—, a mi departamento lo mantengo limpio. Y era cierto que el linóleo debajo de la pileta, el lado de atrás y de abajo de la cocina y el papel blanco del aparador estaban inmaculados. No entendía cómo otra gente podía abandonar esos detalles.

Posible síntomas de náuseas e irritabilidad

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—Deben de ser salvajes —concluía, y volvía a estremecerse de terror, recordando las caparazones vacías, la mugre y la enfermedad.


Las Cucarachas

Una antipatía tan extrema hacia los insectos —hacia un insecto particular— puede parecer excesiva, pero Marcia Kenwell no era realmente una excepción. Hay muchas mujeres, en especial mujeres solteras como Marcia, que comparten esa sensación, aunque esperamos, por simple piedad, que no les toque el curioso destino de Marcia. Como en la mayoría de esos casos, la fobia a las cucarachas de Marcia era de origen hereditario. Es decir, la había heredado de la madre, que tenía un temor malsano hacia todo lo que se arrastraba o saltaba o vivía en pequeños agujeros. Los ratones, las ranas, las víboras, los gusanos, las pulgas: cualquiera de esos bichos podía volver histérica a la señora Kenwell, y habría sido un verdadero milagro que la pequeña Marcia no hubiese seguido por el mismo camino.

La ocurrencia de un hecho traumático del pasado, causado por la misma familia

Pero era extraño que su miedo hubiese tomado una forma tan particular, y más extraño todavía que fuesen las cucarachas lo que llamaba su atención, pues Marcia nunca había visto una sola cucaracha, y no sabía qué eran. (Los Kenwell eran una familia de Minnesota, y las familias de Minnesota sencillamente no tienen cucarachas.) En realidad, el asunto no se planteó hasta que cumplió diecinueve años y decidió salir (armada nada más que con un diploma de escuela secundaria y valor, ya que carecía de atractivo físico) a conquistar Nueva York. El día de la partida, su tía favorita, la única que aún vivía, la acompañó a la Terminal Greyhound (sus padres habían fallecido) y la despidió con este consejo: —Querida Marcia, ten cuidado con las cucarachas. La ciudad de Nueva York está llena de cucarachas.

Aprendiese un miedo irracional por medio de alguien mas

Esa vez (la mayoría de las veces, en realidad) Marcia casi no le prestó atención a la tía, que se había opuesto al viaje desde el principio y había dado más de un centenar de razones por las cuales no era conveniente que Marcia hiciese el viaje, al menos hasta que fuese mayor. Los hechos demostraron que la tía no se había equivocado: Marcia, después de cinco años y quince comisiones a agencias de empleo no lograba encontrar en Nueva York más que trabajos aburridos por sueldos mediocres; no tenía más amigos que cuando vivía en el lado oeste de la calle Veintiséis; y, fuera de la vista (el depósito de Multinueces y un retazo de cielo), su actual departamento en el sur de la calle Thompson no era un gran progreso sobre su predecesor. La ciudad estaba colmada de promesas, pero habían sido reservadas para los demás. La ciudad que Marcia conocía era pecaminosa, indiferente, peligrosa y sucia. Todos los días leía noticias sobre mujeres atacadas en las estaciones del subterráneo, violadas en las calles, acuchilladas en sus propias camas. Cien personas que miraban la escena con curiosidad sin ofrecer ayuda. Y encima de todo eso estaban las cucarachas.

Hay una asocia de elementos desagradables como la suciedad o la pobreza dentro de la cuidad en la que vive

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Las Cucarachas

Había cucarachas en todas partes, pero Marcia no las vio hasta que estuvo un mes en Nueva York. Se le habían acercado —o Marcia se había acercado a ellas— en Silversmith, una papelería de la calle Nassau donde trabajaba desde hacía tres días. Era el primer empleo que había podido conseguir. A solas, o ayudada por un muchacho granujiento (para ser honestos debemos advertir que tampoco Marcia carecía de problemas de acné), caminaba entre hileras de afilados estantes metálicos en el lóbrego sótano, haciendo un inventario de los paquetes y pilas y cajas de papel comercial, alfileres y clips y papel carbónico. Hay una asocia de elementos desagradables

El sótano estaba sucio y tan oscuro que necesitaba una linterna para ver los estantes inferiores. En el rincón más negro goteaba continuamente una canilla sobre una pileta gris: había estado descansando cerca de esa pileta, sorbiendo una taza de café tibio (saturado de azúcar e inundado de leche, al estilo Nueva York), pensando, tal vez, en cómo conseguir varias cosas que sencillamente estaban fuera de su alcance cuando notó las manchas oscuras que se movían en el costado de la pileta. Al principio pensó que quizá no eran más que motas flotándole en la gelatina de los ojos, o los atolondrados puntos que uno ve después de hacer mucho ejercicio un día de calor. Pero persistían demasiado tiempo para ser ilusorios, y Marcia se acercó, para ver mejor. —¿Cómo sé que son insectos? —pensó. ¿Cómo se explica el hecho de que lo que más nos repele puede a veces, al mismo tiempo, ser desmedidamente atractivo? ¿Por qué la cobra, cuando se prepara para atacar, es tan hermosa? La fascinación de la abominación es algo que preferimos no explicar. El tema roza lo obsceno, y no hay necesidad de tratarlo aquí; nos limitaremos a señalar el expectante asombro con que observó Marcia sus primeras cucarachas. La silla estaba tan cerca de la pileta que la muchacha notaba las diferencias de color en los cuerpos ovalados, los movimientos rápidos de las delgadas patas y la más rápida vibración de las antenas. Se movían al azar; no salían de ningún lugar en especial. Parecían muy alborotadas por nada. Mi presencia, pensó Marcia, ¿tendrá tal vez una influencia morbosa sobre ellas?

Miedo irracional, angustia Aceleración del latido del corazón, temblores.

