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MENTIDERO
En el Siglo de Oro español (s. XVIII) los mentideros fueron lugares de reunión para que la gente ociosa conversara e imaginara sobre su vida y esperanzas. Nosotros aspiramos a compartir nuestra esperanza.
número 1, enero 2014 Revista trimestral de circulación electrónica.
La Fe en Nuestros Días
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La vida humana es mal negocio El hombre desnudo de Dios: el drama de la racionalidad y la fe La fe vacía y el vacío de la fe ¿El personalismo es el único camino? La fiesta peregrina Preludios del fin
MENTIDERO año 1,
Comentarios y sugerencias: revistamentidero.wordpre ss.com mentidero_mexico@hotm ail.com www.facebook.com/Menti dero Twitter @MentideroMexico
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Astillero, pintura de Jesús A. Vega Sánchez
Poema 36
Como si fueras de humo
El Tiempo Discreto
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Ilustración Las ilustraciones de MENTIDERO son dibujos elaborados por Tonatiuh Daniel García Sánchez
El espejo de las nivolas Regocijo del claustro El arte de enseñar a ver milagros
Portada La fotografía de la portada pertenece a José Antonio Íniguez Pintura Astillero, pintura de Jesús A. Vega Sánchez
Registro en trámite esperanza.
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Tertulia 48 55 57 60 64
El camino de la fe tras el Concilio Vaticano II La noche estrellada de Kurukshetra Ateísmo de prepa Desesperando de bárbaros Los Chun Kunes del metro Toreo
Catalejo
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Horóscopos
Dirección Luis Octavio García Mondragón Edición Antonio Coria Vilchis Consejo editorial y Diseño Alejandro Javier César Rivero, Luis Octavio García Mondragón y Antonio Coria Vilchis
Colaboradores Alberto Cortés Navarrete Hugo Adán Moreno Estrada Luis Octavio García Mondragón Maigoalida de la Luz Gómez Torres Alejandro Javier César Rivero Juan Carlos Garzón Antonio Coria Callejero Callejas Joanna Auldridge
Creamos. Reunámonos a creer en las palabras, en las nuestras y en las tuyas. Reunámonos a crear con las palabras, con las nuestras y con las tuyas. Y en la medida en que creamos, con
un fulgor de fe en los ojos y un himno de esperanza en los labios, quiera Dios que la vida nos sea amable, que podamos reunirnos en MENTIDERO para conversar e imaginar, a fin de 1
que nuestras palabras fructifiquen en la comunidad que queremos. Lector amable, te invitamos a conversar con nosotros. Lector atento, te invitamos a imaginar con nosotros. Lector inigualable, amigo, he aquí lo que creemos.
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La Vida Humana es Mal Negocio por Alberto Cortés Navarrete
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ivimos con la pregunta, aún si no nos la hacemos comúnmente con seriedad, de si es posible que seamos verdaderamente felices. Parece solamente una bella y esquiva ilusión pensar que en virtud de una sola respuesta terminaremos con la duda para siempre, aunque lo anhelemos, pues nuestra vida entera prácticamente no es nada junto al tiempo inmenso que los hombres han pasado preguntándose por tal dicha. Parece que preguntar cuál es el mejor modo en el que podemos vivir, y si ése es el mejor imaginable o solamente un falible simulacro, le ha tomado y le sigue tomando al hombre todo el tiempo del mundo. Uno puede fácilmente dejarse llevar por las apariencias e intentar claudicar: ¿para qué dedicarse al intento que nadie ha conseguido llevar a buen término? ¿No es un exceso de confianza, una terrible soberbia? Emprender una jornada sin final no tiene más sentido que querer desanudar el nudo gordiano y, siendo la vida tan corta, su entrega al absurdo es el peor desperdicio concebible. Esa fugacidad no es sólo la del tiempo que toca a cada quién, sino el de todos juntos: hubo sistema solar mucho más tiempo sin hombres que con ellos, y lo más probable es que lo siga habiendo por mucho después de que ya no haya rastro de humanidad en él.
Lo curioso es que al tratar de dejar atrás esta empresa comienza a hacerse patente que no tenemos opciones. En los demás casos, las persecuciones fútiles se pueden cambiar por otras con promesas más provechosas, pero ésta es una circunstancia del todo distinta a cualquier proyecto particular que imaginemos. La sencilla elección de dejar atrás la pregunta por la felicidad es de alguna manera un ensayo de respuesta. Apenas queramos alejarnos de este ancestral problema, estamos asumiendo que lo mejor que podemos hacer es no hacer nada por buscar qué es mejor. «Tal vez –piense uno tan extremamente cuanto pueda–, aunque me he percatado de esta contrariedad, pueda olvidarla y no volver a darle vueltas nunca más». Puede alguien evadir las situaciones en las que tenga oportunidades de reflexionar (muchos lo hacen sin que sea ese su propósito), alejarse de cualquier conato de concentración, hundirse en el escándalo mercantil y dejarse arrastrar por los torbellinos de los problemas prácticos, para los que uno nunca encontrará descanso si se asume bajo su control. Esto, efectivamente, quizás es a la vez permisible y alcanzable hoy más que nunca; pero incluso así, seguimos viviendo decidiendo qué hacer. Si no fuera así, seríamos esclavos. Las decisiones siempre nos inclinan a lo que consideramos mejor, tengamos o no razón, podamos o no conseguir nuestro objetivo, ocupemos mucho o poco tiempo
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en considerar; y no podríamos jamás movernos siquiera si no pensáramos que hay algo que es más deseable que lo demás. No podemos detenernos: por tener voluntad actuamos según lo que juzgamos, y el juicio nos confina a vivir como si hubiera vidas mejores que otras. Por lo menos, nos parece mejor la vida que llevamos y la que anhelamos llevar, que la que rechazamos con cada nueva elección. El ser humano tiene muchísimas posibilidades. Somos nosotros los únicos que mejoran o empeoran, quienes pueden encarnar la más bella nobleza o hundirse en una corrupción indecible. O sea, sólo en la vida humana son posibles virtudes y vicios, porque ambos nacen del modo de elegir. A la vez, tenemos la capacidad de dar cuenta de las decisiones que tomamos para andar esos caminos. Deliberamos sobre lo conveniente, entre nosotros juzgamos lo que hacen los demás y nos explicamos ante nosotros mismos para justificar lo que nos parece mejor porque es el modo que tenemos, tanto de entender lo que queremos y sus causas, como de dar a conocer nuestro propio modo de concebir nuestras vidas y su dirección. Precisamente es esta dirección de la vida la que resulta tan sugerente de que lo que hacemos revela nuestra disposición a lo que creemos mejor, pues tenemos el ímpetu hacia algo diferente de quienes somos en todo momento, hacia alguna finalidad. Solemos preferir lo que consideramos más apropiado para nosotros. Es sensible y también inteligente notar que vivir bien y sobrevivir son dos cosas diferentes. La distinción no debería venirnos con dificultad. Si el amor por los animales no le opaca a uno la vista, resalta que no se puede creer a un hombre plenamente feliz si apenas tiene lo indispensable para mantenerse vivo; aun asegurando para su futuro previsible comida, vestido, posada, salud y familia, todo eso no comprende todo lo que en verdad haría de cualquiera alguien que mereciera llamarse “feliz, pleno, bienaventurado”. Pleno tendría que ser quien por lo
menos tiene control sobre las decisiones que toma en su propia vida, quien domina por su voluntad las cosas que más le conciernen e interesan, quien puede responder por lo que hace y hace lo que piensa que es mejor. Obviamente los requisitos de la supervivencia podrían darse sin que esto fuera así. Un esclavo con la suficiente fortuna de ser mantenido de la manera más cómoda sería, de hecho, esta viva imagen: un hombre cuyas acciones pertenecen a alguien más, cuya voluntad no domina nada en su mundo y que, sin embargo, está alimentado y cuidado por toda su larga vida. Añadamos además al cuadro que este siervo confía plenamente en su amo, de modo que no pueda atribuirse su infelicidad a que tenga terribles preocupaciones de que su sustento, por no depender de él, esté constantemente peligrando. No importa si un esclavo así jamás ha existido, existe nuestra proyección de nuestros deseos reflejada en imágenes como ésta: nadie querría vivir con esas cosas resueltas sin ser dueño de su vida, sin decidir qué cosas hacer, ni a quiénes acercarse. Como para los animales es la supervivencia, tan importante y natural es para el ser humano el deseo de elegir su propio camino del mejor modo posible según sus luces. Estas opciones por las que cada quién puede guiarse están limitadas, por supuesto. El mundo actual está gravemente inclinado a producir mucho más que en cualquier época anterior, y por tanto, también a encauzar las preferencias por los modos de vida más lucrativos. Cuando alguien propone que quien tiene más dinero vive mejor, lo hace por suponer que el dinero compra posibilidades, y que vive mejor quien tiene más poder para hacer y deshacer lo que quiere, lo que le concierne, o lo que pretende. También hay quienes incluso expresando que el dinero no importa tanto, de todos modos hacen todo lo posible por incrementar su ganancia. En el cine y en cualquier representación dramática, el exitoso casi siempre es retratado como el
La fe en nuestros días pudiente; la gente suele despreciar la corrupta vida del político a la vez que envidia visceralmente sus ganancias y su riqueza; las familias con jóvenes en su seno, en fin, con frecuencia esbozan antes proyectos para hacer a los hijos más aptos de ganar sueldos sustanciales que planes para cualquier otra cosa en su vida. Es casi imposible desviarse de una corriente arrastrando tanto con tanta fuerza. Los modelos económicos nos rigen hoy como si fueran modelos de gobierno político y de comportamiento ético. La avidez por producir y progresar fomenta el anhelo de incrementar los recursos y lleva a suponer que es lo mismo poder hacer mucho que poseer mucho dinero con qué comprar eso que supuestamente permitirá hacer o tener otras cosas que se desean. El motivo de esta percepción, casi siempre confusa y mal enfocada, descansa en la inclinación por ser autosuficientes. Parte de nuestra educación estriba en el modo que tenemos de conciliar esta disposición con las condiciones en las que vivimos. Tarde o temprano aprendemos a reconocer mejor qué tan justos son los límites de nuestras decisiones porque no podemos controlarlo o decidirlo todo por más que queramos. Al adoptar al mercado como el modelo para todas las circunstancias que delimitan estas opciones, se ha simplificado muchísimo el modo en el que podemos tener noción de lo que se puede hacer y lo que no. En general, lo que no es recomendable hacer o de plano no se puede es idéntico al mal negocio. Digo que esta es una simplificación porque el mercado funciona de un modo muy claro y fácil de comprender en sus principios (si bien muy difícil de dominar): todos quieren algo y están dispuestos a dar algo más a cambio. Así cada quién decide hacer tal cosa o apropiarse de tal otra por cierto precio que está dispuesto a pagar. Cada hombre es libre de buscar lo que más feliz lo haga siempre que esté dentro de este esquema; que por cierto, tiene las infracciones
correspondientes a las acciones que atentan contra el suave funcionamiento y la preservación del mercado. El buen mercader debe saber qué ofrecer para conseguir lo que él mismo quiere, y se da cuenta velozmente de que a más puede acceder mientras más tenga para proporcionar, ya sea variedad, cantidad o calidad. Ésta es la percepción que ha ido creciendo en el seno de la humanidad desde los principios de la Modernidad. Hasta el más pequeño resquicio de intimidad en nuestra vida está predominantemente entendido desde esta perspectiva por la mayor parte de la sociedad, independientemente de si es verdadera o falsa tal interpretaión. La gente que se habitúa a la vida de este modo poco a poco enraíza en el mercado sus pretensiones y sus concepciones de lo importante, aprende cuáles de sus deseos tienen modo de ser satisfechos y busca nuevas maneras de complacerse. Se engaña quien piensa que éste no es un modo de educación. Los defensores del progreso moderno arguyen que el hombre es naturalmente de este modo, y dicen que la prueba está en la evidencia de que el mundo funciona así, sin notar (u ocultándolo con malicia, no lo sé) que en su examen de las circunstancias han invertido la causa y el efecto. Que suela decirse que en realidad somos todos egoístas es una idea brotada del mismo semillero, porque se presume que nadie tiene contacto con nadie más si no es porque espera obtener algo a cambio. ‘Algo’ puede ser cualquier cosa, desde comida y dinero hasta placeres, diversiones o afecto. De allí se colige que hacerle bien a alguien tiene como única posible motivación nuestra esperanza en la retribución del favor en nuestro provecho. ¿Qué es la sociedad?: un arreglo conveniente que a cambio de trabajo y una poca de obediencia promete seguridad, recreo y sustento. ¿Qué es el lenguaje?: la herramienta para negociar. ¿Qué es la amistad?: una relación de personas que comparten gustos y deseos, y que suman los medios de que
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disponen para procurárselos mutuamente. ¿Qué es el arte?: el comercio de una habilidad extraordinaria que fascina a alguien más. ¿Qué es el amor?: ficción. ¿Qué es el hombre?: un multimercader. Todas estas respuestas corrientes se han vuelto fáciles y rápidas. Nada mejor para el negocio que lo útil y eficiente. No es gratuito que hayamos acuñado la expresión «economía del lenguaje», que no quiere decir otra cosa que hablar sólo lo necesario con la menor cantidad de palabras que es posible. Mientras más se acostumbran las sociedades a vivir buscando solamente lo práctico, mayor es el dominio del mercado en la vida. Se va anidando en nuestros tratos, en nuestras expectativas y hasta en el modo que tenemos de decir las cosas. De suerte que nuestro juicio al respecto de todo está inclinado a afinar la mirada por lo útil para desdeñar cualquier cosa que no sirva para nada. Es un círculo que se alimenta a sí mismo mientras se acrecienta, porque al hacer que los juicios sean fáciles y rápidos evita perder tiempo en reflexiones inservibles, y a la vez, al hacer que esa facilidad estribe en el exilio de lo inútil logra que nadie haga un juicio sobre este modo de juzgar. La sencillez implicada en estos juicios a partir del descarte de lo inútil es fundamental para el dogma actual. Ninguna otra postura, ni siquiera el escepticismo, está tan cerrada al juicio como ésta, pues primero con apariencia de única verdad convence sobre la completa confiabilidad en sus razones y luego siembra en su tradición la percepción de cualquier razonamiento o juicio externo como signo de lo indeseable. Sin embargo, ahí no sólo están la fantasía y la mentira malsana, sino también la curiosidad y el escrutinio personal. ¿Quién ha llegado a la verdad sin buscarle poniendo a prueba lo que cree que sabe? Después de que el mercado se apodera del ejercicio de la verdad, ninguna prueba posterior es aceptable ya, y el camino a la verdad se cierra. Es un
dogma con apariencia de apertura y rechazo a los dogmas. Este rechazo tiene un motivo. La Modernidad nunca se anunció como el avance del mercado sobre toda preocupación humana; lo hizo más bien a través del proyecto ilustrado de hacer de todos los hombres sapientes en ciencia. Desde que se popularizó la idea de que la ciencia es el único modo de acceder a la verdad se ha buscado más y más que cada pequeña cosa sea científica y se ha proscrito a cualesquiera que no hayan sobrevivido la prueba (y hoy hasta la pasta de dientes la anuncian con científicos “diseñándola”). «La persecusión de la verdad a través de la ciencia –propuso la modernidad–, es la empresa más noble imaginable y todo hombre debería estar versado en ella para evitar los errores que en el pasado impidieron progresar hacia la suma felicidad de toda la humanidad y en su lugar lo sumieron en devastadoras guerras fútiles». Creo que casi nadie preferiría vivir en la guerra en lugar de en la paz, así que la retórica que promete algo así es muy poderosa. Hace falta, pues, que todos en el mundo sean versados en esta ciencia que nos enseña a evitar guerras. No sólo, es de suponer, esta Ilustración nos mostrará las ecuaciones de la teoría especial de la relatividad, sino que también nos informará de las desventajas de la envidia, nos hará olvidar las afrentas de honor, nos hará expertos en armar instituciones de contención contra el abuso del poder y nos exorcizará los odiosos anhelos de venganza. No obstante, para compartirle a todos en el mundo los descubrimientos de la ciencia, ésta tiene que divulgarse, darse al vulgo, vulgarizarse. El hecho es que es imposible pensar en lo que sea con seriedad sin dedicarle bastante tiempo, no importa si es política, física o álgebra. Pero son pocos los que tienen la disposición para algo tan difícil, de modo que la divulgación científica termina recabando copiosos archivos a los que el acceso se simplifica al máximo para que quien sea pueda
La fe en nuestros días acceder a ellos para repetirlos después. En vez de lograr que diez personas entiendan la teoría de la relatividad, se logra que diez millones repitan “e=mc2” sin tener idea de qué es eso. E incluso estos diez que sí entienden, los nuevos científicos, comienzan donde se había quedado el trabajo anterior sin tiempo ni ganas de volver a revisar (mientras funcionen aún, por supuesto) los hitos de sus antecesores. Para la mayoría de estos investigadores neófitos, la verdad de los fundamentos de sus ciencias es una necesidad proclamada antes de su nacimiento y, por tanto, indiscutible. Para el hombre de a pie común y corriente, su conocimiento científico no comparte de sus originales descubridores más que su férrea convicción de que son verdaderos; nada más. El éxito de la pretensión ilustrada de la Modernidad se alcanzaría cuando cada uno de nosotros conociera suficientemente todos los postulados científicos pertinentes, que todos nosotros tuviéramos los conocimientos y la disposición para incluso describirlos y enseñarlos; y no que admitiéramos que ya se descubrieron por alguien más y que los diéramos por sentados en un acta pétrea. Estamos muy orgullosos de ser los miembros “más avanzados” de la historia de la humanidad porque tenemos una tecnología vastísima; pero casi ninguno tiene ni idea de cómo funciona su horno de microondas. ¿Por qué, entonces, está tan lejos de ser reconocida estentóreamente esta incapacidad? El embeleso es demasiado. Quizá no sepamos cómo funciona, pero tenemos hornos de microondas; y mil otras cosas que nuestros bisabuelos ni soñaron. Tenemos por primera vez la seguridad de que existe un único sistema de gobierno permisible, el democrático; tenemos una declaración universal de los derechos humanos; tenemos la mejor medicina de toda la historia. Parece ser suficiente con eso. Como cuando un equipo deportivo es asumido por sus aficionados como representante de las acciones de todos ellos, así también
decimos que nosotros somos quienes descubrieron los principios de la composición química, nosotros quienes conocen las substancias involucradas en el funcionamiento cerebral, nosotros los que sabemos que no existe el alma. Esto no socava en nada las pretensiones modernas porque su discurso es tan fuertemente seductor que hace dificilísimo detenerse a observar. Esta aparente cientificidad hace del dogma del progreso una escandalosa cascada que nos arrastra cuesta abajo. Ha sido tan exitoso en sus producciones y tan aceptado en tantas partes de la vida de tanta gente, que no permite que se note por qué su ciencia es para casi todos más bien un dogma. A muchos se les ha metido en la cabeza que lo mejor que podría pasar es que la vida fuera fácil. La realidad es que nunca lo ha sido para casi nadie, por más que se quiera llegar a ello. La Modernidad prometió hace mucho tiempo hacerle las mayores mercedes posibles a la humanidad, y la interpretación de éstas ha sido predominantemente influenciada por lo que de hecho se puede observar que ha cambiado a partir de sus innovadores planteamientos sobre la virtud, de su desprestigio del elitismo y la sabiduría de unos pocos, de la promoción del escarnio contra el mito y el misterio. Lo tangiblemente distinto es que hoy el mundo humano ha avanzado en tecnología como nunca antes. La idea de que estemos protegidos contra las mentiras anticientíficas se promueve con pruebas ostensibles, porque están ahí las cosas que estos conocimientos logran, porque son productos y son útiles. Sería necio negar que la Modernidad ha logrado producir maravillas mientras se escriben discursos en una computadora. Todas las cosas como ésta son los artificios del orgulloso progreso. Si la Modernidad lo prometió, ¿no es comprensible que se les conceda a estos productos el grado de las mayores mercedes posibles que pueden hacérsele a la humanidad? Como cada una de sus obras está diseñada para solucionar algún conflicto, han
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hecho de las labores antiguas procesos más sencillos. Lo que la tecnología ha hecho por nosotros es, por tanto, darnos la sensación de que las cosas se vuelven más fáciles, y que lo pueden ser mucho más. La comodidad, esta facilidad abarcando cada aspecto de la vida, hace que muchos esperen conseguir su felicidad en la carencia de esfuerzo, en la existencia sin hacer nada más. De allí que sea tan mal visto lo difícil; especialmente si se piensa que hay un modo más fácil para conseguir sus resultados. Para volver por el camino del pensamiento podemos decir que ya hace mucho hubo quienes pensaron suficiente en aras de la Modernidad y que nos han legado por sus reflexiones las posibilidades de vida que nosotros aprovechamos. ¿Sería un desperdicio volver al principio para pensar de nuevo las nociones básicas modernas? ¿Gana más la humanidad moviéndose hacia adelante y progresando que examinando sus bases? Al ojo moderno es obvio que sí, por más que sea imposible que para cada persona que así piensa, no resulte que su asunción sea un prejuicio gigantesco. Este prejuicio es la mejor herramienta para avanzar más y más rápido; es decir, es el que hace de la vida un mercado todopoderoso. El círculo se cierra entonces: una vez que se ha aceptado por prejuicio que el mundo es un enorme y variado centro de comercio, y que el tiempo debe aprovecharse para producir, parece de lo más absurdo querer usar el tiempo para transformar el prejuicio en juicio, pues una actividad así es el paradigma de lo inútil e ineficaz. Si hay algo contrario al buen negocio, definitivamente es esto. Por supuesto que el círculo puede existir también al revés: pensar seriamente si no sería mejor tener tiempo para pensar en nuestros prejuicios, toma mucho tiempo. Como lo que se requiere es una mayor consideración, necesitamos alguna sugerencia del verdadero provecho de una vida distinta a la del mercado. Esto de cierta manera nos hace mirar
hacia atrás: si tenemos alguna buena razón para romper alguno de los dos círculos de prejuicio debemos estar interesados en responder a estas preguntas: ¿es posible que seamos felices?, ¿es posible vivir una mejor vida que la que tenemos, mejor que otras que conozcamos?; debemos estar interesados en ellas más allá de lo que elegimos para vestirnos y lo que comemos para mantenernos saludables. Estas preguntas laten más fuertemente mientras menor es el dominio del mercado. La razón de esto es que los productos ostensibles son casi siempre cómodos y resuelven las dificultades de la supervivencia. Nuestra habituación a ellos nos hace propensos a olvidar cualquier cosa distinta de las que necesitamos para mantenernos con vida el mayor tiempo posible. La supervivencia es una necesidad, los recursos que requiere son lo que llamamos ‘útil’ en su sentido principal, y el mercado nos enseña a preferirlo sobre todo lo demás. Estas cosas nos son más familiares y nuestros deseos se vuelven afines a su persecución. En contraste, resulta que lo inútil es lujoso, extravagante, ocioso; es lo que no tiene provecho más allá de sí mismo. Al acostumbrarnos por lo útil, la educación progresista hace que sea más fácil lo más obvio, hasta que deja de importar que incluso haya otras cosas útiles además de las que conciernen a la estricta conservación. Así llegan estas necesidades a abarcar por completo nuestras aspiraciones con todo y que exista naturalmente la propensión por buscar qué es lo mejor posible para nosotros. Como se ve, este germen tiene dos cepas especialmente importantes. La primera: el hecho de que la verdad se relacione tan íntimamente con los productos y su utilidad es lo que hace del mundo de los esfuerzos humanos uno tan vastamente inclinado por el mercado y su modo de operar. Ofrece bienes intercambiables, transparentemente adecuados según la demanda y los deseos de adquisición. La segunda: se propaga la imperante
La fe en nuestros días obsesión de imitar la forma cómoda de los productos de la tecnología en todas las partes de nuestra vida, en las expectativas de la política, de la educación y llamativamente en la formación de nuestros juicios. Con la suma dedicación a la producción se pierde de vista todo atisbo de finalidad de la actividad más allá de lo contante y sonante de este mercado vital. Cuando el negocio obliga al interesado a ocuparse sola y exclusivamente de lo útil ofreciendo la garantía de que las preguntas personales están fácilmente respondidas, la persecución de una vida dedicada al mejoramiento de uno mismo pierde por completo sentido y, por lo tanto, también la seria dedicación a decidir por lo que es mejor. Es decir, se acepta la respuesta dada por sencilla y eficiente, se asume una batería de prejuicios inescrutable y, en el trajín, uno se entierra a sí mismo dejándose olvidado. Valientes dádivas que nos han legado estas interpretaciones de la Modernidad. Una es una ensayada ciencia que no invita a la curiosidad científica y la otra, una felicidad templada que no es más que el contento de la supervivencia. La crisis de la Modernidad consigue de este modo suceder sin ser diagnosticada, así como una locura que se apodera del médico y lo priva casi por completo de la consciencia de su propio mal. De ahí que hoy suela verse al ocio como madre de los vicios, cuna del capricho, deleite de los vagos y guarida de los perezosos, y que a la vez que se resienta apenas como una lejana sospecha una vida estéril sin ninguna finalidad. Se anuncia con petulancia el desenmascaramiento de la religión y la muerte de Dios, pero a la vez abundan las prácticas New Age junto con discursos sobre la importancia de esta cosa difusa que llaman “espiritualidad”; expresamos en mensajes enviados con los más nuevos celulares que hacen más o menos lo mismo que los anteriores nuestro desprecio por el deterioro ambiental; decimos, en fin, que cada quién es libre de hacer lo que quiera, pero seguimos consideran-
do algunas conductas reprobables, especialmente cuando se trata de nuestros hijos, amigos o personas que más queremos. La realidad es que aún tenemos noción de lo que son los vicios porque no podemos dejar de juzgar lo que es bueno y lo que es malo en las vidas de nosotros y de los demás, aunque este ímpetu esté máximamente amortiguado por la educación progresista. La orientación hacia alguna vida mejor es en el fondo imposible sin una dirección hacia la que se tome como la mejor vida de todas, la que creeríamos insuperable, la que anhelamos para nosotros y los nuestros. La fuerte tendencia a volverse muelle y perezoso, adoptando sin examen los juicios ajenos y habituándose a preferir el camino más sencillo en todo lo hecho, no quiere decir que no haya aún un gran valor en nuestra autonomía. Tan necio sería esto como suponer que la presencia de una enfermedad confirma lo ilusorio de la salud. Lo mínimo a lo que aspiramos si hemos de salir de esta vergonzosa condición es a ser autosuficientes; pero no hay ilustración posible que enseñe a todo mundo a ser responsable de sí mismo. No es autosuficiente quien puede hacer muchas cosas –para eso son mejores las máquinas–, sino quien sabe por qué causas y con qué propósitos actúa. Es dueño de su acción quien puede dar razón de ella y encarar a quien pregunte, por eso es él quien merece llamarse ‘responsable’. El poder para mover montañas no significa nada sin una comprensión de por qué sería bueno moverlas o mejor dejarlas donde están. El control de nuestras propias decisiones depende de que conozcamos nuestras acciones en la extensión de lo posible, y a su vez ello depende de que nos conozcamos a nosotros mismos. Así se hace más obvio lo preocupante de que la vida mercantil exilie por principio los pensamientos que conciernen a uno mismo, suponiéndolo como tiempo desperdiciado después del cual nada se ha producido. Hay muchas cosas en este mundo
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que no tienen una buena respuesta cuando se pregunta “¿y eso para qué?”. Al desdeñarlas el hombre práctico y rehusarse a aceptar lo inservible, se vuelve lo más servicial posible: nada de lo que hace le pertenece, no puede responder por sus acciones, no puede emitir sus propios juicios. Es decir, vive como un esclavo. El estado allende el trabajo por la supervivencia es el ocio. Su negación, el negocio, se ha convertido en un modo de vivir suponiendo que cualquier forma del ocio es despreciable. El problema obscurecido por nuestros tiempos es que el ocio no es por sí una actividad, sino un semillero de posibilidades. Un sinfín de cosas pueden hacerse una vez que la superviviencia no es acuciante. Algunas de ellas serán viles, otras dignas. Es necesario el ocio para que las posibilidades humanas sean elegidas y puestas a prueba. El examen personal es el único que puede revelar lo que pensamos sobre nuestras acciones, sólo así se podemos aspirar a tener alguna claridad sobre nuestros deseos y sus consecuencias. La búsqueda de lo que significa vivir mejor no se puede dar por terminada porque cada quién es responsable de sí mismo. Pedir que la felicidad se consiga con el sistema teórico correcto es haber malentendido por completo la cuestión. Cada hombre aprende a ejercer su juicio según su experiencia, su carácter y según todo lo que en general comprende su formación. Ese es un aprendizaje que nunca se podrá dar por sentado y del que no puede esperarse más progreso que el que cada quién logre tanto en su vida como en las vidas de los que lo conocen profunda o superficialmente. La decencia, la curiosidad, y la prudencia, por poner ejemplos, no se pueden enseñar como se enseñan las matemáticas o la química. Por supuesto, no es el mismo sentido de ‘progreso’ que en el caso moderno: si hemos de comparar (aunque sea guardando las proporciones), éste es más parecido a la maduración que al avance tecnológico.
