Cronista de viajes
DOSSIER FREELANCE
MERITXELLANFITRITE
ÁLVAREZMONGAY
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El 'gentleman' del mar
MARINO Y ASTRÓLOGO. El objetivo inicial de los viajes de James Cook (1728-1779) fue documentar el tránsito de Venus por el Pacífico.
Los diarios de a bordo de James Cook fueron auténticos best sellers en su época, y no era para menos pues sus periplos trazaron el mapa del mundo moderno, convirtiendo a un humilde hijo de labriegos en el héroe nacional del momento. El explorador, nacido en una aldea de Yorkshire en 1728, pronto tuvo claro que lo suyo no era el campo: comenzó su carrera naval como grumete en un carbonero para alistarse luego en la Royal Navy, donde se forjó la reputación de excelente navegante y cartógrafo. Cualidades que, junto a su afición por la astrología, hicieron de él el candidato ideal para liderar al Endeavour hacia los Mares del Sur, en un viaje que tenía como objetivo documentar el tránsito de Venus, aunque el extraño fenómeno fuera solo la tapadera de una misión secreta: localizar la legendaria Terra Australis Ignota y tomarla para Gran Bretaña. Tampoco dio con el imaginario continente cuando circunnavegó
El diario
de James Cook Aventurero y explorador desde su adolescencia, el capitán James Cook realizó tres grandes viajes: trazó el mapa de las tierras australes, bajó a latitudes nunca igualadas y circunnavegó el mundo. Por Meritxell Álvarez Mongay
la Antártida en la segunda de sus travesías. Sin embargo, descubrió innumerables islas y dibujó con magistral precisión las cartas náuticas de Nueva Zelanda y la costa Este australiana. Por el camino recopiló especies vegetales y animales nunca vistas, y convivió con los pueblos indígenas: unos le recibieron con sus mejores galas; otros, con lanzas. “¿Cómo van a vernos todas estas gentes si no es como invasores de sus territorios?”, les excusaba. En su última expedición tenía que encontrar el Paso del Noroeste, pero lo que halló fue la muerte en una fatal escaramuza con los aborígenes hawaianos el 14 de febrero de 1779. Las olas de la playa de Kealakekua recuerdan la ambición de un hombre que quiso ir más lejos de lo que ningún otro aventurero fuera. VIAJAR 97
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Después de cerciorarse de que la Terra Australis no estaba en ninguna parte, James Cook inicia su viaje de regreso con calma, explorando las islas que se iba encontrando de camino a casa. El 4 de septiembre de 1774 descubre en el Este de Australia un archipiélago al que llama New Caledonia en honor a las Tierras Altas de Escocia. Rodeado de amistosos nativos durante una semana, subió al monte Vengaya, observó un eclipse de Sol y, al probar un exótico pez globo, sufrió una leve intoxicación. Otras de las islas que visitó durante esta segunda travesía que había empezado en 1772 fueron la de Pascua,Tonga, Norfolk y las Hébridas. El siguiente texto corresponde a los primeros días de septiembre de este viaje.
A
Año 1774, 6 de septiembre
la mañana siguiente fuimos visitados por varios cientos de indígenas, unos llegaron en canoas y otros nadando, y eran tantos, que antes de las diez la cubierta y todas las partes del navío estuvieron llenas de gente. Mi amigo, que era uno de ellos, me trajo algunos tubérculos; pero todos los demás vinieron con las manos vacías en lo que respecta a comestibles. Unos pocos, que trajeron consigo sus armas, dardos y mazas, nos las cambiaron por clavos, pedazos de tela, etcétera. Después del almuerzo envié dos botes armados, a las órdenes del teniente Pickersgill, en busca de agua dulce, pues la que habíamos encontrado la víspera estaba demasiado alejada para llevarla a bordo. Al mismo tiempo, Mr. Wales, acompañado por el teniente Clerke, fue a la isla pequeña a hacer los preparativos para observar el eclipse de Sol que debería tener lugar por la tarde. Después de observar el eclipse fui a tierra al lugar de la aguada; se hallaba al fondo de una pequeña ensenada donde desembocaba una abundante corriente de agua que desciende de las montañas. Fue necesario utilizar un pequeño bote para desembarcar los barriles en la playa y para cargarlos en la chalupa, pues solamente una pequeña embarcación podía entrar en la ensenada y, aun esto, solamente en la alta marea; una vez en la playa los barriles, se conducían rodando sobre la arena. Esta misma tarde, hacia las siete, murió Simon Monk, nuestro carnicero, a quien todos estimábamos; su muerte fue ocasionada al caer por una escotilla de proa la noche anterior. 7 de septiembre El día 7 por la mañana nos dirigimos unos cuantos a tierra para examinar el país. Tan pronto como desembarcamos hicimos conocer a los indígenas nuestro propósito y dos de ellos se ofrecieron a ser nuestros guías, conduciéndonos hacia lo alto de las montañas por un sendero bastante practicable. En nuestro camino encontramos varios isleños, la mayor parte de ellos retrocedían, uniéndose a nosotros, de tal modo que, a lo último, llevábamos un numeroso cortejo. Llegamos al fin a la cima de una de las montañas, desde la cual vimos el mar en dos sitios distintos, entre algunas colinas que avanzaban sobre el lado opuesto o costa suroeste de la tierra. Fue éste un útil descubrimiento, pues nos capacitó para juzgar de la anchura de la isla, que en esta parte no excedía de diez leguas. Por la tarde mi secretario compró un pescado que uno de los indígenas pescó con un arpón y me lo envió a bordo después de mi regreso. Era un pez de una especie nueva, algo parecido al pez luna, con una cabeza larga, grande y fea. No sospechando que pudiera ser venenoso, ordené que lo preparasen para la comida; mas, felizmente, la operación de dibujarle y describirle duró tanto tiempo que se hizo demasiado tarde; de modo que solamente fueron preparados el hígado y otros despojos, todo lo cual no hicimos más que probarlos los señores Foster y yo. Hacia las tres de la
