Los dorados diminutos Horacio Cavallo | MatĂas Acosta
Los dorados diminutos Horacio Cavallo | MatĂas Acosta
PrĂłlogo de Pedro Mairal
Prólogo Un tal Luis Washington Sorondo, alias Pepe Sardina, busca a su primo, entre las correntadas y los mitos de un río grande como el mar. Se despide de su mujer y de sus hijos y parte a vivir esta novela alucinada. Una novela como soñada en pesadillas, girando todo el tiempo en el remolino del soneto. En el espacio mínimo del soneto, como en esa bolsa que Eolo le regala a Ulises, entran todos los vientos del mundo. Entra la vida entera, con sus esplendores y derrotas, los detalles, los grandes rasgos, todas las influencias literarias posibles, la cultura popular, el clasicismo, la historia, la tradición y la vanguardia.
quina verbal de compactar contrastes en el Renacimiento, el amor y la pasión, la muerte y la vida, la eternidad y la brevedad de ser. Por pegadizo se esparce por España entre bodas y vinos, se entrega al claroscuro del barroco: una cajita donde detonar en castellano las tensiones entre sensualidad y espiritualidad, donde contar el derrumbe de un imperio, y el humor, la bestialidad, la gracia... Llega a Inglaterra, a Francia, a América. Todos sus elementos –picardía, rima, brevedad, humor, condensación aforística, musicalidad– hacen que el eco del soneto siga sonando hoy día. Y de ahí viene la raíz de su fuerza, soneto, diminutivo de sonido en italiano, es decir sonidito, un sonido dorado y diminuto.
Desde la Edad Media el soneto llega sin detenerse hasta nuestros raros días digitales. Empieza como una mezcla de distintas estrofas de canciones provenzales (quizá en su origen popular está el secreto de su supervivencia). Por su rima se usa como burla ingeniosa y fácil de recordar, en los claustros y en las primeras universidades italianas. Un insulto pegadizo; siempre en lengua vulgar, en lengua viva. Funciona como carta de amor viralizada y susurrada al oído, y como despliegue honesto del surgimiento de las contradicciones humanas y modernas, en manos de Petrarca. Es una má-
Pero para que suene, para que funcione, hay que hacerlo, como hace Horacio Cavallo, con destreza y naturalidad, de manera tal que ya ni se note que eso es un soneto. Cavallo deja que los versos endecasílabos vayan decantando la historia, sin dejar fuera lo coloquial, lo berreta, la fuerza de la palabra hablada en estos tiempos. La narraci n fluye en las estrofas, se desenvuelve en rimas y sorpresas verbales, se detiene, llega a la orilla, sigue. El ritmo es fluvial y on rico. Y ese río no es tanto el Río de la Plata sino el Río de la Poesía,
4
el Río de la Historia, un río hecho de la mezcla de las imágenes y las voces del Plata, desde los horrores de la dictadura con alusiones a la gente arrojada desde aviones al fondo cenagoso, hasta los personajes de Haroldo Conti en su novela Sudeste. Este “reino de ahogados” como decía Madariaga, donde la violencia se termina comiendo todo, pero queda una voz en el viento contando lo que pasó.
eterna historia de “los nadie, los quién sabe, los soldados”, como bien dice Cavallo. Libro de cruces, de mezcla, de suma, Los dorados diminutos funciona en coro con las imágenes de Matías Acosta. En consonancia con Jorge González, Acosta no se superpone al texto, no redunda, sino que agrega una nueva dimensión a las palabras: la soledad del paisaje, la dimensión ilimitada, el horizonte de niebla, la profundidad turbia y la opresión de la oscuridad. Su paleta da cuenta del óxido, el barro y ese juncal infinito, como un infierno h medo y brumoso.
Los dorados diminutos es primo de El gran surubí, así como Pepe Sardina es primo de Ramón Paz. La literatura es una creación colectiva, propone Fabián Casas, y es cierto. Entre todos vamos sumando y rescatando historias, completando zonas y sucesos. En Los dorados diminutos aparecen por momentos contraplanos de El gran surubí, algunas de sus escenas se adivinan al fondo. Quizá porque sus derivas también son primas, igual que su búsqueda y su desesperación dolorosa. Desde el Martín Fierro de Hernández hasta Los Pichiciegos de Fogwill, se puede rastrear ese ninguneo con los hombres jóvenes que terminan muriendo como moscas en guerras y contiendas. Es sabido que en Malvinas la placa militar, que llevaban colgada del cuello los soldados argentinos, no tenía nombre, sólo tenía grupo sanguíneo. Es la
Entre Uruguay y Argentina hay un río y en sus aguas todo se mezcla y nada es de nadie, y todo es de todos. Es un portal por donde se pasa de un lado al otro del espejo, y ambos lados son reflejos de sueños que estaban por perderse, pero de vez en cuando algo, una palabra, una imagen, los saca chorreando del fondo y los salva del olvido para siempre.