No podemos esperar del mundo moderno, por la misma razón, una revolución que le entregue a todos los hombres la verdadera forma de vivir y corrija para siempre los errores de las expectativas progresistas; ésa es en sí misma una expectativa predominantemente moderna. En efecto, se buscaría una ilustración como la que antes se había prometido, suponiendo que el proyecto era el correcto, y los medios los erróneos. Eso es imposible por principio. Tal vez lo mejor que podríamos hacer en nuestro momento es preguntar qué es lo mejor que podemos hacer de nuestra propia vida. Parece preferible elegir mejorar uno mismo que abogar por un ilusorio progreso de toda la humanidad. Para hacer un examen pleno del modo en el que vivimos, tendríamos que saber bien, no sólo lo que hemos hecho y sus causas, sino también lo que haremos y sus consecuencias. Podemos aspirar a controlarnos y a examinarnos, pero tendríamos que dejar de ser humanos para alcanzar cualquiera de ambas cosas en su máxima expresión. Sólo se contempla por completo desde afuera, cuando recordamos a alguien que ha muerto ya y cuyas acciones podemos observar con la obra de la imaginación y la memoria. De lo que podemos elegir nosotros, aun si consideramos que somos autosuficientes, poco gobierna nuestra vida. No conocemos la finalidad de nuestro destino. Por esa razón, parece plausible que la pregunta por el modo de vivir no es una pérdida de tiempo, pues es ella misma el modo. La mejor vida es la que conviene al mejor hombre, y aunque no podamos siquiera imaginar con claridad cómo sería tal persona, podemos proyectar el intento de mejorarnos lo más que podamos. Sí hay una manera en la que podemos notar qué es lo que deseamos de la mejor vida: nuestros amigos. Aunque la tendencia moderna explica la relación de amistad como un intercambio útil, esa exposición es demasiado parca e imprecisa. Yo no estoy hablando de
La fe en nuestros días nuestros mejores clientes, más bien hablo precisamente del tipo de relación que el mercado no puede explicar de ningún modo: aquella en la que el mayor placer no está en el provecho propio, sino en el ajeno. El peor de todos los negocios es éste, en el que uno disfruta más hacerle bien a otro que recibir el bien, y en el que, en el segundo caso, uno encuentra mayor placer en el gusto que al otro viene de beneficiarlo. A ellos queremos hacer bien suponiendo que sabemos lo que les conviene, y cuando no, nos esforzamos por averiguarlo porque los tratamos como los máximos bienes que tenemos. Nos les acercamos dando por sentado que ellos también quieren lo mejor para nosotros y, finalmente, prueban de un modo impresionante qué tan buena es nuestra perspectiva de la mejor vida, acercándosenos o alejándose dependiendo de qué es lo que solemos hacer. La amistad es por ello el espejo de nuestras aspiraciones, de nuestros gustos y de nuestros placeres. Querer ser un buen amigo nos confronta con lo que creemos que debe hacer una buena persona en general. Por eso es la amistad excelente lugar para examinarse a uno mismo. El ocio y los amigos siempre se han llevado bien. Con un amigo se quiere ser justo. Es obvio que el mejor hombre aspira a ser el más justo, lo logre o no, porque no admitiríamos jamás que tal persona fuera injusta o viciosa. Ahora bien, tampoco es verosímil imaginar que el ímpetu de su buena intención necesariamente le otorgaría la vida más dichosa como garantía, porque no controla por completo sus circunstancias; pero eso no impediría el valor de la acción. En cierto modo, si pensamos en las “ventajas” de ser justo, sería incongruente pedir que la recompensa fuera otra cosa aparte de la vida misma del que se esfuerza en la virtud, pues si hubiera tal premio, o bien tendría que venir después de la vida o resultaría que las causas para intentar ser mejor persona son algo más. Como ninguna de
ambas nos sirve para buscar la respuesta, actuar bien tendría que ser la virtud y también la recompensa del hombre autosuficiente. Suena cómico que se requiera un esfuerzo tan tremendo del que quiere ser feliz. Parece incluso que el mayor de los pesares será percatarse de que en la vida lo valioso suele venir con penas y trabajos; que sus más importantes experiencias se entenderán demasiado tarde para evitar los males que ese entendimiento habría ayudado a evitar. Su ocio, que bien podría desvanecerse en el febril trance de la Modernidad, acabarse con trabajo y entregarse a la facilidad del prejuicio, lejos de eso tendrá que ser su responsabilidad entre infinitas opciones; tendrá que examinarse, probarse, disciplinarse. Y además, vivirá buscando la felicidad actuando bien sin garantías de recibir a cambio bienes más allá de su propia autonomía y acción. Afortunadamente, la vida entre amigos no es tan trágica, porque todos estos aparentes males se pueden convertir en fortalezas junto a otro. Con suerte y confianza en el futuro, no veo por qué no sería ésta una existencia digna y bella, una que bien valdría vivirse y que cualquiera desearía para alguien querido. Es más humana que la que nos convierte en máquinas productoras y más decente que la que nos torna en egoístas insensibles. Tal vez sea una salida solamente personal, pero no podría ser de otra índole en nuestras circunstancias. Me parece por lo tanto que estos refranes están muy bien dichos: que lo bello es difícil y que una vida sin examen no merece ser vivida. Si existe aunque sea la más diminuta posibilidad de encontrar en la vida humana su propia finalidad, sería el peor error claudicar en el esfuerzo por buscarla o, por lo menos, por estar lo mejor preparado para recibir la respuesta.
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El hombre desnudo de Dios: el drama de la racionalidad y la fe por Luis Octavio García Mondragón Πάντα μοι ἔξεστιν: ἀλλ᾽ οὐ πάντα συμφέρει 1 Co 6, 12
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I eza el saber popular que en política y en religión nunca vamos a poder llegar a un mínimo acuerdo. Y a veces suelo creerlo. Mas no lo creo porque en política las cosas siempre sean muy turbias y en religión muy poco claras; o porque la religión y la política parecen ser reacias al control tecnológico y a los consensos fáciles. Me parece que es difícil llegar a un mínimo acuerdo en política y en religión porque ni siquiera solemos reconocer que estamos en desacuerdo. En política, parece, admitimos las diferencias. En religión, por desgracia, ya ni las vemos. No sólo hemos aceptado que la religión es un resquicio personal que nada debe hacer en lo público, sino que aceptamos que religiones hay tantas como gustos y en eso nunca hay acuerdo. No vamos a llegar a un mínimo acuerdo en las diferencias religiosas en tanto no haya diferencias religiosas, y no las habrá en tanto no volvamos a encontrar sentido en defender la propia fe. En una época en que abundan los estudios antropológicos sobre la fe, escasean las reflexiones sobre la fe. No sabemos qué hacer para volver a poner en discusión nuestra propia fe y tampoco alcanzamos a reconocer las discusiones anteriores. Nos sentimos faltos de las palabras adecuadas para hablar de la fe,
y muy seguros en que de la fe no se habla. Lo mismo arropamos relativismos que misticismos, pero dejamos a la fe en la intemperie. Tenemos muchas herramientas para analizar la fe, pero ya no sabemos con qué luz buscarla. En suma, de la fe nos faltan las palabras… A esa carencia de palabras se enfrentaron en otros tiempos los hombres que defendían su fe. Una y otra vez, los grandes teólogos han bordeado los límites de la palabra y han buscado surgir triunfantes al hablar de su fe. Una y otra vez, los grandes pensadores de la fe han defendido su fe en la palabra y la palabra en la fe. Una y otra vez, los grandes creyentes han descubierto que en religión las palabras siempre son necesarias. Redescubrir la actitud de esos hombres ante la carencia de palabras será nuestro objetivo. II En los inicios del cristianismo abundaron las defensas de la fe. Lo mismo frente a la religión judía que ante los mitos del paganismo, una y otra vez los primeros cristianos se esforzaron por defender su fe mediante las palabras: explicando, analizando, demostrando. De entre esos cristianos, resalta el trabajo de un grupo de Padres de la Iglesia que, desde el conocimiento de la filosofía griega, intentaron defender la fe cristiana conforme al más pleno uso de la razón. De entre esos racionalistas de la fe cristiana, destacan por mucho aquellos
La fe en nuestros días que tomaron la palabra en Alejandría: hombres cultos que reconocieron que la fe no puede ser ajena a la excelencia del pensamiento. De entre esos alejandrinos, Atanasio destaca por su comprensión de la estrecha y necesaria relación entre la racionalidad y la fe. Fue a mediados del siglo IV que Atanasio de Alejandría compuso su Oratio Contra Gentes, un discurso polémico en que demuestra la carencia de razón de quien niega la fe cristiana. A diferencia de nuestros tiempos, notable diferencia, Atanasio creía que la fe se debía discutir públicamente y de buen modo, pues el buen uso de la palabra siempre nos hace mejores. A semejanza de nuestros tiempos, notable semejanza, los paganos solían creer que la razón nada tenía que ver con la fe de los cristianos. A diferencia de nuestros tiempos, y esto es más importante, los filósofos no descreían de la razón por inefectiva o de la fe por indemostrable, sino de ambas en tanto nos alejasen de la verdad. En tanto filósofo y cristiano, Atanasio debía asegurar que la razón, la fe y la verdad lo harían bienaventurado. Para un hombre como Atanasio polemizar sobre su fe frente a la idolatría pagana es poner en juego su felicidad: la razón y la fe que alumbran la verdad. San Atanasio considera, al inicio de Contra Gentes, que la discusión sobre la fe es necesaria cuando las palabras han ocultado el sentido natural de la fe. No se requiere enseñar el culto a Dios pues la Creación y la Cruz son suficientemente claras. Sin embargo, muchos discursos, tanto científicos como mitológicos, suelen nublar la clara visión de la fe. Ante ello, sería suficiente el estudio de las Escrituras, pero no siempre se tienen a la mano, no tanto por indisponibilidad material, sino por asequibilidad al intelecto: no siempre sabemos leer las Escrituras. En tal caso, la discusión sobre la fe puede tomar el camino de la tradición: lo que los maestros de la fe han enseñado. Y es ahí, en el reconocimiento de la tradición, donde se vuelve necesario ser
cuidadoso con las palabras, distinguirlas claramente y reconocer las que son verdaderas. En ello consiste defender la propia fe, en ponerla a prueba. La prueba de la fe ante la confusión de las palabras es la que busca distinguirla de toda idolatría. Contra gentes es la prueba de la fe realizada por Atanasio; nosotros, a quienes los discursos contemporáneos nos nublan la diferencia entre fe e idolatría, podemos orientarnos por la prueba de Atanasio. La prueba de la fe se compone de dos partes: la explicación de los errores de la razón y la explicación del buen uso de la razón. La primera, tiene a su vez dos partes: la razón como conocimiento y la razón como actividad. La relación entre esas partes es el modo en que el cristianismo interpreta la relación entre teoría y práctica, y en el que Atanasio entiende qué es el mal. La segunda parte, por otro lado, también tiene dos partes: la noción cristiana de razón y la actividad de la razón cristiana. La relación entre ambas partes constituye la vida cristiana. La explicación de la vida cristiana, según Atanasio, nos podría volver evidente lo que hemos olvidado, y en ello nos permitiría volver a vivir el drama de la racionalidad y la fe. III La razón, sostiene Atanasio, naturalmente nos permite reconocer lo bueno, y a eso se llama conocimiento. El conocimiento es un reconocimiento de lo bueno porque la actividad de la razón siempre es especulativa: cada que el hombre conoce se reconoce y reconocerse es saberse espejo de Dios. La actividad especulativa del hombre consiste en reconocer lo bueno y orientar su vida a ello es el reconocimiento de sí mismo. La razón yerra, pierde el conocimiento, cuando no se cumple la actividad especulativa: cuando el hombre deja de ser espejo de Dios y comienza a contemplarse a sí mismo. El error de la razón origina la idolatría.
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La idolatría es el nombre de la condición en que nos sitúa la Caída del pecado original. Adán y Eva giraron sus almas de la contemplación de Dios a la contemplación de sí mismos, del conocimiento de sí mismo y lo que es bueno para sí, al desconocimiento de uno mismo y lo que es bueno para uno. Y en el giro del alma, Adán y Eva se descubrieron desnudos de Dios. La desnudez de Dios, el no reconocerse en lo divino, en lo bueno, en lo verdadero, lleva al hombre a inventarse reconocimientos: la idolatría. El hombre que se descubre desnudo de Dios inventa la primera idolatría en su propia desnudez: el hombre inventa el cuerpo. Habiéndolo inventado, el hombre se vuelve ídolo de sí mismo y, justificado en las penurias del cuerpo, comienza a vivir y trabajar para la manutención plena de su idolatría. Y al esforzarse en la vida y el trabajo del ídolo del cuerpo, el hombre crea la idolatría de su idolatría: el mundo, su límite, su fin. El cuerpo que espejea las cosas del mundo se vuelve mortal. La desnudez de Dios, creadora del cuerpo, del mundo y de la muerte, es el mal, y el yerro de la razón es el origen del mal. La razón yerra y en ello inventa el absurdo: ver como real lo que no es real, suponer sustancial lo que no lo es. Pues el hombre afín a las idolatrías, el que ha extraviado la visión natural de la razón, comienza a creer en la sustancialidad del mal: bueno y malo son sustancias a cuyo influjo se expone nuestra vida. El bien se dispone cuando predisponemos a las divinidades; el mal cuando las indisponemos. Y todo esto es idolatría. Atanasio ofrece dos imágenes muy semejantes para mostrar el absurdo de la sustancialidad del mal. En primer lugar nos dice que el hombre que cree en la sustancialidad del mal es como aquel que deslumbrado cierra los ojos y comienza a creer en las tinieblas. En segundo lugar, el hombre en el mal es como si hubiese caído en un abismo y sostuviere que sólo existen las sombras. El que
cierra los ojos deslumbrado no se acostumbra a la luz, y su creencia en las sombras es una absurda justificación de sus costumbres. El que cae al abismo se regodea en su absurdo error e intenta convencer a los demás de lo cómodo de su situación. La idolatría de uno mismo, esa que justifica los propios vicios, torna perversa cuando usa la razón para contagiarlos. La actividad de la razón siempre es pública, compartida: hablamos y platicamos con los otros, ofreciéndoles y negándoles razones, porque entre palabras vamos haciendo juntos la vida. Si la razón como conocimiento falla y yerra, la actividad de la razón errada es muy perniciosa. Y así lo entiende Atanasio cuando muestra que es en la actividad de la razón donde puede reconocerse el estado más lamentable de la sinrazón. Él tiene enfrente al pueblo romano, en particular al Senado, donde puede decidirse en asamblea a quién nombrar como dios. Cuando los hombres, advierte Atanasio, se jactan de nombrar dioses, ya no saben cómo usar su razón. No muy lejos está, por cierto, la extendida suposición de que las religiones –así en plural y con su dejo de menosprecio tolerante– se van formando a partir de la ignorancia o de la desesperación, y que los hombres han ido nombrando a eso misterioso como el dios que más convenga al caso –ni los antropólogos ni los falsos místicos contemporáneos saben cómo usar su razón–; quizá por ello, nuestra razón parece tan inefectiva tanto en política como en religión. Si bien es en la política donde se nota más claramente la pernicie del mal uso de la razón, Atanasio –siguiendo al Sócrates del Simposio platónico– señala que junto a la legislación, la razón se desboca también en el arte. Señalamiento que reivindico de paso, pues ayuda a entender cómo desde el romanticismo el turismo religioso va de la mano con los éxtasis artísticos; no por nada, tan aceptable nos parece que en política y en religión nunca se
La fe en nuestros días llega a un acuerdo, lo mismo que en gustos se rompen géneros. El sentido más pernicioso de la razón se exhibe en la afectación de las costumbres, que lo mismo involucran a la política y la religión, como al arte. Cuando la razón es presa de la idolatría quedamos en la indefensión de las malas costumbres. Nada podemos hacer para vivir mejor mientras la razón permanezca y ahonde en su propio error. El hombre desnudo de Dios al final es el último hombre. IV La razón, sostiene Atanasio, naturalmente nos permite reconocer lo bueno, y a eso se llama conocimiento. Explicar el buen uso de la razón implica explicar primero por qué es posible el reconocimiento y, después, qué hace posible el conocimiento. Que el reconocimien-to sea posible sólo se puede afirmar si efectivamente distinguimos entre lo bueno y lo malo. Que el conocimiento sea posible sólo se puede afirmar si podemos distinguir qué lo hace posible. Explicar el buen uso de la razón implica usar la razón de buena manera. El camino de Atanasio para recuperar el buen uso de la razón consta de tres pasos: mostrar la racionalidad del alma, afirmar la inmortalidad del alma y explicar el sentido del conocimiento. El primero de los tres pasos se realiza mediante dos imágenes. El segundo, mediante un razonamiento. El tercero mediante una reconvención, una comparación y tres imágenes. Abundan, como ha de quedar claro, las imágenes. Más allá de ser un simple detalle retórico, mucho ganaría el lector de Contra Gentes si comienza a preguntarse por qué tanta importancia a las imágenes. Por ahora, lo que nos corresponde es andar los tres pasos del camino. La racionalidad del alma puede distinguirse pensando en la relación entre la lira y la armonía. Cada cuerda de la lira corresponde a un orden, y el conjunto de los cinco órdenes, correctamente reunidos por el artista, produce la armonía. El alma es semejante a la lira, y
sus cinco cuerdas se llaman sentidos. El hombre sano e inteligente es semejante al artista, y su sensibilidad se llama armonía. La posibilidad de la armonía depende tanto de la existencia de un orden racional que haga acordes los sonidos, como de la capacidad del artista para reconocer, distinguir y disfrutar el orden. Sólo porque el hombre puede reconocer el orden, puede reproducir órdenes similares de forma creativa. La creatividad es prueba de la racionalidad. Por ello, Atanasio pide que nos imaginemos al hombre que imagina y al hombre que sueña. Imaginar y soñar son las dos actividades que prueban irrefutablemente la racionalidad del alma, pues ni en la más exagerada de las imaginaciones se pierde el orden de la completitud imaginada. Igualmente, por más aterrador o encantador que pueda ser un sueño, siempre es uno, y cuando no se recuerda completo se distingue la falta de partes. La racionalidad nos permite reconocer y reproducir el orden, al tiempo que nos permite deleitarnos con él. La razón abre la puerta al gusto y es fundamento del placer. Si el placer es posible por el reconocimiento del orden y el orden es verdadero, es necesario que no se hable aquí de un placer efímero y pasajero. Sólo es posible pensar la experiencia de un orden así si el alma es inmortal, pues ahí está el único modo en que el orden podría ser estrictamente necesario. Asegurar la inmortalidad del alma es el único modo en que lo eterno puede pensarse positivamente. Y sólo es posible pensar positivamente lo eterno cuando hay unidad entre razón y fe. La racionalidad de la fe abre la puerta a la inmortalidad del alma, a la felicidad y al mayor de los misterios. Atanasio sabe que afirmar la racionalidad de la fe suele conducir a una gran confusión, y por ello ante tal afirmación nos reconviene a aceptar la necesidad de explicar en qué consiste el conocimiento. Para explicarlo sugiere comparar el conocimiento cristiano con el pagano, a fin de comenzar su caracterización
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a partir de las diferencias. El conocimiento cristiano difiere del pagano en tanto el segundo busca conocer el mundo y el primero busca conocer la Creación. Si bien ambos afirman conocer a partir de la razón, el sentido cristiano de la razón pide que el conocimiento se base en el reconocimiento de lo bueno y su fundamento: lo eterno. Reconocer lo bueno y lo eterno no es otra cosa que reconocer el Verbo en la Creación. Conocer la Creación es reconocer el Verbo. El sentido cristiano del conocimiento pide de la razón para reconocer al Verbo y su imagen. La razón cristiana es especulativa porque su labor principal es distinguir entre el original y la imagen. El conocimiento cristiano es la perfección del movimiento de la Creación. La perfección del movimiento de la Creación también puede llamarse justicia, y Atanasio nos ofrece tres imágenes para notarlo. La primera –muy semejante a la que Aristóteles presenta en De Mundo, 399a 14– es la del coro: la diferencia natural se ordena de acuerdo a la sabiduría del director del coro, quien tras dar la señal permite a cada uno cantar según su naturaleza y capacidad. La segunda –que se relaciona con 1 Co. 12:20– es el alma, que mantiene el orden de la pluralidad de actividades que constituyen la vida: lo mismo hace ver al ojo que andar a los pies. Y la tercera es la ciudad, donde la única manera de alcanzar la perfección es en la búsqueda de la justicia: donde cada uno hace lo que le corresponde. La Voluntad justa de Dios nos lo permite todo, pero sólo en el conocimiento de la Creación encontramos lo que nos viene bien, sólo ahí podemos aspirar a la felicidad, a
la perfección. La palabra justa nos hace visible el Verbo. V Los hombres de buena razón, los que hablan bien, podría decir San Atanasio de Alejandría, son aquellos que tras la Caída viven revestidos de Dios, es decir, llevan una vida cristiana. Ser cristiano, en el sentido explicado en Contra Gentes, es poner a prueba la propia fe como un ejercicio de la buena razón. Ser cristiano es hacer buen uso de la palabra, que siempre es imagen de la Palabra. Ser cristiano nos exige la racionalidad de la fe. Si esto es cierto, nuestros tiempos son profundamente anticristianos. El anticristianismo de nuestros tiempos, nuestra extrema desnudez de Dios, es promovido tanto por agnósticos y creyentes, como por escépticos y ateos. Nuestro anticristianismo toma la forma de la ciencia y la tecnología, al mismo tiempo que del misticismo y la espiritualidad solitaria. Nuestro anticristianismo destruye la política y el arte a nombre de la tolerancia y la libertad. Nuestro anticristianismo, la negación completa de la racionalidad de la fe, es un silencio creciente que lleva el ensordecedor nombre de nihilismo. El hombre desnudo de Dios ya no reconoce su propia voz, pues ya no sabe ni de la verdad de sus razones, ni de la expresividad de sus palabras. El hombre desnudo de Dios ya no acuerda y ya no concilia; su vida es pura necesidad. El hombre desnudo de Dios anda ciego por el desierto y no atina siquiera a pedir auxilio, su voz es otra y ya no se oye, su voz lo arrulla hasta cuando reza.
