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Novia de encargo Bronwyn Williams

Novia de encargo (2002) Título Original: The mail-order brides (2001) Editorial: Harlequin Ibérica Sello / Colección: Internacional 262 Género: Histórico Protagonistas: Grey St. Bride y Dora Sutton

Argumento: Grey St. Bride necesitaba una esposa, pero la última candidata era demasiado bella para acabar viviendo en una isla y rodeada de marineros. Desde que le puso los ojos encima a la delicada Dora Sutton, Grey se dio cuenta de que sus planes se estaban viniendo abajo. Dora necesitaba comenzar de nuevo, pero el insufrible Grey St. Bride se negaba a ayudarla. Desde el momento en que había bajado del barco, aquel tosco y guapo marinero había dejado muy claro que quería que se marchara. El problema era que había algo más que le dolía a Dora además del orgullo.


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Si St. Bride no la quería, tendría que buscar a otro en la isla que sí lo hiciera.

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Capítulo Uno Abril de 1899. Isla de Saint Brides, al oeste de Carolina del Norte

Teniendo en cuenta todo lo que había perdido en las últimas semanas: su padre, su prometido, las amistades y la reputación, era a su doncella, Bertie, a quien Adora Sutton más echaba de menos en aquellos momentos. Sin dejar de contener el balanceo del barco con los pies, intentó alisarse las arrugas del vestido. Las manchas del viaje tendrían que esperar. En cuanto a su indomable pelo, lo único que podía hacer era aplastarlo con las manos, afianzarselo con horquillas y confiar en que el viento no volviera a alborotárselo. Era imposible llevar sombrero con aquellas rachas de aire tan fuertes: se le volaría en cuanto desembarcara. —Yo le dejaré el equipaje en el muelle, señorita —dijo el joven piloto, mientras ella abandonaba la protección de la estrecha cabina del pasaje—. El señor Saint Bride se ocupará de él. —Sí, muchas gracias —murmuró Dora, y hurgó en su bolsito en busca de una de las escasas monedas que le quedaban. Escudriñó la orilla pelada en un intento de avistar algún indicio de bienvenida. Dios Misericordioso, ¿aquello era toda la isla? Aparte del bullicioso puerto, solo distinguía arena, marismas, unos pocos árboles achaparrados y un puñado de casas toscas desperdigadas por la costa. Una única carretera rústica, pavimentada con valvas de ostras, atravesaba la isla desde el puerto hasta una casa alta, expuesta al azote del viento y situada en la cima de la duna más elevada. Antes incluso de aproximarse a los muelles, el piloto la había identificado como la casa de Saint Bride, el hombre que había puesto el anuncio que había llevado a Dora a aquella isla desolada y sombría. De acuerdo con el capitán Dozier, Saint Bride no solo poseía la isla, sino casi todo su contenido. Dora no pudo evitar preguntarse si el rey de aquel trozo de arena no sería, en realidad, un dragón. ¿Acaso no había un proverbio que decía: «Más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer»? Quizá debía dar media vuelta antes de que fuera demasiado tarde. Pero, entonces, recordó otro dicho: «De perdidos, al río». No había llegado tan lejos para consentir que un recelo tonto la disuadiera. Sin embargo, lamentaba no haberse puesto uno de sus vestidos más oscuros. Aunque el rosa le insuflaba valor, no era un color muy práctico. En lugar de parecer atractiva y optimista, tenía aspecto de desaliñada y de frivola. Tal vez, pensó con amargo sentido del humor, tendría que haberse vestido de escarlata… El anuncio solicitaba mujeres sanas y capaces de buen carácter que estuvieran deseosas de encontrar pareja. Las primeras cualificaciones no suponían ningún problema. A pesar de ser menuda, tenía más fuerza de lo que parecía. ¿Cómo si no

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podría haber sobrevivido a las últimas seis semanas? Y estaba sana, aparte del malestar producido por aquella travesía. El coñac que le había ofrecido el capitán Dozier le había asentado el estómago, pero no le había devuelto el equilibrio. ¿Capaz? Y tanto que lo era. Había sido la primera de su círculo de amistades en aprender el two-step y, según decían, tenía muy buena voz. Por desgracia, lo que no tenía era oído, pero cuando se trataba de jugar al tenis, descollaba entre todas sus amigas. Sus antiguas amigas, se apresuró a corregir. En cuanto a su carácter… Bueno, eso era discutible. A su espalda, los hombres trajinaban en el barco de dos palos, algunos sacando la carga de la bodega y otros acarreándola hacia un edificio que parecía un almacén. El capitán se había visto abordado por un hombre pelirrojo que sostenía un fajo de papeles en la mano, y ambos estaban absortos en la conversación. Dora miró a su alrededor con desolación. Cuando se hizo evidente que nadie había enviado un carruaje para recogerla, se dijo que, si lo que se pretendía era medir su temple, pasaría la prueba. Se cambió de mano la bolsa de viaje y se acercó a un joven que estaba desenrollando una lona sucia. —¿Dónde puedo encontrar al señor Saint Bride? Sobresaltado, el chico alzó la vista y se ruborizó hasta las orejas. —¿Saint Bride? Aquella es su casa, la que está en lo alto de esa loma, señorita — se incorporó y se sacudió el polvo de las manos—. ¿Quiere que le lleve la bolsa? Pensando en las escasas monedas que constituirían toda su fortuna si aquella aventura fracasaba, Dora sonrió y lo negó con la cabeza. —Gracias, pero no pesa mucho. El chico asintió y reanudó la tarea. Dora bajó con cuidado del embarcadero y echó a andar por la tosca carretera que conducía a la casa de la colina. Había dado por hecho que irían a recibirla o que, al menos, le proporcionarían un medio de transporte de algún tipo. Las ostras estaban trituradas, pero formaban baches aquí y allá. Dora se abría paso con cuidado entre las ostras mientras miraba a su alrededor. ¡Dios Misericordioso, qué lugar más desolado! Tropezó con un saliente, se abalanzó hacia delante y se enderezó al tiempo que se preguntaba cuánto tardarían en disiparse los efectos de una sola copa de coñac. Quizá debería haberse puesto un calzado más recio, en lugar de las manoletinas de piel de cabritilla. Pero solo llevaba una muda en la bolsa; el resto de su ropa estaba guardada en un baúl, a la espera de que Dora pudiera permitirse pagar su envío. O, más bien, su futuro marido. Claro que tampoco tenía calzado muy práctico en el baúl. Escaneado por Alix-Sira y corregido por Vale Black

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Además, había querido causar una buena impresión. Al imaginarse a todos los hombres del puerto mirándola fijamente, como le había ocurrido antes de salir de Bath, deseó poder reducir de tamaño, pese a lo menuda que era de por sí. Como no podía encoger, enderezó la espalda y siguió avanzando hacia lo que pronto sería su hogar. Una perra feúcha de color canela se cruzó con ella, seguida de media docena de canes más. Después de que una criatura desgarbada de color marrón estuviera a punto de derribarla, Dora recuperó el equilibrio y miró alrededor intentando no sentirse descorazonada. La casa de la colina no mejoraba de aspecto según se acercaba. No se había hecho el más mínimo esfuerzo para adornar su insípida fachada. Unas jardineras no estarían mal, pensó. Y quizá un balancín en el porche, o algún precioso tresillo de mimbre. Si la casa era un reflejo de la personalidad de su futuro marido, Dora cada vez recelaba más de lo que la aguardaba. Lo menos que podía haber hecho Saint Bride era ir a recogerla. Lo menos. Al pasar junto a una choza de madera sin tratar, se preguntó si podría ser una iglesia. Aunque no había campanario, alguien había clavado una cruz en la fachada. Intentó imaginarse su boda en aquella choza, pero le resultó imposible. Le costaba tanto como imaginarse casándose con un perfecto desconocido. De la carretera principal partían numerosos caminos de arena que conducían a diversas cabañas de un solo dormitorio. A lo lejos, distinguió una construcción alargada de madera con un cobertizo en la parte de atrás. Había muy pocos árboles, y todos estaban inclinados hacia abajo, como si sufrieran el constante azote del viento. No había ni una sola tienda a la vista. Dora suspiró, pensando que, tal vez, debería haber esperado a que fueran a recibirla. Así, al menos, podría haber hecho algunas cuantas preguntas antes de comprometerse por completo. Si no hubiera estado tan decidida a demostrar lo fuerte, capaz y sensata que era, como requería el señor Saint Bride en su anuncio para encontrar esposa… Un haz de sol se abrió paso entre las nubes oscuras y veloces, y pensó que era un buen presagio después de la agitada travesía. «Escúchame bien, Dora Sutton. Sea como sea, no habría puesto un anuncio para pedir esposa si no quisiera una». Aquello en sí mismo era alentador… ¿no? Tampoco, se dijo, habría respondido ella al anuncio de no haber estado desesperada. Lo último que deseaba en el mundo era casarse, pero no le había quedado más remedio que aferrarse a esa salida. Por eso, alegando estar viuda, había contestado al anuncio enumerando sus cualificaciones, y el señor Saint Bride le había pagado el viaje. «Y aquí estoy», concluyó Dora. Lo que la aguardaba no podía ser peor que lo que había dejado atrás.

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Tropezó con otro bache, dio varios pasos a la pata coja y se apoyó en la valla de estacas de madera junto a la que pasaba en aquellos momentos. Al otro lado, se elevaba una casa de aspecto acogedor, mucho más pequeña que la que se hallaba sobre la colina pero más amplia que las que había visto hasta aquel momento. Detrás de la casa, un anciano estaba encaramado a una escalera reparando el tejado de un cobertizo. Como la estructura entera parecía estar a punto de desplomarse, no merecía la pena tomarse el trabajo, pero eso no era asunto suyo. Espantó una nube de mosquitos y siguió avanzando, con la esperanza puesta en la lúgubre vivienda que se alzaba más adelante. La brisa marina, fuerte y salada, le estaba despejando la cabeza pero no la ayudaba a caminar con paso firme. Todavía le parecía estar en la cubierta oscilante del barco, aunque el capitán le había asegurado que la sensación de mareo se le pasaría enseguida. Era evidente que la bebida le sentaba tan mal como el mar. Cuanto más se aproximaba, más temía la inminente entrevista. Pensar que, no hacía mucho, había estado celebrando su compromiso… Henry Carpenter Smythe, un joven al que su padre había conocido en un viaje de negocios a Richmond y había llevado a Sutton Hall como invitado, le había parecido a Dora todo lo que una mujer podía desear. Apuesto, educado, ingenioso, Henry había dejado caer, sin llegar a presumir de ello, que disfrutaba de una desahogada posición económica. Dora se enamoró de él nada más verlo. Decidida a impresionarlo, organizó una fiesta e invitó a sus amistades más próximas. Durante toda la velada estuvo rezando para que Henry no sucumbiera a la belleza de Selma, la mejor amiga de Dora y la más hermosa de su círculo. Henry se mostró educado con todas ellas, pero nada más. A petición del padre de Dora, prolongó su estancia en Sutton Hall y, dos semanas más tarde, después de un noviazgo vertiginoso, Henry le pidió que se casara con él. El día de San Valentín, le entregó un hermoso anillo de diamantes y empezaron a planear los esponsales. Hablaron de bodas en junio, de vestidos de damas de honor y de flores, y de quién sería el padrino de Henry. —Si lo hubiese visto yo primero —declaró Selma—, habría sido mío. Lo dijo en broma, pero a Dora la incomodaba ver cómo se aferraba al brazo de Henry en todas las reuniones, lo acosaba a preguntas sobre sus amigos y le preguntaba si tenía un hermano. Pero en aquellos días, lo que más preocupaba a Dora era la salud de su padre. Había perdido peso y parecía muy turbado. Aunque no se hubiera enamorado de Henry, lo habría alentado a quedarse en Sutton Hall porque su padre parecía animarse en compañía del joven. Cuando Henry le pidió la mano de Dora, se mostró encantado, les dio su bendición y los apremió para que se casaran lo antes posible.

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—Me gustaría conocer a mi primer nieto antes de morir —decía una y otra vez, y Dora siempre se apresuraba a asegurarle que muy pronto estaría enseñando a montar a caballo, a cazar y a pescar a toda una cuadrilla de nietos. Uno o dos, decía Dora para sus adentros, y no tan pronto. Primero quería estar a solas con su marido que, como parecía tan ansioso de casarse, había hablado de los viajes que harían juntos, de la mansión que harían construir, de los hijos que tendrían… Eso había ocurrido en febrero. Apenas dos meses después, allí estaba ella, huérfana, mareada por el mar y por el coñac, y sin un centavo. Y a punto de afrontar un futuro como «esposa por correo» de un hombre al que aún no conocía y en un lugar perdido de la mano de Dios. Bueno, no tan perdido, se corrigió. Estaba la minúscula iglesia sin campanario.

*** De pie en el amplio porche delantero, un hombre alto de pelo castaño oscuro introducía las manos enguantadas en los bolsillos de sus pantalones ceñidos de lona y contemplaba su isla con satisfacción. Había visto cómo atracaba el barco de Dozier, el Bessie Mae, y cómo los hombres levantaban las trampillas y empezaban a descargar. Otros trajinaban con el cargamento de maderos de cubierta, pasándose los haces hasta el embarcadero. Los ayudantes de Clarence empezaban a hacer el recuento de la mercancía y a trasladarla al interior del almacén para su futuro envío, dejando unos cuantos paquetes apartados que más tarde subirían a la casa de la colina. Grey asintió con satisfacción. Los hombres de Saint Brides sabían lo que hacían. Eran un poco toscos pero honrados, y se merecían todo lo que había hecho por ellos. Y todo lo que pensaba hacer. La mujer de aquel día, sin embargo, no podía haberse presentado en un momento más inoportuno. Grey debía hacerse a la mar en menos de una hora si quería llegar a Edenton a la mañana siguiente. Su hermano, Jocephus, había concertado una cita con otro armador para unir sus dos negocios y, después, le había pedido a Grey que tomara parte en las negociaciones, aunque Grey no tenía un interés directo en el trato. Mientras que a su hermano se le daba bien la letra pequeña, Grey tenía fama de ser un buen conocedor de gentes. Las circunstancias habían convertido a Grey Saint Bride en lo que era. Algunos lo tachaban de arrogante porque establecía normas que creaba sobre la marcha y esperaba que fueran obedecidas. Grey no lo consideraba arrogancia, sino la única manera de mantener la paz entre los hombres recios e independientes que vivían y trabajaban en la isla de Saint Brides. A la edad de diecisiete años, cuando Jocephus tenía diecinueve, la salud del padre de Grey empezó a fallar. Reunió a sus dos hijos junto a su lecho y les dio a

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elegir entre sus distintas propiedades. Jocephus, por aquel entonces estudiante de Chapel Hill, escogió las dos pequeñas goletas de la familia y el almacén de Edenton; Grey escogió la isla que el estado de Carolina del Norte había cedido a su bisabuelo en propiedad hacía más de cien años. Cuando Grey heredó la isla que llevaba su apellido, solo quedaba una casa deteriorada por las tormentas y unos cuantos almacenes y muelles dilapidados. Más valioso era el estrecho de aguas profundas de la parte norte de la isla, entre Saint Brides y la isla de Ocracoke, así como otro menos fiable al sur, entre Saint Brides y Portsmouth. Saint Brides formaba parte de la cadena de islas que cerraban el golfo de Pamlico, frente a las costas de Carolina del Norte. Recordaba haber estado de pie en aquel mismo lugar, contemplando el ganado que vagaba libremente por la isla y que había consumido la vegetación hasta el punto de que la arena había enterrado la mitad de la flora marítima, y pensando que había que hacer algo para que la isla sobreviviera y prosperara. La población, reducida a un puñado de marinos errantes, prácticos de costa y pescadores de temporada que viajaban a la isla a finales del verano para llenar sus redes de salmonetes, vivía en las chozas de paja y espadaña que circundaban el extremo norte, el North End. Cuando bajaba la marea, se veían algunos árboles raquíticos tanto en el golfo como en el océano, una prueba de la constante erosión. Lo primero que había hecho Grey para frenar la paulatina desaparición de la isla era pagar a unos ganaderos para que encerraran el ganado en corrales y así la vegetación pudiera revivir. Después, había contratado a varios carpinteros para que reconstruyeran los muelles y los almacenes y proporcionaran unas viviendas más seguras a los habitantes permanentes de la isla. Tres años atrás, se le ocurrió que todavía faltaba algo: mujeres. En realidad, la idea fue de Emmet Meeks, quien, a la cabeza de una delegación, se presentó en lo alto de la colina para plantearle a Grey la posibilidad de llevar a algunas mujeres a la isla. —La cuestión es, capitán —los hombres se dirigían a él con ese título honorífico porque lo preferían mil veces a llamarlo por su apellido de santo, porque no lo era—, que se tarda mucho tiempo en ir a la costa a conocer mujeres y a cortejarlas, y cuando averiguan de dónde venimos, no quieren saber nada de nosotros. Por no mencionar, se dijo Grey, que la mayoría de sus hombres, a pesar de lo honrados y trabajadores que eran, carecían de ciertas aptitudes sociales, siendo la timidez el menor de sus problemas. Fue Almy Dole, carpintero de ribera, quien mejor lo expresó. —Si conseguimos traerlas a la isla y retenerlas aquí, no tardarán en vernos con buenos ojos.

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Aquello caló hondo, porque los hombres tenían razón. Para prosperar, una comunidad necesitaba estabilidad, y eso requería crear familias. Con ese fin, Grey había localizado al párroco itinerante que oficiaba la misa en las islas vecinas de Portsmouth y Ocracoke y lo había convencido para que sumara Saint Brides a sus responsabilidades. Acto seguido, se dispuso a construir una iglesia y una casa para el párroco. Por último, compuso un anuncio con palabras muy bien escogidas y lo mandó publicar periódicamente en tres periódicos distintos de ciudades del golfo, ya que carecía de tiempo para tratar con más de una o dos mujeres a la vez. Algunos decían que era duro como el acero. Grey prefería considerarse un soñador. Generoso pero firme. Según lo establecido en el antiguo documento de cesión, ningún Saint Bride podía vender ni tan siquiera un grano de arena de la isla, pero nada decía que no pudiera regalarla. Así que, como incentivo, una parte del acuerdo matrimonial era ceder a cada hombre casado un acre de tierra y el material para construir una casa. Su plan incluía cierta correspondencia inicial con cualquier aspirante antes de proporcionarle el pasaje a la isla. Las que no superaban la entrevista, serían enviadas otra vez a la costa con suficientes fondos para mantenerse hasta que pudieran buscar otra salida. Detestaba rechazar a las mujeres, porque sabía que debían de estar desesperadas para responder al anuncio, pero si quería que su plan funcionara, tenía que ser fiel a su planteamiento inicial. No todas las mujeres podían sobrevivir en una isla como Saint Brides. Rechazar a las que no consideraba aptas era, en realidad, un acto de bondad. Pero también significaba que su plan se desarrollaba con más lentitud de la esperada. Cuando un haz de sol iluminó la cabeza de pelo dorado que se encontraba a unos cientos de metros carretera abajo, Grey se sacó las manos de los bolsillos y cruzó los brazos. Podría haber bajado al embarcadero a recibir a la mujer y haberla entrevistado allí, ya que, de todas formas, tendría que partir en menos de una hora. Habría ganado mucho tiempo. Pero la experiencia le había enseñado que la distancia le permitía enjuiciar las cosas con más perspectiva. Así, tenía tiempo para observar a la futura esposa y formarse una opinión de ella. Cuando llegaban a lo alto de la colina, Grey ya había decidido si servirían o no para su isla. Por lo que había visto hasta aquel momento, aquella no prometía mucho. Un hombre necesitaba una mujer recia si quería criar niños fuertes y sanos. La mujer que subía por la carretera parecía incapaz de resistir el empuje de la brisa. Entornó los ojos ante el repentino resplandor de sol y estudió a la mujer de pelo rubio que intentaba sujetarse las faldas con una mano, sostener la bolsa de viaje con la otra y, al mismo tiempo, apartarse el pelo de la cara mientras subía con paso oscilante por la carretera. ¿Oscilante?

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Como era un hombre justo, le dio el beneficio de la duda. Costaba acostumbrarse a caminar sobre arena y piedras cuando se estaba habituado a aceras o a carreteras de piso firme. Además, acababa de atravesar el golfo de Pamlico. Con un viento de dirección nordeste de treinta nudos, las aguas habrían estado un poco agitadas. Los efectos de la travesía tardaban cierto tiempo en desaparecer. Por otro lado, necesitaba mujeres sanas como manzanas. Aunque su inspección estuviera obstaculizada por capas y capas de faldas ondulantes, era evidente que aquella no tenía mucha carne. Quizá debería haber especificado un peso mínimo. No tenía sentido perder el tiempo con mujeres escuchimizadas. Grey hizo un gran esfuerzo por analizar a la joven con objetividad, pero su manera de moverse lo distraía. Estiraba los brazos para mantener el equilibrio cuando tropezaba con algo. Cuando una ráfaga de viento le levantó la falda y dejó momentáneamente al descubierto el contorno de lo que había debajo, estuvo a punto de perder por completo la imparcialidad. Incómodo, cambió de postura y se sorprendió reaccionando de una manera que no solo era inadecuada sino vergonzosa. Esperó a que se acercara lo bastante para ver sus rasgos. Creía firmemente que la disposición de una mujer podía leerse en su rostro, y descendió los peldaños gastados de madera. Era evidente que estaba cansada e irritada. Era de esperar. Aparte de eso, no extrajo ninguna otra conclusión. Era toda una belleza, y la hermosura era un bien escaso en una isla en la que también escaseaban los hombres y las mujeres. Había tenido intención de adjudicársela a James Calvin, su carpintero jefe. Gracias a Dios, no le había dicho que llegaría aquel día, porque iba a tener que enviarla de vuelta y probar otra vez. Las mujeres hermosas solo traían problemas. Lo último que necesitaba era que sus hombres riñeran por ella como una jauría de podencos sarnosos.

Al pie de la duna, Dora se detuvo y contempló al hombre que caminaba hacia ella. ¿Aquel era Grey Saint Bride? ¿Aquel era el hombre que había solicitado esposa mediante un anuncio en el periódico? Debía de tener un grave problema, algo que no se reflejaba en su aspecto. O eso, o el coñac le había distorsionado la vista, porque incluso a aquella distancia parecía increíblemente apuesto. Alto, con una ágil delgadez parecida a la de los robles vivos que había advertido en la orilla, desgastados por siglos de agua y viento. —¿Señora Sutton? Dora recordó justo a tiempo que en su solicitud había afirmado ser viuda. —¿Señor Saint Bride?

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Con recelo, en silencio, se miraron el uno al otro. Dora, que todavía sufría los efectos de la larga travesía, se balanceaba un poco. Contuvo un rastro de náusea y logró esbozar lo más parecido a una sonrisa. —Qué lugar más… interesante —dijo. No se le ocurría nada mejor que decir. Lúgubre. Desolado. Inhóspito. El fin del mundo—. En verano, debe de estar precioso —ya estaban a mediados de abril, por el amor de Dios. ¿En qué otra época del año estaba precioso un lugar? Grey observó con detenimiento a la mujer y, después, deseó no haberlo hecho. Verla de cerca confirmaba su decisión. Una piel tan pálida, tan suave, jamás sobreviviría a las inclemencias del tiempo. En cuanto a las manos, si alguna vez habían trabajado, no podían haber hecho nada más fatigoso que abrir uno de esos caprichosos abanicos de plumas que las damas de la alta sociedad utilizaban para coquetear. Tenía ojos de color musgo, entre verdes y grises. Un hombre podía perder el juicio tratando de dilucidar de qué color eran en verdad. —¿Todavía no se ha recuperado de la travesía, señora Sutton? El problema de vivir en una isla es que solo se puede acceder a ella por mar. Me encantará compensarla por su tiempo, pero me temo que… —su agudo olfato detectó un olor a coñac. Y, aunque no era de los que echaban en cara a nadie, fuese hombre o mujer, un trago o dos, era un punto más en contra de aquella mujer en concreto. Era demasiado frágil, demasiado bonita y demasiado aficionada a la bebida. No duraría ni un mes. Si no sucumbía al arduo trabajo que se esperaba de una mujer de la isla, la soledad acabaría con ella. No tardaría en insistir en irse, y con ella se marcharía su mejor carpintero. No era la primera vez que ocurría. ¿Qué hombre, si tenía que escoger entre trabajar en una isla desolada y una mujer como aquella, escogería el trabajo? «Querido, no esperarás que vaya a vivir a esa isla tuya. Me marchitaría y perecería en menos de una semana». Ecos del pasado. Grey los desechó y observó a aquella miniatura de mujer. Las mujeres que contestaban a sus anuncios solían ser insípidas, incluso feúchas. De haber encontrado un marido en su ciudad natal, no habrían respondido al anuncio. En cambio, aquella… ni siquiera él era del todo inmune a su belleza. Aunque no tuviera otras razones para rechazarla, aquella sola bastaría. —Señora Sutton, me temo que no servirá. —Perdón, ¿cómo dice? —repuso con exquisita educación, perpleja. —Entiéndalo como un acto de bondad, porque aquí no sobreviviría. En su mayoría, los hombres son honrados, pero un poco bruscos. Sus esposas tendrán que ser resistentes como una roca para poder hacer valer su derecho a estar aquí.

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A Grey le resultaba casi imposible mirarla a los ojos, aunque tenía fama de ser un hombre tajante. Se balanceó un poco sobre sus considerables pies e intentó pensar en una razón convincente. No podía decirle que hacía años que no lo tentaba ninguna mujer y, menos aún, una que apestaba a coñac y que parecía haber bajado rodando de una carretilla. —Soy fuerte —replicó, y lo miró a los ojos con fijeza. —El médico más cercano está a un día en barco de aquí. —Estoy sana como una manzana —dijo con calma. —No tenemos diversiones, ni tiendas ni salones de té, la clase de locales en los que a las mujeres les gusta pasar el tiempo. —Puedo prescindir de todo eso —uno a uno, siguió repeliendo sus argumentos, como si lo retara a que la echara. —Maldita sea… Le pido disculpas, señora, pero es usted demasiado bonita. Si le permito quedarse, los demás hombres no se contentarán con mujeres menos agraciadas, y sepa que las que vienen aquí son las que no encuentran marido en ninguna otra parte. Parpadeó mientras seguía mirándolo con aquellos ojos increíbles. Al menos, no gimió. Por fin, dijo: —Puedo ser insípida. Lo soy, de verdad. Es por culpa de este vestido; el rosa es muy favorecedor. Grey vació los pulmones con un largo suspiro de impotencia. Maldición, se sentía como una rata, pero por el bien de la mujer y de aquella pacífica comunidad, por el bien de su propia paz mental, debía marcharse. —El viaje de regreso no le costará ni un penique. El Bessie Mae me pertenece, y su capitán está a mi servicio. Cómo no, la compensaré por la pérdida de tiempo… — sacó su cartera. ¿Compensarla por la pérdida de tiempo?, pensó Dora con horror. Eso no era un problema para ella, disponía de todo el tiempo del mundo. Lo que no tenía era un lugar adonde ir. Se había quedado sin recursos. Después de viajar al fin del mundo, ¿a qué otro lugar podía ir? El orgullo luchó con la furia y la desesperación. Después de cartearse con Saint Bride (en total, dos misivas de ella y una de él), este le había organizado el viaje. No se le había ocurrido pensar que podría ser rechazada. Contuvo el impulso de aporrearlo, se tragó la furia y recurrió al orgullo. Con la cabeza bien alta, contempló con desdén los billetes que agitaba en la mano y se dio la vuelta antes de que se desbordaran las lágrimas de sus ojos. Quizá tuviera que refugiarse detrás de una duna para llorar a lágrima viva de regreso al barco, pero prefería morir antes que permitir que Saint Bride la viera derramar una sola lágrima.

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—¿Señora Sutton? —la llamó. —No necesito su dinero —le dijo con voz clara, sin darse la vuelta—. Como ha dicho, no hay tiendas ni salones de té en esta isla. ¿Por qué iba a querer quedarme? —Pero señora Sutton… Siguió caminando tan deprisa como se lo permitían sus piernas, con la esperanza de estar fuera de su vista cuando prorrumpiera en sollozos. La iglesia. Si lograba llegar a la iglesia… De repente, alguien la llamó con voz trémula y quejumbrosa. —¿Señorita? ¿Le importaría ayudarme a levantarme? Parpadeando para frenar las lágrimas, Dora miró por encima de la valla de estacas y vio al hombre que había estado subido a una escalera minutos antes y que, en aquellos momentos, yacía en el suelo. Sin pensárselo dos veces, abrió la cancilla y corrió junto a él. —¿Qué ha ocurrido? ¿Se ha hecho daño? Era evidente que sí. —Mi tobillo —dijo con mirada de disculpa— ya no es lo que era. Dora tardó un momento en comprender que el anciano intentaba bromear. A pesar de su desgracia, se sintió conmovida. —Déjeme que lo ayude a incorporarse, y luego veremos lo que podemos hacer. No era un hombre corpulento. El dolor le nublaba la vista, pero la sonrisa que desplegó minó las defensas de Dora. Sus propias lágrimas tendrían que esperar. Claramente avergonzado por tener que pedir ayuda, el hombre intentó inclinarse hacia delante para soltarse el lazo de las botas. Con un suave murmullo impaciente, Dora le apartó las manos y le sacó la bota con cuidado. —Cielos. —¿Le importaría ir a buscar a Saint Bride antes de que se vaya? Si me ayuda a entrar en casa, me pondré bien en un abrir y cerrar de ojos. —Podría habérselo roto —dijo Dora. ¿Ir a buscar a Saint Bride? Antes preferiría llamar al diablo en persona. —Me lo he torcido, nada más. Me he roto tantos huesos, que conozco la diferencia —su rostro curtido había empalidecido notablemente. Dora solo podía desear que tuviera razón. ¿No había mencionado el rey dragón que no había médico en la isla? —Si se apoya en mí, lo ayudaré a entrar. Mi padre se torció el tobillo una vez. Tuvieron que cortarle la bota, porque se le inflamó muy deprisa.

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El hombre herido giró el torso y lanzó una mirada esperanzada hacia la casa de la colina mientras Dora buscaba algo con lo que ayudarlo a caminar. Una muleta, incluso un bastón, sería lo ideal, pero tendría que improvisar. Escudriñó el minúsculo jardín; además de la escalera caída y de un gallinero de alambre destartalado que contenía un ganso y varias gallinas, había una carretilla llena de herramientas de cultivo y una pequeña caja de madera. Quizá pudiera llevarlo en la carretilla hasta el porche y luego… Mejor no. La caja tendría que valer. La arrastró hasta donde se encontraba el anciano y consiguió levantarlo del suelo y sentarlo allí. El hombre tenía la frente empapada en sudor, pero le dio las gracias con tanta educación como si acabara de ofrecerle leche y azúcar para el té. —En cuanto recobre el aliento, avanzaremos un poco más —dijo Dora con firmeza. Quizá no cumpliera los requisitos del amo de la isla, pero podría hacer aquella pequeña obra antes de irse—. Ahora, si me da la mano… Solo era unos cuantos centímetros más alto que ella, y más frágil de lo que correspondía a un hombre que, años atrás, debía de haber sido mucho más robusto. Los peldaños del porche fueron un obstáculo, pero con paciencia y apoyándose en ella el hombre logró entrar en la casa cojeando. —Ya está. Si me lleva al sofá, descansaré un poco hasta que se me baje la hinchazón. No sabe cuánto le agradezco su ayuda. —¿Quién vive con usted? —no había duda de que alguien debía de cuidar de él. El todopoderoso Saint Bride se habría ocupado de ello. —Enterré a mi esposa hace dos años allí arriba, junto a las higueras. Me he valido por mí mismo desde entonces. Claro que me alegro de que pasara por el camino en ese momento, señorita. Detestando la sensación de inadecuación, Dora buscó una toalla, la sumergió en un barreño de agua fría y la aplicó sobre el tobillo hinchado. En otras circunstancias, se habría avergonzado de aquel gesto íntimo, pero era evidente que el hombre estaba sufriendo. No podía dejarlo solo. Además, no tenía adonde ir. El barco que la había llevado a la isla regresaría a Bath tan pronto como descargara, y Dora no podía volver a su ciudad. —Dispongo de algunos minutos. ¿Qué más puedo hacer para ponerlo cómodo antes de irme? —preguntó en tono alegre. El hombre pareció considerar su ofrecimiento. Después dijo: —Usted es una de las novias de Saint Bride, ¿verdad? ¿Una de las novias de Saint Bride? ¿Cuántas tenía el hombre, por amor de Dios? —¿Sabe lo del anuncio? —le preguntó Dora con una sonrisa que intentaba ocultar su desesperación.

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El hombre hizo caso omiso de la pregunta y dijo: —Yo creo que a los dos nos vendría bien una taza de té, señorita. —Dora —murmuró—. Dora Sutton —había dicho adiós al Adora. La única ventaja de haber sido rechazada era que no tenía que seguir viviendo una mentira. Ni afrontar la vergüenza de reconocer lo ingenua que había sido al creer a Henry cuando había dicho que la quería. Ni de permitirle que… Sí, a partir de aquel momento, se llamaría solo Dora. —Emmet Meeks —contestó el hombre, todavía pálido, todavía aquejado por el dolor, pero decidido a ocultarlo. A Dora se le ocurrió pensar que, en ese sentido, eran tal para cual—. Mi esposa, que en paz descanse, decía que no hay nada como el té, que el café pudría los huesos de un hombre —su sonrisa se parecía más a una mueca, pero Dora pensó que debía de haber sido un hombre apuesto. También se le ocurrió que no estaba muy bien de salud, dejando a un lado el tobillo torcido. La casa estaba impecable. Las paredes, aunque blanqueadas, dejaban entrever la veta de la madera y el efecto era cálido y alegre. Había alfombras de ganchillo en el suelo y una cesta de cebollas y manzanas secas en la mesa de la cocina. Toques hogareños que podían esperarse de una mujer, pero difícilmente de un hombre. Mientras Dora ponía agua a hervir, su anfitrión le indicó dónde podía encontrar la tetera. —No puedo quedarme mucho tiempo —le recordó, aunque casi deseaba poder hacerlo. Deseaba poder quedarse en aquel refugio hasta que se le ocurriera adonde ir. Sin dinero, familia o amigos, y con la reputación mancillada, quizá pudiera quedarse allí, en aquella cálida y acogedora habitación, tomando té eternamente. «¿Esa anciana? Es Dora Sutton. Se echó a perder en la costa, ¿no lo sabías? No podía volver, tampoco podía seguir, así que se quedó ahí sentada y bebió té hasta que se arrugó como una ciruela pasa».

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Capítulo Dos Tras preparar una tetera de té bien cargado, que más o menos constituía todo su talento culinario, Dora buscó su bolsa de viaje con la mirada y recordó que la había dejado en el jardín. Le diría a alguien del puerto, a aquel agradable hombre pelirrojo, tal vez, que el señor Meeks se había torcido el tobillo. Sin duda, se encargaría de enviar a alguien para que se ocupara de él. —Así que eres una de las novias de Grey —repitió Meeks—. ¿Con quién vas a casarte? ¿Con quién? Al parecer, con nadie. Dora se recostó en la silla y fijó la mirada en el hombre que estaba sentado en el antiguo sofá del diminuto salón. Solo el orgullo le impedía confesar que no había dado la talla. ¿Saint Bride pensaba que era demasiado bonita? Qué absurdo, se dijo, mientras experimentaba una oleada de calor que debía de ser enojo. —Bueno, eso está aún por ver, ¿no? —Mi Sal fue la primera —le confió Emmet con melancolía—. Grey la encargó especialmente para mí. No podría haberlo hecho mejor aunque la hubiera escogido yo mismo, la verdad. Saint Bride me cedió un acre de tierra y la madera para construir esta casa. Hasta me ayudó a levantarla con sus propias manos —era como si, una vez que se había decidido a hablar, le resultara imposible detener el torrente de palabras—. Construye cabañas de un dormitorio para los hombres solteros, pero no se las cede hasta que no han transcurrido seis meses desde la boda. Hasta ahora, ninguno de los que se han casado han durado tanto. Así que soy el único en toda la isla, aparte de Saint Bride, que posee un grano de arena —el orgullo se hacía evidente en su semblante pálido. Pero tras aquel orgullo, se ocultaba la soledad. Dora entendía muy bien el dolor y la soledad. Para gran sorpresa suya, se sentía tentada a contarle su propia historia. ¿Qué importaría? Era un desconocido, y no volvería a verlo más. Pero contarle su historia solo serviría para volver a abrir las heridas. Las lamentaciones ya habían quedado atrás. Era el momento de ocuparse del futuro. —Señor Meeks, necesito irme o perderé el barco. Pero le prometo que enviaré a alguien para que cuide de usted. En un hombre más joven, su sonrisa podría haber parecido bromista. —Llámeme Emmet. Hace tiempo que no oigo a una dama pronunciar mi nombre. —Entonces, Emmet, será mejor que me dé prisa. Ha sido… Bueno, las circunstancias no han sido las mejores, pero me alegro mucho de haberte conocido.

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Quizá algún día… —¿qué podía ofrecerle? Amistad, no; no había tiempo—. Quizá el señor Saint Bride le encuentre otra esposa. Su primera mujer es insustituible, por supuesto —se apresuró a añadir—, pero así podría tener compañía. —Compañía —repitió en tono melancólico—. Debería habérselo dicho a Saint Bride antes de que se fuera. ¿Antes de que se fuera? —¿Acaso el señor Saint Bride también se va? —si su alteza iba a embarcarse en el mismo navío que ella, acabaría arrojándolo por la borda para ver si podía caminar sobre el agua. —Ya se ha ido. Lo vi bajar por el otro lado de la colina mientras usted me ayudaba a entrar en casa. Con el viento que hace, ya debe de estar en Pelican Shoal. —¿Que ya se ha ido? —Dora no sabía si dar saltos de alegría o de desesperación. Al menos, no tendría que compartir una estrecha cabina con él mientras atravesaba el golfo. —Entonces, será mejor que… —Tranquilícese. Si pensaba embarcarse con el capitán Dozier, es demasiado tarde. Ya debe de estar en el centro del golfo, y no dará la vuelta por nadie, así que vayase haciendo a la idea de que tendrá que esperar. El barco del correo llegará pasado mañana. Podría irse en él, si todavía quiere marcharse. Dozier volverá al día siguiente. ¿Esperar? ¿Cómo? ¿Dónde? Dora quería creer que había empezado a madurar a pesar de la vida fácil que había llevado con su padre: los acontecimientos de las últimas seis semanas habían acelerado el proceso. Pero el pánico fue su primera reacción. ¿Qué podía hacer, construirse un castillo en la arena? ¿Ponerse a merced del primer rostro amistoso que viera? En absoluto. Una de las lecciones más importantes que había aprendido recientemente era que el mundo no giraba en torno a los Sutton. Si quería sobrevivir, dependería de ella encontrar el camino. —El… El señor Saint Bride mencionó que tenía el viaje pagado en el Bessie Mae. ¿Qué me dice del barco del correo? ¿Es muy caro? ¿Dónde hace escala? —Bueno, para empezar, Grey es el propietario del Bessie Mae. El barco del correo es otra historia, y no habrá mucho espacio para pasajeros. El billete no será caro, pero yo que usted, esperaría. ¿A qué?, pensó Dora con el primer roce afilado de pánico. ¿A volver a Bath, donde las mujeres a las que había conocido desde niña mirarían hacia otro lado e incluso cruzarían la calle para ahorrarse la vergüenza de verla? ¿Donde los hombres la mirarían de arriba abajo con un brillo especulativo en la mirada que la hacía sentirse como si hubiera salido a la calle en braguitas y camisola?

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No, gracias. —No habrá alguna… casa de huéspedes por aquí, ¿no? —donde podría lavar los platos para ganarse el pan hasta que se le ocurriera algo mejor que hacer. Emmet lo negó con la cabeza. —No es necesaria. Hay una casa comunal para los prácticos en North End. Aquí siempre ha habido prácticos de costa, dispuestos a recibir a los navios que se acercan y a guiarlos por los bancos de arena. En agosto, vendrán los pescadores a recoger salmonete, pero ahora solo está la población permanente. Creo que ya le he dicho que Saint Bride construye cabañas para los que no se alojan en el barracón. —¿Y… y las mujeres? ¿Dónde se alojan? —podría encontrar un refugio en el que dormir hasta que pudiera irse de la condenada isla del señor Saint Bride. —Cuando Sal vivía, acogimos a una de ellas. No se quedó mucho tiempo, la pobre. Solo llevaba aquí dos días cuando se marchó en el barco del correo. Desde entonces, cuando el reverendo no está en la isla, se quedan en su casa. Si está, el reverendo se traslada a la casa de Grey y les deja su vivienda hasta que el asunto se resuelve de una forma u otra. Hasta ahora, ninguna ha durado más de un par de meses, excepto mi Sal. —¿Crees que…? —apenas se atrevía a dar voz a su pregunta. Si requería la cooperación de Grey Saint Bride, conocía de antemano la respuesta. Como le había ordenado que se fuera, esperaría que ya se hubiese hecho a la mar. Pero se había entretenido ayudando a una persona necesitada de socorro y había perdido el barco. No podía culparla por eso, ¿no? —Bueno, si quiere quedarse aquí hasta el regreso del Bessie Mae —dijo Emmet en tono pensativo—. No creo que Grey pueda objetar, puesto que la casa es mía. Dora paseó la mirada por la pequeña vivienda. Había varias habitaciones, incluida la cocina en la parte de atrás. También veía una estrecha escalera que debía de conducir al desván o a otras habitaciones. En conjunto, comparada con Sutton Hall, la casa de Emmet no era mucho mayor que las dependencias de los criados, situadas detrás de las cocheras. Pero era extraño que se sintiera tan… protegida. ¿Se atrevería a quedarse allí el tiempo suficiente para planear su siguiente paso? Por muy despótico que fuera Saint Bride, no podía echarla de la isla mientras estuviera en la parte que pertenecía a Emmet. Para ganar tiempo mientras sopesaba las opciones que tenía, Dora dijo: —¿Te apetece un poco más de té? Quizá pueda… —¿preparar la cena? Difícil. Ni siquiera sabría cómo empezar. Había mentido tanto al afirmar ser una mujer capaz como al decir que era viuda. ¿Qué habría sido de ella si de verdad se hubiera casado con Saint Bride, como ingenuamente había creído que sucedería, y él hubiese descubierto hasta dónde alcanzaba su mentira?

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Por fortuna, Emmet parecía más interesado en hablar que en cenar. —¿Le he hablado de Sal? La enterré junto a las higueras. Sal solía ir allí por las mañanas para espantar a los mirlos de los higos maduros. Su sonrisa estaba dirigida a otra mujer, a otros tiempos. Dora empezó a decir algo, pero Emmet prosiguió, así que se recostó en la incómoda mecedora rústica decidida a ser el público que el anciano necesitaba. Tal vez fuera inepta en muchos aspectos, pero era capaz de escuchar indefinidamente. —De vez en cuando, me siento en una silla junto a su tumba y pienso en cómo cambia la vida. No sirve de mucho planear, no cuando hay un Dios que lo planifica todo según su idea de cómo deben cambiar las cosas. —El destino —murmuró Dora. Sabía muy bien cómo podían cambiar las tornas sin previo aviso. Emmet asintió. —Algunos lo llaman suerte. Quizá otros lo llamen destino cuando una mujer joven pasa junto a la casa de un anciano al que se le está agotando el tiempo. ¿Se para a ayudarlo cuando el pobre tonto sube a una escalera y se cae, o sigue andando? Dentro de sus manoletinas de piel de cabritilla, Dora cerró los dedos de los pies. ¿Qué intentaba decirle? ¿Que el destino la había conducido a su puerta justo cuando a ella acababan de darle con otra puerta en las narices? Fuese lo que fuese, ¿podía permitirse el lujo de no escuchar? —Saint Bride solicitó los servicios del párroco itinerante antes de traer al primer par de mujeres. Mi Sal era una de ellas. Teniendo un reverendo propio, podemos avisarlo siempre que hay que celebrar un casamiento; así no es necesario ir a la costa. Dora esperó. Tenía la sensación de que Emmet quería decirle algo, pero no imaginaba qué podía ser. Dudaba que quisiera pedirle la mano. —Funciona muy bien. Claro que un párroco no tiene mucho que hacer aquí, aparte de casar. No tiene que sermonearnos por nuestros pecados, como en algunas de sus otras parroquias, donde tienen salones y mujeres de vida alegre. Grey no tolera los pecados en Saint Brides. Dice que si los consintiera, enseguida tendría que traer a un matasanos y a un sheriff. Emmet había recuperado el color en el rostro. Dora murmuró que no sería mala idea disponer de un médico, pero Emmet parecía más inclinado a hablar que a escuchar. —Y el padre Filmore es un buen hombre. Te daría la camisa que lleva puesta si la necesitaras. El Señor ralentizó su habla para que la gente no se perdiera ninguna de sus palabras. El problema es que yo escucho mucho más deprisa de lo que él habla y, además, ni siquiera quiere jugar al ajedrez. Aunque se apuesten guisantes. Dice que el juego es un pecado. Así que imagínese en qué situación estoy.

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No podía imaginarlo, pero empezaba a verle el sentido a la conversación. El reverendo de habla lenta sería quien se ocuparía del señor Meeks y lo distraería hasta que pudiera volver a caminar. Así que Emmet tendría que poner a prueba su paciencia. —Y Grey es un entrometido, aunque tiene buena intención. Si un hombre vive en su isla, no tiene más remedio que acatar sus normas, sobre todo, porque suelen ser sabias. Supongo que le hablaría de los planes que tiene de emparejar a los hombres solteros con mujeres para que empiecen a tener hijos… No estaba dispuesta a reconocer que había ido a la isla creyendo que era Saint Bride en persona quien pretendía casarse con ella. Lo único que le había dicho el rey dragón era que la vida en la isla era dura, y que ella nunca sobreviviría. También le había dicho que era bonita. Nadie se lo había dicho nunca… Al menos, sin esperar algo a cambio. —No resultará fácil encontrar una maestra. Ya fue difícil convencer al párroco para que se hiciera cargo de otra parroquia. Al pobre ya le cuesta bastante hacer lo que hace. Habla tan despacio que tarda dos horas en pronunciar un sermón de treinta minutos… —rio entre dientes, y Dora sintió que parte de la tensión que la había atenazado desde que contestó al anuncio empezaba a disiparse—. Está aquí para casar a las parejas, sobre todo. Nos casó a Sal y a mí. Eramos más viejos que la mayoría, pero cuando Sal vino a la isla, Saint Bride pensó que encajaríamos y que sentaríamos un buen precedente —asintió—. Pronunció algunas palabras junto a su tumba cuando la enterramos —hizo una pausa como si, satisfecho del resumen, estuviera buscando el siguiente tema que abordar. Ya le había hablado varias veces sobre su maravillosa Sal; era evidente que el pobre estaba ansioso de compañía. Vaya con el increíble señor Saint Bride. Dora se inclinó hacia un lado para echar un vistazo por la ventana, con la esperanza de ver el muelle desde su asiento. ¿Y si Emmet se había equivocado y el Bessie Mae no había zarpado todavía? Pero aunque se hiciera el milagro y lograra alcanzar el barco antes de que levara anclas, ¿de qué serviría? Había pocos trabajos disponibles para las mujeres que habían vivido entre algodones toda su vida. Fuesen cuales fuesen sus inclinaciones personales, lo que se esperaba de ellas era que contrajeran matrimonio con los hombres que sus padres les habían elegido, hombres que seguirían mimándolas. Que Dora supiera, hasta esa puerta había quedado cerrada. Desde la mecedora, la mecedora de Sal, según Emmet, lo único que podía ver era la monstruosa casa de las dunas. El castillo de Saint Bride. La fortaleza de Saint Bride, se corrigió con amargura.

