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Contenido Portada y contraportada, ilustración de Ricardo Jurado. 3, El año que no pasó en blanco. 4, Relato: No salgan, están aquí, por Erath Júarez Hernández. Ilustración de Ricardo Jurado. 8, Relato: El bruxista, por Minatufe. Ilustración Tito Nosfe de Nuria S. a.k.a. Lady Rat. 17, Artículo: La dama de hierro, por Forgotten Rose . 20, Cómic: Cacería, por Guido Barsi (guión) y Cristian Navarro (dibujo). 23, Colaboradores.
El pretor Octavius estableció en el 79 a. C. en el derecho romano la acción «metus causa» (por causa del miedo) como eximente de responsabilidad.
Número
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Julio 2015
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El año que no pasó en blanco Ha pasado más de un año para tener un nuevo número, pero el año no ha pasado en blanco. Se han hecho seis ediciones de cuarenta números cada una. Un total de 240 ejemplares que se han distribuido gratuitamente. Se han dejado en el interior de libros de la sección de terror de El Corte Inglés, FNAC y La Central de Madrid. También se han dejado ejemplares en bibliotecas públicas y eventos culturales. Ha estado disponible en varias tiendas de cómics de Madrid y Barcelona. Además, sigue disponible en iBookStore de Apple en iTunes, Google Play y en distintos formatos en el blog: ePub, mobi y PDF. En este número contamos por primera vez con un breve cómic, un artículo y portada color. Hay planeadas cuatro ediciones en papel, de las que la mitad serán en color. Esperamos que guste y permanecemos abiertos a nuevas colaboraciones. Muchas gracias a todos. 3
No salgan, están aquí Por Erath Júarez Hernández Ilustración de Ricardo Jurado
Silencio… Oscuridad… Este juego se ha salido del límite, piensa Esther. Aún así considera que es mejor quedarse ahí: escondida en el closet. No debió meterse en eso, sabía que no era buena idea, sobretodo que apenas habían conocido a los chicos, pero en el momento todo parecía tan divertido y ellos eran bastante guapos. A Manuel lo vio correr hacia el sótano, quiso ir detrás de él y aprovechar el momento a solas sin que la metiche de Ana se metiera entre los dos, pero el viento apagó las veladoras que llevaban para la ocasión y ella entró en la primera recámara que encontró. De los demás no tenía la menor idea de dónde estarían. Un trueno rompió el silencio y la lluvia empezó a caer con fuerza. Abrió un poco tratando de no hacer ruido. El grito de Manuel se escuchó y del susto se golpeó contra la puerta del closet que emitió un crujido seco. Volvió a encerrarse. ¿No 4
salgan? ¿Fue eso lo que gritó? No estaba segura. Ahora su corazón palpitaba a mil por hora, pegó la oreja contra la madera para intentar escuchar lo que sucedía afuera. Otro alarido, esta vez de mujer. Otro trueno. No parecía una broma. Volvió a entreabrir la puerta, las manos le sudaban. Seguía oscuro. —¡No salgan! ¡Están aquí! —escuchó. Era la voz de Arturo, el chico serio que no levantaba la vista cuando te hablaba. Día de muertos, casa abandonada, noche lluviosa. Qué manera de festejar, no debieron ir con ellos. El efecto de las cervezas se había pasado, pero las ganas de ir al baño ahora eran insoportables. Salió del escondite, caminó hacia la sala, alguien tenía que ponerle fin al jueguito que ya no era divertido, además que un poco más y se haría encima. —¿Pueden parar? Necesito orinar —gritó. 5
Vio los cuerpos apilados de sus amigos uno sobre el otro, sus torsos hechos picadillo, el piso inundado de sangre. Quiso gritar, pero no pudo, observó cómo sus orines se unieron al charco pegajoso dejado por lo que quedaban de los demás. Se fijó mejor, algo estaba mal, Ana empezó a sonreír, luego los demás hicieron lo mismo, incluso se unieron en una sola carcajada siniestra. Se pusieron de pie y se unieron los tres en un abrazo. —¡Feliz Día de los muertos! —todos al unísono gritaron. No
dejaban
de
reír
y
bailar
a
su
alrededor.
Luego comprendió y ella se carcajeó también. No puede evitar que los sucesos se repitan esa noche. Sabe que es la fecha en la que todos los muertos pueden regresar al sitio donde fallecieron y justo ahí, fueron asesinados los cuatro.
