Corazón de guata

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Coraz贸n de guata


Para ellos, que siempre recuerdan el camino a casa


La ardilla Marie


La ardilla Marie llegó a mi vida unas navidades, las primeras que pasé lejos de mis padres y mi hermana. Yo tenía diecisiete años, benditos diecisiete, cuando mi única preocupación era tratar de disimular una, creía yo, enfermiza timidez. Cuando íbamos al pueblo de mis padres en verano, algunas veces, no muchas, coincidía con mi prima Elisa que también iba con sus padres a pasar unos días. Nos encantaba estar juntas, era mi prima favorita y juntas no juntas no parábamos de meternos en líos, generalmente iniciados por Elisa, siempre mucho más lanzada que yo y más espabilada también a la hora de justificar con excusas nuestras travesuras. Elisa hablaba por los codos y con lo callada que era yo, éramos la pareja perfecta para el desastre. Mi prima vivía por entonces en Francia con sus padres y su hermano pequeño, un mocoso que siempre andaba detrás de nosotras y al que teníamos que despistar junto también a mi hermana pequeña, para que nos dejaran en paz. Nos creíamos demasiado mayores para ir con los “pequeños”. En esa época para mí Francia y París eran palabras sinónimas y me sonaba todo a deleite y sofisticación, a una idea sacada de alguna película, tan romántica como poco real, a señoritas con coleta y a caballeros con gorrito. Por supuesto, desde la ventana de todo parisino se veía la torre Eifflel, no podía ser de otro modo. Me daba mucha envidia mi prima, quería cambiarme por ella, qué estupendo vivir en Francia y hablar francés y no en nuestro “aburrido” Madrid. Año tras año les daba la tabarra a mis padres para que fuéramos a visitar al tío Andrés, sobre todo a mi madre, porque el tío era hermano suyo y siempre intentaba camelármela con ese pretexto pero nunca funcionaba, siempre había alguna excusa. Un año sin embargo, supongo que hartos de escucharme, por fin lo arreglaron todo para una visita aunque era yo la única que iba a ir. ¡Mi primer viaje sola! No me importaron ni las interminables horas de autobús, ni el frío ni la lluvia ni el idioma, todo era soportable con tal de llegar al destino reluciente de colores que imaginaba en mi cabeza. Resulta que mis tíos vivían en un pueblecito a una hora de París, del que ya ni recuerdo el nombre, en un barrio eminentemente obrero al que se habían trasladado en los años setenta, como tantos otros gallegos en busca de un futuro mejor. Iba a ser una solución temporal, mientras ahorraban lo suficiente para empezar su vida en común, pero habían pasado casi treinta años y cada vez se hablaba menos en voz alta del regreso, aunque la idea estaba ahí siempre, flotando invisible. En aquel villorrio francés no había nada interesante que ver ni que hacer. Una calle principal lo recorría de punta a punta y allí se situaban en perfecta fila el ayuntamiento, el colegio, el instituto y un cine con cafetería. Alrededor se desplegaban unas callejuelas intrincadas que no seguían ningún trazado urbanístico lógico y que estaban repletas de pequeño comercios que cerraban por la tarde casi a la hora en la que en España se abría. Por lo menos yo fui en Navidad, cuando unos altavoces estratégicamente situados, inundaban el ambiente con villancicos, supliendo al menos la carencia de personas en la calle con algo de ambiente navideño, que si no, aquello hubiera parecido OK Corral antes del duelo. Y panaderías, muchas panaderías, tantas como bares en España. Yo nunca había visto tantas y me costaba creer que hubiera clientela para todas. Supongo que algunas sobrevivían o malvivían gracias a algún tipo de inercia, porque yo nunca vi a nadie dentro.