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—Así que me dije a mí mismo —prosiguió Emmet Meeks, y Dora volvió a prestar atención a su anciano anfitrión, preguntándose si se habría perdido algo—. O acepta o no. No tiene nada de malo preguntar. —¿Preguntar? —No se ofenda, señorita Sutton, pero el hecho de que haya contestado al anuncio de Saint Bride significa que ha tenido mala suerte en la costa. —Dora abrió la boca y la volvió a cerrar. Era ni más ni menos la verdad—. Resulta que estoy solo en el mundo salvo por mi perra —prosiguió—. Cuando mi esposa murió, estuve en la costa. Vi a un médico, pensando que quizá podría hacerme unas gafas. Estaba llegando al punto en que ni siquiera podía ver los bancos de arena. El médico dijo que tenía nubes en los ojos y que ni las mejores lentes del mundo podrían despejarlas —removió la taza de té, tomó un sorbo y siguió hablando—. Fui a ver a otro médico durante mi viaje. Me dijo que tenía el corazón cansado. —Oh, no… —murmuró Dora. —Dijo que, con suerte, todavía me quedaban algunos años por delante —sus nebulosos ojos azules buscaron los verdes de Dora y los retuvieron—. Lo que intento decirle, señorita Dora, es que preferiría no vivirlos solos. Tengo a mi perra, pero Salty no da mucha conversación. Dora estaba horrorizada. ¿Qué podía decir dadas las circunstancias? ¿Estaría pidiéndole que se casara con él? ¿Se había vuelto loco? ¿Lo estaría ella? Porque se estaba sorprendiendo considerando la idea. Considerando seriamente la posibilidad de casarse con un hombre al que no hacía ni una hora que conocía. Aun así, ¿acaso era eso peor que casarse con alguien a quien no había visto en la vida? Y eso era lo que había estado dispuesta a hacer hasta que la habían rechazado. —No le pediré gran cosa, señorita Dora. Si accede a quedarse como mi acompañante, como mi amiga, no podré pagarle mucho, pero le prometo dejarle mi casa y mi tierra en herencia y la bendeciré con mi último aliento por su bondad.

Grey navegó hasta Long Point y echó el ancla en la bahía de Wysocking. Le habría gustado llegar más lejos, pero cuando navegaba solo en su balandro de treinta pies de eslora prefería esperar al alba para proseguir la travesía. No podía correr riesgos estúpidos cuando tantas cosas dependían de él. Maldición, ¿por qué se habría presentado la mujer justo cuando él tenía que irse? Pasarían varios días, seguramente una semana, antes de que pudiera regresar y, entonces, tendría que empezar otra vez de cero.

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Tenía que haber una manera de redactar el anuncio para que solo respondiera la mujer idónea. Ni demasiado joven ni demasiado vieja, como la pobre Sal. Ni demasiado bonita ni insulsa como un pan sin sal. Mujeres recias, poco dadas a llamativos vestidos rosa o a endebles manoletinas. Descendió al camarote y retiró el envoltorio de la cena que le había preparado su criado, un hombre gigantesco llamado Ratón. Queso, pan frío de maíz y pescado ahumado, junto con un puñado de manzanas pasas. Subió otra vez a cubierta y cenó sin saborear ni un solo bocado, mientras pensaba en la mujer. Dora Sutton. ¿Quién diablos sería? ¿Por qué una mujer de su belleza se molestaría en contestar al anuncio? Aunque Grey no estuviera al tanto de la última moda, reconocía la calidad cuando la veía. Aquel vestido rosa, a pesar de las manchas y las arrugas, era de calidad. Tampoco había aceptado su dinero, de manera que no estaba del todo carente de recursos. De lo contrario, su conciencia no le habría permitido marcharse hasta no ver con sus propios ojos que se encontraba bien. Tenía fama de hombre autoritario; su propio hermano, en broma, lo había llamado déspota en alguna ocasión, pero jamás permitiría que nadie sufriera si él podía impedirlo. Gracias a Dios, la mujer ya no era su problema. Era de las que hacían bullir la sangre de cualquier hombre, la suya incluida. Que estuviera casada no significaría nada. Lo único que tendría que hacer era bajar al embarcadero en un día de trabajo y todos los que la vieran se la comerían con los ojos. Acto seguido, empezarían las peleas entre los hombres, que le exigirían que les buscara una bonita esposa rubia con senos altos y cintura de avispa. ¿Acaso creían que podía atravesar el golfo, escoger a unas cuantas candidatas, asestarles un buen golpe en la cabeza y arrastrarlas hasta la isla? Los emparejamientos requerían paciencia y planificación. Hacía falta coraje, tacto y delicadeza, por no hablar de la capacidad para asimilar grandes cantidades de frustración. Se mirara como se mirara, convertir un grupo de barqueros y marinos vagabundos en un pueblo civilizado y sedentario era una ardua tarea. Gracias a Dios, tenía lo que hacía falta para llevar a cabo el trabajo. Con un millón de estrellas reflejadas en el agua negra que lo circundaba y Dora Sutton incrustada en su mente como una lapa, Grey se hizo la insólita concesión de revivir un capítulo de su pasado. Cuando se enamoró de ella, Evelyn era casi tan hermosa como la viuda Sutton. Alta, de pelo cobrizo y un porte imperioso que a Grey le resultaba gracioso… al menos, durante los primeros meses. Los años le habían dado unas proporciones más generosas y le habían oscurecido el pelo, pero seguían sin mermar su encanto. Últimamente, sin embargo, Grey había advertido algunas arrugas de insatisfacción en su rostro. Pensándolo bien, hasta su voz empezaba a sonar más quejumbrosa que melodiosa.

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Pero eso era problema de Jocephus, no de él. Gracias a Dios. Lo bueno de haberse enamorado locamente de la mujer equivocada, se dijo Grey, era que dejaba al hombre vacunado, y le enseñaba qué cualidades buscar en una esposa y de cuáles huir como de una plaga.

En la isla de Saint Brides, la señorita Adora Sutton, la antes admirada y, en aquellos momentos, deshonrada hija de uno de los ciudadanos más destacados del condado de Beaufort, desafiaba a su anfitrión a una partida de ajedrez después de una modesta cena de panecillos fríos y melaza, servidos con frutas pasas y tomates de lata. Semanas atrás, Dora habría contemplado con desprecio aquella tosca comida, pero como no había tomado más alimento que la galleta y el coñac que el capitán Dozier le había ofrecido para que se le asentara el estómago, rebañó el plato e incluso se lamió la melaza de las yemas de los dedos. Cuando desaparecieron los últimos rayos de sol tras el horizonte, encendió una lámpara y ahuecó un cojín para acomodar el tobillo de Emmet. Habían jugado una partida de damas, y con pérdida de visión o no, el hombre era un genio. —¿Otra partida? —la retó. —Está bien —accedió Dora—, pero solo si prometes no bajar el pie de esa banqueta. Dora intentó imaginar lo que sería estar solo en el mundo con un corazón enfermo y la ceguera a la vuelta de la esquina. El pobre estaba tan solo que no tenía más compañía que una perra, un puñado de gallinas y un viejo ganso. Repetía una y otra vez que el tobillo ya no le dolía, pero la hinchazón por sí misma debía de ser una molestia. Jugaron dos partidas más, y luego Dora insistió en ayudarlo a ir a su dormitorio. Después de acceder a quedarse como su acompañante, habían decidido que ella, de momento, dormiría en el salón, en un catre improvisado con unos edredones que habían pertenecido a Sal. Al día siguiente, con el permiso de Emmet, quizá ordenaría la habitación del fondo. Si el anciano ponía alguna objeción, siempre podría ver si el desván estaba habitable. Haría un calor infernal, pero disfrutaría de cierta intimidad. «Cuidaré de él lo mejor que pueda, Sal», pensó mientras se acurrucaba bajo el edredón y fijaba la vista en el techo. «Es un cielo, y te echa muchísimo de menos». La acogedora casa de madera no tenía ni punto de comparación con Sutton Hall, pero, por primera vez desde que su mundo se había derrumbado, Dora experimentó un poco de paz. Y de esperanza. Y, por extraño que pareciera, de seguridad.

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Tenía mucho que aprender, y Emmet había prometido empezar a enseñarla al día siguiente por la mañana. Dora le había confesado que, de momento, sus habilidades domésticas se reducían a preparar el té y a cocer huevos. Emmet había desplegado una sonrisa que dejaba entrever el granuja encantador que debía de haber sido en su juventud. Solo tenía cincuenta y ocho años, pero estaba bastante envejecido. —Entonces, tendremos que correr el riesgo hasta que pueda volver a caminar. —¿De verdad crees que podrás enseñarme a cocinar? —Se me da bien preparar platos sencillos. Sal dejó un libro de recetas. Antes las leía, pero, como ya te he dicho, mis ojos ya no son lo que eran. —Entonces, yo leeré y tú podrás interpretar lo que dice —repuso Dora, que rezaba para que Emmet no le preguntara por qué una mujer que ni siquiera sabía defenderse en una casa había ido a la isla a casarse con un hombre sencillo y trabajador. Su último pensamiento antes de cerrar los ojos, tumbarse de costado y deslizar la mano por debajo de la barbilla fue para un hombre alto, moreno y con un absurdo hoyuelo en el mentón. Un hombre que le había dicho que allí, ni la querían, ni la necesitaban, y que, de todas las razones posibles, había alegado que era demasiado bonita. «Usted y su condenada isla pueden irse a tomar viento, lord Saint Bride. Estoy aquí y pienso quedarme, y no hay nada más que hablar».

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Capítulo Tres Para Dora, los rincones más agradables de la casa de Emmet eran los dos porches. Desde el porche delantero, se divisaba el embarcadero y se podía contemplar el ajetreo en el muelle, cuando los barcos se alineaban a la espera de poder atracar y vaciar o subir su cargamento. El porche de atrás daba al gallinero, a tres enormes higueras y a una sepultura solitaria, un corral tambaleante de malla y el cobertizo. Tras ellos, no había más que arena, un poco de marisma, unos cuantos árboles achaparrados y más agua. Los dos porches estaban resguardados por el empinado tejado, y eran ideales para sentarse y colgar la ropa para que se secara al aire. Cuando se trataba de poner a secar sus prendas más íntimas, Dora escogía el desván. Alguien, quizá Sal, había tendido una cuerda de viga a viga. Según Emmet, pensaron convertir el desván en otro dormitorio en el que acoger a las mujeres de Saint Bride. Con una pequeña ventana en cada extremo, habría servido bien a tal propósito. Dora intentó imaginar en qué podría emplearse el reducido espacio. Como ya no tenía que satisfacer más expectativas que las propias, empezaba a descubrir no solo nuevas aficiones sino nuevos talentos. Por ejemplo, se le daba muy bien planificar. Se le daba mejor la planificación que la fase de materialización, pero eso llegaría con el tiempo. Lo importante era que tenía una buena cabeza y unas manos capaces. Sin saber por qué, pensó en el hombre que la había llevado a la isla solo para rechazarla. —Ahí va esa, Saint Bride. Su amiga Selma Blunt solía anunciar sus servicios de aquella manera cuando pretendía lanzar la pelota al otro extremo de la cancha. Pero claro, Selma había sido terriblemente competitiva. Siempre tenía que ser la mejor en todo, y en la mayoría de las ocasiones, lo lograba. Selma había deseado a Henry. Que Dora supiera, eso no lo había conseguido. Pero sí sabía que tanto Selma como su doncella, Polly, habían hecho lo posible para difundir los rumores. Bertola, la doncella de Dora, se lo había dicho. Bueno, Selma podía quedarse con Henry Carpenter Smythe entero para ella sola. Se merecían estar juntos. En el fondo, Dora prefería la condición de acompañante a la de esposa. Si alguna vez se casaba, tendría que contar su historia, porque se sentía incapaz de vivir una mentira. Pero claro, tampoco se sentía preparada para confesar lo ocurrido. Con un suspiro, Dora reflexionó en cómo los Sutton habían echado a perder sus vidas. Su pobre padre había sido incapaz de aceptar el fracaso. Ella, al menos, estaba

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intentando levantar cabeza y empezar de nuevo. Tanto si se trataba del destino como si no, parecía haber encontrado la solución ideal. En lugar de verse obligada a casarse para hallar la estabilidad, como se había resignado a hacer, había encontrado la ocupación perfecta en la casa de un hombre que se contentaba con lo que ella pudiera ofrecerle. Y lo mejor de todo era que había encontrado a un amigo.

El sol de la mañana, con su brillo cegador, entraba a raudales por la ventana. Dora ya había recogido su catre y lo había escondido detrás del sofá cuando Emmet salió de su dormitorio. —No deberías estar levantado —lo regañó Dora. Estaba utilizando una escoba puesta del revés como muleta. —Estaré bailando fandangos antes de que te des cuenta. —Conque fandangos. Eres un granuja, Emmet Meeks, ¿lo sabías? Sus ojos, a pesar de su bruma, brillaron con picardía. —Eso me han llamado un par de veces. Será mejor que empecemos a despejar la habitación del fondo. Cuando Sal murió, lo metí todo dentro y cerré la puerta. Hay una cama en alguna parte. La hice yo mismo. James Calvin la habría hecho mejor, pero creo que aguantará tu peso. —Emmet, ¿estás seguro? No quiero… herir tus sentimientos. —Úsala. No puedo permitir que duermas en el suelo. —No me importa —le aseguró Dora. Aunque, si iba a vivir allí, preferiría disfrutar de un poco más de intimidad, por no hablar de comodidad. Después de un pausado desayuno de salchichas chamuscadas, huevos pasados y muchas disculpas, Dora ayudó a Emmet a salir al porche delantero, desde donde podía contemplar el trajín del embarcadero, y le colocó una banqueta debajo del tobillo. La hinchazón había bajado, pero seguía sin poder ponerse la bota. Para lavar los platos, tuvo que sacar agua del barril de lluvia, calentarla en la cocina de leña, verterla sobre un trozo de jabón y restregar hasta que los platos quedaron limpios. Después, calentó más agua para aclararlos y los secó con un paño hecho de tela de saco. En todo ese proceso, se quemó los dedos, se le cayó una taza al suelo, aunque, por fortuna, no se rompió, y se manchó de agua el corpiño. —Bueno, ya está —anunció con orgullo, y se reunió en el porche con su anfitrión justo cuando el almacenero pelirrojo pasaba por delante de la casa. —Buenos días, Clarence —lo saludó Emmet.

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—Buenos días, Emmet. Señorita Sutton —era el mismo hombre que había visto el día anterior mientras descendía del barco. Era evidente que se había corrido el rumor, pues sabía quién era ella. Si se había sorprendido de verla allí, lo disimuló bien—. Parece que mañana va a llover —anunció. Salty, la perra de color canela de Emmet, que era una mezcla de retriever y de perro pastor, profirió un ladrido y se hizo un ovillo en su rincón soleado del porche. —Irá a buscar el libro de cuentas de Grey —dijo Emmet cuando el hombre siguió su camino—. El negocio prospera, así que no conviene dejarse ir —la mirada legañosa de Emmet siguió al joven larguirucho que se alejaba por la carretera hacia el castillo de Saint Bride, como Dora empezaba a llamarlo. —Gracias a Dios, hace calor —discretamente, se despegó la enagua húmeda del cuerpo, deseando haber llevado otra muda. Hasta el momento, había aprendido a lavar braguitas, medias y platos. Su formación progresaba a marchas forzadas, pero con cada logro, Dora era cada vez más consciente de sus carencias. La verdad, había que hacer algo con la educación de la mujer. ¿De qué servía saber cómo poner una mesa para una cena de veinticuatro comensales si ni siquiera se podía improvisar una comida para dos? Emmet adoptó una postura más cómoda. —Si Grey tenía pensado casarte con uno de sus mejores hombres, sería con Clarence, James Calvin o Almy. ¿Tienes alguna predilección? —Si lo que me preguntas es si prefiero a uno más que a otro, acabo de conocer a Clarence. Ni siquiera he visto a los otros. Dora, que ya había decidido que prefería quedarse como acompañante que contraer matrimonio, preguntó: —¿Qué habría pasado si me hubieran aceptado pero mi futuro marido y yo no hubiéramos congeniado? —puesto que ya no tenía en mente casarse, podía especular. —Habrías congeniado con cualquier hombre con ojos en la cara. Saint Bride debió de pensar que no sobrevivirías en este lugar. Te diré algo de ese muchacho: cuando comete un error, no es tan orgulloso como para no reconocerlo. Es firme, pero no despiadado. Muchacho. Grey Saint Bride debía de tener, como mínimo, treinta años, pero los marinos, al igual que los granjeros, solían envejecer antes que los hombres como Henry y el padre de Dora. Aunque nadie podría haberlo imaginado viendo sus suaves manos pálidas, Tranquil Sutton descendía de granjeros. Sutton Hall estuvo situado en el centro de más de dos mil acres de tierra fértil y rentable antes de que el padre de Dora vendiera la mayor parte para poder llevar a cabo lo que él llamaba sus «inversiones». Tal como estaban las cosas, más le habría valido arrendar la tierra y vivir de la renta.

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—Necesitarás unos zapatos como Dios manda. Es una lástima que los de Sal no te sirvan. Era una mujer robusta —guardó silencio, y Dora completó el pensamiento. «Aunque no tan robusta como parecía». —Dejé mi baúl en un guardamuebles, en la costa —no podía seguir viviendo con dos vestidos y una sola muda de ropa interior. —Le diré a Clarence que vaya a recogerlo cuando pase otra vez por aquí. —¿Cuánto crees que costará traerlo? —El capitán Dozier se encargará de hacérnoslo llegar. Nos trae provisiones dos o tres veces por semana. Agradecida aunque avergonzada de tener que aceptar la caridad, Dora se inclinó hacia delante para rascarle las orejas a la perra que dormía junto a su silla. Las cosas estaban yendo casi demasiado deprisa. Iba a recibir su baúl y estaba viviendo en casa de Emmet… Pero todavía había un gran obstáculo que salvar antes de que pudiera sentirse totalmente a salvo: Saint Bride. —Bueno, será mejor que busque algo útil que hacer —se puso en pie y se dio la vuelta para entrar en la casa. —Tranquila, muchacha. Lo harás bien.

Dora se sentía orgullosa de cada pequeño logro, y lo mejor era que Emmet se mostraba igual de complacido. Utilizando los ojos y las manos, además de las palabras de aliento de Emmet y el libro de recetas de Sal, preparó otra comida. Después de abrir la ventana para que se fuera el humo, comieron unos panecillos poco hechos, tocino requemado y lo que debería haber sido una salsa de manzanas pasas y que terminó siendo un engrudo insípido. Emmet alabó toda la comida y Dora se hinchó como un pavo. Con práctica, lo haría mejor. No era tonta, solo inexperta. Al día siguiente, hizo dos progresos más. Primero, dominó el arte de cocer alubias y, después, reunió valor para deslizar la mano debajo de las gallinas de Emmet y retirar los huevos. Por desgracia, el ganso escogió aquella mañana para salir de su corral, que estaba separado del gallinero solo por un tramo de red de pesca. El muy cretino la persiguió hasta el porche de atrás lanzando picotazos, y Dora acabó arrojándole seis de los siete huevos que había recogido. Emmet se rio hasta que Dora sintió deseos de arrojarle a él el último huevo, pero ella también acabó prorrumpiendo en carcajadas. Después, llegó la prueba definitiva: el pescado.

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—¿En filetes y frito? —preguntó con incertidumbre, pensando en la pesada sartén de hierro que había usado su cocinera y en cómo la grasa lo salpicaba todo. ¿Lograría freírlo sin prender fuego a la casa? —Si no te importa, prefiero tomarlo guisado —era evidente que Emmet había percibido su vacilación. —Entonces, haremos un guiso —dijo, disimulando su alivio—. Sal dice que hacen falta patatas, cebollas, maíz hervido y cerdo salado —había leído el libro de cabo a rabo, tratando de asimilar en cuestión de días las lecciones de toda una vida. —Y pescado —dijo Emmet con ironía, y los dos volvieron a reír. Eso era algo que hacían con frecuencia: reír. Dora no entendía por qué, ya que ninguno de los dos decía nada especialmente gracioso. Debía de ser porque se sentían a gusto juntos. Allí, en su pequeño y tranquilo mundo, no había amenazas reales, y las cosas más pequeñas procuraban placer. En más de una ocasión, Dora se decía que no debía mirar atrás, pues el pasado solo encerraba dolor. Así que se concentraba en el futuro. Pasados unos días, y al ver que no ocurría ningún desastre, se sintió lo bastante tranquila para bajar la guardia. Emmet la habría escuchado si le hubiera contado con todo detalle las últimas tendencias de la moda, o incluso los últimos cotilleos sobre quién cortejaba a quién. En algún punto entre Bath y Saint Brides, aquellos temas habían perdido su atractivo. Con la perspectiva del tiempo y la distancia, su vida entera parecía terriblemente superficial comparada con la de un hombre que tiempo atrás había guiado grandes barcos por un traicionero estrecho, un hombre que había encontrado el amor para al poco tiempo perderlo de forma súbita. Pero, a petición de Emmet, relató algunas historias de su niñez. Cosas insignificantes, como rondar por la cocina para poder meter el dedo en la crema pastelera antes de que desapareciera en el pastel, o entretenerse en los días de lluvia poniéndose vestidos que había encontrado en un baúl del desván… Nada sobre la ruina absoluta de su padre, que había perdido hasta la casa que había pertenecido a su familia durante más de cien años. Desde luego, nada sobre su suicidio, ni sobre la vergüenza de haber consentido que Henry la sedujera. Dora hablaba y Emmet escuchaba, y luego Emmet hablaba y ella escuchaba. Casi siempre, acababan riendo sobre alguna anécdota trivial de sus respectivos pasados. Jugaban al ajedrez; con la vista nublada o sin ella, Emmet era un terrible rival. Entonces, Emmet sugirió que se casara con él. Más que una proposición de matrimonio era una propuesta de negocios. Dora estaba sentada en una de las sillas del salón, frotándose el pie envuelto en la media, ya que la suela de sus manoletinas había acabado desgastándose.

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—¿Perdón? —Antes de darme una respuesta, escúchame. Emmet se había abrochado hasta el cuello su camisa azul y se había puesto sus mejores pantalones de tela vaquera. Tenía el tobillo mucho mejor, y ya podía moverse bastante bien por sí mismo. —Soy un anciano. Como te he dicho, se me está agotando el tiempo. Aunque todavía puedo apañármelas solo, me gustaría dejar las cosas arregladas entre nosotros. Grey tiene buena intención, pero quizá se le ocurra sacarte de la isla cuando vuelva… ya debe de estar a punto de llegar. Si no recuerdo mal, y tengo buena memoria —añadió con un brillo pícaro en la mirada—, esta casa es mía mientras viva y, después, pasará a manos de mi viuda y de cualquier descendiente que pueda tener. De lo contrario, volverá a ser propiedad de Saint Bride. Mientras pensaba con frenesí en todas las razones por las que aquel enlace era absurdo, Dora apenas prestaba atención a lo que Emmet estaba diciendo sobre la casa. Saint Bride regresaría en cualquier momento. La encontraría allí y… ¿qué? Emmet esperó pacientemente la contestación. Había presentado el caso y dejaba que ella tomara la decisión. ¿Podría quedarse como su acompañante si decía que no? Y si no podía, ¿adonde iría? ¿Podría siquiera permitirse el lujo de abandonar la isla? No tenía deseo alguno de casarse. Por otro lado, aquella propuesta los beneficiaba a los dos y no perjudicaría a nadie. Dora inspiró hondo. Después, conteniendo las dudas, aceptó.

La boda se celebró al día siguiente, antes de que Saint Bride pudiera regresar y plantear objeciones. Asistieron muy pocas personas. Clarence estaba allí, con una sonrisa tan brillante que iluminaba toda la iglesia. Y los dos carpinteros, James Calvin y Almy Dole. Para entonces, Dora ya había conocido a otros isleños. No podía evitar sentir alivio porque Saint Bride no la hubiera arrojado en los brazos de un desconocido. Clarence era agradable. Pelirrojo y pecoso, tenía una sonrisa cautivadora. A Dora le parecía un hombre inteligente, pero en las pocas ocasiones en que se habían visto, no se le había ocurrido nada que decirle. En cuanto a los carpinteros de ribera, James Calvin y Almy Dole, que, según Emmet, eran primos, los dos parecían igual de honrados. Eran morenos, de ojos castaños y bastante atractivos, pero muy tímidos. Si Emmet estaba en lo cierto y Saint

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Bride habría escogido a uno de ellos como su futuro marido, ¿de qué podrían haber hablado? Suspiró mientras esperaba a que el párroco dejara de carraspear y diera comienzo a la ceremonia. A Emmet no le convenía estar de pie mucho tiempo. Además, Saint Bride podía hacer acto de presencia en cualquier momento. Por sorprendente que pareciera, los tres bancos de la iglesia se llenaron de feligreses. Casi todos los hombres se habían acicalado para la ocasión. Con los sombreros en la mano y el pelo peinado hacia atrás, todos ellos se inclinaban con respeto cuando Emmet les presentaba a la novia. En lugar de flores, la iglesia empezaba a oler a pescado. Al percatarse de lo absurdo de la situación, Dora logró a duras penas contener la risa. Justo entonces, el sacerdote anunció con voz sonora: —Amigos… Estamos aquí… reunidos… Y tanto que hablaba despacio, justo como Emmet le había advertido. No era tanto la lentitud al expresarse como el énfasis que ponía en cada palabra lo que lo ralentizaba. A mitad de la ceremonia, Dora sentía deseos de gritar: «¡Acaba de una vez, antes de que me eche atrás!». Pero se aferró al brazo de Emmet y los dos se sostuvieron el uno al otro hasta que por fin los declararon marido y mujer. De regreso a casa, después de que los despidieran con tímidas sonrisas, felicitaciones balbucientes e incluso una reverencia por parte de un anciano caballero que vestía botas de goma y vaqueros, Dora caminó despacio, consciente de que Emmet estaba cansado. Tenía el tobillo casi curado, pero escasa fortaleza. Ya casi estaban en la cancilla, cuando Grey Saint Bride se acercó cabalgando por las dunas en un enorme caballo bayo. —Dios mío, ha vuelto —murmuró Dora. —Oí que llegaría hoy —repuso Emmet en tono sereno. De repente, el animal se puso de manos. Con su silueta recortada sobre el ocaso, Saint Bride parecía un centauro. Dora se quedó con la garganta seca, y el corazón le latía con tanto frenesí que apenas podía respirar. Protegiéndose de los últimos rayos del sol con la mano, Emmet dijo en tono alegre: —Buenas noches, Saint Bride. Creo que ya conoces a mi esposa. Siento que te hayas perdido la boda. Agarrándose al brazo de su marido, Dora oyó con sorpresa el tono presumido de Emmet. Débil o no, de repente, parecía mucho más joven. Saint Bride los miró alternativamente antes de clavar la mirada en Dora. —¿Esposa?

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Capítulo Cuatro —¿No vas a darme la enhorabuena, capitán? —preguntó Emmet, que sonreía de oreja a oreja—. Creo que tenías pensado casarla con James o con Clarence, pero yo la necesito más que esos dos. Despacio, sin desviar la mirada de Dora, Grey Saint Bride desmontó de su caballo. —Señora, ya le dije… —Me dijo que no serviría, que era demasiado débil. Pues sepa usted que no me conoce lo más mínimo. Me las arreglaré perfectamente —el dolor de todas las heridas que le habían infligido en las últimas semanas se concentró en una rabia amarga. Emmet le dio una palmadita en el brazo y se interpuso entre ellos. —Tengo suficientes ahorros para atenderla y alimentarla —le dijo a Saint Bride; el orgullo sereno le concedía estatura—. No será preciso importunarte. Aunque su intención era clara, el temblor de su voz le indicó a Dora que estaba yendo más lejos de lo que se lo permitía su condición física. Por temor a que llegara a desafiar a Saint Bride, Dora dio un paso al frente y volvió a agarrarlo del brazo. —Si nos disculpa, señor Saint Bride —dijo con firmeza—. Será mejor que prepare nuestra cena de luna de miel. Sin esperar a ver el efecto que producían sus palabras, tiró de Emmet hacia la cancilla mientras se preguntaba si no se habría vuelto loca al hostigar deliberadamente a Saint Bride. Entre las distintas cualidades que había desarrollado recientemente figuraba una alarmante temeridad. Sin embargo, no pudo resistir la tentación de volver la cabeza justo cuando cerraba la puerta principal. Grey seguía de pie en mitad de la carretera, irradiando amenaza por todos los poros de su alto y fornido cuerpo. Emmet se dirigió a su silla favorita y se dejó caer en ella. Acto seguido, empezó a abanicarse el rostro con el sombrero de paja. —Yo creo que hemos puesto al muchacho en su sitio —dijo con semblante satisfecho, a pesar del sofoco—. No temas, Doree, Grey no te causará ningún problema. Es un hombre justo. Pierde los estribos cuando las cosas no le salen como él quiere, pero has de recordar que posee casi toda la isla. Él, y su padre y su abuelo antes que él. Lo cual explicaba su arrogancia, se dijo Dora a regañadientes. Aun así, era demasiado alto, demasiado fuerte y demasiado viril.

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—No me gusta —dijo Dora con rotundidad—. Aunque posea hasta el último tronco y grano de arena de esta isla, no me posee a mí. Ni tampoco a ti, ni nuestro hogar. Emmet sonrió, pero parecía un gesto un poco forzado. «Está cansado», pensó Dora con pesar. El paseo a la iglesia, el rato que había estado en pie mientras el párroco celebraba la boda con gran parsimonia y los declaraba marido y mujer, bastarían para poner a prueba la fortaleza de un hombre mucho más joven. Y, para colmo, el enfrentamiento con Saint Bride de regreso a casa. —Espera que te acerque la banqueta. Y mientras preparo la cena, podrás tomar una copa de tu licor de moras. Llevó dos. Brindaron con solemnidad por su unión, sin imaginar al hombre taciturno que contemplaba su hogar desde lo alto de la colina. Dora se prometió en silencio hacer lo posible para que Emmet jamás se arrepintiera de haberse casado con ella y de haberle dado un hogar. Sería la mejor esposa que un hombre pudiera desear, siempre que no tuviera que… Bueno. Al menos, se encargaría de preparar una cena decente, ni poco hecha ni requemada. Empezaba a tomarle el tranquillo a la cocina, gracias al libro de recetas de Sal y a las pacientes explicaciones de Emmet. Emmet ya estaba dispuesto a acostarse cuando las primeras estrellas aparecieron en el cielo. Dora esperó a oír sus leves ronquidos para poner agua a calentar y darse un baño en la cocina. Se puso el camisón, apagó la lámpara y buscó su estrecho catre. Lo último que pensó antes de conciliar el sueño fue que, a pesar de lo que Saint Bride había dicho, a pesar de lo que pensaba de ella, allí estaba a salvo.

En su casa de la colina, Grey contemplaba la casita de Meeks con semblante malhumorado. Allí estaba ella, desternillándose de risa por haberse burlado de él. ¿Qué mujer se aprovecharía de un anciano con una salud tan precaria que Grey había estado pensando en enviar una vez al día a su criado a la casa para que realizara las tareas básicas? Maldición, debería habérselo dicho antes de viajar a Edenton. Si la mujer no se hubiera presentado en aquel preciso momento, si no lo hubiese distraído, nada de aquello habría ocurrido. Ratón podría haber bajado cada mañana a prepararle la comida a Emmet y a asegurarse de que no había muerto de un ataque al corazón en mitad de la noche. Podría haber subido la ropa sucia para lavarla junto a la de Grey. Una esposa. Dios Todopoderoso, pensó mientras contemplaba cómo se apagaba la última luz de la casa. Si había algo que Emmet no necesitaba era casarse. Se mataría tratando de satisfacer a esa arpía desaprensiva.

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Ella lo había hecho por puro despecho, pensó Grey con amargura. Porque le había dicho que no era digna de vivir en la isla. ¿Por qué si no iba una hermosa joven viuda a casarse con un hombre que la doblaba en edad? Un desconocido, además. ¿Por sus bienes? Diablos, no era más que una casa, y ni siquiera una residencia de lujo. Pero si pensaba que podría convencer a Emmet de venderla, se iba a llevar una sorpresa. —Condenada mujer —masculló. Una última mirada a la casa a oscuras lanzó a su imaginación por un derrotero absurdo e indeseado. ¡Al cuerno con la cena de luna de miel! Justo antes de que se apagaran las luces, había vislumbrado fugazmente su falda rosa. Desde su atalaya, solo podía ver la parte inferior de la habitación, pero las ventanas estaban abiertas y había oído risas. Las había oído y se había preguntado qué podía resultarles tan gracioso. Entonces, se dijo que cualquier hombre con un ápice de decencia se alegraría de que Meeks pudiera volver a reír después de tanto tiempo. —Condenada mujer —masculló. Se dio la vuelta, y tomó la correspondencia que había llegado en el barco del correo aquella mañana. Tenía mejores cosas que hacer que imaginar qué estaba pasando colina abajo. De una cosa estaba seguro: si Emmet amanecía muerto tras su noche de bodas, correría la sangre. Por desgracia, no podía embalar a la viuda y enviarla a su lugar de origen sin ofuscar a Meeks. Aun así, no dejaría de vigilarla. Al primer indicio de engaño, la dama se vería a bordo de una goleta y rumbo a la costa. El correo. Había entrado a su despacho para revisar el correo de la semana. Aquella condenada mujer ya estaba interfiriendo en sus asuntos. La primera carta era de Jocephus, y la había escrito antes de que Grey les hubiera hecho la última visita. Fue un pequeño consuelo comprobar que, de vez en cuando, incluso con el servicio de correo, las cosas no salían según lo planeado. Evan, tu sobrino y único heredero, sigue destacando en sus estudios. Es evidente que ha salido a mí en inteligencia. Ja, ja. Evelyn le envía galletas todas las semanas, aunque yo creo que las rifa para sacar dinero. Lo malcría demasiado, pero supongo que todas las madres son iguales. Grey no estaba en condición de saber cómo eran las madres, porque había perdido la suya cuando todavía era un muchacho. Pero sí sabía que Evelyn había mimado a su hijo único desde que este vino al mundo con el rostro enrojecido y chillando a pleno pulmón.

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Sonriendo, guardó la carta y la apartó para contestarla a la siguiente semana. Hacía tiempo que había superado su enamoramiento con la heroína de Edenton, una hermosa joven que se había horrorizado ante la idea de cambiar su vida de comodidades por la agreste isla de Saint Brides. Así que se había casado con su hermano, y Grey se había obligado a hacer de padrino. Regresó a la isla a la mañana siguiente, con el corazón roto y una terrible resaca. Pronto se sobrepuso a ambos males, y se entregó de lleno a sus planes de reconstrucción de la isla. Al principio, quiso mostrarle a Evelyn lo que se había perdido, pero, con el paso del tiempo, su motivación cambió. Su determinación, en cambio, no.

*** Durante las semanas posteriores a la boda, los recién casados siguieron viviendo como en los primeros días. Hablaban, reían y realizaban juntos las tareas, aunque Dora procuraba acometer sola las que podía y siempre tenía cuidado de que Emmet no se extralimitara. Emmet le hablaba de los lugares que había visitado, de la gente que había conocido, de los triunfos y desgracias en los que se había visto envuelto. Al principio, Dora escuchaba porque le debía eso y mucho más pero, después, lo hacía porque se estaba encariñando de aquel hombre frágil y amable con quien se había casado precipitadamente. También escuchaba porque, mientras que Emmet siguiera relatándole su vida, no podría preguntarle por la suya. Pero una noche poco después de la boda, Emmet se interrumpió en mitad de una de sus historias de huracanes. —Sea lo que sea lo que te preocupa, muchacha —dijo en voz baja—, se me da igual de bien escuchar que hablar. Y tal vez porque necesitaba descargarse, o porque no hacerle la confidencia habría sido una falta de confianza, Dora empezó a hablar con vacilación sobre su pasado. —Verás, conocí a un hombre… Cuando Emmet se limitó a asentir, ella buscó la mejor manera de explicarle cómo había sido su vida. Por extraño que pareciera, su pasado ya no parecía tan importante. Aunque su padre había perdido toda su fortuna y se había pegado un tiro en lugar de afrontar la ruina, Emmet había perdido a su esposa, a la que adoraba. —No creo que su nombre importe mucho —dijo con melancolía. Emmet vio desaparecer el brillo de sus ojos, la sonrisa de su rostro. La alentó a continuar con un gesto de cabeza.

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—Henry y yo ya estábamos prometidos cuando mi padre lo perdió todo y se mató —ya estaba, ya había superado el primer obstáculo. Como si quisiera darle tiempo, Emmet se levantó de la silla y se fue a la cocina para llevarle un vaso de agua. —Deduzco que tu hombre no se quedó a apoyarte. —¿A apoyarme? —las lágrimas amenazaban con desbordarse, pero logró proferir una carcajada. Henry había completado la tarea que su padre había comenzado, destruyendo cualquier oportunidad que Dora tuviera de ser feliz—. Qué va. Verás, Henry había perdido todo su dinero invirtiendo en los mismos valores que mi padre, solo que ninguno de ellos lo sabía en su momento. A los dos les habían dicho que, si mantenían el negocio en secreto, ganarían una fortuna como la que nunca habían soñado… algo relacionado con petróleo y diamantes sudamericanos, creo. Dora hablaba deprisa, como si estuviera patinando sobre una delgada capa de hielo y quisiera llegar al otro extremo sin hundirse en las gélidas aguas. —Al parecer —prosiguió—, Henry vislumbró los problemas primero y decidió asegurar su futuro casándose conmigo, la única heredera de mi padre. Lo que no supo hasta que ya fue demasiado tarde era que papá había hipotecado nuestra casa e invertido todo lo que había podido arañar en aquella arriesgada empresa. Entonces —tragó saliva antes de continuar—, cuando se dio cuenta de lo que había hecho, decidió buscarme un marido rico que cuidara de mí. La ironía era que ella se había buscado un marido mucho mejor que el que su padre le había escogido. —Henry estaba de viaje por el norte cuando el Wall Street Journal publicó la noticia. Cuando salió a la luz el fraude, papá se pegó un tiro. Dora inspiró hondo, como un corredor que se hubiera quedado sin resuello. En algún lugar cercano, un chotacabras llamaba con su trino melancólico a su pareja. El constante chapoteo del agua contra la orilla era una especie de música lejana. Mientras, a su lado, Emmet se mecía despacio y le daba tiempo para recobrarse. Una vez revivido aquel momento, aquella situación, Dora se sintió incapaz de proseguir, aunque también de cortar el hilo de los recuerdos. Sucedió la noche después del funeral de su padre. Todos los habitantes de Bath habían asistido, incluidos los criados, aunque, sin dinero para pagarles, algunos ya se habían marchado en busca de un nuevo empleo. Como necesitaba estar sola para extraer algún sentido de lo ocurrido, Dora paseó hasta el invernadero, con sus sofás tapizados de zaraza y las mesas y sillas de mimbre… el lugar donde Henry se había declarado apenas hacía un mes.

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Henry no había regresado a tiempo para el funeral, pero Dora no se sorprendió mucho al verlo aquella noche, recorriendo el sendero que serpenteaba entre los magnolios y los cipreses. No había dudado, por supuesto, que volvería con ella lo antes posible. Abrió la puerta, ansiando más que nada en el mundo el consuelo incuestionable de sus fuertes brazos, el bálsamo de su amor. Como si el suicidio de su padre no hubiera sido suficiente conmoción, la lectura del testamento la había dejado perpleja. No entendía cómo un hombre que había heredado una fortuna y la había centuplicado, podía haberlo perdido todo en menos de una semana. —Lo he perdido todo —le dijo Dora, y su voz cobró la forma de un gemido mientras corría a los brazos de su prometido—. Henry, he perdido a papá, lo he perdido todo. Dime que me despertaré y que todo habrá sido una pesadilla. Los buitres ni siquiera habían esperado a que acabara el entierro para abalanzarse sobre ella. Desconocidos convocados por los abogados de su padre habían estado haciendo inventario de la casa durante los dos últimos días mientras el abogado en persona se reunía con los acreedores en el despacho. Fue entonces cuando supo que su padre había vendido hasta las joyas de Dora, el brazalete de diamantes y zafiros y el broche de oro y esmeraldas que había insistido en guardar en la caja fuerte de su despacho. —Henry, dime qué puedo hacer —lloró en los brazos de su prometido. —Calla, todo se arreglará —murmuró Henry—. Todavía me tienes a mí, cariño. Déjame que te ayude a olvidar todo esto. Sintiendo que todo su mundo se había derrumbado, Dora estaba desesperada por recibir consuelo y seguridad. Habían estado a punto de hacer el amor en varias ocasiones, porque los besos de Henry le resultaban muy excitantes. Aquella tarde, cuando arrojó varios cojines al suelo, la tumbó y empezó a desabrocharle el corpiño, Dora ni siquiera intentó detenerlo. El abrazo terminó demasiado deprisa. Recordaba el dolor, recordaba haberse sentido fría y extrañamente decepcionada, como si hubiera querido aferrarse a un arco iris. Henry se hizo a un lado, con la ropa revuelta, y clavó la mirada en el techo. Desconsolada, Dora esperó a oírle decir que la boda se celebraría en la intimidad, en cuanto el decoro lo permitiera, porque necesitaba a Henry más que nunca. Solo que no lo dijo. Cuando ella le preguntó qué podía hacer, huérfana y sin hogar, Henry la miró como si fuera una desconocida. —¿Que qué puedes hacer? —se puso en pie y empezó a remeterse la camisa—. Mi consejo, querida Dora, es que te busques un empleo. Para algo debes de servir. Lo último que necesito ahora que voy a tener que empezar de cero es una esposa mimada y llorona.

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Recordaba haber pensado que se trataba de una broma de mal gusto. Pero, ¿cómo podía Henry bromear en aquel momento en que todo su mundo se había hundido? ¿Cuándo lo necesitaba más que nunca? ¿Cuándo habían hecho lo que habían hecho…? —Henry… —Maldita sea, Dora, estoy arruinado, ¿es que no lo entiendes? He perdido hasta el último centavo que pude suplicar, pedir prestado o robar. ¿Por qué crees que te pedí que te casaras conmigo? ¿Por lo irresistible que eres? Vamos, chica, ni siquiera tú puedes ser tan estúpida. En cuanto supe que todo podía irse a pique, empecé a buscar una salida. Y allí estabas tú, la niña mimada de papá —a la rápida luz menguante del atardecer, los rasgos de Henry parecían los de un extraño—. Así que pensé, ¿por qué no? El viejo no puede vivir eternamente, y en cuanto muera, viviré con desahogo hasta el final de mis días. Estaban los dos de pie, separados, tensos. Dora, con el vestido cerrado solo con unos pocos botones, buscó a tientas una silla. —Eso… Eso no es cierto. Has estado bebiendo. Además, si pensabas que algo iba mal, ¿por qué no se lo dijiste a mi padre? ¿Por qué no lo avisaste antes de que… de que…? —¿Antes de que se saltara la tapa de los sesos y salpicara tu bonito papel de pared francés? Porque no sabía que el hijo de perra lo había arriesgado todo en el mismo timo que yo, por eso. Se suponía que era una oferta limitada y secreta — estaba hablando a voz en grito, y palpándose los bolsillos como si quisiera asegurarse de que no había perdido nada—. Cinco inversores, uno en cada estado, me dijeron. Todos los nombres se mantenían en secreto. En cuanto repartieran los beneficios, seríamos inmensamente ricos. Dios, no puedo creer que haya podido ser tan estúpido. Han buscado a todos los idiotas capaces de arañar unos cuantos miles de dólares y les han vendido los mismos bonos. Dora lo miraba, aturdida, mientras intentaba descifrar lo que oía después de haber pasado los tres peores días de su vida. —Pero… Pero entonces, ¿por qué…? —¿Por qué he dejado que me sedujeras? —sus carcajadas le pusieron la piel de gallina—. ¿Y por qué no? Vosotros, los terratenientes, me debíais algo por todo el tiempo que he perdido en esta ciudad de mala muerte —echó a andar hacia la puerta, se detuvo y se volvió hacia ella—. Ah, sí. Se me olvidaba —levantó la mano débil de Dora, le besó los dedos y extrajo el anillo de diamantes al que ella apenas había tenido tiempo de acostumbrarse. Dora todavía estaba en el invernadero, aturdida por la vergüenza y la incredulidad, cuando su doncella, una de las pocas criadas que se habían quedado, la encontró. Bertola la miró a los ojos, vio el desorden de su atuendo y dijo:

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—Se lo ha hecho, ¿verdad? La doncella no era más que una niña, pero Dora se volvió hacia ella y prorrumpió en sollozos. —No… no me quiere —lloró—. Dijo que… Dijo que estábamos en deuda con él… —Tranquila, niña, volvamos a la casa —y Dora dejó que la guiara a la mansión que pronto dejaría de ser suya—. Llenaré la bañera de agua caliente. Quizá quiera ponerse una pomada donde… ya sabe. No le escocerá mucho. Ya sé que ahora no se lo parece, pero pronto se sentirá mejor, señorita Dora. Le traeré un poco de whisky caliente con azúcar, y eso la ayudará a dormir. Tanta sabiduría y comprensión en una doncella de dieciséis años. Dora no había estado en condiciones de reflexionar en ello en su día, y cuando por fin lo hacía, ya era demasiado tarde para agradecérselo. Se quedó dormida… después de muchas horas dando vueltas en la cama. Durmió y se despertó a tiempo de despedirse de los últimos criados. Con la cabeza dolorida y el corazón roto, esperó la visita de sus tres mejores amigas, que habían prometido ir a verla después del funeral. El abogado le había dicho que podría quedarse en la casa hasta que se vendiera y el nuevo propietario tomara posesión de la misma, pero prefería no quedarse sola y no tenía dinero para pagar a nadie. Bertola se ofreció a hacerle compañía, pero Dora sabía que tendría que encontrar otro trabajo lo antes posible. Empezaba a darse cuenta de que sin hogar y sin recursos, las personas podían morirse de hambre. Sin duda, alguna de sus amigas la invitaría a alojarse en su casa hasta que pudiera pensar con más claridad en el futuro. Así que siguió esperando en su mansión de la infancia, con sus antiguos muebles encerados, las altas ventanas con los dinteles en forma de arco y las cortinas negras. Cuando nadie fue a visitarla al día siguiente, lo achacó a la lluvia. Fue Bertola, mientras las dos llenaban el baúl de Dora con su ropa, quien por fin le contó la verdad. Sin contentarse por haberle arrebatado la virginidad, aunque ella había ido complaciente a sus brazos, para gran vergüenza de Dora, Henry había destruido deliberadamente su reputación. El muy canalla había corrido la voz de que, al volver a la ciudad para darle el pésame, Dora lo había seducido para asegurarse de que se casaría con ella lo antes posible. Fue entonces cuando descubrió, para gran asombro suyo, que lejos de ser virgen, su prometida era una mujerzuela osada y experimentada. A Henry se le había roto el corazón, por supuesto, pero, ¿cómo iba a aceptar bienes usados? ¿Cómo iba a dar su honorable apellido a una mujer a la que la mitad de los hombres de la ciudad debían de haber conocido de forma íntima?