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El bruxista Por Minatufe Ilustración de Nuria S. a.k.a. Lady Rat En mis años de profesión he visto cosas curiosas, cosas raras y cosas increíbles. Al ejercer como dentista suelo ser quién más habla. Algunos pacientes llegan apáticos por el dolor y las molestias. A otros es el miedo por la falta de costumbre. Pero hasta el más locuaz calla cuando debe mantener su boca abierta e inmóvil mientras trabajo. La mayoría de las cosas que acabo conociendo de mis clientes es por lo que observo. Bien por el estado de su boca, bien por su comportamiento durante la consulta. Algunos, nerviosos, aprietan fuerte sus puños durante toda la sesión. Otros tararean con la garganta para relajarse. En cierta ocasión, uno se quedó dormido. Aún así, quizás por la confianza que se ven obligados a darme, por la íntima relación que se crea, o por el alivio y bienestar que sienten finalmente, las confidencias personales no son tan excepcionales como se podría imaginar. Sin duda, mi paciente más insólito fue Augusto Llebrad. Y él es la causa por la que nunca he podido volver a ejercer mi profesión. Para hacer más fácil la visita a mi clínica, el horario de atención era amplio. Permitía atender pacientes hasta las diez de la noche. Horas que aprovechaban algunos para acercarse al salir del trabajo. Durante 8
varios días recibimos llamadas solicitando cita a las diez. Hacía todo lo posible para que la última cita fuese a las nueve y media. Me aseguraba de haber terminado a las diez de la noche. En esos días tenía un especial interés en regresar temprano. Mi mujer había notado en varias ocasiones de que alguien merodeaba por los alrededores de la casa al caer la noche. Mi pasante trató de explicar una y otra vez que a esa hora la clínica ya estaba cerrada. Era una voz aguda y chillona que nos hizo pensar en alguna clase de broma, pero insistió tanto que accedí a que mi pasante le diera cita para el día siguiente. Fue un día de muchas cancelaciones por el mal tiempo. Mi pasante abandonó la consulta a las ocho de tarde. Sin otros pacientes a los que atender recogí la clínica, esterilicé el material y preparé todo para dar por finalizado el día. Estaba convencido de que nadie aparecería y me entregué a la lectura de una novela barata. Me despertó el timbre de la puerta justo para ver como mi reloj de pulsera pasaba a marcar las diez en punto. Un escalofrío recorrió mi espalda y creí que la calefacción se había desconectado. Sin reponerme de la sorpresa observé a través de la mirilla. Si a las diez de la noche ya está oscuro en verano, en aquella noche lluviosa de invierno hacía mucho que el sol desapareció. La calle estaba inusualmente poco iluminada y me costó distinguir la delgada silueta encorvada ante la puerta. Al abrirla se cubrió rápidamente la cara con un brazo y saludó con voz grave y calmada. 9
Con el tono que sólo consiguen usar los que no tienen prisa y un suave acento extranjero que no logré identificar. En lo que me pareció un exceso de educación, permaneció inmóvil bajo la lluvia hasta que le indiqué que entrase. Le ayudé a dejar su abrigo empapado en el perchero y, de pronto, pareció mucho más viejo, delgado y encorvado que antes. Sus manos eran desproporcionadas. De largos dedos, uñas exageradas y sucias. Se quedó frente al retrato de mi esposa ofreciéndome la espalda. Con frases cordiales, a las que no tuve respuesta, conduje al señor Augusto Llebrad hasta la sala en la que le atendería y le invité a tomar asiento. Se movía con lentitud y torpeza. Le costó subir al sillón con un acusado temblor de debilidad. —Disculpe que no me descubra— me sorprendió diciendo-, mis cansados ojos no soportarían su luz de trabajo y me sentiré más cómodo con las gafas de sol puestas. Ni por un momento pensé en oponerme. Cosas más raras había tenido que permitir en otras ocasiones para hacer mi trabajo. El señor Llebrad me preguntó sobre el retrato de la entrada. Quedó satisfecho al saber que era mi esposa y comenzó a contarme el motivo de su visita. Ahora, a la luz, reconocí los signos de la horrible enfermedad que le 10