Pedro Mairal
5
I Yo pude salir vivo, la sordera supo ser una forma de la suerte. Y aunque más de una vez olí la muerte ninguna fue la muerte verdadera. Apenas comprendí lo que pasaba del Río de la Plata para allá, me dije ese es tu primo, bo, encará, la cosa está poniéndose bien brava. Pensé entonces la forma de ayudarlo y repasé las tardes de la infancia. Con él yo conocí el fernet, la gancia, y una foto sin ropa de la Sarlo. Crucé en la noche oscura en una lancha tramando entre las olas la revancha.
6
7
Voy a empezar igual en la mañana en que llegó Yolanda dando gritos: tres largos como un poste, dos cortitos, me traían noticias de mi hermana, que siempre mira tele de Argentina y se asusta con cada noticiero. Me hizo señas con vicios de golero: una gorra, un garrote, una sardina. Le dije: «no te entiendo, hablame fuerte», y ella firuleteaba con los brazos. Encontramos la pila entre dos vasos y la volví a la oreja, tuve suerte. Me confundió en el centro de aquel bar una copa de caña de pescar.
8
9
10
Después entendí bien lo del relajo, ella fue dibujando en una hoja. No tienen ¿me seguís? más carne roja, a todos los obligan a un trabajo de machos entre machos en el río, pescando pero a punta de pistola. Ni cable ni wifi, ninguna trola donde anidar para sacarse el frío. Los ratis les respiran en la nuca tarareando canciones de Palito. La interrumpí: pará, pará un poquito, él siempre fue fanático de Luca. Eso pensaba yo y no pude más recordando a mi primo Ramón Paz.
11
12
Acá en el Uruguay tampoco había manteca que chorreara de los techos. Poniéndole las balas a los pechos la moda del dog-dog se nos venía: los chinchus de rotweiller, las patitas asadas del perrito de la calle, choricitos de quiltro –qué detalle–, chihuahuas adobados en tiritas. Orejas de pastores alemanes picadas con la lengua del caniche, lomitos con limón, como el ceviche, pero de brutos negros dobermanes. Los chinos mandaban contenedores con perros de toditos los colores.
13
14
Así que por ser pocos nos salvamos de la dura colimba, de la pesca, de las pajas cruzadas, de la gresca, del surubí monstruoso que soñamos blanquiceleste en medio del escudo, como Dalí con sus largos bigotes, parecido a Videla, fiero, rudo, paseándose debajo de los botes. Algunos habitués de la escollera juraron haber visto algo bien raro, pero tarde en la noche y con el faro girando entre la mugre costanera. Ser de un país chiquito me servía para vengar al hijo de mi tía.
15
Me costó convencer a Margarita que apenas se acordaba de mi primo. Le dije: «che entendeme», le hice un mimo. Me respondió: «otra vez gastando guita en esas causas nobles de convento, te cagaron la vida los scouts». Me miré los zapatos, dije: «chau, voy a dejarlo todo en el intento». Metí el mate y el termo en la valija, la foto de los pibes y un cuchillo. Miré aquellos seis ojos dando brillo, envuelto el cuore en un papel de lija. Mis hijos me miraron de la Play, Marga volvió a sus Cien sombras de Grey.
16
17
Me ajusté el aparato en el oído y rodé hasta Colonia en bicicleta. Un pibe medio nabo, medio teta, –así dice Ramón cuando uno es ido– me alquiló una lanchita por la hora: chaleco salvavidas, documento, cuidado con las ráfagas de viento. «Andate a la reconcha de la lora», gritó cuando entendió que me alejaba. «¡Socorro! ¡Prefectura! ¡Prefectura! ¡Esto es un disparate, una locura!», solté mientras el viento me peinaba. Iba cayendo el sol como un regalo, homenajeando a Ástor silbé “Escualo”.
18
19
20
Al rato estaba hecho un Robinsón, en medio de la noche entre la nada. Atento, con la oreja bien parada, usando los dos remos de timón. Me abandon al fluir de la corriente, buscando lucecitas a lo lejos. Pensé en Ramón, en Marga y en mis viejos una tarde lejana en San Clemente. Debe haber sido el tufo del pescado, del agua, de los remos, de la lancha, río color león con una mancha que la noche arrastraba a cualquier lado. Esa noche soñé un gran surubí pero antes de soñarlo me dormí.
21
22
El surubí soñado era monstruoso, con la lengua afilada de un lagarto, con la pancita floja de un bagarto, y el vientre bien peludo y espinoso. Mientras movía la cola en Santa Ana la trompa iba buceando el riachuelo. Seis pares de barbillas, puro pelo, un bicho de Sebacio Cavallana. Entrábamos cuarenta apretujados como en un 103 a última hora, por nombre repartidos en la eslora, peleando por no ser fagocitados. Después era yo solo y tenía miedo rascándome la barba con el dedo.
23
Me desperté de golpe con un trueno que era mejor que el sueño del pez gato, aunque me puso triste ver al rato que lo del temporal no era tan bueno: perdidos los dos remos en la siesta, con sueñera, con sed, con hambre y frío, cascarita de nuez que mueve el río hacia ningún lugar de cresta en cresta. Me acordé de los náufragos famosos: El señor de las moscas, ¡Wilson! ¡Wilson! y después de un guion de Torre Nilsson, en el que son los náufragos tres osos. Fue aflojando la lluvia como peste, el cielo iba aclarando desde el este.