Estaba tan ilusionada porque iba a ir a FRANCIA, así en mayúsculas, con la esperanza de ver maravillas, de pasear por París, de oír y practicar francés, de conocer gente interesante y comer delicias con nombres impronunciables. Y sobre todo quería contar a la vuelta a todas mis amigas de entonces cada detalle fantástico del viaje. Siempre era yo la que escuchaba sus historias, por fin había llegado mi momento. Pero las navidades cosmopolitas que esperaba resultaron ser unas vacaciones corrientes y molientes en un pueblo que podía haber sido el de siempre, el de mis padres, dónde aún vivía mi abuela y al que íbamos invariablemente cada año en verano y dónde Elisa y yo nos lo pasábamos mil veces mejor que nos lo pasamos aquel año. Ni rastro de París, que estaba demasiado lejos y mis tíos demasiado ocupados para llevarme. El mayor enclave turístico del pueblo era el río que rodeaba el pueblo y que transportaba los vertidos de todas las fábricas de las afueras. La gastronomía que pensaba descubrir no existía en una casa de inmigrantes dónde mi tía cocinaba los mismos platos gallegos que mi madre, y en cuanto al idioma, mis tíos, mi prima y mi primo hablaban una perfecta mezcla de español –gallego dentro de las paredes de su hogar. Fuera de él, yo sólo me relacioné una tarde con los compañeros de instituto de mi prima, la mayoría también hijos de emigrantes, con quiénes acudimos a una fiesta a la que tuvimos que ir en tren cruzando páramos desiertos, en la casa de un conocido de todos ellos, dónde comimos bombones y bebimos refrescos mientras escuchábamos música de grupos españoles, que por muy increíble y frustrante que pareciera, resulta que se habían puesto de moda en Francia por esas fechas. Mi conversación más larga fue con el anfitrión que intentaba explicarme las costumbres navideñas locales pero los dos acabamos pasándonos al inglés sino por pereza, tal vez por aburrimiento. Para mis tíos, que habían crecido los dos al aire libre, en plena huerta, vivir en un pisito minúsculo suponía una especie de penitencia de la que esperaban salir algún día, con fuerzas renovadas. Pero tal vez porque cada vez veían más lejos el momento, mi tío había empezado a suplir la carencia de la tierra con un huerto minúsculo a las afueras, arrendado al ayuntamiento y dónde se pasaba las horas muertas entre unos escasos calabacines, tomates y lechugas, que apenas llegaban para las ensaladas de la familia. Mi tía trabajaba limpiando casas que no eran suyas y volvía cerca de la noche, acalorada y despeinada, malhumorada y cansada y se ponía a improvisar la cena y a quejarse de lo poco que mi tío ayudaba en casa. “Este hombre es un caso. Cuando era joven, no se acercaba a una azada y mírale ahora. Si hubiera mostrado el mismo interés por la tierra hace años, otro gallo nos habría cantado.” – esa era la letanía de mi tía todas y cada una de las noches que pasé con ellos. Aquel invierno hizo un frío de mil demonios y mi prima y yo apenas podíamos salir a dar breves paseos que nos congelaban las manos y los pies en medio de calles desiertas y que nos hacían desear no haber salido de casa. A insistencia mía, un día fuimos al cine, a ver una película cuya fecha de estreno ya había quedado en el olvido, pero cualquier cosa me parecía mejor que tomar otro chocolate en una cafetería vacía. Me quedé dormida durante la proyección. El día antes de mi partida, mi tía me llevó en un rápido tour por los comercios del pueblo y compró todos los regalos para mi familia que yo debía cargar en mi minúscula maleta: para mi madre, que no ha bebido té nunca, si acaso alguna vez por descuido, una tetera, una pipa para mi padre no fumador, para mi hermana un papá Nöel a pilas que movía el brazo haciendo


sonar una campanilla y por último, para mí, un plato y una taza de desayuno con una imagen de la torre Eiffel y una inscripción que ponía “Recuerdo de París”, artísticamente embalado dentro de una cestita junto a un peluche (¿sabéis esos regalos dónde el embalaje es mejor que lo que hay dentro?). Y con esos “souvenirs”, las pocas fotos que hice y toda mi ropa sucia, volví a casa, dando por finalizado mi primer viaje de adulta al extranjero y pensando en las pocas ganas que tenía de volver al instituto y encontrarme con mis amigas. No sé qué fue de la taza, el plato creo que estuvo sosteniendo una maceta en casa de mi madre muchos años, (¿qué sentido tiene guardar un ” recuerdo de París”, cuando ni siquiera se ha estado allí?), pero el peluche, una simpática ardillita a la que bauticé con el nombre de Marie (cómo no), aún me sonríe con sus manos juntas debajo del mentón, como si rezara, sosteniendo una nuez que no se termina nunca, recordándome cómo a veces nuestras ilusiones no son suficientes para sostener la realidad.


