Los malditos y otros cuentos

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Historia de la brevedad --¿Por qué estás tan triste? --Porque nada tiene sentido, el cansancio, la existencia. --Vamos a robar frutos al huerto, a ser niños otra vez. --Estoy fatigada, la ciudad me abruma, quiero volver a sentir. Estábamos sentados, contemplando la tarde. Ella volteaba a ver los pájaros, los niños que jugaban en la fuente, el gris-azul-naranja del crepúsculo. --Vamos a cazar un horizonte, a coger peces con la mano… Vimos los monumentos, la danza del viento sobre los árboles, los edificios oxidados y envejecidos. Veíamos la vida transcurrir, solitaria y absurda, desde la banca, el pesaroso tráfico por la avenida. Junto a ella, me sentía lejos de su cuerpo, de sus pensamientos, ¿en qué pensaba? Tal vez mañana tenía que regresar a las mismas ocupaciones y perderse nuevamente en la asfixiante rutina. Sonreíamos sin entusiasmo, con la fatiga de los días y los amaneceres. No nos queríamos en verdad. Apenas si nos mirábamos, apenas si nuestras manos se rozaban, y cada sensación permanecía encarcelada en los sentidos. Éramos unos completos extraños, a pesar de los años en común, imaginando un incierto diálogo en la banca de un parque. Con el rabillo del ojo notaba su desolada expresión de abulia. Mucho rato permanecimos indiferentes uno al otro, a los momentos compartidos, a las horas; ella callaba inventando el tedio y la incertidumbre para mí. Para nosotros ya no había un ahora y un después, sólo un silencio incómodo que ardía sin esperanza, consumiéndose en aquello que nos alejaba, palabras-estalactitas en una caverna fría y destemplada. ¿Me tocaba a mí buscar recuerdos? --Recuerdas aquella tarde de lluvia, cuando te cansaste de caminar y tu cuerpo se sujetó a mi cuerpo en busca de refugio. Evocar momentos, detalles, sitios a donde acudir cuando la nostalgia llama. Le conté que fui ladrón de bancos en Colorado, vendedor de enciclopedias en New Haven, donde la muerte por primera vez me visitó; le conté que cuando llegué a esta ciudad, dormía en la banca de los parques. Entonces conocí a una triste prostituta que quise y que tal vez me quiso. La amé a destiempo, en hoteles baratos de una hora, desnudándonos uno al otro ayudados por la trama del deseo, cobrándome la ridícula tarifa del s-a-b-e-r escuchar y comprenderla. Hasta que un día me dijo: “Estoy cansada de todo esto, vámonos a vivir cerca del mar”. Pero ella, sentada a mi lado, aburrida y triste, no creía las historias que le contaba. Sabía que yo venía de algún lugar, quizá


de uno de los tantos pueblos perdidos en la llanura del sur y que mi infancia transcurrió en las calles de un barrio pobre, en el reino imaginario de los juegos infantiles. Al volver a esos lugares, ahora perdidos por la costumbre, recobraba los olores, la realidad cobraba sentido, el mundo recién nacía. Y sin embargo, la mujer a mi lado no conocía esas intimidades. Yo sabía de ella que era alegre e ilusionada, que su niñez era un sitio al que no iba a regresar, que soñaba con tener aviones y viajar alrededor del mundo. Lo que ella llamaba sentir era una disposición del espíritu por el vértigo y la dicha. Aún así, permanecíamos distantes en la misma banca, observando cómo anochecía y se iluminaba la ciudad, perdiéndonos el uno al otro, protegidos de tanta vaga esperanza; dos desconocidos que ni siquiera se atrevían a saber sus verdaderos nombres, cualquier nombre.

Mayo 2007


Un recuerdo Una tarde, en Costa Rica, fuimos a conocer el horizonte. Más allá de los campos, de las autopistas, de los cables de alta tensión, en una lejanía que parecía interminable, la tierra y el cielo se juntaban; el crepúsculo era una tranquilidad de pastizales y nubes gris-azul-naranja. Acá, sobre las casas del pueblo, los papalotes eran pájaros sujetos del hilo cáñamo. Jugábamos a no irnos nunca, entre los maizales verdes que ya empezaban a florecer: ¿recuerdas, ese juego eterno de la infancia? Beatriz, estas palabras se pierden como se ha perdido el amor que alguna vez te tuve. Sólo puedo recordar pequeños detalles de aquellos días: las manos infantiles que dibujaban pilindrinas en el suelo, aviones que nos llevaban más allá de las ciénagas, siempre sin salir del patio. Ahora recuerdo que esa infancia estaba poblada de cerros áridos: --Papá ¿por qué los cerros están tristes? Porque esperaban el verano para florecer, como nosotros que crecíamos al borde de los canales como lirios acuáticos o en patios de casas vecinas que siempre retaban la imaginación. Pero nada nos limitaba, ni siquiera el cerco que don Ventura ideó para que no robáramos mangos de su huerta, ni la selva que nuestro rústico lenguaje llamaba monte. En cambio, explorábamos con la imaginación geografías ignoradas de reinos imaginarios, formulando batallas y fortines, y nadie salía herido. Aprendimos, después, a irnos, a escaparnos de nosotros mismos, a dejar el barrio a oscuras: ¿qué somos ahora? Cada tarde, cuando salíamos de la escuela, el Capitán Instante nos guiaba hacia el campo de futbol. Niños y niñas se confundían en el terreno de juego, y el partido no estaba completo si no estabas tú. O en otras ocasiones tomábamos por asalto los columpios del jardín de niños cercano. Éramos niños, sí, dueños de una espléndida pobreza, y nos faltaban palabras para ahondar en aquella inmensidad que conocíamos como Vida. Pero inexplicablemente crecimos, es decir, abandonamos esa legítima costumbre de estar juntos, ahora solos, o quién sabe y tú… ¿cuándo nos vimos por última vez? Aprendí, ahora que el recuerdo parece un cielo de nubes melancólicas, a contemplar, desde una de las sillas del porche de la casa, la lluvia, esa lluvia infantil y tierna que muchas veces nos llevó a imaginar mares y aventuras: “Que llueva que llueva la virgen de la Cueva”, cantábamos en coro los niños, que veíamos nuestros sueños escurrirse por los árboles, mientras escuchábamos el golpeteo de la lluvia en los tejados. Mi madre preparaba chocolate para reconfortarnos y que los relámpagos no nos asustaran: “Pónganse un trapo en la cabeza, no vaya a ser que les caiga un rayo”, nos advertía desde la cocina. Esa era una de las enseñanzas de la abuela Dominga, mamá Minga como le decíamos sus nietos. Cada vez que amenazaba chaparrón, y los vientos de la costa maltrataban las ventanas y azotaban las puertas, mi madre se quitaba las pulseras y los anillos, temerosa de las supersticiones de la abuela, pues una centella traicionera


podría fulminarla. Nos quedábamos encerrados en la casa a esperar a que pasara la tormenta. Para no morir de fastidio, mi madre nos contaba historias sobre sus muertos. Nos contaba que mi bisabuelo había servido en la hacienda de San Blas, en Aguascalientes, cuando mi abuelo era apenas un muchacho de pantalones cortos. Las horas de encierro se nos iban escuchando esas historias que nosotros aprendimos a idealizar, y más tarde, pasada la adolescencia, a evocar con nostalgia y cariño. De pronto, en el estruendo de la tormenta, me entraba la preocupación de los pájaros y las moscas, ¿dónde dormían esas pobres criaturas? Otras veces, en el transcurso de la madrugada, cuando se iba la luz, me sentía en plena orfandad en medio del silencioso cuarto, mientras en la ventana el aguacero arreciaba y los relámpagos afantasmaban el ámbito de la casa. Me ponía a llorar, aterrorizado, con un miedo primigenio y elemental. Entonces una mano, la de mi padre, se abría paso en la oscuridad y me consolaba diciendo que no había nada que temer. Aún así, recuerdo que los días de alegre lluvia salíamos a corretear por las calles, saltando charcos, buscando los chorros de agua de los tejados. Una tarde vimos salir el arcoiris atravesando las nubes que se iban disipando lentamente. Rodrigo alcanzó a señalarlo con un dedo mientras gritaba: “Miren, vengan a ver esto”. Y los arrabales de la infancia se abrían en un horizonte de alegría. La aparición del arcoiris siempre tuvo para nosotros un aura de misterio divino. Entre juegos y misterios transcurrió nuestra infancia. Después, despertamos a la adolescencia con una irrupción de pesadillas que aún no terminan, crecimos más viejos y más distantes, más solitarios a la hora de querernos. Beatriz, estas palabras son para usted, abrazadas a un recuerdo de amistad. Diciembre 2006


Ella, en la espera

Andrés, ¿tú sabes por qué te espero en este café, si ni siquiera quedamos en vernos hoy? No sé por qué motivo siempre que vengo a este lugar te espero, volteo incansablemente a la puerta de entrada como tratando de convencerme de que nunca vas a llegar, que nunca entrarás y me verás aquí sentada en la mesa que da a la pared de cristal y llegar junto a mí y sonreír y decir: Hola, cómo te ha ido. No. Estoy convencida que ahora, como siempre, anochecerá y no alcanzaré a verte de nuevo, que es sólo mi obsesión llamándote, que es el miedo a que suene el teléfono y seas tú diciendo que no podrás venir, que te salió un contratiempo en la oficina o que se te pasó el último autobús. Estoy esperando, sólo para convencerme que no vendrás hoy. La vez pasada te tocó a ti esperar. Sabes bien que no quedamos en vernos, pero supongo que tenías tiempo y que querías charlar un poco, tal vez contarme que tu hermano volvió a caer a la cárcel o que tu madre sigue enferma o, por qué no, de tus sueños y de tus alegrías con Patricia, de las últimas vacaciones y de los saltos en paracaídas, de todos esos rollos que a mí no me pasan. Me doy cuenta que antes hablábamos de cosas esenciales, de nosotros, pero no de lo que sentíamos. Nunca hablamos de nuestros amores y frustraciones, y en cambio siempre pretendimos borrar las esperanzas y el pasado. No comprendo el por qué ni por qué nos buscamos aún, supongo que te sientes solo a veces y supongo que yo te quiero. Es la ausencia en la otra silla, en el lado opuesto de la mesa, la que por ti reclama; tú sabes, son sólo palabras, palabras que dicen lo que no quieren decir, palabras que mienten y no se atreven, palabras que se convierten en títeres de los sentimientos. Andrés, los últimos días te he visto cansado en nuestros escasos encuentros, tú no lo imaginas, pero yo quiero verte feliz. Cada vez que me veo al espejo y me encuentro con la mujer de rasgos espigados que soy, trato de cerrar los ojos para mirarte tal y como te vi una tarde de octubre, cuando no había Patricia y, en cambio, había una vida por delante para los dos; o al menos eso creí por algún tiempo. Tú sabes, las cosas se enredan a menudo en la cabeza y luego ya te pierdes. Nos perdimos, pero dejemos el pasado en su lugar, no vaya a caer en fáciles reproches nuevamente. A propósito, me gustó mucho el detalle de la rosa y el dulce modo en que me chantajeaste por teléfono, mira que decir que te arrojarías al río. ¿Cuándo dejarás de decir burradas? Las mismas que me dijiste una vez que hablamos (¿hace cuánto?), de las ganas asesinas de estrangular a tu mujer cada vez que te saca de las casillas o de marcharte para siempre de esa calle donde has vivido los últimos trece años, y que te provoca cierto sentimiento absurdo. Eso de los sentimientos absurdos fue Lidia quien lo descubrió: “Ahí tienes que metes todas las emociones en una licuadora y las mezclas hasta conseguir un batido absurdo”. Lidia era así, ¿la recuerdas? Con esos tirantes de hombre, la sorpresa que nos dio cuando se ganó la beca para irse a París y


regresó con Jean Pierre, su novio alsaciano, y nos trajo un álbum de mariposas disecadas que había capturado en los jardines de las Tullerías. “Me siento absurda”, decía Lidia cuando quería expresar lo inexpresable; la recuerdo besando a Jean Pierre, la recuerdo tomándose una fotografía en la terraza de un café, una postal que registraba los acontecimientos cotidianos de la ciudad, la recuerdo junto a ti, Andrés, una imagen adolescente a blanco y negro, como las fotografías de los periódicos. Como a las siete el café comienza a llenarse de parejas y de grupos de amigos. Y yo tan sola, entretenida en viejos anuarios, sintiéndome perdida en la mesa que da a la pared de cristal, esperándote sabiendo que no vendrás hoy, que estás muy lejos de esa puerta que no dejo de mirar, de sentir que se abre y se cierra sin que seas tú el que realiza esa irritante operación mecánica. Aún conservo el álbum que nos obsequió Lidia y su novio francés, con las mariposas hechas polvo gracias al descuido y a los años. En ciertas ocasiones me he imaginado a Lidia recolectando, en forma de souvenir, con una malla, a cientos de mariposas en los jardines de las Tullerías, poblando de macetas y arbustos su departamento de la calle Novara y la he imaginado casándose con Jean Pierre y a ti, Andrés, te he imaginado cientos de veces al lado de Patricia y viendo cómo los años nos apartaron, y cómo estos días, a pesar de nuestros encuentros furtivos, te veo más distante que nunca. La última vez que esperaste, tal vez en esta mesa, tal vez en otra, cuando te dije que vendría a tomar un café y a leer algunas revistas, pero que tú pensaste que te quería ver y por eso viniste. Y si embargo, yo nunca llegué porque a última hora me salió un compromiso en el trabajo, y me tuve que desviar diez cuadras para llegar en el momento en el que tú ya te ibas y me decías, con dulce rencor: “Gracias por hacerme esperar dos horas. Chao, te cuidas”. Nunca te dije la melancólica rabia que sentí cuando te fuiste. Pensé que bien te podías ir al diablo. Entré al café y había una nueva exposición de arte moderno en la que no hallé consuelo a tu despedida. Recuerdo que esa noche, al llegar a mi casa, me sentí profundamente sola y me puse a llorar. Lo de las mariposas, según Lidia, era para sobrellevar la soledad los primeros meses en París. --Viviendo sola en una buhardilla cualquiera se muere de aburrimiento, o al menos enloquece. Todas las mañanas Lidia realizaba el mismo recorrido de su cuarto a la escuela de Artes. Recibíamos de ella postales y cartas a través del correo electrónico, que más bien parecían pajaritos nostálgicos y lagrimitas con dedicatoria. Siempre sentimental, se acordaba mucho de México y de nosotros dos, que procurábamos contestarle en el menor tiempo posible. En ese tiempo tú y yo nos tratábamos ya con una fría cortesía que algunas veces me parecía excesiva. Yo trataba de tramitar una beca para irme a estudiar a Canadá, lejos de ti. Nos empeñábamos en realizar nuestros planes para tener el menor tiempo posible para pensar. Nunca se lo dije a Lidia, porque entonces se hubiera molestado, pero me daba mucha lástima imaginármela perdida en las calles de París, con poco dinero en la bolsa y tratando de hacer realidad sus sueños. Esos que yo dejé a un lado cuando me rechazaron como becaria de la universidad de Montreal,


pero en cambio pude hacer un breve intercambio de tres meses en California. Lidia, como siempre que tocaba emprender los grandes proyectos, regresó a París para vivir y casarse con Jean Pierre. Recuerdo que lloramos juntas cuando la fuimos a despedir al aeropuerto, quién sabe y cuándo nos volveríamos a ver, pero quedaba el consuelo de los correos, el teléfono, las videograbaciones, esos artificios que creaban la ilusión de la cercanía, más allá del Atlántico. Los tres meses en California fueron una primavera que atemperó mis ánimos. Lejos de mi pasado, las calles de Los Ángeles parecían un laberinto soñado. Logré en poco tiempo que tu recuerdo ya no me hiciera daño y que en cambio te recordara con dulzura. Conocí a un chileno con el que comencé a salir y, después de un par de semanas juntos y de muchos meses de soledad, me fui a la cama (¿me fui o me lo llevé?). Con él apenas si me veía de vez en cuando. Para mantener sus estudios, él trabajaba en una pizzería mexicana del centro a la que yo iba con el pretexto de recordar los sabores perdidos de las salsas y los quesos mexicanos, a los que después de esos meses me hice adicta; tal vez por eso, si alguna vez te llegaras a asomar a mi refrigerador, lo encontrarías lleno de un tufo a queso rancio; me gusta conservar ese olor, recordar lo de las mariposas y a mi amigo chileno, y decirte todas estas cosas sin que tú estés presente para oírlas. Sé que no dirías nada como siempre, que cuando mucho asentirías con la cabeza o fingirías estar interesado, como ha sido todo este tiempo. No creas, siempre te he esperado en mi casa, como ahora espero en este café. Todas las noches, al pasar el cancel por la puerta, echo un vistazo por la ventana. Miro hacia la calle barrida por el silencio y la terquedad de los grillos, pensando tontamente que estarás llegando. A veces, cuando estoy acostada en mi habitación, siento la extraña sensación de que alguien, de un momento a otro, tocará a la puerta. Entonces creo escuchar algunos golpes haciendo toc-toc y rápido me levanto a recibir al extraño visitante, con la piyama puesta, el pelo desordenado, mi cara desmaquillada, qué horror, pensando que eres tú quien llegó. Pero no. Nunca serás tú, ¿por qué vendrías a buscarme a altas horas de la noche, si tienes a Patricia a tu lado, que te sonríe, que te besa? Sin saberlo me voy quedando dormida, pensando en los mil compromisos del día siguiente. La otra vez, en la calle, creí escuchar tu voz diciendo mi nombre. Al voltear me encontré con un tipo que esperaba a que cambiara el semáforo para cruzar. Me parece tonto ir caminando por cualquier parte esperando un vago encuentro contigo. Sé que es una locura, todo este tiempo me lo he dicho a mí misma, ya no somos aquellos adolescentes que se conocieron entrando a la Universidad. Éramos tan jóvenes entonces, sobre todo Lidia, nuestra amiga pintora que dejó el diseño gráfico por las Artes, su verdadera vocación. Déjame decirte que la extraño, que he soñado a veces que regresa por fin de Europa, tan delgada y tan loca. Hace más de un año que se fue. La última vez que vino con su novio francés la vi convertida en toda una mujer de mundo, aunque a Lidia las novedades y la moda nunca le interesaron, siempre con su ropa extraña que ella misma se mandaba a confeccionar a alguna sastrería. Pero la vi después de dos años y la noté diferente, con más gracia, feliz de la mano de su novio, que me pareció bastante agradable. Le dije a Lidia que la