mañana nos sentimos invadidos por una extraordinaria debilidad y desfallecimiento de todos los miembros. Yo había casi perdido el sentido del tacto y no podía distinguir el peso de los cuerpos que estaban a mi alcance; una vasija llena de agua y una pluma me parecía que tenían el mismo peso al levantarlas con la mano. Cada uno de nosotros tomó un emético y, después de sudar un buen rato, sentimos bastante alivio. Por la mañana, uno de los cerdos que había comido de las entrañas del pescado fue hallado muerto. Cuando los indígenas llegaron a bordo y vieron el pez colgado, inmediatamente nos dieron a entender que era un alimento nocivo, haciendo marcados gestos de horror. 8 de septiembre El día 8 por la tarde recibí un mensaje del oficial, en que me decía que el jefe Teabuma había llegado con un regalo, consistente en unos cuantos yames y caña de azúcar. En correspondencia, envié, entre otras cosas, dos perros, macho y hembra, jóvenes aún, pero bastante desarrollados. El perro era blanco y de color canela rojizo, y la perra, de este último color, que es semejante al de un zorro inglés. Menciono esto porque pudiera muy bien resultar que estos dos animales fuesen el Adán y Eva de su especie en aquel país. 11 de septiembre El día 11 por la tarde regresaron los botes y sus ocupantes me dieron cuenta de las siguientes circunstancias: habían podido examinar la costa desde una elevación del terreno al que llegaron la mañana de su partida. Mr. Gilbert era de la opinión que la costa terminaba al Oeste, pero Mr. Pickersgill no pensaba así, aunque los dos estuviesen de acuerdo en afirmar que no existía paso para el navío en aquella dirección. Desde este lugar fueron acompañados por dos indígenas hasta Balabea, aldea a la cual no llegaron hasta después de ponerse el Sol. Compraron a los indígenas que iban en una canoa que encontraron a lo largo de los arrecifes todo el pescado que pudieron comer y fueron recibidos por Teabi, el jefe de la isla de Balabea, y por sus habitantes, que en gran número llegaron a la orilla para verlos, tratándolos con gran cortesía. Con el objetivo de no ser molestados por la multitud, trazaron los nuestros una línea sobre el terreno, haciéndoles comprender a los indígenas que no debían rebasarla. Esta restricción fue observada por todos, y uno de ellos, poco después, se aprovechó de la idea en su propio provecho. Ocurrió que, teniendo en su poder unos cuantos cocos, que uno de los nuestros deseaba comprar y que aquél no estaba propicio a soltar, se retiró seguido por el hombre que quería adquirirlos. Al ver esto se sentó sobre la arena e hizo un círculo a su alrededor, como había visto hacer a nuestra gente, significando al que le importunaba la prohibición de traspasar la línea, en lo cual fue obedecido. *Extraído del diario del segundo viaje de James Cook
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Tusitala, el que cuenta historias Louis (pronunciado Lewis, a la inglesa, que es como al novelista le gustaba) nació en Edimburgo en 1850. Siempre delicado de salud, pasó gran parte de su infancia recostado en una cama y hasta edad tardía no aprendió a leer las historias fantásticas que su niñera le contaba. Descubierta su devoción literaria, era imposible ya que se hiciera ingeniero siguiendo la tradición familiar. Al padre, cabe imaginar, la noticia le sentó fatal, así que Louis calmó los ánimos en casa estudiando para abogado en la universidad, aunque nunca llegara a ejercer como tal. Él lo que quería era escribir y viajar. Francia, Suiza, Alemania... San Francisco, Nueva York, California… De hecho, fueron relatos de viaje lo primero que publicó el autor de El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, aunque La isla del tesoro sea el libro que lo hizo famoso. Un mapa que dibujaba con su hijastro Lloyd le inspiró, en una de esas tardes de verano lluviosas de las Highlands
ESCRITOR Y VIAJERO. En 1888 Robert Louis Stevenson emprendió una travesía por el Pacífico en busca de su propia isla.
El autor de “La isla del tesoro” viajó por Europa, Estados Unidos y los Mares del Sur, viviendo mil aventuras y anécdotas pintorescas que luego utilizó con maestría en sus crónicas y novelas. Por Meritxell Álvarez Mongay
en las que donde mejor se está es con gorg en el pub o con los tuyos en casa. En 1888 emprendió una travesía navegando por el Pacífico en busca de su propia isla, hasta desembarcar en Samoa con su familia, donde se quedaría de por vida. En Apia escribió La playa de la Falesa, La isla de la aventura y sus crónicas sobre los Mares del Sur; pero Tusitala (“el que cuenta historias”, así es como los indígenas le llamaban, de Louis nada) nunca dejó de subirse al mástil de su imaginación para divisar sus queridas chimeneas escocesas cubiertas de niebla, hasta que el 3 de diciembre de 1894 (hace ahora 120 años) una hemorragia cerebral amarrara su cuerpo a tierra. Su tumba echa anclas en lo alto del monte Vaema. VIAJAR 97
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“No hay estrellas tan bonitas como las farolas de Edimburgo”, escribió Robert Louis Stevenson.Aunque luego echara pestes contra esta “a medias capital, a medias ciudad de provincias”, de la que se escapaba siempre que podía, huyendo tanto de su ambiente opresivo como de su clima.“Hay algo que no se aprende en Escocia: a ser feliz”, decía. Con todo, no hay mejor guía para recorrer las calles de la Auld Reekie (“la vieja humeante”) que el escritor edimburgués. El siguiente texto corresponde a un fragmento de“Edimburgo. Notas pintorescas”, publicado en“Viajar. Ensayos sobre viajes”(Páginas de Espuma, 2014).