La jirafa Genoveva


¡Ah! El amor … Se conocieron en el trabajo. Ella acababa de terminar la carrera, cinco años de hincar codos y mal dormir para superar con nota todas las asignaturas de Derecho Económico. Primera de su promoción, aunque eso no impidió que anduviese unos meses deambulando por ahí, sin encontrar nada ajustado a su capacidad y a su talento. Pero finalmente la oportunidad llegó y la llamada tuvo lugar: uno de los bufetes más prestigiosos de la ciudad la reclamaba. Por su parte, él ya llevaba unos años peleando con clientes y jefes, sin demasiado convicción, eso sí, porque lo suyo nunca había sido vocacional, sino más bien fruto de la herencia y el destino. Nieto e hijo de abogados, la cosa estaba clara. Podría haberse rebelado, desde luego, pero no se dio el caso, y no por falta de iniciativa sino de ganas, era demasiado perezoso para emprender una lucha que no estaba seguro que le fuera a reportar algo mejor de lo que tenía. Simplemente no se lo planteaba. Al principio no se gustaron, eran demasiado diferentes y no parecían coincidir en nada. No importaba, ya que las relaciones profesionales pueden ser así, sin obligaciones personales. Pero tras varios meses coincidiendo a la hora de la comida, las conversaciones habían ido adquiriendo cada vez tonos más profundos, demostrando que más allá de las apariencias, había un poso común que no les importaba compartir. Cuando alguien no te cae del todo bien, uno se siente liberado de la presión de gustar en reciprocidad y como consecuencia, se produce algo muy curioso, aflora nuestro verdadero yo, sin fingimientos (¿para qué?) ni pretensiones. Así se dio la paradoja de que fueron entablando una relación estrecha sin dobles lecturas y más basada en la sinceridad que la que mantenían cada uno de los dos con sus respectivos amigos. El trato continuado también hace que lo que al principio parecía disgustarnos, ya no lo hace tanto, y lo que no nos parecía atractivo, a fuerza de costumbre, se vuelve agradablemente cotidiano. Finalmente quedaron un día fuera del despacho. ¿Fue idea de él o de ella? Ninguno lo recordaba. Una tarde soleada de primavera, con ese olor en el aire que evoca el renacimiento que está a punto de suceder. Pasearon juntos por la ciudad, enseñándose mutuamente sus sitios favoritos, tomaron café él y refresco ella en una terraza, aún a medio preparar , sorprendida quizás por la inminente llegada del buen tiempo y hablaron de todo lo que en una oficina no da pie a hablar, no por nada, sino porque parece que no pega: la infancia, la familia, los sueños, las esperanzas, los miedos… y ahí terminaron de confirmar que después de todo no eran tan diferentes. Los fines de semana dejaron de ser para la familia y los amigos, ya sólo contaban las horas pasadas juntos, momentos esperados, anhelados, horas, minutos que volaban sin darse cuenta y sin haber hecho nada en especial. Sin percatarse siquiera, llegó ese momento en que cada uno reconocía en el otro a ese ser tan familiar que llenaba cada momento del presente, y sin cuya presencia ya no se recordaba el pasado ni se imaginaba el futuro. Un día de noviembre, ¡medio año ya! bajo la lluvia, paseaban cogidos de la mano, como adolescentes, deteniéndose en cada escaparate para compartir besos y caricias, para


comentar tonterías y reírse de naderías. Tras el cristal de una tienda ella vio a Genoveva. Aún no se llamaba así, claro, no se llamaba de ninguna manera, era un peluche solitario y anónimo, sin personalidad porque no tenía dueño. Sólo era una jirafa sentada sobre sus cuatro patas. -

¡Mira qué graciosa la jirafa! – exclamó ella divertida y siguieron caminando.

Al día siguiente, la jirafa Genoveva estaba en su escritorio con un lazo y una nota. El amor es lo que tiene, provoca esa necesidad urgente de hacer feliz al otro, para ser feliz uno mismo. La llamó Genoveva porque coincidió que en ese momento estaba leyendo la historia de Genoveva de Brabante y estaba fascinada y aterrada al mismo tiempo por el destino de esa mujer y su hijo. Tal vez era un nombre demasiado cargado de tragedia para una inocente jirafa sonriente, pero nadie elige su nombre al fin y al cabo. Genoveva reposó sus largas patas en el cuarto de ella unas pocas semanas, luego lo hizo en el cuarto compartido cuando la pareja decidió que el tiempo que pasaban juntos no era suficiente y tenían que vivir juntos en un hogar nuevo, y mucho, mucho más tarde, pasó a reposar en el cuarto de su hija. Allí sigue, velando el sueño de mi sobrina Nora.


El osito “Forever Friends” y Giorgio el Koala.