envidiaba por todo esto, pero ella sólo se sonrió y dijo que me llevaría a conocer Europa cuando quisiera. Mi relación con el chileno duró lo que tenía que durar. La despedida fue un encuentro más con los desengaños. Habíamos aceptado nuestra relación como algo pasajero, como algo que inevitablemente tenía un fin. A pesar de ello, nos escribimos seguido y nos queremos con el inusitado amor que surge de la amistad. Incluso hemos llegado, en los últimos tiempos, a hacer planes de reencontrarnos prontamente. Quizá el próximo verano venga a conocer mi ciudad, tan horrenda como es. Cuando compartíamos el mismo cuarto le hablaba de mi vida aquí, en esta ciudad atravesada por dos ríos que convergen en uno solo, de las tardes del cine y de las noches en los atestados cafés, de mis días azules en la Universidad. No sé por qué razón nunca le hablé de ti, de las promesas que un día nos hicimos, de las cosas que me han ocurrido últimamente, tal vez por mentirme a mí misma, o tal vez por creer que ya nada es importante y que todo, como mi relación con él, ha sido pasajero. Se me ha hecho tarde contándote todas estas cosas y esperando que de un momento a otro suceda el milagro de que seas tú el que abra la puerta, verte llegar con tu sonrisa hasta mí y preguntar por los días de trabajo, por las horas de cansancio y oírte decir que nuestras vidas han sido equivocadas, que hemos navegado por rumbos distintos en múltiples desencuentros que terminan cuando llega la hora del café, y tú no estás otra vez en mi camino. Y sentir de nuevo esa soledad tan distinta que es no tenerte a mi lado, mientras me veo así de triste en el opaco reflejo de la pared de cristal, cierro los ojos y siento el primer viento de lluvia como la clara premonición de que nunca más te volveré a ver. Y quisiera pensar que todo esto será cierto, y siento que no estés aquí conmigo, y siento que yo esté aquí de nuevo, esperando.


La diva

En mi último encuentro con Emilia no ocurrió nada interesante. La encontré vieja y fofa, la sonrisa ya carente de gracia y usaba los mismos vestidos juveniles de su mejor época de diva, en el teatro La Riviera. Acababa de cumplir 46 años y sus pechos obscenamente fláccidos eran excesivos para la edad que acababa de cumplir. La reconocí de inmediato entre el público que asistía al Tercer Festival de Cine Erótico realizado en la ciudad de México. Esa noche, recuerdo, exhibían una galería de cortometrajes españoles de carácter experimental, donde se mezclaba efectos de sonido y de imágenes constreñidas gracias a los avances cibernéticos, lo que hacía algunos cortos interesantes, pero a otros les quitaba toda gracia y atractivo. Emilia estaba acompañada de su marido, un productor de bajo presupuesto que también participaba en el Festival con un cortometraje que se exhibió al día siguiente. Me abrí paso entre la gente para llegar hasta donde estaban sentados. Emilia, después de algunos años, no se sorprendió de verme, para ella ya no había sorpresas. Lo único que la había sorprendido en la vida era darse cuenta que ya no era joven, que nunca fue una actriz talentosa y que terminó acostándose con los peores hombres con tal de obtener los mejores papeles. Llevaba puestos unos lentes oscuros, innecesarios en la sala poco iluminada, pero creí que eran para pasar desapercibida, algo totalmente innecesario también, ya que era, en verdad, una auténtica desconocida. Acababan de regresar de Barcelona de un evento similar al que esa noche se celebraba. El marido de Emilia participaba en todos los festivales sin mucha suerte. Era un alemán de apellido Brauwer que tenía años radicando en México. Cuando casó con Emilia ésta adoptó el Brauwer de su nuevo marido llegando a ser Emily Brauwer, pero con nombre y apellidos distintos Emilia Martínez nunca llegaría a ser una actriz importante. Su mayor logro había sido a los 24 años cuando participó en la película Bajo la luna sangrienta, producida y dirigida por Alejo Bustamante, papel que la hizo merecedora de un premio en un festival italiano, en la categoría de mejor actriz de reparto. En esta cinta ella encarnó a una asesina que follaba con sus víctimas antes de matarlas. La película no era pornográfica, aunque mala, pero tenía sus virtudes estéticas cada vez que la actriz protagónica, una chica lejanamente española, y la asesina mostraban sus hermosas tetamentas al aire. Fue filmada en Madrid cuando los largometrajes de Pedro Almodóvar se llevaban todos los laureles. Habían pasado diez años antes de volver a encontrarme con Emilia. Le pregunté, en el largo intermedio, en qué trabajo se ocupaba actualmente. “Soy una actriz retirada”, contestó la diva. El alemán permanecía al tanto de lo que sucedía en la sala, que era menos que nada, tal vez trataba de identificar a un


amigo en la multitud. “¿Y tú en qué negocios andas?” Me di cuenta que preguntaba por no parecer descortés, por continuar un diálogo sin mucho futuro. “Trato de entretenerme en los chismes de la farándula”, le dije. A continuación le expliqué que escribía reportajes para una revista de espectáculos, y que era eso lo que me había llevado esa noche al Festival. “Fascinante, fascinante”, murmuró ella. Le noté algo de interés. Tal vez por eso fue que le propuse, durante la cena a la que me invitaron ella y su marido después de la exhibición, escribir un reportaje para la revista acerca de su vida. No aceptó de entrada, ella no tenía nada que decir, lo que había vivido lo hundió en el pasado definitivamente. Comprendí que era una negativa propia de mujeres y le insistí. La verdad era que yo no tenía mucho que ganar y sí que perder. El alemán no obtuvo ninguna mención en el Festival. Realmente su obra era mediocre y de bajo presupuesto, pero eso nunca lo desalentaba. En las semanas sucesivas me dediqué a rastrear todos los datos desconocidos de Emily Brauwer y también de Emilia Martínez, sus amantes, sus manías, sus logros y frustraciones. En la época en que yo la conocí era adicta a la cocaína y a las fantasías sexuales. Follábamos hasta catorce veces al día, todas al hilo, en la casa que le alquilaba un lejano productor calvo y de baja estatura que la mantenía como querida. A Emilia esto no le molestaba, al contrario, le daba más libertad para divertirse y acostarse con quien le diera la gana y nunca le faltaba la pasta para organizar fiestas a donde iban las personalidades más celebradas del momento, que no la conocían a ella, pero sí al productor calvo y de baja estatura, al que algunos, en el medio, le tenían respeto y admiración por sus más de veinte películas de las que se conocen con el nombre de ficheras. No sé por qué a Emilia le gustaba coger conmigo. Yo era un advenedizo dentro de la farándula, un tipo sin estatus ni dinero. En esos años me ganaba la vida corrigiendo guiones y limpiando butacas en el teatro La Riviera, donde ella fue la diva hasta los 29 años, cuando comenzó a pasar por una de sus crisis de mal humor y esos inconvenientes la volvieron una mujer histérica y capaz de insultar a cualquiera a la menor provocación. La vida de Emilia no era muy diferente a las de muchas actrices que morían por actuar en Hollywood; era cierto que sí tenía carisma y que era bonita, que había comenzado desde muy joven su carrera en la actuación. A los 16 años había participado en una obra para adolescentes y eso la llevó a pensar que llegaría a ser una gran estrella. Dos años más tarde se enroló en una producción teatral que por ese tiempo tuvo muy buena crítica y desde entonces los escenarios abarcaron toda su existencia. Obtuvo varios protagónicos hasta que alguien le ofreció participar en la película de Alejo Bustamante, un trhiler erótico que la despojó de la inocencia y que la llevó a otras tres producciones que no hicieron mucho eco dentro del ámbito cinematográfico. Lo que más llamaba la atención de cuando se desnudó para la lente, eran las tetas grandes y firmes que muchos cazatalentos manosearon con la promesa de algún oscuro papel. La persiguieron por su belleza, no por su talento. Emilia, tal vez, nunca se dio cuenta de esto, al fin y al cabo siempre fue una chica más interesada en los fines que en los medios; estos salían


sobrando. Una noche, después de hacer el amor espolvoreados de droga, me contó de la emoción que sintió cuando escuchó su nombre durante la entrega de premios en el festival de cine erótico de Italia: Esas cosas son inolvidables, me dijo. A los 28 años todavía seguía haciendo sus planes de triunfar. Mi relación con ella duró cinco años, aunque se podría decir que no fue una relación propiamente ni que duró cinco años. Quién sabe cómo una noche terminé en su casa acostándome con ella, inhalando cocaína, untándole cocaína en el coño que luego lamía con la lengua. Quién sabe cómo ella comenzó a usarla de todas las maneras imaginables para aumentar el placer a la hora de follar. Lo cierto que la droga, gracias al dinero que le pasaba su amante calvo, nunca le faltaba. Y a mí nunca me faltaban las ganas de inhalarla y de penetrarla por todos los orificios del cuerpo, a lo Sade. La casa que le alquilaban estaba por el rumbo de Bucareli, cuando la ciudad de México comenzaba a convertirse en la ruina de hoy. Era pequeña pero con encanto, en las paredes había fotos de estrellas mexicanas, españolas y francesas. Ella también se había ganado su pedazo de fama en los teatros y de ellos no pensaba salir. Soñaba con actuar en una obra producida en Broadway, pero eso, incluso para la mejor actriz mexicana de su edad, era exceder los límites. No se podría decir que ella era una mujer caprichosa, acostumbrada a conseguir todo por medio del berrinche pueril y del chantaje. Lo que consiguió se lo ganó a pulso, trabajando, desvelándose; sus aventuras sexuales eran algo así como un descanso, y lo que consiguió con ellas era más bien gratuito, o al menos eso era lo que decía, tal vez para defenderse de quienes la tachaban de puta arribista. Ocho años de matrimonio le habían quitado las ganas de acordarse de aquellos años. Durante la cena, que se alargó hasta la madrugada, en un bar por el rumbo de Garibaldi, ella y el alemán me platicaron de la vez que se conocieron, eso en el 95; Emilia ya tenía 35 años y el poco fulgor que había conseguido se estaba apagando. Entró al casting de la película Todos están locos, dirigida por el mismo alemán. Era la segunda que filmaba en la soleada Cuernavaca, en una casa-mansión con piscina y chalet al estilo californiano. Emilia no consiguió ningún papel, pero se quedó con el alemán que la invitó las siguientes vacaciones a Cancún donde (esto lo aseguraron ellos) hicieron el amor y se enamoraron. La diva siempre había huido del compromiso social de casarse y tener hijos, esas cosas no estaban hechas para ella; pero él, que a sus 48 años no tenía nada que perder y ella ya estaba perdida, le propuso matrimonio tres años después. Aunque lo de no tener hijos lo había cumplido, creo que fue un acuerdo mutuo entre los dos. La luna de miel, si mal no recuerdo, la pasaron en Alemania y otros países de Europa Central. Parecía mentira que Emilia me contara todas estas cosas, con una inflexión casi juvenil, tan puta y decente a la vez, con la cara rolliza y con los cabellos rubios maltratados por el peróxido. Yo la había desterrado para siempre de mi vida en esos diez años. Ahora la miraba y parecía mentira que fuera ella la misma mujer con la que compartí, en otras noches turbulentas, cama, alcoba y drogas; que fuera aquella diva inventada por la ilusión del escenario, la histérica que lloraba después de hacer el amor conmigo. En la época en que su genio era insoportable para todos, yo era el único capaz de aguantarla y de


conseguirle cocaína a cualquier hora de la noche, aunque muchas veces terminamos peleando por cualquier estupidez que tenía que ver con su desesperación y su frustración, y más de una vez llegó a sacarme a patadas a la calle, mientras me quedaba en la banqueta, mirándola con un poco de pena y ternura. Y entonces ella soltaba el llanto. Los únicos días que tenía prohibido visitar la casita de Bucareli era cuando iba su amante, todo para evitar un posible malentendido. De hecho, a sus treinta y tantos años, lo único que la mantuvo en las obras de bajo presupuesto fue su relación con el productor calvo. Era él quien le conseguía que la aceptaran de nuevo, aun después de que Emilia dejaba todo en sus arranques de histeria. Se la pasaba gritando que todo era una mierda y que no servía y se largaba a una discoteca a beber y meterse rayas con sus amigos o con cualquiera que le ofreciera droga. Pero todo esto se acabó. Antes de cumplir los 33 el dueño del teatro La Riviera la vetó para siempre, en medio de un escándalo, dando paso para ya no ser aceptaba en ningún lado. Cansado de sus desplantes, su amante calvo terminó por dejarla y de darle dinero. Entonces Emilia se convirtió en una artista en desgracia. A partir de ahí dejé de verla; yo marché a España dispuesto a convertirme en dramaturgo. Dejé las butacas y los guiones de La Riviera para enrolarme con una compañía teatral que prometía mucho, pero que al final no me dio nada, tal vez algo de experiencia y algunas amistades, a las que nunca he recurrido por sentido de independencia, o por dejadez y desidia. Sé que después de su caída tuvo varios amantes (pero de esto me enteré mucho después). El primero que se ligó fue un empresario joven, de apellido Palacios. Éste le puso departamento y coche, pero no duró demasiado. Ella, por un tiempo, se creyó enamorada de él y gracias a este amor que sintió comenzó a hacer nuevos proyectos en el campo de la actuación, que dio al olvido en cuanto acabó la relación. El segundo también era empresario, dueño de hoteles en Acapulco, pero le doblaba la edad y estaba divorciado. Con este nuevo amante se dio el lujo de pasearse por cócteles y restaurantes de la más alta categoría, sin importarle nada y con el cinismo de verse a sí misma recuperada de sus fracasos. La llevó a vivir a su casa, en compañía de unos perros cocker spaniel que todo el día daban lata y de un ejército de criados que le cumplían sus gustos. Un día podía estar en Nueva York comprándose en la tienda de ropa más prestigiosa y al día siguiente pasearse por París del brazo de su amante y entrar en los más exclusivos restaurantes de la ciudad Luz. Pero a éste no sé por qué lo dejó, tal vez por impotente o tal vez porque él quería algo más duradero con Emilia, aunque a la edad que tenía el empresario algo duradero podía ser pocos años. O no sé si ella terminó aburriéndose de sus perritos y de ser tratada a cuerpo de reina. El caso es que su tercer amante era un modelo alto y moreno del que sólo consiguió saciar su vanidad, pues no era rico como los otros dos, pero sí bastante atractivo, y eso la convirtió por unos meses en foco de la atención de otras mujeres que la veían pasear con él en las pasarelas. Todo esto lo supe semanas después, no de la boca de Emily Brauwer, que ya no la volví a ver, ella y su marido habían marchado a California a pasar un tiempo después de pasearse por media Europa en busca de un premio, cosa