Nadie que no haya sufrido algo así en sus carnes puede entender lo sórdido y deprimente que es el invierno en Edimburgo. Para algunas constituciones resulta físicamente insoportable, incluso, ese algo que ofrece la desolación del clima oriental; el viento les cansa, y el cielo pálido les deprime; y ellos regresan de su caminata para evitar así el aspecto de un sol que no refulge poniéndose entre nieblas perturbadas y pálidas. Los días son tan cortos que la gente hace sus cosas, en gran medida, al resplandor demacrado de una lámpara de gas. Los caminos se ponen tan pesados como si estuvieran en barbecho. Los transeúntes acaban tan mojados, tan machacados de barro, que a veces me pregunto cómo reúnen ánimos para quitarse la ropa. Y entre tanto el viento sopla por toda la ciudad como si ésta fuera una llanura abierta. Y si te quedas despierto toda la noche lo oirás chillando delirante sobre tu cabeza; oirás ruidos de barcos que naufragan, de casas que se derrumban. En una palabra: la vida es tan fea que hay veces que un corazón enferma dentro del pecho de un hombre; y el aspecto de una taberna, o la idea de un estudio caldeado e iluminado por el fuego, es como la visión de una porción de tierra para alguien que ha estado mucho tiempo bregando en el mar. Al recrudecerse el tiempo y formarse la escarcha el mundo empieza a mejorar para los habitantes de Edimburgo. Aquí disfrutamos de soberbias puestas de sol subárticas con el perfil de la ciudad estampado en el cielo índigo, sobre un verde luminoso. Puede que el viento siga siendo frío, pero hay en el aire un remusgo que pone en circulación la sangre sana. La gente ya no tiene aspecto amargado ni de pesadumbre. Ahora se divide en dos grupos: uno, el de caballeros de cara azulada y el vientre cóncavo al que Invierno ha agarrado por los órganos vitales; en el otro grupo están los que van bien pertrechados con la comilona de Año Nuevo. Éstos son conscientes del ambiente frío que les rodea, pero son
capaces de hacerle frente con el fulgor de su fuego interno. De este grupo recuerdo a uno que llevaba tres capas de grasa a quien ninguna temperatura extrema podía derrotar. “¡Bueno –era su jovial saludo–, esta sí que es buena!”. Ver a estos tipos tan agradables siempre resulta tonificante y eleva el espíritu de sus paisanos. Hay una tercera clase que no depende de las ventajas corporales, sino que soporta el invierno con un corazón contento y valiente. Una noche heladora suficientemente fría para que escarchara pero con un viento muy fuerte, poco después de ponerse el sol, cuando las lámparas estaban empezando a hacer más grandes sus círculos de luz en la oscuridad también creciente, vieron a un par de muchachas descalzas que se acercaban por el este, desafiando al viento. Si una tenía nueve años como mucho, la otra, desde luego, no tenía más de siete. Llevaban unas ropas lamentables, y la acera estaba tan fría que no se podía poner un pie descalzo sobre ella sin encogerse de dolor. Sin embargo, ellas venían bailando, al son de una tonada que cantaba la mayor. La persona que vio esto, y cuyo corazón se inundó de amargura en ese momento, alberga desde entonces un reproche que siempre le ha sido de utilidad y que ahora ofrece, con sus mejores deseos, al lector. Al final Edimburgo, con sus colinas satélites y todos esos campos ondulantes, se cubre de blanco. Si eso sucede durante la noche, las niñeras sacan a los críos de sus camas y corren con ellos hacia alguna ventana desde la que dominen el panorama, para que los niños puedan ver el cambio que ha operado la faz de la tierra. “Y las colinas están cubiertas de nieve –cantan– y lo crudo del invierno ha llegado ya”. Y maravillados por el silencio del paisaje blanco, encuentran en las palabras un hechizo apropiado para la estación. La reverberación de la nieve aumenta la luz del día, pálida, y acerca más los objetos al ojo. Las Pentland humean y relucen con la cinta negra, aquí y allá, de
alguna tapia de piedra seca. Y aquí y allá, si sopla el viento, muestran una nube de nieve pulverizada sobre sus lomas. El Estuario parece un brazo de mar que cualquier hombre podría salvar saltando desde el nevado Lothian al nevado Fife. Y el efecto no dura, como en otras ciudades, cosa de medio día: las calles se ponen negras enseguida, pero el campo conserva su blanco virginal. Y lo único que tenemos que hacer es levantar la mirada y contemplar millas y millas de campo nevado. Una alegría indescriptible se respira por toda la ciudad, y el corazón bien alimentado se acomoda ligero, y late dichoso en el pecho. Es tiempo de Año Nuevo.
Texto extraído de Viajar. Ensayos sobre viajes, de Robert Louis Stevenson. Páginas de Espuma, 2014 (págs. 199-202). 98 VIAJAR
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Valiente y aventurera
PIONERA. La francesa Alexandra David-Néel fue la primera mujer occidental en ser recibida por el Dalai Lama.
La orientalista y exploradora francesa fue la primera mujer occidental en aventurarse por las inhóspitas montañas del Himalaya y entrar en la ciudad prohibida de Lhasa para estudiar la cultura tibetana.
Hay un pequeño Tíbet en Occidente y se encuentra en Dignes-les-Bains, en el gompa que Alexandra DavidNéel (1868-1969) se construyó en los Alpes franceses. Un Himalaya para liliputienses que la orientalista bautizó Samten Dzong (fortaleza de la meditación) y decoró con los recuerdos de sus viajes por India, China, Corea y Japón. Como exploradora, la parisina fue realmente precoz: tenía dos años la primera vez que se fugó. Pero su gran evasión de adolescente fue a Holanda e Italia, donde se largó con las máximas de Epícteto y un impermeable como único equipaje. Esto fue antes de escaparse en bicicleta a España. Una decepción de hija para su madre beata, que siempre quiso tener un niño para ordenarlo obispo y se tuvo que conformar con Alexandra, la primera mujer occidental en ser recibida por el Dalai Lama y la primera también que puso los pies en la ciudad prohibida de Lhasa. El viaje que la llevó a la fama lo inició en 1911. Por entonces, la ex cantante de ópera estaba casada; pero, asqueada de la vida matrimonial, dejó a su
marido en casa durante los ¡catorce años! que estuvo errando por Asia. En su peregrinaje místico, Lámpara de Sabiduría –así la llamaban los budistas– recibió las enseñanzas esotéricas de un anacoreta en una cueva a 4.000 metros de altitud, donde se instaló todo lo cómodamente que pudo. Viajaba a la inglesa, sin privarse de su ducha diaria en una bañera de cinc que sus sirvientes arrastraban por donde ella y Yongden –inseparable criado al que acabó adoptando– se aventuraban. Falleció con casi 101 años en su pequeño Tíbet de Dignes-les-Bains, poco después de renovar el pasaporte con la intención de dar la vuelta al mundo con su secretaria como chófer. VIAJAR 97
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Los budistas la bautizaron como “Lámpara de Sabiduría”.
