Revisión del Barroco

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Revisión del Barroco

escrito por McBEETLES



Revisando el Barroco

escrito por Ángel Castilla Olmedo McBEETLES

inspirado en la visita guiada al museo de Bellas Artes



Dedicado a Felipe Israel, Jose, David, Enrique, Unai, Fernando, Juanmy, Moisés, Jorge, Joaquín, Elena, Jonathan, José Antonio, Juan, Jose M. y a Ramón.


El despertador abrió mis ojos esa mañana con un dolor de cabeza que supe que me duraría todo el día. Sabía que mi cartera estaría tan vacía como el día anterior porque me habían robado todo lo que había en su interior. De hecho, era la primera noche que esa cartera dormía en casa después de ser irrumpida por a saber dios quién. Si esta cartera pudiera hablar seguro que me contaría dónde fue y quién la abrió, y quizá incluso me insistiría en agradecerle el favor a quien decidió buscar mi dirección para dejarla en el buzón. Por suerte, ese bastardo que pretendía hacer una fortuna desangrando una cartera enclenque de Coca-Cola sólo pudo racanear los 2 o 3 euros que me sobraron después de canjear todo mi efectivo por varias pintas de cerveza. Lo peor de todo es verme ante un martes por la mañana a primera hora buscando céntimos para coger un bus y poder solventar el asunto de no tener dinero ni poder sacarlo del cajero en la capital. ***** El primer banco que vi desde la ventanilla del autobús se convirtió en mi objetivo y destino a corto plazo. El paracetamol y el café que me reposté justo antes de salir no debieron congeniar bien porque sólo sentía lo peor del café y lo inútil de la pastilla. Un dolor de cabeza que me taladraba desde la sien hasta las muelas no era el mejor acompañante para ir a revisar qué tan jodido estás en un banco con una tarjeta que seguramente ha sido duplicada. Conforme llegaba a la puerta me figuraba el optimismo de salir en breves minutos con algo de dinero encima, pero un bofetón a whisky me atizó la nariz cuando abrí la puerta de la sucursal y me encontré a un maltrecho anciano desaliñado dando tumbos exigiendo una nueva tarje-


ta en sustitución a la que acababa de perder junto con su cartera completa en una pelea de bar. En cierto modo sentí cierta empatía por este ermitaño de bar, ese sentimiento de ser violado e ignorado al mismo tiempo, y encima careciente de sus plenas facultades motoras, señaladas una vez tras otra acompañadas por su propio hipo y golpes cada vez que se chocaba contra el cartel que te indica que el banco tiene un sistema antirrobo. Cuéntame otra. - ¿Pero me vas a dar algo pa comer aunque sea? Estoy más tieso que la varilla de un petardo. No sé hasta qué punto debería ser legal el exigir tanto a un ser desvalijado proveniente del mundo antiguo. ***** No espero trabajar jamás bajo coacción tras el mostrador de una entidad bancaria en procesos burocráticos, y si alguna vez me veo en esta situación conseguiré que me echen o que me recoja un coche fúnebre. En cualquier caso, no sé si yo como trabajador tardaría cerca de una hora en no solventar ninguno de los problemas que pueda tener un maltrecho como yo que llega sin dinero y simplemente necesita una cuenta segura y algo de efectivo en mano. La única razón por la que no estallé en rabia en ese lugar asqueroso con olor a oficina era que tenía un dolor de cabeza como bozal de hierro, y unos diez euros tirados en una de mis taquillas en la facultad como plan B ante el caos. Una alternativa que recordé bastante tarde y que me permitió salir de la sucursal sin importarme el resto de cosas que esa señora de pelo ceniza


