Bravo adams caridad cristina

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS

CARIDAD BRAVO ADAMS Cristina

Cristina (1955)

ARGUMENTO: Cristina es un drama emocionante que se desarrolla sobre un fondo rural colombiano. La trama no es melodramática, sino que se ajusta a un profundo conocimiento de lo que es el corazón de una mujer enamorada. Desde muy niña, la protagonista de la novela, ama entrañablemente a un niño de su edad, por el cual es correspondida, y este amor inocente deriva con los años en una pasión vehemente y compartida... Pero la Fatalidad, bajo la forma de un obstáculo infranqueable, destruye la dicha de los enamorados, llevando al alma de Cristina la desolación ante la muerte de sus ilusiones. Tan grave es el valladar que se opone a que los amantes sean felices, que ni el mismo galán se atreve a franquearlo y consiente mal de su grado en contraer un enlace de conveniencia, en el que dista mucho de hallar la paz de su alma. Más tarde se pone en claro que el pretendido veto inexorable consistía en una falsedad, en un fantasma, diabólicamente elaborado por el Sino adverso, con el fin de crear el infortunio en seres que no merecieron tan horrenda prueba. El encadenamiento de los hechos, hace desaparecer de la escena a la mujer en discordia, y, restañadas las heridas que afligieron durante tanto tiempo a los héroes de nuestra novela, el amor, santo y puro, bendito por el Altísimo, se impone a todo.

SOBRE LA AUTORA: Caridad Bravo Adams fue escritora y actriz. Su obra incluyó poesía, novela, periodismo y cine. Se destacó principalmente por sus creaciones para la radio y la televisión, las que alcanzaron gran popularidad. Nació en Villahermosa, Tabasco, el 14 de enero de 1904. Murió el 2 de enero de 1990 en la Ciudad de México. Cuando tenía dieciséis años fue editado su primer libro de poesía, Pétalos sueltos (1920), en Barcelona, Venezuela. En San Salvador ganó La Flor Natural de los Terceros Juegos Florales Centroamericanos por su poema Cuatrología primordial. En Caracas publicó, en 1932, Reverberación. Mientras que Trópico fue editado en México en 1934 y Marejada en 1940 en La Habana. Al referirse a su obra, su vida y la relación con la crítica, Caridad Bravo dijo: “Me niegan el pan y la sal porque escribo para la radio y televisión, pero yo tengo cuatro libros de versos, treinta y ocho novelas y dos obras de teatro; si soy buena o mala no me toca a mí discutirlo, pero desde luego que soy escritora. En realidad yo no escribo para que me den el Premio Novel –pobre de mí-; Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS escribo para llegar al pueblo, a la gran masa humana, a tanta gente que necesita una hora de distracción."

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CAPÍTULO 01 EL ÚLTIMO MENSAJE Muere la tarde sobre la tierra colombiana... El sol hunde su disco rojo en los rudos picachos de los Andes. El enorme silencio del atardecer ha caído sobre la naturaleza selvática, y el verde espeso, que enmaraña de vegetación lujuriosa los hondos valles, parece acentuar la nota sombría que va clareándose por las laderas más desnudas, donde un camino trepa como enroscándose, sinuoso como una sierpe, áspero como un acantilado, al borde de un abismo... Dos jinetes avanzan por el camino estrecho... el primero en un hermoso caballo que parece no obstante rendido de cansancio; el segundo; en una flaca mula que inútilmente trata de emparejar el paso al primer jinete para no quedarse demasiado rezagada, y con la brisa de la tarde, llega, quien sabe desde qué apartada casucha campesina, el aire dulce y popular de una criolla canción romántica... Viste el primer jinete ropas de ciudad, que mal disimula el poncho: gruesa manta de lana de colores en que se envuelve como una capa para protegerse del viento cortante de las cumbres, y de cuando en cuando se empina sobre los estribos mirando con ansia el camino interminable que zigzaguea sobre el flanco de la montaña. Al fin su voz se alza para preguntarle al espolique que marcha detrás: —¿Cuándo llegaremos? —En seguida, señor... después del otro cerro está el pueblo, no más... —Pues apura... —Las bestias están cansadas, señor… —Ya lo sé, pero hay que llegar... —Si usted quiere, señor, en el pueblo puedo buscarle una mula de recambio... Para la hacienda de los Gamboa tiene que tirar todavía dos leguas más... El desaliento se ha pintado en el rostro del viajero. —¡Dos leguas más...! ¿Todavía más arriba...? Llegaremos de noche... —Casi es de noche ya... pero, tarde o temprano, llegaremos. —Que sea cuanto antes... apura los caballos...

Casi era medianoche cuando la talanquera de la finca de los Gamboa quedó atrás... y vieron brillar a lo lejos las luces mortecinas de las viejas lámparas de petróleo que iluminaban el ancho portal de la casa, ladraron los perros campesinos y se detuvieron al fin las rendidas bestias... Con un suspiro anunció el espolique: —¡Ahora sí llegamos! Ya vienen de la casa. Del lado del portal que está en penumbra, ha surgido un hombretón alto, recio, que avanza arrastrando las espuelas y escudriñando en la oscuridad. Su voz suena lenta y cansada. —¿Es Don Antonio Aguilar? —El mismo soy. Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Pase, señor. Mandamos al pueblo un peón a buscarle... —No quise detenerme en el pueblo por no perder más tiempo. ¿Cómo está Isabel Clara? —La señora lo está esperando... —¿Enferma? Grave, ¿verdad? —Sí, señor. El médico y el cura estuvieron, y se han ido ya... La señora tenía miedo de acabar antes de que usted llegara... —La veré en seguida. Avísenle que acabo de llegar. —Ya fue a avisarle la india Petra... Pase, señor... y váyase quitando el frío en el brasero de la sala... El apresurado viajero ha cruzado el anchísimo portal, internándose en una lóbrega habitación de piso desigual, en uno de cuyos rincones arden carbones en un anafre. Ha arrojado el sombrero sobre un taburete y extiende las manos ateridas, mientras poco a poco se quita la manta. Aun es joven, aunque brillan en sus sienes los primeros cabellos blancos y en su rostro de nobles facciones hay una huella profunda de desilusión y de cansancio. El hombre que le ha recibido inquiere: —¿Quiere el señor echarse un trago? La noche está muy fresca... —¡Helada! Pero no voy a beber... dáselo, si acaso, al peón que vino acompañándome, que por cierto no sé dónde se metido... —Tendrá que quedarse esta noche; las bestias que trajeron no pueden más... —Echamos veintidós leguas en una jornada... Se ha quitado totalmente la manta... la esbelta figura destaca señoril, elegante y bien cuidada, en contraste con la pobreza de la estancia, con la sordidez de cuanto le rodea... Una india descalza se acerca silenciosa como una sombra, y le habla en voz muy baja... —La señora le aguarda, señor.

Ahogado de emoción escapa un nombre de los labios de Antonio Aguilar... Un nombre de mujer, musical y sonoro: —¡Isabel Clara...! Una voz triste y débil le responde: —¡Antonio... Al fin! Creí que no llegabas... —¿Que no llegaba habiéndome llamado tú...? —Quise decir: pensé que no podría aguardarte... El recién llegado se ha acercado al ancho lecho de caoba, estrechando las manos adelgazadas que se han extendido en busca de las suyas, inclinándose después para besarlas, protestando con dolorida ternura: —No digas eso... No estás tan mal, no puedes estar tan mal. ¿Por qué no me llamaste antes? ¿Por qué no me dijiste que estabas enferma? Además... Su mirada ha recorrido la estancia, y ha vuelto a ella con mayor tristeza... La enferma sonríe al preguntar... —Te asusta mi pobreza, ¿verdad? Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Me sorprende. Cuando te casaste... —Me casé con un hombre rico; con el hombre que mi padre quiso casarme... por rico, justamente... —¡Isabel Clara...! —No voy a quejarme, ¿para qué? Entonces fui cobarde... después he sido desdichada, inmensamente desdichada... —Y pensar que yo. . . yo... —Tú me amabas y me hablaste en nombre de ese amor... Yo no supe aceptarlo abandonándolo todo; esa fue mi culpa... el pecado que expié durante quince años... quince años, amargos de sufrimiento; pero, ¿para qué hablar del pasado? Es tan corto el tiempo que me queda, y el porvenir es tan apremiante... —Yo remediaré lo que sea. No hay nada que yo tenga de que no puedas disponer. Lo primero es sacarte de aquí... —¡Gracias, Antonio, pero para mí no he de pedirte nada! —No es necesario que lo pidas; es tuyo ya. De cuanto yo pueda disponer, te pertenece. No sabía que habías llegado a este extremo... Alguien me habló de los malos negocios de tu marido, supe que no vivían en la Capital, que habían vendido tierras y casas... Pero traerte a este rincón, a este picacho helado... —Esta finca era lo último que nos quedaba... Nos queda, porque no ha podido venderse. Fue dada en usufructo a mi esposo y sus descendientes, por un abuelo caprichoso y chiflado... La tierra es pobre, la casa miserable. Aquí murió él... Aquí murió también mi esposo después de luchar en vano por levantarla; y para morir yo, también es bastante... —¡No hables más de morir...! —Es lo único que tengo que hacer ya... Y por mí no me asusta, Antonio, créelo: la muerte, para mí, será sólo un descanso; pero hay alguien a quien es horrible tener que abandonar ... mi Cristina, mi pobre niña, huérfana ya de padre... Fruto tardío de mi triste matrimonio... ¿Qué será de mi hija cuando yo me haya marchado para siempre. ..? —No necesitas preguntarlo, puesto que estoy yo aquí. —¿Serías capaz de ampararla? —Pero... ¿puedes dudarlo? —¡Es la hija del hombre a quien tanto odiaste...! —Es hija tuya. ¡No quiero ni necesito más razón! Hija tuya... y debió ser hija mía... Los ojos de la enferma se han llenado de lágrimas... —Eres muy bueno. Sé que lo que te pido no es fácil. Mi hija es pobre. No tiene nada más que su belleza y su candor... Tú no eres libre... tu esposa... ¿Qué pensará tu esposa...? —No me importa su opinión para ampararla. Cristina vendrá conmigo; será como otra hija en mi casa... —¡Tienes hijos! ¡Hasta eso! —Sólo un hijo; que sabrá ser para ella como un buen hermano. No te atormentes más, Isabel Clara, tu hija vendrá conmigo si es necesario... pero antes lucharemos por ti, buscaremos el medio de proporcionarte los cuidados necesarios. Te repondrás, te curarás por completo...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Mis horas están contadas. Este pobre corazón no puede más... ha sufrido tanto... tanto... Como un torrente desbordó la ternura de Antonio Aguilar... —Isabel Clara, mi vida... no es posible que te abandones así, que pretendas que yo te abandone. Tiene que haber algo que podamos hacer... —Lo único que puedes hacer por mí, es llevarte a mi hija... cuanto antes, Antonio, cuanto antes... Aléjala de este dolor, de esta miseria, de esta tristeza helada... Protégela con la ternura de tu corazón, piensa que esa criatura es lo único que deja en el mundo tu pobre Isabel Clara... El desdichado amor de tus veinte años... —No hables así... Me destrozas el alma. Además, no hay razón... estoy seguro de que no hay razón. Ha callado repentinamente sin embargo, asustado por la palidez de la enferma, por sus hondas ojeras violáceas, por el convulso movimiento de los labios cárdenos, sin fuerzas ya casi, ni aun para hablar... Como un susurro logra decir la enferma: —¡Llama a mi Cristina... dile a Petra que la traiga... La india silenciosa y descalza se ha movido sin esperar más órdenes. Sólo entonces se da cuenta Antonio Aguilar de que ha permanecido inmóvil junto a la puerta, como sombra sumisa y vigilante, atenta a las últimas voluntades de su ama. Y los ojos claros de la moribunda le miran ahora tiernamente... —Sólo dolor he traído a tu vida, mi pobre Antonio. Permita Dios que mi hija pueda compensarte con la ternura de su corazoncito, con la alegría de sus pocos años. Hasta ahora no ha sabido más que de amarguras también ella. Confío en ti para... Una adorable criatura de diez años ha aparecido en la puerta, corriendo en seguida al lecho de la enferma. —¿Estás peor, mamá...? —No. Estoy mejor, hijita, y muy contenta... porque han venido a visitarme... Ha hecho el milagro de sonreír a la niña, cuyos grandes ojos se vuelven ahora a Antonio Aguilar. —¿Otro doctor, mamá? —El único que puede aliviar mi alma... mi mejor amigo, mi hermano... Ha venido por ti... A llevarte... La niña protesta, sorprendida, asustada. —¿Por mí? ¿Para llevarme? Pero yo no quiero... yo no quiero dejarte, mamá... —Seré yo la que tenga que dejarte demasiado pronto... Pero no llores, no te entristezcas, hay que acatar lo que Dios dispone, hija de mi alma... y El, en su infinita misericordia, me da el consuelo de saberte amparada. El señor Aguilar te llevará con él muy pronto... a una linda casa, con mucho jardín, donde hay otro niño que será como tu hermano... donde estudiarás y crecerás dichosa... donde serás muy buena... para que yo pueda alegrarme y bendecirte desde el lugar donde Dios disponga enviar mi alma... —Pero, mamá... mamá querida... Ha callado la vocecita infantil, ahogada por el llanto... Los ojos de la enferma se han cerrado como vencidos por un supremo cansancio... su respiración es más débil y más fatigosa. La india de inmutable rostro broncíneo ha encendido una

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS vela más al pie del pobre crucifijo que preside la estancia, y Antonio Aguilar parece despertar del letargo de su dolor... —Llévese a la niña, distráigala... Pero las manos de la pequeña se aterran al cuerpo inmóvil... —¡Mamá... Mamaíta... mamá...! ¿Qué tiene mamá? ¿Por qué no contesta? Alarmado, también el hombre llama: —¡Isabel Clara...! ¡Isabel...! La india se ha arrodillado silenciosamente. Antonio Aguilar palpa con angustia las manos que comienzan a enfriarse... busca en vano los pulsos que ya no laten, y alza al fin un cadáver entre sus manos temblorosas, ahogando con esfuerzo viril el sollozo que sube a su garganta, mientras repite el nombre en vano... —Isabel Clara... Isabel Clara... ¡Isabel Clara...!

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CAPÍTULO 02 LOS REQUENA —¿Puede saberse qué te pasa, Manuela? —¿Qué ha de pasarme? Nada. —Llevas diez viajes a esa esquina. No sientes llegar un caballo, aunque sea de lejos, que no te pongas de pie. ¿Puede saberse a quién esperas, o quién temes que llegue? Es en el rincón más cómodo y confortable de la ancha galería colonial que circunda un frondoso patio, donde juntan sus aromas los limoneros, los naranjos, los granados en flor, las clavelinas y los rosales... Patio bien cuidado, de opulenta mansión rural... Desde la mecedora de viena que ocupa, Fermín Requena mueve la cabeza mirando burlón a su hermana. —Apuesto a que tantas inquietudes son por el viaje de mi señor cuñado... Tres semanas ausente, ¿no? —Va para cuatro. No sé cuándo piensa volver... —Los caminos son malos... en esta época de lluvias se hacen largos los viajes... Fue hasta Manizales, ¿verdad? —¡Qué sé yo hasta dónde fue...! ¡Hasta el infierno, es lo más probable! María Manuela Requena de Aguilar puede tener treinta y cuatro años. Alta, bien parecida, el rostro blanco, de facciones regulares, que parecería mucho más hermoso sin el duro ceño altanero que la hace antipática, sin el pliegue profundo de los labios que la hace amarga. Su hermano Fermín tiene ya cerca de cuarenta. Es un tipo arrogante, de frente despejada, de mirada escudriñadora... Viste ropas de ciudad, no obstante hallarse en pleno campo, y tiene los ademanes comedidos y señoriles, propios de la gente bien nacida, de la meseta colombiana. —Seguramente conoces bien el lugar cuando lo calificas de esa manera... —El lugar no lo sé ni me importa nada. Sé que se fue como un loco después de recibir una carta, que no podía ser más que de esa maldita mujer. —¿Celos...? ¿Celos a estas alturas, hermana? —¡Quién habló de celos! No pienses necedades... O, al menos, no las digas... Fermín ha reído para seguir en el mismo tono de burlona jovialidad: —¿De qué otro modo podríamos llamarle a lo que sientes? Supongo que esa "maldita mujer", como tú la llamas, no puede ser otra que la pobre viuda de Gamboa... —No tienes por qué compadecerla tanto... —Tengo entendido que vive en la mayor miseria y que está muy enferma, además. Tú misma deberías de compadecerla... Su triste suerte... —Me tiene completamente sin cuidado. Que la atiendan los suyos, sus parientes, sus amigos de antes... Burlonamente continuó Fermín Requena: —No sé qué fuerza tiene la adversidad para desvanecer amistades. Probablemente no le quedan ya amigos... La pobreza y las enfermedades no los atraen... ¡los espantan! —Tampoco Antonio tiene nada que hacer a su lado. Me enciende la sangre sólo el pensar... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡Vamos, hermana!... ¡Ha llovido tanto sobre aquellos amores...! —¡Y qué! ¡Antonio no la ha olvidado jamás! Se casó conmigo porque ya no le importaba nada en la vida, cuando ella se hubo casado con Gamboa... Se casó conmigo, igual que si se hubiera suicidado... —Te haces poco favor, hermana... Fermín Requena ha fijado en su hermana sus ojos de profunda mirada inteligente. Por un instante parece repugnarle el odio sórdido que refleja aquel rostro inútilmente hermoso... pero María Manuela ha dado ya rienda suelta a sus sentimientos exaltados... —¡Aunque esté lejos, aunque esté enferma, aunque él no la haya visto en quince años, la sigue queriendo, sigue pensando en ella! ¡Isabel Clara! ¡La bruja maldita que le robó el alma! Por ella no hemos sido nunca felices; por ella Antonio no me ha mirado nunca como debió mirarme... y yo la odio con toda mi alma y odio a todo lo suyo ¡Que se muera! ¡Creo que ni después de muerta podré dejar de odiarla!

La última paletada de tierra cayó sobre la tosca caja de madera de pino... La mano temblorosa del viejo sacerdote de la aldea bendijo el suelo humilde, último refugio de los despojos de Isabel Clara... Y un murmullo de oraciones pasó por los labios torpes de los escasos peones de la hacienda esquilmada... únicos acompañantes del fúnebre cortejo... —¡Requiescat in pace…! —murmuró la cascada voz del cura. —¡Amén! —salmodió el coro humilde. De los labios de la india Petra escapó un sollozo amargo, entrecortado... —¡Ay, mi señora...! Los peones han pasado, dejando caer sobre la tierra removida algunas flores humildes y frescas ramas de sauce... Antonio Aguilar ha quedado solo, frente al último lecho de la mujer a quien tanto amó... pero el viejo sacerdote regresa tras entregar al acólito los implementos con que acaba de oficiar. —¿Piensa usted llevarse a la niña, señor Aguilar? —Sí, Padre, a mi casa de Medellín... Mi esposa y yo cuidaremos de ella. No tiene a nadie, según creo; y fue, además, la última voluntad de su pobre madre... —¿Dejó ella algún papel a ese respecto, hijo mío? —No, pero... —Lo decía porque por parte de padre sí tiene algunos parientes... Son, desde luego, personas indeseables, a quienes no creo capaces de ocuparse de una criatura; pero, a veces, el demonio hace las cosas y Dios permite que los buenos sean puestos a prueba... —¿Qué quiere decir, Padre? —Puede haber reclamaciones... —¡Que las haya! Estoy dispuesto a hacerle frente a cualquier cosa que pueda presentarse. —Usted no es el tutor oficial de la niña... —Tengo entendido que Cristina no posee absolutamente nada...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Unas pobres tierras áridas, de las que ni siquiera puede desprenderse. Fueron dadas en usufructo. Yo tengo en mi casa el testamento de su señor abuelo... —Los intereses quedan en sus manos. Padre. Yo sólo reclamo el derecho de darle a la huérfana mi apoyo, y un poco de la ternura que necesita... Quisiera, además, salir cuanto antes... Isabel Clara murió tranquila pensando que la dejaba en mis manos... —Le espero entonces en mi casa... Llévesela... Llévesela si ella quiere irse…

Solo, Antonio Aguilar se volvió a la tumba recién cerrada, en el fondo de aquel cementerio de aldea, pobre y destartalado. Por sobre los viejos muros de cal parecen empinarse la áspera montaña y el cielo encapotado de la fría mañana de invierno; pero entre el silbido del viento, un leve paso que se acerca le hace estremecer volviendo la cabeza para hallar la tímida figura de la muchachita enlutada... —¡Cristina...! ¿Por qué te dejó venir Petra? —Quiero estar con mamá... —La llevaremos siempre en nuestros pensamientos y en nuestros corazones, hija de mi alma... No la olvidaremos nunca... ¡nunca...! Pero su presencia material nos faltará definitivamente, por desgracia... —Usted también la quería mucho, ¿verdad? ¿Verdad, señor? —No tienes una idea, hijita. .. Y ambos hemos de cumplir su voluntad. —Pero si me lleva lejos, ¿quién vendrá a su tumba a traerle flores, a cuidarla? Ni siquiera tiene su nombre.... —Cuando sea tiempo le haré colocar una cruz y una lápida de mármol. Te lo prometo. —Aquí al lado... esta cruz de madera, es la tumba de mi papá. —¡Ah...! —¿Le hará usted poner también otra lápida de mármol y otra cruz? —Bien, si tú lo deseas... —¿Y me dejará venir alguna vez a rezar por ellos? —¡Te lo prometo! Se han abrazado. Luego, el hombre ha tomado la mano a la niña llevándosela de aquel lugar, alejándose con la extraña angustia de dejar unidas aquellas dos tumbas, en que la mujer bien amada y el hombre aborrecido dormirán juntos por una eternidad...

—¡Mamá...! ¡Mamá...! —¿Qué pasa, Ernesto? —¡Papá acaba de llegar! —¡Oh...! María Manuela se ha puesto vivamente de pie, dejando caer la labor en que se entretenían sus manos, y va a ir hacia la puerta principal, cuando su hijo la detiene...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Llegó por el lado de la huerta, mamá... y entró por el otro patio. Pero no viene solo... ¿sabes? —¿Qué...? ¿Cómo? ¿No viene solo? —Trae a una muchachita rubia, vestida de luto... Ernesto Aguilar tiene catorce años. Es alto, fuerte, de rostro despejado y leal, y se acerca solícito a su madre al verla tambalearse como si hubiese recibido un golpe violento... Pero María Manuela se repone en el acto. Con gesto agrio inquiere de nuevo... —¿Qué estás diciendo? ¿Cómo sabes...? —Los vi venir desde lejos y corrí a avistarte. ¿Quién es esa niña, mamá? Papá la trae de la mano... y me parece muy bonita. ¿Por qué está de luto? ¿Se le habrá muerto alguien...? —¡Calla! Se ha vuelto con violencia; pero ya llegan Antonio Aguilar y la pequeña, cogida de su mano. Su voz suena serena y grave, al saludar a los suyos: —María Manuela... ¡Ernesto, hijito...! Y la de su esposa restalla como un latigazo: —¿Quién es esa criatura? ¿Para qué la traes? Pero el hombre se vuelve a la pequeña. Dulce y sereno, le habla... —Perdóname, Cristina... lo primero que tengo que hacer es presentarte. Esta es mi esposa, que va a quererte y a cuidarte lo mismo que yo... —¿Qué...? Luego se yergue para mirar duramente a María Manuela mientras afirma: —Cristina viene a esta casa como una hija más. Es huérfana. Hice a su madre la promesa de cuidarla, ampararla y educarla como a hija propia. Saluda a mi esposa con un beso, hija mía... La niña va a obedecer dócilmente... Pero la mujer la rechaza con un áspero: —¡No es necesario! Y se aleja, sin que Antonio Aguilar logre detenerla... Tras vacilar un instante, él la sigue, llamándola... —¡María Manuela... Escúchame... María Manuela...! Cristina mira a Ernesto con ojos desolados... —Se ha enojado conmigo... El muchacho sonríe, generoso: —No seas boba, contigo no, con papá. Papá cada rato hace cosas que le molestan a mi mamá. Ahora se fue de viaje y no le ha escrito en cinco semanas. No creo que tú tengas nada que ver en eso... Luego trata de quitar importancia al incidente: —¡Bah! Eso ha pasado muchas veces. Papá se olvida de escribir cuando se va de viaje y mamá siempre sufre pensando que le ha pasado alguna cosa mala. El tío Fermín dice que pelean porque mamá lo quiere demasiado... pero en seguida se les pasa, no pongas esa cara de asustada... Claro que como acabas de llegar...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Cristina ha bajado con pena la fina cabeza que coronan dos largas trenzas rubias, y el rostro pálido, de un blanco mate y marfileño, se enciende de grana... Las espesas pestañas velan los grandes ojos claros, ahora húmedos de lágrimas, pero Ernesto Aguilar se acerca hasta ella con gesto protector y resuelto. —No estés triste, que no va a pasar nada. Dime cómo te llamas. Papá dijo que te ibas a quedar en la casa como hija suya... esto es: como mi hermana. Yo preferiría que fueras mi novia... —¿Qué dices...? —No te asustes, tonta, se conoce que vienes del campo. Bueno, aquí también estamos en el campo... pero nada más que de temporada. Si vives con nosotros sabrás lo que es una ciudad... ¿No quieres decirme cómo te llamas? Ella responde con verdadero esfuerzo: —¡Cristina…! —¿Nada más que Cristina? —Cristina Gamboa... —Ese nombre lo he oído antes... Tu papá es político... vivía en la capital... —Sí, oí decir que sí, en Bogotá, pero hace muchos años... Yo no me acuerdo de nada... él murió en el pueblo... en "Las Cumbres", y nos dejó solas a mí y a mamá... —¿Y tu mamá? ¿Dónde está? —Se murió también... hace dos semanas. Ahora estoy sola... Se ha deshecho en lágrimas... El muchacho trata de consolarla. —¡No tan sola, caramba, ya que papá te trajo a casa...! Perdóname por habértelo preguntado... no pensé que fueras a llorar. Vamos, sécate las lágrimas. ¿No tienes pañuelo? Toma el mío... está limpio. —Sí, gracias... eres muy bueno... —No, no soy muy bueno, soy regular... Mamá no quiere que sea demasiado bueno, como dice que es mi padre... Porque de los muy buenos todos abusan... —Mamá siempre me decía que fuera muy buena, buena con todos, hasta con los que me hicieran daño... —Eso sí es una tontería. Con los malos hay que ser malo. Sobre todo los muchachos; las niñas todo lo arreglan ustedes con llorar... —Tú también llorarías si se te hubiera muerto tu mamá. —No lloraría. Los hombres no lloran por más que tengan más pena que nadie... pero si mi mamá se enfermera le traería los mejores médicos de Bogotá y les ofrecería todo el dinero para que la salvaran... —Y si no podían hacerlo... —¡Era capaz de matarlos...! —Ernesto, no digas eso. Los hombres que matan van a la cárcel y después al infierno... —Si tienen influencia no van a la cárcel... y si luego se arrepienten y fundan un asilo o levantan una iglesia, el Papa les perdona y no van tampoco al infierno. Mi tío Fermín mató a un hombre en un duelo y no le pasó nada, porque es un caballero, ¿sabes? ¿Tu papá no era un caballero? —Mi papá sí era un caballero, pero nunca mató a nadie. Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Una puerta se ha abierto tras ellos. La niña, asustada, se refugia junto al muchacho... Ernesto la tranquiliza sonriente... —Es mi tío Fermín... Don Fermín Requena. La arrogante figura queda en la puerta contemplándoles. Después inquiere: —¡Hola, Ernesto! ¿Llegó ya tu padre? —Sí, tío, está en el cuarto con mamá... Discutiendo... ya sabes. —¡Caramba! ¿Y esta muñeca de dónde la has sacado? —Papá la trajo; dijo que iba a vivir con nosotros... Se llama Cristina... Cristina Gamboa... ¿verdad? —¡Caracoles! Ya me imagino cómo estará tu madre... No quisiera irme sin ver a Antonio... pero será en otra ocasión... —¿Se va usted, tío? —Sí, por el momento. Pasado mañana vendré para mi finca, con Silvia. Estaré aquí al lado y nos veremos a diario... ¿De modo que Cristina Gamboa? Hija, naturalmente, de Isabel Clara. ¿Cómo está ella? —Murió, señor... por eso yo... yo... Sus grandes ojos han vuelto a llenarse de lágrimas... Don Fermín corta: —Está bien, hijita, no te aflijas. Eres muy linda y no debes llorar. Pero si acabas de llegar de viaje estarás muy cansada. ¿Por qué no la has llevado adentro, Ernesto? —Estoy esperando al señor Aguilar... Ernesto replica, dándose importancia: —No tienes que esperarlo. Dijo que ibas a vivir aquí; y eso basta. Le diré al ama de llaves que te prepare un cuarto... También te enseñaré mis canarios amaestrados... cantan mejor que los de nadie. ¡Vamos...! Con su permiso, tío... —Anda, anda, cuídala bien. Se han ido los muchachos... Fermín Requena piensa, casi en voz alta: —La hija de Isabel Clara... El pobre Antonio debe estar trastornado para traerla a esta casa... Y va a salir, pero se detiene al sentir que llega, y extiende la mano saludándole: —¡Antonio...! —¡Oh, Fermín...! Visiblemente disgustado, Antonio Aguilar ha respondido al saludo de su cuñado, pero Fermín Requena sonríe con gesto de condescendencia burlona. —¡Hola, hombre, bien llegado...! Aprovecho para saludarte antes de marcharme... —Perdóname un momento... ¿Dónde está...? —¿La pequeña? Tu hijo Ernesto se encarga de hacerle los honores de la casa. Ya me imagino que el recibimiento de mi hermana no habrá sido muy cordial... Esta María Manuela... Casi con violencia, responde Aguilar: —No ha querido ni siquiera escucharme... pero no pienso ceder un punto. Cristina se quedará en esta casa; crecerá como mi propia hija. Lo he prometido, lo he jurado y lo cumpliré pase lo que pase. Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Fermín alza las cejas antes de responder fríamente: —Me parece que estás muy exaltado, Antonio... Manuela tiene razón en parte... —¡No tiene razón en nada, Fermín! —Está bien... Ya sabes que no acostumbro a intervenir en vuestras rencillas matrimoniales. Quería hablarte, naturalmente, de intereses... No sé si recordarás que hace tres días se cumplió el plazo para el pago de tu hipoteca... —Sí... sí... claro... Recordé; pero... He tenido tantas cosas... Pondremos remedio a todo. El domingo iré a Medellín, trataré de llevarte el dinero o por lo menos una buena parte... —Nos veremos antes... pasado mañana vendré para mi finca. Estaremos lo bastante cerca para vernos a diario y espero que hagas un esfuerzo para cumplir tus compromisos... —¡Puedes estar seguro de que pagaré hasta el último centavo! —Lo estoy, hombre, lo estoy... Tampoco te estoy poniendo un puñal al pecho. Estas cosas en familia son delicadas, puedo ampliarte el plazo un par de semanas... —Es todo lo que te pido... —¡Magnífico! ¡Hasta pronto entonces! Me temo que te esperan ratos muy malos, y también a la pequeña. Deberías buscar mejor un internado para ella. —No buscaré nada. ¡Haré lo que tengo que hacer y nada más! —Allá tú. ¡Hasta la vista...! Se ha alejado, frío, desdeñoso, irreprochable de distinción y de elegancia, mientras Antonio Aguilar, abrumado por un instante, se sienta ocultando el rostro entre las manos para alzarlo luego con resolución, mientras su corazón parece gritar: —¡Yo sabré defender a tu hija, Isabel Clara!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS

CAPÍTULO 03 ERNESTO AGUILAR —¿Te gustan mis canarios? Ya los oirás cantar... —Sí, son muy bonitos. Pero, ¿por qué no cantan ahora? —Porque tienen sueño... cantan por las mañanas cuando yo les destapo la jaula... Cuando quiero los saco y los dejo volar por el cuarto... y cuando se lo mando, vuelven a la jaula... —¿De verdad? ¡Qué raro! Si yo fuera un pajarito y me abrieran la jaula, me escapaba para siempre... —Pues serías una tonta. Nadie los va a cuidar mejor que yo los cuido... —Pero los guardas en una jaula... —Para que no se los coma el gato. Yo los protejo. Es mi deber porque soy su amo... y también me ocupo de mi perro y de mis caballos y cuando sea hombre me tendré que cuidar de todos los criados de mi casa, y de todos los peones de la hacienda, como hace mi padre. ¿En tu casa no lo hacían?... —En casa no estaban más que Higinio y Petra, que son muy buenos. Ellos eran los que nos cuidaban a mamá y a mí... Ernesto ha sonreído, mirándola. Hay en ella un encanto suave y triste que va envolviendo el corazón del muchacho... algo que le impulsa hacia ella con simpatía irresistible... Pero el encanto de su mundo infantil se rompe al sonido de una voz familiar, que llega llamándolos. —¡Ernesto...! ¡Cristina...! ¿Dónde están...? —Le estoy enseñando la casa a Cristina, papá. Ahora iba a llevarla al otro patio. —Mañana habrá tiempo... ahora va a ir a su cuarto para que descanse y se arregle para la hora de la cena... Ha alzado la voz, dirigiéndose a una criada: —Adela, lleva a la señorita Cristina al cuarto que te he indicado y luego enséñale dónde queda el comedor. Anda con Adela, hija mía... y pídele cualquier cosa que necesites; ella te atenderá... —Sí, señor; muchas gracias. Antonio queda solo frente a su hijo, y le pregunta sin ambages: —¿Te gusta Cristina, hijo? ¿La encuentras simpática? El muchacho responde, suelto y franco: —Es muy bonita. Me gusta porque tiene el pelo muy largo... y tan dorado... Es más bonita que Silvia mi prima, ¿verdad, papá…? —Más que en lo bonita, quiero que pienses que es una criatura desamparada, y que tú y yo debemos protegerla y ayudarla. ¿Lo harás, hijo mío? —Claro que sí, papá... —Ha sufrido mucho, viene de una casa donde no había más que miserias y lágrimas... Quiero que entre nosotros encuentre risas, alegría, flores, bienestar, cariño... ¿has comprendido? —Sí, papá... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Bien... Ahora ve a arreglarte. Esta noche será la primera vez que Cristina comparta nuestro pan, y es en la mesa donde se brinda más cordial la hospitalidad... —Sí, papá... —Tú y yo le haremos los honores de la casa... —¿No vendrá mamá esta noche a la mesa? —Me temo que no. Está un poco mal, ¿sabes? —¡Pero estaba muy bien esta tarde!... —Un dolor de cabeza puede venir de pronto... Mañana, probablemente, habrá mejorado. Ve ahora a arreglarte... —Sí, papá... Antonio Aguilar ha entrado en su despacho con paso fatigado. Ernesto, inmóvil, le ha mirado entrar; luego, sigilosamente, toma el rumbo de las habitaciones de su madre... Ya en la puerta de la alcoba... —Mamá... ¿Puedo entrar? María Manuela está sola en la amplísima alcoba de muebles oscuros y paredes blancas con techo de pulidas vigas... Por las dos ventanas abiertas al jardín que circunda la casa, penetran las últimas luces del día que muere, pálidas, pero lo bastante claras para que Ernesto vea brillar el llanto en los ojos de su madre y se acerque, alarmado... —¡Mamaíta...! ¿Qué te pasa? ¿Te sientes muy mal? María Manuela contiene con esfuerzo su malhumor... —No, hijo, no es nada... —¡Pero estás llorando…! Te disgustaste con papá... como siempre. Papá es bueno con todos, pero contigo es malo. —No, hijo... —Sí, sí... y me da una rabia... —No te preocupes. No sufras por eso... Eres muy niño para poder hacer nada... —No tan niño como quieres hacerme, mamá. Yo sé que hay algo entre papá y tú que te atormenta, y que es por culpa de él y de otra... —¡No, hijo... calla! —Una mujer que es mala... una mujer a quien mi padre... —¡Basta! ¡Basta, Ernesto...! De esto, ni una palabra más. Olvídate de mis lágrimas... olvídate de todo esto... —No puedo olvidarme, mamá. Y cuando yo sea hombre, te juro que esa mujer... —Esa mujer ha muerto ya. —¡Ha muerto! —Sí... Ha muerto... pero demasiado tarde, cuando ya mi vida estaba amargada y destrozada... —¡Mamá...! —No debería decirte nada, pero no puedo más... y esa criatura, esa maldita criatura que tu padre pretende traer a esta casa... —¡Cristina...! ¿Hablas de Cristina, mamá? Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Sí... sí... la aborrezco. —¿Qué dices, mamá? ¿A Cristina? Papá dijo... —¡Qué importa lo que tu padre pueda decir! ¡Cristina no puede quedarse en esta casa... no se quedará! —Pero mamaíta... papá dijo que era una huérfana, que sólo nosotros podíamos ampararla... —¡Tal vez no sea tan huérfana...! El odio ha brotado brutal de los labios de la mujer. El niño pregunta, asustado: —¿Cómo? ¿Qué...? No entiendo, mamá. Sus padres se murieron... María Manuela Requena de Aguilar se ha mordido los labios, ha apretado las manos clavándose las uñas, y ha callado con esfuerzo enorme... Ernesto insiste, hombreándose: —Mamá querida... háblame claro... te juro que soy capaz de entenderte... háblame... —No me hagas caso, tu padre tiene razón... estoy enferma. Déjame, hijito, déjame y olvida todo lo que has escuchado... Este es un asunto en el que no tienes nada que ver... ¡Vete...! ¡Vete ahora!... Se ha desprendido de los brazos de su hijo empujándole hacia la puerta; pero, en violento arrebato, Ernesto vuelve a ella, tierno y angustiado. —Mamá... Yo te quiero a ti más que a nadie, más que a nada. ¡Quiero saber tus penas, quiero ayudar te... —Contra tu padre no puedes hacer nada... pero que Dios te bendiga por quererme como me quieres. Eres mi único amor, hijo del alma. Contigo es con quien sólo puedo contar y en tu cariño tendré que refugiarme... Lo ha besado en la frente, llevándolo hasta la puerta del cuarto... y le empuja hacia afuera cerrándola tras él para decirse luego a solas: —¡Es preciso callar...! ¡Callar!

Cristina ha peinado sus largas trenzas rubias, y sus grandes ojos claros, dulces y tristes, recorren la lujosa habitación que le ha sido destinada... Cortinas de encaje, muebles de pulida caoba, una canuta blanca que desentona un poco del conjunto, como colocada apresuradamente en aquel lugar que tiene más de saloncito que de alcoba. Por la ventana abierta al jardín, como todas las de aquel lado de la casa, penetran el perfume de los jazmines y el piar de los pajarillos... También asoma una oscura cabeza entre las ramas, y se acerca hasta tocar con los lacios cabellos los barrotes de madera labrada. —Niña Cristina... —¡Higinio...! Tenía tantas ganas de hablarte... —Y yo a usted, niña Cristina... Me acerqué para despedirme... La niña se ha sentado en el poyete de la ventana, sus pequeñas manos blancas acarician la frente bronceada del mestizo... mientras sonríen los frescos labios. —Higinio... No quiero que te vayas...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Yo tampoco quiero dejarla, niña... pero el que manda, manda... y el señor Aguilar y el padre Juan dicen que yo hago falta allá. Pero aquí va a estar como una princesita, niña... como una virgencita en un fanal... mire no más qué lindo cuarto... Cristina responde con tristeza... — Sí... —¿No le gusta? —Me gusta; es muy linda esta casa... Pero de pronto tengo miedo, Higinio... —¿Miedo?... ¿De qué? —No sé... allá arriba éramos muy pobres, pero era mi casa... —¡Ya! —Yo no quiero ser ingrata con el señor Aguilar ni con Ernesto, que es tan simpático y tan alto y tan fuerte como un hombre ya... —El niño Ernesto... lo vi pasar... dicen que se parece mucho a la señora... —Eso no es verdad; no se parece nada. Él es bueno como el señor Aguilar, y la señora... —¿La recibió mal, niña? ¿Qué le dijo? ¿Qué le hizo? —Nada... creo que ni siquiera me ha mirado... —Está bueno... Pues oiga, niña, si no está contenta en esta casa, por linda que sea, no tiene más que escribirle al padre Juan y decirle que me llame. —¿Que te llame...? —Higinio vendrá, niña... la llevará allá arriba, donde siempre será su casa. Han tocado a la puerta... Cristina vuelve inquieta la cabeza. —Me están llamando, Higinio. Será para cenar... —Yo me regreso allá de madrugada, niña... Le digo adiós ya... —Aunque sea de madrugada, vuelve a decirme adiós...

En el comedor la aguardaba solamente Ernesto: seco, serio, disgustado. —Siéntate donde quieras. Vamos a estar solos. —¿No viene el señor Aguilar? —No. Papá está ocupado en el despacho... —¿Y tu mamá...? —Mamá está enferma, le sirven en su cuarto... El amplio comedor es acaso demasiado solemne para pertenecer a una casa de campo... Dos criadas mestizas sirven la mesa con rapidez y silencio, como obedeciendo a órdenes precisas que cada día son ejecutadas exactamente igual... Sobre el mantel, muy blanco, destaca la vajilla fina, los cubiertos de plata, los apetitosos manjares condimentados con esmero... Pero Cristina sólo atiende al rostro disgustado del muchacho, tan distinto de como lo encontrara horas antes. Casi brusco le ordena: —Toma tu sopa; se te va a enfriar... —¿Tú no comes? Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —No tengo ganas. Estoy aquí porque papá dijo que tenía que darte la bienvenida el primer día que comes nuestro pan. ¡Anda, acaba... yo no voy a comer!... La pequeña Cristina bajó la frente sintiendo que ardían de rubor sus mejillas pálidas... No era más que una intrusa... una recogida, una mendiga con quien se era cortés a la fuerza, o por piedad. —Yo tampoco voy a comer. —¡Come! Papá quiere que comas. ¡Me echará a mí la culpa si no lo haces! Cristina se llevó el pan a los labios y en la suntuosa mesa de los Aguilar el pan de la limosna le pareció duro y amargo...

—¡Higinio...! —Mande, su merced... Don Antonio Aguilar ha llegado personalmente bajo el cobertizo donde, apartado de los sirvientes de la casa, Higinio López se prepara a encender el pequeño cigarro de hoja fuerte, saboreada la jícara de café que acaban de brindarle... —¿Comiste...? ¿Descansaste...? —Sí, señor, y si su merced no manda otra cosa, para Las Cumbres me vuelvo esta madrugada... —¿Te importaría salir en seguida y dejar una carta en Medellín, en casa de mi cuñado el doctor Requena? —No, señor. Yo hago lo que usted me mande... —Es algo que preferiría no mandar con ningún peón de la casa, y que necesito llegue cuanto antes... —Sí, señor... —Si te apuras puedes estar allí antes de medianoche... Te daré un buen caballo, que puedes conservar después como un regalo mío... —Será mucha molestia, señor... —No es ninguna. Sé que eres un buen hombre y que puedo confiar en que cuides los pocos intereses que le quedaron a la niña por allá... —Sí, señor; eso sí. —Entonces, ven conmigo a mi despacho. —¿Puedo despedirme de la niña, señor? —Más vale que no lo hagas... Será una emoción más para ella. Bastante ha sufrido con las despedidas... decirte adiós a ti la entristecerá... —De todos modos va a saber que me fui... —Procuraremos distraerla. Por fortuna las penas no duran demasiado en el corazón de los niños... Vete mejor sin volver a verla. —Como usted mande, pero va a quedarse esperando...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Ya sé que no quisieras hacerlo, pero por el bien de la niña lo quiero... Es preciso irla desprendiendo cuanto antes de los afectos que ha dejado atrás. Para que se sienta feliz aquí tiene que olvidar... —¿No querrá usted que olvide a su madre...? —Eso no es posible... pero hay que hacer que piense menos en lo que ha perdido... Anda, ven a mi despacho.

Cuando el buen caballo que llevaba a Higinio López cruzó alejándose de la casa, rumbo a Medellín, cuando bajo el portal le vio perderse en la llanura plateada de luna, Antonio Aguilar volvió sobre sus pasos, entró en el comedor extrañamente silencioso y se quedó mirando a la niña y al muchacho, inmóviles frente a los platos casi intactos. —¿Ya terminaron? Veo que han comido muy poco... Tú creo que nada... ¿Qué te pasa, Ernesto? —Nada, papá... ¿Puedo irme a dormir? —Hubiera preferido que te quedaras charlando un rato con Cristina, que le hubieras enseñado tus libros de cuentos, de dibujos... pero ella también debe estar cansada y con más razones que tú... Ha mirado por segunda vez, un tanto inquieto, el franco rostro de su hijo, ahora hosco y preocupado... —¿Qué pasa, Ernesto? —Nada, papá... Si me das tu permiso, antes de dormir iré a darle las buenas noches a mamá... —¿Estuviste antes con tu madre? — Sí. —Te habló, ¿verdad? ¿Qué te dijo? —No me dijo nada... Con tu permiso, papá. Se ha ido y el padre no puede evitar un gesto exasperado. —¡Es el colmo…! —No se disguste, señor Aguilar... La dulce voz de la pequeña le ha hecho reaccionar. Suavemente responde: —¿Disgustarme? No, hija... aquí nadie se disgusta por nada. No tengas preocupaciones de ninguna especie... duerme bien, descansa, mañana será otro día. Voy a acompañarte a tu cuarto a ver si todo está en orden... La ha tomado de la mano, observando su decaimiento y su tristeza, mirando inclinarse la cabecita de trenzas doradas. Al fin, ya en la puerta del cuarto... —¿Estás bien aquí? Un poco lejos de las otras alcobas, pero ya iremos remediando los males... Si no quieres quedarte tan sola puedo mandarte a una de las muchachas para que te acompañe... —No, no, señor Aguilar, nunca tengo miedo... —Así me gusta... que seas valiente y franca... a mí quiero que me cuentes todo lo que te pase. Mi mayor deseo es hacerte feliz. —Gracias, señor Aguilar... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¿Y sabes otra cosa? No me gusta que me llames señor Aguilar. —¿Pues cómo quiere usted que lo llame? Han cruzado el umbral del saloncillo transformado en alcoba. Rendido de la ruda jornada de emociones, Antonio Aguilar se ha dejado caer en la más próxima butaca y sus manos acarician la frente de Cristina... después la toma cariñosamente por los delgados brazos y queda contemplándola, con una honda y dolorosa ternura... —Es absurdo que alguien pueda odiarte... —¿Odiarme? ¿Quién me odia...? —Nadie... No me hagas caso. He dicho un tonto disparate. ¿Qué estábamos diciendo? ¿De qué hablábamos? —Usted me pedía que no le llamara señor Aguilar... pero no sé cómo decirle... Usted no es mi tío, ¿verdad? —No... Hubiera deseado ser tu padre... pero no somos nada... no nos une más que un hondo afecto del alma... —¿Quiere que le diga padrino? El mío de verdad no sé quién es ni dónde está... —¡Hijita...! —¿Le gusta? A mí me gustaría que usted fuera mi padrino de veras... Si no estuviera bautizada me encantaría que usted... —Lo estás; pero no importa... en tu inocencia has acertado con el nombre mejor... Soy tu padrino, tu segundo padre, y si no he podido tomar ante el altar y frente a un sacerdote esas obligaciones, las tomé con toda mi alma frente a tu propia madre... —Padrino... —¡Hija de mi alma! La ha besado en la frente, estrechándola en sus brazos; luego se pone de pie, venciendo su emoción... —Ahora voy a dejarte descansar... Duerme tranquila bajo este techo que sabrá cobijarte siempre con amor... Hasta mañana... Cristina quedó sola... Todo el cansancio de aquel día, para ella interminable, pareció caer de pronto sobre su frágil cuerpecillo… Muy despacio se acercó hasta la camita blanca... En las paredes había lindos cuadros de flores y de pájaros y echó de menos el severo crucifijo que presidía la alcoba de su madre... Por la ventana abierta, entraba a raudales la luna y el aire tibio y primaveral de aquel clima privilegiado... Antioquía, el florido jardín de Colombia, daba su bienvenida a la hija de las cumbres heladas y ásperas... Sin ánimo para desvestirse se dejó caer en la cama limpia y blanda... sus manos se juntaron en ademán de oración, pero el nombre de Dios no llegó a acudir a sus labios. Otra palabra, sencilla, tierna, pequeña y suave, llegó a ellos como única oración, en aquella su primera noche bajo el techo extraño: —¡Mamá... Mamá...! ¿Por qué no estoy contigo, mamá?

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Antonio Aguilar ha entrado en la alcoba de su esposa, lujosa y solemne como todas las habitaciones de aquella casa, en la que María Manuela Requena ha podido imponer su gusto personal. Muebles oscuros, pesados cortinajes, y en el pequeño cuarto anexo, dispuesto para oratorio, un reclinatorio en terciopelo, donde dobladas las rodillas y el rosario entre las manos, la esposa de Aguilar parece rezar... Frente a ella se detuvo el hombre, inquieto. —María Manuela... ¿Quieres escucharme? En tono seco y digno respondió la esposa: —Podías haber esperado a que terminara mis oraciones... —Llevo varias horas queriendo hablarte... —Habla. Dime lo que sea. ¿Qué nueva humillación piensas imponerme? —Ya veo que ni las oraciones te han calmado... —¿Qué quieres de mí? ¡Acaba! —¿Cómo sabes que voy a pedirte algo? —Conozco tu tono y tu gesto... Son bien distintos de cuando llegaste... —Perdóname si me violenté un poco. Tu actitud me indignó; no podía por menos que indignarme... —Sigue... sigue, continúa haciéndome reproches. Aquí estoy yo para soportarlos... Me hieres, me humillas, me ofendes, y aun eres tú quien te quejas... quien te permites indignarte... —¡Manuela, por piedad, no vuelvas a agotar mi paciencia! Deja a un lado tu orgullo y tu soberbia... si, como quieres demostrar con tu actitud y con tus palabras, eres verdaderamente cristiana... —¿Te atreves a ponerlo en duda? —Pienso que la religión que practicas habla de misericordia y de piedad, habla hasta de amor a nuestros enemigos... —¡Qué modo más cómodo de interpretar las cosas!... ¿Eso es, entonces, lo que vienes a pedirme? Que ame a quien destrozó mi vida, a quien amargó mi alma... a quien apagó de un golpe todas mis ilusiones... —¡Manuela…! —Sí, sí... todo eso hizo esa mujer... a quien hasta después de muerta sigues adorando... No lo comprendes... No quieres comprenderlo. Te casaste conmigo sin amarme. Fui para ti el deber tedioso que se cumple con desgano... Yo, en cambio, te amaba... te amaba... Ha roto a llorar... Antonio, conmovido, va a acercarse… —¡Manuela...! Pero ella salta, enfurecida: —No te acerques... no me toques. Dije que te amaba, no que te amo... ¡Ahora te desprecio y te aborrezco, y sólo quisiera que fueras tan desdichado como me hiciste a mí...! Con amarga calma responde el hombre: —Si eso es lo que deseas, puedes estar satisfecha: has logrado hacerme absolutamente desdichado... —¡Muy bonita frase! Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —No es una frase, es la triste verdad; pero no es de eso de lo que quiero hablarte... eso ya no importa, es algo que he aceptado, algo que no tiene remedio... el dolor de mi vida... —Supongo que el gran dolor de tu vida habrá sido la muerte de esa mujer... de esa... —¡Calla! ¡No he de permitir que ultrajes la memoria de una santa! —¿Santa?... ¿Santa?... Era lo último que me faltaba escuchar. .. ¿No te acuerdas ya de cuando la maldecías llorando? —¡Manuela...! —No puedes negarlo... Fue famoso tu dolor cuando se casó con Gamboa, el comentario rodó de boca en boca... No se hablaba más que del poeta enamorado, a quien una mujer sin corazón había despedido para aceptar a un rival opulento... Eras el tema de todas las tertulias, el ídolo de todas las muchachas románticas... —¡Oh... calla! —Tus versos tristes fueron de mano en mano... —¡Basta, Manuela!... Te prohíbo... —Después, ella se fue lejos... tú quedaste solo y amargado. En Bogotá, su marido triunfaba... El político, el diplomático que supo ofrecerle una vida brillante, mientras tú, en Medellín, te consumías de tedio, de celos, de rabia... —¡Cállate ya…! —¡No tengo por qué callarme! Fue entonces cuando te quise, estúpidamente subyugada por tu aureola... fue entonces cuando empezaste a venir a mi casa y yo fui lo bastante niña, lo bastante ingenua para enamorarme de tu tristeza, de tu nostalgia, para soñar que curaría tus heridas... que un día lograría conquistar tu corazón... No lo logré jamás... —¡Pero fingiste compasión y ternura! Me hiciste pensar que eras la mujer comprensiva, capaz de darme la paz, sino la felicidad... —Hice lo posible por darte amor, y tú no querías más que descanso... —No es verdad. Te di respeto, ternura, cariño... —No me diste lo que yo había soñado... todo eso lo guardabas para ella, para la musa de tus versos... para el hada que te inspiraba, y en la primera ocasión volviste al lado suyo... —¡No! —¡Sí! ¡No lo niegues. Cuando supiste que había regresado de Europa, te faltó tiempo para inventar un viaje a Bogotá... Te las arreglaste de forma de dejarme sola... —Estabas delicada... no podías viajar. Fui a Bogotá porque mi presencia era indispensable para recoger una herencia... demasiado lo sabes... no se trataba ni siquiera de mí, sino del porvenir de Ernesto. —¡Cómo te favorecieron las circunstancias…! ¡Cómo las aprovechaste! —No las aproveché para nada. —Volviste a verla. —Sólo en una ocasión, por casualidad, en una fiesta. La vi delante de todos. —¿Y con eso te conformaste? —Sí.

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡Mientes! Estuviste tres meses en Bogotá... tres meses eternos, mientras yo me consumía de rabia. Estoy segura de que la viste muchas veces... de que te admitió en su intimidad... —Pero, ¿estás loca? —¡Estoy segura de que entonces fue tu amante! —¡Calla!... ¡calla! ¡Jamás fue mi amante! —Si lo fue... alguien te vio salir de su casa y no tardó en llegar a mis oídos... —¡Jamás fue mi amante! —¡Fue tu amante! ¿Por qué si no concertaste un duelo con Gamboa, un duelo que no llegó a efectuarse, pero que estuvo concertado...? —Tuvimos un disgusto por asuntos políticos... Todo el mundo sabe que éramos enemigos personales... —Que le odiabas tú a él, sí... por celos. —¡Está bien! Pude odiarle, pero nada más. ¡Te juro que nada más, Manuela! —¡Jura que nunca estuviste en su casa! —Eso no puedo jurártelo. —¿Estuviste? —Sólo una vez, como amigo: Isabel Clara estaba enferma, me hizo llamar justamente para rogarme que desistiera de ese duelo. Me confesó que era desgraciada, profundamente desgraciada junto a ese hombre odioso... —Y para consolarla en su desgracia, le diste todo el tesoro de amor que le guardabas, ¿verdad? Fue hace doce años... y esa niña... esa niña que has traído tú a esta casa, es tu hija, ¡tu... tu hija! —¡Mentira! —Es el fruto bastardo de tu amor culpable... y su presencia aquí, el insulto más insufrible a mi dignidad de esposa y madre... Lo sé... lo sé... —¡No sabes nada! Te ciegan los celos. Te envenena la rabia. La soberbia y la cólera te hacen imaginar disparates... Tú no crees eso, no puedes creerlo. .. Es el pretexto que has encontrado para obligarme a abandonarla... Pero no lo lograrás. .. —Porque es tu hija... —¡No! La ha tomado bruscamente por los brazos, ha clavado sus ojos leales en las pupilas relampagueantes de María Manuela, y el alma parece asomarse a sus labios al jurar... —¡Te juro por la vida de nuestro hijo Ernesto, que Isabel Clara jamás fue mi amante!

—¿Qué estás ahí escuchando, Adela? —¿Qué...? ¡Niño Ernesto! La vieja criada se ha incorporado muy de prisa... Es en el saloncito que precede a la alcoba de María Manuela. Con el oído puesto en la cerradura, la curiosa sirvienta ha estado escuchando; pero ahora retrocede un tanto asustada, frente al muchacho que parece indignado.

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —No estoy haciendo nada malo, niño Ernesto... Quería saber si podía entrar a llevarle la cena a la señora, que no ha tomado nada... —Podías pedir permiso... Ya le diré yo a mi madre... —Te vas a volver chismoso como la niña Silvia... —¿Yo...? ¿Yo chismoso? —La niña Silvia siempre está acusando a la señora lo que hacen los criados, por eso ninguno la puede ver ni en pintura... y a ti te va a pasar igual... ¿Qué venías tú a hacer aquí? También a escuchar lo que no te importa, ¿verdad? —Me importa más que a ti, pero yo no hago esas cosas tan feas... El muchacho se alejó muy de prisa, avergonzado de aquella perspicacia que adivinaba su pensamiento. También él hubiera querido escuchar, atormentado por el disgusto de sus padres. Desde muy niño recordaba las escenas desagradables, los amargos reproches de su madre al hombre a quien tan mal sabía amar... sufría en secreto, atormentado por mil ansias, como sufren los niños en los hogares desunidos, con dolor sordo que envenena sus tiernas almas... Como si huyera de la tentación de volver a aquella puerta, cruzó el portal, bajó la ancha escalinata de piedra y se perdió bajo los árboles del huerto que la luna iluminaba... Pero no fue muy lejos... apenas se había alejado, se volvió para mirar a la casa: dos ventanas iluminadas daban al huerto, la de la alcoba de sus padres, y otra lejos, al fondo de la casa... Tras vacilar unos instantes, se acercó a la primera ventana y oyó claramente la voz de su padre; una voz serena, tierna y grave… —No te pido para esa criatura más que un poco de piedad. .. ¿Podrá negármela tu corazón de mujer y madre? María Manuela responde, algo amansada como rindiéndose a la fuerza: —Siempre acabas haciendo de mí lo que quieres, Antonio. ¡Cómo abusas de este pobre corazón que tanto te ama...! —¿Harás lo que te pido? —Lo haré... pero piensa el esfuerzo, el sacrificio, la violencia que me causa... Esa criatura es la viva imagen de su madre, es el recuerdo vivo de algo que me tortura hasta enloquecerme, de algo que quisiera olvidar... —Piensa sólo que no tiene a nadie... que sólo yo puedo ampararla... —Está bien... puesto que no hay otro remedio... —Gracias, María Manuela... gracias... Ernesto resbaló de la piedra donde había subido para asomarse a la ventana del cuarto de sus padres. Su disgusto y su rabia se habían desvanecido... Era como si su madre hubiese hecho la señal de paz, y, dando rienda suelta a sus impulsos, corrió a la ventana del cuarto de Cristina. —¡Cristina... Cristina...! La pequeña ha despertado con cierto sobresalto. Apenas ha dormido una hora, pero los rayos de la luna en su ventana la hacen pensar en las primeras luces del día... Incorporándose, balbucea: —Higinio... ¿Ya te vas...? —No es Higinio... Soy yo. —¡Ernesto...! ¿Qué haces subido a mi ventana?

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¿Y qué haces tú durmiendo con la luz encendida y sin desnudarte? —¿Yo...? No sé... ¿es ya de día? —Estás dormida todavía... ¿Cómo va a ser de día? Es de noche... temprano... —¡Ah... sí!... ¿De verdad? Tú no te has acostado... Dijiste que ibas a dormir cuando acabamos de cenar, que tenías sueño... —No tenía sueño, pero estaba de mal humor, enojado... —¿Enojado conmigo? ¿Por qué? —Por nada. Había un disgusto en casa, pero ya pasó... Ahora, si quieres, podemos ser amigos, amigos de verdad. —¡Ernesto...! —¿Te gusta? —¡Más que nada! Antes estaba triste, muy triste, porque vi que no querías quererme, que te había caído mal. Estaba tan triste que me dormí llorando... —Es lo único que no me gusta de ti... lloras demasiado. —¿No quieres que llore? —Alguna vez, si quieres, puedes llorar... las niñas siempre lloran algunas veces; pero no a cada rato... No porque me fastidie, ¿sabes? Es que me da pena... Me dan ganas de llorar yo también... y yo sí que no puedo llorar... Los hombres no lloran. —Tú todavía no eres hombre, eres un muchacho... —Tengo catorce años... los tendré antes de seis meses... —Entonces, trece y medio... —Trece y medio y catorce es igual. Si hubiera guerra o revolución podría irme de voluntario. Si fuera príncipe heredero, a los catorce años podrían coronarme... —Sí, claro... antiguamente había reyes de catorce años, pero ahora no... —Mi abuelo se fue a la guerra a los quince años, y fue general... —¿General a los quince años? —General a los cuarenta, pero desde los quince fue soldado... Tocaba el tambor para que los otros atacaran, y una vez lo hirieron en el brazo. Si hubiera guerra yo también me iría... —No, no te irías, yo tendría mucha pena de que te pudieran matar. —¿Tendrías pena por mí... tan pronto? —No importa que sea pronto. Desde que te vi me fuiste muy simpático, y eso que antes, en la mesa, tenías cara de malo... —¡Bah!... Olvídate de mi cara de antes, ahora somos amigos, y si tú quisieras, como estás vestida, te llevaría a enseñarte mis caballos. —¿A esta hora? —¿Qué más da? No es tan tarde. Papá y mamá están en su cuarto. Los criados, aunque nos vean, no dirán nada. Aquí la única chismosa es mi prima Silvia, y por eso no la puede ver nadie... —¿Tu prima Silvia...? ¿Dónde está?

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Ya la verás. Vendrá mañana. Es una lata, pero tenemos que aguantarla porque es hija de tío Fermín. Me alegro que tú estés aquí para ayudarme. Mamá quiere siempre que yo juegue con ella, y a mí me fastidia... es una lata. Bueno, ¿quieres venir a ver mis caballos? —Yo sí quiero, pero si salgo del cuarto van a verme pasar... —Nadie va a decirte nada. Sigue por frente al comedor hasta que llegues al patio, yo voy a la puerta del patio a esperarte. .. No le tendrás miedo a la oscuridad como la tonta de Silvia... —Contigo no tengo miedo. ¡Espérame en el patio!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS

CAPÍTULO 04 ALBORADA —¿Recibiste el dinero? —Sí. Menos de lo que esperaba; pero, en fin, sirvió para cubrir los intereses y la parte de tu deuda que correspondía a mi socio. Lo mío queda totalmente al descubierto; pero, en fin, ya pagarás cuando logres efectuar esa venta de reses... —¿Totalmente al descubierto? Sin embargo, el mes pasado te envié... —Lo que me enviaste se lo comió el pleito... Tu mal pleito... Antonio Aguilar y Fermín Requena están en aquel ancho portal embaldosado, bajo los arcos coloniales que rodean el florido patio central de la mansión campestre del primero. Ha terminado el almuerzo y saborean juntos café, coñac, tabacos... en la calma tibia de la hora de la siesta. Con gesto amargo, Aguilar comenta: —Comprendo que no es culpa tuya, Fermín, pero fue una locura emprenderlo... —Comprenderás que ya no es posible volver atrás. Ya pagarás. Hablemos de otra cosa... Aun no he visto a María Manuela... Hábilmente ha eludido el tema espinoso... Aguilar se disculpa. —Dispénsala. Creí haberte dicho que salió muy temprano para llegar hasta la ermita del Rosario... y hasta la tarde no estará de regreso. Ya sabes que es muy devota de nuestro Señor de las Espinas, y llega hasta allí los primeros viernes de cada mes... —¿Amainó la tormenta? ¿Lograste amansarla? —Sí, Fermín, totalmente... se aclararon ciertas dudas tan desagradables para mí como para ella... Todo está en orden ya, según creo... Este pequeño viaje al Rosario acabará de tranquilizar a Manuela, y creo que estando tú en tu finca, lo bastante cerca para vernos constantemente durante varios meses, las cosas serán más fáciles... —Ahora traerán a Silvia... —Confío que entre ella y Ernesto harán que Cristina se aclimate pronto... Por fortuna, mi hijo ha simpatizado inmediatamente con ella... Al pronto temí que la influencia de la madre lo hiciera proceder con esa crueldad inconsciente de los niños, y aunque estaba dispuesto a reprimir el asunto severamente... —La amistad no se impone, Antonio... —Ya lo sé... por eso doy gracias a Dios de que haya sido espontánea la simpatía de mi hijo por esa criatura cuya felicidad estoy dispuesto a defender de cualquier manera... —Ahora es fácil, pero más adelante... no teniendo fortuna... —Me ocuparé de educarla para que pueda bastarse a sí misma... —Eso es muy difícil para una mujer... Claro que si es tan bella como promete ser... Ha sacudido la ceniza de su cigarro poniéndose de pie y, seguido de Antonio Aguilar, cruza el espacio abierto para asomarse al exterior y mirar a los dos muchachos que juegan...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS De la rama más fuerte de un frondoso tamarindo cuelga un columpio de cuerda y en él se balancea Cristina, impulsada por los fuertes brazos de Ernesto... Fermín sonríe, mirando a su cuñado... —Tu hijo parece muy precoz en la galantería con las muchachas... —Ya tiene edad para entender sus deberes de hombre y de caballero... —¿Sabes que la hija de Isabel Clara se parece extraordinariamente a ella...? —Sí... Muchísimo... —Los mismos ojos, los mismos cabellos... Pero aquí está ya mi Silvia. Me temo que se sentirá un poco celosa de la preferencia de Ernesto... Ya sabes que adora a su primo... —¿Qué tiene eso que ver? —Mi hija es mujer desde niña... pero voy a recibirla y a hacer las presentaciones de rigor... ¿No vienes? —Sí. Permíteme hablarle a Silvita primero. Quiero pedirle que sea amable con mi Cristina. —Mira, nana... Ernesto meciendo a otra niña en mi columpio... Silvia Requena ha saltado del coche sin que la anciana institutriz acierte a detenerla... Trigueña, de ojos negros, viva, graciosa, tan lujosamente vestida como para una fiesta en la ciudad, la pequeña mira con gesto airado a la pálida muchachita rubia vestida de negro, en la que adivina y presiente una rival... Es más delgada, más nerviosa y menos alta que Cristina, no obstante su desenvoltura de criatura feliz, hecha al logro de todos los caprichos y de la consecución de todos los deseos... La institutriz trata en vano de sujetarla. —¡Espérate un momento, Silvia...! —¡No me espero! Ese columpio lo mandó poner para mí tía Manuela... nadie tiene derecho a mecerse en él... —Mira, aquí vienen tu papá y don Antonio... —¡Pues al tío Antonio le voy a decir que ese columpio es mío! Ha corrido hacia los hombres que llegan, y en tono de queja... —Mira, papá... Esa niña está en mi columpio... el que mandó poner para mí tía Manuela... ¡En mi columpio...! Fermín sonríe. Antonio toma la mano a Silvia, alejándose con ella unos pasos. —¿Puedo hablarte un momento, hijita? ¿Vas a escucharme? —Pero tío, esa niña rubia... —Es mi ahijada Cristina... ¿comprendes? Como si fuera mi hija y hermana de Ernesto. No es más que un año mayor que tú, y espero que seas tan buena amiga suya como eres de tu primo... —¡Pero tío, es que ella...! La voz de Fermín Requena sonó casi severa, acercándose: —¡Silvia!... ¿todavía no comprendes? Tu tío Antonio quiere mucho a esa niña, desea que te lleves bien con ella. Vas a hacerme el favor de comportarte como él lo desea... Silvia Requena movió con gesto rebelde la cabecita coronada de rizos negros... mientras Ernesto y Cristina se acercaban ya al grupo, ella tímida, él esforzándose en cumplir, como un pequeño caballero, las reglas de la cortesía... —¿Cómo estás, Silvia...? Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Yo bien. —Esta es Cristina... Infantilmente despectiva, Silvia la miró de arriba abajo... —Ya lo sé... ¿Pero por qué se peina con trenzas como una india? ¿Y por qué tiene ese vestido tan feo? Impetuosamente responde Ernesto: —¡No importa que su vestido sea feo! ¡Ella es más bonita que tú! —Ernesto... ¿qué es eso? —¿Por qué tiene que decirle a Cristina...? —¡Basta! Conciliador, intervino el cuñado. —No hay que tomar las cosas tan a pecho. Silvia todavía no sabe, gracias a Dios, lo que es un traje de luto. Cuando murió su mamá era tan pequeña que no tuvo que llevarlo... Cristina viste de negro porque ha tenido una desgracia, hijita, y no es menos bonita por peinarse con trenzas... Es muy linda... tu primo ha dicho la verdad, aunque no ha sido muy galante contigo... —Lo siento, tío Fermín, yo… —Discúlpate con Silvia... Ya sabes cómo te quiere... y vayan a jugar los tres olvidando el incidente... —Pero... —Deja a los niños, Antonio... ellos solos se entienden mejor... Vamos adentro... Y tomando del brazo a su cuñado lo hizo entrar, mientras Silvia miraba a Ernesto con gesto de reina ofendida. —¿No vas a pedirme disculpas? —Ya dije que lo sentía... —A papá, no a mi... Pero está bien, voy a perdonarte siempre que no vuelvas a ponerla en mi columpio. Es mío solamente... me lo regaló tía Manuela, ¿oíste, Cristina? ¡No quiero que te sientes en él! ¡Es para mí sola, nada más! Ha tomado asiento en el columpio con aire de princesa, mientras Ernesto toma bruscamente del brazo a Cristina y se aleja con ella, indiferente primero a los gritos, luego al franco llanto de Silvia... —¡Ernesto... ven a mecerme... Ernesto...! Un coche se ha detenido frente a la casa y de él baja María Manuela, que corre al oír llorar a su sobrina, preguntándole, alarmada: —¿Qué pasa, Silvita? ¿Qué te pasa...? —Tía Manuela... Ernesto no quiere mecerme... ¡Es muy malo conmigo! —¿Qué…? —Ni él ni Cristina quieren jugar conmigo... me dejan sola. No quiere mecer más que a Cristina en el columpio, no quiere más que jugar con ella... —¡Es el colmo!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS A gritos llama María Manuela a su hijo. El muchacho llega disculpándose... Atropelladamente habla antes que su madre pregunte: —¡Silvia no quiere prestarle el columpio a Cristina... se puso furiosa porque encontró a Cristina en él... y Cristina... —¡Basta! Complace a tu prima y atiéndela. —¡Pero mamá…! —¡Haz lo que te he mandado… Tú ven conmigo, niña. —Señora... yo... —¡Ven conmigo! En esta casa, cuando yo mando algo, se obedece sin replicar... entiéndelo de una vez para siempre. ¡Ven! —Cristina no tiene la culpa de nada, mamá... —protestó Ernesto. —Atiende a Silvia... atiende a tu prima como siempre lo has hecho y no te preocupes tanto de Cristina.

—¿En qué cuarto te han puesto? Tímida, como siempre frente a María Manuela, Cristina se esfuerza en contestar: —Al lado de la biblioteca, donde padrino dijo... —¿Padrino...? ¿Qué padrino es ese? —El señor Aguilar... él quiere que lo llame así. Ya sé que no lo es, pero... —Me parece bastante ridículo, pero qué le vamos a hacer... A mí me harás el favor de no encasquetarme ningún madrinazgo postizo... —No, no señora... —Así está bien. Vamos a ver tu cuarto, a ver cómo lo has dejado. Supongo que no tendrás costumbres de orden, pero ya las irás adquiriendo... —Todo está en orden. Adela lo arregló muy temprano... —¡Adela! Bueno, por ser el primer día puede pasar. Desde mañana lo arreglarás tú misma, que ya estás en edad para hacerlo... —Sí, señora, en mi casa de Las Cumbres yo ayudaba mucho a Petra... —¡Hum…! —¡Y cuidaba a mamá que estaba enferma, muy enferma... —No deseo oír cuentos de tu madre. —¿Cómo? —Contigo es suficiente... Entra. Con mal humor, María Manuela contempla el saloncito transformado en alcoba... —Demasiado grande para ti sola... Hubiera sido bastante con ponerte una cama en el cuarto de Adela, pero ya que lo ha dispuesto tu padrino, lo dejaremos. ¿Qué hacías en tu casa? ¿Con qué te entretenías? —Leía... bordaba y hablaba con mamá... —¡Hum...! Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Los domingos iba con Petra a la iglesia del pueblo. Muchas veces salía con Higinio a caballo... También tomaba lecciones de música con el organista del pueblo... —Ya veo que te estabas educando para rica... Aquí aprenderás cosas más útiles, más en concordancia con la situación en que te encuentras. —Padrino me dijo que la institutriz de Silvia me iba a dar clases a mí también... —Silvia está muy adelantada para que puedas tomar clases a la par que ella. Aprende, además, muchas cosas que a ti no te harán falta de ninguna especie... Ella es rica y tú pobre... —Padrino dijo... —¡Basta! ¿No sabes decir más que eso? Ya hablaré yo con tu padrino. Ahora quédate aquí hasta que te llamen para la merienda.

Antonio Aguilar ha salido al encuentro de su esposa, preguntándole: —¿Dónde está Cristina? —En su cuarto. Dispuse yo que se quedara allí hasta la hora de la merienda, porque empezó peleando con Silvia... —Pero... —Supongo que no vas a desautorizarme. Te prometí ocuparme de ella, procurar por su educación, por su salud y por su conveniencia, y así lo haré. Comprenderás que bajada de la montaña es casi una salvaje y hay que civilizarla si debe vivir entre la gente... —No creo que tenga nada de salvaje... es una criatura tímida y triste, que necesita animarse y distraerse... —Se animará y se distraerá demasiado. Ya Ernesto le demuestra una franca preferencia. En cuanto a ti... te veo bien dispuesto a echarla a perder completamente. ¿No te parece, hermano? Fermín Requena habló con tono diplomático: —En eso no soy voto... no tengo fuerza moral. Mi hija Silvia es la criatura más malcriada del mundo... Como educador no soy ninguna estrella... —Silvita es una niña adorable... —Para ti y para mí, que la queremos demasiado. Los demás, probablemente la hallarán tan salvaje como tú a Cristina. Por lo demás, no creo que el asunto valga la pena de una discusión. Ya casi es la hora de la merienda... —Voy a ocuparme de hacer que preparen la de los niños. Ustedes, ¿qué quieren? —Para mí, café... —También para mí, pero agrégale unas golosinas... —Ya sé lo que te gusta. ¿Van a tomarlo aquí mismo? —Si no te importa, Fermín, me gustaría que revisáramos un poco los papeles del pleito... —Me había hecho la ilusión de descansar en el campo... pero los veremos si quieres. Mándanos el café y las golosinas al despacho, ¿eh? Agrega un poco de vino de Jerez, de ese bueno que esconde tú marido... —Les mandaré una botella del mejor —respondió, al fin amable, María Manuela.

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS

—¡Ay... no me empujes tan fuerte...! ¿Quieres tirarme de cabeza? —Ha gritado Silvia. Ernesto le responde con mal humor: —No te vendría mal, por llorona y por tonta. —¿Qué...? —Por llorona y por tonta, y, además, por acusete... —¿Yo? ¿Yo...? ¿Yo acusete? La muchachita de rizos negros se ha tirado del columpio, a pique de caerse, para encararse con su primo alto y recio, casi como un hombre. —¿Yo...? ¿Yo...? —Sí... tú, tú misma, Silvia Requena y Restrepo, que te pasas la vida acusando a la gente... —¡Mentira... mentira! Eres muy mentiroso y muy grosero, y le voy a decir a tía Manuela... —¿Tú ves...? ¿Tú ves...? Anda, corre a acusarme…. —¿Yo...? —Por tu culpa, mamá se ha llevado a Cristina, y seguramente la deja encerrada en su cuarto hasta la hora de la merienda... —Yo no le dije nada... —Tú lloriqueaste como una boba que eres. —¡Yo quería que me mecieras a mí... en mi columpio…! —¡Que te mezan tus criados, que para eso tienes dos docenas! Ernesto ha vuelto a irse, furioso. Silvia solloza de nuevo. Ha detenido su impulso de ir tras él, volviéndose a la institutriz que se acerca. Es una mujer de cabellos grises, de rostro bondadoso y sereno, en cuyos brazos se refugia la mimada pequeñuela, ahora con sincero dolor... —Ernesto no me quiere... no quiere jugar conmigo... me dejó otra vez... ¿Lo vio usted, doña Carmen...? —¡Vamos, vamos...! ¿Cómo no va a quererte? —Se enojó conmigo, porque dice que yo tengo la culpa de que tía María Manuela se haya llevado a Cristina. Ahora no quiere jugar más que con ella... —Si te portaras mejor, le gustaría jugar con las dos seguramente. .. —No, él no quiere jugar más que con Cristina... la quiere más que a mí... dice que es más bonita que yo, y la quiere más porque es más bonita... —Óyeme, nena, tu primo es demasiado buen muchacho para quererte más ni menos por eso... lo que pasa es que tú estás un poco mal acostumbrada. Aprende a repartir los grandes dones que te ha dado la suerte, y te querrán más... —Ahí viene tía Manuela... Le voy a decir que Ernesto... Doña Carmen la contiene suavemente: —¿Quieres que tenga razón para llamarte acusete? María Manuela llega, en efecto, y acaricia a su mimada sobrina... Luego advierte:

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —En el cobertizo está la merienda para ustedes... las fresas con crema que tanto te gustan y los pastelitos de limón que le encantan a Ernesto. Hay naranjada o chocolate si lo prefieren. Vaya con ellos, doña Carmen... Anda, Ernesto... Ernesto, al llegar, pregunta: —¿Y Cristina, mamá? —Ve a merendar. Ya me ocuparé yo de ella... Ha vuelto a entrar en la casa, llamando: —¡Adela... Adela...! —Señora... —¿Dónde te metes...? —Venía a preguntarle si llamaba a la niña Cristina... —¡Hum...! Mira, mejor le llevas la merienda a su cuarto. Pan y café.

—¡Chist... Chist... Cristina... Cristina! —¡Ernesto...! La pequeña ha acudido a la ventana de su cuarto, donde el simpático rostro de Ernesto acaba de aparecer, inquiriendo: —¿Te trajeron la merienda...? —Sí, Adela me la trajo, pero no tengo ganas... —¿Qué te trajo? A ver... Se ha trepado ágilmente en la reja de madera y mira desde allí el pocillo de café claro y el poco de pan seco que Adela acaba de traer a la pequeña. Su rostro infantil se endurece con un gesto de rabia. —¡Adela es una estúpida! Ahora voy a traerte yo de todo lo que hay en la mesa. —¡No, Ernesto... Si no tengo ganas... no quiero! —Pues tienes que comer. Papá dijo que tenías que alimentarte. Ya verás lo que voy a decirle a esa idiota de Adela... —¡No! Ella, ¿qué culpa tiene? Hace lo que le mandan, y si estoy castigada... —No tienes por qué estarlo. No has hecho nada para eso... Y le voy a decir a mamá... —No, Ernesto, harás que te regañe a ti también. Yo no tengo ganas, palabra... —Espérate... espérate, no tardo ni dos minutos... Y menos de cinco tardó en volver con las manos repletas... —Toma; melocotones, fresas, galletas, un pastelito de limón... Siento que sea uno solo, pero me gustan tanto que acabé con ellos sin darme cuenta. Cristina rio francamente: —¡Qué bueno eres... y qué goloso…! —¡Vamos, cómete todo lo que te he traído y mañana, cuando salgamos de paseo, te pondré yo mismo un columpio, en un árbol más grande y más bonito que ese, que hay allá abajo cerca del río, y te meceré hasta que llegues al cielo... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¿De verdad, Ernesto...? —¡Claro que de verdad! Además, te voy a regalar mi yegüita blanca... Tengo un caballo y una yegua... pero el caballo está casi cerrero, es más alto y no lo debe montar una muchacha... Pasearemos a caballo y nos reiremos de la tonta de Silvia, que hasta a mi yegüita blanca le tiene miedo. Ya verá esa boba... —No, Ernesto, no quiero que seas malo con ella. Parece que te quiere mucho... —Pero yo no la quiero, es muy pesada... ¡que juegue con sus muñecas...! ¡Tú y yo jugaremos siempre juntos...!