Alexandra David-Néel recorrió el Himalaya en condiciones extremas y fue, de todos los viajeros blancos de su época, la que mejor conocía el Tíbet.
Lo que iban a ser tres meses de travesía hasta Lhasa se convirtió en un arduo viaje de tres años vagando por Asia. Los extranjeros tenían prohibida la entrada, de modo que Alexandra David-Néel –que, poco amiga del corsé de sus coetáneas, viajaba ataviada con una túnica de lama naranja– tuvo que disfrazarse de mendiga para colarse en la ciudad santa: improvisó una peluca con pelo de yak y se embadurnó la cara con hollín y grasa. ¡Ni su marido Philippe la hubiera reconocido así! El siguiente texto corresponde a fragmentos de las cartas que le escribió a su esposo tras su llegada a la capital tibetana.
“La aventura será mi única razón de ser” hasa, 28 de febrero de 1924. Queridísimo amigo, ha transcurrido bastante tiempo desde la última vez que te escribí y he hecho bastante camino durante este tiempo. Lo primero que te diré es que he realizado satisfactoriamente (tan satisfactoriamente como el más exigente puede soñar) el paseo que inicié cuando te mandé la última carta. Esa excursión se hubiera considerado sumamente audaz para un hombre joven y robusto, y el hecho de que una mujer de mi edad la emprendiera podría calificarse de pura y simple locura. Mi éxito, sin embargo, ha sido completo, aunque si me ofrecieran un millón para que repitiese la aventura en las mismas condiciones, creo que lo rechazaría. Te daré los detalles de mi viaje un poco más adelante, cuando pueda hacértelos llegar por una vía que me ofrezca garantías contra las indiscreciones oficiales y de otro tipo. De momento confórmate con saber que llegué a Lhasa hecha un auténtico esqueleto. Cuando me paso una mano por el cuerpo, encuentro apenas una fina capa de piel cubriendo los huesos. Aparte de eso, no estaba enferma al llegar, pero por aquí corre una especie de gripe y, después de aproximadamente una semana, el muchacho y yo la pillamos, él más fuerte que yo. La fiebre ha pasado, aunque seguimos teniendo una horrible tos acompañada de intensos dolo98 VIAJAR
res; con todo, no parece que sea grave. Lo más molesto es mi delgadez y mi estado general de debilidad, si bien hasta ahora no lo he notado mucho gracias a la ingestión de estimulantes. Debo recuperarme, dormir y comer durante un mes largo como mínimo cuando esté fuera del Tíbet, que no será antes de unas seis semanas, porque todavía queda por recorrer un trecho bastante largo desde Lhasa hasta la frontera, y a continuación hay que cruzar la frontera del Himalaya. Ahora se plantearán varias cuestiones difíciles. Mis peregrinaciones han finalizado. Las he coronado dignamente, creo, con esta última excursión que me ha llevado a través de una región por donde, según las mejores informaciones, ningún viajero de raza blanca ha pasado jamás y donde los propios tibetanos apenas se adentran, debido a la mala reputación de las tribus que la ocupan. Voy hacia la India, y todas mis colecciones, mis libros, mis objetos de toda clase están en China… Esta vez no se trata de cosas bien embaladas y a punto para ser enviadas por barco, como los que tú recibiste, sino de múltiples paquetes postales depositados en la legación de Pekín, en el Banco de Shanghái, en casa del obispo, en Yunnan-fu, en casa de misioneros franceses de Sichuan y en más sitios… Hay sesenta o más, sin contar con el grueso del equi-
paje. Todo ello representa una cantidad de dinero considerable y una cantidad más considerable aún de esfuerzos y dificultades para recoger los libros, manuscritos antiguos y diversos objetos interesantes desde el punto de vista del orientalismo. ¿Tendré que regresar a China para embalarlo todo después de haber agrupado los paquetes?... Tal vez sea indispensable. Había pensado ir por tierra, pasando de la provincia de Assam a Yunnan, pues podría resultar económico ahora que el precio de los pasajes por mar es exorbitante; pero dudo que mis fuerzas me permitan actualmente afrontar un viaje tan fatigoso y tan largo a través de regiones donde reina la guerra civil y el bandidaje. […] 12 de marzo. […] Planeo marcharme de Lhasa en breve. La ciudad no tiene mucho interés. Estoy harta de visitar lamaserías, ¡he visto tantas!... El famoso templo del Djo-o no tiene nada de maravilloso. La decoración interior del palacio del Dalai Lama, muy lujosa en algunas estancias, es toda de estilo chino, pero no tiene nada particularmente especial. En la ciudad, los comerciantes exponen montones de cacerolas de aluminio como si fuesen objetos exóticos... resulta más bien desconcertante. De todas formas, Lhasa no despertaba en mí ninguna curiosidad. He venido porque se encontraba en mi camino y también porque es un juego muy parisiense para aquellos a los que se les prohíbe entrar. Lo que me ha entusiasmado es la visita a lo que se les pueden llamar los valles cálidos de un país frío. He visto un Tíbet que los exploradores no conocen, he contemplado paisajes extraordinarios que superan en esplendor todo lo que he visto en el Himalaya y fuera de él, y he podido prender en mi bolsa una rama de orquídeas silvestres en flor en el mes de enero. ¿Quién piensa en un país así cuando se habla del Tíbet glacial que bordea el Himalaya o el Turkestán chino? Solo se nos ha hablado de ese, y yo misma no conocía otro, aparte de la región de Kham. Creo que, hoy por hoy, de todos los viajeros blancos soy la que conoce mejor el Tíbet. Texto extraído de “Diario de viaje: Cartas desde la India, China y Tíbet”, de Alexandra David-Néel. Ediciones B, 1999 (págs. 504-506). VIAJAR 99
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El Grand Tour Era el 3 de septiembre de 1786 y marcaban las tres de la madrugada en el reloj de Johann Wolfgang Goethe (Francfort 1749-Weimar 1832) cuando el príncipe de los poetas salió de Alemania, con una bolsa de paño y una mochila de piel de tejón a la espalda, y emprendió su célebre viaje a Italia sin decirle nada a nadie. “De otro modo no me hubieran dejado partir”, dijo, aunque ya era mayorcito: tenía 37 años, y hacía unos cuantos que había acabado la carrera de abogado. Estaba al servicio de Carlos Augusto de Weimar, que, aunque despótico, era ilustrado y se aficionó a la compañía de quien fuera su ministro de Estado. Quizá huyendo de unas funciones administrativas que tenían bloqueadas sus creaciones artísticas –o de uno de los varios idilios amorosos que tuvo a lo largo de su vida–, se fue de la corte a hurtadillas para conocer de primera mano las maravillas italianas de las que su padre tanto le había hablado.