increíble en un productor de bajo presupuesto. Me bastó un par de llamadas a un amigo que también se acostó con Emilia en su época de diva para saberlo. Cuando le dije que pensaba hacer un reportaje sobre su vida, me pidió que no lo mencionara, por pura discreción. Recuerdo que fue una charla larga en un cafecito de la Zona Rosa. Allí me enteré que Emilia terminó con el modelo porque no soportó que éste se acostara con otras mujeres, mientras miraba pasar su juventud de largo, que sus enormes pechos comenzaban a caerse y que en ninguna producción la aceptarían, a no ser que aceptara el papel de señora y madre casta. Sin embargo, hizo un último intento de parecer más joven en el casting de la película del alemán. No se lo ganó, pero por fin comenzó a sentar cabeza cuando lo vio a él persiguiéndola. Recobrar conciencia sobre su estatus y su edad la obligó a darse cuenta que las oportunidades se le agotaban. Emilia estaba cerca de los cuarentas y ya no era una actriz que figurara en escena. Las cuatro películas y las más de veinte obras en las que actuó no hacían un respaldo verdadero para sobrellevar una madurez con dignidad, actuando en alguna telenovela o en alguna oscura película del tipo video home. Y ahí estábamos los dos ex amantes, hablando de la mujer que durante meses nos hospedó en su cama. Al transcurrir las semanas me di cuenta que iba ser imposible escribir el maldito reportaje. De pronto me encontré envuelto en una maraña de errores y de imprecisiones; ya nadie se acordaba de la diva que actuó en el teatro La Riviera y que fue amante de Pepito Jiménez. Emilia sólo significaba algo para aquellos que la vimos y la vivimos, y que en su caso extremo, la sufrimos. Nada quedaba de esos días sino los restos de una carrera que bien pudo ser brillante. Me consolé imaginando todo esto, especulando acerca de su vida, tratando de reconstruirla con la poca información que tenía. Tal vez lo que al final terminé escribiendo no hacía honor a las cosas que en verdad pasaron, pues la historia era más larga de lo que imaginaba. Pero lo que realmente me impresionaba era comparar a la muchacha tetona y loca con la mujer que me encontré años después en el festival. Esencialmente eran las mismas, y sin embargo, distintas. La primera llegó a la dignidad de la más respetable putita del medio artístico; la segunda era su caricatura dignificada por el orgullo de haberse liberado de ese pasado. Ella y el alemán, se podría decir sin exageración, vivían felices. O al menos la suficiente felicidad que da radicar en México y tener una casa de verano en California y de viajar por Europa. Una noche, transcurridos tres meses de aquel encuentro casual, quise conseguir su teléfono para hablar con ella, pues de repente y sin proponérmelo me había surgido la necesidad de oír su voz. Al calor de los tragos en Garibaldi me había dicho que vivían cerca de Coyoacán, en una casa antigua que el alemán había comprado cuando llegó a vivir a México. La verdad era que no podía imaginar a Emilia haciendo vida en común con un hombre, ella que siempre tuvo la facilidad de tomarlos y dejarlos a capricho. Después de varias pesquisas di con un Brauwer en Coyoacán. No quise ser inoportuno y resistí varias veces para no marcar el número, que bailaba entre los dedos impacientemente ¿qué podría decirle? Ahora las cosas se


complicaban y Emilia Martínez era mi obsesión privada, mi diva de fantasía, la mujer que formaba parte de mi historia privada de fracasos y aventuras, ¿o era que yo me sentía culpable de haberla abandonado en el peor de sus momentos? Nunca lo pensé de ese modo; para ella yo siempre fui algo cercano a un perro. Me buscaba cuando le daba la gana, me dejaba cuando quería, y yo no me preocupaba por esos infelices detalles. Ahora los dos éramos personas muy distintas y las cosas no encajaban, como nunca encajó el hecho de haber pasado de una muchachita despreocupada y jovial a una histérica y desesperada, pero después de la charla con el borroso amigo de esos años, en el cafecito de la Zona Rosa, las cosas empezaron a cambiar. El número se quedó anotado en mi agenda encima del escritorio de la Redacción de la revista. Salí a tomar unas copas a un bar y a pensar en Emilia Martínez. Los datos de que disponía me parecían nulos y falsos. No me interesaba su infancia, que había transcurrido en las barriadas pobres de la ciudad de México. Sólo quería recuperar su carrera y lo que significó para mí. Pensando en ese turbio pasado, de drogas y mentiras, me di cuenta que yo nunca la quise de verdad y que nadie la ha querido más que el alemán. Sé que a estas alturas preocuparme por estos detalles suena a historia de amor estúpida y que ya nadie cambia el pasado. Pero ese pasado se me antojaba tan absurdo como la noche en que me la encontré en la exhibición de cortometrajes españoles. No me costó trabajo reconocerla, porque tal vez esperaba hallarla así, convertida en una señora serena, como tampoco me sorprendió el hecho de que no se sorprendiera de verme. En la conversación con aquel amigo, que de algún modo sabía más que yo sobre la diva, puesto que tras marchar a España dejé de tener contacto con mucha gente, le pregunté si llegó a enterarse del motivo que le hizo cambiar de manera abrupta su carácter. “¿Qué nunca supiste?”, me dijo: “Emilia abortó a su único hijo a los tres meses”. Y así, de este modo, comenzó a terminar mi intento de contar su larga historia, que también es la mía.

Febrero 2008


Los malditos Lo conocí una tarde en una cantina del centro. León y yo tomábamos unas cervezas después de clases cuando vimos entrar al hombre. Llevaba la ropa sucia de bastantes días, la barba sin rasurar y en la mano cargaba la cajita para lustrar zapatos. Parecía temblar de la cruda y bastó con echarnos una mirada, sentados en una mesa de la entrada, para averiguar que nosotros también éramos poetas. Entonces acababa de ingresar a la escuela de Letras y ya hacía mis primeros trotes por los bares de la ciudad, a veces con otros compañeros de escuela y otras veces solo o, como en esa ocasión, en compañía del amigo León, un mochiteco que recientemente se había instalado en la ciudad. El hombre se nos plantó frente a nosotros y se ofreció a lustrar el calzado a cambio de un par de cervezas. No tenía que preguntar a qué nos dedicábamos, ya lo sabía, lo supo cuando nos vio sentados, con la actitud propia de los artistas. Él también era poeta, pero no cualquier clase de poeta. Él pertenecía a una vieja estirpe de bardos cuyo origen se podía remontar a la Francia del siglo XV y cuyo precursor fue un poetastro que murió condenado en la horca por todos sus crímenes. Desde luego, el bolero exageraba demasiado. Cuando le pregunté su nombre me respondió que ya no recordaba cómo se llamaba el poeta ahorcado, pero que en todo caso era muy admirable que un hombre de letras sea todo un delincuente. Luego le dije que el nombre que quería saber era el de él y no el del poeta muerto. --Soy el Tiburón, para servirles a ustedes y a la santa Poesía –nos dijo con alta solemnidad. Cuando terminó con mis zapatos, siguió con los de León. La cantina era un bullicio constante de hombres que entraban y salían, sobre todo músicos y vendedores ambulantes, mientras las meseras iban y venían atendiendo mesas y hablando de Miguel Ángel, un cantante de ranchero que por esos meses había sido asesinado. Fue entonces cuando se me ocurrió, armado hasta los dientes de lecturas, retar al bolero a un duelo de versos. El juego consistía en recitar un poema y saber a qué autor pertenecía. Él aceptó de inmediato. Lanzamos el primer verso al aire:


“Abril es el mes más cruel”. --Demasiado fácil, T. S. Eliot –contestó, terminando de bolear los zapatos. --Déjame ser tú puta, son palabras de Eloísa. --Pongan otra más difícil, muchachos, Piedra de Sol, de nuestro Nóbel mexicano. --Cerrar podrá mis ojos... --Ah, ese es un clásico: la postrera sombra que me llevare el blanco día --terminó él incorporándose a la mesa— un hermoso hipérbaton. --Me moriré en París con aguacero… Una sombra de melancolía recorrió sus ojos. Luego tomó un trago a su cerveza: --Vallejo. Yo también me moriré muy pronto, nos dijo con algo de inusitada fatalidad, pero en Culiacán y en un día sofocante. Después nos asestó un golpe maestro: Nadie rebaje a lágrima o reproche/ esta declaración de la maestría. Nos quedamos mudos sin encontrar un nombre. --Huidobro –dijo León quién sabe por qué, quizá por no quedarse callado. --Borges, muchachos pendejos, aprendan a leer. Nos carcajeamos, él por el triunfo obtenido y nosotros por la vergüenza causada gracias a nuestra ignorancia literaria. Nunca nos dijo, en esa larga conversación en La Ballena (que era el lugar donde estábamos), su verdadero nombre, sólo que le decían el Tiburón, no sé por qué motivo si ni siquiera tenía un rostro espantoso, más bien era de aspecto bonachón y afable. Decía ser amigo de todos los poetas sinaloenses y nunca, en su vida, había tenido un trabajo estable o, mejor dicho, algo que pudiera llamarse trabajo. Porque trabajar, lo que se llama trabajar, el Tiburón jamás había hecho tal cosa. Excluyendo un par de años en Sonoyta, a donde había huido a los veintitantos años por un crimen que, según él, no cometió, toda su vida se la había pasado en Culiacán. No era hombre de aventuras; de hecho, esa temporada en el norte de Sonora, al lado de una tribu de indios con la que fraternizó, le hizo conocer su destino como poeta, y para él ser poeta era serlo todo. Comenzó a leer, primero, quizá porque era lo más inmediato que tenía, la historia sonorense. Ahí conoció los grandes héroes y los grandes terratenientes de la época revolucionaria, los años mozos del general Obregón, que ya desde muy chico era listo e inteligente, además de haber escrito algunos versos primorosos en su juventud, y entonces empezó a sentir una gran admiración por él. Gracias a la tribu que visitaba, llegó a conocer los antiguos mitos del hombre, participando en los rituales y en las danzas que se hacían en la aldea cada año con la llegada de la semana santa. Después de conocer bien la tierra de su exilio a través de los libros, le dio por leer poesía. Dentro de sus poetas favoritos estaban Antonio Plaza y López Velarde, el cual le daba mucha tristeza por aquel sueño de los guantes negros. Todos los lunes asistía a la biblioteca municipal y pedía prestado varios libros para el resto de la


semana. Los leía todos de una sola sentada. Aprendió, porque en la primaria no le dio tiempo, todo sobre historia mexicana, sobre poesía mexicana, sobre vanguardia mexicana. Amó a Jaime Sabines y detestó, por aburguesado, a Octavio Paz, pero llegó a respetarlo como intelectual. Se peleó varias veces con los Contemporáneos por maricas y al único que llegó a comprender fue a Villaurrutia. Vinieron otras lecturas, de los reyes católicos, de la conquista de las Américas, de las batallas perdidas de los Aurelianos y cuando terminó de saquear la biblioteca, comenzó a extrañar su tierra. Decidió regresar a escondidas con un manojo de papeles donde había escrito sus poemas del exilio. Nadie lo vio llegar a Culiacán aquella madrugada de diciembre. Por la mañana, después de recorrer los mercados sin un centavo en la bolsa y arrastrando un hambre de días, fue a visitar la casa de sus padres. En dos años no había tenido contacto con ellos. Sólo entonces se enteró que la policía ya había hallado a un culpable y él, fugitivo hasta ese momento, quedaba libre de cualquier persecución. Cuando cumplió los treinta, el Tiburón se casó. Luego un día apareció por las calles del centro de la ciudad con una cajita de bolero. En todas las cantinas era respetado por su gran erudición, siempre dejaba boquiabiertos a los borrachines que se sentaban a su mesa y hasta el más ilustrado se sentía cómodo con él. Era un bolero itinerante, andaba todo el santo día con su cajita de bolear por todos lados, pero de vez en cuando, cansado de caminar bajo el sol, se instalaba en una esquina de la avenida Morelos, conversando con los policías que hacían ronda de a pie y que también vigilaban la entrada de varias casas de citas disfrazadas de casas de huéspedes. Tres veces al día venía a la Ballena. La primera en la mañana cuando abrían, se tomaba una cerveza y salía a buscar calzado sucio. La segunda a las dos de la tarde, que es la hora en que sirven comida gratis a los borrachos de mediodía y que acá le llamamos la hora de la botana, y la tercera vez al anochecer, cerrando faena. Para rematar, como La Ballena cerraba a las nueve, se iba al Tío Pepe, una cantina situada por la calle Hidalgo, entre Morelos y Rubí y cuyo propietario era uno de los hermanos Cisneros. Ahí terminaba sus horas, en una mesa del fondo, garrapateando sus imposibles poemas. Una noche, ebrio y a punto de las lágrimas, mucho tiempo después de aquel duelo poético en La Ballena, le oí recitar uno de sus mejores poemas donde hablaba de la muerte de su padre. Sólo ha quedado en mi memoria rastrojos y ecos de unas palabras que tal vez no quise oír en esa ocasión: mi corazón, ahora niño, te mira sonreír de nuevo. Fue por el Tiburón que conocí, más adelante en mi paso por las cantinas, a la Mariana y a la Marbella. En la casa de huéspedes Santa Elena, sentadas a la diestra de una omnisciente madrota que vigilaba el paraíso del placer que viaja en látex, estaban ellas, jugando a la baraja junto con otras muchachas de rostros mustios y cansados. Pagué la tarifa a la madrota que me sonrió cuando me entregó el preservativo. Seguí a Mariana por varios cuartos hasta que entramos en el último. En seguida me pidió que me desnudara y entramos juntos a la regadera y, mientras el


agua caliente chorreaba por sus pechos, yo exploraba con curiosidad el vello púbico y el clítoris, las nalgas morenas y la cintura estrecha. Más de una vez tocó mi verga erecta; más de dos veces le besé el cuello. No nos conocíamos y no era necesario conocerse. Estábamos viendo nuestras multiplicadas desnudeces en los tres espejos del baño, ella se alzaba los pechos y jugaba a que todavía eran niños. Podría comparar a Mariana con un valle fértil, una tierra morena y apacible atravesada por varios ríos subterráneos con salidas al mar, un sitio de descanso feliz, donde el viajero pasara las mejores horas de su viaje, un país lleno de lugares ocultos, montañas y bosques. Por ejemplo, Mariana de espaldas era una cordillera cuyo precipicio era el borde de las nalgas. Mariana con los muslos entreabiertos, era una mina profunda dispuesta a entregar el húmedo oro de sus paredes. Mariana tendida como una sábana en la cama, era un río caudaloso, un cañón desmesurado con un letrero al final: welcome to Mariana, país libre de la sífilis y el chancro. Y le dije al oído, recordando a un viejo poeta argentino: Mariana, sos la feba más linda del arrabal. Experta en puterías, Mariana me hizo terminar rápido, sobre una cama olorosa a semen y cuando menos seis veces usada ese día. Después me contó, quizá porque le parecí simpático o porque ya no teníamos nada que hacer, que tenía una hija de dos años, que a los dieciséis se había huido con su novio y que éste la hizo sangrar la primera vez al romperle el himen y todavía, cuando eran demasiado grandes, le dolía coger. Desde hacía un año su vida era un constante ir y venir. Ya había trabajado de mesera una temporada en el centro nocturno El Copeche, situado al oriente de la ciudad, sobre la carretera Sanalona, pero ahí las noches eran muy largas y a veces terminaban cuando el sol estaba alto. Renunció a esas desveladas enfilando rumbo a Tijuana para trabajar de bailarina en un centro nocturno situado en la larga avenida Revolución. La niña se la dejó encargada a su madre. En Tijuana conoció a la Marbella a la que le apodaban la Culichi y cuyo centro de operación era una banqueta de la Coahuila. La Marbella ya llevaba varios años en esa ciudad y terminó trabajando de puta gracias a su último novio cuando éste la abandonó por otra más puta que ella al cruzar la frontera de mojado, dejándola enamorada y embaucada con tres meses de alquiler, en un departamento de la Zona Río. Se hicieron amigas y cuando a las dos le fue mal, después de seis meses, decidieron regresarse juntas a Sinaloa. Desde entonces se hicieron hermanas y lo que hacía una la otra la secundaba. Entraron a trabajar a una casa de masajes siendo explotadas por un grotesco padrote al que le decían el Tío, pero más tarde creyeron, ante las pocas ganancias recibidas, que el negocio independiente era mejor. Se mandaron a hacer unas tarjetitas con sus respectivos nombres y teléfonos y tomaron como centro de operaciones la casa de huéspedes Santa Elena, pagando una módica cantidad a la dueña del local por el alquiler de los cuartos. Cada vez que cogían con un cliente, le entregaban una de esas tarjetas a las que sólo le faltaba anunciar: Putas a domicilio.