Así comenzó para Cristina una vida nueva: vida extraña y desigual, entre el rigor injusto de María Manuela y el tierno afecto de Antonio Aguilar... entre los desaires y rabietas de Silvia y el cariño impetuoso de Ernesto... cariño protector que la envolvía defendiéndola del desprecio dé los sirvientes, de los pinchazos de las zarzas, de los raspones de las piedras, de toda la áspera naturaleza con que continuamente estaban en contacto. Cariño cada día más exaltado, que fue convirtiéndose en devoción, en idolatría... cariño que lentamente llenó el hondo vacío del alma de la niña sin padres, hasta envolver su corazón entero... Ernesto era su hermano, su amigo, su héroe, su consejero, su caballero andante, su guía y su apoyo en todo momento. Una tarde... —¿Llegamos hasta el río? —Estoy cansada, Ernesto. —Yo te llevaré en brazos. Pesas menos que una pluma... Ernesto ha hecho ademán de tomar a Cristina en sus brazos, pero ella le retiene, retrocediendo. Están solos bajo el enorme tamarindo, bien distante de la casa vivienda, y de una de sus frondosas ramas cuelga el rústico columpio de cuerda, hecho por Ernesto para mecer exclusivamente a Cristina... El aire tibio del mediodía mueve las hojas que les protegen de los rayos ardientes del sol en aquella hora silenciosa de la siesta... —¿Sabes que estoy haciendo un bote...? —¿Tú...? —El indio Esteban me está ayudando a hacerlo. Cuando esté listo navegaremos en él por el río... —¿Sabes tú navegar? —No he navegado nunca, pero aprenderé... ¿Te acuerdas del libro que leímos la otra noche? —¡Simbad el Marino...! —Un día yo también seré marinero... y haré viajes mejores que esos. —Doña María Manuela dice que serás abogado como tío Fermín. —Estudiaré para abogado si mamá quiere; pero, después que la complazca, me meteré a marinero... Por eso tengo que ir aprendiendo... —Acuérdate que esta tarde tenemos que ir a casa de tu tío Fermín... Silvia nos espera para servirnos el té a nosotros y a sus muñecas... —Nunca vi un juego más tonto ni más aburrido que ese...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Doña María Manuela dice que no es juego, sino ir aprendiendo para cuando vayan a sociedad... —¿Cuando vayan... quiénes? ¿Las muñecas...? —Tú y tu prima Silvia, que será una gran dama... Por eso le enseñan a que toque el piano y a que hable francés... —Pero ella no toca el piano, aporrea las teclas... y el francés que habla, nadie lo entiende... —¿Cómo sabes que nadie lo entiende? —Porque yo sé más francés que ella, aunque no presuma tanto, y tú también lo aprenderás si quieres. Papá dijo que ibas a aprender todo lo que quisieras... y tocar el piano... Ya sabes un poco, ¿no? —Sí... mamá me enseñaba, y también el organista de la iglesia del pueblo... —Aquí en la sala hay un piano muy grande. ¿Por qué no tocas en él? —No me atrevo... Además, estoy de luto... —Eso no tiene nada que ver. Le hablaré a papá del asunto... —No, déjalo... no me gusta que padrino y doña María Manuela discutan por mí. —No tienen por qué discutir... Bueno, ¿llegamos hasta el río? —Si tú quieres... Pero acuérdate de Silvia... —No quiero acordarme, sino olvidarme de ella, y cuando sea una gran dama, como dices que va a ser, tampoco iré a sus salones. Tú y yo tendremos una casa muy linda para nosotros solos o un barco en que viajar por el mundo entero... —¿Por qué para nosotros solos? —¿No comprendes...? Nos habremos casado... —¿Qué dices, Ernesto...? —¿Te sonó mal...? —Esas son cosas de personas mayores... —Algún día seremos mayores, y no dentro de mucho tiempo. ¿Te, has fijado que me está saliendo el bigote...? —¿A ti...? ¡Qué tonto eres…! Ha reído alegremente, pero Ernesto afirma: —Cuando yo tenga veinte años, tú tendrás dieciséis, y nos casaremos, Cristina... ¡nos casaremos para siempre! Se han tomado las manos con puro arranque de sentimiento irreprimible. El rubor cubre las pálidas mejillas de Cristina, y en su alma de niña, que sueña ya con ser mujer, algo florece dulcemente... Sin embargo, protesta: —¿Por qué hablas de esas cosas? No está bien... —¿Por qué no está bien? —Si tu mamá te oyera... —Ya me oirá cuando sea tiempo. Ahora vamos al río... ¡Vamos! La ha tomado de la mano y la arrastra impetuosamente sobre los campos que baña el sol de estío... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS

—¿Dónde está Cristina? Ásperamente suena para Antonio Aguilar la respuesta de María Manuela: —¿Dónde ha de estar? Correteando por los campos como una cabra, y Ernesto con ella, naturalmente. En cuanto me descuido, desaparecen. Ya no hay para él horas de lectura, de dibujo, ni de nada serio. —Creo que exageras un poco, mujer... —¿Exagerar? Vamos... En vez de civilizarla a ella, es ella la que lo está convirtiendo a él en un salvaje... y como no me permites atarla corto... —Creo que estamos en el campo para que se diviertan, para que jueguen a sus anchas. Pronto comenzarán los estudios de nuevo y Ernesto terminará su primera enseñanza... —Y tendremos que separarnos de él, ya lo sé, no me lo recuerdes... —Es tu deseo... Siempre fue tu deseo que siguiera los pasos de tú hermano Fermín... que se hiciera abogado... —Ya lo sé, ya lo sé. En cuanto a los estudios de ella, me parece que es perder dinero y tiempo. —Cristina aprenderá cuanto debe aprender. Tendrá todas las ventajas que corresponden a su nacimiento, a su nombre y a sus cualidades personales. —Ya sé... ya sé... diciendo Cristina se acabó el mundo para ti. Está bien: tráele institutrices, profesores, lo que quieras... y no te quejes luego si la obligo a aprovechar las lecciones. ... —Doña Carmen se encargará de prepararla para entrar en el Sagrado Corazón, en Septiembre. —¿En el Sagrado Corazón...? ¡El colegio más caro de Medellín...! —Allí se educó su madre... allí te educaste tú también... —Si tuvieras la delicadeza de no hablarme nunca de su madre, te lo agradecería enormemente. —Dispénsame... no pensé... —Tú nunca piensas nada... ¡Déjame en paz! —¡Manuela! —¡Déjame...! Se ha ido furiosa y, siempre oportuno, Fermín aparece... —¿Qué...? ¿Otra borrasca? —La de siempre. —Si me hubieras hecho caso... —Me estoy disponiendo a hacértelo. Cristina ingresará en el Sagrado Corazón, en Septiembre. —Buen colegio. Un poco caro, pero... —El dinero es lo de menos... —Celebro que pienses así. Te será menos duro... —¿Qué...? —He tenido malas noticias de nuestro pleito.

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¿Cómo...? ¿Quieres decir que vamos a perderlo? —¡El pleito está perdido! —¡No, no... Imposible! —Lo siento profundamente, infinitamente... He hecho todo lo humanamente posible para lograr una solución favorable... pero fue la lucha del cántaro contra la piedra. Ellos tienen la influencia y... —¡Dios mío...! —¿Tanto te afecta...? —Enormemente. No sabes hasta qué punto. Es la ruina... la ruina total... —Te queda el dinero de María Manuela... —Jamás pondré una mano en él... es de ella, será de nuestro hijo mañana... También se salva lo que había apartado para la carrera de Ernesto, pero Cristina... —¿Qué pasa con Cristina? i Bastante estás haciendo por ella! —Mientras yo viva la defenderé, pero... —¡Mientras tú vivas...! Supongo que vivirás mucho tiempo... —No sé... no sé... Se ha llevado las manos al cuello. Fermín Requena lo mira fijamente, observa sus labios amoratados, su respiración fatigosa. .. Sin diplomacia, opina: —Me temo que no estés bien... deberías ver al médico... —Ya lo he visto... —¿Y qué...? —¡Nada!... Eso; que no estoy bien... Pero lucharé mientras pueda... La voz de Fermín suena raramente sincera: —Puedes contar conmigo, no te preocupes demasiado. Por lo pronto, olvida nuestra deuda... —No, no... —Tampoco te preocupes por el colegio de la pequeña. Corre de mi cuenta... —¡No! Imposible... —Es tu mayor preocupación, ¿verdad? ¿Esa niña...? —Es lo que más me importa en el mundo, después de Ernesto. —En ese caso, acepta sin discutir más. —No tengo palabras con qué agradecértelo... —Ni son necesarias... Serénate. Voy a pedir que nos traigan un poco de café. Tienes que cuidarte, Antonio. ¿Qué te dijo el médico? El corazón, ¿verdad? —Sí... pero no te preocupes... estoy mejor... y gracias, Fermín, gracias...

—¡Ahí está el bote! Corre... ven... ¿Te gusta? —¡Qué bonito!... qué grande! La admiración de Cristina se desborda frente a la obra de Ernesto, que sonríe satisfecho: Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —El indio Esteban me va a enseñar a manejarlo por el río, como hacen ellos: con un palo muy largo que se apoya en el fondo para subir la corriente. Para bajarla, no hay que hacer nada más que soltar la cuerda, y la corriente sola lo lleva... —¿Hasta dónde? —Hasta donde sea... Hasta el Cauca, y después hasta el Magdalena, y después hasta el mar... —¡Al mar en ese bote...? —No tengas miedo... Tardaríamos semanas y meses en llegar al mar dejándonos llevar por la corriente. El mar está muy lejos... —Yo sé que está muy lejos... Papá y mamá habían viajado por el mar... hablaban de él algunas veces... —Mi tío Fermín ha ido a Europa tres veces. Papá ha ido a Venezuela, a Panamá y a los Estados Unidos... mamá no, porque no le gusta viajar, el mar le da miedo... Pero nosotros sí viajaremos, sí iremos hasta el mar... —¿Cuando seamos mayores? —Por supuesto. A donde vamos a ir un día de estos es hasta la isla de las Garzas... —¿Dónde queda? —Allá abajo... donde el riachuelo se junta con el Cauca. ¡Es más linda! Una vez fuimos a un paseo desde Medellín... primero a caballo, luego en bote... pero aquí estamos más cerca. Saliendo muy temprano, podemos ir y volver sin que se den cuenta... ¡Iremos! —¡Pero Ernesto...! —Conmigo no tienes que tener miedo. —No tengo miedo. Contigo no tengo nunca miedo. —Le pediré permiso a papá para llegar a caballo hasta Las Queseras, y en lugar de ir allí, bajamos al río, cogemos nuestro bote... ¿No has navegado nunca? —No. —¡Ya verás qué lindo es! El bote va por el agua, suavecito, como por un camino sin piedras... y allí, en la isla, hay muchas garzas blancas como la nieve... y tortugas que se cogen con la mano y patos silvestres... y, si llevamos liga, cogeremos pajaritos vivos... y de esos loritos chiquitos que te gusta tener en la jaula... —¡Sí... sí, Ernesto, quiero ir allí... llévame...! —Los dos solos. Que la tonta de Silvia no sepa nada de esto... se empeñaría en venir con nosotros y nos estropearía el paseo... Con ella, además, no podríamos escaparnos... doña Carmen la está mirando siempre... —¿Y si tu mamá se disgusta? —No tiene por qué saberlo. Iremos el viernes, que mamá va hasta la ermita del Rosario y no llega sino después del almuerzo... Estaremos de regreso antes que vuelva... ¿te gusta? —Sí, sí, Ernesto... Se te ocurren unas cosas divinas... i por eso te quiero! Se ha abrazado a él con infantil apasionamiento... y el muchacho sonríe sintiéndose casi hombre de repente...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Higinio... ¿pero eres tú? ¿Cómo es que has vuelto? —Perdone su merced si me atreví a volver... Antonio Aguilar ha cruzado de nuevo el ancho cobertizo de los sirvientes, para acercarse al recién llegado: Higinio... el mayordomo mestizo de Las Cumbres, que ha dejado en el patio su rendida bestia, para acercarse dándole vueltas entre las manos al viejo sombrero de fieltro... al hombro el poncho de colores, las grandes espuelas de acero calzadas sobre el talón desnudo... —Si a su merced no le importa y tiene algún trabajo que darme en la hacienda... Allá arriba no hay nada que hacer, yo, yo no podía con la tristeza... Muerta el ama... la niña ausente... —¡Ah, vamos... Ya te voy entendiendo...! Los ojos del mestizo, grandes y sinceros, se fijan en el rostro envejecido, demacrado, surcado de arrugas prematuras, del dueño de la hacienda, con una expresión de súplica muda y ardiente... —El jornal sería lo de menos, señor... cualquier cosa que me dé, para mí está bien... y en cualquier rincón puedo acomodarme... —Lo que quieres es quedarte de cualquier modo, según veo... —Sí, señor, quiero estar cerca de la niña Cristina... Atenderla. .. —Entonces has venido por cariño a ella... —Sí, señor. No me lo tome a mal... yo sé que la niña está aquí cuidada y atendida como no podía estar allá arriba en la cumbre, por más que la señora Isabel Clara quisiera... pero desde que llegó chiquitica, estoy junto a ella. Todo ese camino, de Manizales a Las Cumbres, lo hice a pie con la niña Cristina en los brazos, cuando en pañales la trajeron de la capital... ¿Comprende su merced?... —Comprendo, Higinio... Quédate si quieres. Le vas a dar a ella una gran alegría y una gran sorpresa... —Sí, su merced... La niña me quiere... ¡Que Dios se lo pague a su merced! —¡Espera!... Mi esposa no te ha visto nunca, ¿verdad? —No, señor... Yo vi a la señora de lejos, la otra vez que estuve... —Creo que así es mejor. No le digas de dónde vienes. ¡Silencio!... la señora... aquí llega... María Manuela llega, en efecto... duro e inquiridor el semblante: —¿Qué pasa? ¿Alguna carta de Medellín...? ¿Alguna mala noticia? —No, ¿por qué? —Por la cara que tienes. ¿Y este hombre...? —Para servir a su merced... —Acabo de tomarlo para que se ocupe de la caballeriza. Un sacerdote amigo mío me lo recomienda como cochero... —También sé amansar potros cerreros, señor... prepararlos para silla o para coche, como usted quiera. Entiendo de hacer quesos y de curar a los animales enfermos... Puedo prepararle los cueros de res, y sirvo también de herrador y de carpintero. .. —Veo que has contratado a un estuche de monerías. De los Andes, ¿verdad? —Para servir a su merced... —Ahora sopla el viento de la montaña... Está bien. Bueno, que vaya a sus obligaciones. Tú sí puedes hacerme el favor de atenderme un momento... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Lo que quieras. Dime. —Tienes que darme autoridad completa sobre Cristina. Por culpa tuya no me obedece. La mandé quedarse en su cuarto y se fue tranquilamente... no sé a dónde... —Probablemente con Ernesto. Me pidió permiso para salir con ella a dar un paseo... —Pero a mí no me han dicho una palabra. Yo le había ordenado a ella que no se moviera de su cuarto. —Pero yo le permití que saliera... No veo por qué razón tiene que vivir entre cuatro paredes. —¿No te das cuenta de que me desautorizas? Me quitas la fuerza moral con ella y con mi propio hijo... —Vamos adentro, Manuela. Allá hablaremos... Usted, Higinio, vaya a la cocina, descanse y que le den de comer. Mañana le indicaré sus obligaciones y su sueldo... Por hoy, descanse... María Manuela se ha vuelto para mirar al peón, con desconfianza. .. —¡Hum!... Se ve que viene usted de muy lejos... Trae encima barro de veinte leguas... —Desde Manizales nada más, mi señora... pero está lloviendo mucho por allá arriba... todos los ríos vienen crecidos y revueltos... —¡Dios nos ampare de que se desborde el Cauca!... Cuando se desbordó, hace cinco años, nos ahogó más de trescientas reses... —Si su merced quiere, podemos empezar mañana a recogerlas. .. —Ya lo hará el caporal. ¿Usted no dice que viene de cochero? —De lo que me necesiten sus mercedes... —Mañana voy a ir temprano a la ermita del Rosario. Que esté listo el coche para las seis. El indio ha bajado la cabeza en señal de asentimiento, pero vuelve a alzarla muy despacio para clavar en María Manuela sus ojos negros, donde ahora brilla el rencor como un reflejo de acero y es como si dijeran sus ojos... "¡No quiere a mi niña Cristina!... ¡no la quiere!"

—¡Niña Cristina...! —¡Higinio!... ¡Volviste! ¿Viniste a verme? —¿Se alegra la niña...? —¡Claro que me alegro!... y eso que debería enojarme contigo. Te fuiste sin decirme adiós. Si vieras qué pena me dio cuando supe que no habías querido despedirte de mí, por más que te lo rogué... —Por su bien me fui de esa manera, mi niña Cristina... pero ya ve no más, que tuve que volver... —¿A verme? —A quedarme a su lado para servirle toda la vida... como si mi señora Isabel Clara viviera... —¡Higinio querido!... ¿Cómo arreglaste eso? ¿Se lo pediste a padrino? ¿Te dijo que sí? —Mi señor don Antonio es muy bueno. —Muy bueno, muy bueno... ya Ernesto vas a conocerlo. Ahora verás. ¡Ernesto...! Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —No, mi niña, no lo llame... no le diga nada de mí. —¿Por qué? —Don Antonio no quiere que nadie sepa de dónde vengo, ni que estoy aquí por usted, mi niña... Me mandó callarme, y creo que él sabe lo que hace, y que hizo bien... Hay que saber guardarse las cosas... —Pero no con Ernesto. Ernesto y yo nos contamos todos los secretos... A él se lo digo yo todo, todo... y esto... —No se lo diga a nadie, mi niña, o su merced me pondrá en la puerta. ¿Quiere que tenga que irme otra vez lejos? —No... eso no... pero el mismo padrino no quiere que diga mentiras; yo no quiero decírselas a Ernesto... —Callar lo que se sabe no es ser mentiroso, es tener prudencia. Tenga prudencia, niña... —Aquí viene Ernesto... El unigénito de Antonio Aguilar se ha detenido con cierta sorpresa al ver a Cristina en el cobertizo que da acceso al patio de los sirvientes, hablando familiarmente con el sucio hombretón que retrocede en actitud humilde para dejarle paso... —¿Qué haces aquí, Cristina? ¿Qué hombre es ese...? Es Higinio quien se apresura a responder... —El nuevo cochero, niño Ernesto... Mañana me haré cargo del coche de la señora. —¿Nuevo cochero? —Su merced, don Antonio, acaba de contratarme. Con su permiso, niño. Se aleja... Y Ernesto se vuelve algo extrañado a la niña. Al fin se encoge de hombros. —Mamá siempre está cambiando de cochero... con ninguno está contenta. Este es un tipo bien raro... Se ve que acaba de bajar de la cordillera... ¿Eran así los peones de tu casa, Cristina? Tímidamente, Cristina balbucea: —Sí… así eran... —¿Pero oíste lo que dijo? ¡Mañana, seguramente, lo que tiene que hacer es llevar a mamá a la ermita del Rosario! Cuando se va para allá, sale al amanecer y se queda hasta el mediodía. Es la ocasión de ir hasta la isla de las Garzas... —¿Mañana? ¿Mañana mismo? —Si no aprovechamos, tendremos que esperar una semana entera. Pondremos pan y frutas en mi alforja y al pasar por la quesería nos llevaremos un queso... —¿No sería mejor pedirle permiso a padrino? —Nos van a decir que llevemos a Silvia, y no quiero. —Pero el padrino puede asustarse si no nos encuentra... —¡Bah!... Papá ahora se levanta tarde... se mete en su despacho y allí le llevan el café... Cuando pregunte por nosotros será ya la hora del almuerzo, y antes que mamá vuelva estaremos de regreso. ¿No quieres? ¿Te da miedo? —Me da miedo... ¡pero sí quiero!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Se ha abrazado a él, pero se separa al ver que se acerca la pequeña Silvia, y tras ella, con su duro gesto habitual, María Manuela, que, ásperamente, habla mirando a Cristina y a su hijo: —¡Vaya!... ¡Por fin aparecieron! Quisiera saber dónde se meten... —Papá me dio permiso para llevar a Cristina de paseo, mamá... —Ya lo sé; pero Cristina hizo muy mal en aceptar... ¿Me estás oyendo, Cristina? Debería mandarte a encerrar a tu cuarto, por hipócrita y por desobediente... —Señora... yo... —¡Calla!... ¡Respondona encima, no te lo tolero! —¡Pero mamaíta!... —¡No te metas tú, Ernesto; y tú óyeme bien, Cristina: te voy a permitir que juegues con ellos, porque Silvia me lo ha rogado, es a Silvita a quien tienes que agradecérselo... Ella ha traído su muñeca nueva para que la veas... Vayan los tres a la galería y mira cómo te portas, Cristina, o ya sabré yo lo que tengo que hacer contigo... Un momento después, los tres niños a solas, la hija de Fermín Requena miró de arriba abajo a Cristina... —Ya oíste a tía Manuela: pórtate bien. —Cristina siempre se porta bien, tú eres la que todo lo enreda. —Saltó Ernesto. Silvia continuó, sin hacerle caso: —Vamos a jugar a la familia. Yo soy la mamá, Ernesto el papá, mi muñeca la hija... —¿Y yo...? —pregunta tímidamente Cristina. —Tú... la sirvienta. —¿Y por qué tiene que ser ella la sirvienta? —Porque yo tengo que ser la señora, para estar contigo y que me atiendas... y además, porque estoy vestida de seda... —Pues ya sabes el refrán: "Aunque la mona se vista de seda, mona se queda"... —No empieces, Ernesto, no me mortifiques o se lo digo a tía Manuela... —Lloriqueó Silvia, furiosa... y, como de costumbre, el juego acabó en pleito...

—¿Hiciste buen viaje de Medellín aquí, hermano? —Regular solamente... Parece que está lloviendo mucho en las montañas y allá llovió un poco también... Mucho fango en los caminos, y el río crecido... Fermín Requena ha encendido un largo cigarro, arrellanándose en la cómoda butaca, mientras su hermana pone dos terrones de azúcar en la taza de café que le ofrece... Es en un saloncito íntimo, cercano a la galería donde juegan los niños... y la mirada del abogado, inquisitiva e inteligente, escudriña el rostro siempre hosco y preocupado de María Manuela. —¿Cómo sigue Antonio? —¿Antonio...? Bien, ¿por qué? —Por... por nada. Pensé que se sentía mal últimamente... —¿Te lo ha dicho a ti? Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Bueno, en cierto modo... —A mí ni una palabra. En eso, como en todo, se conoce que prefiere guardarme el secreto... ¿Qué te dijo que tenía? ¿De qué se queja?... —Quejarse, no se queja de nada. Tu marido se pasa de bueno. —Y yo, por lo visto, le amargo la vida... —¡Oh, no, por favor... no tomes la cosas de esa manera! Ya sabes que siempre he estado de tu parte, aun cuando no siempre haya pensado que tienes razón... Pero ahora... en fin, más vale que lo sepas... creo que está delicado, que debería ver a un buen médico y seguir un tratamiento, apenas regreséis a Medellín... y que debe ser pronto el regreso. —Por mí ya habríamos vuelto. Sabes que detesto el campo. Vengo aquí sólo por complacerlo a él y a Ernesto... Pero las cosas se han puesto de tal manera, que estoy deseando que llegue el momento de que mi hijo salga para Bogotá y se acabe ya su camaradería con esa chicuela. Las complacencias de mi hijo, y los mimos de Antonio, la vuelven cada día más insoportable y más rebelde. —¿De veras? No he descubierto en Cristina ningún asomo de rebeldía... —Porque es una mosquita muerta. Le basta con hacer que sea Ernesto el que se soliviante y se rebele. —Muy pronto estará interna en su colegio. —Esa es otra... en el más caro, en el más lujoso... para que siga creciendo su vanidad y su soberbia. Si la dejaran de mi cuenta... —¿Qué harías con ella? —Ponerla en el lugar que le corresponde. Educarla para lo que tendrá que ser... ¡que guise, que barra, que zurza, que friegue! Ella no va a pasar de ser una sirvienta distinguida... —Educándola bien, puede ser institutriz o señorita de compañía, o tal vez casarse bien. En eso estoy más de acuerdo con Antonio que contigo, hermana... Ya que se hicieron cargo de ella, cumplir dignamente. —Ya sé que así tendrá que ser... Bueno, hermano, que descanses y hasta mañana. Quiero salir para la ermita del Rosario apenas amanezca.

Junto al río en creciente se han detenido Cristina y Ernesto, cumpliendo sus proyectos... Ella un tanto asustada... —¡Qué ancho está el río y qué fangoso…! —¡Bah!... Un poquito más ancho y un poquito más fangoso que otras veces. Así navegaremos mejor, nos llevará más de prisa la corriente. ¡Vamos, salta!... —¡Ay, Ernesto...! —¿No quieres entrar en mi bote? —¡Quiero ir siempre donde tú me lleves! Han saltado juntos a la frágil embarcación, a la que sacude la rápida corriente. Sonriente, feliz, con la loca inconsciencia de sus pocos años, Ernesto suelta la cuerda que le sujeta a un tronco de la orilla... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡Ajajá!... Y sobre las rubias espumas salta la tosca canoa, al violento empuje de las aguas revueltas... Dominando el fragor del río, el muchacho grita: —¡Cristina... en la isla de las Garzas te diré un secreto... nuestro secreto!

—Hola, Antonio, ¿cómo te sientes? Fermín Requena ha traspasado, sin ceremonias, la puerta de la alcoba de su cuñado, acercándose solícito a él. —¡Tienes buena cara...! ¡Magnífica! —Sí, tal vez... —Te sientes mejor, ¿verdad? —En lo que cabe... creo que ya estoy bien. Justamente iba a levantarme. —No, ¿para qué? El reposo es lo que más te conviene. Después de todo, no hay nada que hacer. Con un suspiro responde el enfermo: —Por desgracia, no hay nada que hacer. —No te amilanes de esa manera, podían ser peor las cosas. .. —Desde luego, podía faltarme tu generosidad. —No lo decía por eso. Además, mi generosidad no es tanta. En cierto modo me considero un poco responsable de tu ruina, por haberte aconsejado meterte en ese pleito... pero no va con mi carácter eso de renunciar sin lucha a los derechos que se tienen... Era un derecho casi secular... —Ya sé, ya sé... —Tu padre, tu abuelo, lucharon por sus tierras... "La Palmira"... Siempre fue de los Aguilar, aunque los Moraima siempre quisieron meterse en ella... —Y al fin lo lograron. .. ¡Tenía que ser yo el débil, el cobarde que no supiera defenderla!... —No se trató de fuerzas ni de valor, sino de influencias... La decisión del Gobierno Provincial nos fue adversa; luego, el viejo Moraima compró testigos falsos, estoy seguro de ello... —¡Canallas!... ¡Canallas! Quisiera que viviéramos aún en los tiempos en que estos derechos se defendían con el rifle en la mano. Te aseguro que no ponían un pie en "La Palmira"... —No adelantarías nada con ese procedimiento... Como dijiste muy bien, pasaron aquellos tiempos y tenemos que alegrarnos de que hayan pasado, aun cuando sea en nuestra contra en este momento. ¿Qué sería de Ernesto y de María Manuela si tú hicieras un disparate de esos? Ahora tienes que pensar en tranquilizarte, en reponerte... —Y en abandonar lo que siempre fue mío... —Por lo menos sabes que el porvenir de los tuyos está asegurado. —Habrá que irse de aquí cuanto antes. —Eso sí; pero ya casi es el tiempo en que debíamos de hacerlo de todas maneras... El hecho de que tú necesites atención médica justifica de sobra la medida... y en cuanto a mi hermana...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —No le digas nada a María Manuela... Prefiero esperar a qué esté más tranquila... Que ignore entretanto... —No creo que eso sea posible durante mucho tiempo... —¿Por qué? ¿Te ha dicho algo ella? —No es necesario hablar cuando las cosas saltan a la vista... La presencia de Cristina entre ustedes la pone fuera de sí... —Pero, ¿por qué la odia de esa manera? —No creo que la odie, ni muchísimo menos... pero Cristina se parece demasiado a Isabel Clara, y María Manuela vive aún atormentada por los celos. —¡Celos de una muerta! —Ella teme que esté demasiado viva en tu corazón y en tu pensamiento... y sufre, Antonio, yo sé que sufre mucho. Si hubieras seguido mi consejo, nunca habrías traído a Cristina a esta casa. —Pero, Fermín... —Hay mil medios de atender a una criatura sin imponérsela a tu esposa de ese modo... Yo te comprendo, pero... —¡En ese punto, ni tú ni nadie me comprende...! —Bien... dejemos el tema. Te altera aún más que el del pleito perdido. ¿Qué decides por fin? ¿Quieres que sea yo quien le hable a mi hermana? —No, no, no le digas nada... Pretenderá que disponga de su dinero... ella sabe lo que significa para mí "La Palmira"... aceptará cualquier sacrificio con tal de conservármela.... pero yo no quiero eso de ninguna manera. Me defenderé con lo poco que me queda, haré un esfuerzo, buscaré el modo de rehacer, aun cuando sea en parte, mi fortuna... Si tuviera salud... Si este maldito corazón no fallara, justamente en el peor momento. —¡Vamos, cálmate, tiempo habrá para todo! —¿Dónde está ahora María Manuela? ¿La viste al llegar? —Me informó Adela que había salido para la Ermita, para su devoción de los viernes... —¡Ah, sí, es cierto…! Quisiera hablar con Cristina, y con Ernesto... ¿Quieres hacerme el favor de llamarles? —Supongo que andarán de paseo. Le diré a Adela que te los mande para acá en cuanto lleguen. —Sí, por favor, hazlo así... —Queda tranquilo... Yo voy a ver el modo de jugarles una última mala pasada a los Moraima... Voy a mandar que arreen hacia mis potreros todas las reses que estén marcadas con tu hierro... si tú lo autorizas... —Haz lo que te parezca. —Una pequeña burla sin importancia... Las que no les podamos quitar, ya se encargará el río de ellas... —¿Hay creciente? —Sí, me temo que hay creciente... ¡Ha llovido tanto...!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Hinchada y oscura viene la corriente del río, pero frente a la isla de las Garzas, alegremente, Ernesto amarra la canoa mientras Cristina comenta extasiada... —¡Cuántas flores... y qué lindas... y qué raras...! —Son orquídeas silvestres. —¿Y aquel pradito casi blanco...? —Plumas de garza... es el tiempo en que las sueltan. ¿Nunca las habías visto? —¡Oh, no! De pronto creí que era nieve... allá en los Andes, por las mañanas, amanece así la yerba. —Esa es la escarcha. Aquí no tenemos de eso, pero plumas y flores... mira... mira… —¡Ay, una serpiente! —No te asustes... ésas no hacen nada. Son bobas; comen pajaritos. —Higinio dice que traen la mala suerte. —¡Bah!.,. ¿Qué sabe ese Higinio? —Sabe muchas cosas, ya verás... —¿Ya veré? ¿Cómo ya veré? ¿No es uno de allá de Las Cumbres? —Sí... de Las Cumbres era. —¿Era y no es? ¿Estás jugando a las adivinanzas? —No; es un secreto. —¿Secretos para mí? ¿Tú me guardas secretos? —No quiero guardártelos, pero... —Pero, ¿qué? Si no me dices tu secreto no te diré yo el mío. —Es que el mío no es mío, Ernesto... Se ha separado unos pasos de él, vacilando, luchando con su conciencia... y se deja caer suavemente sobre el verde prado de yerba fresca que ocupa el centro del islote, realmente maravilloso... Una pequeña porción de tierra, de prodigiosa fertilidad. Las aguas rápidas y amarillas de la creciente han cubierto ya los playones de arena y las menudas piedras, y lamen ahora los troncos de los árboles sacudiendo con continua violencia el bote atado a las ramas con una larga cuerda... Ernesto se sienta junto a Cristina, dispuesto a averiguar. —¡Dime qué pasa con ese Higinio! —Padrino no quiere que nadie sepa de dónde viene... —¿Quieres decir que está aquí, en "La Palmira"? ¿Quién es? ¿El hombre con quien estabas hablando? Cristina fingió apurarse mucho... aunque absolutamente encantada... —¡Ay, Ernesto, ya lo sabes, y padrino quiere que nadie lo sepa...! —¡Qué tonta eres! ¿Crees que no sé guardar un secreto? —¿No se lo dirás a doña María Manuela? —No se lo diré a nadie si tú no quieres... —Me dijo que si lo sabía tu mamá, lo despedirían... —¿Por qué?

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Por eso que no te gusta que te diga: porque no me quiere, y como él es de mi casa... Ernesto, como en un arranque, se acercó más a ella. —¡Cristina! ¡Mamá tendrá que quererte!... Y eso es lo que quería decirte... Ese sí va a ser nuestro secreto... —¿Nuestro secreto? —¿Verdad que tú no quieres separarte nunca de mí? —Nunca, nunca... pero yo sé que van a mandarte lejos... Tienes que estudiar, te irás muy pronto. Lo oí decir la otra noche... —¿Y qué? Ya yo sé que tengo que ir a estudiar; pero tú me esperarás, estarás en mi casa aguardando a que yo regrese, y, cuando yo vuelva siendo doctor, nos casaremos... —¿Otra vez hablas de eso? —¿No te gusta pensarlo? Querernos mucho, vivir juntos siempre... hacer viajes juntos, tener hijos... —¿Estás loco? —¿Por qué? todos los que se casan tienen hijos... muchos hijos... Y querernos, Cristina, sobre todo querernos siempre. ¿Te gusta? —Más que nada. ¿Y ese es nuestro secreto? —Nuestro secreto es que vamos a comprometernos... para eso quise traerte a este lugar tan bonito. Te haré una corona de orquídeas silvestres y te daré un anillo que el indio Esteban me hizo para ti... —¿Un anillo? —Míralo, no quería enseñártelo, porque era mi sorpresa... —¡Negro! —Es de una semilla muy dura, lo hacen limándola contra una piedra... pero aquí dentro tiene mi nombre. —¿Tu nombre? ¿A ver?... Sí, Ernesto... ¡qué bonito está... y me sirve! ¡Qué bien me queda! Con él se me ve la mano más blanca... —Espera... soy yo el que tengo que ponértelo; pero después, cuando tengas tu corona de orquídeas... Ahora mismo voy a dártela... —¿Y yo qué te daré, Ernesto...? ¿Qué te daré...? —No tienes que darme nada... el novio es el que regala siempre. --¿El novio? ¿Tú eres mi novio...? —Lo seré cuando te haya dado el anillo y te haya puesto la corona, y entonces tendrás que esperarme siempre, aunque tarde cien años viajando por toda la tierra... —Si me quieres, no tardarás tanto... —Quien dice cien años, dice diez, o dice cinco, o dice tres... Lo que quiero decirte es que, pase lo que pase, tienes que esperarme hasta que yo vuelva. —Ya sé qué darte, Ernesto. ¡Mira...! Ha buscado bajo el cuello severo de su vestido de luto, hasta sacar una fina cadenita de oro de la que cuelga una cruz pequeña.

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Pero los hombres no usan eso... —Debajo de la ropa nadie va a vértela. La llevarás al cuello... me la devolverás el día que regreses... —No; el día que nos casemos... Y yo te cambiaré este anillo por uno de oro, que brille como un sol. Espera, espera que voy a hacerte tu corona de novia... Un momento después, coronada de orquídeas blancas, sentada en la gran piedra cubierta de musgo, que se alza en medio del pequeño prado que las plumas de las garzas nievan como espuma suavísima, Cristina sonríe frente al galán de catorce años, y como cumpliendo un rito suenan, en las voces frescas, palabras dichas en tono solemne... —Por esta sortija serás mi novia... y sólo conmigo podrás casarte cuando yo vuelva... Por esta sortija, Cristina Gamboa, tendrás que esperarme... y pongo al cielo por testigo de tu promesa. —Por esta crucecita que te pongo en el pecho, no podrás olvidarte nunca de mí, Ernesto Aguilar, y tendrás que volver porque yo te espero... y pongo por testigo al cielo... Como respondiéndole, un relámpago rasga el azul, y un fuerte trueno retumba bastante cerca. Cristina chilla, asustada: —¡Ay... qué feo! —No es más que un trueno... —Pero sopla el viento y está nublándose... Va a llover... —Antes de que llueva, tienes que darme un beso. —¡Los novios no se besan... ¡¡ay, un relámpago...¡ —No tengas miedo, no va a pasarte nada, yo te protejo... —¿De los truenos y de la lluvia...? —De todo. Bésame... Cristina acerca los labios temblorosos a la mejilla suave del muchacho, besándolo con ternura ingenua. Con precoz pasión, Ernesto la besa también, primero en la mejilla, luego en los labios... —¡Te quiero para toda mi vida. Cristina...! El trueno retumba más fuerte. Cristina, asustada, mira al cielo: —Ahora vámonos, Ernesto... —Sí, vámonos... —¡Ay!, mira... ¿Qué es aquello? —¿Cómo...? ¿Qué...? ¿Aquello...? —Aquello. que se ve allá lejos... ¿no es nuestro bote? —¿Nuestro bote? Pues sí... nuestro bote... —¡Se lo ha llevado la corriente...! —¿Cómo pudo ser...? —¡Y mira cómo crece el río! Ya tapó las piedras que estaban del otro lado... ¡Ay, Jesús!... ¿Y ahora qué hacemos? —No tengas miedo... la orilla está cerca. Nadando podemos llegar. —¿Nadando...? —Yo lo he hecho otras veces. Quítate los zapatos y pomelos al cuello. .. ya verás qué bien. Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Cristina le mira, consternada. Al fin, balbucea: —¡No sé nadar, Ernesto...! —¿No sabes nadar? —Pero tú sí... cruza tú el río. ¡Vete, Ernesto... déjame! —No... Yo solo, no... no te dejo —Pero el río está creciendo... tapará la isla... nos ahogaremos los dos. ¡Ernesto, dame otro beso y vete! —¡No te dejaré, Cristina...! ¡No te dejaré...! Si no podemos salvarnos los dos, que los dos nos ahoguemos... —¡No... no! Cristina ha retrocedido buscando el apoyo de Ernesto. Hinchado y turbulento, el río parece levantarse como un monstruo que devorase las laderas, como un brazo gigante que ciñera la tierra estrangulándola y envolviéndola. Ernesto ordena, decidido: —¡Vamos en seguida! Quítate los zapatos y póntelos al cuello... luego, agárrate a mí. Yo te llevaré... —Conmigo no podrás. Vete solo, pide auxilio si quieres... Yo me subiré en esta piedra. Aquí tardará más en llegar el agua... Ve... vete... ¡Sálvate tú! Ernesto ha mirado las revueltas aguas que crecen por momentos. Luego se vuelve a ella con gesto decidido, verdadero gesto de hombre: —¡O los dos o ninguno, Cristina!

Antonio Aguilar ha salido al encuentro de su esposa... sorprendido, inquieto... —María Manuela... ¿qué pasa? ¿Cómo has vuelto tan pronto? —No pudimos pasar de la encrucijada... el río se ha llevado el puente viejo. Viene crecido que da miedo... María Manuela ha sacudido algunas gotas de agua de la gruesa manteleta de seda que acaba de quitarse, dejándola sobre un mueble, para volverse a su marido y mirarlo frunciendo el ceño... —Pero... ¿qué te pasa? Estás inquieto... pareces nervioso... —Un poco... Este mal tiempo... Ha ido a la ventana. María Manuela parece adivinarle. —¿Dónde está Ernesto? Supongo que hoy no le habrás permitido salir a corretear con este tiempo... El hombre hace un gesto de disculpa. Trata de explicar: —Cuando salieron, el día estaba bueno... Pero no te preocupes que ya mandé por ellos... Sin contar con que, naturalmente, se habrán metido en alguna parte... María Manuela da un respingo: —Supongo que no se les habrá ocurrido acercarse al río... Aun más humildemente responde Antonio:

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Es lo que temo. Ayer me dijo Ernesto que querían llegar a caballo hasta las queseras, y como están bastante cerca del río les mandé a buscar para evitar el riesgo... Ella interrumpe, cada vez más inquieta: —¡El caso es que no está una tranquila un momento! ¿A quién mandaste a buscarlos? —Le dije a Adela que enviara al que estuviera desocupado... —¡No tienes idea de cómo he visto yo ese río! —Bueno, no hay que pensar en lo peor... —En lo peor pienso yo siempre, y siempre acierto... ¡Adela... Adela! Ha gritado, llamando, casi fuera de sí. La sirvienta llega corriendo, inquieta. —Aquí estoy, señora. Vengo de mandar a buscar a los niños. —¡Llámame al cochero nuevo; que coja un caballo, que llegue hasta las queseras... hasta el río si antes no los encuentra. ¡Pronto! —¡Iré yo mismo en seguida. ¡Que me ensillen el caballo negro! Llama a Higinio. .. ¡pronto...! Iremos los dos. —¡Yo voy también! —dice, ya fuera de sí, María Manuela.

—¡Allí están... mírelos su merced...! —Es Higinio quien los ha distinguido primero... —¿Dónde? ¿Dónde? - inquiere la asustada señora... —Allí... en medio del río... en aquella piedra... parados en aquella piedra... El ancho río crecido es sólo una sabana de agua turbulenta, de la que emergen las copas de los árboles y aquella piedra que forma un promontorio en el centro de la isla de las Garzas, totalmente inundada en aquellos momentos. Ahogándose, amoratados los labios, Antonio Aguilar ha echado pie a tierra, buscando el apoyo de un tronco para no caer, mientras María Manuela corre, desesperada, al borde mismo de las furiosas aguas... Tras ellos se agitan los mejores peones de "La Palmira". —¡Esteban...! ¡Román...! ¡Basilio…! Pronto, hay que cruzar hasta allá. A su voz tonante, corresponden tímidas respuestas... —Los caballos no entran en la corriente, señora... —No hay quien los haga entrar en el río crecido, su merced. .. —¡Un bote... una balsa entonces...! —¡Higinio... Higinio...! Antonio Aguilar ha llamado con esfuerzo. Higinio no necesita más. Sólo un instante tarda en echar a un lado su poncho y su sombrero, en quitarse cuanto le estorba y, sin una palabra, corre hacia las aguas revueltas y entra en ellas... A su alrededor los comentarios hierven... —¿Qué va a hacer? —Quiere llegar nadando... pero la corriente no lo va a dejar... No puede pasar el río de esa manera. .. Van a ahogarse los tres... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS María Manuela clama, desesperada: —¡Cien pesos para el que le ayude! ¡Cien pesos para el que se tire al río con él...! Para el que haga algo por ayudarle... Los peones se agitan sin responder. Ella vuelve a gritar: —¡Quinientos pesos al que salve a mi hijo! ¡Mil pesos! ¡Mil pesos al que ayude a ese hombre! —¡Manuela... Manuela! Antonio Aguilar, tambaleante, ha llegado hasta ella por un milagro de la voluntad, pero no puede dar un paso más... no puede hacer el esfuerzo que pretende. Semi desvanecido, sigue sólo con mirada angustiosa la cabeza oscura de Higinio, que nada con prodigioso esfuerzo acercándose al promontorio donde los niños, abrazados, esperan. Todos callan, conteniendo el aliento. De pronto, estallan los comentarios: —¡Llegó... demontre! —¡Andino del carrizo! ¡Es fuerte como un buey! —¡Es un milagro...! ¡Sólo por un milagro...! —A la vuelta es cuando... —¡Volver es más fácil, porque lo ayuda la corriente! —Ya agarró a los muchachos... —¡Pronto, hay que echarle una cuerda! María Manuela junta las manos y cae de rodillas. Llorando a gritos, hace su promesa... —¡Santo Cristo de las Espinas! ¡En este mismo lugar te haré una Capilla! ¡Devuélveme a mi hijo, Santo Cristo, y te daré, en limosnas, la mitad de mis rentas!

Antonio Aguilar llegó a Medellín para acostarse por varios días, tan quebrantado y débil quedó tras las terribles emociones de aquella jornada de angustia. María Manuela dispuso lo necesario para el viaje inmediato de su hijo a la Capital, y habló con su hermano acerca de Cristina, sin recatar sus sentimientos., más dura y más injusta que nunca. —Te agradecería que mañana mismo la pusieras en el Colegio. Nunca me fue simpática, pero después de que mi hijo ha estado a punto de ahogarse, sólo por satisfacer un capricho de ella, es que no puedo soportar su presencia... te juro que me enferma sólo verla... —Baja la voz... Piensa que ahora es deber nuestro no disgustar a Amonio, y que se disgustaría mucho si te oyera. No puedes tampoco echarle a ella toda la culpa. . . —Todo lo que quieras, pero llévatela. —Me la llevaré, pero piensa que tiene que volver algún día. El internado es remedio pasajero... —Si surgiera algún pariente paterno a quien endosársela. ¿Ese Gamboa no dejó ningún hermano... ningún primo siquiera? —Los Moraima son parientes de los Gamboa, mira qué casualidad. .. —¿Los Moraima? ¿La gentuza esa con quien Antonio tiene el pleito? —Con quien tenía un pleito. —¿Cómo tenia? ¿Qué quieres decir con eso?

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Hay algo que debes saber, aunque tu marido se empeñe en ocultártelo, cargando él solo con la preocupación y con la angustia que eso representa. Su famoso pleito se perdió... —¡Pero eso representa un quebranto enorme para la fortuna de Antonio! Le oí decir muchas veces que "La Palmira"... —Efectivamente... Los Moraima son virtualmente dueños de "La Palmira". —¡No puede ser! —Por desgracia, es. El Juzgado se hará pronto cargo de todo esto. —¡Jesús... Jesús...! —Naturalmente que para ti no significa demasiado. Por si no lo sabes, te diré que tu marido ha tenido la delicadeza de no tocar jamás tu dinero... Todo está en mis manos y el porvenir de tu hijo totalmente asegurado... —Menos mal... Pero, de todas maneras... él, de lo suyo... —A tu marido no le queda más que esta casa y algunas propiedades pequeñas, sin importancia ninguna. Además, tiene deudas... —¡Señor...! ¡Señor...! Y, en esas condiciones, se echa encima la carga de la chiquilla esa... Es como para que yo ahora... —Si quieres a tu marido, como sé que le quieres, olvida esas diferencias y procura ser para él mejor que fuiste nunca. Necesita de ti enormemente. Está arruinado, enfermo... —¡Pero es horrible! Pensar que yo le prometí al Santo Cristo de las Espinas edificarle una capilla en "La Palmira", precisamente en el lugar donde ese hombre salvó a mi hijo, y... —Y salvó a Cristina. . . Después de todo, es algo que le debes a la pequeña. Piénsalo para que te suavices, criatura. .. —¿Que dices? ¿A Cristina? ¿Qué tiene que ver...? —Ese Higinio fue mayordomo de la casa de los Gamboa. Adora a la niña y por ella no vaciló en exponer su vida... Por casualidad me enteré de todo eso... —¡Ah...! ¿Pero por qué me lo ocultó Antonio? —Temiendo que no lo admitieras... que por venir de allá... —¡Es el colmo! Pues no creas que el disimulo va a valerle... —Piensa que, como quiera que sea, le debes la vida de tu hijo. —No lo hizo por mi Ernesto, tú mismo lo has dicho. Le daré una recompensa en metálico y que se largue... —Veo que no piensas en Antonio. Los disgustos son terribles para él. Espera un poco. .. Si quieres conservarle la vida, ten paciencia, espera... no lo contraríes abiertamente... —¡Es intolerable todo esto! —Olvida tus rencores y dedícate a él. Yo arreglaré las cosas del mejor modo posible. Me parece bien que hayas apresurado el viaje de Ernesto. Lejos del ambiente familiar se hará hombre más de prisa. Cuando termine la carrera, tengo en proyecto un viaje a Europa con Silvia... Creo que el complemento a su cultura sería acompañarnos, y ¡quién sabe...! ¡quién sabe...! Ha sonreído extrañamente. María Manuela se suaviza de pronto. —Fermín... ¿estarás pensando lo mismo que yo?

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Precisamente. Creo que coincidimos. Es algo que resulta prematuro, pero que acaso te sosiegue en tus preocupaciones por tu hijo... Mi deseo, mi sueño, es casarle con Silvia, si las inclinaciones de ambos no se oponen a ello. Sé bien que la idea te agrada... —Sí, Fermín, me das un gran consuelo. —Por eso me parece bien que por ahora les separemos. Si crecen juntos, como hermanos, será difícil que lleguen a quererse como esposos... —Siempre deseé que el corazón de mi hijo se inclinara a Silvia, y trabajaré en ese sentido cuanto pueda. —Yo también trataré de favorecer el proyecto... Con habilidad, naturalmente. Estas cosas no deben imponerse, pero yo manejaré los hilos de la trama. Confía en mí, Manuela... —¿En quién sino en ti puedo confiar, hermano? ¿Cómo podría resistir tantas pruebas si no te tuviera...?

—¡Ernesto…! No te había visto en todo el día. En el último patio, cerca de las cocheras, frente al cuartito pequeño y oscuro que en la casa de Medellín le ha destinado María Manuela, Cristina se acerca a Ernesto, trémula de alegría. Con ternura y tristeza el muchacho le estrecha las manos... —Quería venir a verte, pero no he podido... Mamá no me ha dejado tranquilo un momento con esto del viaje. .. —Tampoco a mí. Ya sabes que mañana entro en el Colegio. —Pero no estarás triste por eso... —Solamente estoy triste por dejar al padrino... —¿Y por dejarme a mí no te entristeces? —Más que por nada, pero sé que no tiene remedio. De todos modos te llevarían... de todos modos tú tienes que irte lejos... —Cuando vuelva todo será diferente. ¿No te has olvidado de la promesa que me hiciste en la isla? —¡Nunca me olvidaré...! ¿Y tú…? —¡Nunca! Mira, tu cruz con tu cadena. No me la quitaré en ningún momento. La llevaré pensando que eres tú misma la que llevo conmigo... —¡Ernesto! Yo siempre llevaré esta sortija que dice tu nombre... La voz de María Manuela suena cerca, apremiante, severa: —Ernesto, ¿dónde estás? ¡Ernesto...! —Me llama mi madre. Tengo que ir. Mañana muy temprano me iré. Ya no te veré más que delante de todo el mundo, Cristina, pero volveré... Volveré cuando nadie pueda mandarme, cuando sea un hombre... Y te llevaré conmigo para siempre... ¡Para siempre! Como un eco, la vocecita de Cristina responde. —¡Para siempre... I

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS

CAPÍTULO 05 CRISTINA Pronto... Tarde... ¿Quién puede medir el verdadero ritmo del tiempo?... ¿Quién puede asomarse al abismo insondable de los días por venir, de las horas que aun no han pasado...? Una a una fueron cayendo... uno tras otro los días fueron pasando, desde aquella mañana en que partió Ernesto hacia la capital primero, hacia el extranjero después... Uno tras otro pasaron los años marcando su ritmo igual en la vida monótona de la capital provinciana, trayendo lentamente los cambios que son insensibles cada día, pero que se realizan con el lento y tenaz golpear de la gota de agua hasta horadar la piedra... Meses, semanas y años han pasado, endureciendo aún más el agrio gesto de María Manuela... agregando arrugas y canas a la cansada cabeza de Antonio Aguilar, que vive casi milagrosamente, como la lucecita de una lámpara a la que va faltando el combustible, sostenido sólo por la voluntad de ver a Cristina como ahora la ve, después de seis años... —Padrino, hace un día espléndido. ¿No quiere salir al jardín a tomar el sol un rato? —¿Qué más sol que tu presencia, hija mía?... Cristina es una espléndida mujer... Más alta que fue Isabel Clara, y también más robusta, más fuerte, como si la rama andina de los Gamboa le prestara el vigor silencioso de aquellas cumbres ásperas a la que pertenece por paterna ascendencia. Pero es a la vez fuerte y esbelta como un árbol joven ... los cabellos son también más oscuros que lo fueron los de su madre, el rostro marfileño es grave y dulce, reservado y sereno, y los ojos magníficos parecen según las horas: azules como el cielo, verdes como el mar.. —Cuando estás aquí me parece que revivo, hija mía... Es uno de aquellos segundos domingos de mes, que Cristina pasa en casa de los Aguilar y qué siempre coinciden con aquella promesa de peregrinaje que hace María Manuela al Santo Cristo de las Espinas... Solos, en la alcoba triste, ancha y oscura de la casona de Medellín, padrino y ahijada pueden demostrarse, sin embozos ni rodeos, la gran ternura, el afecto profundo que liga sus corazones y sus almas. —Estoy soñando con el día en que termines tus estudios y vuelvas de una vez a casa. —Pues ya falta poco... un par de meses. —Sí, un par de meses para tenerte siempre a mi lado, y medio año escaso para que también Ernesto esté de regreso. ¿Te has dado cuenta? Dentro de seis meses lo tendremos aquí. ¿No te alegra esa idea? —¿Cómo no ha de alegrarme? ¡Más que nada...! Más que todo, debería mejor decir —¿Le recuerdas?... ¿Le recuerdas bien? —¿Cómo no he de recordarle, padrino?... Todavía me parece ver su cara, su expresión bondadosa, profunda, como de un hombre ya... —Por el último retrato que nos ha enviado ha cambiado asombrosamente... y para mejorar... Los ojos de Cristina brillaron, sus manos se aferraron tiernamente al brazo del anciano, su voz dominó con esfuerzo la emoción, al suplicar: Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¿Recibieron un retrato hace poco, padrino? ¡Déjame verlo! ¿Dónde está? —Lo tenía aquí para enseñártelo cuando vinieras, hijita, pero María Manuela se lo llevó y probablemente lo tiene en su escaparate, cerrado con llave... Debe pasarse las horas mirándolo... Figúrate cómo está esa madre... dos años que no lo ve... —¿Hace ya dos años que marcho para Europa? —¿No te acuerdas? Cuando se fueron también Fermín y Silvia. María Manuela fue a despedirlos hasta Puerto Berrio y allí vio a Ernesto. A mí no me permitieron hacer el viaje... —Tampoco a mí me quisieron llevar. —¿Lo sentiste mucho? —Estuve llorando una semana entera. —¡Hijita!... Debías habérmelo dicho a tiempo. Ya hubiera buscado yo la manera de complacerte... —No quería que usted se disgustara... Se lo digo ahora porque ya pasó... Tenía tantas ganas de verle... —Pronto lo tendremos aquí definitivamente... Ya sabes que ha terminado sus estudios brillantemente... Claro que la carrera que eligió, al fin y al cabo lo obligará a andar de la Ceca a la Meca, pero si ese es su gusto. —Ernesto siempre soñó con viajar... Cuando era muchacho quería ser marinero... ¿Se acuerda usted? —Ahora es diplomático... Pero antes de dejarlo aceptar ningún puesto lo retendremos aquí un año entero. —¿No es mucho tiempo un año?... —¿Qué estás diciendo? Pensé que querías tenerlo cerca... —¡Claro que sí... cerca siempre...! —No te entiendo entonces... ¿Qué quieres decir? Cristina enrojece... luego responde en un balbuceo: —Son tonterías mías. Sueños... No me haga mucho caso, padrino... —¿Qué habías soñado? ¿Puedo saberlo? —Ya se lo diré a usted. Se lo diré otro día, padrino... —¡Dímelo ahora... anda! —¿Para qué? Hace tanto tiempo que no me escribe... —Pero en todas las cartas te manda cariños y recuerdos. No te ha olvidado... puedes estar segura... —Así lo espero... Callan largo rato... Al fin habla el padrino: —¿Quieres ayudarme a ir hasta el jardín? Creo que tienes razón, hace un día espléndido. Trabajosamente, Antonio Aguilar se levanta de la ancha butaca de cuero donde pasa la mayor parte de su tiempo, y busca el apoyo del brazo de Cristina. —Un poco de sol me vendrá bien... María Manuela ya debe estar al volver... —¿Fue hasta la Ermita, como siempre? Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Sí. El viaje es fatigoso para ella. Sale desde el sábado, se queda a dormir en la finca de Fermín y luego se arriesga a cruzar las tierras que fueron nuestras, ahora en poder de esos Moraima... —Pero hasta ahora no ha tenido ningún incidente desagradable, ¿verdad? —Tenemos un papel que garantiza el derecho. Por algo se pagó a peso de oro el pedacito de terreno donde está la ermita. De todos modos, siempre quedo intranquilo. La última vez que fue se encontró con que habían roto la cerradura de la verja y dejado entrar el ganado a la capilla. ¡Son unas gentes ésas...! ¡Unas gentes,..! No gana uno para disgustos. —Pero usted no debe disgustarse por eso. Ni por eso ni por nada. —Sí, ya sé, es mi receta: no disgustarme pase lo que pase. Son graciosos los médicos... Han llegado al fondo del jardín, florido rincón donde rojean los rosales cubiertos de rosas encendidas y abren sus cálices impolutos las azucenas. Bajo el techo de la galería hay un sillón de mimbres que Cristina empuja un poco hasta poner bajo el sol. —Lo voy a dejar aquí solo un momentito mientras me cambio de vestido, ¿quiere? —Con el uniforme del Colegio estás muy bien... pero si tú deseas hacer algún trabajo en la huerta, ya que tanto te gusta ejercer de jardinería. . . —También en el Colegio ejerzo de jardinera. Pero allí somos muchas, no da el mismo gusto un huerto común que ver crecer una mata que ha cuidado una sola... —¡Anda, anda... ¡Pero no te olvides que quiero también un rato de tu tiempo para oírte tocar el piano... —Alcanzará para todo mi tiempo, si lo administramos bien. ¡Hasta ahorita, padrino...! Se ha ido tras sonreír mimosamente, pero Antonio Aguilar se vuelve sorprendido al escuchar un firme y conocido paso que se acerca. —¡María Manuela...! ¿Pero estabas aquí? —Regresé hace rato. ¿Cómo te encuentras? —Bien, bien. ¿Y tú? Pareces disgustada. —Es que me arrepentí de llegar hasta "La Palmira". Volví para atrás, y después también lo he lamentado. Si esas gentes ven que abandonamos la Capilla, acabarán por arrancar hasta las piedras... pero el sacrificio de ir allá... —Buscaremos quien te sustituya en el arreglo y cuidado de esa Capilla. —En muchas cosas tendría yo que buscar quien me ayudara... Sólo faltan dos meses para que Cristina termine sus estudios... —¿Cristina? Enrojece de rabia... Antonio hace un esfuerzo para hablar dulcemente: —Óyeme, María Manuela... escúchame una vez con el corazón, no con los prejuicios. Tú hace cerca de dos años que no la ves, que no quieres verla. Cristina es una criatura adorable que llenará esta casa de alegría si te decides a darle el lugar que le corresponde. María Manuela se yergue, desafiante: —¿El lugar que le corresponde?... ¿Como qué...? Y su esposo contesta con grave tristeza: —Como hija adoptiva nuestra. No es ni puede ser otra cosa... —¿Piensas que sobra dinero para esos lujos? Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Ya sé que no tengo nada mío, por eso te estoy suplicando, María Manuela... Ha ido a extender las manos, pero Cristina llega y su rostro juvenil enrojece de asombro. .. Con verdadero esfuerzo saluda, casi balbuceando: —¡Oh, buenos días...! ¿Cómo está usted, doña María Manuela? María Manuela no responde. Ha quedado mirándola enormemente sorprendida... La había imaginado bella; pero no a aquel extremo. Bien recuerdan sus celos la frágil belleza de Isabel Clara, y ha de confesarse a sí misma que su hija la supera en todo... Son los mismos ojos, pero más luminosos; las mismas mejillas, pero más llenas y frescas; los mismos cabellos, más dorados y brillantes; el mismo porte señoril, pero más arrogante, más entero... Frente a ella queda sin palabras. Luego habla bruscamente, con su tono más áspero: —¿Quieres traer el cordial del cuarto de tu padrino? Es justamente la hora de tomarlo. Ha obedecido diligentemente. Antonio goza el asombro de su esposa. —¿Qué te parece? ¿No es ya toda una mujer? —Sí, indudablemente. Es toda una mujer... y me parece lógica tu preocupación por ella. Quisiera que le encontráramos alguna ocupación, algún empleo... Los labios de Antonio Aguilar tiemblan de asombro. Apenas logra preguntar: —¿Qué estás diciendo? Pero María Manuela continúa más firme: —Sí, un trabajo decente en casa de alguna familia acomodada y honorable, naturalmente. El marido estalla sin poderse ya contener: —¡Cristina no saldrá de mi casa más que casada con un hombre de bien! Absolutamente de ninguna otra manera... y basta, ¡basta! Creí que tenías corazón, pero no lo tienes, María Manuela, no lo tienes... no lo tienes... Se ha levantado con esfuerzo. Se aleja mordiéndose la lengua para no pronunciar palabras irreparables... y las manos de María Manuela se crispan de rabia... Como en borbotones salen dé su boca las palabras: —¡Casada... casada...! Casada, ¿eh? ¡Casada con un hombre de bien! ¡Pues aunque sea con el mismo demonio se casará antes de seis meses! Y atrapa en el aire la mala idea como un relámpago. Cristina llega y se queda mirándola con sorpresa. Al fin se atreve a preguntar: —¿Y mi padrino? —Fue para su cuarto. Se acostará seguramente. —¿Se ha sentido peor? —Sí, cualquier cosa lo altera... ya no sabe una ni cómo dirigirle la palabra. —Voy a llevarle en seguida su medicina. —¡Espera! Que se la lleve Adela. ¡Adela... Adela...! Llévale esto al señor. Tú y yo tenemos que hablar, Cristina... y es mejor ahora mismo. —Como usted quiera. —Vamos a tu cuarto. Adela es demasiado aficionada a oír lo que no le importa...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Se la ha llevado hasta el segundo patio. Una vez allí la mira fijamente. Unos minutos le han bastado para urdir su plan. Suavizando la voz, comienza: —Quería pedirte que no volvieras al Colegio. Puede decirse que has terminado, y sabes más de lo que necesitas... —¿Usted cree...? Cristina la mira con desconfianza, en guardia... La sabe su enemiga. María Manuela halla la frase necesaria. —En casa haces falta, mucha falta... por eso me atreví a rogarte... —En ese caso, no hay más que hablar. Haré lo que usted quiera... María Manuela sonríe desagradablemente. Todo empezaba fácil.... —Me alegro que estés tan bien dispuesta... —Estoy dispuesta a hacer por mi padrino cuanto sea menester. —Así lo espero. Serías un monstruo de ingratitud si fuera de otro modo. Él ha hecho por ti más de lo que humanamente podía... Lo que tú le has costado... —Le aseguro a usted... —No te sinceres. Espero que no haga falta y que entenderás lo que voy a decirte. Tu padrino está muy enfermo desde hace varios años... —¡Oh, sí, lo sé!... —Ha vivido milagrosamente... —Dios ha querido conservarle la vida... He rezado tanto por él. .. —Además de rezar hay que hacer algo más práctico: librarle de cargas y preocupaciones. —Si está en mi mano. .. —En tu mano precisamente. No es que me parezcan mal las oraciones, entiéndeme... es que hay que vivir en la tierra y palpar la realidad de la vida. Esta casa no es lo que fue ni siquiera lo que parece... —Ahora no la entiendo... —No quiere hablarte de los reveses ni los quebrantos de fortuna que hemos sufrido desde que entraste en ella, no precisamente a traer la buena suerte... Dirás que eso no es culpa tuya, claro... —¿Quiere usted decir...? —Tu padrino, como tú le llamas, es pobre de solemnidad... —¡Ah...l —Lo poco que hay es mío y está naturalmente destinado a mi hijo Ernesto. Tus gastos... Cristina responde rápidamente, enrojeciendo: —¡Trabajaré, doña María Manuela...! ¡Trabajaré! Por fortuna sé hacerlo... Siempre lo pensé... No quiero seguir siendo una carga para ustedes... Buscaré en seguida... —Espera... No vayas más de prisa de la cuenta. Lo de trabajar no está mal pensado... pero tu padrino no lo consentirá nunca... —Pero... sin embargo... —Y en el fondo, tiene razón. Podríamos exponernos a críticas que no merecemos... De esta casa no puedes salir más que casada... y eso es precisamente lo que tenemos que apurar... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Cristina la mira con verdadero espanto... —¡Casada...! —Por fortuna, tienes buen aspecto... No creo que te falte con quién hacerlo en cuanto dejes de estar encerrada... Cristina balbucea, a punto ya de estallar en llanto: —Pero, doña María Manuela, yo no puedo casarme con el primero que llegue... —Con el primero que llegue en buenas condiciones, ¿por qué no? El matrimonio es la carrera de la mujer, y tu única solución económica posible... Otras más feas se casan... —Pero es que yo no puedo. Dura y seca, corta María Manuela: —Todavía no te estoy pidiendo que hagas nada y ya pones inconvenientes... —Me ha dicho usted... —Que deseo que te cases; que tu padrino lo desea también; pero que, naturalmente, no debes irle con el cuento de lo que te he hablado... porque si eres suelta de lengua... y empiezas a chismear... Cristina se yergue herida: —¡Soy incapaz de eso! —Me alegro... y espero que tengas esa consideración, por lo menos... Serías como las víboras mordiendo el seno que las calienta, si le proporcionases un disgusto a tu padrino... —De sobra sabe usted que no lo haré. —Entonces, muéstrate sumisa y bien dispuesta a mis sugerencias. No pienso hacer nada en contra tuya sino, al contrario, procurarte el modo de que vivas independiente y en la situación normal de quien tiene todos los derechos, no como has estado hasta aquí... dicho sea sin ánimo de molestarte... —Comprendo, señora, comprendo... Al calor de sus mejillas se han secado las lágrimas de Cristina. Casi fríamente enfrenta a su enemiga, que continúa sin detenerse: —Como no podemos perder tiempo, quiero que aprovechemos los dos meses que ibas a perder en el Colegio... El dinero del pensionado te servirá para hacerte un par de trajes decentes y presentarte como es debido... Y en cuanto a tu padrino, inventa tú misma un pretexto, para que no piense que es cosa mía. Amargamente responde ahora Cristina: —¡Ya...! Consigna de silencio... —¡Es lo menos que puedes hacer por él! —¡Lo haré! —responde la muchacha, con firmeza. La vieja criada se acerca cojeando... —Doña María Manuela... el señor parece que está mal... —¡Oh, padrino...! Voy a... —¡Quédate aquí! Yo iré...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Al quedar sola, Cristina se ha llevado las manos al pecho... allí donde la angustia se ha clavado como una flecha, haciéndola sentir un dolor casi físico... Allí donde el pobre corazón golpea como un pájaro rebelde entre los barrotes de una jaula, y un nombre escapa de sus labios pálidos: —¡Ernesto. .. Ernesto! ¡Que venga pronto! ¡Que no tarde. Señor…!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS

CAPÍTULO 06 RONDA LA MUERTE —El señor la llama... Dice la señora que vaya usted. —¡Oh, sí! En seguida... Cristina ha corrido hasta aquella alcoba de cortinas espesas, ha cruzado como un relámpago la estancia casi a oscuras y, al inclinarse sobre el lecho, la áspera y conocida voz de María Manuela resuena en sus oídos: —No puede hablar, no lo fatigues con muchas preguntas... Está un poco mejor y empeñado en verte. Le dije que me habías pedido no volver en seguida al colegio... quedarte aquí unos días ayudándome a cuidarlo hasta que él se sintiera más fuerte. Le expliqué que esa era tu voluntad y tu deseo... La voz trémula del enfermo, corta la forzada perorata... —Pero no me parece bien, hija... quiero que acabes tus estudios. Es la única herencia que puedo dejarte el día que me muera... —¿Por qué hablar de morir, padrinito? Mejorará usted en seguida, y al fin sé repondrá totalmente... Tiempo tendré luego... —Es lo que yo le digo, pero a mí no me cree... A mí, en principio, la idea de quedarte unos días a su lado me pareció bien... —interrumpe la esposa. Pero el enfermo protesta: —No, hija, no... no te quedes... —Sí, padrino, déjeme hacerlo, se lo ruego... Sólo por unos días... Además, puede decirse que ya terminé de estudiar. Estos dos meses que me faltan, más que nada son un repaso... —Tienes que recibir tu diploma final... María Manuela salta, sin poder contenerse: —¡Para lo que sirven esos tontos papeles!... En fin, no quiero dar mi opinión... Ahí te dejo con él, Cristina... Decidan lo que quieran... Va hacia la puerta que queda a espaldas del enfermo... pero no desaparece: queda entre las cortinas, sin ser vista por él aunque bien visible para Cristina, en quien clava imperiosamente su mirada autoritaria, atenta a cada una de sus palabras y de sus gestos... Como si no la viera, Cristina prosigue: —No discuta usted más, padrino, que esta vez, tiene que complacerme. —Hija mía, si, en realidad, yo nada importo... ¿No comprendes que mi único deseo es gastar en tu provecho la poca vida que me queda? —No hable así, por favor.. . —Es mi verdad, hija mía... es mi verdad y quiero que la sepas. . . Hace varios años que vi acercarse el fin y me agarré a la vida sólo por no dejarte niña y desamparada... Ahora que eres una mujer, una hermosa mujer, no tengo más que: un anhelo, una esperanza: el regreso de Ernesto, junto a él, ya hombre, puedo dejarte tranquilo cuando yo muera... que será bien pronto... —Por favor, padrino, no siga diciendo eso...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Se ha arrodillado junto al lecho del prematuramente anciano. Oprime con ansia sus manos, mientras sus mejillas enrojecen. Adivina lo que va a decirle y tiembla pensando que lo está oyendo María Manuela y que nada puede hacer para advertírselo a él, que continúa: —Mi hijo te querrá como yo quise a tu madre... por linda, por buena, por superior, por exquisita... —Se fatiga usted hablando... Calle, por Dios, calle —balbucea Cristina. Pero él sigue aferrado a su idea. —Tengo que decirte esto. Es poco el tiempo que me queda para decirte lo que necesito... Mi hijo te querrá, porque no creo que ningún hombre joven resista el atractivo que ejerces... —Por Dios, por favor... calle, padrino... calle usted... Ha apretado los brazos del anciano, ha extendido las manos como si pretendiera taparle la boca con ellas; pero no se atreve, sin embargo, a alzar la cabeza para mirar el rostro, que adivina descompuesto de ira, de aquella mujer, su enemiga de siempre. Temblando, protesta: —¡Por favor, padrino, no diga locuras!... —¿Locura te parece mi sueño? Yo que pensaba que tendrías tú que amarle también... yo que gozaba creyendo adivinar que desde niña te sentías atraída por él... —¡Oh, padrino, padrino...! —Claro que han pasado los años, que a tu edad el tiempo debe parecer eterno... Sé que son prematuras estas palabras. pero tengo tales deseos de que comprendas y secundes mis planes... —Le comprendo de sobra, padrino. En otro momento hablaremos. . . Ahora le hace a usted daño... —Más daño me ha hecho callar durante veinte años, disimular a todas horas, guardar mis más íntimos pensamientos... para que no los adivine quien no tiene que adivinarlos... —Creo que viene alguien... —Interrumpe con angustia Cristina... Se ha puesto de pie, pero él la sujeta con ansia. —No, óyeme, nadie viene... Ven... Prométeme que pensarás en cuanto te he dicho y que lucharás valientemente por defender tu felicidad. Eres ya una mujer y puedo decírtelo. Tu madre y yo destrozamos nuestras vidas por sólo una hora de debilidad, de cobardía... Nos faltó el impulso de romper con todo en un momento... y lo pagamos luego con interminables años de dolor y de lágrimas... Y por aquel dolor murió ella, y por aquel dolor estoy yo muriendo... Cristina implora silencio con un gesto... Pero Antonio Aguilar continúa: —Cuando el momento llegue para ustedes, no seas tú cobarde como fue ella... Confío en qué Ernesto no ha de serlo; pero tal vez no pueda nunca hablarle a él como te estoy hablando a ti. Tardará aún seis meses... ¿Durará mi pobre vida seis meses? —Claro que sí, padrino, no piense más en eso... —Si mis fuerzas no dan para tanto, en ti confío para que recuerdes este momento y... Su rostro se ilumina con expresión de súbita alegría... —Espera... espera... ¿cómo no lo había pensado antes? Escribiré, sí... escribiré... —¿Qué? ¿Cómo...? —Te dejaré una carta para él, bajo sobre cerrado. Ayúdame, Cristina, pronto... pronto... antes de que vuelva María Manuela... Ayúdame...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Pero, ¿en este momento? —Ahora puedo hacerlo, después tal vez sea tarde... En aquella mesita hay de todo... Acércamelo... Pluma, papel, prepara el lacre... Lo sellaré con mi anillo y sólo él debe leer lo que le diga en esta carta. Anda... anda... Cristina ¿por qué no me atiendes...? Ahora sí, Cristina se ha atrevido a levantar temblando la cabeza. María Manuela permanece entre las cortinas, tan intensamente pálida que hasta sus labios están blancos, pero imperiosamente le hace la señal de silencio y de obediencia... —¡Cristina...! —Voy... voy, padrino. Ha obedecido febrilmente. Trae el papel, la pluma, el lacre... arregla las almohadas del enfermo... Inútilmente gritan sus ojos la congoja y la angustia. Los de Antonio Aguilar están turbios y nublados... y cada vez que de los labios de Cristina va a escapar la palabra que anhela gritar, la mujer clavada tras el lecho del enfermo repite la señal de silencio, sellándolos con mordaza de hielo. —Acércame esa luz, casi no veo... Cuidado, la dejas caer... Nerviosamente, la mano del enfermo ha arrebatado a Cristina la vela y el lacre que iba a dejar caer como último recurso para detenerle... y su voz también se hace imperiosa: —Cierra aquella otra puerta. ¡Pronto! No vaya a llegar ella... Dando tumbos, sintiendo que vacilan sus piernas, Cristina ha cerrado la puerta del frente y queda apoyada contra ella, de espaldas, mirando aturdida correr la pluma largamente en las manos temblorosas de Antonio, mientras la figura erguida y fiera de María Manuela es como un centinela que la paralizara de espanto... Rápidamente termina el enfermo... —¡El sobre!... ¡El lacre!... ¡Así! Así... Tú la pondrás en manos de Ernesto, hija, tú. .. Ha alzado la cabeza. El rostro descompuesto de Cristina llama ahora su atención, ve que sus labios tiemblan, sigue la mirada recta volviendo la cabeza y al fin... —¡María Manuela! Sonriendo con esfuerzo se acerca la mujer. Su voz suena falsamente fría: —Creo que ya es tiempo de que tomes algún alimento... —¿Eh...? Luego se acerca, mirando como por primera vez los papeles. —¿Qué carta es esa? ¿Vas a mandarla al correo? —No... no.... —¿Quieres dármela? —No, deja... deja, quítame esto... Su mano se ha crispado sobre la carta, cuyo sobre acaba de lacrar; escondiéndolo bajo las almohadas, mientras suave y diligente María Manuela retira el recado de escribir, apaga la vela del lacre, envuelve a Cristina en una mirada amenazadora y se vuelve a él, suave y amable. —Has hecho mal en fatigarte de ese modo... Cristina es una pésima enfermera permitiéndotelo. En lo adelante será ella quien se ocupe de las cosas de la casa y yo quien esté junto a ti... Vuelve a mirarla fieramente. Su tono es rudo y seco al ordenar con brusquedad: Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡Anda! Ve a ver cómo está el almuerzo... ¡Que le sirvan a tu padrino, y come tú. Yo lo haré luego... o mejor será que nos sirvan aquí a tu padrino y a mí. Comeré con él... ¿Qué pasa, no me oyes?... —Sí, señora, voy al momento... Se ha ido muy despacio. Apretando los labios la ve salir María Manuela. Antonio pregunta: —¿Qué te pasa?... —Soy yo quien debiera preguntarte. Estás muy nervioso y Cristina como si fuera a desmayarse. ¿Pasó algo? —No, pero... —Cierra los ojos y descansa... Luego te daré una noticia que acabo de tener... una noticia excelente... Vas a alegrarte mucho... —¿Cómo? ¿Qué? ¡Habla de una vez! —Cálmate. Por no alterarte te la retrasaba. Fermín y Silvia están ya en Puerto Berrio, y mañana los tendremos aquí. —¡Oh!... —Nos traerán noticias frescas de nuestro Ernesto... seguramente cartas de él... ¿Estás más tranquilo? —Sí, sí.... desde luego... Ha cerrado los ojos, totalmente agotado, y algo tranquilizado también por la suave actitud de María Manuela... y hunde la mano adelgazada bajo las almohadas, para oprimir entre los largos dedos aquel sobre lacrado que tanto significa para él...

—Mi niña Cristina, ¿qué tiene? En la ancha galería, Cristina ha tenido que apoyarse en la pared para no caer, tan terrible es la emoción que le sacude, tan fuerte el golpeteo de su corazón, cuando el indio Higinio se le acerca diligente y solícito. —¿Se siente enferma? ¿Quiere que llame? —No, Higinio, no... ya pasará. Ayúdame a sentarme... Dame un poco de agua, ¿quieres? —Sí, claro... Higinio ha corrido y ha vuelto trayendo el agua, con su paso silencioso y rápido de felino; luego, sus ojos leales, única belleza del rudo rostro como tallado en bronce, miran con profunda ternura a la que para él lo representa todo en la tierra. —Niña Cristina... ¿está muy malo su merced don Antonio? —Muy malo, sí, pero lo peor no es eso... lo peor es... La voz odiosa de la señora de Aguilar suena cerca: —¡Cristina...! Un momento después, María Manuela está junto a ella... mira su rostro desencajado y pregunta imperiosamente: —¿Qué tienes?

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Nada... casi nada. Ya pasó. Ahora mismo voy a cumplir las órdenes de usted... —No hace falta, ya se las repetí a Adela. Se vuelve a Higinio, lo mira de arriba abajo, relampagueantes las pupilas de odio y desprecio... Después, truena: —¿Y tú qué haces aquí dentro, Higinio? ¡Tu lugar está en la cochera! El indio se inclina como perro apaleado. —Perdone su merced, me acerqué a preguntarle a la niña Cristina si preparaba ya el coche para llevarla de regreso al Colegio. —Cristina no va a volver al Colegio. Más tarde le llevarás de mi parte un papel a la madre superiora y volverás trayendo las cosas que quedan de ella allá. Tímidamente se atreve a preguntar Cristina: —¿No dejará usted que vaya yo misma a despedirme de las madres? —Ya tendrás tiempo más adelante. Ahora, como necesito estar a todas horas al lado de Antonio, que ya habrás visto cómo ha empeorado últimamente, tendrás que sustituirme en otras cosas... —Yo estoy dispuesta, pero... —Dispuesta sin "peros" espero que estés. —Desde luego... —Mañana, a las seis en punto, quiero que salgas para la finca "Las Azucenas", la finca de Fermín. Fermín y Silvia están ya en Puerto Berrio. —Sí señora, ya sé... —Prevendrás a doña Carmen y le dirás que venga con cuanto considere necesario para ayudarnos a preparar aquí las cosas... —¿Aquí...? —Naturalmente. Mi hermano quitó su casa de Medellín al irse a Europa hace dos años, y no van a ir a vivir a la finca en pleno invierno. —¡Ah!... —Les hospedaremos durante cuatro o cinco meses... Hay sitio de sobra. Desde luego, tú tendrás que seguir ocupando el cuartito del segundo patio, ya que a doña Carmen también la instalaremos... pero tu padrino no tiene para qué enterarse. —Comprendo... —Espero que hagas un esfuerzo para ayudarme, ocupándote de que el servicio esté siempre a tiempo... Fermín y Silvia están acostumbrados a vivir muy bien... No puedo pagar un ama de llaves y espero que hagas sus veces.... —Haré lo posible. —Supongo que te agradará poder pagar en algo la deuda de gratitud que con nosotros tienes... —¡Es mi mayor deseo! Un brillo de orgullo se ha encendido en las pupilas admirables de Cristina... Luego, viendo alejarse a Higinio, va a tomar el camino de los cuartos, pero María Manuela casi grita: —¿Dónde vas?

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Sólo un momento voy a... —¡Al cuarto de tu padrino no tienes por qué entrar! Ahora él descansa. ¡Déjalo tranquilo...! No vuelvas a acercarte a él sin que yo te lo ordene... —Perdóneme... pero usted ha visto... usted ha oído... Aquella carta... —Él la entregará a quien le parezca... Hará lo que quiera con ella. Tú no volverás a verle sino delante de mí, y no te atrevas a cometer una imprudencia, porque no miraré nada... —¡Usted sabe muy bien que un disgusto seria su muerte! —Y tú también lo sabes. ¡Procura no provocarlo, si te importa algo el hombre a quien todo se lo debes!... —De eso se vale usted: de mi cariño y mi ternura por él... —De mi amor por él te has valido tú, que no estarías en esta casa si yo no hubiera creído que un disgusto podría poner su vida en peligro... Pero ahora se trata de mi hijo, ¿entiendes? Y mi hijo me importa más que él y más que el mundo entero... —Señora. —Y basta. Te lo he dicho todo de una vez para que lo entiendas... No te atrevas a desafiarme o se perderá todo... ¡hasta la vida de él!... Por él te soporto, nada más que por él... ¡Ve a cumplir mis órdenes...! ¡Es lo único que tienes que hacer!