Sólo entonces comprendió, de modo cabal, que esas eran las cucarachas de la advertencia. La domino la repulsión; la carne se le encrespó sobre los huesos. Lanzó un grito y cayó sobre la silla, haciendo tambalear un estante de mercaderías. Al mismo tiempo, las cucarachas escaparon de la pileta metiéndose en el desagüe. El señor Silversmith bajó a averiguar el motivo de la alarma, y encontró a la muchacha boca arriba, inconsciente. Le roció la cara con agua de la canilla, y Marcia despertó con un estremecimiento de náusea. Se negó a explicar por qué había gritado, e insistió en que debía dejar el empleo inmediatamente. El señor Silversmith, suponiendo que el muchacho granujiento (que era su hijo) le había hecho alguna insinuación a

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Las Cucarachas

Marcia, le pagó a la chica los tres días que había trabajado y la dejó ir sin remordimientos. Desde ese instante las cucarachas pasaron a formar parte de la existencia de Marcia. En la calle Thompson Marcia consiguió imponer una especie de empate con las cucarachas. Entró en una cómoda rutina de pastas y polvos, fregado y encerado, prevención (nunca tomaba siquiera una taza de café sin lavar en seguida la taza y la cafetera) e implacable exterminio. Las únicas cucarachas que invadían sus dos agradables habitaciones venían del departamento de abajo, y pueden ustedes estar seguros de que no se quedaban mucho tiempo. Marcia se hubiera quejado a la casera, pero ocurría que de la casera eran precisamente el departamento y las cucarachas. Marcia había entrado allí una nochebuena a tomar un vaso de vino, y tenía que admitir que no estaba verdaderamente sucio. En realidad, estaba más limpio que lo normal, pero eso no bastaba en Nueva York. —Si todos —pensaba Marcia— tuvieran tanto cuidado como yo, pronto se acabarían las cucarachas en la ciudad de Nueva York. Entonces (era marzo, y Marcia pasaba su sexto año en la ciudad) se mudaron los Shchapalov al departamento de al lado. Eran tres —dos hombres y una mujer—, y viejos, aunque resultaba difícil calcularles la edad: los había envejecido algo más que el tiempo. Quizá no pasaran de los cuarenta. La mujer, por ejemplo, aunque de pelo todavía castaño, tenía la cara tan arrugada como una ciruela seca, y le faltaban varios dientes. Detenía a Marcia en el vestíbulo o en la calle, y la agarraba de la manga y le hablaba: siempre el mismo y simple lamento sobre el tiempo, que estaba demasiado caluroso o demasiado frío o demasiado húmedo o demasiado seco. Marcia nunca entendía más que la mitad de lo que musitaba la vieja. Después de esos encuentros, la vieja seguía tambaleándose hacia la tienda con la bolsa de botellas vacías. Como ven, los Shchapalov bebían. Marcia, que tenía una idea bastante exagerada del costo del alcohol (la cosa más barata que imaginaba era el vodka), se preguntaba de dónde sacarían el dinero para tantas bebidas. Sabía que no trabajaban, pues cuando se engripaba y se quedaba en casa oía a los Shchapalov a través de la delgada pared que separaba su cocina de la de ellos; los tres se gritaban para excitarse las cápsulas suprarrenales. —Reciben una pensión —decidió Marcia—. O quizá el hombre que tenía un solo ojo era un veterano que cobraba una jubilación. No le importaba demasiado el ruido de las discusiones (de tarde casi nunca estaba en el departamento), pero no soportaba los cantos. Comenzaban en las primeras horas de la noche, a coro con las emisoras de radio. Daba la impresión de que todo lo que escuchaba sonaba a Guy Lombardo. Luego, a eso de las ocho, cantaban a capella. Los ruidos desalmados y extraños subían y bajaban como sirenas de la Defensa Civil; había bramidos, ladridos y gritos.

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Marcia había oído una vez algo parecido de un disco de cantos nupciales checoslovacos. Se alteraba bastante cada vez que empezaba el ruido espantoso y tenía que salir de la casa hasta que terminaban. Sería inútil quejarse: los Shchapalov tenían derecho a cantar a esa hora. Además, se decía que uno de los hombres estaba vinculado a la casera por matrimonio. Por eso habían conseguido el departamento, que hasta su mudanza se usaba como depósito. Marcia no entendía cómo cabían los tres en un espacio tan reducido: una habitación y media con una estrecha ventana que daba al pozo de aire. (Marcia había descubierto que podía ver toda la vivienda de los Shchapalov por un agujero que los plomeros habían dejado en la pared cuando les instalaron el fregadero.) Pero si le molestaban los cantos, ¿qué podía hacer con las cucarachas? La mujer Shchapalov, que era hermana de uno de los hombres y estaba casada con el otro, o los hombres eran hermanos y ella la mujer de uno (a veces, por las palabras que llegaban a través de las paredes, Marcia tenía la sensación de que la vieja no estaba casada con ninguno de ellos, o con ambos), era una mala ama de casa, y el departamento de los Shchapalov se llenó muy pronto de cucarachas. Como el fregadero de Marcia y el de los Shchapalov tenía cañerías de alimentación y de desagüe comunes, había un constante diluvio de cucarachas en la inmaculada cocina de Marcia. Podía rociar y colocar más papas envenenadas; podía restregar y desempolvar y poner servilletas de papel en los agujeros de la pared por donde pasaban las cañerías, pero era inútil. Las cucarachas de los Shchapalov siempre podían poner otro millón de huevos en las bolsas de residuos que se pudrían debajo del fregadero. En pocos días volvían a pulular en los caños y en las grietas, entrando en los aparadores de Marcia. Acostada en la cama, Marcia veía (eso era posible porque siempre dejaba una luz encendida en cada habitación) cómo avanzaban por el piso y las paredes, llevando a todos los sitios la mugre y las enfermedades de los Shchapalov. Ella no se puede llevar mal consigo mismo, y por eso tiende a echar la culpa a sus fobias.

Una de esas noches las cucarachas fueron especialmente numerosas, y Marcia consideró la posibilidad de salir de la cama caliente y atacarlas con Roach-lt. Había dejado las ventanas abiertas porque creía que a las cucarachas no les gustaba el frío, pero descubrió que a ella le gustaba mucho menos. Al tragar saliva sintió un dolor en la garganta, y supo entonces que se había resfriado. ¡Y todo por culpa de ellas! — Váyanse — suplicó — ¡Váyanse! ¡Váyanse! ¡Salgan de mi departamento!