aquejaba. El señor Llebrad sufría de porfiria. Su aspecto era grotesto y sobrecogedor. Tenía exceso de vello en la frente, pómulos y palma de las manos. Sus orejas eran ligeramente puntiagudas y su nariz estaba deformada mostrando frontalmente los agujeros nasales. Había comenzado a perder parte de su labio superior. Desde el otro lado de la sala podía distinguir la coloración rosada de sus dientes característica de la eritrodoncia. Pero la preocupación del señor Llebrad eran sus continuos dolores de cabeza y cara, además de dificultades para comer. Por respeto y profesionalidad me esforcé en no mostrar mi desagrado. También por condescendencia. Bien observado, no debía tener más de treinta años. Procedí a examinarle. Su aliento era fétido. Tanto, que habría preferido que fuese fumador para que el asqueroso olor del tabaco enmascarase aquel hedor a podredumbre. Sus dientes, irregulares y manchados, estaban sanos. Sus encías, aunque algo retraídas y descoloridas no estaban inflamadas. No presentaba depósitos de sarro ni caries. Su lengua, seca y amoratada, no mostraba indicios de infección bacteriana. Su boca, lejos de parecer saludable, estaba todo lo sana que cabía esperar por su enfermedad. Sólo destacaba el excesivo desgaste de sus dientes. Se habían desgastado tanto que se había reducido la dimensión vertical de su cara hasta el punto que cuando cerraba la boca tenía la mueca de un viejo 11
desdentado. Sufría un severo problema de bruxismo. Al preguntarle si rechinaba los dientes mientras dormía sonrió divertido, como quién ríe de un chiste que sólo él puede entender. —Me quedo tan inmóvil como dormiría un muerto. Más bien, lo hago despierto. Le propuse una férula de descarga para corregir su hábito, reconstruir sus dientes con carillas para hacerle recuperar la altura facial y un tratamiento blanqueador con el que mejorar su sonrisa. —No suelo sonreír —dijo sonriendo—, pero hágalo. Después de presupuestar el trabajo y explicarle la labor insistió para que comenzase inmediatamente a reconstruir sus dientes. Estaba tan entusiasmado que no presté atención a la hora. Trabajaba como hipnotizado. Continuamente me preguntaba sobre mi esposa y no dejé de hablar de ella todo el tiempo que trabajé. Sus dientes quedaron realmente hermosos y proporcionados. Sin embargo se negó a ver los resultados en el espejo. Los palpó con sus dedos con gesto feliz. Me pidió que alargase mucho más sus caninos. Busqué palabras mentalmente para advertirle que sería extravagante 12
alargarlos demasiado, pero finalmente opté por complacerle. Cuando ya me parecieron exageramente largos, se los volvió a palpar y me pidió que los alargase más y les diese un acabado afilado. Cuando quedó satisfecho, le tomé el molde dental para fabricar la férula. Aunque el día siguiente era festivo, insistió en que se la tuviera preparada a las diez de la noche y que pasaría a recogerla. No sé por qué razón no fui capaz de negarme. Tenía una cena familiar de las que no se debe faltar, pero simplemente acepté. Pagó generosamente el trabajo realizado y se marchó. No recuerdo mucho más de aquella noche ni del día siguiente, pero a las diez todo estaba preparado para la única visita del señor Augusto Llebrad. Puntualmente sonó el timbre, pero al abrir la puerta apenas pude reconocerle. Estaba hinchado. Su piel había dejado de estar pálida. Saludó cortésmente y con un vigor que no esperaba cruzó la puerta, se quitó el abrigo y me apremió para seguirle hasta la consulta. Se sentó y alabó mi trabajo. Cuando me sobrepuse de la sorpresa le advertí de que le sangraba la nariz y la boca. —Disculpe, ha sido un pequeño accidente mientras venía.
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Se limpió la nariz y comencé a servirle un vaso de agua para que se enjuagase cuando se desvaneció ligeramente. —Es suficiente, no llene más el vaso por favor. Le convencí para que me dejase examinarle la boca de nuevo. No encontré causa para aquella hemorragia. El señor Llebrad me pidió que me calmara, me explicó lo satisfecho que se encontraba de sus nuevos dientes y pidió su férula. Quería acabar cuanto antes y regresar a casa. Desmoldé la pieza de silicona y dejé el modelo en la bata de trabajo. Comprobé que se le ajustaba bien y le di unas indicaciones de conservación. Me pagó mucho más de lo acordado. Aunque me resistí a cobrarle más, me obligó a aceptarlo. Apenas había perdido de vista al señor Llebrad cuando sonó el móvil. Contesté cerrando la puerta y me dieron la terrible noticia del accidente de mi mujer. Había sido ingresada de urgencia. Sin soltar el teléfono me puse el abrigo y salí a la calle en busca de un taxi. La espera se me hizo eterna. Mientras aguardaba me contaron que, poco antes de las diez, mi esposa se había levantado un momento de la mesa y ya no volvió. La encontraron desvanecida sobre la cama de la 15
habitación. Se había quedado pálida y fría. La abrigaron y llamaron a una ambulancia. Cuando me dejaron pasar la encontré dormida. Habían necesitado transferirle una gran cantidad de sangre. Continuaban haciéndole pruebas para encontrar explicación a la pérdida tan grande que había tenido. Sólo habían notado un pequeño cardenal en el cuello. Ni rastro de una gran hemorragia. Observé el cardenal en su cuello. Lo reconocí de inmediato. Eran obra mía. Saqué el molde de mi bolsillo. Eran las marcas de los dientes de Augusto Llebrad.