Lucía y Catalina se recordaban siempre siendo amigas. No sólo amigas, sino las “mejores amigas”. Sus padres vivían en el mismo edificio y ellas habían crecido prácticamente juntas, escalera arriba, escalera abajo, compartiendo juegos, colegio, amigos y algo más tarde, facultad y hasta algún que otro novio. Lucía no tenía más hermanos o hermanas, algo que sin duda ayudó a acrecentar aún más el lazo que la unía a Catalina, quién sí que tenía una hermana mayor pero los cinco años de diferencia entre ellas, salvo en contadas ocasiones, suponían una gran distancia. Por eso el día que Lucía anunció que se casaba y se trasladaba a vivir a otro país fue tan duro. -¡Australia nada menos! -¿no podías irte más lejos! – Catalina se llevó las manos a la cabeza. Tanto paseo por la playa aquel verano y al final Lucía y el surfero australiano con el que empezaron a hablar un día tonto de verano, habían hecho algo más que intimar. Catalina llevaba ya un año casada con un compañero al que conoció en el bufete dónde trabajó al terminar la carrera, sin que ese hecho hubiera afectado al tiempo que seguían compartiendo juntas, a las charlas interminables, a los planes de “solo chicas” una vez al mes, pero esta nueva situación sí prometía ser diferente. Estaban el teléfono y las redes sociales, claro, pero las dos temían que no fuera lo mismo. Catalina pidió un día libre en el trabajo y se encerró en casa a llorar aprovechando que su marido hacía esa semana horas extras. No quería hablar con nadie, quería sumergirse en su pena, saborearla, saciarse de ella. Solo así podría luego continuar. Siempre había sido su manera de afrontar la tristeza. Organizaron como no podía ser de otro modo una fiesta de despedida, en la que no había más invitados que ellas dos, vieron una película, comieron chuches, rieron, lloraron a ratos y finalmente se despidieron con un abrazo y un regalo. Lucía le había comprado a Catalina un suave osito que llevaba una camiseta verde con la inscripción “Forever Friends” y Catalina le dio a Lucía, un enorme -¡cómo no!- koala gris también de peluche, con unos enormes ojos saltones. -

Se llama Giorgio –dijo Catalina entre risas-. Giorgio había sido un “ligue” de Lucía en un viaje de fin de curso que hicieron a Italia, cuando aún estaban en el instituto. –Trátale bien-. Ahora reían las dos.

Esa fue la última vez que estuvieron juntas. La vida nos lleva de la mano y no tenemos más remedio que seguirla. Con un nuevo trabajo, un nuevo país, y pronto una familia, Lucía fue construyendo su futuro al igual que Catalina siguió construyendo el suyo. Estaba el teléfono sí, pero no era lo mismo y las llamadas y los mensajes cada vez eran más espaciados. Pero no dejamos atrás tan fácilmente nuestra niñez, siempre hay un momento para el recuerdo, la sonrisa y el suspiro. Catalina hizo una lámpara infantil con el osito “Forever Friends” para la habitación de su hija Nora. Se le ocurrió la idea viendo una revista de decoración e inmediatamente se puso a ello. Se trataba de colgar a la típica lámpara globo una cestita para simular un globo. El osito estaba en la cesta, disfrutando del inesperado viaje. Cuando le envió la foto a Lucía, ésta estaba en


una cena con los compañeros de trabajo de su marido y no pudo evitar enseñársela a todos, que aplaudieron la idea entusiasmados. Como resultado, la mitad de los colegas de su marido, tenían en las habitaciones de sus hijos una lámpara similar. Catalina al parecer había creado tendencia en el extranjero. ¡Australia, nada menos! Lucía por su parte, que no carecía de sentido del humor, vistió a Giorgio de Cocodrilo Dundee, y colocó al muñeco en el lugar más visible de la entrada. A las visitas les encantaba y Catalina reía cuando Lucía se lo contaba. -

Este año seguro que sacamos un hueco y quedamos para vernos, Cata –decía Lucía al teléfono.

-

Claro, cogemos unos días de vacaciones y nos vamos por ahí “sólo chicas” –contestaba Catalina.