Ruega por una ayuda por un miedo irracional

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Se dirigió a las cucarachas con la misma desesperada intensidad con que a veces (aunque no con demasiada frecuencia en años recientes) dirigía sus rezos al Todopoderoso. Una vez había rezado toda la noche para que se le fuera el acné, pero a la mañana siguiente lo tenía peor que nunca. La gente, en circunstancias intolerables, reza a cualquier cosa. Ni


Las Cucarachas

siquiera hay ateos en las trincheras: en esa situación los hombres rezan para que las bombas caigan en otra parte. El único hecho extraño en el caso de Marcia es que sus plegarias tuvieron respuesta. Las cucarachas huyeron de su departamento a toda la velocidad que les permitían las pequeñas patas, y en línea recta. ¿La habrían oído? ¿La habrían entendido? Marcia veía todavía a una cucaracha que bajaba por el aparador. —¡Quieta! —le ordenó. Y la cucaracha se detuvo. —Sacude las antenas —le ordenó. La cucaracha sacudió las antenas. Se preguntó si todas la obedecerían, y en los días siguientes comprobó que así era. Hacían todo lo que ella les mandaba. Le comían veneno de la mano. Bueno, no exactamente de la mano, pero era lo mismo. Con ella eran devotas serviles. —Es el fin —pensó—, de mi problema con las cucarachas. Pero, desde luego, era sólo el comienzo. Marcia no se detuvo demasiado a pensar en la razón por la que las cucarachas la obedecían. Nunca se había molestado demasiado con problemas abstractos. Después de dedicarle tanto tiempo y atención, lo más natural era que ejerciese sobre ellas un cierto poder. Sin embargo, tuvo suficiente prudencia como para no hablar con nadie de ese poder, ni siquiera con la señorita Bismuth, en la oficina de seguros. La señorita Bismuth leía las revistas de horóscopos y sostenía que podía comunicarse telepáticamente con su madre, de 68 años. Su madre vivía en Ohio. Pero, ¿qué le podría decir Marcia? ¿Que ella se podía comunicar telepáticamente con cucarachas? Imposible. Marcia tampoco usaba el poder para otra cosa que no fuese impedir la entrada de las cucarachas en su departamento. Cuando veía una se limitaba a ordenarle que fuese al departamento de los Shchapalov y se quedase allí. Era entonces sorprendente que estuviesen siempre saliendo cucarachas de las cañerías. Marcia decidió que eran nuevas generaciones. Se sabe que las cucarachas se reproducen con rapidez. Pero era muy fácil enviarlas de vuelta a la casa de los Shchapalov. —En las camas —agregó luego Marcia—. Métanseles en las camas.

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Las Cucarachas

Por desagradable que fuese, esa idea le daba un extraño placer. A la mañana siguiente, la mujer Shchapalov, oliendo un poco peor que de costumbre (¿Qué beberían?, pensó Marcia), esperaba en la puerta abierta de su departamento. Quería hablar con Marcia antes de que la muchacha fuese a trabajar. Tenía el vestido sucio de haber intentado fregar el piso, y mientras hablaba trató de secar el agua con un estropajo. —¡No se imagina! —exclamó—. ¡No se imagina lo terrible que es! ¡Terrible! —¿Qué? —preguntó Marcia, sabiendo perfectamente de qué hablaba la vieja. —¡Los bichos! Ay, los bichos están en todas partes. ¿No los has visto, querida? No sé qué hacer. Trato de tener una casa decente, Dios lo sabe — Levantó al cielo los ojos acuosos, en testimonio—, pero no sé qué hacer. — Se inclino hacia adelante confidente—. No vas a creer esto, querida, pero anoche —Una cucaracha empezó a trepar por la maraña de pelos lacios que caían sobre los ojos de la mujer— se nos metieron en la cama. ¿Puedes creerlo? Debían de ser un centenar. Le dije a Osip, le dije… ¿Qué pasa, querida? Marcia, muda de terror, señaló la cucaracha que subía por la vieja; casi le había llegado al caballete de la nariz. —¡Ajjj! —coincidió la mujer, aplastándola y limpiándose el pulgar sucio en el sucio vestido—. ¡Malditos bichos! Los odio, juro por Dios. Pero, ¿qué puede una hacer? Bueno, querida, lo que quería preguntarte es si tienes algún problema con los bichos. Como vives ahí al lado pensé… —Le sonrió, una sonrisa confidencial, como diciendo esto es entre damas. Marcia casi esperaba que le saliese una cucaracha entre los separados dientes. —No —respondió la muchacha—. No, yo uso Black Flag. —Retrocedió desde la puerta hacia la seguridad de la escalera—. Black Flag —repitió, en voz más alta—. Black Flag —gritó desde el pie de las escaleras. Le temblaban tanto las rodillas que se tuvo que agarrar del pasamano metálico. Ese día, en la oficina de seguros, Marcia no se pudo concentrar en el trabajo más que por períodos de cinco minutos. (Su trabajo, en el departamento de Dividendos Actuarios, consistía en sumar largas listas de cifras de dos dígitos en una sumadora Burroughs y revisar sumas similares de sus compañeras buscando posibles errores.) Siguió pensando en las cucarachas que subían por el enmarañado pelo de la Shchapalov, en la cama inundada de cucarachas y en otros horrores menos concretos que le andaban por la periferia de la conciencia.