—¡Cristina...! ¿Es Cristina? —Soy yo, ¿qué quieres? Un gesto de desaliento ha plegado los labios de Antonio Aguilar... ansiosamente miran sus ojos hacia la puerta. —¿Dónde está Cristina? ¿Por qué no ha vuelto? La esposa responde amable y suave: —Estabas descansando y me pidió permiso para ir con Higinio hasta el convento a recoger algunas cosillas que le hacen falta para quedarse un par de semanas... —¿Salió? ¿Salió sin entrar de nuevo a verme?... —Pensó, sin duda, que estabas bien cuidado conmigo aquí... —Por supuesto, pero... —Quería hablarle ella misma a la madre superiora, pedirle permiso para prolongar su estancia aquí en vista de la buena noticia... —¿Buena noticia...? —¿No lo es para ti la llegada de mi hermano y de Silvia? —¡Oh, sí naturalmente...! —Cristina se ha puesto muy contenta... Ha tomado a empeño ser ella quien les arregle las habitaciones... —¿Hace mucho rato qué se fue? —Unos momentos... —¡Oh!... Tardará entonces... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Tardará, como es natural... Querrá charlar y despedirse de las compañeras... —No creo que tarde sabiendo que la espero... Me extraña muchísimo que haya salido sin entrar a verme, que le interese ninguna cosa más que mi salud... —Me parece que tienes una idea un poco fantástica de Cristina; pero qué le vamos a hacer... —¡Estoy seguro de no equivocarme con ella! —Ojalá... Por mi parte he renunciado a discutir contigo hace mucho tiempo. Piensa de ella lo que más te agrade... al fin... —¡Manuela! —Y no te preocupes; en cuanto vuelva le diré que estás desesperado por verla y... —No necesitas decírselo. Sé que vendrá inmediatamente. —Repito que como quieras... Ha salido hasta la galería, espiando cuidadosamente. Al otro lado del patio, en las habitaciones del ala derecha, siente el lejano movimiento de la tarea que cumple Cristina; y, más tranquila, vuelve al lado del enfermo. —No me extrañaría que Cristina se quedara a dormir en el Colegio... —¿Cómo? —Tengo entendido que la nombraron camarista de Nuestra Señora del Carmen y tiene que estar dispuesta para la primera misa en la capilla del convento... —Ella sabe que estoy peor y que quiero tenerla al lado mío... —Ser camarista de Nuestra Señora es un honor que satisface a cualquier colegiala, y tu adorada Cristina es más vanidosa de lo que crees. Sin contar con que a los dieciocho años resulta muy aburrido cuidar a un enfermo... y mucho más por gratitud, como en este caso... Antonio Aguilar no responde. Hay un gesto malévolo en el rostro de María Manuela, que conoce muy bien. Palpa la carta oculta entre las almohadas y cierta tranquilidad dolorosa distiende su pecho... Luego su, respiración se hace más fatigosa, caen sus párpados como vencidos por el esfuerzo, pero sus dedos no sueltan la carta. Sentándose a los pies de su cama, María Manuela emprende con hábiles manos una interminable labor de calceta. ..

—¿Y Cristina? ¿No ha vuelto? —Sí, hijo, volvió... Entró a verte, estabas descansando y se fue a dormir ella también. —¿A dormir...? —Son cerca de las dos de la mañana. Esa última medicina que estás tomando te da mucho sueño... —Pero... —Supongo que lo que tenías que decirle no es de tanta urgencia como para que la mande a despertar... —No, claro... quería solamente verla. Mañana la veré. ¿Y tú no te acuestas? —No tengo sueño... El doctor recomendó, además, que te diéramos la medicina puntualmente, aun de noche. En esta butaca puedo dormir un rato perfectamente. Mañana serán Adela o Cristina las que se queden. Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¿Tan mal estoy como para necesitar de esos cuidados? —Los cuidados nunca están de más. Atendiéndote bien podrás levantarte a recibir a Fermín y a Silvia. Creo que vale la pena. Vamos, descansa... descansa ahora... Se ha acercado a él, deslizando la mano bajo la almohada, mientras sube el embozo del edredón de seda... pero el enfermo se vuelve inquieto. —¿Qué quieres? ¿Qué buscas? ¿Qué haces ahí? —Nada. Iba a volverte el almohadón... Si no quieres, te dejo... Ha vuelto a su labor de calceta y Antonio Aguilar clava la vista en los cristales de la ventana, como implorando al oscuro cielo las luces de un nuevo amanecer...

—¿Dónde vas, Cristina? —¿Eh...? —Te he preguntado que adónde vas. —Entraba a ver un momento al padrino y... —Duerme en este momento, después de haber pasado muy mala noche. No lo despiertes. —No iba a despertarlo... —Además, son las seis y cuarto y te dije que salieras a las seis, de otro modo no llegarás a tiempo... —El coche está esperándome en la puerta, todo está preparado... quería verlo un momento antes de marcharme y... —Fermín y Silvia llegarán esta noche o mañana muy temprano. Mira si corre prisa lo que tienes que hacer. —Pero señora... —¿Pretendes despertar a tu padrino discutiendo estúpidamente? ¡Vete! ¡Vete! La ha empujado, furiosa... Luego entra muy de prisa en la alcoba, acercándose al lecho de Antonio que llama: —Cristina... —¿Qué quieres? —¿No estaba ahí Cristina? Oí su voz. —Ya se fue. —No puede ser. ¿A dónde?... —A "Las Azucenas". —Pero... —Era indispensable prevenir a doña Carmen, traer algunas cosas necesarias para arreglar las habitaciones de Fermín y de Silvia... —Cualquier sirviente hubiera podido hacerlo... no tenías que mandarla a ella... —No lo creas, habría tenido que ir yo misma... y después de la noche que he pasado no me sentía con fuerzas. Lamento mucho no darte el placer de tener a Cristina al lado tuyo, pero es

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS joven y fuerte y bien puede ayudarme en lo más pesado... Además, alguien tiene que ir a limpiar la capilla del río... Tú mismo me diste a entender que ella podría descansarme de ese trabajo... Antonio se contiene con esfuerzo... —¡Está bien! Supongo que, cuando regrese, le dirás que necesito verla, y no habrá ningún otro lugar lejano donde mandarla... —Si llego a saber que te iba a disgustar de esa manera, hubiera ido yo de cualquier modo... aun faltándome las fuerzas... —No estoy disgustado, pero es absurdo... —¡Es absurdo! Soy yo quien podría decirlo. Es absurdo lo que sientes por ella... —¡Manuela, por Dios! —Ya me callo... ya me callo otra vez... Ese es por lo visto mi destino: callar, callar siempre... ¡aunque reviente un día de tanto callarme!

—¿Y aquella construcción que se ve allá entre los árboles? —La Ermita del Cristo de las Espinas... El feudo que los Aguilar nos dejaron clavado en el corazón de "La Palmira". Cada vez que veo ese espantajo pintado de cal, se me revuelven las tripas. —Vamos, hermano, no exageres... —dice, sonriendo, el más joven de los Moraima. Sobre los bien cuidados y fecundos campos de "La Palmira", bajo el sol ardiente de aquella mañana primaveral, uno junto a otro se han detenido los dos jinetes. Alto, recio, de ruda belleza es Juan Moraima. Más delgado, más seco, más nervioso, su hermano Eduardo, que, dando vueltas en los labios al largo cigarrillo, continúa el relato entre bromas y veras: —Dicen que, allí, el Cristo les hizo a los Aguilar el milagro de salvarles al hijo único que se había metido en un bote por el rio crecido. Era niño entonces ¿sabes?. La vieja Aguilar es bien devota y gastó un dineral en mandar hacer ese esperpento a pesar de tener perdido el pleito. —¿Por eso fue preciso cederles ese pedazo de terreno? —Cederles nada, pero lo compraron por trasmano, valiéndose de tales influencias, que hasta el Obispo lo metieron en la danza. Y con la compra hubo que firmar un permiso para que crucen "La Palmira" cada vez que se les antoja venir a rezar, a poner flores, o a espantar nuestras vacas... —¿Y vienen desde Medellín sólo para eso? —Bueno... la vieja llega hasta la finca del hermano. Ya sabes que por la derecha lindamos con las tierras de "Las Azucenas", propiedad del licenciado Fermín Requena, el ilustre abogado que les ayudó a perder el pleito. —Pues, en diez días que llevo aquí, no he visto en esa finca alma viviente. —El dueño está en Europa hace años, dándose buena vida. La única que se ve es la vieja Aguilar, ya te lo he dicho. No debió ser fea en sus buenos tiempos, pero tiene una cara de vinagre y unos modales altaneros, que más vale tropezar con el diablo que con ella... —Me gustaría encontrármela... —Pasarías un mal rato. —El mal rato sería para ella. Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —No lo creo; siendo como eres un caballero galante... —Los Aguilar siempre, fueron enemigos nuestros. —Enemigos vencidos no cuentan. El don Antonio Aguilar dicen que está muñéndose, el hijo anda por Europa y la única verdad es que "La Palmira" es nuestra y bien nuestra. —¿No es aquel un coche?... —Sí. —¿Un coche de ciudad...? —Sí... —¿No viene del lado de "Las Azucenas"? —¡SÍ…! ¡Y que cargue el diablo conmigo si no es la vieja Aguilar que viene a complacerte haciéndote una visita de cortesía! Yo, por mi parte, doy media vuelta. No tengo hipo que quitarme con el susto de mirar a doña María Manuela... —Pues yo no. Quiero ver si de verdad se come a la gente... Salirle al encuentro es mejor que encontrármela... Y Juan Moraima clavó espuelas rumbo al cochecillo que, envuelto en una nube de polvo, cruzaba el lindero, pisando ya la tierra largamente disputada.

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS

CAPÍTULO 07 JUAN MORAIMA Aun de lejos no le pareció a Juan Moraima que aquella figura de mujer era la que su hermano Eduardo le describiera como a María Manuela Requena, la esposa de Antonio Aguilar; pero la sorpresa le dejó sin palabras cuando se detuvo muy cerca del cochecillo que vieran de lejos. Linda y airosa es la muchacha que tiene frente a él... luminosas pupilas oscuras, boca breve y fresca, altiva y seria la apostura señoril, como de cobre brillante los cabellos... También sin decir nada quedó Cristina mirando a aquel buen mozo, alto y fornido, de cabellos espesos que enmarañaba el aire fresco de la mañana, y por fin suena expresiva la voz del joven, en saludo trivial: —Buenos días... —Muy buenos. —¿Viene usted para la Capilla? —En efecto. —¡Caramba! —¿Qué le pasa? —Esperaba hallar en este coche una señora... bueno, la esposa de don Antonio Aguilar... —Vengo en lugar de ella. —¿Es usted de la familia? —¿Y usted...? Juan no pudo menos que inclinarse galantemente: —Yo soy Juan Moraima, para servirle... Cristina ha sonreído impresionada gratamente, y mientras deja el coche para llegarse hasta la Capilla, le mira como valorándole... como midiéndole... tratando de saber el "por qué" de su repentina simpatía... Hay cierta insolencia en los ojos que la recorren de arriba abajo, innegable rudeza en el rostro tostado por el sol; pero también algo en él inspira confianza... Quizá la boca grande, que al sonreír muestra la blanca y fuerte dentadura, comunicando al semblante viril una gracia ingenua... Sencillamente, respondió: —Me llamo Cristina Gamboa. Vivo en la casa de don Antonio Aguilar, donde me recogieron desde niña, cuando mi madre murió... —Los Gamboa eran algo parientes nuestros... ¿Lo sabía usted? —Sí, lo sabía. Pero permítame que siga hasta la Capilla. Creo que hemos hablado ya lo suficiente... —¿Participa usted del odio que nos tienen los Aguilar? —No creo que mi padrino, quiero decir: don Antonio Aguilar, sea capaz de odiar a nadie... Pero como ellos no tienen relaciones amistosas con ustedes, no debo tenerlas yo tampoco... Perdóneme pues...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Ha hecho una señal de despedida con la cabeza y se aleja seguida de Higinio, mientras Juan Moraima la contempla como envuelto en una fascinación repentina, y a través de la puerta entornada siguen sus ojos cada movimiento de ella. Paso a paso ha ido entrando él también, hasta que Cristina se vuelve: —¿Usted aquí todavía? Ahora es él quien sonríe, disculpándose con el gesto: —La miraba a usted... ¿Vino a limpiar? —Y a rezar... Lo de limpiar era necesario, desde luego... —Sé que doña María Manuela nos acusa a nosotros de todos los estragos que sufre su Capilla. Pero créame que ni mi hermano ni yo tenemos la culpa de que las bestias entren aquí algunas veces... —¿De quién es la culpa entonces? —Bueno... Seguramente los peones, por vengarse de los malos modos de la señora Aguilar... —Pero ustedes, que mandan a esos peones, no debían permitirlo... —Procuraremos remediar el mal, si usted es la que lo desea... Por complacerla... —Sería de justicia... —Lo haré. Se lo prometo. —Gracias... —¿Me permite ayudarla ahora? —No se moleste. Higinio hará lo más pesado. Yo tengo que llegarme hasta "Las Azucenas"... —¿Va a pasar allí unos días? —No, señor Moraima... Sólo unas horas... y aun tengo mucho que disponer... por eso me marcho... Con permiso de usted... Ha llegado a la puerta. Desde ella se vuelve para mirar al hombretón de tez cobriza que la mira inmóvil, erguido, listo como un mastín para obedecerla. —Me llevo el coche, Higinio. Luego pasaré a recogerte. —No es necesario, niña. Cuando yo acabe aquí, hasta allá me llego a pie... No es tan largo el trecho... —Como quieras... Ha salido seguida de Juan Moraima... ha subido ágilmente al pescante del cochecillo, empuñando las riendas. Ya desde arriba, totalmente segura de sí misma, vuelve la cabeza para sonreír gentilmente al hombre que, como fascinado, la contempla... —Hasta la vista, señor Moraima... El coche se aleja por la vereda estrecha y recta que sirve de lindero. Cuando es sólo una nube de polvo, Juan Moraima se vuelve para mirar al indio, fijo en él... —Mucho deben fiar en ti los Aguilar para entregarte así el cuidado de esa perla. Ganado por el elogio, responde Higinio, orgullosamente: —La niña Cristina se cuida sola, señor Moraima. Ella siempre sabe lo que tiene que decir y hacer. —Ya lo veo... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Con su permiso, voy a hacer lo que me ha mandado... Ha entrado de nuevo en la destartalada Capilla. Juan Moraima mira el camino como acariciando con los ojos la huella que en el polvo dejaran las ruedas de aquel coche. Luego monta de un salto y clavando las espuelas se aleja al galope sobre los campos verdes.

—¡Al fin vuelves...! Vaya charla larga la que tuviste con la vieja Aguilar... —¿La vieja Aguilar? ¡Nada de eso! Era la muchacha más linda que he visto en mi vida: Cristina Gamboa... ¡Qué mujer...! Juan Moraima se desmonta ya y sube la gastada escalera que lleva hasta el portal de la casa vivienda... hasta llegar frente a Eduardo, su hermano mayor, que a horcajadas en el muro saborea el café aromático y amargo. Hay un brillo de curiosidad y de sorpresa en las pupilas negrísimas... —¿Cristina Gamboa? ¿Será la parienta nuestra que recogieron los Aguilar hace años? —Esa misma. ¿La conocías tú? ¿La habías visto alguna vez? —Nunca. ¿Pero qué te pasa? Estás como alelado. .. ¿Tan linda te parece? —Linda es poco... Más que linda... Hay algo raro en ella. Tiene una dignidad, un recato... Parece una monja y una reina... ¡qué sé yo…! Eduardo Moraima tuerce burlón la boca, escupiendo por encima de la baranda antes de responder: —¿Monja...? ¿Reina...? No sabía que te gustara esa clase de gente... —Me gusta ella, me gusta y... —¿Y qué? —Y me parece que no puede ser feliz, si los Aguilar son tal y como tú me cuentas... —¿Que no puede ser feliz...? Pero bueno... —Siendo nuestra parienta, podríamos hacer algo por ella… —¿Estás loco? ¿Qué vamos á hacer? —No sé... Si fuera a estar hasta mañana en "Las Azucenas" me gustaría llevarle una serenata... pero no lo sé... dijo que venía por unas horas... —¿Serenata nosotros por tierras de los Aguilar y de los Requena? ¡Tendrá que ser a punta de bala, hermano! Los festejos en campo enemigo... —Ella no es enemiga nuestra... Me dijo qué no era enemiga... —¿Y qué? De cualquier modo está del otro lado de la cerca... —Hasta cierto punto... —Hasta todos los puntos. Por lo que veo, la muchacha te ha llegado al tuétano. Pues óyeme, hermano: un Moraima, para acercarse a una Aguilar o poco menos, que no otra cosa es, esa muchacha, tiene que ir dispuesto a ganársela como en la guerra: a uña de caballo y con el revólver listo. Enamorarla de prisa, y al anca de la bestia con ella... —A una mujer como ella no puede uno acercarse así... ni pretender cosas como esas... —¿Por qué? —Porque no es de las que dan pie a ellas... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡Entonces no te acerques de ninguna manera...! —Es lo que pensé: mejor no me acerco, pero... —Pero, ¿qué...? —Nada... "Las Azucenas" está tan cerca, que si doy la vuelta por la vereda del río puedo volver a verla aun que sea de lejos... Eduardo Moraima enarca las cejas... echa atrás, de un manotazo, el sombrero de fieltro de anchas alas, y muestra en son de burla los dientes blancos brillando sobre el rostro moreno... imitando después el canto del cuclillo, para terminar entre risotadas: —¡Ay, Juan Moraima... qué mal te veo!...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS

CAPÍTULO 08 EL REGRESO —Pero, doña María Manuela... ¿No puedo entrar ahora un momento a saludar a mi padrino, a decirle que estoy aquí por lo menos? —Ve a hacer lo que te ordeno. Al cuarto de Antonio no volverás a entrar sin mi permiso, ¿me entiendes? Están en uno de los largos corredores de la casa de Medellín, a la que acaba de llegar Cristina después de su viaje a "Las Azucenas", y el corazón de la muchacha se oprime de angustia frente a la mirada de odio que brilla en los ojos de María Manuela... Luego suspira, resignada: —Le entiendo, doña María Manuela. Quiere alejarme a toda costa de él... hacerme pasar por ingrata y... Pero no puedo permitir eso. ¡Que él sepa, al menos, que no es culpa mía...! —Cualquier cosa que le digas de mí, y en contra mía, incomodará a tu padrino... y recuerda que un disgusto puede matarlo. —De eso se vale usted... —Sí, de eso, de todo me he valer para lograr que calles, que obedezcas... De todo, ¿oíste? ¡Esta batalla no serás tú quien la gane! ¡Te lo juro por el nombre que tengo! ¡Ve a lo que te he mandado! ¡Ve!

Llevó Cristina los paquetes para la habitación de huéspedes destinada a Fermín Requena, y de allí, de espaldas a la puerta, de frente a la ventana, lloró silenciosamente... Luego, suspirando, secó las lágrimas y comenzó a ordenarlo todo... Tenía abiertas las gavetas de la gran cómoda, cuando sintió pasos que se acercaban... No se volvió, pero a través del ancho espejo vio llegar al huésped esperado... El padre de Silvia se había detenido en la puerta y con las pupilas fijas también en la luna biselada quedó como extático... mudo y sorprendido. .. Fue entonces que Cristina se creyó en el deber de saludar al tío de Ernesto... —Buenas tardes, don Fermín, ¿cómo está usted? —¡Es posible que seas tú Cristina...? —Sí, soy Cristina... para servirle... —¡Has cambiado extraordinariamente! Él no había cambiado. El tiempo transcurrido apenas ha restado gallardía a su figura espléndida... Son los mismos ojos escudriñadores, de profunda mirada inteligente, la misma boca sensual y sabia... que ahora sonríe con mundana sonrisa... —Ya me imaginaba yo que llegarías a ser una mujer espléndida; pero no tanto... no tanto... ¡Es asombroso!... —¿Cómo está su hija, don Fermín? —Muy bien... y a ti no hay que preguntarte. Se te ve sana, hermosa, lindísima... —Con su permiso, voy a... —Espera. No tengas tanta prisa... Cuéntame de tu vida. ¿Qué has hecho en este tiempo? Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Estar en el colegio, simplemente... Venir a ver a padrino los segundos domingos de mes... Nada más que eso... —¿Seguiste aprendiendo el piano? —Sí... piano, idiomas, labores... —Precisamente la educación que tu padrino quería para ti... ¿Terminaste ya los cursos? —Me faltaban dos meses... pero doña María Manuela, es decir... yo... yo misma, decidí no seguir en el colegio. Comprendí que hacía falta aquí en la casa. Con su permiso, debo retirarme ya... Se aleja con su paso firme y seguro, con aquella gracia exquisita peculiar en ella, y las pupilas de Fermín Requena la siguen con admiración ardiente... En voz alta se le escapa el pensamiento: —¡Indiscutiblemente, una verdadera belleza! —¡Fermín...! —¡Ahí, ¿eres tú, hermana? Pasa, pasa... Fermín Requena se ha vuelto hacia la otra puerta por la que llega doña María Manuela. Ceñuda, duro el gesto, la mirada desconfiada, parece captar en el aire la odiada presencia de Cristina... Al fin, pregunta: —¿Quién es una verdadera belleza? —Cristina... Acabo de verla... ¡Me he quedado realmente deslumbrado! —Hasta el extremo de hablar solo, ya lo veo... —Solo no dije más que una frase... Hablaba con ella… —¿Estaba aquí? —La encontré arreglando el cuarto. Te aseguro que fue una verdadera sorpresa. No me habías dicho nada... Es algo extraordinario, ¿sabes? —Ya sé... ya sé... ¡pero basta...! —¿Te molesta? —Desde luego... —¿Por...? —Por nada. ¡No hablemos de ella! Te busqué porque quería que habláramos a solas; esto es, sin que Antonio me oyera. ¡Pero no de esa recogida! —No puede negarse que Antonio recogió una perla... —Por favor, Fermín. ¿No entiendes? —Dispénsame... ¿De qué querías hablar...? —De nuestros hijos... ¿No encuentras que vale la pena? —Claro que sí... Y todo marcha a pedir de boca. Las relaciones de Silvia y Ernesto, durante este tiempo que hemos viajado juntos, parecen corresponder a nuestros planes... —¿De veras...? —De Silvia respondo: está totalmente enamorada de él. —¿Y él... mi Ernesto?

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Bueno... Con él no puedo estar tan seguro. Es muy joven, muy soñador, un poco poeta... Junto a ella parece hallarse muy a gusto; pero todavía no ha hablado seriamente ni conmigo ni con ella... —Es preciso que lo haga cuanto antes. —¿Por qué? Me parece que hay tiempo... Los dos son muy jóvenes... —Pero Antonio tiene planes diferentes. —¡Ah! ¿Sí? —El pretende casar a Ernesto con Cristina. —¿Qué...? —Siempre tuve miedo de que se le ocurriera una cosa así; pero anteayer tuve la comprobación absoluta... —¡Caramba!... —Sorprendí una conversación de Antonio con ella. Le dijo claramente que era todo su sueño, que no se moriría tranquilo más que dejándola en manos de Ernesto. .. ¡Y le habló, además de su amor por Isabel Clara!. —¿A ella...? ¿Qué estás diciendo? Preciso es que el pobre Antonio se haya vuelto loco. —Siempre estuvo loco por ella, y en esos amores que proyecta ve como una prolongación del que no pudo ser entre él y la madre de Cristina... —Pero Cristina es aun mucho más hermosa que Isabel Clara... —¡Cállate! ¿No puedes dejar el tema? —Perdóname... quise decir... —Ya veo que estás deslumbrado. Y por lo que te ha ocurrido a ti, por lo que tú piensas y sientes, puedo medir todo el peligro de que mi hijo la vea. Tiene, efectivamente, esa belleza diabólica que trastorna a los hombres. Me temo, además, que, a pesar de mi vigilancia, se haya seguido escribiendo con Ernesto... —Bueno... —Y para que lo sepas todo, te diré que mi marido ha escrito una carta para nuestro hijo en la que estoy segura de que le habla de su deseo de que se case con esta mujer. —Me dejas como el que ve visiones. Siempre pensé que ese profundo interés de tu marido en esa niña era por algún lazo de la sangre, algún lazo secreto que... Bueno, tú comprendes... —Claro que comprendo. Yo también lo temí, lo pensé mucho tiempo aun cuando él me juró mil veces lo contrario... Ahora, por fin, sé que no ha mentido, y al saberlo vi agigantarse el peligro que temí siempre vagamente: él que esa criatura me separara de mi hijo... mi hijo que me importa más que nada, más que nadie... ¡Y te juro que si eso sucede, no miraré nada, seré capaz de... ¡ —Cálmate. Hay que mirar las cosas con un poco más de frialdad. ¿Dices que Antonio le mandó una carta a Ernesto? —No se la ha mandado aún: la escribió, la escondió bajo las almohadas, quiere dársela a Cristina para que sea ella quien se la entregue a nuestro hijo, si su vida no alcanza para hablarle personalmente. ¿Te das cuenta? —Si... claro; eso echara a rodar todos nuestros planes...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Visiblemente nervioso, Fermín Requena se pone de pie... enciende un cigarrillo, lo apaga luego inmediatamente... Como obsesionado, repite: —¡Es tan hermosa esa criatura... tan extraordinariamente bella...! Veo muy difícil que ningún hombre renuncie a ella, pudiendo... —Todo lo que quieras, pero no se casará con Ernesto... —¿Qué harás para impedirlo, siendo como es la voluntad de su padre? —Cualquier cosa. Lo que sea... ¡No voy a detenerme ante nada! —Comprendo lo que sientes, pero más vale que pienses dos veces las cosas antes de hacerlas... Te sentirías muy mal si por un disgusto que tú provocaras se precipitara el fin de Antonio... —Ya lo sé... ya lo sé... Apelaré primero a los medios persuasivos... Si yo lograra que ella estuviese casada, o comprometida por lo menos, al regreso de Ernesto... —Sería un gran recurso... pero, ¿con quién cuentas para ello? —De momento, con nadie... —No puede ser que una criatura tan hermosa... —Sólo hace unos días que dejó el convento. Creo que no ha llegado a hablar con un hombre joven, a solas, desde que es mujer... —Comprendo... comprendo... Un encanto más... Los ojos de Fermín Requena han brillado extrañamente, mientras una sacudida de deseo recorre su espalda. Ha vuelto a sentarse, enciende otro cigarrillo y fuma ahora lentamente, aspirando el humo a grandes bocanadas, entrecerrando los párpados como si urdiera un plan más sutil, más personal, más complicado... plan cuya sola idea distiende sus labios sensuales en un gesto de supremo deleite... María Manuela pregunta, impaciente: —¿En qué piensas, Fermín? —¿Cuántos años tiene esa criatura? —¿Cristina? Bueno, dieciocho, diecinueve o veinte... no sé... más no pueden ser, desde luego... —Un hombre que haya cumplido los cincuenta debe parecerle un anciano, ¿verdad? Por mucho que uno se conserve... —Probablemente. ¿Pero a qué viene esa pregunta? —No sé... Tengo un proyecto... un esbozo de proyecto. No quiero precipitarme participándotelo todavía, pero creo que puedo ayudarte en eso... —¿En qué? —En lo de casar a Cristina. Y su sonrisa se expande, mientras, fingiendo no comprender, sale de la estancia María Manuela...

—¿No ha vuelto Cristina? —Claro que ha vuelto, pero ha estado ocupada ayudándome en algunas cosillas. Ya le mandé razón diciendo que querías hablar con ella...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Que venga en seguida. —Ya viene, hijo... ya viene... Sobre el lecho, pálido y desencajado, cubierto hasta el cuello por el edredón de seda, está Antonio Aguilar... tan extenuado que parece más cerca de la muerte que de la vida. Sólo en sus pupilas marchitas se enciende un brillo intenso cuando la fina figura de Cristina aparece entre los espesos cortinajes de la puerta... —¡Al fin, hijita…! —Aquí tienes a tu idolatrada Cristina —dice María Manuela, con sonrisa desagradable... Luego, sentándose a los pies del lecho, toma su interminable labor de calceta... La voz de Cristina pregunta dulcemente: —¿Cómo se siente, padrinito? —Mal, hija, mal… Los ojos se cierran con cansancio, los labios marcan un gesto amargo de desaliento y por entre las ralas pestañas mira con angustia la figura maciza de María Manuela: dura, erguida, incansable, dispuesta a imponer su presencia a cualquier precio... —¿Por qué no habías entrado a verme, hijita? Cristina ha vacilado antes de responder: —Estuve ocupada, padrino... Ya usted sabe que hay huéspedes y... —Supongo que los sirvientes están para atenderlos... Ahora, quien responde es María Manuela: —Cristina me quiso hacer el favor de ayudar un poco... sin que yo se lo pidiera accedió a ello. No pensé que te molestara... —No me molesta, pero... ¿quieres darme un poco de agua, María Manuela? Ha deslizado bajo la almohada la mano adelgazada y amarillenta, hasta tocar el sobre de aquella carta, pero María Manuela sólo se ha separado unos pasos para servir el vaso de agua, y ella misma lo lleva hasta los labios del enfermo, que apenas la prueba... —Toma... —Gracias... ya está... —¿No bebes más? —No. Es suficiente... Ha clavado en Cristina su mirada de angustia y la muchacha se siente palidecer... pero también hay otros ojos fijos en ella: duros, implacables... ojos cargados de odio, que la paralizan de espanto... y al fin, la voz de su enemiga restalla: —¡No vas a vestirte para la comida? —¿Yo...? —Naturalmente. Yo apenas como y prefiero que me traigan aquí cualquier cosa. Alguien tiene que acompañar en la mesa a Fermín y a Silvia. —Yo puedo quedarme con mi padrino mientras usted les atiende a ellos... Seguramente ellos lo prefieren... yo puedo Calla, bajo la mirada feroz de su enemiga...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS María Manuela habla despacio, arrastrando el sarcasmo de cada palabra: —Ya sé que puedes; pero me ayudas más haciendo lo que te pido. Fermín y Silvia están encantados contigo. Te han hallado preciosa, elegante y amable. No vas a corresponder a esa opinión siendo con ellos malcriada y descortés... ¡sería el colmo...! —María Manuela... —Perdóname, Antonio; pero me parece perfectamente natural que ella prefiera oír historias de viajes a hacerle compañía a un enfermo, aunque te quiera mucho... ¿Verdad, Cristina? Quiere sacrificarse, y no es preciso... —Yo, señora… —Anda, ve a arreglarte... Tu padrino comprende que tengo razón y me la otorga por una vez... ¡Obedece! La ha mirado tan dura, tan imperiosamente, que Cristina baja la cabeza, marcha hacia la puerta... Ya en ella se vuelve con un gesto que es casi de desesperación: —Volveré en cuanto terminemos de cenar, padrino... ¡Volveré! La cortina ha caído tras ella. María Manuela respira al fin y se acerca solícita al lecho del enfermo... —Mañana mismo haré que Cristina vaya a una modista. Apenas tiene qué ponerse. Claro que hasta ahora no necesitó más que los uniformes del colegio, pero si tiene que alternar con Silvia es diferente. ¿Te has dado cuenta lo elegante y lo linda que está Silvia? —Sí... —Cristina no piensa sino en tener ropa parecida a la que Silvia le ha estado enseñando en su cuarto... Está desesperada por asistir a su primera fiesta... por medir el poder de sus encantos... —No creo que le importe nada de eso. —¿Por qué no? Es una mujer joven y de este tiempo, que es tanto como decir: frívola y coqueta. A Cristina le gusta mucho el lujo, aunque tú no lo creas... y no será feliz sino casada con un hombre rico y mundano, aun cuando tenga unos cuantos años más que ella... —¿Qué estás diciendo? —Nada... Pensaba en voz alta. Me preocupa su porvenir, aunque tú no lo creas... —A mí también... Me preocupa demasiado, tanto que voy a suplicarte una cosa, María Manuela. Esta noche, cuando termine la comida, déjame un rato a solas con Cristina. ¡Quiero, necesito hablar con ella... ¡ María Manuela sonríe con sonrisa de hiel. —Naturalmente que te dejo... no un rato, todo el tiempo que quieras. ¿Por qué no me dijiste que querías secretear con Cristina? —No es secretear, pero es que parece que tuvieras un empeño en... Se ha detenido como si le faltara el aire. María Manuela acude a él... —Cálmate... cálmate... No puedes disgustarte en lo más mínimo; pero tratándose de ella, ni tu propia salud parece importarte... No, no digas nada... no puedes hablar cuando te da el ahogo... ¡Cállate!... Hablarás con Cristina mañana, todo lo que quieras, todo... conste que no soy yo quien le prohíbo estar aquí, es ella la que escapa, la que busca pretextos ... y es natural… cuando se tienen veinte años no es divertido el cuarto de un enfermo...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Cristina ocupó aquella noche un sitio de honor en la mesa del comedor de los Aguilar. Estaba vestida muy sencillamente, en contraste con el atavío, casi impropio a fuerza de lujoso, de Silvia; pero la gran araña del centro derramaba su luz dorada sobre la rubia cabellera haciendo parecer más blanca su piel de nácar, aumentando la espléndida belleza de sus grandes ojos oscuros, dando a cada uno de sus ademanes un encanto cálido y hondo, que parecían beber los ojos ansiosos de Fermín Requena... Se habló mucho de Ernesto... Silvia contó mil detalles sobre el tiempo que pasaban juntos... hizo historias de bailes, de fiestas, de paseos, de deliciosas excursiones... Y cuando al fin llegaron el café y los licores, María Manuela apareció en la puerta del comedor, haciendo levantarse a don Fermín... —¿Qué pasa? ¿Necesita algo Antonio?... —No. Ahora duerme y voy a aprovechar el momento de charlar un ratito con Silvia... Apenas hemos tenido tiempo de hacerlo, hijita... Cristina se levanta vivamente. —Yo cuidaré de mi padrino entretanto... —Tú no. —¿Eh...? —Ahora duerme y eres capaz de despertarlo. Ven con nosotras a la sala. Más vale que sea Fermín quien esté cerca de él, y quien me avise si necesita algo... —Pero... —¡Vamos, ven...! La ha tomado por la muñeca, casi bruscamente, y se la lleva como si la arrastrara, mientras Silvia, junto a ellas, sonríe burlona... —Veo que las cosas han cambiado poco en todo este tiempo... Ha mirado a su padre, que le hace una expresiva seña de que siga la corriente a María Manuela, y mientras las tres mujeres se alejan, él marcha muy despacio hacia la alcoba del enfermo...

—¿Te sientes mal, Antonio? —Sí, Fermín, muy mal... Indolentemente, Fermín ha echado a un lado la revista que hojeaba, al sentir agitarse en el ancho lecho a Antonio Aguilar, cuyas manos se crispan con angustia febril sobre el borde del edredón de seda... —¿Quieres que llame a María Manuela? —No, no, al contrario... —¿Al contrario? —Cerciórate de que estamos solos. —Estamos solos, naturalmente. Pero, ¿qué te pasa? ¿Qué quieres? —Pedirte un favor. —¿A mí? Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —A ti. Tiene que ser a ti; porque ya estoy viendo el juego de María Manuela... —¿El juego...? —No estoy delirando, Fermín... no estoy trastornado... sé lo que digo y estoy muy cuerdo... —Desde luego.... ¿quién lo pone en duda...? —Sé que estoy al borde de la muerte... —¡Pero Antonio...! —Lo sé y no me importa. Te lo digo para que comprendas por qué te pido a ti un favor que acaso te parezca extraño... —Ningún favor que me pidas va a parecerme extraño. Estoy a tus órdenes totalmente... —Fermín, voy a confiar en ti... —Puedes hacerlo. Soy un caballero... —¡Con eso más que nada cuento! Ha alzado la cabeza con esfuerzo tan patético, que la fría sonrisa señoril se apaga en los labios de Fermín Requena... Hay algo demasiado doloroso, demasiado ardiente en aquellos ojos fijos en él, para que pueda seguir representando su papel de indiferencia... Se ha acercado a él, ha tomado sus manos, se inclina hasta escuchar claramente cada una de las palabras que al fin brotan en la voz ahogada del enfermo: —Presiento que voy a morirme de un momento a otro... —Bueno, bueno... —Que no veré a mi hijo antes de morir, y que tampoco me será posible entregarle a Cristina la carta que escribí para él. —¿La carta...? Fermín ha mirado hacia la puerta. Nadie hay en ella... está realmente solo con el enfermo. Se acerca más, se inclina sobre él... —Fermín, el porvenir de Cristina me importa más que nada en el mundo. La quiero tanto como a mi Ernesto, o acaso más que a él... No digas nada... es así, es así y no puedo negarlo ahora, frente a la muerte, ni quiero negártelo a ti. Quiero que sepas que esta carta es lo más importante que dejo sobre la tierra, y que debe llegar a manos de Ernesto sin que María Manuela la lea, ¿entiendes? Ella no debe leerla jamás, pase lo que pase. Júrame que María Manuela no va a leer nunca esa carta... ¡júramelo! Fermín Requena ha vacilado... Al fin parece decidirse... —Si te empeñas, te lo juraré. .. Debería bastar con que te lo prometiera; pero va prometido y jurado... Esta carta no llegará a manos de María Manuela... —¡Nunca... pase lo que pase! —Naturalmente... —¡Júrame que, si no puedes entregarla a mi hijo, la destruirás sin leerla tú tampoco! ¡Júramelo! —Está bien, hombre, te lo juro... —Y perdóname... María Manuela es tu hermana... Quiero decirte también, por eso, que nada contra ella, verdaderamente contra ella, va escrito en esa carta. Quiero que su hijo la ame y la

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS respete, pero quiero salvar a Cristina, necesito hacerlo... ¡No podría morir tranquilo, no podría descansar mi alma si no la supiera a salvo del odio, del odio injusto de mi esposa! ¿Comprendes? Fermín Requena baja la cabeza... parece meditar un instante. Luego mira a Antonio Aguilar, frente a frente, y el tono de su voz suena sincero: —Siento gran simpatía por Cristina. ¡Te prometo velar por ella! —Gracias... gracias... Y ahora toma la carta, guárdala... Vienen, vienen... creo que vienen... —No viene nadie... ¡Cálmate!... Trae esto... Ha tomado la carta de manos del moribundo, la ha guardado en sus bolsillos sin mirar el sobre siquiera, para inclinarse sobre el rostro pálido y convulso... La horrible angustia que revela, le asusta... parece ahogarse... Luego queda inmóvil... como muerto... —¡Antonio...! ¡Antonio! —Llama Fermín, con voz alterada. Le ha sacudido inútilmente... Entre los gruesos cortinajes color carmesí, aparece el rostro de María Manuela... —¿Qué pasa, Fermín...? —No sé... Creo que es un síncope... Manda llamar al médico inmediatamente... ¡Que vayan corriendo por él!

Aquella noche murió Antonio Aguilar... Murió sin volver a abrir los ojos, sin pronunciar una sola palabra. .. Como si ya su misión estuviera cumplida. Y horas más tarde, mientras junto al cadáver recién amortajado velaban como dos sombras por la primera vez unidas en un mismo dolor, Cristina y María Manuela, un coche de alquiler se detuvo a la puerta de la vieja casona, un hombre joven, alto, fuerte, vestido de viaje saltó a la estrecha acera, sacudido y angustiado al ver abiertas de par en par las grandes puertas del zaguán... Vio gentes extrañas, rostros desconocidos... Sin detenerse cruzó como una flecha hasta el patio, donde dos brazos de mujer se ciñeron a su cuello, y un rostro juvenil bañado en lágrimas se acercó al suyo... y sollozó en silencio... —¡Silvia! ¿Qué ha pasado? —¡El tío Antonio, Ernesto... el tío Antonio...! ¿Pero tú...? Ernesto no escuchó ya la voz de su prima... Sintió la horrible verdad como un golpe sobre el corazón, y entró temblando a la ancha sala, donde pálido y frío, cruzadas las manos sobre la pechera impecable, Antonio Aguilar dormía el sueño del que no se vuelve. Descansaba por fin, con una profunda, maravillosa expresión de paz en el semblante adelgazado... Su voz se rompió en un sollozo: —¡Papá...! Alguien se movió cerca de Ernesto... Alguien se acercó a él, y su presencia, rompiendo los diques del estupor, le hizo estallar en llanto... —¡Cristina...! —¡Ernesto...! ¡Ernesto...! Y fue entre los brazos de Cristina donde dejó correr sin rubor ni trabas sus lágrimas de hombre, por aquel hondo dolor de la orfandad.

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Has regresado... Has regresado... —Dijo Cristina entre sollozos—. ¡No sabes cómo te esperaba... cómo anhelaba verte...! —Tarde, Cristina... ¡He regresado tarde...! —Fue la amarga respuesta de Ernesto...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS

CAPÍTULO 09 LA MADRE —Iba en el primer coche. ¿La viste...? —¿En el primer coche ella? ¿Al cementerio? —Sí, una mujer que no podía ser más que ella: ¡Cristina! Juan Moraima ha puesto nerviosamente en las manos de su hermano Eduardo las riendas del cochecillo en que ambos han llegado a Medellín. Están detenidos en una de las callejuelas transversales, frente a la ancha vía, camino del cementerio, por donde aun cruzan los coches que siguen al féretro de Antonio Aguilar, en larguísima fila... —En estos días me han hablado mucho de ella... Después que Aguilar se ha muerto, no tiene por qué quedarse allí. Tenemos que verla y hablarle... —¿Quieres quedarte tranquilo, Juan? Estás loco y vas a acabar por contagiarme con tu locura también a mí. Ya lo estás haciendo. Yo no tenía nada que venir a buscar hoy a Medellín... Ese hombre que va allí tendido fue nuestro enemigo. Cualquiera que nos vea acercarnos al entierro, sabe Dios lo que piense... —¿Y qué? Cristina es pariente nuestra. Tú mismo me has dicho que su padre se portó muy bien siempre con los Moraima, que él era también, en cierto modo, enemigo de los Aguilar y de los Requena... ¿Qué tiene de particular que la rescatemos, si ella ni por su sangre ni por su apellido tiene por qué estar más en esa casa...? —Esa casa ha sido la suya desde que era niña... Nunca me ha gustado entrometerme... Si ella quiere auxilio nuestro, que lo pida. Aceptaré cualquier cosa que tú dispongas en ese sentido... pero antes es preciso... Oye, Juan... Sin oírlo, Juan Moraima ha saltado a tierra y se aleja unos pasos, abandonando a su hermano. .. pero éste va tras él... —¡Juan! ¿Dónde vas? —Espérame aquí... —¡Pero, Juan...! —¡Que me esperes te dije...! Ha salvado casi corriendo las pocas cuadras que le separan ya del cementerio... y bordea la alta verja para entrar por una de las puertecillas laterales, mientras en la capilla central comienzan los oficios fúnebres por el hombre a quien la tierra va a dar su último abrigo... Cada vez más despacio; pero impulsado por un deseo irresistible de ver, aun cuando sea un instante, a Cristina, se acerca cruzando entre lápidas y cruces hasta la tumba recién abierta, junto a la fila de sauces que bordean el camino... y allí queda mirando... Muy cerca de Ernesto está Cristina... El velo de encaje negro sobre la frente blanquísima, las manos convulsas apretadas sobre el rosario, y Juan Moraima piensa que jamás estuvo más patéticamente bella. Ha querido retroceder, pero sus pies no se han movido. Se ha descubierto con un movimiento casi instintivo, y permanece inmóvil, mientras la mano del sacerdote se levanta para una última bendición y cumplen los sepultureros su triste oficio...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS

—¿La viste? —La vi. —Supongo que no te acercaste a la tumba... —Sí... me acerqué... —¡Pero Juan!... ¿Puede saberse lo que pretendías? —Hubiera querido acerrarme más, hubiera querido llevármela de allí, pero ella estaba al lado de un tipo que debe ser de la familia, aunque nunca lo he visto... —Don Fermín Requena... ¿Te ha visto Fermín Requena allí? —No me importaría que me hubiera visto, pero no era don Fermín, era un hombre joven... —A lo mejor el hijo. Mientras estabas tú en el cementerio, oí decir que Ernesto Aguilar había venido y que había llegado a su casa en el momento en que su padre se moría... o un poco después... —¡Ernesto Aguilar...! ¡Sí, ese debe haber sido...! Y recordando la figura varonil, distinguida, del hombre profundamente triste en quien había visto clavarse con ternura infinita los ojos de Cristina, algo amargo pareció subirle a los labios... —El hijo, sí... tiene que ser el hijo... Pues con ése es con quien tengo que hablar... para decirle que somos parientes de Cristina y que deseamos prestarle el apoyo que necesite... —¿A ése...? De veras creo que estás trastornado, Juan... y, para impedir que sigas haciendo tonterías, más vale que salgamos ahora mismo rumbo a "La Palmira"... —Vuelve tú si quieres; lo que es yo, me quedo en Medellín... —¿Pero tanto te interesa una mujer a la que no conoces...? —Más que me importó nunca nadie, hermano... y si es preciso entrar a casa de los Aguilar, no seré yo quien se detenga en la puerta. Juan Moraima se ha ido calle abajo, alejándose del rústico cochecillo donde queda su hermano Eduardo mirándole entre disgustado y sorprendido. No hay lógica ni razón en sus sentimientos... sólo hay pasión, pasión que ha encendido su sangre ardiente y juvenil, que tiembla en sus labios, que ilumina sus pupilas... que mueve sus pies, acercándole a la vieja casona de los Aguilar, a través de las anchas y silenciosas calles del Medellín del año veinte...

—¡Mamá. . .! —¡Hijo! Ahora eres tú mi único consuelo. María Manuela se ha arrojado en los brazos de su hijo, apenas el joven ha traspuesto los arcos del primer patio... La casa ha quedado vacía. Varios criados, silenciosos, remedian el desorden del triste acontecimiento, y las manos de la madre, aprisionando al hijo, lo alejan de Cristina llevándolo a sus habitaciones. .. —Ven conmigo, Ernesto... No me dejes ahora. Creo que no podré resistir esta pena... No me dejes...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¿Quién piensa en dejarte, mamaíta? He venido para quedarme a tu lado siempre... para estar contigo, para no dejar ya mi casa ni mi tierra... —Eso no, tu carrera es lo primero de todo... Tú tío me ha dicho que tienes un gran porvenir. Con tus cualidades, con el apoyo que él puede prestarte, tendrás los primeros puestos del país... y no es nuestra casona de Medellín el lugar indicado para eso. Irás a Bogotá, al extranjero, y yo estaré muy contenta de que triunfes... no soy una madre egoísta... Te rogaba que no me dejaras en este momento... Han entrado al fin en las habitaciones privadas de María Manuela, adornadas con severa elegancia, y sus ojos sagaces captan la mirada de Ernesto que se vuelve hacia la puerta con impaciencia repentina, mientras protesta: —Dejamos a Cristina, mamá... Creí que venía detrás de nosotros... —No tiene por qué venir... se irá a descansar a su cuarto o a preparar las cosas para la cena de esta noche... —¿La cena...? —Naturalmente, hijo. ¿Es que has olvidados ya nuestras costumbres? Esta noche vendrán a acompañarnos un grupo de nuestros mejores amigos y a partir de hoy comenzaremos los nueve rosarios que ha de rezar junta toda la familia por el alma de tu pobre padre. ¿Es que no quieres que sea así?... ¿Tuerces el gesto...? —No, mamá; pero de repente... no sé... Pensé que sería mejor que nos dejaran tranquilos con nuestra pena... —Los buenos amigos la comparten, hijito, y al compartirla nos alivian. Si quieres descansar, tienes tiempo... tu cuarto está muy cerca del mío... Te llevaré yo misma... —¿No es el de siempre, mamá? —No, hijo… Arreglé para ti el que queda a la derecha del jardín, que es más ventilado y más alegre, frente a los que ocupan Fermín, doña Carmen y Silvia... —Pero, ¿por qué, mamá? Yo estaba bien allá arriba... —Ese cuarto era bueno para un muchacho; pero tú, ahora, eres el jefe de la familia... Cuando hayan pasado las primeras semanas de luto, tendrás las habitaciones de tu padre y su despacho para ti... y ahora ven conmigo... —No te fatigues más. Tú sí que necesitas descansar. Se ve que estás rendida... —Nunca para velar por ti. ¡Oh, aquí está Silvia! Acércate, hijita. ¿qué deseabas? —Estaba buscando a Ernesto por toda la casa. —Pues aquí lo tienes... Creo que le hará mucho bien tu compañía. Llévatelo y enséñale el cuarto que le hemos preparado. Vayan, vayan, hijitos... Ha unido sus manos forzando el gesto de ternura hacia Silvia, y los empuja suavemente hasta la puerta contraria por donde han entrado... —Te lo entrego, hijita. Nada podrá consolarlo como lo que tú puedas decirle, ni en ningún corazón puede apoyarse como en el tuyo...

—¡Cristina!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡Oh... don Fermín...! Cristina se ha sobresaltado al escuchar tras ella, muy cerca, la voz de don Fermín Requena. Ha llegado sin que ella lo sienta, sorprendiéndola inmóvil y pensativa junto a los anchos arcos del patio... y ahora sonríe, con sonrisa galante que en vano pretende parecer paternal... —¿Te asusté, hijita? Parecías tan ensimismada... ¿Qué haces aquí? —¿Yo...? Pues... pues ya lo ve usted... nada... —Estás muy triste, ya lo veo... pero hay algo que debes pensar para consolarte: el pobre Antonio sufría tanto, que es mejor que por fin haya descansado... —Sufría mucho, ¡pero es horrible que se haya ido para siempre! —Comprendo lo que sientes y lo que sufres. Justamente por eso, quería hablarte. Aun al perder para siempre a tu padrino, quiero que sepas que no quedas tan sola como parece de repente. —No; porque Ernesto ha vuelto... —Ernesto... y yo. Supongo que para ti puedo representar algo. —Ha sido muy bueno conmigo y se lo agradezco. Gracias a usted me permitieron acompañar a mi padrino hasta el último momento. —Quise complacerte, aun tratándose de algo que por estar fuera de nuestras costumbres puede haber provocado comentarios. Todos los ojos estaban fijos en ti. —No me di cuenta... —Yo sí... Hubo especialmente un mozalbete lo bastante insolente para plantarse a dos metros delante de mí, y quedarse embobado mirándote durante toda la ceremonia. —¿Se refiere usted a...? —¿A quién? Acaba... ¿recuerdas a ese mozo? ¿Lo conoces? ... —Me parece que era uno de los Moraima... —¿Un Moraima? Pero... ¿de dónde puedes tú conocerle, Cristina? —Lo vi en "La Palmira", la última vez que fui a arreglar la capilla del Santo Cristo. Él se acercó para saludarme... —¿Saludarte...? ¿Se atrevió a tanto? ¡Es el colmo! Espero que si ese hombre vuelve a molestarte en lo más mínimo, y se atreve a dirigirte la palabra, me des cuenta en seguida para imponerle el correctivo que merece. —No hará falta, don Fermín. Si realmente me hubiese faltado al respeto, ya hubiera yo sabido ponerle en su lugar. —No lo dudo. Tienes carácter, eres altiva, y es acaso de lo que más me gusta en ti. Tu madre fue una verdadera dama y has heredado su señorío, su raza. Pero aun hay en ti mayores atractivos... En ti se adivina una fuerza espiritual más honda, como un fuego dormido... Se diría que eres capaz de grandes pasiones... Se ha acercado tanto, que Cristina aspira su aliento cálido, pero inmediatamente la muchacha reacciona, alzando la cabeza, buscando un pretexto para alejarse... —Perdóneme un momento, don Fermín. Creo que doña Carmen me llama.

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Se ha ido muy de prisa. Fermín Requena ha buscado en vano con la mirada qué seña invisible ha podido hacer a Cristina la imaginaria presencia de doña Carmen. Al fin sonríe moviendo la cabeza... y enciende un cigarro filosóficamente...

—Ernesto querido, tú estás muy triste. —¿Cómo puedo estar, Silvia? —No piensas más que en tu pena... —¿En qué he de pensar? —Sí, claro, pero tía María Manuela quiere que charlemos, que te distraigas un poco... —Para las verdaderas penas no hay distracción, Silvia... no hay más que dolor y silencio... y el tiempo, el tiempo que pasa, si no llevándose el recuerdo de los muertos queridos, porque ese no se va, haciéndonos la ausencia menos insoportable. —Pero Ernesto de mi vida, si habláramos de otras cosas... ¿eh? Casi bruscamente, Ernesto le ha vuelto la espalda a Silvia. Nunca como ahora le ha resultado tan insoportable la charla frívola y melosa de Silvia: quiere huir de ella, huir de todos... Con un esfuerzo por no ser demasiado descortés, balbucea: —¿Me perdonas que te deje? Tengo necesidad de estar solo...

Pero no es la soledad lo que ha ido a buscar... Ha buscado a Cristina. La ha hallado junto a la ventana de su alcoba en el segundo patio: inmóvil, absorta, abstraída en sus dolorosos pensamientos... y en cálida caricia furtiva, atrayéndola a sí, la estrecha entre sus brazos... —¡Cristina. . . mi vida! —Ernesto... ¿pero qué haces?... ¿qué...? Casi asustada quiere huir de él; pero no le es posible. Él besa ya sus manos, sus mejillas, su frente, sus labios... Débilmente se defiende Cristina, y al fin se entrega, saboreando aquella caricia ardiente y ávida, humedecida por sus lágrimas... —¡Ernesto! ¿Estás loco? Pueden verte. ¿Qué dirán? ¿Qué pensarán...? —¿Qué pueden pensar sino que te quiero, que te quise siempre, que siempre he de amarte...? —¡Ernesto...! —¡Cíen veces te escribí estas palabras! —¿Tú?... ¿Tú me escribiste?... —Naturalmente. ¿Es que no recibiste mis cartas? —¿Tus cartas...? —Las tuyas eran breves y frías. Escribías del Colegio, lo sé... Sólo una vez al mes tenías permiso, y eran revisadas por las madres. ¡Pero cuánta ternura entre sus líneas ingenuas, escasas...! ¡Cuánto leí en lo que no escribías, y cómo te respondía a ello...I —¡Ernesto! ¡Ernesto mío, tus cartas no llegaron nunca a mis manos...! —¿Que no llegaron? ¿Cómo pudo ser eso? No iban dirigidas al Convento, sino aquí... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡Claro! —¿Entonces...? Tristemente ha respondido Cristina, bajando la cabeza, mientras las manos de Ernesto oprimen más las suyas, cálidas, apremiantes: —¿Qué pasó con mis cartas? ¿Lo sabes? ¡Sí lo sabes!... —Lo sospecho. —¿Alguien impedía que llegaran? —Precisamente. Alguien con bastante autoridad para no entregármelas... para leerlas y romperlas después... —¿Quién era ese alguien? —No me preguntes más, Ernesto. Hay cosas que no quiero decírtelas, pero es igual... ya estás aquí, ya podemos hablar, ya veo que es cierto cuanto he presentido: que a pesar de tú silencio, de lo que yo creía tu silencio, no me has olvidado. Nuestro sueño de niños sigue siendo una realidad en tu corazón, como lo es en el mío... —¡Mira, mira, Cristina...! Se ha abierto nerviosamente la camisa blanca para mostrar sobre el pecho, pendiente de una cadena, aquella humilde crucecita que un día prendieran a su cuello las manos de Cristina... —¡Jamás se ha separado de mil! Nunca me la he quitado. La llevo siempre... ¡Siempre la llevaré! —Como yo tu anillo. Míralo aquí, en mi mano... es algo que me da fuerzas para vivir; un amuleto que me ha protegido, que me ha dado consuelo cuando me he sentido desesperada... —¡Cristina... mi amor, mi vida! Es triste que esta hora dulcísima esté mojada con nuestras lágrimas; pero aun siendo así, ¡bendita sea! ¡Siento que la sombra de mi padre nos bendice! Tu tormento y tu espera han terminado... ¡Ya verás! —¿Qué...? —Le hablaré a mi madre enseguida... —¡No, Ernesto, eso no…! —¿Por qué no? Esta misma noche sabrá que te quiero. ¡Mañana serás mi prometida, oficialmente! —No... no... ¡Podría ser horrible! —¿Por qué horrible? —¡No le digas nada a tu madre, te lo suplico, te lo ruego! ¡Todavía no le digas nada...! —Pero, ¿por qué? ¿Por qué, Cristina? Cristina ha cerrado los ojos, apretando entre sus manos, finas y ardientes, la de Ernesto, ancha y cálida... Ha clavado después en sus pupilas oscuras la mirada dulcísima y angustiada, con el ansia de que él adivine, de que él comprenda, sin palabras, cual es la enemiga, dónde está la enemiga... Pero él sólo mueve la cabeza, inquieto y extrañado. —¿De qué tienes miedo, Cristina? ¿De quién...? —¡Por Dios, Ernesto! Así, de pronto, habrá disgustos, se opondrán... —¿Quién va a oponerse?

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Los párpados de Cristina han bajado ocultando las pupilas ardientes, mientras tiemblan los labios, aquellos dulces labios que no se atreven a acusar, y que, al fin, murmuran tímidamente: —Doña María Manuela no me quiere... —¡Ya te querrá! Cuando seas mi esposa... —¡Calla! No lo digas, que no te oigan... —Pero... —No puedes darle de pronto otro gran disgusto a tu madre, y esto lo sería; estoy bien segura. Te ruego, te suplico que no lo hagas. Espera un poco, Ernesto... A mí me basta, para ser feliz, con saber que me quieres... —Pero no podemos dejar las cosas así. —Sólo por un tiempo, mientras buscamos la forma de decirlo sin que moleste demasiado. Ella... ella creo que preferiría verte muerto... —¡No hables así! —Sé lo que te digo; por eso hablo. No te desesperes y ten paciencia... Yo acepto mi cruz, que ahora nada pesa porque estás tú a mi lado. No te disgustes tú, no choques con tu madre y ocultemos nuestro amor de todos... Tengo tanto miedo... —¿Miedo estando a mi lado? —Sí, Ernesto... Ya irás sabiendo muchas cosas... ya iremos hablando. Y ahora, por Dios, suéltame... ¡Viene doña María Manuela! ¡Viene... Mírala... Ernesto...! Se ha puesto muy pálida; ha temblado. Totalmente desconcertado, Ernesto la contempla, mientras se acerca María Manuela roja de cólera mal contenida, restallando en los labios el nombre abominable... Estallando sin recato en cólera absurda... —¡Cristina! ¿Qué esperas para hacer lo que te he mandado que hagas? ¿Qué esperas para ocuparte de la cena?... ¡Es el colmo!... Digna y suave responde la voz de Cristina: —Voy en este momento, doña María Manuela. Perdóneme por haberme retrasado. Todo estará a tiempo... Ernesto ha dado un paso tras ella... —¡Cristina...! —¡Déjala, hijo, hazme el favor de dejarla...! Con dolor la ha seguido la mirada de Ernesto; luego, vuelve interrogadora, cargada, a pesar suyo, de reproches que no tardan en subir a los labios: —¿Por qué le hablaste así, mamá? ¿Estás disgustada con Cristina? —No, hijo, yo no me disgusto con quien no merece la pena... —¿Qué dices? — Nada... Asuntos domésticos que no te conciernen y en los que te agradecería no intervinieras. Los Álvarez acaban de llegar. Vienes a saludarles, ¿verdad? —Sí, pero Cristina... —Cristina se ocupará de que la cena esté a tiempo y después descansaremos todos. ¡Estoy rendida, no puedo más! He sufrido tanto... ¡Recuerda que eres mi único consuelo, Ernesto!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Mamá, es que... —Hijo querido... Sin el apoyo de tu cariño no tendría fuerzas para seguir viviendo. Si hay algo en mí que te disgusta, perdóname... y ten por el momento la indulgencia que necesito. Lo ha tomado del brazo, arrastrándolo casi en pos de ella, arrancándolo a la criatura odiada, tras la que ya va entero el corazón de Ernesto...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS

CAPÍTULO 10 LA NOVIA —¡Ay, señor...! —Qué pasa, pequeña? —|Ay, doña Carmen!... cosas que usted no entiende... —¿Por qué no he de entenderlas? —Porque ya pasaron sus tiempos y porque en ellos, según parece, eran distintos los hombres y las mujeres. —Los hombres y las mujeres siempre fueron iguales, hijita... Anda, ven, vamos a probarte este vestido a ver cómo te sienta... —¡Horrible! ¿De qué otro modo puede sentarme ese trapo negro? Silvia Requena ha arrugado la diminuta naricilla picaresca, con gesto de rabioso enojo, frente al traje de luto que doña Carmen acaba de extender sobre el lecho... —Me hará usted el favor de recortarle las mangas y rebajarle el cuello. —En luto riguroso no es correcto, Silvia. Y estamos en Medellín no en París ni en Viena. —Es horroroso tener que envolverme en ese cuero... —Piensa que se trata de tu bondadoso tío Antonio... —Me ahogaré, me veré horrible y él no va a resucitar por eso... —¿Quieres que te critiquen; que se ofendan doña María Manuela y Ernesto? —¡Oh! ¡no, eso no! Yo no quiero disgustar a Ernesto, aunque no me tiene nada contenta... —¡Ah! ¿no? —Apenas me ha hecho caso... —Llegó en un momento tan triste... —Lo comprendo, pero bien se ha ocupado de Cristina... —Es natural, hacía tanto tiempo que no la veía... —No es natural, puesto que papá me ha dado siempre a entender que Ernesto y yo somos, como quien dice, prometidos, y tía Manuela está encantada con ello. Y no es que yo tenga celos de Cristina, pues no los puedo tener porque ella no es partido para Ernesto; pero, vamos... hay cosas que molestan, A mí me dijo que deseaba estar solo y se fue al segundo patio a hablar con ella... —Bueno, ¿te pones o no te pones el traje negro? —Tráigalo usted, no me quedará más remedio... Pero por unos días, ¿eh? ¡Por unos días solamente! —Me temo que tendrán que ser más de unos días... —No puedo soportar los trajes de luto, ni las gentes tristes, ni las casas donde hay muertos... ni este olor a vela que ha quedado por todas partes... ni el tener que estar encerrada... —Silvia, hijita... —No puedo... ¡yo no puedo! Creo que lo mejor que podemos hacer es irnos todos a la finca...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Sí, no es mala idea. En el campo los lutos son menos severos. .. —Se lo diré a papá esta misma noche. Si tengo que seguir encerrada, oyendo hablar nada más que de enfermedades y de muertes, creo que me moriré yo también.

La velada fúnebre ha terminado. El coche del último invitado rueda ya alejándose por la ancha calle bañada por la luna, y en el ancho corredor, bajo los arcos del primer patio, han quedado solos María Manuela, Fermín y Ernesto, que al fin responde a la tercera llamada de su madre. —Perdóname, mamá... ¿me hablabas...? —Estás muy distraído... —Perdóname también por eso. —Si buscas a Silvia creo que está en el salón. —Y Cristina, ¿dónde está? —¡Cristina...! Fermín Requena tercia suave y diplomáticamente: —Debe haberse retirado a descansar. Para ella esto ha sido un gran dolor, sin contar con que debe estar rendida; Se ha ocupado de todo... —No creo que se haya acostado sin dar las buenas noches... Con permiso de ustedes voy a buscarla. Viendo alejarse a su hijo, un resplandor de ira arde en los ojos de María Manuela. —¿Has visto, Fermín? —Sí, Manuela, he visto. Tu hijo se interesa extraordinariamente por su hermana... —¿Hermana? ¿Hermana de mi hijo esa...? —Hermana adoptiva. ¿No fue eso lo que siempre deseó Antonio? ¿No quiso recibir a Cristina como a hija propia en esta casa? —¿Qué quieres decirme, Fermín? —Simplemente, que llevas un mal sistema, Manuela... —¿Cómo? —Cada vez que humillas a Cristina, delante de Ernesto, le pones más de su parte. —¿Qué? —Le haces sentir más perentoria su obligación de defenderla cumpliendo la voluntad de su padre. La odias y no te molestas en disimularlo. Sin embargo, Cristina no merece... Impetuosamente, estalla María Manuela: —¡Qué me importa lo que merezca! Mi odio es para el pasado que ella representa, para el recuerdo de la mujer abominable que me robó para siempre el corazón de mi esposo: Isabel Clara... Por ella no hubo en mi hogar una hora de felicidad, y ni aun después de muerta me libré de ella. —Cálmate, Manuela...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Tuvo que llamarlo a él para entregarle a su hija, y tuvo él que imponerme a todas horas su presencia y que seguir adorándola en la criatura que llevaba su sangre, y que morir mirándola a ella como si mirase a Isabel Clara... —Nada de eso tiene ya remedio... y de nada de eso es culpable Cristina. —¿La defiendes? —Te aconsejo por tu propio bien... no la conviertas en víctima a los ojos de tu hijo, muéstrate indulgente, accede a cuanto él te pida para ella y déjame actuar a mí. —¿Qué vas a hacer? —Creo ser un poco más hábil que tú, y deseo lo mismo: ver casados y felices a Silvia y Ernesto. Acaso ser yo feliz también... —No puedo pensar que en serio pretendas... —¿Casarme con Cristina? ¿Por qué no? ¿Me encuentras muy viejo? —Sería demasiada suerte para esa maldita, y sería el colmo que también tú siguieras imponiéndomela. Don Fermín sonríe finamente burlón. —No te preocupes, si todo sale bien te prometo llevármela al extranjero. ¿Te imaginas lo que será su belleza con el realce que mi fortuna puede darle? —No digas tonterías... parece que te complacieras en burlarte de mí tú también... —Soy tu aliado, Manuela, y, para demostrártelo, ahora mismo voy a seguir los pasos de tu hijo y a impedir el posible comienzo de un idilio... Sigilosamente, don Fermín se detuvo en la puerta del segundo patio para mirar a través de las ramas de los limoneros las dos figuras juveniles al pie de la ventana del cuarto de Cristina... La luna los bañaba por completo y los reflejos dorados de la pequeña lámpara destacaban los perfiles: gallardo el de él, exquisito el de ella. La voz suave y susurrante de la muchacha llegó a sus oídos: —¿Por qué te acercas a estas horas a mí? Ernesto mío, es una imprudencia, pueden pensar... —¡Qué importa lo que piensen! No creas que callaré por mucho tiempo. ¿Qué razón hay para esconder nuestro cariño como un crimen? Déjame gritarlo a la luz del sol... —No, Ernesto, todavía no. Sé que serán días terribles y tengo miedo... es como si presintiera un gran peligro... —Aunque así fuera, ¿piensas que no sé defenderte? —Tengo miedo de que no luchen de frente... tengo miedo de algo sutil como un veneno... —No va a pasar nada, Cristina, son fantasmas del miedo. —Tu madre me odia, Ernesto... —No, Cristina, eso no puede ser. Mi madre es incapaz de odiar a nadie, y a ti mucho menos. Tal vez la vida la ha hecho áspera, amarga, severa... hasta injusta algunas veces, pero sé que no es capaz de odiar... —¡Ernesto... mi Ernesto! Tú no sabes nada... tú estás ciego... —Puedo imaginarme cómo son ciertas cosas. Veo ese cuarto, por ejemplo, que es indigno de ti. Te veo abrumada por el exceso de obligaciones que no te conciernen... —Eso es lo de menos, Ernesto, no lo digo por eso...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Me doy cuenta de lo que habrás sufrido... sé cómo es mi madre a veces: dura, dominante, pero antes lo dijiste: es mi madre, Cristina, y te pido perdón por ella. —No me importa lo que he sufrido, no me importa lo que pueda hacerme a mí, por mí misma, es que tengo el espanto de que destruirá nuestro amor... —Nuestro amor no puede destruirlo nadie, Cristina. Nuestro amor es mi vida misma, no hizo sino crecer en seis años de ausencia. Nada ni nadie podrá arrancarlo... Eres mía para siempre, como totalmente son tuyos mi corazón, mi voluntad, mi alma... —Quisiera creerlo; pero es que tú no sabes... —Nada es más fuerte que nuestro amor, Cristina. —Es que todos están aquí contra él, todos... —Nada importan los otros. Es cosa tuya y mía solamente. —Entonces, huyamos. Llévame contigo. Yo iré a donde quiera que tú me lleves. —No puedo llevarte de aquí en la forma en que pretendes. Al hacerlo ofendería por igual la memoria de mi padre, la casa de mi madre y tu honor, mi Cristina. —Demasiado lo sé, Ernesto; pero es peor perderte... —No me perderás. Confía en mí. Le hablaré en seguida a mi madre... —No le hables en seguida... te lo ruego. —Aguardaré dos o tres días... No es necesario más. Después le pediré tu mano para mí, puesto que ella misma es quien ha de otorgármela. —Jamás accederá, Ernesto, estoy segura de que jamás accederá. —Tendrá que acceder. —Yo sé que no. Negará rotundamente ese permiso, y no perdonará medio para separamos. ¡Quién sabe lo que pueda decirte de mí...! —¿La crees capaz de calumniarte? —Sí, Ernesto... perdóname, pero sí... sí... —Estás ofuscada, pero, de cualquier modo, es igual. Aun cuando ocurriese ese absurdo en el que no puedo creer, aun cuando mi propia madre y el mundo entero me dijeran de ti lo que fuera, sería completamente inútil... Mi amor, Cristina, no lo cambiará nada ni nadie... —¡Ernesto...! —Y ahora, por Dios, cálmate... estás nerviosa, fuera de ti. Me doy cuenta de lo que has sufrido al ver morir a mi padre. Es bastante para sentirte en ese estado de angustia. También mi pobre madre debe haber estado fuera de sí... Ahora las cosas cambiarán... Vete a descansar, alma mía... vida mía, y confía en mí, confía en mí, que para ti solamente vivo... Ha ido a besarla con ardor en los labios, pero se contiene con digno gesto caballeroso y se inclina para cubrir de besos ardientes las finas manos blancas... —Reina mía... Te adoro y serás feliz. Tendrás toda la inmensa dicha que para ti he soñado... ¡Hasta mañana! —¡Hasta mañana! —Todavía estás muy triste... —Sí, mi Ernesto, no puedo remediarlo.

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Yo también estoy triste, pero en el dolor se acercan más las almas, ¿verdad? —Sí... —Te adoro... te adoro... Nada ni nadie me separará de tu lado. Hasta mañana... Se ha separado blandamente de ella, ha cruzado el patio y, de repente, se detiene sorprendido: —¡Tío Fermín!... ¿Pero está usted ahí? —Llegaba justamente para llamarte. Tu madre está inquieta, necesita de tu compañía y de tus cuidados... y este es el momento en que se los niegas... —¿A qué viene eso, tío Fermín? —A nada... o acaso a que deseo que comprendas que tu madre ha sufrido demasiado, que sería inhumano proporcionarle nuevos disgustos... —¿Y quién ha pensado en proporcionárselos? —Me imagino que tú, y perdóname la franqueza... Fermín Requena ha mirado, a través de las ramas de los limoneros, hacia la puerta del cuarto de Cristina. Luego su mirada de águila, inquisitiva y dura, ha vuelto a los ojos de Ernesto que la sostiene con fría dignidad, respondiéndole: —No entiendo lo que trata de decirme, tío Fermín. Fermín Requena cambia el tono y el gesto. —Estamos en confianza, muchacho. No vale la pena de que protestes y te defiendas... Sé lo que son los veinte años y lo que la belleza de una mujer puede trastornarnos... —Si se refiere usted a Cristina, le diré que la quiero con toda mi alma, y desde siempre... —¡Ah…! —Que no sueño sino en hacerla mi esposa... muy pronto... —¿Qué...? ¿Cómo? ¿Estás loco? —Se trata de una determinación irrevocable, que participaré a mi madre en el momento oportuno... —Le darás el mayor disgusto de su vida. —Lo siento con toda mi alma, tío... pero en mi corazón considero ya a Cristina como a mi prometida. Pésele a quien le pese, me casaré con ella y... Con su permiso voy a ver a mi madre... Se ha ido dejando a su tío ciego de rabia. Fermín Requena alza la mano para palpar en su bolsillo la carta de Antonio Aguilar, aquel depósito sagrado indebidamente retenido por su egoísmo... Luego su mirada va otra vez a la cerrada puerta del cuarto de Cristina, y se muerde los labios que el deseo ha encendido con su brasa... —¿Cristina su prometida? ¡Ya veremos quién vence a quién!...

—Ahí está, señora... rondando como ayer y desde bien temprano. —Rondando, ¿qué? ¿quién...? —¡Quién ha de ser…! El mozo ese... el Juan Moraima...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Al chisme de la criada, María Manuela se ha puesto de pie con gesto violento, dirigiéndose a la ventana para mirar a través de la tupida celosía la gallarda figura de Juan Moraima, que recostado en la pared de la casa de enfrente contempla con ansia los cerrados balcones, las corridas persianas, el exterior al parecer impenetrable de la casona de los Aguilar. —¿Y dices que ayer también rondó la casa? —Por las dos calles... y cuando salió el muchacho a los mandados le dio una propina para que le dijera cual era la ventana del cuarto de la niña Cristina... —¿Pero es posible...? —El muchacho, naturalmente, le contestó que el cuarto de la niña Cristina no tenía ventana que diera a la calle... Y él se fue; pero ha vuelto y ahí lo tiene usted plantado desde las siete de la mañana... —Con tal de que mi hijo no se entere... Podría tener un disgusto, y era lo único que nos faltaba. Pero, ¿qué demonios se habrá propuesto...? —Prendado de la niña Cristina. Ya sabe usted que emboba a los hombres con cruzar la calle nada más... y como ella tiene su modo de coquetear... —¿Coquetear? ¿Ha coqueteado con ése? ¿Tú la has visto...? —Bueno; no es que yo la haya visto... pero es lo que una piensa: cuando un hombre se pone de ese modo detrás de una muchacha, por algo será... Seguro que lo que espera es la ocasión de verla o de mandarle una carta con un criado... —Y no es mal parecido el hombre... —Es el más guapo de los Moraima , y dicen que ha estudiado en Bogotá... —¿De veras...? —Además, tiene dinero... y son medio parientes de los Gamboa, según le oí decir a Higinio... —¿Parientes de Cristina? — Primos segundos o terceros... qué sé yo... —Primo de ella... enamorado de ella... Algo tomo un relámpago ha cruzado por la mente astuta de María Manuela... Luego, decide rápidamente: —Oye, Adela, vas a salir por la puerta chiquita y a hacerle señas de que se acerque por aquel lado... —¿Yo? ¿Al Moraima...? —Tú, al Moraima... pero sin que nadie se entere... absolutamente nadie, ¿me entiendes? —La señora puede confiar, yo siempre digo que "en boca cerrada no entran moscas"... —Le dirás que Cristina manda a preguntarle qué desea; y si te da un recado, un papel, una carta, vienes a traérmela inmediatamente. .. —¿A usted? —Naturalmente que a mí. Anda, ve... Desde aquí voy a estarte mirando... Ha quedado espiando tras las persianas... en la mente un pensamiento malvado que la hace sentirse feliz... —Juan Moraima... o el Diablo! ¿Qué más da?

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS

—¡Ya se fue! Han debido llamarlo de este lado, porque cruzó la calle y dobló la esquina... ¿Lo vio, doña Carmen? —¿A quién te refieres? —¿A quién ha de ser? Al buen mozo que se ha llevado tres horas de plantón en la acera de enfrente mirando para mi ventana. Un tanto inquieta, doña Carmen se ha asomado también, atisbando a través de la persiana; pero, como ya advirtiera Silvia, la arrogante figura de Juan Moraima ha doblado la esquina atento a la llamada de Adela, que le ha hecho señas desde la estrecha calle lateral... Es en aquella linda alcoba del primer piso que María Manuela mandara preparar para su sobrina, aquel cuarto coquetón con cortinas de encaje y grandes búcaros donde se deshojan las bellísimas flores de aquella región privilegiada... Silvia Requena bosteza largamente, estira los brazos y, al fin, exclama: —¡Ay... qué aburridísimos son los días en esta casal Tengo unas ganas de hacer cualquier cosa... ¡qué fastidio!... —Tu luto es muy reciente, hijita... —Ya lo sé, pero es que no hay ni con quien hablar. Tía Manuela se encierra en su cuarto. Papá entra y sale como una lanzadera... Cristina trabaja todo el día peor que si fuera una criada... y Ernesto... ¿quiere usted decirme qué hace Ernesto que no está aquí a mi lado? —Probablemente ayuda a su tío a poner en orden los papeles de su padre. Todo quedó bastante enredado y no deben faltarle preocupaciones económicas... —Ernesto, con mi dote, no tiene por qué preocuparse... —Probablemente prefiere una posición independiente... —Ya sé que es muy soberbio y altanero, y que le molesta deberle nada a nadie... —Es un hombre digno y no creo que eso sea criticable. —¡Ay, doña Carmen, usted siempre encuentra que los demás tienen razón contra mí...! —No, hijita; yo sólo quiero que seas feliz y que aprendas a ser indulgente... —¡Oh... aquí está papá...! Ha corrido a la puerta donde, en efecto, llega Fermín Requena con su mundana sonrisa en los labios... —¡Hola, muñeca! —Papaíto querido, estaba loca porque llegaras. ¿Sabes que me aburro una barbaridad? —Algo muy lamentable, pero que no tiene remedio por ahora... —¡Ay, papaíto querido...! —Estás bastante mal acostumbrada. ¿Piensas que la vida puede ser una fiesta de la noche a la mañana...? —¿Cuándo nos vamos a la finca, papá? —La próxima semana. Yo también lo deseo... Se me cae encima la casa. Pero, ¿qué miras? —Si venía contigo alguien... —¿Alguien? ¿Quieres decir Ernesto?

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Sí, papá. ¿No estaba contigo? ¿Qué hace? ¿Dónde se mete? —Mucho me temo que Ernesto está pasando por estados de ánimo difíciles de definir... —¿Qué quieres decirme con eso, papá? —Que tienes que tener un poquito de paciencia... —Pero papá... ¿más de la que tengo? —Tu primo necesita de toda tu ternura, de toda tu astucia, de toda tu habilidad de mujer... —¿Por qué, papá? ¿Qué le pasa...? —Obedéceme sin preguntar demasiado... Perdónale su desvío aparente y procura estar dispuesta para cuando vuelva a ti triste y dolorido... —Me estás dando a entender que Ernesto no me quiere ahora, y que tengo que esperar a ser plato de segunda mesa... —No, hija, no tanto... Simplemente que aceptes un poquito de espera. Ya sé que no estás acostumbrada, pero no está siempre en mi poder apartar de tu camino todas las espinas, alguna ha de herirte aunque ya procuraré yo que sea lo más levemente posible... Confía en mí, pequeña... La ha atraído a sí besándola en la frente, mientras, a respetuosa distancia, doña Carmen escucha, llenos de profunda comprensión los cansados ojos inteligentes... —Estoy seguro que doña Carmen me ha entendido... —Sí, don Fermín, me parece que sí. —Ella te ayudará a tener paciencia... Un poquito de calma, hijita, y todo saldrá como deseamos... Ya conquistaremos del todo el corazón de Ernesto...

—¿Hasta dónde va usted a llevarme? —Hasta aquí nada más, donde no nos vean. Lo he llamado de parte de la niña Cristina. Juan Moraima, guiado por Adela, se ha detenido bajo los grandes árboles que sombrean la ancha calle que queda al fondo de la casa de los Aguilar... Con el sombrero de anchas alas caído sobre la nuca y la mano en el bolsillo dejando ver el ancho cinturón con revólver, el gallardo mozo contempla a la vieja sirvienta, con ojos interrogadores y desconfiados. —¿Es Cristina quien le ha dicho a usted que me llame de esta manera? —La niña Cristina, naturalmente. ¿No era eso lo que usted esperaba? —No... No creí tener tanta suerte... —Pues ya ve que la tiene. La niña Cristina me mandó a preguntarle qué deseaba y que si tenía para ella una carta o un papel, que me lo diera... —¿De veras?... ¿Quiere saber de mí? —Quiere salir de la casa, sea como sea. La pobre está desesperada y me mandó que yo le hablara a usted para... —Espere... —¿Qué...? —Mire... Ahí está ella, y viene de la calle... —¡Jesús...! Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¿Qué significa esto? —Yo... yo... Sin esperar que acabe de hablar, Juan ha apartado a la sirvienta, torpe instrumento de María Manuela, para ir rápidamente al encuentro de Cristina, que cruza la callejuela lateral rumbo a la puertecilla de servicio. Viene del cementerio, más fina y esbelta bajo su modestísimo traje negro. Sus grandes ojos se llenan de sorpresa al verlo acercarse... —¡Señor Moraima...! —¡Aquí me tiene usted! Pídame, mándeme, ordéneme... ¡Soy su esclavo! —Pero, ¿qué dice? —Me pongo a sus órdenes incondicionalmente... Usted quería verme, hablarme... —Pero, ¿quién le ha dicho...? —¿No envió usted a esa mujer...? —¿Yo...? Ambos se han vuelto buscando a Adela que ya no está junto a ellos... Ha aprovechado el momento para escapar por la puerta de servicio, entrando y cerrándola tras ella... Un instante los jóvenes se miran desconcertados, comprendiendo después... —¿No fue usted quien la mandó llamarme? —No, señor Moraima, y me extraña muchísimo que me suponga capaz de esos procedimientos... —Si he de serle franco, le diré que me sorprendieron. Pero esa mujer me dijo que estaba usted desesperada, que quería usted abandonar la casa de los Aguilar como fuera... Tal vez quiso hacerle un favor, pronunciando las palabras que la dignidad le hubiera impedido decir a usted misma... —No, Moraima, se equivoca completamente. Esa mujer es sólo una entrometida. Como sé que es usted un caballero, le ruego que olvide el incidente... Nerviosamente ha empujado la puerta que no cede a su impulso, mientras Juan Moraima la mira consternado... —¡Le han cerrado la puerta...! —No importa. Ya abrirán... Ha vuelto a llamar en la puerta cerrada, mientras él se acerca más, con gesto dolorido... —Es muy duro alejarme, sabiendo que la dejo rodeada de enemigos... —¿Quién le ha dicho eso? —Las gentes hablan... Antes de que esa mujer saliera, llevaba yo dos días rondando su casa. Necesitaba... necesito decirle que en mí tiene usted un amigo sincero, un pariente leal dispuesto a lo que sea... —Gracias, pero no hace falta nada... —¡Cristina, yo estoy dispuesto a todo por usted! Repentinamente indignada, Cristina se ha vuelto a él. —Es absurdo. Le ruego que no siga. ¿Por quién me ha tomado? —¡Por la mujer que me importa más que todo en el mundo!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Impulsivamente ha tomado la mano que ella extiende, llevándola a los labios; pero ella la retira sin brusquedades, conmovida por la sinceridad de él, para ponerla sobre la puerta que ya se abre, cortando la violenta conversación con serenidad y firmeza —Gracias por todo, pero nada de eso hace falta. ¡Adiós! —¡Cristina...! Ha dado un paso intentando aún detenerla, pero sus manos tropiezan con la puerta cerrada y queda inmóvil sintiendo el golpeteo de su corazón, el hervir de su sangre impetuosa en las arterias... Más todo es inútil ya. Ha sacudido la cabeza como espantando a un sueño, su mirada resbala sobre los muros hoscos con una mezcla de rencor y de celos, y al fin se aleja muy despacio, como si cada paso le doliera, como si dejara algo muy suyo en la casona de los Aguilar.