La fe vacía y el vacío de la fe por Alejandro Javier César Rivero
"I never never turned aside," he said, "I never walked away. It was you who built the temple, it was you who covered up my face". Leonard Cohen
La religión buscada a la medida de cada uno a la postre no nos ayuda. Es cómoda, pero en el momento de crisis nos abandona a nuestra suerte. Benedicto XVI
“
Lo que el mundo necesita son más hospitales y menos iglesias”. Este controvertido y “revolucionario” eslogan, junto con otros eslóganes todavía más controvertidos y más “revolucionarios” –obviamente acompañados de su respectiva imagen para enfatizar el desprecio o la burla hacia lo que se está denunciando– se encuentran de común en las hoy tan concurridas “redes sociales”. Lugares de disidencia y especulación, dichas redes se alzan como las portavoces de las nuevas proclamas populares –tomando en cuenta, claro está, que su popularidad se restringe a un sector a todas luces aburguesado, si no por su nivel económico, sí por su relación con la tecnología. ¿Qué nos dice, pues, este tipo de eslóganes con respecto del “sentir” de nuestros tiempos? ¿Qué tiempos son éstos que reclaman un mundo en el que, de entrada y en apariencia, se preocupa más por la salud del cuerpo que por la salud del “alma”? Y si no son hospitales, lo que los eslóganes exigen son escuelas, alimentos, bienes materiales, todo menos iglesias. Se exigen maestros, psicólogos, científicos –¡sobre todo científicos!–, todo
menos ministros, pastores, sacerdotes. Todo menos dios. En otros tiempos –tiempos menos aciagos, tal vez–, la proclama no resultaba tan desgarradora, tan intolerante. Pareciera que algunas décadas atrás aún podían convivir la ciencia y la religión; que la educación, la salud, el bienestar todavía contemplaban como parte integral del hombre la espiritualidad, el “alma”, de manera incluso institucional. Pero ahora no. La religión no se distingue ya del fanatismo, del control mental, del deseo incontrolable de poder, o se ha vuelto un modus vivendi tan aburguesado y mediocre, tan “de consumo”, que lo mismo se aprende en las cápsulas informativas de los Talk Shows, como en miles y miles de Best Sellers que con un par de formulitas mágicas y terminajos optimistas pretenden llevar religiones milenarias al alcance de todos. Si nos sentimos mal no hay más que ir al supermercado y comprar una lata de budismo, mezclarla con un caldito de cristianismo y sazonarla –¿por qué no?– con un poco de física cuántica: ¡voilá! Tenemos el secreto del universo que nos ayudará a resolver los problemas existenciales
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más profundos y arraigados. La religión, y la fe que subyace, se ha vuelto la gran mentira, la gran maldad del mundo, o se le ha reducido a una vil caricatura. Es evidente que una aseveración como la anterior sólo podría ocurrir en un mundo en el que predomina el ateísmo, un ateísmo que, si le rascamos tantito, encubre la imagen de una nueva divinidad, de un nuevo dogmatismo llamado “ciencia”. Porque si algo caracteriza a nuestros tiempos –tiempos modernos, por cierto– es su terrible y hasta inocente confianza en la ciencia. Confianza ciega que en un extremo no sólo se roza, sino que se confunde con la fe, que es ella misma fe. Claro que no se define como tal, ya que algo que caracteriza esta cientifización del hombre moderno es justamente el rechazo y la negación de la fe como forma válida de conocimiento, e incluso su destierro y reclusión en tanto obstáculo del saber y del progreso –“necesitamos más escuelas y menos iglesias”. Y todo lo que obstaculice el progreso es retrógrado, caduco y reaccionario. Sin embargo, ¿no se ve en esta concepción moderna de la ciencia el viejo esquema de un ente metafísico que necesariamente nos ha de llevar al fin de la historia, a un fin progresivo y culminante? Porque, dicen los adagios populares, gracias a la ciencia vivimos mejor, somos más libres y llegaremos a un dominio total no sólo de la naturaleza, sino incluso de nosotros mismos. Es gracias a ella, la ciencia, que hemos logrado dejar atrás los viejos mitos, las viejas leyendas y los cuentos de una humanidad infantilizada y primitiva para dar paso a la “Verdad” de una naturaleza mecánica regida por el principio de causalidad como todo lo “real” aunque no se logre explicar a cabalidad la naturaleza humana ni su relación con la experiencia de lo divino que da paso a la llamada y tan vituperada fe. Así, ante una visión progresista, la religión y la fe aparecen como “pseudociencia” o “protociencia”, es decir, como una forma
menor o falsa de acercamiento a la verdad y a la realidad, producto de la superstición y la ignorancia, y no se contempla la posibilidad de que sea una forma distinta de llegar ella, desde otra perspectiva, igual de válida que la ciencia. Como si la religión fuera evolutivamente anterior, primera etapa del saber humano, un saber aniñado e infantil que fetichiza lo que no puede comprender, convirtiéndolo todo en dioses y seres mitológicos que llenan su imaginación de miedos y lo obligan a someterse a poderes más grandes que no termina de comprender. De ahí que conciba a la divinidad bajo un concepto que pareciera más una fabricación y elucubración fantasiosa que una realidad plausible: Dios. Como niños asustados creyendo que hay monstruos en la oscuridad, los primeros hombres creían que las fuerzas de la naturaleza eran dioses que regían sus vidas y sus destinos. Y así, la humanidad, al pasar de la niñez a la adolescencia –y luego a “nuestra” adultez–, dejó de lado los viejos miedos y comenzó a “madurar” su razón hasta el punto de descubrir lo que se ocultaba tras sus mal llamados dioses. Su “fe” arcaica e inocente dio lugar a un pensamiento más profundo y razonado que denominó con el nombre de ciencia. Estas ideas progresistas, adoptadas por la sociología, la antropología, la psicología y la historia, principalmente, han quedado impresas en el imaginario colectivo de tal modo que han llegado a formar las bases de las creencias populares de nuestros tiempos. Bases en su mayoría endebles, pero profundamente arraigadas al grado de considerarlas como la máxima verdad. Si a esto aunamos el acérrimo materialismo que envuelve todo nuestro sistema de creencias y que sustenta los axiomas y fundamentos de la ciencia misma podremos entender por qué vivimos en tiempos tan escépticos con respecto a la fe. “Dios ha muerto” proclaman los filósofos ya desde Hegel, mientras que los científicos nos aseguran que nunca existió. Si nos detenemos
La fe en nuestros días un momento a revisar la historia del pensamiento –tanto filosófico como científico– no nos sorprenderán el ateísmo y el cientificismo que ahogan nuestros tiempos. El hombre, ya desde Descartes, se ha dedicado a desterrar del campo del conocimiento todo aquello que no sea comprobable ni verificable. Aquellos datos que, de alguna manera, vayan más allá de lo meramente material, que rayen en el campo de la metafísica se consideran fantasías o, simplemente, cuestiones que no merecen, por su naturaleza, ser objetos de estudio de la ciencia o de la filosofía. Esto lo podemos observar en áreas como la neurología, en la que todo lo que ocurre dentro de la psique –ya sean sentimientos, emociones, sueños, fantasías– se reduce a meros procesos bioquímicos. Tal sustancia produce tal o cual estado y no viceversa. La depresión –la gran enfermedad de nuestros tiempos– es el resultado de la falta de determinadas sustancias en el cerebro, suministrando dichas substancias se “cura” la depresión. Sin embargo, todo aquel que haya sido diagnosticado con depresión y suministrado con antidepresivos sabe que, aunque haya una mejora, dista mucho de una salud real. Materialmente, es decir, corporalmente se siente una mejoría, sin embargo algo en nuestro interior sigue estando enfermo, algo que tal vez pueda denominarse con ese término tan esquivo y que tanto choca a científicos y hombres de razón como lo es el “alma”. ¿Cómo se podría, en este afán de comprobabilidad y verificabilidad, constatar una realidad como la de Dios o la del alma? ¿Cómo, pues, podría estudiarse científicamente algo que, a primera vista, pareciera quedar circunscrito dentro del ámbito de la completa subjetividad, como lo es la experiencia religiosa? Esta última, que creo yo es el fundamento mismo de la fe, es el único dato y principal fuente de todo lo que conlleva la religión. Sin embargo, dada la concepción materialista –y progresista– que nos embarga no es posible
distinguir la experiencia religiosa –y por lo tanto legitimarla– de la mera fantasía o la alucinación. Lo que ocurre en ella, es decir en la experiencia religiosa, no pasa de ser una mera reacción producida por determinadas sustancias químicas en el cerebro. Ahora bien, en este punto se me podría objetar, ¿para qué preocuparse por dar respuesta a algo que la historia del pensamiento ya dejó atrás? ¿Por qué ese afán de dar cuenta de algo que en nuestro presente histórico no es más que causa de fanatismo e ignorancia? ¿No está todo ese viejo esquema de las religiones superado por los postulados y los avances científicos? La respuesta sería evidente y podríamos cerrar definitivamente el capítulo de la fe del gran libro de la historia universal –haciéndole la guerra como lo hacen en las redes sociales a todo lo que huela a religión– si el ideal de la modernidad hubiera tenido los resultados esperados, si la confianza en la razón y en la ciencia hubieran logrado cumplir la promesa de un mundo más libre, más humano y más justo. Sin embargo, vemos a nuestro alrededor que no es así. Es más, vemos todo lo contrario, el hombre, en lugar de encontrarse a sí mismo se ha vuelto un extraño para sí, y pareciera que todo lo que hace no es más que una huida, una fuga de sí mismo. La actitud progresista y materialista no ha hecho más que acrecentar su vacío interno. Que el hombre está escindido no es algo nuevo ni contrario a las posturas progresistas y materialistas. Tan es así que el progreso mismo puede ser entendido como un movimiento gradual que llevará al hombre al encuentro, si no consigo mismo, sí con aquello que lo haga sentirse completo, aunque esta sea una ilusión que se proyecta indefinidamente hacia el futuro –pues una de las características esenciales del progreso es que no puede terminar, sigue y sigue indefinidamente. Si algo lleva a actuar al hombre –a cualquier tipo de hombre, ya sea el primitivo o el moderno–
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es justamente esa escisión que vive dentro de su existencia, ese vacío. El vacío es, pues, el motor de la Historia y de todo el hacer humano. La humanidad ha buscado a través del tiempo la manera de poder sobrellevar ese vacío, ese hueco que se le manifiesta en forma de angustia ante la muerte, y todo el sinsentido que puede derivar de ella: ¿Si he de morir para qué hacer esto o aquello? ¿Habrá algo después de la muerte? ¿Tiene algún sentido todo este sufrimiento? En otras épocas, una forma de sobrellevar el vacío era a través de la fe y del seguimiento de ciertos preceptos religiosos que le permitían al hombre ponerse en contacto con su lado espiritual y experimentar a la divinidad. Pero en nuestros tiempos se ha desterrado esa posibilidad como mera superstición o fanatismo. No hay nada de tipo religioso o divino que nos permita llenar nuestro vacío. Incluso el psicoanálisis propugna por la cancelación del vacío interior –manifestado en neurosis e histerias– a través de la razón y de la conciencia, pues el sentimiento religioso no es más que una fantasía elucubrada por nuestro lado infantil que teme a las fuerzas tanto externas como internas que no logra dominar. El mundo moderno ha desterrado a dios y condenado al hombre a un vacío todavía más oscuro y profundo que el que jamás había vivido. Uno de los más grandes problemas del hombre moderno progresista es el hecho de que vive un escepticismo que pareciera no tener salida ni conducir a ningún lado. Con el surgimiento del psicoanálisis y la aparición del concepto de “inconsciente” se vuelve cada vez más difícil abordar las cosas como se nos presentan, de manera que la experiencia subjetiva se vuelve sospechosa pidiendo necesariamente de un intérprete –a saber, el psicoanalista. Esto conduce a que basemos nuestras experiencias en el criterio de otros, o que dudemos seriamente de que lo que experimentamos en nuestro fuero interno sea
real y verdadero. Desde este lugar se vuelve claro por qué tanta desconfianza en la llamada experiencia religiosa –que viene a ser una desconfianza de prácticamente todo lo que sucede en nuestro fuero interno. Además, ya vimos que de acuerdo con la idea de una humanidad evolutivamente progresista, toda creencia de fe tiene como base la superstición y la ignorancia. El hombre de fe es un hombre ignorante que necesita utilizar su razón para darse cuenta de que esa experiencia religiosa que considera genuina no es más que una ilusión. La única forma, creo yo, de salir de este tremendo atolladero es cuestionando seriamente tanto la creencia en el progreso como la idea psicoanalítica de la sospecha subjetiva. Partiendo de la experiencia de lo divino y validándola como algo genuino y no mera superstición, podemos tomar otro rumbo no sólo en cuanto a la búsqueda de la verdad, sino en la manera en la que lidiamos con el vacío existencial propio de nuestra naturaleza. La historia, la sociología y la psicología de las religiones tienen un punto de encuentro: la experiencia mística, el sentimiento de lo divino. Si logramos ponerle un alto a nuestras ideas sobre el progreso y a nuestros prejuicios sobre la fe, podríamos considerar dicha experiencia como un resquicio de eso que se nos escapa –que se le escapa a la ciencia por no ser verificable ni cuantificable– en nuestra vida moderna, pero que bien pudiera ser la luz que alumbre un nuevo camino en nuestro andar por el mundo. Si en algo concuerdan todos los sistemas de creencia religiosos es en un tipo de experiencia –Freud mismo lo denomina “sentimiento oceánico”– en el que el sujeto individual, en su subjetividad, rebasa sus propios límites y se funde con un algo mayor a él, con un ente que podríamos denominar “trascendente”. Es en dicho sentimiento que el hombre logra, aunque sea por un breve instante, llenar ese vacío que lo avasalla y calmar esa angustia que lo
La fe en nuestros días atormenta. Es ahí justamente donde surge la fe como camino, como fundamento, pues por muy breve que pueda resultar dicha experiencia de éxtasis, algo de ella se nos queda muy adentro fungiendo como un pequeño farol que va alumbrando toda la oscuridad que pueda rodearnos. Esta fe nos obliga a la constante introspección, a la constante interiorización, no sólo para volver a tener la experiencia mística, sino para conducirnos en el mundo conforme a ella. Sin embargo, la luz que surge de la fe es tan tenue que se desvanece completamente ante un escepticismo tan crudo como el que vivimos. Sobre todo si con él surge una razón que más que intentar dar cuenta del sentimiento místico se alza como un tribunal que la enjuiciará determinando su veracidad o su falsedad. Este sentimiento místico, esta fe, se contrapone a la manera en la que en la actualidad se ha intentado llenar el vacío del hombre. Agobiado por la velocidad y el impacto de un mundo consumista y globalizado, el hombre moderno ha intentado lidiar con su escisión interna de cara al exterior, fuera de sí mismo, o –lo que es peor– dirigiéndose –buscando– una interioridad inexistente por suponerla de algún modo material. Así como la ciencia moderna, por mucho que lo intente, no encontrará rastro alguno de los pensamientos, los sentimientos, las emociones o los deseos, por mucho que se dedique a abrir el cerebro y estudiar las neuronas o –más absurdo todavía– describiendo las zonas cerebrales que se “encienden” con determinados estímulos, la interioridad que supone tanto la experiencia religiosa y la fe no es de ningún modo material. No está “dentro” del hombre, está “en otro lado” –en ese otro lado que la actitud científica actual está tan reacia a considerar– y debe ser aprehendida de otra manera. La interioridad que supone la fe sale de la concepción mecanicista de la naturaleza y se encuentra inserta en la naturaleza misma
del hombre, validarla es validar al hombre mismo, acercarse a él desde una actitud distinta de la cientificidad moderna. Esto implica una labor distinta de la mera determinación de la razón. En este punto es de vital importancia señalar un equívoco que ha hecho que se piense a la fe como algo “irracional” e “inefable”, desterrándola del ámbito del conocimiento. El hecho de que la experiencia mística –y con ella la fe– suceda en “otro lugar” como una experiencia que sobrepasa la mera individualidad en una unión con la trascendencia, no hace de ella algo irracional. Sí la saca del plano meramente racional, pero no la hace ajena a él, como muchos místicos suponen. He ahí la gran labor tanto de la razón como de la experiencia misma. Condenarla a la irracionalidad es condenarla a una subjetividad monádica e impenetrable que destruye cualquier posibilidad de comunidad entre los hombres, exacerbando el egoísmo y la posibilidad de la falsedad misma de dicha experiencia. Negar la posibilidad de dar cuenta de ella de manera racional –o por lo menos intentarlo– es omitir un paso importantísimo en la asimilación de la experiencia: la introspección por parte del devoto. Este es el origen del tan criticado fanatismo que tanto daño y desprestigio ha causado en el ámbito de la fe. El autosometimiento a una institución, el afán de control y poder, la ignorancia, el genocidio, la intolerancia tienen su fundamento, a mi manera de ver, en la falta del verdadero ejercicio racional posterior a la experiencia mística. Ahora bien, no sólo el fanatismo surge de la renuencia de los devotos a asir sus experiencias de manera racional, sino su opuesto, es decir, la laxitud, la ligereza en cuanto a las exigencias de la fe. En su afán por llenar el vacío existencial, el hombre moderno ha creado una serie de medidas que en vez de ayudarlo a encontrarse a sí mismo, lo han hecho perderse más. Inmerso en una serie de medios que él mismo
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ha vuelto fines, lo único que hace es distraerse, salirse de sí, intentar sentirse completo con cosas materiales, consumiendo, deseando, haciendo, pero todo hacia afuera, todo externo, todo material. Y lo más terrible, todo “fácil”. Si algo lo caracteriza es su relación “inmediata” con su entorno. Inmediata y desechable. El avance de la técnica lo ha vuelto perezoso, desidioso. Lo que quiere lo quiere ya, sin esfuerzo, pero sobre todo sin consecuencias. Quiere beber sin la resaca, atragantarse sin el malestar estomacal, bajar de peso sin hacer nada, conocerse a sí mismo sin buscarse. El hombre moderno es aquel que ante el vacío interior se arroja a los brazos de un deus ex machina esperanzado en conseguir la salvación de su alma –la tapadera del vacío– como se ordena una hamburguesa en un restaurante de comida rápida: desde el automóvil y a través de un micrófono. Sin detenerse a ver qué es lo que está abrazando –verdaderamente ver qué es lo que siente y experimenta en su misticismo, cuáles son sus bases y sustentos, de qué modo opera, cuál es su fundamento –¡sobre todo su fundamento!– se limita a leer dos o tres artículos de divulgación sobre su nueva fe y “violá”, ya es un iniciado consumado. Ni siquiera tiene que cambiar de hábitos, con el mero hecho de recitarse un par de formulitas, hacer una que otra postura de yoga, mirar al pobre con ese dolorcito del corazón que aparece ante la miseria del otro mientras le da una moneda, con eso, digo, ya ha obtenido el cielo. Y queda ante los ojos de los otros como alguien muy espiritual y desapegado, aunque en el fondo no haya hecho más que acentuar el vacío por el que entró en esa religión en un principio. Y en el caso de haber algo que tuviera que cambiar y que no le agrade –como dejar de comer algún tipo específico de alimento, hacer algún ritual, comprometerse con algo en especial– simplemente se salta ese precepto y busca algún otro
–en otra religión– que se acomode más a sus “necesidades”. En este mundo moderno, científico y tecnológico, hasta en materia de religión hay para todos, a su gusto y conveniencia. ¿No te gusta la forma en la que te has de comunicar con la divinidad? Cambia de compañía telefónica, ¡y lo mejor de todo es que ni siquiera tienes que cambiar de aparato telefónico! No es de asombrarse que, después de un tiempo, el arrojo, la esperanza y la fe con la que el nuevo devoto entra en esta religión (sea la que fuere) se vea aminorada hasta el grado de desistir, ya que no le “sirvió” de nada, o le sirvió “un tiempo” y luego la abandonó. Lo peligroso de esto es que este tipo de gente, en su necesidad de una respuesta, de una “solución” al problema de la vida moderna, termine yéndose al extremo opuesto, convirtiéndose en un escéptico y detractor de todo lo que tenga que ver con la religión y el espíritu. “Dios” le falló. ¿Y cómo no le va a fallar dios a alguien que no tiene la suficiente delicadeza ni paciencia como para adentrarse en un camino con todos sus obstáculos, sobre todo cuando el camino es el que lleva al fondo de uno mismo? El problema de la fe en nuestros tiempos se ha vuelto un problema de “moda”. Se es ateo y escéptico más por moda que por convicción, al igual que el esnobismo de la clase aburguesada lleva a la práctica de religiones y sectas eclécticas y new age en busca de una respuesta fácil, de un paliativo que difícilmente llenará el vacío que el hombre vive porque de entrada no sabe siquiera si pueda llenarse. El vacío es una condición fundamental de la naturaleza humana y tal vez la única forma de hacerle frente es a la inversa del mundo moderno: abandonándose a él a través de la experiencia mística que conduce a la fe.
