Para empezar a leer a Chesterton

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Para empezar a leer a Chesterton Por Sebastián Díaz G. Cuando uno lee El hombre que fue Jueves o La esfera y la cruz de Gilbert Keith Chesterton, se encuentra en la situación de tener que navegar un poco sin brújula ni cartas. Uno se da cuenta que está ante una obra literaria misteriosa y magnífica, como el mar, pero tampoco resulta fácil ubicarse bien en ella, en sus temas y, sobre todo, en las ideas de su autor. Entonces, este texto no es un análisis, sino una especie de folleto que quizá ayude a leer. Es algo así como esas revistas de turismo, que te cuentan qué es lo bonito de un viaje, qué cosas se puede ir a ver. Seguro que sirven, pero lo que más te gusta es lo que encuentras tú mismo, en la medida en que viajas. A veces coincide que justo está en el mismo lugar que salía en el artículo de la revista. Nunca coinciden los ojos que ven (ni lo que ven). Acá, puede coincidir que estén de acuerdo en que tal tema era interesante, pero no será interesante porque fue dicho acá, sino porque lo leyeron ustedes. Chesterton Obviamente hay que tener en cuenta en este mapa un par de cosas sobre el autor. Lo primero, es que Chesterton era un tipo que siempre buscó la verdad. Eso es quizá lo único importante que siempre fue explícito en su vida. Su familia no le transmitió una fe profunda, ni siquiera una gran altura moral (eran burgueses bastante apoltronados en su burguesía, aunque simpáticos, cultos y conversadores), pero sí un gusto por la discusión y la búsqueda. Obviamente en ese recorrido se equivocó mucho. Pasó por el agnosticismo, el ocultismo y otros ismos. Pero siempre estuvo muy atento a qué de esa doctrina de turno era algo verdadero, o al menos razonable, y qué no. Y siempre estuvo muy dispuesto a reírse de sí mismo. Ideas muy difundidas en su época, como las bondades del Imperio británico (él era inglés) o la importancia de la eficiencia, no lo convencían del todo. Y otras muchas ideas desechadas por todos, para él se hicieron preciosas. Su propia conversión fue primeramente


intelectual, en una época en que casi no podía haber algo peor evaluado socialmente en Inglaterra que las ideas del catolicismo. Lo segundo, es que Chesterton no es un pensador completamente original ni que sostenga él mismo, por sí solo, un sistema de ideas (aunque hoy por hoy tiene una especie de secta de adoradores que dicen que sí, y lo contradicen al pobre). Para leerlo, hay que tener en cuenta que él se nutre de la gran tradición central del pensamiento occidental, esa que pasa por Sócrates, Platón y, sobre todo Aristóteles, San Agustín de Hipona, San Francisco de Asís, Santo Tomás de Aquino, etcétera. Quien no esté pensando desde ahí, o sabiendo que falta eso, no lo está entendiendo. Él, a veces, habla de mitades de cosas, porque asume otras mitades como supuestas o sabidas. Por ejemplo, dice que hay que reírse de lo solemne, para no ser tontos graves (y ahí hay que ver qué entiende por solemne); pero conoce la virtud romana de la gravitas, así que sabe que no hay que reírse de lo solemne, para no ser tontos leves. ¿Contradictorio? No. Sencillamente es la misma cosa vista desde dos puntos de vista. Lo que pasa es que Chesterton, que es siempre un socrático, dice lo que cree que es mejor decir en su época y su país (su país saliendo de una época victoriana en que había cosas solemnes que caían como un manto de plomo sobre los hombres, explicando el ejemplo), para que los hombres den a luz la verdad. Lo tercero que diremos (y por supuesto, hay mucho más que se podría decir), es que Chesterton, en su vida como polemista, siempre quiso a sus contrincantes intelectuales. Les tuvo verdadero cariño. Su gran amigo Belloc1, destaca esta cualidad de Gilbert como una de sus notas más esenciales, llamándola con el nombre de una virtud teologal. Dice que el autor siempre era movido por la caridad. Lo cierto es, al menos, que este cariño manifiesto que sentía por sus contrincantes le terminó dando la amistad de muchos de ellos, que por su puesto en la mayoría de los casos pensaban y creían cosas diametralmente opuestas a él. Es el caso del gran escritor George Bernard Shaw 2, con quien llegó Chesterton a constituir una razonable amistad, pese a que prácticamente no estuvieron de acuerdo nunca en nada. Shaw, después de años de no entender a este personaje, terminó por entender algo que lo fascinó: este gordo de metro noventa que se reía estrepitosamente sí lo escuchaba 1 Hillaire Belloc: periodista e historiador franco-inglés, muy amigo de Chesterton. 2 Escritor y polemista inglés. Un poco socialista y muy progresista en sus ideas.