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Bertola le aseguró que había hecho lo posible para desmentirlo, porque ¿acaso no conocía a la señorita Dora desde que había entrado a trabajar en Sutton Hall como fregona? Pero ¿quién aceptaría la palabra de una criada antes que la de un elegante caballero del Norte? —¡Esa Polly! —exclamó Berta con indignación. Polly era la doncella de la mejor amiga de Dora, Selma Blunt—. Es la peor. No le basta con apropiarse de cosas ajenas y alardear de ellas, también miente sobre algo que sabe que no es cierto… ¡El demonio se la llevará al mismísimo infierno! La querida y leal Bertie. Dora le dio un abrigo, tres vestidos y un cuello de encaje, pero la joven se negó a aceptar ni una sola moneda. De todas las personas que había dejado atrás, a Bertie era a quien más echaba de menos. Las riquezas podían perderse; la verdadera amistad no tenía precio. En aquellos momentos, meses después y a muchos kilómetros de distancia, Dora permanecía sentada en amigable silencio con el hombre con quien se había casado a la desesperada. Cerró la puerta del pasado. Para su sorpresa, el dolor se había ido suavizando con el tiempo. Algún día, hasta se borrarían las cicatrices. —Gracias, Emmet, por escuchar. Me siento mejor ahora que te lo he contado — le había hablado de su padre, del prometido que había roto su promesa porque no era, después de todo, una heredera. Pero había retenido su secreto más bochornoso. Que era un «bien usado», como Henry la había llamado. Ya no importaba, porque Emmet no esperaba eso de ella. Una de las ventajas de haberse mudado al fin del mundo, aunque solo estuviera a unos ochenta kilómetros de distancia de Bath, era que nadie en la isla conocía su pasado. No tenía amigas que la despreciaran, que hicieran corrillos en las esquinas para murmurar sobre ella, o que se cambiaran de acera cuando la veían acercarse. Tampoco había expectativas que cumplir, ni reputación que conservar como si fuera una corona de joyas. Estaba empezando un nuevo capítulo de su vida. El futuro era lo que hiciera de él. —No te olvides de tomarte la píldora antes de acostarte —le recordó a su marido, que se había puesto en pie y empuñaba el bastón que todavía usaba, aunque ya tenía el tobillo curado. Pastillas de noche, tónico por la mañana. Recordárselo la hacía sentirse mejor, como si estuviera haciendo algo para agradecerle su paciencia por haberla escuchado sin hacer comentarios, preguntas o críticas. Y por darle un hogar cuando no tenía adonde ir. Al día siguiente, guardaría las últimas pertenencias de Sal en el ático. Por fin había rescatado la cama. Era pequeña, pero muy cómoda… siempre que no se diera la vuelta en sueños y se cayera al suelo.

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Capítulo Cinco Al día siguiente, sentado ante su escritorio, Grey intentó concentrarse en una nueva redacción de su anuncio. Con las distracciones de los últimos días, cada vez le resultaba más difícil absorberse en el trabajo. «Mujeres jóvenes acostumbradas a las tareas de una granja». ¿Para hacer qué? ¿Ordeñar vacas? En Saint Brides no había más que un viejo toro, cuyo trabajo era aparearse con la docena de vacas descendientes de las que, hacía varias generaciones, debía de haber llevado a la isla un ingenuo ganadero o, tal vez, habían escapado de un barco cargado de ganado y habían nadado a la orilla. No habían tenido terneros en los últimos cuatro años, de modo que no disponían de vacas jóvenes ni de leche. Bastante esfuerzo hacían ya los ganaderos proporcionándoles el heno. No tenían pastos en los que pacer, solo juncos silvestres. Ni siquiera Grey Saint Bride podía ordenar a la hierba que creciera en una tierra azotada por el viento y las mareas. Podía elegir entre ordenar que mataran a las vacas, y repartieran su carne entre los hombres, y encargar que enviaran un toro joven. Hizo una nota en el pedido que estaba preparando para el capitán Dozier y se enfrascó de nuevo en su anuncio. «Se precisan esposas. Deben ser jóvenes, fuertes y sanas». No por primera vez, se preguntó por qué una mujer joven en su sano juicio accedería a vivir en un lugar exento de las diversiones básicas y casarse con un hombre que trabajaba de sol a sol y se bañaba en contadas ocasiones. Peor aún: se preguntó cómo se había creído capaz de transformar aquella isla en una comunidad estable y civilizada, con niños que crecerían y aprenderían el oficio de marinos, o les enseñarían la cartilla hasta que tuvieran edad para ir al colegio. Cuando se hicieran mayores, algunos abandonarían la isla, pero otros permanecerían junto a sus familias. Por supuesto, si seguía adelante con su plan de ceder un acre de tierra a cada hombre casado y proporcionarle madera para construir una casa, la isla de Saint Brides ya no pertenecería solamente a un Saint Bride. Que así fuera. Para entonces, le correspondería a su sobrino Evan asumir la responsabilidad de la isla y de sus habitantes. Grey ya habría cumplido su cometido. Se distrajo, como solía ocurrirle a menudo aquellos días, contemplando la casita vallada, claramente visible por la ventana de la habitación en la que trabajaba. —Maldita mujer —masculló. Moviéndose con incomodidad, recordó su aspecto el primer día, radiante con su vestido rosa, con los cielos grises como telón de fondo y el haz de sol iluminando

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sus cabellos dorados. Con sus deslumbrantes ojos verdes y su obstinado pequeño mentón. Arrancó la mirada de la casa y volvió a concentrarse en la tarea que tenía entre manos. Terminó de enumerar los requisitos, describiéndolos con el mayor tacto y claridad posibles, y dejó a un lado la carta para incluirla en el siguiente envío del barco del correo. Estaba abriendo su libro de cuentas, cuando vio aparecer a Dora en el porche delantero. Caminó hasta la cancilla y la cerró al salir. La perra de Emmet se pegó al suelo para deslizarse por debajo de la valla y la acompañó trotando de camino al embarcadero. Dora llevaba un cubo en la mano, así que debía de ir por pescado. Y eso significaría que todos los hombres dejarían lo que estaban haciendo para admirarla. Aquella mujer era una distracción, pura y simple. La primera vez que provocara un accidente paseándose por el muelle mientras sus hombres descargaban algún material pesado, la echaría de la isla. —Una maldita distracción, eso es lo que es —masculló Grey. ¡Ya ni siquiera podía concentrarse en su trabajo!

Dora estaba preocupada. Incluso desde su habitación, a través de dos puertas cerradas, oía la tos de su marido. Aquella misma mañana se había quejado de que le dolían los músculos. En realidad, era más una disculpa que una queja, porque Emmet no era un hombre protestón. Su primer impulso fue ir en busca de un médico, pero el único que conocía estaba en Bath, y ni siquiera sabía si se dignaría a ir a la isla, aunque tuviera tiempo. Si tanto se preocupaba Saint Bride del bienestar de sus gentes, ¿por qué no había un médico viviendo allí? Tendría que ir a hablar con él e insistir en que hiciera llamar a alguien de inmediato. ¿Por qué no había buscado un médico en lugar de un párroco? El reverendo Filmore era un hombre de valía, pero de poca utilidad. —Ni se te ocurra levantarte; has estado tosiendo toda la noche —le advirtió a Emmet mientras le llevaba a la cama un café muy azucarado. ¿Acaso su madre no le había dado una cucharada de azúcar mezclada con algo que sabía a aguarrás una vez que tuvo catarro? No recordaba si fue el azúcar o el oloroso líquido rojo lo que le suavizó la garganta… o el mero hecho de recibir cuidados. Incluso de niña, raras veces había caído enferma. —No te muevas de donde estás y tápate bien —le advirtió—. Cuando vuelva, recogeré los huevos y los pondré a cocer para el desayuno. Después, veremos si estás en condiciones de levantarte.

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Hasta que no estaba en la carretera, de camino a lo alto de la colina, no advirtió que había entrado en el dormitorio de Emmet sin vacilación. Días atrás, no se habría atrevido a hacer nada parecido. Pero Emmet era diferente. Era su amigo. También era su marido, pero primero pensaba en él como en un amigo. Con la ayuda de la Divina Providencia y los cuidados de una esposa joven y sana, todavía les quedaban muchos años por delante. Los pasarían jugando al ajedrez, comentando anécdotas del pasado o lanzando amenazas al viejo ganso si se escapaba de su corral. El castillo era aún más formidable visto de cerca, pero no más que la criatura que abrió la puerta. Con su reluciente calva y el parche del ojo, a Dora le recordaba a una de las ilustraciones de un cuento de piratas que había tenido de niña. —¿Está el señor Saint Bride en casa? —Sí. —¿Entonces? —dijo cuando el hombre no dio señales de moverse—. ¿Puedo hablar con él? —No. «Inspira hondo. Ten paciencia. Es evidente que tiene la cabeza llena de serrín». —Entonces, quizá quiera decirle que mi marido, el señor Meeks, está enfermo y necesita un médico —dijo moviendo el pie con impaciencia. Antes de que el mayordomo tuerto, si acaso era esa su ocupación, pudiera contestar, Saint Bride se acercó en silencio por detrás y le puso la mano en el sólido hombro. —No pasa nada, Ratón. Esta señora es nuestra nueva vecina. Después de mirarla por última vez con cierto recelo, el gigante llamado Ratón desapareció en el interior en penumbra, y Dora se quedó a solas con Saint Bride. —Disculpe a mi amigo, señora Meeks. A veces es en exceso protector. —Sí, bueno… —Dora hizo acopio de valor—. Emmet no se encuentra bien. —¿Peor de lo normal? —No sé qué quiere decir. —Vamos, señora Meeks. Sabía perfectamente cuando lo convenció para que se casara con usted que Emmet tenía una propiedad y un corazón débil. ¿Por qué si no una mujer como usted querría casarse con un hombre de su edad? Su impulso más inmediato, tan ajeno a su carácter que ella misma se sorprendió, fue arrancarle los ojos. Eso no era cierto, ¡no lo era! Aunque no hubiese tenido ningún sitio adonde ir, no se habría casado con Emmet por interés. Al menos, no solo por eso. Si no, sería igual de miserable que Henry Smythe.

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—Piense lo que quiera, pero mi marido necesita ayuda. —De eso estoy seguro —repuso Grey con voz sedosa. Dora se mordió la lengua. Tenía que pensar en Emmet, no en sí misma. —Ha estado tomando las pastillas y el tónico. No creo que la tos esté relacionada con… con su corazón, pero anoche se quejó de que le dolían los músculos y no quiero correr ningún riesgo. Saint Bride parecía estar sopesando la situación. Finalmente, asintió. —Bajaré con usted y entraré para ver cómo se encuentra. —¿Es usted médico, amén de todo lo demás? —¿Todo lo demás? —parecía hacerle gracia el comentario y Dora, que nunca, al menos hasta hacía poco tiempo, había sentido inclinación por la violencia, quiso aporrearlo hasta que reconociera la verdad: que ella no era como él creía… sino peor. —Ya sabe lo que quiero decir —le espetó. —¿Ah, sí? ¿Por qué no me lo dice, señora Meeks? —para entonces, ya estaban bajando por el camino de tablones de madera que unía el porche del castillo con la carretera. Con el rostro sonrojado, Dora hizo lo posible para adelantarse, pero al condenado zanquilargo no le costaba trabajo seguirla—. ¿Señora Meeks? Dora. ¿Qué es «todo lo demás» de lo que se me acusa? Cuando por fin se le ocurrió la respuesta adecuada, ya estaban en la cancilla. Cuando Grey alargó el brazo para abrirla, Dora se dio la vuelta y dijo: —Sabe muy bien a qué me refiero. A la forma en que da órdenes a su gente como si fueran sus subditos. Aunque su negocio sea concertar matrimonios, no tiene razones para erigirse en una especie de dios menor —pero, a pesar de las críticas de Dora, Grey se limitaba a sonreír—. Pues déjeme que le diga que ni yo ni mi marido somos propiedad suya, así que le agradecería mucho que se metiera en sus propios asuntos. «¿Estás arrastrándolo a tu casa, casi suplicándole que haga algo por Emmet y, al mismo tiempo, le dices que te deje en paz? Debe de pensar que has perdido el juicio». —Sí, señora —parecía demasiado sumiso. Además, estaba sonriendo. Como no se le ocurría nada más que decir, Dora lo adelantó y entró en la casa. —¿Emmet? Ya estoy aquí. He traído a Su Majestad para que te vea. Cuando Grey prorrumpió en carcajadas, Dora tomó la cesta de los huevos y salió por el porche de atrás. Si pasaba un momento más en compañía de aquel hombre insufrible, acabaría cometiendo un daño irreparable. Varios minutos después, tras recoger tres huevos y un picotazo, entró de nuevo en la casa. Grey se volvió hacia ella en el umbral del dormitorio de Emmet.

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—Creo que lo único que lo aqueja es un catarro —dijo—. Tiene buen color y el pulso estable. Dora quería hacer algún comentario mordaz, pero como Grey estaba haciendo lo que ella le había pedido, no podía protestar. —Estaba casi segura de que no era más que eso, pero no quería correr riesgos. Gracias por venir —añadió a regañadientes. Intentó franquear el umbral del dormitorio, ansiosa de ver al paciente por sí misma, pero Grey seguía bloqueándole el paso. Tampoco le agradaba la mirada de superioridad que tenía. —Le diré a Ratón que baje una botella de coñac. Que tome un poco dos veces al día. Mientras tanto, podría prepararle un nutritivo caldo de pescado. Me pasaré esta noche para ver qué tal está. Pero Grey no se movió; seguía plantado en el umbral como un condenado árbol. Al menos, Dora pudo vislumbrar a Emmet y vio que se encontraba bien. De hecho, estaba sonriendo. Sin duda le hacía gracia que ella no compartiera la elevada opinión que él tenía de Saint Bride. Irritada con los dos hombres por ninguna razón en especial, soltó la cesta sobre la mesa, a riesgo de romper los huevos, y exclamó: —¡Casi preferiría hacer un caldo con ese condenado ganso! Emmet rio entonces, pero sus carcajadas terminaron en un ataque de tos. —Hasta luego, entonces —se despidió Grey—. Pórtate bien, Em —y salió por la puerta. Dora contempló cómo se alejaba, todavía furiosa. La irritaba hasta su manera de andar, como si fuera suya la tierra que pisaba. Y así era, se dijo. —Caldo de pescado —masculló, mientras intentaba recordar si en el libro de recetas de Sal había algo tan poco apetecible. Al menos, el pescado venía ya salado y sin escamas. Lo había averiguado el primer día que había bajado, con el cubo colgado del brazo, al embarcadero. —John Luther acaba de llegar —le dijo Clarence la primera vez que fue en busca de pescado—. Hoy ha traído unas buenas platijas —le señaló un pequeño pantalán un poco más adelante, donde varios hombres estaban alquitranando redes. —¿Y voy y se lo pido, sin más? —no sabía cuánto costaba el pescado. Emmet no le había dado dinero; Dora no había querido pedírselo y solo le quedaban unas pocas monedas.

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—Sí, señora, dele la cesta y él le dará suficiente pescado para comer. Si quiere algo más para salar, quizá le cobre un penique o dos, pero para comer, no le cobrará. Aquí en Saint Brides cuidamos de los nuestros, señora —le dijo el almacenero. Cuidaban de los suyos. Dora recordaba la grata sensación que le habían producido aquellas palabras. A pesar de lo que Saint Bride le había dicho, era una isleña más. —¿Emmet? ¿Estás despierto? Voy a bajar por pescado. Prepararé un buen caldo para la cena. No hubo respuesta. Estaba dormido. Tanto mejor; el descanso era la única cura para el catarro. Veinte minutos después, se acercó a John Luther, un hombre de piel curtida y los ojos más azules que había visto nunca. Con las manos negras de alquitrán, insistió en prepararle el pescado. —Emmet y yo tenemos un acuerdo —dijo con solemnidad, mientras empuñaba el afilado cuchillo—. Él cultiva cebollas y puerros, y yo le llevo una ración de pescado de vez en cuando. Después de darle las gracias profusamente y preguntarle por sus dos hijos, Dora y la perra volvieron a casa con el cubo lleno de pequeñas platijas limpias. Saludó a Emmet en cuanto entró en la casa. —Ya he vuelto —le dijo—. Voy a ponerme a preparar el pescado y, luego, te llevaré una taza de té. Oyó que reía entre dientes, y aunque terminó en otro ataque de tos, el sonido de su risa la consoló. Sabía que le hacían gracia sus torpes experimentos en la cocina. No había día que no aprendiera nada nuevo: como arrojar un puñado de maíz al otro lado del corral para que el ganso no arremetiera contra la red cuando ella salía a recoger los huevos; o qué gallinas no daban picotazos cuando les metía la mano debajo y a cuáles debía espantar antes de arrebatarles los huevos. Estaba lavando el pescado cuando vio a Saint Bride pasando delante de la casa en dirección al embarcadero. Se quedó mirándolo y no pudo evitar compararlo con los demás hombres que había conocido. Saint Bride no solo era más alto, sino más ancho de hombros, aunque no así de cintura. Parecía capaz de sostener un barril en cada hombro. Tenía piernas largas y musculosas y manos grandes, de palmas cuadradas y dedos sorprendentemente largos. Los pies, enfundados en botas de cuero manchadas de arena, eran acordes al resto de su fisonomía. En comparación, Henry no era más que un niño bonito, con rasgos pequeños y regulares. Demasiado pequeños y demasiado regulares, se le ocurrió pensar en aquellos momentos. Y, sin embargo, cuando lo conoció, le pareció el hombre más apuesto y maravilloso del mundo. Ser la envidia de sus amigas solo había servido para intensificar el romanticismo de su relación.

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Pero no tenía sentido mirar atrás, se dijo Dora. Tenía una relación maravillosa con Emmet, y cada día que pasaba la valoraba mucho más. Era como si hubiera vuelto a nacer en un mundo completamente distinto al de su niñez. Pero lo mejor de todo era que cada día era más consciente de su propia valía.

El catarro de Emmet mejoraba paulatinamente. Al tercer día, ya había dejado de toser, no tenía la garganta irritada y estaba listo para levantarse de la cama. Dora, echando mano del recetario de Sal, se dispuso a preparar un festín. Había una cisterna en la parte de atrás de la casa que recogía el agua de lluvia que desaguaba por el tejado. Sobre la cisterna estaba la fresquera de Emmet, un compartimento enrejado en el que colgaba el tocino y el jamón. Tomó el jamón más pequeño, lo llevó a la casa, lo dejó caer sobre la mesa y lo miró fijamente, perpleja. Emmet entró arrastrando los pies. Los tres días en cama parecían haberlo envejecido en lugar de fortalecerlo. —Hacía tiempo que no tomaba jamón. ¿No habrá alguna batata con que acompañarlo? Dora lo negó despacio con la cabeza. —Yo creía que el jamón era rosa. Y que llevaba piña y clavo y una preciosa cobertura de azúcar morena. No era tan tonta como para pensar que aparecía así, pero no sabía cómo realizar la transformación. A su espalda, Emmet empezó a reír. Entonces, ella también rio. Seguían carcajeándose como dos colegiales, cuando Saint Bride llamó a la puerta con los nudillos y entró. —¿Interrumpo algo? —preguntó con mirada recelosa—. ¿Cómo es que estás levantado? Entonces, Emmet le explicó lo del jamón y le repitió los comentarios de Dora, que Saint Bride, por supuesto, tomó en serio. —Se lo llevaré a Ratón. Lo cocinará y os lo traerá cuando esté hecho. —Nada de eso —declaró Dora, que enseguida se puso a la defensiva—. Sé muy bien cómo asar un jamón —al menos, lo haría en cuanto encontrara la receta de Sal que, según Emmet, había aprendido de su madre. Grey siguió observándola mientras ella se disponía a preparar café. Emmet lo prefería hervido, como Sal solía hacerlo, con un chorrito de agua fría y un poco de cascara de huevo para asentar los posos. Dora lo complacía en eso, como en casi todo.

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—Me gana al ajedrez —estaba presumiendo Emmet—. No me deja ganar ni una sola partida. Sal solía dejarme ganar de vez en cuando, solo para complacerme. —No he disfrutado de una buena partida de ajedrez desde la última vez que Jocephus vino a visitarme. Si no te importa, vendré después de cenar y te retaré a una partida o dos —dijo Grey, y arrastró una silla a la mesa de la cocina. Dora apretó los labios. Aquel hombre estaba tramando algo. ¿Por qué quería ir a husmear a su casa cuando ni siquiera había felicitado a Emmet por su boda? Sacó una bandeja de panecillos del horno y se alegró al ver que estaban dorados y esponjosos, y no aplastados y quemados por debajo, como algunos de sus anteriores intentos. Mientras los dos hombres se sentaban en torno a la mesa y hablaban de sus planes de abrir un canal hasta una de las charcas de las marismas para que los pescadores pudieran dejar sus barcos en un lugar más resguardado, Dora sacó con orgullo los panecillos y los colocó en una cesta cubierta con una servilleta. Después, sintiendo una satisfacción que rayaba en presunción, Dora dispuso dos tazas de café y una jarra de melaza en la mesa. La mirada de Saint Bride revelaba que aquello no la redimiría. Por mucho tiempo que se quedara en la isla y por mucho que trabajara, nunca podría complacerlo. Tanto mejor, pensó Dora, porque no tenía deseos de hacerlo. —Tiene buen aspecto, Doree —dijo Emmet. Nunca dejaba de darle las gracias por sus esfuerzos, aunque algunos ni siquiera fueran comibles. Grey no dijo nada. Partió una de sus esponjosas creaciones, vertió en ella un chorrito de melaza y se la llevó a la boca, levantando la servilleta para no mancharse. Dora observó todos sus movimientos conteniendo el aliento. «¿Capaz? Y tanto que soy capaz, Su Majestad. Y cada día aprendo más». Emmet le guiñó un ojo. El bueno de él sabía lo que Dora pensaba de Saint Bride. En lugar de servirse melaza en el panecillo, lo mojó en el café y se inclinó hacia delante para no mancharse la camisa limpia. Dora volvió a mirar a Saint Bride. Era demasiado grande para la silla, demasiado alto para aquel techo y demasiado apuesto, incluso con los rasgos tan marcados y angulosos, para la paz mental de cualquier mujer. No era de extrañar que no pudiera soportarlo. Esperó a oír su cumplido. Emmet aseguraba que era un hombre justo. Eso todavía estaba por ver. Grey apenas se inmutó, pero Dora vislumbró su cambio de expresión y adivinó la verdad. Se le cayó el alma a los pies. Tomó un panecillo de la cesta y le hincó el diente sin molestarse en partirlo primero. No sabía a nada. A nada. Se había olvidado de la sal.

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—Será mejor que me ponga ya en camino, Em, señora Meeks. Le diré a Ratón que venga a buscar el jamón. —Por favor, no se moleste —replicó Dora con altivez—. No voy a cocinarlo todavía por… por la sal. Estoy segura de que estará al corriente de la última teoría médica: que demasiada sal es mala para el corazón. Emmet y yo hemos dejado de usarla, ¿verdad, Emmet, querido? Grey enarcó una de sus cejas negras. —Entonces, me despido hasta dentro de un rato. Emmet, saca ese tablero. Presiento que hoy voy a tener una buena racha.

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Capítulo Seis Dora estaba convencida de que lo hacía adrede. Aquel hombre insufrible empezó a presentarse en su casa todas las noches después de la cena para jugar al ajedrez. Raras veces se quedaba a más de una partida, pero a Dora le parecía que cada jugada duraba una eternidad. Primero, Grey se recostaba en la silla y se frotaba el mentón, atrayendo la atención de Dora al hoyuelo de la barbilla. A continuación, estiraba una pierna, después la otra, y se inclinaba hacia delante, con la barbilla en la mano y el codo en el muslo, para seguir estudiando el tablero. Emmet esperaba sentado con una extraña y casi secreta sonrisa en el semblante, como si estuviera planeando su siguiente jugada. Al verlos, Dora deseaba saber más sobre los hombres. Deseaba que alguien escribiera un libro de instrucciones. Había creído conocer a su padre, y había hecho lo impensable. Y también, cómo no, estaba Henry… En aquellos momentos, empezaba a tener dudas sobre Emmet. De no conocerlo bien, habría creído que estaba tramando algo. «No es más que un juego, tonta. Los hombres son como niños cuando juegan. Son competitivos, no pueden evitarlo». —Lo siento, camarada —anunció Grey, y sonrió con satisfacción mientras anulaba la última jugada de Emmet y le comía el rey, con lo que ganaba la partida. Se puso en pie y flexionó los hombros, y Dora no pudo evitar fijarse en su magnífica figura. Estaba sentada en un rincón, remendando en silencio. Y aunque manejaba con diligencia la aguja de Sal, en lugar de remendar el calcetín de Emmet, estaba creando un bulto allí donde antes se había abierto un agujero. —Esposa mía, ¿por qué no le ofreces a Grey un trozo de esa tarta de manzana que hiciste esta mañana? Emmet había empezado a llamarla «esposa» siempre que Grey estaba en su casa. Al principio se quedó perpleja, hasta que Emmet le explicó que estaba dejando patente el derecho de Dora a la casa, por si acaso Grey alguna vez pensaba discutírselo. —Calla. No hables de esas cosas. Vas a vivir eternamente, porque yo voy a cuidar muy bien de ti. Grey, el muy pícaro, estaba sonriendo con condescendencia, como si pensara que la tarta no podía ser mejor que los panecillos del otro día. —No querría apartarla de su labor, señora Meeks.

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Aceptado el reto, Dora dejó el calcetín en la cesta de costura con cuidado de que el remiendo no quedara a la vista. Después, se puso en pie y se sacudió los hilos sueltos de la falda. —No es molestia, señor Saint Bride. ¿Le apetece una taza de café para acompañar la tarta? Los dos hombres contemplaron cómo salía de la habitación con los hombros tensos, como si estuviera a punto de entrar en batalla. Grey dijo en voz baja: —¿Aguantará las tormentas? Tengo la sensación de que se avecina una buena. —También había tormentas en Bath. Creo que afectan a ricos y pobres por igual. Doree te sorprenderá, muchacho. Aunque no pesa mucho, tiene mucha fortaleza. —Por tu bien, espero que sí. —¿Y dices que va a venir otra mujer? —Grey había mencionado esa posibilidad antes de iniciar la partida—. A Doree le agradará poder hablar con otra mujer. No está dispuesta a reconocerlo, pero se siente un poco sola —hablaron en voz baja mientras Emmet plegaba el tablero, guardaba las fichas y dejaba el juego en un estante, debajo de la mesa. —La primera debería aparecer de un momento a otro. Se llama Mattie Blades. Por lo que cuenta en su carta, creo que a Jim Calvin le agradará, pero si no, vendrá otra mujer de Little Washington dentro de una semana. Es viuda, y más madura. Estoy pensando en emparejarla con Clarence, en vista de que le robaste la mujer delante de sus narices. Grey sonrió. Emmet asintió con semblante pensativo. Los dos hombres eran conscientes del mensaje escondido en sus palabras. Antes de que pudieran decirse nada más, Dora regresó con dos platos de tarta. Al menos, Grey dio por hecho que era tarta. Estaba demasiado tostada, destartalada y desmigada. —Gracias, señora Meeks. Dora nunca había visto un tiburón, pero imaginó que su sonrisa debía de ser muy parecida a la de Grey Saint Bride en aquel momento. —Estoy preparando más café —lanzó las palabras con desafío por encima del hombro, mientras volvía a salir de la habitación. —Es la cocina de leña —le confió Emmet a Grey cuando ella se hubo ido—. Hasta Sal decía que cuesta hacerse a ellas, y la mía ni siquiera estaba nueva cuando la compré, como bien recordarás. Los dos hombres se afanaron con la tarta, que sabía mejor de lo que parecía. Emmet podía inventar todas las excusas del mundo, pero Grey sabía la verdad. Lo sorprendería mucho que Dora hubiese trabajado un solo día antes de su llegada a la Escaneado por Alix-Sira y corregido por Vale Black

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isla. Todo en ella delataba su buena cuna, desde su manera de expresarse hasta su forma de vestir, por no hablar de aquellas manos pálidas y tersas. No le cabía en la cabeza que se hubiera quedado en Saint Brides. Debía de estar desesperada para haberse casado con un anciano. Claro que Em era un hombre inmejorable, pero una mujer como Dora… Diablos, era hermosa. Ingeniosa, divertida, amable… Hasta empezaba a agradarle, y eso era algo que Grey no podía permitirse. Momentos después, cuando les llevó sendas tazas de café, Grey no pudo evitar fijarse en sus manos. Aunque seguían siendo pequeñas y bonitas, las tenía rojas y ásperas, con las uñas rotas o recortadas. —Gracias, señora Meeks —dijo en tono solemne. Em parecía contento con el enlace y eso, se dijo, significaba mucho. —De nada, señor Saint Bride. A Grey no la engañaba con su recato. Si alguna vez una mujer había querido infligirle heridas físicas, y algunas habían estado tentadas de hacerlo, esa mujer era, sin duda, Dora Sutton. Dora Meeks, se corrigió. Por el bien de Emmet, se estaba mordiendo la lengua, pero era evidente que lo que Dora más deseaba en el mundo era echarlo a los perros. —Volveré mañana —se despidió, mientras dejaba la taza con cuidado sobre la mesa, junto a la cesta de costura de Sal. Dora había intentado ocultar el estropicio que estaba haciendo con el calcetín de Em, pero pocos detalles se le escapaban a Grey. Siempre había sido muy observador. Para un hombre de su posición, era una cualidad imprescindible. Solo esperaba que el pobre Emmet no intentara ponerse el calcetín, o tendría que hacerse un agujero en la bota para dejar espacio para los bultos.

El baúl llegó al día siguiente, tres semanas después de que Emmet le hiciera el encargo a Clarence. Dora profirió una exclamación de alegría al ver al almacenero acercándose con el baúl en una carretilla. Salty ladró, Emmet salió a la puerta y Dora corrió a su encuentro. —Estoy tan harta de ir de rosa —declaró, casi sin resuello, y Clarence sonrió, como si supiera perfectamente de lo que estaba hablando—. De no tener ropa suficiente —le explicó—. Salty, deja de husmear y hazte a un lado. ¿Te importaría dejarlo en la habitación del fondo? Cielos, tendré que airearlo todo, y parece que va a llover. —Hasta mañana, no. Buenos días, Em. John Luther dice que te está guardando una buena ración de pescado. Quiere saber si tienes alguna cebolla que darle.

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—Recogí unas cuantas la semana pasada. —Están ahí, en la esquina —le indicó Dora—. Bueno, supongo que ahora soy una habitante oficial de Saint Brides. Estas son todas mis pertenencias. Clarence se incorporó, flexionó la espalda y sonrió. La verdad, para ser un hombre tan insípido, tenía una sonrisa muy contagiosa. Era imposible no devolvérsela. —Te quedarás a tomar un trozo de mi tarta de manzana, ¿verdad? Bueno, es la tarta de Sal o, al menos, su receta, pero estoy trabajando en ella. Esta vez, ya casi me ha salido bien, ¿verdad, Emmet? De modo que, entre los tres, terminaron lo que quedaba de tarta, que estaba un poco seca, aunque las pasas sabían bien porque las había macerado con el coñac medicinal de Emmet. Hablaron de la mujer que Saint Bride estaba esperando, ya que no tardaría en presentarse. —Tengo entendido que esta novia es para James Calvin —comentó Emmet—. Si no dura, quizá venga otra dentro de una semana. Algunas tardan más que otras en reunir el valor suficiente para viajar hasta aquí. Dora había tardado medio día. Vio el anuncio, se decidió y se puso manos a la obra para no tener tiempo de arrepentirse. En su desesperación, creyó que era Saint Bride en persona quien necesitaba una esposa. —Si congenian, James empezará a construir otra habitación para su cabaña —el almacenero confesó a continuación que él era el siguiente de la lista. —Pero ¿y si no se gustan? —Grey no nos obliga a nada —comentó Clarence—. James tendrá que conocerla primero, pero si la cosa va bien, Grey hará llamar al reverendo, y para cuando llegue, James ya habrá construido su nueva habitación. Todos los hombres echan una mano. —Si el plan funciona tan bien, ¿por qué siguen sin casarse los demás hombres? Emmet miró a Clarence; Clarence miró a Emmet. Fue el hombre más joven quien habló. —La mayoría de las mujeres dan media vuelta nada más ver la isla. Las que se quedan, empiezan a añorar su hogar. Y si llegan a casarse, se van de la isla con sus maridos. No es la primera vez que ocurre. Dora entendía por qué: era un mundo de hombres. Claro que, si todas las novias habían tenido el mismo recibimiento que ella, no le extrañaba que hubieran huido. Cuando Clarence se fue, corrió a abrir su baúl y contempló con desolación las prendas arrugadas. Bertie las había doblado con sumo cuidado, pero nada podía evitar las consecuencias de haber estado apretujadas en un pequeño baúl durante semanas. Tendría que poner la plancha a calentar, montar la incómoda tabla y ver si Escaneado por Alix-Sira y corregido por Vale Black

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podía quitar las arrugas sin hacer un agujero en las delicadas telas. En aquella ocasión, Bertie no podría ayudarla. Empezó a sacudir los vestidos uno a uno; los zapatos estaban al fondo del baúl. Después de separar las prendas de verano de las de invierno, volvió a guardar la ropa de abrigo. Si las polillas le destruían los tejidos, tendría que coser los agujeros. Tal vez, con práctica, aprendería a hacerlo sin crear bultos. Zapatos, pensó, y cerró los dedos de los pies con expectación. Había estado llevando las mismas manoletinas desde su llegada a la isla, hacía casi un mes. Emmet le había repuesto la suela con un trozo de cuero, y eso había sido una gran ayuda, pero nada podía reemplazar unos zapatos bien armados cuando una mujer tenía que estar de pie todo el día. A la hora del almuerzo, parloteó sin cesar sobre su ropa, preguntándose si habría o no habría polillas en el desván. —Mírame, no hago más que hablar de cosas que no te interesan. —Es lo justo. Tú has escuchado muchas veces mis historias —le brillaron los ojos—. Además, aunque no entienda mucho sobre cosas de mujeres, me gusta ver cómo se te ilumina el rostro cuando hablas de lo que te gusta.

Al día siguiente, totalmente restablecido, Emmet rellenó la leñera. A continuación, mató, desplumó y despellejó una de las gallinas más viejas. Al ver la carne tibia y muerta, Dora estuvo a punto de escupir el desayuno, pero tragó saliva, abrió el recetario de Sal, leyó lo que había que hacer y se puso manos a la obra. El resultado, al menos, fue comestible. Como siempre, charlaron de una cosa y otra y, después, a insistencia de Dora, Emmet se tumbó para «descansar la vista». —Hoy ya has trabajado demasiado —empezó a decir—. Si quieres ganar a Saint Bride al ajedrez después de la cena, será mejor que descanses un rato. En pocos minutos, estaba roncando. Dora, con una tierna sonrisa, lo cubrió con una colcha. Hacía calor, aunque no estaban más que a mediados de mayo, pero tenía miedo de que pillara un resfriado y enfermara. Con la lista de la compra en la mano, se puso en camino hacia el embarcadero. Según Emmet, el capitán Dozier le llevaría lo que necesitara en el viaje de regreso, tanto si se dirigía a Little Washington, Bath o Edenton, sus escalas acostumbradas. Se estaban quedando sin granos de café. Y sin harina: había malgastado tanta en sus malogrados esfuerzos de hacer pan y pasteles… Salty se incorporó para caminar a su lado. Dora agradecía la compañía. A menudo se sorprendía hablando con la perra porque, a pesar de la paciencia de Emmet, detestaba aburrirlo con charlas frivolas.

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—Espera a ver mi nuevo vestido de muselina con el forro de satén a rayas verdes y blancas —dijo, mientras descendía por la carretera con sus zapatos cerrados —. Tengo un sombrero con un lazo a juego y unas manoletinas verdes que le van de maravilla. Aunque nada de ello, pensó con ironía, fuese apropiado para su nuevo papel en la vida. Habría hecho mejor dando todas sus prendas a Bertie a cambio de unos vestidos de algodón más sufridos y un par de botines de cuero de suela gruesa. Bertie podría haberse mantenido vendiéndolos hasta que encontrara otro empleo. Aun así, no había podido resistir la tentación de ponerse su vestido de muselina favorito, de color azul. Era increíble lo que podía animar a una mujer un cambio de ropa. Ella estaba tan animada que sentía deseos de volar. Había llovido durante la noche, pero el día había amanecido despejado y el sol centelleaba en cada brizna de hierba. El aire olía a sal, a excremento de caballo y a unos arbustos olorosos que crecían a lo largo de la orilla. Dora se retiró el pelo de la frente y pensó que debía empezar a ponerse sombreros o acabaría con el rostro lleno de pecas. Salty, que había ganado bastante peso en las últimas semanas, tuvo que trotar para seguir el paso alegre de Dora. —Has comido demasiados intentos fallidos míos, pequeña. A partir de ahora, se los daré a las gallinas. —Buenos días, señorita Doree —la saludó alguien cuando se acercaba al puerto. Sonriendo, miró alrededor y saludó con la mano. Varios hombres habían dejado de trabajar; algunos estaban apoyados en sus palas. Todos le devolvieron el saludo. A la mayoría ya los conocía de vista, si no de nombre. James Calvin, el mejor carpintero de ribera de toda la isla, se quitó la gorra respetuosamente y se inclinó para rascarle las orejas a Salty. —Me llevaré uno de los cachorros cuando estén destetados —le dijo—. Se me murió el perro la semana pasada. Era grande, marrón, quizá lo haya visto por aquí. Todo un vagabundo. Lo llamaba Rover. —¿A qué cachorros te refieres? —cielos, por fin James Calvin le dirigía la palabra. ¿Significaría eso que la habían aceptado oficialmente como una isleña? —Los cachorros de Salty. A fin de cuentas, Rover ha debido de ser el padre — tenía una sonrisa lenta, pero increíblemente hermosa. A Dora se le ocurrió pensar que era un hombre bastante atractivo. Confiaba en que Saint Bride le hubiese escogido una preciosa novia. —Debería habérmelo imaginado. Pensé que había engordado de tanta comida fallida que le estado dando.

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James rio entre dientes, y Dora pensó que, si hubiese estado hablando con Clarence, se habría puesto colorado como un tomate. Según decía Emmet, James Calvin era un hombre que hablaba sin tapujos. A Dora le agradaba aquella cualidad. No se le había ocurrido pensar que era la misma cualidad que tanto aborrecía de Grey Saint Bride. Desde el despacho de la segunda planta del almacén, Grey observaba la llegada de la esposa de Emmet. Tal como se pavoneaba por el puerto, distrayendo a los hombres de sus tareas, cualquiera pensaría que se trataba de uno de esos caprichosos paseos por el parque que a Evelyn tanto le gustaban. Aquellos hombres tenían mejores cosas que hacer que quedarse pasmados contemplando una mata de rizos rubios, un par de ojos verdes y un voluptuoso cuerpo de mujer. Recordó entonces que debía ir a Portsmouth algún día a fin de visitar a cierta viuda complaciente. Clarence bajó las empinadas escaleras del despacho y se encontró con la mujer de Emmet a la salida del almacén. —Buenos días, señorita Doree. ¿Necesita encargar alguna cosa? —Esto —Dora le entregó la pequeña lista—. Y acabo de acordarme del alcanfor. Aireé todos mis vestidos de invierno y los guardé en el ático, en el baúl, pero tengo miedo de que las polillas los echen a perder. —Y lo harán, señora. John Luther estaba diciendo esta misma mañana que sería un mal año para las tormentas y aún peor para los bichos. ¿Quiere que le pregunte a Grey si tiene algunas bolas de alcanfor a mano? Está arriba, en el despacho. Ratón siempre hace acopio de una buena provisión durante el verano. —No, por favor. Esperaré a que vuelva el barco. —Pídale a Jim que le dé algunas virutas de cedro. Eso espantará a las polillas hasta que el capitán Dozier le traiga su pedido. Dora le dio las gracias y se quedó parada contemplando cómo los hombres retomaban sus tareas. Emmet le había explicado que, al formar con la isla vecina un estrecho de aguas profundas frente al golfo de escasa profundidad, Saint Brides era el puerto de paso ideal para que los barcos de mayor calado trasladaran su carga a embarcaciones más pequeñas, llamadas barcazas. Las barcazas llevaban la carga a la costa y regresaban con envíos para tierras lejanas que se guardaban en el almacén de Saint Bride hasta que se subían a bordo de buques de largo recorrido. Se dio la vuelta y fue recibida con otra ronda de sonrisas, saludos y comentarios amistosos. Su corazón se inflamó con un hondo sentimiento de arraigo. Si Saint Bride estaba en su despacho del almacén y podía verla por la ventana, quizá le interesara comprobar que a los hombres les caía bien, aunque a él no.

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«Saldré adelante», se dijo, «y no por primera vez». Aunque solo lo hiciera para contradecir a Su Majestad.

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Capítulo Siete Efectivamente, Saint Bride podía verla por la ventana de su despacho. ¿Cómo era posible, se preguntó con irritación, que aquella pesada atrajera la atención de todos los hombres del puerto? Quizá fuera una bruja, una hechicera de pelo dorado que desplegaba su magia en una isla llena de víctimas vulnerables. El problema era que librarse de ella ya no sería tarea fácil. A Emmet no le iba a hacer gracia perderla, aunque Grey pudiera sobornarla. Podría haber jurado que Dora jamás se sentiría satisfecha en un lugar como aquel, y las mujeres insatisfechas, como bien sabía, eran las criadas del mismísimo diablo. Solo de pensar en las aspirantes que habían puesto el pie en la isla para luego llevarse a algunos de sus mejores hombres… Si Dora se iba y se llevaba a Emmet consigo, tal vez no fuera tan terrible. Al menos, Emmet estaría cerca de un médico si el corazón le daba problemas. Pero por razones que Grey no alcanzaba a comprender, la mujer parecía decidida a quedarse. Prueba de ello eran los lujosos vestidos que había mandado llevar. Aunque no era experto en moda femenina, había oído protestar a Jocephus en más de una ocasión sobre lo mucho que Evelyn gastaba solo en vestidos, por no hablar de las joyas que consideraba un complemento necesario para cada conjunto. Al parecer, la mujer de Meeks tenía gustos igual de caros. Salvo por las joyas. No llevaba alianza el día que se presentó en la isla y tampoco la llevaba en aquellos momentos. Claro que no precisaba adornos. Con el vestido que llevaba aquel día, estaba fresca como una rosa y frágil como un arco iris. Y tampoco era el único hombre que no lograba apartar la mirada de ella. Al menos, pensó con ironía, había hecho cambiar a algunos de sus trabajadores. Hasta los solteros más acérrimos estaban interesados en buscar esposa desde que ella estaba en la isla. Dos de ellos se habían afeitado la barba, y algunos hasta se limpiaban las uñas, aunque alquitranar las redes era una tarea engorrosa. Grey se dijo, no por primera vez, que debía olvidarse de ella. Dora era responsabilidad de Emmet, no de él. El problema era que su casa daba directamente a la vivienda de Meeks, y con las ventanas abiertas y el viento en la dirección apropiada, los oía reír y llamarse del interior de la casa al jardín. Y, al oírlos, su imaginación creaba imágenes que no le hacían ningún bien. Sobre todo, después de que Emmet le confesara su miedo de quedarse sin agua, porque a Dora le gustaba sacar la bañera al porche de atrás para su baño nocturno. En cuanto encendían las lámparas, si miraba hacia la casa, podía verla entrando y saliendo del salón a la cocina. Tenía cosas mejores que hacer que mirar, pero no podía evitar estar pendiente de lo que ocurría allá abajo.

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¿Y qué diablos ocurría? Dora no podía estar durmiendo con el anciano… su corazón no lo soportaría. Era un milagro que no lo hubiese envenenado con sus platos. Pensándolo bien, Emmet había perdido un poco de peso últimamente. Grey todavía estaba de pie junto a la ventana del despacho cuando volvió a verla, varios minutos después. Debería estar contento de que Emmet hubiese encontrado un motivo de alegría después de tanto llorar la pérdida de su primera esposa. Aun así, seguiría vigilándola. La partida nocturna de ajedrez era una excelente oportunidad para hacerle saber a Dora, con discreción, que a Emmet no le faltaban amigos. —¿Qué pasa? ¿No salen las cuentas? —Clarence había subido al despacho con un fajo de papeles en la mano. —¿Las cuentas? Ah, sí… —se había olvidado de las facturas que había estado repasando antes de que Dora armara aquel revuelo con su llegada. Relajó el ceño—. Claro que salen. A este paso, no tardaremos en poder ampliar el almacén de madera. Grey era partidario de funcionar sobre la marcha. Tenía planes y tenía métodos. Su negocio de transbordo de mercancías iba como la seda. Sus planes de crear una comunidad habían sufrido algunos contratiempos, pero estaba buscando el remedio. Lo único que tenía que hacer era descubrir la manera de seleccionar a las mujeres que respondían a su anuncio antes de que pusieran el pie en la isla. Era muy difícil basarse en una carta, sobre todo cuando algunas de ellas apenas sabían escribir. —Dime, Clarence. ¿Qué harías tú en mi lugar para atraer a los hombres que necesitamos a la isla? El almacenero pareció reflexionar sobre el problema. —No estaría mal tener un médico. Y quizá una taberna, como las que hay en Portsmouth, y… bueno, ya sabes, mujeres. Para los que no encuentran esposa — enrojeció intensamente y, con un suspiro, Grey dejó los papeles sobre la mesa de roble. —Mujeres. Al final, siempre volvemos a lo mismo, ¿verdad? Sin ellas, nada va bien, pero en cuanto se presentan en la isla, no hacen más que causar problemas. Clarence sonrió de oreja a oreja, en absoluto cohibido en presencia de un hombre al que conocía desde hacía muchos años. —Quizá sería mejor que renunciáramos a casarnos y nos conformáramos con las viudas de Portsmouth. Grey no pudo evitar reír. Sus ocasionales visitas a Portsmouth no eran ningún secreto pero, claro, cualquier hombre podía buscar sus propias soluciones. La mayoría se conformaba con pasar una noche o dos con una de las «viudas» complacientes de la isla vecina.