y ojos de cuervo me estaba contando acerca de las nuevas tarjetas de pago por internet. ***** La facultad me acogió como de costumbre, dando alivio a mis necesidades básicas, tanto físicas como espirituales. Recordaba haber quedado con el resto de compañeros a cierta hora para desayunar y empezar a abrir un poco el día, pero sin prisas. Necesitábamos un lugar donde poder desayunar algo, mi estómago vacío me estaba empezando a odiar por no haberle hecho mucho caso el día anterior. También necesitábamos reposar un poco las mentes, el ajetreo de la mañana siempre nos deja algo despistados, y centrarnos en rememorar las directrices para ese día. El objetivo era simple. Serían de 10 a 12 personas, reclusas en un centro psiquiátrico por diversos delitos, visitando el museo de Bellas Artes bajo nuestra guía, acompañamiento y supervisión. Realmente ninguno de nosotros estaba especialmente interesado por definir cada una de las obras que se exponen allí, más bien iban a servir de obras ejemplo para simplemente ver por dónde podíamos expandir nuestras mentes. A mi en especial me llamaban la atención los escasos cuadros de Picasso repartidos por toda la galería, pero no era eso lo que más me convocaba ese día. Cada uno tenía sus planes propios para estar allí, los míos los llevaba encima todo el rato. Pretendía encontrar algo bruto y visceral, grotesco quizá, que me incitara a congelar un apunte, un escrito, un recuerdo. Mi maletín era un compendio de vidrios rellenos de tinta forrados por una bolsa de plástico a la que le rogara que por una vez fuera resistente. Quizá le pedí demasiado.


El camino al museo fue rápido porque llegábamos más bien tarde, sentía que había una barrera formal que nos frenaba conforme se acercaba la hora de presentarnos en el lugar. En mitad de la avenida nos cruzamos con los presos, que venían haciendo tiempo en nuestra busca. Ni siquiera me di cuenta de esta primera toma de contacto con ellos cuando ya estábamos todos rebujados de camino a la exposición. Mis manos bailaban de un bolsillo a otro recolocando cada objeto en su sitio y teniendo claro mi inventario. Metí mi mano izquierda en el maletín comprobando a tientas si todo estaba en su sitio. La saqué llena de tinta amarilla, la bolsa no había cerrado el caudal del desastre que se formó en el interior. ¿Por qué Dios permite estas cosas? Los bancos frente al museo fueron mi punto de parada antes de encararme con la masa de personas que nos seguían y que nos prestaría atención durante las próximas horas. Preparé cuaderno pequeño en cada uno de los dos bolsillos de mi abrigo, unos lápices y marcadores en la camisa y un cuaderno grande maltrecho en la mano por si necesitaba ampliar cualquier apunte. Mientras organizaba mis trastos y revisaba la marabunta amarilla que se había formado dentro de mi maletín, me fijaba de reojo en el grupo de pacientes, y noté cómo cuatro de ellos estaban apartados del resto mirando un punto fijo en el suelo junto a un árbol. Agarramos unos cuestionarios y nos lanzamos al comienzo.


Formando un gran círculos nos presentamos uno a uno, y comenzamos con la introducción de lo que preveía ser una visita condensada del extenso museo. Me encargué de los cuestionarios de dos de los pacientes, a los cuales alejé hasta un banco donde poder sentarnos y discurrir un poco. Lo primero que me ofrecieron fue un cigarro. Mientras dibujaban sus autorretratos aprovechaba para darles la chapa de profesor academicista: Dibujad rápido y sin miedo al error, es mejor hacer 30 dibujos mal a hacer uno bien. Quizá no es el método que te da mejores resultados, pero sí que es más divertido (y el que más resutados te da, al fin y al cabo). De vez en cuando alzaban la mirada para hablar. Nunca habían dibujado antes. Uno de ellos tenía los ojos azul brillante, un pelo canoso y largo recogido en una coleta y unos pendientes de aro. Me dijo ser de aquí mismo y no haber visitado nunca este sitio. El otro, sin embargo, no puedo definirlo. Llevaba una máscara que lo cubría por completo formado por un gorro de lana, una mascarilla negra y unas gafas de esquiador de pasta blanca. De los lados de su mascarilla salían dos auriculares a modo de antenas, de ellos emergía una música que incluso a varios metros podía oírse.