¿El personalismo es el único camino? por Antonio Coria
Si todo hombre es lo que hace consigo, no
¿
I El personalismo es el único camino? Conviene hacernos esta pregunta ahora que parece perderse en ello la comunidad; ahora que la superación personal nos muestra al otro; ahora que la persona es cada día más un yo –y en el mejor de los casos, un nosotros. Andar el mismo camino y en el mismo momento en que otra persona está andando por ahí, no es caminar con ellal. En muchas ocasiones nos encontramos con personas que andan el mismo camino que recorremos a diario y no por ello caminamos con ellas. ¿Cómo hacer para que esto sea posible, para andar con el otro y que él ande con uno? Entendemos que el camino es para ir de un lugar a otro, que es un lugar seguro y conocido para poder llegar a donde vayamos. Y confiamos en que en ello radica su importancia. Cuenta Gabriel Zaid, que «entre los cuentos y leyendas del folclor industrial, hay la historia del que llevaba materiales en una carretilla, sospechosamente. Una y otra vez, los inspectores revisaban la documentación, y todo estaba en regla; revisaban los materiales, para ver si no escondían otra cosa, y era inútil. El hombre se 1
hay ni humanidad ni historia ni comunidad. Emmanuel Mounier
alejaba sonriendo, como triunfante de una travesura, y los inspectores se quedaban perplejos, derrotados en el juego que no entendían. Tardaron mucho en descubrir que se robaba las carretillas»1. Nosotros somos los inspectores y el riesgo es no darnos cuenta que con el olvido de la comunidad se está perdiendo algo más; que, quizá nos estén robando más que la carretilla. Quizá perdemos más que la carretilla al no darnos cuenta que la importancia del camino también radica en andarlo. Si no se nota esto, pasarán con las carretillas junto a nosotros y jamás sabremos que algo perdimos, pero sentiremos la ausencia o el vacío que intentaremos llenar con algo más. La Modernidad llegó y permitió la conquista tecnológica de la naturaleza. Pero igual que en la mayoría de las guerras de conquista, siempre hay algún daño colateral; pues en ellas se juega la vida. Así, parece que casi hemos conquistado a la naturaleza, pero el precio ha sido más caro de lo que el proyecto moderno pudo imaginar: lo pagamos con la vida. Es el tiempo en que los hombres hacen hombres. Mas, de la misma manera que nos pueden estar robando la carretilla, nos puede estar siendo arrancada la humanidad. Dice una
Gabriel Zaid, “La carretilla alfonsina” en Leer poesía, México, DeBolsillo, 2009. p. 13.
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La fe en nuestros días leyenda judía que el profeta Jeremías y su hijo lograron hacer un hombre y darle vida mediante la combinación de los vocablos y las letras correctos. Este hombre, el gólem llevaba en la frente las letras con las que se había descifrado el secreto de la creación: “Dios2 es la verdad”. El gólem, vivo, se arrancó una de las letras que tenía en la frente y que componían la frase. Al arrancar la letra, la frase pasó a decir: “Dios ha muerto”. Los creadores se horrorizaron. Inmediatamente preguntaron al gólem por qué había hecho eso, y el nuevo hombre respondió: «Si ustedes pueden crear al hombre, Dios está muerto. Mi vida es la muerte de Dios. Si el hombre tiene todo el poder, Dios no tiene ninguno». Quizá hemos perdido más que una simple carretilla.
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II Para responder la pregunta planteada al inicio, primero debemos responder a las siguientes dos preguntas: ¿cómo recuperar el camino, si es que hay otro?, y ¿cómo recuperar lo que hemos perdido? Lo primero no es notar la pérdida, sino aquello que se perdió. ¿Qué perdimos con el nacimiento del nuevo hombre? Se ganó un yo y, en cambio, perdimos la comunidad. Ahora tenemos varias teorías en las que el otro aparece como otro yo. Un mudo de yoes que comparten mundo. Pero, no por ello, se tiene comunidad, a lo mucho se camina al lado del otro. Cada uno de estos yoes tiene un fin y camina hacia él y muchas veces más de uno tienen el mismo fin, pero aun así no hay comunidad. Tener el mismo fin no es lo mismo que tener un fin común. Hay muchas cosas que crean la apariencia de vida en comunidad, mas no deja ser más que en apariencia. Por ejemplo: la democracia crea la apariencia de la vida en comunidad (cuando perdemos de vista que en ella se establece un régimen y no la vida 2
en comunidad), al pensar que el bien de muchos es un bien común. La razón por la cual eso no es comunidad, es porque cada uno tiene un fin que considera bueno para sí mismo. Que muchos coincidan en el mismo fin, sólo dice que tienen el mismo fin. ¿Qué se necesita para que sea un fin común? No sólo es necesario tener el mismo fin, caminar hacia la misma dirección, sino preocuparse por llegar junto con el otro, preocuparse de que el otro logre el fin, preocuparse entrambos de lograr llegar juntos. Cuando esto se da, entonces, el fin es común. Platicando, en una ocasión, con un amigo sobre este tema, –no con las mismas palabras, pero sí con la misma idea– me decía: Piénsalo como en un concierto. Todos tienen el mismo fin, pero su fin no es común. Todos y cada uno de ellos van al concierto por la misma razón (su fin es el mismo), y ésta es asistir para escuchar y ver a los músicos hacer lo que les es propio. Cada uno de los que van al concierto asiste por la misma razón, pero no tienen un fin común. Porque lo común se encuentra en el cuidado del otro, en el cuidado entrambos. Creo que por ello Aristóteles afirma que es más noble el bien de muchos que el bien de uno, incluso cuando el bien de uno sea el mismo que el de muchos; y que está entendiendo por bien de muchos, bien común. ¿Por qué es más noble? Porque permite la mejor vida. Y esta vida es en comunidad. Es lo mismo que sucede con aquellos que votan por presidentes y demás o que asisten a conciertos. No hay nobleza posible en asistir a los conciertos, tampoco en votar por uno o por otro. Al ir al concierto la preocupación no es que el otro que se encuentra a mi lado tenga la mejor experiencia posible, no voy al concierto para ello. Noble sería que se diera esto, que uno vaya al concierto para ayudar a que el otro logre su fin, pero al hacerlo de esta
La leyenda cuenta que llevaba el nombre de Dios, pero por respeto no intentaré mencionarlo, así que dejo como Dios y con ello debe bastar.
La fe en nuestros días manera el fin ya ni siquiera es el mismo. Aunque no por ello son iguales: uno está inclinado a hacer un acto noble al pretender el cuidado del otro. Este cuidado, aun no funda comunidad. Entonces, ¿qué se necesita? Que ese al que uno cuida, cuide también. Que sea un cuidado recíproco, que sea un cuidado entrambos. Una copa puede ser de vidrio, de plástico, de oro, etc. y no por ello dejar de ser copa. Lo que hace que lo sea es su forma, de qué material esté hecha no la compromete con su función. El material es un accidente de la copa, ya que no la compromete para ser lo que es. Cuando dos se encuentran como en el caso del concierto, tienen el mismo fin, pero se encuentran juntos llevando acabo ese fin. No forman comunidad. La comunidad, de alguna manera ya es un fin; fin que apunta hacia la mejor vida. Si el otro no deja de ser simplemente otro, la comunidad no es posible. Es lo mismo que pensar al otro como un otro yo, ese yo que no soy yo, no deja de ser un otro. De tal manera que al encontrarnos con el mismo fin, la comunidad es imposible, por la simple razón de que tenemos el mismo fin por una inclinación personal y se perderá en cuanto alguno de los dos lo consiga. Que tengamos el mismo fin es accidental. Tampoco es cederse el otro, ahí, necesariamente, se da una lucha de fuerzas. Podría verse de manera progresiva y lineal: Yo noto que hay otros que no son yo; al tiempo notaré que esos yoes que no son yo, también son un yo –no porque yo me vea en cada uno, sino por verme ellos a mí como un otro, situándolos en la posición de yo; así cada uno es yo-otro, incluyéndome–; la necesidad de compartir, tanto de los otros hacia mí, como viceversa, devendrá en un compartirse al otro; junto con esto viene la intención de ceder, de cederse. La posibilidad de la comunidad sigue siendo casi nula. A lo mucho se tendrá una aglomeración de cedentes. No es un proceso lineal. Entenderlo de cualquiera de las maneras
anteriores o entendiéndolas todas como un proceso, mantiene la brecha y no permite la comunidad. La comunidad no es juntar a más de un yo con el mismo fin, y debe quedar ya, medianamente claro, por qué así no puede darse la comunidad; tampoco es perderse en el otro, esto mantiene una lucha y la comunidad no es una lucha entre mí y yo como un otro entre los otros. Entonces ¿cómo entender la comunidad? La comunidad sólo es posible en la acción de la entrega en el otro para cuidar de él, en tanto es recíproco (sean dos o más). Entregarse en otro no es mera apertura hacia el otro, porque lleva el cuidado. III El problema es que la sociedad es aplastante para la vida en comunidad. La comunidad sólo puede darse en grupos pequeños que la permiten y posibilitan, pero, incluso en ellos, no se puede evitar la constante presión que ejerce la motivación por el crecimiento personal. Creemos superada a la Modernidad pero fue muy caro el precio que se pagó por el nuevo hombre. La Modernidad es nuestro gólem y el principio del nuevo hombre. Ahora tenemos un yo abierto al mundo, un yo con nombre de ser, un ser abierto al mudo que mira todo desde su horizonte de comprensión; pero parece alejarse la comunidad, perderse de todo horizonte. Y aunque la Posmodernidad conserva el cinturón de haber ganado la lucha y liberarnos de las metafísicas, no por ello recuperamos el camino –yo creo que nos perdimos más. Comenzó a extraviarse la relación entre filosofía y política; ganó la ciencia, que pronto se limitó a progreso tecnológico. El mundo contemporáneo y posmoderno, que sostiene que ha triunfado, fracasó en su proyecto. Nos hemos quedado por completo sin fundamento, con un relativismo tan grande que cancela la comunidad (pues el mundo tolerante, al aceptar todas las posturas como válidas, relativiza el bien) y un escep-
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ticismo que, con su “no te quiero creer”, cierra la posibilidad de darse al otro. Quizá se ganaron bastantes cosas con esta superación, pero, realmente, fue ponerse la soga al cuello y tirarse al barranco con la esperanza de sostenerse de algo para no morir, ya que no parece superada la Modernidad; y el mundo posmoderno es sólo una onda expansiva que sigue empujando. Sin fundamento y sin posibilidad de comunidad desde el propio horizonte de comprensión, el único camino posible parece ser el personalismo como lo entendemos ahora, a comienzos del siglo XXI: un personalismo disfrazado de democracias y repúblicas, y que no promueve la comunidad. Es de entenderse que el crecimiento personal se tenga por crecimiento individual; es el camino necesario que se sigue y que culmina con la pérdida de la comunidad. Ha ganado la ciencia ante la naturaleza, pero ¿a qué costo? El dominio de la naturaleza ha costado la humanidad. No es lo mismo ser un animal sociable a ser uno político. El animal sociable da por aceptado lo que la mayoría acepta y actúa de esta manera; el animal político actúa de acuerdo a lo que es bueno. Ya sin fundamento ni comunidad, estamos más cerca de ser animales sociables que de ser animales políticos. El riesgo es perder de vista o que se note con dificultad lo más puramente humano: «aceptar –como lo escribe Mounier– el sufrimiento y la muerte para no traicionar la condición humana». Aun no es momento de angustiarse, todavía hay caminos posibles que no son el del personalismo que promueve el individualismo. Nos quedan dos caminos posibles, lo difícil es que ambos requieren de elección y acción. Lo cual es complicado cuando la sociedad no permite que surja la comunidad –que incluso pareciera oponérsele. La primera salida a esto es hacernos (no replantearla, sino hacernos) la pregunta clásica sobre la mejor vida: ¿cómo es el mejor modo de vida? Volver a hacer esta pregunta (no desde nuestro horizonte de
comprensión, pues estaríamos replanteando la pregunta, forzando la respuesta y andando el mismo camino que no nos lleva a ninguna parte). ¿Por qué conviene volver a preguntar por el mejor modo de vida a la manera clásica? Porque es el camino que conduce a la virtud, o por lo menos a considerarla, y con ella estamos apuntando ya hacia la vida en comunidad. El problema es que no es un camino que la mayoría pueda recorrer; sólo algunos pueden hacerlo. Para poder llevar la vida virtuosa que aquellos pensadores del mundo clásico consideraron como el mejor modo de vida es necesario ser piadoso a la manera clásica: viendo que hay principios, que hay fundamento, que hay un todo ordenado. Este tipo de piedad no exige reconocer que hay un orden, sino verlo. De ser así, quizá el mejor modo de vida sea el del filósofo, y eso no lo aceptarían muchos; de hecho serían los menos, incluso en las facultades de filosofía de nuestras universidades modernas. El filósofo es quien ve que la pregunta política sobre el modo de vida apunta hacia un problema metafísico. Preguntando por la vida ética y la política, el filósofo nota que hay fundamento en un cosmos ordenado. Como sea, sólo pretendo señalar este problema y no abordarlo, porque lo importante es mostrar lo complicado que es seguir por ese camino de la piedad (pues también es piedad aceptar y ver el orden). Por suerte para la mayoría, hay otro camino que también apunta hacia la vida en comunidad, y es el camino de la religión, de la nuestra –aunque nos cueste aceptarlo y nos llene de negación, hombres positivos de ciencia y cargados de conciencia social–, este otro camino es el cristianismo. IV Dice Benedicto XVI: “la verdad no destruye, sino que purifica y une”. Para notar la verdad se requiere de piedad, y el otro lado de la piedad es el que es posible y común a la
La fe en nuestros días mayoría, simplemente aceptar el orden (la ley) y vivir conforme a él. Dios dijo a Moisés: «Yo soy el Señor tu Dios, que te sacó de Egipto, donde eras esclavo. No tengas otros dioses aparte de mí. No tengas ningún ídolo ni figura de lo que hay arriba en el cielo, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en el mar debajo de la tierra. No te inclines delante de ellos ni les rindas culto, porque yo soy el Señor tu Dios, Dios celoso que castiga la maldad de los padres que me odian, en sus hijos, nietos y bisnietos; pero que trato con amor por mil genera-ciones a los que me aman y cumplen mis mandamientos. No hagas mal uso del nombre del Señor tu Dios, pues él no dejará sin castigo a quien use mal su nombre. Acuérdate del día de reposo, para consagrarlo al señor. Trabaja seis días y haz en ellos todo lo que tengas que hacer, pero el séptimo es de reposo consagrado al Señor tu Dios. No hagas ningún trabajo, ni tampoco tu hijo, ni tu hija, ni tampoco tu esclavo o esclava, ni tus animales, ni el extranjero que viva contigo. Porque el Señor hizo en seis días el cielo, la tierra y el mar y todo lo que hay en ellos, y descansó el día séptimo. Por eso el Señor bendijo el día de reposo y lo declaró día sagrado. Honra a tu padre y a tu madre para que vivas una larga vida en la tierra que te da el señor tu Dios. No mates No cometas adulterio No robes 3
Éxodo 20:1 – 17.
No digas mentiras en perjuicio de tu prójimo No codicies la casa de tu prójimo: no codicies su mujer, ni su esclavo o su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada que le parezca»3. Estos son los diez mandamientos que Dios dio al hombre. Si notamos que estos no son un mero acuerdo entre los hombres para fortalecer una institución, ni fueron dados para evitar el castigo de Dios, sino, porque apuntan a la mejor vida, permitiendo la vida en comunidad, estaremos en camino a salvo. La piedad cristiana no consiste en ver el orden, como ya mencioné, consiste en seguir la ley divina porque conduce hacia una mejor vida, en todos los sentidos. Cuando notamos que la comunión con Dios es también comunión con los demás, ya que la ley divina exige la entrega, que a su vez es también cuidado, comprendemos que la comunión con Dios es fundamento de la comunidad. La virtud cristiana, la excelencia de la vida cristiana, apunta completamente a la vida en comunidad. Retomo la siguiente frase de Mounier, pero esta vez completa. «Aceptar el sufrimiento y la muerte para no traicionar la condición humana –del sacrificio al heroísmo– es, al contrario, el acto supremo de la persona». Las palabras anteriores adquieren sentido cuando vemos que ser es amar. Ahondemos un poco en esto. El ser está determinado por el hacer. Uno es lo que hace. El escultor está determinado por su acción. Así, también el hombre está determinado por su acción, y en específico con su hacer con otro. Amar es la acción que determina a la humanidad, y por lo tanto a cada uno de los hombres. Líneas arriba dije que la comunidad no es posible si la relación con otros se entiende como un cederse, porque al cederse se mantiene la lucha que exige la reafirmación
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La fe en nuestros días de sí mismo. Uno, al cederse, genera una lucha de fuerzas: ¿cuánto hay que ceder para no perderse en el otro sin dejar de ser sí mismo? La manera correcta de entender la comunión debe ser como un entregarse o darse. La entrega de uno con otro es una apertura que permite compartir con el otro. Porque la relación misma es el común entrambos. La entrega es un acto de elección. Actuar es elegir (elegir entregarse con otro). Y como toda acción, tiende a un fin que es la vida en comunidad; la mejor vida que apunta hacia la felicidad. Aceptar el sufrimiento y la muerte es un acto de elección, y es una de las acciones más propias del hombre. Quizá surja alguien que diga que hay claros ejemplos de otros animales que sufren con el otro e incluso que mueren por él, mas están atribuyéndoles algo que no les es propio. Hay numerosos casos de perros que al morir el amo, por tristeza se
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dejan morir. Pero eso no es aceptar la muerte ni el sufrimiento; no hay perros que hayan muerto defendiendo un ideal. Un hombre sí puede aceptar su muerte por amor, sacrificarla por la vida del ser amado. Es un acto propiamente humano, es el sacrificio que se elige hacer para no traicionar la condición humana. Ser es amar, y amar es entregarse. Es el acto por el cual uno se afirma al expresarse. ¿Qué se afirma? Se afirma la humanidad, lo propiamente humano, la posibilidad de la comunidad. ¿Qué se expresa? Lo que el hombre es, entregarse en libre elección. Las palabras de Joseph Ratzinger son mejores que las mías, y él dice: «Solamente la valentía de reencontrar la dimensión divina en nuestro ser y de acogerla puede dar de nuevo a nuestro espíritu y a nuestra sociedad una nueva e íntima estabilidad».
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La fiesta peregrina por Hugo Adán Moreno Estrada
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arecía cualquier día. Las calles circundantes a Reforma nunca han dicho demasiadas cosas, de hecho pocas lo hacen. Es difícil clasificar las manifestaciones públicas en donde hay tantas avenidas y tantas personas. Pero, en todo caso, yo había asistido a este lugar como devoto, pero de un amigo calvo –por voluntad. Pronto me di cuenta de que ahí la calvicie era entonces un modo ritual, algo así como una exigencia estética. Mientras los edificios apenas reflejaban con su característico gesto estoico los despuntes del brillo solar, había en lo alto una gran caja negra con sus números por dentro, de esas que dan el tiempo “digitalmente”. Llegábamos al punto de la cita y pronto mi amigo y yo divisamos un trío de esos carritos que sirven para alguna alegoría (desconocida para mí, hasta ahora). Ese tono solemne se reconoce con facilidad. Con el estómago medio lleno, y la promesa de una buena comida al final, tenía esa extraña sensación del gorrón: extranjero en un lugar que vaticina seriedad e ignorante del itinerario. Con semejante ignorancia, no podía yo hacer menos que interrogar a mi acompañante si nos íbamos a poner flores en la cabeza y a cantar algo en un idioma del que no tuviese ni idea; él tampoco tenía mucha idea de lo que pasaría, pues no era aquel su rito oficial. Mientras yo lo fastidiaba con mis infantiles preguntas, arribaba la gente. Los hombres que llegaban eran calvos, eso
no se puede olvidar; las mujeres, no. Algunos hombres investidos de una túnica que pretendía mostrar su fidelidad ritual acomodaban con flores los carritos para la salida, colocando con un ademán ceremonioso una estatuilla que –creo yo– representaba a un trío de divinidades, que eran la ocasión de la futura empresa. Mientras todo se retrasaba, observaba a la congregación que rodeaba los tres carritos. La marcha de tantos pies se vería envuelta en buenos zapatos deportivos, ese rechinante beneficio de nuestros tiempos que, curiosamente, hacían un juego extraño con las túnicas que la mayoría vestía para la ocasión. El sol, a su tiempo, ya daba señales de robusto talante, al menos en mi piel. Yo continuaba en mi calidad de mirón mientras un pequeño grupo de fieles comenzaba a cantar un mantra famoso que a mí me sonaba ya conocido, sobre todo porque me recordó a una vieja canción de George Harrison, que a mi padre le gustaba. Mientras ellos calentaban sus miembros con tales cantos, otros colocaban en el carro central una estatuilla de cera, de otro hombre calvo, en pose meditativa. Sólo hasta entonces comenzó la marcha, en la cual yo continuaba siendo un extraño. Nunca supe la distancia que había que recorrer, pero parecía que nos llevaría un buen rato. Cada carrito tenía cuerdas, a modo de asas de carreta, gracias a las cuales podían ser acarreados por una hilera de peregrinos. El cielo ya se embotaba con una
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ligera promesa para algunos, mas yo sólo sentía el crudo azote del calor. El ritmo de los tambores se exaltaba bajo el sol, y ese mismo calor era como un soplo para el corazón y los pies de los hombres que cantaban. Supongo que el ritual tenía que hacer un signo de todos los miembros corporales, pues nadie paraba de cantar y bailar. No puedo decir que aquello era un arte. Jamás pensé que la misma oración pudiese ser repetida de tantas maneras por las mismas bocas, pero el progreso de la marcha me mostró lo equivocado que estaba mi cándida imaginación. El asfalto se convertía en carbón para mis pies; Reforma no es un lugar que inspire mi fervor religioso. Podría decir que me extravíe en muchos puntos de la marcha, pero el calor no me permite olvidar el temblor de todos los pisotones risueños. Nuestra marcha era auspiciada por la legislación del tránsito vial, sobre todo por los semáforos, esos tan cambiantes entes cual muchachita de bachillerato. Yo estaba aún en la ansiosa espera de una revelación omnisciente, poderosa e inquebrantable, que me obligaba a observar con todos los recursos de mi silencioso corazón, pero el ruido me fulminaba a cachetadas. En asuntos de religión me delata el nerviosismo que envuelve mi villana ignorancia. Quizá quiero decir que no soy el mejor juez de una profesión, pues en el fondo el carnaval unido a la fe siempre me ha parecido una de esas amistades ambiguas. Mientras otros cargaban con sus brincos la alegría de todos, yo cargaba todavía ese fardo de anhelos. No podía sentir la alegría reinante, ni siquiera por estar al lado de mi gran amigo. Con poco más de la mitad del
trayecto recorrido, ese júbilo ya había encontrado figura evaporando cada extremidad de los peregrinos, pero jamás quebrantando ese deseo de cantar. Los cuerpos inventaron su bautismo. Ante todas esas voces el cielo seguía impenetrable. El sentido alegórico del Edén era demasiado ríspido, palpable en todas las miradas que percibía. Esa era la garantía del libre fluido. No puedo apelar al sentido del tiempo, porque todo se repitió sin piedad alguna. La celebración no cesaba sus embates, como intentando desafiar la majestad del aire, a fuerza de gritos y sudor, que se imponían con señal de orgullo. Un pequeño círculo se formaba sólo a pocos metros de nuestro destino, formado por hombrecillos (calvos) cuyas rubicundas túnicas seducían y se asimilaban con su propia piel, mientras brincaban y estallaban el uno contra el otro. Manoteaban con la furia del proletariado en huelga –así de revolucionario. Nada impidió que eso me transportara al recuerdo de un espíritu rocanrolero, pues al menos a ellos les venía como anillo al dedo. El ansía de revelación que se anunciaba en mi pupila jamás estuvo destinada a salir de la negra confusión. Así con la fuerza que veía en los embates de aquellos hombres, ablandada por la docilidad de la suave tez de algunas jovencitas presentes, se mezclaba mi inusual contemplación, la que soñaba con un escondrijo metafísico. Después de varias horas empeñadas en recorrer tan sólo unas pocas cuadras con paciencia, creí que la señal de llegada estaba en la sangre que se asomaba por los poros de todo el mundo. Y así fue. Teníamos frente a nosotros el jardín prometido, al menos para nuestros pies. Mientras esperábamos
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para entrar, tuve que recapitular. Pero esa oscuridad no se alivianaba ni siquiera por toda la luz que se presumía aquella tarde. No puedo decir que mi caminata fue inútil: caminé junto a un amigo… No hay otra imagen más simple. En aquel lugar esperaba un banquete multitudinario. Rudimento para el estómago y profesiones para los afiliados. La gentileza del dios quería ser señalada por filas de gente y distracciones mercantiles modestas. Nuestra pequeña jornada había llegado toda ella a su ocaso, sin cumplir al menos la
promesa de la comida. Mi memoria tuvo la recompensa de aprender aquel mantra que empujó todo el movimiento de aquel día, aunque confieso que no conozco el significado de dicho canto. Mi ansiedad aquella, propia de una joven naturaleza, era lo único nublado, ofuscado por todas esas meditaciones sin alguna vereda intrínseca. Se puede todavía decir que para sentir el cosmos sólo hubiese tenido que caminar descalzo.