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—Sabes, si yo fuera Saint Bride —reflexionaba Dora mientras mezclaba la manteca de cerdo con la harina del pan con los movimientos rápidos de dedos que Sal había descrito en su libro de recetas—, citaría a las mujeres en la costa en lugar de hacerlas venir aquí primero. Así, si las cosas no salen bien, se ahorrarían problemas y decepciones. —Entonces, yo todavía estaría tumbado en el jardín, con el pie hinchado como una vejiga, y tú te habrías casado con algún jovencito en la costa —replicó Emmet. Dora rio. —Aun así, para ser un hombre que se las da de inteligente, Su Alteza no tiene mucha suerte con sus emparejamientos, ¿verdad? Emmet siguió cortando judías verdes, las primeras que se recogían en las granjas de la costa. Las de su huerto todavía estaban en flor. —¿Es que alguna vez ha dicho que fuese listo? —Bueno, ¿no es evidente que se cree un genio? Solo por la forma en que da órdenes a diestro y siniestro, diciendo: «Tú puedes vivir aquí, en una habitación» o «Tú allí, en dos», y diciéndole a la gente con quién puede casarse y con quién no… Dora tomó un pellizco de masa y la probó para cerciorarse de que había echado sal. —En mi opinión, se ha metido en camisa de once varas. No digo que sea arrogante —aunque lo era, por supuesto, pero eso no podía decírselo a Emmet, que siempre lo defendía—. Pero no es tan inteligente como se cree. —El muchacho solo usa el sentido común. Tomó lo que su padre le dejó y se puso manos a la obra para mejorarlo. No puedo criticarlo por eso. Dora empezó a estirar la masa y a separar círculos con la tapadera de un frasco. —Pues yo sí —repuso con calma. Podía criticarle un gran número de cosas, entre ellas, hacerla ir hasta la isla para, después, intentar echarla. También, el no merecer su aprobación, ni su agrado, y habérselo dicho a la cara. Sí, le había dicho que era demasiado bonita, lo cual distaba de ser cierto, pero sin saber nada de ella, la había tachado de inútil. Lo menos que podía haber hecho era darle la oportunidad de demostrar su valía—. ¿No dijo Grey que estaba a punto de llegar otra novia? Ya ha pasado una semana. —Eso dijo. Yo creo que las mujeres tardan más en decidirse. Mi Sal, no. —De todas formas, me gustaría bajar a recibirla. Da miedo llegar sola y sin conocer a nadie.

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Emmet asintió, pero Dora sabía que, dada su condición de hombre, no podía comprender del todo cómo se sentía una mujer en tales circunstancias. Sola, dependiendo por completo de desconocidos, sin saber siquiera dónde podría pasar la noche. —Se presentará mañana o pasado, seguramente —predijo Emmet—. A Dozier no le gusta llevar pasajeros. Lo demora hasta que Grey lo apremia, y entonces las hace subir a su barco y las descarga aquí. Y, muchas veces, tiene que volver a llevárselas si a Grey se le antoja que no servirán —guiñó el ojo, consciente de que a Dora la había relegado a esa categoría. Era una de las diversas bromas que se gastaban. Quizá no fuera joven, ni apuesto, ni próspero, pensó Dora, pero daba gracias todos los días por haberse casado con Emmet Meeks, y hacía todo lo posible por compensarlo por haberle dado un hogar. A Emmet lo fascinaban todos sus vestidos. Al parecer, Sal había tenido muy pocos, y hechos de percal o de guinga. Hasta el abrigo de invierno se lo había confeccionado a partir de un viejo edredón. Siempre respetuoso, a Emmet le encantaba verla con sus mejores galas, acariciar las sedas y rasos, y ella disfrutaba viendo su inocente placer. Aquel día, llevaba un vestido de bombasí de color melocotón, con una sobrefalda de tela de espiga para hacer las tareas de la casa. Antes de salir fuera, se ponía un sombrero blanco de paja con lazos a juego para que no le diera el sol en la nariz. Emmet se reía al verla salir vestida, como él decía, como la reina de Inglaterra. De vez en cuando, hasta se cambiaba para la cena. Desfilaba por el salón moviendo las faldas, disfrutando de la reacción de su marido. Era tan fácil agradarle… —Dios, jamás en mi vida había visto nada parecido —solía exclamar—. ¿Cómo se llama? —Un vestido de mañana —decía ella. O de baile. O de paseo—. Este es de tafetán. Escucha con atención y oirás cómo susurra cuando me doy la vuelta muy deprisa —entonces, daba unos cuantos pasos de baile, y Emmet reía y batía las palmas. Todos los días encontraban excusas para reír, y eso complacía a Dora enormemente. Emmet pensaba que sus sombreros eran absurdos, así que una noche se sujetó el viejo sombrero de paja de Emmet con un lazo y se paseó por el salón con él y con un salto de cama largo y unas botas viejas de Emmet. Los dos prorrumpieron en carcajadas. —¿Sabes qué? Me haces mucho bien, Emmet Meeks. He aprendido más en estos últimos meses que en mis veintitrés años de vida. En lo alto de las dunas azotadas por el viento, en su sombrío castillo, Grey estaba sentado ante su escritorio haciendo planes de futuro e intentando no fijarse en

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las ventanas iluminadas de la casa de Meeks, ni en los pases de color, ni en las risas. Intentando no imaginar a Dora dándose un baño en el porche de atrás. ¿La observaría Emmet? Detestaba imaginar el perjuicio que supondría para su corazón enfermo. Los insectos se estrellaban contra las mosquiteras; los relámpagos iluminaban el horizonte. A unos cuantos miles de metros, el oleaje hambriento devoraba la frágil isla. Eran imágenes y sonidos que un isleño percibía sin inmutarse. Horas antes, como casi todas las noches desde que había empezado a jugar al ajedrez con Emmet, Dora había declinado la invitación de jugar con ellos. Emmet le había ofrecido a Grey una copa del licor de moras de Sal. Dora no le había ofrecido nada salvo un educado buenas noches antes de desaparecer con una toalla bajo el brazo. Dios, ¿iba a bañarse con él en la casa? Se movió con incomodidad para acomodar su lujuriosa reacción, y se preguntó si no lo estaría haciendo a propósito: mantenerlo agitado para que no pudiera pensar. —No estás prestando atención, hijo. Has dejado que te coma el alfil.

Cerca de la floreciente ciudad de Washington, a unos cuantos kilómetros río arriba de Bath, dos mujeres subían a bordo del Bessie Mae. Horas después, apiñadas en la estrecha cabina, contemplaban las aguas oscuras del río Pamlico confiando en que la vida les deparara algo mejor que lo que dejaban atrás. Lula Russart, una mujer alta, morena y bonita, de ojos oscuros y nariz más bien larga, dijo con nerviosismo: —Me alegro de que esperaras a hacer el viaje conmigo. No entiendo casi nada de lo que dicen esos marineros. —Dudo que ellos te entiendan a ti. Hablas demasiado deprisa y con mucho acento —replicó Mattie Blades. Lula se encogió de hombros. —De eso nada. ¿Es que no tenéis escuelas aquí, en el Sur? —Yo estudié hasta cuarto curso —dijo la pequeña pelirroja regordeta en actitud defensiva. Lula, la de más edad, puso los ojos en blanco y suspiró. Como actriz desempleada nacida en Rochester, Lula había viajado al Sur para casarse con su amante, un viajante al que había conocido cuatro meses atrás, cuando trabajaba como camarera a la espera de una nueva función en la que actuar. Tardó casi un mes en localizarlo, porque no se encontraba en la dirección que le había dejado. Por fin, lo halló en una granja, viviendo con una mujer que afirmaba ser su esposa. Después de un breve diálogo en el que su amante juró con fervor no haberla visto en su vida,

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Lula le preguntó a su esposa si no tendría él, por casualidad, un antojo en el glúteo izquierdo. La mujer profirió una exclamación y arremetió contra su mentiroso e infiel marido. Lula, que sabía cuándo debía batirse en retirada, dio media vuelta y recorrió a pie los seis kilómetros que la separaban de la ciudad. Embarazada, casi sin blanca, sin familia ni amigos, había estado hojeando el periódico en busca de un empleo cuando cierto anuncio captó su atención. —No será tan terrible siempre que nos mantengamos unidas —dijo Mattie Blades con timidez. Las dos mujeres se habían conocido en el muelle, mientras esperaban el barco que iba a Saint Brides—. Dicen que es una isla tan pequeña que puedes atravesarla a pie en menos de una hora —Mattie cambió de mano la funda de almohada que contenía sus escasas pertenencias. No la había soltado desde que había subido a bordo del pequeño carguero. —Habría hecho mejor quedándome en la ciudad a dar clases de declamación — dijo Lula con ironía. —¿De qué? —Olvídalo. Cielos, qué barco más repugnante. Presiento un terrible mareo. —Yo nunca me pongo enferma. Mi madre solía decir que podía tragar clavos y escupir tachuelas. Lula contempló a su acompañante con semblante horrorizado, dando gracias porque ninguno de sus compañeros de escenario pudieran ver lo bajo que había caído. Todos la habían prevenido contra el viajante apuesto y persuasivo.

Grey indicó a los hombres que retrocedieran mientras el barco atracaba en el muelle. Había dos mujeres, no una, apiñadas en la cabina. Los hombres sentían curiosidad por ver a las recién llegadas. Sabían que si una de ellas no estaba conforme con el marido asignado pero tenía la aprobación de Saint Bride, podría elegir entre buscar otro marido o regresar en el siguiente barco. De repente, en vez de una mujer, tenían dos entre las que escoger. «Viva, hay que celebrarlo», pensó Grey con amargura, mientras contemplaba cómo los hombres escupían el tabaco y se desenrollaban las mangas de la camisa. Grey se había acercado al embarcadero en cuanto había visto a Dozier echar el ancla. Si algo había aprendido de la experiencia con Dora Sutton era no permitir que una mujer se adentrara en la isla hasta que no la hubiera considerado apta para el puesto. —Buenas tardes, señoras —las saludó mientras desembarcaban—. Bienvenidas a la isla de Saint Brides —se presentó, les dejó un momento para que pasearan la Escaneado por Alix-Sira y corregido por Vale Black

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mirada por el muelle y, después, sugirió que lo acompañaran al lugar en el que habrían de alojarse. Frunció el ceño al grupo de hombres, que estaban a una distancia respetuosa pero contemplando a las mujeres con avidez, y siguió explicándoles la situación—. Se alojarán en la casa del párroco; así tendrán tiempo para orientarse. El reverendo Filmore no está en la isla, así que podrán hacer uso de su cama. Haré que envíen otra. Grey solía esperar una semana a que las mujeres conocieran mejor a los hombres que había escogido para ellas: en aquel caso, Clarence y James. —Cómo no, les llevarán comida todos los días. No esperamos que tengan que cocinarse ustedes. El reverendo no tiene muchas provisiones a mano, aparte de ratones. Hizo una mueca por su desliz. Las mujeres no toleraban los roedores. Recordaba los chillidos que había proferido Evelyn una vez, cuando un ratón atravesó corriendo la habitación en la que se encontraban. Ninguna de las dos mujeres se parecía a Dora. Por ello, daba gracias en silencio. La de más edad empezó a protestar. —¿Y por qué no en una casa de huéspedes? Estaríamos mucho más cómodas. —Lo siento. Es lo máximo que podemos ofrecerles, por ahora. Esperamos poder remediar eso algún día, pero hace falta tiempo. —¿Esperamos? ¿Acaso representa a una compañía? Grey esperó unos momentos antes de contestar. Empezaba a advertir las diferencias. La morena y alta era del Norte. Hablaba con tan buena dicción que parecía una maestra, pero tenía un ápice de color en el rostro que no lo había puesto la naturaleza. Y, si no recordaba mal, su escritura no era del todo pulida. No, no debía de ser maestra. Qué extraño. ¿Por qué una mujer como Lula Russart podía estar interesada en un matrimonio concertado en una pequeña isla? Se volvió hacia la otra: de metro y medio de estatura, pelo cobrizo y más pecas aún que Clarence. Por la forma en que se mantenía de pie, con las piernas cruzadas, la pobre necesitaba ir al excusado. —Hablaremos en cuanto estén instaladas, ¿les parece? Su alojamiento está a unos pocos minutos a pie. ¿Creen que podrán llegar? Había dirigido la pregunta a la más joven, pero fue la yanqui quien contestó. —¿Quiere decir que tenemos que andar? ¿Y acarrear nuestro equipaje? «Señora, si tuviera un carruaje a su disposición y un mozo que acarreara su equipaje, no estaría aquí», pensó Grey. —Señora, tardaríamos más en buscar un caballo y engancharlo a un carro que en recorrer la distancia a pie. Creo que a su amiga le gustaría… echarse un rato.

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Lula Russart había dicho en su carta que había trabajado en una fábrica de camisas desde que tenía doce años, que había viajado al Sur para casarse y que había cambiado de idea. Grey no le había exigido más detalles y ella no se los había dado. No podía permitirse el lujo de renunciar sistemáticamente a todas las candidatas. La más joven, Mattie Blades, que aseguraba ser huérfana, no había abierto la boca desde que habían desembarcado. De repente, inspiró hondo y dijo con timidez: —Sé cocinar y hacer morcillas, mantequilla y ordeñar vacas. Se me dan bien casi todas las tareas de la casa, y mi padre siempre decía que aprendía deprisa. Lula Russart puso los ojos en blanco. —Sí, querida. Estoy segura de que demostrarás ser de gran utilidad. Grey levantó una maleta vieja y un baúl de cartón duro y se preguntó cómo diablos había acabado con un par de mujeres tan dispares. Al ver las pegatinas del baúl, tuvo la intuición de que la mujer llamada Russart era actriz. Eso explicaría su excelente dicción y el ligero maquillaje. Lo que no explicaba era qué diablos hacía allí, dispuesta a casarse con un recio marino al que no había visto nunca. Mattie Blades se negó a soltar su funda de almohada, así que Grey encabezó la marcha. Se preguntaba si no sería demasiado tarde para devolver la isla al estado de Carolina del Norte y pasarse los siguientes cincuenta años en alta mar. Sería mucho más sencillo que hacer de cupido para un puñado de hombres que no siempre apreciaban sus esfuerzos. A mitad de camino hacia la parroquia, divisó a Dora Meeks bajando a toda prisa por la carretera con un sospechoso plato de comida en la mano. Con ánimo fatalista, se cambió el baúl de hombro y dijo: —Vamos, señoras. Están a punto de conocer a su vecina más próxima.

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Capítulo Ocho Sin ni siquiera mirar a Grey, Dora se dispuso a dar la bienvenida a las dos mujeres. Recordaba perfectamente cómo se había sentido al llegar sola a la isla, sin conocer a nadie y sin ni siquiera ser recibida en el muelle. —Vivo un poco más arriba —les dijo. Al menos, Saint Bride había tenido el detalle de ir a recibir a aquellas dos—. Podéis venir a visitarnos cuando queráis. Siempre estamos en casa. —No creo que haya otra cosa que hacer —dijo la mujer alta y delgada mientras contemplaba con desdén el paisaje desolado. Dora se preguntó si no sería actriz. Grey no podía considerar a una actriz «apropiada» para la isla. No la había visto nunca, pero su manera de hablar, las poses que adoptaba y el tono melodramático de su voz la delataban. —Sí, bueno… Estoy segura de que encontraréis muchas cosas que hacer en cuanto os hayáis instalado —se apresuró a decir—. El señor Saint Bride será de gran ayuda. No sé qué habría hecho yo sin él cuando vine a la isla. Su sonrisa, se diría Grey más tarde, había sido tan dulce como una patada en el estómago. Se preguntó si convendría prevenir a las recién llegadas de los platos de Dora, pero al final se limitó a alejarse, no sin antes prometer que se pasaría más tarde con unos amigos. En otras palabras, con los hombres a los que habían sido asignadas. Maldita bruja rubia, se dijo con ardor, mientras regresaba al embarcadero. Los hombres, como era de esperar, seguían de pie, sin hacer nada, rumoreando como viejas cotillas. Embarcarse en el siguiente carguero rumbo a Australia empezaba a parecer una idea prometedora.

—No tiene muy buen aspecto, ¿verdad? —Dora contempló con expresión afligida la tarta aplastada que les había llevado—. Estoy aprendiendo a cocinar y, a veces, me sale bien, pero otras, me pasa algo como esto. —Debiste de dar un portazo —dijo la pequeña pelirroja, que se llamaba Mattie. Nada más entrar por la puerta, había caminado en línea recta hacia la de atrás y regresado minutos después con una expresión de alivio en el rostro. A Dora enseguida le había caído bien, seguramente, porque le recordaba en algo a Bertie, su antigua doncella, aunque físicamente no se parecían en nada. Al ver su mirada inquisitiva, Mattie pasó a explicarle los efectos de un ruido repentino en un pastel que se está haciendo.

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—Llevo haciendo tartas desde que tenía ocho años —dijo con tímido orgullo—, y siempre me salen bien. Claro que solo las sé hacer de una clase: de melaza. Pero están muy ricas —añadió con ardor. La de más edad, mientras tanto, vagaba por la minúscula casa del párroco con cara de insatisfacción. Dora quería tranquilizarla, pero lo único que podía decir era: «Ahora ya estás aquí. O te vuelves por donde has venido o haces de tripas corazón». Tenía la sensación de que ninguna de las dos podía dar marcha atrás, como le pasó a ella. Y allí estaba, casada con un hombre sabio y bondadoso que lo único que le pedía era compañía. —Bueno —dijo en tono alegre, dando una palmadita en el brazo a la mujer de aspecto regio—. Supongo que os gustaría descansar un rato hasta que se os pase el mareo. Lula atravesó la estancia con un par de zancadas, abrió la puerta y echó un vistazo a la cama. Estrecha y sin sábanas, no invitaba al descanso. La mujer chasqueó la lengua. —James y Clarence vendrán de un momento a otro —dijo Dora—. Estoy segura de que traerán todo lo que podáis necesitar —en otras palabras, otra cama y juegos de sábanas. Dora no podía hacer nada respecto al alojamiento; los dos dormitorios de su casa estaban ocupados. Paseó la mirada por las paredes desnudas, la silla, la mesa y la pequeña cocina del rincón y fue incapaz de imaginar a nadie viviendo allí. Claro que el reverendo Almond Filmore no vivía allí. A no ser que hubiese una boda o un funeral, solo pasaba unos días al mes en la isla. Según Emmet, había muchos más pecadores en las otras dos islas vecinas y requerían casi toda su atención. —Os he traído unos granos de café. Seguro que hay un molinillo en alguna parte. Y si necesitáis alguna otra cosa, estoy un poco más arriba, en esa casa con la valla alrededor. Mattie abrió el armario y dijo: —Aquí hay dos jarras de melaza y una lata de leche evaporada. —Ah, entonces… estaréis bien hasta que alguien os traiga la cena. Y las camas. Ya os he dicho que no tardarán en venir, y alguien ya ha venido a airear la casa para que no oliera a cerrado. Ese alguien, por supuesto, debía de haber sido Grey, que también había prometido llevarles las comidas durante su estancia en la isla. Lástima, pensó Dora mientras salía por la puerta, que no se hubiese mostrado más hospitalario el día que ella desembarcó en Saint Brides.

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Desde sus ventanas, Dora estuvo observando las idas y venidas de los hombres durante toda la tarde. Primero Ratón, aquella mole de criado que cuidaba de Grey, se pasó por la casa del párroco con una amplia cesta cubierta con un paño. En cuanto se hubo ido, Grey y los dos maridos en potencia, James Calvin y Clarence, se presentaron en la casa. Cada hombre llevaba un carro con una cama de madera y un colchón. Dora confiaba en que se hubiesen acordado de llevar las sábanas; Emmet solo tenía las justas para dos camas. Clarence llevaba una camisa de cuadros verde brillante abotonada hasta el cuello y unos vaqueros azules nuevos. Con el pelo peinado hacia atrás, parecía más pelirrojo que nunca a la luz del sol de la tarde. —¿Mattie y Clarence? Imagina cómo saldrían sus niños —le dijo a Emmet. Había vuelto a casa a toda prisa para describir a las dos mujeres con detalle—. Quizá sea al revés: Lula y Clarence. Los dos son altos. Creo que Lula es actriz —comentó mientras servía la cena sencilla de panecillos, huevos hervidos y manzanas asadas—. Es bastante bonita. Al menos, lo sería si sonriera. —Conque una actriz —pensó Emmet en voz alta. Dora no se molestó en mencionar que en su círculo de amistades de Bath a las actrices no se las consideraba muy respetables. —La otra, Mattie, no es muy bonita, pero creo que le irá bien aquí. Me cae bien. Me recuerda a… a una chica que conocía. Los hombres, según se fijó Dora, no permanecieron mucho tiempo dentro de la casa. Grey fue el primero en marcharse y, minutos después, vio a Clarence y James saliendo de la casa. Dora tuvo la tentación de levantarse de la mesa y bajar corriendo para averiguar lo que había pasado: si habían encontrado espacio para las camas, si se habían caído bien… si había sido amor a primera vista. Lo dudaba. —Cielos, empiezo a ser tan terrible como Saint Bride en eso de inmiscuirme en asuntos ajenos —dejó caer la cortina—. Pero espero que se queden —añadió mientras empezaba a recoger los platos—. Ya es casi la hora de tu partida. ¿Por qué no sacas el tablero mientras yo preparó el café? —Creo que voy a echarme un rato. Tengo un poco de dolor del reúma. Debe de ser el cambio de tiempo. Cuando venga Grey, dile que mañana jugaré dos partidas con él —flexionó sus dedos rígidos e hizo una mueca de dolor. Ocultando su preocupación, Dora besó a su marido en la mejilla, se ofreció a darle linimento en las articulaciones, ofrecimiento que él declinó, como siempre, y le dijo que la llamara si necesitaba cualquier cosa. Después, volvió a pensar en las recién llegadas. No se le ocurría qué podría decirles al día siguiente cuando fuera a desearles los buenos días. ¿Que cerraran las

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ventanas por la noche, por si acaso llovía? ¿Que no dejaran la puerta mosquitera abierta, o la casa se llenaría de insectos? En cualquier caso, sería un detalle acercarse a preguntar qué tal había ido el encuentro, se dijo mientras vagaba con intranquilidad de una habitación a otra. Unos veinte minutos más tarde, Grey llamó a la puerta y entró. Aunque Dora hubiera estado en camisón, a él le habría dado igual. Se comportaba como si poseyera hasta la última piedra y rama de la isla. —Emmet está acostado. Le dolían los huesos de la mano —al ver que entornaba los ojos con recelo, se defendió—. Prometió jugar dos partidas contigo mañana. —No estará otra vez enfermo, ¿no? —En absoluto, pero le duelen las articulaciones siempre que va a cambiar el tiempo. Vi algunas nubes antes del anochecer. —Una tormenta se acerca por el sudoeste. ¿Le digo a Ratón que traiga un poco de linimento? —No, gracias, ya tenemos —estaban los dos de pie. Grey había entrado, pero ella no lo había invitado a sentarse. Aun así, su pesadumbre por Emmet parecía genuina. Dora tenía que reconocer que se preocupaba por su gente. Menos por una mujer que lo había desafiado quedándose, se dijo. De pie, frente a frente, hablando en un susurro para no despertar a Emmet, Dora fue consciente de la familiar tirantez que sentía en la garganta, y de la opresión en el pecho. Era extraño que reaccionara así ante un hombre que no le agradaba. No se le escapaba ni el más mínimo detalle de su aspecto. Ni las vetas doradas que el sol había pintado en su pelo castaño oscuro, ni las pestañas negras en torno a sus ojos azules, ni los pómulos altos y afilados que tanto contrastaban con el hoyuelo de su barbilla. —¿Ya has visto bastante? —preguntó Grey, y el regocijo reemplazó a su anterior pesadumbre. —Perdón, ¿cómo dices? —Eso dijiste el día que llegaste. Altiva como la que más, ¿verdad? Y mírate ahora —murmuró—. Telarañas en el pelo… —El gallinero —Dora se llevó la mano a la cabeza—. Salí a recoger huevos para la cena. —Harina en el pelo… —sonriendo, alargó el brazo y le rozó la oreja izquierda con los dedos—. Qué bajo has caído. Con los dientes apretados, Dora se tragó todas las preguntas que quería hacerle sobre las mujeres y sobre si habían congeniado con Clarence y James. —Emmet te espera mañana después de la cena.

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—Aquí estaré —repuso Grey con suavidad. ¿Por qué sonaba como una amenaza más que como una promesa? Dora lo acompañó a la puerta, la cerró, se recostó en ella y suspiró. No podía permitir que Grey la afectara de aquella manera. Un simple roce, una simple broma, y el corazón le latía con tanto desenfreno que se olvidaba de respirar. Era como si una desconocida hubiera tomado posesión de su cuerpo y la hiciera experimentar toda clase de sensaciones incómodas. —Vamos, vete a la cama, tonta. Es el cambio de tiempo, nada más.

Y tanto que era el cambio de tiempo. Poco después de la medianoche, se despertó sobresaltada, con el corazón en la garganta, y aguzó el oído para adivinar qué la había despertado. La negrura la envolvía y no notaba ni un leve soplo de aire. El zumbido de los insectos que se estrellaban contra la mosquitera era el único sonido perceptible… hasta que, de repente, el cielo nocturno vibró con una serie de fogonazos azules seguidos de una explosión atronadora. Dora se levantó de la cama y atravesó la habitación en un abrir y cerrar de ojos para ver si Emmet se encontraba bien. Un trueno de aquel calibre podía matar de un susto a una persona sana, por no hablar de a un anciano con el corazón débil. Irrumpió en su habitación justo cuando otro relámpago iluminaba su figura. Emmet estaba sentado en la cama con una sonrisa en su arrugado rostro. —Tenemos encima una mala nube, ¿eh? —comentó. Dora buscó a tientas unas cerillas y encendió la lámpara de la cómoda. —¿Te encuentras bien? —Como una rosa —dijo, al tiempo que una cortina de agua azotaba el costado de la casa. Dora logró cerrar la ventana antes de que entrara demasiada agua; después corrió a cerrar la de su dormitorio. Cuando volvió con Emmet, le preguntó: —¿Y tus articulaciones? ¿No quieres que te las restriegue con un poco de linimento? Emmet volvió a tumbarse y a cubrirse con la colcha de algodón. —Tiene gracia. Estos huesos míos se quejan horrores cuando se avecina una tormenta, pero en cuanto estalla, se calman. Acuéstate, Doree. Te agradezco mucho tu preocupación. —¿Me llamarás si me necesitas?

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—Claro. Ahora ve. Te conviene descansar. Mañana has de estar fresca para poder charlar con tus nuevas amigas.

En aquella ocasión, el desayuno salió perfecto. Como imaginaba que Ratón ya había bajado el desayuno a las recién llegadas, Dora llenó una servilleta de tela con sus galletas, hizo un atado y fue a hacerles una visita. La colada podía esperar. Había dejado de llover, pero las nubes no habían desaparecido del todo del horizonte. Además, Emmet todavía tenía una camisa limpia, aunque la hubiera quemado levemente en el hombro con la plancha. —Hola —saludó al pasar junto a la iglesia y acercarse a la casa del párroco, que estaba justo detrás—. ¿Es demasiado pronto para haceros una visita? Mattie salió a recibirla. —Pase, señorita Meeks. Lula está mal del estómago. A través de la puerta abierta del dormitorio, Dora vio que una de las camas estaba apretujada contra el catre del párroco. La mujer se aferraba a un orinal y lanzaba miradas furibundas a Mattie y a su visitante. —Yo también me mareé —se compadeció Dora, y dejó el atado en la mesa—. Tarda un tiempo en pasarse, pero ya deberías estar mejor. Todavía con el orinal en la mano, Lula se puso en pie y se acercó a cerrar la puerta sin decir palabra. Dora no se lo reprochaba; recordaba lo mal que se había sentido a su llegada a la isla, tanto que hasta la muerte habría sido un respiro. —Ese hombre, Ratón, nos ha traído unas tortitas con melaza. Lula no ha probado bocado, así que yo me he comido las suyas. Es muy agradable, ¿verdad? —¿Ratón? Supongo que sí. Bueno, nunca me había parado a pensar en él… como en una persona, quiero decir —en el estrecho salón, Mattie se sentó en el borde de la cama y Dora ocupó la única silla. Una de las mujeres podría haber dormido en el catre del párroco pero, al parecer, hasta que los hombres decidieran quién se casaría con quién, las camas eran importantes. Clarence y James estaban reclamando su derecho, pensó Dora, al recordar el hermoso anillo de compromiso que había lucido durante tan poco tiempo. Miró alrededor y pensó en lo desangelada que era la casa. No había ningún toque personal, ni siquiera un calendario de pared. —Bueno, ¿qué te pareció James? —preguntó Dora con alegría. —¿Quién? Ah, se refiere al señor Calvin. No es muy hablador, ¿no? ¿Por qué lo llaman por su nombre y apellido?

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—Creo que antes había otro James. En cuanto a su timidez, estoy segura de que la superará. Y ¿qué me dices de Clarence? La joven se animó notablemente. —Es listo, ¿verdad? ¿Sabía que se sabe de memoria todos los estados de la Unión, con las capitales y todo? Nos las dijo anoche todas seguidas, sin leerlas ni nada. Qué fascinante, pensó Dora, dividida entre la lástima y el regocijo. Se le ocurrió pensar que, con un poco de ayuda, Mattie podría resultar casi bonita. Sus rasgos no eran desagradables, aunque tuviera la boca un poco grande y la nariz pequeña y respingona. Las pecas no tenían nada de malo… a Dora también le habían salido unas pocas. —Dime, Mattie, y no te ofendas, por favor. Es que hace meses que no hablo con ninguna otra mujer. ¿Nunca has pensado en peinarte de otra manera? —¿De otra manera? —Dame tu peine —dijo Dora. Se puso en pie, caminó en círculo y observó a la joven desde todos los ángulos. Cuando Lula, con el semblante pálido y tenso, salió del dormitorio, la señorita Mattie Blades llevaba un peinado nuevo y mucho más favorecedor. Dora sonreía con satisfacción. —Ahora me gustaría ver qué hombre se le resiste. ¿No crees, Lula? —¿Qué tal estoy? —preguntó Mattie con interés—. Siempre he llevado trenzas. Lula hizo una mueca, se sentó con cuidado en una silla y bajó la vista a las puntas de sus zapatos negros arañados. —¿Dónde guardas tu espejo, Mattie? La muchacha se puso seria. —No tengo espejo. Papá decía que eran creaciones del diablo, pero a veces me miraba en el estanque. —¡Por Dios! —exclamó Dora—. No tiene nada de malo mi… mirar si te has abrochado bien la ropa, y para eso hace falta un espejo. Estoy segura de que tu padre solo quería decir que no hay que ser vanidoso. —Sí, supongo que eso era lo que quería decir. —Entonces, ven; tengo un espejo en casa. Lula, ¿te apetece acompañarnos? —se lo preguntaba por mera educación, porque la pobre tenía aspecto de querer acostarse otra vez. Lula les indicó con la mano que se fueran.

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—Ese viejo párroco no tendrá una botella de coñac escondida en alguna parte, ¿verdad? No, no te molestes —añadió cuando Dora se dio la vuelta, con intención de buscar—. Ya he mirado. La mañana transcurrió agradablemente. Emmet se quedó cautivado con la joven Mattie. Fue él quien le sonsacó casi toda su historia: que su padre se había ahogado en un estanque cuando el ciprés que estaba serrando se le vino encima y que, después del entierro, entre ella y su madre hicieron las maletas de los siete hermanos pequeños de Mattie y se fueron a vivir con el tío Blackie… Y que no había suficiente espacio para diez personas en dos habitaciones pequeñas. Dora sospechaba que Mattie no lo había contado todo, pero ella también tenía sus propios secretos. De hecho, de buen grado le habría aconsejado a la muchacha que dejara atrás el pasado y se concentrara en el futuro. De lo contrario, el pasado podría caer sobre ella como una roca. Ó como un ciprés.

El noviazgo transcurría con lentitud, ya que los dos hombres trabajaban largas horas durante el día. James había dejado de trabajar en el barco que estaba construyendo y había empezado a acarrear madera al pequeño bosquecillo de robles próximo a Shallow Gut donde estaba situada su cabaña de soltero. Lula seguía indispuesta, pero al menos podía sentarse en el porche con Clarence durante una hora después de la cena. Desde su casa, Dora y Emmet observaban las idas y venidas de los hombres y comentaban las posibilidades. —¿Sabes lo que me gustaría hacer? —preguntó Dora a su marido, que estaba sentado con la Biblia en el regazo. Sin abrir, porque ya no distinguía las palabras, pero tenerla en las manos le procuraba consuelo. —¿Meter en el horno a ese viejo ganso? —bromeó. La criatura había escapado de su corral y había vuelto a perseguir a Dora aquella misma mañana, lanzándole picotazos a los talones. Emmet y Salty lo habían atrapado y habían vuelto a recluirlo en el corral. —Organizar una cena e invitar a las dos parejas. Y a Saint Bride, supongo. Podría servir sandwiches de pepino, ensalada de cangrejo y pequeños bocaditos de langosta de primer plato; después… Emmet se echó a reír y Dora se sumó a las carcajadas. —Lo sé, lo sé. Pero no me negarás que ya puedo hacer galletas dignas de un rey. —Cierto, Doree. Sal estaría orgullosa de ti. Las risas se apagaron y Dora suspiró. Emmet dejó a un lado la Biblia, alargó el brazo y le dio una palmadita en la mano antes de decirle que iba a arreglar el corral

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del ganso. Cuando salió, Dora terminó de recoger la cocina, fue a su dormitorio, y empezó a echar una ojeada a su ropa en busca de algo que, arreglándolo un poco, pudiera servirle a Mattie. Claro que ella no sabía lo bastante de costura para abordar esa tarea, pero quizá, entre las tres, podrían improvisar un vestido de novia decente para Mattie. Lula tenía un baúl lleno de ropa, pero la pobre Mattie solo contaba con un camisón de tela de saco, una muda de ropa interior y un chal de lana. —Esto —exclamó en voz baja, y sacó un vestido blanco de muselina con el corpiño ablusado—. Y esto —sacó una combinación hasta media rodilla con un remate de encaje y cintura de cordones. El montón no tardó en crecer, y se preguntó si Lula se sentiría lo bastante bien para acometer el proyecto. Las actrices llevaban disfraces, y los disfraces necesitaban arreglos de tarde en tarde. Claro que quizá no fuera actriz; quizá todos los neoyorquinos hablaban con el mismo tono elegante. En cualquier caso, Mattie necesitaría un vestido bonito para su boda, y con el ajuar de Dora podrían confeccionar algo apropiado y favorecedor.

—No puedo creer lo mucho que echaba de menos hablar de ropa —dijo Dora horas después aquel mismo día. Las tres mujeres estaban sentadas en la casita del párroco, rodeadas de muselina y satén. Lula era un genio con la aguja, aunque Dora no podía alabar mucho su disposición. Mattie estaba encantada. —Nunca había visto tantos vestidos bonitos. Es como si uno de esos escaparates de las ciudades se hubiera abierto y me hubiera tragado. Lula puso los ojos en blanco; Dora reprimió una sonrisa. De las dos mujeres, prefería a la joven y sencilla Mattie, pero algo en la actriz atraía su mirada una y otra vez. ¿Qué la incitaba a dejar las manos inmóviles en el regazo de vez en cuando y a mirar por la ventana? ¿La tristeza? ¿El miedo? Fuese o no actriz, ninguna mujer podía ocultar eternamente sus sentimientos.

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Capítulo Nueve Las nubes habían vuelto. Era la época del año, según Emmet, en que las borrascas atravesaban el golfo casi diariamente. —Tiempo de tormentas. En agosto, estarás deseando que deje de hacer calor. Habían terminado de cenar, y como Grey iba a presentarse al cabo de poco para su partida nocturna de ajedrez, Dora buscó una excusa para irse. Guardó su último logro culinario en una servilleta y dijo: —Voy a acercarme a la casita del párroco a darles a Mattie y a Lula estas galletas de jengibre antes de que Clarence y James Calvin vayan a visitarlas. Servirán de acompañamiento a un buen vaso de té frío. —Estás orgullosa de tus éxitos, ¿eh, mujer? —los ojos de Emmet tenían un brillo pícaro aquella noche. Con tormenta o sin ella, no parecía tener más molestias de las acostumbradas—. Que no te pille la lluvia. —No me derretiré —bromeó Dora, y deseó, no por primera vez, haberlo conocido cuando era joven. Claro que sus caminos nunca se habrían cruzado. —¡Os he traído una cosa! —gritó a través de la puerta mosquitera de la casita del párroco pocos minutos después—. Pensé que os apetecería servir refrescos cuando los hombres vinieran a visitaros. Mattie la invitó a pasar. —Lula se ha vuelto a poner mal esta mañana —le confió en un susurro, agitando las cejas con expresión de alarma—. ¿Galletas de jengibre? El jengibre es bueno para asentar el estómago. —Pensé que ya habría superado la travesía. ¿No habrá comido algo en mal estado? La mujer morena le dirigió una sonrisa sombría desde su silla, junto a la ventana. —Nada de eso. Me pondré bien, solo es cuestión de… tiempo. —El jengibre te ayudará. ¿No ha sido una suerte que no se me hayan quemado esta vez? —Dora estaba preocupada pero no quería inmiscuirse. Con la intromisión de Saint Bride ya tenían bastante. Cuando Mattie le rogó que pasara y se sentara, Dora se disculpó señalando el cielo vagamente. —Será mejor que vuelva para cerrar las ventanas antes de que empiece a llover.

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Las primeras gotas cayeron justo cuando subía al porche. Grey estaba dentro, pero no vio a Emmet por ninguna parte. —Cierra las puertas del salón mientras yo me ocupo del resto, ¿vale? —dijo casi sin resuello. Como saludo, no era muy educado, pero así tenía una excusa para escapar. Encontrarse con Grey al aire libre ya era conmoción suficiente, pero en los confines de una pequeña habitación, Grey parecía absorber todo el aire, porque Dora siempre respiraba con dificultad en su presencia. Recorrió la casa a toda prisa y cerró todas las ventanas; no pudo evitar forcejear con las que tenían tendencia a quedarse encajadas. Tenía el vestido salpicado de lluvia y el rostro mojado, y el moño que se había hecho aquella mañana ya se le había deshecho. Al acercarse a la puerta que daba al porche de atrás, se detuvo para contemplar los relámpagos en el cielo ennegrecido. —Impresiona, ¿verdad? —dijo Grey desde atrás. Con el repicar de la lluvia en el tejado, no lo había oído acercarse. —¡Me has asustado! —y esa debía de ser la razón de que se le subiera el corazón a la garganta y no pudiera arrancar los ojos del rostro de Grey. —Pasará justo sobre Portsmouth; a nosotros solo nos tocará de refilón —hizo una pausa—. Emmet me ha pedido que te diera las buenas noches. Jugamos media partida, pero estaba cansado. Debe de estar haciendo demasiados esfuerzos. —El corral. ¿La parte donde guardamos el ganso? Insistió en arreglarla hoy. No me había dado cuenta, pero atar red es como hacer encaje —Dora no desviaba la mirada del rostro de Grey; tenía la impresión de estar hechizada. Aunque los días eran mucho más largos, en cuanto se avecinaban las tormentas, era casi imposible ver sin una lámpara. —Me iré en cuanto pare un poco de llover —dijo Grey, y su voz grave le puso la piel de gallina. Dora se limitó a asentir, incapaz de apartar la mirada de él. Grey dijo algo más, pero absorta como estaba en el movimiento de sus labios, Dora se olvidó de escuchar. Qué extraño… Nunca se había fijado en los labios de un hombre. Ni en cómo un labio inferior tan marcado podía parecer a la vez suave y firme. —¿Qué? —preguntó, demasiado tarde. En lugar de repetir lo que había dicho, Grey levantó una mano y le acarició despacio la mejilla con los nudillos. Después, estiró el brazo por encima de ella y cerró la puerta del porche de atrás. En la penumbra, ella lo miró fijamente con el rostro ardiendo, como si la hubiese tocado con un hierro candente. —Dora, Dora —dijo, en tono extrañamente pesaroso. Entonces, dio media vuelta y se fue. Dora contempló cómo atravesaba la casa y salía por la puerta, y cómo echaba a andar carretera arriba.

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¿Cómo era posible que un hombre que ni siquiera le agradaba la afectara de aquella manera? Caminando como una sonámbula hacia la ventana, siguió con la mirada su ascenso hacia la casa de la colina, bajo la lluvia. Tenía la camisa pegada al cuerpo, y los músculos de sus largas piernas quedaban claramente delineados por los pantalones de algodón. Y si Grey pudiera imaginar, se dijo Dora, lo que estaba pensando en aquel momento, perdería la reputación que tanto le había costado recuperar en aquella pequeña isla. Hasta que la lluvia no cesó y Emmet no estaba roncando tras su puerta cerrada, a Dora no se le ocurrió pensar en lo que Grey le habría dicho antes, en la cocina. Seguramente, algo tan trivial como: «¡Cierra esa maldita puerta!». Irritada consigo misma, se dispuso a abrir otra vez las ventanas. Empezaban a verse las estrellas. Por fin, se acostó.

Justo antes del amanecer, empezó a llover otra vez. Una lluvia suave en aquella ocasión y, horas después, Dora se preguntaría qué la habría despertado. —Las ventanas —murmuró. Las había vuelto a abrir antes de acostarse. Pero no se oía viento; no era más que una llovizna. Permaneció en la cama, con el ceño fruncido, inquieta por ninguna razón en particular. Transcurridos varios minutos, se levantó y cerró las ventanas de la parte sudoeste de la casa, por si acaso el viento arreciaba de nuevo. Abrió la puerta de Emmet y atravesó de puntillas la habitación a oscuras para cerrar la ventana que estaba junto a su cama. De repente, tuvo la sensación de que en su interior se había abierto un enorme vacío. Incluso con el suave rumor de la lluvia, había silencio. Demasiado silencio. —¿Emmet? ¿Em…? —susurró. Se inclinó sobre él y le tocó el rostro. Estaba fresco—. La ventana —murmuró, pensando que tal vez la lluvia lo había salpicado antes de que ella la hubiera cerrado. O quizá había hecho más fresco durante la noche y se había quedado frío. Siempre estaba diciendo que el viejo hornillo de su cuerpo ya no funcionaba, y que hasta en el día más caluroso de julio le costaba trabajo sudar. Pero no era la lluvia, ni una bajada súbita de temperatura. —¡Emmet! —susurró con voz apremiante. Lo agarró de los hombros y lo zarandeó—. ¡Emmet, despierta! —chilló. «No, por favor, Señor. No». Sin molestarse en buscar las zapatillas ni en ponerse una bata, salió disparada por la puerta principal, gritando: —¡Grey! ¡Grey, ven enseguida! ¡A Emmet le ha pasado algo! Escaneado por Alix-Sira y corregido por Vale Black

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Grey salió de la casa justo cuando ella llegaba a la puerta. Descalzo y sin camisa, se estaba abrochando los pantalones cuando Dora se abalanzó sobre él gritándole que se diera prisa, que a Emmet le ocurría algo. —Tranquilízate y cuéntame qué ha pasado. ¿Se ha vuelto a caer? Pero incluso mientras formulaba la pregunta, Grey sospechó que se trataba de algo más que eso. El anciano había estado inusualmente callado la noche anterior. No triste, ni siquiera se había quejado de los achaques acostumbrados. Un hombre tenía derecho a sus propias reflexiones, así que Grey lo había dejado absorto en sus pensamientos. —¡No… No respira! —Dora se había arrojado a él, sin darle otra elección que abrazarla mientras sollozaba—. ¡Por favor, por favor, haz llamar a un médico! —Dora, haré lo que pueda —dijo en voz baja, consciente de que si Emmet había dejado de respirar, ni el mejor médico del mundo podría ayudarlo. Pero Dora le estaba tirando del brazo e insistiendo en que la acompañara. —¡Corre! ¡Haz que respire! No se molestó en ponerse zapatos ni camisa. Dora también iba descalza; se arañaría las plantas de los pies, si no lo había hecho ya. Las ostras trituradas estaban bien para un carro, pero no tanto para unos delicados pies de mujer. Dora todavía estaba sollozando cuando entraron en la casa. —No hay luz —dijo Grey. —No tuve tiempo de encender ninguna lámpara. —Entonces, ¿cómo sabías…? —dejó la pregunta a medias. Ya estaba dentro de la casa, caminando hacia el dormitorio de Emmet, la habitación en la que tiempo atrás había imaginado a los dos esposos compartiendo la misma cama. Dora encendió la lámpara y Grey examinó al hombre que yacía boca arriba, con los brazos a los costados y la máscara cerosa de la muerte cubriéndole el rostro. Se enderezó y dijo con suavidad: —No ha podido sufrir o habrías oído algo. Dora estaba de pie al otro lado de la cama, con las mejillas bañadas en lágrimas, cuando Grey cubrió el rostro de Emmet con la colcha. —No es justo —susurró Dora—. Primero papá y ahora… —Ve a la otra habitación mientras yo hago café. A no ser que prefieras un té… Dora lo negó con la cabeza. Tenía el pelo aplastado a un lado de la cabeza y parecía una cresta de gallo. Grey pensó que nunca la había visto más deseable, o vulnerable, que allí, de pie, con un camisón húmedo de algodón y los pies desnudos manchados de arena mojada y fragmentos de ostras.

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Con un aire de dignidad que resultaba extrañamente conmovedor, Dora dijo: —Me quedaré con Emmet. Tú ya puedes volver a casa. Pero, por supuesto, Grey no hizo tal cosa. Buscó en la cocina hasta encontrar una botella de licor de moras. El coñac habría sido más efectivo, pero tendrían que conformarse con eso. Un buen trago mitigaría el sufrimiento. Quizá fuera más conmoción que sufrimiento, aunque Grey reconocía a regañadientes que Dora había hecho mucho bien al anciano. Durante los últimos meses, Emmet había exhibido un renovado vigor. Al principio, Grey lo achacó a la pasión, pero al verlos juntos, no detectó ningún indicio de esa clase de intimidad. Más bien, parecían buenos amigos. Padre e hija. Enfermera y paciente. Fuese cual fuese su relación, Emmet se había sentido feliz. «¿Y ahora qué?», se preguntó.

Dora insistió en velar a Emmet en cuanto Ratón preparó el cuerpo. Acercó una silla al pie de la cama y no se movió salvo por los obligados viajes al excusado. Clarence hizo llamar al padre Filmore. Almy Dole empezó a tallar una cruz en madera de ciprés con el nombre y la fecha, hasta que pudiera encargarse una lápida de piedra en la costa. Y James Calvin se dispuso a construir el féretro con la madera clara de arce que había estado atesorando para un juego de sillas que había diseñado. Ratón llevó comida y, después de explicarles las circunstancias a las recién llegadas, Grey las condujo a la casa para que acompañaran a Dora hasta después del funeral. Con el calor que hacía, tendrían que celebrarlo en cuanto el párroco llegara a la isla. Siempre tan práctico, Grey se dijo que debía interesarse por el estado de los noviazgos. Le gustaba dar a las parejas una semana para conocerse, pero en aquella ocasión, si Filmore iba a ir a enterrar a Emmet, quizá convendría acelerar los acontecimientos. Dos bodas y un funeral. Podría matar dos pájaros de un tiro. Hizo una mueca al percatarse de su propia falta de delicadeza. Dios, a veces, pensaba que la vida entre hombres rudos lo había despojado de los modales que pudiera haber aprendido en sus años de colegio. Incluso entonces había sido un inadaptado. Los estudios lo habían atraído enormemente, pero casi todas las convenciones sociales le habían parecido absurdas o incluso destructivas.