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Las Cucarachas

Los números nadaban y hormigueaban ante sus ojos, y dos veces tuvo que ir al baño de damas, pero resultaron ser falsas alarmas. Sin embargo, a la hora del almuerzo descubrió que no sentía ningún apetito. En vez de bajar a la cafetería para empleados salió al fresco aire de abril, a pasear por la calle Veintitrés. A pesar de la primavera, había en el ambiente algo de sórdido y de corrupto. Las piedras del Edificio Flatiron destilaban húmeda oscuridad; en las alcantarillas se pudrían blandas montañas de basura; el olor a grasa quemada flotaba en el aire, delante de los restaurantes baratos, como humo de cigarrillos en una habitación cerrada. La tarde fue peor. Los dedos de Marcia no tocaban los números correctos en la máquina si no los miraba. Una frase tonta le daba vueltas en la cabeza: —Hay que hacer algo. Hay que hacer algo. No recordaba que ella misma había enviado las cucarachas a la cama de los Shchapalov. Esa noche, en vez de irse inmediatamente a casa, fue a ver un doble programa en la calle Cuarenta y Dos. No le alcanzaba el dinero para películas mejores. El hijito de Susan Hayward casi se ahogó en arenas movedizas. Eso fue lo único que recordó luego. Entonces hizo algo que nunca había hecho. Tomó una copa en un bar. Tomó dos copas. Nadie la molestó; nadie miró siquiera hacia donde estaba ella. Tomó un taxi hasta la calle Thompson (a esa hora los subterráneos no eran seguros) y llegó a la puerta a las once. No le quedó nada para la propina. El chofer del taxi dijo que comprendía. Se veía luz por debajo de la puerta de los Shchapalov, que estaban cantando. Eran las once. —Hay que hacer algo —se dijo Marcia, en un susurro—. Hay que hacer algo. Sin encender la luz de su departamento, sin siquiera quitarse la nueva chaqueta de primavera que había comprado en Ohrbach, Marcia se arrodilló y se agachó debajo del fregadero. Arrancó las servilletas de papel que había metido en las grietas alrededor de las cañerías. Allí estaban, los tres, los Shchapalov, bebiendo, la mujer desparramada en la falda del tuerto, y el otro hombre, de camiseta sucia, golpeando el suelo con el pie, al ruidoso y discordante ritmo de la canción. Horrible. Bebían, desde luego (Marcia tendría que haberse dado cuenta), y la mujer apretaba esa boca de cucaracha contra la boca del tuerto: beso, beso. Horrible, horrible. Las manos de Marcia subieron y entrelazaron los dedos sobre el pelo color ratón: ¡La mugre, las enfermedades! No habían aprendido nada de la noche anterior.

Hay una asocia de elementos desagradables

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Las Cucarachas

En algún momento, más tarde (Marcia había perdido la noción del tiempo), apagaron la luz en el departamento de los Shchapalov. Marcia esperó hasta que cesaron los ruidos. —Ahora —dijo—, todas las que están en el edificio, todas las que me oyen, reúnanse alrededor de la cama, pero esperen un poco todavía. Paciencia. Todas… —Las órdenes se dividieron en pequeños fragmentos que salían como cuentas de un rosario: pequeñas cuentas de madera, pardas y ovoides— ...reúnanse ...esperen un poco todavía ...todas ...paciencia ...reúnanse. La mano acariciaba rítmicamente los fríos caños del agua, y le pareció que alcanzaba a oírlas: corriendo por las paredes, saliendo de los aparadores, las bolsas de residuos; una hueste, un ejército, y ella era la reina absoluta. —¡Ahora! —dijo—. ¡Súbanse a ellos! ¡Cúbranlos! ¡Devórenlos! Ahora ya no tenía dudas de que las oía. Las oía con total claridad. Era el sonido de la hierba en el viento, de los primeros granos de arena que caen de un camión. Entonces se oyó el grito de la Shchapalov, y juramentos de los hombres, unos juramentos tan terribles que Marcia casi no soportaba escucharlos. Se encendió una luz y Marcia las vio, las cucarachas, en todas partes. Cada superficie, las paredes, los pisos, los desvencijados muebles, tenía una apretada capa de Blattelae Germánicae. Había más de una capa. La mujer, de pie en la cama, lanzaba gritos monótonos. El rosado camisón de rayón estaba cubierto de puntos negros. Los dedos huesudos trataban de sacar bichos del pelo, de la cara. El hombre de la camiseta, que pocos minutos antes había estado golpeando el suelo con los pies, al compás de la música, golpeaba ahora con más urgencia, sosteniendo todavía con una mano el cable de la luz. El suelo pronto quedó viscoso, a causa de las cucarachas aplastadas, y el hombre resbaló. La luz se apagó. Algo sofocaba ahora los gritos de la mujer, como si... Pero Marcia no quería pensar en eso. —Basta —susurró— No hace falta más. Deténganse. Se arrastró saliendo de debajo del fregadero, y atravesando la habitación fue hasta la cama que durante el día trataba de disfrazar de sofá con unos pocos almohadones de colores extravagantes. Respiraba con dificultad, y sentía una curiosa constricción en la garganta. Sudaba desenfrenadamente. Del departamento de los Shchapalov llegaron ruidos de forcejeo, se golpeó una puerta; pies que corrían, y luego un ruido fuerte y apagado, tal vez de un cuerpo que caía por las escaleras. La voz de la casera:

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Las Cucarachas

—Qué demonios piensan que... Otras voces, más potentes. Incoherencias, y pasos que regresaban subiendo por las escaleras. La casera, otra vez: —¡Por Dios, aquí no hay bichos! Los bichos los tienen en la cabeza. Están borrachos, eso es lo que pasa. Y no sería nada raro que hubiera bichos. El departamento es una mugre. Miren toda esa mierda en el piso. Ya he soportado bastante. Mañana se mudan, ¿me oyen? Antes este era un edificio decente. Los Shchapalov no protestaron. En realidad, no esperaron a la mañana siguiente para irse. Salieron con una sola valija, una bolsa de ropa sucia y un tostador eléctrico. La puerta entreabierta, Marcia vio cómo bajaban por las escaleras. —Ya está —pensó— Todo ha terminado. Con un suspiro de placer casi sensual, encendió la luz que tenía al lado de la cama, luego encendió las otras. En la habitación había un resplandor inmaculado. Decidida a celebrar la victoria, fue al aparador, donde guardaba la botella de créme de menthe. El aparador estaba repleto de cucarachas. No les había dicho a dónde tenían que ir, a dónde no tenían que ir, cuando salieron del departamento de los Shchapalov. Ella era culpable. La gran masa silenciosa de cucarachas miró sosegadamente a la distraída Marcia, que pensó que podía leerles los pensamientos, o mejor dicho el pensamiento, pues había un solo pensamiento. Lo leía con tanta claridad como el iluminado cartel de Multinueces, allí delante de la ventana. Era como la delicada música de mil pequeños órganos. Era una vieja cajita de música abierta luego de siglos de silencio: —Te amamos te amamos te amamos te amamos. Algo extraño ocurrió entonces dentro de Marcia, algo inaudito: les contestó. —Yo también las amo —dijo—. Ah, cuánto las amo. Vengan a mí, todas. Vengan a mí. Las amo. Vengan a mí. Las amo. Vengan a mí. De todos los rincones de Manhattan, de las arruinadas paredes de Harlem, de los restaurantes de la calle Cincuenta y Seis, de los depósitos en la orilla del río, de las cloacas y de las cáscaras de naranja que se podrían en latas de basura, salieron las afectuosas cucarachas y echaron a andar hacia su amada.