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Preludios del fin por Luis Octavio García Mondragón
Wer reitet so spät durch Nacht und Wind? Goethe
D
esconcertante en más de un sentido ha sido la reacción de la crítica a
The childhood of Jesus de John Maxwell Coetzee. Publicada apenas en marzo del pasado año, en sus primeros meses recogió críticas severas que señalaban la deficiencia creativa del
autor y desdeñaban su más reciente novela como un retroceso respecto de las innova-
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ciones formales de sus tres novelas anteriores:
Elizabeth Costello (2003), Hombre lento (2005) y Diario de un mal año (2007), y un ejercicio narrativo
inferior
al
notable
estilo
de
Desgracia (1999). El anunciado regreso de Coetzee a la novela pura –sea eso lo que sea–, señalaron los primeros críticos, fue decepcionante. Mala ironía, exagerada comedia, cervantismo malogrado, y muchas descalificaciones más formaron la lectura pública inicial de La infancia de Jesús. Sin embargo, tras su publicación en los Estados Unidos a inicios de septiembre, las críticas se desplazaron al polo opuesto, pues ahora elogiaban lo mismo la inteligencia de un posmoderno creador de parábolas que la altura intelectual del evangelista de los nuevos tiempos. Fina ironía, comedia de las exageraciones, cervantismo de lo
La fe en nuestros días kafkiano y otras fórmulas más ingeniosas fueron llenando la lista de atributos que se colgaron al título de la nueva novela de Coetzee. Tan desconcertante la reacción de la crítica como desconcertante resulta la novela. De un título como La infancia de Jesús puede esperarse hasta la más desesperante reacción. Entre sus lectores, los ha habido que con facilidad identifican al niño de la historia, de nombre David, con el individuo del que parece hablarse en el título. Ayuda a la suposición fácil que no se sabe el nombre original del niño y que convenientemente llega refugiado a un lugar nuevo con un nombre nuevo; ¿quién no se permitiría suponer la identidad de Jesús y David? ¡Hasta las Escrituras nos lo permitirían! Pero eso es exagerar y leer cómodamente. Claro, los hay más puntillosos que delatan a David como máscara de Jesús cuando el niño escribe en el pizarrón: Yo
soy la verdad, y en ello encuentran la evidencia de que el autor nos entrega en David una recreación del Jesús de los cristianos. Poco les importa, por cierto, que la declaración del niño sea producto de un acto de desobediencia que negaría intencionalmente la identificación supuesta; al contrario, los lectores fáciles sentirían la frívola emoción de ver en David al hijo desobediente del Señor; si así fuese, ellos dirán, Coetzee habría logrado invertir la expresión “hijo de David” y con ello reafirmar su identificación de Jesús de Nazaret como un “profeta judío aberrante”. A esta lectura añádase que a David lo cuida Simón y presúmanse supuestas referencias evangélicas en el caso. Sin embargo, la exagerada identificación es insostenible cuando se pregunta el papel de los demás personajes: Inés, Elena, Diego, Fidel, Eugenio… Claro, lo fácil es identificar al malvado: Daga, han dicho estos lectores, es la personificación del demonio que tienta a David. Curioso, y sintomático de la baja cultura contemporánea, es que en esta línea a nadie se le ha ocurrido identificar a Daga con Judas Iscariote; es claro que el lector de nuestros días no tiene elementos hebraicos y mucho menos está acostumbrado a la lectura de las Escrituras. The childhood of Jesus no es un nuevo evangelio. Otros lectores han puesto atención en la indeterminación del lugar y el tiempo en que transcurre la obra. Referencias y nombres de lugares abundan, pero ninguno es fácilmente identificable en el mapa. Tan sólo sabemos que Simón y David han llegado a Novilla como refugiados y que en esa ciudad de tan perfecta organización han de acostumbrarse a vivir. Que sea una ciudad perfecta ha hecho que algunos supongan a Coetzee el creador de una nueva utopía que, como buen discípulo de Kafka, en su perfección destruye los más elevados ideales del hombre. Por un lado, en Novilla los trabajadores se reúnen por la noche a revivir el diálogo platónico; pero por otro, la perfección burocrática de la ciudad diluye la vida erótica. Luego, concluyen estos lectores, La infancia de Jesús es la descripción del fracaso de las utopías. Pero tampoco lo creo, pues leer así la novela es desdeñar la comprensión que Coetzee tiene de la utopía. En Here and now
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La fe en nuestros días (2012), su correspondencia con Paul Auster, el sudafricano comparte a su amigo la predilección por las utopías y los ideales que, desde su lectura de la caverna platónica, se han ido diluyendo en la crisis del mundo contemporáneo, al tiempo que identifica como única salida creativa la intervención en la historia al estilo de Borges. ¿Es Borges un utopista? Claro es que no, sino que es un completo idealista frente al nihilismo y por ello, para hacer frente a la crisis de nuestros tiempos, hay que pensar su idealismo en toda su seriedad y profundidad. En otra carta, Coetzee lo deja más claro: “entre los lectores de hoy día veo a muy pocos que saquen la inspiración para su vida de lo que están diciendo los poetas actuales”, es decir, ya no sabemos vivir leyendo y por ello nos resulta tan desesperante la personalidad del niño David que, entre Funes y Pierre Menard, en la novela se recrea leyendo El Quijote al límite de quien ya no distingue lo consensuadamente real. Creo que aquí está la clave de la novela: The childhood of Jesus es el experimento desesperante de la realidad que se diluye.
La infancia de Jesús es, a mi juicio, un preludio del final de los tiempos del hombre libre, de aquel que apareció en el mundo por la literatura y se va diluyendo entre la vida burguesa y el nihilismo. La referencia a ese final la ofrece el autor de un modo muy poco elocuente. Tras comenzar sus clases de música, el niño David comienza a cantar en el camión “Der Erlkönig” y afirma cantarlo en inglés, mas como él y Simón ignoran el inglés y el alemán, no se percatan de lo
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erróneo de la afirmación; lo que no se le permite al lector cuidadoso. El famoso poema de Goethe describe a un padre que cabalga apresuradamente en medio de la noche, con su hijo enfermo en brazos, en busca de ayuda. El niño cree percibir la llamada del rey de los Elfos, la numinosa llamada de la muerte. El padre se esfuerza en tranquilizar al niño, mas al llegar al destino el pequeño yace en manos de su padre. Cuando David lo canta, se dirige junto a Simón a buscar una madre, porque todo niño debe tener una madre; corregir la naturaleza de acuerdo a la exigencia moral resulta fatal para el niño. La novela es la recreación del poema goethiano frente al nihilismo. En abril de 2012, Coetzee señaló en The New York Review of Books las dos energías torrenciales que confluyen en la obra de Goethe: una confesional y una política; ambas conforman la nueva sensibilidad alemana y proyectan el nuevo orden espiritual que, según afirma apoyado en Robert Musil (Stranger shores, 2002), culmina en el moralismo de Nietzsche y la aberración de Hitler. Nuestra época, producto del romanticismo alemán, vaivenea entre los extremos de la exigencia moral: “Platón habla de nuestro deseo de ser honrados por nuestros coetáneos como acicate para lograr la excelencia. En una era que sigue dominada por Darwin, Nietzsche y Freud, hay cierta tendencia a reducir ese deseo de ser honrado a algo menos idealista: la voluntad de poder”, le advierte a Auster. La infancia de Jesús, en tanto reivindica el idealismo, quisiera alejarse de la sombra del nihilismo.
La fe en nuestros días El camino de John Maxwell Coetzee para señalar los preludios del fin es su nueva novela. Lo confiesa, sobre sí mismo, nuevamente en una carta al autor de la Trilogía de Nueva York: “Da la impresión de que sufro un tipo peculiar de ceguera. No es que no tenga curiosidad. Al contrario, allí donde voy tengo los ojos abiertos, me mantengo alerta en busca de señales. Pero las señales que recojo parecen carecer de significado general”. La desconcertante recepción crítica de La infancia
de Jesús confirma la ausencia de significado. Coetzee ha escrito un llamado urgente a pensar nuestros tiempos en una forma que nuestros tiempos están olvidando: la recreación en la lectura.
The childhood of Jesus es la canción de opereta del autor que quisiera, puesto que todavía confía, superar las exigencias morales de los nuevos puritanos, las de la burguesía escéptica. Ha dicho Coetzee que cuando se evapora la buena voluntad entre lector y escritor, “leer deja de ser un placer y escribir empieza a dar la sensación de un ejercicio impuesto y fatigoso”. Para quien no sabe y no le interesa recrearse en la lectura, La infancia de Jesús torna terriblemente desconcertante.
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Título de la pintura: Astillero Autor: Jesús A. Vega Sánchez, artesano plástico Fecha de elaboración: Septiembre de 2013 Técnica: óleo sobre madera
Como si Fueras de humo Alberto CortĂŠs Navarrete
Como si fueras de humo me llama tu aroma y tu leve cadencia me prensa la vista. Como si fueras de humo, te miro el instante que subes de a poco hacia el cielo, y arriba, como si fueras de humo, difusa en la gracia sonrĂes con un baile en un leve despido, y llevas suspiros de uno que grave y pesado se queda queriendo contigo haber ido.
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El espejo de las nivolas
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Antonio Coria
Aparece Augusto Pérez en la puerta de su casa. Surge de entre la niebla y se presenta de repente al acercarnos a la novela de Unamuno. El narrador nos presenta a don Augusto con sus primeras palabras; pero Augusto Pérez se presenta solo al salir de su casa. A partir de este momento, y hasta su muerte, Augusto vive con nosotros, porque desde aquel momento vivimos con él. Ya es nuestro Augusto de carne y hueso; el nuestro vivo. En Niebla no se cuenta la historia de don Augusto Pérez, sino se muestra su vida y la de Miguel de Unamuno. ¿Cómo es esto? No es un aspecto psicológico de quien nos narra; no es una doble personalidad del autor, ni es el caso que el escritor muestre su interior desde los personajes que ha creado para ser plasmados en su novela. De ser así, el autor estaría mostrándose a sí mismo en el carácter de sus personajes. Bien podría decir: esta es la historia del amigo de un amigo o de un amigo cercano (simplemente para ocultar su miedo a ser juzgado). Pero no hace eso. Nos presenta a Augusto y nos per-mite conocerlo íntimamente, así como él lo conoce, como Augusto se presentó con él, así como se presenta a un amigo. Augusto Pérez, quien es conocido de Unamuno, aparece en la puerta de su casa. No sólo porque así lo quiera el es-
Y me temo que, en efecto, si no te mato pronto acabes por matarme tú. Miguel de Unamuno
critor, sino porque así lo quiso Augusto. Sale de su casa y Unamuno lo señala. Nos cuenta lo que hace y lo que piensa, nos narra con sus primeras palabras cómo es. Pero don Augusto toma la palabra y se presenta solo. “El narrador se convierte en el juguete de sus ficciones”. Desde el principio, Augusto nos despista con sus sueños y uno comienza a creer que al ser él un soñador y pasar la vida en sueño, el problema de Augusto es construir un mundo onírico y vivir en él, enamorarse de su Eugenia y no de la de carne y hueso, perder los pies del suelo. Pero al fijar la atención en ese punto, también nosotros, lectores, somos juguetes de las ficciones. Es tan real su Eugenia como es nuestro Augusto. Unamuno, bromista, juguetón y lector de don Quijote pide un lector cervantino: desocupado, caro y finísimo. No se trata de una novela, es una nivola. Sin argumento ya dicho, sólo el que vaya saliendo; el argumento se hace sólo. La nivola está escrita con sangre, pero con su propia sangre; tiene vida. La lenta y progresiva producción de las novelas realistas encierra a la novela en límites establecidos, proviene de una “gestación ovípara”; mientras que a la nivola le corresponde una “gestación vivípara”. La palabra es el ámbito común en que convergen personaje, lector y autor. Se
A los cien años de la publicación de Niebla crean los tres al mismo tiempo; todos mediante su acción. Cada uno existiendo al mismo tiempo. Existen para llevar a cabo lo que es propio para cada uno. Cada cual haciendo lo que le corresponde hacer y siendo porque el otro es lo que es. El ser del hombre está en el decir. Su acción propia es decir el mundo. Vive mientras hace lo que le es propio. La palabra es el lugar común en donde conviven los tres, ya mencionados; es donde cada uno hace lo propio. Los personajes de la nivola se van haciendo según obren y hablen (si consideramos que son algo diferente a la acción. No es distinto para autor y lector, ya que cada cual lo es por su hacer). Como lector, uno debe vivir la novela –si ésta lo permite– y vivir con los personajes de “ficción”. Éste, toma su lugar al realizar la lectura de la obra y vivirla. Sin autor ni personaje no hay obra; el lector sería lector de nada, o mejor dicho, no sería tal. El problema con el lector es que, aunque no se queda al margen de la novela, no es fundamental para que ésta sea. Por ejemplo: una novela no es más o menos novela por ser leída por muchos o nunca ser leída. El lector, la mayoría de las veces, no es más que un paseante de aquel mundo; pero pasear por ahí lo hace ser lo que es. El autor, igual que los otros dos, está determinado por su acción. Es quien escribe, narra y crea aquél mundo. Aunque no por ser el creador de este mundo, el escritor pone leyes a él (lo crea pero no le da vida); el mundo que crea es un todo ordenado y tiene su lógica interna propia. El personaje es la creación del escritor, mas él le dice qué escribir. Es por él que el escritor es lo que es. El escritor es un medio para mostrar la vida de aquel todo ordenado. La novela en la que el escritor es creado por el personaje, que es escrita sin argumento
ya dicho, que surge como la vida, puede ser considerada como una nivola. Don Miguel asume en Niebla su papel como creador, de tal manera que Augusto Pérez nunca deja de ser su creador. Y aunque Unamuno creó a don Augusto no por ello decide lo que éste hará; los personajes, aun de ficción, tienen su vida propia, pues están vivos. Un perro está vivo cuando hace lo que es propio de los perros. Un perro muerto no hace nada, no hace lo que es propio de los perros, simplemente es cadáver. Lo mismo pasa con los hombres cuando dejan de actuar, de hacer aquello que los hace propiamente humanos, ya no están vivos. Don Augusto Pérez actúa. No es la acción de don Miguel la que actúa mediante don Augusto, es Augusto quien decide qué hará. Augusto Pérez asume su hacer humano, se asume de carne y hueso, se asume vivo. Y nadie que lea Niebla podrá dudarlo, porque nuestro Augusto está vivo, y no como dice Unamuno que aquél no se encuentra ni vivo ni muerto. Aun creado por el autor personaje de ficción, nuestro Augusto está vivo, vivo, vivo. Nuestro Augusto Pérez se asume vivo y real. Es tan real y tan vivo como lo es nuestro don Miguel de Unamuno. ¿Qué es real y qué ficción? La Eugenia de Augusto es tan real como la de carne y hueso, mas no es la misma. Así nuestros dos amigos nivolescos son tan reales el uno como el otro. Ninguno es menos hombre que el otro, ambos hacen lo propio. ¿Quién crea a quién? ¿El autor a su personaje o éste al autor? La existencia del autor de la obra se encuentra comprometida por lo creado. Hay una intrínseca relación entre ser y hacer. Uno es lo que hace. Quien dice ser pintor y nunca ha pintado, no es tal.
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Unamuno creó su nivola, pero ésta lo creo a él respecto de su hacer. Sin lo creado don Miguel no es creador; sin creador no hay creación. Unamuno da vida a sus personajes al crearlos, pero ellos le dan vida como creador. En el terreno de la palabra, el creador en tanto autor y escritor da vida a los personajes de ficción al narrar su vida; los personajes en tano creación dan existencia al creador por su hacer; por ellos es autor y escritor. Ya que la existencia está comprometida con la acción, Unamuno da existencia a Augusto Pérez, pero Augusto da existencia a Unamuno. Ahora ya no es necesario preguntar ¿cuál de los dos es real? Hacerlo es dudar de la existencia de uno u otro. Y ambos se necesitan para ser. La pregunta por lo real parece exigirnos preguntar de nuevo: ¿quién es creación de quién? El siguiente diálogo puede desenmarañar la telaraña en la niebla – léase como un lector cervantino–: «–No se exalte así usted, señor de Unamuno –me replicó–, tenga calma. Usted ha manifestado dudas sobre mi existencia... –Dudas, no –le interrumpí–; certeza absoluta de que tú no existes fuera de mi producción novelesca. –Bueno, pues no se incomode tanto si yo a la vez dudo de la existencia de usted y no de la mía propia. Vamos a cuentas: ¿no ha sido usted el que no una, sino varias veces, ha dicho que don Quiote y Sancho son no ya tan reales, sino más reales que Cervantes?»
En Niebla no se deja de cuestionar sobre lo real y lo ficticio. Desde los primeros capítulos, y hasta los últimos, se nota y se hace evidente la reiteración de la pregunta sobre lo ficticio y lo real si se pone atención en la estructura interna de la obra. Todos los capítulos tienen su capítulo espejo, de tal modo que todo el libro se encuentra escrito en pares, incluido el prólogo. Problema para nosotros será responder a la pregunta ¿por qué son treinta y tres capítulos? Desde el principio de la obra se muestra el problema de la realidad y la ficción, así como la lucha por la supremacía de lo real. El prólogo de Víctor Goti se impone al de Unamuno. Víctor es tan amigo de Augusto como lo es de don Miguel – para quienes en este momento, con la novela leída, se pregunten si será el mismo Víctor que juega ajedrez, la respuesta es sí, sí es el mismo; pero en
16 A los cien años de la publicación de Niebla esta ocasión para pelear por la creación de lo nivolesco. La discusión con los personajes se da desde el principio. El primero que se presenta es Víctor, y lo hace sin la ayuda de Unamuno. Cuenta en el prólogo su relación con don Miguel, defiende la invención de la nivola como algo suyo y califica a su amigo Augusto de desgraciado. El consuelo para Víctor es que su amigo aunque dudó de su propia existencia terminó por suicidarse; el consuelo para Unamuno es que él decidió el destino de Augusto, no se suicidó. Y así avanza la nivola, entre la realidad de lo real y lo ficticio. El primer capítulo aparece cuando aparece Augusto en la puerta de su casa, casi inmediatamente aparece a escena Eugenia (la de carne y hueso), de quien se enamora simplemente de verla a los ojos. El siguiente capítulo comienza cuando entra Augusto por la puerta de su casa, y no sólo entra a su casa, va hasta su gabinete, entra lo más posible, donde se enamora de su Eugenia. Se enamora tanto de ésta hasta el punto que no ve a la de carne y hueso cuando cruza con ella en la calle. Y así sigue capítulo tras capítulo: como en aquél que Avito Carrascal llora y reza por la muerte de su hijo y al siguiente Víctor llora el inminente nacimiento de su hijo. ¿Cuál es la clave en todo este embrollo? Reiteradamente el conflicto es lo real y la ficción. Pero esto se nota hasta el final de la obra, cuando por fin se muestra como nivola. Augusto vista a don Miguel de Unamuno, para reclamarle por su existencia, aunque termina
siendo cuestionado sobre ella. Un capítulo pasan Augusto y don Miguel cuestionándose la existencia mutuamente, cuestionando quién es la creación de quién, quién es real y quién el personaje de ficción. Al final, en el penúltimo capítulo, muere don Augusto Pérez (sea por suicidio o porque así estaba escrito, porque Unamuno así lo escribió). Lo que sí puede afirmarse, es que Augusto Pérez tenía que morir, pues de no ser así, hubiera terminado matando a don Miguel. ¿Cómo es esto? Los personajes tienen su lógica interna propia y de no morir el personaje, el autor hubiera tenido que falsear al personaje muriendo él como creador creado. El capítulo sin par no es el último, sino el capítulo XXXI el que da pie a los dos capítulos finales. El orden queda establecido antes de terminar la nivola. Sólo por hacer mención de esto. Al final de la obra, en el último capítulo, Unamuno se arrepiente de haber matado a Augusto y decide resucitarlo. Éste se le aparece en sueños a don Miguel para recordarle que eso es imposible, aunque lo resucite no será a él a quien resucita, sino a otro él. De hecho ya no es Augusto el que se aparece en el sueño de Unamuno, sino otro él. Es otro con su propia lógica interna, es otro diferente a nuestro Augusto Pérez. Sólo Dios puede resucitar al mismo después de morir, tal como lo hizo con su hijo de 33 años después de cumplir lo escrito.»
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Regocijo del claustro Luis Octavio García Mondragón
Robarás una voz, rescatarás un eco; un arrepentimiento, no un deseo. Alfonso Reyes
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onocí a Ramón Xirau en un homenaje a Alfonso Reyes. Reconocí en Xirau a un hombre que gusta de la buena plática y disfruta el ejercicio de la inteligencia; y en ello entendí su admiración por Reyes. En los trabajos que Ramón Xirau ha dedicado a don Alfonso se puede reconocer una constante: la inteligencia es el modo humano de hacer una buena vida: una vida libre. Y dicha constante, me atrevería a decir, es la premisa fundamental de su obra. Sin embargo, no siempre es sencillo verla. Por un lado, la obra de Ramón Xirau parece tomar caminos divergentes, pero por otro, parece siempre circundar el mismo asunto, el mismo elusivo problema. Sabido es que su obra se distribuye entre la filosofía y la poesía, la crítica de ambas, la creación de entrambas y el entrecruce de una y otra. Además, son conocidos sus temas: la elusividad de la vida ante la temporalidad, la elusividad del fundamento divino ante los límites humanos, la elusividad de la palabra ante el mundo, las ideas y Dios… Elusivo, sí y mucho, pero siempre esforzado por hablar, por seguir hablando, y por que el habla inteligente se haga plena en el otro mediante
la inteligencia. O al menos, así puedo caracterizar el pensamiento de Ramón Xirau. Lo elusivo y lo silencioso viven una fuerte tensión al interior de la obra de Xirau, pero antes de perderse en la tensión o de diluirla en su superación, el poeta-filósofo catalán se sitúa en el centro y desde ahí, tendiendo puentes –como bien notó Octavio Paz–, va llevando la vida y nos va enseñando a vivir en el centro de esa tensión. Es cierto, nuestra vida se extiende en el tiempo hasta la angustia de la extinción, pero su extensión es tan pausada, tan pautada, que podemos ir viendo cada momento, podemos ir hablando de él, podemos superar la angustia en la palabra y por la palabra. Claro, Xirau lo sabe y sus lectores deberían saberlo: palabras son muchas y oídos pocos. El arte está en saber decirlas y el aprendizaje en saber escucharlas; el toque xiraudiano es tender el puente entre el aprendizaje y el arte, entre el decir y el escuchar, el toque xiraudiano es el que hace discípulos. Ramón Xirau escribe para sus discípulos sin ser sectario. Ramón Xirau habla desde su claustro sin ser un solitario o un desconfiado de la palabra. Las palabras de Ramón Xirau son las de un
A los noventa años de nacimiento de Ramón Xirau
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pescador de hombres que se dirige a sus hermanos en medio del templo. Templo III Cada hoja repite, infinita y puntual, las ojivas del claustro, arquitectos antiguos o soñados acaso andan de luz en luz por los vitrales (se acentúa el otoño, son más claros los [árboles y la luz es más pura cuando el pájaro -gorrión del paraísoasustadizo mira dos movimientos lentísimos del árbol). ¡Recogimiento eterno de la luz! Olas del mar distante en las ojivas
y el canto en los vitrales vivientes del [agua. En un primer momento, piensa Xirau, el mundo se presenta recurrente, repetitivo, casi igual; los hombres se presentan recurrentes, repetitivos, casi iguales; mas la multiplicidad aparentemente uniforme se manifiesta diversa, sutilmente diversa, creativamente diversa. La luz, la inteligencia manifiesta en el orden de las cosas, descubre la unidad de la multiplicidad, el orden de la apariencia desordenada, la diversidad de lo uno. En un segundo momento, pensando para sí, en diálogo consigo mismo, nace un espectador que contempla más atentamente el orden. Primero recono-
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ce la particularidad específica de cada cosa, su individualidad, su otoño. Después, se sabe comprendiendo, se sabe pensando el movimiento de sí mismo, se sabe una hoja más que por un momento detiene su caída –gorrión del paraíso– para verse, para saberse, para contemplarse siendo luz. Y ahí, viéndose, le asusta por primera vez el movimiento, pues comprende en ello su propia finitud. A contracorriente de la filosofía del siglo XX, a contracorriente de la crisis del siglo XX, a contracorriente de quienes han hecho del silencio su murmullo, Xirau nos conduce a un tercer momento, al momento que aprendió en Ifigenia Cruel, al momento que lo distingue de los otros poetas-filósofos que rondan sus temas: el recogimiento en la inteligencia. Ante la angustia por la propia finitud, la angustia por no saber qué hacer con uno mismo, Xirau busca más luz, busca comprender y hallar caminos para comprender. Y esos caminos los descubre
escuchando atentamente las cosas, siendo discípulo de la vida: los ecos que refrescan los cantos y las olas. Al final, la experiencia del saber se comparte a los hermanos, a los discípulos, para juntos aprender a andar por la vida. Ramón Xirau, asumiendo la crisis de su tiempo, ve en la inteligencia la más clara respuesta de la vida. Nada ganamos hablando sin sopesar el silencio, pero tampoco ganamos nada sobrepesando el silencio para perder la palabra. Lo inteligente, enseña Xirau a sus discípulos, es aprender a hablar y enseñar a escuchar: el regocijo del claustro. Cerezas Rojas las cerezas, rojo el claustro iluminado de vidas limpias. Claridad. ¿El sol, cántico de fuego? Rojas las cerezastodo luz, todo mar todo claustro.