para discutir, sí ponderaba profundamente sus ideas y, si bien se reía de ellas a través de ironías y reducciones al absurdo, estaba siempre pronto a hacer lo mismo con cualquier idea, sobre todo con las suyas propias (de Chesterton, quiero decir). Para Chesterton, y esto es clave, siempre estaba la necesidad de ver al otro como alguien capaz de la verdad, como a un amigo que naturalmente la busca (piensen acá en Aristóteles) y como a alguien a quién valía la pena entender. Porque si no escucho, entiendo, convenzo, evangelizo, al que piensa distinto, al que está equivocado, entonces ¿a quién? La esencia de las cosas Como les decía antes, Chesterton es deudor de una tradición de grandes pensadores occidentales. Uno de los problemas con que se ha enfrentado esta tradición una y otra vez, con mayor o menor éxito es ¿cómo conocemos las cosas en su esencia si somos seres corpóreos? O, dicho de otra manera, ¿podemos conocer lo que son las cosas realmente si solo podemos partir de nuestros sentidos, que nos muestran cosas que no solamente son accidentales (y no esenciales), sino que además se están siempre moviendo? Obviamente el problema es difícil. Para alcanzar la solución, los sabios tuvieron que aceptar que nuestro espíritu parte siempre de la evidencia de los sentidos y que podemos conocer, a través de un proceso difícil e interminable, una pequeña parte de la esencia de las cosas. No podemos saber absolutamente ni siquiera lo que es un higo. Esta dificultad se refiere a todo lo que se puede conocer, incluso a lo que es el hombre y, sobre todo, a los hombres concretos. No se puede entender nunca a alguien completamente, porque alguien no solo es un hombre, lo que ya es difícil de entender, aunque sea en parte, sino que además alguien es concreto, móvil, único, puro detalle. Chesterton sabía todo esto. No era un filósofo, pero lo sabía lo suficientemente bien como para entender que no tenía que solucionar completamente a sus personajes, por un lado, y por otro lado que sí podía plantearles el problema que todo esto supone, de vez en cuando, durante los relatos. Que no solucionara completamente a los personajes significa dos cosas muy relacionadas y semejantes.


Por un lado, sencillamente no los describe por completo. Siempre queda la sensación de que los podemos conocer más, como a los hombres de la vida real. Hay un misterio en los personajes de Chesterton, no porque sean incoherentes o inverosímiles, sino porque son coherentes y verdaderos. Sabemos algo, y solo algo, del pasado de Gabriel Syme, pero nada o casi nada de Lucien Gregory. O en La esfera y la cruz, los dos protagonistas crecen y se hacen tridimensionales de repente cuando se interesan por una mujer. Es como si sólo ahí nos diéramos cuenta de que les podría pasar algo así. Además, cambian. No mucho, de a poco. Incluso cuando tienen una epifanía, muchas veces después vuelven en gran medida a su anterior estado. Todos sus cambios tampoco están completamente explicados ni descritos, sino más bien sugeridos, expresados de manera insuficiente por los propios personajes, matizados por todo aquello en lo que no cambian, de tal manera que el movimiento parece atenuado, así como desvanecido. No conocemos de ellos su alma, en otras palabras, sino solo sus acciones. Incluso cuando Chesterton nos muestra su conciencia, con narradores omniscientes, lo hace muy seguido desde lo que se les aparece a ellos en el momento narrado y no siempre (casi nunca) desde sus motivaciones más profundas. Que se les plantee el problema es algo más sencillo de decir (pero que se expresa de infinitas maneras en los relatos del autor). Sencillamente los personajes no entienden la realidad. Eso es todo. Bueno, y se dan cuenta de que no la entienden. O al menos de que no la comprenden, no completamente, porque “solo conocen las espaldas del mundo”, solo las sombras de lo esencial, solo lo que se manifiesta a los sentidos. Hay un texto de Platón, la Alegoría de la caverna, que manifiesta muy bien esta situación del hombre: se conoce la verdad solamente con esfuerzo, y entonces, como un incomprendido. Porque esa parte de la sabiduría absoluta que se puede llegar a ver sigue siendo un pequeño paseo, un corto vistazo, y no la ha visto la mayor parte de los hombres. Ahora, lo interesante es qué es lo que no conocen de la realidad los personajes de sus relatos. Por su puesto, el mundo natural tiene un lugar acá. La magnífica vastedad de los espacios naturales le da a Chesterton el vocabulario con el que manifiesta los misterios de lo humano y lo divino. La palabra “majestad”, por ejemplo, no tiene significado en sus obras si no se piensa en la tormenta, la montaña o el mar, pero no se dice principalmente de esas cosas sino del destino del hombre o de la suprema potestad de Dios. Esas cosas