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La dama de hierro Por Forgotten Rose
La dama de hierro, conocida también como la virgen o doncella de hierro, es uno de los instrumentos de tortura y ejecución que mejor reflejan la crueldad y vileza del ser humano. Se trata de un dispositivo atribuido a la Edad Media y posiblemente construido por primera vez en la ciudad alemana de Nuremberg, de ahí que podamos escuchar su denominación como 'doncella de Nuremberg'. Desgraciadamente el instrumento de dicho castillo fue destruido en 1944 como consecuencia de los bombardeos de la II Guerra Mundial. Como datos históricos, conocemos las declaraciones de Johan Philipp Siebenkees en 1793, quien afirmó que la primera persona ejecutada mediante este método fue un falsificador de monedas, aunque no existe veracidad demostrable en estas afirmaciones. Hay quien dice que este aparato fue construido en el S.XIX como resultado de una mala interpretación del 'Schandmanter' o 'capa de la infamia', otro aparato que consistía en un cuerpo de madera y latón no dañino que se colocaba sobre el cuerpo del castigado, quien habría de llevarlo públicamente durante un tiempo. Mientras que este dispositivo no tenía consecuencias en la salud física de la persona [aparte de la insalubridad de llevar consigo durante un largo periodo de tiempo], la dama de hierro se utilizaba para torturar o dar muerte a los condenados con graves resultados, que explicaremos con mayor profundidad párrafos más abajo. Si bien existe disidencia en el uso de este dispositivo durante el 17
emplazamiento de sentencias judiciales, sí que parece apuntarse a su práctica con carácter y fines macabros. En el S.XVII existía la leyenda urbana de que la famosa Condesa Erzsébet Báthory [más conocida como la 'Condesa Sangrienta'] utilizaba este instrumento de tortura para obtener sangre de sus doncellas y conseguir de esta forma la eterna juventud. Se decía que su obsesión por la belleza le llevó a asesinar más de 630 mujeres, de hecho, posee actualmente el Récord Guinnes como la mujer asesina con mayor número de crímenes en la Historia de la Humanidad. No obstante, no existe veracidad ante estos hechos y hay quien piensa que se trató de una invención política como búsqueda de su desacreditación y muerte. En cuanto a su composición física, era la siguiente: cuerpo de madera y latón semejante a un sarcófago con forma antropomórfica; es decir, un diseño de mujer [en una variación española aparece la cara de la Virgen María] y un cuerpo formado por dos puertas similares al funcionamiento de un ataúd. La estatura era aprox. de dos metros de alto y uno de ancho, siendo estas medidas lo suficientemente amplias como para que una persona de gran estatura pudiese entrar en su interior. La apariencia externa no era precisamente oscura y temeraria, más bien al revés: apacible e inofensiva, escondiendo un interior punzante que solía tener una docena de clavos de metal [oxidados con el paso del tiempo]. La utilización era la siguiente: el verdugo introducía en su interior a la víctima, y una vez cerrada la compuerta, se aplicaba presión desde el exterior transfiriendo la fuerza a las 18
puntas de las estacas que se hallaban en el interior. De esta manera la víctima era empalada con gran dolor mediante 'el abrazo' de los clavos de hierro ocultos y predeterminados en su interior. Hay varias teorías acerca de la disposición interior de estos pinchos y su movilidad, pudiendo ser que existieran varios de forma fija y otros que pudieran cambiarse de posición. Si se quería ejecutar a la persona directamente, se colocaban las púas en zonas vitales como los ojos o la garganta. En el caso contrario de que se quisiera llevar a cabo una muerte lenta, se perforaban lugares no vitales que permitían que la persona conservase la vida y estuviese en una molesta posición vertical. Solamente en el caso de que la compuerta volviera a abrirse, las perforaciones de la persona comenzarían a sangrar. Además, debido al grosor de las puertas, es posible que los gritos de dolor del condenado quedasen insonorizados. Tras ser empalado en puntos como podían ser los brazos, piernas, pecho, u hombros, el individuo de su interior moría lentamente al cabo de varios días. El encierro, aparte de causar laceraciones, era un ente claustrofóbico y privativo sensorial, pudiendo llegar a representar el terror sin límites. De cualquier forma, podemos observar que esta ubicación de las púas de metal denota una exhausta y detallada comprensión del cuerpo humano y de sus órganos vitales. Una obra de muerte que no ha dejado indiferencia a su paso. [*] Como dato curioso, la banda musical Iron Maiden tomó de este instrumento su nombre para el grupo, y en la literatura romántica goza de gran aceptación. El mismísimo Bram Stoker escribió un breve relato titulado 'The Iron Maiden' [1893]. 19
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Colaboradores Cristian Navarro
Erath Juรกrez Hernรกndez Blog: http://erathjuarez.blogspot.com Twitter: @theonlyerath Guido Barsi
Minatufe Twitter: @minatufe
Nuria S. a.k.a. Lady Rat https://www.facebook.com/ladyratartworks http://rattyart.blogspot.com.es/
Ricardo Jurado Natural de Barcelona, naciรณ en 1973. Estudiรณ ilustraciรณn y ha publicado para prensa.
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