Esto por si otro día se les llegaba ofrecer o por si alguien más solicitaba sus servicios. Yo más de una vez volví a solicitar esos servicios a Santa Elena, entre muebles viejos y fotografías en las paredes de cantantes norteños. Los cuartos eran austeros, sin un decorado en especial y en algunos, un colchón tirado en el piso era suficiente. En la recepción atendía una mujer entrada en años que le decían la Doña, la omnisciente madrota. Tenía arreglo con unos choferes de taxis para llevar y traer a las muchachas que trabajaban de planta. Por eso, no era raro ver, además de las muchachas sentadas en sillas de plástico, cruzando a cada rato las piernas o ya de plano dejándolas entreveradas, a taxistas esperando a la entrada del local donde un letrero luminoso decía, contrariando a la realidad: Casa de Huéspedes Santa Elena. Por dentro, había un largo pasillo lleno de macetas que terminaba en un baño sucio y asqueroso donde las putas iban y hacían sus necesidades cuando estaban dioquis. Cada una de ellas tenía su propio cuarto. En uno había una alfombra que cubría todo el piso y, en la pared detrás de la cama, colgaba un enorme retrato de Pedro Infante luciendo el uniforme de tránsito de la película A toda máquina. En otro había una estufa inservible y seguramente estaba ahí porque quizá en otro tiempo ese cuarto tenía cocina incluida; me divertía imaginar que su inquilina, para burlarse de algún cliente, se iba y se sentaba desnuda, encima de los pilotos muertos y le decía muy coquetamente: --Entonces qué, papacito, comemos o cogemos. El único cuarto con baño y regadera era el de la Mariana y nunca se había tomado la molestia de adornar la pared con un cuadro de su artista favorito. La cama era acolchada y a un lado estaba una mesita repleta de cremas y empaques de condones. Al otro lado había un bote de basura con papel sanitario y algunos condones usados que daban vértigo y asco al verlos con el semen de los clientes que acababan de dejar la cama. La Mariana y la Marbella trabajaban por su cuenta. A veces se les podía encontrar en los bares y centros nocturnos por el rumbo del bulevar Solano. Su parada oficial era El Presidente, donde un grupo de música norteña hacía vibrar el ambiente con canciones de Los Tigres del Norte. Cuando se enganchaban ahí con clientes, estos llamaban a un taxi y se iban a Santa Elena. La vez que conocí a la Mariana estaba en la Quinta del Papión, que recientemente se había mudado a la esquina de Colón y Granados. El Tiburón me la presentó además de recomendármela: --Es muy buena en la cama –me dijo. Más tarde se incorporó a la mesa la Marbella, y me sentí triunfador al gastarme todo mi dinero invitándoles cervezas. El Tiburón se puso a maldecir en cuanto se emborrachó, habló (o balbució) sobre los poetas que habían terminado su vida en la cirrosis hepática o sumidos en la locura. Por ese entonces acababa de terminar sus primeros poemas póstumos. Porque él, me dijo, sería un poeta glorioso en la eternidad de la muerte. En el fondo, me di cuenta que se sentía incomprendido por los demás, cosa que le atribuí a un síndrome común entre los genios. Como


a las putas les aburren los poetas y más los borrachos, la Mariana se fue llevándose a su hermana a otro sitio. Al salir de la Quinta intenté localizarlas y alcancé a ver cuando se subían a la camioneta de un tipo de aspecto rudo. Regresé decepcionado a la mesa con el Tiburón que trataba de empeñar su reloj a cambio de unas cervezas. Pensaba en las hermanas y en lo que les haría ese tipo en un cuarto de motel barato; me imaginé a las dos desnudas en un camastro asqueroso siendo penetradas por un enorme toro, pero llegué a la conclusión que tal vez el tipo de la camioneta era el padrote. El bolero me sacó del equívoco diciendo que esas pirujas no tenían padrote y que su guarida estaba en un hotelito de la avenida Morelos. Le invité una cerveza al Tiburón a cambio de que me oyera recitar el poema que había escrito en una servilleta en la barra de La Primavera. Eran las primeras horas de la tarde y desde temprano ya sabía que no iría de nuevo a la escuela. El Tiburón encendió un cigarrillo, puso una pose interesante y me dijo, mirándome de la manera más arrogante posible: --Haber, déjame oír tus palabras, pequeño. Para ser poeta debes de tener algo que decir: debes mirar de frente a la muerte. No le hice caso, por supuesto, a las terribles palabras del bolero. Mientras leía el poema, noté, con el rabillo del ojo, que el Tiburón trataba de saborear cada palabra que iba dejando caer, como migajas de pan, sobre la mesa y sobre las botellas. Cuando terminé de leerlo me dijo que lo encontraba bastante arrítmico. Luego me habló de su amistad con el gran poeta Alberto Álvarez, que él conoció cuando escribió su primer poema siendo apenas un adolescente allá en Guasave, cosa que era un decir porque el Tiburón nunca había estado en Guasave. Pero después él mismo se contradijo diciendo que lo había conocido en el Tío Pepe adonde había ido a buscarlo otro genial poeta, Mario García, el Chaqueño. Esa vez, recordaba el Tiburón, le habían dado el premio Miguel Irriazábal a Alberto Álvarez con el poemario Canción para las noches de desgracia, su ópera prima y donde había ensayado el verso libre al estilo de Saint-John Perse. Los dos querían charlar con él acerca de una antología de poesía que incluyera a todos los norteños y por supuesto, a él. No, muchachos, les dije yo, me dijo el Tiburón, mi obra no es de antologías y mucho menos para esa clase de antologías. Yo seré un poeta póstumo; por el momento soy un simple hombre que se dedica a lustrar calzado. Entonces les agradecí que me consideraran para esa antología promovida por el Instituto de Cultura del Noroeste. Me dijeron que finalmente yo me lo perdía, que ahí estaba mi oportunidad de publicar y ser reconocido. Hablaron de otras cosas, según recuerdo, algo sobre la calidad poética, algo que tenía que ver con las gentes del Instituto, que deberíamos estar agradecidos porque gracias a su empeño ahora íbamos a tener (no sé por qué me incluyó) un panorama formal, y esto lo recalcó García, de la poesía que se escribía por estas regiones de la república. No, señores, les dije, yo a ustedes los respeto como grandes poetas y los reconozco como tales, pero mi obra no se publica. No


insistieron demasiado, continuó diciendo el Tiburón, también venían a charlar conmigo de otros asuntos. Felicité a Alberto Álvarez por su premio. Era un jovencito de veinticuatro años que se asustaba fácilmente con las mujeres que pasaban a su lado y los cincuenta mil pesos del premio los había invertido en pagarse una maestría. Vaya pendejada. El Chaqueño, por su parte, estaba a cargo del departamento de Estudios Literarios de la Universidad. Él era mi amigo, yo sé reconocer cuando alguien es mi amigo, cada vez que quería hablar conmigo, me iba a buscar a la cantina, donde debe estar siempre un buen poeta como un guerrero listo para entrar en combate. No sé por que tuve la sospecha que el Tiburón se creía todo un José Alfredo Jiménez, derrotado y envejecido por las botellas. Siguió hablando de Alberto Álvarez, que por otro lado yo conocía y que no era tan gran poeta como se decía. Alberto Álvarez, en efecto, era de Guasave y en 1994 se ganó el Miguel Irriazábal. En su primera juventud fue toda una promesa literaria, pero después del segundo libro su talento decayó y ahora se la llevaba en los cafés del centro acordándose de la vez que un jurado le otorgó, por unanimidad, el nacional de poesía joven. La antología de la que hablaba el Tiburón no la conozco, tal vez no se llegó a realizar nunca. El poeta que él se empeñaba en llamar el Chaqueño, Mario García, era mi maestro de Literatura y era conocido, entre otras cosas, por sus cuatro tortuosos libros de poemas, de los que había tenido la oportunidad de leer sólo dos, dejándome el aliento con sabor a güisqui barato. Me habló de otras gentes que no alcancé a conocer y que finalmente no me interesaban. En mi mente sólo trataba de fijar la imagen de la Mariana subiéndose a la camioneta de su probable padrote y siendo empalada por cientos de vergas en el hotelito de la avenida Morelos. De pronto, el Tiburón se levantó y me hizo que lo siguiera a la calle. Ya había anochecido y corría un viento de lluvia. Me llevó al centro nocturno El Presidente, a dos cuadras de la Quinta. Ahí me presentó al guitarrista del grupo, un fósil de la época sicodélica llamado Antonio Aguirre, el Jim, como me pidió que lo llamara. Esa noche estaba de descanso y nos invitó a su mesa en la que forjaba un enorme cigarro de mariguana. El Tiburón le preguntó por una mujer cuyo nombre no alcancé a escuchar en el ruido de la música. El Jim era un tipo agradable, en la locura de los años 70’s había sido guitarrista de un grupo que ostentó el nombre de Los Reyes de Piedra y que era una mala copia de los Doors. Mucho tiempo tocaron en La Luna Azul, un burdel de la zona de tolerancia allá por la colonia El Barrio, al oriente de la ciudad y cuya época dorada ya había pasado. Tocaban, según me dijo, pura música grupera, que por ese tiempo estaba de moda, como las canciones de Rigo Tovar y Los Apson. Nunca nos hubieran permitido tocar a Lenon o a Morrison, me dijo el Jim mientras fumaba mariguana, nos hubiéramos muerto de hambre, además teníamos vicios que mantener. Las anécdotas del Jim eran demasiado buenas para ser verdad. Ese hombre flaco y con cara de caballo, decía haber sido, en su juventud, actor cómico y músico en una carpa de variedades ambulante que iba de ciudad en ciudad presentando un


espectáculo de teatro de revista improvisado. Me contó la última gran gira que realizó desde Culiacán hasta Ensenada, de donde se regresó en autobús cargando sólo la guitarra y un neceser que más tarde vendió para comprar unos tacos en la parada de Mochis. En La Luna Azul llegó a regentear prostitutas y a pasar drogas por el retén de policía en la entrada de la zona. Más adelante, cuando los tiempos empeoraron, se vio en la lamentable necesidad de acostarse con homosexuales para mantener eso que él llamaba sus vicios. Porque además de mariguano, el Jim era cocainómano. Sufría de un alcoholismo crónico que en el 98 lo había llevado hasta el psiquiátrico. Se pasó un mes entero en una sala gritando que veía arañas y alacranes en las paredes, mientras los médicos le administraban ansiolíticos. Entonces, me dijo, aún vivía su madre y fue ella la que se pasó todas esas noches vigilando que los bichos no se le treparan al cuerpo. De hecho, lo único que lamentaba de toda su larga vida de loco, era haber tratado mal a su madre. Ahora ya estaba muerta, dijo, y no hay nada que hacerle. Desde hacía cinco años, una vez recuperado de todas esas caídas, estaba en el grupo que tocaba en El Presidente tres noches por semana. Ahí conoció a la Lupita que trabajaba de mesera y con la cual, después de acostarse un par de veces, se fue a vivir. Fue por la mujer que había preguntado el Tiburón cuando llegamos. La Lupita era una señora de cincuenta años, que esa noche no me tocó conocer. Según el Jim tenía dos hijos que vivían a parte con sus esposas. Era viuda y vivía sola. El marido se había dedicado a la venta de carros en un lote ubicado por el bulevar Zapata y toda la vida sufrió de hipertensión hasta que un paro cardíaco le disminuyó la salud y ya nunca salió de los hospitales. Cuando el marido falleció, la Lupita se metió a trabajar a El Presidente, primero de cocinera y después, ante la falta de muchachas, de mesera. No le iba nada mal. Al Jim tampoco le iba mal, ganaba sus propinas y los días que le tocaba descansar los dedicaba a beber y fumar mariguana. Tenía años conociendo al Tiburón. Se conocieron a principios de los 90’s en el bar La Primavera cuando el Jim le pegaba duro al alcohol y a la coca. El Tiburón recordaba que era menos que un esperpento, unos cuantos huesos cayéndose con el pomo en la mano. La amistad nació de repente, como nace la amistad entre borrachos. Compitieron por las mismas mujeres y tuvieron los mismos quebrantos. El Jim componía canciones y el Tiburón las cantaba de manera guapachosa. Eran lo mejorcito que había dado una generación de alcohólicos suicidas. Ya no sé qué sucedió más noche en El Presidente. El Tiburón me dijo que no tardarían en entrar por la puerta la Mariana y la Marbella, la Marbe, como le decía de cariño. Estaba muy borracho y decidí no esperarlas y me marché. Cuando salí a la calle a parar un taxi comenzó a llover. Estábamos en los últimos días de septiembre y no era raro que lloviera. Me había gastado todo el dinero de la semana y tuve que regatear con el taxista para que me llevara a la casa a mitad de precio. Llegué a la casa empapado y comenzaba a sufrir los primeros estragos de la gripe.


Al día siguiente, gozando de una espléndida cruda, telefoneé a un amigo pidiéndole prestado y fui a La Primavera a hacer una ronda matutina. Todavía recordaba que dentro de la borrachera anterior le había prestado cincuenta pesos al bolero y muy formalmente había quedado regresármelos a las once. Lo busqué por todos sus rumbos y no di con él en ningún lado. Pasé por la casa de huéspedes Santa Elena, pero en esa ocasión no me animé a entrar. Seguí por los pasillos del mercado, y al no hallar ningún rastro de su presencia, volví a una mesa de La Primavera donde desayuné, con el dinero que conseguí, unos huevos fritos con jamón. Para mí era una época de feliz miseria. Por las tardes iba a la escuela de Letras y al salir de clases me reunía con unos amigos en un café del centro. Nuestra tema favorito sobre la mesa siempre fueron libros y más libros, ocasionalmente mujeres y borracheras pasadas, normalmente cosas que pertenecían a nuestra utopía personal. Ninguno de mis ex compañeros me perdonaría si dijera aquí más de la cuenta. Las mañanas las aprovechaba para leer y para pasear por el rumbo de Ciudad Universitaria, por donde vivía entonces. Dos autores merecen especial atención por aquel tiempo: Dostoievski y el Marqués de Sade, además, claro está, de mi incurable afición a la poesía. Acababa de leer Los Endemoniados y me había dejado bastante abrumado y con la tentación del suicidio. Conocí la vida a través del gran maestro ruso y aprendí a masturbarme con Sade. A veces lo hacía viendo a la vecina de enseguida podar las plantas del jardín que daba a la calle. Me instalaba en la ventana, detrás de la cortina y la veía salir con esos diminutos shorts que hacía resaltar las pantaletas blancas ligeramente apretadas. El Tiburón no llegó nunca a La Primavera, pero, en cambio, el desayuno acompañado de un par de cervezas me sentó bien en el estómago. A la semana siguiente volví a verlo en el Tío Pepe después de clases. Estaba, como siempre a esas horas, borracho y lo acompañaba en la mesa Abelardo Hernández, el regiomontano. Hernández me saludó con los gestos teatrales que lo caracterizaban y me invitó a sentarme con ellos. Él sólo se presentó como bardo, artífice del verbo y de la palabra, cosa que me pareció ridícula por lo demás. También estaba borracho y las cervezas corrían por su cuenta. Hablaban de la obra del ilustre poeta González Martínez y de sus fecundos años en Mocorito, donde publicó, junto con otra ilustre personalidad, Sixto Osuna, la revista literaria Arte. Su obra, decía Hernández, es sincera y profundamente humana. --Y le dio un golpe fatal al modernismo –agregó el Tiburón. Estos maestros del arte continuaron disertando acerca de la poesía sinaloense y en general de la poesía del norte. Cerveza tras cerveza era discutir (discurrir) sobre el futuro de la literatura mexicana. Yo en ese tiempo estaba dispuesto a cambiarla, mi generación tenía el coraje y el talento suficiente para hacerlo, éramos más que simples estudiantes de literatura, aficionados al café y al tabaco, andábamos como perros rabiosos ladrándole a las estrellas, deseosos de sórdidas aventuras de


arrabal y prostíbulo. Abelardo Hernández era flaco y chaparro, usaba unos lentes enormes de culo de botella y parecía una piltrafa humana cada vez que sonreía mostrando las encías sin dientes. Tenía quince años que había dejado Monterrey. Según supe, se había venido en busca de una mujer de la que fatalmente estaba enamorado y, al no encontrarla, decidió quedarse a vivir, desterrado de su tierra natal por voluntad propia. En las calles y en las cantinas encontró el país de su exilio. Más de una vez lo vi tirado en una esquina o abrazado de un poste del alumbrado público, recitando sus versos al viento. Una vez incluso llegó a caerse al río y de puro milagro no se ahogó. Por el Tiburón supe que vivía en una bodega de la calle Juárez y que por temporadas impartía cursos de literatura a jóvenes de bachillerato. La mayor parte del tiempo los dedicaba, como él e incluso como yo, a vagabundear y a escribir poemas. Esa vez, como siempre que se ponía borracho, el Tiburón abjuró de la Poesía y de los poetas. Lo vi romper algunos manuscritos ante la mirada impávida de Abelardo Hernández, que seguía pidiendo rondas para la mesa. Me dio ternura el hermoso poeta ebrio vengándose de su obra, vengándose de sí mismo y de la vida misma. En pleno paroxismo, nos besó la mano y escupió el suelo y no era el suelo lo que escupía sino el cielo y éste le devolvía el escupitajo en pleno rostro. Me reprochó que no me gustaran algunos de sus poemas y que los míos fueran tan malos que daba risa leerlos. Hernández sólo asentía, consumía su botella y yo era incapaz de soportar los esbirros del poeta, soportar la ruina y la nostalgia. A cada rato cambiaba de humor, en un minuto estaba gritando y deseando el suicidio de Maiakosky y al otro momento el fantasma de Francois Villon atravesaba sus desvariados monólogos. Luego venía el silencio y eso era lo peor. Cuando parecía quedarse dormido, despertaba y comenzaba de nuevo el huracán de su saliva y su rabia despotricando contra todo mundo. Las meseras procuraban ignorarlo cada vez que se ponía así. Y los borrachines de rostros patibularios tenían la paciencia de escuchar sus gritos, pero yo no. Ese era un espectáculo tan deprimente que decidí largarme. Dejé, aquella noche, al Tiburón colmado. Era demasiado joven para soportarlo, para soportar su nostalgia y sus esbirros de gran poeta. A las nueve que cerraron el bar me despedí de él y del regiomontano. Lo que sigue a continuación es más bien una síntesis de aquellos días. Al Tiburón no dejé de verlo de manera abrupta, al contrario, lo veía a menudo, en la calle donde me lo topaba cargando su cajita de bolear, en las cantinas que continué frecuentando, en los pasillos de algún tianguis, perdido entre la gente e iluminado como un vaso de alcohol; algunas veces me pedía dinero prestado, un par de cervezas para curarse la cruda. Nunca le recordé lo de los cincuenta pesos en El Presidente. Para qué, era feliz viviendo de ese modo. Es difícil saber el tiempo en que dejé de verlo, pero coincide con el mismo en que dejé de frecuentar sus lugares. Después de terminar Letras, entré a la Redacción de un periódico local, en un puesto que no le


veía bastante futuro. Mis noches ascendían a corregir las páginas de varias secciones, y llegó el momento en que empecé a odiar la prosa infame del periodismo más chabacano. Pero recuerdo que en aquella ocasión, al salir del Tío Pepe, por primera vez fui a buscar a la Mariana a la casa de huéspedes Santa Elena. Allí la quise contra los tres espejos del baño. Agosto 2007

Liliput Y me dijo, con una inusitada alegría, “Qué traes ahí, qué traes”. Y yo lo oculté entre mis manos: Te lo juro, no es nada; esto es sólo mío. Pero se lo dije por decirlo mientras trataba de distraerla. “Ándale, ándale, no seas malito, enséñamelo”. Entonces retrocedí y me ofusqué, y ella trataba de acercarse más y más, y sus ojos estaban ardiendo por saber que ocultaba, que cosa era “eso” que guardaba entre mis manos, que maravilla extraordinaria y delirante guardaba para mí, que no quería mostrarlo al mundo entero. Y luego lloró, pero lloró en serio, con un llanto inquebrantable que me hacía rechinar los huesos y sus tuétanos enteros. De manera que logró conmoverme y traté de consolarla diciéndole que esto no era así, que sí, que algún día le mostraría qué guardaba


con tanto recelo. Y ella estalló: “¡No, nunca cumplirás!” Y yo estaba terco que sí: Vas a ver cómo un día, entre abril y junio, te lo voy a mostrar. “Pero ya estamos en agosto”, apresuró ella. Pero no te dije que sería este año; tanto puede ser el próximo, como puede ser el siguiente o el último de este siglo. Ella no comprendió y siguió lloriqueando y habíase puesto muy triste y logró contagiarme de su tristeza, y yo también me entristecí mucho. Finalmente, cansado de ver su rostro anegado, opté por obsequiarle lo que guardaba, y le dije: Mira, ven, toma lo que quieres ver. Acto seguido, se lo di así de fácil. Ella no cupo en contento al ver el maravilloso regalo, que no fue tanto para el hombrecito que se llenó de pavor al sentir las gigantescas manos de la niña.