Goehe viajó a Italia para conocer de primera mano las maravillas de las que tanto le había hablado su padre.
Príncipe de las letras, amigo de las bellas artes y hombre de ciencia, el viajero alemán fue una de las mentes más lúcidas de la Europa moderna y recorrió Italia de norte a sur con la curiosidad como equipaje fundamental. Por Meritxell Álvarez Mongay
Gracias al progenitor, que había realizado su propio Kavalierstour de juventud y puso mucho tesón en que tanto Goethe como su hermana tuvieran una buena educación, el autor de Fausto dominaba perfectamente el italiano –además del inglés, el francés, el latín y el yidis–. Ya era un escritor famoso y viajaba de incógnito, haciéndose pasar por pintor y aprovechando su peregrinaje por el país de las artes para perfeccionar su afición al dibujo y a las ciencias naturales. Luego muchos viajeros románticos siguieron sus pasos y ampliaron su Grand Tour a tierras germanas para visitar a un anciano Goethe de sabiduría monumental, cuya obra forma parte hoy del patrimonio de la memoria mundial.
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Goethe publicó “Viaje a Italia” treinta años después de su regreso.
Goethe estuvo casi dos años recorriendo Italia de norte a sur:Verona, Padua,Venecia… En Ferrara y Bolonia ya estaba ansioso por entrar en Roma y apenas se detuvo hasta llegar a la Ciudad Eterna, donde volvería después de visitar Nápoles –ascensión al Vesubio incluida– y Sicilia.Treinta años después de este viaje de formación publicó Italienische Reise (Viaje a Italia) a partir de las anotaciones de su diario y de las muchas cartas que envió explicando todo lo que llamaba su atención. El siguiente texto corresponde a fragmentos de su llegada a Roma y de su estancia en la capital, más o menos por estas mismas fechas carnavalescas.
“Nunca llegamos tan lejos como cuando ya no sabemos hacia dónde vamos” Roma, 1 de noviembre de 1786 ¡Sí, por fin he llegado a esta capital del mundo! Si la hubiera visto hace quince años en buena compañía, bajo la dirección de un hombre muy juicioso, me estimaría feliz. Mas si mi sino era visitarla solo, verla con mis propios ojos, entonces está bien que esta dicha me haya sido concedida tan tarde. En cierto modo he volado por encima de las montañas del Tirol. He visto bien Verona, Vicenza, Padua y Venecia; he visitado de manera fugaz Ferrara, Cento y Bolonia, y apenas he dedicado tiempo al conocimiento de Florencia. El anhelo de llegar a Roma era tan intenso, aumentaba tanto con cada día que pasaba, que ya no era posible la permanencia en ningún sitio, solo me detuve tres horas en Florencia. Pero ahora ya me encuentro en Roma, y estoy tranquilo, y hasta se diría que sosegado para el resto de mis días, puesto que se puede asegurar que comienza una nueva vida cuando a uno se le presenta la ocasión de contemplar en su conjunto aquello que conoce de un modo parcial. Todos los sueños de mi juventud están ahora vivos ante mí; los primeros grabados que recuerdo –mi padre había colgado en una 98 VIAJAR
antesala las vistas de Roma– los veo ahora tal como son en realidad, y todo lo que conocía desde hace tiempo por cuadros y dibujos, grabados sobre cobre y madera, modelos de yeso y de corcho, se encuentra ahora reunido a mi alrededor. Dondequiera que vaya me topo con una cosa conocida en un mundo nuevo; todo es, simultáneamente, nuevo y tal como me lo imaginaba. […] ¡Y cómo me ha restablecido desde un punto de vista moral el hecho de vivir entre un pueblo enteramente sensual, del que tanto se habla y tanto se ha escrito, y al que cada extranjero juzga según la medida que lleva consigo! Perdono a quien censura y vitupera a los italianos: están demasiado lejos de nosotros y tener trato con ellos resulta, como extranjero, incómodo y costoso. 2 de febrero de 1787 ¡¿Cómo transmitir la belleza de un paseo por Roma a la luz de la luna a quien no lo haya vivido?! Hay que haber estado allí para hacerse una idea de su incomparable hermosura. La gran masa de luces y sombras engulle los detalles, y el ojo solo es capaz de percibir el conjunto y los aspectos más generales de éste. Desde hace tres días venimos gozando
plenamente de noches claras y espléndidas. El Coliseo ofrece una vista de una belleza increíble. Por la noche su recinto se cierra; dentro vive un eremita en una capilla y los mendigos ocupan las arruinadas bóvedas. Éstos habían encendido una hoguera en suelo llano. Una suave brisa empujaba el humor hacia la arena, cubriendo la parte inferior de las ruinas y destacando los sombríos muros en lo alto. Nos detuvimos junto a la reja y admiramos el fenómeno bajo una luna resplandeciente. El humo se iba deslizando, despacio, a lo largo de las paredes, grietas y aberturas, y la luna lo iluminaba como una niebla. El espectáculo era precioso. Es así como deben verse iluminados el Panteón, el Capitolio, el pórtico de la basílica de San Pedro y también otras calles y plazas grandes. El sol y la luna, lo mismo que el espíritu humano, tienen aquí una misión muy distinta que en otros lugares, porque aquí se enfrentan a formidables construcciones. 20 de febrero, Miércoles de Ceniza Por fin ha acabado la locura. Las innumerables luces de ayer todavía constituyeron un absurdo espectáculo. Es preciso haber asistido al Carnaval en Roma para perder por completo las ganas de presenciarlo de nuevo. No hay nada que escribir sobre el tema, aunque acaso resultaría divertido en una conversación. Lo más desagradable es percibir la ausencia de alegría interior en las personas, así como advertir el hecho de que carecen del dinero para manifestar la poca que quizá conserven. Los potentados son ahorradores y se retraen, la clase media carece de fortuna, y el pueblo es indolente. En los últimos días había un ruido increíble, mas no auténtica dicha. El cielo, tan infinitamente puro y hermoso, contempla con aire noble e inocente toda esta farsa. Ya que no cabe aquí la descripción, mandaré, para recreo de los niños, algunos dibujos coloridos de las hristoph ujo de C máscaras y de las peculiares vestiduras romanas, de n un dib Goethe. ú g e s s le onal de de Nápo modo que así nuestros queridos pequeños tengan el El Golfo niep, amigo pers K h c ri capítulo que falta en el Orbis pictus. Hein 21 de febrero de 1787 Aprovecho momentos entre una y otra tarea del empaquetado para completar lo dicho hasta ahora. Mañana partimos hacia Nápoles. Me ilusiona lo nuevo, que intuyo de una belleza inefable, y confío en recuperar en esta naturaleza paradisíaca la libertad y el placer para dedicarme, como aquí en la seria Roma, al estudio del arte. El equipaje no supone ninguna dificultad para mí; lo preparo con el corazón más ligero que hace medio año, cuando me despedía de todo lo que me es tan querido valioso. Sí, ha transcurrido ya medio año, y si afirmo que de los cuatro meses pasados en Roma no he perdido ni un solo instante, aunque signifique mucho, me quedo corto.