24
25
II En la Isla Farallón me hice farero durmiendo en el torreón abandonado, sin huesos de bulldog ni algún pescado que fuera a compartir un aparcero. Pedazos de cartones que traía la corriente a la playa a cada rato, los restos de las patas de algún pato fueron mi almuerzo diario en la bahía. A la tercera noche vi tres barcos flotando cada uno en una luz. Recordé que no andaba Buquebus por un lío entre canas y entre narcos. Imaginé a Ramón en la cubierta, buscaba al surubí, estaba alerta.
26
27
Otra noche di un salto, un alboroto como del sindicato de camiones hizo que descubriera dos gomones a través del rayón de un vidrio roto. Silbaron los motores apagados, cinco desembarcaron en la costa, tres eran militares posta posta, los otros dos estaban esposados. Cantaban –creo yo– el Himno Argentino mientras los otros dos arrodillados se mudaban a baldes cementados con la mueca tristona del destino. Quise gritarles algo y me temblaban las piernas al pensar lo que pensaban.
28
29
30
Volvieron otra noche en que tramaba la forma de vengar a los ahogados, cortando el resplandor de los costados de aquella embarcación que los llevaba. Rompí el cristal del faro cuando supe que se iban acercando hasta mi islote, putearon, me imagino, en aquel bote mientras yo le rezaba a Guadalupe, que le puso a la luna nubarrones y gritos en la punta de las bocas. Seguro que volcaron en las rocas y otros gritos se hicieron de leones: un gordo y un petiso se salvaron, se había hecho de día cuando hablaron.
31
32
Yo tenía el audífono apagado cuando nos encontramos en la playa. Me sangraba el talón porque una raya me clav su aguij n bien afilado. Así que sordo a medias y rengueando tuve que presentarme: «Yo soy Luis». El alto me miró, dijo: «infeliz», pero yo no entendí y seguí mirando los bigotes del otro que saltaban y su dedo cruzándose el cogote, los ojos achinados y el marote como el de Simeone cabeceando. Me dije: la cagaste, estás vencido, prendiendo el aparato de mi oído.
33
34
Les repetí: «Soy Luis, Pepe Sardina, me dicen en el bar donde yo paro, me mudé hace tres años a este faro para cuidar la entrada a la Argentina. Como los monos sabios no sé nada, no veo, hablo poco, y esta oreja, la perdí por la culpa de mi vieja, devota de plantón y cachetada». «Si es devota, será mejor que rece», soltó el alto chupándose los dientes. El otro confesó: «Nací en Corrientes aunque todos me dicen Genovese». Yo quise preguntarles por Ramón pero tenía en la boca el corazón.
35
Primero me obligaron a buscar los restos de los canas y los presos, en la orilla los tres, como sabuesos, oliendo el río ancho como mar. Después en la farola me pidieron que arreglara la luz intermitente. Yo me quise negar, me hice el valiente, y ellos como dos hienas se rieron. Sacaron un cuchillo, las pistolas las habían perdido naufragando, nadando entre las rocas, respirando, la dulce epifanía de las olas. Movete si querés seguir machito me dijo Genovese con un grito.
36
37
Dormimos cucharita por el frío: el alto atrás, delante el genovés. Pero la dormilona de los tres vino después de andar rondando el río. Esperaron un bote, una lanchita, con escuadrones de rescatadores. No escuchamos ni gritos ni motores y volvimos los tres a aquella ermita. Jugaron tatetí con un ladrillo, rugieron por el hambre y por la sed. Seguíamos tratándonos de usted, los tres soñando un trago, un cigarrillo. Me pareció que hablaban de Ramón, paré mi única oreja en el rincón.
38
39
40
Me confundió la rima, la sordera, o las terribles ganas de comer. No era Ramón el punto, Peñalver, ese era más nombrado que cualquiera. Y a veces su compinche retobado, un zurdo con aires de cocinero que escupía en el fondo de un puchero que después le servía a algún soldado. «Los vamo hacer carnada», dijo el alto, «prometen un festín por el pescado». «Tranquilo, yo lo tengo bien pensado», pegó un grito el petiso dando un salto. No hablaron más del trance, de la guita. Nos pusimos los tres en cucharita.
41
42
Me despertó el soplido de un clarín y el sol que despuntaba en la bandera. Diez milicos subiendo la escalera nombraban a Perón y a San Martín. Yo me puse de pie aunque no sabía la letra del cantito que cantaban, los doce desconfiados me miraban el mentón que bajaba y que subía. «¿De dónde salió este? ¿Quién lo manda?», preguntó un bigotudo unonoventa. Que es sordo y que es farero es lo que cuenta explicó Genovese en la baranda. No nos dijimos nada, nos miramos mientras unonoventa decía: «¡Vamos!»
43
Yo me sentí la arveja ennegrecida que siempre hay en el fondo de una lata, rodeado de botones de fragata, trepando a la lanchita prometida. Me agarró la nostalgia, la tristeza, al ver que se alejaba la farola. Pensé en mis pibes frente a la consola y en Margarita poniendo la mesa. Después cambié el discurso y me decía: tranquilo Luis, Ramón te está esperando, comiendo mejillón de contrabando, montando un surubí de utilería. La Isla Martín García me esperaba, mientras la Farallón se despegaba.
