Panacea 130. Revista del Colegio de Médicos de Navarra. Octubre 2020.

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«Incierto es el lugar en donde la muerte te espera; espérala, pues, en todo lugar» (Séneca. Filósofo romano. 2 AC–65 DC)

A todos los sanitarios, por su brutal labor. Dr. Iñaki Santiago, Médico de Urgencias en el Complejo Hospitalario de Navarra.

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emos estado confinados. Por orden y mandato del Gobierno de la Nación y por culpa del maldito coronavirus. Aunque en vez de confinados, parecía que estábamos confitados, teniendo en cuenta el estado permanente de adobo en el que nos hemos sumido durante meses sometidos a ese obligado enclaustramiento. Y digo en adobo porque a base de permanecer macerados horas y horas en espirituosos varios (léase coñac, brandy, whisky y similares) e internamente bañados por frescas cervecitas, casi hemos acabado cociéndonos en nuestro propio jugo. Bueno, algunos sin el casi. Si a esto le sumamos el constante paladeo de numerosos aditamentos tipo cacahuetes, pistachos, galletitas saladas, encurtidos de categoría y marca variados, como olivas al estilo clásico, con hueso o sin él, qué más da, o rellenas de variopintos ingredientes, pepinillos, cebolletas y un sinfín de productos en vinagre, pues que me da que ese adobo lo hemos enriquecido de manera exponencial, superando con creces la curva de contagio del virus de marras. Que al final casi hemos tenido que acabar llamando a un ñapas que

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nos redondeara la puerta de casa para poder salir a la calle, tras la que parece una aparente mejoría que nos ha permitido encaminarnos a volver a una extraña “nueva normalidad” donde todos hemos aparecido, unos frente a otros, con máscara, como El Zorro, volviendo a notar el calor del sol en nuestra piel en un firme intento de elevar nuestros paupérrimos niveles de vitamina D. Tengo que reconocer que el primer día que permitieron salir a la calle fui de los primeros en hacerlo. O eso creía, porque de pronto nada más salir del portal de mi casa, me topé de bruces con una auténtica marabunta de runners de todas las edades y condiciones. Unos jóvenes y aparentemente ágiles. Otros mayores, también aparentemente desenvueltos en el arte de chocar contra el asfalto una zapatilla seguida de la otra de forma rítmica. Y entre medio… ¡ay, entre medio!... un sinfín de personajes, también de todas las edades, conferidos de unas condiciones físicas más que dudosas. Individuos (e individuas) ataviados con pintorescos ropajes, cintas en ristre en la frente, al más puro estilo Dirty Dancing, chándales de tactel, de esos que con el andar y el correr emiten de la entremuslera un suave frusle-frusle,

zapatillas diversas marca “Delmon” (del montón del mercadillo), amén de variopintos aditamentos tipo botellines de agua, auriculares con y sin cable, riñoneras “Delmon” para las llaves, etc. Hasta me pareció ver a un señor mayor embutido en un anticuado chándal Adidas con la inscripción “Barcelona 92” en la espalda dándolo todo en una torpe carrera, no sé si contra sí mismo o contra el inexorable transcurrir del tiempo. Eso sí, todos ellos con una característica en común: menos estilo que un pato mareado, con una facies abotargada amenazando con estallar en cualquier momento. Y es que el famoso confinamiento ese, a parte del mencionado adobo, hizo que la ciudadanía tuviera mucho tiempo para darle al magín y darse cuenta de que la actividad física no es un tema baladí. Si a esto le sumamos que durante las largas horas de enclaustramiento el personal, entre otras heterogéneas actividades, tuvo tiempo más que suficiente para observarse delante del espejo en toda su flácida desnudez, la conclusión está más que clara: “Tengo que empezar a hacer deporte, sí o sí”. Y esto un día tras otro, recluido en casa y reforzando e intentando darle forma a la peligrosa idea de tirarse de cabeza


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