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El Hombre y La Serpiente


Dime lo que ves, y te contare que tan perturbado estas



El Hombre y La Serpiente Paciente Sexo H

Harker Brayton Lugar y Fecha de Nacimiento

Padecimiento

Ofidiofobia

Meigs, OH, EE. UU. Fecha de Vadilación

Día 29 Día 13

Mes 06 Mes 03

Año 1890 Año 2019

Es un trastorno de ansiedad específico en el que la persona experimenta un miedo exacerbado, irracional e incontrolable hacia las serpientes. Aunque experimentar cierto grado de temor en presencia de uno de estos reptiles es algo absolutamente natural, en la ofidiofobia el temor debe ser injustificado y exagerado en comparación con la amenaza real que supone la situación. Una de las causas de que haya temor por serpientes, es por la mitología que rodea a este animal y la simbología que a él se le asocia facilitan el desarrollo y mantenimiento de estos miedos y creencias irracionales y aversivas con respecto a las serpientes5. Dr. Ambrose Bierce

Este un dato científico —verificado por tantos testigos que ningún hombre juicioso osaría contradecirlo— que los ojos de la serpiente tienen propiedades magnéticas, de modo que si alguien cayese bajo su influjo es atraído hacia ella contra su voluntad, y muere en forma lamentable por su mordedura. Recostado en el sillón con toda comodidad, en bata y zapatillas, Harker Brayton se sonrió mientras leía aquella frase en la vieja obra de Monyster, Las maravillas de la ciencia: —Lo único que tiene de maravilloso —se dijo—, es que los hombres juiciosos y eruditos de los tiempos de Morryster hayan creído en tales tonterías, rechazadas por la mayoría, hasta por las personas más ignorantes de nuestra época.

Sensación de alerta y peligro

Siguió reflexionando, pues Brayton era un hombre de ideas, y sin darse cuenta bajó el libro sin desviar la vista. En cuanto el volumen estuvo por debajo de su línea de para sostener la dirección de su mirada malévola. Los ojos ya no eran simples puntos luminosos; miraron a los suyos con sentido, un sentido que encerraba un significado maligno. Por suerte, una serpiente en el dormitorio de una de las mejores casas de una ciudad moderna no es un fenómeno tan común como para pasar inadvertido. Harper Brayton, un soltero de treinta y cinco años, culto, indolente, pero también atlético, rico, popular y de buena salud, acababa de regresar a San Francisco después de llevar a cabo un largo viaje por países remotos y desconocidos. Sus gustos, un tanto lujosos, se habían vuelto exagerados tras largas privaciones; y puesto que los servicios del Hotel Castle ya no satisfacían sus deseos a la perfección, aceptó gustoso la hospitalidad de su amigo, el distinguido doctor Druring. La casa grande y antigua del científico, ubicada en lo que era entonces un barrio poco ostentoso de la ciudad, se mostraba a todas luces

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El Hombre y La Serpiente

apartada y distante del resto. Era obvio que no guardaba relación alguna con las edificaciones contiguas de su entorno, bastante modificado, y había desarrollado las excentricidades propias del aislamiento. Una de ellas era un ala visiblemente inadecuada desde el punto de vista arquitectónico y no menos discordante en cuanto a su propósito, pues era una combinación de laboratorio, zoológico y museo. Allí era donde el doctor satisfacía la faceta científica de su naturaleza con el estudio de aquellas formas de la vida animal que atraían su interés y se adecuaban a sus gustos, los cuales, hay que confesarlo, se inclinaban por el tipo inferior. Para que alguno de los tipos superiores agradara a sus sentidos, aunque fuera de modo superficial, debía conservar por lo menos determinadas características rudimentarias propias de los dragones primigenios, tales como sapos y culebras. Sus simpatías científicas se inclinaban por los reptiles: admiraba a los seres ordinarios de la naturaleza y se describía a sí mismo como el Zola de la zoología. Como su esposa e hijas no tenían la suerte de compartir su lúcida curiosidad respecto de los hábitos de vida de estas criaturas —nuestros parientes lejanos—, fueron excluidas con severidad exagerada de lo que él llamaba el Serpentario, y condenadas a la compañía de sus semejantes; no obstante, para suavizar los rigores del destino, les había permitido, gracias a su enorme generosidad, aventajar a los reptiles en la magnificencia de su ambiente y brillar con mayor esplendor. En cuanto a su arquitectura y a su decoración, el Serpentario era sencillo y austero, como convenía a las humildes circunstancias de sus habitantes, a muchos de los cuales, por cierto, no se les podía conceder sin peligros la libertad necesaria para disfrutar con plenitud del lujo, pues tenían la inquietante particularidad de estar vivos. En sus compartimientos, sin embargo, gozaban de muy pocas restricciones, limitadas a las indispensables para su necesaria protección frente a la costumbre nefasta de comerse unos a otros; y, como bien le informaron a Brayton, era ya tradicional encontrar a algunos de ellos, en diversos momentos, en determinados lugares del local donde les hubiera resultado muy embarazoso explicar su presencia. A pesar del Serpentario y de sus siniestras asociaciones —a las que, en efecto, prestaba muy poca atención—, la vida en la mansión Druring le resultaba a Brayton muy agradable. Más allá de la sorpresa inicial y un ligero estremecimiento de repugnancia, la situación no alteró demasiado al señor Brayton. Su primer impulso fue el de tocar la campanilla para llamar al criado, pero no lo hizo, aunque el cordón de la campanilla se encontrara al alcance de la mano. Se le ocurrió que tal acto lo haría parecer temeroso, lo cual, desde luego, no era cierto. Lo afectaban menos los peligros de la situación que su incongruencia, de la cual era muy consciente: era repulsiva, pero a la vez absurda.