Violeta


Sofía apenas tenía 3 años cuando el viento comenzó a traer junto con los habituales trinos de los pájaros y el zumbido de los insectos, otros sonidos desconocidos aunque afortunadamente para quién los reconocía, de momento, distantes. Su madre le explicó un día que eran los cañones de la guerra y Sofía pasaba las noches intentando descifrar por el ruido, cómo sería un cañón y cómo sería la guerra. Ningún mayor hablaba de ello y su imaginación se alimentaba de conversaciones furtivas escuchadas a medias, adultos susurrando en los rincones, con expresión angustiada y la cabeza baja que retomaban con fingido entusiasmo las tareas cotidianas cuando ella se acercaba. Sabía, eso sí, que la guerra era ese sitio a dónde un día había ido su padre, a quién ya casi no recordaba. A veces, en la oscuridad de la noche, arrebujada entre las mil mantas con que su madre la tapaba en un infructuoso intento de quitarle el frío que se colaba inmisericorde a través de las grietas de la casa, veía imágenes difusas de un hombre y una niña corriendo y riendo en el prado, bajo la inexpresiva mirada de las vacas que de vez en cuando levantaban la cabeza del suelo en que pastaban, imágenes que cada vez se le aparecían más borrosas. Le daba miedo preguntar a su madre y a sus tías, porque sabía que ellas no querían contestar, así que se limitaba a cerrar los ojos e imaginar. Sofía era muy pequeña para ocuparse de ninguna de las tareas de la casa y no había más niños en la aldea con quién entretenerse. Pasaba los días detrás de las faldas de su madre, viendo como se ocupaba de los animales, del pequeño huerto y de la casa. Su madre se levantaba antes que el sol para ordeñar las dos vacas que aún les quedaban, limpiar las cuadras y dar de comer al cerdo, al conejo y a las gallinas. Si el tiempo era bueno, dejaba que las vacas pastaran al aire libre pero si el día amanecía demasiado frío, tenía que acarrear hasta la cuadra grandes fardos de hierba que cargaba sobre su espalda ya permanentemente encorvada. Luego era el turno de las labores de la huerta. Sofía se sentaba a su lado sobre la tierra húmeda y enterraba los dedos, haciendo surcos que el aire siempre acababa rellenando. “Nena, ponte mi delantal debajo del culo”, le decía su madre, pero el delantal acababa olvidado cuando se levantaba tras el rastro de algún bicho que había llamado su atención. El mejor momento del día era al volver a casa, ateridas de frío, cuando su madre encendía la cocina de leña y lentamente la cocina iba caldeándose y ellas iban despojándose poco a poco de capas de ropa. Capas que había que volver a ponerse a la hora de salir hacia las habitaciones. Antes dormían juntas pero la tía Ana le había hecho notar a su madre hacía unas semanas que la nena ya era lo bastante grande como para dormir sola. Hasta entonces, Sofía no había tenido sentimientos especiales por nadie que no fueran su madre o ese padre ausente y ya medio olvidado; el resto de las personas le eran indiferentes. Pero a partir de ese momento, la tía Ana pasó a una categoría recién creada de “personas que no gustan” y Sofía tuvo que empezar a dormir con su muñeca de trapo en vez de con su madre. Con la llegada de la primavera, las flores comenzaron a desperezarse perezosas en busca del tímido sol que calentaba con más fuerza y durante más tiempo que hacía apenas unos días, para regocijo de Sofía, que ahora pasaba más tiempo alejada de su madre haciendo pequeños ramos de flores silvestres que luego metía en algún vaso de agua en la cocina. Los prados y campos empezaron a cubrirse con mil tonos de verde y todos los árboles desplegaban el


poderío de sus ramas anticipando los frutos que en breve ofrecerían a quién quisiera cogerlos. Los pájaros, eufóricos, surcaban los cielos mezclando ritmos y melodías. El aire olía mejor y esas noches más cortas, menos frías, suponían una bendición en todas las casas del valle. Otro tipo de cambios sin embargo, no fueron tan bien recibidos. Los sonidos hasta entonces lejanos de “cañonazos y bombas” (dos palabras nuevas que Sofía había aprendido ese invierno) ya no lo estaban tanto. Cada vez se oían con más fuerza las explosiones y a menudo, las noticias sobre tal o cuál batalla (otra palabra nueva) llegaban antes, no por la rapidez de los mensajeros, sino porque el lugar de la batalla en cuestión se encontraba más cerca. Otros años, la primavera había traído sonrisas y ánimos más relajados a las personas mayores, pero este año, Sofía se había dado cuenta de que no estaba siendo así. Sus caras se vestían demasiado a menudo de amargos rictus de preocupación y en más ocasiones de las deseadas, ya no se acordaban de fingir otra cosa en su presencia. Su madre la despertó una noche y le ordenó que se vistiera deprisa. Medio dormida aún, pudo ver que ella llevaba puesto el traje que reservaba para los domingos de mercado, al igual que la tía Ana que miraba desde la puerta, con un par de maletas a los pies. -Nos vamos de viaje, nena. Vamos a visitar a los tíos de Madrid –, le dijo por fin su madre mientras le terminaba de abrochar la chaqueta. Sofía tenía un montón de preguntas, estaba segura de que esas no eran horas para hacer ningún viaje, pero no podía hacer ninguna ante los continuos “Chssst” y “Date prisa” de las dos mujeres. Aún sin respuestas, intuía que ese viaje iba a suponer una larga ausencia así que en el último momento cogió a su muñeca, y así agarrada a ese trozo de trapo y en brazos de su madre abandonó para siempre el que había sido su primer hogar. Era noche cerrada pero las dos mujeres se las ingeniaban para seguir el camino hasta el río, dónde unos murmullos entrecortados revelaban la presencia de más gente de la aldea, que como ellas, caminaban en la sombra, con bultos en las manos y sobre sus cabezas. Tras varias horas de caminata en silencio, el tímido sol comenzó a salir entre las colinas, lo suficiente para ver el carro que les esperaba y dónde montaron amontonados para que no tuviera que hacer más viajes. Al mediodía ya estaban en la ciudad dónde su madre, tía Ana y ella se montaron en un vagón de tren que las conduciría a Madrid. Rendidas, las tres cayeron dormidas en apenas unos minutos, apoyadas las cabezas de su madre y la tía y bajo el brazo de su madre ella, sujetando en el regazo la muñeca. Y Sofía soñó. Soñó con el último día que había visto a su padre. Era día de mercado en el pueblo. El la llevaba cogida de la mano mientras paseaban entre los puestos de los feriantes. Su madre estaba en uno de ellos, sentada delante de cestas repletas de tomates, lechugas, huevos y quesos que ella misma elaboraba. El día no se estaba dando muy bien, la gente no tenía muchas ganas de gastar.