Dora sintió de inmediato la presencia de las dos mujeres. Qué extraño, pensó, que el mero murmullo de voces femeninas en la habitación contigua le procurara tanto consuelo. Escaneado por Alix-Sira y corregido por Vale Black

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Mattie se encargó de la cocina. Ratón había llevado comida suficiente para un ejército y, juntos, los dos la distribuyeron sobre la mesa improvisada en el salón. Lula había encontrado un lazo de tafetán negro; seguramente, era de uno de los sombreros de Dora. Lo colocó en la puerta delantera y se dispuso a correr cortinas y a colocar sillas para el velatorio, incluidas las que Ratón había bajado de la casa de Saint Bride. —Señorita Dora, será mejor que salga a comer algo —dijo el corpulento criado, y asomó la cabeza en la habitación en penumbra en la que Dora velaba al difunto. Lula había insistido en que se echaran todas las cortinas, aunque Dora habría preferido que entrara la luz. Emmet también lo habría preferido. Pero Emmet ya estaba con su amor, Sal. No podía importarle lo que ella hiciera con sus ventanas. —Gracias, Ratón. Si la dejas en la cocina, tomaré un poco dentro de un rato. El amable gigante se acercó a ella, y su presencia le resultó extrañamente reconfortante. No entendía por qué, porque apenas había hablado con él en todo el tiempo que llevaba en la isla. Reprimió una sonrisa al recordar la primera vez que lo había visto. Se había llevado un susto de muerte. Con el parche en el ojo y la calva, parecía un villano de sus cuentos de infancia. —Déjeme que vele yo al señor Emmet ahora. Tengo algunos mensajes que me gustaría hacer llegar a algunos amigos. ¿Mensajes? Claro. Mensajes. En silencio, Dora se puso en pie y dejó que Ratón ocupara su lugar. Mientras salía con paso rígido de la habitación, se le ocurrió pensar por primera vez que la muerte podía ser un apacible desenlace. Un final y… ¿quizás un principio?

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Capítulo Diez El párroco llegó a la isla aquella misma tarde. Como la última vez que Dora había visto al reverendo Almond Filmore había sido en su boda, prorrumpió de nuevo en sollozos. —Lo siento —se disculpó—. Es que acabo de recordar la última vez… Mattie la agarró del brazo y la acompañó al porche de atrás. Daba al gallinero y a las higueras que había más allá, donde se había abierto la nueva sepultura, así que Dora volvió a llorar. —Échalo todo fuera, cariño. No conviene guardarse el dolor —la menuda pelirroja regordeta, con su lucido moño un poco torcido, la abrazó y le dio unas palmaditas en la espalda. Cuando por fin se apartó, Dora logró proferir una trémula carcajada. —He llorado más en los últimos seis meses que en toda mi vida. Me refiero a… a… La mirada de Mattie parecía indicarle que entendía más de lo que Dora estaba dispuesta a confiarle. Si algo había aprendido Dora desde que su mundo se había vuelto del revés era que la sabiduría no era exclusiva de la clase privilegiada. La vida enseñaba lecciones que los que estaban resguardados entre demasiadas riquezas no aprendían hasta que no era demasiado tarde. El servicio fue interminable. El párroco, con su alargado rostro más lúgubre que nunca, hablaba sin cesar con tono monótono, hasta que Dora sintió deseos de gritar. El reverendo Filmore no era un hombre falto de inteligencia, hasta podría considerarse atractivo, pero ponía a prueba la paciencia de la congregación. Cuando terminó, todos balbucieron «Amén» y se hizo un silencio incierto. Entonces, Lula empezó a cantar. De pie al otro lado de la tumba abierta, entre Mattie y Ratón, alzó la cabeza, cerró los ojos y entonó un himno federal de la guerra de secesión con su hermosa voz de contralto. Decir que los reunidos en torno a la sepultura se quedaron de piedra sería un eufemismo. La pieza era, por decir algo, inadecuada en aquel bastión de la Confederación. Emmet debía de haber sido un hombre joven cuando estalló la guerra. Sin embargo, la letra resultaba apropiada para él. Cuando la última nota se perdió en el aire, no había un solo rostro impasible. El de Dora estaba nuevamente bañado en lágrimas. —Un puñado de arena —sugirió Mattie en un sonoro susurro. Fue Grey quien la acercó a la tumba y le sostuvo el brazo mientras ella se inclinaba y tomaba un puñado de arena para esparcirla sobre el féretro de Emmet;

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Grey, quien se mantuvo a su lado mientras los presentes le ofrecieron sus respetos por última vez y se alejaron en fila india. Fue Grey quien le entregó una flor silvestre, pequeña, rosa y un tanto marchita, para que la dejara caer en la tumba abierta. Y fue a Grey a quien Dora buscó cuando, agotadas las lágrimas, tuvo la necesidad de sentirse abrazada. Cuando el calor de su cuerpo, su fuerza, y el sutil aroma masculino empezaron a traspasar el dolor y a afectarla de manera inesperada, se retiró de sus brazos y dijo en voz baja: —Gracias. Ya estoy bien. Grey contempló cómo entraba en la casa; Dora podía sentir su mirada perforándole la espalda de su vestido amarillo. Había escogido el amarillo y no el negro porque a Emmet le había gustado verla con bonitos colores. En más de una ocasión, le había dicho que el negro era para mujeres viejas, así que se había vestido de amarillo para él, sin preocuparse de las miradas reprobadoras de personas como Saint Bride. Dora logró sobrellevar el resto del día. Mattie y Lula dormirían con ella, por supuesto, en la habitación de Emmet, aunque sus futuros maridos permanecerían en sus respectivas cabañas de solteros, a la espera de que sus pretendidas se decidieran. Mattie y Ratón habían vuelto a dejar los muebles como estaban y alguien, seguramente Mattie, había colocado un jarrón lleno de aquellas florecillas rosadas junto a la jarra y la palangana del dormitorio de Dora. Tendría que encargar semillas de aquella flor para plantarlas sobre las dos tumbas, pensó. El sol ya se había puesto cuando buscó a Lula, que estaba sentada en el porche de atrás. —¿Te encuentras mejor ya? Debes de haber contraído un poco de gripe y eso es lo que te ha afectado al estómago. Da gracias porque no haya sido peor. La mirada que Lula le lanzó la hizo creer que había dicho algo ofensivo, pero no entendía por qué, así que lo volvió a intentar. —¿Qué tal estáis congeniando Clarence y tú? Debió de quedarse atónito cuando empezaste a cantar. Nunca había oído una voz tan hermosa. —Es buena, pero no lo bastante —Lula pasó de largo el cumplido—. Era actriz, ¿sabes? Dora asintió y murmuró que ya se lo había imaginado, pero Lula prosiguió como si no la hubiera oído. —Tenía quince años cuando dejé la fábrica de camisas y me uní a la compañía de musicales Perretti's. Actuábamos por todo el estado de Nueva York. Logré ascender a segunda actriz, pero el público prefiere rubias bajitas y regordetas, no morenas altas y delgadas. A Roberto Perretti le pasaba lo mismo —añadió con una sonrisa amarga.

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—Yo soy menuda y rubia, y no puedo memorizar ni una sola nota. Y no sabes la de veces que he deseado ser alta. Además, tienes un pelo moreno precioso. Estoy segura de que Clarence opina lo mismo. —Clarence —Lula suspiró, y entrelazó sus manos de dedos largos y elegantes —. Es un joven agradable. Un poco menos emocionante que el pan mojado, pero bastante decente. A Dora le parecía que, en boca de Lula, «decente» era más una crítica que un cumplido. —Entonces, ¿la cosa va bien entre vosotros? De nuevo, aquella amarga sonrisa. —Me llama señorita. Sí, señorita; no, señorita. ¿Te imaginas acostándote con un hombre que te llama señorita? Dora tuvo que contenerse para no quedarse boquiabierta. No se imaginaba acostándose con ningún hombre. No había llegado a hacerlo con Henry. En un momento de debilidad, había tenido sexo con él y le había parecido una actividad excesivamente encomiada. En lugar de agradable y, mucho menos, emocionante, había sido dolorosa, sucia y bochornosa. Y eso solo había sido el principio. —Sí, bueno… Parece un nombre bastante serio —¿Qué podía decir?—. No es que sea atractivo, pero tiene un rostro agradable y una sonrisa encantadora. Y, como has dicho, estoy segura de que es muy decente. Lula la miró con ojos que habían visto demasiado. Grandes, oscuros y lustrosos, parecían casi tristes. —Tiene veintidós años. ¿Sabes cuántos años tengo yo? Dora lo negó con la cabeza. Ella tenía veintitrés, y sabía que Mattie tenía diecisiete. Lula parecía mucho mayor, pero las apariencias podían ser engañosas. —Cumpliré treinta y dos en septiembre. Poco después, seré madre, y Clarence se merece algo mejor —ladeó la cabeza y sonrió, pero era una sonrisa burlona—. ¿No te parece? Dora tardó un momento en comprender. Cuando lo hizo, dijo con suavidad: —Dios mío, claro. —No me digas que no lo habías adivinado. He estado vomitando todas las mañanas, comiendo todo lo que pillo y llorando a lágrima viva por cualquier cosa. ¿Pensabas que estaba llorando por tu Emmet? Lo siento, pero ni siquiera lo he conocido, ¿recuerdas? —Sí, bueno… No. Quiero decir… —Dora asimiló la verdad, le dio vueltas en la cabeza y anunció su decisión—. Tendrás que quedarte conmigo, por supuesto. Al menos, por ahora. Mattie podrá casarse con James Calvin, y tú y yo nos

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prepararemos para el bebé. De momento, seguiremos como estamos, y haremos planes para el futuro. —No tienes por qué hacer eso. Siempre puedo buscar algún sitio adonde ir, a alguien con… —¿El padre del niño? Al principio, Dora pensó que no iba a contestar, pero luego Lula se encogió de hombros y dijo: —Imposible. Me enamoré de un persuasivo caballero sureño. Cuando supe que estaba esperando un hijo suyo, escribí a la dirección que me dejó y vine al Sur a casarme con él. Ya puedes imaginarte el resto. Dora asintió con sabiduría, porque no quería parecer tan ingenua como lo era en realidad. Santo Dios, ¡y pensar que a ella podía haberle ocurrido algo parecido! Preocupada por la pérdida de su padre, de su hogar y la deserción de sus amigas ni siquiera se le había pasado por la cabeza aquella posibilidad. De lo contrario, habría echado a andar hacia el río Pamlico y no se habría detenido al llegar a la orilla. Bueno, por supuesto que no habría hecho nada parecido. Y, más aún, sabiendo que podía estar embarazada. —¿Qué ocurrió? —¿Tú qué crees? El muy sinvergüenza ya estaba casado, y su esposa me acusó de mentir sobre su infidelidad y amenazó con avisar al sheriff. —¿Y tú qué hiciste? Lula sonrió y, durante un instante, pareció mucho más joven. —Le arrojé un ladrillo y regresé andando a la ciudad. Iba a ahogar mis desgracias en un vaso de ginebra, pero la ginebra siempre me produce náuseas, y ya tenía bastantes. Entonces, vi el anuncio del señor Saint Bride… y ya sabes el resto. Dora guardó silencio durante varios momentos. El cielo estaba completamente oscuro, salvo por la estrella vespertina. Asintió con decisión y dijo: —Entonces, haremos esto —y se dispuso a hacer planes sobre la marcha—: Clarence tendrá que retirar su cama, al menos, hasta que te decidas. Vivirás aquí conmigo y… y montaremos una casa de huéspedes para las novias que Grey vaya trayendo. No me extraña que se den media vuelta nada más ver este lugar. Ni siquiera hay un salón de té en la isla, por no hablar de un lugar agradable donde alojarse. La casita del párroco es tan acogedora como… Bueno, ya sabes lo que quiero decir. No está mal para un soltero, pero no imagino a una mujer viviendo allí durante mucho tiempo. No hay ni un solo cuadro colgado en la pared, ni bonitos cojines, o cortinas. Cielos, ni tan siquiera una alfombra. Lula le lanzó una mirada burlona y arqueó las cejas, que parecían pintadas… y tal vez lo fueran. Escaneado por Alix-Sira y corregido por Vale Black

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—Conque ya está todo arreglado. ¿Así de fácil? ¿Vamos a regentar una casa de huéspedes? Querida, eres demasiado ilusa; no me conoces lo más mínimo. Podría haberte mentido en todo. Podrían estar buscándome por asesinato mientras yo me escondo aquí hasta que el escándalo se disipe. —Pero eso no es cierto. Quizá no sea de Nueva York, pero hasta yo me doy cuenta de esas cosas. Lula prorrumpió en carcajadas, así que Dora también sonrió, aunque no sabía exactamente por qué. —Pero sí que se nota que eres actriz. ¿A quién si no se le ocurriría algo tan disparatado? Ahora, vamos a decírselo a Mattie. —¿Por qué? —dijo Lula. —¿Por qué no? Va a casarse con James ahora que el párroco está en la isla. Bueno, olvídalo. En realidad, no la necesitamos. No sabrás cocinar, ¿verdad? —No, pero si soy capaz de memorizar un guión, podré ingeniármelas con una receta. Dora guardó silencio, pensando en lo extraño que resultaba que el mismo día que había enterrado a su marido, se le ocurriera aquel plan de futuro tan maravilloso. Una puerta se cerraba y otra se abría. Se le ocurrió pensar que a Saint Bride podría no hacerle gracia que otra persona que no fuera él estuviera haciendo planes para su isla. Hasta podría decirle que no tenía derecho a convertir su casa en un negocio. Pero si era su casa, y Emmet le había asegurado que había dejado un nuevo testamento, testimoniado por John Luther, en el que se lo dejaba todo, entonces, Grey no podría hacer nada para impedirlo. La casa estaba en silencio cuando entraron, pero había una lámpara encendida. La comida estaba guardada, los platos lavados y alguien, seguramente Ratón, había recogido las sillas y la mesa improvisada para el velatorio. —De repente —dijo Dora—, estoy agotada. Creo que podría dormir durante una semana. —Si no te importa, yo voy a comer algo. Estoy muerta de hambre.

Al día siguiente en el desayuno, las tres mujeres se sentaron en torno a la mesa mientras Lula y Dora ponían a Mattie al corriente sobre su repentino plan de abrir una casa de huéspedes para las novias de Saint Bride. —Madre del amor hermoso, menuda idea. ¿Contaréis conmigo? —Te casarás en cuanto James Calvin añada una habitación a su casa. Lo necesitaremos para que cierre el porche de atrás para el negocio.

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Mattie puso una cara tan larga como se lo permitía su cara redondeada. —Él no quiere casarse conmigo, lo mismo que yo no quiero casarme con él. Lula suspiró y volvió a poner los ojos en blanco. Era uno de los gestos teatrales que Dora empezaba a reconocer en ella. Dora le dio a Mattie una palmada en el hombro. —Cariño, todavía es pronto para decidirse. Estas cosas no se pueden forzar. Estoy segura de que James quiere casarse contigo; lo que pasa es que es tímido, nada más. Lula fue al meollo de la cuestión. —¿Por qué no quieres casarte con él? Para eso viniste a esta isla, ¿no? Para encontra marido. La joven asintió en silencio. Parecía tan desgraciada, tan abatida, que Dora tuvo que reprimirse para no abrazarla y consolarla lo mismo que Mattie la había consolado la noche anterior. ¿Había sido la noche anterior? Parecía mucho más lejano. —No hay por qué precipitarse —dijo en tono conciliador—. Las tres estamos abatidas; todo es tan nuevo… Nadie tiene que decidir nada hasta que no esté segura. —¿Pero no me echará de la isla el señor Saint Bride? —Antes pasará por encima de mi cadáver —declaró Dora, y Lula batió las palmas—. Para empezar, lo superamos en número. Nosotras somos tres y él solo uno.

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Capítulo Once —El pretendiente de Mattie ha venido a visitarla —anunció Lula, y despertó a Dora de un sueño profundo. Se sentía como si hubiera estado en el fondo del mar y alguien acabara de arrastrar su cuerpo a la superficie. —Es muy pronto —balbució. —Ya son casi las doce —señaló Lula—. Tu perra quiere el desayuno y Mattie dice que casi no tienes harina. —Mmm. Dame un minuto —«para que se me despeje la cabeza, pueda abrir los ojos y me ocupe de alguna que otra necesidad básica». Santo Dios, ¿habría sido todo un sueño? ¿De verdad estaba considerando la posibilidad de abrir una casa de huéspedes? Esa era solo una de las ideas que habían tratado. Alguien había mencionado una pastelería, y Lula había propuesto, en broma, una lavandería. —Por lo que llevo observando hasta ahora —había explicado el día anterior—, a la mayoría de los hombres les haría un buen servicio. —Dudo que quieran tomarse la molestia de lavarse la ropa. Y sabiendo como ahora sé lo que conlleva hacer una sola colada, no se lo reprocho. Seguían intentando decidirse entre abrir una pastelería o una casa de huéspedes. Y, aunque Dora no quería precipitarse en nada, más tarde o más temprano tendrían que tomar una decisión. Ratón no iba a suministrarles comida eternamente. A la luz brillante del nuevo día, ningún plan le parecía del todo práctico. Si las novias que desembarcaban en la isla estaban tan desahogadas económicamente como Dora al llegar a Saint Brides, no podrían pagar por una cama, y mucho menos por comidas. —¿Dónde está Mattie? —le preguntó a Lula, que tenía mejor aspecto aquel día, aun que todavía se le notaban las ojeras. —Dando un paseo con James —respondió, y señaló la ventana. Al mirar a través del cristal, Dora advirtió que el nuevo peinado de Mattie peligraba aún más que el día anterior. También parecía tensa, al igual que James Calvin. —¿Qué te parece? —le preguntó a Lula, mientras se anudaba la bata. Lo que más añoraba en aquellos momentos era la enorme bañera de porcelana que su padre había hecho instalar en Sutton Hall el invierno pasado. Una bañera de hierro galvanizado llena de agua calentada en la cocina no ayudaba igual de bien a disipar la tensión y las preocupaciones—. ¿Ves alguna chispa entre ellos?

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La respuesta de Lula fue una clara indicación de lo que opinaba sobre el romanticismo. —En absoluto. ¿Sabe hablar ese hombre? Te juro que no le he oído pronunciar más de tres palabras seguidas. Incluso el pobre Clarence, con lo tímido que es, comentó algo sobre los nuevos aranceles y el efecto que tendrán en el comercio naviero. Así que no, no puedo decir que sean la pareja ideal. Dora se encogió de hombros, se levantó de la mesa y empezó a hurgar en la nevera, entre los hielos, para ver si había algún resto de comida del día anterior que mereciera la pena comer. —Sí, bueno, ha sido Saint Bride quien los ha emparejado. Se supone que nunca falla. Lula le lanzó una mirada inquisitiva. —¿Y es así? —¿El qué? —¿No fue él quien te emparejó con tu marido? —Bueno… en cierto sentido, sí. Lula asintió pensativamente. —No sabrás si él también está interesado en encontrar esposa, ¿no? —preguntó. Las náuseas matutinas debían de habérsele apaciguado porque estaba mordisqueando una galleta. —Solo si pudiera encontrar una mujer a la que no le importara que le dijeran lo que debe decir, lo que debe hacer, lo que debe ponerse y hasta lo que debe pensar. —No era en su conversación precisamente en lo que estaba pensando —dijo Lula con ironía, y Dora se atragantó con un trozo de queso. —Será mejor que salga a dar de comer a Salty —anunció Dora cuando terminó de toser. Grey se pasó por la casa varios minutos después. Dora habría preferido disponer de un poco de tiempo para recogerse el pelo y ponerse algo más apropiado que un quimono de seda chino. —El reverendo tiene que irse dentro de un día o dos. ¿Pensáis que esos dos ya están listos para formalizar su unión? —señaló con la cabeza la carretera arenosa que conducía a la zona conocida como Shallow Gut, por la que paseaban Mattie y James Calvin. Lula se encogió de hombros. Dora, que trataba de dar la impresión de que llevaba horas levantada, dijo: —¿No has promulgado ya un decreto y fijado la fecha de la boda?

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Grey dio la espalda a la ventana y la miró con enojo. —Y tú, ¿has pensado ya en algo? —Ah, así que ahora puedo pensar —repuso Dora, toda ella pura inocencia. ¿Por qué sentía la necesidad de hostigarlo? ¿Acaso quería comprobar si podía sacarlo de sus casillas? —No querrás quedarte aquí sola —dijo Grey; era evidente que estaba reprimiendo su enojo. Dora siempre sabía cuándo estaba hecho una furia: le palpitaba un pequeño músculo a un lado de la mandíbula. —¿Cómo que no querré? —Deberías empezar a hacer planes. —¿Por qué? ¿Vas a buscarme otro marido? —impelida por razones que escapaban a su comprensión, siguió hostigándolo—. Con todos los hombres solteros que hay en la isla, no resultará muy difícil encontrar otro… pasado un tiempo razonable, claro —cielos, aquel pequeño músculo estaba latiendo cada vez con más fuerza. Quizá se hubiera pasado un poco de la raya. Tampoco era una gran ayuda ver cómo Lula se mordía los labios para contener la risa. —Hablaremos de eso más tarde, cuando estés más decente —masculló—. Volveré. En cuanto salió dando un portazo a la puerta mosquitera, Lula prorrumpió en carcajadas. —Eso sí que son chispas. —No, es el déspota más arrogante, obstinado e intolerante que anda suelto por todo el planeta. —Ah, pero qué bien anda… —bromeó Lula. —Por el amor de Dios —le espetó Dora, y salió con paso enérgico de la habitación. Si Grey regresaba, la encontraría arreglada para la batalla. Escogió uno de sus vestidos más favorecedores, de tafetán rosa, nada apropiado para una desconsolada viuda. Ni para cualquier otra mujer de aquella isla desolada, inhóspita, calurosa y atestada de insectos. Justo cuando estaba abrochándose el último botón, oyó a Mattie en el porche delantero. Al parecer, James Calvin no había querido entrar; aunque ya era bastante sorprendente que hubiese sacado tiempo de su trabajo. —Bueno, ¿qué os parece? —preguntó Dora al salir del dormitorio. —Es precioso, pero lo echarás a perder —dijo Lula con rotundidad—. Dudo que nadie sea capaz de quitar las manchas de sudor de debajo del brazo.

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—Me refería a la casa, no al vestido —repuso Dora; Lula acababa de bajar del desván—. Podríamos dividir el desván en dos habitaciones con ayuda de una cortina hasta que podamos permitirnos levantar un tabique. —Ponte uno de esos vestidos de algodón tan bonitos que tienes, Doree —dijo Mattie, como si no la hubiera oído—. Puedo lavar casi cualquier cosa, pero nunca he lavado seda. Lula puso los ojos en blanco. —Déjala, Mattie. Cuando el corpiño se llene de manchas, usaremos la falda para hacer cortinas para la habitación de invitados. Dora sonrió con cierta tristeza; la última vez que se había puesto aquel vestido fue la tarde en que Henry le pidió que se casara con él. Lo había escogido aquel día en señal de desafío, consciente de que Grey volvería. Claro que eso no tenía mucho sentido. Aunque reconocía haber sido un tanto frivola, nunca se había considerado una persona irracional.

Grey esperó todo lo que pudo antes de volver a enfrentarse con la viuda de Emmet. Dora no había dicho en serio que pensara buscar otro marido. La sola idea de verla casada con otro hombre le hacía apretar los dientes. Por eso, seguramente, lo había dicho… porque quería que perdiera los estribos. —Maldita sea —dijo en voz baja, mientras sacudía un par de guantes de trabajo contra el muslo. Dora estaba tramando algo, lo sabía tan bien como sabía su propio nombre. Se estaba cociendo algo en aquella casa, y como no tomara las riendas del asunto, aquellas tres mujeres podrían ser su perdición. La novia de James, Mattie Blades, no. No era problemática. Demasiado tímida, pero también lo era James. No charlarían mucho entre ellos, pero serían un matrimonio sólido. En cuanto a la mayor, no estaba tan seguro. Su intuición le decía que tal vez haría mejor pareja con un hombre más maduro. John Luther era demasiado viejo… Llevaba casi diez años viudo. Pero claro, tampoco era más viejo que Emmet. Para entonces, Grey ya estaba delante de la puerta de la casa. Se sacudió la arena de las botas y llamó a través de la mosquitera. —¿Dora? ¿Hay alguien en casa? Salty se levantó de su rincón soleado del porche y se acercó a recibir una caricia. Grey complació a la perra de color canela y dijo: —Vosotras, las mujeres, os estáis adueñando de mi apacible isla, ¿verdad, vieja amiga? Si la mitad de tus cachorros no salen machos, te deportaré a la isla de Ocracoke. Escaneado por Alix-Sira y corregido por Vale Black

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Dora apareció en la puerta, sacudiéndose las manos, casi sin resuello. Llevaba puesto un vestido más apropiado para un salón de baile que para una casa; al menos, en opinión de Grey. Olía ligeramente a jabón de pino y a lilas y, antes de tener tiempo de ponerse en guardia, Grey se sorprendió reaccionando como un hambriento en un festín. Como un hombre sano y normal que hacía más de un año que no yacía con ninguna mujer. Maldición, ¡Dora acababa de enterrar a su marido! ¡A su segundo marido! Además, no había hecho más que darle quebraderos de cabeza desde que puso el pie en la isla. —¿Querías verme por algo? —le preguntó, bloqueando el umbral con su figura menuda. —Pensé que querrías… Bueno, se me ha ocurrido que… —no se le ocurría nada; el cerebro se le había atascado como una caja de cambios llena de arena— que quizá te interese añadir algo al pedido que estoy preparando para el capitán Dozier. No hay nada como un funeral para consumir las provisiones. Menudo tacto. Sintió deseos de darse una palmada en la cabeza. —Lo que quiero decir, es que quizá quieras echar un vistazo a tu alacena y ver si te faltan algunos alimentos básicos. Bueno, eso si estás pensando en quedarte… «Diablos, Saint Bride. Estás hecho un bocazas». —Eres muy atento, gracias; tendré que echar una ojeada. Quizá necesitemos algunas cosas, pero nada que no pueda esperar una semana más. Una semana más. Eso le hacía recordar otra cuestión. No había manera diplomática de sacar el tema a colación, así que fue al grano: —¿Y dinero? Sé que Em no tenía mucho a mano, pero abrió una cuenta en un banco de Bath. Podría adelantarte lo que necesitaras. No se molestó en añadir que había sido él quien, discretamente, había mantenido con saldo la supuesta cuenta de ahorros de Emmet. Empezaba a pensar que tendría que ocuparse de mantener también a su viuda. Que así fuera. La tensión a la que había estado sometida se hacía evidente en su rostro. Tenía sombras oscuras bajo los párpados. Parecía que no hubiese dormido muy bien, lo cual era comprensible. Lo que Grey no comprendía tan bien era el aire de entusiasmo controlado que la envolvía. Después de su anterior conversación, experimentó una creciente intranquilidad. No podía haber puesto ya sus miras en otro hombre, ¡tan pronto, no! —¿Te… te puedo ayudar en alguna otra cosa? —acertó a decir Grey. Se sentía como si una fuerza invisible le hubiese quitado el timón de las manos y quisiera

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cambiar el curso de su vida. Teniendo en cuenta que estaba acostumbrado a llevar el control, resultaba inquietante. —Bueno, sí. Si eres tan amable, ¿no te importaría decirle a Ratón que venga más tarde para ayudarnos a mover unos muebles? —se mordió el labio, y Grey se sorprendió mirando fijamente aquellos pequeños dientes blancos clavados en el labio sonrosado y carnoso—. No… no aceptará un ganso como pago, ¿verdad? —¿El viejo ganso de Sal? Déjalo libre si no lo quieres. —No se irá. —Deja de darle de comer. —Entrará en la casa y me atacará. Para entonces, la tensión había disminuido tanto que Dora pudo sonreír y Grey profirió una carcajada. Al menos, se dijo Grey momentos después, mientras caminaba hacia el embarcadero, ese maldito ganso servía para algo. La mejor solución sería recuperar la casa de Meeks pagándole a Dora su justo valor más un incentivo por la premura de tiempo. Así, ella tendría fondos para empezar de nuevo en la costa y a él no lo acusarían de aprovecharse de una viuda desconsolada. Mejor aún, se libraría de ella antes de que escogiera una nueva víctima. Cuando llegó al almacén, encontró a Clarence contemplando el cobertizo a medio terminar con semblante taciturno y un bloc en la mano. —He dejado el último envío de madera de ciprés en la parte de atrás. Si el viento no cambia, el cobertizo aguantará hasta que podamos terminarlo. James y Almy han estado trabajando en él toda la mañana. —Pensaba que James había estado cortejando a Mattie. Los vi juntos a eso del mediodía. —Se tomó una hora libre por asuntos personales —el pelirrojo almacenero siguió tomando notas en un bloc de papel enganchado a una tabla de cedro—. Creo que a la señorita Lula no le gusto mucho —dijo en voz baja y, por fin, dejó a un lado el bloc. —Claro que le gustas. Lo que pasa es que… Bueno, ya sabes cómo son las mujeres. —No, no lo sé. Grey se rascó la cabeza e intentó tranquilizarlo. Lo cierto era que, cuanto más trataba con mujeres, al menos, con ciertas mujeres, más se daba cuenta de que el hombre que afirmara entenderlas era un perfecto mentiroso.

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—Oye, si las cosas no salen bien entre vosotros, barajaremos otra vez y repartiremos otra mano. Dentro de un par de semanas vendrá otra mujer. Puede que incluso dos.

A la hora de la cena, las tres presentes inquilinas del establecimiento de la señora Meeks, fuese cual fuese al final, estaban devanándose los sesos y comparando notas. Tenían los pies apoyados en unas banquetas y saboreaban unos vasos de licor de moras. —Cielos —dijo Dora con una sonrisa cansina—. Pon a pensar a tres mujeres y apártate… Es impensable lo que pueden acabar haciendo. —No sé si llegaremos a hacer algo —replicó Lula—. Lo único que no nos hemos planteado hasta ahora es un circo. —Yo nunca he visto un circo —repuso Mattie con expresión reverente. Dora siguió sonriendo; Lula volvió a poner los ojos en blanco. Como eran su rasgo más llamativo, había aprendido a sacarles el mayor partido posible. —Bueno, por dónde íbamos —dijo Lula—. Si seguimos adelante con la idea de la casa de huéspedes, Mattie tendrá que hacerse cargo de las comidas, al menos, hasta que se case. Dora se encargará de preparar las habitaciones y yo de tener las cuentas al día. Tendré que anotar hasta el último penique que empleemos para que podamos saber cuánto podremos gastar. Habían planteado los tres proyectos: la casa de huéspedes, la pastelería y la lavandería, y enseguida habían rechazado el último. —Si al final nos decidimos por la pastelería, ¿estás segura de que necesitamos encargar tanto azúcar y harina, Mattie? ¿Y cinco kilos de pasas? —Pero ¿cómo podremos tener tantos alimentos sin que se llenen de insectos? Nada más salir fuera me comen viva. —Mantendremos a los gorgojos alejados de la harina con hojas de laurel. Guardaré las pasas y el azúcar en cacharros de barro y los pondré en cacerolas de agua. Además, gastaré enseguida las provisiones. En cuanto los hombres prueben mi pan de pasas y mi pastel de melaza, querrán más. —Y nosotros usaremos su dinero para comprar más provisiones e ir ahorrando para las camas —dijo Dora—. Mientras tanto, tú seguirás cocinando pan y probarás con tartas más sofisticadas para… —No sé cocinar tartas sofisticadas. Lo más sofisticado que sé hacer es pan de pasas y pastel de melaza. —Sal tiene un recetario.

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—No se me da muy bien leer. —Yo leeré, Dora hará la comida más sencilla y tú los pasteles —anunció Lula—. Ahora si ya nos hemos decidido, y si puedo pedir, tomar prestado o robar un tablón y un poco de pintura, me pondré a preparar el letrero. A Dora le daba vueltas la cabeza. Cuando Lula se ponía en acción, era una fuerza imparable. Solo hacía dos días que había enviudado y su vida ya había dado otro brusco giro. —El horno… No sé si os lo he dicho, pero el óxido se lo está comiendo en algunas partes. Emmet dijo que lo compró de segunda mano. Decía que iba a adquirir uno más moderno, pero no llegó a hacerlo. —Ahorraremos para comprar otro. No habrá que esperar mucho —Lula tomaba notas en un trozo de papel. Si había algo que ella y el joven almacenero tenían en común, pensó Dora con regocijo, era su prodigiosa capacidad para tomar notas. —Lula, ¿estás segura…? —empezó a decir Dora. —¿Quieres buscarte otro marido? —Dora lo negó con rotundidad—. ¿Quieres volver por donde has venido? ¿A Bath, si no recuerdo mal? —Ni hablar. Ahora vivo aquí. Este es mi hogar. —Muy bien, entonces, permíteme que te refresque la memoria. ¿Quién tiene todo el dinero en esta isla? —Los hombres —contestaron Dora y Mattie al unísono. Era un tema que habían tratado largo y tendido. —¿Y quién está sin blanca? —Yo —respondió Mattie enseguida. —Las novias —corrigió Dora—. Si tuvieran adonde ir, ¿por qué iban a elegir un lugar como este? —Creo que todas sabemos la respuesta a esa pregunta —contestó Lula con ironía. —Sí, bueno… Nosotras queremos ofrecerles otras posibilidades. Si los hombres apoyan nuestro negocio comprando los pasteles, podremos alojarlas y alimentarlas hasta que decidan cuándo y con quién se van a casar. Milord ya no podrá movernos de un lado a otro como fichas de ajedrez —pronunciada su declaración de independencia, Dora miró alternativamente a sus dos amigas con renovada determinación. Los ojos oscuros de Lula tenían un brillo especulativo. —¿Qué crees que dirá Saint Bride sobre nuestros planes?

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Con más resolución que confianza, Dora dijo: —A Saint Bride dejádmelo a mí.

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Capítulo Doce Fue James Calvin quien proporcionó los materiales para el cartel. Varios tableros de pino cortados a la medida, un bote de pintura y una pequeña brocha. —Aquí tienes, Mattie. ¿Quieres decirme qué andáis tramando las tres? —Lo sabrás en cuanto se seque la pintura. Mientras contemplaba a la pareja desde el jardín de atrás, donde estaba colgando la colada, Dora se preguntó qué habría fallado en su relación. No parecían guardarse rencor, pero ninguno de ellos daba muestras de querer ir más allá de la amistad. Chispas, pensó. Debía de ser la ausencia total de lo que Lula denominaba chispas. Intentó recordar si lo que había sentido por Henry meses atrás habían sido chispas. Debió de pensarlo en su día, pero al mirar atrás, decidió que se parecía mucho a su primera experiencia con el champán. La perspectiva de probarlo había sido mucho más emocionante que beberlo de verdad. —Se me olvidaba —dijo Mattie desde la puerta de atrás—. Necesitaré algunos moldes de pan. Al menos, seis. —Encargaré doce —respondió Dora con la boca llena de pinzas—. El capitán Dozier vendrá esta tarde. —Madre del amor hermoso, ¿podemos permitirnos comprar tantos? —Hace falta gastar dinero para hacer dinero —repuso Dora con aire de importancia, pero hizo una mueca al recordar las veces que se lo había oído decir a su padre antes de vender sus tierras para dedicar el dinero a sus ruinosas inversiones. Pero, con pastelería o sin ella, en cuanto las novias empezaran a llegar, tendrían que proporcionarles comida en abundancia. Quizás también a los hombres. Así podrían cobrarles el doble. «Cielos, ¡otra vez hablas como tu padre!» El primer cartel fue una obra de arte, con trazos curvos, pajarillos y flores incluidos. Al parecer, Lula había sido la encargada de pintar carteles y hacer pósters en su compañía de teatro. Fue Ratón quien lo clavó a la valla, con su calva centelleando al sol de mediados de junio. A Mattie no pareció importarle subir a lo alto de la colina para pedir al corpulento criado que bajara a ayudarla. —Es grande, pero no tiene ni un gramo de maldad en todo su cuerpo —había dicho en una ocasión, cuando Lula hizo algún comentario sobre su aspecto de pirata.

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Habían decidido colocar primero el cartel de la pastelería, y esperarían a que se presentaran otras mujeres para añadir el de la casa de huéspedes. No había pasado ni una hora desde que Ratón había clavado el modesto cartel de quince por treinta centímetros, cuando los hombres empezaron a acercarse a indagar. Primero, James Calvin subió a satisfacer su curiosidad y se quedó a enderezar el cartel. En todo lo relativo a un martillo, unos clavos y madera, era un perfeccionista. Dora advirtió que ni él ni Mattie intercambiaron más que unas pocas palabras, pero el carpintero se quedó con ellas durante casi media hora. Se le ocurrió pensar que podría estar interesado en Lula. Se parecían en muchos sentidos: los dos eran morenos y tranquilos. Lula le sacaba unos cuantos centímetros de estatura, pero eso solo la hacía más llamativa. Poco después de que James se fuera, el reverendo Almond Filmore se pasó para decirles que partiría aquella misma tarde con el capitán Dozier, por si acaso las mujeres querían volver a su casita. Al ver el cartel, se detuvo a admirarlo y comentó en su tono de voz bajo y pensativo: —Vaya, vaya. Una pastelería. Eso sí que estaría bien. Pa… parece una bu… buena idea. Lula y él hablaron de himnos durante varios minutos, y cuando su amiga confesó que desconocía la letra de muchos, el reverendo se ofreció a prestarle su libro de himnos cuando regresara. —De verdad, si tuviera que sentarme a escuchar los sermones de ese hombre, acabaría volviéndome pagana, os lo aseguro —declaró Mattie, que entró en la casa unos minutos más tarde con una cesta de huevos. Lula adoptó lo que Dora ya había calificado de «mirada de duquesa». —Tiene cuidado de hablar despacio y claro para no tartamudear. Es encomiable que un hombre tenga el valor de hablar en público en esas circunstancias. —¿Es que dar sermones es hablar en público? —preguntó Dora. —Habla, ¿no? Y en público —le espetó Lula, saliendo en defensa del hombre y haciendo que Dora se avergonzara de su impaciencia durante la única vez que había soportado uno de sus inacabables servicios. —¿Sabéis dónde está la perra? —preguntó a sus amigas—. No la he visto desde esta mañana —la pobre criatura había estado muy intranquila desde la muerte de Emmet. Sin duda, lo echaba de menos. Dora también lo añoraba, más de lo que habría creído posible teniendo en cuenta la brevedad de su matrimonio. —Será mejor que salga a buscarla antes de que se meta en algún lío —al abrir la puerta delantera, vio a un puñado de hombres congregados al otro lado de la valla y comentando el cartel.

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—Eh, mirad —dijo Mattie, que estaba echando un vistazo por la ventana—. Nos haremos ricas, como esas señoras que viven en los palacetes de Little Washington. «Lo dudo mucho», pensó Dora, conmovida y regocijada por el ingenuo comentario de su amiga. Estaba a mitad de camino hacia la valla, admirando el cartel por detrás, cuando vio a Grey bajando de la colina. —¿Vas a alguna parte? —le preguntó a Dora. —Estoy buscando a mi perra. —La perra de Emmet —la corrigió, y movió la cabeza a continuación—. Lo siento. ¿Tienes un minuto? ¿Qué es ese ridículo cartel que has colgado en la valla? De repente, se quedaron solos, porque el grupito de hombres se despidió inclinando el sombrero y empezó a alejarse hacia el embarcadero. Dora cruzó los brazos, a la espera de que Grey estallara. El músculo de la mandíbula no se estaba moviendo, pero no tardaría en hacerlo. —¿Se puede saber qué diablos estás tramando? —inquirió. —Creo que está muy claro, ¿no? —si pensaba que su estatura y la anchura de sus hombros le daba alguna ventaja, estaba en lo cierto. No había duda de que intentaba intimidarla. —Lo único que está claro es que has perdido el juicio. —Perdón, ¿cómo di…? —No —Grey la interrumpió alzando la mano—. Otra vez, no. Y ahora, escúchame bien antes de que te pongas hecha una furia. Tengo que hacerte una proposición. Dora entornó los ojos. Fuese lo que fuese, no quería oírlo. —Te daré por la casa y el acre de tierra en que se encuentra el valor que tiene en el mercado —anunció. Dora se quedó boquiabierta, pero él prosiguió antes de oír su respuesta—. Incluso te ofreceré un incentivo si accedes a desalojar la casa en menos de una semana. Cuando por fin se acordó de cerrar la boca, ya tenía los puños cerrados a los costados. Aun así, y a pesar del sol abrasador, Dora sentía escalofríos por todo el cuerpo y un repentino temor. ¿Podría Grey echarla de la isla? Si lo hacía, ¿dónde podría empezar de nuevo? Por mucho que le pagara, el dinero no duraba eternamente, aunque estuviera invertido. Ella lo sabía mejor que nadie. —No, gracias —dijo con una ligera rigidez que dejaba entrever sus sentimientos —. Creo que me quedaré. Aquellos ojos azules nunca le habían parecido más glaciales.

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—Y un cuerno. Dora sintió la garganta reseca, así que se limitó a enarcar las cejas. Se lo había visto hacer a una de las matronas más estiradas de Bath, una mujer que podía hacer temblar a un rufián con una sola mirada. Con Grey, no funcionó. Siguió cerniéndose sobre ella, con las manos en las caderas y las cejas unidas con gesto amenazador en aquella silenciosa lucha de voluntades. Después, lanzó una mirada burlona al hermoso cartel que anunciaba su nueva dedicación. —¿Quién diablos va a hacer los pasteles? —Mattie. Yo la ayudaré. La ruidosa carcajada de Grey hizo mella en su frágil compostura. —Entonces, será mejor que hagáis acopio de calmantes para el estómago. —Mattie es una magnífica cocinera. —Estoy seguro de que James Calvin se lo agradecerá. —No va a casarse con James Calvin. —¿Te lo ha dicho ella? Dora hundió la punta del zapato entre las ostras y se hizo un arañazo en el cuero marrón. —No con esas palabras, pero es evidente, ¿no? —¿Ah, sí? Dios, aquel hombre tenía agallas. Allí estaba, erguido cuan largo era, decidiendo quién debía casarse con quién. —Bueno, los has visto juntos —replicó—. ¿Has visto saltar la más mínima chispa? Se quedó mirándola como si, de repente, estuviera hablando en mandarín. —¿Qué diablos tienen que ver las chispas con todo esto? Dora se dijo que intentar razonar con un hombre como Grey Saint Bride era como intentar bailar en arenas movedizas. Claro que no había otro hombre en el mundo como él. Grey acaparaba gran parte de la arrogancia existente. —¿Cómo quieres que te lo explique cuando no haces más que mirarme como si quisieras arrancarme la cabeza? La antigua Adora Sutton, una niña bien que había desperdiciado veintitrés años de su vida, jamás habría soñado con decir nada parecido. Dora Meeks era harina de otro costal. Si algo había descubierto sobre sí misma en los últimos meses, era que podía replicar cuando alguien intentaba mangonearla.

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Espoleada por su propio atrevimiento, Dora dijo: —Y, para que lo sepas, estamos pensando en abrir una casa de huéspedes en cuanto ahorremos el dinero suficiente para comprar camas. Seguramente, Lula se enojaría con ella por haber revelado sus planes al enemigo, claro que Lula no consideraba a Grey el enemigo. Solo Dora sabía lo despiadado que podía llegar a ser. Grey sonrió. Al inclinarse hacia ella, sus hombros dieron la impresión de prolongarse diez centímetros a cada lado, como si fueran las alas de un halcón. Y seguía desplegando esa hermosa sonrisa gélida en su rostro bronceado. Dora dio un paso atrás. Casi prefería que la maldijera. —Dora —dijo Grey Saint Bride en voz queda, y ella notó su cálido aliento en las mejillas enrojecidas—. Creo que eres víctima de un pequeño malentendido. Por el momento, tienes un techo sobre tu cabeza, pero eso es lo único que tienes. ¿Qué pasará cuando te quedes sin provisiones? ¿Quién piensas que va a mantenerte? ¿Quién va a sacrificar a tus gallinas o a reforzar las ventanas cuando se avecine el primer huracán? —clavó la mirada en las manos de Dora, y ella intentó ocultarlas entre los pliegues de la falda. Estaban enrojecidas y ásperas, pero seguían sin ser tan capaces como ella habría deseado—. ¿Qué me dices? —la apremió Grey. Recordando lo tranquila que se había sentido la primera vez que le dijeron que los isleños cuidaban de los suyos, estuvo a punto de repetir las palabras. Justo a tiempo, recordó que eran los isleños de Grey, no de ella. Bastaría una palabra del señor de la isla para que le hicieran el vacío, como habían hecho sus amistades en Bath. Con cautela, dio un paso atrás para liberarse de la amenazadora presencia física de Grey. —Dijiste que Emmet tenía una cuenta bancaria. Podría sacar algo de dinero y pagar a alguien para que lo hiciera. Despacio, Grey movió la cabeza de lado a lado. Seguía sonriendo, y el efecto era tan gélido que Dora se sorprendió frotándose los brazos desnudos. —¿Has echado ya un vistazo a los papeles de Emmet? ¿Has encontrado su libro de cuentas? ¿Su escritura de la casa? Dora lo negó sin decir palabra. —No he tenido tiempo. —Pero sí para urdir planes fantasiosos. —¡Maldita sea tu alma! ¡Mis planes no tienen nada de fantasiosos! Grey hizo una mueca reprobadora mientras la contemplaba lanzando chispas por los ojos. Dora se sorprendió mirando fijamente aquella boca, el labio inferior

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grueso, el superior cincelado, el absurdo hoyuelo de la barbilla. Grey chasqueó la lengua, se dio media vuelta, y se alejó sin más. ¡Se alejó!