—¿Qué ha pasado, Adela? ¿Viste a ese hombre? ¿Le hablaste? —Lo vi y le hablé... —Y... —Desconfió que fuera de parte de ella, pero ya me estaba creyendo cuando de pronto, ¡zas!, la niña Cristina que aparece... —¿Cómo? —Venía con velo y rosario... de la iglesia o del cementerio, y nada más fue verla, que el hombre se puso a hablar con ella. A mí no me quedó más que quitarme de en medio... Me metí corriendo y cerré la puerta. —¿Por qué no escuchaste lo que hablaban, estúpida? —¡Ay, mi señora…! ¿Para que la niña Cristina me desmintiera y el Moraima la emprendiera conmigo? No sabe usted qué clase de tipo es... Un hombretón de pelo en pecho, dos "revólveres" de este tamaño cargaba en la cintura, y dicen que allá en Bogotá, cuando era estudiante, ya tuvo un duelo.... María Manuela ha quedado pensativa... Duda... vacila... tiembla... No puede estar ciega al interés de su hijo por Cristina, y aquel Juan Moraima, que Adela ha descrito en su pintoresco lenguaje de pueblo, le parece un horrible rival para su Ernesto aunque, al mismo tiempo, una esperanza para sus planes, un arma de dos filos que habrá de manejar con tiento... —¿Dices que ha quedado hablando con Cristina...? —Ella ya entró; el indio Higinio le abrió la puerta. De lejos vi que estaba hablando con él... Mal enemigo es el tal indio. Si la niña Cristina lo pone contra mí... —Estás en mi casa y no tienes por qué tener miedo... Además, lo único importante es que Cristina no sospeche que fui yo quien te mandó. Tienes que acercarte a ella en son de amiga. —¿Yo? —Naturalmente. Dile que lo hiciste todo por su bien... por deseo de proporcionarle una vida mejor. Pondérale las cualidades y las ventajas de Juan Moraima... Ofrécete como aliada, para que se ponga de acuerdo con él... como si lo hicieras todo a espaldas mías... —Sí, señora, comprendo... Usted quiere que la niña Cristina se enamore de Juan Moraima...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Que se case con él... Que se la lleve lejos... Es joven y rico; la quiere y son parientes... No veo ningún mal en ello... —Pero los Moraima son enemigos de los Aguilar, señora… —Cristina no es una Aguilar ni lo será jamás. Ella no tiene nada que ver con nuestros pleitos... —Sí, señora... sí; pero... —El día que Cristina salga de esta casa casada con Juan Moraima, te daré dinero suficiente para que compres en tu pueblo vacas y tierras para un establo. .. ¿No es eso lo que más deseas? —¡Ay, mi señora! ¡De rodillas la sirvo yo a usted! —Procura guardar el silencio necesario... —Yo... —Calla... Ernesto. Buenos días, hijo querido... ¿has descansado bien? Ha cambiado de gesto frente al hijo que la besa con ternura, respondiéndole: —Muy bien, mamá. ¿Y tú cómo te encuentras? —Bien... Bien, hijo... Ve a lo que te he mandado, Adela... —Sí, sí, señora. Buenos días tenga el niño Ernesto. Con el permiso de ustedes... —Ha dicho Adela, alejándose con servil agrado... Hay un silencio embarazoso. María Manuela halla al fin algo trivial que decir. —La pobre Adela está encantada de que hayas vuelto. Supongo que la recuerdas... —Demasiado. Éramos casi enemigos personales... —¡Por Dios! —La eterna soplona de mis travesuras de niño. En aquellos tiempos, para desesperar a Silvia, solía yo decirle que procedía como ella. Porque también Silvia era chismosilla de niña, ¿te acuerdas? —Cosas de criatura... Ahora se ha convertido en la muchacha más adorable que conozco. A ti te adora... —Sí, nos llevamos bien durante el tiempo que viajamos juntos. Nos divertimos bastante... Es muy alegre, muy simpática... Una mariposita mimada, caprichosa, frívola, inquieta... y encantadora, desde luego... —¿Nada más? —Bueno, por el momento no he podido apreciarla bajo otro aspecto... —Creo que tiene cualidades dignas de apreciarse... —Desde luego... Cuando tú lo afirmas... Yo aun no las he visto... La tengo por una preciosa muñeca... —La juzgas con una enorme severidad... —No, mamá, nada de eso. La juzgo simpática, encantadora... y nada más. Pero no es de Silvia de quien quería hablarte hoy, mamá... —¡Ahí ¿no...? —Sino de Cristina... —¿Qué le pasa a Cristina?

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Por favor, no cambies así de tono y de gesto... He venido justamente a suplicarte lo contrario... —¿Lo contrario de qué...? —He venido para pedirte benevolencia, bondad para Cristina, y si lo crees preciso, indulgencia... Le hace tanta falta un poco de calor maternal... y tú se lo niegas tan duramente… —¿Qué...? —Perdóname que sea tan franco, mamaíta; pero no sé ser de otra manera... y contigo menos... Quiero poder acercarme siempre a ti como lo hice de niño tantas veces, mostrándote el alma hasta el fondo, comunicándote hasta el último de mis sentimientos, de mis anhelos, de mis sueños, seguro de que al fin hemos de comprendernos... Ha tratado de tomar las manos de su madre que ahora le esquivan. Al solo nombre de Cristina se ha endurecido el rostro de María Manuela, se han plegado sus labios, se han unido sus cejas en un ceño severo, y Ernesto sonríe, un poco tristemente... —Mamá querida; no veas un reproche en mis palabras... pero no me parece que Cristina tenga en esta casa el puesto que le corresponde... —¿Te lo ha dicho ella? ¿De qué se queja?... —De nada... Ella no se queja de nada... —¡Le basta con acusarme solapadamente...! —No te acusa, mamá, entiéndeme... Soy yo el que juzgo que, en esta casa, Cristina tendría que vivir de otra manera... Como a hija la quiso aquí mi padre. Como a hermana mía me mandó mirarla... y es casi una sirvienta... —¿Tanto le pesa la pequeña ayuda que me presta en el manejo de la casa? —No, mamá, no es eso... —Si es capaz de decir la verdad, te dirá que yo misma le hablé de comprarse ropa y de ser presentada en sociedad, poco antes de que tu padre muriera... También le hablé de mi deseo de que se casara dignamente, ya que esa era la voluntad de tu padre... —Espero que Cristina se case muy pronto, a satisfacción de todos, con un hombre digno de ella. —Yo también lo espero y lo deseo. La he soportado como un deber, un deber que cumpliré hasta el fin, por la memoria de tu padre; pero no te niego que su presencia me es profundamente desagradable y que deseo dejar de verla cuanto antes... —¡Ya...l —Ahora que mientras ese día feliz llega, dispón tú las cosas como dueño de esta casa que eres... —¡Mamá, por Dios! —Disponlo tú según tú capricho o tu deseo. Asígnale también la cantidad que juzgues que necesita para sus gastos y contrátale una o dos doncellas para su servicio personal... —¡No es necesario llegar hasta esos extremos, madre...! —Por lo visto, sí lo es y quiero que se dé por satisfecha... Y ahora, hijo, puesto que estás complacido en todo, déjame que vaya a mi oratorio a rezar un poco por tu padre y a estar a solas con mi conciencia...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS

—¿Qué pasa? ¿Discutías con tu madre? —No, no llegamos a discutir. Me dio la razón en todo, pero de una manera que... Fermín Requena ha sonreído levemente mirando a su sobrino. .. Como si la hubiese escuchado, conoce la escena que acaba de ocurrir entre él y María Manuela, al verle salir del cuarto de su madre, y adivina los pensamientos y las torturas de aquel corazón juvenil y franco... Hábilmente prepara el plan que ha trazado... —Supongo que es Cristina el punto neurálgico de vuestras desavenencias... ¿Le hablaste de tu amor por ella? —No; todavía no. —Hiciste bien. Yo no debería atreverme a hablarte, después de la forma en que recibiste la otra noche mis buenos consejos... —Dispénseme si fui un poco violento. Me pareció que usted también se oponía a mis relaciones, que no juzgaba a Cristina en la forma en que ella se merece... —Te equivocas. Tengo de Cristina un altísimo concepto... —¡Ahí, ¿sí...? —Creo que su situación en esta casa es injusta y desagradable. —¿De veras? Se lo dije a mamá y me parece que la he disgustado... —Me temo que seas poco diplomático... —Soy sincero. —No siempre puede navegarse con bandera de sinceridad sobre el mar proceloso de la vida. Yo también he pensado en eso y he hallado una fórmula conciliatoria... Silvia quiere que vayamos a la finca a pasar el luto. Creo que debemos salir todos para allá la semana que viene... Como huésped de mi casa, trataré a Cristina con todas las consideraciones del caso... Pasaremos dos o tres meses en un ambiente de cordialidad y al regreso las cosas serán menos violentas. ¿Te parece bien? —Es una gran idea... Se lo agradezco a usted muchísimo... ¡Al regreso todo estará resuelto! —¿Todo es...? —Mi matrimonio con Cristina. —¿Sigues decidido? —¡No podría vivir sin ella! Fermín baja la frente con falso gesto de resignación absoluta... Ha esperado eso y está bien preparado para responder como lo hace, suave e intencionadamente... tendiendo la primera red: —¡Qué vamos a hacerle! Yo, naturalmente, no puedo menos que pensar en mi hija... Me atrevería a rogarte que la desengañaras suavemente... La pobre Silvia... —¿Silvia...? ¡Pero Silvia...! —Silvia te quiere. En otro tiempo tu madre y yo acariciamos el proyecto, como un sueño, de veros casados algún día... —Tío Fermín, es lamentable... pero mi corazón, mis sentimientos... Compréndame usted...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Te comprendo; pero haz tú también un esfuerzo por comprenderme ... Silvia es mi única hija y la adoro... Sé que para ella será un golpe cruel este desengaño. El primer gran dolor de su vida... —Tío Fermín... creo que usted exagera... —Ten un poco de piedad para esa criatura que no tiene más delito que quererte... —Pero... —Disimula tu amor por Cristina y espera un poco... espera... Le ha empujado suavemente hacia el comedor, dominando con esfuerzo su impaciencia, y un instante después penetra en el cuarto de su hermana, con la candente noticia en los labios: —Tus sospechas son ciertas. Ernesto pretende casarse con Cristina inmediatamente... —¡Antes de permitir que mi hijo se case con ella, soy capaz de...! —Cálmate... siéntate y óyeme. Tu hijo se casará con ella por encima de tu voluntad, aunque lo maldigas, aunque lo desheredes... —¿Pero es que te complaces en atormentarme? Mi hijo siempre fue dócil, obediente... —Ahora no lo es: está enamorado y nada lograrás por la violencia. Por eso he pensado en lo único que podemos hacer. Hay algo infalible... —¿Quieres acabar de decírmelo? —¡Espera un poco! Antes debemos agotar todos los recursos, y he puesto todos los medios para ello... —¿Qué medios? —Quiero a Cristina y tú lo sabes... —¿Sigues en el empeño? —Es mi mayor interés en este caso... No vayas contra él o no podremos seguir siendo aliados... Lo único que a ti te importa es que no se case con tu hijo. —Eso en primer lugar, pero... —Prescinde de los peros... Dejaremos pasar unos días. Veremos en qué forma se desarrollan los sucesos en "Las Azucenas". Despojaremos a Cristina de su aureola de víctima, tratándola todos, inclusive tú misma, con consideraciones y cariño... —¡Es el colmo! —Bien vale tu hijo el pequeño sacrificio de tu mal genio, hermana... —¡Está bien! Pero, ¿cuál es el recurso? Dijiste que era infalible... —Efectivamente, infalible es; pero para que haga efecto hay que preparar las cosas... y tal vez con la preparación logremos evitar el mal sin atacarlo tan de frente... Es un remedio heroico... —¿Quieres acabar de una vez? —A eso voy. Si fracasan todos los medios, te queda el recurso supremo de esperar que tu hijo te pida la mano de Cristina… —¿Y entonces...? —Entonces, con lágrimas en los ojos, le confiesas un secreto de familia... Un secreto que Cristina no debe saber, que confías a su caballerosidad, que revelas bajo juramento de no decirlo a nadie, y menos a ella... —¿Qué secreto? Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Algo que las circunstancias harán completamente verosímil. Le dirás que su padre fue amante de Isabel Clara, que Cristina es su hermana... —¡Oh, no, imposible... es absurdo! —¿Por qué? Tú misma lo creíste una vez... y yo llegué a dudarlo... —Sería una calumnia y... —Calumniarás a una mujer a la que has odiado siempre, hasta después de muerta... —afirmó Fermín, con sonrisa de hiena... María Manuela se ha agarrado a un mueble tan intensamente pálida como si su rostro fuera de cera y hay un resto de pudor que parece despertarse en su alma. Bruscamente, protesta: —¡Prefiero echar a Cristina a la calle! —Si la echas, tu hijo se irá detrás de ella, y lo perderás para siempre... Piénsalo... Te dejo para que lo pienses... —Me dejas trastornada, Fermín. Sería demasiado... —No lo hagas si no quieres... —No sé... No sé... —Es la última carta de triunfo. La definitiva, naturalmente. Piénsalo... piénsalo... Y se aleja tranquilo... bien seguro de haber echado su mala semilla en el mejor terreno...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS

CAPÍTULO 11 EN "LAS AZUCENAS" —¿Qué? ¿La viste? ¿Le hablaste? —Sí, la vi y le hablé pero bien poco he sacado en claro... Con el ancho sombrero sobre la nuca y un ceño de disgusto ensombreciendo su rostro franco, Juan Moraima se ha detenido en el ancho portal de "La Palmira", azotando con su recio látigo de jinete las botas empolvadas. Sonríe su hermano Eduardo, bebiendo a sorbos la jícara de café que acaba de acercarle un moreno muchacho indígena, y señala otro asiento a su hermano... —¿Quieres tomar café y charlar un rato? Anda, hazme el cuento. —Ya veo que te divierte mucho lo que me pasa... —No me divierte nada, pero no veo la forma de remediarlo. —Ya lo sé. No tienes que decírmelo más. Todo parece separarnos... Sin embargo, hermano, ¡si vieras tú a Cristina…! Es como si tuviera todo el cielo en los ojos, tan grandes son y tan llenos de luz y de dulzura... —¡Vaya... vaya...! —La boca es pequeñita, carnosa, como puede serlo una manzana bien madura... Sólo una vez la he visto sonreír, pero así mismo deben sonreír los ángeles... Y otra vez me quedé mirando sus manos: son como marfil, finas, perfectas, suaves como el raso... —¿Suaves? ¿Has llegado a tomarle las manos? —He llegado a besárselas... —¡Caramba…! —Debí parecerle un loco, pero no... En su mirada no había miedo, sino gratitud, confianza... Ella sabe que soy un hombre honrado... ella sabe que mi amor es leal... —Patrón... —¿Qué hay? Por entre los barrotes de la baranda de la galería, asoma el rostro broncíneo del sirviente que llega con más jícaras de café. Tiene el gesto nervioso de quien trae una noticia importante, y la suelta: —Patrón... ¿Sabe que están llegando a "Las Azucenas" tres carretas cargadas, y los coches con toda la familia? —¿Cómo? ¿Qué...? —El don Fermín y la mala casta de los Aguilar vienen a pasar el verano acá. ¡Y vaya equipaje que traen! ¡Hay que ver...! Eduardo sonríe, mirando a Juan —¡Vaya, hermano, creo que estás de suerte...! —Vienen muchas mujeres... la Adela, la doña Carmen, la viuda de Aguilar, con su cara de vinagre, y dos señoritas como dos pimpollos... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Eduardo Moraima ríe francamente... —¿No tienes nada que hacer por el lindero, hermano? De un salto ha volado Juan Moraima los cuatro escalones de piedra... y ya sobre el caballo clava impaciente las espuelas, haciendo arrancar al galope al brioso animal, mientras ríe Eduardo y comenta: —¡Ahí va un ciclón!... ¡Como no sea el Diablo, no hay quien lo ataje! ¡Vamos a tener fiesta de balas con "Las Azucenas”...!

—Este es tu cuarto, Cristina. ¿Te gusta? —Es lindísimo. Demasiado para mí, don Fermín. Fermín Requena ha hecho entrar a Cristina en la más bella de las alcobas, destinadas a huéspedes, de la lujosa casa de su finca "Las Azucenas", la preciosa propiedad de recreo, que más parece un enorme jardín, cuidado y atendido con esmero por un verdadero ejército de criados... El viejo lobo sonríe con galantería... y besa la mano de Cristina, al afirmar: —Esta casa se honra en brindarte hospitalidad. —Temo que a doña María Manuela le parezca mal esta preferencia por parte de usted. Seguramente esperaba que le diera usted este cuarto a ella... —No te preocupes de mi hermana. Aquí estás en mi casa y soy yo quien dispongo... Todos estarán bien instalados... Además... para el soñador Ernesto he mandado preparar un pabellón independiente que hay en el jardín, donde estuvo mi estudio de pintor... cuando yo pintaba. Es un lugar delicioso y lo bastante apartado de la casa para que no lo molestemos. —¿Apartado de la casa...? —Es mejor para todos, ya verás... Una voz cansada suena del otro lado de la puerta: —¿Se puede? —Adelante, doña Carmen... Pase... Justamente le estaba mostrando a Cristina su habitación. Ocúpese de que se instale en ella con la mayor comodidad posible. Yo voy a dar algunas órdenes y a decir que te traigan tu equipaje... —Es esta maletita que yo traigo... —¿Nada más? Bueno... doña Carmen se ocupará también de remediar esos detalles. Ahora permíteme que me retire, y no olvides que estás en una casa donde tus deseos son órdenes. Se ha ido tras inclinarse de nuevo, sonriente... Doña Carmen se acerca a Cristina con bondadosa solicitud... —Está usted muy pensativa, hijita... —¡Oh, no...! —¿Preocupada...? —Tal vez un tanto sorprendida, nada más... Supongo que usted también lo estará... —No puedo negarlo... pero las cosas buenas hay que recibirlas con agrado... —Según de donde vengan y por qué vengan, doña Carmen...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Veo que es usted juiciosa, hija mía. De cualquier modo, no hay aun motivos para alarmarse... Despreocúpese un poco y goce de su lindo cuarto... ¿Ya sabe que por este lado hay una terracita que da sobre el jardín...? —¿Sobre el jardín...? —Sí, mire... Ha abierto de par en par lo que parecía una ventana, llegando hasta la pequeña baranda, alzada dos metros escasos sobre el jardín florido... y sus ojos recorren ansiosos los caminos enarenados, los bien cuidados macizos de flores, los arbustos recortados como en un parque de la ciudad... Buscan y rebuscan con inquietud... hasta que se decide a preguntar: —¿Cuál es el pabellón de Ernesto? Dijo don Fermín que estaba en el jardín... —Sí, en el jardín; pero del otro lado... separado, además, por los cuadros de frutales. Es una pequeña casa totalmente independiente, con tres habitaciones y todo lo necesario para vivir allí sin acudir para nada a la casa principal. .. —Pues es bastante extravagante la idea de mandar allí a Ernesto. . . —Don Fermín se ha cuidado especialmente del qué dirán. Habiendo dos muchachas jóvenes en la casa... En fin... ahora la dejo para que descanse... Cristina quedó sola en el balconcillo que las madreselvas arropan con su manto fresco y verde, y una angustia sin fin le llena el alma... Hace dos días que apenas puede ver a solas a. Ernesto, a todas horas abrumada por las atenciones de Fermín Requena. ¿Por qué no la busca Ernesto, como antes? ¿Por qué la deja así...? Alguien, sin embargo, parece acercarse... Cristina ve moverse las ramas como si alguien las abriera cautelosamente para llegar a la terraza, escondiéndose de miradas indiscretas, y su corazón acelera el ritmo acostumbrado cuando el nombre idolatrado sube a sus labios: —¡Ernesto...! Pero es el rostro varonil de Juan Moraima el que aparece muy cerca... —No es Ernesto, señorita Cristina, y lo siento, ya que por lo visto era a él a quien usted esperaba. —¡Moraima!... Juan sonríe, jovial y simpático: —No me nombre tan alto... Puede alarmar a los perros guardianes. Mi nombre está muy mal mirado por estas tierras... —¿Por qué llega de esa manera? ¿Qué se propone? ¿Está loco? —Debía contestarle que loco de remate, y loco por usted... —Señor Moraima... —Pero no me atreveré a tanto, no se alarme... Ya sé que si le dijera eso me arrojaría usted de su lado, me mandaría callar y alejarme... y no quiero que me mande cosa tan difícil y tan triste como renunciar a seguir mirándola... —Soy yo la que se retira... —No, por favor... espere...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Osadamente, Juan ha saltado sobre el banco de piedra alcanzando con las manos la baranda de la pequeña terraza y, semioculto entre las verdes hojas, asoma muy cerca de Cristina el rostro varonil, tostado por el sol de los campos… —Le prometo no dar un paso más arriba, pero no se vaya... —No debo escucharle ni soportar cosas como éstas... Este no es modo de llegar a una casa, de acercarse a una persona... —¿Cómo me recibirían si llegase por la puerta principal? —Me temo que muy mal, señor Moraima... —Pues ya está explicada mi actitud y mi forma de proceder tan poco correcta... pero tan sincera, tan de corazón. ¡Si usted supiera hasta qué punto puede contar conmigo...! —Le aseguro que no deseo contar con nadie... y con usted menos... —¿Quiere usted a otro? —Sí, Juan. Quiero a Ernesto Aguilar, ¡con toda mi alma! —¿Ernesto Aguilar? ¡No puede ser! —Perdóneme que le hiera, Juan Moraima, pero más vale que sepa la verdad: Quiero a Ernesto desde niña... Le quiero desde siempre y para siempre... Aunque aun no es oficial, quiero que usted lo sepa... Pronto, muy pronto, vamos a casarnos... Juan Moraima se ha mordido los labios apretadas las manos contra la baranda. Al fin, como dominando el tumulto de sus sentimientos, acierta a balbucear: —Está bien... Gracias por su franqueza. Pero, de todos modos, quiero decirle una cosa: ¡Soy su amigo y estoy cerca! Ha saltado. Se ha ido muy de prisa... sin darle tiempo a Cristina a agregar una palabra más; pero ella tiembla, herida en lo más hondo. Siente el anhelo irresistible de ver a Ernesto... una especie de amargo presentimiento. Como una loca deja la alcoba dispuesta a recorrer en su busca la casa, pero apenas tiene que dar unos pasos... Él está allí, casi tras de su puerta, y al verla... —¡Cristina! Te estaba esperando... —¡Mi Ernesto...! —En estos días apenas hemos podido vernos ni hablarnos... —Así es, Ernesto. No damos un paso sin ser espiados. Todos están contra nosotros... —Muy pronto acabará este martirio, Cristina. Estoy decidido... —¿A qué? ¡Me das miedo, Ernesto! —¿Miedo? ¿No fuiste tú misma la que me dijiste un día que rompiera con todo, que te llevara lejos?... —Así es; es lo único que deseo... Lo anhelo con toda el alma; pero tiemblo al mismo tiempo. He sufrido tanto que mi corazón no sabe ya confiar... no se atreve a creer... —Pero si en mi amor, Cristina... —De ti no podría dudar, no podría desconfiar sin perder la razón... —¡Te quiero por encima de todo, Cristina! —Repite esas palabras... Dímelas una y otra vez, hasta que se me claven en el alma... ¡Me quieres!, ¡nuestros corazones vivirán unidos por encima de todo, suceda lo que suceda, pase lo que pase...! ¡Dímelo, Ernesto! Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡Mi vida!, ¡mi sueño...! La ha estrechado en sus brazos... la ha besado en la frente, en las mejillas, en los labios, y queda luego mirando al fondo de sus ojos, como en un éxtasis de ternura y pasión... —¡Te quiero!... Y no callaré más... Le hablaré a mi madre cuanto antes. No permitiré que sigan interponiéndose entre nosotros los que pretenden separarnos. Y pronto, muy pronto, serás mi esposa... Una voz ronca y desagradable suena a sus espaldas: —¡Ernesto...! María Manuela está junto a ellos, pálida de ira, balbuciente de cólera... Habla a borbotones... sin poder contenerse: —¿Es posible que no respetes ni siquiera la casa de mi hermano, Cristina? —¿Yo...? —¡Cristina no es culpable, mamá! Yo he sido quien... —¡Cristina es la culpable por su falta de dignidad y de decoro, permitiéndote libertades imperdonables...! —¡Señora...! —¡Silencio! ¡No te atrevas a decir una sola palabra! Entra en tu cuarto, que ya decidiré yo qué hacer contigo... Bruscamente, Ernesto se enfrenta a su madre... —¡Repito que Cristina no es culpable de nada! Fui yo quien me acerque a ella sin poder contener mis sentimientos... Sí, madre; mis sentimientos... que no deben serte ajenos, puesto que no he querido ni he podido disimularlos. Siento mucho que las circunstancias me obliguen a no hacer las cosas como yo hubiese querido; pero, ya que es indispensable, te pido en este mismo instante la mano de Cristina... María Manuela enrojece hasta la raíz de los cabellos... La voz sale rota y descompuesta de su garganta, al preguntar, como si no diese crédito a sus oídos: —¿Qué? ¿Cómo?... ¿Qué es lo que has dicho?... —¡Te he pedido la mano de Cristina para hacerla mi esposa! —responde con firmeza Ernesto, a tiempo que Fermín Requena se acerca preguntando como si todo lo ignorase: —Por favor.... ¿Qué pasa? ¡Mi querida Cristina!... Pero Cristina se ha vuelto a Ernesto, sin escucharlo... Parece decidida a todo. —¡Ernesto! ¡Mi Ernesto! Si me amas como dices... —¡Con toda el alma te quiero, mi Cristina!... ¡Y te haré mi esposa! —¡No te casarás con ella, Ernesto! ¡No te acercarás a ella mientras le quede vida a tu madre...! —ha gritado María Manuela, alejándose después... Ernesto va tras ella... —Oye, madre... óyeme... Y Fermín defiende a Cristina: —¡No, Cristina!... ¡Déjalo! ¡Ahora, déjalo! —¡No puedo dejarlo! ¡Es mi vida entera!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Si es capaz de corresponder a tu amor, volverá, diga su madre lo que diga... pero es preciso que le sometas a esa prueba... —¿A qué prueba? —La de afrontar la cólera de su madre; la de saber que quedará desheredado si se empeña en seguirte queriendo... —¡A Ernesto no le importa el dinero! —Deja que sea él quien lo decida por sí mismo... —¡Estoy segura, plenamente segura! ¡Ernesto me quiere como yo a él! Una vez más ha hecho el ademán de ir detrás de Ernesto... pero Fermín Requena le cierra el paso tomándole las manos, tiernamente... —¡Cristina querida... espera un momento...! —¡Por favor, déjeme...! —¡Espera! No eres más que una niña... No sabes lo que puede pesar el interés en la voluntad de un hombre... Ernesto no dispone de más herencia que la de su madre... Si ella le vuelve la espalda quedará en la miseria, y es justo que se detenga a pensar una determinación que tan graves consecuencias puede tener para él:.. —¡Le ofende usted diciendo eso...! Le ofendería yo dudando de su amor un solo instante... A todas las amenazas de su madre, a todas sus violencias, sé perfectamente cuál será la respuesta de Ernesto... —No quiero destrozar tus ilusiones con pronósticos desagradables, pero... —No está en el poder de usted ni en el de nadie hacerme dudar de Ernesto. Don Fermín se contiene con esfuerzo... Casi, casi logra sonreír... —Cálmate... cálmate. Estás muy nerviosa... Estas emociones son demasiado fuertes para ti... Doña Carmen va a atenderte... —No necesito de nadie, don Fermín... —Creo que, por el contrario, necesitas todo el apoyo de los que te quieren bien. Aquí esta doña Carmen... —¿Me llamaba, don Fermín? —Sí, doña Carmen, para que haga el favor de acompañar a Cristina. Necesita de sus cuidados, aunque no lo confiese. Yo voy a ver si puedo abreviar su inquietud trayéndole noticias inmediatamente, o intentar algo en favor de su causa. Hasta ahora, hijita. Cristina se ha cubierto el rostro con las manos y va luego a seguir a Fermín Requena, pero doña Carmen se acerca a ella bondadosamente, tomándola del brazo... llenos sus cansados ojos de comprensión y de tristeza... —Creo que más vale que espere. Vi cruzar muy alterados a doña María Manuela y a Ernesto... Cristina se yergue, repentinamente serena. —Voy a recoger mis cosas. Estoy absolutamente segura de la determinación de Ernesto, ¡y lo seguiré donde quiera llevarme!

—¡Madre... óyeme...! Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS En medio de la biblioteca se ha detenido al fin María; Manuela, volviendo a su hijo la mirada relampagueante... todo su cuerpo estremecido de furia imponente... Todo el dolor, todos los celos, toda la cólera contenida durante tantos años, tiembla ahora en sus labios, tan blancos como sus mejillas y su frente... mientras en su alma tenebrosa se libra la última batalla, rechazando y acogiendo aquel postrer recurso que, a pesar de sí misma, le repugna y le espanta... La voz de su hijo suena conciliadora... casi humilde: —Los dos hemos perdido la razón y la paciencia, mamá... Es absolutamente preciso que hablemos con más calma. Es indispensable que me escuches... Tu corazón no puede ser sordo a mis razones ni a mis ruegos.. Siempre me quisiste, madre... —No puedes desear que yo sea desdichado... Y tendría que serlo sin ella... —¡Cállate...! —No puedo callarme; es preciso que sepas lo que representa para mí Cristina... —¡Calla, Ernesto! —Tengo que seguir... Tienes que entenderme... Cristina es toda mi vida... —¡Cristina es un imposible para ti...! —¿Por qué? —Es un imposible y nada más, con eso ha de bastarte. —Pues no me basta, madre... y perdóname que rompa las trabas del respeto para responderte. ¡Tú la odias! Sí; la odias sin razón, la odias con toda tu alma, sin que ella tenga culpa de nada... —¡Las culpas de los padres caerán sobre los hijos...! —Es una injusticia pretender aplicar de ese modo la ley divina, que no quiere decir eso.. . —¡La ley divina se aplica por sí misma en este caso, Ernesto! —No te entiendo... María Manuela se revuelve desesperada... —¡Hijo... hijo...! ¿Es posible que me obligues a llegar hasta el último extremo? ¿Que me hagas pronunciar palabras que quisiera morirme antes ele decir...? —¡Madre...! Ha ido desesperado hacia su madre... tras él se agitan sin ruido las cortinas entre las que aparece la elegante figura de Fermín Requena... Y Marta Manuela salta como picada por una serpiente, arrojándose al fin como en el fondo de un abismo... —¡Cristina no puede ser tu esposa! ¡Todas las leyes humanas y divinas te prohíben acercarte a ella de esa manera! ¡Te lo ordena la propia naturaleza...! —¿Qué...? ¿Qué quieres decir? ¿Qué estás diciendo...? —¿No has pensado por qué razón la odié désele niña...? —Sé que la odiaste; pero... —¡La odié porque era la afrenta viva, el recuerdo insultante de lo que fue... ¡La razón brutal de mi dolor y de mis celos...! Ernesto ya no habla... apenas balbucea... Ya decidida a todo, continúa la terrible mujer: —¿No comprendes todavía? ¿No aciertas aún a comprender? ¡Isabel Clara Gamboa era la amante de tu padre...! Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡No... no, imposible! —¡Cristina es el fruto podrido de esos amores adulterinos y perversos...! —¡No...! ¡No puede ser... no puede ser...! ¡Mentira! Ernesto ha retrocedido tropezando con los muebles, enloquecido de dolor, de angustia, de pena, mientras Fermín Requena, calculando cada uno de sus gestos, acude a él, y a él se vuelve el muchacho angustiado... —¡Dígame que no es cierto, tío Fermín! ¡Dígame que no es cierto! —Por desgracia es cierto... —¡No... no...¡ Se ha tambaleado como si fuese a caer... María Manuela va a él temblando de sincera angustia, espantada de haber ido por aquel camino en el que no puede ya retroceder. Pero Ernesto la rechaza, se aparta de ella... hay en sus ojos como una llamarada de locura y en sus labios una mueca desesperada cuando como un loco gana la puerta...

—¡Ernesto...! Cristina ha corrido al sentir pasos. Casi una hora lleva inmóvil, temblando de angustia, aguardando el resultado de aquella entrevista que adivina fatal para ella. Pero no es Ernesto, es don Fermín Requena quien llega, sereno y grave, con estudiado gesto de reserva que ahonda más la espina clavada en el alma de la muchacha... —Ten calma. Ya hablarás con Ernesto... —¿Dónde está él?... ¿Qué ha decidido? —Seguramente, nada todavía. De momento salió, salió a campo traviesa... Está desesperado, naturalmente... —¿Qué dice usted...? —La entrevista con su madre fue borrascosa. Al dejarla su hijo, María Manuela sufrió un síncope... —¿Qué está usted diciendo? —Ernesto no lo sabe, claro está. Ten en cuenta que él ha sido un hijo ejemplar, que este es el primer disgusto que le da a su madre... ¡y qué disgusto...! —Necesito hablar con él inmediatamente... —Ya le hablarás, y me atrevo a rogarte que tengas paciencia... que no trates de forzar... —No trato de forzar sus sentimientos. Al contrario, quiero compartir sus sufrimientos, quiero... —Ya mandé un peón a avisarle que su madre estaba enferma. Lo buscará por todas partes hasta dar con él... Si el consejo sincero de un buen amigo puede ser oído en un caso como este, te aconsejaría que no trataras de imponerte... —¡Sólo trato de hacerle saber que le adoro! —También debes hacerle comprender que eres capaz de cualquier sacrificio por su felicidad... —¡Eso ya lo sabe él…!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —No está de más que él y tú lo recuerden... Y ahora, dispénsame: salí sólo para enterarte de lo que pasaba. Voy junto a mi hermana, porque he mandado buscar al médico... Salió. Cristina quedó sola, inmóvil, como aplastada por el peso de aquella tormenta. Tiene el presentimiento de que ha ocurrido algo irreparable, de que está perdida ya aquella batalla en la que ha puesto su vida entera, y como una sonámbula echa a andar a través de los largos pasillos... —¡Dios mío, no me abandones! ¡No nos abandones! ¡No permitas que nuestro amor se pierda...! Va como rezando... Al pasar frente a la puerta cerrada del cuarto de María Manuela, el corazón le late con más violencia; pero no se detiene... sigue hasta salir al jardín, lo cruza mientras el aire fresco despeina sus cabellos... llega hasta el pabellón donde vive Ernesto... No hay luz en sus ventanas; cerrada está la puerta... y ella sigue, sigue, cada vez más de prisa... dejando atrás sembrados, potreros, casuchas de peones... A su alrededor la noche se aprieta, espesa y negra, como aquella pena que le atenaza la garganta... y entonces grita con todas sus fuerzas: —¡Ernesto! ¡Ernesto! ¡Ernesto...! Grito desesperado de su alma en agonía que, como su voz angustiada, se pierde en las tinieblas...

—¡Niño Ernesto...! —¿Quién te mandó venir detrás de mí, Higinio? —Su tío de usted, niño. Me mandó buscarlo por todas partes. La noche entera llevo recorriendo potreros, porque la señora está enferma... Trajeron al médico para ella... Ernesto se ha erguido dominando el primer gesto de violencia que la presencia de Higinio encendiera en él... Han corrido lentas las horas de aquella noche dolorosa, y poco falta ya para que rompa el día tras de las cumbres de los cerros... Rendido de su labor de búsqueda, el indio arroja al suelo el trozo de tea encendida que lleva en la mano y arrima a él ramillas y hojas secas formando una pequeña hoguera... —Hace frío, niño... Usted pasó la noche al raso. .. —¿Dijiste que mi madre estaba enferma...? —Sí, señor... parece que le dio como un ataque. Pero ya está mejor. Llegó el doctor Olmedo, que por suerte estaba en la finca de al lado... Ernesto ha mirado con ansia el rostro bronceado que tiene frente a él. Aquel hombre es amigo de Cristina, su protector silencioso, su criado fiel... él probablemente lo sabe todo... —¡Higinio! —¿Qué manda el niño Ernesto? —Tú vivías en la hacienda de los Gamboa, ¿verdad? —Sí, niño... —¿Llevabas muchos años al servicio de ellos? —Todos los años que tenía. Nací en tierras de los Gamboa y les serví siempre... —Entonces conocías bien a la señora... Sus costumbres, sus amistades... ¡Contesta!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¿Qué voy a contestarle, niño? La señora nunca fue por Las Cumbres hasta que perdieron todo el dinero... Allí llegaron bien tristes. —Háblame de ellos... De Isabel Clara, de Francisco Gamboa... ¿Cómo vivían? ¿Cómo eran? ¿Se llevaban bien? ¿Se querían...? —¡Ay, niño! ¿Cómo voy a saber? La señora era muy buena... —¿Y el señor? —El señor era regular. Bebía mucho. A veces trataba mal a la gente. —¿Y qué decían los otros criados? ¡Tú has tenido que hablar alguna vez con ellos, con los que servían dentro de la casa...! —Sí, señor, pero... —Habla. Dime todo lo que hayas oído, todo lo que sepas. ¿No comprendes que todo eso me importa demasiado? ¿Qué decían...? —Decían que el señor atormentaba mucho a la señora, por celos... —¿Celos de quién? ¡Di el nombre! —¡Vaya usted a saber! De alguien que quedó en Bogotá seguramente. .. Uno que había sido antes novio de la señora... No sé... Eso dijeron una vez... pero sin mentar nombre ninguno... —¿Quería a Cristina, Francisco Gamboa? ¿Era cariñoso con ella?... —No creo que el señor quisiera mucho a nadie; a los niños, menos... Le molestaban todos, hasta la niña Cristina. La señora, en cambio, adoraba en ella... Una vez la vi llorar mirándola dormida en su cunita... Otras veces la señora me pedía que me llevara a pasear a la niña bien lejos, que la enseñara a montar a caballo, que la alejara de la casa que era muy triste con el señor borracho siempre. ¡Por eso le cogí tanto apego a la niña Cristina! ¿Comprende, niño Ernesto? Ernesto ha buscado el apoyo del tronco de un árbol... Las palabras de Higinio destilan en su alma como lentas gotas del más sutil veneno... En sus horas de negra soledad ha revivido día por día, minuto por minuto, la llegada de Cristina junto a ellos... Y al calor de las palabras del indio, un recuerdo nuevo brota chisporroteante, como la pequeña hoguera encendida a sus pies, De repente. .. —¿Está Adela en la casa? —No, niño Ernesto, la señora la mandó de vuelta a Medellín. Pero si usted quiere yo mañana puedo ir a buscarla. —Iré yo mismo inmediatamente... Préstame tu caballo... —¿Va a irse ahora a Medellín, niño? —Vuelve tú a la casa. Di que no me esperen. —¡Ay, niño! Pero... Ernesto ha montado de un salto, tan sombrío, tan amargo, tan desesperado el gesto, que el indio Higinio no se atreve a decir nada... Sólo acierta a apartarse de un salto cuando Ernesto hace arrancar a galope el caballo y parte, como tomando el camino del infierno...

—¿A Medellín? ¿Sin volver a acercarse a mí? ¿Sin llegar hasta la casa siquiera?... Pero... —Perfectamente natural en el estado de ánimo en que se encuentra... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Fermín Requena se ha acercado al lecho donde María Manuela se agita entre los almohadones, mucho menos enferma de lo que quiere aparentar, aunque terriblemente angustiada, preocupada e inquieta... —Fermín, Fermín... ¡todo acabará mal...! —Al contrario... todo acabará bien, si tienes la calma necesaria y obedeces a mis indicaciones. Tu hijo se alejará un poco de esta casa y ya contaba yo con ello. ... —¿Contabas? —Es lo lógico. Durante unos días se sentirá desesperado, luchará luego con sus sentimientos hasta vencerlos y todos habremos ganado en el cambio... —¡Ay, Fermín...! —Lo único que tienes tú que hacer es seguir sosteniendo tu enfermedad para que todos se contengan y para poder evitar explicaciones enojosas y visitas molestas, siempre que lo desees. —Yo quisiera sacar a Cristina de esta casa... Quisiera alejarla de aquí, que no la viera más él. .. —Tengo que pensar que efectivamente estás muy nerviosa para que se le ocurra un disparate semejante a una mujer de tu inteligencia. —Pero... —No. Cristina no puede salir de esta casa. Ahora menos que nunca. Si quieres ganar en el ánimo de tu hijo, si quieres borrar la mala impresión que has despertado en él, tienes que portarte ahora con Cristina mejor que nunca. —Pero... —Demostrarle que consideras que tiene todos los derechos para ser amparada y protegida... —¡Creo que voy a volverme loca! —Es precisamente lo que no quiero. Tienes que conservar la cabeza. Ya lo hiciste y hay que darle el frente. ¿No es tu sueño ver a Ernesto y a Silvia casados? —Sí, sí... —Pues los verás muy pronto. Ya prepararé yo a Silvia. .. —¿Vas a decirle...? —¿Nuestro secreto? ¡No, desde luego! Ese no debe salir de nosotros dos, y ya es suficiente; pero le indicaré a mi hija la manera de comportarse con Ernesto para ir ganando su corazón, ansioso de depositar en alguien la ternura y la pasión que ahora le sobran. Ya te dije que lo dejaras todo de mi cuenta... —¡Ay, Fermín... Fermín...! —Basta de "ayes", María Manuela... y hasta luego... Voy a dejarte sola, para que descanses. Tengo una importante labor diplomática que hacer cerca de Cristina... Lo que yo no logre... —¡Ay, Fermín... a veces me das miedo...! —Pues no hay razón para tanto... Tú tienes la absoluta obligación de secundarme y comprenderme. Cálmate y espera. ¡Todo saldrá bien!

—¡Higinio...!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Aquí estoy, niña Cristina. A usted misma venía yo buscando... —¿Tú viste a Ernesto cuando se fue para Medellín? —En mi propio caballo se fue, niña... Iba como desesperado... —¿Desesperado? —Con una gran congoja en el alma… Si no hubiera yo estado a pie, me voy detrás de él; pero me mandó que volviera a la casa a avisar... —¡Higinio, quiero que vayas a Medellín volando y le lleves un carta mía! Es necesario que hablemos... ¡Sea lo que sea lo que haya resuelto, quiero oírlo de sus labios... —¿Ahora a Medellín? Pero, niña... ¿y si el ama...? —La señora está enferma. Como cochero no ha de necesitarte. Pide permiso para cualquier cosa que se te ocurra. Tienes que hacerlo, Higinio... lo necesito... —Sí, niña, como usted mande... voy entonces a... —Espera un momento… espera aquí mismo. Voy a escribir la carta... No puedo seguir con esta ansiedad... Aguarda... es sólo un momento...

—Cristina, ¿qué hacía usted en la terraza? Cristina ha temblado. En su alcoba, como aguardándola, está doña Carmen, cuyos ojos cansados la miran bondadosamente. Haciéndole una seña para que no levante la voz, la anciana la lleva al lugar más apartado de su suntuosa alcoba, mientras ella se revuelve impaciente. —¡Déjeme sola, doña Carmen, se lo pido por piedad! Déjeme sola ahora... —Sólo quiero decirle que tenga cuidado. Pisa usted un terreno muy resbaladizo. Don Fermín me ha dado la orden de notificarle todo lo que usted haga... De darle cuenta de sus menores movimientos. —¿Cómo? ¿Espiarme? —Sí, hijita, espiarla; pero no se preocupe. Escriba su carta y mándela con ese hombre que le es fiel, mientras yo le preparo un baño caliente y la cama para que descanse. Mi espionaje no la atormentara demasiado. Se lo advierto para que sea prudente, y confío en su discreción para no perjudicarme... Estoy a sueldo de ellos... pero soy su amiga y quiero que lo sepa... —¡Gracias, doña Carmen! —Le deseo todo el bien de la tierra, hija mía. Vaya a escribir su carta, a defender su amor... hágalo... hágalo. ¡Tiene derecho!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS

CAPÍTULO 12 LA CERTEZA Insensible al cansancio, Ernesto deja las riendas del caballo en manos del primer sirviente que le ha salido al paso al cruzar las puertas dé su casona de Medellín. Luego, tras mandar a llamar a Adela, entra como un fantasma en el viejo despacho de su padre, donde no tarda en aparecer el rostro asombrado de la vieja criada. —Niño Ernesto, ¿usted aquí? —Entra y cierra las puertas, porque nadie debe escucharnos. —¡Me asusta, niño! —A mí mismo me asusto... pero la vida tiene medios lo bastante crueles para hacernos prescindir hasta de nuestra propia dignidad. —¿Qué dice, niño? —Ya sé que no me entiendes, no importa… —Pero, ¿qué le pasa? —He venido a buscarte porque desde hace muchos años eres la criada de absoluta confianza de mi madre. —¿Se le ha perdido alguna cosa a la señora, niño? —No. Escúchame. Tú entrabas a todas horas en su alcoba... tú la atendías en sus enfermedades y en sus desmayos, tú escuchaste cien veces detrás de las puertas las conversaciones íntimas de mis padres... —¡Niño Ernesto! ¿Yo...? —No pretendas negarlo... te vi muchas veces siendo niño... y compraste mi silencio con el tuyo a mis pequeñas travesuras. .. Yo entonces no medía el alcance de lo que tú hacías, y aun no sé para qué quisiste apoderarte de los secretos de esta casa... —Yo no quise apoderarme de nada, niño. ¿Yo por qué había de...? —Calla y óyeme. "¡Ya te dije que era inútil negar lo que sé demasiado! No vengo a reclamarte nada... Vengo otra vez como cómplice; pero ahora tengo con qué pagarte y te pagaré a peso de oro el resultado de tus observaciones... —¡Ay, mi niño! Usted se ha confundido conmigo... a usted le han dicho un chisme de mí. . . —¿Cuánto quieres por responder sin vacilar a todo lo que yo te pregunte? —¡Pero, niño...! —Responde... ¿Bastará con quinientos pesos? —Niño Ernesto, ¡eso es mucho dinero…! —Te daré quinientos pesos en el acto si me cuentas todo lo que sepas de Cristina y de su llegada a esta casa. —¡Ah! ¿Es de Cristina que quiere usted saber? Ha respirado más tranquila, ha mirado a todas partes... Ernesto la apremia:

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Óyeme, Adela, hay un recuerdo de mis catorce años, al que estás tú muy bien ligada... Fue en los días en que llegó Cristina a nuestra finca de "La Palmira". Mi madre no la quería recibir; hubo entre ella y papá un gran disgusto... Recuerdo que mi madre me dijo llorando que esa criatura era la causa de su desgracia... ¿Qué sabes tú de eso? La vieja criada pareció decidirse a hablar... —Doña María Manuela sufría mucho, sí, niño... Tenía celos de la madre de Cristina, y como el señor tomó ese apego por la niña como si fuera su hija propia, ella claro... naturalmente... —¡Como si fuera su hija propia...! Exacto... A propósito de ella hubo una larga conversación en la alcoba de mis padres: conversación que tú escuchaste detrás de la puerta; no lo niegues, ¡yo te vi escuchándolos! Luego, por la ventana del oratorio los vi besarse y comprendí que habían hecho las paces. Pero, ¿por qué las hicieron? ¿Qué palabras habían mediado entre ellos? ¿Con qué razones convenció mi padre a mi madre? Tú las oíste. ¿Cuáles fueron? —Hace tanto tiempo que apenas me recuerdo, niño Ernesto. Le juro... —Te acuerdas demasiado bien. Habla. Piensa que no he descendido a interrogarte para quedarme a medias. Tienes que decirme todo lo que sepas. Habla... ¡Habla! ¿Qué dijo entonces mi padre? ¡Recuérdalo! —Bueno... don Antonio dijo que no podía tener celos de una muerta. Sí, eso... que Cristina no tenía más amparo que él y que ese amparo no iba a negárselo... Que un deber sagrado le obligaba a traer a Cristina a esta casa con todos los derechos de hija. ¡Con todos los derechos...! —¿Dijo eso mi padre? ¿Eres capaz de jurarlo por la condenación de tu alma? —¡Sí, niño, dijo eso! ¡Lo juro! No sé por qué lo dijo, pero lo dijo... ¡y que me condene si no es verdad! —Como hija propia... con todos los derechos... ¿No oíste más? —No, niño, se lo juro también; pero no tiene por qué apurarse tanto. Aunque de verdad fuera la Cristina hija del señor, el dinero que hay es de su mamá de usted. Ella no puede heredar nada. —¡Calla... perfecta imbécil! —Perdón, niño Ernesto, yo creí... —¡He dicho que basta! Toma... toma el dinero que te prometí y vete de esta casa. Recoge tus cosas y vete lejos. A tu pueblo... a donde quieras; pero a donde no te vuelva a ver ni a oír más... —Niño Ernesto... ¿me echa usted? Tengo diez años en la casa. .. —¡No quiero verte más! Si quieres conservar el dinero que te he dado, obedece en el acto. ¡Lárgate! ¡Vete o no respondo…! —Sí, don Ernesto, le obedezco... claro está, pero... —¡Déjame solo! ¿No entiendes? La mujer lo mira con espanto. Luego, como si hablara con un loco: —Sí, niño Ernesto, como usted mande... como usted mande... La puerta se cerró tras ella. Ernesto habló solo, sin escuchar su propia voz: —¡Mi hermana...! ¡Mi hermana... ella...! ¡Tenía que ser ella! ¡Y lloró con amargas lágrimas de hombre...!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡Niño Ernesto...! ¿Puedo entrar? ¡Niño Ernesto...! Como si despertase de una amarguísima pesadilla, Ernesto Aguilar levanta la cabeza, estremeciéndose... No sabe las horas que ha permanecido en el despacho de su padre, después de su conversación con Adela... de bruces sobre el viejo escritorio... pero es mucho más de mediodía y los rayos del sol caen oblicuamente, iluminando el viejo retrato de novios de Antonio y María Manuela. A éste van los tristes ojos del desesperado muchacho, mientras Higinio llega hasta él. —¡Niño Ernesto...! Ásperamente, Ernesto se revuelve: —Di orden de que no me molestaran... —Vine de "Las Azucenas", reventando casi el caballo para llegar cuanto antes, porque me lo mandó así la niña Cristina... —¿Qué le pasa? ¿Qué quiere...? —Me dio esta carta para usted... Ha puesto en sus manos un sobre, que los dedos de Ernesto toman y sostienen sin romper. Su desesperación de horas antes es ahora una angustia silenciosa, sombría... una amarga abstracción de todo cuanto le rodea... y mientras da vueltas entre sus dedos a aquel rectángulo de papel, la voz del indio llega suave y pausada... con la fría tristeza de su acento andino: —La niña Cristina salió anoche a buscarlo por los campos... Toda la noche anduvo detrás de usted sin encontrarlo y no quiso acostarse antes de escribir estas letras para usted... pero usted no está enojado con ella, ¿verdad, niño Ernesto? —¿Cómo puedo estarlo con Cristina? ¡Qué culpa tiene ella...! —Entonces, señor... ¿por qué no lee lo que ha escrito?... Llorando estaba cuando le hizo esas letras... —¡Vete, Higinio! Sal y espérame en el patio... A roto el sobre... el fiel sirviente respira aliviado... sonríe y asiente: —Sí, niño, voy a ver si nos preparan caballos de refresco por si decide usted volver en seguida... Es lo que ella espera... Se ha ido, cerrando tras de sí la puerta del despacho. Los ojos de Ernesto vagan sin pararse en aquellas líneas que adivina llenas de amor, cubiertas de reproches tiernos... Líneas a las que sólo podría responder con su pasión, con su ternura, con sus besos... Aquellos besos que son ahora, para su mente atormentada, un pecado monstruoso... Desesperadamente rompe la carta sin leerla. —¡No... no! ¡Todo ha terminado!

—¡Ernesto...! Al fin Ernesto. Desde la puerta de su alcoba que da a la pequeña terraza abierta sobre los jardines del ala izquierda, Cristina ha visto cruzar dos caballos por el camino polvoriento y, más que reconocer, ha adivinado la silueta de Ernesto... Luego, tratando en vano de ponerse a su altura en el galope violento, el indio Higinio, cuya figura familiar inunda de esperanza el corazón de la triste enamorada... y corre, cruzando el ancho hall, al encuentro del hombre que se detiene al verla, como paralizado por un golpe en pleno corazón... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡Ernesto... mi Ernesto...! —¡Por Dios, Cristina! Cálmate... —¡Dime lo que ha pasado! ¿Por qué te fuiste de aquella manera? ¿Qué te dijo tu madre para que salieras de aquí como un loco? Recuerda que juramos no mentirnos jamás; mostrarnos siempre nuestros corazones y nuestros sentimientos al desnudo... —¡Por Dios, Cristina...! —¡Háblame Dime... ¡Espero la palabra más dura, la más cruel, si es la expresión de tus sentimientos. Pero yo sé que no pueden haber en tu corazón ni en tu alma sentimientos crueles... ¡Me quieres, Ernesto! ¿Verdad que me quieres sin importarte nada lo que los demás puedan hacer o decir? ¡Respóndeme! Dime una palabra... —Cálmate, Cristina... Te lo ruego. No ha pasado nada. No hay ninguna razón para que estés de esa manera... —¿Leíste mi carta? ¿Vienes a responderme a cuanto te pregunto en ella...? Ernesto responde evasivo, sin apenas mirarla. —No hay nada que decir. En realidad, no ha pasado nada. Fui a Medellín porque tenía que hacerlo. Hay cosas que dependen de mí, y que tenía que dejar resueltas. Ni fui por nada tuyo ni mío, Cristina... Tengo obligaciones y... —Pero, ¿qué estás diciendo? —¡La verdad! Te ruego que te tranquilices, Cristina. Parecemos locos y no hay ninguna razón para ello... —Ernesto, ¿por qué no eres sincero...? Don Fermín aparece oportuno y sagaz... Rápidamente va hacia Ernesto. —¡Ernesto, hijo... tu madre te llama! No ha dejado de hacerlo desde que te marchaste tan bruscamente. Está enferma de cuidado... de mucho más cuidado de lo que parece. ¡Te ruego que no retardes más el momento de ir a su lado! —Sí, tío, gracias... Iré... Ha aprovechado la oportunidad de alejarse, mientras Fermín Requena cierra el paso a Cristina, dispuesta a ir tras él. —Ya te dije que esperaras un momento, Cristina. No hay que pedirle al corazón de un hombre más de lo que puede dar buenamente. Ernesto siempre ha sido un hijo excelente. —No le estoy pidiendo que deje de serlo, pero es preciso que yo sepa... —Hablarás con él cuanto desees, pero estás muy nerviosa... Ten en cuenta que yo también quiero hablar con él y, sin embargo, espero... —Es diferente... —¡Todos tenemos que esperar! ¿Quieres venir conmigo un rato al comedor? ¿Tomar algún refresco? —No... déjeme aquí. —Me atrevería a suplicarte que no entraras en la alcoba de María Manuela... —¿Por qué? —El médico ha encargado para ella tranquilidad absoluta, que no se disguste ni se altere. ¡Tu presencia, por desgracia, no es grata para ella! Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Ya lo sé... ¡demasiado lo sé! —Entonces, ten un poco de consideración: es una anciana... está enferma y, además, es la madre de Ernesto. No olvides ese detalle de importancia capital... Y como no quieres venir, te dejo... Refrescaré yo solo. Te dejo, confiando en que sepas tener prudencia... Sola, Cristina ha apretado los labios para no dejar escapar de ellos ni una palabra, ni un sollozo, ni una queja... Siente que sus piernas flaquean y se sienta en un sillón próximo, clavados los ojos en la puerta cerrada de la alcoba de María Manuela... tensos los nervios, hundida el alma en un negro laberinto de confusiones torturantes, mientras locamente le habla a Ernesto lejano, en voz muy baja, como si rezara: —¡Ernesto! ¡Ernesto mío...! Jamás me defraudaste... Ahora creo en ti... Creo con todas mis fuerzas. ¡No tardes, Ernesto, no tardes o me muero!

—Ernesto, hijo, al fin... tú... tú... Habla Ernesto junto a la cama de su madre: —Sí, madre, soy yo. Me dijo tío Fermín que deseabas hablarme... —¡Hijo, no me hables en ese tono! ¡No me mires de esa manera! ¿Me guardas rencor? Un rencor horrible, ya lo veo... Y esa es mi enfermedad, la angustia de saberlo. Me guardas rencor... ¡me odias, hijo...! —No es odio, madre... pero aun no estoy repuesto... Es difícil que tú misma midas el daño horrible que. .. —Ya sé; pero, ¿podía yo acaso seguir callando...? Con ira indomable responde Ernesto: —¡No, no debías haber callado nunca! Yo tenía perfecto derecho a saberlo... El silencio de ustedes me ha hecho culpable... María Manuela se sienta, muy pálida, y pregunta con angustia: —¿Culpable? ¿De qué? ¿Qué quieres decir? ¿Acaso...? ¿Insinúas...? —Nada que no sepas. Que quiero con toda mi alma a una criatura a la que sólo como hermana debí mirar desde el primer momento. Y lo que es peor... que ella también me quiere, que me ha entregado su alma ingenua y la flor purísima de sus labios... que confía en mí, que cree en mí, que puso en este amor toda su ilusión, toda su esperanza, toda su fe, y que ahora yo necesito destrozarle el alma para arrancárselo —¡Pero Ernesto...! Ernesto continúa, como desesperado: —No puedo permitir que siga amándome y no puedo tampoco decirle la única palabra que levantaría entre los dos una muralla de hielo, porque la heriría en lo más profundo de sus sentimientos de hija, en lo más alto de su dignidad de mujer... en el honor de su madre, que es más que el suyo propio para ella.. . ¿Te das cuenta? ¿Mides hasta qué extremo me obligas a ser culpable y a ser cruel? María Manuela se siente palidecer. .. Está a punto de gritar la verdad, pero Fermín ha entrado y se interpone cortando su intención y su gesto, como si sólo al verla los adivinara...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Creo que te estás fatigando demasiado, María Manuela... Ernesto se vuelve de un salto... —¿Eh...? —Perdóname, hijo, que me atreva a interrumpirles así; pero el médico ha dado sus órdenes más severas. Es preferible que te retires ahora, Ernesto, que hables más tarde con ella y no en este momento. Perdóname... —Perdóname tú a mí tío Fermín; pero mi madre iba a decirme algo. ¡Permítele acabar! Repuesta ya, la madre habla con voz doliente: —¡Ni yo misma sé lo que iba a decirte, Ernesto! ¡Tiene razón, Fermín, me faltan las fuerzas! Déjame ahora, te lo ruego, hijo. Secretamente satisfecho, Fermín se vuelve a su sobrino: —Cristina te espera frente a aquella puerta, Ernesto. Espero que seas lo bastante hombre para no decir lo que no debes... Bruscamente corta Ernesto Aguilar sus palabras: —¡Sé perfectamente lo que tengo que hacer...! Ha salido, y don Fermín se vuelve, severo, hacia su hermana ... —¿Qué ibas a decir, María Manuela? Ella rompe a llorar... El palidece de ira... —¿Tienes empeño en echarlo todo a perder?... ¿Qué te pasa...? —No sé... No sé... ¡Mi hijo sufre tanto...! —¡Ya se le pasará! Es la crisis, naturalmente. Tu hijo será feliz con Silvia, y a tu mentira deberá ser feliz... Piensa en ello cuando te sientas débil y calcula hasta qué extremo llega el dominio de Cristina cuando él sufre así por ella... No te traiciones a ti misma... Los ojos de la enferma brillan de nuevo. Había dado en el blanco la envenenada saeta... —Es cierto... Sólo haciéndome recordar mi odio, vuelvo a ser fuerte... ¡Cristina! ¡Isabel Clara!... He llegado a fundirlas en una sola, para aborrecerlas más. Una me robó el corazón de mi esposo, otra me roba el corazón de mi hijo. ¡Pero yo sabré arrancárselo de las garras! —Piensa en eso cuando vayas a flaquear. No vuelvas a ser débil

De espaldas a la puerta, Ernesto queda inmóvil un instante contemplando a Cristina. Tiene cubierto el rostro con las manos. Manos blancas y delicadas como flores de almendro, dulces manos que tantas veces cubriera con sus besos de soñador y dé poeta... ¡Con qué ansia correría hacia ella! ¡Con qué ternura dolorosa caería a sus píes para mostrarle el fondo de su alma lacerada! ¡Cómo secaría a fuerza de besos las lágrimas que adivina correr bajo los dedos tersos! Pero no se mueve, no acierta a pronunciar una palabra hasta lograr contener duramente el nudo doloroso de sus emociones, hasta lograr que la voz salga de sus labios, cortés, serena, casi, casi indiferente: —Perdóname si te hice esperar, Cristina... —¡Oh, Ernesto...! —¡Cálmate, por favor! ¿A qué vienen esos nervios... esas lágrimas...? Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¿Pero es posible que me lo preguntes? ¿Cuál de los dos ha enloquecido, Ernesto? —¡Cristina!... —¡Contéstame, contéstame a eso! ¿Cuál de los dos está fuera de razón? Ernesto ha callado un instante para responder en tono suave, casi frívolo... triturándose el alma al responderle: —Tengo que confesarte que tú, nena. Tú estás fuera de la realidad. —¿Eh...? —No es galante, pero es verdad. Yo no sé qué te pasa, Cristina... Cristina estalla, desesperada: —¡Soy yo quien no sabe lo que está ocurriendo! ¡Soy yo la que no entiende nada! —Baja la voz. Mamá se encuentra mal. ¡Te ruego...! —Ya lo sé... ya lo sé... ¿Pero qué culpa tengo si la desesperación me hace gritar...? —No hay ninguna razón para desesperarte. —¡Ernesto! ¡Hablemos claro de una vez! ¿Por qué te fuiste de esa manera? ¿Qué ha podido decirte tu madre? Sí, no lo niegues. ¿Qué ha podido decirte para que cambiaras así? —No me ha dicho nada que no sospecháramos, que no supiéramos... Mi madre se opone a nuestras relaciones... —¿Y qué más...? ¡Sigue... sigue! ¿Y qué más? —Eso simplemente. Se opone... Siempre soñó que yo me casara con Silvia... La hemos defraudado lamentablemente... Bueno; la he defraudado yo... ella esperaba... —¡Basta de tonterías, Ernesto! ¡Háblame claro! ¡Dime la verdad! Tu madre se opone, eso lo supe siempre, eso te lo dije desde el primer día... ¡Me odia! ¡Me aborrece! Lo he repetido hasta el cansancio y tú me respondías: "Confía en mí"... ¡Y yo he confiado! ¡Enamorada, ciega, te entregué el corazón, el alma... ¡y la vida entera! Porque mi vida eres tú, Ernesto... ¡Mi Ernesto! Ha ido hacia él pretendiendo anudar los brazos a su cuello; pero Ernesto retrocede palideciendo, tambaleándose... con una súplica que es espanto en los labios: —¡No me toques, Cristina! —¿Por qué? ¿Qué tienes contra mí? Ernesto ha vacilado. Habla al fin, como sin sentido: —¡Yo también estoy cansado, nervioso, agobiado...! No sé ni lo que me pasa, ni lo que siento... Tuviste razón al pedirme que callara nuestras relaciones. Mamá se ha disgustado terriblemente y está enferma, muy enferma... —¡Mentira! ¡Mientes! ¡Mientes!... —¡Cristina...! Cristina reacciona, desesperada: —¡Oh, perdóname! ¡Perdóname! Estoy como loca. ¡Háblame, Ernesto, háblame! Dímelo todo... repíteme las palabras que tu madre te ha dicho... y que sepa yo al menos por qué me rechazas... —No te estoy rechazando... No te he rechazado... —Pero, ¿crees que estoy ciega? Tú te apartas de mí con horror, con repugnancia, como si de pronto me hubieras aborrecido... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡No, Cristina, eso no! ¿Yo...? ¿Yo aborrecerte? ¿No sabes que me abriría las venas para darte hasta la última gota de mi sangre si con ella pudiera hacerte feliz? ¿No sabes que me arrancaría el corazón del pecho y lo pondría a tus pies para que lo pisotearas? ¿No sabes que te quiero? ¡Que te quiero...! —¡Mi Ernesto...! —¡Pero no te acerques! No merezco tu amor... no merezco tus besos... ¡Déjame, Cristina... déjame...! Ha tratado de huir, pero Cristina le cierra el paso, le sujeta, le pregunta desesperada, clavándole en los hombros los engarfiados dedos: —¿Por qué he de dejarte? —¡Porque lo ordena mi madre, Cristina! Para ella sería la muerte... Le debo consideración, respeto, obediencia... —¿Aun cuando no tenga ninguna razón? ¿Aun cuando por un capricho destroce nuestras vidas? ¿Aun cuando sólo lo haga por odio a mí, por odio injusto y cruel? —¡Soy cobarde... soy débil! Por eso te dije antes que no merecía tu amor ni tus besos... Merezco tu desdén, tu desprecio, tu olvido, Cristina... —¡Mi olvido...! —¡No sé ir contra ella...! ¡No puedo ir contra ella! Puede morir... —¿Y no te importa que yo me muera...? —¿Por qué has de morir tú? Lo que pierdes vale bien poco... un miserable, sin voluntad y sin conciencia. Un codicioso que teme perder su herencia... —¡Calla! ¿Y hablabas de derramar tu sangre? ¿De poner tu corazón a mis pies? —Piensa, Cristina, que no soy otra cosa más que eso: ¡Un cobarde...! —¡Piensa que tú sí que has abierto mis venas, derramando hasta la última gota de mi sangre…! ¡Qué tú sí has pisoteado el corazón que puse a tus pies...! —¡Cristina...! —¡Déjame...! Ahora soy yo quien te lo ruega... ¡Déjame! ¡Déjame! Y huyó espantada de sí misma, como sintiéndose enloquecer...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS

CAPÍTULO 13 EN LA RED —¡Ah...! ¿Todavía está usted ahí? —Sí, señorita. Tuve el presentimiento de que iba usted a asomarse. Tras los macizos de arbustos recortados, que son límite del jardín de "Las Azucenas", acaba Silvia Requena de asomar la rizada cabeza, vencida por la curiosidad de mirar cara a cara al extraño jinete que desde hace un buen rato pasa y repasa atraído por la mancha clara de aquel vestido de seda color orquídea, con que la joven y linda hija de Fermín alivia el luto de su tío Antonio. Desde el día anterior ha visto varias veces, de lejos, a los dos hermanos Moraima, ha hecho preguntas a los criados, a Cristina, a todo el que ha querido contestarle, y ahora sonríe con coquetería, mudando después de gesto para fruncir el ceño en un juego de ofrecer y negar, que Eduardo Moraima parece entender perfectamente, haciendo acercarse muy despacio su espléndido caballo negro... Con varonil soltura la saluda al tenerla cerca: —Buenas tardes... —Muy buenas... Pero tengo entendido que usted no debería saludarme sin haber sido presentado... —¡Ah! ¿no...? —Ni siquiera atreverse a llegar hasta aquí, porque la casa está muy cerca y papá puede aparecer en cualquier momento, con lo cual corre usted un buen peligro... —¿De verdad? Pues nunca oí decir que el dueño de esta finca se comiese a nadie... De antropófago no tiene fama don Fermín Requena... Silvia da un respingo, interesada y picada al mismo tiempo, para responder en seguida con infantil insolencia: —Sin ser antropófago, mi padre puede darle su merecido a cualquier fresco, y creo que usted... —Por mí no pase penas. Sé cuidarme muy bien. No va a pasarme nada... No tendrá usted que llorar por mis huesos... —Lo que le pase a usted me importa muy poco —¿De veras? —Pero no sé qué hace usted en este lugar... —Lo mismo podría yo decir con respecto a usted. —Yo estoy en el jardín de mi casa. Los límites de "La Palmira" están muy lejos... —¡Ahí... ¿Sabe usted que soy de "La Palmira"? Eduardo Moraima ha echado hacia atrás su sombrero, con uno de esos gestos tan peculiar en él, y el sol de la tarde da de lleno en su rostro de ruda belleza varonil. Rostro moreno de barba espesa, de oscuros ojos relampagueantes, de cuadrado mentón voluntarioso. Arranca de su rostro el cuello, ancho y nervudo. Tiene el pecho recio, la cintura estrecha, las piernas largas y ágiles, que se afirman en los estribos con sólida fuerza... Silvia le ha pasado revista de pies a cabeza y no puede menos de confesarse a sí misma que halla en él un atractivo poderoso, ardiente... Traicionando a su pensamiento, exclama en tono de desafío:

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Se ve que es usted Moraima... —¿Qué clase de gente somos en opinión de usted? —sonríe, socarrón, y mide, entornando los ojos, el gesto de absoluta insolencia, antes de continuar—: Ustedes están en la cumbre, en la crema... y desde allí se toman el derecho de despreciar a los demás; pero, ¿sabe usted una cosa? ¡A veces se paga caro ese desprecio! Silvia salta como herida en lo más vivo: —Ya sé que es usted enemigo mío, enemigo de mi gente. ¡Pero de enemigo tonto no pasa...! —¡Quién sabe! La vida tiene muchas sorpresas. —¿Se atreve? ¿Es una amenaza...? Un segundo jinete aparece tras los arbustos, cortando la palabra de Silvia. Con modales de caballero, Juan Moraima alza la mano hasta el sombrero, saludándola: —Perdón, señorita, no sabía... Siento haber interrumpido. .. —Nada absolutamente. Ya me iba, hermano. La señorita Requena acaba de confundirme con su desprecio, ¿sabes? Silvia protesta vivamente: —¡Me molesta que sea usted un atrevido! ¡No tiene por qué hablarme ni por qué mirarme siquiera...! Eduardo ha clavado las espuelas, alejándose al trote largo. Roja de indignación Silvia da unos pasos tras él, pero se detiene... Juan Moraima la saluda en silencio y, toma, tras Eduardo, el sendero de "La Palmira"

—¡Cristina... hija! La bondadosa ama de llaves de "Las Azucenas", se ha sentado en el borde del lecho donde Cristina llora las más tristes lágrimas de su vida. Allí se ha refugiado tras su amarga entrevista con Ernesto, sacudida primero por sollozos convulsos, dejando correr luego el río de aquellas lágrimas, sin que por eso logre calmar su pena. La imagen dolorosa de Ernesto es demasiado patética frente a ella, demasiado claro, demasiado visible su dolor y su pena, para que quede a la triste enamorada el áspero consuelo de aborrecerlo; pero en la sombra de la alcoba suena un paso muy suave... alguien se acerca al lecho, alguien cuya presencia sorprende y crispa a la muchacha como si la ofendiese. —¡Don Fermín! ¿Qué es esto? —Perdóname el haber entrado así... no pude dominar mi impaciencia. Sabía que estabas sufriendo, sé lo que significa para ti la resolución de Ernesto... —¡Oh, calle usted! —No, Cristina, no hay que cerrar los ojos a la verdad por mucho que nos duela. Ernesto está acobardado, indeciso. Sufre horriblemente, pero es más importante que nunca que sepas que esta es tu casa y que poco antes de que muriera aquel a quien llamabas tu padrino, le juré, por mi honor de caballero, ayudarte, defenderte y ampararte en su ausencia, del mismo modo que él lo hubiera hecho. Doña Carmen terció con pena:

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡Cristina quiere dejar esta casa…! —¿Pero qué locura es esa? ¡Esta casa es la tuya! Así se lo prometí a mi cuñado... ¿Quiere usted dejarnos solos un momento, doña Carmen? Casi con espanto, ruega Cristina: —¡Oh, no... no se vaya, doña Carmen...! Fermín hace un gesto resignado. Luego pregunta dulcemente: —¿Qué te pasa, criatura? ¿Tienes miedo? ¿Miedo de mí? ¡No puedo creerlo! Pero si te molesta mi presencia, te dejaré... —No, don Fermín, no es eso. —¡Cristina! La juventud es con frecuencia egoísta y necia... Son pocos los hombres de veinte años capaces de apreciar el verdadero valor de una mujer... —¿Qué trata de decirme? —¿Por qué no me permites tratar de curar tu herida a fuerza de cariño y de paciencia? —Es usted demasiado bueno, pero no puede ser... —¡Déjame estar junto a ti, Cristina…! —¿Pero no comprende usted que sigo queriendo desesperadamente a Ernesto...? —Ya pasará... Antonio murió tranquilo porque te dejaba en mis manos... —No, no... no fue en manos de usted en las que me dejó mi padrino... Él quiso dejarme en manos de Ernesto. —¿Cómo? —Hay una carta... una carta que él escribió delante de mí... una carta que quiso entregarme para que yo se la diera a su hijo... y que nunca llegó a mis manos porque supo impedirlo doña María Manuela... —Esa carta... ¿conocías tú su contenido? Ha hecho un esfuerzo para disimular su turbación. El recuerdo de aquella carta que aun infamemente conserva en su poder, es un inútil espolazo a su dormida conciencia, porque sólo un instante vacila, porque sólo un momento tiembla la torre de su egoísmo, para afirmarse aún más después... —¡Cristina, quédate en esta casa como lo que quieras: como mi esposa, como mi hija, como mi reina; pero quédate, Cristina... ¡quédate! Cristina se ha erguido, helada el alma a fuerza de sufrir... Cada una de las palabras con que Fermín Requena pretende consolarla, es un golpe más, es una herida nueva. Una seguridad mayor de que Ernesto sacrifica su amor, sin vacilar, ante el mandato de su madre... Desesperadamente se vuelve a él... —Déjeme ahora, don Fermín... déjeme, se lo ruego... Don Fermín hace un gesto resignado. —Está bien. Me iré ahora si es tu deseo, Cristina, pero piensa en mis palabras... Ha salido despacio... Por la puertecilla contraria asoma doña Carmen y se acerca para hablarle en voz baja: —Cristina, hija mía... esperé que te quedaras sola para advertirte que Ernesto está en el jardín, muy cerca de tus balcones. Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¿Qué dice usted? —Asómate y habla con él. Tal vez viene a darte una explicación de su conducta... ¡Escúchalo, Cristina! No lo condenes sin oírlo de nuevo! Cristina se ha vuelto a poner de pie como electrizada por la esperanza. Bondadosamente, doña Carmen sonríe... —Vigilaré la puerta para que no vayan a interrumpirte ni a sorprenderte... —¡Que Dios se lo pague a usted! —¡Baja la voz y aprovecha el tiempo!

Profundamente perturbado, el padre de Silvia va de un extremo a otro de la ancha biblioteca. Luego busca en sus bolsillos una voluminosa cartera y extrae de ella un sobre lacrado: el que Antonio Aguilar pusiera en sus manos. ¿Qué extraño pudor le impide destruirlo? ¿Qué sentimiento, raro en él, le detiene? Con gesto impaciente aparta unos libros y hace girar la palanca de un escondite, cuando la voz de su hija suena muy cerca, en tono jovial: —¡Ay, papá, qué gracioso! ¿De modo que es ahí donde tú guardas el dinero? —¡Silvia! —Ya lo sé para cuando tenga algunos de esos caprichitos que tú no quieras satisfacer. ¡Cuántos miles van en ese sobre? El padre responde, bruscamente: —¡Aquí no guardo sino documentos que no te interesan! —¡Por Dios, papaíto! ¡Estás hecho un regañón desde que volvimos a Colombia! —Anda, vete a lo que tengas que hacer... —¿Me echas de tu lado tú también? Pues señor, es delicioso eso de estorbar en todas partes. Hizo un puchero y don Fermín pareció amansarse. —Creo que exageras, hija... —Absolutamente. La tía con su enfermedad y su disgusto... tú con tus misterios... Cristina con la tragedia de su amor contrariado... y de Ernesto ni hablemos... —Es a él a quien tienes que acercarte. Con él es con quien has de ser amable, comprensiva, complaciente... —Lo siento mucho, papá pero ya estoy harta de ese papel. ¡Si Ernesto no me quiere, que se vaya al demonio! —¿No le quieres ya? ¿No te interesa? —Hay muchos tan guapos como él, que se dan menos importancia. —¿A quienes te refieres? No creo que hayas tenido ocasión de tratar a ningún muchacho desde que llegamos... —Es precisamente lo que lamento: haber venido aquí a hacer vida de monja... —¡Vamos, vamos...¡Apenas el luto no sea tan reciente, invitaré a algunos amigos. Haremos paseos campestres, en fin, buscaré la forma de animar un poco todo esto. También yo lucho y padezco, hija mía, pero sé que lo que mucho vale, mucho cuesta.

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Oye, papá, ¿y con los vecinos, los Moraima, estamos peleados definitivamente? —Claro está. ¿A qué viene esa pregunta? ¡Demasiado lo sabes! Además, los Moraima no son de nuestra clase. Me harás el favor de no volverme a hablar de ellos... —¿Lo que guardaste en ese escondite es algo referente a la finca de los Moraima? —Te dije que no los nombraras para nada. Tu pregunta, además, es absolutamente absurda... Lo único que conservo de esa gente es el permiso para cruzar por "La Palmira" cuando sea preciso llegar hasta la Capilla del Cristo de las Espinas... —A eso precisamente quería referirme, papá... Puesto que tienes un permiso escrito, tenemos derecho... y yo no he visto la tal Capilla. —Irás con tu tía el día de la fiesta. Sería absurdo que te expusieras a que uno de esos tipos te saludase o te dirigiera la palabra. —Pues el modelo de virtudes, que según tú es Cristina, habla con ellos... —Puede que alguna vez lo haya hecho... pero no volverá a repetirse. Puedes estar segura de eso. ¡Ya me encargaré yo de impedirlo!

Cristina ha salido, temblando, a la pequeña terraza, secos los ojos que lloraran tanto, ansiosa la mirada que rebusca entre las enredaderas, hasta que muy cerca de ella suena la voz que la hace estremecer: —¡Cristina! —¡Ernesto...! ¡Era verdad…! ¿Quieres hablarme otra vez, explicarme, decirme...? —Crucé por aquí y me acerqué un momento. Casi sería mejor que no volviéramos a hablar del asunto nuestro, Cristina, estando como estoy en la imposibilidad de cumplir mi palabra inmediatamente, por la oposición y la enfermedad de mi madre. —Ernesto... Yo he aguardado seis años... —Ya lo sé, pero ahora sería inútil aguardar. —¿Te has acercado para decirme que no me quieres? ¿Para quitarme la última esperanza? —Papá quiso que fuéramos como hermanos, Cristina. —¡No es cierto! Tú sabes que no es cierto. Mi padrino quería que me hicieras tu esposa. Si él viviera... —¡Si él hubiera vivido cuando llegué, me hubiera detenido a tiempo! —¿Detenido a tiempo? ¿De qué? ¡Habla, Ernesto! Pero, por Dios, háblame claro... ¡Yo no sé qué misterio, qué reticencia envuelven tus palabras, que a la vez me desconciertan y me desesperan! —Cristina... es preciso que olvidemos nuestro amor... Sus dedos se han engarfiado sobre la baranda de piedra. Es el momento de las resoluciones supremas y su alma desesperada parece pedirle a la providencia las fuerzas que necesita para seguir hablando... la energía con que duramente contiene su inquieto corazón, aun desbordado de pasión y ternura hacia ella... —Cristina, tengo el espantoso presentimiento de que vas a alejarte de nosotros... —Si así fuera deberías alegrarte... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡No, Cristina! No lo consentiré y, además, serías una ingrata con quien tanto te quiso: con él... con mi desdichado padre, cuya memoria veneras, cuya memoria debes venerar siempre. Él no hubiera consentido jamás que salieras de nuestra casa más que... —Más que del brazo de un esposo, ¡de mi esposo! ¿Es eso lo que tratas de decirme? Ya un día lo escuché de labios de tu madre. No me faltaba más que escucharlo de los tuyos también. ¿Pretendes que me case con otro...? —¡No, no, eso no! Pero... —Sí, es lo que estás diciendo. No saldré de esta casa hasta el día que alguien decida casarse conmigo sin importarle mi pobreza, hasta el momento que haya entregado mi vida a otro hombre... ¡el que sea, cualquiera, con tal de que me lleve legalmente! Es eso lo que tratas de decir... es eso lo que necesitabas decirme tú mismo, sin duda para agotar en mi hasta la última fibra de esperanza... ¿Es eso lo que querías decirme para que yo te aborreciera? —¡Cristina! —¡Pues ya está dicho, ya está escuchado y entendido! Ya has complacido a tu madre hasta el final. No basta rechazarme... no basta herirme, ¡es necesario matar también mis sentimientos...! Con esfuerzo desesperado, responde Ernesto: —¡Sí, Cristina... es necesario! —¡Pues ya está hecho... ya está hecho! Has matado mi amor. —¡No digas que me odias! —No, Ernesto, no te odio... Es algo más doloroso, algo más amargo... No te odio, Ernesto... ¡te desprecio! —¡Cristina! —¡Te desprecio, Ernesto...! Le ha vuelto la espalda. Ha entrado en su alcoba, pero ahora no llora, no suplica, no reza... Da unos pasos tambaleándose como si le faltara el suelo bajo los pies y al fin cae de rodillas en el reclinatorio, frente a la imagen del Santo Cristo de las Espinas, mientras dolorosamente vuelven a su memoria los versos de Ernesto, mientras los oye en su recuerdo, golpeándole el alma... "Vuelvo a ti, milagrosa mujer que eres mi vida, como resucitando de un largo vegetar; vuelvo como el torrente que rompe desde arriba, saltando sobre todo, para llegar al mar..."