A los ochenta años del nacimiento de Gabriel Zaid
El arte de enseñar a ver milagros Luis Octavio García Mondragón
Es verdad que anochece; pero el cielo enciende sus antorchas duraderas: premio y alivio para tu desvelo. Alfonso Reyes
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a soledad regocijada de quien se vive en la lectura es el corazón de la obra de Gabriel Zaid. Desde su inicial
La poesía, fundamento de la ciudad hasta su reciente Dinero para la cultura, la lectura es materia y forma de la vida. Lo mismo la política que la poesía, la economía como la moral, la vida diaria, la pasada y la futura, todo es tocado y trastocado por la lectura. Leer, vivir leyendo, aprender a leer leyendo, recrearnos en la lectura y leerlo todo para transfigurarlo en la creatividad, es el núcleo de la invitación, exhortación, demostración e impetración que encontramos en cada escrito zaidiano. Preciso y elegante a la vez, ingenioso y perspicaz a cada rato, práctico y poético siempre, el pensamiento de Gabriel Zaid sorprende por la originalidad de su sensatez. Ante un mundo dado a los excesos y las exageraciones, Zaid redescubre lo simple y lo pequeño, y de la más sencilla manera nos lo descubre como lo mejor. La zaidiana sensatez de la lectura va por el mundo descubriendo milagros. En la edición que planeó El Colegio Nacional, la obra de Gabriel Zaid se clasifica en cinco apartados: poesía, ensayos
sobre poesía, antologías poéticas, crítica del mundo cultural y crítica social. Su poesía, donde “cada poema es un instante total, único y autónomo” según dijo Octavio Paz, es una búsqueda constante de la mejor experiencia lectora –“leer sabrosamente” ha dicho el propio Zaid más de una vez– mediante la reelaboración, selección y ordenamiento de sus poemas. Búsqueda de la mejor lectura ante la inminencia del fin, la elusividad del mundo: la hora extraña del atardecer en que el lector lee su vida. Lo mismo en Teofanías que en Práctica mortal o Acata la hermosura, en los poemas zaidianos la palabra exhibe el instante milagroso en que la inteligencia ordena al mundo. La obra poética de Gabriel Zaid, siguiendo a Alfonso Reyes, da las horas con modestia. Contenidos en el segundo tomo, sus ensayos sobre poesía se distribuyen en libros verdaderamente clásicos como La poesía en la práctica, Leer poesía y Tres poetas católicos. El primero muestra el canon de lectura zaidiano: “hay que ver la poesía en la práctica”. Leemos poesía y hacemos poesía porque la poesía hace más habitable el mundo. Nuestro mundo es práctico porque es poético. En Leer poesía el canon se practica. Zaid nos
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enseña a leer embarcándonos, haciendo de la lectura conversación y de la conversación la vida: leer como acto público que nos va haciendo la vida. Hacerse la vida leyendo es hacerse más real en la lectura, y en ello, nos comparte Zaid, encontramos otra formas de vivir, de ser reales y de hacernos reales. En su Tres poetas católicos nos muestra una de esas formas soterradas, pero posibles, para nuestra vida: la modernidad católica. Enseñándonos a leer la tradición católica a través de Ramón López Velarde, Carlos Pellicer y Manuel Ponce, Gabriel Zaid reelabora la historia tradicional de la cultura católica y exhibe en la vida diaria los elementos que apuntan a la resurrección de la cultura católica, la fe y la vida espiritual. En el mismo esfuerzo, pero sin estar en su obra reunida, se encuentra esa excelente presentación de la colección Clásicos Cristianos de Editorial Jus: la cultura es conversación y la cultura religiosa es conversación sobre la fe. La fe es, en buena medida, el centro de la lectura, pues leer es atrapar el milagro de la claridad que renueva la vida, como lo muestra en El secreto de la fama. El buen lector es un converso de la inteligencia. Promover las buenas lecturas es promover la inteligencia y las buenas conversaciones inteligentes. Toda conversación, enseña más de una vez Zaid, es un ejercicio de crítica: analizar, seleccionar, ordenar, declarar prioridades y compartirlas; leer, en una palabra. Y como ejercicio de crítica y lectura es que se reconocen sus dos antologías: Ómnibus de poesía mexicana y Asamblea de poetas jóvenes de México. La primera es presentada como una antología de lector: recolección organizada por el gusto que se va conformando en la lectura. A diferencia de otras anto-
logías, el Ómnibus incluye, literalmente, toda forma poética, lo mismo poesía popular y anónima que de autor indígena, antiguo o moderno. Ahí, Zaid intenta enseñar al lector a reconocer en la tradición popular la poesía del día a día, y la encuentra en canciones, refranes, adivinanzas y anuncios de letrina. Asimismo, sorprende ver entre los autores reunidos en esta antología de los milagros, a Manuel José Othón junto a María Sabina, o al Brindis del bohemio junto a Muerte sin fin. Advierte Zaid que es una antología de gusto, temporal, una propuesta más para continuar las conversaciones. La temporalidad de las conversaciones es lo que lo llevó a conformar la Asamblea, ahora descatalogada. Zaid pretendió mostrar la vida latente de la poesía mexicana entre los autores jóvenes a inicios de los ochenta. Convocó en la Asamblea a las voces… al paso del tiempo algunas han dejado de sonar, o su sonido se ha vuelto monótono y no nos hace más habitable el mundo; unas más, que son más milagros señalados por Zaid, nos han ido enseñando a oír y ver el mundo: Alberto Blanco, Javier Sicilia, Aurelio Asiain. Queda pendiente el desarrollo y la actualización de esa ventana de la vida en la poesía del día a día para las siguientes dos generaciones de poetas. Una constante de la obra zaidiana es, precisamente, la que enumera los pendientes, la que nos permite entendernos de cara al futuro. Lo cual se nota con claridad en sus ensayos de crítica del mundo cultural. En Los demasiados libros se propuso, por primera vez, un cambio en las políticas editoriales del Estado. En sus primeras versiones, el libro planteaba el gran problema de la difusión de la lectura: la abundancia de publicaciones frente a la ineficiencia de la distri-
A los ochenta años del nacimiento de Gabriel Zaid bución. Pasados los años, actualizado el libro, Zaid ha venido a señalar cuáles son los obstáculos para la lectura frente al mercado global, el libro electrónico y Wikipedia. Cómo leer en bicicleta es un doble experimento. Por un lado, Zaid ensaya modos de hacer ensayos con una originalidad pocas veces vista entre los escritores de la lengua española. Por otro, Zaid nos reconviene a reconocer los problemas entre el poder político y el poder cultural en el ámbito del Estado moderno e ilustrado. La suma de las partes de tan inteligente libro revive, de un cierto modo, el arte de escribir sobre política: el buen escritor ha de escribir de buena manera cuando va a hablar de los vicios del tirano. Finalmente, en De los libros al poder se señalan los vicios de la cultura universitaria y las desventajas de empoderar a los intelectuales. Particularmente relevante es su última sección, pues ahí se muestran los mecanismos de la guerrilla universitaria y se abre un claro en el tupido bosque de las ideologías para, sensatamente, reconocer la ineficiencia de la actual ciencia política para explicar y resolvernos la vida. Dinero para la cultura expone los problemas de encargar al Estado el cuidado de la vida cultural: el exterminio de la cultura libre y el aplastamiento de las iniciativas que, a pesar de ser creativas, no coinciden con los lineamientos ideológicos o pragmatistas de los políticos. Libros de contramilagros, los de la crítica del mundo cultural nos permiten reconocernos en los efectos de la anquilosis del saber institucionalizado. Relacionados, pero no dependientes de los anteriores, los libros de crítica social ejercen la lectura de un modo novedoso. El progreso improductivo, La economía presidencial, Adiós al PRI y Empresarios oprimidos tienen un eje en común: la
crítica del gigantismo desde la convivencialidad. El progreso improductivo es una lectura del fracaso del mundo moderno: se ha llegado a creer que progresar es producir y que más se progresa si más se produce, pero no es progreso genuino aquel que nos arruina el mundo y lo vuelve inhabitable. En la misma línea, pero analizando el caso mexicano, el de la megalomanía presidencial y el Estado benefactor, en La economía presidencial se muestran los errores de la política económica de los últimos cuarenta años, ubicando el principal en la oferta inadecuada: no se puede eliminar la desigualdad, pero sí es posible reducir la pobreza. El descatalogado Adiós al PRI reconoce a la pirámide como base arquetípica de la organización política mexicana y fundamento del ogro filantrópico del Estado, al tiempo que sugiere vías civiles para sobrevivir al ogro. De importante lectura sigue siendo el libro, sobre todo tras la crisis de la transición democrática y el descrédito de los organismos y grupos civiles. En Empresarios oprimidos se reúnen pro-puestas prácticas para sobrevivir fuera de las pirámides, los huesos y las canonjías, sin por ello dejar de ser mexicano. Bajo la tutela de Iván Illich, Ernst Friedrich Schumacher y Vasco de Quiroga, Zaid muestra los modos en que el desarrollo económico no aplasta la base convivencial y en que la austeridad que no es pobreza permite las vías para ser feliz. A la vida feliz aspira el hombre y ese es el mayor de los milagros. Atento a miles de detalles, Gabriel Zaid reconoce que el mayor de los milagros no es una enormidad que todo lo invade, sino una multiplicidad ordenada que, cual poema, ha de ser leído y releído poco a poco, una
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El tiempo discreto y otra vez, día a día. En esta línea se encuentra el Zaid que cuida del lenguaje y ofrece cuidadas investigaciones sobre las palabras, sus usos y sus abusos; ensayos que no han sido recopilados. Un poco más allá encontramos al traductor inspirado que con Canciones de Vidyapati muestra a la poesía como el ecumenismo de los milagros. Y, finalmente, lo reúne todo en una pieza confesional en
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que lee el Quijote, la pieza magistral de la imaginación que hace la vida, de la poesía en la práctica, de la crítica y el humor, de la sensatez y los buenos sentimientos, del lector que se hace real leyendo y en su lectura hace más habitable el mundo. Gabriel Zaid encuentra en la lectura, y a sus lectores enseña a encontrarla, la alegría de la tierra desierta
Tertulia
El camino de la Fe tras el Concilio Vaticano II Maigoalida de la Luz Gómez Torres
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ivimos en tiempos turbulentos: en el mundo ocurren tantos cambios que cada día resulta más difícil estar al tanto de lo que va sucediendo; la humanidad se mueve a una velocidad imponente, sin que ello implique necesariamente orden o sentido. Los medios de comunicación y los transportes, que han prometido tantos beneficios para el hombre, parecen perderlo en medio de un constante ruido, que le impide escuchar y pensar calmadamente lo que hará con su vida. Pero el desorden que vemos no es responsabilidad del desarrollo tecnológico, pues no se trata de satanizar el uso de los medios que se emplean para hacer del paso por esta vida algo más llevadero. La técnica desarrollada hasta ahora también permite grandes beneficios, como los referentes a la protección de la vida y a la difusión de mensajes esperanzadores que procuran, de diversos modos, llevar al hombre no sólo a vivir, sino a vivir mejor.
El problema respecto a lo que ocurre con la vida actual tiene su origen en algo más primigenio: está en el hombre mismo, en su forma de verse y pensarse, y en todo lo que de ahí se desprende. Desde hace algunos siglos, la consideración de que el hombre es un ser egoísta que sólo vive en sociedad debido a que le es conveniente para su propia supervivencia, se enuncia con una falta de pudor escandalosa; pensadores de la talla de Hobbes no sienten vergüenza al señalar que el hombre es lobo del hombre. Y si bien esta frase con la que generalmente se resume el pensamiento del inglés debe ser explorada y analizada con detenimiento, la interpretación cotidiana de la misma ha llevado al ser humano a justificar las conductas más atroces. Pero Hobbes, o pensadores como Maquiavelli, quien por su parte afirma que el fin justifica los medios –otra frase sumamente utilizada para justificar lo que sea–, no son del todo responsables por las turbulencias con las que la humanidad
vive actualmente. Es muy cierto que sus doctrinas han encontrado almas en las que resuenan sus ecos, de manera pensada o irreflexiva, pero ellos no fueron los que crearon a esas almas que se dejan llevar por la dulzura de las palabras que les permiten justificarse cuando deciden que lo mejor es la inmediatez del individualismo. El hombre es un ser con libre albedrío y por ende capaz de salvarse o condenarse a causa de sus elecciones; además, es un ser que se mueve entre la necesidad material para mantenerse con vida, pues requiere de casa, comida y sustento para sobrevivir; y la posibilidad de llevar una vida espiritual, la cual tiene como fundamento el hecho de que no sólo de pan vive el hombre, y que será posible vivir en un reino que no es de este mundo, pero que por mucho será mejor. A su vez, en cuanto reconoce la necesidad de cultivar una vida enfocada al enriquecimiento del espíritu, el ser humano es capaz de elegir si lleva una vida en compañía de
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los otros o si prefiere el aislamiento propio de quienes deciden renunciar lo más posible a todo lo que se refiere al mundo de los hombres, es decir, a la sociedad. Cualquiera de estas últimas opciones, nos permite ver que aún hay hombres que deciden salvarse de la enajenación que trae consigo la lectura de la vida como un movimiento constante de materiales que pretenden mantenerse en movimiento, de ser posible de la manera más placentera. Es en medio de todos estos cambios y movimientos que el hombre se pierde, o bien entre los absurdos que se desprenden de dejarse llevar por los primeros impulsos del egoísmo y del deseo desenfrenado, o bien por la perplejidad que surge tras la preocupación por no ver con claridad cuál es la mejor manera para salvarse de dichos absurdos. Entre el torbellino de problemas políticos, económicos, bélicos, poblacionales y en especial éticos y morales, surgen muchas propuestas que pretenden guiar al hombre hacia terrenos seguros en los que podrá edificar una vida llena de paz. Sin embargo, muchas veces, al no estar claramente dibujada esa vida llena de paz, llega a ser Cfr. Juan XXIII, “Discurso de iniciación” en Documentos del Concilio Vaticano II, 14. 4
confundida con la tranquilidad que aparentemente tienen los hombres poderosos, o los menos, dependiendo el caso. Las ventiscas amenazan cada vez con más fuerza a la barca de los pescadores, y las luces de falsos o débiles faros confunden al piloto que ansía desesperadamente llegar a tierra firme para no perecer. Así, la tormenta obliga al piloto a detenerse a examinar concienzudamente cada solución que se le ofrece, con tal de encontrar la luz que efectivamente sea tal y que lo conduzca a donde pueda salvarse. Este fue el estado en el que la Iglesia Católica se encontraba cuando SS San Juan XXIII llegó a ocupar el solio de San Pedro, los hombres extraviados y la Iglesia, la encargada de mostrar la luz salvífica, privada del esplendor suficiente para ofrecer a los hombres la salvación que tanto anhelan. La prueba más clara de que ya no se tenía ese esplendor fue la necesidad que reconoció la propia Iglesia Católica de llevar a cabo un Concilio Ecuménico, en el cual se discutieran nuevamente los fundamentos de la Fe, no necesariamente para cambiarlos o trastocarlos, pues estos son permanentes en tanto que tienen su origen en la propia
vida de Cristo, y fundan el magisterio de la Iglesia, que dicho sea de paso ha visto cómo surgen y se apagan las luces de muchas teorías erróneas en distintos momentos de la historia. Más bien, la finalidad del Concilio fue la de aclarar lo más posible los fundamentos y afirmar el magisterio de la Iglesia, a fin de que éstos brillen como luz esperanzadora y junto con ellos la Iglesia Católica se reconozca, y sea reconocida, como madre amorosa para nosotros, hombres perdidos entre las olas de la modernidad y el nihilismo4. Tratar de exponer cada uno de los acuerdos a los que llegaron los asistentes al Concilio Vaticano II es algo de lo que ya se ha encargado la Iglesia Católica por sí misma, y no sólo mediante publicaciones en las que se pueden consultar los documentos completos que surgieran en aquel Concilio Ecuménico XXI, o la posterior explicación de aquellos aspectos doctrinales que no quedan del todo claros para quien no es versado en teología, que en buena medida somos todos. Además de las publicaciones, la Iglesia muestra el contenido de dicho Concilio en su actuar diario y en las trasformaciones que ha vivido
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desde que éste comenzara en 1962 bajo el pontificado de SS San Juan XXIII hasta ahora con la dirección del Papa Francisco I. La finalidad del presente texto es examinar tales trasformaciones a fin de ver cómo es que la Iglesia Católica responde a los problemas que aquejan al hombre contemporáneo, entre los cuales el mayor es el nihilismo en tanto que éste tiene como punto de partida la muerte de Dios y, junto con ella, la disolución de todo lo espiritual que pueda hallarse en la vida del hombre, disolución en la que también se difumina la libertad, que irónicamente predican tanto los apologetas del egoísmo, quienes no se percatan de la presencia de las cadenas que nos atan a este mundo, que es el mundo imperfecto de los hombres. Para ver estos cambios bastaría con señalar lo que la Iglesia hacía antes en cada rito y en cada trato con sus miembros y lo que hace ahora; pero una comparación histórica que se enfoque en señalar lo que era y ya no es, y lo que ahora ocurre debido a que se determinó que eso era mejor para la salvación del hombre, no nos dejará ver con la claridad debida el camino que traza la Fe de los creyentes Cfr. Concilio Vaticano II, Unitatis Redintegratio, 3. 5
en el mensaje de Cristo, el cual se presenta tras el Concilio Vaticano II como un manantial de agua fresca en medio de un creciente y desolador desierto que no se deja de extender. Teniendo presente la inconveniencia que conlleva un análisis histórico para ver de cerca las aguas claras de la fuente en la que bebe el rebaño de Cristo, lo mejor es examinar lo que implica la realización de un Concilio Ecuménico y los frutos que se presentan a nuestros ojos tras los cambios que se decretaron en el Concilio XXI de la Iglesia Católica. Para comenzar con tal examen conviene prestar algo de atención al discurso con el que San Juan XXIII inauguró el Concilio Ecuménico Vaticano II, porque en éste se aprecian varios aspectos que no deberían quedar de lado si es que pretendemos examinar cómo es que responde la Iglesia Católica al problema del nihilismo. Quizá entre los aspectos principales del discurso inaugural, el más sobresaliente es la afirmación de la necesidad de reunir en un mismo sitio a los pastores que se encargan del pueblo de Dios, sin importar si estos pertenecen a la Iglesia Occidental o a la Oriental –o a las diversas ramificaciones de las mismas–. Lo que
une a la Iglesia como católica es el bautismo de todos los cristianos, y si bien es cierto que estos se encuentran divididos por algunas discrepancias, en las que la Iglesia misma reconoce su participación5, al realizar un Concilio Ecuménico se pretende entender mejor los fundamentos de la vida cristina y conseguir con ello la unidad entre todos los bautizados. Ahora bien, esta búsqueda no supone en ningún momento que los padres de la Iglesia hayan tenido una comprensión errónea de la Fe en Cristo, y del modo de vida que mejor conviene al cristiano; afirmar tal cosa equivale a quitar a la Iglesia lo que hay de permanente en ella, de modo que ésta quedaría reducida a una institución mundana que necesita acomodar su discurso para quedar conforme con los cambios que va teniendo la vida del hombre, es decir, equivaldría a quitar de la Iglesia su aspecto más espiritual y santo para reducirla a la nada. La necesidad de conservar y regresar constantemente a las sagradas escrituras y a los santos padres, se aprecia a lo largo de todos los documentos que conforman el Concilio Vaticano II, pues las referencias a estos no se hacen esperar, y no es de
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extrañar que en cada uno de los documentos, que van explicando el modo de vida que debe llevar todo miembro de la Iglesia, se vea la presencia de los Santos que se han preocupado por explicar al mundo el misterio que es Cristo revelado. Las sagradas escrituras y lo que sobre ellas nos dicen los padres de la Iglesia son medulares, conforman una tradición y una herencia, la cual no debe ser cambiada por el plato de lentejas que representa los beneficios que, de manera inmediata, se obtienen al acomodarse a las modas propias del mundo. Sin embargo, aun cuando se cuenta con esta herencia, la Iglesia reconoce la necesidad de un Concilio que reanime la luz con la que ésta ha de guiar a los hombres hacia la vida que Cristo ha querido para ellos. Si nos atenemos a las raíces que tiene la Iglesia en la tradición formada por las escrituras y por los padres de la misma, resulta sumamente contradictorio que se haga un Concilio más, en especial cuando éste comienza por revisar las creencias más profundas de la Iglesia6. Pero la contradicción es sólo aparente, porque en cuanto se aprecian los retos actuales a 6 7
Cfr. Lumen Gentium, 1-17.
Si el lector desea ahondar en el aspecto paradójico de la Iglesia puede
los que debe enfrentarse el hombre se ve la necesidad del Concilio Vaticano II, y más urgente se presenta la renovación de la Iglesia, la cual ha de tener como punto de partida el recuerdo de los principios de la Fe Cristiana. Así pues, el Concilio Vaticano II no pretende reinterpretar la Fe de los cristianos, Cristo siempre ha sido Cabeza y guía de la Iglesia, y eso no cambiará nunca, por más modas que vengan a instalarse entre los hombres. De igual manera la Iglesia será el cuerpo, el rebaño, y el pueblo de Dios, por lo que ésta no cambiará en absoluto las más sagradas leyes que el creador le ha otorgado. Con un espíritu ansioso por renovarse y al mismo tiempo conservador y guardián de lo que es bueno, se inauguró y concluyó el Concilio Vaticano II, y se han venido implementando las reformas que la Iglesia necesitaba para esplender en medio de las tinieblas. Todo aquel que pretende examinar ese brillo ha de ejercitar la capacidad para notar la doble naturaleza de la Iglesia, la cual es Santa, Eterna y Unitaria, en tanto que Cristo, como su Cabeza, lo es; y al mismo tiempo está llena de pecadores, cambia
conforme a lo que exigen los tiempos y está dividida, en buena medida por diferencias respecto a lo que dice la propia profesión de Fe7. La trasformación de la Iglesia se puede resumir en un cambio respecto al modo en que ésta deberá administrar a los hombres la luz de la verdad, pues no es con severidad, sino con misericordia que las opiniones erradas sobre la salvación deberán ser combatidas y erradicadas de entre los hombres8. Este cambio se debe a que la propia Iglesia reconoce que cuando el hombre se halle equivocado y perdido necesitará más de la suavidad que trae consigo la comprensión y la misericordia, que de la severidad con la cual en otro tiempo se castigaba a las opiniones equivocadas, las cuales lejos de ser bien intencionadas, pero erradas, eran más bien deshonestas y pretendían conducir al hombre a su perdición. Los tiempos actuales están llenos de personas que con buena intención se forman una idea inexacta del plan que tiene Cristo para el hombre. Algunos afirman como camino para la salvación el aislamiento total del mundo. Otros señalan la inminente llegada del juicio final y
consultar Henri de Lubac, Paradoja y Misterio de la Iglesia, Salamanca, Sígueme, 2002.
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Cfr. Juan XXIII, “Discurso de iniciación” en Documentos del Concilio Vaticano II, 15.