Octubre 2001

Lejos L. G. In memorian

Lo mejor de todo es que ya nadie nos busca, nadie pregunta, nadie atiende los llamados. Sus mail son cada vez más tristes (el correo aéreo está en desuso), más breves; económicos dirá él. Urgentes diría yo. Habla de la soledad que siente, de los atardeceres felices frente al mar de Cortés, irrepetibles, donde terminan las bahías bermejas, y los sueños y la noche. En uno de sus últimos correos, que parecía un portentoso álbum del fracaso, mencionaba la palabra suicidio con bastante convicción y desahogo como para


quererlo cometer. “Un poeta nunca se suicida, las palabras, lentas, punzantes, son su suicidio”, me decía mirando quietamente la cerveza, ya tibia, sin creerse nada de lo que acababa de decir, en un bar de la Escobedo, en la ciudad de Culiacán, hace algunos años. “Nunca fui feliz ahí, y lo mejor de todo es que ya nadie nos busca”, agregaba en su mail. Años atrás, los suficientes como para ya no volverlos a repetir, cuando corríamos detrás de eso que llaman futuro, sin imaginación y con bastante miedo, lo vi sentado en uno de los escalones de la Facultad de Letras, tal vez con un libro del Marqués de Sade o de Freud, lecturas imprescindibles en ese entonces para muchachos desquiciados. En esa época yo me manejaba con el cinismo incrédulo de ser un maldito y de no formar parte de ningún grupo. Así que cuando volteé a verlo, le solté una mirada burlona y despreciativa. Ya antes había reparado en él, en las tardes de modorra cuando llegaba a la Facultad y pedía un café en el estanquillo, mientras pasaba a mi lado con un lejano aire fatalista; lo seguía con la mirada, sin atreverse a voltear, seguro que yo lo perseguía, inquietamente, desde mi silla, sin apartarle los ojos de encima. Lo veía conversar con el resto de mis compañeras, el coqueteo infame, la falsía de los gestos. Parecía, sin embargo, un muchacho tímido y, en efecto, lo era, pero eso acrecentaba el misterio para las mujeres y la exasperación para mí. Una vez, quizá por el hecho de sentirse observado, me abordó bajando las escaleras. Acababa de terminar una de las aburridas clases de clásica y me hizo un comentario sobre lo que el maestro había dicho. A mí lo que dijera ningún maestro me importaba. Más bien el comentario era una manera de iniciar conversación. De golpe me invitó a una reunión de gregarios comunistas, comunistas de los que conversan y toman café, no de los que cogen las armas y te envían sin contratiempos al paredón, sabrá con que excusa. Le dije, también de golpe, que no me interesaba, que el camarada Lenin o el ministro Fidel bien podían meterse un dedo por el culo. No quedó contento con mi respuesta, pues la cosa era compartir opiniones y de discutir una nueva forma del comunismo. Su entereza hacia las causas perdidas me dio rabia. Me dio rabia, también, que estuviera ahí, a mi lado, insistiendo con su seriedad, con el silencio reflexivo en que pareció envolverse después de escuchar la palabra culo, mientras caminábamos hacia la puerta de salida a tomar el autobús. Él tomaba el autobús, yo prefería caminar en la noche crepuscular por el lado del Jardín Botánico hasta llegar a mi casa. En el transcurso me habló de su grupo y quiso dar cátedra sobre ideologías. La suya, como todo fanático, era la mejor. En todo caso fue su obstinación la que me llevó, a la mañana siguiente, a esa espantosa reunión. En un departamento cerca del centro histórico, por una calle silenciosa y de edificios ruinosos, se llevó a cabo el encuentro. Me costó trabajo encontrar la dirección, escrita a las prisas en un pedazo de hoja de libreta y con una caligrafía desesperada hasta en sus mínimos detalles. Cuando toqué a la puerta, me abrió el que parecía ser dirigente y cabeza del grupo, cosa que no tardé en constatar, pues era el que hablaba más y con mayor convicción. Sentados en sillas plegables y en sillones viejos, había por lo menos otros seis muchachos, todos de la misma edad y estudiantes universitarios. De pronto me


pareció no tener sentido ni justificación mi presencia en aquella reunión de fanáticos y tristes idealistas. Aun así, entré y me acomodé donde pude. Hablaban de agrandar más el movimiento, muy apropósito de mi visita, ¿cuál movimiento? Me preguntaba yo, un poco ofuscado, observando con detalle el dibujo de Lenin en una de las paredes, hablaban de sacar los proyectos adelante, ¿cuáles proyectos? Basura, seguramente. Yo sólo escuchaba. Me di cuenta que mi compañero de la Facultad notaba mi incomodidad y me ofreció un café para no sentirme desvalido en medio del desastre. Unos eran pragmáticos y hablaban con razón y cordura. Otros, más rabiosos, solapaban el movimiento indígena recientemente aplacado. En eso estaban cuando me presentaron formalmente delante del grupo, al mismo tiempo que me invitaban a dar una opinión sobre lo que los entretenía esa mañana. Tratando de ser diplomático (pocas veces lo fui, pero estaba en la boca del lobo), les dije que yo nunca me había interesado por movimiento alguno ni mucho menos por ninguna ideología, y que pensar en comunismo a estas alturas de la Historia (con mayúsculas, lo recalqué), era como volver a la época de la inquisición, o a la del camarada Stalin que, siendo sinceros, es lo mismo o peor. Ellos no entendieron o no quisieron entenderme, y yo no entendí la razón de molestarme en hablar delante de esos locos. Era un grupo seudo marxista y de ideas marginadas. El sujeto que me abrió la puerta se llamaba Carlos y era, por decirlo así, el iniciador de tan exaltado movimiento. Les agradecí el café y me largué. Mi compañero de la Facultad, Mario Martín, bajó a la calle a despedirme y me dijo que no me preocupara, que así eran las cosas, que les diera una oportunidad. Me alcé de hombros y caminé calle arriba. Sin embargo, algo ocurrió porque Mario Martín se hizo mi amigo. Me comenzó a buscar en el estanquillo de la Facultad donde me pasaba las horas de la tarde fumando incansablemente y leyendo, mientras dejaba que las clases se me pasaran sin preocuparme por entrar. La escuela en sí era aburrida, con maestros que presumían sus títulos de doctorado de alguna universidad importante. Yo me creía un autodidacta, que podía prescindir de cualquier logro académico, era un perro rabioso sin vocación y torturado por la ingenua idea de ser un nuevo maldito. Acababa de cumplir dieciocho años y Mario Martín era el primer amigo de verdad que hacía, es decir, el que más me duró. También tenía inclinaciones de misántropo, creo ahora, heredado del carácter de mi padre, que logró enseñarme el amor por los libros y que me dejó un sabio consejo que seguí al pie de la letra: Lee a los viejos poetas, y no te arrepentirás. A los catorce años Rimbaud y Baudelaire llegaron a mi vida, seduciéndome con el peligro y con sus infiernos y paraísos artificiales, de los que después de todo salí vivo desafortunadamente. De modo que vivía demasiado ocupado en esos infiernos como para preocuparme por alguien más. Tal vez por eso Mario Martín me buscó y mi reservada aversión por él llegó a perderse. Nunca más asistí a uno de esas patéticas reuniones, pero mi amigo, que en ocasiones no paraba de hablar de ellos, se encargaba de arreglárselas para llevarme a expresar mis opiniones sobre los temas que ellos trataban. Para mí era más importante estar delante de unas cervezas bien frías, en la barra de una cantina, que discutir sobre empresas futuras y futuros fracasos. Mario


Martín comenzó a seguirme por esos sitios infernales, a los que bajábamos de vez en cuando para curarnos de la resignación de vivir, burlándome de él, en un mundo eminentemente consumista. La desesperación y la desdicha eran, por darle un nombre, nuestros amores más recurridos. Aun ahora, ya superados los males que corroyeron mi espíritu, me es imposible imaginarme a ese patán de cara abúlica, atribulado por la infelicidad y las constantes llamadas de su madre desde el interior. Lo puedo imaginar, sí, en su lejano rincón, detrás del mostrador de la ferretería de su familia, hojeando un libro sobre las luchas comunistas en el siglo XX, un manual de imperecedero fastidio. En su primer correo se quejaba de su exilio voluntario, pero se conformaba con las horas de soledad que le quedaban después de la cena. Por las noches examinaba los libros que algún amigo le enviaba desde el D. F cada seis meses. Para mí siempre fue una aptitud patética la que Mario Martín adoptaba. Cuando se me ocurre pensar en él, no puedo sino pensar en un muchacho triste y atormentado que le dolió crecer y cumplir años. Mi amistad con él fue suave y a la vez terrible, odiaba que siempre me hablara de su grupo y de su enfermedad. Por entonces se entrevistaba con su psiquiatra cada semana y esas sesiones parecían dejarlo más esquizofrénico de lo que en verdad era. Vivía en el departamento donde se hacían las reuniones y muchas veces me llegó a decir que pasaba muy malas noches, repletas de insomnio y desconsuelo. Compartía el departamento con Carlos, profesor normalista y un embustero con sus patrañas de la nueva ideología. Yo no podía sino detestar a ese granuja que le había metido la mierda política a Mario Martín en la cabeza, mierda que removía con un dedo de honestidad y pretensión. Esa fue nuestra juventud, un encuentro lejano con las palabras y las mentiras, encuentro del que salimos vivos, unos más que otros. Todas las tardes, al salir de la Facultad, mis compañeros se reunían en un café del centro. Casi nunca asistí con ellos, me daban flojera, hablaban de los libros de moda y nunca de los verdaderos maestros. Por eso mi comportamiento, delante de los demás, era aborrecible, siempre ensayando el gesto irónico y la palabra maldita. Entonces Mario Martín era mi fiel condiscípulo y algunas veces me secundó en mis delirios y juntos nos emborrachábamos en las cantinitas hediondas del centro. Aprendimos a emporcarnos en la mierda abstracta de la filosofía callejera, entre vagabundos y maleantes de poca monta, con los que a veces compartimos la misma mesa en un olvidado bar de la calle Escobedo. Buscábamos, por las madrugadas de juerga, a las muchachas imposibles de nuestro sueños, y terminábamos acostados con prostitutas que no lograban aplacar nuestra semilla de vicio y embriaguez. Poco a poco fui experimentando esos cambios en mi lejano amigo, lo vi hundirse más que yo, en un aire desesperado, con una inquieta esquizofrenia a cuestas. Una noche me contó que sentía asco por la realidad y que un aturdimiento voraz no lo dejaba caminar tranquilo por las calles de la agonizante ciudad. Comprendí que compartíamos el mismo desconsuelo, y sentí lástima por el pobre muchacho, tiranizado por una madre sin rostro y por el trágico fin de una adolescencia sin padre. Terminé por aceptar que era la piedad, más que la amistad, lo que me unía a él. Más o menos fue un año el tiempo que tuvimos a Mario Martín entre los


vivos. En los últimos meses, cuando lucía una cara de más cadáver que de gente viva, lo veía arrastrar una mochila con sus imposibles libros, que poco a poco fue cambiando por los de poesía. Empezó a escribir poemas, poemitas angustiados y subversivos que yo leía más aburrido que entretenido, sentados en la ociosa mesa del estanquillo de la escuela, cuando el calor apretaba de manera intensa y era necesario conseguir más cervezas de lo necesario. Yo sabía que después de terminado ese ciclo escolar ya no volvería ver a mi amigo. En verdad lo veía mal, más aturdido que de costumbre, que las causas injustas y su catástrofe mental lo llevaban a elegir el ostracismo y el silencio. Nunca entendí su enfermedad, como él prefería llamarla. Sabía que no eran los libros anacrónicos que leía ni menos el manifiesto comunista, que jamás leyó, lo que lo hacían sentirse así. Mucho menos el amor imposible por alguna innombrable muchacha o esas borracheras sin fin que nos dimos en nuestras visitas a esas sórdidas avenidas del infierno. Era la ciudad y sus calles aborrecibles, la gente que la habitaba. Fue por eso que llegué a pensar que la poesía había sido un remanso de tranquilidad en su espíritu, que su departamento se convirtió, en esos meses, en la guarida del lobo perseguido y asustado, anormalidades de la paranoia creciente. Las últimas semanas ya no se presentó a los exámenes de fin de curso, al igual que yo, que prefería seguir por otro camino, uno que me quitara el entusiasmo por la escritura y los libros. Raro en él, no en mí, por que al final de cuentas era un buen estudiante, aunque sin mucho futuro. Cuando fui a visitarlo a su departamento, de las últimas visitas que le hice, las botellas ni los libros podían animarlo. Lo encontré sumido en una profunda depresión, con el matojo de la barba sin rasurar. En dos semanas no había salido del departamento más que para lo necesario. Aunque se negó a aceptar que algo le pasaba, ya estaba demasiado perdido. Había decidido marcharse y no regresar jamás, tal vez irse al D. F. a continuar sus estudios en otra carrera. Pero mentía, los dos sabíamos que mentía. No iría a ningún lado, en cualquier lado sería lo mismo, la misma frustración de no alcanzar nada, un triunfo aparente contra la esquizofrenia. No lo vi el día en que se fue para siempre de esta ciudad. Seis meses más tarde llegó su primer correo, lleno de quejas contra sí mismo. Se hacía la tonta ilusión de marchar al D. F y seguir estudiando. Tal vez me desconcertó, pero le respondí inmediatamente, al fin de cuentas yo había logrado establecer una rutina y eso me hacía por un tiempo invulnerable. Ya no me hacía ninguna ilusión respecto a mi futuro en la Facultad, en la que continuaba más por desidia que por interés. Cada mes, siempre puntual, me enviaba un correo. En ellos se notaba algo optimista. Salía con una desconocida, una muchacha algo extraña pero finalmente bonita; aún continuaba con sus planes defeños. De pronto dejó de escribirme. No me extrañó, conociendo su forma de ser y hasta después de un par de años logré olvidarme de su existencia. Terminé pensando que se había ido a alguna lejana universidad del cono sur. Al terminar seis semestres en la Facultad de Letras, marché a la ciudad de Tijuana, dispuesto a continuar con otra vida, aunque la misma. Al cabo de pocos años, la incomodidad que sentía por la existencia se esfumó. Una noche, sin más, acabé pensando en el joven Mario Martín, en su enfermedad,


en los días de Culiacán, que ya parecían lejanos. No pude evitar sentir algo de nostalgia y pena por mi olvidado amigo y por las pocas amistades que había dejado en esa ciudad, y me sentí triste y patético. Ya las cosas no eran igual, no lo son, en pocos años habíamos cambiado. Lo imaginé en su pueblo frente al mar, detrás del mostrador de la ferretería de su familia. Yo me ocupaba en empleos temporales, sólo para ganarle a la necesidad, viviendo en la casa de una hermana que vivía con su esposo y sus dos hijos. Las noches de Tijuana eran vacías y densas a la vez, llenas de frío. Fue entonces cuando decidí escribirle. Esperé su respuesta la primera semana y, al no obtener resultados, olvidé el asunto por completo, tal vez había cambiado su dirección de correo, pues esas cosas suceden a menudo. Tres meses más tarde, cuando trabajaba vendiendo baratijas en un sobreruedas de la colonia Patria Nueva, llegó su mail. Era apenas un breve saludo y me felicitaba por haber tomado las riendas de mi vida con determinación y despreocupación. Noté, en las entre líneas, que parecía estar melancólico, como siempre, y como siempre, seguía en lo mismo, haciendo planes para marcharse. Ya era poeta, puesto que escribía con bastante regularidad y un profesor, amigo suyo, había fundado un taller de poesía en el pueblo. Así las cosas. Los correos siguieron llegando por un lapso de seis meses, en los que fue abriendo la caja de Pandora de su enfermo destino, y terminó por hundirse en una tristeza que ya no le alcanzaba para contemplar las tardes de mar y playa. En los últimos que me llegaron, escritos con una sintaxis de huérfano, en donde reflexionaba acerca del suicidio, me preguntaba si yo tenía contacto con alguien de la Facultad. “En realidad no tengo a quien escribirle, nunca hice amigos de verdad”, le respondí. “Qué bueno que ya nadie se acuerde de nosotros, que nadie pregunte, que nadie llame, después de todo nunca fui feliz ahí”. No sé si me volví a sentir desconcertado de nuevo por una de sus respuestas. Ya hace más de un año que no me escribe, aún sigo esperando noticias de su suicidio.