Más allá de los puestos de alimentos, en la parte de arriba de la plaza, se colocaban otros que a Sofía le gustaba más mirar. En algunos había artículos para el hogar (cestos, menaje, ropa de cama), en otros, herramientas de trabajo, en otros cachivaches que nadie, ni siquiera su padre parecía saber para qué servían, en otros, jabones, lociones y cremas y a veces, no siempre, había alguno con dulces para los niños. Sofía brincaba más que caminaba, moviendo su cabeza de un lado a otro, principalmente buscando ese último puesto dónde sabía que su padre no podría resistirse a comprarle algún regaliz o caramelo o en ocasiones hasta algún juguetito que el feriante de turno dejaba colgados convenientemente a la altura de los más pequeños. Y precisamente allí, colgada del pelo, estaba Violeta, esperando. Violeta estaba hecha de trapo y ya había trotado bastante para su corta vida. De hecho, era una muñeca de segunda mano pero con un lavado de cara y unos remiendos, la vendedora pensaba que aún tenía posibilidades de venderla, como así fue. Era el juguete más barato del puesto, el padre de Sofía no se podía haber permitido ningún otro. Pero eso Sofía no lo sabía ni le importaba. Su nueva adquisición, la primera muñeca que tenía en su corta vida, sin contar las mazorcas de maíz con las que habitualmente jugaba, era lo más bonito del mundo, y lo sería siempre, pasara lo que pasara.