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CAPÍTULO 14 EL CONSEJO DEL PADRE —Ernesto... —Eh... ¿qué? —Dispénsame si te he asustado. —No, Silvia, me sorprendiste solamente... Pensaba en otra cosa y... —Y llego, como siempre, a sacarte del mundo de tus ilusiones para traerte a la abominable realidad de mi presencia... —¿Por qué dices eso? —Supongo que, para un poeta como tú, la realidad será aborrecible casi siempre... Y como desde hace algún tiempo parece que mi presencia te fastidiase... —No, Silvia, es que tú no puedes comprender... —Es la cantinela de todo el mundo... Todos suponen que yo no soy capaz de comprender, y comprendo demasiado, Ernesto. Tendría que estar ciega para no verlo... Tú sufres... Sufres por ella... Quieres hacerla tu esposa cueste lo que cueste... y ya lo lograrás... —Cristina nunca será mi esposa, Silvia... nunca! ¡Te ruego que no me hables más del asunto! —¿Te ha rechazado? —No. —¿Entonces...? —Te supliqué antes que dejáramos el tema... —Por mí, dejado, primo; sobre todo si me lo dices en ese tono tan dramático. ¿No es posible que cambies un momento de cara? —Dispénsame, pero no estoy de humor... —¿Quieres que juguemos con las cartas boca arriba, primo? —Lo era. Ahora, si me dejas opinar, te diré que tu mayor defecto es tu reserva... tu retraimiento... ese aire de misterio en que te envuelves, ese resentimiento que pareces sentir hacia todos los de la casa, como si todos te hubiéramos hecho alguna ofensa... —Mi resentimiento es contra la vida, contra el destino, ¡contra la amargura de mi triste suerte! —¿Tan mala es...? —Ni puedo ni quiero negarlo. ¡Me considero el hombre más desdichado de la tierra! —Es bien triste oír expresarse así a alguien a quien se ha procurado hacer la vida grata... —Mi vida no será nunca grata. Soy un hombre amargado, hosco, huraño... —Has cambiado mucho, Ernesto. —He cambiado cuanto un hombre puede cambiar... Por eso me alejo de ti y de todos... No te faltarán compañeros simpáticos, alegres, dignos de ti... —¿Y si fueras tú quien únicamente me interesaras? —¡Sería sólo un capricho!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¿No me consideras capaz de un sentimiento serio? —No te ofendas; es mejor para ti ser como eres... —Tus palabras son bien duras para mí, Ernesto. —Pues no quiero que lo sean, Silvia... Quiero solamente apartarme de todo y de todos... —Vengo de parte de tía Manuela, justamente para lo contrario... Ella quiere que le acompañes esta tardé, en su cuarto, a tomar el té. Está mejor y trata de celebrarlo de esa manera... —Di que no me encontraste... —No me creería. Desde aquella ventana te vimos, y ahora me dejo cortar la cabeza si papá no nos está observando a través de los visillos. Está muy preocupado por ti... Y tía Manuela está sufriendo mucho al verte como te ve... Vamos, Ernesto, ven conmigo... —¡Por favor, déjame! —A Cristina la invitaron también. Papá quiere que vuelvan las cosas a su forma natural. Ha invitado a Cristina a que se quede con nosotros indefinidamente. ¿Sabes que el tío Antonio le encargó que la protegiera? —No será necesario, Silvia. Cristina seguirá en mi casa con todas las consideraciones y con todos los derechos. Es algo que mi madre no podrá negarle. —Y que no le niega... al contrario... Ella desea hacer las paces con Cristina... Se ve que quiere complacerte en todo... —¿Complacerme...? —Sí. La tía te quiere mucho. Te adora, Ernesto. Eres su único cariño en el mundo. Ha vivido casi pobremente años enteros para que tú tengas ahora más dinero que derrochar... No habla sino de ti, no piensa sino en ti... Claro que si tú la consideras culpable de tus contrariedades... —¡No! No es culpable... De lo que me pasa no es culpable ella... Nadie es culpable... Al menos nadie a quien yo pueda pedirle cuentas... —Cálmate entonces y complácenos a todos. ¡Ven! Con su gesto mimoso de chicuela Feliz se ha colgado del brazo de Ernesto que la mira un instante, agradecido, conmovido casi, por la fraternal solicitud que le demuestra... Sobre su alma en derrota, es como un bálsamo la presencia de aquella muchacha dulce y alegre, como un descanso al que se entrega agotadas momentáneamente sus potencias y su capacidad de dolor... Triste y resignado, accede: —¡Vamos donde tú quieras, Silvia...!

—¿Quieres hacer mis veces sirviendo tú el té, Silvia? —Sí, tía, con mucho gusto. —Espera un momento a que Cristina llegue. Ya no debe tardar. Mandé a avisarle con doña Carmen que la esperábamos aquí para tomar el té. Fermín Requena ha sonreído con su amplio gesto de perfecto hombre de mundo, poniendo la fresca nota de su serenidad sobre el ambiente tenso de aquella forzada reunión. La mesilla está dispuesta para el té justamente en el centro de la alcoba, y en el auxiliar con ruedas, el lujoso servicio de plata... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Desde el lecho donde instalada entre almohadones María Manuela preside la estancia, parece irradiar, sin embargo, un malestar creciente... Toda la atención de la enferma está fija en Ernesto, que mudo y pálido permanece de pie muy cerca de la puerta... Su pensamiento parece estar muy lejos... Sus ojos van nerviosamente hacia el pasillo, con el temor y el anhelo al mismo tiempo de ver aparecer a Cristina... Pero la puerta del lado opuesto se abre casi bruscamente dando paso a doña Carmen, levemente alterada. Directamente va a Requena... —Don Fermín... —¿Qué ocurre? —¿Qué ha pasado? —Cristina se encuentra mal, muy mal me parece... —¿Cómo? —La encontré en el suelo de su alcoba, sin sentido, con mucha fiebre... y hablando como si delirara... —¿Qué dice usted? —La hemos llevado a la cama, entre la muchacha y yo. No quería alarmarles a ustedes, pero me parece que su estado es grave. Ernesto no ha escuchado más... los pies solos parecen impulsarlo y la voz de nadie acierta a detenerle cuando, más que correr, vuela hasta donde ella está...

—¡Cristina...! —¡Cristina...! ¡Cristina...! Ernesto y Fermín han llegado casi al mismo tiempo hasta el lujoso lecho destinado a Cristina... Sobre la colcha de raso, el frágil cuerpo se estremece en las convulsiones de una altísima fiebre. Las mejillas están arreboladas, destrenzados sobre la almohada los cabellos, crispadas las manos blancas, y los grandes ojos color de cielo se abren a rápidos intervalos, vagos y perdidos en el mundo de su delirio... ojos agrandados de espanto, de angustia, que resbalan sobre los rostros inclinados hacia ella, mirándoles sin ver, para volver luego a cerrarse... Don Fermín, balbucea: —Tiene una fiebre altísima... —Y nerviosamente, ordena—: Que vaya en seguida un criado, en el mejor caballo, hasta la finca del Dr. Olmedo. ¡Higinio! Mande usted a Higinio, doña Carmen... Que le diga al Dr. Olmedo que es un caso urgente, muy urgente... Ernesto se inclina, desesperado, sobre el rostro pálido... —¡Cristina! ¡Mi Cristina! ¿No me oyes? ¿No me entiendes? ¿No sabes quién soy? ¡Cristina! ¡Mírame!... ¡Háblame…! Pero fue sólo una voz en delirio la que respondió al triste enamorado: —¡Lejos... lejos!... Quiero irme muy lejos... llévame de aquí... llévame de aquí... llévame antes de que me muera... ¡Llévame!...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Dr. Olmedo... le estaba aguardando. No me atreví a entrar en la alcoba... —Ha dicho, trémulo, don Fermín, saliendo al encuentro del médico, que le responde pausadamente: —Hizo bien... Acabo de rogarles a los demás que salgan... con excepción de la persona que se constituya en su enfermera, no debe haber nadie más en el cuarto. ¡La enferma necesita un reposo absoluto y un absoluto silencio! —¿La halla usted grave? —Sí, señor Requena... Así como con mi señora doña María Manuela le dije que no había ningún cuidado, en este caso, por el contrario, debo advertirle que se trata de algo muy severo... —Fiebre cerebral, ¿verdad? —Probablemente... Esta muchacha es la hija adoptiva de los Aguilar, ¿verdad? —Sí, doctor... pero... —Les hallo a todos muy afectados, excesivamente afectados. Tal vez sea una pregunta indiscreta la que tengo que formularle, pero al médico hay que perdonarle algunas veces que trate de forzar la intimidad de la familia... —Diga, doctor... ¿qué quiere saber? —La enferma ha sufrido un grave disgusto, ¿verdad? —¿Cree usted que sea la causa de eso...? —¡Sin duda! Bien se ve que se trata de una criatura sensible y nerviosa. Esto suele ocurrir cuando un disgusto muy profundo sacude a un organismo debilitado, bien por una enfermedad, bien por una serie de penas soportadas en silencio... Tiene los nervios destrozados... y como su corazón no parece muy fuerte... —Ella ha sufrido un desengaño amoroso últimamente... No hubiera querido tener que decirlo, pero... —Mi diagnóstico, entonces, es correcto... ¡Está grave...! —¿Y podrá usted salvarla, doctor? Cuídela... Atiéndala... Haga cuanto humanamente se pueda...

—¿Ya sabes que el doctor Olmedo está instalado en "Las Azucenas"? —Sí, lo sé todo... Vengo de por allá. La enferma es Cristina. Enfermó tras un disgusto muy grande con la vieja Aguilar y con el propio Ernesto. Todo me lo dijeron... Creo que Ernesto Aguilar rompió su compromiso con ella... y ella... ¡pobrecita…! —La vieja Aguilar no la hallaría bastante buena para su hijo... ¡Malditos orgullosos son todos esos Aguilares y Requenas…! Eduardo Moraima ha apurado de un sorbo la jícara de café, arrojándola luego, vacía, sobre la tosca mesa, y sale al amplio corredor de "La Palmira", abierto sobre los campos verdes... La en otro tiempo lujosa morada de los Aguilar ha tomado ahora el aspecto de una rústica casa de labor... Los finos muebles, sustituidos por gruesos taburetes; cuelgan monturas y riendas de las alcayatas destinadas antaño a sostener cuadros y tapices... Sobre el piso, que no ha vuelto a encerarse, han dejado su profunda huella las grandes espuelas de sus actuales moradores, y en el jardín selvático crecen libremente arbustos espinosos y malas yerbas... Desde la puerta, el mayor de los Moraima habla a su hermano: Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Lo único que tú tendrías que hacer es no volver nunca por el camino de “Las Azucenas"... —¡Oh, déjame…! —Te estoy dando un buen consejo. ¡Mala peste se los lleve! Cada día los odio más... —Los estás odiando más cada día, ¿verdad? Pero, a pesar de todo, tú también rondas la casa de "Las Azucenas"... —¡Tengo mi cuenta y razón para hacerlo! —La misma que yo, probablemente... —No, Juan, somos muy diferentes. Tú eres un soñador. Tú sufres por quien no te corresponde y nunca habrá de corresponderte... Yo... tal vez ande buscando el desquite... —El desquite, ¿de qué? —¡Son cosas mías, hermano! Además, están muy verdes las cosas. Se pasman de hablar de ellas. Deja que maduren un poco... —¿Qué te traes entre manos, Eduardo? —¡Nadal No me gusta hablar de más... Ya lo sabrás todo cuando llegue el tiempo... Entre manos... dijiste bien. ¡Cómo me gustaría tener entre estas manos el corazón de esa muñeca presuntuosa... cómo me gustaría apretarlo hasta hacerla llorar y sangrar de rabia y de celos...! —¡Eduardo!; ¿qué te has propuesto? —Ya lo sabrás cuando cuaje, si cuaja... Con tu Cristina no va nada. No me gustan los ángeles. Prefiero las mujeres, aunque haya que domarlas como a yeguas... —¡Eduardo! —No te asustes... sé muy bien lo que hago. Tengo los pies en la tierra, los pies y la cabeza también. No vivo como tú, en las nubes... —Por desgracia no estoy en las nubes... Estoy en la tierra. En este mundo sucio y mezquino, donde tanto se sufre inútilmente, y daría la sangre de mis venas porque Cristina me amara... aunque ya ves... Por otro, enferma... por otro, muere...

Han pasado los días... Días de angustia infinita para Ernesto. Días interminables en que la bondadosa doña Carmen y el inteligente médico apenas se han separado del lecho de Cristina, mientras Ernesto los ronda en silencio, pendientes el corazón y los sentidos de cada palabra, de cada gesto, de cada esperanza y desesperanza... Ahora, junto al médico, está Fermín Requena. Le escucha, con semblante preocupado... —Está debilitada... sin fuerzas. Ha debido sufrir una larga temporada de ansiedad... Luego, un golpe moral tremendo, y lo que menos nos ayuda es su estado de ánimo... ¡Ella no quiere vivir!... Los ojos del médico se han clavado en los de Fermín Requena, que rehúye aquella mirada... Parece haber envejecido en los pocos días de la enfermedad de Cristina... El rostro está pálido, adelgazado... Se han hecho más amplios los blancos mechones de sus sienes. Él también sostiene consigo mismo una lucha intensa, mientras escucha la opinión del médico... —Si al menos pudiera dársele una ilusión de felicidad, todo estaría resuelto... Y ahora perdóneme, Requena, debo volver al lado de la enferma. Voy a administrarle la última toma de esa medicina y a esperar junto a ella la voluntad de Dios, que está por encima de mi ciencia.

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS

Fermín Requena ha ido con paso vacilante hasta la biblioteca. Ha hecho girar el pequeño resorte de su escondite... ha extraído de él un sobre, lacrado y sellado con el anillo de Antonio Aguilar, y ha leído una vez más aquellas palabras que han llegado a ser como una obsesión, como una pesadilla para él... —"Para mi hijo Ernesto, después de mi muerte"... La salvaría, sí... la salvaría, pero la salvaría para él… para él... Se ha dejado caer en un ancho butacón de cuero, como si repentinamente le faltasen las fuerzas, y hunde los dedos crispados entre los bien cuidados cabellos, para tornar a mirar aquel sobre... Allí está la verdad, la palabra que puede llegar desde más allá de la tumba salvando la vida de Cristina, dando la felicidad a Ernesto, pero destruyendo sus planes, obligándole a renunciar a sus sueños... No puede, sin embargo, dejarla morir. Con gesto decidido se ha levantado, cuando Silvia aparece en la puerta de la biblioteca... —¡Papá... papá...! El doctor Olmedo me pidió que te llamara... —¿Eh? ¿Qué pasa? —Parece que ha habido una reacción favorable... —¡Gracias a Dios...! Ha respirado. Es tanta su emoción que le tiemblan las manos. Curiosa, le interroga Silvia: —¿Ibas a darle esa carta a Ernesto? —¡Eh!... ¿qué?, ¿quién te dijo...? —El sobre es para él... y parece la letra de tío Antonio. ¿Cuándo escribió eso? Iracundo, responde Fermín: —¿Quieres no preguntar más tonterías? —Perdóname, papá. No pensé que una simple carta tuviera tanto misterio... —No hay ningún misterio, pero detesto las gentes que se entrometen en las cosas que no les interesan. —Está bien, no te pongas así, no creo que valga la pena... —Dile al doctor Olmedo que iré inmediatamente. —Está bien, papá... Al quedar solo, otra vez contempla aquella carta que tanto pesa sobre su conciencia... Por un instante el anhelo de destruirla lo domina, pero algo inexplicable parece detenerlo y la hunde en lo más profundo de su bolsillo, mientras se dirige hacia la puerta...

Frente a la puerta del cuarto de Cristina, apenas entornada, Ernesto ha salido al paso de Fermín Requena. Hay en sus ojos oscuros un reflejo hostil para su tío, y aparece adelgazado el viril semblante. por la extrema palidez de sus mejillas. Don Fermín habla con profundo disgusto: —No sabía que estuvieras aquí. Entendí que sus órdenes de alejarnos, nos incluían a todos, doctor Olmedo... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Así es; pero el señor Aguilar se ha pasado la noche en el pasillo esperando el resultado del nuevo tratamiento... Se ve que también tiene para ella mucho afecto... —La considero como a mi hermana, doctor Olmedo. Quiero estar a su lado... ¿Puedo verla? ¿Hablarle ahora un momento. ..? —Perdóname que me oponga, sobrino... ¡Estás muy exaltado! ¿Quieres venir un momento conmigo? Yo también renunciaré a verla de momento si quieres escucharme... Es en interés de todos, Ernesto. El médico intercede: —Ninguna emoción para la enferma, de momento... Y Ernesto sigue a Fermín Requena...

—¿No quieres un poco de jerez? —No quiero nada. ¡Hable usted! Diga lo que sea. O mejor aún, no diga nada... Estoy adivinando sus palabras por sus gestos, y crea que unos y otros se equivocan totalmente... —Mi querido sobrino, me gustaría verte más sereno… —¿Qué importa cómo pueda yo estar? —Importa mucho. Por tu madre en primer lugar... por Cristina después, y también por Silvia... —¡Silvia...! —Ya sé que no la quieres. No has tenido la delicadeza de disimularlo ni aun delante de ella, a pesar de mis ruegos... —¡No sé fingir! —A veces es preciso hacerlo. Estoy hablándote por tu bien, aunque no lo creas... Ya sé que, por desgracia, no te inspiro confianza. —Siento no poder contradecirle. No me la inspira usted. Su amor por Cristina... —¿Qué vas a decir...? —No creo que se atreva a negármelo. ¡Su amor por Cristina lo han notado hasta los sirvientes! —¡Pues bien, sí, la quiero...! Por consideración a ti iba a negarlo; pero ya que tomas ese tono, es más fácil para mí decir lo que siento: La quiero y creo tener todos los derechos a quererla. Soy un hombre libre, honorable... Mi único deseo es hacer de ella mi esposa... —¿Y espera usted que Cristina consienta en esa boda ridícula? —Ridícula... ¿porqué? —¡Puede usted ser su padre! —Pero no lo soy. No hay ningún parentesco que me una a ella. Ni la sociedad, ni las costumbres, ni la naturaleza, me impiden ofrecerle un puesto honorable en la vida; y si no estuvieras loco de rabia y celos, que en ti son criminales... —¡Tío Fermín...! —Si no estuvieras ciego de rabia y de celos, repito, comprenderías que casarse con un hombre honrado es lo mejor para ella... —¡Pero no con un hombre a quien no quiere! Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Podría quererme si supieras cumplir con el deber que las circunstancias te han impuesto; si fueras mi aliado en vez de mi enemigo. —¡Cristina no puede amarle a usted! —No exijo de ella una gran pasión... Me conformo con que me tolere, con que se deje querer, con que me permita ser para ella lo que jamás ha tenido en la vida: el apoyo verdadero, el amigo leal, el hombre capaz de sacrificarlo todo por ella... Pero si dejas que grite tu egoísmo... si no haces verdaderamente lo que tienes que hacer para que ella te arroje de su corazón... —¡Cristina me desprecia ya! —Si tú te casaras con otra... —No me sería posible. ¡Me parecería una nueva infamia! ¡Mentir a otra un amor que no siento...! —¿Y si esa otra tampoco te exigiera una gran pasión? Si fuera una criatura comprensiva, moderna, lejos de los achaques del romanticismo? —¿Qué está usted tratando de decirme? —¡Silvia te quiere! Le bastará con un poco de cariño, de afecto por tu parte... —¡La haría terriblemente desdichada! —No lo creo. Te conozco y la conozco, y cuando como padre te la entrego, será porque estoy bien seguro de tu conducta y de tu consideración hacia ella... —¡No...! ¡No! ¡Imposible…! —Como quieras. Yo me limito a señalarte el único camino razonable... Me atrevería a afirmar que el camino de tu verdadero deber. —¡Pero...! —No me contestes ahora. Comprendo que es muy difícil decidir una cosa así en Un momento; pero piensa en cada una de mis palabras; baja hasta el fondo de tu corazón, y de tu conciencia... Y ya verás lo que ellos te responden. La única forma de que Cristina te olvide, de que pueda ser feliz y comenzar su vida de nuevo, es que tú te cases con otra... Piénsalo, piénsalo, y cuenta conmigo para realizar ese empeño. Es lo único razonable... Piénsalo...

—¿Qué pasa, Indio? ¿Por qué llegas de esa manera? —Perdóneme, patrón, si lo asusté... pero traigo una noticia que a lo mejor le parece buena… —¿A mí? —La niña del viejo Requena va sola para la Capilla del Santo Cristo... Eduardo Moraima se ha puesto en pie de un salto, mucho más interesado de lo que fuera natural, y cruza rápidamente la galería para acercarse más al peón que llega. Es éste un mocetón de color de bronce y lacios cabellos negrísimos que lleva muy largos... en el rostro moreno, la amplia sonrisa pone la mancha blanca de los dientes, y brillan los ojos de dibujo asiático, chispeantes de malicia en ese momento, mientras repite con deleite la frase: —La niña del viejo Requena va sola para la Capilla del Santo Cristo. ¡Sola por tierras de "La Palmira"!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Acércame el retinto. Voy a salirle al paso. A ver si esta vez soy yo el que le recuerda que somos de otra casta...

—Buenas tardes... —Serán buenas si me deja usted pasar... —Tiene libre todo el campo... —No pretenderá que me meta entre los matorrales... —Cuando se pasa de prestado por tierras que no son nuestras, no se puede exigir demasiado... —No se pasa de prestado cuando se tiene un permiso escrito. —El permiso no dice que haya que dejarle libre el camino, sino el paso... y libre lo tiene... —¿Es usted "leguleyo" o criador de vacas? —De vacas y de toros... "Leguleyo", si no recuerdo mal, es su señor padre... ¿no? —¿A qué viene ese insulto? —Fue usted la que insultó... Yo no hice sino devolverle la misma palabra... y si es insulto, la dijo usted primero... usted es la que... —Usted es el que viene a atravesarse... y encima insulta a mi padre. ¡Es un grosero, un bruto, un… —Ahora no seré yo quien está insultando... —Soy yo, porque usted se lo merece. —¡Claro!... Un tipo de mi clase atreverse a dirigirle la palabra a una señorita de la primera sociedad... Si estuviéramos en los tiempos en que ustedes mandaban, seguramente era motivo para mandarme a ahorcar... —Un poco menos... pero le aseguro que me las pagaba... —Lo único malo es que ahora soy yo el que cobra... porque está usted en mis tierras, que es como decir: en mi casa... Eduardo Moraima ha saltado del caballo echando pie a tierra, y queda frente a ella... cerrándole el estrecho sendero... Es lo bastante alto para que la pequeña Silvia parezca una muñeca a su lado, y con el sombrero de anchas alas sobre la nuca y el grueso poncho de lana al brazo, su figura parece más arrogante. Poco a poco los labios burlones sonríen... y las manos anchas y callosas apresan bruscamente las de la muchacha que en vano quiere retroceder... —Soy yo el que cobra y le cambio la vida por un beso... —¿Qué dice? ¿Qué hace? ¡Suélteme... salvaje...! Voy a pedir soco... La frase se le ahogó en los labios... Fue un beso largo, ardiente, apasionado... Beso de fuego que hizo correr un escalofrío por la espalda de Silvia... y un extraño placer iluminar su dormida carne... Pero reaccionó con indignación repentina: —¡Insolente... cobarde... salvaje...! Le costará muy caro haber hecho esto. ¡Le costará muy caro! Se ha ido corriendo, mientras Eduardo ríe y le grita, como jugando:

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡Corre... corre a decírselo al "leguleyo" de tu padre!... Dile que me busque a cualquier hora en la casona de "La Palmira". ¡Los Moraima siempre damos la cara... y el revólver...! Otro jinete llega junto a él. Es su hermano Juan, que se acerca, preguntando: —Eduardo... ¿qué pasa?, ¿qué has hecho? —¿Querías pelea con los Requena y los Aguilar? Pues la tendremos... y muy pronto, según mis cálculos... ¡Uy... cómo corre!... —Aquella es Silvia Requena... ¿Qué has hecho? —Aprovechar el tiempo un poco más que tú, hermano... Tú todavía no has besado a Cristina Gamboa... —¿Te ha besado Silvia Requena...? —Algo menos... La he besado yo a ella un poco contra su voluntad, pero no sé por qué me parece que no le ha sabido tan mal... —No es muy caballeroso el gesto... estando sola y en nuestras tierras... Francamente, Eduardo... —Te dejo a ti toda la caballerosidad de la familia, hermano. Esa chiquilla ha creído que es muy fácil burlarse de nosotros, y ha sido muy saludable que yo le demostrara lo contrario... —¡Pues espera ahora la represalia! —Que venga lo que sea, no me importa, porque sin suspirar ni ponerme romántico te digo que la niña de Requena me gusta demasiado... ¡demasiado! Es pura miel de romero... —Mal camino empleas para acercarte a ella entonces... —No me importa que un camino sea el más malo, si es el más corto. Voy por él y llego antes... ¡ya verás cómo llego...!

—Doña Carmen... —¡Ah!, Ernesto, ¿es usted? —¿Cómo está Cristina? —Mucho mejor. Toda la noche ha descansado. Ahora, por orden del médico, se ha levantado un rato... y está en un sillón frente a la terraza, tomando aire... ¿Quiere verla? Hoy no tiene prohibidas las visitas... —Quisiera verla un momento... aunque temo que mi presencia le haga más mal que bien. —Ella sufre por usted, Ernesto... —Lo sé, doña Carmen, y saberlo es mi mayor martirio. Sufre por mí y no está en mi mano remediarlo... —No me atrevo a preguntar por qué, Ernesto... —Ni está en mis facultades decírselo. Debo callar. Callaré siempre; pero tengo el triste, el imperioso deber de hacer que Cristina me olvide... —Cristina es de las que no olvidan... —¿Y si yo le diera una prueba inequívoca de desamor, de abandono...?

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Sería horrible para ella... La herirla usted en lo más hondo, en lo más sagrado de su alma pura... —Sí, sí, pero a veces el cirujano hiere y corta apartando la carne sana de la enferma... mutilando el cuerpo para salvar la vida. ¡Tal vez sea preciso a veces mutilar el alma también! —Ernesto, sus palabras son horribles... me dan miedo... —También yo tiemblo; pero, cuando bajo al fondo del abismo en que mi alma se ha convertido, comprendo que es preciso, absolutamente preciso que yo cumpla con mi deber, por cruel, por espantoso que parezca. Voy a... —No, Ernesto, en ese estado de ánimo es mejor que no se acerque a ella. Déjela usted, apártese como ha venido haciéndolo estos últimos días... ¡Yo pensé que usted podía llevar a su alma alguna esperanza...! —¡No hay esperanza ya para nosotros!... Pero usted tiene razón, más vale que no la vea...

—Doña Carmen.... —Hija, aquí estoy. ¿Me llamabas? —Me pareció escuchar la voz de Ernesto... ¿Era él...? —Estuvo un momento interesándose por tu salud; pero ya se ha marchado... Ya sabes que es más cuidadoso que nadie en cumplir las órdenes del médico... y como el doctor dijo... —Diga usted más bien que no deseó acercarse... Ha apretado los pálidos labios, esforzándose por aparecer serena, mientras las manos de doña Carmen le acarician los cabellos con maternal ademán... —No hay que ser tan pesimista, hija mía. ¿Por qué no había de querer acercarse a ti quien tanto afecto te ha demostrado siempre?... El doctor ha ordenado reposo absoluto, y los que bien te quieren... —¡Ernesto no me quiere ya! —Creo lo contrario. No se sufre como él sufre cuando no se ama. —¿Sufre...? ¿Ha dicho usted que sufre? —Cálmate... No sé ni lo que me digo yo misma. Después de todo creo que soy una vieja tonta. Haz cuenta de que no se ha dicho nada y piensa sólo en tu salud que es en lo que hay que pensar... —¡Mi salud... mi vida!... ¿para qué han de servirme de ahora en adelante? —No hables así, que es casi blasfemar... Dios nos da el dolor, pero también da la fuerza para soportarlo, y en nosotros está encontrar la resignación... Pero silencio, es don Fermín quien llega ahora... —¡Oh...! —Sécate esas lágrimas. Con él debes ser prudente y reservada... Don Fermín se acerca, con gesto de impaciencia. —¿Se puede, doña Carmen? —Sí, señor. Adelante...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Hoy tengo la autorización del médico para charlar un rato con nuestra enfermita. Cristina, ¿cómo estás? —Ya me ve usted... —Ya te veo. Con una tristeza que hay que hacer desaparecer de esa linda cara. Es magnífico encontrarte ya levantada. He mandado cortar las flores más lindas del jardín, para con ellas adornar tu cuarto. Tal vez no recuerdas que hoy es tu cumpleaños... —¡Mi cumpleaños…! Ha cerrado los ojos, como agotada por la emoción y los recuerdos. A una seña imperiosa de Fermín, doña Carmen se aleja un poco, profundamente preocupada, y el dueño de la casa toma silenciosamente asiento junto a Cristina... —¿Puedes escucharme? ¡Soñé decirte tantas cosas este día…! —Gracias. Es usted muy amable. —No se trata de amabilidad, sino de sentimientos infinitamente más profundos. ¡Si pudieras quererme un poco...! —¡Don Fermín…! —Yo sé que no es fácil. Te has acostumbrado a mirarme como algo muy distinto... hasta esa forma ceremoniosa de tratarme perjudica a mis deseos... Si pusieras un poco de tu parte... ¿Por qué no me llamas simplemente Fermín? ¿No me respondes? ¿Lloras? Lloras por él, ¿verdad? Por Ernesto... ¿Sigues queriéndole? —¿Necesita usted oírmelo repetir? ¿Es preciso que lo diga otra vez? ¿Que enloquezca diciéndoselo...? —No quiero atormentar más tus destrozados nervios. Tu salud me importa más que nada y más que nadie, pese a la ingratitud de tus sentimientos. —¿Le parezco ingrata porque soy sincera? —Me pareces ingrata porque no sabes diferenciar entre las tontas palabras románticas de un jovenzuelo y el verdadero amor de un hombre que conoce la vida lo bastante para saber que te quiere con toda su alma, para siempre... —¿Trata usted de decirme que Ernesto nunca me ha querido? —Podría responderte que estoy seguro de ello, pero prefiero sellar mis labios a agrandar tu pena. Haz cuenta de que nada te he dicho, Cristina. Confío en que los hechos sean más elocuentes que yo... y que ese día recuerdes que te quiero y espero tu determinación... —¡Está tomada ya! Y le suplico que no insista. Yo... yo... —Está bien, no te esfuerces. No volverás a oír de mis labios una sola de las palabras que tanto te molestan. Sabré callar, guardando para mí mis sufrimientos... clavando en mi corazón las espinas... para ofrecerte solamente el perfume y la miel... Se ha puesto de pie y da unos pasos como trastornado, sin rumbo; luego sale bruscamente, mientras doña Carmen se acerca alarmada a Cristina. —¿Qué le dijiste, hijita? Te advertí que fueras con él reservada y prudente… —¡Qué más da todo...! —Tienes las manos heladas... Es absurdo que no se den cuenta de que todavía no estás bien... ¿Quieres volver a la cama? ¿Descansar...?

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —No... no, déjeme aquí... ¡déjeme!

—¿Me mandaste llamar, mamá? —Sí; es triste que sólo mandándote llamar pueda verte, hijo. María Manuela Requena de Aguilar está sentada en el ancho butacón próximo a una de las ventanas de su alcoba, con un cojín en la espalda y una manta sobre las piernas... Y no es necesario que su malicia finja los gestos y los ademanes de enferma... En pocos días ha envejecido, ha adelgazado, sus ojos parecen más grandes a la sombra de las ojeras violáceas... es un alma enferma de maldad, que sufre, sin embargo, bajo el cruel torcedor de la conciencia. —Es un gran dolor para mí la actitud que has asumido, Ernesto. Diariamente hablo de eso con tu tío Fermín, única persona que por saber nuestro secreto me compadece y me comprende... —No sé qué quieren ustedes de mí, mamá... —¡Que vivas, hijo... que vivas normalmente! Comprendo tu desazón los primeros días... Comprendo tu preocupación mientras Cristina estuvo realmente enferma... Ahora ella está fuera de peligro, y tú sigues igual... como una sombra, corno un fantasma, como... —¡Como un cuerpo sin alma! Dilo... Dilo, que no dirás más que lo cierto. Como un cuerpo sin alma... ¡Así vivo, así me arrastro! —¡Calla! Me parte el alma oírte hablar de esa manera. ¿Es posible que tan poco te importemos los demás? Tu tío que se desvive por hacerte dichoso... tu prima Silvia que, a pesar de tu indiferencia y de tus desaires, sigue queriéndote... yo, para quien lo eres todo, hijo mío... —Lo siento, madre, pero no soy capaz de hacer nada... —¡Hay algo que puedes hacer... que debes hacer! Fermín y yo hemos hablado de ello largamente... —Mi boda, ¿verdad? Mi boda con Silvia... —Te suplico que no te alteres... es lo mejor para todos... Ernesto protesta, exasperado: —¡Sólo estoy buscando lo mejor para ella... para Cristina! Y es la voz de Don Fermín la que le responde, acercándose: —¡Lo mejor para ella es eso también! —Tío Fermín... ¿estabas ahí? ¿Me escuchabas...? ¡Como siempre! —Perdóname, no te escuchaba... te oí sin querer, estaba en el cuarto de al lado... meditando y sufriendo junto a tu madre y junto a ti. No soy un extraño... no soy un indiferente. Todo esto me interesa tanto como a ustedes... La ironía desborda, amarga, de los labios de Ernesto: —Por Cristina, ¿verdad? —Sí, por Cristina también... Mi amor y mi predilección por ella no cambian en nada las cosas. Tú mismo tienes que reconocer que te he dado el mejor consejo. Silvia es un ángel... —Pero, ¿acaso cuentan ustedes con los sentimientos de Silvia? —Respecto a ese punto puedes estar tranquilo. Mi hija hará lo que yo le ordene y lo hará alegremente... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —No más órdenes sobre los corazones, tío Fermín. Déjeme hablar con ella... y de lo que hablemos saldrá mi decisión... Don Fermín reprime con esfuerzo un suspiro de alivio... —No me opongo a ello, es muy justo... —¡Llámala, Fermín... llámala! —dice, nerviosa, María Manuela. Pero Ernesto decide, rotundo: —¡No! Buscaré yo mismo la ocasión y el momento. Hasta entonces, les ruego que me dejen en paz...

Los días han pasado... Desde el ancho portal que rodea la lujosa residencia campestre, Silvia Requena atisba los campos silenciosos... Ni un caballo se destaca sobre la gran llanura verde que forman allá lejos los potreros de "La Palmira", pero hay algo en el cálido ambiente que despierta en ella el recuerdo de Eduardo, la necesidad de verlo. Piensa en sus ojos imperiosos y altaneros, en sus anchas y callosas manos... en sus besos dulces y ásperos como frutos silvestres... Los campos de frutales y los arbustos recortados como en un jardín europeo, bien pueden prestarle escondite al atrevido mozo, al que añora y espera... Por un impulso casi inconsciente va hacia ellos, cuando es sorprendida por la voz familiar de Ernesto, que suena de repente muy cerca, nombrándola: —¡Silvia...! —¡Jesús, Ernesto! ¡Qué susto me has dado! No pensé que estuvieras por este lado del jardín... —Tampoco pensé yo que salieras de casa al mediodía... —Me aburro a cualquier hora, primo... por eso salgo sin rumbo, a ver si surge alguien con quien charlar un rato y espantar la tristeza... —¿Tristeza tú?... —No supondrás que ni siento ni padezco... —No; claro que no... Vives, luego sufres... Sufrir es el único patrimonio que a ningún ser humano se le niega... —Y a ti más que a nadie, por lo visto. Traes una cara de entierro... —¿Te molesta mucho mi cara seria? —Te confesaré que al principio me molestaba horrores. Ahora ya me voy acostumbrando. No tienes otra desde que regresaste a tu tierra... —Que es la tuya también. —Pero yo le tengo menos apego. Yo soy internacional, ¿sabes? cosmopolita... El país que más quiero es aquel en el que más me divierto. —Por lo visto, el divertirse es la única norma de tu vida... —¿Qué voy a hacer? ¡No querrás que tome por lo trágico el que tú no me quieras...! —¡Silvia! —No te tomes el trabajo de negarlo... ¿Para qué? No solamente no me quieres, sino que no te intereso, no te gusto, no me puedes aguantar... salta a la vista...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¿De dónde sacas eso? Tengo por ti un verdadero afecto... —En otro tiempo llegué a creerlo. No aspiraba a inspirarte un gran amor, pero en fin... Me acostumbré a la idea de que serías mi esposo, y si vieras qué sensación más grata me producía pensar en ello... Me llenaba la vida, esta vida que ahora distraigo con tonterías... que a ti, seguramente, te parecerán pueriles, ridículas, indignas de los años que tengo... —No, Silvia, no me he detenido a juzgarte. Y te estimo mucho más de lo que tú supones... —¿Me estimas? ¡Es toda una novedad! —No lo creas. Es una verdad olvidada en el torbellino en que he vivido desde que regresé a mi país... ¡desde que cayeron juntos sobre mi corazón el amor y la muerte! —No quisiera que habláramos de cosas tristes... —No, Silvia; pero vamos a hablar, sinceramente, de algo que nos interesa mucho, de algo que te ruego escuches, no con tu loca cabecita de mariposa, sino con tu corazón de mujer, ese corazón que yo sé que tienes... —Menos mal. Creo que me va a gustar entonces oírte, Ernesto. .. Silvia Requena ha saturado de coquetería la suave sonrisa que dedica a Ernesto... Aun estando en espera de Eduardo Moraima no deja de sentir el indiscutible atractivo de su primo... Su corrección, su cortesía, su delicadeza, su grave gesto que hace más interesante su rostro varonilmente hermoso, y aquella mirada profunda de sus ojos castaños en la que parece arder, contenido, todo el fuego del amor que juzga imposible, toda el ansia desesperada de su alma llena de pasión... —Vamos a hablar sinceramente de algo que nos interesa mucho, Silvia... Quisiera hablarte de nuestro porvenir, de nuestro matrimonio... —¿Cómo? ¿Qué? ¿Casarte tú conmigo? —Tal vez... Si me aceptas como soy, es mi único deseo. Si no me pides un amor del que no soy capaz... —¡Ernesto...! —Ya sé que es un absurdo modo de hablarte, pero jamás supe fingir, y ahora el disimulo sería algo superior totalmente a mis fuerzas... —Es una declaración de... "desamor" la que me estás haciendo. .. Realmente eres original en todo, primo... —Quiero que entiendas que no quise ofenderte... —Entonces debes admitir que me has ofendido sin querer. ¿Por qué tenías que hablarme de esa manera?... —Porque quiero ser leal contigo... Porque en mi vida, tan llena de sombras, no quiero la sombra más de un remordimiento. Quiero que me conozcas, que me mires por dentro... Que sepas lo poco que puede ofrecerte el hombre que está dispuesto, sin embargo, a pedirle hoy mismo tu mano a tu padre... —Hablas como un loco... ¿A qué viene todo esto? —¿No lo adivinas, Silvia? ¿No lo comprendes? —Sé que has roto con Cristina; pero cualquiera se fía de rompimientos y de pleitos de enamorados... Seguramente vas a proponerme que llevemos relaciones para darle celos...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —No soy capaz de eso. Cristina es un imposible para mi... ¡un imposible! ¿Entiendes? —Entonces, ¿es cierto lo que papá me ha dicho? El disgusto de ustedes es para siempre... —No hubo ningún disgusto. Simplemente quiero que se sienta totalmente libre... —Y para que ella se sienta totalmente libre, se te ha ocurrido casarte conmigo... ¿Sabes que no eres de este siglo, primo? Tu conducta para con Cristina es digna de un caballero de la tabla redonda. Conmigo desluces bastante, pero ¡qué le vamos a hacer...! —Entiéndeme, Silvia. —Te he entendido perfectamente... Me estás proponiendo un matrimonio de conveniencia, pero sin tomarte la molestia de dorarme la píldora. Al pan, pan, y al vino, vino. Quieres resolver, de antemano, todas las molestias... —Te juro que no es eso, Silvia... Pero no quiero que vayas engañada. Sé que debo parecerte desleal, cobarde y abyecto. —Creo que exageras un poco... —Y antes de hablarte, bien dije a nuestros padres que era un imposible... —Un imposible... ¿qué? —El que tú accedieras a ser mi esposa... El que admitieras un matrimonio en las únicas condiciones en que puedo yo hablarte de él... —Vuelves a exagerar, querido... Es terrible seguir la imaginación de un poeta... —¿Te estás burlando de mí? —Ernesto querido, por favor... cálmate. Ven acá y no te desesperes. Siéntate a mi lado. Hablemos como dos personas civilizadas, conscientes... como hablábamos en Europa tantas veces. ¿Te acuerdas de tus disertaciones, en Italia, sobre la filosofía griega... sobre el arte romano? —¡Qué lejos está todo eso! Tan lejos como un sueño... —¡Ay, Ernesto, quién volviera a vivir aquellas horas deliciosas! ¿Te acuerdas cómo bailábamos valses en Viena? ¿Y aquélla madrugada en que me empeñé en ver amanecer sobre el Danubio? Y tú siempre dispuesto a complacerme... ¡Ay, Ernesto, qué simpático eras entonces! Si volvieras a ser así... ¡me casaría contigo con los ojos cerrados! — Silvia... —Todo lo que tienes es el ambiente... Estos campos interminables, este silencio... esta vida en la que no se piensa sino en el deber, en las conveniencias, en lo honorable, en lo correcto, que es naturalmente., lo aburridísimo... Ernesto sonríe a pesar suyo... —Silvia, ¡qué niña eres...! —Si ser niña es amar las cosas bonitas y desear los ratos buenos, y querer verte sonreír y que todos sean felices alrededor nuestro, sí, Ernesto, lo soy y estoy satisfecha de ser ¡niña! —Una criatura dulce y buena a quien no tengo derecho a saturar de mi amargura... —¿Y me niegas a mí también el tratar de disipar tu tristeza? —No podrías. Nadie puede hacer eso... —Dame la oportunidad de intentarlo siquiera. Una vez, en Madrid, ¿te acuerdas?, me dijiste que yo era una maestra del optimismo... Tú, entonces, no necesitabas lecciones, eras también optimista y alegre... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Estaba lleno de ilusiones y de esperanzas... —Amabas la vida y volverás a amarla... Si viajáramos juntos, si volvieras otra vez a aquellos lugares... —No, Silvia, sé que será inútil. —Intentémoslo. Antes dijiste que estabas dispuesto a casarte conmigo si yo te aceptaba. —Sí, dije eso... —Y... ¿no eres capaz de mantener tu palabra? —Bueno... —Di sí o no. Sería el colmo que, a pesar de todos los inconvenientes que me has puesto, yo diga que sí, y tú que no. Pero me resigno: dilo claramente. ¿Te casarías conmigo si yo te admitiera sabiendo que no estás enamorado de mí? —Silvia, eso es imposible... —No lo es. Adoro las bodas... y si yo soy la novia, con más razón. Los viajes me fascinan, y en compañía de un hombre como tú, que puede darme lecciones de todo cuanto veamos, muchísimo más. Si este invierno lo pasáramos en Niza... ¡ay, qué carnavales los de Niza! Y me llevarás a Montecarlo luego... Como ya soy una señora casada puedo ir a la ruleta... ¡Qué emociones! Y después, París, con sus teatros, con sus tiendas... con sus restaurantes maravillosos, con sus fiestas únicas... ¡Ay, Ernesto, si te nombraran algo de la Embajada de París!... Papá tiene influencias para lograrlo... ¡Casémonos y vayámonos muy lejos...! —Sí, creo que tienes razón, será preciso irnos lejos, muy lejos... —¡Aceptada tu proposición de matrimonio! —¡Silvia...! —¿Cuándo vas a pedir mi mano a papá? Se ha colgado, con voluble gesto, del brazo de su primo, mientras atisba entre los verdes potreros el galopar de un caballo retinto que se acerca. Por el aire lo conoce muy bien... Eduardo Moraima es un centauro sobre su potro negro, cruzando la llanura, y una sonrisa diabólica asoma a los frescos labios de la mujer malignamente coqueta... —Si ya somos novios, debemos dar un paseo juntos a caballo. Hasta la misma puerta de "La Palmira" me gustaría llegar... —Silvia, quisiera que, pensaras un momento... —No hay nada en que pensar. Se acabó el aburrimiento para siempre... Esponsales... canastilla de novia… envidia de las amigas. . . boda en la Catedral de Medellín... viajes de novios... París, Londres, Viena... ¡el mundo entero! ¡Ven, Ernesto, vamos! Ha tirado de él, que se deja llevar como un sonámbulo... como un cuerpo muerto cuya alma naufraga en las más negras aguas de la angustia... ¡Triste novio de Silvia Requena, con la imagen imborrable de Cristina en el corazón y en el alma. ..!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS

CAPÍTULO 15 BODAS AMARGAS —¿Es posible, Fermín? —Sí, Manuela, al fin las cosas marchan... —Pero, ¿estás seguro que salieron juntos tu Silvia y mi hijo? —Hace casi tres horas ya, lo cual indica que no ha sido sólo una cortesía de Ernesto, sino que han hablado. Y bien preparada tenía yo a Silvia para la respuesta que había de darle, por poco expresivo que se le presentara el galán... Es muy lista tu sobrina... —¡Es adorable! ¡No sé cómo mi Ernesto pudo dudar! —Llevará una buena dote... Serán ricos y serán felices... No hay que perder tiempo en prepararles ese viaje... —¿Quieres enviarles al extranjero, en seguida? —Es lo convenido y lo más prudente además... —Pero estaré lejos de mi hijo... —No todas pueden ser rosas, hermana... pero, hoy por lo menos, no todas son espinas... —Es verdad... no podemos pedir más... Ernesto resucita, se acerca a Silvia. Lo demás es cuestión de tiempo... —Este es un día digno de celebrarse. Supongo que irás esta noche al comedor, que le demostrarás a Ernesto hasta qué punto su docilidad te complace, y aprovecharás la ocasión de mostrarte amable con Cristina... —¿También irá ella al comedor? —Se lo he rogado y creo que me complacerá... Ahora todo es cuestión de habilidad y de diplomacia. De más está decirte que la boda debe ser en seguida. Hay que evitar que puedan surgir inconvenientes... hay que llevar a cabo ese proyecto a la mayor brevedad... —Todavía me parece mentira haber conseguido tanto... —Pues a no permitir que se nos escape... Tú fíate de mí... —¿Qué otra cosa puedo hacer ya, sino fiarme? —Creo poder lograr que se casen en unas cuantas semanas... —¿Semanas...? —Después de la comida de esta noche te lo diré con absoluta seguridad...

Cristina está frente a la gran luna de Venecia que adorna el tocador de su lujoso cuarto, y el claro espejo le devuelve su imagen un tanto demacrada, aunque en nada desmerezca por ello su belleza estatuaria: es casi demasiado hermosa. Tiene como un presentimiento vago de que aquella hermosura es un lujo de la naturaleza que está pagando con su felicidad... La voz de la anciana suena suave en su oído... —Déjame que te ayude a peinarte. ¡Qué lindos son tus cabellos, hija mía! Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Quiero que Ernesto me vea esta noche como antes... —¡No piensas más que en él todavía...! —¿Y en quién puedo pensar? Hace más de una semana que ni siquiera cruza por esta parte del jardín; pero esta noche le veré en el comedor y, quiera o no, tendrá que mirarme cara a cara...

El amplísimo comedor principal de la suntuosa, morada de Don Fermín Requena, adornado con flores, profusamente iluminado, abiertas las cuatro puertas y las dos ventanas que dan al jardín, por las que penetra el aire embalsamado por jazmines y madreselvas, es una invitación a la vida suave y grata... Dos criados dan los últimos toques a la mesa, donde brillan juntas la más fina porcelana, el cristal y la maciza plata... María Manuela se apoya en el brazo de su hermano. Va severamente vestida de luto, aunque arreglada con esmero especial... Su mirada recorre impaciente el ancho comedor desierto... para detenerse después en la humilde figura de Higinio, parado respetuosamente en la puerta principal. —¿Le avisaste a mi hijo? —Sí, su merced. El niño Ernesto en seguida viene... Llegó tarde de su paseo a caballo... —¿Qué te dije? Se han entretenido toda la tarde. Por Silvia no pregunto... ella no necesita nada para llegar tarde, y hoy tiene motivos de sobra... —Es natural que se tome tiempo para arreglarse. Está en la edad y en la ocasión en que a toda mujer le gusta lucir lo mejor posible... Ella no necesita mucho para ser encantadora, pero... ¡Aquí está mi hijo yal Ernesto ha llegado, en efecto; una excusa en los labios... —Perdónenme si he llegado un poco tarde... —Todavía no eres el último, sobrino... aun habrá que esperar un rato a las muchachas. Privilegio femenino de que abusa toda mujer que aun no ha cumplido ochenta años... Ha sonreído mirando a María Manuela, que se esfuerza por imitarlo. Toda su atención está fija en Ernesto... ¡Qué profunda es la tristeza de sus ojos…! ¡Qué amargo el pliegue de sus labios! Ni aun la dolorosa resolución que acaba de tomar parece haberle devuelto la serenidad... Fermín continúa, en tono mundano: —Aquí vienen ya Cristina y doña Carmen... —¿Cristina...? ¿Viene Cristina al comedor?... Se ha estremecido sólo al nombre, y más aún a la presencia de la que ha llegado —¡Cristina...! —Buenas noches... —dice ella, llegando... Se ha esforzado por parecer tranquila... y lo ha logrado... Sin embargo, la voz le suena hueca, falsa... Fermín sigue su juego... Sonríe... —Cristina querida, ¡qué linda estás! Si puede una mujer bella ser aún más bella, me atrevo a afirmar que la enfermedad te ha embellecido... —Está muy bien; como si no hubiera pasado nada... —afirma en tono falsamente jovial otra voz, a su espalda. Es María Manuela. Se ha adelantado, interponiéndose entre Ernesto y Cristina. Su duro rostro ha hecho un esfuerzo para dulcificarse... sus labios sonríen con fría sonrisa que en Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS vano quiere ser amable. Hay algo de patético en su esfuerzo, que impresiona a Cristina. Uno de los criados llega trayendo copas y una botella de champaña sobre una bandeja de plata... Casi ásperamente, pregunta Ernesto: —¿Qué es eso?... Y siempre suave, responde Fermín: —Un pequeño brindis familiar antes de la comida... Creo que a todos nos está haciendo falta animarnos un poco... ¿no crees? —¿Champaña...? —pregunta María Manuela. Y mira con angustia a su hijo. —¿Qué menos... tratándose de lo que se trata? Nuestra Cristina está totalmente restablecida ya, y tú llevas camino de estarlo muy pronto. ¿Quieres llenar las copas, Ernesto? Ernesto ha obedecido como un autómata, casi sin mirar lo que hace, irresistiblemente atraído por la mirada de Cristina fija en él... María Manuela advierte: —Espera, falta Silvia. Fermín responde a su hermana: —Aquí está por fin esa muñeca malcriada que siempre nos hace esperar... Vamos, vamos... La voz clara y alegre suena como una campanita de cristal: —No sigas hablando mal de mí, papá... Parece que te empeñas en asustar a Ernesto. Lo que es hoy, tengo una buena disculpa. Acabo de llegar de un paseo a caballo en el que sudamos a mares. ¿Verdad, Ernesto? Pero, ¿qué es esto? ¿Champaña y todo? ¡Maravilloso! ¡Eres un encanto, papá! Todo lo adivinas... Todo lo previenes... Y además, está aquí Cristina... ¡Cuánto me alegro de que hayas salido del cuarto y de que puedas brindar por mi felicidad! Ha sido inútil el gesto angustiado de Ernesto... Silvia ha llegado sonriente hasta la bandeja de plata, mientras por los ojos de María Manuela cruza un relámpago de alegría, de triunfo, que no puede disimular... —¡Beban todos a nuestra salud! Ernesto y yo nos comprometimos esta tarde... —¿Qué...? La copa ha caído de manos de Cristina, rompiéndose en el suelo en mil pedazos. Viéndola vacilar, Fermín y doña Carmen van a sostenerla, pero Higinio llega antes; de un salto silencioso está junto a ella, prestándole el apoyo de sus fuertes brazos. —¡Niña Cristina... mi niña! Y destila su hiel la voz de María Manuela: —No es nada... no se alarmen... Es natural que se sienta débil, después de una enfermedad, el primer día que sale de su cuarto... Fermín mira disgustado a Silvia. —¡Tienes una forma tan brusca de decir las cosas, hija de mi alma...! Pero ya Cristina se yergue con supremo esfuerzo, clavando en Ernesto la mirada profunda de sus grandes ojos, mientras escucha sus propias palabras, como si otra voz las pronunciara: —Una deliciosa sorpresa la que me había usted preparado, don Fermín... a menos que haya sido Ernesto... Silvia se acerca sonriendo algo malévola y, sin poder evitarlo, afirma: Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Siento defraudarte, pero la sorpresa ha sido cosa absolutamente mía... Y no para ti, a quien no esperaba tener el gusto de ver hoy en la mesa, sino para papá, para tía Manuela, para los que me quieren y siempre desearon verme feliz junto a mi primo, realizando un matrimonio que colma todas nuestras aspiraciones, ¿verdad, Ernesto? Cristina habla de nuevo, antes de que la voz de Ernesto suene: —Desde luego... pero vamos a tomar esa copa que he interrumpido con mi torpeza. ¿Quieres pedir para mí otra y llenarla, Ernesto? —Toma la mía... —Gracias. Es justamente lo que deseaba: beber en tu copa la champaña de tus esponsales... ¡Salud! Ha apurado el espumoso vino hasta el último sorbo. Luego, delicadamente, deja la copa vacía sobre la bandeja de plata y se apoya en el hombro de Higinio... —Ahora, con permiso de ustedes, vuelvo a mi cuarto... Para mi primera salida, fue bastante. Creo que todos estarán complacidos... Cumplí mi palabra, don Fermín. ¡Yo siempre cumplo mi palabra! No olvido ni traiciono una promesa ¡jamás! Buenas noches... Se ha ido, sosteniéndose por un milagro de su voluntad, sin volver la cabeza, sin permitir que vacilen sus pasos... Ernesto la mira alejarse unos instantes... y luego la sigue sin detenerse siquiera a dar una excusa a los demás... —Cristina... La ha detenido en la puerta de aquellos jardines que luego se pierden en los campos, y cuando ella, esquivándole, trata de alejarse, con dolorosa decisión le cierra el paso... —Cristina... Déjame explicarte... —Creo que no hay nada que explicar. Tu prometida lo ha dicho todo. —¡Óyeme... óyeme, Cristina! —No tengo nada que oír, ni tú tienes nada que explicar. Ya bebí por tu felicidad, ¿no es bastante...? —¡Silvia es una estúpida! ¡No sabe lo que hace!... —Todo lo contrario; es, de todos nosotros, la única sincera y clara. Sabe lo que quiere, lo grita, lo dice, va derecho a un fin... ¡no la detiene nada! Y, por lo menos, sabe ser una enemiga leal... —¡Nadie es aquí tu enemigo, Cristina! Si yo pudiera decirte...! Cristina ríe; ríe con risa cruel, breve y amarga, haciendo estremecerse a Ernesto... protestar con angustia: —No te rías de ese modo... es peor que si lloraras a gritos. .. ¡Me duele más...! ¡Me hace más daño...! —¿Dolerte a ti mi dolor? ¿Sentir tú mi pena? ¡Vamos! —¡Cristina...! —¡Basta de mentiras! ¡Basta de farsas y de ridículos embustes! ¡Di una vez en la vida la verdad...! ¡Di que la quieres a ella! —¡No la quiero! ¡Te juro que no la quiero! —Entonces es peor... entonces eres mucho más despreciable... —¡Cristina...I Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Porque sólo dos cosas pueden llevarte a este matrimonio: la codicia... o la más abyecta de las cobardías... ¡La más ridícula de las debilidades frente a tu madre! —¡Cristina...! —¿Por cuál de esas dos cosas te casas, si no es cierto que quieres a Silvia? ¿Es la fortuna de Fermín Requena? ¿O es la voluntad de doña María Manuela, pisoteando tu propia dignidad? —¡No es nada de eso! —Pues, ¿qué es? ¡Habla! ¡Dímelo todo de una vez! ¿Es que no me has querido nunca? ¿Es que mentiste al jurarme tu amor un día? ¿Es que mentiste al regresar? ¿Es que han sido mentiras cada uno de tus besos y de tus palabras...? Ernesto ha retrocedido, tambaleándose. Ahora es a él a quien parecen faltarle las fuerzas... es su cuerpo de atleta el que parece a punto de rodar... En sus labios entreabiertos tiembla un instante la verdad... el secreto va a escapar, pero se detiene callando con esfuerzo desesperado... Y es Cristina quien grita: —¿Por qué no me contestas? ¿Por qué no me hablas...? —No podrías comprenderme... —¡Dime ya la verdad que ocultas! —No oculto nada. Adivinaste antes... ¡Soy un ser despreciable! ¡Despréciame con toda tu alma! Y no sufras por mí, Cristina, no sufras por mí... ¡porque no merezco tus sufrimientos ni tus lágrimas!

—¿No ha vuelto Ernesto del jardín? —No, María Manuela. No ha vuelto, pero cálmate. Lo que pasa es perfectamente natural. Hay que darles tiempo para que vayan acostumbrándose a la idea. Las circunstancias han hecho que la pobre Cristina haya tenido que tragarse la píldora sin dorar. Pero, al fin y al cabo, tal vez sea mejor. Ya viste que reaccionó con toda dignidad. —No vi sino su odiosa soberbia...! —¡María Manuela...! —Ya sé que es inútil discutir contigo en ese sentido. Y aunque sigo sin comprender tu locura, prefiero callarme... —Mejor será. De Cristina no sabes hablarme... La voz de Silvia suena cerca, preguntando: —¿Se puede...? —Pasa, hija, pasa... ¿Vienes del jardín? ¿Viste a Ernesto? —Vengo de mi cuarto. Las cosas de Ernesto ya me van cargando... —Un poco de paciencia, hijita... —Me parece, que tengo demasiada. ¿Por qué tuvo que irse detrás de ella, haciéndome a mí un verdadero desaire? —Ernesto está nervioso y disgustado... —Pero esas cosas molestan.

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Ya pasarán. —¿Pasarán? —Naturalmente, hijita. Ahora soy yo la que, como madre, te pide que perdones a Ernesto sus arrebatos... Él cambiará... él tendrá que darse cuenta muy pronto del tesoro que tiene a su lado... Y entonces no vivirá más que para ti... Más que tú, deseo yo esa boda. Más penas que a ti me ha costado... ¡Si tú supieras...! Fermín la interrumpe, impaciente: —Está bien, Manuela, no empieces con las lágrimas. Hoy es, después de todo, un día de alegría para nosotros. Vete a descansar, Silvia, y déjame con tu tía. Hay asuntos serios, de intereses, de los que tenemos que tratar. —Sí, hijita, ve... Ustedes se han comprometido prescindiendo de todo formulismo, pero tu padre y yo nos ocuparemos de los asuntos materiales. Silvia vuelve a sonreír, encantada: —¿Tienes que pedirle mi mano a papá para Ernesto, tía? —Ya se la pedí hace muchos años, cuando aun no eras más que una chiquilla revoltosa. Anda, dame un beso y ve a acostarte...

Silvia ha salido, pero no toma el camino de su cuarto... Ha cruzado la galería, ha atravesado el ancho portal que rodea la casa y bajando los cuatro escalones de piedra se encuentra bajo las estrellas, en la vereda enarenada que bordean los frondosos naranjos... Es una noche de primavera tropical: tibia, perfumada, impregnada de una honda dulzura salvaje... De la tierra húmeda, donde arden como puntos de luz millares de cocuyos, se desprende un aroma primitivo y sensual, que Silvia aspira con deleite. Luego echa a andar por los caminos frescos y oscuros... se aleja de la casa con paso lento y suave... No sabe por qué siente esta noche el deseo irrefrenable de andar, andar... Pronto se halla en los linderos de "La Palmira". De pronto escucha el trote de un caballo... Un jinete ha surgido en la sombra, apenas iluminada su silueta de centauro por la luz imprecisa de la luna nueva... y Silvia se detiene temblando de un dulce miedo que saborea como una golosina... El jinete refrena su caballo para acercarse cada vez más despacio... y al fin salta a tierra, muy cerca, mostrándole la cara. Es Eduardo Moraima. El corazón de la muchacha da un vuelco... —¿Usted...? Con galantería irónica responde él, inclinándose: —Buenas noches, princesa destronada. Es usted muy valiente arriesgándose sola tan lejos de su casa, con esta noche casi oscura... —¡Todavía estoy en tierras de los Requena! —Por supuesto... —Y usted también, ¡sin tener por qué estar! —¿Es poco motivo su gentil persona? El deseo de tener con usted un rato de charla... —Usted no tiene por qué dirigirme la palabra.

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Puede ser pero me gusta hablarle... Ya usted no debo disgustarle tanto, cuando siempre contesta... —No sé por qué le soporto ni por qué le hablo. ¡Si mi padre supiera esto...! —La otra tarde me quedé esperando a los que fueran a matarme de parte de su padre. —¡Es usted un cínico recordando lo que pasó la otra tarde! —No debió molestarle tanto, cuando se atrevió a volver a "La Palmira"... —¿Que yo volví a "La Palmira"? —Tiene mala memoria. Fue esta misma tarde. Al menos me dijeron que era usted. Yo pensé que mejor podía ser Cristina Gamboa, ya que iba acompañada de Ernesto Aguilar. —¿Quiere hacerme el favor de no nombrar a Ernesto? —Por mi parte, bien puede morirse mañana. Para mí no hay más que una persona en "Las Azucenas", que valga la pena de dar el viaje... —¡Ah! ¿sí? —Mírese al espejo y la conocerá. —¿Ahora quiere usted ser galante? Pues es muy tarde para enmendar sus groserías de antes... —¡Silvia…! —¿Cómo se atreve a llamarme por mi nombre, así nada más? —Será porque su nombre me gusta... Me gusta casi tanto como sus labios... que son miel de aguinaldos... —¡Cállese o me voy! ¡Fresco!... ¡atrevido...! —No se vaya. Piense que sólo por usted he hecho galopar mi caballo. Llevo horas rondando la casa, sin que se asome nadie. Y cuando ya me volvía decepcionado, sale usted misma a buscarme... —¡Yo no salí a buscarle a usted! —¿Pues a qué salió? —A nada. —Me parece que soy mejor que nada... Ha ido hacia ella intentando aprisionarla; pero, ágil como una corza, Silvia evita las anchas manos, cuya fuerza conoce demasiado, y burlándole tras el tronco de los naranjos, huye hacia la casa, gritando cuando ya se aleja: —¡Dos veces no caigo yo en la misma trampa! Su risa se pierde en la noche... Las manos de Eduardo se han cerrado en el vacío de una crispación de deseo no logrado, de ansia insatisfecha, que crece a cada instante y sale en un pensamiento hecho palabras: —¡Algún día te tendré en mis brazos!

Lejos, dejando atrás los cuadros de frutales, Ernesto Aguijar cruza a galope los incultos campos que bordean el ancho río. Va como sin rumbo, sueltas las bridas, clavada la espuela en el ijar del caballo, ausente el alma de todo lo que no sea la obsesión que le atenaza... Va desesperado, en un Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS ansia de rendir el cuerpo o de hallar tal vez la muerte, libertadora de sus negros pesares... Un rumor de agua le hace detenerse con un tirón de riendas brutal, para sentir más honda la ansiedad que le embarga... Está frente al río de "La Palmira", casi en el lugar en que jurara a Cristina amor eterno... Y una amarga marejada de luchas y pasiones le sube a los labios... Como un loco, protesta, grita: —¡No…! ¡No…! No puede ser... Es absurdo... es infame. .. ¡No puedo acercarme más a ella! ¡Es mi hermana... es mi hermana... es mi hermana... Y su grito, ronco de angustia, se hunde, apagándose en las revueltas aguas...

—Ernesto... ¿puedo entrar? Son más de las tres de la tarde cuando Fermín Requena logra deslizarse en la alcoba de Ernesto. Ha tomado asiento en una cómoda butaca y observa con discreción el pálido rostro de su sobrino, mientras enciende lentamente un cigarro. ¡Bien delata el aspecto del triste enamorado la horrible lucha de su alma! Su dolor y su angustia, que asoma a los ojos profundos, que se desborda en el gesto amargo con que pliega los labios... Suspirando, comienza don Fermín: —Ernesto, me preocupa tu estado de ánimo... —¿Por qué no me deja en paz, tío? Será lo mejor para ambos. —No quiero que sigas mirándome como a un enemigo... —No le miro de ningún modo... Prefiero estar a solas, y nada más. —Me parece absurdo que saber lo que sabes no haya bastado para curarte de tu amor insensato. —Absurdo, sí... Es lo que yo también me pregunto... ¿Por qué mi instinto no la rechaza? ¿Por qué no grita en mí la naturaleza? ¿Por qué siento esta horrible impresión de que cuanto me han dicho no es verdad? —Ernesto… ¿has perdido el juicio? ¿Podría tu madre tratar de engañarte en una cosa de esa importancia? La ofendes espantosamente con esa duda... —No es una duda... es como un grito del alma... como si mi alma y mi carne se rebelaran... —Desconfía de esos impulsos, crueles tentaciones del demonio para hundirte en el más abominable de los pecados... —Lucho con todas mis fuerzas... pero es una idea que no me abandona... Frente a ella no puedo ser sino el hombre apasionado que sólo a un amor dio el corazón entero... —Romanticismo de poeta, Ernesto... y muy peligroso... Razón tenía yo en querer hablarte... Tú no puedes seguir junto a ella... —Si al menos pudiera decirle la verdad... Si pudiéramos llorar juntos por el dolor y la vergüenza que nos separa... Si sus labios, labios de enamorada, nido de todas las tentaciones, me llamaran hermano... Si ella supiera la razón... —¿No te das cuenta de que la matarías? ¡Y dices que la has amado! ¿Es que no eres capaz de tener un poco de piedad? —Me parece más inhumano tratarla como la trato...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡No... no...! La herida de un amor traidor cicatriza muy fácilmente en un corazón de veinte años... La herida que le causarías informándola de la deshonra de su madre, no se curaría jamás... ¿Calculas la humillación de una criatura tan altiva al saberse tan sólo el triste fruto de un amor culpable...? Su veneración por Antonio se convertiría en rencor... no le perdonaría haberle dado el ser en tan amargas circunstancias... No, Ernesto, no... ¡Sería peor que asesinarla! Tú, ahora, sufres mucho, pero estás cumpliendo con tu deber... —Sí... sí... eso mismo he pensado. Sólo por eso he hallado las fuerzas necesarias para callar... hasta ahora... —Sigue callando... esto no es más que un temporal... Ya pasará... ¿Por qué no te vas unos días a Medellín, con el pretexto de arreglar los papeles? Yo, en tu lugar, me iría ahora mismo y no volvería en unas cuantas semanas. ¡Vete sin volver a verla! Cada vez que le hablas se renueva la herida de los dos. ¿No te das cuenta...? —Creo que tiene razón en eso... —Escucha lo que he pensado, Ernesto. Tú te vas a Medellín esta misma tarde. Te vas sin ver a nadie, sin hablar con nadie... Yo me encargaré de despedirte de Silvia y de María Manuela... les explicaré tu ausencia mejor de lo que tú puedas hacerlo, y me ocuparé de suavizar, en lo que sea posible, la pena de Cristina... —Pero... —En la soledad te sentirás más tranquilo. Después que hayan pasado unos días, yo buscaré un pretexto para mandar a Medellín a Silvia y a tu madre... Ernesto se alza vivamente... Hay un relámpago de desconfianza en la mirada... —¿Y usted? ¿Qué hará usted? —Yo iré con ellas, como es natural. Cristina quedará aquí al cuidado de doña Carmen y del doctor Olmedo. También ella necesita reposo y soledad... Cuando ustedes estén casados y hayan emprendido el viaje, María Manuela y yo volveremos a buscarla, y tienes mi palabra de honor de que no se forzará para nada su voluntad, de que le prodigaremos, en silencio, los más tiernos cuidados y las más respetuosas atenciones... —¿Pretende usted que me case sin que ella lo sepa? —¿Para qué darle el mal trago de presenciar tu boda, Ernesto? Sería una inútil crueldad. —¿Y he de irme sin verla? —Para bien de todos... Así la dejas herida y desengañad ... Cuando Cristina haya hallado otro amor que compense al tuyo, cuando tenga un hogar y una vida propias, entonces puedes regresar, y hasta será posible decirle la verdad, sin que la hiera demasiado. Así podrá comprenderte y perdonarte... así el rencor que pueda sentir por ti, se trocara en sincero amor fraternal. ¿No es eso lo mejor que puedes desear...? Ernesto no responde con palabras... Baja los párpados, aprieta, los labios y así, en silencio, traga gota a gota la hiel de su dolor, entregándose, dándose por vencido, cayendo al fin en la fina red que Fermín Requena ciñe alrededor de su alma, mientras un resplandor de gozo satánico ilumina el rostro fino y altivo de aquel hombre capaz de todas las maldades.

—Entonces, doctor... ¿cómo la encuentra?

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Bien y mal, doña Carmen. Cristina no está enferma físicamente: sus vahídos, sus desmayos, sus insomnios, hasta la fiebre que frecuentemente se apodera de ella, no es más que un reflejo sobre el cuerpo de lo que el alma sufre. El doctor Olmedo ha llegado en compañía de doña Carmen hasta el ancho portal donde un momento se detiene, mientras un criado le acerca el cochecillo de dos asientos que suele usar para sus visitas rurales. —¡No es posible, entonces, hacer nada por ella! —Con drogas y medicinas, no, doña Carmen. Yo ya le hablé de esto a don Fermín Requena, tan interesado en la salud de la muchacha... pero, por lo visto, él nada puede hacer. Me explicó que se trataba de un hondo desengaño amoroso... —¡Así es doctor! Tal vez sea indiscreta al decirlo, pero usted es su médico y, después de lo que me ha dicho, comprendo su profundo deseo por curar a Cristina. Inexplicable, incomprensiblemente, Ernesto Aguilar, que había sido su novio desde niño, la abandonó para concertar su boda con la hija de don Fermín... —Sí... Oí algo de eso. Se casan en estos días... Hoy o mañana... ¿no? ¿Han ido a Medellín para eso...? —Sí, doctor. Recomendándome mucho que Cristina no se entere de que van a casarse tan pronto. La noticia llegará a ella cuando ya los novios estén en Europa, pero la verdad es que yo no sé qué hacer... Pienso que será un golpe mucho más cruel para Cristina saberlo cuando ya no tenga remedio… —¿Tiene remedio ahora? —No, doctor, no lo creo. Ernesto Aguilar ha debido tener una razón muy poderosa... una razón que la propia Cristina ignora, para apartarse así de ella... casándose con su propia prima de esta manera extraña... con esa prisa, con esos tapujos... y esta misma tarde... Muy cerca del portal, detenida como por un presentimiento al escuchar su nombre, Cristina ha oído cada una de aquellas palabras, sintiendo que un sudor frío le baña las sienes. Ha querido acercarse a ellos, preguntar, mas la voluntad le falta... Ha querido gritar, pero la voz se ahoga en su garganta. Un ansia loca, desesperada, salvaje, de correr hasta donde está Ernesto, de arrojarse en sus brazos, de gritarle llorando que no la abandone, un deseo insensato de impedir aun con su muerte aquella boda, la sacude como un temblor. Y al fin, como si hubiera enloquecido, echa a correr a través de los campos... Como una flecha la ve cruzar doña Carmen y el nombre hecho grito de espanto le sube a los labios: —¡Cristina…! Cristina corre sin escucharla... corre cada vez más de prisa, como si tuviese alas en los pies... Desde muy lejos, grita doña Carmen: —¡Cristina...! Cristina sigue, segura de que la anciana no podrá alcanzarla... A campo traviesa salta los matorrales sin cuidarse de las ramas que a veces la golpean, de los guizazos ásperos que se prenden al borde de su falda... Sus ojos ávidos buscan la silueta de un hombre a caballo, hasta que al fin lo ven... —¡Juan Moraima…! Usted... usted... ¡Dios me le envía!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¿Qué le pasa, Cristina? ¡Está usted sin aliento! —¡Necesito ir a Medellín inmediatamente! —¿Lo sabe usted ya? —¿Y usted lo sabe? —Dicen que hoy es la boda... —Él no puede casarse con otra mujer. ¡Tengo que evitarlo... ¡ —¡Cristina, por Dios...! —Si está ciego, yo haré que vea... Si ha perdido la razón, lo volveré a ella... ¡Él no puede casarse con otra! ¡Él me quiere a mí... como yo a él... sólo a él quiero! —¡Cristina...! —Perdóneme, amigo mío, perdóneme y ayúdeme... Usted es el único que puede hacerlo en estos momentos... Sé que es egoísta y cruel de mi parte pedírselo, pero lléveme a Medellín... ¡lléveme...! —Está bien, la llevaré... Iremos a casa, haré enganchar un coche en seguida... —¡Y Dios ha de pagárselo, Juan Moraima! —Ya estoy pagado con servirla en lo que sea... La ha alzado sin esfuerzo, colocándola sobre la silla del caballo, y clava las espuelas torciendo el rumbo a la casa de "La Palmira"

—Ya estamos. Juan Moraima refrena el coche, casi por completo, a pocos metros de la morada de los Aguilar... Cristina, muy pálida, se aferra al brazo de él. Una horrible lucha se libra en su corazón... Tiembla y sus ojos desolados miran con ansia la desierta calle... —Vamos por el otro lado... por la puerta chiquita. ¡Quiero hablar con él... sólo con él…! —¿No le importa el escándalo, Cristina? —No me importa nada. ¡Oh!, ¿qué es eso? —No sé... Creo que llegamos tarde... —¡Tarde...! ¿Tarde...? En el aire borroso suena, extendiéndose, un repique lejano que hace a Cristina estremecerse, balbucear: —¡Campanas! Esas campanas, ¿qué son? —De la Catedral. Cristina. ¡Son las campanas de la boda! —¡Se han casado ya...! Ha cerrado los ojos. Ha quedado como aplastada, sin palabras ni gestos... Pasa un minuto eterno. La voz de Juan Moraima suena dolorosa y cansada, preguntando: —¿A dónde la llevo ahora? ¿A "Las Azucenas" de nuevo? —¡No… no...! Allá no vuelvo más... ¡nunca más!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¿Me permite buscar el lugar apropiado? No me faltan en Medellín amistades respetables a donde llevarle, si me hace usted el honor de poner su vida en mis manos... Como pariente, y como amigo, quiero y debo ampararla... —Gracias, Juan, pero tampoco quiero eso. —¿Entonces...? —¡Lléveme al convento! Al convento que fue mi colegio. Déjeme allí, si quieren recibirme... y ¡que sea Dios el que me ampare!

—¡Qué dice usted...! ¿Qué dice? —No pude evitarlo, don Fermín... no pude. —Le confié a usted a Cristina a todo riesgo. ¡Se la confié como mi tesoro más preciado! La voz de don Fermín Requena restalla furiosa, hiriendo los oídos de la anciana, que balbucea con los ojos llenos de lágrimas. Es en la vieja casa de Medellín, totalmente repleta de invitados, a pesar de la forma precipitada y poco menos que secreta en que se han hecho los preparativos de aquella boda... Como tigre acorralado, va de un extremo a otro del despacho el hermano de María Manuela, para detenerse, al fin, furioso, interpelando a la llorosa dama: —¿Y puede usted decirme ahora dónde está Cristina? Salió para Medellín con Juan Moraima... pero ahora, ¿dónde está? ¿Lo sabe usted? —Estuvo aquí, don Fermín... —¿Aquí? ¿En esta casa? —La vieron algunos de los criados... Dicen que se detuvieron un momento en la calle lateral, y que después el mozo empuñó las riendas e hizo salir disparados los caballos... —¿En qué dirección? ¿No le fue posible a usted averiguar? —Temí hacer mayor el escándalo... Sólo le rogué a Higinio que la buscara por todas partes. Confío en que ese buen hombre, que adora a Cristina... La voz de Silvia suena impaciente tras la puerta del despacho: —¡Papá... papá...! Doña Carmen parece alarmarse. —Es Silvia… Ya está aquí… —Sí, claro, y dentro de poco vendrán Ernesto y María Manuela... Todos querrán saber, todos hablarán, preguntarán... —Lo de Cristina no lo sabe nadie... Prohibí a los criados decir una palabra... —¡Menos mal! La voz de Silvia resuena con mayor impaciencia: —¡Papá!... ¿No vienes? Te estamos esperando... —Sí... sí. Voy... voy. Ha abierto de pronto la puerta. Junto al de Silvia aparece el rostro pálido de María Manuela, y es ella la que se apresura a preguntar: Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Fermín... ¿dónde está Ernesto? —Supongo que en su cuarto, cambiándose de ropa... Silvia protesta en tono altanero de niña malcriada: —¡Es el colmo! Yo ya estoy lista y ni el padrino ni el novio aparecen por ninguna parte... María Manuela pregunta con angustia: —¿Pasa algo nuevo, Fermín? —Hablaremos más tarde... Ahora sube al cuarto de tu hijo y hazlo bajar. Dile que le estamos esperando en el carruaje.

—¡Ernesto... hijo...! María Manuela, esforzándose por dominar su malestar, ha llegado a la puerta de la alcoba de Ernesto. Abatido, inmóvil, su hijo permanece en la misma actitud de muda desesperación con que llegó del templo, tras la boda; pero el calor de las lágrimas maternales, cayendo sobre sus manos, le hace estremecerse y mirarla como si volviese a la realidad, como si despertase de un horrible sueño... —Ernesto, ¿qué te pasa? —¡Todo esto ha sido una equivocación espantosa! ¡No debí casarme, de ninguna manera! —¡Hijo…! Silvia es un ángel... Te hará feliz. Haz un último esfuerzo. No puedes hacerle un público desaire... —¡Oh, madre…! —Acaba de llevarla Fermín al coche. No la hagas esperar. Piensa que todo el mundo ha notado tu extraña actitud y que ella está humillada, desconcertada, molesta... ¡Y es ya tu esposa, hijo! —¡Mi esposa...! ¡Mi esposa otra mujer...! —¡Dios mío, los minutos vuelan...! No puedes entretenerte más, Ernesto. ¡Quítate ese traje! No, ya no hay tiempo... ponte el abrigo... Te cambiarás a bordo. Después de todo, lo único importante es que no pierdas el tren. Anda, hijo, anda... —¿Y Cristina, madre? Cristina... No puedo irme, ¡no puedo! —¿Te irías tranquilo si te prometiera velar por ella? —Júralo por la memoria de mi padre! —¿Qué...? —¡Jura por la memoria de mi padre que has de cuidarla, ampararla y defenderla! Que ha de estar en esta casa como hija legítima, con todos los derechos. —Júralo, madre! ¡O no me iré! —Haré cuanto humanamente pueda... —Dije que juraras. ¡Júralo! —Te lo juro, hijo... ¡te lo juro! —¿Por la memoria de mi padre? —Está bien... ¡Por la memoria de tu padre! Ha jurado temblando y Ernesto sale como un sonámbulo, sin darle un beso, sin estrecharla entre sus brazos. Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS

CAPÍTULO 16 TORNABODA —Fermín, ¿eres tú? —Sí. Soy yo, María Manuela... —¿Se fueron ya? —Naturalmente. Hace varias horas que salió el tren. En la misma alcoba en que muriera Antonio Aguilar, María Manuela está tendida en el lecho: pálida, agotada, sin fuerzas... Bien distinta parece de la recia mujer de rostro avinagrado, imperiosa y dominante que fuera siempre... Ahora sus labios tiemblan y hay en sus ojos la humildad de una súplica... —¡He estado desesperada aguardando que volvieras! ¡Dime la verdad sobre el estado de ánimo de Ernesto! —Lo hecho, hecho está, Manuela, y tu hijo se conformará un día u otro, sin contar con que cualquiera sería dichoso junto a Silvia... —Siempre esperé que mi hijo fuera dichoso con ella, pero ahora no sé... no sé, tengo miedo... —No hay nada que temer. —¿Y Cristina? ¿La buscaste? ¿Diste con ella? —He tenido en jaque a todos los criados, pero ninguno la ha encontrado hasta este momento. Personalmente he visitado unas cuantas casas, desafiando, como comprenderás, los comentarios de las gentes... —¿Se iría con Juan Moraima?.. . Me dijeron que había venido con él. —¡No se ha ido con nadie! —¿Volvieron ya todos los criados? —Falta Higinio... —Pues ése, seguramente, es el que dará con ella. —¡Es que tiemblo porque le haya ocurrido alguna desgracia! ... —¿A Cristina?