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pretenden hacer de unos cuantos los elegidos de Dios para salvarse en ese momento, siendo que nadie conoce ni el día, ni la hora. Es considerando esa intención que se apela a la misericordia para sacar de su error a tales personas y no a la severidad con la que antaño se caracterizó a la Iglesia. Preferir la misericordia a la severidad no significa que la Iglesia tenga apertura como para tolerar los grandes errores con los que puede extraviarse el hombre, entre los cuales uno de los más frecuentes y más peligroso es el olvido sobre lo que es bueno y lo que es malo. La disolución de la diferencia entre lo bueno y lo malo reduce la elección del hombre a lo placentero y a lo doloroso, condenándolo a llevar una vida miserable en la tierra y a nunca alcanzar la felicidad que supone el Reino de los Cielos. Los límites respecto a lo bueno y lo malo sólo son visibles una vez que se tiene suficiente luz, es decir, una vez que se reconoce a Cristo como el Sol que ilumina a la Iglesia con su vida terrena, y que como guía del rebaño dejó dibujadas las huellas que la Iglesia debe seguir como peregrina. El reconocimiento de la luz verdadera se consigue mediante el recuerdo de las enseñanzas que dejó el Hijo de Dios hecho hombre. Sin
embargo, habrá que ver si con ese recuerdo basta para regresar a la Iglesia el brillo con el que debe conducir a los hombres a la salvación de su alma. Si atendemos sólo a lo que es eterno en la Iglesia fundada por Cristo, entonces un Concilio sirve como recordatorio de sus enseñanzas, pero si al tiempo que vemos lo que es eterno y santo en la Iglesia nos percatamos de lo que es perecedero, débil y por lo mismo sujeto al pecado, entonces notamos que recordar el plan divino que Dios trazó para el hombre es útil en tanto que ayuda a hacer de la Iglesia el cuerpo Santo de Cristo que ilumina con su actuar a los hombres en medio de las tinieblas de lo mundano. Los documentos del Concilio Vaticano II, en especial la constitución Lumen Gentium, pretenden hacer más accesibles para los fieles los principios de la Fe, a fin de que el mensaje del evangelio y su correcta interpretación llegue no sólo a los hombres que han nacido y crecido fuera del seno de la Iglesia, sino que también este mensaje llegue a quienes se dicen cristianos, pero no ven la senda marcada por Cristo y por ende son incapaces de seguir las huellas del maestro. Lo que los excluye de la Iglesia peregrinante y de la comunidad que ésta conforma en tanto que va
unida por el mundo es el cuerpo místico de Cristo. Hasta antes de la promulgación de constituciones como Lumen Gentium, la acción del feligrés en los asuntos eclesiales era mínima, éste se limitaba a la pasividad que se desprendía de la ignorancia respecto a lo que significa seguir las huellas de Cristo, esta pasividad dejaba en el clero el peso de la labor de la Iglesia, que no es fácil en tanto que debe apacentar al rebaño de Cristo y al mismo tiempo reinstaurar la justicia en el mundo. Considerando los retos de la vida actual, la labor evangélica es titánica y sólo mediante la unión del pueblo de Dios será posible llevarla a cabo, pero esta unión no necesariamente implica igualdad, pues el Papa y los Obispos siguen siendo los sucesores de San Pedro y los Apóstoles, y como tales son los que responden por lo que ocurre con el rebaño de Cristo. Los fieles, por su parte, siguen conformando a la grey amada, y su deber es poner sus talentos al servicio del pueblo de Dios, pero siempre dirigidos por los sucesores de los discípulos que estuvieron con Cristo durante su estancia en el mundo. Tras la realización del Concilio Vaticano II es posible ver a la Iglesia unida como un mismo pueblo. En cuanto tal, los
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jerarcas se han hecho conscientes de su labor en el ámbito espiritual y también en el material, se han hecho conscientes de que su deber es servir. Los obispos reconocen que su apostolado exige la búsqueda de la dignidad para aquellos que han sido despojados de ésta, y por ende la instauración de la justicia en medio del mundo. Los laicos saben que pueden y deben auxiliar a los obispos en la realización de aquellos planes que contribuyan a una mejor vida para la comunidad, en la que entran por igual los pobres, los enfermos, los débiles y los que gozan de cabal salud. Pero la Iglesia, como pueblo de Dios, no sólo se forma con los sucesores de San Pedro y los Apóstoles en unidad con los laicos, quienes pueden abrazar o no el sacramento del matrimonio, también tiene en su seno a quienes renuncian al mundo debido a que su vocación es la oración, la cual se lleva a cabo en medio de una comunidad más pequeña, o en la soledad de una celda, según lo establezca la orden religiosa a la que pertenezca quien renuncia a lo mundano. Estos miembros del cuerpo de Cristo no pertenecen a las jerarquías de la Iglesia, y tampoco pertenecen al mundo 9
Cfr. Lumen Gentium, 44
de los hombres, de modo que sus actos benefician a la Iglesia, que es el pueblo de Dios, de una manera especial y necesaria. Los religiosos toman votos de celibato, pobreza y obediencia9 para asemejarse lo más posible a Cristo, y al hacer esto se constituyen como ejemplo de vida para los hombres del mundo. Además, con su oración refuerzan el lazo que une a la Iglesia con Cristo, porque la necesidad de atender a las penurias mundanas de los hombres puede conducir al olvido de las necesidades espirituales o viceversa. La Iglesia en tanto que pueblo de Dios se conforma por una gran variedad de hombres, todos con talentos muy diferentes y todos con la misión de poner al servicio de la Iglesia esos mismos talentos. Los apostolados son muy diversos, de ahí que pueda aceptarse el auxilio de los laicos o de los religiosos en actividades que inicialmente sólo realizaban los obispos o los sacerdotes. Sin embargo, este auxilio no implica la sustitución de quien es responsable por la salvación de una parte del pueblo de Dios. Si nos fijamos con atención, la participación de todos los miembros de la Iglesia en el cumplimiento de su misión salvadora
ha traído a los laicos la posibilidad de acercarse más a la palabra de Dios. Las apropiadas traducciones de los textos sagrados y la participación de los hombres del mundo en la liturgia de la palabra une a la Iglesia: el conocimiento de los fundamentos de toda acción cristiana es accesible para todo el que quiera obtenerlo, ya sea mediante la lectura de los padres de la Iglesia o mediante la atenta escucha de la homilía que se encarga de traer la palabra de Dios a la vida de los hombres. La proximidad y el conocimiento de los fundamentos de la Fe unen a la Iglesia, pero aquella no justifica que cada quien haga la interpretación de los textos que más acomoda al individuo, o que justifique los actos más atroces contra la humanidad. Si bien los fieles con distintos apostolados tienen acceso a las enseñanzas de Cristo reflejadas en las escrituras, la interpretación de tales enseñanzas corresponde a los jerarcas de la Iglesia que han recibido la preparación adecuada para hacer tal interpretación. Es así, mediante la distinción que trae consigo el mantenimiento de una jerarquía, que la Iglesia forma y mantiene la unidad de la comunidad que se
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asume como el pueblo de Dios. En caso de hacer a un lado las diferencias que dan estabilidad a esa jerarquía, la unidad garantizada por una única interpretación de los fundamentos de la Fe se pierde en el torbellino de los gustos y pareceres de los hombres. La Iglesia, es el cuerpo místico de Cristo, y como tal no se conforma por una suma de partes que funcionan de distinta manera una de otra, sino que es una unidad a pesar de la diversidad. La unidad de la Iglesia se ve en la vida comunitaria de los cristianos que como parte de ella se saben responsables del esplendor de la misma, de tal manera que predican el evangelio mediante una vida que se enfoca en la búsqueda de los bienes espirituales y que ve en los bienes materiales los medios para que dicha búsqueda rinda frutos en la tierra. Regresando a los apologetas del individualismo, quienes ven a la comunidad como una ilusión y a la sociedad como el resultado
de tener que soportar la presencia del otro, es posible notar que la vida comunitaria efectivamente se diluye una vez que se pierde de vista la diferencia entre lo que es bueno y lo que es malo, pues en lugar de hablar de bueno y malo nos limitamos a señalar lo que es placentero y doloroso. Ni el placer ni el dolor son comu-nicables, de modo que el hombre que vive atendiendo sólo a lo que va sintiendo se condena por esta vía al aislamiento, lo que le niega la posibilidad de ser y recibir consuelo, es decir, se niega la entrada en el reino de los cielos, que es mejor que este mundo porque es bueno, y no sólo placentero y por ende efímero. Por su parte, la renovación de la Iglesia, en tanto que es una renovación de la Fe, fortalece los lazos de la comunidad, con los cuales el hombre se libera del abrumador peso que significa vivir atado a los cambios constantes de este mundo, los cuales dejan al hombre atado e inmóvil en tanto que siempre lo conducen a dar vueltas en círculo,
girando como las mulas de los molinos, y viendo como nuevo lo que ya había visto antes. La comunidad cristiana ofrece una constante renovación de la Fe: la presencia de los necesitados no cesará mientras vivamos en el mundo de los hombres. La posibilidad de dar lustre a las acciones por medio de las cuales la Iglesia ofrece la salvación se mantiene abierta en tanto que los hombres de hoy dejan su sitio a otros, quienes al igual que los hombres de hoy, tienen libre albedrío y por ende son capaces de salvarse accediendo al Reino de los Cielos que vino Cristo a inaugurar, o bien pueden condenarse a las miserias propias de la vida enfocada en el individuo. La labor de la Iglesia respecto a quienes apenas llegan a este valle de lágrimas, es brillar lo más posible a fin de que la borrasca que amenazaba a la barca de los pescadores no resulte tan tenebrosa esta vez.
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Fabulantario
La noche estrellada de Kurukshetra Alejandro Javier César Rivero
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evantó la vista y observó el cielo estrellado. Hacía mucho tiempo que no lo miraba, que no se tomaba el tiempo para levantar la vista y observar las estrellas. Eran incontables. Alguna vez, de niño, intentó contarlas todas, pero un defecto en la vista le impedía enfocarlas bien y siempre se le perdían, como si cambiaran de lugar, como si se le movieran, traviesas, ocasionándole mareos. Tal vez fuera por esto que pocas veces volteara al cielo en noches estrelladas; noches claras y estrelladas como esa, en la que se hallaba recostado sobre la hierba, mirando las estrellas. Una brisa suave le acariciaba el rostro. Podía sentir el palpitar de su corazón en su nariz y en sus orejas. Tenía los ojos hinchados, acuosos, como cuando no se ha dormido en un largo tiempo y le costaba trabajo respirar. Pero no podía quitar la mirada de las estrellas. Nunca las había visto tan claras, tan brillantes. Sobre todo una. Jamás se había molestado en aprenderse el nombre de las constelaciones, por lo que no sabía cuál era. Pero brillaba de un modo particular. Curiosamente, a pesar de su defecto, esa estrella se le mostraba con una claridad inaudita mientras las demás se difuminaban a su alrededor. Se difumi-
naban como la hierba sobre la que estaba recostado para luego volver a aparecer con toda su realidad, con toda su brillantez. Igual que los recuerdos. Intermitencias de recuerdos llegaban en oleadas y se desvanecían. Aparecían resplandecientes para luego apagarse, como latidos, como sus latidos, que sentía cada vez más punzantes en la nariz y las orejas. No recordaba cómo había llegado allí o más bien lo olvidaba a ratos. Sentía la brisa, miraba las estrellas –la estrella– y se preguntaba qué hacía ahí. Respiraba. “¡La guerra!”, apareció de pronto como un pensamiento ante sus ojos, que entrecerró fatigosamente. El firmamento fue de nuevo el campo de batalla y las estrellas centellearon como bombas a su alrededor. Se estremeció. Recordó de nuevo qué hacía allí y por qué no se movía. Las estrellas seguían cañoneando excepto una, la más brillante. Fijó su mirada en ella mientras pasaba el terror, mientras todo se difuminaba alrededor de esa cálida luz blanca. Otra vez lo había olvidado todo. La brisa se había vuelto una ráfaga de viento frío, pero la luz de la estrella parecía mantenerlo abrigado. ¿Qué hacía allí? No lograba recordar. Tan sólo se limitaba a observar el resplandor. “En otros tiempos”, se dijo a sí mismo,
“alguien miró la misma estrella que estoy mirando ahora.” Y le dieron unas ganas incontrolables de levantarse y seguir aquel hermoso resplandor. Pero no podía moverse. Le costaba trabajo respirar. Intentó respirar profundamente pero una tos seca se apoderó de él regresándolo violentamente a la realidad. La convulsión que sacudió su cuerpo le trajo de nuevo a la conciencia un terrible dolor en el estómago. La luz de la estrella se desvaneció por un momento mientras un collage de imágenes pasaba ante sus ojos como la mala edición de una película. Gritos, truenos, llamas, angustia y ¡a correr hasta no poder más! Hasta caer al suelo con un dolor terrible en el estómago, sin poderse mover. El recuerdo se empalmó con la realidad, con su cuerpo yaciendo ahí, inmóvil, con la respiración entrecortada, angustiosa. La luz de la estrella se tornó azul. Sus ojos se posaron en ella y una especie de tranquilidad lo envolvió. “¿A dónde conducirá esa luz?”, se preguntó mientras se imaginaba un vasto desierto, azulado por la luz de la estrella. Unas sombras parecían desfilar entre las dunas blanquecinas siguiendo una dirección precisa, siguiendo la luz. “¿A dónde irán aquellos seres?”, se dijo
Tertulia recordando los viejos cuentos de su infancia. El viento que le soplaba en el rostro se había vuelto gélido. Pero ya no lo sentía, como tampoco sentía el palpitar de su corazón en su nariz ni en sus orejas. Lo único que podía sentir era la tranquilidad azulada de la estrella que parecía envolverlo sólo a él; parecía quererle decir algo. Se imaginó a sí mismo en el desierto, peregrinando, buscando, siguiendo la luz. Escapando mientras una ráfaga de balas acribillaba despiadadamente a todo el que estaba a su alrededor. Gemidos, sangre, miedo y la súbita oscuridad. “¿Estarán todos muertos?”, se preguntaba en la penumbra, “¿habrán escapado?... ¿habré escapado?” Este último pensamiento lo llenó de terror dado que intuía la respuesta. Si tan sólo pudiera recordar. Un murmullo lejano lo distrajo de sus pensamientos mientras intentaba moverse. Era inútil. Las estrellas se habían difuminado por completo pero un halo azulado continuaba pintando el ambiente. Comenzaba a recordar. Tres hombres viajaban en el desierto siguiendo una luz. ¿Qué hacían ahí? ¿A dónde iban? No lo sabía. Pero sabía que era una luz similar a la que había estado viendo desde hacía rato, a la que había llamado su atención. “Están buscando algo,” se dijo finalmente. “Un bebé”. En ese instante la imagen
de su hijo recién nacido apareció frente a sus ojos. Comprendió. Todo lo había hecho por él. O eso había creído. La violencia, la destrucción, los asesinatos. Todo había sido para salvar a su hijo, pero, ¿de qué? Los tres hombres del desierto, ¿tendrían hijos? ¿Estarían buscándolos? No. Lo comprendía. Ellos eran los hijos de alguien, los buscaba. “No están buscando,” se dijo. “Están siendo llamados.” Como él. Por una voz azulada y luminosa que parecía querer decirle algo. La tranquilidad regresaba mientras cerraba los ojos intentando escuchar lo que le decía la estrella, con su luz azul. Pero no escuchaba nada. Tan sólo algo como un zumbido lejano que poco a poco se iba haciendo más fuerte. Y unas luces, como de fuegos artificiales, aparecieron a lo lejos. “Han de estar todos muertos,” se dijo. “Como los hombres del desierto”. Pero los hombres del desierto no habían muerto por las mismas razones. Ni habían matado, tal vez. Sintió una opresión en el pecho con este pensamiento. ¿A cuántos había quitado la vida? ¿Valió la pena? ¿Importaba todo eso realmente? Pero había estado siguiendo órdenes. Había cumplido con su deber. Los hombres del desierto, ¿cumplían órdenes? ¿Cuál era su deber? Seguían a la estrella, eso lo sabía. Llevaban algo. “Regalos,” se dijo mientras el dolor
del estómago volvía a punzarle repentinamente. Lo que parecían ser fuegos artificiales cesó y con ello el zumbido. Todo a su alrededor quedó en silencio. No podía escuchar ni su respiración. No sabía siquiera si todavía respiraba. Sólo tenía conciencia de la estrella y su luz azulada. “Síguela”, escuchó como si fuera un pensamiento. “Pero no llevo ningún regalo”, se reprochó. La imagen del desierto reapareció frente a sus ojos. Los tres hombres llegaban a un lugar que no reconocía; a un lugar que le era muy familiar pero que no reconocía. Estaban cumpliendo con su deber, como él había cumplido con el suyo. Ahora también él debía seguir la luz de la estrella. “Han llegado,” escuchó decir en pensamientos. En ese momento cerró los ojos, pero la luz continuó iluminándolo. Ya no sentía nada. El zumbido había dado paso a un murmullo que resonaba cada vez más fuerte prolongándose en un eco infinito. Algo así como la risa de un bebé invadió todo el espacio, arropándolo. Risa azulada, como de miel y mantequilla, de incienso y mirra, penetraba profundamente en su conciencia. Dentro no había más que luz y risa y tranquilidad. Afuera se encontraba el cuerpo moribundo de un soldado que recibía el tiro de gracia de las manos enemigas.
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Un, dos, tres por mí y todos mis amigos
Ateísmo de prepa Juan Carlos Garzón
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mí, como me parece que les ha sucedido y les sucede a muchos otros, me dio por volverme ateo en la adolescencia. Por supuesto que lo disfruté. Lo tiene todo: la ilusión de llevarle la contraria al mundo, de ser únicos, de ser apropiadamente transgresores y perversos y, sobre todo, de que de pronto ya no hay nadie vigilándonos. De que todos los criterios que antes sirvieran para distinguir entre lo bueno y lo malo de nuestras acciones hubieran perdido de repente toda su vigencia y aplicabilidad. De que ya no hay ninguna razón legítima para abstenernos de hacer las cosas que queremos hacer. Como tener la casa sola para el fin de semana, pero en vez de casa el mundo, y en vez de fin de semana el resto de la vida. Unos doce años después de haber pasado por todo esto, puedo decir un par de cosas al respecto. Y es que, si bien es cierto que en la adolescencia dar aquel salto se siente como haberlo entendido todo de repente, como haber unido los puntos y dado con una súbita lucidez que nos vuelve los únicos sensatos en un mundo repleto de estúpidos, la verdad es que el ateísmo de prepa nunca tiene fundamentos mucho más profun-
dos que un berrinche a gran escala. Es la versión metafísica de perforarse la nariz para hacer encabronar a los papás. Este berrinche, por supuesto, puede ser muy saludable. Puede ser nuestro primer gran experimento de pensar por nuestra cuenta. Nuestra primera gran emancipación a una edad en la que es muy improbable lograr emancipaciones más tangibles. Pero es ingenuo pensar que este salto pueda ser una conclusión –es ingenuo pensar que hemos resuelto la interrogante que más hondo le ha anidado al ser humano en la cabeza colectiva, a una edad en la que rara vez pensamos en otra cosa que en coger. Quiero decir que este súbito escepticismo debería de servirnos apenas como una plataforma provisional para considerar la cuestión con más distancia, y seguirle dando vueltas durante todos los años que nos quedan. De otro modo, corremos el riesgo de salir de un dogma para enfrascarnos en otro: salir del dogma católico o cristiano (o el de la religión que sea), para ir a parar al dogma ateo, al dogma del librepensamiento. Y no es exagerado llamarle dogma. Es visible de inmediato en la estrechez de perspectivas y en la innecesaria hostilidad con la que suelen defender su postura
intelectual los ‘ateos de prepa’ (y pueden seguir siendo ateos de prepa aunque tengan ya sesenta años; los he visto). Generalmente, con tanta intransigencia, intolerancia y fanatismo como los que acusan en sus rivales, los creyentes. O más. Tienen su repertorio de argumentos predilectos. No son, por cierto, ni muy variados ni muy imaginativos. Están, por ejemplo, los que creen demostrar la inexistencia de Dios apelando a los casos de pederastia, o de cualquier otra forma de corrupción o deshonestidad, en la Iglesia. Pero, si un sacerdote deshonesto es una demostración de la inexistencia de Dios, ¿no sería una demostración de su existencia un sacerdote honesto, que sin duda alguna hay? La respuesta en ambos casos es que no. El argumento, a final de cuentas, dice que Dios no puede existir porque hay quienes lo afirman insinceramente. Reducido al absurdo, esto implicaría que sostener un argumento falaz con sinceridad hace algo para validar el argumento. Y esto es claramente falso. También hay los que creen demostrar la inexistencia de Dios argumentando que la Biblia dice cosas “inverosímiles” – por ejemplo, en un arca de 150 m. de largo por 30 m. de ancho y 15 de alto no
Tertulia caben dos miembros de cada especie. Más allá de sugerir la posibilidad de una lectura simbólica o metafórica de los textos bíblicos, quizá baste con señalar que la Biblia nunca ha pretendido ser ni un argumento ni una demostración a favor de la existencia de Dios –ambos son, por cierto, conceptos científicos que sólo pueden ser aplicados aquí pasando por alto consideraciones históricas bastante elementales. Pero sobre todo, el problema de la existencia o inexistencia de Dios precede y trasciende a la escritura de la Biblia. La ‘inverosimilitud’ de la Biblia (sea lo que sea que esto signifique) no concluye nada sobre el problema elemental, más de lo que un tratado erróneo sobre anatomía humana sería un argumento contra la existencia del cuerpo. La existencia de Dios no depende de la corrección científica de la Biblia, ni de la incorrección científica de ésta puede concluirse la mentada inexistencia. En breve: no hay creencia porque la Biblia sea convincente o verosímil –hay Biblia porque se cree.10 Lo anterior me conduce al argumento más complejo –mejor dicho, el más confuso. El argumento de la ciencia. La idea, ampliamente difundida y escasamente fundamentada, de que la ciencia ya demostró que Dios no existe. En la Crítica de la razón pura, Kant argumenta que hay 10
una contradicción de términos implícita en la sola idea de que cualquier forma de ciencia empírica demuestre la existencia o la inexistencia de Dios. El problema está, según Kant, fuera de la jurisdicción de la ciencia. Para decirlo en breve (que no es, por cierto, la especialidad de Kant): la ciencia lidia con los fenómenos sensibles, y la existencia (o inexistencia) de Dios es precisamente lo no sensible, lo no fenoménico. Si hubiera una demostración empírica de la existencia de Dios, se seguiría necesariamente que lo demostrado no puede ser Dios. Ahora bien, demostrar la inexistencia de algo implica un problema mucho más complejo: demostrar que algo sí existe o que algo sí sucedió (lo que sea), puede hacerse dando como evidencia alguna variedad de vestigio de lo que se quiere demostrar. La huella puede demostrar el paso. ¿Cómo se demuestra, entonces, que algo no existe o que no sucedió? Puede demostrarse, cuando mucho, que no hemos encontrado razones para pensar que exista o que haya sucedido, o que no las hemos reconocido. Nada más. Pero supongamos, for the sake of the argument, que en efecto pudiera hacerse: imaginemos que la ciencia en realidad hubiera demostrado la inexistencia de Dios. Pues bien, esta clase de ateísmo sería sostenible por los científicos, es decir, por ese grupo
reducidísimo de personas que conoce y que comprende las demostraciones de la ciencia y sus condiciones de posibilidad. La inmensa, inmensa mayoría de nosotros no pertenece a este grupo. Darle una ojeada al artículo de Wikipedia acerca de la entropía o del bosón de Higgs dista mucho de ser un físico cuántico. Y lo cierto es que la mayoría de los ‘ateos de prepa’ defienden la autosuficiencia y primacía de la ciencia sin siquiera molestarse en darle dicha ojeada a Wikipedia. Aceptamos fácilmente que la ciencia es capaz de alguna suerte de verdad, pero la mayoría de nosotros ignoramos por completo o casi las condiciones de esa verdad, sus polémicas, los pormenores de sus experimentos y demostraciones, las teorías rivales, los paradigmas, los argumentos. En realidad no entendemos nada. Le creemos. Le tenemos fe. Parafraseo el ejemplo con el que un maestro me bajó alguna vez de mis nubes. Veríamos con altiva condescendencia a algún, digamos, ‘indígena’ que todavía creyera que el sol gira en torno a la tierra. Pero la mayoría de nosotros nos quedaríamos absolutamente perplejos si el indígena nos pidiera la demostración de que no es así. Sabemos, a lo mucho, que esa demostración ya la hizo alguien, en alguna parte, en algún momento, pero la mayoría de nosotros la ignoramos.