(Diciembre 2007)

Disertación en el Café


Lo eminentemente borgeano, querida, es Que desaparezcas cuando atravieses el umbral.

¿Seré capaz de perturbar el universo? Pensaba cada vez que veía pasar a una fugaz Susana diciéndome adiós desde el otro lado de la calle, mientras contemplaba la plaza y la ciudad inmensa e inventaba versos metafísicos para diluirme en un caudal de palabras interminables. Me sentía tan perverso mirándola de espaldas caminando hacia la plaza entre gavillas de palomas, recordando tal vez la lluvia de una tarde sobre las banquetas, poniendo en mi boca la íntima humedad de una caricia y el halo permanente de un instante. La lluvia no formaba más que un río sobre la calle, un arroyo que fluía hacia otro río más grande. Era entonces la misma sensación: la proximidad de la noche a la vuelta de la esquina, el cántaro del viento y la danza de los árboles que pueblan las aceras. Pero esta vez, sin lluvia y viento, Susana se aleja y yo regreso a mirar el libro, el cenicero y los cigarros frente a mí, dispuestos en la mesa como la forma de un ajedrez que jugamos la mesera y yo, mientras me sirve más café, sonríe para nadie, observando la calle, los carros, la plaza, unas cuantas palabras: ¿Qué es amor?, me preguntaba Susana alguna vez caminando rumbo al emporio de Nuestra Señora. No sé, cariño, sonreía y ella tan loca insistía en sus mil definiciones de diccionario y gente vulgar. Pero para mí era una profunda interrogación, una atracción más allá del ser, un abrazar múltiples intimidades. --Creo que es cuestión de química. Si no hay química estás perdido--. Me explicaba. --Sí, cariño, somos perturbaciones del carbono y el oxígeno. Y ella hacía una mueca de enfado. ¿Me atrevería, en serio, a contradecirla, a demostrarle que su teoría sobre los elementos…? ¿Me seguiría conformando con esas frases irónicas que cortaban su inspiración? Ella caminaba conmigo (¿o sólo caminaba junto a mí?). Ah, Susana, mi niña, no comprendías mi silencio, no sabías que dentro de esta amalgama de tristeza y sarcasmo (o sarcástica tristeza si lo prefieres) se encontraba un súbito amor, un ansia de comunión. Pero hoy en el Café Susana es un tranvía alejándose entre peatones. Y vuelvo el rostro hacia el comensal frente a mí, cuchillo, cocina, cebolla, la otredad alcanzada en el último éxtasis, la arrítmica pulsación de un verso en latín anclado en la página 227 del Libro del Ocio: Horas non numero nisi serenas*. E inicio irremediablemente el conteo de las horas: pienso en ti, Susana, y en el páramo de diferencias que nos separan, en la tarde poblada de golondrinas, tú eres una de ellas entregada con indiferencia al viento, con la misma que te alejas para encontrarte de nuevo en cualquier punto de la avenida Álvaro Obregón a bordo de un sueño, despierto en la esquina de


Juárez y Fusilados de Independencia, frente aquel restaurante de comida italiana donde Mussolini preparaba una pasta deliciosa. Soltabas un beso para burlarte del tímido transeúnte y todos los regímenes autoritarios se desplomaban ante ti, Susana, la gran puta comercial de mis poemas de amante frustrado, la niña torpe de la Cosmopólitan en la mano resolviendo no sé qué estúpido acertijo sobre especies animales, pero siempre sin lograr alcanzarte, siempre yendo un paso más delante de mí: “Es que tú no comprendes, eres tan anticuado; hasta pareces un viejito”. Era la inflexible Susana, despreocupada y banal, dedicada al estudio de la misoginia como patología zoológica en la subespecie animal homo erectus: “un problema hereditario conforme a cierto machismo ancestral y de acuerdo con las normas impuestas por una sociedad falocrática” (¿qué es falocrático?). Odiaba esos espantajos feministas, esas visiones que nos separaban a nosotros, hombre y mujer, esencia adánica de un solo cuerpo, llevándonos a contrarios irreconciliables. Pero lo que más nos separaba era lo que más nos unía, lo fui descubriendo poco a poco, barajando entre mis manos un par de sencillas paradojas como el por qué, después de tanto tiempo, sigo en el Café contemplando la plaza con cierto deleite, dirigiendo ese caos que sin más llamo universo con los rizos de humo del cigarro, tratando de trazar una posible imagen de Susana desapareciendo al borde de la Avenida. Otras veces iba a la facultad en su búsqueda, perdida entre las cinco de la tarde y el comienzo de un paseo interminable por el malecón. Casi siempre idealizada, Susana trepaba justo por mi incertidumbre, enredándose lentamente en mi paciencia, doblando mi columna vertebral, sujetándome del brazo, haciendo muecas de enfado si el tema de conversación no le gustaba, y entonces, como en una galería soñada, ella exponía con detalle sus ridículas ideas freudianas, de reciente adquisición: el sugerente cigarro en la boca, el sueño del enemigo apuntando con el arma, la inquietante forma de un plátano y otras tantas transfiguraciones fálicas y de carácter homosexual. “Todo es sexo”, acertaba a decir, pero para ella exo era un muro y no un pretexto recomenzando de nuevo con sus curiosas impertinencias, a medio malecón, entre la indolencia y la quejumbre de tener que caminar cinco cuadras de piagetismos (I love, Jean Piaget) y alardes subjetivos. Para Susana era la mejor forma de andarse por la vida y de demostrar que un libro es más que un pisapapeles; de tantos le hablaba yo, sin rigor metodológico y con cierta desilusión, más bien triste y pedante, que el perrito perdido en los árboles le revelaba por enésima vez su amor por los animales. Nunca fue fácil quedarme con Schopenhauer en la boca o a mitad de un verso de Laforgue: “¡Mi vida, qué hermoso cocker spaniel!”, estallaba, y mi velardeano corazón se desplomaba entre el confesionario y el ridículo: Susana-Fuensanta. Además, qué diablos me importaba si era un terrier o un gran danés, ¿acaso no era más importante su compañía que el arrebato de inspiración repentina que provocaba náusea? ¿Acaso no llamaba yo felicidad a esa expresión susánica de la vida?


En las enciclopedias no se encontraba esta palabra que en la realidad subjetiva de sus brazos se entendía con claridad. Ya una obra de Goethe nos heredó el adjetivo ‘fáustico’. Por eso no es injusto que Susana nos herede en una elocuente palabra su forma de ser: lo susánico, es decir, la aproximación de lo espontáneo y pueril a lo banal-metafísico: --Querida ¿en qué piensas cuando oyes París? La respuesta era un perfume y no Hugo, la palabra ‘romance’ brotaba de sus labios y acaso coronaba la expresión con un suspiro cuando surgía, imponente, su fálica Torre Eiffel. Sé, cariño, que el Louvre era para ti el escenario más de un asesinato ambiguo, tan sólo un código en tu larga lista de meditaciones. Pero sabes también, si es que lo sabes, que no intentaba comprenderte, que importaban tus razones, que yo sólo las aceptaba como únicas verdades, y eso me dejó en seria desventaja frente a tu imposible mundo habitado por la simplicidad y el descaro. Que estas palabras no te suenen a un viejo reproche. No las vayas a leer si es que un día, por fin, logran fijarse en el papel, como un cuadro renacentista o como la manera en que evoco tu silueta abriéndose paso entre los carros de la avenida frente al Café, mientras diserto acerca de tu vida y, de algún modo, le doy nombre a cada promesa elaborada con el sueño y el insomnio. Pero tu silueta no viene, y dice adiós, “hasta la vista”, “jamás aprendimos”, “te quiero”, “yo también”, “lo siento”, tampoco fue mi intención, la noche que comenzó a llover y tú sacaste una vieja metáfora para referirte a esa orilla de agua desbordada. “Llueve a cántaros”, dijiste, y tus párpados humedecidos y el paraguas olvidado y las gentes despoblando las aceras nos arrastraron hasta el viejo malecón en busca de refugio. En la soledad de un río de aguas bruscas nos perdimos en la arboleda antigua bajo el puente buscando atajos encontrando abismos tus labios enredándose en los míos con un ligero sabor a tabaco pues ya no hizo falta el paraguas para saber de la humedad y del cansancio de tu cuerpo hacia las nueve de la noche cuando amainó la lluvia. Sin embargo (ah, mi primer “sin embargo”) mi golondrina emprendió el vuelo rumbo al bulevar y nunca supe si bajo el puente ocurrió todo aquello y se dijeron esas palabras o sencillamente fue la yuxtaposición de otros tantos momentos que, por simplificar, reúno ahora en un solo episodio sin signos de puntuación y acaso con algún énfasis; o quizá fue el mero alarde argentino de copiar un escenario influido por la impasible corriente de un Sena tropical. Lo cierto es que la ruptura se había gestado desde tiempo atrás. Harta de Freud y del no menos amoroso Piaget, desertó de la Universidad y de mis brazos; madre putativa de Schopenhauer, se dio a la loca tarea de morir, como yo, en París, coqueteando con la frivolidad y con el arte, visitando conventículos donde un Wagner montaraz ejecutaba el Concierto Para Dormir Nº 4 y donde los adeptos se entregaban con delicadeza al ejercicio de la dramaturgia y a la charla de libros imposibles, pasando del inusitado Brawn al aburrido Hesse, haciendo intermedio con Tolkien y, sorpresa: Flaubert anómalo cometiendo adulterio con la Bovary. Cuántas lecturas pude reconocerle a Susana, excluyendo la obra completa de Terín Collado y


Pérez-Reverte, anulando la Cosmopólitan y la Vanidades y los catálogos imprescindibles de todas las boutiques de sus sueños. Cuánta practicidad había en ella y cuánto interés por las letras, siempre atenta y entusiasta, con un libro por comenzar y sin tiempo para empezarlo, entre clases de francés, excuse-moi, mademoiselle, y el consultorio y los niños, pensando en el odioso de Jung: --Es que tú no sabes, pero esos Arquetipos no van con mi feminidad. Felicidad, quiso decir, que era lo mismo que combinar el color del libro en su mano con el de su ropa, adaptando la inmutabilidad de éste a su camaleónica apariencia, un día de tenis y jeans desgastados para ilustrar mejor la portada de Los Miserables, otro día concordando con los femeninos personajes de Virginia Woolf, pero nunca, por más que insistí, interpretó el casto papel de la pequeña Justine, enamorada del perverso Donatie, de veinte años a lo sumo, estudiante de Letras, de semblante melancólico y ajado. Ah, mi pequeña víctima, perdona que seas el blanco preferido de mi indigente ironía; perdona, también, estos contrasentidos y divergencias y esta aparente anarquía con la que pretendo dar forma a tu vida, es decir, las exageraciones propias del narrador en primera persona, los gestos y las risas que nunca conté, la conciencia y el reverso de esa conciencia: eso era yo a tu lado: un aire distraído, un censor escrupuloso de la Realidad y peleado a muerte con la realidad, una ficha de dominó sin destino bajando por la avenida Juárez, entrando lentamente al infierno que me espera entre dos calles, una mesa y la cerveza que me sirve la mesera: la carne es triste ¡ay! y todo lo he bebido, y la mesera es la triste carne fláccida que me pide una cerveza para hacerle compañía a la soledad; mejor lea un libro interesante, haga caso omiso del ruido y las botellas, se prohíbe escupir el piso y hablar de amor con cualquier desconocido, aquí somos una gran familia, ¿mejor trato? Ni en su casa. Muerde el anzuelo y deja que Susana surja de esta sordidez, déjate llevar a los rincones de su vida, a esa barbarie civilizada que muchas veces imaginaste como un absoluto, lánzate, despierta en su piel morena, bebe, la peor cerveza que hayas probado, lenta y fatalmente piensa, ¿otro cigarro? Deja el consuelo para otro tiempo, los demás (casi en su mayoría viejos) no te ven, preocupados en sus asuntos, ¿estás borracho? Como Lázaro: “Levántate y anda”. Pero esa tarde el juego de dominó fue una farsa, un compromiso con el alcohol, algo que tenía que hacer e hice. Hoy en el Café la memoria fluctúa entre el humo del cigarro y las piernas de una muchacha subiendo a la terraza, entre el mundo que gira alrededor de la plaza y el mundo que gira alrededor de un verso: el vasto universo se aleja abriéndose paso hacia las íntimas regiones del ser y el no saber, porque todo, ahora lo comprendo (lo contemplo, ahora que ha anochecido y Susana no atraviesa la Avenida), que fue un ridículo juego que me atreví a perder, ahora que el Tiempo es tiempo, sucesividad y no retorno, y el café, café. Aquella noche, bajo el puente, pude adivinarlo y no entenderlo; ahora sé que soledad es el círculo concéntrico de dos un solo uno, y que la calle, los carros, la plaza, Susana diciéndome adiós de espaldas, son sólo palabras, sustantivos de un lenguaje enrevesado, de este lenguaje de vértigo y tristeza, de esta pobre


disertación de café. * Sólo cuento las horas serenas. Esta cita es de un clásico latino que extraje de un texto del ensayista inglés William Hazlit, donde expone lo apacible que son los relojes y el transcurrir del tiempo, algo así como un Heráclito maldito de finales del siglo XVIII.

Que ojalá y llueva Uno ha creído, en medio De este camino sin orillas, Que no habría un después. Juan Rulfo

“Por estos caminos uno se topa con mucha gente, oiga, pos la verdad pa’ qué mentirle. Uno no sabe tampoco con qué fulano se va a encontrar, Dios guarde la hora y nos toca un ladrón o vaya a saber que cosa. Pos sí, ya le digo que me dedico a esto de las vacas: aquí traigo éstas, que son de un compadre… Ya le digo, oiga, que aquí la situación anda muy mal, pos orita son los tiempos muertos, no ha llovido mucho que digamos. Yo tengo ahi una pobres parcelitas y no vaya usté a creer que se me secaron, sí, las siembré de maiz, y orita traigo arriando estos animales de mi compadre Chendo, pos ahi el pobre anda igual de fregado que yo… “Cómo se batalla con estas vacas, oiga, uno le da la mano y le agarran la pata, pos una vez se me escapó una, ¡ay! Ya no me la acababa con mi compadre, el Chendo, andaba que no cabía aquí, allá, la fuimos a buscar al monte y nada; pos la pinche pinta no se fue a meter al corral de don Patricio Beltrán, y que éste alegaba que era suya, pero como no estaba marcada con su yerro, la tuvo que soltar…” De eso y mucho más me iba platicando don Chonito, un arriero que me abordó en el camino hacia El Pueblito, un rancho en las afueras de Costa Rica. El recorrido era largo, alrededor sólo se podía apreciar matorrales y algunos campos de siembra. Había salido muy de mañana de la capital del estado y ahora me tenían aquí, caminando bajo el cielo vivo. “Y ya le digo, oiga, la situación está bien dura, estos pobres animalitos no jayan ónde calmar el hambre, no cabe duda que son tiempos difíciles… Y a todo esto, oiga, ¿con quién va usté? Porque va pal’ Pueblito, (hizo un breve silencio). De casualidad no es usté familiar de doña Reme, doña Remedios, hombre, la costurera. No es, ¿verdad? No, pos ni se parece, ya lo decía yo; pero dígame, ¿va con un pariente? ¿Conoce usté el rancho? No lo conoce ¿verdad? Ya me lo imaginaba, si en cuanto lo vi se notó que usté nunca había venido por estos rumbos. Pos ya no nos queda mucho pa’ llegar, y si quiere, yo lo llevo con sus parientes, al cabo que conozco a casi todos los que viven allá en el rancho, pos no hay muchas casas que digamos. Nada más dejo estos animalitos en el corral de mi compadre.” Era un mediodía refulgente, era tiempo de la sequía. Don Chonito iba acompañándome en el viaje para visitar a mi tía Albina. Estábamos rodeados de vacas famélicas y hambrientas, la vegetación que crecía a los lados del camino hacía más difícil y largo el viaje. Todo lucía triste por la aridez existente,