—A Cristina, sí... naturalmente. ¡Supongo que tú te alegrarías! —¡No, Fermín, te lo juro! —La odiaste siempre.... —¡La he odiado y la odiaré...! Pero sería horrible. ¿No sabes que le juré a Ernesto velar por ella? ¿No sabes que sólo por ese juramento consintió en marcharse con Silvia? ¿No sabes que sufro más que si estuviera en el infierno? —¡Basta ya de lamentaciones y de quejas! Si no lo hubiéramos impedido, Cristina y Ernesto estarían casados a estas horas. Hubieras perdido a tu hijo... ¡te odiaría!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Ya lo sé. Pero hay algo que me grita en el fondo de la conciencia... algo que me dice que hemos cometido una acción horrible... —¿Quieres callarte de una vez? ¡Oh!, espera, llega alguien... La voz del indio Higinio suena en la ventana: —¿Se puede, su merced...? ¿Se puede…? —¡Higinio! ¡Es Higinio! —Entra... entra en el acto... Fermín ha ido, anhelante, al encuentro del indio, que se detiene con respeto sin atreverse a penetrar en la alcoba. Y María Manuela se incorpora también, nerviosa e impaciente, atropellando entre los dos las preguntas: —¿Sabes algo? ¿Traes alguna noticia?... —¡Habla! Dinos... ¿sabes por fin? —Sí, señor... Sé dónde está mi niña Cristina. Dios quiso que diera con ella... No saben sus mercedes cómo la busqué... porque... —¡Acaba de hablar!... ¡Abrevia...! ¿Dónde está? —¿Dónde la encontraste...? —Si sus mercedes me dejan les diré que mi niña Cristina está en el Convento... —¿Con las monjas? —Para allá la llevó don Juan Moraima. —Ese... ¡Oh! ¡Es el colmo! —Sí, patrón. Allí quedó mi niña en el Convento, diciendo que quería quedarse para siempre... María Manuela estalla, sin poder contenerse: —¡No tendremos tanta suerte! Fermín se vuelve, furioso. Ella explica, hipócritamente: —¡Me refiero al bien de su alma! La orden sale imperiosa de los labios de don Fermín: —¡Higinio!, prepara un coche y aguárdame en la puerta! ¡Pronto! —¿Para ir al Convento, señor? —¡Naturalmente! ¡Vuela! El indio ha salido. La viuda de Aguilar se cuelga del brazo de su hermano... —Fermín... ¿qué te propones? Si ella, de veras quisiera quedarse... —¡Ocúpate de tus propios asuntos! —¡Fermín, por Dios... escúchame! Déjala en el Convento. Le escribiré a la madre priora, le diré que cuenta totalmente con el apoyo nuestro. El Convento es lo mejor para ella. Todo se soluciona con eso... Es lo mejor que podía ocurrir... Fermín Requena se yergue, envolviendo a su hermana en una mirada del más profundo desprecio: —¿Es de veras, que todavía no comprendes? ¿Es que no te das cuenta de que cuanto he hecho es sólo porque mi amor por ella es más fuerte que todo?

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡Fermín…! ¿Qué estás diciendo...? —¡La quiero más que a nada, más que a nadie... más que a mi propia hija... ¿entiendes...? ¡No es nuevo esto para ti! —¡Pero, Fermín...! —¡Por impedir que fuese de otro no vacilé ante nada! Por conseguirla, por llamarla mía, no habrá nada que me detenga. Y si es cierto que juraste a tu hijo velar por ella, si quieres cumplir al menos ese juramento, ya que a tantos faltaste... —¿Yo...? —Tú, sí, tú, que tiemblas y reniegas; pero que a la sombra mía conseguiste tu empeño... Si quieres cumplir ese juramento, ayúdame a lograr que Cristina me quiera... que sea mi esposa; porque, oye bien lo que te digo, no tendrá una hora de paz, hasta que no me pertenezca. Y sale de la alcoba, sin aguardar la réplica de María Manuela... Ya en el patio, tronó llamando: —¡Higinio! ¡Higinio...! A la voz altanera de Fermín se acerca, manso, el indio... —Aquí me tiene, su merced. El coche está listo en la otra puerta. Pero quiero que sepa que mi niña Cristina no quiere ver a nadie. ¡Ni a mí quiso verme siquiera! ¡Es la primera vez que la niña Cristina no quiere nada con Higinio! Desde que era así de pequeñita, señor, yo estaba a su lado en todas sus penas y ahora ni quiso verme, señor... ¡Ni a mí ni a nadie…! ¡A nadie quiere ver la niña! —¿Quién te dijo eso? ¿Con quién hablaste tú? —Con la propia Madre Superiora, señor. Como la Hermana Tornera me conoce como cochero de sus mercedes los Aguilar, me dejó pasar para que ella misma me diera razón de la niña y por eso sé que la niña le dijo a la madre Concepción que quería quedarse siempre con ellas... —¡Es una ingrata! —Señor... —Sí, es una ingrata, o mejor dicho, no hay que tomarle nada de eso demasiado en cuenta. ¡Sufre! Está trastornada de pena. Es preciso que la volvamos poco a poco a la razón... Higinio... tú la quieres mucho, ¿no es cierto? Don Fermín se ha acercado al indio humilde, más triste y más humilde que nunca en aquellos momentos, apoyando, sobre la áspera lana del poncho campesino, su blanca y bien cuidada mano de caballero... Por primera vez le mira a los ojos y le habla como a un ser humano, queriendo penetrar su pensamiento: —Higinio, tú no deseas que tu niña Cristina se meta a monja, ¿verdad? No quieres que se encierre donde no podrás verla, ¿verdad? —No, no señor, no quiero... pero si ella así va a sufrir menos, que lo haga, señor... ¡que lo haga!... ¡Qué vamos a hacer! —¡Eres un cobarde y un necio! —¡Señor...! —Por las gentes a quienes queremos hay que luchar, y a veces hasta en contra de la voluntad de ellas... —No le entiendo, señor... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡Vas a comprenderme! Cristina no será feliz en el Convento, porque no tiene vocación religiosa. Ha ido allá impulsada por un desengaño, por una humillación que la ha herido demasiado profundamente. Por eso, los que bien la queremos, no debemos permitir que se meta a monja, sino, por el contrario, que vuelva al mundo... que sea libre y feliz en él... —¡Si mi niña Cristina me hubiese escuchado, hace tiempo que hubiéramos vuelto a Las Cumbres! Allí estaba en su casa cuando menos. —¡En la mía será dueña y señora! —¿Qué dice su merced? —¡Quiero a Cristina, Higinio! ¡Me casaré con ella! La pondré en el lugar que le corresponde... Tendrá posición, nombre, consideración, riquezas... Los oscuros ojos del indio se agrandan de asombro... —¿Con usted? ¿Casada con usted?... ¿La niña con usted, señor? Algo molesto, le replica Fermín Requena: —¿Qué pasa? ¿Qué dificultad encuentras? ¿Te parezco demasiado viejo? —No es eso, señor; pero si, la niña no lo quiere... —Si te interesa la felicidad de tu ama harás lo que yo te mande, por el bien de ella... —Claro que haré lo que usted me mande, señor... Mi deber es obedecerle... —Pero no como sirviente. No me estoy refiriendo a eso... Tengo que contar contigo como un aliado... Callarás lo que yo te mande callar, dirás lo que yo te ordene, sea verdad o mentira... ¿entiendes? Una máscara fría, de profunda desconfianza, cubre el rostro de bronce, cuya expresión ha dejado de ser ingenua... Lentamente parpadean los ojos negros de brillo metálico... y la blanca mano del caballero le zarandea sin poder ya remediar la impaciencia... —¿Estás entendiendo lo que te digo, Higinio? —Creo que sí, señor... —¿Y por qué no contestas? —Estaba pensando, señor... —¡Buen zorro estás tú hecho! Te advierto que si no sirves a mis planes saldrás despedido de esta casa inmediatamente... —¡Yo haré lo que mande su merced...! —¡Hum! Ya lo iremos viendo... Vamos, por lo pronto, al Convento. Hablaré con la Madre Priora, si Cristina no quiere verme...

—Ernesto... Ernesto... ¿no me estás oyendo? —¡Oh, sí, Silvia, perdóname...! —Te extasías mirando el paisaje, y yo como si no existiera... Es en el ancho portal que por los cuatro lados rodea una amplísima mansión de campestres líneas coloniales, que edificada sobre un leve montículo permite apreciar el espectáculo soberbio del anchuroso río Magdalena... Silvia, impaciente, está junto a Ernesto...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡Desde que llegamos estás clavado en esa baranda! Es casi de noche, pero las últimas luces del día se reflejan en el gran río sereno, como en un anchísimo espejo de plata bruñida, del que no se apartan los ojos de Ernesto hasta que las propias manos de Silvia le obligan a volver la cabeza... —¿Quieres mirarme a la cara, Ernesto? —Dispénsame, Silvia... ¿Qué me decías? —Llevo dos horas hablándote y no te enteras... —Perdóname... —Te has dado cuenta de que estamos absolutamente solos en esta casa, ¿no? Pero, por Dios, atiéndeme Ernesto, ¿estás sordo? Ernesto Aguilar regresa de las nubes. Casi malhumorado, responde: —Silvia, por favor... ¿qué es lo que quieres? La ha mirado como si no la comprendiese, descendiendo del mundo de sus cavilaciones y dolores. Está, efectivamente, solo con la mujer con quien se ha casado aquella misma mañana... Solo en la poética casa de campo enclavada en uno de los más bellos rincones de la tierra... Todo ha sido dispuesto de antemano por la solicitud de don Fermín Requena: los pasajes, la conexión de barcos, los criados eficientes, el mayordomo entendido y discreto... Van como servidos por las hadas, eliminadas las dificultades materiales... pero frente a aquella mujer que espera de él el amor y la vida, se siente helado, lejano, ausente... enfermas el alma y la voluntad... y oye sus reproches como si no los entendiera... —¡En todo el viaje has estado tieso y callado como un muerto! —Dispénsame... —"Dispénsame"... "dispénsame"... Parece que no supieras decir otra palabra... —Es cierto. Es la única que me sale de los labios... es la única que está en mi corazón. Siento como si ya mi vida no fuera más que un esfuerzo para pedir perdón: a ti y a ella... —¡A ella! ¿Has dicho a ella?... ¿A Cristina...? —No sé ni lo que digo, Silvia... Dispénsame otra vez... —¿Por qué? Al fin hablaste claramente. Tratas de decirme que no te intereso, que sigues enamorado de Cristina... que no sabes por qué te casaste conmigo, que ahora mismo no piensas más que en ella. ¿Es eso? ¿Es eso? ¡Dilo!... —¡Por favor, Silvia, cálmate! No quiero hacerte desgraciada... —¿Que no quieres hacerme desgraciada? ¿Pues qué otra cosa estás haciendo? —Ten un poco de paciencia... espera que mi alma se serene... Las últimas horas fueron tan horribles... —¿Las últimas horas...? ¿Te estás refiriendo a las de nuestro matrimonio? —¡Silvia...! —¡Oh, déjame! ¡Eres un imbécil... un perfecto imbécil! Ha corrido, llorando, hacia la alcoba próxima, con la esperanza de que él vaya tras ella, de que dé al fin una explicación de su extraña conducta; pero Ernesto sólo la mira alejarse, tristemente, y marcha luego muy despacio en otra dirección... Baja los pocos escalones que le separan de la tierra y se deja llevar, como por un impulso inconsciente, hacia las márgenes del río... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS A lo lejos, del pueblo cercano, llega un rumor de canciones populares... Música de bandurrias y una voz de hombre que entona la gracia nostálgica de un bambuco. Claramente llegan las palabras... Cuando de nuestro amor la llama apasionada, dentro de tu pecho amante contemples extinguida... ya que sólo por ti la vida es amada, el día en que me faltes me arrancaré la vida... Es noche cerrada; pero una luna tempranera asoma entre la salvaje maraña de los árboles, tornando en sedas cristalinas las aguas rumorosas del gran río, que parecen acompañar, dulces y dolientes, la canción de reproches y nostalgias: Por qué mi pensamiento, se llenó de este cariño, que en una hora feliz me hiciera esclavo tuyo... Lejos de tus pupilas es triste como un niño, que solloza soñando con tu acento de arrullo... que solloza soñando con tu acento de arrullo... Aun da Ernesto pasos vacilantes, sintiendo que sus pies resbalan al borde de las aguas... Luego, tomando una resolución repentina, vuelve a la casa en busca de Silvia...

—¡Silvia, jamás debí casarme contigo...! —¡Soy yo quien tendría que decirlo! ¿Por qué accedí a esto? ¿Por qué consentí en esto...? ¡Loca tuve que estar...! —Es lo que quería preguntarte, Silvia: ¿por qué consentiste...? —Tú me lo, propusiste... ¡Tú, tú! —Asegurándote, al mismo tiempo, que no podría amarte nunca... prometiéndote lo único que podía prometer: respeto y cortesía. Además, ¿no te diste cuenta de que yo estaba trastornado, fuera de mí, enloquecido por un sentimiento más fuerte que mi voluntad, sin más ansias que librarme de él salvando a Cristina? La ira estalla en las palabras de Silvia: —¡Cristina! ¡Cristina! ¡Siempre Cristina!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Sí. Por desgracia, tengo que decir lo mismo: mirando a mi corazón, mirando a mi conciencia, sólo puedo decir lo mismo que tú: ¡Siempre Cristina! —¡Basta! ¡Es el colmo...! —Si me amaras, mis palabras te herirían y eso sería un nuevo dolor para mí. Por fortuna, no me amas y es sólo tu amor propio el que sangra... —¿Y te parece poco? ¡Mi dignidad! ¡Mi orgullo! ¡Mi amor propio...! Pero, ¿y el tuyo...? —¡El mío no existe! ¡Si tú supieras de un dolor tan hondo, tan hondo como éste que me llega a mí hasta el fondo del alma, que parece quemar y morder en las raíces de mi vida...! —Pero, ¿por qué es ese dolor? ¿Por ella? —¡Por ella, sí! Contigo no puedo ni quiero fingir: ¡por ella! —¿Y por qué no te casaste con ella, ya que tanto la querías? —¿Casarme con ella...? ¿Pero, entonces, tu padre no te dijo...? —¿Qué tenía que decirme...? —¡Oh, Silvia!... ¿Es posible? ¿No sabes entonces...? —¿El qué? ¿El qué? ¡Dímelo tú si él no me lo ha dicho..! Estoy harta de disimulos, de silencios, de tapujos... ¿Por qué no te casaste con ella si era a ella a quien querías?... —¡Creo que tienes derecho a saberlo! Pensé que el tío Fermín me ahorraría este dolor... ¡Cristina es mi hermana...! El rostro dé Silvia se transfigura de sorpresa. —¡No!... ¿Qué dices...? ¿Es... una broma?... —Eres ya una mujer... bien puedes conocer la vida. Mi padre, mi pobre padre, cedió a la fuerza de una pasión que debió ser tan irresistible como la que yo siento... Por ella traicionó a su esposa y a su amigo; por ella manchó su vida para siempre, llenándola de remordimientos... de recelos y de angustia... Y de ese pecado nació Cristina, la criatura adorable, marcada desde la infancia con el más doloroso de los destinos: el de la desconfianza, el de la duda, el del misterio envolviendo su vida. Así vivió primero, sin recibir las caricias del que pasaba por su padre; así llegó a nuestra casa, para ser recibida por el odio y el rencor de la mujer engañada. Así, envuelta en el triste misterio de su nacimiento, llegó hasta mí despertando en mi corazón un sentimiento sacrílego... ¿Te das cuenta, Silvia? Todo el amor de hermano que debí darle, toda la protección, todo el cariño puro que le debía, fue, por causa de nuestra injusta suerte, una pasión criminal y sin sentido... —¿Y el tío Antonio nunca te dijo...? —Nunca... nunca Tal vez por eso me mandó lejos, tal vez por eso, durante años enteros me tuvo alejado del hogar... pero, ¿por qué no me lo dijo, Señor? ¿Por qué no me lo dijo?. Se ha sentado en el borde del lecho, tan profundamente abatido que ni aun las palabras acuden a sus labios, y Silvia le mira cambiada su sorpresa en curiosidad malsana, casi hostil... —¿De modo que la madre de Cristina...? —Antes de casarnos debí decírtelo, pero era demasiado duro y no era capaz de pensar por mí mismo... Acepté la idea que tu padre quiso poner en mi mente: la de casarme contigo y alejarme de allí, levantando con ello una muralla infranqueable entre Cristina y yo... Supuse que tío Fermín te habría enterado... en fin, no sé... El despecho responde por Silvia:

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¿De modo que para eso nada más les he servido? ¡Es el colmo! ¡El colmo! ¡Qué poca importancia le dieron ustedes a mi felicidad y a mi porvenir...! Tú, tú... ¡y mi padre! —¡No trato de sincerarme! Antes te dije que habíamos cometido un terrible error... una equivocación horrible, pero aun podemos remediarla... —No sé de qué manera. No estamos en Francia ni en los Estados Unidos... ¡Aquí se casa uno para toda la vida! —Ya lo sé... pero, en realidad, nuestra boda no existe... —¿Cómo que no existe? —No se ha realizado ni se realizará. La ley y la religión la anularán si tú lo pides... ¡Tienes perfecto derecho! —Y tú, naturalmente, pretendes que yo lo pida... —Me parece preferible que seas tú quien lo pida; pero si prefieres que lo haga yo... lo haré inmediatamente... Silvia estalla, burguesa y vulgar: —¡Magnífico! Dejarme plantada con ese "sambenito" arriba. ¡Qué fácil manera de arreglarlo todo! ¡Qué desahogo más exquisito! Te pareció que yo te servía, pues a casarte conmigo tranquilamente. Ahora piensas que te equivocaste, pues a mandarme a paseo y tú tan tranquilo.... ¡Qué fresco! ¡Pero qué fresco eres!... —No hables así... Ya conoces mis penas hasta el fondo... —¿Y qué esperas? ¿Que te compadezca? Bastante tengo con compadecerme a mí misma... —¡Óyeme, Silvia! —Déjame. ¿Crees que es poco lo que he oído? De modo que anulación de matrimonio, ¿eh? Pues no será, ¿sabes? No será. Eso sí que no puedes hacérmelo a mí. ¡Me llevarás a Europa! Me darás la posición que me has prometido... daremos la apariencia de un matrimonio feliz... —Sería preferible que afrontásemos la verdad de nuestras vidas.... —¡Yo no tengo por qué afrontar las consecuencias de un escándalo! Me prometiste consideración y respeto... es lo menos que puedo exigir de ti. ¡Y lo exijo! —¡Tendrás las dos cosas, Silvia! E inclina la cabeza, totalmente vencido...

—¿Todavía no quiere verme ni oírme, niña? —Higinio. .. ¿tú aquí? ¿Cómo has entrado?... Paralizada un instante por la sorpresa, Cristina ha reaccionado yendo hacia el indio Higinio, que aparece a la vez tímido y conmovido, bajo los arcos seculares de las anchas galerías que circundan el patio de los naranjos de aquel Convento donde su dolor ha hallado asilo. —¿Cómo te dejaron entrar? —¿Usted sabe los días que llevo rondando, niña? Desde el primero que quiso verla don Fermín y usted se negó... Usted puede esconderse de todos, pero no del indio Higinio, mientras al indio Higinio le quede vida...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡No hay nadie más leal que tú! Perdóname si en mi dolor me he olvidado de ti... si mi pena me hizo ser ingrata y egoísta... Sinceramente conmovida le ha estrechado las manos, mientras con gozosa humildad el indio sonríe... —Olvídese cuantas veces quiera... ya sabré yo seguirla. ¿No ve que para usted sólo vivo, niña? —Para bien poco, Higinio. Tú vives por mí y yo casi no vivo. —¡Usted vive por el niño Ernesto y él por usted, niña…! —¡Calla! ¡Calla! Ni su nombre quiero oír... —Así decía él... así mismo decía: "No quiero oír ni el nombre de Cristina", ¡y estaba llorando por usted, niña! —¡Mientes! Eso no puede ser así... —¡Yo lo he visto! Si yo le contara, niña... ¿No quiere oírlo? —¿Qué puedes tú contarme? No sabes nada, pobre Higinio no sabes nada sino que él no ha tenido el valor de defender nuestro cariño contra la voluntad de su madre, y todo acabó al fin... —Algo más que la voluntad de su merced doña María Manuela tiene que haber... Por eso solo no se hubiera rendido un hombre tan entero y tan cabal como es el niño Ernesto... —¡Algo más...! Pero, ¿qué más? No delires, Higinio... —Don Fermín... —Don Fermín, ¿qué...? —¡Él fue quien lo obligó a casarse... ¡Algo hizo... algo hizo! No sé qué sería, niña... nadie lo sabe; pero algo pasó aquella noche, cuando ya el niño Ernesto me había mandado preparar dos buenos caballos y estar listo para seguir, los dos solos, rumbo a los Manizales... Y al otro día salió, casándose con la niña Silvia. Y usted tiene que hacer algo, niña… usted cuenta conmigo y... Cristina se ha recostado en la gruesa columna de piedra, respirando con dificultad. No le sorprenden las palabras de Higinio. Son sólo la afirmación de lo que ella supone, de lo que su corazón a todas horas le repite... pero el son de aquellas campanas nupciales, que una tarde escuchara, parece volver a sus oídos... Ya es tarde para todo... Desesperada, responde a Higinio: —¡No hay ya por qué hacer nada, Higinio! ¡Vete! Vete y déjame... ¿No ves que sólo lucho por encontrar la paz, por olvidarme de mí misma? Déjame, Higinio. Razón tenía yo en no querer hablar con nadie ¡Vete, y no vuelvas más aquí!

—¿Te has propuesto que te despida, Higinio? ¿Cómo te atreves a dejarme esperando? —Perdóneme, señor, ya nos vamos. .. La mirada sagaz de Fermín Requena parece descubrir la tristeza y el desaliento en el rostro del indio, que va hacia el coche. Ha pasado algunos minutos esperándole en la calle, y le ha visto surgir de pronto casi a su lado, sin poder determinar por qué puerta ha aparecido, pero la sospecha le hace erguirse, enarcando las finas cejas. —¿Dónde estabas...? ¿En el Convento, acaso? —Su voz se hace apremiante, incisiva—: ¿Entraste al patio del Convento? ¿Por qué puerta? ¿Por qué medios? Y mansa y triste, responde la del indio: Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Entré, señor, pero tampoco a mí la niña quiere hablarme... —¿La viste, al menos...? ¿Tú la viste...? —Sí señor... —¡Entonces no es cierto que guarda cama! Deliberadamente me hace el desaire... No es verdad que está enferma... Tres veces he venido inútilmente... y otras tantas traté inútilmente de venir... —Enferma sí ha de estar, señor... tal y como la vi... más blanca y más mustia que una vara de nardos tronchada, y hasta sus ojos color de cielo lloran sin llorar, de puro tristes... La boca es una florecita sin color, y baja la cabeza como si las trenzas le pesaran... ¡Es como una palomita torcaz que llevara plomo en las alas. ..! ¡Ay, mi niña Cristina!... Con esfuerzo domina su emoción don Fermín... —¡Está bien, basta ya! Todo sería distinto si se dejara guiar... ¿Cómo va a estar, después de todo, encerrada detrás de estos muros, donde casi no llega el sol ni el aire? —Sol y aire sobran allá adentro, patrón, pero a mi niña Cristina se le enfermó el alma... se le murió el corazón cuando el niño Ernesto se casó con otra y se fue... Y no hay remedio que la salve... Ha bajado la cabeza, estremecido por el dolor más profundo, mientras Fermín Requena traga el buche amargo de sus celos, para exclamar al fin: —¡Nadie la quiere más que yo! Si no fueras un estúpido lo comprenderías... Harías lo posible por llevar a su ánimo la seguridad de que a mi lado podrá ser dichosa... —¡Ella no quiere ya nada! Mi niña Cristina es de las que quieren una sola vez y los que le arrancaron ese amor del alma es como si la hubieran matado... ¡peor que muerta vive...! —¡Está bien! Peor para ella entonces... peor para todos... Sube al pescante pronto... ¡llévame a casa! Mejor, apártate. Déjame las riendas a mí... Ha empuñado el látigo y las riendas, ha azotado a los caballos con furia insensata y el coche se aleja dando tumbos por las viejas calles de Medellín...

—Toma. Carta de tu hijo. —¡Al fin! Pero... ¿abierta? —El sobre venía a mi nombre y con letra de Silvia. Léela, ya que tienes tanta impaciencia... María Manuela ha leído una y otra vez la breve carta de su hijo, mientras su hermano permanece de pie, como abstraído en sus amargos pensamientos. —Son dos líneas... dos líneas recordándome mi promesa de velar por Cristina. .. Y es la primera, la única después del cable en que nos anunciaban que habían llegado sin novedad. ¿Dices que venía en un sobre con letra de Silvia? ¿No te ha escrito ella a ti? —¡Sí! Todo son quejas... el frío de Europa, la falta de amistades... Me pide que le mande más dinero y que active el nombramiento de Ernesto para la Embajada de Viena, que todavía no les ha llegado... —¡Fue una locura el irse antes de tener ese nombramiento!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Parece que no recuerdas cómo arreglamos lo de la boda. No hubo tiempo material de más. Después de todo, ¿qué importa que lo nombren o no Canciller en Viena...? —Sí... a ti no te importa... Ya tú lograste tu propósito: alejarlo. —¡También tú deseabas que se alejase de Cristina! No tienes porqué, ahora, echarme nada en cara... María Manuela ha cerrado los ojos. Está pálida y cansada. Su respiración se hace fatigosa cuando alza la cabeza para enfrentarse con su hermano… —Yo tenía el alma envenenada de celos... Toda mi vida de casada fue un infierno de celos, por culpa de aquella Isabel Clara que ni aun después de muerta me dejó en paz... ¡Esos celos me cegaron, me hicieron escucharte... obedecerte! En mala hora, Fermín... en mala hora. ¿Hasta cuándo va a detenerse el mal que hicimos? —¿Quieres callarte? —Ya callo hasta no poder más; pero estas líneas de mi hijo, en que lo adivino profundamente desgraciado... —¡Basta... es intolerable! ¡La vida es de los fuertes, de los audaces... de los que no se arrepienten jamás! ¡Hice mal en hacerte cómplice de mis planes... pero no te preocupes, seguiré yo solo de ahora en adelante...! —Fermín, ¿qué intentas? —Por lo pronto, librarme de tu intolerable presencia. Saldré para Bogotá esta misma noche.

—Cristina... Sor Concepción de los Dolores ha entrado a la celda que habita Cristina en la parte del Convento que da sobre el patío de los naranjos, tan apartada del bullicio de las alumnas como de los severos claustros de monjas y novicias. Es una habitación clara y soleada, por cuyas ventanas abiertas entra, inútilmente para aquella alma torturada, la gloria tropical de la tarde de verano... —¡No quiero salir nunca de estas paredes, Madre! No quiero saber de nada ni de nadie... —Ya sé que es tu deseo y como tal lo he respetado... Pero hoy ha ocurrido algo nuevo, algo inusitado... ¡No es don Fermín Requena el que llega en su visita diaria, ni tampoco ese Juan Moraima a quien también rechazas, sino alguien a quien debes un poco más de consideración. La viuda de Aguilar está en el locutorio... —¿Doña María Manuela? ¿Ella...? ¡No es posible! —Es raro... Empecé por decírtelo. En los años que pasaste aquí, como alumna, jamás te visitó... —¡Pero si decían que estaba enferma...! —Y lo está. No hay más que mirarla. La señora viuda de Aguilar te suplica, te ruega que la oigas y, en caso de que por motivos de salud no puedas dejar tu habitación, me ha solicitado el permiso para entrar hasta aquí... permiso que, naturalmente, yo no pude negarle. —¡Pero es que yo no quiero verla...! A ella, menos que a nadie... Dígale usted que no se acerque... que no pase. —Es tarde ya... mira...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Sí, ya era tarde: Doña María Manuela Requena, viuda de Aguilar, estaba en la celda de Cristina... Había visto su ademán de repulsa, había escuchado sus últimas palabras, pero nada ha detenido su impulso ni borrado de sus negros ojos la dolorosa expresión suplicante. Su voz gime, más que habla: —Te ruego que no me rechaces, o al menos que me escuches antes de negarte a mi ruego. Con rencor frío y cortés, replica Cristina: —He rechazado a verdaderos amigos, a personas a las que sólo debo atenciones y halagos… a criados fieles que me conocieron y me quisieron desde que yo era niña, a gentes que tenían derecho a mi consideración y a mi afecto. Sin embargo, usted... usted... —Tienes razón. No tengo derecho a pedirte nada. Pero he venido en nombre de los Aguilar y obedeciendo a la voluntad de ellos. Él que está muerto y él que está vivo me ordena acercarme a ti, a pesar de todo lo pasado... Se ha detenido llevándose las manos al pecho como si al corazón le costara trabajo seguir latiendo, como si el aire le faltara, y sólo entonces, un tanto calmada su agitación del primer momento, Cristina la mira reparando en el terrible cambio que se ha operado en ella: el rostro palidísimo, las ojeras hinchadas, amoratados y marchitos los labios, el cuerpo adelgazado y vacilante. . Discretamente, Sor Concepción de los Dolores ha salido dejándolas solas... y la voz cansada de María Manuela vuelve a elevarse con esfuerzo: —Cristina, no quiero hablar de los motivos que puedas tener para odiarme... ni de las tristes razones que me impidieron ser para ti lo que debí ser, cuando siendo niña llegaste a mi casa; pero quiero recordarte que no te rechacé, que no sufriste de mi mano malos tratos, que yo... —Mejor ni siga hablando... Antes dijo que no quería hablar de eso. No me obligue a recordar las horas amargas de mi triste infancia, no me obligue a decirle que la frialdad, el despego, el odio y la injusticia, muchas veces hieren más el alma de una criatura que cualquier maltrato material, y que su desprecio y su hostilidad me han seguido siempre... ¡hasta secar mi vida! —Tal vez, Cristina... No puedo negártelo, no puedo decirte mis razones ni hablarte de mis sentimientos, que acaso te hicieran comprenderme un poco más ahora que eres mujer, ahora que sabes lo que es amar y que tal vez sabes lo que son los celos... —¡Basta! ¿Por qué dice eso? ¿Ha venido a gozarse en mi tormento? —¡Oh, no, no...! ¿Cómo puedo gozarme en el tormento de nadie? ¿No ves las huellas del sufrimiento reflejadas en mi cara? —No tiene por qué sufrir... cuanto usted quería lo ha logrado. .. —No, no, no lo creas... —Su hijo se casó con quien usted quería, sometiéndose a sus mandatos, y yo he salido para siempre de su casa. No le queda más que ser feliz junto a los suyos... y olvidar que yo todavía vivo. ¿Por qué no lo hace? —Si te quedas aquí, si tomas los hábitos sin verdadera vocación, como vas a tomarlos, no gozaré de una sola hora de paz... no tendré un minuto de reposo. Aquellos a quienes únicamente amé, vivos o muertos, me perseguirán con sus reproches, con su desprecio... No me perdonarán jamás... ¿no lo comprendes? Ernesto, mi único hijo... el que hubiera podido ser mi gloria y mi consuelo...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —No lo nombre más. ¡Calle!, ¡calle! —Y Antonio, al que tanto atormenté, justamente porque lo idolatraba... Ahora me parece que su sombra me maldice, que por causa mía no puede descansar en paz... —Él sí me quería... él sí fue para mí como un padre... Si él hubiera vivido... ¡usted no me habría arrebatado a Ernesto! —Ahora soy yo quien te ruega que calles... Se ha cubierto el rostro con las manos y sus hombros se estremecen en sollozos convulsivos y ahogados, pero un ciego rencor exalta las palabras de Cristina: —¿Por qué llora si ha triunfado en todo? ¿Qué más quiere, si nos ha destrozado el alma alejándonos para siempre? —¡Cristina... hija mía...! —El mal que nos ha hecho es irremediable... Goce usted de él ya que lo ha logrado, ya que nada puede cambiar... —No digas que ya no puedo hacer nada... ¡No digas que no me perdonarás nunca! —Dicho está. Y ahora, por favor, márchese, salga... Déjeme al menos con mi dolor en paz... —Óyeme, Cristina, estoy enferma, muy enferma... Tal vez no vea la luz de mañana. No me niegues un poco de piedad. Tú eres buena, yo sé que tú eres buena... —Fui buena, ya no lo soy. Ahora no hay más que odio y rencor en mi alma. ¡Hasta a él creo aborrecerlo! Me han amargado y envenenado hasta hacerme incapaz de la piedad. ¿Quería saber eso? Pues ya lo sabe. No tomaré los hábitos... no puedo... No puede consagrarse a Dios quien tiene, como yo, el infierno en el alma. Pero de cualquier modo, para usted, para ustedes, es como si mi vida se hubiera terminado. Y ahora, salga... María Manuela Requena de Aguilar ha salido sin una palabra más. Baja la frente, encorvada la espalda, temblorosos los pasos... como una sombra dolorosa de lo que fueran su orgullo y su maldad...

—Cristina... Al tono suave de la priora, Cristina ha levantado la cabeza. Largo rato había quedado inmóvil, dejando correr sus lágrimas, desde que María Manuela abandonara su celda Ahora las ha secado y alza la azul mirada interrogadora hasta el rostro de dulce severidad que enmarcan las tocas blancas... —¿Se fue ya? —En este instante salió el coche. Fue preciso atenderla y hubiera sido preferible que se acostara un rato, pero no quiso detenerse más. —¿Acostarse? —Sufrió un síncope al llegar al locutorio. —¡Ah...! —Un buen susto pasamos. Creí durante un momento que se nos quedaba. —Pero, ¿tan mal está?

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —A mí me ha parecido que está muy mal... Y, como según dijeron los criados que la acompañaban, no ha consentido en que llamen a ningún médico... —Es bastante raro eso. Doña María Manuela solía hacerse cuidar aun cuando no tuviera nada, o casi nada... —Ahora parece que ha cambiado... La verdad es que sola entre los sirvientes... —¿Por qué sola? Le sobran familiares. —El hijo y la sobrina están en Europa... el señor Requena salió hace dos días para Bogotá... —¿Don Fermín se ha marchado? —Parece ser que su última visita tenía por objeto rogarte que te quedaras junto a su hermana durante su viaje que durará varias semanas, pero como no pudo hablarte... Tengo entendido que todo anda ahora manga por hombro en aquella casa. Les haces mucha falta... —¿Qué trata de decirme, Madre? —Ya sabes que siempre quise que te quedaras con nosotras y que, si quieres quedarte, estas puertas no se te cerrarán lamas; pero la señora de Aguilar, al marcharse, casi con el aliento me ha suplicado que te diga que está muy sola... y que aun confía en que tu bondad te impulse por lo menos a visitarla... —¿Dijo eso? ¡Es el colmo! —Yo no sé lo que habrá pasado entre ustedes ni quiero forzar una confidencia de tu parte, pero la señora de Aguilar es como un alma en pena que espera tu perdón, como puede esperarse la bendición del cielo... Eso sí lo sé. ¡Y te haría tanto bien a ti misma otorgárselo...! —Madre, por favor... —Perdonar esas ofensas, por crueles que hayan sido, te es absolutamente necesario para liquidar, como deseas, con tu vida pasada... Si yo fuera tu confesor te lo impondría como primer ejercicio espiritual antes de aspirar al noviciado. La mirada penetrante de la priora se ha fijado en el rostro de Cristina, que de pálida que estaba se ha tornado más blanca que la cera de los altares, y su mano acude a sostenerla con afectuoso gesto al verla vacilar. —Ven conmigo a la Capilla. Rezaremos un rato... En la oración encuentra a veces el alma su verdadero camino... —Para mí todos los caminos parecen haberse cerrado... —¿Tan insoportable te parece pasar unos días en casa de los Aguilar? Estarás sola con la que fue tu enemiga, podrás pagarle con caridad todo cuanto ella te ha hecho sufrir. ¿No te parece una ocasión única de cumplir el divino decreto de nuestro redentor? "Yo os digo que habéis de amar a los que os persiguen y hacer bien a los que os aborrecen" —¡Madre! ¡Madre! —Cuando regreses todo estará arreglado para que entres al noviciado como aspirante y, si tu vocación persiste y tu salud lo permite, tomarás los hábitos. Pero esa prueba es necesaria... —Está bien. Acepto, Madre, acepto... Mañana volveré a casa de los Aguilar.

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡Niña Cristina! ¡Pero qué alegría! —Cristina, hijita... ¡qué sorpresa más grata! En el ancho portal oscuro de la casona de los Aguilar, dos figuras familiares han ido al encuentro de Cristina: el fiel indio, tembloroso de dicha al verla otra vez, y la bondadosa ama de llaves de "Las Azucenas" que, como una madre, la estrecha en sus brazos... —Hace un momento llegó el aviso de la Madre. No sabíamos si Higinio debía ir a buscarte. No hemos tenido tiempo de preparar a la enferma... —¿Sigue mal doña María Manuela? —Muy mal, mi niña, muy mal. Y llamándola a usted y al niño Ernesto a todas horas... Cristina ha temblado. Ha sentido el impulso de huir de aquella casa. Piensa que no podrá resistir la prueba que ha de abrirle las puertas del noviciado. Todo a su alrededor le recuerda momentos horribles: los muebles, el patio, los rostros de Higinio y doña Carmen, el gesto doliente con que la anciana parece pedirle perdón por las culpas ajenas... —¡Dios te bendiga por haber venido, hijita! Efectivamente, no hace más que llamarte y eres muy buena perdonando... —No hago sino cumplir con las obligaciones del que será mi nuevo estado. Le ruego que no me hable más de eso, doña Carmen. En realidad, pensé que doña María Manuela estaba sola. Estando usted, mi presencia no es necesaria... —¿Por qué dices eso, Cristina? ¿Acaso te ha disgustado encontrarme aquí? ¿Me guardas a mí también rencor? —No, doña Carmen, usted obedeció órdenes de quien podía mandarla. Calló lo que le ordenaron callar. —Por tu bien, sólo por tu bien... o creyendo que era tu bien al menos. El médico también me había dicho que un disgusto para ti podía ser causa de otra gravedad... —Está bien; después de todo... ¿qué más da? No he venido a recordar el pasado sino a olvidarlo. Me haré cargo de la enferma, que es a lo que he venido. ¿Está doña María Manuela en su mismo cuarto de antes? —No, ahora ocupa el que fue antes de don Antonio, junto al despacho... —Pues voy allá. Se aleja, mientras la anciana y el indio comentan con dolor, en voz baja: —¡Dios mío, cómo ha cambiado! —¿Verdad? —Es otra... es otra... Cualquiera diría que ya viste las tocas y los hábitos mi niña Cristina... ¡Y ni mira al indio Higinio!

—¡Cristina...! —Aquí estoy, señora. ¿Quiere usted algo? —¡Has venido! ¿No es un delirio? ¿No estoy soñando? ¿Has accedido por fin a mis súplicas? —La madre Concepción de los Dolores me ha ordenado hacerme cargo de su atención mientras usted no se reponga, o regresen sus familiares. Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¿La madre Concepción...? Ya comprendo... Has comenzado tu aprendizaje de religiosa... Obedeces una orden... Cristina ha permanecido silenciosa, más profundamente emocionada de lo que quiere aparentar. En aquel lecho oscuro con doseles de seda, donde vio agonizar a Antonio Aguilar, María Manuela tiene, en efecto, el trágico aspecto de una moribunda. Sólo horas han pasado desde que Cristina la viera en la mañana del día anterior, y parece que varios años la hubieran marcado con su huella de destrucción y de cansancio... —Usted me prometió que no hablaríamos del pasado. Le ruego que sostenga esa promesa y que procure descansar. Con su permiso voy a mandar a buscar al doctor Olmedo... —Gracias, Cristina, gracias... al menos él... La voz se ha ahogado en su pecho... sus ojos van hasta el gran retrato de don Antonio que parece presidir la estancia. Un retrato que Cristina no recuerda haber visto nunca, mandado colocar allí por el tardío arrepentimiento de aquella mujer extraña. Y una ola de profunda compasión la invade, pero pasa... pasa sobre la roca de rencor, dejándola intacta. Fría y amable se dirige a doña Carmen que llega en aquel momento: —Voy a enviar por el médico. Quédese junto a ella, doña Carmen.

Cristina ha dejado atrás el primer patio, como si huyese. Huye de sí misma, de sus recuerdos, de la lucha de su alma, de los mil sentimientos encontrados que se despiertan atormentándola. Huye de aquel ayer tan vivo aún, pero se detiene, como si el corazón amenazara ahogarla, al cruzar frente a la puertecilla por donde saliera la última vez de aquella casa. Un instante cree ver la figura de Ernesto, pálido, mudo, el gesto desesperado, y, como al conjuro de su recuerdo, la puerta lateral se abre desde fuera por alguien que tiene una llave. Al verlo, Cristina lanza un grito: —¡Don Fermín…! —¡Cristina...! ¿Es posible? ¿Tú en esta casa...? El espanto de Cristina se troca en ira: —Mintieron al decirme que estaba de viaje. Fue una estratagema para hacerme regresar, fue... —No, Cristina, te lo juro, llego en este momento. Asómate a esa puerta si no me crees. Verás mi equipaje. No miento. No tengo por qué mentir. Iba para Bogotá, pero de Puerto Berrio he regresado a causa de un cable que me detuvo en el momento de embarcar. ¿No me crees? ¿Quieres verlo? Aquí está, léelo tú misma. Como jugándose el todo por el todo, le ha puesto ante los ojos el papel desdoblado que Cristina lee de un solo golpe, sintiendo como si una montaña se desplomara frente a ella, como si un mar embravecido subiera de su pecho hasta su garganta... —¿Qué...? Fermín la mira saboreando la amargura de cuanto en aquel instante desborda también su alma; pero su voz es serena, fría y cortante al leer en alta voz el cable... como si quisiera grabarlo en sus oídos: —"Regresamos a casa. Ernesto". Yo también tenía para ti una sorpresa. Se lo anunciaremos a su madre. Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Y se alejó, domando el loco deseo que la sola presencia de Cristina ha encendido...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS

CAPÍTULO 17 EL REMORDIMIENTO —Fermín, ¿has regresado? ¿Cómo puede ser? ¿Ha ocurrido algo malo? Con esfuerzo, trémula de sorpresa, María Manuela se ha sentado en el lecho al ver entrar a su hermano, pero él responde, serenándola: —Creo que todo lo contrario. Este cable detuvo mi viaje a Bogotá. Es de Ernesto... Regresan... Míralo por tus ojos. "Regresamos a casa. Ernesto". —¡No puede ser, Dios mío...! ¡Imposible! —Cálmate. Pensé que ibas a alegrarte. ¡Decididamente, María Manuela, tienes los nervios destrozados! —Estoy enferma de sufrir. Ni mi corazón ni mis nervios pueden más... —Yo soy el que debía de estarlo; sin embargo, ya lo yes, no me doy por vencido. La enferma toma con angustia sus manos... —¡Fermín, óyeme! Óyeme y deja que lleguen mis palabras hasta tu alma. ¿Es que no te dice tu conciencia hasta qué punto hemos hecho mal? ¿Es que no hay lugar en tu corazón para los remordimientos? ¡No tenemos derecho a ser felices a costa de las vidas que hemos sacrificado. No lograremos nada. Tú luchas en vano y yo siento esta enfermedad desgarrarme las entrañas. Dios no permite... —¿Piensas que es un castigo del cielo? ¡Por Dios, hermana! Todo lo que tienes es la histérica manía de agrandar las cosas... —No, Fermín, es la seguridad de la mano de Dios que debe herirnos porque lo merecemos... La angustia del castigo que aguardo y que me priva hasta de la facultad de alegrarme al saber que mi hijo vuelve, que tal vez pronto estará en mis brazos; pero con él vendrá también el gran dolor que le he causado... —¡Oh, no! No adelantes los acontecimientos... Yo aun confío en que la gracia y el talento de Silvia le hayan hecho olvidar su romance infantil y que al fin podamos vivir en paz... Yo no renuncio a mi amor, ni tú debes renunciar a la idea de ver feliz a tu hijo. Ahora cálmate y reponte... Creo que por lo menos tardarán tres o cuatro semanas en llegar... Tranquilízate. Nada hay más socorrido que un día detrás de otro. Ya verás... Un día tras otro, las cuatro semanas han pasado... Unas horas han volado raudas, otras han caído lentas, como gotas de plomo sobre el silencio de la casona, sobre la paz de la capital provinciana, sobre los corazones que ansiosos aguardan... Y aquel día, aquel día, anunciado ya el regreso de Ernesto, don Fermín entra en la alcoba de su hermana, acaso más triste y abatida que nunca... —¿Pero no vas a levantarte ni siquiera hoy? ¿No vas a venir a la estación? —¡Tráelos pronto! Me parece que voy a morirme sin volver a ver a mi hijo…! —Quítate de la cabeza esas ideas lamentables y ya verás cómo sanas. Estás mejor... Olmedo me aseguró que estabas mejor. Gracias a los muchos cuidados... —y agregó un elogio para Cristina.

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —No es posible hallar, en efecto, una enfermera mejor que ella. Te aseguro que su abnegación es admirable, su tacto, su suavidad... —¡Menos mal! Conmigo sigue siendo la misma del primer día de su regreso. Silenciosa como una estatua, huidiza como una sombra... —¡No te querrá jamás, Fermín! Convéncete... Fermín Requena enrojece de ira... Cortando su violenta respuesta, llega la voz del indio Higinio: —El coche está listo, su merced, y creo que ya es hora de ir a la estación... Mordiéndose los labios sale Fermín, en silencio...

—Ayúdeme a llegar hasta el sillón, doña Carmen. —Con mucho gusto, señora... Pero si se siente tan fatigada, no sé por qué no los espera en la cama… —¡No puedo! ¡Tengo una angustia! Van a encontrar tan triste esta casa... —Todo se ha arreglado como para una fiesta... Hay flores en todos los cuartos. También una cena fría, por si quieren tomar algo al llegar... —¿Quién dispuso todo eso? —Cristina, señora... En todo el día no ha descansado... —¿Dónde está ella ahora? —En su cuarto. ¿Quiere usted que la llame? —No. Cuando ella no ha llegado aquí, supongo que se estará arreglando. ¡Ay, Dios mío...! Doña Carmen se acerca, compasiva, al doloroso suspiro de María Manuela: —¿Se siente peor, señora? —No... es la impaciencia. Abra usted bien esas ventanas... me falta el aire... Y, además, quiero verlos... —Sí, sí señora... ¿Quiere que le traiga una taza de tila? —No me vendrá mal. —¡En seguida! Se ha ido tras dejar las ventanas abiertas... María Manuela queda sola, temblando de impaciencia y de angustia. Con esfuerzo deja la butaca para ir hasta la ventana... Cada lejano rumor que llega de la calle acelera los latidos de su corazón cansado, y al fin se vuelven sus ojos hacia el retrato de Antonio Aguilar, que parece mirarla con gesto severo desde su marco de caoba. —Si nuestro hijo volviera dichoso... Si fuera feliz con Silvia, tendrías que perdonarme...

—¡Mamá...! —¡Ernesto... Hijo de mi alma! María Manuela ha echado los brazos al cuello de su hijo, mientras un sollozo tiembla en su garganta. Le ha bastado mirarle para perder aquella última esperanza a la que su conciencia se agarraba... El rostro de Ernesto, entristecido y frío, está bien lejos de ser el espejo de la dicha que Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS la madre anhela ver en él reflejada... Una profunda arruga hace severa la línea de sus cejas, sus labios se pliegan en un gesto cansado y amargo, que le da un extraordinario, parecido con su padre... Tras él aparece la figura de Silvia... Un momento le echa cariñosa los brazos al cuello. —¡Tía María Manuela! ¿Pero qué es eso de enfermarte? —¡Silvia... hija mía...! Desechado el luto, radiante de elegancia, Silvia ha penetrado en la alcoba de María Manuela y, envuelta en los saludos con que responde a bienvenidas y parabienes, sale la queja que parece desbordar su alma: —¡Te aseguro que es lo último que me faltaba después de este viaje! Lo que me ha hecho Ernesto es imperdonable... —¿Qué te ha hecho Ernesto? —Empeñarse en volver, solamente porque el nombramiento no acababa de llegar... Te digo que vengo furiosa... ¿Tú sabes lo que es traerme de París, cuando por fin empezaba a divertirme, cuando había hecho las primeras amistades...? Fermín interviene casi ásperamente: —¡Vamos, hija, vamos! No marees tan pronto a tu tía, que se siente mal. Ven a la sala... Hay allí algunos amigos que quieren verte. Deja descansar a tu tía... María Manuela se ha dejado caer en la butaca, húmedas las sienes de sudor helado... Espera que su hijo quede junto a ella, pero Ernesto sale rápidamente de la habitación, y va hacia la puerta que conduce al segundo patio... Va en busca de Cristina, necesita verla. .. No se atreve a llamarla; pero el nombre adorado tiembla en sus labios como puede temblar una oración... Así llega hasta el cuarto de ella... La puerta de su alcoba está cerrada; a través de la cortina de tul, que cubre la ventana, cree adivinarla, en el reclinatorio, de rodillas, juntas las manos y cerrados los ojos, como si rezara sin mover los labios… Un paso que llega rápido a su espalda le hace volverse. —¿Eh...? —Perdóname, sobrino. Vine detrás de ti porque te vi tomar el rumbo equivocado... Tu cuarto, como comprenderás, no es el de antes. María Manuela se ha empeñado en arreglar para ustedes la alcoba principal, la que ocupó ella siempre... Ernesto ha mirado a su tío con mirada tan fija, tan dura y penetrante, que don Fermín Requena se ha desconcertado por un momento. Luego vuelve a sonreír, echando mano de su admirable mundología... —Bueno... todo eso suponiendo que al tomar este camino haya sido con la intención de irte a descansar un rato a tu cuarto... ¿O llegabas en busca de Cristina? El tono de Ernesto es exasperado: —¿Por qué pregunta lo que de sobra sabe? —No has cambiado mucho, Ernesto... ¡Sigues en el mismo estado de ánimo, tan profundamente desagradable como cuando te marchaste...! —Mi madre me escribió que Cristina estaba en el Convento, que quería tomar los hábitos...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Así es; pero el peligro, momentáneamente al menos, se ha conjurado. Tu pobre madre fue personalmente a rogarle que viniera, a pesar de estar tan delicada como has visto. Lo ha hecho sólo por ti, y representa un sacrificio que nunca le agradecerás bastante. .. —¿Sigue usted pretendiendo casarse con Cristina, tío Fermín? La mirada de Ernesto ha relampagueado al clavarse en las pupilas de don Fermín, que la sostiene sonriente, dueño, como casi siempre, de sus nervios y de su voluntad. Con gesto de indulgencia responde a lo que en ella lee: —¡Vuelves con las mismas chiquilladas... con las mismas locuras de antes... Por lo demás, no creo que pueda importarte que se case Cristina, siempre que sea con un hombre honrado. ¿No te has casado tú? En voz baja, ronca de ira y dolor, responde Ernesto: —Sí... me he casado; y porque me casé sin saber yo mismo lo que hacía, quiero evitar a Cristina que pueda sucederle otro tanto. Rota mi vida, destrozada mi felicidad, no tengo más misión que velar por la de esa criatura... Fermín Requena se contiene con esfuerzo. Su respuesta es correcta y cortante: —¡Me parece que eres el menos indicado! Otros hemos tomado ya el asunto a nuestro cargo y tu intervención no puede sino perjudicarla... demasiado lo sabes. —¡Tío Fermín!... —¡Basta! Mi paciencia y mi deseo de compaginar las cosas, tienen también un límite, Ernesto. Recuerda que aun no te he preguntado por la felicidad de mi hija, que es la única persona, ¿oyes bien?, la única mujer por quien tienes el deber de velar. Ernesto va a responder con violencia, pero Silvia aparece de pronto junto a ellos. Su tono es irónico: —¡Caramba! Ahora la reunión es en el segundo patio... ¿Te han nombrado inspector de las cocinas, papá? De Ernesto no hablo, porque ya se sabe... ¡siempre hace lo más absurdo, lo más extravagante...! Se ha colocado entre los dos hombres, mirando alternativamente los rostros alterados y la cerrada puerta del cuarto «le Cristina... Una sonrisa malévola y frívola juguetea en sus labios cuando dice por fin: —Tía María Manuela preguntaba por ustedes dos... Las visitas quieren saludar a Ernesto... Ha mirado a Ernesto, como desafiándole; pero éste permanece impasible, como obedeciendo a la costumbre de no oír cuando Silvia habla. Sin embargo, ella lanza ya el ataque directo: —¿Es cierto que Cristina va a meterse a monja? Me dijeron que estaba en la casa. ¿No sale a saludar...? Fermín Requena toma de nuevo el partido de la diplomacia: —Más vale que dejemos a Cristina en paz, hijita... y que vayamos a ver tu cuarto. Tu tía lo ha hecho arreglar para ti especialmente... —De cualquier modo estará bien. Para el tiempo que vamos a quedarnos... porque no te figures que voy a permitir que me entierres aquí, Ernesto. —¡No pienso enterrarte en ninguna parte! Eres libre de entrar y salir y hacer lo que te plazca... —¡Naturalmente que soy libre, pues no faltaba más! Me estaba refiriendo a lo de quedarnos en Colombia. Consentí en venir para que arreglaras lo de tu nombramiento, pero nada más... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡Justamente iba yo para Bogotá a arreglarlo! Por una vez me atrevo a darle la razón a Silvia, opinando que fue una ligereza volver sin esperar noticias mías... pero todo tiene remedio. La próxima semana podemos ir juntos a Bogotá, y, en presencia tuya, los arreglos serán más fáciles... —¡No iré a ninguna parte, tío Fermín! No tengo por qué mendigar empleos, ni obligar a nadie a que me nombre nada. No tengo ningún interés en volver al extranjero. —¿Qué estás diciendo, Ernesto? —Sencillamente, que nos quedaremos en casa, sin preocuparnos mucho de tu aburrimiento, ya que generalmente te aburres en todas partes. Con tu permiso voy a ver qué quería mi madre, y a saludar a toda esa gente que, según tú, tiene empeño en verme... Se ha ido muy de prisa. Silvia, furiosa, se vuelve a su padre: —¿Has visto, papá...? —Estoy viendo, hija mía... viendo y lamentando. ¡Qué le vamos a hacer! Siempre tuvo ese genio violento, pero pensé que con tu habilidad... —¡Mi habilidad es inútil con un hombre que no me quiere, con un hombre a quien no le importo nada! —¡Vamos, vamos... no exageres! —¡Soy muy desgraciada, papá... muy desgraciada! —¡Calma, calma...! —¡Y así mismo acabo de decírselo a tía Manuela...! —¡Pues has hecho muy mal! Tu tía está enferma... los disgustos la agravan... —¿Por qué no me dijiste la verdad antes de casarme? ¡Si yo hubiera sabido por lo que Ernesto se casaba conmigo, no lo hubiera aceptado! —¡Silvia! ¿qué dices...? —¡Lo sé todo, sí... lo sé todo! No me mires con esa cara de espanto... Ernesto me lo dijo desde la primera noche y desde entonces me ha tratado como si yo fuera un mueble, y esto no hay quien lo sufra, papá... ¡Esto no tengo por qué soportarlo! Si Ernesto no me quiere... —¡Baja la voz! ¿No te das cuenta que pueden oírte? —¡Ernesto sigue enamorado de esa idiota de Cristina, a pesar de saber que ella es...! —¡Cállate! Si ella te oyera... —¿Es que ella no lo sabe? —Ni lo sabe ni debe saberlo nunca... —¡Pues yo he venido dispuesta a acabar de una vez con todo, hablándole claro! —Te guardarás muy bien de semejante disparate. No lo harás, porque te juro que... Se ha mordido furiosamente los labios. Una voz juvenil llama a Silvia desde el otro patio. —Tus amigas te están buscando. Ve con ellas y disimula tu disgusto... Si no, vas a disgustarme seriamente... Mira... ahí tienes a una... —Silvia querida... ¡estaba loca por saludarte! Alegremente ha llegado Anita Mendoza. Silvia hace un esfuerzo y sonríe, halagándola: —¡Anita, qué linda estás...! .

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Tú sí estás deslumbrante... Naturalmente, vienes de la ciudad de la elegancia: París... París y, además, la felicidad se te ve en la cara... —Es cierto... soy la más feliz de las mujeres, y Ernesto el marido ideal... ¡Ven conmigo si quieres saludarlo! Se han ido, charlando y riendo... Fermín Requena ha enjugado el sudor frío que le baña la frente. Luego, muy despacio, se acerca a la ventana de Cristina y queda contemplando la inmóvil figura de la muchacha arrodillada, mientras la última bocanada de su despecho le sube a los labios: —¡Si no es mía, no será tampoco de nadie!

Han pasado las horas... La casa, bulliciosa durante toda la tarde, ha vuelto a caer en el silencio profundo de los días que pasaron... Sólo en el primer piso, en la que fue alcoba de María Manuela, las amigas más íntimas de Silvia ríen y charlan... Un farol da su escasa luz al primer patio y, bajo el arco que forman los rosales de enredadera, la figura de Ernesto destaca un instante, para acercarse luego, muy suavemente, al cuarto de su madre... María Manuela se incorpora al sentirlo llegar. —¿Eres tú, Ernesto? —Sí, madre. —Te esperaba. Tengo un ansia de hablar contigo a solas… ¿Dónde estabas? —Fui a dar una vuelta. Había demasiadas visitas. Yo no sé quién se encargó de avisar a todo el mundo que regresábamos. —¡Son cosas que no pueden evitarse! Pero ven acá... acércate, hijo, siéntate a mi lado. Mentira me parece tenerte aquí... Han quedado silenciosos, mirándose. En la mente de ambos, fijo el nombre que no se atreven a pronunciar... Al fin, es Ernesto quien busca el camino para preguntar: —Se han acostado los sirvientes, ¿verdad? —Sí, claro... —¿De noche te quedas sola... totalmente sola? —Esta noche le toca acompañarme a doña Carmen; pero vendrá luego, todavía es temprano... ¿No quieres hablarme de tus impresiones de viaje... contarme...? —No, mamá, no me ha ocurrido nada que merezca ser relatado... —Ya sé que, por desgracia, no han estado muy contentos... Silvia está nerviosa... un tanto disgustada, ¡Hubiera deseado tanto que fuerais felices, hijo...! —¿Pensaste que podíamos serlo? ¡Pobre mamá...! —¡He rezado tanto... he derramado tantas lágrimas con la esperanza de que mis penas se transformaran en alegría para ti…! —¡Las lágrimas no engendran más que lágrimas! —¡Verte a ti desdichado es más de lo que puedo soportar...! —Tengo entendido que nadie es feliz en este mundo...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Sí; pero... Bruscamente, Ernesto se ha puesto de pie, y el nombre escapa de sus labios: —¡Oh, Cristina...! Cristina está en la puerta del cuarto. Todo el día de encierro, de silencio y de soledad le han dado por fin la fría serenidad que demuestra en este instante... El largo traje negro que viste la hace parecer más alta; el gesto grave, más mujer... Y no tiemblan sus manos al poner la bandeja de plata muy cerca de la butaca desde donde María Manuela la contempla, helada de un extraño espanto... Como un balbuceo, saluda Ernesto: —¡Buenas noches, Cristina...! —Buenas noches... —¿No me das la bienvenida...? —¿Por qué no? Me alegro mucho que hayan llegado sin novedad. ¿Han encontrado bien arreglado el cuarto? —No he subido a él... Creo que sí... —¿Ha estado bien la cena? —Supongo que perfecta; pero tampoco he cenado... —Puedo mandar entonces a Ramón que te prepare algunos fiambres... —No es necesario. No quiero nada... —Entonces, con permiso de ustedes. Doña Carmen vendrá un poco más tarde. Se ha ido tan silenciosamente como llegara... Involuntariamente, Ernesto da unos pasos tras ella, para detenerse en la puerta de la alcoba con un violento esfuerzo de su voluntad. Luego su mirada se vuelve hacia su madre, angustiada, interrogante: —¿Por qué ha cambiado así, madre? ¿Qué le pasa? ¿Qué tiene? Con esfuerzo, responde María Manuela: —Bueno, ella... Ya te lo escribí... ya sabes... Desea... Cree tener vocación religiosa... —Sí, me escribiste eso; pero está tan extraña... —Ha cambiado mucho, efectivamente... —¿No está enferma? ¿No se siente mal? —En el mes que lleva aquí no se queja de nada. Me ha cuidado como una verdadera hija... Atiende y lo dispone todo en la casa; pero no abandona su idea de tomar los hábitos... Supongo que a esa idea se deberán los cambios que notas... En realidad, no sé... no sé... Sus ojos se han llenado de lágrimas, pero su hijo no acude a consolarla. Como si tomase una resolución repentina, sale de la alcoba y va hacia el lugar en que, a la incierta luz del farol del patio, aun ve alejarse la oscura forma de Cristina. Ya junto a ella... —¡Cristina! Óyeme... no te vayas... necesito hablarte... Ella se detiene a la súplica de esa voz que parece traspasarle las carnes, estremeciéndola hasta las entrañas. Y queda inmóvil, sin volver apenas la cabeza, mientras él trata en vano de hablar serenamente, ahogadas las palabras: —En todo el día no habías salido de tu cuarto...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —He estado descansando... Todo había quedado dispuesto... ¿Necesitaron algo? ¿Hubo alguna falta en el servicio? —¿Qué puede importar eso? —Doña María Manuela tenía mucho interés en que no echaran de menos las comodidades de los hoteles de Europa... —Mi pobre madre no sabe lo que quiere ya. La he encontrado terriblemente desmejorada. Ya sé que las has cuidado como una hija, y no sabes cómo te agradezco tu abnegación y tu generosidad con respecto a ella... —Lo que he hecho podía haberlo hecho también una criada de confianza... Ella quiso que fuera yo. La he complacido, pero nada más. No vale la pena agradecer tan poca cosa, sin contar con que era mi obligación pagar en algo el pan y el techo que me brindaron en esta casa, y la educación, recibida también por cuenta de don Antonio... —No menciones eso, Cristina... Mi padre... —Tu padre no tenía ninguna obligación de ampararme... —Sí la tenía, puesto que una sagrada promesa de amistad le comprometía a él, y en su ausencia a mí, a atenderte y cuidarte. . . —Hicieron demasiado por mí... Acaso lo único realmente lamentable de mi vida fuera no comprender mi verdadera situación en esta casa. Si la hubiera tenido siempre presente, como quiso tu madre que la tuviera... —¡Cristina, por Dios! —Perdóname; estoy haciendo algo que me había propuesto no hacer jamás: hablar del pasado... —¡Cristina…! —El pasado debe ser olvidado definitivamente. Está muerto y enterrado... Supongo que es lo mejor que podemos hacer todos. De modo que si no necesitas nada... Va a seguir, pero Ernesto le cierra el paso. —¡Por favor, Cristina, no te vayas! —¿Querías algo? —¿Por qué ese afán de alejarte? ¿No quieres hablar conmigo? —No, Ernesto. Ya ves si soy franca... No creo que en nuestra situación actual tengamos absolutamente nada que decirnos. —¿Y si yo solicitara de rodillas tu amistad...? —Es una extraña forma de solicitar la amistad de nadie... —¡Cristina! —¿Para qué, Ernesto? ¿Para qué?... Mi pobre amistad no puede servirte de nada, y para nada me necesitas... —¿Y si tu perdón me fuera indispensable para poder seguir viviendo? —¿Mi perdón. ..? —Sí, Cristina... tu perdón, tu sonrisa, tus palabras sinceras y francas, me son indispensables... Desde hace seis meses vivo como un condenado... Al embarcar, al alejarme, sentí que el alma se

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS me desgarraba... En Europa creí enloquecer... Por eso he vuelto... por eso he regresado sin importarme nada... Necesitaba verte, saber que, al menos tú, no eras desdichada... —¡Por favor, no sigas! —¡Cristina, estoy desesperado...! —Una vez yo también me acerqué a ti desesperada... una vez crucé como una loca la distancia que me separaba de ti, pensando que una palabra mía podía detenerte y salvarnos... —¡Cristina! ¡Cristina...! —Fue en esta misma casa... bajo este techo. Estas paredes lo presenciaron. No me faltó más que caer a tus pies de rodillas para suplicarte piedad en nombre de nuestras vidas que se desgarraban. ¿Y qué hiciste tú...? —¡Cristina...! —Volverme la espalda... Ir hacia donde los tuyos habían querido llevarte; pasar sobre mi corazón, pisoteándolo... ¿Y dices ahora que solicitas mi amistad; que necesitas mi perdón? No, Ernesto, es tarde... es demasiado tarde... —¡Óyeme un instante! —Si olvido es perdón, lo tienes, Ernesto. ¡Ahora no vivo más que para olvidarte y despreciarte, como para adorarte viví antes! ¡Déjame pasar! Se ha ido con paso rápido... Duda Ernesto un instante, como desconcertado; pero su hombre suena del otro lado... La voz de Silvia le detiene, le vuelve a la realidad, es como una sacudida que le despierta, haciéndole volverse, hosco y amargo: —¿Qué quieres? —Nada... No sabía que habías regresado... —¿Y qué...? —Te fuiste de un modo muy poco cortés para con nuestros visitantes. Ya veo que pretendes seguir aquí con la absurda forma de vida que me impusiste en Europa: huir de todo el mundo, aislarnos como apestados... —Puedes hacer toda la vida social que te convenga y desees. Ni aquí ni allá he tratado nunca de imponerte nada... ni siquiera la consideración de guardar el tiempo prudencial el luto de mi padre... —¡Vamos, ya salió aquello! Mucho tardabas en criticarme... —No es una crítica. Creo que no deben llevarse lutos que no se sienten... Es una aclaración y una contestación a tus quejas estúpidas. Su tono violento exaspera a Silvia. —¡Para ti es estúpido todo lo que yo digo, todo lo que yo hago...! Bien podía contestarte que, para mí, tú eres el estúpido y me tienes completamente harta... Una voz cascada suena cerca: —Silvia... Ernesto... Ernesto reacciona bajando la voz: —¡Calla, es mamá...! Pero Silvia continúa en el mismo tono: —¡Me importa poco que me oigan! ¡Tengo toda la razón del mundo para quejarme y gritar! Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS El rostro pálido de María Manuela aparece en la puerta... —¡Hijos!, ¿qué ha ocurrido? —Absolutamente nada, mamá. ¿Para qué has salido al patio? Puede hacerte daño... —Me pareció oír que discutían ustedes. Escuché voces altas... —¡Hablé yo, porque estoy muy harta de callarme! —¡Silvia! —¡Y seguiré gritando cuanto me dé la gana! ¡No me dejan ni el derecho del pataleo…! Fermín aparece con gesto severo... Pregunta con disgusto: —¿Qué pasa? Desde mi cuarto estoy oyéndote, Silvia. ¿Quieres bajar la voz? —¡No quiero bajarla! Quiero que sepan que no me resigno a ser un trapo... a que todos hayan hecho de mi lo que les ha dado la gana... ¡Este maldito matrimonio...! —¡Baja la voz! ¡Esto no les importa a los criados! —Ni a mí me importa nada de nadie. ¡No es mía, es de ustedes la culpa de lo que pasa! Pero, de todos modos, me voy a vengar... ¡Todos van a pagármela! Ha corrido, llorando, hacia la escalera. María Manuela da tras ella unos pasos... suplica: —¡Silvia... hijita...! —¡Déjala, mamá! ¡No le falta razón, después de todo! —¡Hijo! —Pero tampoco la culpa es mía si nunca pude amarla... Se ha ido él también, y la mirada desolada de María Manuela va hacia su hermano: —¡Fermín, ésta es nuestra obra...l —No; es la obra del diablo... La actitud y la conducta de tu hijo Ernesto no tengo palabras con qué calificarlas... Es un caso perdido... Pero Silvia, al menos, será razonable... Te prometo que será razonable, por las buenas o por las malas... —¡Es peor cuanto más hagas...! —No es peor... Tú vuelve a tu cuarto, no vayas a empeorarte para mal de todos... Yo hablaré con mi hija... Ahora mismo voy a hablar... y si tú no hubieras perdido la moral de un modo tan absurdo, le dirías también a tu hijo lo que hace al caso; pero no sabes ahora más que lloriquear, y tu hijo... —¡Mi hijo es profundamente desdichado...! —Porque quiere serlo. Tiene todo lo necesario para ser feliz. Le bastará con poner tierra o mar de por medio... Es preciso que vuelvan a marcharse... y poco he de poder si no los embarco antes de tres semanas... —Si vienes a sermonearme, papá, te advierto que no estoy para aguantar regaños... Fermín Requena ha cerrado cuidadosamente la puerta a su espalda, acercándose a su hija con aire pensativo. No hay ya rastro en él de violencia o disgusto... Sereno, contenido, diplomático, comienza su trabajo: —He venido para que hablemos con tranquilidad, con sentido común y con calma, a solas y hasta decidir algo si antes no nos interrumpe tu marido...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¿Ernesto...? No hay cuidado. Dormirá en cualquier parte menos aquí. Es capaz de tender una hamaca en el cuarto de los criados o acostarse sobre las losas del patio... pero no de acercarse a mí. —¿Tanto le ofendiste en vuestra discusión de antes? —Ofendido o no, sería lo mismo... Es lo que viene haciendo desde que nos casamos... —¿Qué dices, Silvia? —Lo que oyes, papá. Ernesto no me quiere para nada. Me trata peor que a una extraña, y como esposo no se ha acercado a mí jamás... —¡Hija, eso no es posible...! —Me lo trago porque me da vergüenza decírselo a nadie; pero más vale que te enteres: nuestro matrimonio es una ridícula farsa... —¡Caramba... nunca pensé...! —¡Cuando te digo que tengo todos los derechos a gritar y patalear! —Calma, hija, calma... —Y te advierto que, en lo que toca a su amor, no me importa... He llegado a aborrecerle, a abominarle... —Todo cambiará... tiene que cambiar... —¡No cambiará, porque él sigue enamorado de Cristina, enamorado como un imbécil... como un estúpido, como lo que es en realidad! Y toda esa historia de que son hermanos es falsa, completamente falsa... La ha inventado él para engañarme mejor, y ya se lo dije la otra tarde. —¿Le dijiste...? ¡Contesta! ¿Le dijiste...? —Naturalmente... ¡Es lo que yo creo, y no tengo por qué callarme...! —¿Y qué te respondió...? —Nada. Me volvió la espalda y salió del cuarto con ese gesto de hombre superior con que me mira de arriba abajo. Para él soy una estúpida... dice que tengo mentalidad infantil... —Óyeme, Silvia, voy a decirte cosas importantes. Necesito que pongas atención y que entiendas lo que debes callar en tu propio provecho. Yo sé que a pesar de tu mentalidad infantil, como él la llama, no eres capaz de hacer nada que te perjudique. La historia de que son hermanos no la ha inventado Ernesto... —¿Pues quién? Porque eso no es verdad... —¡Si es verdad! —No es verdad, papaíto... no te empeñes... —¿En qué te apoyas para afirmarlo? —Tú te olvidas de las cosas que dices, pero yo no me olvido de lo que me importa. ¿No te acuerdas de la famosa carta? —¡Eh...! ¿Qué? —La carta de tío Antonio, que nunca le has entregado a Ernesto... ¿No te acuerdas de que me aseguraste que si esa carta llegaba a manos de Ernesto se casaría con Cristina? Pues ya tú ves cómo no pueden ser hermanos, porque de lo contrario el tío Antonio no los iba a mandar a casarse... ¿Qué? ¿Soy tan infantil como ustedes creen?

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Fermín Requena se ha puesto muy pálido... un sudor frío le baña las sienes... pero reacciona en el acto. Rudamente sujeta a su hija por los brazos. —¿Le has dicho eso a Ernesto? ¡Contesta! ¿Le has dicho...? —¡Ay, ay! ¡Me haces daño! ¡Pero, papá...! —¡Contesta! —¡No le he dicho nada, y eres un bruto lastimándome...! —Tienes razón... ¡soy un bruto! Pero ya pasó... Ha vuelto a tranquilizarse. Ha recobrado, como por encanto, la compostura un momento perdida... Con elegante gesto extrae de su bolsillo el fino pañuelo de batista y seca las lágrimas de Silvia, como pudiera nacerlo con una criatura... —Perdóname, no quise hacerte daño. ¡Me puso fuera de mí la idea de que hubieras hablado más de la cuenta! Siempre me ha disgustado la gente charlatana... —Yo no he dicho nada. Te prometí callarme, y me callé... —¡Me alegro mucho! —Yo, a Ernesto, no lo quiero para nada... quisiera no haberme casado con él... —También yo quisiera volver algunas cosas atrás y esa es una de ellas... Pero nunca pensé que las cosas llegaran al extremo que han llegado... No te hubiera sacrificado a ti, hija de mi alma, porque te quiero mucho más de lo que seguramente piensas... —¡Cuando era niña me querías, ahora no me quieres nada! —Te quiero mucho y voy a demostrártelo dándote una prueba de confianza. Tu buen sentido te ha puesto sobre una pista exacta. ¡Ernesto y Cristina no son hermanos! El amor del pobre Antonio por Isabel Clara no pasó de un episodio romántico, sin más resultado que amargarles la vida a los dos y enloquecer de celos a María Manuela... Pero él lo cree y es indispensable que siga creyéndolo, porque yo quiero a Cristina... —¿Qué dices, papá? —¡La quiero a vida o muerte! ¡Y esto es lo único que puede mantenerlo alejado de ella...! —¿Estás loco, papá? ¿Tú? ¿Tú...? —Sí... ¿No comprendes? No sabes lo que es eso... Nunca has amado... No sabes lo que es una pasión... no sabes lo que es un deseo mordiendo nuestra carne, envenenándonos el alma... —¡Papá...! —Te estoy hablando como nunca te he hablado, porque ahora te considero ya una mujer. La quiero y he de luchar por ella. Seguiré luchando por conseguirla, como tú seguirás luchando también porque Ernesto te quiera... —¡Ya te he dicho que no me importa nada! —No es cierto. Estás ofuscada, despechada, pero le quieres... Desde niña te acostumbraste a mirarle como algo tuyo, y aunque por desgracia tienes mucho de tu madre, también mi sangre y mi raza deben influir algo sobre ti y hacerte dura y tenaz para conseguir lo que te propones... Los Requena somos difíciles de vencer... ¡No nos vencerán, hija, no nos vencerán! El rostro de Silvia se ha transfigurado... ha adquirido de pronto una expresión dura y fría, que la hace muy semejante a su padre. Su mano pequeña se crispa como una garra al apoyarse en el brazo Fermín, y pregunta con la voz cambiada por el rencor: Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¿Y tía María Manuela qué papel ha jugado en todo esto, papá? Fermín ha sonreído, quitando importancia a las palabras... —¡Ella fue la de la idea de decirle a Ernesto que eran hermanos...! —¿De veras? ¿Tía María Manuela fue capaz...? —Quería separarlo de Cristina a toda costa y no había otro camino. Ernesto es terco y estaba enamorado... —De manera que tía Manuela fue la que... —Nunca repitas eso... nunca se lo dejes comprender ni a ella ni a nadie. Son secretos de familia que hay que guardar a toda costa... Con tu tía debes seguir siendo cariñosa y amable, pero sin confiarte. Ella está enferma... la enfermedad la ha debilitado a un extremo que más vale dejarla a un lado en esta lucha... que al final vamos a ganar. —Pero... ¿cómo vas a hacer que Ernesto me quiera, papá? —Es mi secreto. ¡Confía en tu padre, como siempre has confiado! Confía y obedece... —¿Qué es lo que quieres que yo haga? —Por el momento, no pelear más con tu marido... dejarlo en paz, como si nada te importara... —¿Y será buen remedio? —Para empezar, inmejorable. ¡La indiferencia es un estimulo para ciertos hombres! Por lo demás, no tendrás que pasar mucho tiempo aquí. Forzaré las cosas para que salgamos, por lo menos, hasta Bogotá... Con Cristina más vale que hables lo menos posible... Es inteligente y sagaz y podría hacerte decir algo que no nos conviniera... —¡No tengo ningún empeño en tratar a esa antipática! —Mejor entonces. Pero, desde luego, muéstrate cordial, amable... Tienes una educación refinada... demuéstralo en esta ocasión. —Está bien, papá. Por un tiempo voy a esperar. —No seca demasiado... ¿Sabes que te encargué a Bogotá un lindísimo collar de esmeraldas? ¡Como ya te has quitado el luto, puedes lucirlo en cuanto te lo traigan! Y ahora, pequeña mía, buenas noches, que descanses... La ha besado en la frente, acariciando los rizos negros. Luego deja la estancia, dueño de sí, satisfecho, seguro y dominador, sintiendo otra vez el mundo en sus manos... mientras Silvia sonríe amargamente...

—¿Estás seguro de lo que dices, Indio? —¡Pues claro, patrón! Tan seguro como de que nos alumbra una luna bien clara. Por mis propios ojos vi bajar los equipajes en la misma puerta de la casa de los Aguilar. Ha terminado la cena en casa de los Moraima, y una india núbil, con los pies descalzos, sirve el aromático café, en jícaras humeantes, en el ancho portal abierto sobre los campos y el selvático jardín de "La Palmira"... Frente a Eduardo Moraima, su peón favorito devana la madeja de la charla, preñada de noticias:

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡Vueltas y vueltas me quedé dando esta mañana cuando los vi llegar y, pensando que a sus mercedes podría interesarles, me llegué cerca, hasta que pude hablar con uno de los criados... por eso sé que está la casa llena... —¿Quiénes han vuelto? —¡Todos, mi patrón! La niña Cristina, del Convento; el viejo Requena, que ya iba camino de Bogotá; el matrimonio nuevo, de vuelta del viaje de recién casados... Ha torcido el gesto Eduardo Moraima y, tras de apurar de un sorbo el café hirviente, se ha azotado las botas con el látigo, mordiendo entre los dientes fuertes y blancos la pipa, como si quisiera triturarla. Luego llega hasta la baranda donde, inmóvil y silencioso, como si nada le importara, está su hermano Juan... —¿Estás oyendo, Juan? —El regreso de don Fermín lo sabía yo ya... Es de casi un mes atrás, y también del de Cristina... —¡Y tú tan contento y tan resignado...! —Nunca fue mía... Ni ella ni nadie tiene la culpa de que yo pusiera los ojos en quien jamás me dio ninguna esperanza... —En eso no te falta razón... pero yo no estoy en ese caso... —Estás mucho peor, puesto que se trata de una mujer casada... —¿Casada...? ¡Casada por interés...! —Para el caso es igual. Es la mujer de otro. Déjala en paz, Eduardo.. —Qué bien predicas... "déjala en paz"... "déjala en paz". ¿Y si Silvia me necesitara como tú pensabas que la otra podría necesitarte? ¿Si estuviera aburrida con su abogadito diplomático? ¿No es el mejor momento para que yo aparezca...? —¡Te ruego que no vayas, Eduardo! —¿Por qué? ¿Tienes miedo...? —Miedo... de verte tomar un camino que no es recto, de verte seguir una conducta que no es clara. Los derechos de Ernesto Aguilar... —Esas son antiguallas. También yo tengo derecho a rondar una calle. ¡Indio...! —¿Qué me manda, patrón? El peón se ha acercado, gozoso al oler la intriga, y Eduardo se desentiende de Juan, para seguir el hilo de lo que parece obsesionarle. —¿Eres capaz de juntar a tres o cuatro que sepan tocar la guitarra y canturrear algo? —¡Yo mismo, patrón! ¡Con la guitarra en la mano no me gana nadie! —¡Pues prepárate para ahora mismo...! —¿Estás loco, Eduardo? —protesta Juan. —¿Por qué? No voy más que a llevarle una serenata... —¡Una serenata! Eso sí que está bueno, patrón... ya mismo nos preparamos... —¡Que lleven fiambres y aguardiente, bandurrias y guitarras y, por si acaso el tiempo cambia, que lleven también armas! Juan reprende, agorero: —¡Eduardo... Eduardo...! A qué buscar... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡No hables más! Odio las aves de mal agüero... Aclárate la garganta. Indio... El Indio entona una copla con voz clara: La fruta que más me gusta es la de huerta cercada... Si me cuadrabas soltera más me cuadras de casada...