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Capítulo Trece Dora tuvo que contenerse para no abalanzarse sobre su espalda y aporrearlo con los puños hasta insuflar algo de sentido común en aquella arrogante cabeza. Abrió de par en par la cancilla, que chocó contra su hermoso cartel recién pintado, y regresó con paso enérgico al interior de la casa sin dejar de proferir maldiciones. Hasta que Lula no le dirigió la palabra desde el porche, no alzó la cabeza. —Con cuidado, o prenderéis fuego a la isla entre los dos. —¿Qué? —Chispas —dijo la mujer con los ojos brillantes de regocijo—. Deduzco que a milord no le ha agradado la idea de la pastelería. ¿Crees que recapacitaría si la bautizamos Dulces de Saint Bride en lugar de Pastelería de la señora Meeks? Sintiéndose repentinamente exhausta, Dora se dejó caer en el borde del porche. Movió la cabeza de lado a lado y empezó a sonreír. —Lula, me haces mucho bien. No sabes cuánto me alegro de que estés aquí. ¿Qué habría hecho si hubiera estado sola cuando Emmet murió? De pie en un extremo del porche, Lula sacudió la arena de una pequeña alfombra. —No hubieras estado sola. Todos los hombres de la isla estarían llamando a tu puerta, esperando a ocupar el lugar de Emmet antes incluso de que la tierra se hubiera asentado sobre su tumba. —Lo dudo. Grey me habría arrastrado al primer barco que zarpara mar adentro antes de que yo pudiera reaccionar. Sin vosotras, nunca se me habría ocurrido la idea de montar una pastelería. —Bueno, vayamos paso a paso —dijo Lula, y dio una última sacudida a la alfombra. Era imposible evitar que la arena entrara en la casa. Lula, que ya se sentía mejor, había asumido las tareas de limpieza. Dora suspiró. —Creo que estaba buscando a la perra cuando me abordó Grey. No habrá vuelto a casa, ¿no? Lula llamó a Mattie a través de la ventana de la fachada. —Mattie, ¿está la perra en el porche de atrás? —No la he visto desde el desayuno —respondió Mattie un momento después —. Pero no creo que pueda perderse. —Será mejor que vaya a buscarla —dijo Dora, poniéndose en pie—. Emmet la quería mucho. Me dijo que solían sentarse junto a las higueras a hablar con Sal.

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Tres días después, llegaron los moldes de pan que habían encargado. Las tres mujeres lo celebraron con vasos de licor de moras, y Dora se dijo que debía buscar la receta de Sal para elaborar aquella bebida dulce y estimulante. Las zarzamoras crecían a placer por toda la isla. Salty se levantó de un rincón de la habitación, estiró las patas traseras, dio una vuelta a la mesa y volvió a tumbarse. Dora la había encontrado finalmente en el pórtico de la iglesia y la había atraído otra vez a su casa con una loncha de tocino. Desde entonces, se había convertido en una perra casera. A nadie parecía importarle. De repente, Mattie se incorporó y exclamó: —¡Levadura! ¡No tengo levadura madre para mi pan de pasas! No es como las galletas, necesito levadura madre. En cuanto llegaron a la raíz del problema: que el pan requería levadura madre y no en polvo, Dora se dispuso a hacer otro pedido a Clarence mientras Mattie subía a la colina para ver si Ratón tenía un poco de levadura madre que dejarle. Con doce moldes relucientes dispuestos a ser usados, no querían esperar al siguiente envío para poner en marcha su negocio. Ratón aportó la levadura madre, Dora despejó la mesa y colocó en orden los ingredientes y Mattie se dispuso a preparar la primera hornada de pan de pasas. Después, mientras Lula echaba otro vistazo al desván para estudiar su futura división en dos habitaciones, Dora y Mattie se sentaron en la cocina, a la espera de que los panes subieran. Dora leía en voz alta el recetario de Sal y, cada pocos minutos, las mujeres hacían una pausa para contemplar con admiración la hilera de relucientes moldes de hojalata llenos de masa y dispuestos sobre el estante, al fondo de la cocina. El aroma de canela impregnaba el aire, y Dora pensó que tendrían que empezar a ganar dinero enseguida, de lo contrario, no podrían permitirse comprar la harina, el azúcar y las pasas necesarias, por no hablar de las especias. —Creo que iré por leña para encender el horno —dijo Mattie pasado un tiempo. Se puso en pie y se llevó la mano a la cabeza para ajustarse su exagerado moño. Dora le había dado horquillas y la había enseñado a peinarse a la moda, y por fin Mattie lucía un pelo bonito, liberado de las horribles trenzas, tan tirantes. Poco después, Dora cerró el recetario y se dispuso a abrir el fogón justo cuando Mattie entraba con una cesta de astillas. Las dos mujeres contemplaron la puerta del horno, después la hilera de moldes de pan, y se miraron una a la otra con desaliento. —¡Oh, no! —gimió Dora. Mattie arrugó el rostro y empezó a llorar: sollozos suaves y lastimeros; y Dora no tardó en unirse a ella. Las dos mujeres estaban en mitad de la habitación,

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contemplando la vieja cocina de leña y llorando a lágrima viva cuando Grey llamó a la puerta con los nudillos y entró. —¿Hay alguien en casa? —preguntó, y se detuvo en seco en el umbral de la cocina—. Por el amor de Dios, ¿se puede saber qué está pasando aquí? ¿Dónde está Lula? ¿Os habéis hecho daño? Dora lo miró y prorrumpió en sollozos aún más desgarradores. Lo último que necesitaba era que Grey presenciara su primer fracaso. —Vete —le dijo, y señaló en vano la puerta. —No pienso irme hasta que alguien no me diga qué diablos está pasando aquí. Ratón me dijo… Al oír eso, Mattie gimió con más fuerza: —¡Mi pan, mi pobre pan! Grey miró primero a una mujer, después a la otra, y volvió a posar la vista en el rostro húmedo de Dora y en sus alborotados rizos rubios. Aquella mujer lo llevaría a la tumba, maldijo en silencio. Incapaz de contenerse, la atrajo a sus brazos y la estrechó mientras ella sollozaba sobre su pecho y empapaba la camisa que Ratón acababa de planchar hacía apenas diez minutos. Después, alargó el brazo a Mattie y la atrajo también hacia él. Qué diablos, no estaban en condiciones de oír lo que había ido a decirles, de todas formas. Si había esperado tanto, podía esperar unos días más. Hasta que los sollozos no remitieron ni siquiera intentó llegar al fondo del asunto. Por fin, Mattie se apartó. —Ahora, ¿os importaría explicarme lo que está pasando? —al ver la cesta de astillas junto a la puerta de atrás, el fogón abierto y la hilera de moldes sobre el estante, empezó a imaginarse qué podría ser. —No caben —confesó Dora, y contempló con animosidad la vieja cocina que Grey había rescatado de una casa que estuvo a punto de ser arrastrada al mar en la tormenta del año 87 y que había ido a parar a la cocina de Emmet. —¿Los moldes? Metedlos de dos en dos —razonó. Dora le dio una palmada en el brazo. —¡No se puede hacer eso! Sal dice en su libro que el pan tiene que cocinarse enseguida cuando ha aumentado el doble de su tamaño. Si no lo cueces entonces, se… se… —se volvió hacia la experta—. Cuéntale lo que pasa, Mattie. —Se queda aplastado. Solo se levanta dos veces, y si no lo cueces a la segunda, ya no sube —Mattie lo miraba como si acabara de perder la oportunidad de ir al cielo.

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Tal vez por primera vez, Grey vislumbró lo que aquellas tres mujeres se estaban jugando. O, al menos, una. Mattie acabaría casándose con James Calvin y la otra, Lula, con Clarence. Hasta que las dos parejas arreglaran las cosas entre ellos, prefería que se quedaran con Dora, siempre que no se metieran en líos. En cuanto a la viuda de Emmet, no pensaba buscarle ningún otro marido. No lo sabía a ciencia cierta, pero tenía la sensación de que una de las razones por las que las otras parejas estaban tardando tanto en consolidarse era que todos los hombres de la isla querían una mujer como Dora Meeks. ¿Y quién no? Dios, Dora era capaz de tentar al diablo en persona sin ni siquiera intentarlo. —Escuchadme, tengo la solución. Le diré a Ratón que baje por vuestro pan y que lo cueza en el horno de mi casa. ¿Os parece mejor así? —era una oferta endiabladamente generosa, a su modo de ver, pero la pelirroja regordeta con el moño torcido lo miraba como si hubiera perdido el juicio. —No se puede mover la masa crecida —gimió. «No se puede mover la masa crecida. Vaya, vaya». De ninguna manera iba a reconocer que no tenía ni idea. Así que se volvió hacia Dora, cuyos hombros se estremecían con sollozos residuales. Le dolía admitirlo, pero hasta con la nariz roja y los párpados enrojecidos, estaba tan condenadamente bonita que deseaba levantarla en brazos, llevarla a la colina y dejarla sobre su cama. Y unirse a ella entre las sábanas durante mucho tiempo. Que Dios lo ayudara, la pequeña bruja le estaba afectando el cerebro. —Bueno. Escuchadme, señoritas. Lamento que vuestro negocio no haya funcionado, pero eso es lo que ocurre cuando se aborda una nueva empresa. Hace falta algo más que entusiasmo; hace falta… Había estado a punto de decir «cerebro», pero estimó que no era el momento de hacer reproches. Él también tenía asuntos que atender. Se despidió de ellas con una inclinación de cabeza, retrocedió hasta la puerta de la cocina y salió a paso rápido de la casa. Le daría a Dora un par de días para que recuperara la sensatez y, después, le haría otra oferta por la casa. Maldición, tenía que deshacerse de ella y, cuanto antes, mejor. No solo estaba quitándole el sueño, sino el sentido común.

Fue Dora quien halló la solución. Siguiendo sus instrucciones, Mattie encendió el fuego y después, entre las dos, volcaron el contenido de los moldes en el cuenco más grande que había. Escaneado por Alix-Sira y corregido por Vale Black

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—Les pondremos un nombre —dijo—. ¿Los panecillos de Mattie? ¿Bolitas de pasas y canela? Juntas, amasaron y cortaron, amasaron y cortaron, y cada vez que extraía un círculo de la masa, Dora susurraba para sus adentros: «¡Para que veas, milord! Hace falta algo más que un error de cálculo para echarme de tu condenada isla».

Los ángeles caídos se vendieron a penique la media docena. No eran nada del otro mundo, pero ni una sola queja brotó de los labios de los hombres que fueron en tropel a la nueva pastelería para ver lo que preparaban las mujeres. Clarence los calificó de interesantes. James Calvin hincó el diente en uno y asintió. Los dos compraron docenas, y había docenas más para el resto de los clientes. Algunos de los panecillos estaban un poco quemados por debajo, y las pasas negras, porque el viejo horno calentaba de forma irregular. Todos estaban un poco apelmazados, y por eso Lula los había bautizado «ángeles caídos». Ratón compró tres docenas. Mattie dijo que tendrían que encargar más bandejas de horno. Dora y ella volvieron la cabeza hacia el pequeño horno, se miraron la una a la otra y se echaron a reír. Lula les dijo que estaban atolondradas, y no distaba de ser la verdad. Habían tardado todo el día en extender la masa, cortarla y cocerla en hornadas de dos bandejas cada vez, y estaban agotadas. Lula era la encargada de cobrar, anotar los ingresos y decidir cuánto podrían gastar en ingredientes. —Será mejor que les subamos el precio. Dos por un penique o, tal vez, un penique la pieza. Se venderán. ¿En qué si no pueden gastarse los hombres el dinero? —No seamos tan arriesgadas —dijo Dora, que había aprendido por experiencia las consecuencias de la temeridad—. Al menos, hemos ganado la batalla. —La primera batalla —repuso Lula con ironía, y Dora no se molestó en preguntarle lo que quería decir. Ya lo sabía: Saint Bride.

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Capítulo Catorce Salty había vuelto a desaparecer. Mientras Mattie se planteaba probar a hacer su tarta de melaza, que tendría que venderse por trozos, ya que solo se podían hacer de dos en dos, Dora subió a la colina para preguntar si Ratón había visto a la perra. Lula accedió a regañadientes a buscarla en dirección opuesta y a interrogar a los hombres del embarcadero. Al pasar por la minúscula iglesia con la cruz de madera clavada sobre la puerta, tuvo una extraña sensación. En lugar de seguir caminando hacia la orilla, se apartó de la carretera y avanzó hacia la puerta. El párroco aún no había vuelto, de eso estaba casi segura. Hacía años que no ponía el pie en una iglesia. Desde el funeral de su madre, para ser exactos. Si su padre había tenido uno, se lo había perdido. Desapareció una semana después de la muerte de su madre, y lo único que a Lula se le ocurrió pensar fue: «¡Hasta nunca!» La capilla carecía de atractivo. Permaneció en el umbral, contemplando las vigas desnudas, las paredes sin pintar y los bancos sin respaldo, tres a cada lado, con un corto pasillo central. En lugar de un altar había una especie de caja alta con un timón de adorno. «Patético», pensó. Ni siquiera un paño para suavizar el efecto, o una rama de árbol para alegrar la iglesia. De haber sido decoradora, y lo había sido en más de una ocasión cuando Perretti no había podido permitirse el lujo de pagar a sus actores, y mucho menos al resto del equipo, habría usado hojas de palma de las que crecían en las partes bajas de la isla. Y, sin duda, se desharía de ese timón. Quizá se pudiera poner un tapete de ganchillo sobre el altar y pintar de blanco la pared de detrás. Estaba imaginando al hombre alto de rostro solemne dando un sermón con su voz lenta y sonora en aquel decorado cuando un suave gemido llamó su atención. —¿Salty? ¡Serás traviesa! ¿Te has escondido aquí? —entonces la vio—. ¡Señor! ¿Qué es esto? La criatura había aprovechado la soledad ofrecida por la iglesia tan poco frecuentada para tener a sus cachorros. Contempló a la perra de color canela y a sus cuatro diminutas crías, que estaban escondidas tras el mueble que hacía las veces de altar, y se echó a reír. El viejo animal la miró con expresión de disculpa. —¡Salty, desvergonzada! ¿Cómo se te ha ocurrido parir en la iglesia? El reverendo se morirá de vergüenza si te encuentra debajo de su altar. Lula se puso de rodillas y examinó uno a uno todos los cachorritos. —Dios mío, son preciosos —murmuró. Todavía sin los rasgos definidos y con los ojos cerrados, parecían tan indefensos que era imposible no enternecerse al verlos —. Tres rubios y uno moreno. ¿Qué nombres les pondremos? —la perra, cansada, se

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lamió, lamió a los cachorros y, después, la mano de Lula—. Pero te lo advierto: voy a reservar los mejores nombres para mi bebé. Lula nunca había tenido una mascota de ningún tipo. Nunca había sentido el menor deseo de tener una, ya que todas sus energías las había empleado en cuidar de sí misma y, después, de su madre. Aun así, sabía tan bien como cualquier otra persona lo que les ocurría a los cachorros no deseados. —Por encima de mi cadáver —prometió en voz baja—. Lula se ocupará de que nadie le ponga el dedo encima a ninguno de tus pequeñines —se llevó el más pequeño de la camada al cuello y le acarició el pelaje sedoso con la barbilla—. Pero ¿no crees que con uno habría sido bastante? Cuatro es un tanto excesivo, ¿no? Minutos después, estaba otra vez en casa de Dora, describiendo a los pequeños a sus amigas. —Si nadie se opone —anunció—, los llamaremos Romeo, Julieta, Ótelo y Ofelia. Tres son de color canela y otro de color marrón oscuro. —¿Quieres que le pida a Ratón que vaya por los cachorros? —sugirió Mattie—. Puede que el señor Saint Bride quiera uno, porque no tiene perro. —El señor Saint Bride no tocará a ninguno de nuestros cachorros —declaró Dora—. Además, todavía son muy pequeños para moverlos. ¿No podríamos dejarlos donde están durante unos días? Lula se encogió de hombros, como si le resultara indiferente. —Supongo que podría acercarme todos los días y llevarle a Salty algo de comer. ¿Queda algo de ese guiso que hicimos ayer? Poco tiempo después, Lula se alejaba por la carretera con un cubo de agua en una mano, un chal sobre el hombro a pesar del calor veraniego y un cuenco de porcelana lleno del guiso de jamón del día anterior. Las otras dos mujeres, que estaban cascando nueces para las tartas de melaza, la vieron alejarse por la ventana de la cocina. —Cielos, nunca había visto a nadie cambiar tanto. La primera vez que la vi, estaba esperando el barco del capitán Dozier y me dije: ¡vaya mujer más presuntuosa! Cuando empezó a hablar, ni siquiera entendía lo que estaba diciendo. Dora sacó una tabla y un cuchillo y empezó a cortar las nueces. Recordó todos los pasteles de nueces que había degustado en su juventud sin detenerse a pensar en todo el trabajo que requería cocinarlos, y estaba a punto de preguntarle a Mattie cómo había aprendido a hacer pasteles cuando alguien llamó a la puerta de la entrada. —¡Está abierta! —gritó Dora, y se sacudió las manos en el delantal. —¿Está Grey aquí? —preguntó James Calvin, y se detuvo en el umbral de la cocina al ver el trajín—. Qué bien huele. ¿Estáis preparando otra hornada de esos

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panecillos? ¿Cómo se llamaban? —en la cocina todavía se respiraba el aroma del pan de pasas resucitado. —La especialidad de hoy será tarta de melaza —lo corrigió Dora—. Estarán listas a la hora de la cena. Tendremos que cobraros un… un penique la porción, para poder amortizar los ingredientes. Mattie asintió. —Los ingredientes son carísimos. No recuerdo que costaran tanto donde yo vivía. —Grey no está aquí —dijo Dora—. No lo he visto en todo el día. —Yo tampoco —corroboró Mattie con ardor—. Puede que haya ido a la iglesia a ver nuestros cachorritos. James Calvin le dirigió una mirada extraña. —Se habrá ido a pescar almejas. Bajaré al embarcadero para ver si su esquife está amarrado o no. Huele muy bien, señoritas. —Resulta muy simpático cuando supera la timidez —comentó Dora cuando volvieron a quedarse a solas. —Supongo que sí. —Lula dice que no hay chispas entre vosotros. ¿Es eso lo que buscabas, Mattie? ¿Un hombre del que enamorarte? —Solo buscaba encontrar un lugar donde mi tío Blackie no pudiera encontrarme. Cuando mi padre murió y nos fuimos a vivir con él, no tenía dónde esconderme. «Cielos». Dora cerró los ojos durante un momento. ¡Y pensar que, meses atrás, había sentido lástima de sí misma! —Mientras yo esté aquí, no tendrás que preocuparte por eso. Siempre tendrás un sitio en mi casa. Y Mattie… Si no quieres casarte con nadie, no será preciso que lo hagas. —Pero el señor Saint Bride está esperando a que me case con James Calvin. Por eso me dejó venir a su isla. —Yo me ocupo de Saint Bride —dijo Dora en su tono más rebelde.

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Capítulo Quince Tres días después, con la ayuda de James Calvin y de Almy Dole, colgaron un nuevo cartel junto al de la pastelería. Aquel, adornado con una taza humeante, anunciaba el Salón de Té de la señora Meeks. La casa de huéspedes tendría que esperar. Confiando en no haber obrado precipitadamente, Dora había esperado a que Grey cruzara la bahía para colgar el cartel. Todavía no la había perdonado por abrir la pastelería; lo último que necesitaba era que le recordaran que aquel nuevo negocio podía ser un poco prematuro. Como bien empezaba a descubrir, el entusiasmo no era un buen sustituto para la planificación. Fue Lula, en calidad de contable, quien hacía menos de dos horas había señalado que el té era aún más caro que la canela. Para entonces, el nuevo letrero ya estaba pintado y seco. —Hasta el momento, nuestros beneficios ascienden únicamente a noventa y siete centavos. ¿Cuánto te queda en el banco? —Dios mío, ¿tenemos que pensar en eso ahora? ¿No podemos pasarnos el primer día admirando nuestro nuevo letrero y disfrutando de nuestras ilusiones? —Lo siento, pero no estoy acostumbrada a dejarme llevar por el optimismo. La idea inicial era abrir una casa de huéspedes para las mujeres de Saint Bride, pero primero tenemos que ahorrar para las camas, ¿no es así? —sin esperar la confirmación, prosiguió—. Y no podemos abrir una pastelería como Dios manda hasta que no compremos un horno más grande. —Pero siempre que podamos servir las tartas de Mattie por porciones —razonó Dora— podríamos satisfacer la demanda. No hay tantos hombres en la isla. —¿Y qué vas a servir para beber? Para tu información, me opongo rotundamente al ron y a la ginebra. Podríamos ofrecer jarras de cerveza o de licor, pero no nos queda suficiente licor de moras. —¿Té? —sugirió Dora, que empezaba a venirse abajo—. A fin de cuentas, se supone que es un salón de té. —El precio del té es prohibitivo. Si empleamos todas nuestras ganancias en comprar materia prima, nunca podremos adquirir camas y sábanas. —No sé nada sobre precios prohibitivos, pero tenemos todo el mate que podamos desear —fue Mattie, con sus conocimientos prácticos sobre la vida en una granja, quien halló la solución.

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—¿Té de mate? —murmuró Dora—. Pues claro —Dora había oído hablar del té verde que se extraía de las hojas de un arbusto que crecía por la región—. ¿Lo has probado alguna vez? —Sí. Con leche y azúcar, está tan bueno como cualquier otro, solo que no conviene hervirlo mucho o uno se pasa el día en el excusado. —¡Dios nos libre! —murmuró Lula, en su papel de rígida dama de sociedad. Dora se inclinó hacia delante y preguntó con ansiedad: —¿Y sabes dónde podemos comprar mate hasta que podamos permitirnos té de verdad? —No, pero Ratón lo corta y lo pone a secar en un viejo barril detrás de su casa. Si se lo pido, nos preparará un poco. Lula hizo el gesto con los ojos con el que proclamaba que, realmente, se encontraba entre provincianos. Dora reprimió una sonrisa. La idea de implicar al mayordomo de Grey en su negocio era irresistible. Aun así… —¿No se meterá Ratón en un lío por ayudarnos? Puede que a Saint Bride no le haga mucha gracia. —Ratón no le tiene miedo a nadie, ni siquiera al señor Saint Bride —afirmó Mattie. —¿Ah, no? —murmuró Lula. Tal vez el gigante de aspecto fiero no imaginaba que tenía en Mattie Blades a toda una admiradora.

Grey había regresado de su reunión de negocios en Oriental a última hora de la mañana y se había quedado en el puerto para supervisar la construcción de secaderos en el nuevo depósito de madera. Estaba acalorado, cansado y enojado debido a la tercera semana de calor tórrido y húmedo y a los ocho toneles de alquitrán desaparecidos que constaban en el manifiesto de mercancías del Hamlet y que debían salir en la goleta La jamaiqueña. «Eso pasa por tener secretarios que apenas saben leer, y mucho menos contar», pensó con irritación mientras echaba un vistazo a las cartas que habían llegado en el barco del correo aquel mismo día. Dos para él, una para John Luther y otra para… ¿La señorita Sutton? La señora Sutton. Mejor dicho, la señora Meeks. ¿Quién diablos podía querer escribir a Dora después de tantos meses? «No es asunto tuyo, Saint Bride».

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Cansado, subió a lomos de su flaca montura, un caballo negro que se había acercado al almacén al oír su silbido de tres notas. Habría vuelto a casa andando en lugar de esperar a que Sam apareciera, pero lo había visto pastando no muy lejos y, además, estaba cansado. Lo que más necesitaba era un largo baño en las frías y agitadas aguas del Atlántico. Por desgracia, el mar estaba como una balsa y el agua, tibia después de tantos días de calor, implacable. A juzgar por el aspecto del cielo, pasarían días o semanas antes de que el tiempo cambiara. Cuando pasó delante de la casa de la viuda de Meeks estaba ceñudo, antes incluso de reparar en el nuevo cartel. Al ver la minúscula taza humeante pintada, se detuvo, frunció el ceño y empezó a maldecir. —¿El Salón de Té de la señora Meeks? —leyó en voz alta. ¿Qué diablos creía aquella mujer que podía hacer?—. ¡Dora! —gritó mientras descendía de su montura —. ¡Sal ahora mismo y explícate! Dora salió por la puerta principal mirándolo con ojos muy abiertos y expresión de inocencia. —¿Me has llamado? —inquirió con dulzura. Grey abrió la cancilla con tanto ímpetu, que esta chocó contra el cartel y rebotó. Atravesó el jardín arenoso hasta el porche, subió los tres peldaños de un único paso y no se detuvo hasta que sus enormes botas arenosas no entraron en contacto con las puntas de los cuidados zapatos de cuero de Dora. Dora intentó retroceder, pero había cerrado la puerta al salir y no podía escapar. Cuando trató de escurrirse por un lado, Grey le puso las manos en los hombros. —No tan deprisa, jovencita. Esta vez, te has pasado de la raya —el sudor brillaba en su rostro moreno y anguloso. Dora lo miró fijamente, dividida entre el miedo y la fascinación. Los hombres con hoyuelos en la barbilla no deberían ser tan tozudos. Aquel pensamiento absurdo acaparó todos sus pensamientos y la despojó de cualquier rastro de sentido común que pudiera poseer. —Ahora que ya te has divertido bastante, ¿no crees que ya es hora de que recuperes la sensatez? Dora abrió la boca para decir: «Perdón, ¿cómo dices?», la respuesta automática que daba cuando no se le ocurría nada que decir y necesitaba ganar tiempo. Pero apretó los labios, porque ya habían mantenido aquella conversación en demasiadas ocasiones: las acusaciones de Grey seguidas de «Perdón, ¿cómo dice?». O sus exigencias, que arrancaban la misma respuesta. Tal como la estaba mirando en aquellos momentos, si lo decía una vez más, quizá le retorciera el pescuezo.

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Grey contó hasta diez en silencio, y después hasta veinte; la carta escrita a Dora en letra infantil estaba guardada y olvidada en el bolsillo de atrás de su pantalón. Dios, qué hermosa era, se maravilló en silencio. Contrajo los dedos de forma involuntaria en torno a sus delicados hombros. Tocarla había sido un error. Hacerla llegar a la isla en un principio había sido un error aún más grave. Debería haber deducido por su respuesta al anuncio que no era la clase de mujer que necesitaba. «Es justo la clase de mujer que necesitas, Saint Bride. ¿Cuánto tiempo vas a seguir engañándote?» La verdad era que admiraba su entereza. Diablos, incluso le gustaba, lo cual no tenía sentido porque, desde que ella había puesto el pie en la isla, todos los pasos que Grey había dado habían sido un fracaso. Como hombre razonable e inteligente que era, siempre había confiado en una planificación cuidadosa, seguida de una ejecución igual de esmerada. La única manera de alcanzar el éxito era marcarse unas normas y atenerse a ellas. Pero desde la llegada de Dora, las parejas que formaba no resultaban y hasta sus libros eran un desastre. Incluso Ratón parecía distraído. ¿Qué diablos estaba pasando? —¿Te importaría quitarme las manos de encima? —dijo Dora en voz baja. Demasiado baja. Tras las profundidades verdes de sus ojos, el enojo resplandecía como fugaces relámpagos. —No hasta que no nos hayamos puesto de acuerdo. —En lo único que estoy de acuerdo es en que estás invadiendo una propiedad privada —respiraba con agitación mientras intentaba desasirse. Como no quería asustarla, Grey empezó a reducir la presión de los dedos. Pero volvió a sujetarla con fuerza al comprender que, diablos, sí, quería asustarla para que desistiera de su absurdo plan y regresara por donde había llegado. Así él podría dormir tranquilo otra vez. La idea de la pastelería ya había sido bastante enojosa. El condenado salón de té era la gota que desbordaba el vaso. —Voy a doblar mi primera oferta. Se te acaba el tiempo —Dora olía a canela, a vainilla y a mujer dulce y tibia. La entrepierna de Grey empezó a agitarse. Carraspeó —. Como te decía, estoy dispuesto a doblar mi oferta porque necesito la casa de Emmet. —Es mi casa —lo interrumpió Dora, pero Grey no prestó atención a aquella aclaración. —Así, podrás comprarte una casa modesta en la costa y te quedará algo de dinero para invertir. Si tienes cuidado, podrás subsistir con las ganancias hasta que encuentres otro marido.

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Una vez más, la idea de verla casada con otro hombre le retorcía las entrañas. Se dijo que no era más que alivio. Alivio porque ya no tendría que pasar delante de su casa temiendo verla por una ventana. De pie frente a ella, con las manos todavía sobre sus hombros, Grey se fijó en su boca. En sus labios. —Dora, Dora… Eres una bruja —gimió justo antes de besarla. Atónita, Dora abrió la boca y chocó con los labios ardientes y firmes de Grey. Sintió su contorno, la curva corta del labio superior, la firmeza del inferior, al tiempo que el sabor de Grey le nublaba los sentidos. Durante interminables momentos, cedió a la tentación de sentir la firmeza de su cuerpo, la fortaleza de los brazos que la estrechaban, el calor de sus manos en la espalda, en su pelo, en sus glúteos. Sentidos que ni siquiera había creído poseer se inflamaron de repente por el sabor de su boca y el tacto de su cuerpo masculino que se agitaba, ansioso, contra el de ella. Dora se apartó de golpe y lo miró fijamente con los labios todavía húmedos por el beso. —¿Cómo te a…? —jadeó con fiereza. —Ya lo sé, ya lo sé. ¿Cómo me atrevo? —estaba respirando con agitación, mirándola como si nunca hubiese visto a una mujer—. Te lo diré. Me atrevo porque nada de lo que he dicho o hecho durante el verano, ni una maldita cosa, se ha abierto paso en tu obstinada cabeza. Todo lo que has hecho desde que desembarcaste en esta isla lo has hecho para desafiarme. Dora abrió la boca para responder, pero él la detuvo alzando la mano. Dora se quedó mirándola, aquella palma cuadrada y recia, los dedos largos y rectos. Y las líneas que atravesaban su carne curtida. «Mira… Dora, aquí dice que esta es tu línea de la vida, y esta es la línea del amor. Cielos, mira este horrible trazo que la parte en dos. Dora, según el libro, eso significa que antes de conocer a tu verdadero amor, tendrás un desengaño. Ahora, léeme tú a mí la buenaventura, ¿vale? Pero que resulte emocionante. Y luego Selma podrá leérsela a Missy». —¿Dora? Dora parpadeó. —¿Cómo? Ah, no, gracias. No quiero vender mi casa. —Maldita sea, mujer. ¿Por qué no usas la cabeza de una vez? —Eso hago. Por primera vez desde que tengo uso de razón, tengo pleno control de mi vida y ¿sabes qué? Me gusta. Me gusta así. Por eso, no, gracias. Puedes quedarte con tu dinero. Saldremos adelante.

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La había besado. Por segunda vez en su vida, un hombre la había besado no porque la amara sino porque quería algo de ella. Grey retrocedió y se puso en jarras. El sol caía a plomo sobre su cabeza, y el sudor empañaba su rostro moreno. —¿Y qué pasará cuando tus dos ayudantes se casen? ¿Crees que sus maridos les permitirán participar en tus descabellados planes? —Bueno… A mí eso me parece el cuento de la lechera —le espetó Dora. —¿Qué diablos quieres decir? Desplegó una sonrisa dulce como la miel, a pesar de que todavía estaba temblando por dentro. Después, inspiró hondo. —Mañana por la mañana, inauguraremos el salón. A las nueve. Puedes venir cuando quieras, si te apetece una taza de té y una porción de nuestra deliciosa tarta de melaza. Lo invitó por puro orgullo, pero al ver que enrojecía y que su mirada se tornaba borrascosa, experimentó una grata satisfacción. —Entonces, hasta mañana por la mañana —dijo con una voz sedosa que hacía que a Dora le rechinaran los dientes—. Si puedo abrirme paso entre la multitud, aquí estaré. Acto seguido, dio media vuelta y se fue, y Dora se quedó preguntándose quién de los dos habría ganado aquel enfrentamiento.

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Capítulo Dieciséis A las ocho y media, Dora era un manojo de nervios. La primera crisis había tenido lugar a las siete de la mañana, cuando se había dado cuenta de que no tenían vajilla suficiente. Con solo tres tazas, un tazón rajado y cinco platos en la casa, estaba claro que Sal y Emmet no habían tenido por costumbre invitar a amigos a cenar. —La casita del párroco —dijo Lula—. Cuando baje a llevarle a Salty el desayuno, veré si puedo tomar algo prestado. Estoy segura de que al pastor no le importará. —Me sorprendería mucho que encontraras siquiera una taza —repuso Dora con ironía—. Creo que, cuando está en la isla, cena en el castillo de Saint Bride. —Ratón podría dejarnos algunos platos. Tiene una vajilla preciosa que nunca usa. —¿Cuándo has estado tú en su cocina? —preguntó Dora con curiosidad. —Ayer, cuando me dio el té. Ratón, con o sin el permiso de su patrón, había dado a Mattie una lata grande llena de hojas de mate curadas. No se parecía a ningún té que Lula o Dora hubieran visto hasta entonces, pero cocido según las instrucciones de Mattie, constituía una infusión bastante aceptable. —Si en el siguiente envío de novias hay una con nociones de contabilidad, prometo raptarla antes de que Saint Bride la case con uno de sus rufianes —Lula ajustó la cortinas recién colgadas, frunció el ceño y se encogió de hombros. —En realidad, no son rufianes —la regañó Dora—. Es que no están acostumbrados a tratar a las mujeres. Cuando se asean un poco y superan la timidez, resultan bastante agradables. —Lo sé, lo sé. Es que… —se tocó el vientre, en el que ya se percibía una ligera redondez. Para entonces, todos conocían el dilema de Lula. Como necesitaba un padre para su hijo, no podía casarse con un hombre que no le agradara, pero se negaba a hacerlo con uno que fuera de su agrado porque le parecía injusto cargarlo con el hijo de otro hombre. Dora pensaba que, si les daba la oportunidad, tanto James Calvin como Clarence serían unos padres excelentes y unos maridos comprensivos. No estaban en la típica ciudad pequeña en la que el más leve atisbo de escándalo podía arruinar la vida de cualquier mujer. Los isleños eran un tanto toscos, pero cuidaban unos de otros.

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—Estoy segura de que todo se arreglará —murmuró Dora. Se refería al dilema de Lula y a su propia necesidad de aferrarse a lo que tenía y de reafirmar su derecho a quedarse—. Mira cuánto hemos conseguido en tan poco tiempo. —Sí, bueno… El telón está a punto de abrirse para el tercer acto —le recordó Lula. Dieron las nueve y seguía sin aparecer nadie. Las dos tartas estaban cortadas en porciones, y en el horno se estaban haciendo otras dos. Un cazo de mate hervía en el fuego. Las tres mujeres se habían asomado por las ventanas delanteras al menos una docena de veces. —¡Por ahí viene Ratón! —susurró Mattie con fiereza—. ¿Estoy bien? No tendré demasiada harina en la nariz, ¿verdad? Cuando Dora comprobó que los restos de harina eran un intento de camuflar las pecas y no de mezclar la masa de las otras dos tartas, miró a Lula, que agarró a la joven de un brazo y le dijo: —Acompáñame. Cuando las fuertes pisadas de Ratón se oyeron en el porche delantero, Mattie ya estaba otra vez en el salón, sonrojándose bajo una fina capa de polvos cosméticos y un millar de pecas suavizadas. —Vengo a probar tu tarta, Mattie Lou. Tengo dinero. Mattie, que parecía que se le había comido la lengua el gato, miró primero a Dora y, luego, a Lula. —¿Puede tomar un poco de tarta? —Por supuesto. Bienvenido, señor… eh, Ratón. A decir verdad, es nuestro primer cliente. —Vendrán después. Casi todos los hombres trabajan sin parar hasta la hora de comer. Mattie le sirvió con orgullo una porción de tarta en uno de los platos de porcelana de color rosa que les había prestado, mientras Lula le llevaba un tazón del té de mate, que para entonces ya estaba amargo y oscuro. Dora salió de la casa y dio un suave puñetazo contra el soporte del porche. ¿Cómo podía haber pasado por alto algo tan obvio? ¡Por supuesto que los hombres estaban trabajando! Era lo que hacían. No los hombres como Henry o como su padre, sino los hombres de verdad. Los que no dependían de esposas ricas, adinerados ascendientes o insensatas inversiones para mantenerse. Cielos, y por allí se acercaba Saint Bride. Dora corrió al interior de la casa, hizo una pausa para recobrar la compostura y se volvió con alegría al gigantesco caballero tuerto que estaba disfrutando de las

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atenciones de las dos mujeres como si recibiera aquel trato todos los días. Mientras tanto, Saint Bride ya debía de estar junto a la cancilla. —Iré a ver a los cachorros —anunció con alegría—. Está claro que, ahora mismo, no me necesitáis. Salió apresuradamente por la puerta de atrás, esperó a oír las botas de Grey en el porche delantero y se dirigió a la cancilla trasera de la valla. Después, caminó a campo traviesa hacia la iglesia. Cuando llegó, los mosquitos la habían acribillado y tenía la falda llena de pinchos. —Salty, ¿estás…? ¡Ay! ¡Qué susto me ha dado! El reverendo Almond Filmore levantó la cabeza. Estaba arrodillado detrás del altar náutico. —Buenos días, señora —dijo con su voz lenta y pausada—. Su… Supongo que son su… suyos, ya que esta es la perra de Emmet. —No sabía que estaba en la isla. —He venido antes de tiempo, pensando que podrían necesitarme para celebrar algún que otro matrimonio. Clarence no me habló de ninguna fecha, pero estaba trabajando cuando lo vi. ¿Sigue aquí la señorita Lula… quiero decir, la señora Russart? De modo que Dora se sentó en el suelo junto al pastor alto de rostro solemne. Tomó a dos de los cachorros en brazos y se sorprendió contándole sus proyectos. —Precisamente hoy hemos inaugurado el salón de té —concluyó en tono alegre, para que pareciera un éxito en lugar de lo que estaba resultando—. Mattie es la cocinera, al menos, hasta que yo aprenda a cocinar mejor, y Lula la contable. Se encarga de anotar los gastos y contrastarlos con los… mmm… ingresos. Que hasta el momento, eran inexistentes. Mientras jugaban con los cachorros, se le ocurrió pensar que, para ser un hombre con tan poco que decir y tanto tiempo empleado en hacerlo, el pastor tenía unos ojos muy vivaces. También pensó que quizá tuviera también una mente vivaz, si uno se tomaba la paciencia de explorarla. —Bueno —dijo por fin, cuando el silencio se prolongó durante varios minutos —. Será mejor que traslademos a Salty y a sus cachorros otra vez a casa, o le invadirán la iglesia. Por primera vez, advirtió el tapete de ganchillo que había sobre el altar. Además, alguien había puesto cubos con helechos a ambos lados. A pesar de que las hojas se estaban poniendo marrones y los cubos estaban un poco oxidados, creaban un ambiente acogedor. —Ya veo que ha puesto algún que otro toque decorativo —observó. Mientras el pastor organizaba sus pensamientos para contestar, Dora tomó en brazos a dos de los Escaneado por Alix-Sira y corregido por Vale Black

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cachorros, dejó que el reverendo levantara a los otros dos, y encabezó la marcha hacia su casa con Salty pegada a sus talones. La mala suerte quiso que Grey saliera por la puerta principal justo cuando abría la cancilla. Dora creyó que ya se habría ido. —Almond —saludó al párroco. —Buenos días, Grey. Pensé que podrías necesitarme, así que he venido antes de lo previsto. Grey tomó uno de los cachorros que Dora tenía en los brazos y lo puso boca arriba para determinar su sexo. —Tres damas y un caballero —dijo Almond Filmore, un tanto regocijado. —Diablos —se lamentó Grey. —Me encargaré de que no salgan de mi propiedad hasta que pueda encontrarles nuevos hogares —anunció Dora con desafío. —Eso espero. Y un consejo… Dora contuvo el aliento. Si triplicaba su oferta, se vería obligada a considerarla, pero solo si la suma era lo bastante cuantiosa para poder llevarse a Lula y a Mattie consigo. Tendrían que buscar otro sitio donde empezar. Pero primero esperarían a que naciera el niño. —Te escucho —dijo con cautela. —Tus higos están madurando. Tendrás que levantarte antes que los mirlos si quieres recoger tu parte. Y, acto seguido, echó a andar carretera abajo hacia el almacén. Dora se quedó mirándolo boquiabierta, y pensó en todas las réplicas que podría haber dado. Incluso el comentario más comedido que se le ocurría habría dejado atónito al pobre pastor, así que se mordió la lengua.

Horas después aquel mismo día, el Bessie Mae desembarcaba un saco de veinticinco kilos de harina, seis gallinas ponedoras y una mujer que exigió saber dónde podía encontrar a la señorita Dora Sutton. Fue Clarence quien contestó: —Si se refiere a Dora Meeks, su casa es aquella que está allí arriba, a la derecha. La que tiene la valla alrededor. La recién llegada asintió con brusquedad y se puso en camino con una pequeña maleta de cartón duro en la mano. Clarence corrió tras ella. —Será mejor que la acompañe.

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—Reconozco una valla cuando la veo —la joven menuda y simplona, que llevaba un vestido de sarga negro nada apropiado para el lugar ni para la época del año, ni siquiera se detuvo a escuchar. —Me llamo Clarence Burrus —dijo el almacenero, y esperó a que ella se presentara. Le estaba costando trabajo seguirla, a pesar de que la joven tenía las piernas cortas y él no. —¿Está casada con un hombre llamado Meeks? ¿La trata bien? ¿No le pegará, no? Clarence se apresuró a alcanzarla y alargó la mano hacia la maleta; la joven le permitió llevarla. —Bueno, sí, lo estaba. Estoy seguro de que no le pegaba. Saint Bride no toleraría una cosa así, pero murió, ¿sabe? Bertola Perkins se detuvo en seco y se volvió para lanzarle una mirada recelosa. —¿Que Saint Bride ha muerto? —Emmet Meeks. —Ah. O sea, que ha enviudado. Menos mal que se me ocurrió venir. Ahora me necesitará más que nunca. Para entonces, ya casi habían llegado. El reencuentro tuvo lugar en el porche delantero, delante de Clarence, Mattie y Lula. Dora abrió los ojos de par en par y bajó corriendo los peldaños para abrazar a la mujer vestida de negro. —¡Bertie! ¿De verdad eres tú? —qué propio de Bertie viajar con un vestido que disimulara las manchas—. ¿Te encuentras bien? ¿Ha ocurrido algo? ¡No contestaste a mi carta! Pasa, pasa, para que podamos hablar —Dora se dio la vuelta y, con la barbilla levantada, presentó a Bertie—. Quiero que conozcáis a la señorita Bertola Perkins. Es mi… la mejor amiga que tengo en el mundo. —Soy su doncella, eso es lo que soy —declaró la joven menuda de pelo castaño —. La señorita Sutton no me escribió y… —¡Claro que te escribí! —exclamó Dora. —Tuve el presentimiento de que me necesitaba, así que he venido a ver cómo estaba. Puedo volver en el mismo barco. Tengo dinero para pagarme el pasaje. —¡No harás nada parecido! Pasa y deja que te lleve la maleta. Clarence la había dejado en el porche pero volvió a asirla y, a la cabeza del grupo de mujeres, la acarreó hasta el interior de la casa. —¿Tienes hambre? —preguntó Dora—. Tenemos una tarta deliciosa, y un té horrible. Aunque podría preparar café. La doncella se sentó, pero se levantó con un respingo un momento después.

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—Señorita Dora, no crea que voy a consentir que me sirva. Siéntese usted y yo iré por las cosas. Al final, se sentaron todos, incluido Clarence, que permitió que le sirvieran té y tarta. Tras añadir al brebaje tres cucharadas de azúcar y lo que quedaba de leche evaporada, lo calificó de tolerable. Mientras tanto, no le quitaba la vista de encima a Bertola. Regocijada, Dora intentó ver a su antigua doncella con los ojos de un hombre, pero solo veía a Bertie: una mujer que había entrado a trabajar en Sutton Hall de fregona siendo aún una niña. Aseada y vivaracha, Bertie había demostrado ser una verdadera amiga quedándose al lado de Dora sin esperar remuneración alguna y defendiéndola cuando toda la ciudad le había dado la espalda. —Bertie, ¿cómo se te ha ocurrido venir aquí? ¿No me digas que estás buscando marido? Bertie arrancó un trozo de nuez de la porción de tarta y la mordisqueó; después, miró a su alrededor un tanto cohibida. —De eso nada, señorita Dora. Lo último que deseo en el mundo es casarme. Cuando la dejé, fui a trabajar para la anciana señora Pritchard, pero se murió, así que crucé el río Pamlico y encontré empleo en la casa de dos amables ancianas. Le escribí para decírselo, pero no tuve noticias suyas, así que decidí venir y comprobar por mí misma si se encontraba bien. Dora alargó el brazo y le cubrió la mano con los dedos, mientras en su mente se agolpaban los pensamientos. ¿Cuántas veces se había preguntado qué habría sido de Bertie? Había temido que le costara encontrar trabajo por haberla defendido ante algunas de las personas más influyentes de la ciudad. Al parecer, se las había arreglado bien. El cambio de empleo explicaba por qué Bertie no había recibido su carta, pero no por qué se había extraviado la que su antigua doncella le había escrito a Dora. Minutos más tarde, Clarence interrumpió la conversación para anunciar que se iba. —Si puedo hacer algo por ustedes, señora Meeks, señorita Perkins, no tienen nada más que decírmelo. —Podrías buscarnos algunos clientes —dijo Lula con ironía—. De lo contrario, nuestro salón cerrará el mismo día de su inauguración. Hasta el momento, solo somos veintisiete centavos más ricas que ayer. Si no me necesitas, Dora, creo que iré a la iglesia para ver si el reverendo necesita algún consejo sobre cómo transformar su capilla en la catedral de San Pedro. ¿Te he contado que una vez ayudé a transformar el rincón de un establo en un castillo escocés? Con Lula fuera de la casa y Mattie en el castillo de Saint Bride, visitando a Ratón, Dora y Bertie se dispusieron a ponerse al corriente de las novedades.

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—Necesita un buen corte de pelo, señorita Dora. Este aire de mar no es bueno para sus rizos. —Lo sé, lo sé, pero antes hablame de Selma, Missy y las demás. ¿Todavía piensan que yo…? Bueno, ¿todavía se creen esos chismes horribles? Bertie jugueteó con la cuchara, y Dora lo interpretó como una respuesta afirmativa. —En fin. De todas formas, ya no importa, porque no pienso volver —después, Dora se animó—. Espero que pienses quedarte, porque te necesitamos. Tenemos un sinfín de planes. Como te decía en mi carta, vamos… Vaya, pero si no la recibiste. Bueno, ahora estás aquí, así que déjame que te hable de la casa de huéspedes que pensamos abrir en cuanto ganemos suficiente dinero para comprar camas y sábanas. Bertie escuchó, hizo algunas preguntas pertinentes y luego dijo: —En mi carta, le contaba lo que le ocurrió a Polly, pero como no la ha recibido… La señorita Selma la echó a la calle —Polly, como Dora bien recordaba, era la doncella de su amiga Selma—. Dijo que le robaba. —¿Y es cierto? Bertie se encogió de hombros. —Una vez, la vi con un collar que se parecía mucho a ese verde que tenía la señorita Selma. La verdad, creo que eran tal para cual. Dora asintió. Sabía por propia experiencia que Polly era una chismosa vengativa. Aunque le doliera reconocerlo, señorita y doncella tenían mucho en común. —¿Y qué clase de trabajo podría hacer yo en un lugar como este? —preguntó Bertie—. ¿Cree que podría ganarme la vida en esta isla? —¿Estás segura de que no quieres casarte? Creo que eres la clase de mujer que Saint Bride tenía en mente cuando puso su anuncio. Bertie resopló. —¿Casarme yo con uno de esos tipos mugrientos que he visto merodeando por los muelles? ¡Todavía me queda algo de sentido común! —La verdad, son bastante agradables… Al menos, los que yo he conocido hasta ahora. ¿Qué me dices de Clarence? No dirás que es mugriento. Apuesto a que se afeita todos los días. —¡Quia! ¡Como si no tuviera otra cosa que hacer que fijarme en un hombre pelirrojo de orejas grandes! Dora rio con deleite; después, cubrió la mano pequeña y callosa de Bertie con la suya, igualmente pequeña y encallecida.