Así, la teoría evolucionista no demuestra que Dios no haya creado la vida, ni la teoría del Big Bang demuestra que Dios no haya creado el universo: demuestran, en todo caso, que Dios (en el caso de que exista) habría creado la vida y el universo de maneras distintas de las que narra la Biblia. La cuestión de su existencia o inexistencia queda intacta.
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Un, dos, tres por mí y todos mis amigos Nos sentimos satisfechos pensando que la ciencia ya la hizo, y le creemos. Como si bastara el tenerla ahí sentada, como un patrimonio de la humanidad. El indígena se extrañaría –y con razón– de que creyéramos con tanta facili-
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dad en una teoría que contradice el testimonio más elemental de nuestros sentidos, y encima, que defendiéramos esto como una postura científica. Creerle a la ciencia y sentirnos científicos no es más justo que ponernos una
playera de la selección y sentirnos ganadores. Pronunciarnos a favor del equipo de la ciencia no nos quita lo ignorantes. Asumamos, pues, que lo somos. Es lo único digno.
Tertulia
Desesperando de bárbaros Alberto Cortés Navarrete Me entristece observar tanta violencia en todos lados, percibir tanto odio en la calle y mirar a tantísimos desconocidos con un miedo justificado por sus intenciones. Como cuando éramos más jóvenes las cosas no eran así, sabemos que han empeorado; pero esta idea la tenemos más aún por cómo hablan de ello los ancianos, recordando que las calles de la Ciudad de México por la noche eran mayormente transitables y a los peseros (cuando cobraban efectivamente un peso) se podía subir con alhajas sin problemas. Eso sí no me tocó. Aún con sus anécdotas y con toda mi confianza en la bondad de su memoria, creo que nuestro país siempre ha sido bastante problemático. Jamás hemos disfrutado de los lujos de Suecia dando de baja prisiones por falta de reos o de Alemania ofreciendo becas a estudiantes que no las habían pedido; nunca se ha respirado en estas tierras la calma de aquellos lugares europeos en los que se presume tanto que todo es mejor. En realidad, no estoy muy seguro de que esos lugares sean mejores por demasiado; pero de cualquier modo sé que
aquí en el país se respira un aire que pocos están dispuestos a soportar, y menos por mucho tiempo. La cantidad de problemas a los que se enfrenta el país ha de ser tan inmensa que no me imagino que una sola persona pueda en un día conocerlos todos, ni que una sola junta alcance para ponerlos al día siquiera antes de empezar a pensar en cómo pueden abordarse. Para empezar, somos muchísimos. Qué difícil organizar a la gente que vive en un mismo lugar si es tanta que no se pueda comunicar entre sí. Somos tantos millones que es sencillamente ridículo que siquiera nos enteremos a grandes rasgos de qué es lo que pasa en cada estado del país. Si una noticia no es demasiado llamativa o conveniente para la prensa, le sucede como se cuenta de Babilonia que, siendo tan enorme, su conquista llegó a los oídos de muchos conquistados hasta tres días después. Y eso que tenemos comunicación satelital y todos los lujos de la información cibernética. El problema de que seamos tantos es que como en cualquier lugar que sea susceptible
de ser gobernado se necesita establecer una relación entre el que manda y el que es mandado, con nosotros ésta es de cientos de oídas y mensajeros que han pasado por otros y otros y otros, antes de llegar a nosotros. Aparte del problema de que no es posible que compartamos intereses o convicciones sobre el rumbo de nuestra sociedad. Nuestra relación con el gobierno, por lo menos de la grandísima mayoría, es más o menos la misma que tenemos con la gente de la farándula: los miramos de lejos, en la tele, y nos enteramos de lo que hacen sin que ellos sepan jamás que nosotros existimos. Suponemos que ellos saben que estamos aquí más como estadística (si no, ¿cómo?), pero no hay ni la mínima esperanza de que nuestros gobernantes nos conozcan. Sería inhumano pedirles tal cosa. Por supuesto, inmediatamente surge un conflicto por los intereses que cada quien tiene, y por lo que más nos gustaría que sucediera con nuestras leyes: no hay modo de hacernos escuchar por un gobierno que sólo tiene acceso a nosotros a través de repre-
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sentantes y voceros que son tan reales para nosotros como lo son los electrones. O sea, en realidad entre nosotros y nuestro gobierno la comunicación está tan mediada que se experimenta como una ficción y una obediencia a distancia. Esto no puede cambiar ni con todos los esfuerzos bienintencionados de un imaginariamente bienintencionado gobierno, porque no hay modo humano que haga posible la comunicación directa de tanta gente, y menos al respecto de problemas a los que hay que darles soluciones prácticas en el momento, no después de diez años que uno haya pasado formado en la fila para ser atendido en persona por el presidente. El segundo problema es que estamos muy malacostumbrados por la idea de que la función del gobierno, lejos de ordenarnos qué hacer, es resolver nuestros problemas (de hecho en mi ejemplo de la larga fila se nota esta confusión). Obviamente esto se combina con el hecho de que seamos tantísimos, pero ambas cosas son ligeramente diferentes. La desventaja de la noción es que no hay recursos suficientes que nos harían a todos vivir sin ninguna falta, no hay modo de que todos tengamos cada una de las cosas que creemos que es justo
que tengamos, y de eso, no siempre tienen culpa los gobernantes o las leyes del país. Mientras más nos sentimos injuriados por la falta de atenciones, menos queremos hacer lo que nos corresponde, o incluso aquello que aunque no nos corresponde, seríamos capaces de hacer para resolver nosotros mismos nuestros problemas. Tenemos mucha gente muy trabajadora en todas partes, pero lejísimos de la suficiente. Son muchos los perezosos y los parásitos que prefieren que por poco les den mucho, porque sienten que eso mucho se los han “prometido”, y se los deben. Y luego tenemos el tercer problema, que también está combinado con los dos anteriores, de que casi ninguno de nuestros ciudadanos tiene ni la más remota idea de cómo gobernaría este país y, por lo mismo, no sólo deja que los “políticos” lo hagan conforme a sus propios designios de iniciados que son incomprensibles para los demás, sino que no tiene esperanza de aportar nunca nada que lo involucraría en tal magistratura. Es decir, muchos de los que nos llamamos ciudadanos y tenemos permiso de “votar” por nuestros “representantes” no tenemos ninguna posibilidad de que se nos tome en cuenta sobre el
modo en el que se nos gobierna o sobre lo que opinemos de la justicia o injusticia de las leyes. La consecuencia es que muchísimos dependemos de un obviamente corrupto sistema que es parte burocrático–administrativo y parte lucrativo–nepotista, y del que nos quejamos constantemente. No podemos hacer nada más que observar la vida cotidiana y hacer suposiciones sobre cuál es la relación entre tal modo de gobierno y las cosas que nos pasan, y nunca estamos bien a bien seguros de en qué consiste esa relación. Todas estas cosas, y seguramente muchas otras, forman este retrato del desordenado país en el que vivimos. Ahora bien, la palabra ‘civilización’ suena como a la vida de la ciudad bien organizada, como al conjunto de los que son decentes y prudentes en el modo en que se conducen en sus vidas con los demás. Supongo que es de ahí que suela decirse exageradamente que alguien es incivilizado cuando sus modos son crudos y no se adaptan a la vida en una sociedad citadina. Ahora, yo creo que esta caricatura es sugerente pero no precisa, pues no diría que los campesinos son incivilizados (por lo menos no lo diría por el hecho de que sean campesinos), así que supongo que la civilidad no es solamente la idea de ciudad
Tertulia
que nos formamos de chiquitos como conjunto de edificios con calles pavimentadas y aire espesado por el gas nocivo. Más bien, creo que convendría referirlo a algo como el grupo de gente, una población, que vive junta organizada de acuerdo a sus órdenes, reglas, leyes o costumbres y que comparte una perspectiva sobre la finalidad de su asociación. Todo esto de la civilización viene a cuento porque nuestra nación tiene mucho la pinta de lo que de niños entendíamos por país (tierra limitada en un mapa que se compra en la papelería), y nuestras ciudades tienen la misma cándida perspectiva que teníamos de ciudad. Somos tantos que no hay modo de compartir costumbres, tradiciones, acento, creencias o expectativas de la vida; somos tan dependientes de lo que nos den los gobernantes que casi todo lo que se produce con arduo trabajo se queda en otro lado y rara vez regresa al que trabaja en alguna calidad remotamente justa; y somos tan insignificantes para los políticos que no hay discurso, argumento o razonamiento que cambie en nada lo que creemos que está mal, por más esforzados que seamos en la corrección de nuestra oratoria. Y todo eso, y muchas otras cosas por el estilo, son las carac-
terísticas de una población que no puede ponerse de acuerdo sobre qué orden conviene, sobre qué regla es justa, sobre qué ley debe permanecer o abolirse, o qué costumbres son convenientes para formar a la juventud. No estamos ni cerca de ser paradigma de civilización. También, por obvias razones, tenemos nociones de estos problemas y ningún discurso como éste nos es ajeno; sin embargo, estamos tan indignados por el modo en el que vivimos, que leemos en ellos siempre los ánimos de cambiarlo todo, como si creyéramos que el médico que diagnostica la diabetes está diciendo al mismo tiempo cómo acabar con ella. “Nuestro país no vive civilizadamente”, eso es una cosa; “¡tenemos que luchar para lograr el cambio verdadero!”, ésa es otra muy diferente y no la estoy diciendo. De hecho, me gustaría decir lo contrario: preferiría que dejáramos de luchar. La violencia que se ha venido incrementando es destructiva para todos los niveles de la vida política, acaba con las razones y promueve el dominio del que tenga más fuerza en los brazos (o más balas en su pistola, o más dinero para contratarse un guarro) sobre cualquier otro. La vida civilizada no es para el que piensa que el
mundo humano funciona por el gobierno temible del que podría destruir a los demás pero decide en cambio utilizarlos. Incluso si se admitiera que no hay otro modo de vivir, no se está diciendo que ésa sea la verdadera civilización, se está diciendo que la verdad es que la civilización es imposible. Pasa igual con la política. De un modo o de otro, la buena política implicaría que los que viven juntos se gobernaran, ya fuera por elecciones periódicas, o por familias o qué sé yo; pero no sería el dominio de los que gobiernan sobre los otros que no tienen ningún decir. Eso no es política. Por eso digo que pasa lo mismo, porque decir que nunca se podrá vivir de un modo así de ordenado no es decir que la política en realidad sólo es posible como una vil hegemonía, sino más bien sería decir que la política en realidad no es posible. Pienso que es mucho más bárbaro el pueblo que se rige por estos concursos armados que el que está dispuesto a dejar de pelear. Muchos estarían de acuerdo conmigo aunque me dijeran que no se puede que dejen atrás la violencia los verdaderamente poderosos (o sea, los que pueden influir en el gobierno) que están muy cerca de acrecentar su poder, y que sienten que sus enemigos pue-
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den desaparecer después de uno, o dos, o doscientos ochenta y nueve movimientos bien pensados. Estas luchas no nos han dejado ni un momento desde hace quién sabe cuántos años. Ahora es muy visible y muy cruento, pero eso no quiere decir que hace treinta o cuarenta años no hubiera terribles atropellos morales ocultos por quienes sabían ocultarlos. Sin embargo, tampoco quiere decir que lo mejor que podamos hacer es revelarnos contra la tiranía y tomar rifles para ir a forzar su abdicación. De un modo o de otro, tal exhibición vulgar de poder es también una entrada a la competencia que silencia toda buena (o mala) razón. Vaya, ¿para qué responder a la injusticia con más injusticia? ¿Es de verdad aceptable quebrar las leyes que se puedan quebrar con la astucia de eva-
dir el castigo bajo el asilo del discurso de “pues de todos modos nadie respeta las leyes”? ¿No es eso actuar como niños chiquitos? ¿No nos da vergüenza? No es una cosa tan simple: la indignación es muchísima, lo sé. La frustración por ser subyugados por un inmenso poder del que no tenemos ni el más mínimo control, aun cuando se nos anuncia constantemente nuestra importante participación, es muy difícil de acallar. El constante combate contra los que quieren aprovecharse de uno es cansadísimo. La simple necesidad de tener lo indispensable es imposible de ignorar. Todo esto lo sé. No estoy diciendo que estas cosas sean nimias o que haya que hacerlas a un lado, porque sería incluso insultante tratar algo tan sensible con tan poco tacto. Lo que sí digo es que el odio es demasiado grande ya. No tengo idea
de si hay un modo de cambiar, no sé si haya algún buen camino que resuelva el problema (después de todo dudo mucho que nuestra situación sea como el acertijo matemático que sólo espera la llegada de la brillante mente que pueda darle solución); pero sí sé que me gustaría mucho más vivir sin la constante ira que sienten todos contra todos, desconocidos o conocidos, sin el desmedido desdén por los asuntos de los demás, sin la desbordante envidia contra cualquiera que tiene siquiera un poco de buena fortuna, sin la tensión de las calles plagadas de insultos, sin la absoluta cerrazón en todas las circunstancias al perdón. Tal vez vivamos muy lejos de la civilización; pero creo que es preferible, aun así y sin mucho que hacer, tratar de comportarnos civilizadamente.
Tertulia
Los Chun Kunes del metro Toreo Callejero Callejas
Nuestras ideas confusas sobre la gastronomía china-tailandesa se remiten a la prolongada difusión de la comida china, comercializada y popularizada por el asentamiento de numerosas fondas o “cafés de chinos” que generaciones de inmigrantes han instaurado desde la segunda mitad del siglo XX. Uno de los platillos más paradigmáticos de estos lugares es el Chun Kun, mejor conocido como el Rollo Primavera, que es un rollo frito de masa de trigo, relleno de col y zanahoria picada y aderezado con una salsa agridulce (comúnmente conocida como salsa thai); en algunas ocasiones, la fritura puede ser variable, pues también suele estar hecha a base de harina de arroz, en tanto que su relleno a veces puede contener carne. En todo buffet chino, el Rollo Primavera aparece como una de las opciones viables para acompañar al arroz con verduras y tallarines y, pese a que su aspecto llamativo genera ciertas dudas en una primera impresión, pues no se sabe con exactitud lo que es y cuáles son los ingredientes que lo componen, el Rollo Primavera se consume con frecuencia y perera una salsa valentina y, más importante aún, la pareja, lejos de permanecer callada, constante-
dura en los cafés de chinos. Otras frituras chinas como el wantón (muy consumido en las chifas peruanas) no corrieron, en México, con la misma suerte, pues prácticamente es imposible encontrar este plato en alguno de estos establecimientos. Aunado a lo anterior, no es gratuito el hecho de que la presencia de estos lugares haya prevalecido en los últimos años. Según datos del Instituto Nacional de Migración (INM), en 2010 el número de inmigrantes chinos en México aumentó seis veces con respecto al año 2000. Incluso, estos comerciantes y hacedores de comida han comenzado a inmiscuirse en dinámicas y sectores en los que anteriormente no se encontraban, como, por ejemplo, en el ambulantaje. En el metro Toreo, desde hace aproximadamente casi un año, se puede encontrar en los andenes del lado sur a una pareja de chinos que venden rollos primavera a cinco pesos. El precio incluye la bolsita de plástico “para llevar” y suficiente salsa thai para aderezar las frituras. Sin embargo, en los andenes del metro Toreo la competencia es fuerte, pues el producmente gritaba: “¡balato lollos plimavela cinco pesooos!”. Al observar este hecho y escuchar esta expresión, pensé, básica-
to de los chinos compite con los chocolates Nikolo, las papas fritas de sal, adobadas y de queso, las tortas, los cacahuates japoneses y las galletas con malvavisco; aunado al hecho de que, pese a que los buffet chinos son baratos y múltiples, resulta extraño para un viajero del metro detenerse a comer un rollo antes de seguir con su camino. Quizá pese a esta circunstancia, la pareja china de rollos primavera permaneció, al menos en el primer mes, con poca afluencia de clientes. Ninguno de los dos hablaba y a un costado de la caja que contenía los rollos sólo se hallaba una cartulina con una inscripción con la leyenda “rollos primavera x 5 pesos”. Así, a pesar de que la venta era escasa, los chinos observaban constantemente a los otros vendedores. Días después, esta misma pareja de chinos comenzó a tener un incremento notorio en la venta de sus rollos, los cuales tenían el mismo precio, el mismo sabor y la misma presentación. Sin embargo, a diferencia de los días anteriores, hubo dos aspectos innovadores: introdujeron una salsa picante, que, en principio, mente, tres cosas: 1. Estos weyes son mis héroes, 2. Resulta interesante ver cómo, aunado a su extenuante disciplina para el trabajo,
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Ritos callejeros los comerciantes chinos, al llegar a un lugar desconocido, observan claramente cada uno de los mecanismos y los movimientos que se efectúan en el entorno en el que se hallan y subsisten a raíz de la identificación y asimilación de patrones culturales y 3. Pese a estas acciones miméticas, el inmigrante chino posee una concepción del comercio muy distinta a la del mexicano, pues para este
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último el comercio es una actividad meramente changarrera, que se reduce a la mera subsistencia, en tanto que para el primero, resulta ser una actividad que implica producción y crecimiento económico. En pocas palabras, es factible pensar que en unos años, esta pareja de chinos abra un buffet de comida dentro de un local, mientras el vendedor de chocolates Nikolo probablemente
seguirá vendiendo chocolates Nikolo. Como un punto a favor de esta especulación valga el hecho de que, hoy en día, uno puede encontrar a un compañero chino de esta pareja, quien también vende rollos primavera, pero en los andenes del lado norte del metro Toreo; ambos, ya han introducido también la venta de ji qiú o bolas de pollo frito con rebozado crujiente.
Horóscopos
Catalejo por
Joanna Auldridge
Aries Vuestra Sexta Casa sin visita está aconseja que evitéis próximo viaje, so pena de perder el equipaje, y que vuestros riñones cuidéis. Escuchad bien a vuestros semejantes ahorraos todo lo que no os inquieran pues con hombres de poder os vieran y más vale cuidaros de tunantes. Venus llega y le vos imponéis mesura la diosa quiere quedarse para siempre vos solo un beso y que acabe la ternura. Los astros depararon que este año intentarías cambiar el mundo. ¿Será que los otros son tu rebaño?
Tauro Para el esmerado, ya llega el oro, la fortuna colmará vuestras arcas; alejad a las ratas y las parcas, lo ganado es todo solo del toro. Sensualidad os tienta en carne propia y al calor de bella forma humana el toro gracia y atractivo emana. Todo crea, todo es nuevo, nada copia
Géminis En amor, los astros os recomiendan templaros, nada ahora selléis que mucho queréis pero muy poco veis y los surcos hondos, jamás se enmiendan. Para el oro, habréis de tener calma serena y pacífica faz mostraréis como buen amigo conviene que estéis y que mantengáis tranquila vuestra alma. Puesto que el buen hado os favorecerá no desperdiciaréis vuestras energías con lo que ahora soñáis, pronto será. Celebridad tendrá vuestra persona, no os fatiguéis en los festines vacuos Lo que parece es serio, sólo es una broma
Júpiter os ha lanzado a gran altura. Continuad y no detengáis el vuelo que parar solo por miedo es locura. A la amistad os convocan los astros Con los cercanos y con los distantes ¿Y a quién tiene el toro por hermanos?
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Catalejo
Cáncer Vuestro linaje nunca os abandona es el firme apoyo de vuestra hacienda y vuestra destreza ya os recomienda en familia dejar lo que ella abona. El Pegaso, la loca imaginación os asalta antes de que acabe el año. Atreveros a usarla, no habrá daño vuestro triunfo os aguarda tras la invención. En el cuerpo pararán los dolores por fin paz halláis en aqueste templo habéis equilibrado los humores.
Leo
Vuestro honor será ya reconocido una gran recompensa recibiréis y por el que aún no, será conocido.
Vuestros planetas se hayan dispersos del mismo modo vuestras facultades ya os había ocurrido en varias edades; encontraréis el norte en estos versos.
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Acercaos bien pronto a vuestro hogar que el león regrese a su territorio, esta vez ya se ha hecho perentorio que nada lejos de ahí podrás lograr. Tened cuidado de los espejismos no es real la alegría que os embarga, abjurad de banales optimismos. Mas, alegraos, muchas puertas se abren, nuevas costumbres abrazaréis Y en amor y dinero… ya lo veréis.
Virgo Ahora, por doquier, todo os interesa nada dejaréis en la estantería poco a poco os colmaréis de energía y al que madruga… como el refrán reza. Mas debéis guardaos de la dispersión pues múltiples llamados escucharéis, no quiere esto decir que no te esforcéis solamente que has de poner atención Para sentir libertad en el alma buscaréis en los bosques retozar ahí, encontraréis bien pronto la calma. Cierto es, paz, tranquilidad sentiréis un gentil remanso que os invadirá feliz, contento, el año acabaréis.
Horóscopos
Libra Los astros se enfilan en vuestra carta apuntan todos hacia el oriente reparto que os hace independiente alejar no dudéis a quien os harta. En vuestro interior debéis replegaros y hallaréis ahí las joyas de verdad en vuestro pecho está la felicidad reflexión espera para premiaros. En amor gentil cómplice buscaréis que íntimo os acompañe de lejos y le obtendréis cuando ya solo estéis Seguid, os aconsejo, vuestra intuición que nunca os ha dado mal un consejo y no os fallará en aquesta ocasión.
Escorpión Atractivo tenéis de más, escorpión mas no será lo primero hoy y ahora buscáis algo más largo ¡ya era hora! Un ser celestial, para vuestra devoción. Espíritu buscáis en vuestro entorno canto, lira y verso ahora desearéis dispuesto a mil encuentros te encontréis al ser supremo se anuncia tu retorno. Id a tu aire, actuad a tu modo, lograreis lo que siempre has deseado y olvidaros por un momento del oro.
Sagitario Comprended, “más vale pájaro en mano…” No os perdáis en un agón infinito Antes recordad que no es delito No hacer más que lo propio del humano. Aceptad completo vuestro linaje, enfrentad acompañado la batalla, que es tanto menos probable la falla si hay más de un pasajero en el viaje. Serenidad y calma, dictan los astros controlad también vuestra gran alegría, no os embarquéis en espejismos falsos. Descargad un poco el peso que os sume arquero, no seáis como Atlas que el que no para nunca, la vida consume.
A la nobleza nunca le causa agrado cuando alguien quiere decirle que no, así que, en tu libertad, ten cuidado.
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Capricornio Marte está presente y os hace suspirar queréis guerrear pero a besos, es verdad mas antes que excederos, tened piedad este calor, como todo, ya va a expirar. Pasaréis noches en vela, no os encontraréis. Es hora de revelaciones, ya en vuestra mente alguien quiere ser visto y es vuestro ascendente más vale que prestéis oído y escuchéis. Ya nunca más el mismo Capricornio seréis que Urano, vuestra metamorfosis dicta. No queda más que ahora os transforméis.
Acuario
Cuidad de vuestra salud, en este fin de año, vuestro corazón y vuestras rodillas, sobre todo o sabréis que ya no es lo mismo ahora que antaño.
El amor ya por fin ha regresado y con furor y en extranjera lengua con una extrañeza que nada mengua será tuyo, al fin, el tan esperado.
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De tus viajes del mundo a los confines mucho habéis esperado, y no ha llegado mas se acerca por fin un buen hado y de los sufrimientos llegan los fines. Acuariano, no os asustéis del combate nunca fue el amor, cosa simple esperad, será gozó lo que fue embate. Perseverancia os ha pedido Cronos poco falta ya para el fin alcanzar y mismo mundo veréis, con otros tonos
Piscis De una erótica fuerza sentiréis muy pronto ya enorme y buen influjo mas lo que fácil es, también es lujo Y otras señales, conviene que esperéis. Bien marchan todas vuestras industrias ni plata ni oro, en vuestro hogar faltarán mas con mesura, más os durarán
y evitaréis además vanas angustias. Ya se acerca el fin de un ciclo ajetreado por doquier os habéis dado cita en muchos escenarios, os habéis presentado. Encontrareis valioso el cansancio vuestro mucho habéis aprendido, es muy cierto los caminos recorridos, os sirven para esto.
Hor贸scopos