44
45
III En la Martín García me pusieron a lavar uniformes en un cuarto. También me adjudicaron el reparto hacia unas carpas verdes que tendieron. En esas caminatas lo buscaba en la popa lejana de las naves, gritando entre los gritos de las aves bajo ese cielo azul que se nublaba. Me fui acercando lento a un enfermero para sacarle data con los días: un gordo bonachón era Matías, me guardaba el chorizo del puchero. Demoré en preguntarle por Ramón, podía hacerse el bueno y ser buchón.
46
47
Una tarde escuché cuatro balazos. Llegaron, empezó la retobada, le dije a una chaqueta bien planchada mientras salía a rastrear los fogonazos. Agarré una escopeta del montón: «¡Libertad! ¡Libertad!», grité a lo Wallace. Con un par de tobillos en las alas, atravesé la isla hasta el malón. Pero todos miraban al poniente apuntándole al blanco de la espuma, no era un pez gato aquello, era un pez puma pegando grandes saltos de repente. Miramos a la bestia fascinados los nadie, los quién sabe, los soldados.
48
49
Una ballena blanca parecía con todo el resplandor de última hora. A veces en los sueños cuando aflora me vuelve a escalofriar como ese día: era tornasolado como un charco de aceite cuando llueve en la vereda, el sol era un anillo, una moneda, entrando en la rendija de algún barco. Genovese era Ahab, era Ismael, su rifle era el arp n que imaginaba, y yo era el lavandero que soñaba volverse el lavandero de un hotel. Ballester me miró, frunció la jeta: «¿Qué hace este planchador con la escopeta?»
50
51
De castigo seis días en un pozo al lado de otro tipo en penitencia. Camarada es así, tenga paciencia, le dije con tonito perezoso. Y él: «¿Qué me va a decir? Llevo diez días repasando el partido de los jueves: la moña de Ramón, el fau de Pérez que al final me pate el Peluca D az». Yo no pude creer lo que escuchaba la pila Duracell no daba más: «¿Decime ese Ramón es Ramón Paz?», le pregunté y el tipo me miraba. Después no lo vi más, se lo llevaron, dos truenos de allá arriba retumbaron.
52
53
El agua me llegaba a las costillas y seguía lloviendo con vehemencia: Escuchenmé, soy Luis, tengan clemencia, le dije a dos dicroicas amarillas. Bajaron una cuerda, me subieron, me temblaban los dientes, las rodillas, me dieron un pilot y dos pastillas y antes de decir nada se rieron. Era Matías, el gordo, el enfermero. Lo ayudaba un fulano buena onda que rengueaba en la noche haciendo ronda quitándole las plumas al sombrero. Me dieron la noticia del perdón aunque debía seguirlos a un gomón.
54
55
Subimos al gomón los tres y un cuarto que me cubrió lavando esa semana. Era un pibito recio, de Campana, que heredó una joroba en el reparto. Le llevábamos ropa a una barcaza que seguía de cerca al surubí. Aunque hablaban con gritos me perdí soñando de una vez volver a casa. La misión la ordenaba Ballester por radio, de la antena de un carguero. Les pregunté: «¿Qué saben del golero?» Apenas lo nombraron: Peñalver. El fardo de la ropa era pesado, el gomón navegaba de costado.
56
57
Por el frío o el miedo entré a cantar “Cuando juega Uruguay” de Jaime Roos. Dijo el pibe Campana: «Mirá vos, el yorugua nos viene a desafiar». El rengo se frotó mano con mano mientras el enfermero se apiadaba de mi cara de asombro que mostraba que andaba atrás de un primo, de un hermano. Les confesé: yo vengo por Ramón, el hijo de mi tía, el sonetista, Ramón que juega al fútbol y es artista, bigote, barba y pelo bien marrón. «Yo sé quien decís vos, fue cocinero, lo vi la última vez en un carguero».
58
59
60
Se dio vuelta el lanchón –era cantado–, me salvó la intención de un tío mío que me enseñó a nadar en otro río donde el viento despeina a cada ahogado. Los cuatro dando gritos y brazadas, buceando la negrura de la suerte. Yo supe hacerle un dribling a la muerte, braceando entre las voces aflautadas. Quise darle una mano al enfermero, pero ni crol, ni pecho, ni perrito. Se me perdió de vista en un ratito, flot al lado del rengo y su sombrero. Otra vez Robinsón a la deriva, me arrastró la corriente río arriba.
61
62
Pensé en Marga, en los pibes, vi mi casa repleta de vecinos apenados: la Asociación de Sordos, mis cuñados mirándose en el fondo de una taza. Sumergido creí ver a mi padre firmando con Ram n un documento, vi al tío que nadaba contra el viento y a mi vieja sin nadie que le ladre. El río me dejó sordo del todo, no escuché a Margarita ni a mis hijos, los tres con un mont n de crucifijos mirándose los pies, codo con codo. Ya no quedaba nada, me moría, me dejaba llevar, me despedía.