Goethe en la campiña romana y uno de los dibujos realizados por él mismo en su viaje por Italia.
Fragmentos extraídos de “Viaje a Italia”. Johann W. Goethe. Zeta Bolsillo, 2009.
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Un consejo de Stanley Puede que sus exploraciones por África no sean comparables a las de sus homólogos británicos, pero hay que tener en cuenta que Manuel Iradier (Álava, 1864-Segovia, 1911) se fue a Guinea con solo 20 años, y que su inexistente equipo expedicionario, formado por la esposa y la cuñada que le acompañaban, no daba para grandes hazañas. En su primer viaje no contó con ninguna ayuda oficial; en otras cosas andaba el Gobierno de España, con guerras en ultramar y en casa, así que el joven se tuvo que financiar con 10.000 pesetas de su cartera. El proyecto inicial lo tenía claro desde los 14 años: atravesar el interior del continente –un mapa en blanco a finales del XIX– desde Ciudad del Cabo al Mediterráneo. Fue el propio Stanley quien le convenció de que esa ambiciosa idea era un error: el periodista que había encontrado al Dr. Livingstone en el Congo –supongo…– estaba en Vitoria cubriendo la tercera guerra carlista, y sabía que nadie sufragaría
El explorador vasco Manuel Iradier realizó dos viajes de exploración al África ecuatorial en los que sentó las bases de la gestación política de la Guinea Española.
Inspirado por exploradores como Livingstone o Burton, el africanista español se aventuró en el continente africano cuando aún era un mapa repleto de misterios que las potencias europeas se estaban repartiendo. Por Meritxell Álvarez Mongay
una aventura tan costosa a un muchacho sin experiencia. “¿Por qué no empieza usted por el Golfo de Guinea, frente a las posesiones de España?”. Entre 1875 y 1876 recorrió el país del río Muni tomando datos antropológicos, geográficos, botánicos… en su diario. Contrajo las mismas fiebres que mataron a su hija y algunos caníbales casi acaban con su vida –por suerte, el hombre blanco no era un manjar apreciado, demasiado amargo…–; aun así, en 1884 regresó a África con algo más de apoyo institucional, en una misión colonial que consiguió para España 14.000 km² de territorio. En esta porción del pastel –irrisoria, le reprocharon– quedó el sueño africano del último explorador romántico español. VIAJAR 97
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Estampa de Manuel Iradier en su primera expedición por el África subsahariana. A la derecha, comerciantes de marfil.
Las exploraciones de Manuel Iradier fueron decisivas para la presencia española en el África subsahariana. Fue el alavés quien, con una orden oficial de ocupación, consiguió para España un territorio equivalente al doble de su País Vasco, negociando la cesión de soberanía con un centenar de jefes indígenas. Es lo que pudo hacer con 27.000 pesetas de presupuesto en los cinco meses que estuvo recorriendo la cuenca del río Muni, hasta que, atacado de nuevo por las fiebres, regresó gravemente enfermo a la Península. El texto que se reproduce a continuación está extraído de la entrada del 13 noviembre de 1884 de su diario “África”.