Imágenes mentales desagradables y aversivas.

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El Hombre y La Serpiente

Sensación de irrealidad

El reptil pertenecía a una especie desconocida para Brayton. Tan sólo podía calcular su longitud; pero en su parte más visible, el cuerpo del animal parecía tan grueso como su antebrazo. ¿De qué modo resultaba peligroso, si en verdad lo era? ¿Se trataba de una serpiente venenosa? ¿Una boa constrictora? Su conocimiento de las señales de peligro de la naturaleza no le permitía saberlo, pues nunca había tenido necesidad de descifrar aquel código. Pero si el animal no era peligroso, al menos era ofensivo. Por lo demás, estaba fuera de lugar, lo que lo convertía en una impertinencia. La joya no era digna del engaste. Ni siquiera los gustos bárbaros de nuestra época y nuestro país, que llenaron la paredes de las habitaciones con cuadros, el piso con muebles y los muebles con baratijas, han proporcionado un sitio adecuado para ese ejemplar de vida selvática. Además —¡la sola idea le resultaba insoportable!—, las exhalaciones de su aliento se mezclaban con el aire que él mismo respiraba. Cuando estos pensamientos adquirieron forma, con mayor o menor precisión, en la mente de Brayton, se sintió impulsado a tomar cartas en el asunto. Podría denominarse este proceso como reflexión y decisión. Es por eso que somos sabios o imprudentes. Así es como la hoja marchita en la brisa otoñal muestra mayor o menor inteligencia que sus compañeras cuando cae en el suelo o en el lago. El señorío del movimiento humano es un secreto a voces: algo contrae nuestros músculos. ¿Importa que llamemos voluntad a esos cambios moleculares iniciales?

Tener miedo y estar alerta ante una situación de peligro es una reacción natural y saludable, ademas, estos animales no dejan de entrañar cierto peligro

Brayton se levantó y decidió apartarse despacio de la serpiente, sin perturbarla en lo posible, hasta cruzar la puerta. Así se alejan los hombres de la presencia de la grandeza, pues la grandeza es poder, y el poder constituye una amenaza. Sabía que podía retroceder sin cometer errores. Si el monstruo lo seguía, el gusto decorativo que había llenado las paredes de cuadros también le proporcionaba un estante de armas orientales asesinas; podría elegir una apropiada para la ocasión. Mientras tanto, los ojos de la serpiente ardían con una malevolencia más despiadada que nunca. Brayton levantó el pie derecho para dar un paso atrás, pero en ese mismo instante sintió una poderosa fuerza que lo frenaba. —Dicen que soy valiente —murmuró—. Y la valentía, ¿no será simplemente orgullo? ¿Voy a retirarme sólo porque no hay testigos de mi humillación? Se sostenía con la mano derecha apoyada en el respaldo de la silla mientras mantenía el pie suspendido en el aire. —¡Ridículo! —exclamó en voz alta—. No soy tan cobarde como para tener miedo de sentirme atemorizado. Levantó el pie un poco más, doblando apenas la rodilla, y lo clavó con fuerza en el piso, ¡a un par de centímetros delante del otro! No podía ni ima-

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El Hombre y La Serpiente

ginar cómo había sucedido aquello. El intento con el pie izquierdo obtuvo el mismo resultado, y éste avanzó con respecto al derecho. La mano aferraba el respaldo de la silla; mantenía el brazo estirado, un tanto hacia atrás. Cualquiera diría que no estaba dispuesto a perder ese punto de apoyo. La cabeza maligna de la serpiente aún sobresalía del anillo interior, igual que antes, a la altura del cuello. No se había movido, pero en ese momento los ojos eran chispas eléctricas que irradiaban una infinidad de agujas luminosas. El rostro del hombre era de una palidez cenicienta. Volvió a avanzar un paso, y otro más, arrastrando en parte la silla, que, al soltarla, cayó con estrépito al piso.

Aceleración del ritmo cardíaco y sensación de presión en el pecho.

Brayton lanzó un gemido. La serpiente no se movió ni emitió sonido alguno, pero sus ojos eran dos soles resplandecientes. El propio reptil quedaba oculto por completo tras ellos. Exhalaban aros crecientes de colores brillantes y vividos que, al alcanzar su mayor tamaño, desaparecían uno tras otro como pompas de jabón. Parecían acercarse al rostro del hombre, pero luego se retiraban a una distancia inconmensurable. Brayton oyó en alguna parte el redoble de un gran tambor, con estallidos esporádicos de una música lejana, increíblemente dulce, como el sonido que produce el viento en un arpa eolia. Supo que era la melodía del amanecer de la estatua del rey Memnón y creyó encontrarse en los juncos al lado del Nilo, oyendo, exaltado, el himno inmortal a través del silencio de los siglos. Cesó la música o, más bien, se convirtió, de modo imperceptible, en el lejano tronar de una tormenta distante. Ante él, se desplegaba un paisaje reluciente de sol y de lluvia, atravesado por un arco iris de vivos colores que contenía dentro de su curva gigantesca cien ciudades del todo visibles. A mitad de camino, una serpiente enorme que lucía una corona levantaba la cabeza por encima de sus voluminosas circunvoluciones y lo miraba con los ojos de su madre muerta. En forma súbita, aquel paisaje encantado pareció elevarse a toda velocidad como el telón de un teatro y desapareció en el vacío. Algo lo golpeó con fuerza en el rostro y el pecho. Cayó al suelo y le brotó sangre de la nariz rota y de los labios lastimados. Se quedó un rato atontado y aturdido; permaneció en el piso con los ojos cerrados y el rostro apoyado contra la puerta. Poco después se recuperó y se dio cuenta, entonces, de que, con la caída, al apartar la vista, se había roto el hechizo que lo aprisionaba. Sintió que si miraba hacia otro lado le sería posible retroceder. Pero, aunque no la viera, la sola idea de que la serpiente estaba a poca distancia de su cabeza —quizás a punto de saltar sobre él y enroscarse en su garganta—, le resultaba demasiado espantosa. Levantó la cabeza, volvió a mirar esos ojos siniestros y fue de nuevo cautivado por ellos.