La entrada al museo transcurrió sin problemas, todo lo que llevábamos lo juntamos en un baúl de la consigna. Dejé el maletín infecto de tinta en un lado. Las salas eran enormes y los cuadros llegaban hasta el techo, teníamos el tiempo justo y las obras eran numerosas. El primer cuadro de Picasso destacaba sobre los demás desde el fondo de la sala, deambulé rebotando de pintura en pintura mientras los demás iban dibujando lo que les llamaba la atención de esas composiciones. No pensé que este método de apuntes fuera a llamarles la atención, pero pronto me di cuenta de que no tendrían tiempo ni en un día completo para terminar todo lo que dibujarían si pudieran. La visita debía ser fugaz porque contábamos con un tiempo muy apretado, y antes de darme cuenta me quedé a solas en la sala junto con un paciente que seguía dibujando. Era un hombre pequeño frente a uno de los cuadros más grandes que creo haber visto jamás. Empecé a retrasarme con respecto al grupo general y llegué tarde a la siguiente sala. La gente ya se estaba marchando, y yo me fijaba en las personas que se quedaban a solas frente a cualquier obra, ya sea mirando o dibujando. Un muchacho fue a hacer fotografías del evento y de vez en cuando estaba conmigo buscando algo más intimo fuera del pelotón, pero tan sutil como realizaba su aparición se daba la vuelta y se perdía entre las salas.



La primera mitad de la exposición finalizaba en el patio interior del museo, donde nos reunimos alrededor de una fuente. Este patio estaba forrado por azulejos desgastados que unos carteles pedían no tocar. Hicimos un breve inventario de todo lo que dibujamos y realizamos otra actividad, retratos por pareja. Yo estaba revisando mis apuntes mientras todo transcurría, y cuando alcé la mirada ya estaba todo el mundo dibujando. Pero había una persona que se quedó inmóvil, sin decir nada y sin nadie a quien dibujar. Me acerqué a él cuaderno en mano dispuesto a charlar y a ver si era capaz de dibujar mi cabeza de bala. Era un hombre bajo, de pelo largo y oscuro, con un tatuaje bajo el ojo izquierdo. La falta de contacto visual me dio sensación de inseguridad por su parte, supuse que sería un ejercicio complicado. - No se me da bien esto, pero haré lo que pueda contigo -. Difícilmente levantó la mirada, mucho menos se atrevió a hablar. Mi visión nunca se cruzaba con la suya porque sus ojos estaban clavados en la cera rosa que había cogido para dibujar, pero en una ocasión alzó la cabeza y me miró fijamente. Sus ojos eran negros, una pupila sin límites que cortaba de golpe con el blanco de las córneas y que trazaban una mirada que sentía que me atravesaba desde la nariz hasta la nuca. Me consiguió transmitir su timidez e intranquilidad como un chorreón de agua congelada a traición en la nuca. Ni él ni yo conseguimos hacer un retrato satisfactorio, es imposible dibujar con esta presión, y su dibujo era casi un folio en blanco imposible de contrastar.




Retomamos la visita subiendo a la primera planta del edificio, allí encontraríamos más pasillo que desembocan en bastantes salas. Pasaríamos casi de puntillas por ellas debido al escaso tiempo que teníamos, pero los mejores cuadros se concentraban por aquí. Iba acompañado de cuatro o cinco pacientes que me seguían.

- ¿Qué os inspira todo esto? -.

- A mi me da ideas nuevas, yo tengo todo mi cuerpo tatuado porque me he hago todo lo que ha ocurrido en mi vida, y ahora se me viene a la mente hacerme cosas que me gustan -. Me detuve y todos se detuvieron a mi alrededor, le quise enseñar los tatuajes que llevo en mis brazos. Solté los cuadernos en el suelo y dejé caer mi abrigo enmedio del pasillo, extendí los brazos hacia delante y todos miraron. Él me cogió el brazo derecho y acercó su cara hasta casi tocarme con las cejas, le sorprendió la linea gruesa del trazo. - Pues me dolió bastante, miento si no dijera que casi me hicieron gritar -, le dije.

- Yo ya no siento nada cuando me los hago -. *****

Las prisas se acentuaron hasta el punto que algunas salas ni siquiera las olimos. Yo seguía a la cola del pelotón, tanta gente concentrada en una misma sala sólo me trasmitía dispersión. Las salas previas al espacio del colorismo fueron nuestro último espacio de visita, pues el resto ya


tendía hacia la salida. La última llamada fue la definitiva para ir saliendo del lugar, la experiencia se había hecho demasiado corta y el final lo noté brusco. Hice recogida de quienes se quedaban al final intimando con sus dibujos y los direccioné hacia la puerta que da al patio central. Al pasar por la entrada de una de las salas me detuve echando freno de mano y torciendo el cuello, creía estar ya solo en el lugar, pero no era así. El fanático de los tatuajes estaba absorto mirando una escultura, más concretamente miraba la cabeza de una oveja que estaba bastante alta, por lo que nuestras miradas le trazaban un plano nadir. Me quedé bocetando unos segundos a su lado en silencio, sólo se me oía arañar el papel con el lápiz.