“Las selvas africanas son la desesperación del viajero” La noche avanza con rapidez; es preciso que salte a tierra y me albergue en una choza. Veo dos pueblos, llamados Munuñu-muañongo. Los negros salen a la ribera y agitan sus brazos. A lo lejos puedo distinguir sus delantales de hojas amarillas. Al doblar la punta Botika aparece otra aldea. Es Combo. En ella pienso hacer noche. Mando recoger los fusiles y hago tres descargas. Es el saludo que doy al rey; pronto me contestará. Llego a la orilla; una porción de curiosos me contempla. Antes de llegar al pueblo, para subir al cual hay un sendero pendiente, tortuoso y resbaladizo, veo venir cuatro hombres armados de carabinas; se colocan a mi lado y de frente, con el aplomo de viejos militares; sin mover apenas una ceja, hacen tres descargas, durante las cuales nadie se ha movido de su puesto ni ha hablado una palabra. El rey vico me recibe como amigo, porque contesta a mi saludo. Aún no se ha disipado el humo de los últimos tiros cuando toda esta gente se ha puesto en movimiento, gritando desaforadamente al pronunciar los nombres de mis criados, a quienes conocen. Comienza la ascensión: tras de mí sube empujada por cinco hombres una pipa de ron de cien litros, que destino al cambio de gomas. En el bote queda uno de mis sirvientes guardando 98 VIAJAR
las otras mercancías. La aldea de Combo tiene ocho chozas bajas, toscas y sucias; forman toda una calle y yo ocupo una de las últimas. Me entretengo en enseñar a los circunstantes algunos juegos de manos. Al principio se muestran sorprendidos, pero luego los miran con indiferencia. Poco tiempo después me obsequian con una gallina y un trozo de yuca. Correspondo con una cabeza de tabaco y dos pipas. Retiro al centinela del bote y mando subir el resto del equipaje para colocarlo en mi choza. La lluvia que cae en este momento es torrencial (…). Los vicos forman una tribu extendida por la orilla izquierda del río Muni, desde su desembocadura hasta la confluencia del Utamboni. Se extienden también por el interior y forman los pueblos ribereños de la parte meridional de la bahía de Corisco hasta la punta Madekele, inmediata a la boca del Munda. Algunos descontentos de esta tribu han fundado pueblos en Yeke, orilla derecha del Muni, y en el punto donde confluye con el mar. La capital del país es Ulombe, situada en la parte culminante de punta Botika y en la que reside el rey Gaandu, viejo desdentado y perverso, capaz de mandar cortar la cabeza al que le diga que ya vivirá pocos años, a causa de su edad. A pesar del poder abso-
luto del rey, el gobierno es patriarcal, y si una familia no cree conveniente obedecer las órdenes del soberano de Ulombe, sale del territorio y se establece fuera de los dominios vicos, obrando independientemente. Forman pueblos pequeños, aunque agrupados. Son del mismo origen que los vengas, y su idioma apenas se diferencia del que hablan los naturales de Corisco. La religión es la misma que la de aquellos y no hay choza de la que no pendan multitud de fetiches. La agricultura se reduce al cultivo de plátanos y yucas; la industria, a la extracción de aceite de palma, de la goma elástica, y a la construcción de canoas y chozas. El comercio es poco activo; cambian los productos de su industria por artículos europeos. Son fuertes y desarrollados; usan delantales de hojas y brazaletes de piel de mono; se dejan en la parte anterior de la cabeza un mechón de pelo, que peinan con cuidado. En los bosques del interior, donde abundan mucho los elefantes, tienen que valerse de medios ingeniosos para proteger sus plantaciones. Generalmente colocan una valla de bejuco, de la cual penden varios caracoles vacíos. El viento los tiene en continua oscilación, chocan entre sí y el ruido producido, extraño a los animales de la selva, es suficiente para impedir que se acerquen. Otras veces colocan un centinela, que está dando voces y pegando en un palo con otro. El país es húmedo, pantanoso y malsano, especialmente en las riberas del Ugobo. Estas son las noticias que puedo adquirir de mis acompañantes, a quienes despacho sin ceremonia, porque necesito descanso. Sigue lloviendo sin cesar. El prolongado ruido del agua al chocar con las paredes de la choza que me alberga hace que quede dormido en poco tiempo. A medianoche cayó el mosquitero; los mosquitos me acribillaron; al amanecer tengo el pescuezo, la cara y las manos hinchadas. Me restrego con zumo de limón y me alivio momentáneamente. La picadura que producen estos insectos es tan molesta que sobrevienen fiebres, vómitos y hasta mareos. Aún no ha empezado el crepúsculo matutino y estoy en pie; son las cinco de la mañana. El trueno se oye por Oriente; sigue lloviendo. Determino visitar al rey Gaandu antes de partir para el Bañe. Estoy seguro de captarme las simpatías de este reyezuelo descalzo, y bueno es dejar amigos por donde uno tiene que volver. Rodeado de mi gente, acompañado de algunos vicos de Combo, vestido con mi mejor americana azul y con el pantalón más blanco, parto para la visita real (…).
Grabado de un leopardo frente a la tienda de Manuel Iradier. Abajo, su monumento en Vitoria.
Texto extraído del diario de Manuel Iradier “África”. Viajes y trabajos de la Asociación Euskara la Exploradora.
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La gran dama Imposible saber cuántos crímenes urdió Agatha Christie (1890-1976) viajando en el Orient Express; era su tren predilecto y se emocionaba cada vez que montaba en él. Distintas eran las travesías en barco –“¡Odio viajar por mar!”–, en las que acababa más mareada que un pato. Aun así, a la escritora le apasionaba irse de vacaciones lejos de casa, tanto como cometer asesinatos a máquina. Homicidios que empezó a perpetrar cuando su hermana le retó a escribir una historia policíaca, durante la Primera Guerra Mundial. Entonces trabajaba como enfermera voluntaria en un hospital, donde aprendió a manejar los venenos que tanto usaría como arma del crimen en sus novelas. Siempre hizo cosas poco usuales para una lady inglesa de la época: montar en aeroplano, recorrer medio mundo promocionando una exposición del Imperio Británico, surfear en las playas de Honolulu y las Canarias o partir sola a Mesopotamia en un tour con la agencia Thomas Cook que en
En 1922 Agatha Christie se embarcó en un viaje de diez meses alrededor del mundo que cambió su vida.
Siempre deseosa de ver mundo, la gran dama del misterio imaginó muchas de sus mejores tramas de suspense mientras viajaba lejos de Torquay, el pueblo costero inglés donde nació hace ahora 125 años. Por Meritxell Álvarez Mongay
1928 le llevó de Damasco a Bagdad en autobús. Ni el mareo del traqueteo le impidió enamorarse del desierto primero y de Max Mallowan luego, un arqueólogo con quien contrajo matrimonio y a quien acompañó en sus excavaciones por Oriente Próximo, soportando molestias como compartir cama con chinches y ratas, ¡pero que una almohada de plumón no le faltara!: “Para mí representa la diferencia entre la comodidad y la miseria”. Además de preparar bizcochos, se encargaba de supervisar la expedición, revelar fotos, limpiar cerámicas ¡con cremas para la cara!… Sin olvidarse, entre un hallazgo y otro, de Poirot, Mrs. Marple y sus cadáveres, inseparables compañeros de viaje. VIAJAR 95
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Escritora de 66 novelas de misterio, Agatha Christie siempre se sintió fascinada por el Orient Express.