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El Hombre y La Serpiente

La serpiente estaba quieta y había perdido en parte su poder sobre la fantasía; no se repitieron las espléndidas visiones de los instantes anteriores. Bajo su frente plana y carente de cerebro, los ojos negros, como perlas relucientes, brillaban como al principio, con una expresión de malignidad horrorosa. Era como si aquella criatura, segura ya de su victoria, hubiera decidido no poner en práctica más engaños seductores. Entonces sucedió una escena atroz: el hombre, boca abajo en el piso a corta distancia de su enemigo, se apoyó en los codos, con la cabeza echada hacia atrás y las piernas extendidas a todo lo largo. Tenía el rostro blanquecino entre las gotas de sangre, y los ojos abiertos al máximo. De los labios le caía espuma en forma de escamas. Poderosas convulsiones le sacudieron todo el cuerpo, que empezó a realizar ondulaciones casi serpentinas. Se dobló por la cintura, moviendo las piernas de un lado a otro. Y cada movimiento lo acercaba un poco más a la serpiente. Lanzó las manos hacia adelante en un intento de empujarse para atrás, pero siguió avanzando con los codos sin poder detenerse. El doctor Druring y su esposa se hallaban sentados en la biblioteca. El científico estaba —cosa rara— de buen humor. —A través del intercambio con otro coleccionista, acabo de obtener un espléndido ejemplar de Ophiophagus—le dijo a su mujer. —¿Y qué es eso? —preguntó ella con languidez. —¡Caramba, qué supina ignorancia! Querida mía, un hombre que después de casarse comprueba que su esposa es inculta tiene derecho a divorciarse. La Ophiophagus es una serpiente que se come a las otras serpientes. —Pues ojalá se coma a todas las tuyas —contestó ella, mientras cambiaba, distraída, la dirección de la lámpara—. Pero ¿cómo las encuentra? Supongo que hechizándolas. —Tan propio de ti, querida —dijo el doctor con cierta petulancia—. Ya sabes lo que me irrita cualquier referencia a esa superstición grosera sobre el poder de fascinación de las serpientes. La conversación fue interrumpida por un fuerte grito que resonó en la casa silenciosa como la voz sepulcral de un demonio. Se levantaron de un salto: el hombre, confundido; su esposa, pálida y muda de terror. Casi antes de que hubiera desaparecido el eco del último grito, el doctor salió de la habitación y subió las escaleras de dos en dos. En el pasillo, frente a la habitación de Brayton, encontró a varios criados que habían bajado del piso superior. Entraron juntos sin llamar a la puerta. No tenía llave y cedió con facilidad.

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El Hombre y La Serpiente

Brayton yacía muerto en el piso, boca abajo. La cabeza y los brazos estaban semiocultos debajo de la barandilla del pie de la cama.

Experiencias psicóticas que

Empujaron el cuerpo hacia atrás y le dieron la vuelta. Tenía el rostro manchado de sangre y espuma, los ojos muy abiertos, contemplando…

Temblores incontrolables,

lo han llevado a la muerte

aceleración del ritmo cardíaco y desfallecimientos.

—Ha muerto de un ataque —dijo el científico, doblando la rodilla y colocándole la mano sobre el corazón. Mientras se encontraba en esa postura, miró debajo de la cama y añadió: —¡Dios mío! ¿Cómo llegó esto hasta aquí? Alargó el brazo bajo la cama, sacó la serpiente y, enroscada todavía, la arrojó al medio de la habitación, desde donde, con un sonido seco y opaco, se deslizó por el piso barnizado hasta chocar con la pared. Y allí se quedó inmóvil: su vieja serpiente disecada, con dos botones brillantes como ojos.

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El Asesino de Cisnes



Dime lo que ves, y te contare que tan psicópata eres


El Asesino de Cisnes Paciente Sexo H

Desconocido Lugar y Fecha de Nacimiento

Padecimiento

Anatidaefobia

París, Francia. Fecha de Vadilación

Día Día 13

Mes Mes 03

Año 1887 Año 2019

El término anatidaefobia hace referencia a una fobia específica ficticia que reúne por un lado características a aquella fobia específica a los animales y por otra de tipo situacional. Concretamente, estamos hablando del miedo a ser observado por un pato. Como fobia específica (de broma), supone la existencia de pánico y pavor a un estímulo o tipo de estimulación concreta, causando la exposición al estímulo o la idea de que este va a aparecer un muy elevado nivel de ansiedad6.

Dr. Auguste Villiers de L’Isle-Adam

La adquisición de información verbal sobre estos animales también

Al consultar los volúmenes de Historia Natural, nuestro ilustre amigo, el doctor Tribulat Bonhomet había terminado por aprender que el cisne canta bien antes de morir.