Es más de medianoche y una luna llena baña con su luz nacarada los techos viejos y las paredes blancas. Todo parece dormir, todo es silencio en las calles desiertas que encuadran la casona de los Aguilar, enclavada en el corazón del más antiguo barrio de Medellín. A un lado y a otro, formando ancha esquina, la doble fila de ventanas, protegidas por rejas de hierro forjado, acentúan el aspecto colonial de fortaleza o convento... Por la calle lateral ha aparecido el grupo de jinetes... Sombreros de anchas alas recostados en la nuca, guitarras en las que manos callosas de campesinos han comenzado ya a bordonear, y bajo las ruanas de algodón, asomándose a medias, cachas de revólveres o mangos de cuchillos montaraces: callados centinelas que hacen sentirse a los cantadores más audaces y más seguros de sí mismos... La voz varonil y bien timbrada del mayor de los Moraima, da la orden perentoria: —¡Arriba con un pasillo, muchachos! —¿"Las cuatro preguntas", patrón? —"Las cuatro preguntas", y las cuatro respuestas, además. Después, "El alma en los labios"... Para que le llegue hasta el alma... Se ha roto el silencio de la noche con el vibrante rasguear de las guitarras... Una voz flexible y fresca, cargada de malicia popular, la voz del Indio, destaca entre las otras, subrayando con gracejo la intención de cada frase... Niegas con él lo que hiciste, y mis sospechas te asombran… pero si no le quisiste, ¿por qué te pones tan triste, cuando en tu casa le nombran? Cuando en tu casa le nombran

—¡Doña Carmen... Doña Carmen...! —¿Llamaba, señora? ¿Se siente mal...? Al reclamo de María Manuela se acerca doña Carmen, inquieta, volviendo a cada instante la cabeza hacia la ventana del cuarto, por la que llega claramente el bullicio de la calle... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¿Está oyendo eso... esa música, esas voces...? —Parece una serenata.... —¿Para quién puede ser en esta casa? —Acaso amigos que dan la bienvenida... o tal vez algún equivocado... ¿Quiere que me asome? —Sí, doña Carmen, por favor... Corra, vaya... Dígales que tenemos enfermos, que sigan su camino... Doña Carmen habla, arrastrando un poco las palabras, mientras observa el desasosiego de su señora: —Como quiera que sea, en esta casa hay una muchacha... No todo el mundo está al tanto de que Cristina tira para monja... —¡Vaya pronto, doña Carmen! Dios quiera que Ernesto no oiga esto y llegue a disgustarse... ¡Corra, corra...! —Voy... voy... Doña Carmen ha corrido hacia la puerta que da a la calle, lateral. Cada vez más nerviosa, María Manuela comienza a levantarse, cuando ve cruzar una sombra por la puerta entornada... El bien conocido ritmo de unos pasos le hace llamar sin vacilaciones: —¡Ernesto! —Sí, soy yo, mamá... Iba a asomarme a ver qué pasa en la calle. —Ya fue doña Carmen... Nada de importancia... Tal vez no recuerdas nuestra vieja costumbre de las serenatas... —Recuerdo perfectamente. Y no sé para quién puede ser esa que traen... —A lo mejor es para la casa de al lado... —Es para ésta. Están dando la vuelta y cantando debajo de cada una de las ventanas. Las voces, en efecto, suenan ahora más lejos. Clara y vibrante se destaca la del Indio: "Dices que son cosas mías, y que me estoy engañando... Mas, ¿por qué te sonreías... cuando él te estaba mirando?" —¡En nuestras condiciones, traernos una serenata resulta una burla intolerable! —Pero, hijo... eso no puede tener importancia... Además, ¿cuáles son nuestras condiciones? —Luto todavía reciente... tu enfermedad y la ausencia de una muchacha que pueda permitir ese galanteo... —Bueno, Silvia está casada, pero... —¡Todo el mundo sabe que Cristina va a tomar los hábitos! —Aun no los ha tomado, y además... —Aquí está doña Carmen. —¡Oh, don Ernesto...!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Mi hijo quiere saber... ¿Despachó usted a esa gente ya?... —No pude hablarles. Se han alejado porque están dando la vuelta a la casa y cantando en cada ventana... —¿No te dije? —Es una equivocación, no hay duda... Gente desconocida que... —Dos de ellos son peones de la finca "La Palmira". —¿De "La Palmira"? ¿Los Moraima...? ¿Es posible...? —Sí, señora. Él que lleva la voz cantante es uno a quien llaman el Indio... —Sí, ya sé, espaldero de Juan Moraima. Y la serenata es, naturalmente, para Cristina. —Ha dicho Ernesto, conteniendo la ira con esfuerzo. —¡Hijo…! —Una forma muy colonial y muy romántica de decirle que la quiere... Pero da la casualidad de que no estamos para músicas, y es justamente lo que voy a decirle al señor Moraima... Se ha ido tan de prisa que María Manuela no alcanza a sujetarle. Desesperada, se vuelve a la antigua ama de llaves de los Requena: —¡Por Dios, doña Carmen, busque a mi hermano Fermín, despiértelo, que baje! ¡Hay que evitar que Ernesto tenga una cuestión personal con Juan Moraima!

Ernesto pisa ya el segundo patio y va hacia la puerta de la calle lateral, tras la que se oye muy cerca a los que traen la serenata; pero una figura de mujer ha aparecido bajo la luna pálida... Una mujer cuya presencia allí trastorna a Ernesto, encendiendo su sangre... Su voz, sin embargo, desborda ironía: —Esperabas esto, ¿verdad? ¿Vas a abrir la ventana para saludar a tus festejantes? —No esperaba a nadie, pero, no creo que tengas derecho a pedirme cuenta de mis actos... —¿Esperabas a Juan Moraima? —No le esperaba... pero, si es él, bien puedo saludarlo... —Me parece que en este momento no podrá ser... —¿Qué es lo que te propones, Ernesto? —Lo verás en seguida... Déjame pasar. Si ese tipo cree que aun están solas en esta casa las mujeres... voy a demostrarle que se equivoca totalmente... —¡No... no, Ernesto! Nerviosa, trémula, sin darse apenas cuenta de lo que hace, Cristina se ha aferrado al brazo de Ernesto, a cuyo contacto él se estremece, retrocediendo... Está tan cerca que percibe su aliento cálido, que aspira el perfume de sus cabellos... y en un instante todo lo olvida menos eso: que ella está allí, muy cerca, demasiado cerca... —¡Cristina...! —¿Qué? Le ha soltado, adivinando, comprendiendo, leyendo demasiado claro la llamarada de pasión que ha cruzado por los ojos de Ernesto, y el gesto doloroso con que reprime su impulso primero.

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡Cristina…! —¿Qué te pasa? ¿Has vuelto a la razón? ¿Te has dado cuenta de que nada mío puede ni debe importarte ya? ¡Soy libre, Ernesto, libre como lo fuiste tú de hacer lo que deseaste por tu gusto o por tu provecho! Ha callado viendo acercarse a don Fermín... Un momento vacila mirando a Ernesto con gesto desafiante... Luego, vuelve rápidamente a su cuarto, dejando solos a los dos hombres... Don Fermín llega preguntando: —¿Qué pasa? Pero Ernesto no se ocupa de contestar. Ha ido hacia la puerta abriéndola de par en par, y sólo la calle desierta, mal iluminada por la luna, se presenta a sus ojos ansiosos... Nadie hay por allí... nadie a lo largo de las casas blancas, hasta donde alcanza su vista... Un instante queda de pie en la acera, en actitud de desafío, mientras Fermín se acerca a él... —Tu madre me mandó llamar alarmadísima. ¿Quieres explicarme? —Quisiera explicarme yo mismo dónde se han metido. —¿Quiénes? —¡Los que cantaban! ¿No los oyó usted? —Mi cuarto queda al fondo, pero... —¡Una serenata en toda regla! Según doña Carmen era gente de "La Palmira". Juan Moraima se permite el lujo de rondar a Cristina con música y guitarras... —¿Qué estás diciendo? ¿Ese gañán...? —¡Según Cristina es su amigo y lo estima bastante para permitirle esto! Me engañó usted al asegurarme que Cristina quería tomar los hábitos. ¡Me mintió una vez más, no sé con qué objeto! —¡No te he mentido, sobrino! ¡Calma un poco los nervios! Disculpo tu arrebato, por tratarse de quien se trata; pero deberías ser un poco más prudente por consideración a Silvia y a tu madre... Don Fermín ha enarcado las cejas con aquel gesto de irónica superioridad con que enmascara sus pasiones más intensas, mientras siente más hondo que nunca la mordedura de los celos... Ha visto a Ernesto junto a Cristina... ha podido medir la pasión de ambos en sólo un momento. Sabe demasiado que es a Ernesto a quien el corazón de Cristina pertenece por entero... Bien puede despreciar a Juan Moraima, pero se deja llevar del deseo malévolo de torturar un poco más aún al duro rival a quien no logra vencer del todo... Su tono es moderado, elegante: —No sé hasta qué punto tenemos derecho a intervenir en las amistades de Cristina. Recuerdo que, efectivamente, ese Juan Moraima iba a verla al convento... Pero en fin, ella no es una Aguilar ni una Requena para exigirle que mantenga nuestra enemistad con esos enemigos nuestros tradicionales, que son hasta parientes suyos... —Puede que tenga usted razón, pero si ese hombre vuelve, ni ella ni usted impedirán que yo le salga al encuentro. ¡Usted mejor que nadie sabe que tengo todo el deber y todo el derecho de defender a Cristina contra quien sea, sin contar con que ella sí es una Aguilar! —Quise decir, oficialmente... Ella no sabe nada y tú no puedes… —¡Pueda o no pueda, haré lo que debo!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS El último caballo aun no ha desaparecido por la calle en sombras, cuando la ventana de Silvia se abre y el rayo de luz que escapa de la estancia cae de lleno sobre la cara del último jinete, que alzando la cabeza frena en seco al brioso animal... —¡Silvia…! La ha reconocido... la ha visto claramente, cuando ya había perdido la esperanza, y el nombre se le escapa de los labios... —¡Silvia...! Ella le reprende, asomándose más. —¡Calla! ¿Estás loco? ¿Cómo te atreves a llamarme a gritos? —¡Silvia!... ¿sabías que era yo? —¡Cállate!... eres un loco... Si quieres hablar, vuelve mañana sin música ni gente.... vuelve solo y más tarde... —¡Silvia... Silvia... escucha... sólo un momento; pero ahora... —¡Espera!... ¡espera! Silvia corre al interior de la estancia, dejando entrecerrada la ventana... Un momento vacila temiendo ser vista y oída, pero el silencio de la casa la tranquiliza por completo. En el oratorio próximo a la alcoba, un ramo de claveles se marchita a los pies del crucifijo... Los dedos de Silvia escogen el más grande... el más fresco: un enorme clavel color de sangre... y corre otra vez a la ventana con él La voz de Eduardo suena ahora baja y trémula: —¡Silvia... mi vida...! ¿Pensabas en mí? ¿No me habías olvidado? Eduardo ha hecho subir al brioso caballo sobre la alta acera... Su brazo extendido alcanza los hierros de la ventana alta y Silvia se inclina dejando caer suavemente en aquella mano extendida el rojo clavel que robó a la Capilla... —¡Guárdalo! Esto es un premio... ¡un premio por no tenerle miedo a Ernesto! Esponjado de dicha, fanfarronea el Moraima: —¡No le tengo miedo a nadie en el mundo, muñeca! Tú y yo... —Ahora vete... Vuelve mañana. Seguramente todo el mundo se ha despertado con tu música... Vete ahora... —¡Silvia, espera…! —Mañana... Mañana, Eduardo, y puede ser que te dé una sorpresa... La pequeña mano blanca se ha asomado para decir adiós. Luego la ventana se cierra y, clavando espuelas, se aleja el galán...

—¡Higinio! ¡Higinio...! —¡Mi niña Cristina... ¿pero es usted? —¿No dormías, Higinio? —¡Qué voy a dormir, niña... De la calle vengo... —¿Tú también...? Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Sentí las voces y las guitarras y me subí en lo alto de la tapia para ver quién era... pero ya los importunos se habían ido y entré por la otra puerta. ¿Le pasa algo, mi niña? —No. Te llamé para pedirte, justamente, que salieras detrás de Ernesto... —¡El volvió ya, y don Fermín también! Hasta la esquina nada más fueron. Volvieron hablando fuerte, como discutiendo, pero se callaron al verme, y el niño Ernesto subió para su cuarto; pero don Fermín se quedó allá creo que espiando que usted vuelva a su cuarto. Es tras la puerta que divide aquel segundo patio, donde se hallan la más humildes dependencias de la casa. Cuartos de criados, pesebres, cocheras y el ancho corral de altas tapias oscuras... A pesar suyo, Cristina tiembla... demasiado inquieta por las profundas emociones de momentos antes, y el indio Higinio, solícito como siempre, la hace dar unos pasos hasta ponerla bajo el techo de tejas del cobertizo. —¿Tiene frío? ¡Hay mucho relente, mi niña, y usted anda desabrigada! —Es igual... —¡Qué va a ser! Después se nos enferma... ¡Vamos para su cuarto, niña...! —No. Si está don Fermín espiando, no quiero volver a él... —El don Fermín dice que la quiere... que la quiere para casarse. —¡Pero yo le aborrezco! —¿De veras, niña? —Y además, me da miedo. No puedo soportar sus ojos, sus palabras... —¡Tiene razón, mi niña! Yo poco o nada sé, pero ese hombre no es bueno... Cristina ha cerrado los ojos, recostándose en la tosca pared, y el indio la contempla con aquella humilde ternura como de perro fiel, que se le asoma a los ojos frente a ella... Otra vez la ve temblar... —En la cocina hay café caliente, niña... ¿Le traigo? —No, Higinio, no hace falta. Me iré al cuarto de doña Carmen... pasaré la noche con ella. No quiero soportar la presencia de don Fermín... me repugna... me asquea... —Si sale por la puertecita del corral y entra por la otra ni siquiera tiene él que verla... y que se quede de plantón hasta mañana si quiere... —¡Buena idea, Higinio! ¡Vamos! Pero, aguarda.... Se ha ido serenando lentamente, como si la presencia de aquel sirviente fiel le fuera devolviendo el valor que le faltó un momento. Luego su mano cariñosa se apoya en el hombro del indio... —¿Podrías mañana hacer un viaje a "La Palmira" por mi cuenta? —¡Cien viajes, niña! ¡Yo estoy aquí para servirla a usted! —Preferiría que nadie supiera que lo haces... —¡Lo haré sin que nadie se entere! Justamente mañana tengo que llegarme hasta "Las Azucenas", y aunque no fuera así, ya buscaría yo el pretexto siendo por usted... —Es preciso que le lleves una carta mía a Juan Moraima... —¿A Juan Moraima...? ¿Entonces es cierto que está usted dejando que la ronde...? —¿Quién te dijo...?

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Fue lo que dijo el niño Ernesto. Y bien furioso está... —¡A Ernesto no le importa nada mío! —¡Eso es lo que usted cree...! —Pero Juan Moraima no debió nunca hacer esto... ¡y no lo hará más! Es lo que voy a decirle en mi carta. Ven, Higinio. Esta misma noche te la entregaré y tú mismo la pondrás en las manos de él...

—Buenos días, tía Manuela. ¿Puedo pasar aquí un rato tranquila? —¡Naturalmente, hijita! Silvia ha, cruzado bajo el dintel de la puerta del cuarto de su tía... Parece más juvenil, más alegre y más fresca que lo estuvo nunca desde su regreso. Viste un lindo traje de mañana, claro; se ha arreglado los negros rizos con verdadero esmero y hay una especie de infantil y petulante satisfacción en toda su linda personita. Con la mayor atención posible, interroga a María Manuela: —Te sientes mejor, ¿verdad? —Sí, estoy mejor. Los cuidados de Cristina han logrado reponerme. Es tan atenta, tan delicada en la atención de un enfermo... —¡Cristina... la inevitable Cristina! Todos hablan de ella y cualquiera pensaría que le hubieras tomado afecto... Hasta tú... —¡Últimamente he tenido muchas cosas que agradecerle! —No será el aire de convento que le ha dado a toda la casa... Se masca santidad y recato... —¿Por qué dices eso? —No me hagas caso... será porque soy muy loca... pero me ahogo entre estas paredes. ¿Por qué no volvemos a 'Las Azucenas"? —¡Pero, hija, en pleno invierno...! —¿Qué más da? El tiempo está espléndido... Si tú no te opones, yo convenzo a papá, y a Ernesto supongo que le da igual estar en cualquier parte. No tendrá en ninguna peor humor del que tiene, porque ya no es posible... —¿Han discutido ustedes de nuevo? —¡Naturalmente! Y con papá, también. En esta casa corren muy malos vientos... los que no están tristes, están furiosos. . . ¡Divertidísimo! —Me apena tanto que no se lleven bien... —Hoy casi puedo decirte que peleó él solo. Está furioso por lo de la serenata de anoche y a papá no sé lo que le pasa también... Parece que no quieren que Cristina acepte la corte de Juan Moraima, y la verdad es que si va a meterse a monja... —Tal vez ella no sea responsable. Me consta que lo ha rechazado varias veces... —¡Qué curioso! Ahora todo lo que hace Cristina lo encuentras bien, y en cambio le parece mal a papá y a Ernesto que siempre fueron sus grandes defensores. —A veces cambia uno y se arrepiente de muchas cosas... por desgracia cuando ya no tienen remedio...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡Pues yo no me arrepiento nunca de nada! En eso soy igual a papá. Él dice que el diablo se ríe de los que se arrepienten ... Doña Carmen se acerca, comedida... —Doña María Manuela... ha llegado el médico... —Es la hora, es cierto. ¿Está en la biblioteca? —Sí, señora, esperando su permiso para pasar... —Iré yo allá mejor. Así me parecerá que estoy menos enferma... —¿Quiere darme el brazo? —No, puedo ir sola, pero hágame el favor de decirle a Cristina que vaya también. Ella es la que sabe cómo he tomado las medicinas... Su triste figura se aleja... Una mueca burlona descompone el rostro de Silvia. Luego, ríe: —¡Un día vamos a encontrarnos en la sopa a Cristina! Hasta a mí va a servirme para algo la mujer perfecta... —¿Por qué hablas así y por qué te ríes de esa manera? ¿Qué estás tramando, Silvia? Algo tienes entre manos. Te conozco demasiado bien para no darme cuenta... ¿Qué estás preparando...? —Nada todavía. Pero tiene gracia que todos estén furiosos con Cristina por la serenata de anoche... —Nadie puede estar furioso con ella... Si Juan Moraima vino fue por su cuenta y riesgo. —¡Pobre Juan Moraima! —¿Por qué le compadeces? —Probablemente el pobre diablo estaba anoche en "La Palmira" durmiendo tranquilamente... —¡No! Vi bien a los peones de "La Palmira"... —¿Y vio usted también a Juan Moraima? Porque "La Palmira" no tiene un solo dueño... —¿Qué quieres decir? —¡Adivine usted! ¿No le gusta el juego de adivinar, doña Carmen? —¿Qué quieres decir, Silvia...? Esa risa... ese tono burlón tuyo... Seguramente has hecho algo que no está bien... —¡Estoy cansada de hacer lo que está bien y de aburrirme soberanamente! Además, cada uno hace en este mundo lo que más le conviene.. . Hasta las personas mayores, que luego lo sermonean a uno, lo arreglan todo a su gusto, a su conveniencia y a su capricho, sin preocuparse de los demás, sin importarles la moral para nada absolutamente... —¡Silvia!... Cuando adquieres ese tono me das miedo.... —Más miedo me debería dar a mí esa cara de juez; pero no me lo da, estoy curada de espanto... ¿Qué quieres saber? ¿Quién era el galán de anoche y por quién venía? ¡Pues por mí! Y, naturalmente, no era Juan Moraima... era Eduardo, que es bastante mejor parecido y con unos arranques de hombre completo... —¡Silvia!, ¿qué estás diciendo? ¿Estás loca? Eres una señora casada. Esas locuras, cuando eras soltera, podían pasar, pero ahora... ahora... —¡Ahora no lo perderé! No ha de ser solamente Cristina la que traiga a los hombres trastornados... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¿Pero no te das cuenta de que si tu esposo o tu padre se enterasen de esto ibas a tener el peor disgusto de tu vida? —¡No se preocupe! Ninguno de los dos tiene tiempo para ocuparse de mí. Tendría usted que ir a contárselos especialmente, y no la creo capaz de tanto... —¡Silvia, Silvia... de eso te aprovechas! Demasiado que soy incapaz de ocasionarte un disgusto, ni de ponerte en una situación desairada; pero, por lo que más quieras, ¡no vuelvas a hacer locuras...! ¡No vuelvas a darle a un hombre extraño el derecho a que te falte al respeto! —¡Para lo que gano yo con que me tengan respeto!... Además, no hago nada que no haya hecho también Cristina... ¡la admirable Cristina! ¡Deja ver si me admiran a mí también!

—¿Qué estás diciendo? ¿Higinio, el cochero de los Aguilar? —Sí, mi patrón. Ahí mismo me preguntó dónde estaba don Juan, porque según él le traía una carta que sólo en propia mano podía entregarla. Le dije que el patroncito Juan estaba por las queseras y allá se fue, sin dejar siquiera resollar al caballo... Eduardo Moraima se ha erguido mirando al grupo de árboles que, desde el frente de la casa de campo de "La Palmira", oculta las rústicas construcciones donde están instaladas las queseras, las lecherías y el establo, y mordisquea impaciente... —¿De quién demonios podría ser esa carta? —Trayéndola Higinio con tanto misterio, no puede ser sino de la niña Cristina, patrón... —¡Es verdad! —A lo mejor la monjita pensó que la serenata de anoche era para ella y ha querido mandarle dar las gracias... —Habría para reírse, pero no lo creo. Si alguno se asomó bien, pudo verme a mí la cara... —No nos vieron sino a nosotros, patrón... ¿Y quién iba a creerse que iba usted a cantarle a la recién casada, estando allí el marido y el padre? —¡El marido...! Eduardo ha sonreído burlón y altanero y busca en su bolsillo hasta hallar aquel clavel encarnado que ha guardado en él desde la noche antes... ahora arrugado y seco... pero siempre fragante... —Mira; me lo dio ella... y no pensó para nada en su padre ni en su marido cuando me pidió que volviera. —¿Quiere decir que ella le quiere a usted, patrón? —No sé si me quiere, pero ella se arriesga y tengo yo que arriesgarme también. ¡El bocado lo merece, Indio...! —¡Que si lo merece…! ¡Dulce de coco blanco, patrón...! Ha reído, pero cambia de repente para señalar a lo lejos: —Vea lo que le dije, patrón, su merced don Juan viene para acá. —Pues quítate de en medio y ya sabes que esta noche vamos tú y yo solos... solos y sin guitarras. Pero nadie más que tú y yo tiene que saberlo...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS

—¿Qué pasa, Juan? —Estás muy satisfecho de tu hazaña de anoche, ¿verdad? —¿Por qué voy a estarlo? No creo que valga la peña... Pero, ¿qué te traes con ese sofoco? —Una criatura, que para mí es sagrada, supone que fui yo el autor de tu insolente serenata. —¿Y por eso te disgustas tanto? Es bien fácil decirle que no fuiste tú sino tu hermano el que está prendado de sus encantos, y quedas como un rey..,. —¡No estoy hablando en broma, Eduardo! —Pues, entonces, diles la verdad: que voy por la flamante señora de Aguilar, ¡y que me atengo a las consecuencias! —¡Eduardo...! —¡Todo está claro y dicho en dos palabras! Puedes dejar ya el aire de ofendido... Te autorizo para que digas la verdad cuando quieras. —¡Parece que no tuvieras idea de lo que es querer y respetar a una mujer, Eduardo! —No las quiero respetar, sino tener por mías. Ni me comprendes ni te comprendo, pero no tengo ganas de pelear. ¿Qué es lo que quieres? ¿Que prometa no volver a llevarles serenatas...? Pues prometido. Se acabaron las canciones y las guitarras. Después de todo, ya no me hacen falta. —¿Qué estás diciendo? Ríe Eduardo, burlón y satisfecho: —¡No sería de caballero hablar más claro! Y yo, como voy a caballo, creo que puedo llamarme "caballero"... —Sigue con tus bromas, estúpidas si quieres, pero no esperes que mi silencio te sirva de aliado. ¡Hoy mismo sabrá Cristina toda la verdad! Aun Eduardo responde con sorna: —A ella sí preséntale mis respetos, si quieres. ¡La considero terriblemente respetable...!

—Señor Moraima, ¿pero es usted realmente…? El asombro se asoma a las cansadas pupilas de doña Carmen, como si no creyera de carne y hueso al fornido mozo, firmemente de pie, frente a ella, y en seguida añade: —Doña María Manuela no quiso creerlo cuando el portero entró a avisarle que había venido usted. —Siento mucho que hayan importunado a la señora de Aguilar. Le rogué al portero que avisara a Cristina nada más... —Ningún visitante llega a esta casa sin que sea advertida doña María Manuela. Son reglas muy viejas que se cumplen al pie de la letra. Para usted igual que para todo el mundo... No se ofenda, pero la señora desea saber la razón y el objeto de esta visita que tanto la sorprende... —Quiero deshacer un equívoco e informar a Cristina de algo que le interesa. Naturalmente, preferiría una entrevista a solas. ¿No puede ser? —No es que no pueda ser, pero...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡Tenga usted la bondad de avisarle! Estoy seguro que no ha de negarse a recibirme. Cristina ha aparecido bajo el arco de la galería, y también a sus grandes ojos asoma la sorpresa. Es una exclamación su saludo: —¡Juan...! ¡Juan Moraima...! ¿Pero es posible? —A sus pies, Cristina. Perdóneme que haya aparecido sin previo aviso en esta casa, pero ya le estaba explicando a doña Carmen... —Perdóneme usted si califico de imprudente su visita, después de las canciones de anoche. En mi carta le explicaba... —Por su carta he venido, Cristina. Por su carta, basada en un error que inmediatamente debo desvanecer... —¿Un error...? Se ha acercado más a él, mientras doña Carmen sé retira discretamente, y la mirada ansiosa de Juan envuelve a Cristina de los pies a la cabeza, como en una caricia apasionada.. . ¡Hasta el objeto de su visita parece repentinamente olvidado frente a la emoción que le embarga, y es ella la que rompe el silencio con la impaciencia de la angustia...! —Supongo que usted desea disculparse... En realidad no hada falta. Esa carta la escribí bajo una impresión dolorosa; pero bien puedo perdonarle alguna imprudencia a su buena amistad. Si no es nada más que eso, Juan, sepa que lo comprendo y que aun más imprudente me parece que haya venido usted aquí. Esta no es mi casa y, aunque mi gratitud y amistad le pertenecen por entero; no puedo cambiar los sentimientos de los demás. —¡Ni hace falta, puesto que sólo los suyos me importan, Cristina! He venido para decirle que no fui yo quien trajo anoche esa serenata... que mi amor es tan hondo, tan fuerte y tan alto, que no es capaz de abrumarla con atenciones que no desea... —¿Que no fue usted? Entonces, no comprendo... porque los hombres de "La Palmira" fueron reconocidos por todos los que se asomaron... —Los hombres de "La Palmira" venían con mi hermano, y no vinieron para cantarle a usted, Cristina... Aunque las palabras sean realmente imprudentes, con usted no he de disimular, porque no quiero dejar el menor lugar a un equívoco. Mi hermano Eduardo le ofreció anoche una serenata a la señora de Ernesto Aguilar. Su música y sus canciones fueron para Silvia Requena... —¡Silvia...! ¿Por Silvia...? ¡Es increíble! A menos que se trate de infligir a Ernesto una ofensa determinada, no comprendo... ¿Qué es lo que se propone su hermano, Juan? —No lo sé, Cristina; pero lo conozco bastante para saber que no cejará en su empeño por ningún ruego ni por ninguna amenaza de mi parte. Él y ella, porque no es él solo el culpable —y perdóneme que sea tan franco—, sabrán lo que hacen; pera yo no podría soportar que usted nos confundiese, Cristina... como yo jamás la contundí a usted. Usted, en realidad, nada tiene que ver con los de esta casa... ¿Por qué ha vuelto usted a ella? ¿Por qué no considera roto definitivamente el lazo que su dignidad le hizo romper en aquella horrible tarde? —¡Por favor, Juan...! —Le hablo claramente... con toda la sinceridad de mi alma. ¿Qué hace usted junto a los Aguilar? ¡Salga de aquí! Deje que ellos sigan en su eterno juego de traiciones, de odios y de venganzas... Usted está fuera de todo eso... ¡Deje esta casa, Cristina! ¡Déjela para siempre y permítame a mi ayudarle a trasponer por última vez sus umbrales! Aquí no hallará nunca la paz que necesita su alma... Usted... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Una voz varonil le interrumpe, tajante: —¿Y en qué se apoya usted para asegurar una cosa semejante? Ernesto está junto a ellos; sin que ninguno de los dos lo haya sentido llegar. Hay en su pálido rostro una expresión resuelta, una cólera fría que hace a Cristina interponerse entre los dos, temiendo aquel encuentro... —¡El señor Moraima ha venido porque es amigo mío! Ha venido a hablar conmigo de asuntos absolutamente personales. Te ruego que no intervengas en ellos, Ernesto, que no nos interrumpas, ya que sólo a él y a mí nos interesa lo que tenemos que tratar... —¡Permíteme que diga que estás absolutamente equivocada, Cristina! Cuanto ocurra bajo este techo me concierne totalmente... —¡Así lo estimo! ¡Por eso me permití aconsejar a la señorita Gamboa que lo abandonase definitivamente. En presencia suya repito mi ofrecimiento de ayudarla a salir de aquí —¡Es usted un…! —¡Por Dios, Ernesto! Juan ha sonreído amargamente, sin perder la serenidad. Su voz suena sincera y tranquila: —¡Siga, Aguilar... termine el insulto! Creo que más vale que nos definamos de una vez... —¡Yo estoy perfectamente definido desde el primer momento! Lo único que no puedo comprender es su osadía de entrar en esta casa... y tras el atrevimiento incalificable de anoche... Otra vez ha temblado Cristina, interrumpiendo: —¡Interpretas mal un acto sin ninguna trascendencia, Ernesto! Ya he dicho que el señor Moraima es amigo mío... —¡El señor Moraima es enemigo nuestro y no sé de dónde pudo surgir esa amistad de que alardeas, ni por qué medios ha logrado acercarse a una mujer que, sólo por ser de nuestra familia, estaba vedada para él?.. Ahora es casi rudo el acento de Juan Moraima: —¡La señorita Gamboa no es de la familia de ustedes! ¡No sé de ningún lazo de sangre en virtud del cual pueda usted retenerla...! Fuera de sí casi, le responde Ernesto Aguilar: —¡Hágase cargo de que se trata de mi propia hermana... y salga, Moraima! ¡Salga antes de que yo no sea capaz de contenerme! —No es con amenazas como me hará ceder, ni voy a aceptar su invitación de que un criado me acompañe a la puerta... —¡En ese caso tendré que arrojarlo de aquí personalmente! —¡Inténtelo! —¡No, por Dios...! Ha gritado Cristina, arrojándose casi al cuello de Ernesto, conteniendo su violento ademán, y el contacto de aquel cuerpo idolatrado detiene el fiero impulso de él haciéndole temblar, estremecerse, detenerse como sin fuerzas... Ella, entonces, se vuelve a Juan: —Juan Moraima... le ruego que se vaya... ¡Se lo ruego! —¡Sus deseos sí son órdenes para mí, Cristina! Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Ernesto ha reaccionado bruscamente. Con brutal ademán le cierra el paso. Pero Cristina suplica con ansia: —¡Váyase, Juan! Le suplico que se vaya en seguida... —Me iré inmediatamente... y el señor Aguilar sabe dónde puede encontrarme si lo desea... Estoy totalmente a su disposición para eso... Ha salido, mientras Cristina, desesperada, se agarra a Ernesto: —¡No, Ernesto... no, no...! Con el rencor de su despecho, él la aparta iracundo: —¿Quieres soltarme de una vez...? —Pero acude temblando al verla tambalearse—. ¡Perdóname... estoy como loco! No sé lo que hago; pero ese hombre... ese canalla que osa acercarse a ti de esa manera... —No es un canalla... es un hombre honrado... ¡me quiere...! —¿Y tú le quieres a él? ¡Contesta! Ahora es Ernesto quien ha ido a Cristina desesperadamente, tomándola por los brazos, clavando en los claros ojos de ella su mirada de fuego, queriendo beber en sus palabras toda la verdad de aquella alma, imposible para él.... —¿Tú le quieres...? ¡Dímelo! —Y si así fuera, ¿qué podría importarte? ¿No eres acaso el esposo de otra mujer? —¡Cristina...! —¿No soy libre...? Tan libre como tú me dejaste al casarte con Silvia... ¿No estoy cumpliendo tu deseo? Me dijiste un día que le entregara el corazón a otro hombre, que me casara con otro y me fuera muy lejos, donde mi presencia no se alzara para ti como un remordimiento... el remordimiento de tu traición, de tus mentirosas palabras de amor, de tus juramentos falsos y de tus lágrimas embusteras... —¡Cristina... Cristina...! —¿No era eso lo que querías? ¿Pues de qué te quejas? —Nunca pensé que un hombre como ese... —¿Qué tiene ese hombre? ¡Es leal... es sincero...! ¡No me ha mentido nunca! Se acercó a mí con nobleza. Le hablé de nuestro amor... ¡Nuestro amor…! Nuestro... de los dos... ¡qué sarcasmo! ¿verdad? De ese amor en el que yo confiaba, como puede confiarse en la justicia de Dios, y él supo bajar la cabeza y apartarse de mi camino; pero cuando me volviste la espalda, cuando me arrojaste como a un guiñapo, como a algo que ni se necesita ni se quiere, ese hombre volvió a mi lado con la espontaneidad de su cariño... —¡Es que tú no sabes, Cristina...! ¡Es que si tú supieras. ..! —¡Creo que no hay nada que saber! No me engañarás de nuevo haciéndome creer que algo superior a tu voluntad te obligó a separarte de mí. Si hubiera una razón, me la habrías dicho; pero, por más que la buscas, no la encuentras, no hallas nada que pueda justificar tu cobardía, tu traición... Por eso callas, por eso haces como si me guardaras un secreto... un secreto que no existe... —¡Sí existe. Cristina! ¡Aun cuando no pueda revelártelo... aun cuando me sea preciso callar... callar a toda costa...!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡No calles más! ¡Habla de una vez! —¡No puedo hacerlo…! ¡Te lo juro por la memoria de mi padre! —¡Por esa memoria, te pido yo que hables! ¡Oh...! Se ha vuelto bruscamente... María Manuela está junto a ellos... Largo tiempo lleva inmóvil, pálida y temblorosa en la puerta de la biblioteca, sin retirarse ni hacerse presente, como quien libra una feroz batalla interior; pero ahora sus manos se tienden a su hijo en ademán de súplica desesperada... —¡Por favor, por piedad, Ernesto...! Cristina se vuelve en rebelión desesperada: —¡Faltaba usted, usted, para explicarlo todo con su solo gesto...! ¡No hables, Ernesto... con mirarte me basta: verte temblar y palidecer delante de tu madre es suficiente...! —¡Cristina...! —¡Quédate junto a ella! ¡Junto a ella y junto a la esposa que ella quiso darte! De mí no vuelvas a ocuparte... ¿para qué?... Ha huido... Les ha dejado solos, frente a frente, a la madre y al hijo... Transida de dolor y remordimientos, María Manuela va hacia Ernesto... —¡Ernesto, hijo mío...! Pero él la rechaza con la rudeza de su desesperación: —¡Déjame, madre! ¡Hubiera preferido morir cien veces antes de oírla hablar así! ¡Déjame!... ¡Déjame...! Y, como enloquecido, huyó también él...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS

CAPÍTULO 18 FALSA VERDAD —¡Eduardo! —Silvia, ¿pero estabas tan cerca? —Ya ves... Una sorpresa para el valiente Eduardo Moraima... El rostro de Silvia, sonriente, asoma por una de las ventanas bajas de la sala en penumbra... Son más de las doce de la noche. Hace varias horas que todo parece dormir en casa de los Aguilar, y Eduardo Moraima se acerca a la reja, estrechando aquellas pequeñas manos blancas que se tienden a él... —¡Ya me preparaba a trepar el marco de la puerta! —Por lo visto no te detienes ante nada, ni pierdes tiempo... —Tiempo me quedará de estarme quieto cuando me muera. ¡Para detenerme a mi hay que matarme! —¿De veras...? —Ríe Silvia, alegremente. —¿Te ríes? ¿Te ríes de mí...? —Me río, aunque no suena mal del todo esa fanfarronada... —No lo es. ¡Lo que digo, lo hago! ¡Lo que prometo, lo cumplo! ¡Lo que quiero, lo logro! Así vive y así vivirá Eduardo Moraima, ahora y siempre... —¡Sigue... sigue...! —¿Que siga, qué...? —Hablando... diciéndome esas cosas. Me gusta oírte... es como si se me encendiera la sangre y corriera más de prisa… —¡Ya! Conmigo aprenderás lo que es tener sangre en las venas y no horchata... ¡Trigueña...! —¡Oh!... ¿qué haces...? —Sujetarte para que no te vayas... Convencerme de que eres tú en realidad, y de que eres una mujer de carne y hueso, no un fantasma burlón que se me escurre entre los dedos cuando las manos quieren atraparlo... —Las tuyas son como de hierro, me estás haciendo daño... ¡Uy...! —¡No importa!... ¡te quiero! Piensa que te quiero y no te dolerá... —¡No me aprietes así las manos...! —¡La garganta hubiera querido apretarte, aquel día, fuerte, muy fuerte, con un lazo de muerte del que no escaparás jamás...! —¡Salvaje!... Ha reído al decir el insulto. Ha echado hacia atrás la cabeza, sonriendo, ofreciendo, como una tentación a la que no se llega, la fresca y roja rosa de sus labios, mientras las manos del Moraima aprietan las suyas en caricia brutal. Largamente callan como saboreando el silencio de la calle desierta que ilumina sólo la luna redonda y clara como una moneda de plata. La faz del galán está

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS totalmente en sombras bajo el ala del ancho sombrero, pero brillan como ascuas los ojos dominadores, y tiemblan ansiosos, trémulos de deseo, los gruesos labios ardientes y sensuales... Como un suspiro doloroso suena su exclamación: —¡Silvia Requena!, ¿por qué me gustas tanto? —¿Te gusto nada más...? ¿Gustarte solamente...? —¿No te basta...? Me gustas a morirme... a matarme... a volverme loco. Sí, a volverme loco, y loco creí volverme el maldito día en que te casaste con otro. ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué...? —¡Ay!, no seas bruto... —Si ni lo quisiste ni lo quieres, ¿por qué te casaste con Ernesto Aguilar? Las recias manos de Eduardo han pasado sobre las de Silvia, pequeñas y suaves, aprisionando repentinamente las muñecas, como argollas de acero, y tiran de ella, obligándola a acercarse más y más, hasta que el lindo rostro de ella roza con los barrotes de la ventana, al alcance de los labios ávidos que al fin roban la miel de un beso, para separarse después, siguiendo los reproches: —¡Ese día juré matarte, Silvia... para que lo sepas! Ella ríe, satisfecha y burlona: —¿Por qué juras esas tonterías? —¿Tonterías...? —Si... tonterías. ¿Por qué razón habías tú de matarme? ¿Con qué derecho? ¿Quién eres tú, después de todo? —Poca cosa... pero no tan poca como te imaginas, Silvia Requena.... ¡Soy un hombre del que no vas a burlarte! Su mirada es casi fiera. Ella se estremece, pero ríe... —¡Qué gracioso eres! —Ríete mientras puedas. Ya llorarás... —¿Por ti...? ¿Lloraré por ti...? —Por mí, naturalmente... —¿Y no voy a reírme? ¡Eres un perfecto fatuo...! —Todo lo que quieras; pero te gusto como soy y serás mía, ¡mía...! ¡Silvia Requena: vas a pertenecerme! —Como tu perro... como tu caballo... —Como todo eso y algo más: como la tierra que con mis manos labro y siembro... como la mujer a quien nadie será capaz de disputarme... —¿Te olvidas de que ya tengo dueño? Todavía existe Ernesto Aguilar... —¡Para mí es como si no existiera! ¡Y para ti, también! —¿Qué...? —¿Piensas que no ruedan los comentarios? Ya se habla de ustedes por todo Medellín... ya sé lo que vale tu doctorcito diplomático... Picada en su amor propio, Silvia protesta: —¡No sabes nada! ¡Los murmuradores tampoco saben! ¿Piensas que porque te haga el favor de escucharte...? Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Él la interrumpe con tierno gesto, que suaviza la dura frase: —El favor es mutuo, palomita... —¡Engreído!... —¡Dame otro beso...! —¡Oh, déjame… —No te vas ¡No te suelto hasta que no me dé la gana! ¿Crees que he hecho galopar el caballo seis leguas desde "La Palmira", para que me dejes plantado cuando se te antoje? ¡No, trigueña! ¡Tendría que ser más tonto de lo que soy, para ponerme en tus manos tan lindas como caprichosas! Tú eres la que estás en las mías. ¡Prueba a soltarte!. Prueba... ¿Ves? ¡No puedes! —¡Hasta que grite y llame...! —¿Serías capaz? No creo que te favorezca... —¿Y por eso pretendes abusar? ¡Suéltame! —¡Cuando yo quiera! —Ahora mismo. ¡Mira! —¡Ay...! Le ha clavado los dientes... y el galán retira vivamente la mano herida... pero sonríe después... —¡Fierecita! Me has mordido hasta hacerme sangre... —Un poquito menos... —¿Menos? ¡Mira! ¿No te da pena? —No me da pena. Me alegro. ¿Creías que no sabía defenderme? ... —Tienes dientes de pantera y uñas de gata; pero si no fuera por esta reja me la ibas a pagar... ¡Te juro que...! Ha tratado otra vez de sujetarla; pero sus dedos sólo aciertan a desgarrar un vuelo de encajes de su falda... Tras el susto, Silvia ríe de nuevo: —Pero, ¡qué salvaje! Este encaje vale más que tu piel... ¿Sabes que eres temible? —Tú eres la que no lo sabes! Ya lo irás sabiendo... —¡Eres temible; pero no te temo... Se ha ido alejando de la ventana... Su voz suena fresca desde el salón en sombras... con un extraño tono, entre burlón y tierno... —Hasta mañana, Eduardo Moraima... Digo, si es que quieres galopar desde "La Palmira" seis leguas, para hablar el tiempo que yo quiera y nada más... Ha cerrado la ventana, riendo... Al volverse, ve cruzar una sombra que, a su pesar, la asusta… —¡Ernesto…! Ha dado casi un grito. Él la mira, sorprendido también... —¿Qué te pasa? —A mí, nadie.... ¿Ya ti? —A mí ¿qué quieres que me pase? Pero no sé qué hacías sola y a oscuras en la sala... —La sala tiene dos ventanas a la calle. ¿No te ayuda nada la imaginación?

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Con gesto burlón y desafiante, Silvia se ha acercado a Ernesto, cuyos ojos resbalan sobre ella sin mirarla, para perderse después en la semipenumbra del primer patio... Su gesto es vago, desvaído, lejano: alma ausente que sólo sabe volar hasta el recuerdo de la mujer amada, mientras escapan sin sentido, de sus labios, las palabras triviales: —Pensé que estabas acostada... ya es tarde... —También tú podías haberte ido a dormir... Te has vuelto trasnochador de repente... —Vine a ver si mi madre necesitaba algo. Había luz en su cuarto y… —Y de paso a ver también si tropezabas con Cristina... ¿verdad? —¡Cree lo que gustes! —Ya sé que te da igual... ya sé que nada mío té importa, pero ten cuidado... ¡Un día voy a hacer algo que te moleste o bastante para hacerte saltar! No creas que no puedo hacerlo. Llevo tu nombre, ¿sabes? Y aunque no sea más que por amor propio... —¿Qué tonterías estás diciendo? —Nada.... nada... ya sé que contigo son inútiles las palabras, que estás delante de mí sin oírme, sin verme; pero algún día vas a enterarte de que estamos casados... ¡Algún día sabrás que soy tu mujer, aunque sea para maldecir la hora en que te casaste! —¡Eso ya lo hago, Silvia! —Muchas gracias... eres muy amable. Ya sabré yo corresponder a tus finezas. ¡Te doy mi palabra! Se ha ido corriendo y sube las anchas escaleras conteniendo apenas las lágrimas de rabia; pero Ernesto no la ve ni la oye... Ha vuelto a dejar vagar por los pasillos la mirada inquieta... Otra figura de mujer está en la puerta del cuarto de su madre y tras sus suaves pasos marcha como un autómata, arrastrado por el impulso de su alma... pero, antes de alcanzarla, alguien sale a su encuentro, deteniéndole con una explicación que no ha pedido: —La pobre Cristina, en este momento va a descansar... —¿Eh...? —Se siente mal; pero ahora se empeñó en venir a ver personalmente si todo estaba en orden en el cuarto de tu madre... Ernesto ha apretado las mandíbulas, conteniéndose... La sola presencia de Fermín Requena le produce un insufrible malestar. Es casi una repulsión física, antipatía violenta que trata de dominar en vano... —He pensado que tanto a ella como a tu madre les vendría bien un cambio de ambiente... un poco de campo… —¡Supongo que no querrá usted que volvamos a "Las Azucenas" a soportar la odiosa vecindad de Juan Moraima! —Por una vez estamos de acuerdo, y no es ese el rumbo que tomaremos, sino el opuesto... —¿Cómo? —Ya he enviado un recado al amigo que me prestó aquella linda casa de campo a orillas del Magdalena, en Puerto Berrio, donde pasaste con Silvia los primeros días de tu matrimonio... Allí pueden quedarse las mujeres, mientras tú y yo vamos y volvemos a Bogotá... —¿Eh...?

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Hablé con tu madre y está de acuerdo. También Cristina ha recibido la idea con cierto agrado. Me falta convencer a Silvia, pero lo hará si piensa que es para complacerte... —¿Y qué piensa usted que puedo ir yo a buscar a Bogotá? —Tu nombramiento de Canciller en la Embajada de Viena, ¿no es bastante? —¡Por favor, tío, basta de medias palabras...! —Te las diré completas, ya que me obligas a poner el dedo en la llaga. ¡Es absolutamente preciso que te alejes de Cristina! ¡Lo de esta tarde no puede volver a ocurrir! —¡Esta tarde.. .! —Hablaron ustedes largamente. Tu exaltación y tu falta de juicio estuvo a punto de revelarle un secreto que debe ignorar... Quedó tan impresionada que no me extrañaría que sospechase la verdad.. . una verdad que la mataría... que destrozaría su alma... Ya has visto como venera la memoria de su madre... Sabes que tiene su retrato poco menos que en un altar... ¿A qué insensatez pretendes arrastrarla? —No pretendo arrastrarla a ninguna parte. He pensado que, efectivamente, debo poner tierra de por medio; pero no necesito que usted me arregle el viaje ni me imponga su tutelaje como pretende... ¡Me iré solo! Me iré por muchos años; pero hay cosas que quisiera dejar resueltas detrás de mí... —Si te refieres a la herencia de tu madre... —¡No pienso nunca en el dinero!... —Señal de que jamás te ha faltado. —Me refiero a la desdichada farsa de mi matrimonio con Silvia. He decidido poner las cosas en su lugar antes de marcharme. .. o después; pero resolverlas... —¿Pretendes abandonarla...? —Pretendo dejarla en la absoluta libertad a que tiene derecho... Por lo demás, creo que se considera ya lo bastante abandonada para que mi ausencia no le importe, o hasta la alegre. ¡Creo que ha llegado a odiarme! Y pensándolo bien, no le falta razón... —¡Por culpa de tus locuras... de tus exaltaciones...! —¡No, por culpa de usted, de sus consejos que en mala hora escuché! Puede usted estar seguro de que no volveré a oírlo ni a atenderlo, y será mejor cuanto menos hablemos... Se va sin aguardar posible respuesta... Don Fermín ha apretado los dientes, cerrando los puños... pero no se atreve a detener a Ernesto ni aun sabiendo que va hacia el cuarto de Cristina...

Ella no está en su alcoba. La puerta y la ventana están abiertas... Cae de lleno la luz de la luna sobre el pequeño mueble donde, entre flores, como la imagen de una santa, está el retrato de Isabel Clara, y a él se dirige Ernesto, como si hablase a un ser humano: —¡Isabel Clara... si amaste a mi padre como yo la quiero a ella, tengo que perdonarte, aunque por tu pecado me muera... —¡Ernesto…! Cristina se ha detenido, trémula. Ha quedado temblando en la puerta, mientras Ernesto va hacia ella. Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¿Tú?, ¿tú aquí? —Esperándote... —¿Para qué? ¿Qué es lo que te has propuesto...? ¿Enloquecerme? —Vine sólo a decirte adiós, Cristina... —¿Eh...? —Dentro de unos minutos me iré de esta casa para siempre!, saldré sin despedirme de mi madre siquiera... pero no tuve fuerzas para alejarme sin volverte a ver... —¿Alejarte? ¿Irte para siempre...? —Hace mucho tiempo debí haberlo hecho. Alguien me detuvo hablándome de cosas vacías, sin sentido... El qué dirán, el escándalo, los comentarios... la estúpida opinión de la gente que nada nos importa, que nada debería importarnos! Pero con eso me detuvo... ¿Por qué le escuché...? —¿Alguien...? —Sí: tío Fermín... Por él no hui a tiempo, por él realicé esa, boda ridícula... por él soy ante el mundo, pero sólo ante el mundo, Cristina, el esposo de Silvia Requena, mientras llevo en el alma algo peor que el infierno... —¡Ernesto, Ernesto, por piedad, habla claro! ¡Dímelo todo! Esta tarde estuviste a punto de gritar la verdad. Leí en tus ojos que ibas a hacerme una revelación definitiva, pero llegó tu madre y callaste. ¡No calles más! Dime al menos la razón de todo esto, que yo sepa la verdadera causa de mi martirio... ¡tal vez, sabiéndola, me parecerá menos intolerable! —¡No puedo hablar, Cristina! —¡Sí puedes! —¡Quiero evitarte un dolor más hondo! —¡No hay dolor más hondo del que me has hecho ya sufrir, Ernesto! —Si lo hay, Cristina... y frente a este retrato, frente al altar en que tu amor filial ha puesto la imagen de tu madre... —¿Es algo de ella? ¡Responde, Ernesto! ¡Dime lo que sea! ¿Hay acaso un estigma en mi nacimiento? ¿Te han dicho... te han mentido, acusando a mi madre? —¿Mentir...? —¡Sí... sí…! Dime lo que te dijeron.. ¡Mi madre era una santa, Ernesto! No es la ceguera de mi amor filial lo que me hace decir esto... Pregunta a todo el mundo, a todos cuántos la conocieron, a Higinio, a las gentes de mi pueblo... al propio don Fermín Requena... —¡Oh... tío Fermín...! —Sí, sí... ¡él la trató! Él fue su amigo... Cien veces me habló de ella ponderándome su virtud y su belleza. ¿Qué torpe lengua pudo mancharla, y con qué cruel calumnia, para que te haya hecho alejarte de mí como lo hiciste...? —¡No, Cristina, no es eso! —¿Qué es entonces...? —He jurado callar... —¿A quién? ¿A los calumniadores? Porque claramente lo estoy comprendiendo... ¡Fue una sola boca, una sola lengua... la que me persiguió con su odio desde niña, la que, falsamente arrepentida, llora cuando el mal que hizo no tiene remedio! Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡Por Dios, Cristina! —No necesitas nombrarla... Lo sé Debí saberlo desde el primer momento. ¡Una calumnia de tu madre nos ha separado! —No fue una calumnia, Cristina..., Mi madre habló cumpliendo con su deber... —¿Su deber? ¿De qué? —Su deber humano... su deber de madre también; ¡No te vuelvas así contra ella, Cristina! Ella también ha pasado en vida el infierno al verme desdichado; pero no podía callar... no podía permitir que ocurriese... —Que ocurriese, ¿qué...? —¡Cristina...! —¡Habla ya! Has dicho demasiado para no terminar... Habla o saldré dando gritos... ¡Saldré preguntándoles a todos por qué culpa imaginaria me condenan! —¡La culpa no fue tuya, Cristina! Fue de nuestros padres, y ni siquiera podemos culparlos tampoco. ¡Ellos debieron sufrir este mismo infierno...! Se amaron como nosotros y perdieron la razón, porque el amor a veces enloquece y ciega... —¿Qué...? ¿Qué? ¿Qué estás diciendo? ¿Qué has dicho? —¡Ya lo sabes! ¡Ya lo sabes! Y casi es preferible que lo sepas: nuestros padres se amaron... Mi padre amó a tu madre por encima de todas las leyes... —¡No! ¡No puede ser! —¡Fue, Cristina! Cuando Isabel Clara llamó a mi padre en su lecho de muerte, fue para poner bajo su amparo a su propia hija, ¡a ti, Cristina! —¡Eso no es cierto...! ¡Eso no puede ser cierto! ¡Mientes! ¡Mientes y mienten los que te lo dijeron! —Óyeme, Cristina... —¡Te digo que mientes! ¡Que mienten todos! Ha echado a correr, enloquecida... Inútilmente ha querido Ernesto detenerla y llega ya al cuarto de María Manuela, que al verla entrar se incorpora, temblorosa de espanto. .. —Cristina, ¿qué pasa? Como una loca, grita Cristina frente a ella: —¡Mienten... mienten! ¡Diga usted que mienten, que han mentido todos y usted la primera...! —Hija; pero, ¿estás loca...? —¡Cristina...! Doña Carmen ha acudido a ellas desde el fondo de la alcoba. Fermín Requena llega también, adivinando, presintiendo, y Ernesto se detiene en la puerta viendo inútil su empeño... —Cristina... Cristina... ¿qué te pasa? —¡Lo que Ernesto me ha dicho... lo que usted le dijo a él, no es cierto! Mi madre era honrada, mi madre era pura. ¡Es una sucia calumnia con la que intentan manchar su recuerdo...! ¿O no fue una calumnia? ¡Respóndame! ¡Contésteme! —¡Cristina...!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡Respóndele, madre! Dile... María Manuela vacila... Su duda hace a Cristina asegurar de nuevo: —¡No es verdad! ¡No es verdad! ¿Por qué no lo afirma en mi presencia? ¡No es verdad.. .! —¡Si lo es! Lo es por desgracia y con gran dolor para todos... Fermín Requena ha tomado la palabra dominando la situación, y Cristina, tambaleándose, retrocede, niega: —¡No... no! |¡No! Don Fermín se afirma, jugándose el todo por el todo: —Todos mis esfuerzos, hasta ahora, han sido para evitarte el horror de este momento. Es lamentable que Ernesto no haya sabido cumplir con su palabra de caballero. Antonio Aguilar era tu padre, Cristina. —¡Oh! —¡Eso fue lo que hizo imposible tu boda con Ernesto! —Cristina, hija... María Manuela ha ido hacia ella, pero la feroz mirada de Fermín la detiene, mientras Cristina palidece hasta parecer de cera, sintiendo que todo gira frente a sus ojos espantados, que falta el apoyo de la tierra bajo sus pies... desplomándose, al fin, sin que ninguno alcance a sostenerla. —¡Oh...! —¡Cristina...! —¡Cristina! —¡El sincope otra vez...! —¡Está helada, como muerta...! Don Fermín ha acudido queriendo tomarla en sus brazos; pero Ernesto lo rechaza con fiero gesto, alzándola él... —¡Yo solo me basto! Se la lleva... Doña Carmen le sigue... Fermín ha querido ir tras ellos, pero la mano crispada de María Manuela lo detiene, lo sujeta con ansia... —¡Fermín...! —¡Suéltame! —¡No podemos seguir engañándolos! ¡No podemos seguir mintiendo así! —¡Cállate, imbécil! —¡La verdad... la verdad, la verdad, Fermín... hay que decirla…! —¿Para qué? ¿Para que tu hijo te odie y te desprecie? ¿Para que Cristina me aborrezca? —¡Ya me odio y me desprecio a mi misma! ¿Y qué hace Cristina más que aborrecerte...? —¡Sea como sea, lo que se ha hecho no tiene ya remedio! Decirles la verdad es provocar que rompan todos los frenos... Pero, ¿no te das cuenta de que tu hijo está loco? ¿De que nada le detendrá sino es esto...? Romperá con todo, abandonará a Silvia, huirá con Cristina, sin importarle nada más que tenerla a ella... Y antes de consentirlo yo, le mataré... ¡Te juro que lo mato! —¿Qué...? ¿Qué...? ¡Fermín!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡SÍ... los mataré a los dos! No será de otro, ¿me entiendes? Si no quieres que pasen cosas peores, tienes que callar, que seguir callando, que cerrar la boca definitivamente... En un mar de llanto se desborda María Manuela... —¿Pero hasta dónde vamos a llegar? —¡Hasta donde sea! Cristina no tiene ninguna prueba... No hay nada con que pueda desmentirnos si seguimos afirmando como yo afirmé. —¡Es que no puedo más, Fermín! ¡Es que me muero! —¡Muérete de una vez; pero en silencio! Se ha librado de sus manos, empujándola violentamente, arrojándola en la butaca. Erguido y fiero sale luego al patio de los rosales, y su voz truena: —¡Higinio... ¡Higinio!... ¡Corre a buscar al doctor Olmedo!

—Ernesto... Ernesto... —Aquí estoy... a tu lado... a tus pies, junto a ti. Aquí me tienes, Cristina... mi vida... Los grandes ojos de Cristina se han abierto, aun desorbitados como bajo el espanto de un delirio... Sus labios tiemblan, torpes y convulsos, como si sólo acertaran a pronunciar el nombre de él: —¡Ernesto! ¡Ernesto...¡ —¡Cristina adorada...! —¡Es cierto! ¡Era cierto...! Tú lo sabes... lo sabes... ¿Cuándo lo supiste...? ¿Cómo? ¿Quién te lo dijo? ¿Qué pruebas tienes?... Ernesto ha vacilado... —Pruebas... pruebas... —Sí... ¿qué pruebas tienes, Ernesto?

Nuestro padre siempre me pidió que te defendiera... que te protegiera, que fuera para ti el mejor de los hermanos... —Hermano... hermanos... ¿te dijo eso? ¿Cuándo te dijo eso? —Muchas veces. Yo, en mi inocencia de niño, en mi inconsciencia de muchacho, no acertaba a comprender, no comprendía nada, sino que debía quererte, y como te amaba ya con todas mis fuerzas, con todos mis sentidos, con todas mis potencias, las palabras de mi padre no hacían sino llenarme de alegría, de gozo inmenso. Pensaba, loco y necio de mí, que él aprobaba la idea de nuestra futura unión, que él bendecía nuestro amor de adolescentes... que me señalaba el camino de felicidad que sólo tú podías darme. Tú, Cristina adorada... ¡bendita entre todas las mujeres...! Y el amor que soñé puro, divino, excelso, era un amor maldito, era un espantoso sacrilegio... —¡No... no...! —¡Sí! Yo debí huir de ti al saberlo... debí renunciar a la gloria de mirarte y poner tierra de por medio... ¡Pero te amaba tanto, era tan fuerte mi criminal amor...!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡Oh, Ernesto, no... no...! —Sí... déjame gritarlo... déjame decirlo... ahora que te lo digo por última vez: tu amor es mi vida, me embarga, me enloquece, es capaz de arrástrame a todo... No hay nada en el mundo que yo no hubiera hecho por ti: exprimir mi sangre, arrastrarme por los caminos a través de las zarzas y las piedras, recibir con alegría todos los dolores y hasta la misma muerte... Así te quise y así te quiero… ¡pero nuestro amor no puede ser...! ¡Hermanos... hermanos! La misma sangre corre por nuestras venas...! ¡Sangre dolorosa y maldita que nos abre las puertas del infierno!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS

CAPÍTULO 19 CUESTA ABAJO —Acércate más a los hierros, princesa. Eduardo Moraima ha extendido las manos anchas y fuertes logrando aprisionar las de Silvia, y al contacto de aquella piel suave y tibia, pasiones, deseos se encienden en él, pero ella está fría, como ausente... —Silvia, ¿qué tienes? Esta noche estás diferente. .. —Esta noche quisiera no haber nacido. —¿Por qué? —¡Estoy harta de todo! —¿También de mí? Pues no hay razón. Te quiero y me quieres, esa es la única verdad de nuestra vida. Lo demás no importa... —Eso dices... —Eso es. —¡Es que yo no te quiero! Creo que no quiero a nadie... al menos lo bastante como para hacer lo que pretendes... —Me querrás... Lo sé. ¡Ven conmigo! Si Ernesto Aguilar te ha ofendido, ¿qué cosa mejor puedes hacer? ¡Te llevaré lejos, donde no nos encuentren... donde seas mía, sólo mía, entre los montes y el cielo. ¿No te gusta? —¿Y ellos? ¿Piensas que iban a quedarse con los brazos cruzados? ¿Piensas que van a consentir que hagamos eso?... ¡Nos jugaríamos la vida! —¿Y qué? Nadie la ha comprado. Igual puedo morirme yo que uno de ellos... ¡Decídete, Silvia! ¡Ven conmigo y sabrás cómo quiere un hombre... un hombre de veras...! ¡Sabrás cómo quiere un Moraima...! La ha besado con uno de aquellos besos suyos ardientes, largos, intensos, que trastornan a Silvia, que hacen esclava su voluntad de la de aquel hombre de traza fiera, que se juega el amor a vida o muerte... y afirma después con dulce imperio: —¡Ven conmigo esta noche!... ¡Ahora mismo! Sin pensarlo más... ¿Para qué perder la vida? ¿Para qué dejar que pasen estúpidamente horas que pueden ser demasiado buenas? ¡Vamos ahora mismo, Silvia...! —¡Esta noche no puede ser! —Pero vendrás... ¿vendrás conmigo? ¿Cuándo, cuándo? ¡Contesta! —No sé... no sé... —¡Silvia! ¡Silvia...! La ha atraído a sí con rabiosa pasión... La ha besado muchas veces, hundiendo sus fuertes dedos entre los perfumados rizos negros y sintiéndola vibrar entregada y suya bajo las caricias ardientes... Ya bien seguro, ordena: —Mañana no te esperaré aquí, sino en la otra calle, junto a la puerta pequeña. ¡Vendré para llevarte conmigo, y como rae llamo Eduardo Moraima que te llevaré! Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS

—Doña Carmen... —¿Me mandó llamar usted, señora? —Sí. Cierre bien esa puerta y venga cerca... Doña Carmen ha obedecido presurosa, acercándose a la ancha butaca de cuero donde, mejor que en el lecho, pasa las : horas de la noche María Manuela. Hay interés y bondad en su cansado semblante... —¿Se siente peor? —No; estoy bien... ¡Demasiado bien! El cuerpo aun no se dobla, aunque el alma desfallezca y tiemble... —¿Temblar...? No la comprendo... Me parece que se echa usted cargos que no le corresponden... Ahora que comprendo las razones que ha tenido usted... ¡qué culpa tiene, al fin y al cabo! —¿Qué sabe usted?... —¿Cómo?... —Por favor, no hablemos de eso... No la he llamado más que para pedirle un gran favor, doña Carmen... Estoy segura de su cariño por Cristina... —Sí, no lo niego, se me ha metido en el alma esa criatura... Se metería en el alma de cualquiera... Es tan noble, tan buena, tan dulce... ¡Es incomprensible que el destino se ensañe así en gentes como ella! No quisiera molestarla a usted con mis opiniones, pero... —No importa... acabemos. Quiero aprovechar los minutos y necesito la ayuda de usted. ¡Sé que siendo para el bien de Cristina ha de prestármela...! —¡Oh, si... sí, señora! —¡Ella quiere a mi Ernesto, lo quiso siempre con un amor de cuya sinceridad, de cuya fuerza no tuve yo la menor idea. .. pero, de cualquier modo, es imposible para ella... —¡Naturalmente! Eso... —Mi hijo está casado, atado con un lazo que ni nuestras leyes ni nuestra religión nos permiten romper... —Desde luego, señora; pero además... —Mi hermano Fermín está loco por ella... Usted lo sabe, lo saben todos. Él no se oculta ni se recata ya, y lo creo capaz de todo por conseguirla... ¡Absolutamente capaz de todo...! —¡Por Dios, doña Manuela! —Cristina aborrece a Fermín; pero él no la dejará... Se interpondrá en su camino tantas veces como Cristina trate de huir de él... no la dejará tomar los hábitos como ella quiere, apelará a todos los recursos para conseguirla: a la astucia, a la fuerza... Y no quiero que Cristina caiga en sus garras. ¡Entonces sí que merecería yo el infierno! —Pero... —Hay un hombre que puede salvarla: Juan Moraima... —¿Juan Moraima? Sí, es honrado, la quiere, pero... ¿qué espera usted de él?

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡Que se la lleve... que se case con ella! Puede hacerla su esposa, darle un hogar honrado y limpio, un corazón puro y joven como el de ella... —¡Pero ella sólo amistad siente por él! —¡Se trata de salvarla de Fermín, doña Carmen! A Juan Moraima podrá estimarlo, podrá amarlo algún día, tal vez... A Fermín tendrá que aborrecerlo siempre... más le odiará cuanto más le conozca.. . —Sí, sí, comprendo... —¿Y me ayudará usted a convencer a Cristina? Juan Moraima será un buen esposo para ella. Pero es preciso que yo le vea, que yo hable con él… —¿Cuándo...? ¿Cómo...? —Eso es lo que quiero de usted. Mándele un aviso. ¡Arrégleselas de manera que venga aquí sin que nadie más que yo le vea... Yo le daré a Cristina, de dote, la mitad de cuanto poseo, partiré con ella la herencia de mi hijo y le pediré de rodillas que me perdone todo el mal que le he hecho... Se ha desplomado, sollozando, sobre el ancho brazo de la butaca y en el rostro bondadoso de doña Carmen hay una extraña mezcla de compasión y desconfianza... Sin embargo, asiente: —Haré lo posible por complacerla. No se desespere... —Pero haga usted lo que le he pedido, doña Carmen. No pierda un momento. Puede ser demasiado tarde muy pronto... ¡Vaya usted...! Doña Carmen ha salido en silencio y María Manuela cae ahora de rodillas frente a la efigie del hombre a quien atormentó en vida, a quien calumnió en muerte, a quien amó con fiero y torpe egoísmo, para rogarle, entre sollozos: —¡Perdóname!, ¡perdóname!

Amanece... un amanecer lento y gris de mediados de invierno y la pálida luz de aquel día, tan amargo para ella, hiere las claras pupilas de Cristina, cuyos grandes ojos se abren lentamente... Ha dormido largas horas bajo la fuerte presión de los calmantes, y ahora, con la conciencia, vuelve el recuerdo doloroso de aquella realidad que al igual que la luz del alba la hiere... —¡Dios mío…! Con un sollozo ahogado ha saludado al día que nace... Luego sus ojos húmedos se vuelven hacia el retrato de Isabel Clara, bella y triste entre las flores que le adornan, y parece maravillarse de ver la misma boca casta, el mismo sello de pureza en la amplia frente, la misma luz en la mirada cargada de nostalgia infinita, y otra vez el sollozo es en su boca una protesta: —¡No puede ser! ¡No puede ser! Ha echado a un lado las mantas de la cama, incorporándose con esfuerzo, y distingue una sombra reflejada a través del hueco de la entornada puerta. Asustada, llama.: —¡Doña Carmen! ¡Doña Carmen...I Una gruesa voz familiar le responde, mansa: —No está aquí, niña... Fue un momento a ver a doña María Manuela, pero, si quiere alguna cosa, aquí me tiene, niña. ¿Qué me manda? ¿Qué se le ofrece? —Nada, Higinio, nada... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Los ojos de Cristina han vuelto a cerrarse y la cabecita se hunde en las almohadas con gesto de profundo abandono, de inmenso desaliento, mientras el fiel servidor se acerca al lecho... —¡No es posible que usted se deje caer de esa manera... que se tire a morir así...! —Mi pobre Higinio, ¡si tú supieras...! —Lo sé, mi niña... lo sé... —¿Cómo?... —Perdóneme si oí lo que no debiera; pero yo no vivo sino para estar cerca de usted y cuando la vi salir de aquí, corriendo de esa manera para el cuarto de su merced doña María Manuela, me fui detrás y lo oí todo. —¡Qué horror; qué vergüenza...! —¿Vergüenza por qué? Nadie sabe cómo fueron las cosas. Y fueran como fueran, mi señora doña Isabel Clara fue una santa siempre. —¡Oh, calla! Ellos afirman, están bien seguros… Y aquella carta... que escribió don Antonio delante de mí, en la que yo esperaba que le hablase a Ernesto de nuestro amor de niños, era seguramente la confesión para su hijo... por eso cambió Ernesto desde aquel momento. ¡En aquella carta estaba nuestra sentencia! —¡Ay, niña...! —Ahora lo comprendo... Ahora me doy cuenta... Sé la causa de aquel rencor que destilaba cada palabra de doña María Manuela, y por qué se encendían de odio sus miradas cuando acudía a mis labios infantiles el nombre de mi madre muerta... Pero, ¿por qué me envió aquí mi madre? ¿Por qué? Mejor hubiera sido pedir limosna por los caminos... deber a los extraños un pedazo de pan, que llegar junto al padre que no tenía derecho a darme su ternura... a la mujer que por fuerza tenía que aborrecerme... Y luego, al morir él... —Don Antonio pensó que su cuñado había de ampararla... Como a hermano se lo prometió él... y también para que la amparase, para que la sirviese, me dejó a mí a su lado... ¿Qué podía hacer el pobre si no era eso? ¿Quién iba a pensar lo que pasó luego? —¡Quiero irme de esta casa, Higinio! —¡Sí, niña... ya se lo dije otra vez! Vámonos a las Cumbres. Allá le queda a usted al menos un pedazo de tierra y estos brazos, que son suyos y todavía fuertes, para trabajarla y arrancarle por lo menos el pan para usted. Vámonos sin decírselo a nadie, niña, para que nadie nos sujete... —Sí, Higinio, quiero irme... Huir… huir del odio de María Manuela... de los celos de Silvia, de la pasión asqueante de don Fermín... de la tentación de Ernesto. Nos iremos, Higinio, sin que nadie sepa a dónde vamos, sin tener que decir adiós... Arréglalo todo en silencio... sin que nadie sospeche... y llévame de aquí... ¡llévame!...

—¡Al fin, hijo... al fin llegó usted...! —Le aseguro que he venido en el término de la distancia, doña Carmen. —Ya lo sé; pero es que doña María Manuela está tan impaciente... Y, por otra parte, era preciso aprovechar la ausencia momentánea de don Fermín y de Ernesto... Por segunda vez, Juan Moraima ha penetrado a través de la blasonada puerta, orgullo de la vieja casa de los Aguilar. Cae la tarde sobre el silencio de los anchos salones y las largas galerías Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS desiertas y guiado por doña Carmen penetra en la lujosa biblioteca, pisando con disgusto las maderas enceradas con sus recias botas de vaquero... La voz cascada de María Manuela Requena llega a él sin preámbulos ni saludos: —Ya sé que todo va a parecerle absurdo señor Moraima... hasta que yo comience por rogarle que olvide el odio que nos ha separado siempre o, por lo menos, que crea en mi buena voluntad en este instante, para pensar sólo en la mujer a quien usted quiere y que tanto necesita de usted... Después que yo le explique mi plan, hablará usted con ella... Ahora, escúcheme ...

—Juan Moraima... ¿es realmente usted? Casi no lo pude creer cuando Doña Carmen me aseguró... Usted otra vez... —Yo siempre, Cristina. Perdóneme por haber insistido de la manera que lo he hecho, y también por haberla obligado a levantarse... —Eso es lo de menos... —Sin embargo, no parece sentirse usted muy bien... Una profunda compasión ha temblado en la voz de Juan Moraima, mientras suavemente conduce a Cristina hasta el modesto estrado que, junto a la puerta falsa que da al segundo patio, es como un recibo de segunda categoría también. Sus nanos han estrechado con afecto las blancas y heladas de Cristina, y queda contemplándola, impresionado por su tristeza y palidez... Ella le urge, casi impaciente: —Supongo que su insistencia en verme tendrá un objeto. —Si Cristina... un extraño objeto. He venido a pedirle una vez más que consienta en ser mi esposa. —¡Oh, qué disparate! Pero, ¿por qué?... —Debería contestarle sencillamente: porque la quiero; pero hay más que eso, Cristina, hay algo más que este pobre amor que usted ha desdeñado ya tantas veces... —No fue desdén... —Bien; lo que sea. Ahora está usted en peligro, amiga mía... —¿Peligro...? ¿Y qué? No se preocupe, Juan... —Le aseguro que es cierto... —Aunque lo sea, ¿qué importa? —Entiéndame, Cristina, se lo ruego. Ese peligro existe... la persigue a usted. En esta casa, su presencia no puede traer sino grandes males... —Por eso voy a alejarme de ella. —Sola no podrá hacerlo. —¿Qué está diciendo? —La propia doña María Manuela me ha autorizado a acercarme a usted, a advertirle yo mismo... —¿Qué dice? ¿Que ella... que ella...? —Por extraño que le resulte, parece arrepentida de cuanto mal le ha hecho. La he visto llorar, la he oído hablarme de usted como jamás pensé que lo hiciera... Ella sabe que don Fermín le Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS saldrá al paso por cualquier camino que pretenda usted seguir para escapar de él... ¡Salga usted de esta casa conmigo! Tengo una carta para el cura párroco del Santo Cristo de las Espinas, que nos casará inmediatamente. Después de eso todos callarán... Será usted mi esposa legalmente y yo sabré defenderla contra todos, sin pretender siquiera obligarla a que me ame. Le bastará a mi adoración con tenerla cerca, con verla, con oírla, con poder cuidarla y protegerla. .. ¡Acepte, Cristina! ¡Dígame que acepta! Cristina se ha puesto de pie, temblorosa. Por un instante, en la desolación de su alma, el amor sincero de Juan Moraima es como un puerto de paz y de refugio que se le ofrece; pero su lealtad de mujer responde conmovida: —No es la primera vez que me hace usted llorar de gratitud... pero no puede ser. ¡Qué más quisiera yo que poder amarlo! —¡Cristina…! —No puede ser... Y el sacrificio, su loco y generoso sacrificio, no lo acepto... no puedo... Me alejaré de esta casa muy pronto, sin que nadie lo sospeche, sin que nadie lo sepa. ¡Me iré lejos, donde no puedan encontrarme... donde pueda vivir como si hubiese muerto...! —¡Cristina...! —¡Es mi última palabra, Juan! No insista más, no diga nada... ¿para qué? Todo es inútil. En un solo amor volqué el alma entera y me quedé sin ella... ¡No hay nada ya que pueda yo dar a nadie! —Cristina, nada estoy pidiendo... —Por eso. Quien nada pide, lo merece todo, debe obtenerlo y lo obtendrá; pero de otra mujer... De la que pueda amarle como usted merece ser amado... como quisiera yo amarle.. . ¡pero no puedo! —¡Cristina, déjeme hacer algo por usted...! —SÍ... aun hay algo que tengo que pedirle. No le hable a doña Carmen ni a la señora Aguilar... Váyase sin verlas... déjelas que crean que me voy con usted. Así estaré más segura... Me servirán, a su manera... Pensarán que acepto su plan y evitarán inconvenientes... ¿comprende? —Pero, Cristina, ¿cómo puedo...? —Salga por esta puerta, ¡y guarde mi pobre secreto! —¿Su secreto? Pero si apenas me lo ha entregado usted... ¿A dónde va a ir? ¿Qué locuras proyecta?. —Ninguna locura... Mi marcha es un regreso... Iré hacia la cumbre... Esa cumbre desnuda y sola, igual que mi corazón desolado... Iré hasta donde el mundo no se oye ni se siente, porque queda allá abajo, en los valles floridos. Iré a donde mi madre supo aguardar la muerte... No; no me diga nada, Juan... Adiós solamente... Y pronto, que no le sientan salir, que no le vean... Adiós... adiós, amigo mío. Ha aguardado a verle desaparecer, triste y dolido, como el que en lo más hondo de su alma recibió la herida que sangrará para siempre. Luego, a un leve ruido que siente junto a la enredadera, se vuelve con un ligero sobresalto en la voz... que se calma al momento... —¡Higinio! —Aquí estoy, mi niña, bien cerca... El indio ha salido de su escondite... Se acerca manso y triste, esperando recibir el reproche que no tarda en venir: Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Escuchando, ¿no? ¿Espiando tú también? —No, niña, perdóneme... Oyendo, y por casualidad, como aquél que dice. Pasaba cerca, vi al Juan Moraima con usted y... —Está bien, no busques más excusas... ¿Querías saber..? Pues ya sabes, ya oíste: no me voy con él. Nos vamos tú y yo, solos. Arréglalo todo, porque mañana al amanecer saldremos de aquí .

—¡Doña Carmen! —Aquí estoy, señora... María Manuela ha mirado con angustia a uno y otro lado, por el largo pasillo. Luego apoya la mano en el brazo de la fiel amiga de Cristina. —Han regresado Ernesto y Fermín... No vayan a encontrarse con Juan Moraima. ¿Dónde está? —Se fue hace mucho rato. —¿Qué dice? ¿Sin hablar conmigo? ¿Sin decirme lo que habían decidido por fin? —Se fue de repente... Pero creo que todo está resuelto. —¿Cómo? —He visto a Cristina preparando algunas cosas, que no pueden ser sino para el viaje... —¿Y ella no le ha dicho...? —No, ni una palabra... pero como tampoco se ha escondido de mí para arreglar la maleta, supongo que prefiere darlo a entender, a decirlo. Su carácter es reservado y, como quiera que sea, esa huida, ese matrimonio con un hombre al que no ama, para un corazón como el de ella, debe ser terrible... —De cualquier modo, es la única manera de salvarla. ¡Que Dios la lleve con bien! ¡Que pueda ser feliz...! A todas horas lo pido, a todas horas rezo por su dicha, aunque ella no podría creerlo. Pero tengo tanto miedo... —Serénese y confiemos en la misericordia de Dios. Aunque directamente nada me hayan dicho, es bien seguro que están de acuerdo. ¡Esta misma noche se la llevará, tal como dijimos! —¿Cree usted? —Desde luego. Juan Moraima es de ley... Seguramente se fue de ese modo al sentir llegar a don Fermín y a Ernesto. Le pedimos tanto que tuviera prudencia... —Rechazó el dinero que quise darle como dote. Dijo que la quería más que a su vida... —También a mí me dijo eso... La quiere para esposa.. . Y ya verá usted cómo esta noche viene por ella...

Ha llegado la noche y con ella un gran silencio envuelve la casa de los Aguilar... Sólo algunas luces están encendidas... Con un ligero abrigo al brazo, ocultando el maletín en el que lleva sus perfumes y sus alhajas, Silvia Requena ha bajado silenciosamente la ancha escalera de baranda labrada. Una emoción embriagadora acelera el ritmo de su sangre... Un momento se ha detenido al cruzar el patio de los rosales, mirando hacia la puerta de la biblioteca bajo la que escapa una franja de luz. Allí están don Fermín y Ernesto... Y ella siente un deleite amargo al calcular que muy Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS pronto, envueltos en bochornoso escándalo, tendrán por fuerza que otorgarle toda la atención que egoístamente le negaron... Sus pies menudos marchan cada vez más de prisa... Pasa como una ráfaga de aire blando frente a la alcoba de María Manuela y, ya en el arco del segundo patio, vuelve la cabeza para hacer una mueca, una mueca de burla malévola, que envuelve a toda aquella vieja casa, a sus vetustas tradiciones, a cuantos no son capaces de sospechar qué cerca está para ella el placer del desquite. —¡Ya verán mañana...! ¡Ya verán...! ¡Por un día, al menos, voy a ser la primera!