los árboles estaban secos, los matorrales, los mezquites, palos blancos, guamúchiles faltos de agua, al igual que las parcelas cuyos sembradíos de maíz habían sucumbido a la estrambótica sequía. Todo estaba muerto, como decía don Chonito, y tenía razón en quejarse, pues hacía más de un año sin que el cielo les regalara una gota de agua, y luego aquí toda la tierra es de siembra de temporal, así que la lluvia es indispensable para que las familias de las rancherías coman. “Ya nos queda poco pa’ llegar, oiga, aquí no más dando la vuelta al camino, y de ahí pa’ llá se devisa el rancho. ¡Huy! Pos toda la gente allá en el rancho está jodida, pos ya le dije por qué; nos agarró dura la sequedad, y no es la primera vez que todo está así, ya en otros tiempos, en los tiempos de mis abuelos, también existió esto. Pos una vez se murieron casi todas las vacas por falta de pastura buena y agua. Los puercos se revolcaban en el polvo, rasguñaban la tierra en busca de lodo, los pobrecitos condenados. Pos mucha gente mejor se fue pa’ la ciudá o la frontera en busca de chamba; dejaron tierras y casas esperando un día volver. No pos yo le estoy hablando de hace muchos años… como cuarenta o más hace que jue eso. Hoy apenas se nos acaba de morir una vaca y luego el otro día se petatiaron dos chivos de don Úrsulo; no es mucho en comparación de aquella vez, pos mire, oiga, ahi tenemos una pileta pa’ darle agua a los animales, y el agua pa’ nosotros la tenemos en tambos. Sí, ya le digo que en aquella ocasión que se puso fea la sequedad, mi apá tenía como… Yo estaba plebillo y todavía vivía mi abuelo a la edad en que ya tenía todos sus hijos y dos se le habían muerto de mal puesto. Yo a esa edad a penas tenía a uno: Ramoncito, que por cierto ya es Ramonzote. Ah, pos le decía que mi abuelo tenía esa edad; mucha gente prefirió irse lejos a aguantar la hambruna, pos mire, oiga, el hambre es canija. La mayoría del ganado se petatió. No más los iban apilando debajo de las guamuchileras y los quemaban en una enorme lumbre. Las parcelas, como orita, también se secaron, quedaron tristecillas las pobres; el arroyo que corre por atrás del pueblo se secó, y pos mucha gente no aguantó la carrilla y decidió irse, como ya le dije a usté. Calculando se fueron como más de treinta familias enteritas. Mi abuelo, mi abue Pancha y su prole, se aguantaron en el rancho, pos le jue muy mal; a mi abuelo se le murieron todas las vacas y los chivos que tenía por entonces y se le echó a perder toda la cosecha, pos por ahi le habían dado unas tierritas… Mira aquella lomita tras aquellos álamos, ah, esas eran tierras de mi abuelo, dadas por el gobierno de aquellos años, después pasaron a propiedad de don Patricio Beltrán, huy si viera cómo ha ayudado a la gente estos días; y pos las vendieron porque la necesidad es grande, oiga, y yo no puedo hacer nada, sólo trabajarlas y pos por ahi tengo algunas parcelitas que siembro en las orillas, de ahi saco pa’ los panes y pa’ los cochis. Y como le iba diciendo, en aquel entonces el rancho se quedó solo, solito; no más se quedaron cinco familias, y la de mi abue entre ellas. “Pasó el tiempo, oiga, y las cosas mejoraron; ah, y después que se dejaron venir los aguaceros, ya no jayaban pa’ ónde jalarle, pos vaya usté a creer que a mis abues se les cayó la casa que tenían, sí, la casa de lámina negra, no, no, no, esos jueron épocas de verdadera lluvia, (rió un momento dejando al descubierto sus podridos dientes). Qué cosas, oiga, primero batallando porque


no hay agua y luego porque hay mucha; no se nos entiende, verdá de Dios que no se nos entiende. “Ya después de esas sequedades jueron tiempos de gloria en el campo, de ahi pa’ delante jueron muy buenas cosechas, contaba mi abue cuando todavía vivía y que todos estábamos chamaquitos; jue en ese entonces que la gente regresó, sí, regresaron por sus tierritas olvidadas, y otras decidieron no retacharse, pos habían hecho vida lejos de los aires del campo. Yo pa’ que más que la verdad no puedo irme de estos lugares, pos de aquí soy, aquí nací, y pos aquí quiero morirme de una buena vez.” Dimos vuelta en el camino y ahí estaba, tal y como lo dijo don Chonito, El Pueblito. Entonces la vegetación seca que estaba a la orilla del camino comenzaba a disminuir. “No le dije, oiga, que ahi estaba el pueblo. Yo le dije: dando la vuelta ahi está el rancho. No más llegamos, dejo las vacas en el corral y nos vamos a buscar a su tía Albina; sí pos sí, doña Albina, esposa del difunto Tomás, que en paz descanse. Pobre de doña Albina, cómo ha de ‘ver sufrido con la muerte de su esposo; no va usté a creer, pero cuando el pobre de don Tomás murió, que dicen lo mataron, yo no sé y la verdad no me ando metiendo en la vida de los demás, y que lo jueron a enterrar al camposanto, la seño se salía por las noches y se quedaba dormidita en la tumba del difunto. Le afectó mucho su partida. Yo creo que no estaba resignada a su muerte, pos cómo iba a ser posible que él ya hubiera muerto y ella estuviera viva… Entonces usté es sobrino de doña Albina, pero de parte de quién o por qué, ah, usté ha de ser hijo de doña Pola, sí, ya conozco a su señora madre. Yo me acuerdo poco de ella, pero me parece que vino cuando murió don Tomás, ¿verdad? Si yo me acuerdo muy bien, si yo era el que repartía el atole y los panes, pos los panes los hacía mi señora esposa, y luego eran panes de maiz, el de la cosecha que acababa de pasar ese año; no pos sí me acuerdo bien y en todo me fijo, oiga, pos no dicen que de viejo uno se fija más.” Entramos al poblado a puro punto del mediodía con el sol cayendo recio en la espalda y en los lomos de los animales. La vegetación seca de las orillas cesó; ahora eran corrales de ganado los que abarcaban las orillas. Don Chonito conminó a las vacas a seguir con un estruendo de su chicote. “Mira aquel corral con hartas vacas, pos ese es de don Patricio Beltrán, el fulano que quería transarle la vaca… Si se acuerda ¿verdad? Mire, más adelante está el corral de mi compadre Chendo, y enseguida está su casa, y si se sigue derecho está la mía; la de su tía Albina está hasta el otro lado, pero yo lo llevo, pos yo le dije, así sirve para saludar a doña Albina.” Llegamos a El Pueblito, algunos perros del lugar nos recibieron contentos, moviendo la cola con alborozo, don Chonito dejaba los animales en el corral. El cielo se empezó a nublar, más bien, una nube grande y negra nubló el cielo. Don Chonito volteó y vio hacia arriba, y me dijo con una cierta amargura, escrita en el código genético de sus sufridos abuelos: “Oiga, ojalá y esta noche llueva”. Octubre 2001


Réquiem por un adiós El adiós no se dice: Acude a nuestros ojos. Jaime Sabines

El gato de don José, el vecino, irrumpió en una amarga de noche de octubre encima del tejado. Sus maullidos, haciendo del llamado de apareamiento, hacían revolotear mis pensamientos vagos en una atmósfera espesa de oscuridad. En el cuarto contiguo, se escuchaba entre las sábanas orinadas y amarillentas, el constante revolver de Tata Nacho, acompañado de una que otra tosecita ríspida. Nina roncaba como nunca. Los lejanos rumores de canciones que venían del norte, ladridos de perros y uno que otro suspirito del algún enamorado, se mezclaba con el exasperante tic tac del reloj de péndulo en la sala. Sentía cómo el suave viento caminaba por las calles oscuras y cómo mecía los árboles de aspecto fantasmal. El martilleo de la polilla en el clóset de mi cuarto me irritaba. El gato maullaba, como buscando a una gata, hasta que un ladrido que hizo que se callara me produjo cierta tranquilidad porque, efectivamente, el animal dejó de emitir chillidos. Un trueno lejano se escuchó, provenía de la serranía. Doce fúnebres toques del reloj me zumbaron en los oídos; luego, la polilla dejó de taladrar el clóset, Nina dejó de roncar, Tata Nacho dejó de moverse entre las sábanas y el reloj se detuvo: todo lo demás fue silencio. Sólo el gusano barrenador de mi cerebro no dejó de hacer ruido, al contrario, era tanto el silencio, que mi ruido se acrecentó. Me revolqué en la cama tratando de ocultar mi pensamiento. De inmediato el reloj emprendió de nuevo el viaje y el péndulo me contagió de su humilde tic tac y quise llorar de desesperación. Como a las dos, el reloj volvió a despertarme. Un ruidazo de trastos de metal, ollas de barro y platos se oyeron en la cocina: “Ha de haber entrado el gato por la rendija de la puerta”, pensé. El minino comenzó a maullar dentro de la casa, lo sentí desplazarse por los cuartos y pasillos en busca de algún ratón desentendido. Tata Nacho volvió a toser. Así que hice un gran esfuerzo para sacar todos los sonidos de la noche de mi mente. “El perfume de las flores, en las macetas colgadas en el alero de la casa de


mi infancia, me transportaron al día de la muerte de mi padre. En ese entonces yo tenía cuatro años y vivía en un pueblo del estado de Sinaloa, donde cada varias horas el pito de una fábrica gigante sonaba intensamente. Esa mañana yo jugaba en el patio, mientras mi madre lavaba unos enormes bultos de ropa en el lavadero, cuando de pronto, sin aviso ni presentaciones, más bien con prisa, llegó una persona informando que mi padre había muerto hacía unas horas cuando una máquina del transporte de caña lo aplastó. Recuerdo que mi madre soltó una cubeta llena de ropa recién lavada y lloró a chorros. Yo, por supuesto, no entendí nada en ese momento. “En realidad no me había dolido la muerte de mi padre, que en paz descanse, después de haberlo sepultado y que mi madre lo llorara y llevara la ropa de luto por varios años. Cada vez que cumplía años de muerto me llevaba al panteón a ponerle flores. Ese era uno de sus hábitos, como la vez que se fue sola y se internó en la soledad de su tumba y al día siguiente amaneció dormida. Me quedé al lado de mi madre hasta los veintitrés años. “Ahí estaba otra vez, chapaleando en la canícula del martes, leyendo una vieja novela sin tapas. Aún me acuerdo del olor del polvo cósmico posado en una vieja mesita de madera en el portal, en las sillas mecedoras y en los vidrios de las ventanas. Todavía lo siento aquí, en mi nariz, de verdad. Un camión improvisado pasó y me dejó con el sopor de las dos de la tarde en mi cuerpo: me dormí sin remedio. Me hundí en un infinito bosque de neblina, en una antigua cabaña, arrullado por la triste canción de un hosco zopilote dentro de una jaula de hierro, hasta que el grito de reclamo de mi madre me despertó. “Y ese grito parece como si todavía resonara en mis oídos, todavía lo estoy escuchando, nítido y sin errores de la memoria, es más, amplificado. Los gallos de la madrugada y la lucha de algunos perros fuera de la casa, me obligaron a despertarme con los ojos pávidos. Sudaba a chorros, a pesar de que la madrugada estaba fresca. El ronroneo del gato encima de mi cama me asustó; di un grito de alarma que no podía alarmar a nadie, hasta que vi los ojos centelleantes del animal. En ese momento lo vi como una amenaza: me abalancé sobre él, lo cogí por la cola y luego por el cuerpo entero. Con las manos de un ciego busqué el interruptor de la luz, la encendí y me di cuenta que no era el gato del vecino, éste era negro y el otro marrón. Con más furia lo arrojé fuera de la casa, después regresé a mi cuarto abigarrado. La luz estaba apagada, y me resultó sumamente extraño, porque había podido jurar que la dejé encendida. Me volví a acostar y a soñar… “El recuerdo de Ángela me había atormentado los últimos diez años de mi vida. Ángela, la bella Ángela. Recuerdo aquella tarde en que me dijo adiós. Quedamos de vernos en la plazuela, a las seis de la tarde, con el pretexto de la misa del viernes. Yo había llegado una hora antes. Me había sentado en la banca más fresca, bajo la frondosa sombra de una bugambilia atiborrada de flores rosas y blancas. Ella llegó con veinte minutos después de la hora acordada. Por supuesto, no pude reclamarle su retraso como otras veces, porque el tono en que me había dicho: “Rubén, necesito hablar contigo”, me preocupó demasiado, por ser de improviso.


“Cuando la vi dirigirse hacia mí, el corazón se me aceleró por completo, un estremecimiento largo me invadió, y me resultó extraño, porque infinidad de veces la había visto dirigirse hacia mí. Se me quedó mirando fijamente con ojos de infinita tristeza, hasta que me abrazó llorando y me dijo: “Rubén, me tengo que marchar”. La abracé como nunca lo había hecho, no le dije nada, porque sentí que en ese momento las palabras sobraban. Lloré en su hombro, y ella también lloró en el mío. Le pedí que me explicara. “Nos vamos del pueblo”, me dijo mientras se limpiaba los lagrimones. Nos volvimos a abrazar, sollozando, y le pregunté, “¿cómo está eso?” A lo que Ángela contestó: “Mi papá encontró trabajo en Michoacán con unos parientes”. En aquel momento le propuse fugarnos, pero ella, que gozaba de un carácter demasiado frágil, me contestó que no. “Fue así como la vi partir un domingo en la tarde, bajo el sonido de llamado a misa de las campanas, con cientos de garzas volando en el horizonte, con la daga del llanto clavada en mi pecho y sin poderle decir adiós. Fue así como ya nunca volví a saber de Ángela, para siempre… Por eso de las cinco, con un mísero estupor de deliquio en los labios, desperté. En un instante recordé los doce martilleos del reloj en la sala. Tata Nacho pasaba por una de sus terribles crisis de asma. Rápido acudí en su ayuda, le di un vaso de agua y le pegué leves palmaditas en la espalda, “todo está bien, Tata”, le dije; él contestó “bien” forzosamente y todavía tosiendo. Nina había entrado al cuarto de Tata preguntando qué pasaba. “Ya pasó”, fue todo cuanto dije. Nina era nieta de Tata Nacho, su madre, por cierto, un día la dejó de encargo y ya nunca regresó. Tata y su esposa Gertrudis la criaron como a una hija, luego Gertrudis murió. Eso ya hace nueve años. La muchacha debe tener unos veinte años, pero hay algo en sus facciones que la convierten en algunos años mayor. Yo tengo viviendo aquí cerca de dos años. Caí en este lugar cuando dejé mi pueblo natal, después de graduarme, no sin dificultad, de ingeniero agrónomo. Así le dije adiós a mamá. Un sábado empaqué mis tiliches en un viejo veliz despostillado, rompí la alcancía de mi cuarto y descorazonadamente le planté un beso a mi madre en la frente. Ella lloraba y trataba de detenerme, pero el destino es huraño y vil. No le tuve compasión: la dejé llorando, y resignada me echó la bendición: “Que Dios te bendiga, hijo mío”. Me lo dijo con lágrimas en los ojos y rodándoles por sus humeantes mejillas. Esa última imagen de mi madre aún la tengo guardada secretamente en mí. En la Terminal de autobuses de la excelsa ciudad de Culiacán, sentado en la sala de espera, esperando. Escuchaba una melancólica canción del grupo Muecas, cuyo título no recuerdo. Fue allí donde la imagen de mi madre y Ángela llorando me pusieron compungido. Traté de calmar mis lágrimas, pero éstas, en forma involuntaria salieron.