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—Me alegro tanto de que hayas venido… No hay más mujeres en esta isla salvo las que están en mi casa. Estaremos un poco apiñadas hasta que pueda acondicionar el desván, pero sino te importa dormir en un catre… —He dormido en sitios peores. Cielos, tiene buen aspecto, señorita Dora. Salvo por el pelo, las manos y las pecas de la nariz. —Me temo que las pecas ya no tienen remedio. Con el reflejo del sol en el agua, es imposible evitarlas. Ahora, déjame que te mire —Dora se inclinó hacia atrás para contemplar a la mujer menuda de ojos vivaces que iba vestida de negro—. Si nos descuidamos, Grey pondrá tu nombre en una de sus listas en cuanto se entere de que estás aquí.

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Capítulo Diecisiete Eran las cinco de la tarde cuando Grey, con la cabeza cargada tras largas horas de revisar las cuentas con diversos estibadores y poner al día su correspondencia, cerró su tintero y los libros de cuentas. Se acercó a la ventana y observó las señales: el mar inmenso y desolado, el cielo cada vez más negro, las cabrillas en la bahía… El barco del correo estaba arribando. Dozier ya se había ido. Gracias a Dios, no esperaba a ninguna otra mujer; claro que nadie con una pizca de cordura se atrevería a viajar en aquellas circunstancias. Hasta las gaviotas habían desaparecido. Sí, se avecinaba un buen huracán. Tanto si les daba de lleno como de refilón, el panorama no era nada halagüeño. Los hombres ya debían de estar recogiendo las redes, arrastrando sus barcas tierra adentro o partiendo a alta mar para echar el ancla, recoger las velas y esperar a que pasara el vendaval. Cualquier cosa que pudiera ser arrastrada por el viento o salir flotando tendría que ser amarrada. Todos conocían los preparativos. En cuanto empezara a subir la marea, se refugiarían en la parte más alta que, en la isla de Saint Brides, era su casa. Ratón no daría abasto para cocinar para todos. Gracias a Dios, Dozier había llevado provisiones. Grey no tenía dudas sobre la seguridad de su casa. Ratón y él podían reforzarla con listones en un abrir y cerrar de ojos, pero Dora era harina de otro costal. No parecía de las que se quedaban de brazos cruzados, pero las mujeres eran… Diablos, eran mujeres. Retiró la persiana de la ventana y se inclinó hacia fuera para desenganchar las contraventanas. Se detuvo para mirar la casa que estaba al pie de la colina. Allí, se dijo, estaba su problema en persona: Dora Meeks. Tormenta o no, la mujer era la causa de todos los problemas que habían surgido desde que desembarcó en la isla el pasado mes de abril. De no ser por ella, tanto James Calvin como Clarence ya estarían casados, e incluso esperando el nacimiento de la siguiente generación de isleños. Pero ¿cómo iba a luchar con una mujer que ni siquiera le llegaba a los hombros, y cuya cintura podía rodear con las dos manos? Una mujer que lo miraba a los ojos y que lo desafiaba a que la retara. Grey suspiró y cerró con fuerza las contraventanas. —Lo que pasa es que necesito comer algo —gruñó. Había desayunado a la salida del sol y se había saltado el almuerzo para darse un baño—. ¡Ratón! —gritó por la puerta abierta de su despacho—. ¿Qué tal si me traes un plato de ese guiso de tortuga? —esperó—. ¿Ratón? Silencio.

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Diablos. Era evidente que el hombre al que había rescatado de una condena injusta, atendido hasta que había recuperado la salud y ofrecido un trabajo bien pagado de criado lo había abandonado. «Así te pagan por tu ayuda, Grey», se quejó mentalmente minutos más tarde mientras cortaba un trozo de queso, dos rebanadas gruesas de pan y se servía una taza de café frío. A la irritación siguió la culpabilidad al recordar los años de servicio callado y competente con que Ratón le había correspondido, o las horas de escucha sin prejuicios siempre que Grey necesitaba dar voz a una idea antes de ponerla en marcha. Ratón era algo más que un empleado, era un buen amigo. Si el hombre quería una vida propia, se la merecía. «Lo que de verdad me hace falta», se dijo Grey mientras mordisqueaba pensativamente el sandwich de queso seco, «es hacer una visita a la casa de alterne más próxima». Cuando un hombre llegaba al punto de no poder pensar con claridad por desear a una mujer que insistía en volverlo loco, hacía falta algo más que una zambullida en el mar para despejar la cabeza.

En realidad, Ratón había ido al embarcadero a recoger las provisiones que el capitán Dozier había desembarcado y estaba viendo cómo el barco del correo se arrimaba a la orilla y recogía las velas. Como ya tenía la carretilla llena de provisiones, estaba esperando a poder recoger el correo de la isla, ya que no era probable que el barco regresara hasta, al menos, dentro de una semana. Una mujer saltó a tierra con delicadeza y enseñando más tobillo del necesario, miró alrededor y arrugó la nariz como si oliera a pescado rancio. Y, seguramente, así era. Por todos era sabido que Saint Bride pagaba el pasaje a todas las novias que embarcaban en el Bessie Mae, aunque como su único dueño no estaba obligado a correr con los gastos. Pero, como sabían todos los que trataban con él, Saint Bride era un hombre justo: nunca pedía más de lo que se pedía a sí mismo. Bastante menos, a decir verdad. Aquella mujer había viajado en el barco del correo. ¿Sería una novia o se había perdido? La mujer que había aparecido horas antes era, según le había dicho Mattie, amiga de Dora Meeks. ¿Sería aquella también amiga de Dora? Los hombres contemplaron con recelo cómo, con los brazos cruzados sobre su exiguo pecho, la mujer daba golpecitos en el suelo como una serpiente que agitara su cascabel en señal de aviso. Por fin, su mirada se posó en Almond Filmore, que había bajado a echar una mano a Ratón con las provisiones. Después, clavó la vista en la

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casa de lo alto de la colina, que era sin ninguna duda la vivienda más destacada de la isla, y preguntó: —¿Es esa la casa del señor Saint Bride? Una novia, entonces. ¿Pero de quién? Los hombres se miraron con nerviosismo. Era hermosa; no tanto como Dora pero, claro, pocas mujeres lo eran. Fue Clarence quien carraspeó y contestó: —Sí, señora, pero… —Puede llevarme hasta él. —Bueno… —con un suspiro de alivio, el almacenero vio a Almond Filmore—. Señora, este es… Sin esperar a ser presentada, la mujer se volvió y frunció el ceño. —¿Es usted Saint Bride? He venido a conocer al hombre que ha estado pidiendo mujeres en los periódicos. Por fortuna, el cerebro del reverendo era mucho más veloz que su lengua. —No, señora. Me llamo Fi… Filmore. Este es mi amigo, Ratón. Nos encantará llevarla a casa del señor Saint Bride, si quiere seguirnos. El capitán del barco del correo le entregó a Clarence una bolsa de lona con la correspondencia. —No sé si Grey aceptará a esta —le confió, y movió la cabeza—. Tiene la lengua muy afilada. Yo creo que las mujeres de la costa se han echado a perder. Con mucha cautela, el reverendo ayudó a la joven a bajar del muelle. Ratón ató la maleta de cartón duro a los sacos de harina de maíz, café, alubias y carne y echó a andar carretera arriba, mientras los otros dos lo seguían. —¿Quiere decir que tengo que ir andando? —graznó la mujer. —Está al final de la carretera. La joven resopló con impaciencia. El sol centelleó en su pelo negro azulado, seguramente artificial, y en el reluciente broche que llevaba en el vestido. —¿Y dice que esa es la casa del señor Saint Bride? Fue Ratón quien contestó. —Sí, señora. Fue construida por su bisabuelo y ampliada generación tras generación desde entonces. Ha resistido a muchas tormentas. También sobrevivirá a esta. —¿Está casado? —¿Grey? No, señora. Tiene demasiadas ocupaciones.

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Ningún hombre vio la sonrisa que se dibujó en la cara alargada de la mujer, ni la mirada de determinación que brillaba en sus ojos. Fue Bertie, mientras tendía la ropa, quien vio al trío ascendiendo hacia la colina. Se los quedó mirando fijamente y luego susurró: —Madre del amor hermoso, si parece… —giró en redondo y entró en la casa llamando a gritos a la señorita Dora. —¿Qué pasa? —preguntó Dora casi sin resuello en el umbral de la cocina—. ¿Has visto una serpiente? —¡Y tanto que sí! Es Polly Clinkshaw, y viene hacia aquí. ¿Qué vamos a hacer? Si la encuentra en la isla, no dejará de chismorrear. Y así, sin previo aviso, Dora volvió a sumergirse en las gélidas aguas del pasado: el dolor por la muerte de su padre, la pérdida de la virtud, la destrucción deliberada de su reputación. Se bajó las mangas con cuidado y se secó las manos en la falda mientras pensaba con celeridad. Podía huir, pero en una isla yerma de menos de cuatro kilómetros de largo por uno de ancho, ¿dónde podía esconderse? —Entra, Bertie, y deja que yo me ocupe de esto. —De eso nada. Le diré que aquí no la queremos y la pondremos a bordo del primer barco que salga para la costa. Lula salió del interior de la casa, donde había estado recogiendo el bajo de uno de los pantalones de Emmet para el hijo más pequeño de John Luther. —¿Qué está pasando? —Tenemos a otra mujer —murmuró Bertie en tono lúgubre. —Qué momento más inoportuno. No sabía que estuvieran esperando a nadie —susurró Lula. —Esperada o no, esta no va a quedarse. Las tres mujeres salieron a la carretera, como si quisieran presentar un frente unido contra la recién llegada. Polly Clinkshaw se puso en jarras y exclamó: —¡Vaya, vaya, mirad a quién tenemos aquí! La señorita Dora. Oí que había venido a parar a esta isla —la afirmación estuvo seguida de una carcajada. Bertie se colocó delante de su antigua señora. —¿Qué haces aquí, Polly? —Lo mismo que tú, diría yo. En la costa cada vez cuesta más trabajo encontrar un buen partido. Lula se inclinó hacia Dora sin apartar la mirada de Polly.

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—¿Es amiga tuya? —preguntó en voz baja. —En absoluto —después, se dirigió a la doncella de Selma—. Llegas en un momento muy inoportuno, Polly. Como puedes ver, estamos ocupados preparándonos para la tormenta. —Entonces, me alegro de haber venido. ¿Dónde está ese señor Saint Bride del que hablan todas las mujeres? —¿Qué mujeres? —Encontré un trabajo en Edenton la primavera pasada, justo después de que la señorita Selma se casara. Lo sé todo sobre esos todopoderosos Saint Brides. Hay algunos en la ciudad, y dicen que están forrados. Dicen que el que ha estado buscando mujeres es todavía más apuesto que el que vive en Edenton —hizo una mueca y alzó la cabeza—. Será mejor que apunte alto, ya que lo hago. Dora, con los puños cerrados, hizo acopio de paciencia. —Sí, bueno… Habría sido mejor que vinieras en otro momento. Como puedes ver, la casa está un poco patas arriba, pero será mejor que pases, porque aquí es donde se alojan las mujeres. Los dos hombres exhalaron un suspiro de alivio. Almond asintió, y Ratón soltó la maleta y la dejó sobre la carretera; después, el hombretón empuñó la carretilla y siguió avanzando hacia la colina seguido del párroco. Bertie tenía la mirada clavada en el pequeño broche reluciente de Polly, y Lula miró a las tres mujeres una a una, mientras se preguntaba cuál sería su papel en aquella farsa sin guión. —¿Entramos para resguardarnos del calor? —era evidente que Lula había escogido ya su papel: el de anfitriona. Al menos, así suavizaría la tensión entre las dos antiguas doncellas. Dora se sentía enferma, como si hubiese ingerido carne emponzoñada. Había empezado una nueva vida prometedora y tendría que presenciar cómo se la quitaban de las manos. Polly le contaría a Grey los horribles rumores y este la echaría de la isla. Mattie llevó té frío. Polly dijo: —¿No tienes hielo? —Si tuviera, no lo desperdiciaría en el té, sino en la nevera. La carne no se conserva eternamente con este calor, ¿sabes? Era evidente que Mattie había sentido una animadversión inmediata hacia la recién llegada. Dora las presentó y buscó con frenesí alguna excusa para desaparecer. —Cuánto le ha cambiado la vida, señorita Dora. Esto no se parece mucho a Sutton Hall.

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Dora acertó a murmurar algo. Ni Lula ni Mattie articulaban palabra. Estaban contemplando a la mujer como si fuera una serpiente y tuvieran que decidir si era venenosa o no. Solo Dora sabía lo dañina que podía ser. No habían pasado ni diez minutos, cuando el enemigo se presentó en la cancilla. —¡Dora! ¿Dónde diablos te has metido, mujer? Estalló un trueno, la puerta mosquitera tembló y, como sombras fugaces, Mattie y Lula desaparecieron en silencio. A Polly se le iluminó el rostro, pero Bertie la agarró del brazo y la arrastró hacia el porche de atrás. —¡Ay! ¡Eso duele! ¿Es ese Saint Bride? He venido a verlo a él, no a ti. Dora se preparó para el enfremamiento. —Estoy aquí. No hace falta que derribes la casa a gritos. —No es mala idea —dijo el hombre de rostro sombrío que llenaba el umbral. Paseó la mirada por la habitación vacía—. ¿Dónde están? —Si te refieres a la señorita Perkins, es mi invitada, y no una de tus novias. —¿Y la otra? —Tú sabrás. Tú la hiciste llamar, ¿no? Transcurrieron largos momentos. Grey cerró los ojos e inspiró hondo para serenarse. —¿Podríamos dejar a un lado las hostilidades durante un minuto y aclarar este asunto? Sé que darías cualquier cosa porque un rayo me fulminara aquí mismo, pero… —Preferiría que no ocurriera dentro de mi casa. Dudo que ni siquiera entre todas pudiéramos sacar tu cuerpo a rastras. Cuando un relámpago iluminó la pequeña habitación y el consiguiente trueno hizo temblar hasta las mismas vigas, Dora se abrazó y se mordió el labio inferior. Grey clavó la mirada en aquel labio y recordó su textura y su sabor; había besado a Dora en un momento de ofuscación. —¿Te dan miedo las tormentas? —preguntó en un tono que delataba un instinto protector largo tiempo olvidado. —En absoluto. Es que… me he sobresaltado. —Aquí, en la playa, los truenos se oyen más cerca de lo que están. En cuanto a las mujeres, Clarence me ha dicho que han venido dos. Todavía estaban de pie cerca de la entrada. Dora, en actitud rebelde, cruzó los brazos sobre el pecho. Regocijado e irritado al mismo tiempo, Grey no pudo evitar

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preguntarse qué andaría tramando aquella mujer, ya que parecía decidida a no ceder ni un centímetro. —Puedes entrevistar a la señorita Clinkshaw aquí, en mi salón. ¿Te parece bien a las cinco de esta tarde? Es cuando cierro mi salón de té. Grey asintió con expresión pensativa. —Entiendo. Has hecho coincidir el horario de tu negocio con el horario de trabajo de todos los hombres de la isla, ¿verdad? Bonito planteamiento. Siempre digo que una buena planificación facilita el trabajo. Al ver el lento rubor que cubría su piel pálida, Grey se mordió la lengua. —Dora —dijo con suavidad, mientras se preguntaba cuánto tiempo tendría que seguir luchando con aquella mujer. Dora dejó caer los hombros hacia delante y se dio la vuelta. Abrió la puerta de atrás y dijo: —¿Polly? El señor Saint Bride quiere verte.

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Capítulo Dieciocho Esperaron en la cocina mientras la entrevista tenía lugar en el salón. Bertie estaba frenética, porque quería obligar a Polly a confesar que los rumores no habían sido más que una sarta de mentiras. Dora, que se sentía como si la espada de Damocles pendiera sobre su cabeza, dijo: —Bertie, no podemos hacer eso. Ya sabes cómo empezó todo. Yo también tuve parte de culpa. —No diga eso, señorita Dora. Sé lo que ocurrió, y no fue culpa suya. Y sé lo que se dijo, y no eran más que difamaciones. ¿Quién puede saber mejor que yo la clase de mujer que es usted? —Sí, bueno… Con difamaciones o sin ellas, nada de lo que digamos ahora será de ninguna ayuda. Lula lo sabe, se lo he contado todo. Mattie, será mejor que tú también lo sepas. Cuando vine a la isla, me hice pasar por viuda. No lo era… nunca había estado casada. El problema es que, aunque reconozca haber mentido, ¿quién va a creer que ahora digo la verdad? —en otras palabras, ¿por qué iba a creerla Grey cuando había estado buscando una excusa para expulsarla de su isla desde el día en que llegó? Bertie asintió con expresión llorosa. Una repentina ráfaga de viento arrastró por el jardín la tina donde lavaban la ropa. Salty empezó a gemir, y Dora siguió sentada, callada y triste, esperando su final. Lula se levantó para cerrar las ventanas de la parte oeste y comprobó las demás. Podía oírse la voz de Polly, que se oponía en tono estridente a algo que Grey le estaba diciendo. Después, Grey apareció en el umbral, con el semblante de un hombre condenado al patíbulo. —Señoritas, será mejor que se preparen para subir a mi casa. A la velocidad a la que sopla el viento, la marea inundará la carretera dentro de poco. Le diré a Ratón que baje a reforzar su casa y a ayudarlas a trasladar sus cosas. Dora escudriñó su rostro en busca de una pista. ¿Conocía ya la verdad? ¿Se lo habría dicho Polly? Y si no se lo había dicho, ¿a qué estaría esperando para hacerlo?

Cuando Ratón bajó de la colina con su carretilla, las nubes oscuras habían descendido tanto que rozaban las chimeneas. El viento silbaba en los aleros y el nivel del agua había ascendido notablemente. Los arroyos ya se estaban desbordando.

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Dora podría haber insistido en quedarse en su casa, pero entonces, Mattie, Bertie y Lula, por lealtad, habrían permanecido a su lado. No podía negar que la casa de Saint Bride estaba mucho más alta que la suya, y se negaba a poner en peligro a sus amigas por su obstinación y su orgullo. Sin embargo, si a Polly la arrastraba la marea, Dora intentaría mostrarse afligida. Ratón ayudó a reforzar la casa; Salty lo seguía a todas partes y, de vez en cuando, volvía con sus cachorros para olisquearlos. —Tranquila —le dijo Dora—. No permitiremos que les pase nada a tus pequeños. Cuando se cerró la última contraventana, la casa estaba oscura como una tumba y resultaba casi igual de sofocante. —Señoritas, desen prisa —las apremió Ratón, que parecía más que nunca un rufián con su calva reluciente y el parche del ojo—. La marea ya ha cubierto el embarcadero. Llegó el reverendo, pálido y manchado de barro, y Ratón le encomendó la cesta de los cachorros y le pidió que se adelantara y se llevase a Salty con él. La perra era un manojo de nervios. —Si de verdad no puedo servirles de ayuda aquí… —dijo el hombre, y Dora le aseguró que todo estaba bajo control y que ya casi estaban listas para desalojar la casa. Siempre tan práctica, Bertie había quitado la ropa de cama y había hecho un atado con ellas para acarrearlas hasta el castillo de Saint Bride. —Necesitaremos sábanas si esto no termina antes del anochecer. No tiene sentido que usemos las de Saint Bride. Después de recoger los artículos de aseo de Dora, incluida la colonia de flor de manzano y la crema que debía conservar las manos blancas y tersas pero que no lo hacía, Bertie colgó los mejores vestidos de su antigua señora en el gancho de la habitación de Emmet, de modo que las faldas quedaran justo por encima de la leve línea horizontal de la pared. Mientras recogía a toda prisa la Biblia de Emmet y el tablero de ajedrez y los colocaba sobre su camisón, a Dora se le ocurrió pensar que la línea grisácea podía ser una marca dejada por la marea. En tal caso, los suelos acabarían inundados. Así que recogió las escasas alfombras y las dejó sobre el sofá. —Quizá sea mejor que enganche el carro —dijo Ratón al contemplar el montón de equipaje que habían acumulado las cinco mujeres. Comida, ropa de cama y prendas suficientes para vestir a todo un batallón.

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Polly, en cambio, lo único que había hecho era protestar. Ratón era amable con ella; claro que el criado de Grey era amable con todo el mundo, como Dora no había tardado en advertir. Ratón cargó la carretilla y encabezó la marcha hacia la casa de Saint Bride inclinando el cuerpo contra el viento. Mattie corrió a alcanzarlo cargada con cestas de comida. Los seguían Bertie y Polly, esta última todavía gimiendo y quejándose. Lula se llevó la mano al vientre y Dora la agarró del brazo para ayudarla a sortear los peores baches de la carretera. En cuanto se refugiaron en el porche de Saint Bride, este abrió la puerta, metió el equipaje para resguardarlo de la lluvia y, después, los hizo pasar. El reverendo apareció junto a él con los brazos llenos de cachorros. —No sabía dónde ponerlos —dijo en tono de disculpa. Dora miró a los perritos indefensos y, después, a las demás mujeres. Se le ocurrió pensar que, mientras que ella, al menos, tenía una casa, un lugar al que ir después de la tormenta, sus amigas no tenían nada. Grey se adelantó al grupito de mujeres empapadas y encendió varias lámparas. Dora se dio cuenta de que era la primera vez que estaba dentro de su casa. Ni siquiera la noche en que Emmet murió había traspasado el umbral. Una vez dentro, las mujeres empezaron a sacudirse las faldas y a arreglarse el pelo con dedos fríos y húmedos. Polly miró alrededor, con los ojos muy abiertos, y se dejó caer de inmediato en la silla más grande. —Vaya, ¡qué agradable! Casi tan elegante como Sutton Hall, ¿verdad, señorita Dora? Bertie le lanzó una mirada furibunda. —¡Levántate de esa silla, mujer! ¡Tienes la ropa mojada! —Y el pelo. Caray, a eso se le llama llover. —¿Por qué no te pones debajo del canalón, para ver si el agua se lleva las liendres que tienes en el pelo? —insistió Bertie. Lula puso los ojos en blanco. Dora rezó en silencio para que Polly no los hubiese infectado de piojos. Aquello sería la gota que desbordaría el vaso. A pesar de la tensión que le mantenía los nervios de punta, Dora no pudo evitar admirar la casa de Saint Bride. Era más bonita de lo que había imaginado: alfombras orientales que, aunque descoloridas, seguían siendo hermosas; mapas enmarcados, algunos cuadros de barcos, un documento de algún tipo, con sello dorado incluido, y paredes revestidas con paneles de madera oscurecida por el tiempo. —Ratón, será mejor que lleves la comida a la cocina —sugirió Grey en voz baja.

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Almond Filmore, que ya se había despojado de los cachorros, lanzó una rápida mirada a Lula y, después, bajó la cabeza, con su rostro alargado extrañamente sonrojado. —Lo mejor para los piojos es la grasa de carbón —comentó Mattie—. Hay quien usa manteca, pero… Ratón recogió todo el equipaje y Grey dijo: —Señoras, si tienen la amabilidad de seguirme, les enseñaré dónde pueden dejar sus cosas. Almond, mi biblioteca está a tu disposición —señaló con la cabeza la puerta del extremo opuesto de la habitación—. Le diré a Ratón que te prepare el sofá —después, se dirigió a todo el grupo—. La cena estará lista dentro de una hora. Pónganse cómodos. Si necesitan alguna cosa en particular, díganlo. Mientras tanto, les enseñaré sus habitaciones —dijo mientras iniciaba el ascenso por la amplia escalera de nogal. En el segundo piso había tres habitaciones amplias y una puerta cerrada. —Escojan la cama que más les plazca. Le diré a Ratón que las haga. —Puedo hacerlas yo —intervino Bertie, y lanzó una mirada furibunda a Polly —. Y Polly me echará una mano, ¿verdad, Pol? Nadie se extrañó cuando Polly escogió la cama más grande y se dejó caer sobre el colchón. Bertie entró corriendo en la habitación y tiró de ella. —¡Todavía no hemos decidido quién va a dormir dónde, así que espera! Mattie estaba retorciéndose. Un viaje al excusado en plena lluvia podía ser terrible, si no peligroso, así que Dora retrocedió, se agachó y echó un vistazo debajo de la cama para ver si encontraba un orinal. Grey, el muy desvergonzado, se acercó a ella por detrás y murmuró: —Hay un cuarto de baño abajo, nada más salir de la cocina. No hay agua corriente, pero encontrarás todo lo que puedas necesitar. Irritada y avergonzada, Dora le dio las gracias y, después, se acercó a Mattie para susurrarle la información al oído. Mattie se dirigió al cuarto de baño y Bertie hizo sentar a Polly en una mecedora y empezó a examinarle el cuero cabelludo. Por fin satisfecha, dio un paso atrás y se limpió las manos en la falda. —Bueno, no tiene piojos, pero yo que tú, Pol, no tardaría en volver a teñirme. Enseguida se te verán las raíces marrones. Al menos, aquello sirvió para poner freno a los gemidos de Polly. —No son marrones, es que el sol las ha clareado.

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—Eso es mentira, igual que todas esas patrañas que contaste sobre la señorita Dora —dijo Bertie con rotundidad, justo cuando una fuerte racha de viento azotaba un costado de la casa. Las dos mujeres se encontraban solas en aquellos momentos; las demás habían salido a ver las otras dos habitaciones. Lula apareció en el umbral. —Esa ráfaga la he notado —susurró, y se llevó las manos instintivamente al vientre. —Solo porque estamos en la segunda planta —le explicó Dora desde atrás, que intentaba parecer menos intranquila que las demás. Las contraventanas temblaron. El viento silbaba en las esquinas. La casa se estremecía y, como ruido de fondo, se oía el bramido de un mar hambriento—. Sugiero que bajemos y veamos si podemos echar una mano con la cena.

Perdieron la noción del tiempo. Durmieron un rato, y se despertaron con el rugido incesante del viento. Mattie se erigió en ayudante de cocina de Ratón. Bertie se sentó junto a Polly y se dedicó a darle codazos cada vez que abría la boca. Fuese cual fuese la amenaza, real o insinuada, parecía funcionar, pero Dora no se engañaba. Más tarde o más temprano, Polly hablaría. Lula estaba sentada junto a una lámpara, cosiendo en un trozo de batista blanca que antes había sido una enagua, mientras el reverendo Filmore, con un libro en la mano, leía en silencio a su lado. Dora, demasiado agitada para relajarse, intentó pensar en todo lo que podía haber dejado a medio hacer en su casa. Grey no estaba por ninguna parte. Nadie lo buscaba, pero a Dora la tenía intrigada. No podía haber bajado al embarcadero con aquel tiempo. Si el almacén salía volando, nada de lo que Grey hiciera podría impedirlo. Lo extraño era que no se hubiese limitado a ordenar a la tormenta que se fuera a otra parte. «Quién iba a pensar que vivía en una casa como esta», se dijo, y paseó la mirada por la estancia con renovado interés. «Quién iba a pensar que una mansión como esta existía en una isla desolada y yerma». Para ser un terrateniente con delirios de grandeza, Grey se vestía igual que sus subditos, se bañaba más a menudo que algunos y se afeitaba, por supuesto. Algunos hombres tenían aspecto de no haberse rasurado nunca. El reloj dio la media. Dora pensó que serían las cuatro o las cinco y media. En cualquier caso, ya estaba cayendo la tarde. Fue entonces cuando se levantó de golpe del sillón de orejas. «¡Mis gallinas!», pensó, horrorizada por haberse olvidado de las pobres criaturas y haberlas abandonado en aquel gallinero desvencijado. Ya debía de haber salido volando, y las pobres aves estarían aterrorizadas, si no ahogadas.

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—Disculpadme un momento —le murmuró a Lula, que alzó las cejas pero no dijo nada. Seguramente pensó que se dirigía al excusado. Tanto mejor. Si le decía a alguien lo que estaba a punto de hacer, Bertie intentaría detenerla y Ratón insistiría en ir en su lugar. Al menos, Grey no estaba por ninguna parte. Escondido en su despacho, seguramente, haciendo listas de lo que iba a hacer en cuanto pasara el temporal. Sin decir palabra, se dirigió al vestíbulo, entreabrió la puerta y asomó la cabeza. El viento soplaba con fuerza y llovía a mares. Quizá, si se daba prisa, podría ir a su casa y volver antes de que nadie se percatara de su ausencia. Hasta que no estaba a mitad de camino, por la carretera, completamente empapada y con el rostro dolorido por las punzadas de la lluvia, no se le ocurrió pensar que no sabía qué iba a hacer con las gallinas, aunque lograra rescatarlas. Entonces, vio el agua alrededor de la casa. La iglesia y la casa del párroco también estaban inundadas. Al menos, la mitad de su jardín, donde se encontraban las higueras y las tumbas, seguía alta y seca. O, al menos, alta. Nada podía permanecer seco con aquellas sábanas de agua que azotaban oblicuamente la isla. —¡Maldita sea, mujer! ¡Vuelve aquí! —la voz surgió del paisaje como un grito fantasmal. Dora siguió corriendo, con los zapatos encharcados. Grey la alcanzó cuando llegaba a la cancilla. —¿Qué diablos haces aquí fuera? ¿Te has vuelto loca? —¡Mis gallinas! —gritó Dora, y el viento amplificó sus palabras. —¡Al cuerno con las gallinas! Si tienen sentido común, ya habrán… El resto de la frase se la llevó el viento. Dora gritaba mientras forcejeaba para abrir la cancilla delantera. —¡El gallinero no resistirá! —¡Pues déjalo! —El ganso… —¡Déjale que se ahogue! ¡Vuelve a mi casa o te echaré a la espalda como un fardo y te llevaré por la fuerza! Pero Dora sabía que, mientras que las gallinas podían tener suficiente sentido común para resguardarse de la lluvia en el porche de atrás, el pobre ganso estaba perdido. Tenía el corral cubierto por una red que impedía que saliera volando. Lo último que había hecho Emmet antes de morir era reforzar la red en todos los costados y por encima, para impedir que el ganso se escapara y aterrorizara a Dora.

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—Emmet… —gimió. El viento le quitó las palabras de la boca y la dejó sin aliento. Grey la miraba como si hubiera perdido el juicio. Después, los dos avanzaron hacia el jardín de atrás. El gallinero ya había volado. Dora, con la cabeza gacha, se abrió paso hacia el porche de atrás para ver si alguna gallina se había refugiado allí; mientras tanto, Grey sacaba su navaja y cortaba la red que cubría el corral del ganso. —Vete antes de que acabes en la cazuela. Se dio la vuelta y vislumbró a la mujer menuda y empapada que luchaba contra el viento para subir los peldaños del porche. —¡Dora! —le gritó—. ¡No te muevas! Dora se detuvo, dio media vuelta y trató de protegerse los ojos de la lluvia punzante. Grey atravesó el jardín de atrás justo cuando una tablilla del tejado salía volando y a punto estuvo de decapitarlo. Grey bajó la cabeza a tiempo de ver el trozo de valla que flotaba hacia él en la corriente que ya cubría la mitad del jardín. —Ya contarás después a las gallinas —la levantó con un brazo y dio la vuelta a la casa, en busca de cualquier refugio que no estuviera cubierto de barro húmedo. Lo último que necesitaba en aquellos momentos era que Dora resbalara y se rompiera una pierna—. ¡Dios! —masculló, y enterró la cabeza en su pelo húmedo—. ¡Causas más problemas que un puñado de gatos callejeros! Acabaron entrando en la casa porque Dora no estaba dispuesta a irse hasta no haber contado a todas sus gallinas. Aquello supuso abrir la puerta de atrás, porque habían reforzado las contraventanas con tablones. Grey encendió una lámpara de la cocina, pero la ráfaga de aire que entró por la puerta abierta no tardó en apagarla. Así que permanecieron de pie en la oscuridad, escuchando el silbido del viento, que parecía el gemido de mil almas atormentadas, el ruido de un objeto al rodar por el porche delantero y el golpe de otro contra un costado de la casa. —Creo que he contado siete —susurró Dora. Le castañeteaban los dientes, pero no hacía frío, sino todo lo contrario, así que no entendía por qué estaba temblando—. ¿Qué… qué hay del ganso? —Salió volando —le dijo Grey—. Pero sobrevivirá —hizo una pausa—. Anda, ven aquí —añadió con voz inusualmente ronca—. No me extraña que estés temblando; estás empapada. Ella fue a sus brazos, pero solo porque tenía frío. Y porque, de repente, comprendió lo que acababa de hacer. Había arriesgado su vida y la de Grey por un puñado de gallinas y un odioso ganso al que había deseado la muerte más veces de las que quería recordar.

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—Deja de temblar —ordenó Grey, como si esperara que ella obedeciera al instante. Dora estuvo a punto de sonreír. A punto—. ¿No tienes ningún vestido seco que puedas ponerte? —Se volverá a mojar. —Puede que no —dijo Grey—. A juzgar por la dirección del viento, el huracán se dirige directamente hacia nosotros. Si esperamos a que el centro nos pase por encima, tendríamos tiempo de sobra para volver a la colina antes de que la cola nos azote. Dora permaneció en silencio y se dejó abrazar. Más tarde, se diría que solo lo había hecho porque parecía lógico. Y porque no deseaba estar en ningún otro lugar del mundo más que en aquella cocina a oscuras y en los brazos de aquel hombre. Así que recostó el rostro sobre el cuello cálido y húmedo de Grey. Dejó que su aliento le acariciara la piel húmeda y que le retirara, con los labios, el pelo que se había quedado adherido a sus mejillas. Ninguno de los dos dijo nada. Hablar habría supuesto dar paso al primer pensamiento racional. Envuelta en aquella intimidad que solo había experimentado una vez en la vida, cuando Grey la había besado, Dora fue consciente de su estupidez. Pero no le importaba. Ni siquiera fingió sorprenderse cuando Grey la condujo al dormitorio. Había sido inevitable desde que la había seguido carretera abajo en plena tormenta. Desde el día que la besó. Desde que vio por primera vez el escueto anuncio en el Bath Clarion y envió una respuesta. Grey volvió a murmurar algo sobre ropa seca, pero cuando rozó con los dedos el primer botón del vestido verde de muselina, ninguno de los dos estaba pensando en nada salvo en lo que ocurriría a continuación. «Es mi decisión», se dijo Dora, dejando a un lado las dudas tan pronto como surgían. «Sé lo que hago, y lo hago solo porque es lo que quiero. Ya me preocuparé mañana… Mañana…».

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Capítulo Diecinueve Grey insistió en encender una lámpara. Dora ocultó el rostro en su pecho, pero él la apartó para poder mirarla a los ojos, para poder leer en ellos cualquier duda que pudiera tener. Porque sabía que lo que estaba a punto de hacer podría ser un error. También sabía que era inevitable, que la pasión había estado gestándose casi desde el primer día disfrazada de enojo, desafío e, incluso, mordacidad. Por no hablar de admiración contenida. Por su parte, al menos. Lo que ocurriese en aquellos momentos tendría que ser mutuo. Grey estaba dispuesto a aceptar las consecuencias, pero si Dora tenía dudas de último minuto, necesitaba saberlo ya, antes de que fuera demasiado tarde. Las mujeres querían amor. Lo que ellas llamaban amor, para él era la emoción más destructiva y perjudicial de todas. En casi todos los casos, impulsaba a los hombres a hacer cosas ilógicas, volvía débiles a los más fuertes. No iba a mentirle a Dora; no la amaba. ¿Cómo iba a hacerlo? Era la mujer más enloquecedora que había conocido en toda su vida. Podía pasarse días enteros sin dirigirle la palabra, solo avistándola a lo lejos, pero siempre estaba en sus pensamientos cuando se metía en la cama. Se quedaba dormido preguntándose cómo sería explorar cada centímetro de su delicioso cuerpo, sentir cómo se estremecía de placer debajo de él. —¿Dora? —con el pulgar, le elevó la barbilla. El frente del vestido estaba lo bastante abierto para vislumbrar la curva incipiente de sus senos. —¿Qué? —contestó a la defensiva, sin aliento, desafiante. —¿Es esto lo que quieres? La lluvia azotaba las contraventanas y las zarandeaba. Una rama, algo sólido, chocó contra la pared de fuera. Dora inspiró hondo, hizo una pausa y dijo: —Sí. —¿Estás segura? —su voz le resultaba desconocida incluso para él. Dora asintió. Grey se retiró el pelo mojado de la frente. La última vez que recordaba haberse sentido así fue antes de yacer con su primera mujer, una viuda complaciente que le doblaba la edad. A los quince años, acababa de ganar un maratón de póquer y la mujer iba a ser el premio. Entonces, como en aquellos momentos, se sentía cansado, nervioso y estimulado. Demasiado tenso para pensar con claridad.

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Aunque aquella noche había otro elemento al que no acertaba a poner nombre: tenía la sensación de estar ahogándose y no había ningún bote salvavidas a la vista. Dora se dio la vuelta y siguió desabrochándose el corpiño. Grey esperó con una mano en el cinturón. No la quería. La última vez que había estado enamorado, hacía casi media vida, su amada había sido una mujer dependiente que exigía ser abrumada con muestras de afecto, en especial, en forma de regalos. Si existía alguna mujer independiente y difícil de abrumar era Dora Meeks. Por irónico que pareciera, nunca había conocido a nadie a quien más deseara cuidar y proteger de las crueldades de la vida. «Es ilógico, irracional», susurraba una vocecita en su interior. El vestido de Dora resbaló en silencio al suelo. Incluso de espaldas a él, de pie a la luz oscilante de la lámpara y con las enaguas y la camisola empapadas, y los rizos amarillos adheridos a su vulnerable nuca, estaba tan hermosa que las entrañas le dolían tanto como la entrepierna. —Date la vuelta, Dora —dijo con voz ronca, casi irreconocible. Dora se dio la vuelta despacio. Su mirada, al cruzarse con la de Grey, era indescifrable. «Es tan bonita», pensó, y casi deseó que no se hubiese despojado de su escudo de rebeldía. El pulso le latía en la base de su pálido cuello. Susurró: —¿Grey? Como una cerilla en un reguero de pólvora, la voz de Dora encendió la pasión. Emocionalmente tenso, exhausto tras los preparativos de la tormenta, tenía la guardia bajada y era vulnerable a aquella ansia insensata e imparable. La boca de Dora, extrañamente fresca, increíblemente dulce, provocó una sacudida en todo su cuerpo. Del ansia pasó al instante a la avidez. Grey movió la cabeza para entreabrir los labios de Dora mientras bajaba la mano y apretaba las caderas de ella contra su virilidad. «Tan menuda…», fue el fugaz pensamiento. «Tan indefensa…». Pero sabía que no estaba indefensa. Era capaz de hacer frente a cualquier hombre. Ella lo rodeó con los brazos y le acarició la espalda con dedos cálidos. Dora olía a jabón, a lluvia y a algo sorprendentemente íntimo y personal. Por última vez, Grey susurró: —Dora, ¿estás segura? Ella asintió contra su pecho, y ya no hizo falta nada más. Grey la tumbó con cuidado sobre la cama, todavía sin despojarla de la ropa interior mojada. Después, con manos trémulas, empezó a desnudarse. La mirada febril de Dora seguía todos

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sus movimientos. Al quitarse los vaqueros húmedos, la oyó inspirar con brusquedad. Grey se quedó inmóvil, pero solo durante un instante. Había sido viuda, recordó, antes incluso de casarse con Emmet. Se preguntó fugazmente cómo habría sido su primer marido, si habría sido un hombre corpulento o más a la medida de Dora. Él era un hombre corpulento, en todos los sentidos. —Es tu última oportunidad —dijo en un intento infructuoso de bromear. La voz de Dora era un susurro ahogado. —Por favor… Quiero que me hagas el amor. No era amor, volvió a decirse Grey, pero era lo más parecido. Volvió a tomar posesión de su boca y enredó los dedos en sus cabellos rubios para expresar sin palabras todo lo que sentía. Dejó un rastro de besos por su cuello, hasta el hueco del hombro. Le besó los senos disfrutando de su sabor y de su piel sedosa. Utilizando primero los labios y luego las manos, fue acariciando cada descubrimiento mientras, con mucho cuidado, la iba despojando de todas las prendas hasta que solo quedaba una media. Cuando la desenrolló hasta la punta del pie, Dora estaba temblando y jadeaba ostensiblemente. Él también. La paciencia nunca había sido su fuerte. Cuando empezó a retorcerse contra él, como si buscara una liberación, Grey deslizó la mano por una de sus corvas hacia arriba, por la cara interna de su muslo sedoso. Al principio, Dora cerró las piernas con fuerza y dejó aprisionados los dedos de Grey, pero después las abrió. Despacio, muy despacio, lo previno una voz interior. La agonía lo consumía, pero hizo lo posible para no ir demasiado deprisa. Quería que Dora estuviera entregada a él a cada paso del camino. Por primera vez en su vida, el placer de una mujer era más importante que el suyo. La impaciencia luchó contra la cautela mientras saboreaba la suavidad salada y dulce de su abdomen. Rindió homenaje a la ligera curva de su vientre, besando y mordisqueando antes de descender para descubrir otros secretos dulces y ocultos. Con los corazones desbocados y los cuerpos entrelazados, siguieron explorando el resplandor salvaje que pronto alcanzarían mientras, en el exterior, el huracán, que un día sería conocido como el infame San Ciríaco, asolaba la isla. No había quietud en mitad de la tormenta. Seguía destruyendo todo lo que encontraba en su camino. Con dedos trémulos, Grey condujo la mano de Dora a su miembro erecto y oyó su leve exclamación. Por primera vez se le ocurrió pensar en lo vulnerable que podía sentirse en tales circunstancias incluso la más orgullosa de las mujeres. Más pequeña, más débil… Subordinada. —He sentido que la tierra se movía —susurró Dora con admiración.

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—Y yo… —con el corazón desbocado, Grey se cernió sobre ella, incapaz de esperar un momento más. Entonces, comprendió que la casa se estaba moviendo de verdad. «¡Dios Todopoderoso! ¡Nos arrastra la corriente!» Dora se aferró a sus hombros; sus dedos resbalaban por la carne firme y húmeda. —¿Grey? ¿Qué ocurre? Fuese lo que fuese, no era lo que Dora había temido. Polly no le había contado nada; Bertie se había encargado de impedírselo. —Por favor, dime qué está pasando —suplicó cuando Grey se incorporó y se apoyó en el armazón de la cama. —No te muevas. Desnuda como Dios la trajo al mundo, Dora saltó de la cama y se inclinó hacia delante cuando sintió que el suelo se movía bajo sus pies. —¿Un terremoto? —¿Dónde está el pico de Emmet? ¿El pico de Emmet? —En… en el cobertizo —susurró, decidida a no sucumbir al pánico. Ocurriera lo que ocurriera, aunque la casa se desplomara sobre sus cabezas, sabía que Grey haría lo más oportuno—. Tengo un hacha. Para la leña. —No te muevas —le ordenó Grey, pero Dora no estaba dispuesta a quedarse en una casa en sombras que parecía estar a punto de derrumbarse. —Está detrás de la cocina. ¡Te sigo! —alargó el brazo y su mano chocó contra el glúteo de Grey. Dora hundió los dedos en la carne firme, porque no deseaba perder el contacto—. ¿Podemos encender una lámpara? —Mejor no. Más que ver, oyó cómo buscaba detrás del horno. La cesta de las astillas estaba en el suelo, a un lado. —¿Qué haces? —chilló al oír el primer hachazo. Santo Dios, ¿acaso Grey había perdido el juicio? ¡Estaba abriendo una brecha en su suelo! —Abre la puerta delantera —le espetó—. ¡Corre! Presa del pánico, Dora atravesó a tientas el salón y probó a abrir la puerta. No estaba echado el cerrojo, pero no cedía. —¡No puedo abrirla! —gritó.

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—Entonces, ¡ven a abrir la puerta de atrás! —le gritó Grey, que seguía dando hachazos. Dora sintió el agua cubriéndole los pies y se estremeció. —Grey, ¿pisas agua? —Sí, por fin —contestó, y los hachazos cesaron—. El agua ha arrancado la casa de los cimientos. No sé si habremos ido muy lejos, pero prefiero que nos detengamos antes de que nos arrastre al mar. En la oscuridad, Dora percibió su proximidad y se acercó a él. Grey la rodeó con los brazos y la estrechó mientras el agua ascendía lentamente por los pies, por encima de los tobillos, y se acercaba a sus rodillas. —¿Se te ha ocurrido pensar —preguntó en inesperado tono cómico— que estamos los dos completamente desnudos y que acabo de destrozar el suelo de tu casa? —¿Eso has hecho? —repuso Dora. Y pensar que apenas hacía unas horas estaba hundida, creyendo que Polly iba a difundir sus venenosas mentiras y que ella perdería todo por lo que había luchado… Quizá hubiesen transcurrido varias horas, pero seguramente solo habían pasado unos minutos cuando la casa chocó contra algo, dejó de moverse y se inclinó. —¿Dónde crees que estamos? —susurró Dora. —Quizá el agua nos haya hecho chocar contra la colina. Dora se estremeció, y Grey la atrajo a sus brazos. —Ahora ya podemos encender una lámpara, si todavía queda alguna que no se haya volcado. Será mejor que nos vistamos. Dora aguzó el olfato. No olía a aceite de lámpara, sino al lodo que se posaba en la orilla de la bahía cuando la marea estaba baja. —Mis pobres suelos —murmuró—. Están hechos un desastre, incluso sin los agujeros que tú les has hecho. Sintió los labios de Grey junto a su pelo mientras se desasía a regañadientes. Solo entonces, tuvo frío, y pensó en lo que había estado a punto de ocurrir. ¿Le habría hecho Grey el amor si hubiese sabido su pasado? —El viento está amainando —advirtió él—. O estamos en un momento de calma o la tormenta se está alejando mar adentro. En cualquier caso, será mejor que nos vistamos. A Grey se le ocurrió pensar que, si hubiese necesitado una señal que lo avisara del peligro de perder la cabeza por una mujer, se habría conformado con algo menos drástico. Completamente vestido, con las perneras enrolladas por encima de las rodillas, hizo rondas por la casa, tratando de localizar algún daño estructural. En el costado

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de sotavento, abrió las contraventanas y asomó la cabeza para intentar calcular dónde habían encallado. Seguía lloviendo, pero el viento soplaba con menos furia. La playa parecía estar muy cerca, peligrosamente cerca, pero si la casa de Dora había flotado hacia la colina, entonces, la colina seguía allí. Su propia casa también debía de seguir aún en pie. Dora se acercó con una lámpara. —¿Ves algo? Al levantarla, Grey solo pudo ver el reflejo de la luz en el agua crecida. —Seguimos rodeados de agua, pero yo diría que está bajando. No veo las estrellas, pero tengo la sensación de que estamos orientados hacia el este. —¿Y eso es bueno? —Todavía es pronto para saberlo. Cuando amanezca, aunque tú no podrás salir enseguida, nos haremos una idea de lo que ha pasado. —¿Cómo que yo no podré salir enseguida? —Dora se apretó contra él, bajo el hueco protector de su brazo. Grey había dejado la lámpara en la mesa, detrás de ellos —. ¿Y tú? —Mis piernas son más largas que las tuyas. Si me caigo en un agujero, tengo más posibilidades de que mi cabeza quede por encima del agua. —Grey —gimió Dora, y él rio. Era un sonido misterioso, en una casa inclinada que seguía inundada de una mezcla pestilente de barro, agua de mar y todas las criaturas desconocidas que podían estar entrando por el agujero que Grey había hecho en la cocina. Dora, con las faldas anudadas en torno a las rodillas, pensó en sus zapatos. ¿Los habría dejado junto a la cama? En ese caso, tal vez estuvieran ya de camino a la bahía. —¿Adonde vas? —preguntó Grey. —Mis zapatos —dijo, como si fuera explicación suficiente. Y, como si fuera lo más natural del mundo, Grey la siguió hasta el dormitorio y la tumbó sobre la cama. Olvidados los zapatos, se acomodó junto a ella sin preocuparse de los pies embarrados. —Deja que te abrace —susurró con voz ronca—. No consigo quitarte las manos de encima… ni arrancarte de mis pensamientos. —Grey, tengo que decirte una cosa. —Ahora, no. Ratón vendrá dentro de poco. Duerme mientras puedas; ya hablaremos más tarde. Cuando esto termine, pasará algún tiempo hasta que todo el mundo pueda descansar tranquilo.