63
Luché con la corriente y me ganaba. A punto de pelarme toqué un bote que conducía un tipo de bigote que le cantaba al sol mientras remaba. El tipo me miró y tiró una soga, del cuello me subió como a un conejo. Me encandiló la fuerza de aquel viejo, después se presentó: «Yo soy El Boga». Me reanimó con un mate de boldo y me habló de un fulano que buscaba desde el setenta y pico, y no aflojaba: «Quiero verlo de nuevo al flaco Haroldo». Los dos, los del montón, los buscadores, los quién, los no va más, los posteriores.
64
65
IV El Boga navegó a un barco encallado. Entramos y ofreció sopa de pato: «Acá paro en las noches por un rato», me dijo y revolvió un tacho herrumbrado. Lo escuché murmurar en la oscurana, armarse un cigarrillo, darle fuego. Mirando el horizonte quedó ciego, el sol iba empujando la mañana. Después sirvió dos copas de aguardiente cantando una canción de Higinio Mena. Me ensombreció la letra, me dio pena oírlo y no escucharlo de repente. Al rato entró a gritar: «Lo vi, lo vi». A los saltos andaba el surubí.
66
67
Señalando la bestia habló pausado: «No es real ese bicho», aseguró. Por el Río Sarmiento lo juró: «Eso es un submarino maquillado. Yo le enterré un puñal», siguió contando, «y fue como una piedra contra un muro, por la corvina negra se lo juro». Después no dijo más, siguió fumando. «No es ronquido de pez, es de motor, los ojos son dos luces que chispean. Lo voy a abrir en dos para que vean que no es un surubí, que es un actor». Fumaba, hacía silencio, continuaba, el río que subía y que bajaba.
68
69
70
«También hay unos peces diminutos, dorados con el largo de este ojo. Desovan en las tripas un abrojo que crece como un coco en tres minutos. Yo vi morir a Roque, a Juan Serrano, con la tripera al sol como una vaca, sin gritos ni estertor, sin alharaca, morir como murió cualquier cristiano». Así deliró el boga hasta que el día nos sorprendió a los dos de ojos abiertos, pasándole revista a nuestros muertos, trazando esa casual cosmogonía. «Hay que ir a rescatar al primo tuyo», me dijo con la fuerza de un murmullo.
71
72
Nos subimos a un bote y me dio un remo. No lo asustaba el cielo encapotado, ni un gran camalotal que había arrastrado ese río furioso hasta el extremo. Sincronizamos brazos, lloviznaba, y una niebla imperial nos escondía. Yo pensaba en el hijo de mi tía bajo esa misma niebla escandinava. La corriente empujaba al Paraná, El Boga le hizo frente, yo agotado, me acariciaba el brazo acalambrado, como Barbosa en el Maracaná. Otra vez la deriva sin sorpresas, la lluvia nos miraba las cabezas.
73
74
El río era como un rápido de esos que siempre aparecen en el cine, lo montan cuatro indios o un marine que persigue la espalda de unos presos. Pero nunca graniza en esas cintas como entró a llover piedra en ese rato, nos faltaba nomás que el ballenato saltara haciendo gala de sus pintas. El Boga repetía desquiciado esta es otra movida de los canas, nos quieren volver peces, sapos, ranas, para que morfe el pez acorazado. Como no veía nada no lo vi, pero se iba acercando el surubí.
75
Se fue haciendo de noche y hacía frío, el silencio empujaba hacia la orilla. Levantamos el barco de la quilla, El Boga tironeando al lado mío. Adentro del barquito una laguna donde nadaban peces diminutos, yo me quedé mirando diez minutos dorados del largo de una aceituna. «Mejor que ni los mire», dijo el viejo, «hagamos un fogón si es que podemos, algo voy a cazar con estos remos». Cenamos dos chingolos y un cangrejo. Después salió de escena, lo perdí, se iba acercando más el surubí.
76
77
En la mañana El Boga oyó el ronquido y corrió hasta la costa entusiasmado. Volaba sobre el agua aquel pescado como un misil de uranio enriquecido. Así lo veía El Boga, quieto, duro, abriendo el río en dos de arriba abajo. Arrastraba una cuerda y nos distrajo un bultito, al final, lejano, oscuro. El bulto era un tonel donde viajaba acostado un cristiano sin camisa. Nos miramos los ojos, nos dio risa, ver cómo el surubí se lo llevaba. Después no me reí más, pedí perdón, lo había reconocido, era Ramón.
78
79
80
Corrí a buscar un remo: «Al agua pato», grité empujando al Boga en el intento. Jugaba en nuestro cuadro el mismo viento que despejó las nubes en un rato. Uno dos, uno dos, fuimos remando, siguiendo aquel puntito inalcanzable. Otra vez el calambre insoportable y las nubes de tábanos zumbando. Se hizo la noche, el día, lo perdimos, tirados a lo largo, bocarriba, molidos como un pibe de la estiba, inventamos la sombra y nos dormimos. Soñé con Prometeo encadenado, el hígado chorreando calcinado.