Marcela y Paloma, vacas lecheras


Cuando éramos pequeñas, mi hermana y yo pasábamos todo el verano en casa de mi abuela. Mi madre iba con nosotras en autobús en un viaje que se nos antojaba eterno, allí pasábamos un par de días las cuatro juntas, y luego ella se volvía a casa con mi padre hasta que finalmente ambos cogían vacaciones y llegaban juntos a mediados de agosto para pasar la última quincena del mes de agosto. Mi madre dedicaba ese poco tiempo que pasaba con nosotras y la abuela, principalmente a organizar habitaciones, armarios, coladas y dar instrucciones precisas a todo el que se le pusiera por delante, incluidas nosotras, que decíamos que sí a todo sin hacer el mínimo caso, ya que estábamos demasiado ocupadas en explorar hasta el último rincón de la vieja casa de piedra como si fuera la primera vez que la veíamos: la cocina de leña, los cuartos de madera oscura, con camas grandes y pesadas que ocupaban casi todo el espacio, la de la abuela con una colcha hecha a mano de mil colores y una vieja muñeca de trapo reposando sobre la almohada, la que ocuparían mis padres, sobre la que colgaba un cuadro de mi madre el día de su primera comunión y la que ocupábamos nosotras, con dos cojines de puntillas y un aparador de “princesas” como decía mamá, porque la madera estaba desteñida y parecía de color rosado. Por supuesto visitábamos el desván, lleno de polvo, el patio dónde la abuela tenía un par de conejos y alguna gallina, el jardín con preciosas plantas y flores , el antiguo pozo que había quedado como reliquia de un pasado olvidado, y el hórreo al que teníamos prohibido subir por si nos caíamos pero en el que acabábamos cuando no nos veía nadie. Sólo cuando se nos pasaba el entusiasmo inicial, empezábamos a ser conscientes de la inminente partida de mamá, a la que íbamos a despedir a la estación de autobuses. Entonces nos colgábamos de sus faldas mientras ella nos cubría de besos y nos pedía por enésima vez que fuéramos buenas y que obedeciésemos a la abuela. Lo mejor de aquéllos veranos era la posibilidad de estar al aire libre permanentemente. Desde que nos levantábamos por la mañana hasta que rendidas caíamos en nuestras camas, ocupábamos el día en corretear por el jardín, saltar por el prado, pisar el huerto ante los gritos de la abuela que nos decía que ese año no íbamos a tener pimientos por nuestra culpa (mentira, nunca en nuestras vidas hemos vuelto a comer ni a ver tanto pimiento, jamás se acababan) y en toda suerte de travesuras y juegos que se nos iban ocurriendo sobre la marcha. Solíamos hacer “ pasteles” y “tartas” de tierra y agua que luego decorábamos con pétalos de flores y fingíamos comer en una supuesta merienda de “señoritas” mientras nos pasábamos las tazas y las cucharas robadas de la cocina diciendo continuamente “gracias” y “por favor”. También hacíamos collares y adornos para el pelo con flores que recogíamos en el mismo borde del camino o nos empachábamos comiendo moras de todos los zarzales que encontrábamos. Lo cierto es que en Madrid sobre todo mi hermanita pequeña era una carga que tenía que “soportar” y de la que siempre estaba intentando deshacerme, pero en el pueblo, si no había nadie más, a solas las dos lo compartíamos todo y no nos separábamos jamás. Cuando la abuela nos dejaba subir al pajar, aquello era un regalo. Se trataba de un espacio enorme enfrente de la casa al que se llegaba por una enclenque escalera de madera y en el que había un montón de baúles llenos de trastos y ropa vieja que nos encargábamos de sacar. Nos encantaba disfrazarnos con esa ropa antigua y a veces martirizábamos también al pobre


gato intentando ponerle alguna prenda que veíamos apropiada para fingir que era nuestro bebé. Por supuesto, eso explicaba buena parte de los arañazos, aunque no todos, con los que recibíamos luego a nuestros padres, que escandalizados entre abrazo y abrazo nos preguntaban dónde habíamos estado restregándonos. Mis padres llegaban siempre exhaustos por el largo camino y los meses de duro trabajo. Mi padre trabajaba en una fábrica de conservas y mi madre limpiaba casas. Tal eran sus ganas de desconectar del mundo que apenas sí salían de casa y como mucho se les veía deambular dando largos paseos por la orilla del río cogidos de la mano, sin prisa y sin hablar. Aunque no recuerdo que mis padres se profesaran en público grandes muestras de afecto, sin embargo sí les veo yendo a todas partes de la mano, como niños. La abuela Sofía trajinaba en la cocina sin parar, nos atendía a todos como los huéspedes que éramos y no dejaba que mi madre tocase un solo plato y se escandalizaba si el que hacía amago de tocarlos era mi padre. Estaba siempre a nuestra disposición y nunca la oímos quejarse, siempre alegre, siempre riendo, siempre tarareando canciones que nadie más sabía. A veces mi hermana y yo nos sentábamos con ella en lo alto del prado y desde allí observábamos el apacible discurrir del río, allá en el fondo. Nos preguntaba por las cosas del colegio, por lo que hacíamos durante el año en Madrid, por nuestros amigos, nuestros juegos... y a nosotras nos faltaba tiempo para explicarle atropelladamente nuestras apretadas agendas infantiles. Aprovechaba para soltarnos el pelo que mamá nos recogía en sendas coletas y nos hacía bonitas trenzas que nosotras tratábamos de imitar en nuestras muñecas. Ella también hablaba y aún recuerdo el tono y la cadencia de su voz, tan suaves como la brisa que a veces hacía ondear nuestras faldas. Nos contaba historias de cuando ella también era niña como nosotras, en la antigua casa que ya no existía, y sobre cuyos escombros el abuelo había construido con sus manos la que ahora habitábamos. -La guerra lo destrozó todo – decía con la vista perdida-. Pero siempre supe que volvería. Historias de cuando vivía en Madrid, de cómo conoció al abuelo a quién veía todos los días cuando iba a la academia de costura. El era el chófer del autobús y desde que descubrieron su común origen gallego, charlaban sin parar durante el trayecto. Finalmente se casaron y decidieron regresar a Galicia, aprovechando ese terruño que por ley era de la abuela , con una casa que ya no existía pero que ellos reconstruyeron para fundar su hogar a fuerza de trabajo duro. No les duró mucho la felicidad sin embargo, el abuelo murió poco después en un desgraciado accidente con el tractor, pero de esas cosas la abuela nunca nos contaba nada. Nos contaba anécdotas de nuestra madre y de nuestro tío Andrés, el hermano de mamá al que casi nunca veíamos porque hacía años que vivía en Francia. Sólo de vez en cuando venía a pasar unos días con su familia. Yo estaba deseando que vinieran porque mi prima y yo nos entendíamos a la perfección, teníamos la misma edad y disfrutábamos cada minuto que pasábamos juntas, pero no siempre nos encontrábamos y yo tenía que “conformarme” con pasar el rato con mi hermana, que cada año me iba pareciendo más pequeña que yo. ¡Qué curiosa percepción del tiempo cuando vamos creciendo!.