Agatha Christie disfrutaba escribiendo libros en el desierto, donde encontró el ambiente idóneo para algunas de sus mejores novelas detectivescas: Asesinato en el Orient Express, Muerte en el Nilo, Intriga en Bagdad, Asesinato en Mesopotamia… Fue en estos escenarios donde la reina de la intriga pasó los años “más felices e intensos” de su vida, entre 1928 y 1958, mientras ayudaba a su marido Max a descifrar los enigmas de la historia en yacimientos arqueológicos de Irak y Siria. Experiencia que relató en Ven y dime cómo vives (Tusquets, 2008), el libro al que corresponde el fragmento siguiente.
“Adoro ese generoso y fértil país y a sus gentes sencillas, que saben reír y gozar de la vida” Llegamos a la colina a las seis y media de la mañana, de modo que debemos hacer un alto para desayunar a las ocho y media. Comemos huevos duros con tortas de pan árabe; Michel, el chófer, trae té caliente, y bebemos en tazones esmaltados, sentados en lo alto del montículo; el sol es placenteramente cálido y las sombras matinales vuelven el paisaje increíblemente encantador, con las montañas azules de Turquía al norte y, a nuestro alrededor, brotes de minúsculas flores rojas y amarillas. El aire fresco es delicioso. Se trata de uno de esos momentos en los que da gusto estar vivo. Los capataces sonríen contentos; se acercan unos críos que conducen vacas y nos observan con timidez. Van vestidos con harapos insospechados y muestran sus brillantes dientes blancos al sonreír. Pienso en lo dichosos que parecen y en lo agradable que es la vida; como en los cuentos de hadas de antaño, deambulan por las colinas reuniendo el ganado, a veces se sientan y cantan. […] Sonrío a una chiquilla que lleva la frente tatuada 96 VIAJAR
y le ofrezco un huevo duro. Al instante sacude la cabeza alarmada y se aleja deprisa. Comprendo que he cometido una inconveniencia. Los capataces tocan sus silbatos. Vuelta al trabajo. Paseo con tranquilidad alrededor de la elevación y hago una pausa de vez en cuando para observar diversos procesos del trabajo. Siempre abrigo la esperanza de encontrarme donde corresponde en el momento en que se produzca un hallazgo interesante. ¡Por supuesto, nunca lo logro! Esperanzada, permanezco veinte minutos apoyada en mi bastón-taburete viendo llegar a Mohammed Hassan y su cuadrilla; observo después al equipo de ‘Isa Daoud y, más tarde, me entero de que el descubrimiento del día –una maravillosa vasija de cerámica tallada– se hizo en cuanto cambié de posición. También me aplico a otra tarea. No les quito ojo de encima a los canasteros. Pues los más holgazanes, cuando llevan sus canastas al vertedero, no vuelven enseguida. Se sientan al sol para revisar la tierra de sus canastas y a menudo pasan un cómodo cuarto de hora así. ¡Más censurable aún, algunos se hacen un ovillo encima del vertedero y se echan un sueñecito! Hacia el final de la semana, muy puesta en mi papel de espía, presento
mi informe: “Aquel pequeñín, el de tocado amarillo, es de primera; no afloja un solo instante. Yo despediría a Salah Hassan, que se pasa el día durmiendo sobre el vertedero. Abdul Aziz es bastante gandul, lo mismo que el de la chaqueta azul hecha jirones”. Maz coincide respecto a Salah Hassan, pero dice que Abdul Aziz tiene ojos de lince y que nunca se le escapa nada. De vez en cuando, en el curso de la mañana, si se acerca Max, brota un arrebato de energía por completo ficticio. Todos gritan “¡Yallah!”, cantan, danzan. Los canasteros van y vuelven jadeantes del vertedero, arrojan sus canastas vacías al aire, chillan y ríen. Luego todo se apaga y las cosas van todavía más despacio que antes. Los capataces no dejan de gritarles “¡Yallah!”, y una especie de fórmula sarcástica que tal vez haya perdido eficacia por la repetición constante: “¡Os movéis como viejas! ¿No sois hombres? ¡Qué lentitud! ¡Parecéis vacas derrumbadas!”. Me alejo de la excavación y rodeo el extremo opuesto del montículo. Aquí, de cara al norte, mirando hacia la cadena de montañas azules, me siento entre las flores y entro en un agradable estado de coma. Un grupo de mujeres avanza hacia mí desde cierta distancia. Por su variopinto colorido deben de ser kurdas. Arrancan raíces y recogen hojas caídas. Avanzan en línea recta. Ahora están sentadas a mi alrededor, formando un círculo. Las mujeres kurdas son alegres y guapas. Usan colores brillantes. Llevan turbantes anaranjados, su indumentaria es verde, morada y amarilla. Altas, la cabeza erguida sobre los hombros, la figura echada para atrás: siempre parecen arrogantes. Tienen la tez bronceada, las facciones regulares, mejillas rojas y, en general, ojos azules. Casi todos los hombres kurdos muestran un notable parecido con una foto coloreada de lord Kitchener que estaba en mi cuarto de juegos infantiles. Rostro rojo ladrillo, grandes bigotes castaños, ojos azules, porte fiero y marcial. Por aquí hay, aproximadamente, igual número de aldeas kurdas que de aldeas árabes. Hacen la misma vida y profesan la misma religión, pero ni un solo instante confundiría a una mujer kurda con una árabe. Las mujeres árabes son invariablemente recatadas y reservadas; vuelven la cara cuando les hablas, si te miran lo hacen desde cierta distancia. Cuando se ríen, se cohíben y desvían la mirada. En su mayoría visten de negro o de colores oscuros. ¡Y a ninguna mujer árabe se le ocurriría dirigirle la palabra a un hombre! Las kurdas no tienen ninguna duda de que valen tanto como cualquier hombre o más. […] Mis kurdas de esta mañana me examinan con sincero interés e intercambian entre sí comentarios chuscos. Son muy simpáticas, me señalan y ríen, hacen preguntas, suspiran, agitan la cabeza y se dan golpecitos en los labios. Es evidente que dicen: “¡Qué lástima que no podamos entendernos!”.
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Texto extraído de “Ven y dime cómo vives”, de Agatha Christie Mallowan. Tusquets, 2011.
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