El coche ha rodado por la larga calle silenciosa... Luego cruza el galope de un caballo... María Manuela Requena de Aguilar aguarda con el corazón en la garganta, hasta que un paso suave y cansado se aproxima a su puerta y asoma entre los cortinajes oscuros la cabeza gris de doña Carmen... Con ansia, pregunta: —¿Ya...? —Ya, mi señora... ya... —¿Se fueron? ¿Se fueron...? —A buen paso . Ella salió por la puerta del patio chiquita. El coche parece que estaba en la esquina, aguardándoles... Ahora mismo dobló por la otra calle. Detrás iba un peón a caballo, dándole escolta... Todo fue como le dije... —¿Lo habrá visto alguien de la casa? —No creo, señora. No ha habido el menor movimiento en la Biblioteca... —¿Y Silvia...? —Su cuarto está muy lejos... ¡Vamos, cálmese, cálmese, doña María Manuela! Por esta noche, todo pasó. Claro que mañana… —Sí… mañana será un día terrible; pero no importa, estarán casados. Una vez que Cristina sea la esposa de Juan Moraima, Ernesto tendrá que conformarse y Fermín bajará la cabeza... ¡Que lleguen Dios mío, que lleguen hasta la Iglesia del Cristo de las Espinas, sin que nadie los detenga…! —Llegaran, señora... llegarán... Cálmese, cálmese... ¿está más tranquila? —Sí. Voy tranquilizándome... Usted vio salir a Cristina, ¿verdad? ¡Tengo miedo, a pesar de todo!... —Desde lejos... La vi cuando abrió la puerta. Luego la sentí hablar con alguien que estaba aguardándola en la calle... El coche, usted misma lo oyó pasar. Al paso que llevaban ya deben estar lejos. Creo que no hay razón para angustiarse... —Sí, claro... no hay razón para angustiarse; pero quisiera que todo hubiera acabado ya. Ese día de mañana... no quiero ni pensarlo... ¡En fin. Dios me dará fuerzas! —Ahora lo mejor es que usted descanse... Ha de tener disimulo y fortaleza para afrontar la tormenta inevitable... Acuéstese, doña María Manuela... Voy a llegarme hasta la biblioteca por si los señores quieren algo. —Llevan horas ahí encerrados. ¿No han pedido nada? —Nada, pero a lo mejor...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Más inquieta de lo que pretende estar, María Manuela ha llegado otra vez hasta la puerta de la alcoba. Aun trémula, se adelanta unos pasos por el pasillo mirando a todas partes... De pronto se estremece... sus ojos se agrandan de sorpresa y un grito se ahoga en su garganta... —¡Cristina! Doña Carmen acude, asustada... —¿Qué...?, ¿qué...? —¡Cristina! Ahí está... ¡mírela! Para acá viene... No salió... —¡Claro que salió! Si está aquí es porque ha regresada... —¿No le he dicho que la vi abrir la puerta...? Salió, fue hasta el coche... a menos que.. —¿Qué...? —¡Que no fuera ella! —¿Que no fuera ella? ¿Que no fuera ella?... Los ojos de María Manuela han girado en sus órbitas, con espanto, mientras Cristina llega sin comprender la agitación que su presencia causa. Como si un rayo de espanto iluminara la mente de doña Carmen, la anciana se vuelve a la viuda de Aguilar: —¡Fue Silvia! —¿Qué...? —¡Silvia que escapó con Eduardo Moraima! —¡No puede ser! ¿Silvia...? —¡Silvia! El mismo grito, que es sorpresa en Cristina y espanto en María Manuela, ha resonado en el silencio de la galería, a tiempo de ser escuchado por los dos hombres, que ya en la puerta de la biblioteca se acercan alarmados. —¿Qué pasa, mamá? —¿Qué le pasa a Silvia? ¿Por qué han gritado?... María Manuela se ha tambaleado como si fuera a desplomarse... Ernesto y Cristina acuden a ella, mientras la cólera enciende el rostro de Fermín... —¿Qué pasa con Silvia? ¿Por qué no contestan a lo que estoy preguntando? ¿Qué pasa... se han vuelto mudas las tres? ¡Cristina! —Yo no sé nada… Parece ser que Silvia ha salido... Oyeron un coche y... —Creímos que era Cristina, pero... ¡Oh, Dios mío, Dios mío...! María Manuela se ha cubierto el rostro, sollozando... Impaciente, Fermín va hacia la escalera... —¡Es el colmo! ¡Silvia! ¡Silvia, ven aquí al instante! ¡Silvia! Se ha alejado llamándola... sin que nadie se atreva a detenerlo... Ernesto oprime, apremiante, el brazo de su madre: —¡Habla claro ahora, mamá! ¿Qué pasó con Silvia? —¡Se fue! ¡Huyó de la casa! Estoy segura... sus gestos, sus palabras, su actitud de esta noche... ¡Era eso! ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío!... —¡Se fue con un hombre quieres decir? —¡Hijo, por Dios! Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Dímelo todo. Habla de una vez claro. Silvia se escapó de esta casa con un hombre y tú pensaste que era Cristina. ¿Pero por qué lo pensaste? ¿Por qué...? Ha alzado la cabeza buscando el rostro de Cristina; mas ella ya no está... ha retrocedido, hundiéndose en las sombras del patio, y Ernesto conmina con angustia a la anciana, que solloza en sus brazos: —¿Por qué pensaste que era Cristina, mamá? —Porque Cristina debía irse esta noche... —¿Qué? —Sí, hijo; no puedo callar más. Debía irse con Juan Moraima... —¿Y tú...? —¡Yo quería que se fuera! Era preciso, para salvarla. ¡Es indispensable que salga de esta casa... es indispensable librarla de la locura de Fermín...! —¿Pero...? —Por su bien quise que huyera con un hombre honrado, un hombre bueno, capaz de hacerla dichosa... —¿Pero qué estás diciendo, madre? —Juan Moraima la quiere... Todo lo tenía dispuesto para casarse con ella en seguida. Yo misma le escribí al padre Rodrigo para que los casara... Lo había preparado todo para su bien, hijo. Moraima es un hombre de honor que la defenderá de Fermín... —¿Y yo...? ¿Yo...? ¡Qué triste, qué ridículo papel me reservabas! —Tú no puedes ponerte frente a Fermín. ¡Yo no puedo veros a los dos empeñados en una lucha a muerte! ¡Era preferible que Juan Moraima... Un terrible estrépito en la alcoba principal ha cortado sus palabras y sus lágrimas... Se escucha claramente caer de muebles, romper de espejos y cristales... Doña Carmen se acerca, temblando. —¡Es don Fermín! ¡Es don Fermín rompiéndolo todo! ¡No la ha encontrado; está loco de rabia! —Vamos allá. ¡Ayúdame, Ernesto. ..! —He de hablar con Cristina en seguida, madre... —Ven antes a ayudarme con Fermín, Ernesto. ¡Por piedad! Un estrépito aún más violento sacude el techo, y Ernesto marcha solo hacia la escalera, con paso rápido... Sacando fuerzas de flaqueza, María Manuela va tras él y, juntas las manos, les sigue doña Carmen...

—¡Higinio! —Niña Cristina... ¿qué tiene?, ¿qué le pasa? —Tenemos que irnos ahora mismo, en este instante... sin esperar más... —¿Ahora...? El indio Higinio ha llegado hasta Cristina, cruzando el cobertizo de los sirvientes. Allí está ella, pálida, ahogándose, buscando el apoyo de la pared, mientras con las dos manos en el pecho pretende sujetar el golpe del corazón que late como enloquecido.

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Vámonos ahora mismo o no podré salir ya. Lo impedirá don Fermín; Ernesto se atravesará en mi camino, y no tendré fuerzas para alejarme... ¡Este es el momento! —¡Pero mi niña...! —Dijiste que todo estaba dispuesto para salir de madrugada. ¿Es verdad? —¡Pues claro que todo está dispuesto! Dos caballos tengo, con silla y freno, detrás de la puerta del corral... pero... —¡Pues vamos! No quiero volver a ver a Ernesto. Si vuelvo a verlo, haré lo que él me pida... Y quiero acabar... ¿oíste, Higinio?, ¡quiero acabar de una vez! —Sí, niña, ¡vamos!

—Era verdad... ¡era verdad! —¡Fermín, por piedad...! Ernesto se ha detenido en la puerta de lo que fue la alcoba de Silvia, mientras María Manuela llega hasta su hermano. Aun tiene Fermín Requena entre las manos la carta que Silvia le escribiese al partir y, a su alrededor, derribados los muebles, rotos adornos y floreros, partido el gran espejo del tocador, arrancados los cortinajes... Como un ciclón ha pasado por todo la cólera de aquel hombre terrible, desahogándose, y ahora pone ante los ojos de la viuda de Aguilar el estrujado papel... —Lee... lee esta carta, una carta insolente y estúpida, en que dice que se va en busca del amor y de la felicidad, que está harta de ser víctima de nuestros egoísmos... ¡Maldita, malvada…! Pero no sabe lo que ha hecho... no sabe lo que va a costarle... —Un momento, Fermín... ella no es tan culpable... —¿Qué...? —No es tan culpable como parece... En realidad, hiciste de ella una victima... —¡Cállate! ¡No vuelvas a decir eso...! —Es que quiero que pienses... —¡Tengo que proceder, no que pensar! ¿Con quién se ha ido?... ¿Quién es el cómplice? Tú que todo pareces saberlo... —¡Yo no sé nada...! ¡Te juro que no sabía nada! Uní cabos cuando doña Carmen me dijo... —¿Doña Carmen? ¡Usted sí lo sabía ¡Usted sí lo sabía y ha sido cómplice de esta infamia! ¡Usted... usted...! Ha ido furioso hacia su antigua ama de llaves, que le afronta con dolorosa serenidad: —Se equivoca, don Fermín... —¡Usted es cómplice! ¡Usted es culpable; usted sabia...! —¡Yo no sabía nada! Lo pensé de repente, recordando ciertas palabras de Silvia... —¿Que acusan a quién? ¡Hable! ¡Hable o soy capaz...! —No puedo acusar a nadie sin pruebas. Por lo que me dijo Silvia, sospecho que Eduardo Moraima... —¿Qué? ¿Ese patán? ¡Y usted, usted, celestina inmunda...!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Ha alzado furiosamente los puños, pero Ernesto los sujeta en el aire, antes de que caigan sobre el rostro de la anciana. —¿Está usted loco?... ¡Cálmese! —¡Loco estuve el día que te entregué a mi hija! Se ha desprendido de sus manos, volviéndose a él ahora; pero Ernesto salta, como picado por una víbora: —¡Diga más bien el día que me tendió una trampa, obligándome a casarme con ella —¿Obligándote? —Sí.. . si, obligándome, queriendo manejar a su antojo los corazones y haciendo la desgracia de todos... De eso tiene usted la culpa... —¡Tú eres el más culpable y al que de más cerca le llega la deshonra también! Pero tú lo mereces, estás bien castigado... Tu honra... —¡Mí honra no está en la liviandad de una mujer que ni siquiera es mi esposa ante mi conciencia! —¡Lo es ante la ley y ante el mundo! Quieras o no, estás casado, casado con mi hija, y su culpa te ensucia, te mancha, te envuelve en el escándalo! Tú eres el que tiene que proceder... Si eres un hombre de honor, buscarás a ese canalla... —¡No! ¡No lo buscaré! —Tienes que matarlo antes que corran de boca en boca tu nombre y el mío, salpicados de fango... Eduardo Moraima te ha robado tu esposa. ¿Qué haces que no estás ya tras él? ¡Corre! —¡No iré a ninguna parte! —¿Qué...? —¡No seguiré sirviéndole a usted de juguete! No iré detrás de nadie, no mancharé de sangre mis manos, por ella. ¡Tengo bastante con despreciarla! —¡Ah, cobarde...! Un instante ha vacilado Ernesto frente al insulto que restalla en su cara. Por un instante ha parecido ir a arrojarse sobre Fermín Requena; pero en seguida vuelve bruscamente la espalda y sale de la estancia sin volver a mirarle... Como un loco, don Fermín le grita: —¡Cobarde! ¡Cobarde...! Ernesto no responde... no se vuelve... Sigue escaleras abajo como si no le hubiera escuchado, y María Manuela cae de rodillas, sujetando a su hermano, impidiéndole ir detrás de Ernesto, mientras una resolución feroz se hace palabras en labios de Fermín Requena: —¡Me vengaré como nadie se ha vengado! ¡No necesito al imbécil de tu hijo...! Yo solo me basto... ¡Ya verán esos!...

—¡Cristina...! La voz de Ernesto resuena vibrante en el arco del segundo patio: —¡Cristina! ¡Cristina...! Luego en la ventana, en la puerta del cuarto de Cristina que, demasiado impaciente para esperar, empujan las manos de Ernesto. Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡Cristina! ¡Cristina...! Una sola mirada le basta para comprender que también Cristina se ha marchado... El pequeño cuarto parece desnudo y frío... faltan las ropas de Cristina, sus modestos objetos personales, el crucifijo de marfil y el retrato de Isabel Clara... —¡Ella también! ¡Higinio... Higinio...! En vano busca al fiel sirviente... en vano pregunta a los demás… Repentinamente, como escrito con letras de fuego, danza frente a sus ojos aquel nombre que aborrece... —¡Juan Moraima! ¡Se fue con Juan Moraima ¡Pero a ella sí que voy a buscarla!

Unos momentos le han bastado a don Fermín Requena para cambiar de traje. Conteniendo su furia, dominándose, atando en su mente todos los cabos para realizar un golpe certero, acaba de vestir sus ropas de campo... Guarda en su bolsillo una pistola, un fajo de billetes, una caja de balas, y luego registra hasta el fondo de los cajones hasta hallar un puñal de hoja afilada y fuerte... Hay como una nube roja ante sus ojos enfebrecidos; pero al tomar el arma, tropiezan sus dedos con un grueso sobre lacrado, casi olvidado ya... Es aquella carta que Antonio Aguilar pusiera en sus manos, aquella carta que no se ha atrevido a destruir aún, pero ahora está ciego de rencor y de rabia... Odia también a Ernesto, lo odia casi tanto como a Eduardo Moraima y, al estrujar aquella carta, le parece estrujar su corazón y su amor por Cristina... —¡Malhaya...! Romperla es poco... quiere destruirla sin dejar rastro... quemarla... convertirla en cenizas... Registra en sus bolsillos... Ha buscado lumbre, sin hallarla. Toma entonces un grueso sombrero de alas anchas, y sale rumbo a la biblioteca.. .

En los pasillos no encuentra a nadie... no escucha una voz ni una palabra, no percibe tampoco la sombra de una mujer que le ha visto pasar y le sigue, escondiéndose... Va con él hasta la biblioteca, entra sin ruido, ocultándose entre los cortinajes, le ve acercarse hasta los últimos leños que acaban de consumirse, arrojando entre ellos el sobre lacrado... y aguarda con la respiración contenida... Un caballo cruza al galope la calle lateral... Es Ernesto que sale... Rápidamente vuelve Fermín sobre sus pasos, cruza otra vez la puerta... Corre hasta la ventana cercana... tratando de penetrar la oscuridad... Aprovechando aquel instante, la mujer que le siguió sale de las cortinas... hunde sin vacilar las manos en los leños ardientes rescatando el sobre, a medias quemado, y lo oculta entre sus vestidos... Va a huir, pero antes de que pueda ponerse de pie, la voz de Fermín Requena la hiere como un latigazo... —¡Doña Carmen!, ¿qué hace usted aquí? ¿Qué busca en esa chimenea? —Yo... yo... —¿Qué tiene en la mano? —¡Nada, señor...! —¿Nada?... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Brutalmente la ha obligado a ponerse de pie... Alza la anciana las manos temblorosas, marcadas por las huellas del fuego, mientras el hombre enfurecido la estruja zarandeándola... —¿Por qué anda detrás de mí espiándome, vieja maldita? ¿Por qué no espiaba a Silvia, ya que para eso le pagaba? ¿No entendió antes que debía irse para siempre de esta casa? ¡Largo de aquí! ¡Largo!... De un empujón brutal la ha derribado... La alza después con furia, para volver a derribarla ahora contra la chimenea... Una rabia asesina arde en sus pupilas... feroz, le grita: —¡No quiero verla más! La frente de la anciana ha rebotado, golpeándose contra los trebejos de hierro, y brota a borbotones la sangre de la ancha herida abierta... —¡Jesús me ampare...! Sin pararse a mirarla, Fermín Requena escupe sobre el cuerpo inerte y sale a trancos a través del patio...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS

CAPÍTULO 20 EL AMOR DE UN MORAIMA —¡Cinco leguas en dos horas! ¡Esto es correr! ¡Mira, aquella luz es de "Las Azucenas"! —¿Ya...? —Pronto dejaremos atrás "La Palmira" también, y con ella el último peligro... pero, ¿qué te pasa? ¿Por qué tiemblas? ¿Tienes frío, princesa? Acércate más... —¡No, Eduardo, no es frío... creo que tengo miedo... —¿Miedo? —Ha reído mostrando la dentadura blanca. Silvia protesta: —¡No te rías! ¡Tengo miedo de mi padre! —Tu padre estará durmiendo a pierna suelta... Hasta mañana nadie sabrá nada, y mañana... ¡Mañana ni el mismo diablo podrá dar con nuestra madriguera! Eduardo Moraima ha vuelto a reír, conteniendo con mano diestra la loca carrera de los caballos, que arrastran el coche que los lleva, para enfilar la curva del camino del puente... A pesar de la noche fría, están las bestias bañadas de sudor y espuma, cuando orgullosamente se vuelve a ella para hablarle en su tono seguro y apasionado: —¡No hay caballos mejores que los nuestros! En "La Palmira" dejaremos el coche y seguiremos monte arriba con otros de refresco, que ya están esperándonos… —¿Todavía más lejos vamos a ir? —¿No te lo dije ya? —Sí, sí, pero... —¿No dices que tienes miedo de que tu padre nos encuentre? Donde te llevo no va a encontrarnos y, si va hasta allá, no le arriendo la ganancia... —¿Qué harás si da con nosotros? —No sé... lo que sea... cualquier cosa para defenderte y ampararte. No tiembles más... estás junto a un hombre, trigueña. ¿O vas a arrepentirte tan pronto ya? —No, no, al contrario... ¡Si a pesar del miedo tengo una alegría tan grande de que Ernesto y mi padre lo sepan...! —¿Que lo sepan? —Sí; que sufran, que lloren de rabia como yo lloré tantas veces por culpa de ellos dos... Me despreciaron, me humillaron ... —¡No pienses más en eso! Ahora estás al lado de quien sabe apreciarte... De quien te querrá siempre... Con gesto de ruda ternura ha soltado las riendas sobre el lomo de los briosos animales, para estrecharla muy fuerte, ciñendo el fino talle con su brazo musculoso y viril, buscando luego con ansia golosa los labios de Silvia, ahora fríos y trémulos... —¡Ahora vas a ser mía! ¡Para mí solamente! Yo te enseñaré cómo quiere un Moraima... La ha vuelto a besar, apartándola luego para empuñar las riendas y el látigo. Lanzados al galope otra vez los caballos, no tardan en cruzar la ancha tranquera abierta para dejarles paso...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¿Vamos a llegar a la casa de "La Palmira"? —¡No, princesa! Tengo un hermano que es todo un caballero, muy capaz de ponerse de parte de tu gente. No quiero que nos oiga ni nos vea... Por eso doy la vuelta por este lado. ¡Ahora él estará suspirando a la luz de las estrellas...! —¿No sabe nada de esto tu hermano? —Claro que no... pero no tengas miedo, a mí todo me sale bien, yo nunca pierdo. Un día quise arrancar la flor más linda, la que estaba en el cogollo más alto, y ya ves... ¡la tengo en la mano...!

La voz de Eduardo truena, imperiosa: —¡Indio! Y la respuesta suena cerca, en la sombra, serena y mansa: —Aquí estoy, patroncito... Iba a encender candela para hacerle café a la señorita. La noche está bien fría... —¡Deja eso! La señorita y yo seguimos viaje... Todo está listo, ¿no? —¡Todo, patrón... pues claro...! Es a una media legua de la casa vivienda de "La Palmira", bajo los árboles añosos que muy cerca del río crecen rodeando la pequeña capilla que María Manuela mandara hacer en honor del Santo Cristo de las Espinas. Una luna tardía se filtra entre las ramas, iluminando apenas el pálido rostro de Silvia, mientras, llevado ahora por un peón, se aleja muy despacio el coche que los ha traído hasta allí... La voz de Eduardo grita, satisfecho: —¡Déjalo en la enramada hasta mañana...! —Bueno, patrón... —¿Dónde están los caballos que te dije tuvieras ensillados? —Detrás de las queseras, patrón... para usted el alazano, la yegua mora para la señorita, el bayo para mí... —Tú no vienes ahora con nosotros. —¡Ahí, ¿no, patrón? —Te quedarás hasta que sea de día, para enterarte de todo lo que se diga en "La Palmira", y después vuelas para allá con las noticias... ¿entiendes? —Está bien, patrón, como usted mande... —¡Arrima los caballos! A solas un momento con ella, le enlaza el talle, la alza haciéndola llegar a sus labios... la besa largo, con un beso ardiente... —¡Te quiero! ¡Eres valiente! Sabes jugártela como yo: a cara o cruz... —Sí... pero no sé montar a caballo, Eduardo… Quiero decir: por esos riscos... Ha reído el mozo. Luego la ha alzado hasta la silla del primer caballo, que él monta también... —Aquí vas más segura... ¡Vamos! Al galope parte. En brazos de Eduardo Moraima, sobre el arrogante alazano que bajo las espuelas se encabrita, Silvia va monte arriba con una extraña sensación de espanto, de Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS embriaguez y delicia, y se abraza a su cuello sin ver el mundo que al partir deja atrás. De pronto piensa que el mundo entero es aquel hombre, y se aprieta más fuerte contra su pecho ancho... —¡Quiéreme siempre, Eduardo! Ahora no tengo a nadie más que a ti... ¡A ti nada más…! —¡Conmigo te basta! Es la ruda y tierna respuesta del Moraima.

Amanece ya cuando Ernesto Aguilar se detiene frente a la casa vivienda de "La Palmira"... De un salto se halla en tierra, recobrada de golpe su habilidad de muchacho. Más seguro de sí mismo, pisando aquella tierra que fue suya un día, echa las bridas sobre el horcón de entrada y se interna por el ancho portal... Todo es como un reto: no lleva espuelas ni armas, tan sólo el ánimo encendido de ira profunda, sosteniendo una violenta determinación. A modo de saludo, grita con voz tronante: —¿No hay nadie aquí? ¿No hay nadie? ¿No hay nadie? Del fondo en penumbras, alguien responde: —¿Qué quiere? ¿A quién busca?... La voz es lo bastante conocida para que pueda contestar: —¡A ti, Juan Moraima! Una recia figura avanza a su encuentro. Se detiene, mirándole con curiosidad sorprendida... Ernesto interroga, violento: —¿Dónde está Cristina? —Quisiera poder responderle, señor Aguilar... —¡Responderás aunque con la respuesta tenga que arrancarte la vida! En son de paz, responde el Moraima: —¡No llevo armas…! —¡Yo tampoco; pero no son necesarias para que uno de los dos quede muerto aquí si es preciso! Ha ido hacia él con rudo gesto de amenaza. Son igualmente altos, igualmente recios; pero mientras arde la cólera en los ojos de Ernesto, hay en los de Juan Moraima una profunda desesperanza que baña de infinita tristeza su fría y dolorosa serenidad... Suavemente, responde: —Cristina no está conmigo, señor Aguilar. Sus celos son estúpidos… —¿Qué...? —Ni estuvo, ni estará; porque no me quiere ni nunca me quiso... Pero es gracioso que llegue usted así, después de abandonarla... ¿Por qué? ¿Con qué derecho? ¿Qué facultad puede alegar? —Las tengo todas para defender su honor, para salvaguardar su porvenir y su vida... ¡Mi propia madre me ha confesado...! —Cristina rechazó la idea de la señora Aguilar y mi súplica de aceptar ser mi esposa. ¡No está conmigo! Si usted no me cree, registraremos palmo a palmo la finca... Un tropel de caballos aparece en la curva del puente. A galope tendido enfilan para la entrada de "La Palmira". Juan Moraima se revuelve, indignado:

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¿Trajo usted una escolta de hombres armados? Esos hombres son peones de los Requena... ¿Es asesinarme lo que usted pretende?.. . Ernesto cambia la voz y el gesto... Desconcertado, explica: —Ni vienen conmigo ni pensé que podían llegar. Le doy mi palabra de caballero. Sin embargo... ¡Oh! Ha reconocido a Fermín Requena... Tras él van, en efecto, cuatro de los más fieles peones de "Las Azucenas"... Impaciente, le urge Juan: —Sin embargo, ¿qué? —¡Busque armas...! ¡Más vale que esté preparado...I —Preparado, ¿a qué? —A todo... Pero yo estaré de su parte si le atacan... —¿No es aquél don Fermín Requena? —El mismo es, Moraima; pero mientras yo viva no le asesinarán a mansalva... —¿Qué?... —Seremos por lo menos dos contra seis... Me temo que no sea bastante... Llame a sus hombres... ¡Busque armas...! El grupo de jinetes se ha detenido, cerca de la casa. Un momento, don Fermín se adelanta; luego, vuelve grupas en redondo y hace una seña a sus acompañantes, que le siguen finca adentro, a galope tendido... Ernesto respira, aliviado... Juan pregunta, impaciente: —¿A dónde van? ¿Qué hacen? —Supongo que buscan a su hermano; pero querrán desquitarse con usted si no lo encuentran... —¿Desquitarse? ¿De qué? —¿No lo sabe? ¿Dónde está su hermano? —¿Mi hermano...? Un tiro ha sonado a lo lejos... Después, otros más. Juan y Ernesto, sin consultarse, corren juntos escaleras abajo. Atado a los palos está el brioso caballo de Ernesto. Juan busca en vano con la mirada. —No sé dónde se ha metido mi gente... —¡Salte al anca de mi caballo! ¡Puede con los dos! ¡Tenemos que ir a ver lo que pasa!

—Las huellas del coche llegan hasta aquí. Fermín Requena se ha inclinado sobre las huellas, frescas en la tierra húmeda, del coche en que Eduardo Moraima ha corrido a campo traviesa cruzando "La Palmira", y su peón de más confianza, el mulato Francisco, desmonta llegando hasta él, mientras los otros esperan aun a caballo, muy satisfechos de poder servir al amo, como amigo: —¡Sí, patrón, ahí están! Un coche ha entrado por aquí, y es bien raro que metan un coche hasta esta parte de "La Palmira"...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —El que viene huyendo entra por cualquier parte... —Pero aquí dejaron el coche, patrón. Mírelo entre los herbazales. No más desengancharon los caballos y lo metieron ahí... Fermín ha llegado hasta el coche, abandonado bajo los grandes árboles. El río ancho y fangoso corre cerca... Francisco examina, con ojo experto, ejes y ruedas... —Este coche corrió mucho, hace no más un rato... unas horas si acaso.. . —En él ha debido venir desde Medellín... —Pero de aquí se pierde el rastro. —¡Pues hay que encontrarlo! —¡Uy, es difícil! No más volviéndonos perros para olisquearlos... —¿Qué son aquellas ruinas? —Las queseras, señor. Están abandonadas, como toda la finca. Los Moraima no hacen sino criar ganado suelto y de peonaje, no tienen más que cuatro o cinco que son los que espantamos antes a tiros... Qué carrera pegaron, ¿verdad, patrón? Fermín Requena no le escucha. Su ira violenta es ahora concentrada y fría... es un rencor venenoso que le sube amargo hasta los labios, que le inyecta de sangre los ojos. Le enloquece la idea de no encontrar a los que busca... pero, al levantar la cabeza, un indicio lo pone sobre la pista... —¿No hay un caballo allí? ¿No es aquello un caballo? —Sí, patrón... entre la maleza que está detrás de las queseras. ¡Un caballo ensillado, escondido! Los hallamos, patrón ... Los dos han corrido hacia aquel sitio... Ocultándose en el grueso tronco de un árbol, descubren una inquieta figura cobriza que intenta escapar cuando Francisco el mulato le cierra el paso... —¡Quieto, monigote! ¡No te muevas, porque te rompo el alma! Este es el guardaespaldas de Eduardo Moraima, patrón cito... —Ahí, ¿sí...? —Le mientan el "indio" y lo conozco como a mis manos.. Requena ha ido hacia el Indio sacando la pistola, impidiéndole todo intento de huida... feroz y decidido ante el miedo que reflejan los ojos del muchacho... —¿Qué hacías aquí? ¡Qué hacías! —¡El perro nos espiaba! El Moraima debe estar bien cerca, patrón. El don Eduardo no da un paso sin que éste le vaya detrás, y de todo lo que hace lleva parte... Más imperioso aún vuelve Requena a preguntar: —¿Dónde está tu amo? ¿Dónde está ese canalla? ¡Respóndeme ahora mismo...! ¡Habla...! ¡Habla! —¡Contéstale al patrón, perro...! —Le ha gritado el mulato. Y a una seña del amo va sobre él… De un golpe brutal con la culata del rifle, en pleno pecho, le ha hecho caer de rodillas... Luego la descarga feroz, sobre los hombros, sobre las espaldas... sobre las manos tendidas para defender el rostro... Desesperado, gime el Indio: —¡Que no me mate, patrón! ¡No deje que me mate! —¡Dime a dónde han llevado a mi hija o te haré aplastar a golpes! Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡Habla! ¡habla! —grita Francisco a cada culatazo... Fermín ordena: —Acaba con él, Francisco... ¡Mátalo! La culata cae sobre la frente del Indio, bañando el rostro en sangre... Verde de espanto, grita el desdichado: —¡Yo le digo, patrón!... ¡En el monte, en la casita del monte!, ¡allá arriba! A tres leguas de aquí, por el camino de la sierra... ¡y están solos patrón! ¡Ay!... Un último golpe le ha hecho desplomarse sin sentido, y algo parecido a una horrible sonrisa desfigura el rostro de Fermín... —¡Tu sangre es la primera que ha corrido, pero no será la última! ¡El caballo, Francisco! ¡Tráeme el caballo! Y ahora, ven tú solo conmigo... ¡Despacha a los demás!

—¿Qué es esto? Tendido en el charco de sangre que manan sus heridas aun casi sin sentido, Ernesto y Juan Moraima han encontrado a Ramón, el Indio, y de rodillas junto a él le prestan los primeros auxilios. El noble rostro de Juan está contraído por la sorpresa y la ira. —¿Qué ha pasado, Ramón? Entre gemidos, responde el infeliz: —¡Yo no quise hablar... Yo no quería decir nada, patrón, pero me hubieran matado... me estaban matando... Tuve que decirles... —¿Decirles qué? —¡Decirles dónde estaba el patrón Eduardo con la niña Silvia: en la casita de la montaña...! —¿Qué es lo que has dicho?... Bruscamente Juan se ha puesto de pie y su mirada llameante se fija en Ernesto, que amargamente sonríe al explicar: —¡Es lo que yo no quería decirle! Me di cuenta de que usted ignoraba la hazaña de su hermano. Anoche escaparon de Medellín. Tras ellos vino aquí mi tío Fermín, y si sabe dónde se esconden, si este hombre le ha dicho dónde puede encontrarlos, seguramente pagarán con su vida... —¡Pero eso no es posible! ¿Y usted? ¿Y usted...? Usted es, en realidad, el más ofendido. ¿Qué clase de hombre es usted, Ernesto Aguilar? —¡No hay tiempo que perder en aclarar el punto, Juan Moraima! Este pobre hombre está mal herido y, además, usted y yo debemos de subir a la montaña y tratar de impedir que se cometa un nuevo crimen... —No me atreví a pedírselo. ¡Lo que pasa es tan absurdo, tan horrible...! —¡Llame para que atiendan a este hombre... y usted que lo sabe, enséñeme el camino... ¡Vamos!

Los primeros rayos de un sol luminoso, sol de mañana de invierno en la meseta colombiana, caen a través del fresco aire de cristal sobre la colina protegida por la maraña de árboles añosos. Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Entre los gruesos troncos, apenas se distingue la casita de rústicas paredes y techo pajizo, tosco nido de amor donde Eduardo Moraima llevara a Silvia. De la montaña, baja, saltando entre las piedras, un arroyuelo tan fresco y limpio como el paisaje; y un estrecho camino, que sólo a pie puede subirse, lleva, a través de piedras y matorrales, por la escarpada ladera, hasta las puertas de la casa... Tras su cerrada puerta, indiferente a todo, como embriagada por una dicha fuerte y nueva, poblada a la vez de incertidumbre y sobresalto, Silvia Requena saborea hecha realidad la promesa de Eduardo: el amor de un Moraima... —¿Te sientes bien aquí, princesa...? —Como en el cielo; ¡pero tengo miedo...! —¿Miedo todavía...? —Ahora más, porque ha salido el sol, porque es de día ya... Pronto lo sabrán todos en casa, si ya no lo saben... y entonces comenzará la guerra... ¡Vendrán hasta aquí! —¡No; hasta aquí no van a venir! No mires más a esa ventana, trigueña bonita... Mírame a mí, que me tienes loco, y borracho, viviendo como si pisara en las nubes y no en la tierra firme... Silvia... mi vida... ¡Cómo te quiero…! —¿Más que antes...? ¿De verdad...? —¡Más...! ¡Mucho más! Porque eres mía, y ahora sé que sólo mía fuiste... que tu corazón y tu vida me estaban esperando y que tus besos han florecido sólo para mí... —¡Eduardo...! —¿Por qué no me lo dijiste antes...? ¿Por qué dejaste que te creyera la esposa de otro hombre? ¿Por qué no me dijiste que te habías guardado para mí... para mí solo...? —No quiero mentirte, Eduardo... ¡Fue el desprecio de Ernesto quien me guardó, y quise vengarme de él y de mi padre haciendo lo que hice! —¿Sin quererme...? —Queriéndote, pero sin saber hasta dónde... sin saber cómo te quería... Ahora sé que lo eres todo para mí... Ahora, fuera de ti, no me importa nada, ni nadie... —¿Ahora...? ¿Hasta ahora...? —¡No, Eduardo! Lo supe anoche, mientras huíamos y yo sentía, sin embargo, que a tu lado todo era distinto: el mundo y la vida... Cuando casi estaba arrepentida de haber huido y tus besos me consolaban... cuando el espanto me hacía temblar y abrazándome a ti se me acababa el espanto, aun palpando más claro lo que ya sabía: que mi padre es implacable... que no nos perdonará nunca... Esto me costará la vida... nos costará la vida a ti y a mí... ¡Pero si tú me quieres, no me importa nada...! Se ha abrazado a él, como enloquecida por aquel amor nuevo... y el fuerte brazo de él la aprieta más, oprimiéndola contra el ancho pecho viril, donde se recuesta temblorosa para alzarse después con gesto rebelde: —¡No me importa! ¡Me he vengado! He conocido el amor... te he conocido a ti... He vivido... he dejado de vegetar al borde de la vida... ¡He vivido, Eduardo Moraima! ¡He vivido y vivo por ti, para ti! ¿Qué importa si esta vida dura un año o un día? ¡Estoy contenta, pase lo que pase! —¡No pasará nada de lo que piensas, Silvia! Si las cosas son como me has dicho, Ernesto Aguilar no es tu esposo de verdad... Tu matrimonio puede romperse, y lo romperemos... Si no en

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS este país, en otro, lejos de aquí, donde las leyes sean distintas... donde puedas ser libre y mía, legítimamente mía... Donde pueda llamarte mi esposa, Silvia... —¿Serías capaz...? —Por ti soy capaz de todo, Silvia... ¡Hasta de humillarme delante de tu padre...! —¡Eduardo... Eduardo! ¿Sería posible? ¿Lo harías...? —Lo haré, sí... Le pediré perdón, le pediré permiso para llevarte lejos de aquí, cruzando el mar hasta otras tierras donde podamos casarnos. En cualquier parte puede vivirse. En cualquier parte puedo yo ser feliz, si estoy contigo... ¡mi alma...! La ha besado largamente en la boca... en una especie de éxtasis, ahora que el verdadero amor se abre como una flor generosa en su corazón rudo y viril... Ahora que siente a aquella mujer suya, sólo suya, atada a las raíces de su vida... Pero un ruido inconfundible, que viene desde el valle, hace a Silvia alzarse sobresaltada: —¿Oíste? ¿Oíste, Eduardo...? ¿Son caballos? —Sí. Caballos... —¡Dios mío…! —¿Por qué te asustas? ¿Por qué tiemblas así? ¿Acaso no estás conmigo? Conmigo no va a pasarte nada... . —Sí, Eduardo, sí... pero mi padre... —¡Ni a tu padre tienes ya que tenerle miedo! Yo sabré hablarle al alma, y al ver nuestra felicidad y nuestro cariño... —¡Acaso no te deje hablar! —Yo sé hacerme oír. Además, no es él ni puede serlo todavía. Antes dejé encargado a mi peón de confianza para traernos noticias... —¿Oyes...? Alguien está subiendo por el camino... —¡Claro... el Indio! ¿No te dije? ¿Qué te apuestas a que es él? —¿Noticias de las gentes que, nos persiguen...? Mi padre... acaso Ernesto... —Todo el mundo está ahora contra nosotros, trigueñita; pero ya cambiarán las cosas. De cualquier modo, teníamos que jugar el albur, y a todo estaba yo decidido... Los Moraima nacimos para morir de pie, decía siempre mi abuelo, y él murió así: de pie y con las armas en la mano... —¡Pero yo no quiero que tú mueras así…! —Ni yo tampoco quiero morirme... No hay por qué, ya que vamos a hacer las cosas por las buenas. Ha sonreído, ha querido acariciarla; pero ella tiembla como poseída por el espanto de un presentimiento... —¡Eduardo... hay gente allí! Siento pasos que rondan la casa. Alguien está tras esa puerta... ¡Ten cuidado! —No puede ser nadie más que Ramón el Indio. —Mira por la ventana... no abras la puerta... ¡no abras la puerta, Eduardo...! Eduardo ha vuelto a sonreír, descorriendo los cerrojos, pero antes de que llegue a abrirla, salta la puerta a impulsos de un impacto brutal, y un grito escapa de los pálidos labios de Silvia: —¡Jesús…! Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡Don Fermín...! Fermín Requena está allí, apretados los dientes, en la mano el arma que apunta al pecho de Eduardo, y tras él, rifle en mano, asoma la figura brutal y gigantesca del mulato Francisco... ¡La amenaza chasquea como un latigazo! —¡No te muevas o te abraso los sesos, bandido! Eduardo Moraima ha enrojecido... Tarde comprende la torpeza, el descuido de su conducta. A pocos pasos, sobre una mesa, está el cinturón con revólver que no se ha ocupado de volverse a ceñir, pero aun está su alma dormida en el encanto del primer amor... aun mira a su feroz enemigo como al padre de la mujer que quiere... aun trata de hacer un gesto de paz... —¡Don Fermín.... óigame un momento! Óigame y después me mata si quiere; pero que me oiga un momento es lo único que le pido. —¿Oírte, canalla? ¿Dónde está Silvia? ¿Dónde tienes a mi hija?. La ha buscado con los ojos por la estancia semi en penumbras, y al fin la ha visto... Silvia ha retrocedido temblorosa hasta la pared más lejana... las manos extendidas y desorbitadas las pupilas. Ella si sabe y mide el peligre... ella sí aguarda sin remedio algo horrible y ni aun se atreve a sollozar cuando la voz de su padre la conmina, imperiosa: —¡Acércate! ¡Sal de ahí! Quiero que lo veas todo: ¡quiero matarlo delante de ti! —¡No, padre! ¡No... no...! Ha corrido, interponiéndose al mismo tiempo que don Fermín dispara, y en el tierno pecho recibe los dos tiros... —¡Ay...! Eduardo grita, enloquecido: —¡Silvia...! ¡Silvia…! Es a ella a quien ha herido... es a ella a quien mata... ¡Cobarde! ¡Asesino! Como una fiera ha ido sobre don Fermín, arrebatándole el arma, apretándole la garganta con sus dedos como garfios endurecidos... pero un golpe brutal del arma del mulato Francisco le ha derribado en tierra, rota la cabeza de un culatazo... y ya en el suelo sigue golpeándolo con furor asesino... —¡Acaba, bandido! ¡Lo jorobé, mi amo! Se ha vuelto a don Fermín esperando su aprobación, pero éste no le mira. Sus ojos están fijos en el blanco corpiño de Silvia, donde la roja mancha de sangre va creciendo... Mira luego sus ojos casi en blanco... sus lívidos labios entreabiertos... —¡Muerta! ¡Está muerta! ¡He matado a mi hija! Un rumor de galope se acerca. El mulato tira impaciente del brazo de su patrón, perdido el respeto ante la inminencia del peligro: —¡Patrón...! ¡Vienen! Viene gente, y hay dos muertos aquí. ¡Vámonos! ¡Hay que huir, patrón...! ¡Nos echan mano...! Con voz desconocida, don Fermín Requena repite: —¡Pero es que he matado a mi hija! Con desprecio impaciente, responde el peón: —¿Y qué? ¿Y no fue a eso a lo que vino? Usted dijo... —¡A ella no...! A ella yo no quería... Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡Vámonos! No quiero pudrirme en presidio... ¡Vamos, patrón! De un rudo tirón lo ha arrancado de allí, y lo arrastra como a una masa embrutecida...

—¡Eduardo...! —¡Silvia…! Ernesto y Juan Moraima están allí... Han acudido a ellos sin ocuparse de perseguir a los que huyen, y una piedad infinita traspasa el corazón de Ernesto al ver entreabrirse con esfuerzo los párpados de Silvia, al ver sus ojos negros en la vaguedad de la última mirada... Su voz se rompe en algo que es casi un sollozo: —¡Silvia.. . Silvia...! ¿Qué ha pasado? Un hilo de voz le responde, acusando: —¡Mi padre me ha matado, Ernesto...! —¡No, no... estás sólo herida! Te curarás, te salvaremos... ¡aun tienes vida! Te llevaré ahora mismo a donde puedan curarte... Una sorpresa pálida se asoma a las moribundas pupilas. Los labios, aun inquieren: —Ernesto... ¿tú no me odias...? —¡Yo no sé odiar, Silvia...! Los labios de Silvia casi sonríen... aun logra decir unas palabras trémulas: —¡Perdóname, y haz feliz a Cristina...! Desde el rincón en que de rodillas examina a su hermano, la voz de Juan Moraima suena alta y firme, preñada de esperanzas: —¡Eduardo está vivo... tiene pulso... respira! Y la de Ernesto responde, lenta y triste: —¡Silvia ya no respira...!

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CAPÍTULO 21 CUESTA ARRIBA —José... ¡José…! —¿Me llamaba, señora? Un sirviente ha acudido solícito a la voz trémula de la viuda de Aguilar. —¿Quién ha venido? He sentido un coche... han abierto la puerta. —Es el doctor Olmedo que ha salido. Vinieron a buscarlo de la finca de los Moraima, y me mandó decirle a usted que volvería, y que lo de doña Carmen no es de muerte, ni muchísimo menos... —¿De la finca de los Moraima, dices? —Parece que lo necesitaban con mucha urgencia, y él se fue en seguida... —¡Dios mío! —¿Se siente mal, señora? María Manuela ha apretado los labios reprimiendo como puede su angustia indescriptible. Han pasado las horas, lentas para ella como siglos, desde que hallara a doña Carmen herida y sin sentido. Es más de mediodía y la inquietud de cada minuto le clava su garra en lo más hondo. Ansiosamente, pregunta: —¿No ha aparecido Higinio? ¿Ni Cristina...? —No, señora... ni don Fermín, ni ha vuelto el señor Ernesto... Si la señora quiere que vaya yo a cualquier recado... —No, quédate aquí... Vigila la puerta y avísame de cualquier cosa... ¡Avísame en seguida! ¡Voy a ver cómo sigue Doña Carmen!

Frente a la puerta de la alcoba de la anciana, se ha detenido... Al sentir que alguien se acerca, doña Carmen cierra los ojos fingiendo dormir. Un instante, María Manuela contempla el rostro demacrado, la vendada cabeza, las manos cruzadas sobre el pecho, y luego vuelve a salir, demasiado inquieta, demasiado atormentada para permanecer allí. El viejo sirviente se acerca, sofocado: —¡Señora... señora...! —¿Qué pasa? ¿Qué te ocurre, José? —¡Ay, señora... no sé! Un coche y dos caballos se han parado en la puerta. Un coche como de campo, y me parece que el niño Ernesto... Sin esperar más, María Manuela ha corrido hacia la ancha puerta de la calle, seguida del sirviente; pero el pequeño postigo se abre con llave desde fuera y aparece el rostro palidísimo de Ernesto Aguilar. —¡Ernesto... hijo! —Cálmate, madre. Es preciso que tengas valor y fortaleza...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¿Cómo? ¿Qué? ¿Qué ha pasado? ¿De dónde vienes? Han mandado buscar al doctor Olmedo de la finca de los Moraima... —Sí, para atender a Eduardo Moraima... Está malherido ... —¡Oh...! —Fue tío Fermín. Rápida y angustiada, María Manuela apremia: —¿Y Silvia...? ¿Y Silvia, Ernesto? Ernesto ha respondido vacilante: —A Silvia la he traído conmigo... —¿Contigo? ¿Contigo? ¿Luego está aquí? —Quieta, mamá... ¡espera! —¡Quiero ver a Silvia! —Espera un momento... Ya la traen... —¡Oh, no...! Ha querido correr a la puerta, pero las manos de Ernesto la sujetan, suaves y firmes, obligándola a apartarse unos pasos del ancho zaguán, alejándola mientras ella se debate... —¡Ernesto, hijo mío! Dime... dime... ¿Silvia?... Con frialdad forzada, suena la voz de Ernesto: —Ahora la traen, mamá... He pensado que debemos velarla aquí. Esta es su casa al fin y al cabo. María Manuela da un paso atrás. Quiere lanzar un grito, pero la voz se ahoga en su garganta y cae de espaldas, sin sentido...

En el salón azul de la vieja casona de los Aguilar, cerradas las ventanas que dan a la calle, cubiertos con velos negros los altos espejos, han tendido el cuerpo de Silvia... Más blanca la piel trigueña bajo la última palidez y el fino perfil entre el marco sedoso de los oscuros cabellos ensortijados, más que una mujer parece una niña... No tiene casi flores, aunque muchas velas de cera la iluminan con su dorada llama movediza. Sólo los sirvientes y algunas piadosas mujeres, vecinas humildes, están junto a ella, mientras en el cerrado saloncillo, los pocos amigos que se han decidido a asistir a aquellos funerales, a pesar del escándalo que corre ya por todo Medellín, callan o hablan en voz muy baja... Ernesto está en la alcoba de María Manuela, junto a su madre, que se agita como entre los temblores y los espasmos de una pesadilla. De sus labios resecos han salido largo rato palabras inconexas, frases que parecen no tener sentido... De pronto, como si despertara plenamente, fija en su hijo los ojos espantados. —¡Ernesto... Ernesto! —¡Madre, por Dios... no te desesperes así! Comprendo que es horrible, pero no hay ya remedio. ¡Te juro que hice todo lo posible por impedirlo! —¡Tú... tú...! —Naturalmente, mamá... ¿Pues qué creías? Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¿Y qué podía yo creer de ti? ¡Si eres como él. .. como él... como tu padre! ¡Si Dios, en su bondad, no quiso que tuvieras una sola gota de esta maldita sangre mía...! —¡Madre!, ¿qué dices? —¡Sangre mía! ¡Sangre de Fermín, que nos hace crueles, cobardes, asesinos...! —¡Basta, madre! ¡Calla! ¡Creo que has enloquecido...! —¡No puedo callar! ¡No callaré más, aun cuando Fermín también me mate a mí! —¿A ti...? —Sí.. . sí... ¿Qué más puede ya hacerme? ¡Por él he destrozado tu vida... la de Cristina, y ahora Silvia... ¡Silvia muerta también por mano de él... por culpa mía. ..! —¿Culpa tuya? ¿Qué tienes tú que ver...? —¡La muerte de Silvia es la venganza de Isabel Clara! —¿Qué estás diciendo? Deliras... —¡Es la sombra de la madre de Cristina, la que como un fantasma me persigue... la que me cobra el dolor de su hija en la vida de esa criatura, a quien como a hija yo quería…! —¿El dolor de Cristina? ¿Qué quieres decir?... Ernesto se ha acercado a María Manuela, adivinando, presintiendo, como quien ve asomarse las luces del crepúsculo en el fondo de la noche sombría... Y es su acento imperioso, apremiante: —¡Madre! Madre, ¿qué has querido decir? ¿De qué culpa te acusas? ¿Cuál fue tu crimen? ¡Óyeme, respóndeme... mírame. ..! ¡La verdad...! —¡Te la diré... te la diré! Cristina... ¡oh, Dios mío! —Cristina, ¿qué? —¡Cristina no es tu hermana! —¿Qué...? ¿Qué...? ¿Qué dices? —Isabel Clara no fue culpable… —¿Pero cómo es posible? Como enloquecido se lleva las manos a las sienes... Fuera de sí ya, grita María Manuela: —¡Mentí!, ¡mentí! ¡Fermín me hizo mentir para apartarte de ella, ¡para que te casaras con Silvia…! —¿Qué...? —¡Si... sí, fui embustera, canalla, indigna! ¡Todo porque la odiaba! La odiaba por celos de su madre... por celos de ella misma, a quien tu padre idolatraba... Y por odiarla así, por ejercer en ella mi venganza mezquina, lo merezco todo, todo, hasta tu desprecio, como el peor de los castigos... Ha vuelto a desplomarse sin sentido, rígida y helada, mientras Ernesto sacude el cuerpo inerte que no responde a sus gritos: —¡Madre... madre! Madre, ¿es verdad lo que has dicho?... Una sombra se asoma entre las cortinas... una voz débil y cascada suplica cerca: —Don Ernesto, por Dios, por la Virgen... ¡tenga piedad! —¿Qué dice?

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Ernesto se ha alzado, reaccionando bruscamente de su extravío... Frente a él está doña Carmen. Ha llegado hasta allí, como arrastrándose, sostenida por el milagro de su abnegada voluntad: el rostro cadavérico bajo el vendaje que envuelve su herida, y en las trémulas manos, semiquemado y ennegrecido, el lacrado sobre de aquella carta que Antonio Aguilar escribiera para su hijo. Como un balbuceo es la voz de la anciana: —¡He tenido miedo de morir sin poderle dar esta carta...! —¿Qué dice? —La saqué del fuego... ardía entre los leños de la chimenea donde la había arrojado don Fermín... —¿Qué...? —Él la tenía escondida... La había recibido de manos de don Antonio Aguilar, que la escribió para usted poco antes de morir... —Perdóneme si la he leído. Aquí está todo lo que usted necesita saber, todo lo que ha de decidir su vida y la suerte de Cristina... Ernesto la mira con el pálido rostro en blanco. Parece no comprender todavía... Pero doña Carmen pone el sobre en sus manos... —Lea esa carta ahora mismo... ¡Léala, hijo mío…! Aquí está toda la verdad...

La última paletada de tierra cae sobre la tumba de Silvia, y lentamente se dispersan los escasos asistentes a aquel entierro, como ninguno triste. Ernesto Aguilar queda el último. Pone con sus propias manos una corona de rosas sobre la tierra removida... luego cruza la verja dirigiéndose al coche de viaje que le aguarda ya. El cochero mestizo se lleva la mano al ala del sombrero: —¿Para la casa, señor? —No. Sigue de largo y toma el camino de "La Palmira"...

—¡Doña Carmen... I —Sí; soy yo, doña María Manuela... —Acérquese, dígame... ¿se fue ya mi hijo? —Sí, señora, al volver del cementerio emprendió el camino. José lo vio indicar al cochero que siguiera de largo... —¡Sin acercarse a esta puerta! ¡Sin despedirse de mí...! —Todavía está muy dolorido... —¡Ya sé que es mi castigo, mi horrible castigo! ¿Pero con quién hablaba usted? La escuché hablar aquí cerca... —Con el doctor Olmedo. Quiso saludarla. Le dije que usted descansaba y respondió que volvería... —¿No dijo nada de Fermín? ¿No saben de él? —No, señora, nada se ha sabido...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡Ayúdeme a levantarme, doña Carmen... quiero ir hasta la Capilla! —Pero, señora, el doctor dijo... —¡No importa lo que él doctor diga! Quiero hacer una promesa... Quiero ofrecerle mi sacrificio al Santo Cristo de as Espinas. Por la felicidad de mi hijo... ¡por la de Cristina...! —Señora... ¿qué dice...? —Si mi hijo regresa con ella, yo seré la que entre al Convento, yo seré la que viva los años que me queden de vida, para la oración y para la penitencia... ¡Ayúdeme, doña Carmen, ayúdeme a llegar a la Capilla! ¡Sólo así podré resistir esta horrible espera! ¿Volverá Ernesto? ¿Cuánto tardará...? Días... semanas... meses... o acaso nunca... nunca... ¡Acaso nunca tenga piedad de mí...!

El coche se detiene frente a la misma puerta de la vieja casona que fuera suya. Ernesto echa pie a tierra, pero no necesita subir los gastados escalones de ladrillos: Juan Moraima ha salido a su encuentro. —¿Cómo? ¿Usted aquí? —A terminar una conversación empezada hace días... y a hacerle una súplica, Juan Moraima... —Será un gusto servirle. —Cuando vine a buscar a Cristina, cuando vine a exigirle a usted que me la devolviera, me dijo que no estaba con usted... y hubo algo que no pregunté entonces... ¿Sabe usted dónde está? ¿Lo sabe? —He dado mi palabra de honor de no decirlo. —¡Entonces, sabe! —Creo saberlo, pero... —¡Usted la quiere! Lo sé bien... usted también la quiere... —¿También, ha dicho? —Dije: también; porque Cristina es toda mi vida... —¡No es posible! —¡Se lo juro, Juan Moraima! —Entonces, no comprendo... —Tiene derecho a comprender, tiene derecho a que yo le explique, pero cada minuto que empleara en ello es minuto perdido para correr a ella, para alcanzarla a tiempo de evitar... —De evitar, ¿qué? —Conozco a Cristina... Sé hasta qué punto lleva el alma destrozada y herida... ¡Tengo miedo!... —No le falta razón... Pero usted es quien menos tiene el derecho de buscarla... —Si yo le jurase que la busco para devolverle la vida... para llevarle la felicidad... —¿Va usted a decirle que la quiere...? —¡Eso ya lo sabe Cristina! Voy a decirle que soy libre, que ha desaparecido el obstáculo que hacia nuestra felicidad imposible... ¡Voy a poner mi vida en sus manos y a tomar la suya para mí! ¿Comprende usted...? La busco para hacerla mi esposa... Y usted no puede seguir callando... ¿A dónde fue Cristina? ¿Dónde está...? Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Juan Moraima traga en silencio su amargura. Luego, apartando la vista del rostro de Ernesto Aguilar, la extiende por los campos verdes, como buscando un ideal camino... —Cristina me habló de volver al lugar de donde había venido... —¿Cómo...? ¿Es posible...? —A las abandonadas tierras de los Gamboa... —¿Allá arriba? ¿Volvió allá arriba? —Sí, Ernesto, allá arriba. En las Cumbres... donde la tierra es demasiado dura para devolverle al hombre sus semillas, donde el aire es como de hielo y brillan las estrellas en un cielo tan limpio, que parece posible alcanzarlas sólo con extender la mano... ¡Allí es a donde ha vuelto Cristina! —Pero... —La primer jornada es hasta Manizales... Le daré la dirección de un hombre que desde allí puede servirle de guía... Debe llevar un buen caballo, armas y provisiones para el camino. Es largo y duro... —¡No lo será para mí! —¡Tampoco para mí lo sería si tuviera la dicha de hallarme en su lugar... Entre conmigo... Le daré los datos que necesita ... —Vamos... Han subido la escalera de piedra que un día bajaran juntos. Al llegar al portal, Ernesto se vuelve al Moraima, casi avergonzado: —No le pregunté por su hermano... ¿Cómo sigue?... —Todavía respira... y ya es bastante decir... A otro menos robusto le hubiera costado la vida... Los Moraima somos duros para morir... —¿Y el otro herido...? ¿El Indio? ¿No era así como le llamaban? —Desapareció hace dos días... Difícil explicárselo, dado lo maltratado que estaba... En fin... Vamos arriba... Un momento después vuelven a salir juntos. Se estrechan las manos fuerte y largamente, como amigos, y es casi oficiosa la pregunta en los labios de Ernesto: —¿Me odia usted, Juan Moraima? —No, Aguilar, le envidio... solamente le envidio... ¿Cuándo sale usted? —Ahora mismo... ¡Y aun me parece tarde...!

La cansada bestia de alquiler que lleva a Cristina se ha detenido, como si le faltase el aliento, al borde mismo del precipicio cortado a pico, en el áspero recodo que forman, tras haber dejado atrás el pueblo de Las Cumbres, los dos caminos de herradura que suben, apretando como en un circulo las abandonadas tierras de su finca... Y saltando de la mula en que la sigue, Higinio se acerca a ella, solícito: —Vamos, mi niña... ya estamos, como quien dice, en casa; pero usted tiene que estar rendida... Apenas ha querido que descansáramos en ninguna parte... —¡Quiero llegar! —¿Para qué tanta prisa, mi niña? Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Una sonrisa triste ha sido la respuesta de Cristina. Puede responder muchas palabras dolorosas, pero en la frágil debilidad de su cuerpo, la firme fortaleza de su espíritu se niega a echar demasiada parte de su carga sobre el leal y abatido corazón del fiel sirviente... En tono triste, continúa el hombretón: —¡Debíamos haber esperado unos días más antes de emprender el camino! Usted no estaba en condiciones de hacer este viaje y mucho menos como ha querido que lo hagamos: sin descansar y sin comer apenas... ¡No, no podía...! —Ya ves que he podido, Higinio... —¡Milagro de Dios! —Milagro de Dios es la vida, aun para los más tristes... Ha mirado de nuevo el panorama espléndido y desolado que se ofrece a su vista... Montañas y montañas, cumbres y más cumbres cada vez más ásperas, más elevadas, más inaccesibles, bajo la luz violeta del crepúsculo que avanza sombrío... Higinio palmea el cuello de la bestia, flaca y cansada: —Pobre de ti también... Pero ahora sí tenemos que seguir o nos coge la noche sin remedio. ¡Ya estamos cerca! Las casas son allá... ¿no se acuerda? Al dar la vuelta a ese monte, seguro se ve el techo rojo de la casa grande... y Petra tendrá preparada la comida... Bueno, si el haragán del peón que mandamos desde Manizales ha llegado a tiempo para dar el aviso. ¿Seguimos viaje, niña?... —Sí... seguimos... Higinio vuelve a su cabalgadura. Sola, Cristina ha entornado los párpados y bajo la manta de lana que la cubre se estremece de frío. Es el aire cortante y fino que baja por las laderas desnudas y pasa sobre ella como arañando su carne aterida... como llevándole hasta el corazón su hielo, y el pensamiento escapa de sus labios con un hondo suspiro: —¡Qué hermoso lugar para morir...!

Cuatro días más estuvo como muerto Eduardo Moraima, como si en su cerebro obscurecido se hubiera detenido la vida. Al quinto amaneció sin fiebre... la mente diáfana, el cuerpo débil y dolorido... punzantes como dardos los recuerdos. Está solo en la gran alcoba que fuera principal en la casa vivienda de "La Palmira". Apartando las mantas, se alza del lecho. Como sobre dos bolas de algodón, así siente los pies... pero resiste, con la voluntad firme... Quiere levantarse... salir... Penosamente, con verdadero esfuerzo, se ha vestido, oprimiéndose de cuando en cuando las sienes que aun le duelen como bajo el golpe de un martillo. Ha dado unos pasos, como sin rumbo, por la habitación destartalada. Al fin, con un estremecimiento que es casi de alegría, descubre el cinturón con revólver que cuelga del respaldo de una silla, apresurándose a ceñírselo. .. —Eduardo, ¿qué locura es esa? ¿Cómo es posible...? La voz de Juan le ha detenido. Con afectuoso imperio, reprende: —¿Quieres hacerme el favor de volverte a acostar? —Estoy bien ya... —Pero el médico ha dicho...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¿Qué importa el médico? Tengo que ir hoy mismo a Medellín. No puedo dejar que pasen muchos días... —¡Espera... espera...! —¡No voy a esperar! Ya sé que le han dejado huir; pero lo buscaré, lo sacaré de cualquier lugar donde se haya escondido. Iré al fin del mundo por él... ¡Maldito!... —Cálmate, Eduardo, y óyeme... —¡No tengo nada que oír! Mi Silvia está muerta... ¡la mató esa bestia delante de mí! Disparó sobre su pecho blanco no pude ni siquiera apartarla, ni siquiera recibirla en los brazos cuando caía... ¿Crees que voy a esperar a que Dios haga justicia? —No tienes que esperar... Dios ha hecho ya justicia... —¡Mentira! Lo dices por... —Llegaba justamente a darte cuenta, Eduardo. Vengo de allí... —¿De allí? ¿De dónde? —De evitar a la viuda de Aguilar el dolor de ser ella quien identifique el cadáver de su hermano. —¿Qué dices? —¡Fermín Requena ha muerto! —¿Muerto...? ¿Ha muerto...? —Como debía morir. La policía, que le buscaba, halló su cadáver al borde de un camino. —¡No es posible! ¡Mientes! ¡Mientes para calmarme! —No miento. Fue muy cerca de aquí... Puedes verlo con tus ojos, ya que traerán su cuerpo a "Las Azucenas". Allí van a velarlo sin ruido... —Entonces, ¿es verdad? ¿Pero quién lo mató? ¿Cómo?... —¿Quién?... Creo que será difícil decirlo... La muerte data de pocas horas... Tenía hundido en el pecho un cuchillo, clavado hasta la empuñadura... —¡Oh...! Eduardo ha respirado profundamente, con expresión indefinible... Fija la mirada leal en los ojos ardientes de su hermano; habla Juan, como quitándole importancia a lo que dice: —Yo sé que tú no crees en esas cosas; pero bien pudiéramos decir que fue la providencia, que por los caminos ignorados de que Dios a veces suele servirse, recibió el malvado su castigo.. El arma era vulgar... Uno de esos cuchillos que usan la mayor parte de los peones de hacienda, igual en "Las Azucenas" que en "La Palmira"... Pudo ser el peón que le acompañaba, cómplice de su crimen y reo escondido de otros muchos crímenes impunes. La policía lo busca a él y pagará de todas maneras si le echan la vista encima... Claro que pudo ser otro cualquiera; pero, sea quien sea, podemos bien decir que murió por sí mismo... lo mató su conducta, lo mataron sus propios delitos... el mal que arrojó sobre otros, rebotando para herirle luego a él también. ¿Qué importa un nombre, hermano? Dale gracias a Dios, que te ha evitado mancharte tú también de sangre... Es mejor que no hayas tenido que cometer un crimen... Una chispa rojiza, como un relámpago, cruza por los ojos de Eduardo Moraima. Vivamente, replica:

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡No hubiera sido un crimen, hubiera sido un acto de justicia! ¡Bendita sea la mano que clavó ese cuchillo! —¡Hermano. ..! —Pero hubiera preferido hacerlo yo... ¡yo mismo! —Cálmate, por favor... —De todos modos, voy a salir... a cualquier parte. Pediré, el caballo, y no te preocupes, estoy perfectamente... Sólo que no puedo, no podría quedarme aquí... creo que ni ahora ni nunca. —Ya lo he pensado... Venía pensándolo por el camino. ¿Qué te parece que liquidáramos la finca y volviéramos a nuestras tierras? ¡Acaso nunca debimos venir...! Eduardo ha respondido con un gesto de asentimiento... ha tomado luego el sombrero y ha salido... Juan no le sigue, le mira alejarse, respetando su voluntad de estar solo, y lentamente enciende un cigarrillo... Al cruzar la galería, una figura conocida se acerca a Eduardo: es el indio Ramón... Apenas hay ya huella en él del maltrato sufrido... Delgado y ágil, brillante como bruñida la piel cobriza, cayendo hasta los hombros los largos cabellos lacios, encendidos en un brillo metálico los ojos negrísimos... Al gesto de sorpresa de Eduardo, se inclina exagerando la cortesía... para disimular su inquietud... —Para servirle, patroncito... si es que todavía quiere que le sirva. La última vez quedé mal... Me apretaron tan duro, que se me quebró el filo... No quiere verme después de aquello, ¿verdad? Eduardo le mira. Hay un invencible rencor en su mirada, un suavísimo tono despectivo en la pregunta que insinúa: —¿No es cierto que estabas mal herido? Por lo que veo... —Ya me alivié, patrón: ¡carne de perro... carne de indio! —Y además, que te habías ido... —Sí, patrón: me fui por vergüenza, pero ya volví… —¿Ya no tienes vergüenza? —Cuando el que está caído se vuelve a levantar... Ha sonreído extrañamente. Como un relámpago cruza una idea por la mente de Eduardo. Sus ojos miran al indio. Como registrándolo, palpan sus manos la cintura y suben, haciéndose más firmes en los hombros cobrizos... La pregunta es rápida, imperiosa: —¿Dónde está tu cuchillo? El indio tarda en responder: —No sé, patrón... lo perdí... Seguro ya, Eduardo insiste: —¿Dónde lo perdiste? El indio vuelve la cabeza, como si buscara algo muy interesante en un lejano punto indefinible... Luego relata con suavísima ironía: —Esta mañana maté un coyote... Buscándolo andaba yo hace dos días. Me salió al paso muy cerca de aquí... Creo que allí se me quedó clavado el cuchillo, ¡en el corazón del muy perro! Eduardo ha contenido el aliento... le ha mirado muy fijo... Como indiferente a todo, sigue el indio: Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Lo clavé con tanta gana, patrón... ¡hasta el mismo mango lo hundí! Eduardo Moraima entorna los párpados... parece saborear un pensamiento íntimo. Luego, su mano se apoya cordial en el hombro de Ramón, palmeándole la espalda cobriza con el mismo gesto de antes, de cuando el indio era su compañero de fiestas y alegrías. —Está bien; pero no andes sin cuchillo. Hay gentes por ahí que preguntan demasiado. No da buena suerte un cuchillo perdido. Toma el mío y ensilla para los dos... —¿Vamos a salir otra vez juntos, patroncito? —Sí... vamos a ir ahora hasta Medellín. Luego nos iremos lejos, muy lejos, y tú vendrás conmigo... Serás como otro hermano, Ramón... —¿Yo de usted, patrón? —Sí. Apura ahora. Tenemos que llegar antes de que anochezca. —Sí, patroncito. Vamos hasta Medellín, pero... —¡A despedirme! —¿Al cementerio entonces, patrón? —Sí. Corta todas las flores que haya en "La Palmira". Le ha vuelto la espalda, esquivándole el rostro... En el aire, sus manos se crispan y el sollozo viril se ahoga en el silencio de su pecho... Casi sereno, explica: —¡Para mi niña Silvia!

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS

CAPÍTULO 22 DONDE EL CIELO ESTA CERCA Muere la tarde sobre la tierra colombiana... el sol hunde su disco rojo en los rudos picachos de Los Andes... y el verde espeso de la maraña de los árboles, allá en el fondo de los hondos valles, hace dibujar más claro el camino que trepa sinuoso enroscándose como una sierpe al borde del abismo, hasta las cumbres cada vez más desnudas... Dos jinetes avanzan por ese camino. El primero, en un hermoso caballo que parece resistir sin gran esfuerzo la jornada durísima... el segundo, en una flaca mula que inútilmente trata de emparejar el paso de su compañero. Es simplemente un guía profesional, un mestizo baqueano en aquellos senderos ásperos e intrincados, sirviendo al primero: alto y fornido... joven, de cabellos oscuros y ojos ardientes: Ernesto Aguilar, que un momento sujeta las riendas para preguntar impaciente: —¿Falta mucho? ¿Cuándo llegaremos? —En seguida, señor... Después del otro cerro está el pueblo, no más, y de allí, cuestión de un par de leguas... —Pues apura... —Las bestias están cansadas, señor... sobre todo la mía... —Ya lo sé, pero hay que llegar. ¿Dijiste dos leguas? —Al pueblo... y otras dos para la Hacienda de los Gamboa. Usted dijo que no quería pararse en el pueblo, sino seguir... —Sí... ¡Es el fin del mundo! ¡Llegaremos de noche! —Casi de noche es ya, pero tarde o temprano llegaremos, señor, no tenga cuidado... Ernesto ha espoleado al cansado animal, que trota cuesta arriba. Cada instante crece su angustia. Minuto a minuto ha vivido la lenta jornada que vivió su padre... El tiempo pasa como si no pasara... Al fin ven de lejos las luces del pueblo... y lo dejan atrás... El guía le anima, optimista: —¿Qué le dije, señor? Ya de aquí es un salto. La finca está ahí mismo... digo, si hasta creo que vienen de allá para recibirlo... —No me esperan... ¡No es posible! Un caballo ha aparecido en el recodo. Ernesto da un grito: —¡Higinio! El que llega ha espoleado al caballo. Galopa al sesgo para estar a su lado cuanto antes. Ernesto casi no le da crédito a sus ojos. —¡Higinio... Higinio...! —¡Mi niño Ernesto... usted aquí... aquí! Es un milagro, señor, ¡un milagro...! —¿Dónde está Cristina? ¿Cómo está? —¿Cómo ha de estar? ¿Dónde ha de estar, señor? Allá arriba y bien malita, por desgracia. —¿Enferma?... —Sí, niño.

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¿Muy enferma...? ¿Está grave...? ¡La verdad! ¡La verdad! ¡Responde! —Sí, señor... ¿qué ganaría yo con negárselo? El médico estuvo allá esta mañana y ahora mismo iba yo al pueblo a buscarlo otra vez... Le dio el ahogo y… —¡Corre a buscarlo! ¡Vuela, Higinio! —¿Y usted...? —Yo sigo hasta allá... —Pero ella no quería verlo a usted, niño. Cuando la vi tan mala, yo quise avisarle; pero ella me dijo que no, que no... que no quiere nada sino que la deje morir tranquila... —¡No morirá! —De muerte está, mi niño... y ella, además, no ayuda nada. No tiene para qué vivir, me ha dicho... —¡Sí tiene, Higinio! ¡No morirá! Querrá vivir, se agarrará a la vida. He venido a traerle la dicha, ¿entiendes? —¿Qué...? Los ojos del indio se abren deslumbrados. Quiere saber, quiere preguntar, pero ya Ernesto ha clavado furiosamente las espuelas y corre montaña arriba, sin aguardar por nadie...

Ernesto desmonta de un salto frente a la vieja casa desvencijada. No ha esperado que acudan, no ha llamado. Al pisar los gastados ladrillos del portal, pone las riendas en manos del muchachuelo que le ha salido al paso y el nombre amado le sube como un grito a los labios: —¡Cristina...!

—Ya fueron a avisarle a Cristina que usted había llegado... —¿En?... Un viejo sacerdote ha detenido su impulso, cerrándole el paso. En medio de aquella lóbrega habitación de piso desigual, que sirve de sala, y a la luz amarilla y vacilante del viejo quinqué que cuelga de las vigas, su mirada bondadosa, cargada de profundo interés, convierte en disculpa la explicación: —Es preciso prepararla, aun para una gran alegría, señor Aguilar. —¿Sabe usted quién soy? ¿Acaso me esperaban? —Cristina ha temido, desde el primer día, verle a usted llegar, y en cuanto a conocerle... Se parece usted demasiado a don Antonio Aguilar, para comprender que se trata de su hijo... Parece usted, sin embargo, más impulsivo y más impaciente que él... ¿Por qué no hablamos un poco? ¿Por qué no se sienta un instante? —Perdóneme, Padre; pero quiero ver a Cristina. Ella no tiene ya nada que temer de mí. ¡Se lo juro! —Yo sé, hijo, yo sé... —No sabe usted nada. Padre...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —La he oído en confesión y sé lo que pasa por el alma de usted, hijo mío... —¡Tampoco ella sabe nada, Padre! Lo que oyó usted en confesión fue sólo la burda mentira, la cruel farsa alzada entre nosotros dos para separarnos... lo que ella y yo creímos un día... —¿Qué es lo que dice? —No me detenga usted más. Padre. Cristina necesita oírme... Ha echado a andar, esquivándole, cruzando sin detenerse las enormes habitaciones destartaladas, hasta llegar a aquella en cuya puerta, abierta se detiene, porque allí está Cristina... en el ancho lecho de caoba en el que Isabel Clara lanzara su último suspiro... tan pálida, tan débil, tan demacrada, que es su vida como una pequeña llama apagándose al soplo del vendaval... —¡Cristina. . .! Ernesto ha corrido hasta caer de rodillas a su lado, cubriendo de besos las blancas manos adelgazadas que se extienden en busca de las suyas, mientras como un susurro la voz de Cristina parece juguetear en sus labios: —Ernesto... Hiciste bien en venir... hiciste bien... Tenía yo derecho a verte por última vez y ni a Dios siquiera me atrevía a pedírselo. Pero ya estás aquí... has venido.. —¡Mi Cristina...! —¡No... eso no...! Ha esquivado los labios palidísimos... Y Ernesto aun se acerca más... —Nuestro amor no es pecado, Cristina. —¿Porque estoy ya al borde de la muerte...? —No, Cristina; porque en realidad no lo fue jamás. —¿Qué dices...? —No somos hermanos. —¡No! ¡No! ¡Imposible! —¡No somos hermanos! ¡Cuánta razón tenía tu alma al resistirse a creerlo...! Con cuánta lógica rechazaste, al escuchar la infame mentira creada sólo para alejarme de ti... —¡Ernesto! ¡Ernesto!, ¿qué estás diciendo? ¿Qué dices? —Vine después de oír la confesión de mi madre... —¿Su confesión...? —Sí... sí. ¿Te parece mentira? Vas a escucharlo todo, vas a saberlo todo y vas a leer por tus propios ojos la carta de mi padre. Aquí está... aquí. Cada una de sus palabras es un rayo de luz... La escribió en su agonía... —Yo lo vi escribirla... —¡Entonces no puedes dudar! Llegó a mis manos cuando ya mi madre me había dicho la verdad. ¿Quieres leerla tú misma? ¿Quieres escucharla? La ha buscado nerviosamente en sus bolsillos, la ha desdoblado frente a los ojos de Cristina, nublados por las lágrimas... la ha leído, al fin, con voz que tiembla de emoción y de dicha: —"Ernesto, hijo mío. Te escribo estas líneas con mis últimas fuerzas, tristemente convencido de que no volveré a verte en esta vida; pero con la confianza en tu corazón y en tu valor, que hace mi agonía menos amarga. Sé que bajo tu amparo está segura mi Cristina, esa niña a la que siempre supiste amar, a la que quiero como si fuese mi propia hija, ya que como a hija la recibí de manos Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS de su madre Isabel Clara, la única mujer a quien he amado en mi vida... mi sueño de amor irrealizado, mi anhelo nunca conseguido, la divina criatura imposible, para cuyo recuerdo he vivido, y la más pura y santa de todas las mujeres... —¡Madre mía...! —"Muero con el nombre de Isabel Clara en los labios y no me avergüenza decírtelo a ti, que ya eres lo bastante hombre para comprender lo que el amor de una mujer imposible puede significar en nuestra vida. Si no hay en tu corazón algo que se oponga, que haga penosa para ti esta mi última voluntad, quiero que te cases con Cristina, que realices mi sueño haciéndola feliz... Ella te quiere, ella ha seguido soñando contigo. Ella te espera. Dios ha querido darme el consuelo, en medio de mis penas, de verla crecer pensando en ti, y yo he cultivado ese amor en su corazón como la flor maravillosa que habrá de perfumar tu vida. Si no has cambiado, si sigues queriéndola con aquel amor que desde niño le demostraste, recibe mi bendición y hazla tu esposa. Haz feliz a la hija de Isabel Clara"... —¡Oh...! Algo que es a la vez grito y sollozo ha escapado de los pálidos labios de Cristina... La carta cae de las manos de Ernesto... —¡Cristina...! Con ansia, acude a ella: —¡Cristina... Cristina... vida mía...! Desesperado, la sacude, la alza, la estrecha entre sus brazos. Cristina ha caído desmadejada y pálida, cárdenos los labios y con un aleteo sobre el pecho blanco... Al borde ya de la agonía...

Los ojos de Cristina, en muchas horas no volvieron a abrirse... En pesado letargo pasó la noche mientras el viejo médico del pueblo ensayaba los escasos recursos a su alcance. Al amanecer, Ernesto envió un peón al pueblo con la misión de pasar algunos telegramas. El primero era una súplica para el doctor Olmedo, pidiéndole volar allí; el segundo, una razón para doña Carmen; el tercero lo retuvo largo tiempo en sus manos y lo rompió antes de mandarlo... Una idea le obsesionaba, le perseguía como el zumbido de un moscardón, se le pegaba al pensamiento como un hierro hecho ascua... —¡Si Cristina muere no podré perdonar a mi madre...¡

Tras los días horribles vinieron otros menos malos... Tras las noches de insomnio, las de dormir a ratos entre el florecer de la esperanza... Tras las horas sin luz, otras en que el sol asomaba sobre los picos de las montañas y penetraba a través de los únicos cristales de aquella ventana de la casona semi en ruinas... Milagrosamente, Cristina mejoraba... volvía a la vida lentamente... Era como un inesperado triunfo de su juventud, como un temblar al ver a la dicha acercarse, y luego un extender hacia ella las manos... Recaídas cada vez más cortas... mejorías cada vez más largas... Un día, el Padre Juan pudo reír bromeando: —¡Estás de lo vivo a lo pintado, picarona! Esto es lo que se dice una resurrección... Y luego habrá quien niegue los milagros...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —Los milagros del amor, Padre Juan. Ernesto Aguilar se acerca sonriente. Fingiendo enojo, el viejo párroco de aldea alza la mano, amenazando: —¡Cállese usted, señor ateo! ¿Piensa que no le vi llorar y rezar cuando las cosas andaban malas? —Bueno, Padre... —Ahora está como el pobre Don Calixto, orondo y encantado, como si Cristina el debiera la salud a sus píldoras y a sus emplastos... como si lo hubiera hecho todo con su ciencia de hace medio siglo... —Algo hizo, Padre Juan, no vamos a negarlo... Cristina ha terciado, sonriente. Es una de las primeras mañanas que sale hasta el portal a tomar un poco de aquel sol huraño qué no llega a caldear el aire helado de la montaña. Está envuelta en la manta de lana de Higinio, los pies sobre un brasero, las trenzas sueltas a la espalda, pero brillan sus ojos que renovados miran a la vida... sonríen sus labios, que ya sonrosan como las tempranas flores del durazno... De pronto, el Padre Juan se vuelve alborozado: —Creo que tienen ustedes visitantes... —¿Visitantes? —¿Qué dice? —Sí, ya lo creo... toda una caravana. Dos arrieros delante, un jinete distinguido, una dama... —¿Qué dice usted? ¿Una dama? Temblando a pesar suyo, Cristina se ha puesto de pie... ha apartado la manta para dar unos pasos vacilantes hasta la baranda del portal. Luego ha buscado con la vista a Ernesto, le ve transfigurarse: palidecer primero, enrojecer después. Luego ir corriendo al encuentro de los que tras la última vuelta del camino avanzan a buen paso sobre la estéril tierra de los Gamboa... El Padre Juan ha acudido a ella: —Hija, ¿qué pasa? —Es la madre de Ernesto. El doctor Olmedo viene con ella. Viene tarde, pero viene al fin... —¿La madre de Ernesto...? Un instante han temblado los labios de Cristina. Luego responden a la ruda pregunta del sacerdote: —Sí, Padre Juan. ¡Yo ya la he perdonado, y Ernesto lo sabe!

—¡Hijo! Ernesto y María Manuela se han abrazado demasiado conmovidos para poder dejar escapar palabras... Un largo abrazo, que en los ojos de la madre se derrite en llanto. Luego, desprendiéndose de él, va hacia ella… —¡Cristina...! No encuentro las palabras... Quisiera pedirte... quisiera pedirte que me perdonaras y...

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS Cristina la abraza, sin dejarla terminar. Luego vienen las presentaciones: el doctor Olmedo, cuya presencia a todas luces resulta ya innecesaria... —¿Me perdona usted, Ernesto? No me fue posible intentar antes este viaje... Doña María Manuela ha estado gravísima... —Le debo la vida al doctor Olmedo, hijo. Se empeñó en conservármela... —Que Dios le bendiga. Mamá, el Padre Juan... —¡Encantado y honradísimo en saludarla, señora de Aguilar! Es una gran alegría para todos el que hayan ustedes llegado a tiempo para la boda de Cristina y Ernesto... María Manuela refrena con valor la sorpresa desagradable: —¿Es aquí donde van a casarse? —Sí, madre. ¡Hemos esperado tanto por la dicha! Supongo que eso no te disgusta... —No, hijo, no faltaría más. Por un momento tuve la ilusión de que se casaran en nuestra vieja capilla del Santo Cristo de las Espinas; pero todo puede arreglarse. Allí haremos decir una misa en acción de gracias, el día que regresen ustedes a "La Palmira". —¿Regresar a "La Palmira"? Ahora es María Manuela la que sonríe, al explicar: —Los Moraima, al salir de Medellín, me la vendieron en condiciones inmejorables... y otra vez es de los Aguilar... —¿Los Moraima se han ido? —Ha preguntado Cristina. —Quisieron volver a sus montañas y yo aproveché la oportunidad... Tu... tu padrino quiso mucho a "La Palmira", hija mía. En su nombre, acéptala como regalo de bodas... La compré para ti... —¡Oh, mamá, no es posible...! —Permite que la acepte, hijo. Ya te dije antes que era en memoria de tu padre. Para él hubiera sido una gran alegría verles casados y felices, en "La Palmira" justamente...

La humilde iglesia del pueblo de Las Cumbres brilla como un ascua de oro aquella clara y fría mañana de Septiembre, en que Ernesto y Cristina unen las manos frente a su único altar... El sol es una mancha pálida sobre las paredes encaladas... La concurrencia, humilde y extraña: rostros cobrizos sobre ponchos de lana, largas trenzas lacias escapando de los mantos de merino... pies descalzos que apenas marcan su huella entre los bancos... No hay marcha nupcial de Mendelsson, ni damiselas acompañantes, ni camino de flores cruzando la rústica nave. Sólo magnolias y siemprevivas dan su homenaje a los pies de una virgen morena de ojos dulces y tristes, de rasgos mestizos, que lleva un niño indio en los brazos y alza la mano en señal de bendición... Nuestra Señora de Copacabana, aquella que veneran los hijos de los Andes meridionales... Aquella que alzan en hombros por los senderos empinados y ásperos en las tierras donde el cielo está cerca... Frente a ella, suena lenta y emocionada la voz del Padre Juan: —Cristina de la Concepción Gamboa, ¿quieres por esposo a Ernesto Aguilar y Requena? —¡Si quiero! —Ernesto Aguilar y Requena, ¿quieres por esposa a Cristina de la Concepción Gamboa? Escaneado por VERO – Corregido por Sope

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Cristina CARIDAD BRAVO ADAMS —¡Sí quiero!

La luz del sol se quiebra en los candelabros de plata del altar... Unidas las manos, Ernesto y Cristina se miran a través de sus lagrimas... mientras laten los corazones, como nunca felices… ¡Que hasta las grandes alegrías de este mundo se sazonan con llanto: sal de la vida...!

FIN

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