81
82
Al despertar vi al Boga devorando los restos de un dorado diminuto. Lo imaginé muriéndose al minuto y él me miró bien largo, masticando. El sol había cocido los pescados sobre los maderones del barquito. Me animé, comí dos, casi vomito, recordando a los otros destripados. Esperamos la muerte cabeceando, llevados por el río, por su antojo. “¿A quién le saldrá antes el abrojo?”, en silencio me andaba preguntando. Ya no escuchaba casi y no lo vi pero otra vez rondaba el surubí.
83
El Boga pegó un grito, el pez monstruoso buceaba por debajo de la lancha. Brillaba una cuerdita, blanca, ancha, serpenteando en el fondo cenagoso. El viejo era Odiseo, una sirena, eso era el surubí y lo hipnotizaba. El Boga boquiabierto no pensaba, chupaba un hueso flaco con arena. Lo recuerdo en el aire suspendido como una transmisión cámara lenta, el quiebre, el acomodo, y la violenta destreza de aquel viejo sumergido. Se fue, se lo llevó, fini au revoir. Ni siquiera lo pude saludar.
84
85
V Me desperté en la costa a la mañana m s sordo que una tapia y afiebrado, entre los pajonales asombrado, atrás de una culebra, de una rana. Vi unos choclos mordidos y unas hojas quemadas bajo un manto de ceniza. Después entre el calor se abrió la brisa que trajo mariposas de las rojas. Pensé que todo aquello era soñado en la orilla del cielo por El Boga. Un sueño como un cuento de Quiroga y yo aquel alter ego desgraciado. Encontré un caminito hacia los ranchos mientras me piropeaban tres caranchos.
86
87
Salí a un pueblito chato y amarillo me dije: “bo, volvete, date cuenta”… Secaba dos billetes de cincuenta en el lomo rugoso de un ladrillo. “Volvete que Ramón pudo escapar siguiendo la corriente al Paraguay. Volvé con tu familia al Uruguay tus pibes ya te deben extrañar”. Me hablaba la conciencia, me jodía con un cantito cursi de parroquia. Quise emigrar al este de Antioquia o radicarme al norte de Antioquía. Ya ni acentuaba bien, era el final. Busqué un bondi que fuera a Capital.
88
89
90
En una gomería pregunté dónde tomar un micro hacia Retiro. Un pibe me explicó que diera un giro y bordeara el portón del cabaré. Leyéndole los labios dije qué como catorce veces por minuto, se acordó de mi madre, dijo puto, y yo silbando bajo me pianté. Un cartelito verde y una flecha mostraban el camino a Gualeguay. Otra vez quise estar en Uruguay puliendo consonantes de esta endecha. Me ganaba el cansancio, el hambre, el frío: “¿Dónde andaría el hijo de mi tío?”.
91
92
Me tiré a dormitar junto al hotel y en medio de la noche pegué un salto. Pensé que era una joda o un asalto, pero eran dos gendarmes con Mabel. La dueña del hotel, la lengua larga, la gorda reaccionaria, la alcahueta. Me vio desperezar, torció la jeta, yo le canté en la cara “Fruta Amarga”, pero ella entendió puta, y a los gritos alborotó gendarmes y vecinos, mostrando los molares, los caninos trazando con los brazos circulitos. Los canas me empujaron, me esposaron, me agarraron del cuello y me llevaron.
93
94
Hice reír al sub y al comisario con mi nombre y la foto del carné: Luis Washington Sorondo –con acné– tuvo que contestar el cuestionario. Les hablé de un naufragio, de un tesoro, de una ballena blanca, de una gorda. «¿Salerno estás ahí?, llamate al Borda», murmuró el sub y mutis por el foro. Me sacaron el cinto, los championes, me llevaron a un cuarto sin ventanas. Soñé con galletitas alemanas de queso con forma de corazones. Dormí, me desperté, dormí otra vez, ya no soñaba más con el gran pez.
95
Pegué la oreja sana a la pared, acomodando el sueño con los brazos. Oí del otro lado cuatro pasos y una voz que rogaba tengo sed. Me fui despabilando lentamente, improvisé un saludo en clave morse: dos largos y uno corto hasta catorce. «Dejate de golpear», gritó un agente, y se acercó a mirarme por la reja, haciendo bailotear la cachiporra. Me miró con desprecio, con modorra, y yo le señalé mi única oreja. Pensaba en mi vecino, en el de al lado, la suerte estaba echada bajo el dado.
96
97
Devoré los dos panes y la sopa pero antes de tomarla me miré. Ya ni me recordaba y me paré oliéndome las manos y la ropa. Con un choclo en la mano pregunté si ser, o si no ser, o ser a medias. Cavilando en cuestiones intermedias recordé a Guadalupe y me dio fe. Poco se goza en la filosof a dijo la virgencita a lo Tuñón, y agregó: “No te olvides de Ramón, el sonetista, el hijo de tu tía”. Voy a rajar de acá, voy a encontrarlo. Si alguno lo tocó voy a vengarlo.