naturales tienen que ser, por lo tanto, misteriosas, para que pueda ser misterioso el sentido que tienen cuando las decimos de las otras. Pero las principales son las otras. Lo que no terminan de entender los personajes es, sobre todo, a las otras personas. A los otros hombres y a Dios. A los otros hombres, porque se les aparecen incompletos y errados. Como otras cosas que presentan problemas que hay que solucionar, o soluciones para esos problemas; escollos que hay que superar para lograr el bien querido, o tablas de salvación para llegar a la playa: antagonistas o ayudantes. Y a Dios porque, entre otras cosas, permite el mal y no siempre está de acuerdo con el bien que se ve tan claramente. Parece que nuestro jefe, si somos de su bando, no está de acuerdo con su propia causa, porque deja que sus enemigos subsistan. Si Zeus tenía un enemigo, pues bien, lo fulminaba con su rayo. Ese es un dios inteligible, un dios hecho (literalmente) a la medida de los hombres. Pero este Señor, que parece que no hace nada, que nos deja naufragar y que no nos libra del mal, ¿cómo lo voy a entender? Pero, aunque no entienden, aunque se cansan, se entristecen o incluso se enojan, los personajes de Chesterton siguen leales: buscan siempre la verdad, siempre terminan confiando en Dios y prefieren sufrir que claudicar (piensen acá en Edipo, en Antígona, en Ifigenia). La tentación dialéctica y la solución en los relatos de Chesterton Por su puesto, hay una gran dificultad, además de la que supone nuestra naturaleza anfibia, corpórea y espiritual, para conocer a los hombres y las realidades sociales. Estaba muy difundida en la época de Chesterton la reducción de la realidad a una lucha de contrarios (probablemente hoy es peor, mucho de la realidad se entiende solo así). Todo se explica por la eterna oposición de principios: bien y mal, oscuridad y luz, orden y desorden, lo masculino y lo femenino; izquierda y derecha, progreso y tradición, libertad y servidumbre. Si pensamos en esos términos, parece que de pronto lo comprendemos todo. Sabemos qué hacer, cuáles son nuestros fines, amigos y ayudantes y cuales los anatemas y enemigos que tenemos.


Si alguien propone una idea, no hay que pensarla mucho, basta con ver si es “de nuestro lado”. Por su puesto, los personajes de Chesterton comienzan en el lado correcto, la mayoría de las veces, y valientemente luchan contra sus enemigos y enfrentan a sus adversarios. Pero poco a poco atisban que no hay nada de eso. Si los personajes conocen mejor a un hombre, a un enemigo, si pueden develar un poco su personalidad, se dan cuenta de que es en cierto sentido su amigo, porque busca la verdad, a su modo, desde su propio camino (muchas veces, como en el caso del pobre Gabriel Syme, Jueves, esto llega a ser tragicómico). Y de que es precisamente ese hombre otro campo de batalla, igual que él mismo. Que no es que no haya bien ni mal, pero que el mal son cosas que le faltan a los hombres, más que cosas que los constituyan. Si hubiera un hombre completamente malo, sería nada. Sería solamente cosas que faltan y nada que es. Cabe la posibilidad de una persona que fuera un rebelde absoluto, un anarquista total, pero ese sería un gran misterio. Seguramente no sería un hombre. Es precisamente en los hombres que el bien puede triunfar, porque en ellos hay bien y libertad. Incluso mis contrincantes, incluso los que ven cosas diametralmente opuestas a las que yo veo, son criaturas y ya que son, son buenas. Es, entonces un tema en principio ético, pero finalmente metafísico y teológico el de algunos relatos de Chesterton, al menos los que se tratan de esto, como La esfera y la cruz y El hombre que fue Jueves, que leemos en nuestro curso. Cuando se aclara el problema del hombre se aclara el de Dios y el mal en el mundo, porque si el hombre es bueno y libre, aunque incompleto e insuficiente, todo esto cabe en el orden de la creación y en lo previsto para ella hay una tranquilidad impasible. El hombre es libre para poder amar, pero para eso debe poder elegir cualquier cosa para amar. Esto es, finalmente, la paz de Dios,3 que obtiene grandes bienes de grandes males, y mucha belleza del sufrimiento cuando se sufre por caridad. Si la sociedad acepta esto, cree Chesterton, puede ir a algún lado.

3 Compárelo con las ideas de Tolkien sobre el mal en el mundo expresadas en Ainulindalë.


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