pueden condicionar la respuesta de miedo u odio

Efectivamente, nos confesaba, desde que la había escuchado, sólo esa música le ayudaba a soportar las decepciones de la vida, y cualquier otra ya no le parecía sino una cencerrada, puro Wagner. ¿Cómo había conseguido esa alegría de aficionado? En los alrededores de la antiquísima ciudad fortificada en la que vive, el anciano había descubierto en un parque abandonado, a la sombra de grandes árboles, un viejo estanque sagrado, sobre el sombrío espejo del cual se deslizaban doce o quince aves; había estudiado meticulosamente los accesos, calculado las distancias, observado sobre todo al cisne negro, el vigilante, que dormía, perdido en un rayo de sol. Éste, permanecía todas las noches con los ojos abiertos, con un guijarro en su pico rosa, y si la más mínima alarma le revelaba peligro para aquellos a quienes custodiaba, lanzaba bruscamente al agua el guijarro, en mitad del blanco círculo de los dormidos para despertarlos: al oír la señal, el grupo habría huído en medio de la oscuridad hacia avenidas profundas, hacia lejanos céspedes, hacia alguna fuente en la que se reflejaban grises estatuas, o hacia cualquier otro refugio conocido por su memoria. Y Bonhomet los había contemplado en silencio, sonriéndoles incluso. ¿No era, pues, con su último canto con el que, como perfecto diletante, soñaba regalarse muy pronto los oídos? A veces, pues, cuando sonaban las doce de alguna otoñal noche sin luna, fastidiado por el insomnio, Bonhomet se levantaba de repente y se vestía para asistir al concierto que necesitaba volver a escuchar. Tras introducir sus piernas en descomunales botas de goma forradas que

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El Asesino de Cisnes

prolongaba, sin sutura, una ancha levita impermeable. El huesudo y gigantesco doctor introducía las manos en un par de guantes de acero blasonado provenientes de alguna armadura medieval (guantes que había conseguido al abonar treinta y ocho monedas —¡Una locura!— a un anticuario). Hecho esto, se ceñía su amplio sombrero, apagaba la vela, descendía y, con la llave de su casa en el bolsillo, se encaminaba, a la burguesa, hacia la linde del parque abandonado. Enseguida, se introducía por oscuros senderos hacia el retiro de sus cantantes favoritos, hacia el estanque cuya agua poco profunda, y bien sondeada por todas partes, no le pasaba de la cintura. Y, bajo la bóveda de la arboleda ensordecía sus pasos al pisar ramas secas. Cuando llegaba al borde del estanque, lenta, muy lentamente, introducía una bota, luego la otra, y avanzaba dentro del agua con precauciones inauditas, tan inauditas que apenas se atrevía a respirar. Como el melómano ante la inminencia de la cavatina esperada. De tal manera que, para dar los veinte pasos que le separaban de sus queridos virtuosos, empleaba normalmente entre dos y dos horas y media, hasta tal extremo temía alarmar la sutil vigilancia del guardián negro. El soplo del cielos sin estrellas agitaba las altas ramas en la oscuridad, pero Bonhomet, sin dejarse distraer por el misterioso susurro, seguía avanzando y tan bien que, hacia las tres de la madrugada, se encontraba, invisible, a medio paso del cisne negro, sin que éste hubiera percibido ni el más mínimo indicio de su presencia. Entonces, el buen doctor, sonriendo en la oscuridad, arañaba suave, muy suavemente, rozando apenas con la punta de su índice medieval, la superficie anulada del agua, delante del vigilante. Y arañaba con tal suavidad que éste, aunque algo sorprendido, no juzgaba esta vaga alarma como de una importancia digna de lanzar el guijarro. El cisne escuchaba. A la larga, cuando su instinto se percataba vagamente de la idea de peligro, su corazón, ¡oh! su pobre corazón ingenuo se ponía a latir horriblemente, lo que llenaba de júbilo a Bonhomet. Y los bellos cisnes, uno tras otro, perturbados por ese ruido en lo profundo de su sueño, sacaban ondulosamente la cabeza de debajo de sus pálidas alas plateadas y bajo el peso de la sombra de Bonhomet, entraban poco a poco en un estado de angustia, percibiendo no se sabe qué confusa consciencia del mortal peligro que los amenazaba.

Los futuros asesinos en serie con frecuencia matan animales más grandes y comúnmente para su propio deleite

Pero, en su infinita delicadeza, sufrían en silencio como el vigilante, al no poder huir puesto que el guijarro no había sido lanzado. Y todos los corazones de aquellos blancos exiliados se ponían a dar latidos de sorda agonía, inteligibles y claros para el oído maravillado del excelente doctor que sabía muy bien lo que moralmente les producía su cercanía y se deleitaba, en pruritos incomparables, con la terrorífica sensación que su inmovilidad les hacía padecer. ¡Qué dulce resulta estimular a los artistas! —se decía en voz baja.

Zoosadismo

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El Asesino de Cisnes

Tres cuartos de hora, más o menos, duraba este éxtasis que no habría cambiado por un reino. ¡De repente, un rayo de la Estrella de la Mañana, deslizándose entre las ramas, iluminaba de improviso a Bonhomet, así como las aguas negras y los cisnes con ojos repletos de sueños! El vigilante, aterrorizado por aquella visión, arrojaba el guijarro. ¡Demasiado tarde! Con un grito horrible en el que parecía desenmascararse su sonrisa, Bonhomet se precipitaba, con las garras en alto y los brazos tendidos, hacia las filas de las aves sagradas. Y eran rápidos los apretones de los dedos de acero de aquel paladín moderno, y los puros cuellos de nieve de dos o tres cantantes eran atravesados o rotos antes de que se produjera el vuelo radiante de los demás pájaros-poetas. Entonces, olvidándose del buen doctor, el alma de los cisnes moribundos se exhalaba en un canto de inmortal esperanza, de liberación y de amor, hacia los Cielos desconocidos. El racional doctor sonreía de este sentimentalismo del que, como serio conocedor, sólo se dignaba saborear una cosa: El Timbre. No apreciaba musicalmente nada más que la singular suavidad del timbre de aquellas simbólicas voces, que vocalizaban la Muerte como una melodía. Con los ojos cerrados, Bonhomet aspiraba en su corazón las vibraciones armoniosas, luego, tambaleándose, como en un espasmo, iba a dejarse caer en la orilla del estanque, se tendía sobre la hierba, se acostaba boca arriba, dentro de sus ropas cálidas e impermeables. Y allí, aquel Mecenas de nuestra era, perdido en un sopor voluptuoso, volvía a saborear el recuerdo del canto delicioso de sus queridos artistas. Ansias y excitación por matar a sus victimas

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Y, reabsorbiendo su comatoso éxtasis, rumiaba, a la burguesa, aquella exquisita impresión hasta el amanecer.




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