98
99
100
«Irá para la quinta de la Ñata» oí que comentaba el comisario: «Vamos a armar un nido con su osario para que crezcan plantas de batata. Mañana tempranito listo el pollo un revoltoso menos en la vuelta. Nos va a quedar bien limpio todo el delta, blanquito como el culo de un repollo». A medias los oía tembloroso, haciendo castañuelas con los dientes, reían con las manos, con los lentes, y el eco repetía tenebroso: Se viene la justicia... icia... icia, borramos la inmundicia... icia... icia.
101
102
Creí que era yo mismo el penitente, el que temblaba al borde del cadalso, mirándose con miedo el pie descalzo oyendo el griterío de la gente. Después pensé en el otro, en mi vecino, en ese que gemía y pedía agua, soñando con un bote, una piragua robándole los sueños a un beduino. Adiós a Margarita, a mis botijas, Adioses para El Boga y pa Ramón. Voy a pintar con sangre un corazón con venas encordadas a clavijas. Igual que el rey lagarto canté “The End”, me hice una cruz de dedos, dije Amén.
103
Me soltaron temprano en la mañana con una condición: que me volviera. Me dieron un sermón, la billetera, y un mapa de la zona más cercana. «Si te vemos de nuevo por acá vas a ser el menú de los cangrejos, mejor que no te vea ni de lejos». Mejor, mucho mejor, dije: «ojalá». Me puse los cordones, ya me iba, cuando escuché gemir al desgraciado. Lloraba como llora un condenado en medio de la cuenta regresiva. Entre unos matorrales me escondí y en medio de la sombra al fin lo vi.
104
105
VI Me temblaba la boca, el corazón golpeaba con la fuerza de una grúa, formando una ecuación bien capicúa –los canas en las puntas y Ramón mirándose los pies entre los dos– pasaron a mi lado silenciosos. Mi primo con los ojos bien vidriosos, tenía la cara blanca, tenía tos. Bordearon las acacias y siguieron por un camino estrecho hacia la costa. Mi primo distraído pisó bosta y los uniformados se rieron. Yo los seguí encorvado, entre el follaje, de a poquito volviéndome salvaje.
106
107
Atrás del muellecito se internaron en un bosque enfrentado a la ribera. Fumaron a la sombra de una higuera y después del descanso continuaron. Yo tuve que agacharme, andar gateando, porque me pareció que me miraban, con la mano visera controlaban los qués y los porqués, los quién, los cuándo. Quise ser Schwarzenegger, Stallone, correr con un cuchillo entre las balas, tener la piel bien verde, tener alas, y solo el punto débil del talón. Pero era una nadita, era un cobarde, soñando con ser otro se hizo tarde.
108
109
110
Cuando escuché el disparo me paré y una bandada de aves tapó el sol. Soñé con que mi primo en overol me abrazaba diciendo les gané. Entré y salí del monte, fui a la playa, mirando entre los troncos y las ramas, sacudiendo los yuyos, las retamas, librando silencioso mi batalla. Escuché otro disparo y trajo el viento la pólvora picante de un soplido. Después quise estar lejos, no haber ido, a encontrarme a mi primo sin aliento. Los otros dos me vieron, se acercaron, levantaron los brazos, me apuntaron.
111
112
Yo que estaba de espaldas a la orilla fui levantando lento los dos brazos, esperando el destino, los balazos mi descanso final sobre la arcilla. Pude oír atrás mío un gorgoteo, y vi a los otros dos abrir las bocas, inmóviles y erguidos como focas, soltando un tembloroso balbuceo. Giré y vimos los tres al surubí abierto en dos como un barco blindado, adentro estaba El Boga recostado, mirando como mira un maniquí. Bajó del submarino mentiroso apuntando también con un bufoso.
113
114
Los otros dos tiraron las pistolas y siguieron mirando fascinados el detalle del lomo, los costados, los ojos en dos grandes banderolas. El Boga les mostró la maquinaria, como si fuera él mismo el ingeniero, el arpón que heredó de un arponero, durmientes de la línea ferroviaria. Yo corrí a encontrarme con Ramón al pie de un tamarisco florecido. Me hinqué sobre su cuerpo comprimido y busqué con la palma el corazón. Me abracé a su cabeza reventada, rug como una fiera acorralada.
115
Después fui al surubí y busqué la soga mientras los otros dos lo contemplaban, se palmeaban los hombros, lo rodeaban, oyendo el blablabla que daba El Boga. Yo fui de un lado al otro dando vueltas, Rodeándolos, trazando zigzagueos, alternando la rabia con mareos, dejándoles las piernas bien envueltas. Después me mandé un nudo marinero y acomodé a Ramón sobre mi hombro. Los otros me miraron con asombro mientras trepaba al surubí de acero. Prendí el motor, roncaba el submarino, El Boga nos siguió hasta el pez felino.
116
117
El viejo saludó con ironía, los otros lo imitaron alelados: Adiós a la Argentina, a los soldados, adiós también al hijo de mi tía. Después nos tragó el verde, el marroncito. Buceamos a la luz de dos faroles que provocaban vivos tornasoles variando los colores de a poquito. Los otros dos flotaban atr s nuestro como dos marionetas levitando. No quisimos llevar el contrabando y cortamos la soga: ¡chau secuestro! Miramos a Ramón y nos miramos y sin decir ni mu nos abrazamos.