Octubre 2001


Bajo un limón

El olor de la tierra húmeda llegó hasta su nariz. Sólo entonces despertó. Estaba nadando en turbio pantano de agua espesa. Hizo un gran esfuerzo por levantarse, pero en el primer intento falló. No se dejó vencer. Lo volvió a intentar, esta vez eludiendo la tierra jabonosa. Había llovido durante el transcurso de la noche y toda la madrugada. Una ligera llovizna persistía en convertirse en una caótica tormenta. El cielo estaba nubladísimo. El sol de otros días no podía romper la barrera de vidrio que hacía coleteos amenazadores. Todo parecía flotar en una atmósfera húmeda que los peces bien podían vivir felices, asomando la cabeza al otro lado del mundo. Las nubes estaban flotando a unos metros sobre las copas de los árboles. Ninguna persona sabría lo que ocurriría primero: una tormenta o un sol radiante. Un pichón distraído se protegía de la llovizna en la espesura de los rameríos de un mango. La intensa tormenta de la madrugada había sacado a flote el esqueleto de un perro. Las costillas andaban perdidas de la cabeza, y la cabeza andaba extraviada de las extremidades, en un fenomenal desorden. En el lote baldío había un reguero de peces del cielo; los vientos los habían derribado cuando migraban hacia un lugar tranquilo, y el olor hacía recordar a las gélidas aguas del mar en invierno. --Esta maldita lluvia –refunfuñaba el viejo. Estaba empapado, de los pies hasta el último cabello. Mientras trataba de desembarazarse de la aferrada humedad, cogió una bolsa que estaba colgada en la rama del limón. El hombre era enjuto, de pieles áridas, tenía la mirada triste y su vestimenta delataba las duras noches de la pobreza. En ese mismo día, pero del otro lado del pueblo, Armanda ocupaba toda su existencia en barrer los grillos y las palomillas que trajo la madrugada aciaga. Habían huido de sus campamentos de barro tratando de buscar refugio al lugar más cercano. La casa de Armanda lo había sido hasta entonces. Hacia las siete ya había desembrollado los dos cuartos; aún le faltaba la sala y la cocina. Pero la diligencia y el trajín de los insectos no habían perturbado en nada el


deber doméstico de los alimentos. Encima del fogón, una olla de barro que contenía frijoles, hervía lentamente. Fue una larga noche para ella, noche de desgracias y arrepentimientos. Le dolía la espalda de tanto estar encorvada cargando cubetas, escobas y porquerías. Las esplendorosas manos, que en otro tiempo fomentaban suaves caricias, estaban arrugadas por el clima. Durante la noche se estuvo levantando a tirar el agua que se trasminaba por el techo. Además, que ésta había rebasado los bordes de las puertas y se había arrastrado por doquier inundando la casa entera. Y luego, para acabarla de amolar, la plaga de los grillos había entrado después de que acabó de pulir los pisos. Así que no había podido dormir bien. Hasta las ocho seguía trabajando. La casa tenía un profundo olor a muerto. Matilde, hija de Armanda, dormía, el trabajo de la madrugada la había agotado por completo. --Levántate, hija, y ayúdame a sacar estos grillos. La muchacha, haciendo un gran esfuerzo por hablar, dijo: --Ya estoy bien cansada, amá. --Ándale, ándale, no seas güevona. Límpiate esa cara y ayúdame a sacar esta peste del diablo. Mi madre decía que los grillos atraen la mala sal. --Al contrario –dijo ella--. Con su canto la espantan. “Será el sereno”, murmuró la madre. Matilde, aún con el dolor de huesos que días atrás le había estado perturbando la tranquilidad reposada de sus hermosos ojos claros, se levantó. Sus cabellos estaban enmarañados. Lucía deplorable. La llovizna se había marchado repentinamente. Sin embargo, el nublado espeso seguía inmóvil, esperando el momento oportuno para vaciarse en una terrible tormenta: sería arrasadora, inundaría por completo el pueblo y no nada más la casa de Armanda, ahogaría a tres personas, mataría a los animales del campo, destruiría las siembras: sería una catástrofe. Si no fuera porque el destino se sublevó, ese día no ocurrió nada de eso. --Estoy muy cansada, hija –se lamentó mientras se afianzaba en la escoba--, ahora tú síguele. La muchacha se había lavado la cara en el balde de agua de lluvia. Luego cogió la escoba. Después empezó a barrer los bichos de la sala, para culminar en la cocina con un montículo de animales muertos, dando el último golpe de escoba en la puerta trasera de la casa. --Ya está listo, amá –dijo--. Acabé de barrer. --Ah, pues ahora ponte a trapear. Matilde, enfadada, cogió el trapeador, que apenas era un palito con unas cuantas hebras de trapos. Lo hundió en una cubeta, lo sacó y lo estrujó. Una vez terminado el quehacer doméstico, la muchacha dijo triunfalmente a su madre que había terminado. Para entonces Armanda la esperaba en el comedor con un desayuno austero. Al cabo de unas horas, cuando la mañana avanzaba a las diez, el nublado se disipó dejando un sol traslúcido. Don Pancho Escobar terminaba de quitarse los naufragios, la rémora y las algas de la ropa, cuando su pequeño corazón dio un repentino brincoteo, una vapuleada, buscando las ausencias por las que acabó durmiendo bajo un


limón. Con la bolsa de tela mosquitera, la inseparable, como si formara parte de él, en la diestra, en cuyo interior portaba todas sus pertenencias, lo que treinta años de trabajo había dejado y más lo que el gobierno le había hurtado. Se paseaba por el mercado municipal. Su única fortuna eran veinte pesos que le habían quedado de la raya semanal. Sólo entonces se acordó de ellos; los ojos le brillaron como a un niño cuando recibe un juguete. Los buscó en las bolsas delanteras del endurecido pantalón: no estaban. Con desesperación los buscó en las bolsas traseras: allí estaba el billete, arrugado y húmedo. Compró una cajetilla de cigarros sin filtro, también una cerillera, indispensable. Con el resto compró un pomo de alcohol, porque según él, se le resecaba bastante la garganta. Fue y se sentó en la plazuela adyacente al mercado, y en cuya plaza cívica se levantaba un lustroso busto del Padre de la Patria. El viejo ni siquiera lo advirtió. Sacó un cigarrillo, lo puso en su boca y, oscilante, succionó el fuego del cerillo. La iglesia, en ese momento, levantaba sus torres basálticas sobre los serenos ojos de la plazuela mientras don Pancho se refocilaba en el humo desgraciado del vicio. En ese momento, Armanda lavaba los trastes en el lavadero de piedra caliza, cuando de pronto la sorprendió un recuerdo asaltante, y pensando en su vida pasada, un pasado sin permiso de devoluciones, nostálgico y cruel, murmuró para sí misma: --Francisco, qué será de ti. El resto de la mañana el recuerdo fue incómodo, como una piedra en el zapato, y tantito peor, porque la piedra estaba en el corazón, queriéndola expulsar. Ella lo había intentado bastante con lavados de toda clase y vomitivos de conciencia, pero nada había dado resultado, ni tragarse toda la tristeza en un llanto. Muy en el fondo, donde una maleza de cieno no terminaba de secarse, quería volver atrás, al momento exacto en que erró en su vida, volver para enmendar toda clase de fallos y tropiezos que la llevaron, muy novelescamente, por sendas equivocadas, dando como resultado una vida llena de agujeros como el techo de su casa: eso era su corazón, un techo con fugas de agua, pero en lugar de agua lo que se filtraba eran los resentimientos y los odios. Pero… Así es la vida. No terminaba de maldecirse por pendeja. Ella que tenía una vida digna al lado de su padre, y que tenía toda clase de pretendientes, hasta los más adinerados seguían su olor como gatos en celo, “y todo para terminar con un mantenido muerto de hambre, al que mi padre le había dado trabajo en sus tierras y que nos dio esta casa que se está cayendo a pedazos; Dios mío, no me hagas maldecir, perdóname; pero es cierto.” Acaso se seguía maldiciendo, reprimiendo, regañando, castigándose a sí misma porque fui muy tonta al creer en el amor, pues si yo me acuerdo que era apenas una muchachilla que se tragaba los cuentos de los hombres. Sí, ellos, los que me prometían una buena vida, los que me bajaban las estrellas y la luna, los que me conseguían una mansión bañada en oro. Ahora si se han de acordar de mí, y cómo se van a acordar, si ellos viven muy felices con sus esposas y sus hijos, y el pobre diablo que fue mi marido… ya ni siquiera me queda una fotografía de él, pues cómo va a ser, si lo único que me dejó fueron recuerdos y esos sí que son atormentadores, esos sí que me friegan a cada rato, esos son los que me


torturan y no me dejan dormir. Pero algo tengo que agradecerle, y es que me haya dado una hija, esa es la única razón por la cual no quemo los últimos desperdicios de mi pasado, porque de toda esa mala vida, salió mi bella hija Matilde, que no tiene la culpa de lo que le pasa a esta pobre vieja ahogada en resentimientos que afloran cada vez que me acuerdo de su padre. Y le creí y ve Dios mío lo que me pasa por andar creyendo cosas que no son. Nada valía la pena ya, ni siquiera reclamarle al destino, porque en ese instante de la tarde, don Pancho acariciaba el pomo de alcohol en sus manos de piedra pómez, mientras su garganta lo reclamaba con ahínco. Sin embargo, lo echó en la bolsa con la idea de que más tarde sería mejor. Aunque la postergación no duró demasiado. Al cabo de unos minutos de resistencia estoica, el viejo abrió el pomo y se atragantó en la gloria del placer destructivo. Entonces el cielo se volvió a nublar. Don pancho vagaba por las vías del tren ahogado en el alcohol que truncaba su memoria. Los labios se le inflamaron, el hígado empezaba a deshacerse, su humor no era el mejor y lo sobrellevaba lanzando groserías a todo mundo. --Y váyanse todos a la chingada –gritaba con esmirriado acento--, y váyanse a chingar a su madre, y no me ten fregando porque yo sí me los chingo, bola de rateros, bárbaros sinvergüenzas. Llegó hasta el último crucero de automóviles. Un letrero de lámina decía que cedieran el paso y no la vida, cuando lo mejor era ceder la vida para terminar de una vez con este cuento. El viejo Escobar tomó tartajosamente, tambaleando en la delgada cuerda de la borrachera, el camino de tierra del bordo del Canal Oriental Principal hasta, donde se supone, vivía. A las seis, el viento empezó a agravarse con mucha furia. El agua de los charcos aún no se desvanecía de las calles y todas ellas parecían estar hechas de una sustancia resbaladiza parecida al jabón ordinario, pero con la diferencia de que éste es de un olor agradable al gusto. Cuando el viejo Escobar llegó por fin al baldío, ahí estaba, húmedo todavía, de un verdor apacible, el limón de espinas agudas que lo cobijaba en las noches en penumbras. Lo primero que hizo, con tanta dificultad y paciencia, fue colgar en una rama la bolsa de tela mosquitera. En las nubes de sus ojos había una llovizna triste y monótona. A Armanda volvió a atacarla el pensamiento premonitorio de la mañana, pero con menos furia. --Francisco, por qué –murmuró. Comenzó a llorar en una especie de consuelo alternativo. Puso las manos sobre el rostro, procurando que su hija no la viera y escuchara. Lo hizo en silencio, en un chorro fluido, en el cuarto enrarecido por la fragancia de sus lágrimas. Entonces fue cuando Matilde la escuchó gemir, lagrimear; distinguió entre los sonidos roncos del mundo, el llanto silencioso de su madre, que se hundía en la abominación del tiempo pretérito donde ya no sólo ella era ajena, sino todos y todo. Abrió la puerta sin tocar antes. Fue una interrupción intempestiva. --Le pasa algo, amá –dijo--, la veo llorar. Armanda trató de huir como conejo asustado ante los ojos serenos de su hija. Y hubo algo en esos ojos de un negro intenso porque para Armanda fue


una revelación, un augurio. Luego de la huída fugaz, la madre, con las manos frotó sus ojos limpiándose las lágrimas. --No, no pasa nada, hija –afirmó--. Son… son cosas mías, no me hagas caso. Por supuesto, la inquisitiva hija no le creyó; la miró compasivamente y la abrazó, diciéndole: --Es él, ¿verdad? Aún… aún se acuerda de él. --No, claro que no, es que… --Ay, amá, no trate de ocultarlo, yo sé que el recuerdo de mi padre sigue atormentándola. --Ay, hija –dijo a punto del desastre--. Es que ha pasado tanto tiempo. Ya no sé que pensar. --No, amá, olvide el pasado, ya no vale la pena. O fue el valor con que su hija se lo dijo, o fue el mismo valor que llevaba reprimido desde la adolescencia, lo que la hizo reaccionar, con una línea de fuego en sus marchitos párpados prometió no volver a hacerlo, y luego le preguntó si quería cenar. Ambas cenaron sin hablar, pero sin ignorar lo que una sabía y lo que otra escondía bajo el pellejo. Empezó a llover. Las gallinas se protegían de la lluvia bajo los árboles del patio. Dieron las diez en todo el pueblo. Armanda se encontraba quitando las sábanas empapadas de la cama. Las goteras del techo se habían precipitado por toda la casa. --Estas lluvias, cuándo se irán --. Se lamentó. Don Pancho Escobar, empapado y ebrio, se atochaba bajo las ramas escabrosas del limón, protegiéndose del agua, ahogándose en el muladar de los recuerdos, exprimiendo su corazón, arrancándose las venas del cuerpo de un solo tajo, loco, borracho, exorcizándose los demonios del pasado de su cerebro… entonces murió. El cielo lloró el resto de la noche, al compás de las enormes gotas. Al día siguiente, la lluvia sorprendió a todos los habitantes del pueblo. No fue cosa de alarma, pero cuando la lluvia duró hasta el crepúsculo, la alarma general cundió por doquier. Ya no se trataba de una simple lluvia, sino de una de veinticuatro horas, sin cesar, galopante. Así que se pensó en un diluvio cuando al tercer día de lluvia el agua había rebasado los cinco palmos. “Dios nos ha castigado”, decía sombríamente el párroco, aumentando el pánico entre la gente. Todos aquellos que creyeron en el cuento del sacerdote encendieron velas a los santos, crucifijos e imágenes de la virgen de Guadalupe. Sólo cuando la lluvia cesó al cuarto día, lo habitantes alarmados calmaron sus ímpetus religiosos y de arrepentimiento, volviendo a sus horas de cantina y de groserías y de fornicación. Se dieron cuenta que el fin del mundo aún no estaba cerca. Don Pancho, cansado de la muerte, resucitó en cuanto el sol sembró los primeros rayos en la tierra, endureciendo el fango, evaporando las gotas concentradas en las hojas y energizando a las personas. Despertó fosilizado, levantó la mano tratando de escapar de la prisión de barro retorcido, hasta que por fin salió con restos de hojas, esqueletillos de insectos, algas y pegostones


de lodo seco. No traía dinero ni nada que lo acompañara en su adusta vida de perro, salvo la bolsa de tela mosquitera. Tambaleando en el delgado equilibrio de su cuerpo, descolgó la bolsa de la rama y se marchó. Siete para las ocho, Armanda andaba limpiando la casa, desenredándola del desastre fluvial. Matilde, sin ninguna intención de hacer el menor esfuerzo por ayudar a su madre, dormía sin remordimientos, sudando por las axilas. --Hija –gritó Armanda--. Ya levántate. Matilde se revolcó en la cama para liberarse de un mal sueño, cuando escuchó la voz desgastada de la madre. Entonces despertó, pero no por el grito sino porque alguien estaba jugando dentro de sus calzones con tanta propiedad y cariño que ella misma lo confundió con la ternura de un marido. Algo o alguien le provocaba cosquillas en la aterciopelada panoja negra, algo o alguien hurgaba su sexo dulce, su vientre forjado en el fuego célibe de los veintiún años. Cuando el cosquilleo lúbrico la invadió por completo, la sensación suave se convirtió en un deseo implacable. Comenzó a excitarse con aquellas caricias de un soberano desconocido y, más aún, de un fantasma lujurioso, hasta que la realidad de las cosas la trastornó y lo que le provocaba su excitación no era ningún fulano libidinoso que había entrado por la ventana y que en esos momentos se hacía de ella mientras dormía, y mientras ella pensaba que se hacía la dormida para disfrutar de aquello que se asemejaba al pecado original, el Fulano de Tal se reventaba sobre ella en una pasión desaforada que hacía pensar en los sádicos de Sodoma y Gomorra, y sentía como las bolas de fuego celestial les robaban el encanto en una sorprendente explosión de sangre y pellejos sexuales, en una infinita constelación de rumores de amantes y putas podridas, hasta que los últimos rescoldos del sueño se marcharon galopando por la autopista de la realidad. Entonces Matilde gritó, pero no de placer sino de susto, porque la plaga de los grillos la tenían acorralada en la cama. Sólo así cayó en la cuenta de qué era lo que provocaba las caricias, el hormigueo lúbrico. Volvió a gritar para estar segura que estaba gritando, es decir, para oír sus propios gritos, mientras nadie acudía en su ayuda, y lo hizo de nuevo para despertar a los muertos felices del panteón municipal. Luego, alarmada por la gritería de la hija, Armanda corrió olvidándose de lo que hacía. --¿Qué te pasa, mija? –Preguntó--¡Por qué gritas así! --Estos pinches grillos, se subieron a la cama. --Y por eso gritas así. --Bueno, me asustaron. Don Pancho Escobar trataba de brincar una enorme laguna que la lluvia había dejado de regalo. Un auto había encallado y unos hombres, con los pantalones arremangados hasta las rodillas, trataban de sacarlo. En la casa de Armanda preparaban el desayuno. Por la ventana de la escueta cocina, los humos deliciosos brotaban llenado el aire de un denso sabor a huevos, frijoles y jamón. Cuando quitó el sartén con aceite hirviendo llamaron a la puerta. Un hombre, que no pasaba de los sesenta y no bajaba de los cincuenta y cinco, pero con más seguridad envejecido por la vida, esperaba impaciente, con algo en la mano. Tenía los ojos apagados por la intemperie, y parecía envuelto en un aura fermentada. Parecía un pordiosero que nada más


iba a molestar para pedir unas monedas. Pero las apariencias engañan, porque no iba a pedir un simple peso, sino una vida completa. Volvió a tocar. Armanda lo sintió como un presagio. Llamó a su hija, pero ella estaba fuera de su alcance. Fue cuando escuchó de nuevo aquellos golpes insistentes, y cada golpe resonaba en sus entrañas como un lúgubre alarido. No pudo eludir aquel mensaje traducido en el alfabeto Morse como un S.O.S repetitivo. Titubeó, y se preguntó quién podría ser, porque los golpes en la puerta provocados por unos nudillos desgastados, le parecían conocidos, y mientras pensaba no se daba cuenta que los frijoles empezaban a despedir un olor a quemado. Volvió a llamar a la hija, pero no obtuvo ninguna respuesta. Así que saltando de la cocina a la puerta, el mundo entero cupo en su mente. Primero quitó el candado, pero antes de quitar el seguro sintió la respiración del que estaba del otro lado. La sintió escabullirse por debajo de la puerta. Se imaginó al hombre (porque pensaba que era hombre respirando el aire limpio y exhalándolo podrido) que la hacía desatender la cocina. Pero todas sus conjeturas fueron equivocadas, y sólo bastó con un golpe de la puerta para darse cuenta que quien llamaba no era un vendedor ni un limosnero común, sino los restos del pasado doloroso en persona, y vio que también se consumía en la misma llama de la nostalgia y más aún que ella: --¡Francisco! –exclamó estupefacta Armanda. Diciembre 2001


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