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Por sorprendente que pareciera, Dora se quedó dormida en cuestión de minutos. A salvo, abrigada, en paz. Grey tardó algunos minutos más, pero él también estaba agotado después de los preparativos para la tormenta. Su último pensamiento consciente fue que nada le parecía tan maravilloso como sentir a aquella mujer menuda en los brazos, en su corazón.

Grey se despertó primero. Besó a Dora con suavidad en la frente y asomó la cabeza por el borde de la cama. El agua había bajado, pero necesitarían todo un ejército para extraer el barro. Dora abrió los ojos cuando él atravesaba sin hacer ruido la habitación. —¿Ya ha pasado la tormenta? —Eso espero. Echaré un vistazo fuera; tú quédate donde estás. Y esa fue la razón, por supuesto, de que Dora se levantara de la cama y patinara por el suelo, sobre el lodo acumulado, antes de que Grey pudiera sostenerla. —¡Madre mía! ¡Esto es horrible! —Sí, bueno… Vamos a ver cómo de horrible está fuera. Cuidado al andar, camarada. Camarada. Qué bonito sonaba eso, pensó Dora. Y qué improbable, a pesar de lo que había ocurrido horas antes. Grey descorrió el cerrojo de la puerta y la empujó. No solo estaba atrancada sino que algo bloqueaba la entrada. Al mirar por una rendija, Grey vio un pesado madero que atravesaba el porche. —Por la puerta de atrás —dijo Grey con aspereza y Dora lo siguió caminando con cuidado. Con cautela, abrió la puerta y juntos contemplaron la transformación operada. —Que Dios nos ayude —susurró Dora. Ojalá, pensó Grey, que estaba maldiciendo entre dientes. La marea estaba retrocediendo con rapidez. El viento había amainado, pero lo que Grey no sabía todavía era si se trataba de una calma temporal o del final de la tormenta. —¿Dónde estamos? —Espera que me centre —Grey adivinaba dónde estaban, pero no sabía cómo decirle a Dora que su preciada casa se encontraba, en aquellos momentos, en tierra de él.

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Quizá no se lo diría… Todavía no. Lo primero, primero, pensó. Pero, por primera vez en la vida, era incapaz de decidir qué era lo más importante. Permanecieron juntos en el porche de atrás, contemplando un paisaje casi irreconocible que horas antes había estado salpicado de edificaciones, huertos, vallas y, a lo lejos, de robles, corrales de ganado y… —¿Estarán bien los demás? —susurró Dora. —Conocen las normas. Una vez en lo alto de la colina, nadie abandona la casa. Y la casa sigue en pie —«gracias a Dios», pensó. —Madre mía. Ahora tu casa está mucho más cerca, ¿no? ¿Dónde está el almacén? —En la dirección opuesta, justo… —con la incredulidad pintada en el rostro, Grey contempló el lugar donde antes se había alzado el almacén. Vuelta a empezar. No era la primera vez que Grey había tenido que reconstruir la isla, pero en aquella ocasión, había sufrido muchas más pérdidas. Cerró el brazo en torno a Dora como gesto instintivo de protección. —Las gallinas han desaparecido —dijo ella en tono lastimero. Como el tejado del porche, que cubría las sepulturas allí donde antes se encontraban las higueras. Curiosamente, la corriente había abierto un canal en torno a la pequeña loma, dejando aquella parte intacta. En lo alto de la colina, la casa de Saint Bride seguía en pie. Se había movido ligeramente sobre sus cimientos, y faltaban tablillas de ambos lados y del tejado. La corriente había arrastrado la parte inferior del porche y había dejado los peldaños colgando. Grey se acercó con cuidado al borde del porche de Dora y entornó los ojos hacia la parte norte de la isla, donde antes se habían erigido los barracones y las cabañas de los solteros. El sol centelleaba en la superficie del agua remanente con cegadora intensidad. —¿El embarcadero de John Luther? —murmuró Dora—. ¿Sus barcos? —Veo su barco; está bien. Y su cobertizo de redes sigue en pie. —Es como otro mundo —susurró Dora, asombrada—. Como si nos hubiéramos quedado dormidos en un lugar y despertado en otro. «En más de un sentido», pensó Grey, pero lo dejó pasar. Ya meditaría en ello más adelante. En aquellos momentos, era preciso asegurarse de que todos se encontraban bien en lo alto de la colina. —La carretera está transitable. Voy a llevarte a casa. Estará llena de gente, así que Ratón ya debe de estar cocinando para un pequeño ejército.

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A medida que las últimas nubes borrascosas se alejaban mar adentro, cientos de minúsculas nubes rosadas flotaban delicadamente por un cielo que albergaba todos los colores, desde el azul cobalto hasta el turquesa, desde el verde pálido hasta el dorado. Grey había visto antes cielos así, tras el paso de un huracán por el Caribe. Como si los dioses de la tormenta, después de haberse salido con la suya, quisieran conceder a los perdedores un premio de consolación. Ratón bajó de la colina a recibirlos, y Dora apretó el paso. Tuvo que encaramarse a una caja que alguien había colocado junto al porche en lugar de los peldaños. Ni siquiera el castillo de Saint Bride había escapado a la furia de los elementos, pensó, aunque sin despecho en aquella ocasión. —¡Estás bien! —exclamó Bertie, y corrió a su encuentro. Le tendió una mano para ayudarla a subir, pero Grey se adelantó levantándola por la cintura y dejándola en el porche. Casi sin resuello, Dora contempló al numeroso grupo. —¿Estáis todos bien? —Sí, pero has estado fuera tanto tiempo que temimos que te hubieras ahogado —dijo Mattie en tono lloroso y acusador. —Lástima que no tuvieras el ajedrez de tu marido para distraerte durante la noche —comentó Lula con ironía. Dora la miró y se preguntó cómo podía saber lo que había ocurrido. Porque era evidente que lo sabía. El reverendo dijo: —Recé por vosotros. Todos rezamos. Mi iglesia sigue en pie, pero la casita ha desaparecido. Los hombres salieron al porche. —¿Ratón? Si estáis listos —les dijo Grey—, será mejor que bajemos al embarcadero. Cuida de las mujeres, ¿quieres, Almond? —¿No puedo ayudaros en nada? —inquirió el reverendo, que prefería ir con los hombres que quedarse con las mujeres. —Te lo agradezco, pero me quedaría más tranquilo si te quedaras aquí al tanto de todo. Parece que la casa no ha sufrido muchos daños, pero dudo que las mujeres puedan abrir las contraventanas sin ayuda. Las ventanas estarán atrancadas. También habrá que inspeccionar la casa para ver si ha entrado agua —cosa que Ratón, como Dora bien sabía, ya habría hecho. —¿Dónde está Polly? —le preguntó a Bertie en voz baja. —Le di algo de beber y la acosté. Ya debe de estar dormida. Lula se acercó a Almond. —Te ayudaré —se ofreció, pero Almond lo negó con la cabeza.

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—Ni hablar. Llevas toda la noche despierta. En tu estado, necesitas descansar más de lo que yo necesito que me ayudes. Lula lo miró como si acabara de hacerle el mayor de los cumplidos. ¿Diciéndole que no la necesitaba?, pensó Dora, ofendida en nombre de Lula. Pero, entonces, cayó en la cuenta de lo que ocurría y, sin saber por qué, las lágrimas le nublaron la vista. Lula y Almond. El reverendo y la actriz. ¿Sería posible…? Mattie habló apresuradamente con Ratón, y luego ella y Bertie se dirigieron a la cocina. Por primera vez, Dora reparó en las herramientas que estaban junto a la puerta de la entrada: martillo, hacha, dos sierras de mano y un rollo de cuerda gruesa. Cuando ya se iba, Grey se dio la vuelta y la traspasó con una mirada que la dejó anhelante y sin aliento. —Saldrás de esta —dijo. No era una pregunta, sino una afirmación.

«Saldré de esta», se repetía Dora una y otra vez mientras las horas transcurrían con lentitud y sin noticias de Grey. Tenía trabajo de sobra para mantenerse ocupada: comidas que preparar y servir cuando los hombres, a veces solos, otras en grupo, se acercaban con paso cansino a la colina, heridas leves que curar… Clarence, descalzo, con la ropa mojada y adherida, subió a comer y las informó de que la mitad del almacén había desaparecido, con toda la mercancía que había estado allí almacenada. El nuevo cobertizo para la madera había sido arrastrado al mar, incluido todo su contenido. Bertie le sirvió un plato rebosante de guiso y el trozo que quedaba del pan de maíz de Ratón. —¿Ha resultado alguien herido? —preguntó Dora. —No. Al menos, no de gravedad. El hijo mayor de John Luther se rompió el brazo. Almy Dole se golpeó la cabeza contra un árbol que el viento arrancó cuando intentaba amarrar su barca. La barca se hundió. Almy tiene un chichón del tamaño de un melón, pero ya está allí abajo, intentando arrastrar otros barcos a la orilla. —¿Y los demás? ¿Las casas? —No ha quedado mucho en pie. El almacén voló. La casa de James se desprendió de sus cimientos. Aterrizó cerca de donde el agua había arrastrado la mía. —¿El agua ha arrastrado tu casa? —la angustia de Bertie era tan evidente que Dora los miró alternativamente, preguntándose si podía estar equivocada sobre su repentina sospecha.

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Estaban ocurriendo cosas en aquella isla que Grey no había planeado, se dijo más tarde, mientras buscaba ropa seca para los dos chicos de John Luther, que habían ido a buscar comida. ¿Qué tal le sentaría eso a un hombre que planeaba hasta el último detalle, desde quién iba a casarse con quién hasta dónde iban a vivir? Dora no se lo imaginaba.

Transcurrieron dos días enteros antes de que hubiera tiempo para algo más que un breve diálogo entre los hombres y las mujeres. Almond, al parecer, no siempre había sido pastor. Había trabajado como secretario y estudiado medicina antes de tomar los hábitos. Fue él quien entablilló el brazo roto de Herman y vendó numerosas heridas leves. Después, se ofreció a ayudar a Clarence con el inventario del almacén. Ratón, con su fuerza colosal, era requerido en todas partes. Una de las primeras tareas que se abordaron fue retirar el madero que bloqueaba la puerta principal de la casa de Dora. James Calvin y Almy, los dos carpinteros de la isla, ya estaban reparando lo que podía ser reparado y demoliendo el resto para aprovechar los materiales. Varios hombres, incluidos los chicos de Luther, con brazo roto incluido, recorrían la orilla con carritos tirados por ponis para recoger las maderas que salpicaban la orilla. —La mayor parte debe de estar ya en el cabo —dijo Grey con ironía. Después de eludir una medusa, insistió en que todos los hombres se pusieran botas. Al menos, aquellos que sabían dónde estaba su calzado—. Toma nota de los números de cada uno, Clarence. Encargaremos todo lo que haga falta. Dozier vendrá a traer provisiones. Si es que el Bessie Mae no ha sufrido daños, claro. Solo Dios sabe qué daños habrá causado la tormenta en la costa. A última hora de la tarde del segundo día, Grey volvió a casa arrastrando los pies, con el rostro ceniciento por el agotamiento y la falta de sueño. Dora deseó intensamente poder estrecharlo entre sus brazos y ofrecerle el consuelo de su cuerpo. En cambio, le ofreció el consuelo de la comida. Mattie había guisado el pescado, los cangrejos y las tortugas que le habían llevado los hombres con las patatas y las cebollas de Ratón. Dora había mezclado sal y agua con lo que quedaba de harina de maíz y había frito los panecillos en grasa de tocino. Sin decir nada, Grey devoraba todo lo que le ponían en el plato; después, recostó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Dora se sentó en una silla al otro lado de la mesa. Por fin estaban solos; las aguas habían bajado mucho y todos los demás se habían aventurado a salir. Todos menos Polly, que escogió el momento en que Grey terminó de comer, se recostó en la silla y cerró los ojos para descansar, o tal vez para rezar, para aparecer y sentarse delante de él como si estuviera en su derecho.

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—Querrás irte cuando venga el barco —dijo Dora en voz baja. —¿Irme? Si acabo de llegar. Ni siquiera he tenido tiempo de ver nada. Cielos, qué bonita es esta casa, señor Saint Bride. ¿Puedo llamarlo Grey? Imagino que Dora ya le habrá hablado de mí. La mujer profirió una risita. Grey hizo una mueca y abrió los ojos con cansancio. —No, señorita, no creo que su nombre haya salido en ninguna de nuestras conversaciones —un esbozo de sonrisa iluminó sus ojos cansados al mirar a Dora. Dora se sonrojó y la sonrisa de Grey creció. Aquel hombre tenía el don de hacer que el corazón de Dora se inflamara de… de algo. Casi había logrado convencerse de que no era amor. Lujuria, seguramente. Ya que por fin había descubierto el significado de la palabra, le resultaba muy fácil imaginarlo como en la noche de la tormenta: en gloriosa desnudez, exhibiendo su virilidad. Agresivo sin resultar atemorizante. Al recordar las oleadas de excitación que la habían recorrido, cada una más intensa que la anterior, solo podía preguntarse qué habría pasado si el agua no hubiera arrastrado la casa. Polly los miró alternativamente y entornó los ojos con recelo justo cuando Bertie entraba con paso rápido en la habitación y decía: —Polly, te necesito arriba. —Enseguida subo. —¡Ahora! —exclamó Bertie y tamborileó con los dedos sobre el cuello de su vestido con impaciencia. Grey lanzó a Dora una mirada inquisitiva, pero esta se limitó a mover la cabeza. Era increíble, pensó Dora aquella noche, cómo la presencia de una pequeña mujer podía alterar el ambiente en una casa. Daba la impresión de que todos estaban esperando a que estallara otra tormenta.

Grey enderezó su dolorida espalda y se secó el sudor de la frente; después, espantó una nube de mosquitos: una más en una sucesión interminable de días interminables. Con tanto que hacer y tan pocas manos disponibles, todos los hombres de la isla trabajaban de sol a sol, a veces más, sin apenas tomarse tiempo para comer y mucho menos para descansar. Estaba oscureciendo cuando los tres hombres, Ratón, Almond y Grey, echaron a andar hacia la colina. La casa de Grey estaba abierta a cualquier hombre que la necesitara hasta que sus propiedades fueran reconstruidas, pero la mayoría de ellos preferían levantar chozas de paja o dormir a bordo de sus barcos.

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Varios hombres se habían ofrecido a volver a colocar la casa de Dora sobre sus cimientos. El problema era que había acabado colina arriba y ya no estaba en la tierra de Emmet. Claro que mover una casa de ese tamaño era casi imposible. No solo había ondulaciones en el terreno, sino que no contaban con el equipo necesario para trasladarla. Pero ya se ocuparía de ello más adelante. —Haced lo que podáis para afirmar la casa de Dora donde está —le dijo a James Calvin, que encabezaba el equipo de carpinteros. Al menos, se aseguraría de que la vivienda no sufriera más daños hasta que idearan la solución—. Y os agradecería —les dijo a continuación a Ratón y a Almond— que despejarais las sepulturas. Volved a levantar la lápida de Sal, pero no os molestéis con la cruz de Em. Se la debió de llevar el agua. La lápida que encargué en la costa estará lista en cuanto todo vuelva a su ser. —Han desaparecido los dos carteles —dijo Ratón en tono cansino. Tenía la calva enrojecida por el sol. —Diablos, la valla entera ha desaparecido. Perdona mi lenguaje, Almond. —No hace falta. Hoy no soy más que un trabajador. El próximo domingo, trabajaré en la viña del Señor. Como es lógico, espero que asistáis a una reunión en tu salón, Grey. —Pides mucho. —¿Verdad? —¿Cuándo es domingo? —preguntó Ratón. Habían llegado al lugar al que había sido arrastrado el camino de tablas de Grey. De tácito acuerdo, los tres hombres levantaron un extremo y empezaron a arrastrarlo colina arriba. Gruñeron por el considerable peso. —Ni idea. ¿Sabes qué día de la semana es hoy, Almond? —¿Sábado? —Diablos, no. Creo que es lunes. El reverendo sonrió. Su habla ya no era tan balbuciente como antes de la tormenta, antes de que sudara como una mula, se partiera la espalda trabajando y se le despellejaran las manos. —Será mejor que lo hagamos cuanto antes —anunció—. El sermón será esta noche, después de la cena. Dejaron el trozo de paseo en su sitio, aunque quedó un poco torcido. —No te importará que me quede dormido, ¿verdad, Almond? —dijo Grey con ironía. —Solo si no roncas.

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Los tres hombres entraron en la casa sonriendo a pesar del agotamiento. Ratón se dirigió directamente a la cocina. Almond paseó la mirada por la entrada, como si estuviera buscando a alguien. Una mujer con un vestido verde chillón se levantó de la silla favorita de Grey y empezó a andar hacia él; Grey, fingiendo no haberla visto, se dio la vuelta. Otro paquete indeseado del que ocuparse y devolver a su lugar de procedencia. Bertie entró corriendo en la habitación, y miró detrás de Grey como si estuviera esperando a otra persona. —¿Dónde está Dora? —preguntó Grey, y en su mirada cansada saltó una chispa de ilusión. Pero fue Polly quien contestó, avanzando hacia él para darle la bienvenida a su propia casa. —Cielos, tiene cara de cansado. ¿Por qué no se pone cómodo en el sillón y me deja que le traiga una copa? Bertie se puso en jarras. —Polly, ¡compórtate!

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Capítulo Veinte Fue Bertie quien le dijo que Dora estaba en su cuarto, durmiendo la siesta. —Se ha pasado el día bostezando. Y yo creo que está preocupada por su pobre casa. Esa preocupación no le había quitado el sueño la noche de la tormenta, pensó Grey, pero no quería ahondar en ese tema. —¿Ha comido algo hoy? —Nada que pudiera indisponerla. Una taza de mate con miel. Al otro lado de la habitación, la mujer vestida de verde observaba la conversación con avidez. Lula se recogió las faldas para hacerle un hueco a Almond, que tomó la prenda que ella estaba cosiendo y alabó las diminutas puntadas. Lula se sonrojó de placer. —Es mucho más fácil hacer arreglos de ropa de hombre que de mujer. Sobre todo, después de haberme pasado años trabajando en una fábrica de camisas. Ratón salió de la cocina masticando una galleta. —El guiso de pescado se ha terminado. Mattie ha preparado otro de carne salada para cenar. Está bueno. Gracias a Dios que había un par de hombres que diluían los efectos de una casa llena de mujeres, pensó Grey con cansancio. La última recién llegada prometía ser insufrible. Para empezar, no le hacía gracia la forma en que lo miraba, como si fuera mercancía de un escaparate. Su primer impulso fue subir arriba para asegurarse de que Dora se encontraba bien, pero eso podría dar pie a preguntas que todavía no estaba dispuesto a contestar. Así que se dejó caer en el sofá tapizado preguntándose si tendría fuerzas para levantarse de allí. —Tiene una casa muy agradable —dijo Polly Clinkshaw en tono alegre. Bertie le lanzó otra mirada de advertencia. Algo estaba pasando allí, se dijo Grey, pero le faltaba energía para indagar. —Gracias, señorita… eh, Crankscales. —Es Clinkshaw, pero puede llamarme Polly. Dios, cómo despreciaba a las mujeres que sonreían con afectación. —Tengo entendido que es de Edenton —«en otras palabras, diga lo que quiera y vayase».

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—Soy de Bath, pero estuve tra… viviendo en Edenton durante un tiempo, así que lo sé todo sobre usted. Me solía cruzar con la esposa de su hermano cuando salíamos a pasear. Éramos vecinas, ¿sabe? Vivíamos en la misma calle. Si aquella mujer había vivido en la misma calle que Jocephus y Evelyn, sería en los alojamientos del servicio, pensó Grey, pero no dijo nada. Flexionó los hombros, las muñecas y, después, los dedos de las manos, a la espera de que ella terminara con lo que quería decir. Sabía perfectamente que él jamás la habría hecho llamar. No era mal parecida, pero tenía algo que le hacía apretar los dientes. Grey tenía instinto para los liantes. Los del sexo masculino enseguida averiguaban que no había sitio para ellos en la isla de Saint Brides. Pero las mujeres eran otra historia. A decir verdad, no podía condenar a una mujer solo porque se hubiera presentado en un mal momento. Fuese cual fuese el motivo que la impulsaba a estar allí, le daría el beneficio de la duda porque no había mucho más que pudiera hacer en ese momento. Y si le caía en gracia a alguno de sus hombres, se encargaría de investigar sobre su pasado. Contempló con los ojos entornados cómo la mujer paseaba sin rumbo por la estancia, tomando primero un objeto y luego otro. Lo inspeccionaba y lo dejaba otra vez en su sitio: el viejo humedecedor de su padre, donde guardaba el reloj de bolsillo que había dejado de funcionar hacía años y el mechón de pelo que una mujer le dio en una ocasión. No recordaba su nombre, pero le había parecido cruel tirarlo. —Tiene unos cuadros muy bonitos —dijo la mujer con alegría, mientras contemplaba la pintura de un barco de tres palos que había encallado en la costa hacía varias décadas. No era un cuadro bonito, ni siquiera estaba muy bien pintado, pero su padre lo había comprado en una subasta organizada por la viuda del capitán por un precio mucho mayor que su valor. El capitán, junto con toda su tripulación, se había hundido con el barco, y la viuda necesitaba dinero para regresar a Nebraska con su familia. Mientras se preguntaba una vez más qué diablos hacía allí aquella mujer, se limitó a asentir. Tenía hambre, le dolía la cabeza y, maldición, deseaba a Dora. Almond estaba dormitando. Había trabajado tan duramente como cualquier otro hombre. —Me gusta tener cuadros bonitos en las paredes, ¿a usted no? Demasiado cansado para asentir, Grey gruñó. Lula seguía mirando a la mujer como si fuera una especie de insecto especialmente odioso. «Qué curioso», pensó Grey. A Bertie no le caía bien; a Lula, tampoco. ¿Y Dora y Mattie?

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Cuando la mujer se acercó tanto que pudo percibir un olorcillo a sudor y un aroma intenso que le recordaba a un ratón almizclero en celo, Grey abrió los ojos con desgana. Consiguió incorporarse en el sofá y sentarse un poco más lejos. No tenía por costumbre permanecer sentado cuando una dama se encontraba de pie, pero las circunstancias no eran las acostumbradas. Y cada vez estaba más convencido de que no se trataba de una dama. —Conozco a Dora y a Bertie desde hace años, ¿se lo han dicho? —su sonrisa no llegaba a ser bonita. Los dientes manchados y los labios finos no eran de gran ayuda. —Hace tiempo que no hablo con Dora —solo hacía unas horas que no la veía, ¿por qué le parecían años? Sentía la misma rigidez en la nuca que aquella vez en que lo acorraló un perro rabioso. Era una reacción absurda: la mujer resultaba irritante, pero no amenazadora. —Bueno, no puedo decir que fuese muy amiga de Bertie. Puede resultar un poco impertinente, pero todo el mundo quiere a la señorita Dora. La adoran. En el otro extremo de la sala, el reverendo dejó de roncar; Lula había pellizcado a Almond en el brazo. Después, la mujer alta y delgada se puso en pie y caminó hasta el lugar en que Polly había acorralado a Grey, entre el escritorio y el sillón de orejas. —Es la hora de cenar —anunció, con un brillo desafiante en la mirada que estaba en desacuerdo con su sonrisa—. Polly, ¿por qué no vamos a ver si podemos ayudar? —¿En la cocina? —En la cocina. Esto es una democracia. Si hay trabajo que hacer, todos colaboramos hasta que se termina. La joven abrió la boca para protestar, pero volvió a cerrarla. —Pues a mí no me parece que él esté trabajando mucho —chasqueó la lengua y señaló el sillón en el que el reverendo, con expresión avergonzada, intentaba despertarse. —El reverendo ha trabajado lo suyo —le dijo Grey; después, sonrió con picardía —. Y piensa seguir trabajando después de cenar. Ya verá qué bien se lo pasa, señorita… eh, Crankscales. —¡Me llamo Clinkshaw!

Recostada en la almohada, Dora se preparó para salir de su dormitorio. A media tarde, después de ayudar a achicar el agua que había entrado por las goteras y

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a colgar las toallas en las cuerdas, la falta de sueño y las preocupaciones habían hecho mella en ella. Bertie la había obligado a subir a echarse la siesta. Consciente de que solo estaba posponiendo lo inevitable, obedeció dócilmente, tragándose el sentimiento de culpabilidad y metiéndose entre las sábanas de la enorme cama de plumas. Incluso con las ventanas abiertas, hacía calor. Un calor asfixiante. Dora clavó la mirada en la penumbra mientras intentaba buscar soluciones a su tragedia. No bastaba con haber sido difamada en su ciudad natal, también lo sería en la isla. Y, en aquella ocasión, el daño sería irreparable. Quizá Polly no fuera una de las novias de Grey, pero estaba allí y no iba a desaparecer. Al menos, no sin antes volver a destruir la reputación de Dora. Desde su inesperada aparición, Dora había buscado una excusa tras otra para estar en otra parte. Se había ofrecido a colocar cacharros debajo de las goteras y a vaciarlos periódicamente como una excusa para permanecer escondida en el desván. Pero no podía esconderse de la verdad. Y la verdad era que su casa estaba destrozada. Bueno, si no destrozada, inservible. Y Polly encontraría la manera de hacerla sufrir. Bertie decía que había robado joyas a Selma, y que por eso Selma la había echado, y que ella, Bertie, podía demostrarlo. Tanto si era factible como si no, Polly, antes de irse, destruiría la imagen que Grey tenía de ella. Grey… ¿Cómo era posible que un hombre tan arrogante pudiera ser, al mismo tiempo, tan generoso y tan bueno? Durante todo el día, cada vez que había mirado por la ventana, había visto grupos de hombres trabajando y, casi siempre, Grey se encontraba entre ellos. Alto y soberbio como un gran duque, había estado esforzándose con tanto ahínco como los demás isleños. También le había visto pasarle el brazo por los hombros al hijo pequeño de Luther, y alborotarle el pelo. ¿Cómo había podido pensar que tenía el corazón frío? Era capaz de desplegar una gran ternura. Debería haberlo sabido por su forma de tratar a Emmet, solo que, por aquel entonces, no había estado dispuesta a reconocer que se había equivocado con él. —Emmet… —susurró—. Tu pobre huerto —aquel día había visto varios caballos e incluso vacas pastando en la que todavía era su tierra. Al darse cuenta de que tenía el rostro bañado en lágrimas, Dora se preguntó cómo era posible que, en el espacio de unos pocos meses pudiera haber perdido todo lo que apreciaba, no solo una vez, sino dos. La pérdida a la que se enfrentaba en aquellos momentos era aún más devastadora, porque se trataba de amigos que la estimaban no por la familia a la que pertenecía ni por lo que poseía, sino por lo que ella era como persona.

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La pérdida de otro hogar. Mucho menos espacioso y lujoso que su antigua mansión, pero mucho más querida por el hombre que se la había dado y por el esfuerzo que había empleado en hacerla suya. Y, por encima de todo, Grey. Se habían enfrentado día tras día, forjando un mutuo respeto. ¿Cuándo había empezado a quererlo? ¿Cuándo había comprendido, a regañadientes, que lo que ella había tachado de intromisión era desear lo mejor para la gente que vivía en la isla, pensar en su futuro e intentar predecir sus necesidades? Y satisfacerlas. Si eso era intromisión, era de la mejor clase. —Tú también lo quieres, ¿verdad, Salty? —murmuró a la perra contrahecha, que no había salido de la casa desde la tormenta. Las uñas del viejo animal repicaron sobre el suelo mientras descendía despacio las escaleras para dirigirse a su caja llena de cachorros. Grey había dicho que era demasiado peligroso dejarla salir hasta que el agua no bajara del todo. Había demasiadas serpientes desorientadas. —Menudo entrometido —susurró Dora, con el corazón henchido de amor—. Siempre sabe lo que es mejor para todos, incluida mi perra. Cuando Polly se decidiera por fin a hablar, Dora no podría demostrarle a Grey, ni a nadie, que Henry había mentido y que Polly también estaba mintiendo. Porque ella tampoco había sido fiel a la verdad al presentarse en la isla afirmando ser viuda. Y la gente, como bien había aprendido muy a su pesar, prefería creer lo peor que dar el beneficio de la duda. Había ocurrido antes. Ocurriría otra vez y, en aquella ocasión, sería Grey quien lo oiría. Y entonces recordaría todas las veces que le había dicho a Dora que aquel no era su sitio, que no servía. —Maldita sea, sí que sirvo —masculló y retiró las sábanas. Había querido escapar a las miradas burlonas de Polly y a sus comentarios maliciosos fingiendo estar enferma. Bueno, no era tan fingido. El dolor de cabeza era real, así como la tensión que le había agarrotado los músculos de la espalda. Pero esos malestares no desaparecerían hasta que no se liberara de la amenaza que pendía sobre su cabeza. Y la única manera de poner fin a un problema era afrontarlo. La última vez, había huido. En esa ocasión, Dora se negaba a rendirse sin luchar. En esa ocasión, se arriesgaba a perder mucho más.

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El sermón ya casi había terminado cuando Dora bajó al salón. Se había tomado su tiempo para cepillarse el pelo y recogérselo con esmero, y para lavarse la cara con agua fría. No podía estar más preparada para lo que pudiera venir. Almond estaba de pie detrás del sillón de orejas, apoyándose en él como si necesitara aquel sostén. Y, seguramente, así era, porque había trabajado tanto como cualquier otro hombre de la isla. —El Señor nos da —dijo en su tono más predicador—. Y el señor nos quita. «Qué raro que diga eso», pensó Dora. Había pronunciado las mismas palabras en el entierro de Emmet. —Por otro lado, nos dio la voluntad y la fuerza para aferrarnos a lo que podamos salvar. Se oyeron varios «Amén» de Ratón, Mattie y algunos de los hombres que habían subido a cenar con ellos. Grey asintió. Estaba medio dormido, y Dora tuvo que contenerse para no despertarlo y llevarlo a la cama. Necesitaba más un descanso que un sermón. —Amigos, creo que el Señor comprenderá que hoy lo dejemos así. La verdad es que no se me ocurre nada más que decir. En aquella ocasión, el coro de «Amén» fue mucho más entusiasta. —Traeré café —dijo Mattie. —Te ayudo —dijo Bertie. Clarence contempló con anhelo a la menuda mujer; después, se sentó junto a James Calvin, que roncaba suavemente. Lula dio una palmada al hueco que había en el sofá, junto a ella, y Almond se dejó caer en el cojín y cerró los ojos fugazmente. —Creo que hoy es martes, no domingo. Pero no estoy seguro. En cualquier caso, ya está hecho. —Caramba, señorita Dora. Creía que estaba enferma —dijo Polly Clinkshaw en tono alegre. «Allá vamos», pensó Dora. —Pues no, Polly. Me encuentro de maravilla. Y precisamente quería hablar contigo. Y tanto que sí. Lo que quería era estrangularla. Polly miró a Grey, que estaba dormitando. Dora sintió una extraña mezcla de ternura y maliciosa satisfacción al indicar a la mujer que la siguiera al piso de arriba. Cuando Mattie y Bertie regresaron con una bandeja llena de tazas, una jarra de café y una cesta de galletas de batata, Grey y Almond estaban profundamente

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dormidos, Lula estaba cosiendo con una sonrisa serena en el rostro y Dora y Polly Clinkshaw habían desaparecido. Ratón levantó su fornido cuerpo de la silla más recia para tomar la bandeja. —Déjame que lleve yo la bandeja, Matilda. Ya has trabajado bastante por hoy. Bertie los miró alternativamente, se encogió de hombros y, después, miró a Lula. —¿Dónde están Dora y Polly? —Arriba. Todavía no he oído ningún grito. —Entonces, será mejor que te tapes los oídos —repuso Bertie en actitud combativa—. Tengo un par de cosas que decirle a esa mujer.

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Capítulo Veintiuno Grey durmió en la silla hasta que Ratón lo zarandeó. —Acabarás con el cuello agarrotado. —¿Dora? —preguntó Grey, que ansiaba meterse en la cama con ella y dormir hasta que el hambre lo despertara… O un hambre de otra índole lo retuviera entre las sábanas. Subió con paso cansino las escaleras y oyó un murmullo de voces procedente de la habitación del fondo del pasillo… y lo que parecían sollozos. Pero como sabía que había dos mujeres, o tal vez más, detrás de aquella puerta, siguió andando hasta su oficina, donde había instalado un catre. Allí, sobre su mesa, estaba la carta que horas antes había encontrado doblada en el bolsillo de atrás de sus vaqueros, con la tinta tan corrida que apenas podía leerse. Recordaba haber ido a casa de Dora para dársela pero, entre unas cosas y otras, se había olvidado de ella. Solo esperaba que no se tratara de nada importante.

A la mañana siguiente, Grey se levantó al alba, dispuesto a estar en todas partes, a supervisarlo todo. A cerciorarse de que todo lo que se construyese se hiciera mejor que antes. Que la casa del párroco fuese más grande y estuviera más alta. Que el anexo al almacén fuera más resistente, los cimientos más altos y el tejado tan bien amarrado a la base que hiciera falta algo más que un huracán para llevárselo. Porque eso había sido, un huracán que había matado a cientos de personas en Puerto Rico y había causado estragos a su paso hacia el norte. Construir en alto, se decía una y otra vez, sintiéndose culpable porque su propia casa estaba construida en la colina más alta de la isla. Claro que las zonas altas eran más cambiantes que las bajas. Otra tormenta devastadora podría debilitar los cimientos llevándose la arena de la colina. Nada era seguro, nada era permanente. Solo aceptando ese hecho podía un hombre sobrevivir en un entorno tan frágil. —Comida —dijo Ratón cuando volvieron muertos de cansancio a la casa, después de haber enterrado a tres vacas y un poni. Ratón era un hombre de necesidades básicas. Grey también lo era. Pero no necesitaba comer, sino a Dora. Sin embargo, fue Polly Clinkshaw quien salió a recibirlo a la puerta principal, abriéndola de par en par como si le diera la bienvenida a su propia casa.

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—¿Dónde está Dora? —le preguntó. —Todavía en la cama, supongo. Menuda holgazana está hecha; no la he visto en toda la mañana. Grey pasó de largo y gritó por el hueco de la escalera: —¿Dora? ¡Tenemos que hablar! Bertie salió corriendo de la cocina para lanzar una mirada furibunda a Polly, que chasqueó la lengua. —Te lo advertí —dijo Bertie en voz baja. —Yo no he dicho nada —replicó la mujer. Ratón, que había seguido a Grey al interior de la casa, presenció el incongruente diálogo, se encogió de hombros y fue en busca de Mattie y de la comida. En el piso de arriba, Dora estaba sentada en una silla, junto a la ventana, contemplando el mar. La playa había sufrido cambios drásticos. Estaba más cerca y las dunas más aplastadas. Había una yegua muerta bañada por las aguas cerca de North End. Parecía que estuviera preñada, pero Dora pensó en el calor de aquellos dos últimos días, quizá tres, y se estremeció. —¿Dora? —dijo Grey en voz baja desde el umbral de la habitación. Se había tomado un poco de tiempo para lavarse y ponerse ropa limpia, porque tenía el cabello húmedo—. ¿Te encuentras bien? Dora intentó sonreír, pero desistió cuando la mirada de Grey se ensombreció de preocupación. —Debería estar abajo, ayudando con la cena —dijo—. Hoy he hecho el pan de maíz. ¿Lo has probado? Está bueno. Hasta a Mattie le gustó. —Tengo una carta para ti. El problema es que vino varios días antes de la tormenta y me había olvidado de ella. Se… Se ha mojado un poco —avergonzado, le entregó el sobre manchado y arrugado. En lugar de tomarlo, Dora lo miró como si fuese una nueva clase de veneno. —¿Sabes… sabes de quién es? Grey lo negó con la cabeza. —Distingo la letra B en el remite, pero el resto está demasiado emborronado. Dora exhaló un profundo suspiro. —Bertie —dijo—. Por un momento, temí que… ¿Qué temía?, pensó Grey. ¿Acaso no sabía que no tenía que tener miedo a nada mientras él estuviera allí para atravesar los dragones con su espada?

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Grey le dio la mano, la levantó de la silla y a condujo hacia la cama. Cuando Dora se sentó, él se acomodó a su lado, y el peso de su cuerpo inclinó el colchón e hizo que Dora se recostara sobre él. La carta había quedado olvidada. —¿Te lo ha dicho ya? —preguntó Dora. ¿Quién tenía que decirle qué? —¿Lo del pan de maíz? No me he pasado por la cocina. Estaba preocupado por ti; anoche estuviste demasiado callada. A decir verdad, has estado callada desde la tormenta. Dora se mordió el labio y frunció el ceño. No era la tormenta lo que la preocupaba. —Polly —dijo con un suspiro— sabe algo sobre mí. Grey le levantó una mano y, con el dedo índice, recorrió las líneas de su palma y las leves marcas de las quemaduras que se había hecho aprendiendo a cocinar. —Yo también. ¿Recuerdas cuando te dije que no servías? —preguntó con una sonrisa irónica en los labios. —Tenías razón —susurró Dora. —Nunca había estado más equivocado. —Pero te mentí desde el principio. El silencio que se produjo era lo bastante agudo para romper el cristal, pero lo que rompió fue el corazón de Dora. Claro que tenía que continuar: Grey debía saber que había estado en lo cierto desde el principio. —Grey, no estaba viuda cuando vine a la isla. Nunca me había casado antes de conocer… quiero decir, antes de casarme con Emmet. No podía mirarlo, pero sabía lo que él estaba pensando, lo sabía tan bien como sentía que su corazón se estaba haciendo añicos. No habían llegado a hacer el amor, pero habían estado tan cerca que Grey debía preguntarse… Inspiró hondo y prosiguió. —Estuve prometida. Bueno, mi padre… También debía contarle aquella parte de la historia. En cierto sentido, hacía que lo ocurrido en el invernadero resultara más fácil de describir. —Así que ya ves —le dijo cuando terminó su desagradable recuento de lo ocurrido: cómo no solo se había dejado seducir por Henry sino que lo había alentado; cómo su reputación había quedado destruida a los pocos días de perder a su padre, su casa, sus amigas—. Tenías razón sobre mí. Grey guardó silencio durante un momento. Después, habló: —¿Por qué ahora, Dora? ¿Por qué has esperado tanto a contármelo?

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—Bueno… porque antes no te quería. Quiero decir que no sabía que te quería, así que no me parecía tan importante. Grey le apretó la mano. —Entonces, ¿Polly Clinkshaw no tiene nada que ver? Estuvo a punto de negarlo, de volver a mentir, pero se corrigió. —Claro que tiene algo que ver. Te lo habría acabado diciendo, al menos, eso creo. Mentir es como llevar zapatos demasiado pequeños. Al principio, no parece tan terrible, mejor que estar descalzo. Pero no tardan en apretarte el pie y no puedes pensar en otra cosa más que en quitártelos. Por muy elegante que sea el resto de tu ropa, o lo bonito que resulte el sombrero, ya no importa. Sabes lo que tienes que hacer, y lo haces. —Te refieres a confesar. Dora tragó saliva, a la espera de que Grey le soltara la mano y se marchara, asqueado. El cuerpo entero le dolía de puro pesar, y era un dolor que no se suavizaría con el tiempo. Inspiró hondo y se llenó los sentidos por última vez del olor limpio a agua salada de la ropa de Grey, de la fragancia a sol y a jabón de su piel. La esencia del hombre al que amaba de todo corazón. —Ya lo sabía —dijo en voz baja. A Dora se le paró el corazón. —¿Que lo sabías? ¿Sabías que había mentido? —Dora, no soy tan tonto como pueda parecer. Cuando algo no encaja, investigo. No me parecía lógico que una mujer como tú quisiera quedarse en un lugar como este y casarse con un hombre como Emmet. Aunque era un hombre excelente, de eso no hay duda. Pero necesitaba saber con quién se había casado. —¿Te lo dijo Polly? ¿A eso te refieres con investigar? —susurró, con la sangre helada por el pánico. —Aunque no lo creas, tengo un poco de sentido común. Nunca la habría creído. Es una lianta nata. Le daré algo de dinero y la enviaré de vuelta en el primer barco que salga hacia la costa. —Entonces, ¿no la hiciste venir tú? Grey sonrió, y el calor de su sonrisa empezó a derretir el miedo que le había helado el corazón. —No, no la hice venir yo. No es momento para abordar ningún otro proyecto. Todavía tenemos que hacer muchas cosas antes de acordar ningún otro enlace. «Tenemos». Había dicho «tenemos». ¿Se atrevía a pensar…?

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Bronwyn Williams – Novia de encargo

Se atrevía. Cuando Grey se volvió para estrecharla entre sus brazos, cuando la tumbó con suavidad sobre la cama, la esperanza llameó en su corazón. Despacio, con sumo cuidado, Grey le acarició el rostro, los labios, la barbilla, la punta de la nariz. Después, la besó, y Dora se disolvió en el resplandor de la pasión. Los botones salieron de sus ojales, los lazos se deshicieron con manos cada vez más ansiosas. Cuando yació desnuda ante él, Grey gimió: —No te merezco, pero no sabes cuánto te deseo. Cuánto te quiero… El corazón le latía visiblemente en el pecho cuando Grey bajó el rostro hacia sus senos. Dora sabía por la forma en que Grey estaba temblando lo mucho que le estaba costando ser paciente, ser delicado. Inspiró hondo y dijo: —Si me quieres, no me hagas esperar. No podría soportar que la casa saliera flotando otra vez. Grey profirió una carcajada, pero fue un costoso esfuerzo. Se tumbó boca arriba y la colocó sobre él para luego bajarla poco a poco, hasta rozarle el calor húmedo con su erección. Cerró los ojos y maldijo en silencio. —¿Qué haces? —susurró Dora, con la voz tensa por la incertidumbre. A modo de respuesta, Grey volvió a levantarla, y la acomodó de forma que ella fuera envolviéndolo despacio, muy despacio. Un trémulo suspiro escapó de entre sus mandíbulas contraídas. «Aguanta, hombre. Haz que dure. ¡Haz que dure!» Dora empezó a moverse por sí sola. Incapaz de contenerse más tiempo, Grey la sujetó por las caderas hasta que los dos acompasaron sus movimientos. Al principio, la sentía tensa, como si aquella fuera su primera vez. Y él estaba desesperado, como si también fuera su primera vez. Juntos, se mecieron cada vez más rápido, obsesionados, perseguidos por una avalancha deslumbrante de puro placer. Cuando fueron arrollados por el éxtasis, y flotaron en él, lo único que pudieron hacer fue entregarse a aquel esplendor intenso y abrumador. Tiempo después, pasada la tormenta de pasión, se susurraron palabras que sellaron el sueño de Dora para siempre. Fuera, un chotacabras llamaba a su hembra; oyeron el graznido de una garza que buscaba su cena en las charcas dejadas por el agua. En la planta baja, se urdían otros planes. Otros sueños se hacían realidad, mientras en el cielo nocturno, la luna nueva se elevaba en silencio sobre la casa.

Escaneado por Alix-Sira y corregido por Vale Black

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Bronwyn Williams – Novia de encargo

Tres semanas después, el reverendo William Dennis Lee se disponía a unir a tres parejas en sagrado matrimonio. —Pónganse en fila, de dos en dos, para que vea quién es quién —ordenó. El nuevo párroco itinerante era un hombre que hablaba sin rodeos. Los presentes se pusieron alerta. Clarence estuvo a punto de tropezarse con James Calvin al intentar apartarse sin desviar la mirada de Bertie. Todavía no le había dicho nada a la antigua doncella de Dora, pero todos sabían que el suyo sería el próximo enlace. No hacía falta abrumar al nuevo reverendo. —Maurice Lennon Fitzwater, ¿aceptas a Matilda Rebecca Blades…? —completó el breve ritual con rapidez, mientras Almond repetía en voz baja todas sus palabras. Después, fue el turno de Almond y Lula de contraer matrimonio. Por último, Grey, con el rostro extrañamente pálido, tomó la mano de Dora, que estaba radiante de felicidad, y afrontó su destino con valentía. —Yo os declaro maridos y mujeres. Buscad vuestros respectivos documentos, firmadlos, y pasaremos a celebrarlo con un festín de pollo frito. Se oyó un coro de risas mientras los que estaban más próximos a la puerta de la iglesia recién reparada salían al exterior. Dentro, Dora abrió la Biblia de Emmet para tomar nota de los acontecimientos del día. Que ella supiera, era la única Biblia de la isla, salvo las que pertenecían a los dos reverendos, que no podían considerarse Biblias familiares. Y allí, escritas con la letra redondilla de Emmet, vio las anotaciones. «Sally Redd McCutcheon contrajo matrimonio con Emmet Larkin Meeks en este día del Señor, once de junio de 1893». Debajo, con la misma letra, estaba escrito: «Adora Sutton Meeks contrajo matrimonio con Greyson Laird Saint Bride en este día del Señor…». Dora se echó a llorar. Grey reprimió sus propias lágrimas y rellenó con cuidado la fecha. Después, toda la congregación salió de la iglesia para disfrutar del pollo frito y del resto de sus vidas.

Fin

Escaneado por Alix-Sira y corregido por Vale Black

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