118
119
120
«Yo conoc un rufi n que embalsamaba», me dijo el viejo a modo de consuelo «jaguares, yararás, algún mochuelo, Cotorras, comadrejas y una pava. Cada una de esas cosas le vi hacer rellenitas de estopa y algodón, pensaba que de pronto con Ramón... vive cerca de Villa Ballester» «No sé», le respondí, «yo lo consulto». Imaginé a Ramón entre las plantas con un sombrero claro y con dos mantas, y el cráneo destrozado pero oculto. Lo rodeaban las tías y sus padres, las novias, los sobrinos, los compadres.
121
122
Cada uno lo rodeaba en el jardín, cada celebración, cada cumpleaños. La mesa con arreglos de geranios, papitas, roquefort y salamín. Fuimos envejeciendo los parientes y Ramón continuaba en su sillón, con la vista perdida en un rincón y un cigarro apagado entre los dientes. Lo imaginé más tarde entre cien gatos, en un patio olvidado del futuro, en el medio del día o en lo oscuro, naciéndole un yuyal de los zapatos. Sacudí la cabeza y me volví a la caparazón del surubí.
123
Miré la lucecita en el tablero temblaba en amarillo junto al mapa. Igual a una polilla o a una lapa, perdida entre los bordes de un madero. «Se nos termina el viaje», dijo el viejo, «¿Dónde quiere bajarse compañero?» «En la playa Capurro le sugiero». Él levant el pulgar en el reflejo. Abrimos la compuerta y respiramos el aire de la costa de este lado. El Boga miró el cielo entusiasmado y por última vez nos abrazamos. Acomodé a Ramón arriba mío, y silbando bajito dejé el río.
124
125
Horacio Cavallo
Nació en Montevideo, Uruguay, el 31 de diciembre de 1977. Es escritor y poeta. Algunos de sus libros de poesía son La mañana olvidada (Melón editora, 2014), Descendencia (Ediciones del Estómago Agujereado, 2012) y El revés asombrado de la ocarina (Ediciones de la Crítica, 2006), libro que recibió el Premio Anual de Literatura otorgado por el MEC. Su libro de relatos El silencio de los pájaros (Alter Ediciones, 2013) recibió el Premio Nacional de Literatura 2015, a su novela Oso de trapo (Trilce 2008) le fue otorgado el Premio Municipal de Narrativa en 2007 y su novela Fabril (Trilce 2010) recibió el Premio Fondos Consursables 2009. Para niños ha publicado: Hojas de otoño (Pez tirolés, 2016) con ilustraciones y diseño de Denisse Torena, este libro recibió el Premio Fondos Concursables 2014; Figurichos (Ediciones de la Banda Oriental, 2014), con diseño e ilustraciones de Pantana, este libro recibió el Premio Bartolomé Hidalgo de Álbum ilustrado; y El diario nfimo de Nicol s, ilustraciones de Leo Silva (Montena, 2017). Además integra varias antologías de narrativa y de poesía, y ha colaborado en diversas publicaciones como Brecha, La diaria, Lento, 60 watts, Qué pasa y Revista Viernes (Chile), Diario de Poesía (Argentina), Arcadia (Colombia), Coal City Review (Estados Unidos) y Versal (Holanda).
126
Matías Acosta
Nació en Paysandú, Uruguay, en 1980. Estudió Cine y Animación en Montevideo, y es ilustrador. Algunos de los libros que ilustró son En los dedos del viento (Estrada, 2012), con poemas de Mercedes Calvo; Nanas de la cebolla (del Naranjo, 2013) de Miguel Hernández; Por las dudas (Treinta y seis, 2015), con texto de Mercedes Calvo; y Las locas ganas de imaginar (Estrada, 2016) de Beatriz Ferro. El libro Cuando el temible tigre (Banda Oriental, 2011), con texto de Virginia Brown, recibió el segundo premio en los Premios Anuales de Literatura 2013. También ilustró La mancha de humedad (Banda Oriental, 2014) de Juana de Ibarbourou, que integra la lista White Ravens 2015, de la Biblioteca de Munich. Por su libro Separaciones mínimas, con poemas de Germán Machado, recibió el Premio Los Destacados de Alija 2016 en la categoría Diseño, este libro recibió también el premio Alberto Burnichon al mejor libro editado en Córdoba en el período 2015-2016. En octubre de 2012 realizó su primera muestra individual de acuarelas “Fuera de temporada”, en la sala Dodecá (Montevideo). Ha sido seleccionado para formar parte de IV Bienal de ilustración de Croacia y en 2017 el VIII Catálogo Iberoamericano de Ilustración. En 2015 obtuvo el segundo puesto en el Premio de Ilustración de Literatura Infantil y Juvenil organizado por el MEC.
Índice Prólogo ...................................... 4 Capítulo I .................................. 6 Capítulo II ................................. 26 Capítulo III ............................... 46 Capítulo IV ............................... 66 Capítulo V ................................. 86 Capítulo VI ............................... 106 Biografías .................................. 126
127
128