- ¿Te gusta? ¿Te lo tatuarías? -.

- No lo sé, le falta algo -.



La casilla de inicio de nuestra visita guiada se convirtió finalmente en el punto de clausura. Hicimos un corrillo donde compartimos nuestras experiencias durante la exposición e hicimos varias reflexiones. Teníamos entre manos una masa vibrante de personas cargadas de energía que habían generado una amalgama de figuraciones y “supongos” plasmados en un papel. Nuestra idea era componer un sólo formato con todos esos elementos que habían nacido dentro de este museo, pero realmente cada uno de estos dibujos tenía su propio ecosistema alrededor. El resultado de juntar todo esto en un sólo papel que poder regalarles, devolverles algo de lo que ellos nos han dado con sus charlas y observaciones. Ellos habían pensado lo mismo, y nos repartieron unas bolsas rojas que contenían unas tazas sin asa hechas por ellos. Color crema, con tres franjas de colores, todas vidriadas por dentro y por fuera, menos la mía, que sería un precioso lapicero. En ese momento el paciente con coleta que me ofreció un cigarro en la presentación estaba conmigo, le gustaban sobre todo los cuadros donde salía Jesucristo, y siguió dibujando sin saber exactamente el qué, pero no paraba de fijarse en algo que aparentaba situarse enfrente suya a lo lejos. Me sentí como si nos hubiésemos quedado a solas, le propuse ser víctima de una de mis caricaturas de cabeza cacahuete y me dijo que sí.



Las voces del conductor del autobús que los regresaría de nuevo a su centro psiquiátrico fueron la alarma para que la marea comenzara a dispersarse. Nos despedimos de con quienes más confianza habíamos generado en estas escasas dos horas de tránsito entre óleos y garabatos. Unos cuantos pidieron cigarros de liar y se marcharon con las manos bien ocupadas. El autobús arrancó y se marchó. Allí nos quedamos los organizadores, recogiendo los últimos materiales y reflexionando sobre el día. Si bien en otras ocasiones las palabras sirvieron como buenos coordinadores de pensamientos y sensaciones para poder organizar por dentro todos los estímulos que habíamos recibido, en ese momento yo no escuchaba nada. Mis manos y mi mirada repasaban todos los bocetos que había podido anotar, pero notaba que me faltaba algo. Mi intención de encontrar lo visceral y brutalidad en sus miradas, mentes o respuestas se dio de bruces con una realidad que nos presentó un grupo de personas muy agradables. Cada cual con sus temas pendientes, algunos más sociables que otros, pero eran mentes pensantes que no me evocaron ninguna vislumbre de realidad truncada por lo abrupto y lo retorcido. ***** Todo estaba ya recogido en mi maleta mientras dábamos las últimas palabras para este día. Mi sensación de decepción por no haber encontrado lo que pretendía se mezcló con las emociones propias de haber encontrado justo algo que no me esperaba. Fue sin dudas una experiencia digna de ser rememorada y repetida, una lástima que no hubiera sido del todo compatible con mis ideales previos sobre lo que se suponía que me transmitiría la visita. Sin embargo, en esos momentos recordé ese grupo de


pacientes que se quedaron fijos mirando el suelo, y me acerqué a ver qué había sido capaz de retener esas mentes en conjunto. Resulta que una paloma había aterrizado de cráneo contra el tronco de un roble. Cogí mi cuaderno y empecé a hacer apuntes de ese amasijo de plumas tiesas que se había desnucado contra un árbol centenario. Un corte tan pulido que parecía de mentira, adornado por unas moscas que confirmaban la integridad orgánica de ese bicho. Sentí que había encontrado, ahora sí, una vislumbre de violencia bruta que sentía que andaba buscando.




Creo en los valores del salvajismo, estos son: el instinto, la pasión, el humor, la violencia y la locura. Jean Dubuffet.




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