-Cuando yo era pequeñita como vosotras,-decía la abuela-, teníamos dos vacas en casa. Yo quería ordeñarlas pero mi madre y la tía nunca me dejaban. Un día me levanté antes que ellas y entré en la cuadra. En la casa vieja, la cuadra estaba justo detrás y comunicaba con la cocina por una puerta ancha y pesada. Coloqué el banquito para sentarme y el cubo, como había visto hacer mil veces y me dispuse a ordeñar a vaca que encontré primero, que resultó ser Marcela, la vaca pelirroja. La otra era Paloma, que tenía manchas blancas y negras y que aprovechando la puerta que yo había dejado abierta sin darme cuenta, entró en la cocina. – nosotras que ya sabíamos el final de la historia, mil veces contada, nos tapábamos la boca en ese momento para contener la risa-. -El caso es, -continuaba la abuela- que mientras yo me las apañaba más mal que bien con la tetilla de la vaca Marcela, su compañera Paloma estaba de excursión por el interior de la casa, entró en el cuarto de madre y de la tía volcando una silla por el camino, con lo que las dos mujeres se despertaron sobresaltadas para encontrarse a la vaca recostada a los pies de la cama masticando una vieja manta. Tal fue el susto que se llevaron que las dos salieron corriendo en camisón gritando que habían visto al diablo. Mi madre cogió la escopeta de mi padre, que colgaba encima de la ventana del cuarto pero con la confusión y el miedo que tenía no se acordaba de dónde estaba guardada la munición y empezó a revolver armarios y vaciar arcones. De todos modos para entonces la tía ya había descubierto a la verdadera responsable del desaguisado y me llevaba de vuelta a la cama agarrada de una oreja. Eso sí, no solté en ningún momento el barreño con las pocas gotas que conseguí robarle a Marcela. Mi hermana ya no aguantaba más y al llegar el final de la historia, se tiraba por el suelo de la risa que le daba y empezaba a rodar prado abajo ante los falsos grititos de preocupación de mi abuela. Y así transcurrían los días, sin tiempo ni obligaciones ni preocupaciones, hasta el día de volver a casa, en el que nos levantábamos todos de mal humor, mi madre preparaba las maletas sin hablar con nadie, mi padre se dedicaba serio a lavar el coche en el patio trasero con mucha más concentración de la necesaria y mi abuela, desaparecía sin que nunca supiéramos dónde estaba. Ahora se que se escondía para llorar por la inminente separación, para no tener que llorar luego cuando nos cubría de besos y nos daba los últimos regalos para que nos los lleváramos a casa. Mi hermana ha heredado esa manera de la abuela, cuando algo la apena, llora mares y ríos y lagos, aunque siempre en solitario, luego aparece con los ojos rojos y la nariz congestionada esgrimiendo la más amplia de las sonrisas, y los demás nos debatimos entre las ganas de sacudirla por ser tan tonta y no pedir ayuda y las de abrazarla y arrullarla como cuando era un bebé. El último verano, mi abuela nos entregó ya en el coche los que iban a ser sus últimos regalos. Los abrimos cuando ya estábamos a mitad de camino, mi madre no nos dejó hacerlo antes. -¡Marcela! -gritó excitada mi hermana cuando terminó de desenvolver el suyo y encontró una vaca de peluche. Yo aún me peleaba con el papel de regalo en el que venía envuelto el mío, aunque ya sabía lo que iba a encontrar. -Paloma –dije bajito. Y Cata y yo nos miramos, cómplices, sintiendo esa conexión especial, de hermanas y niñas.


Lucas, el falso le贸n


El padre de María murió cuando ella apenas acababa de cumplir cinco años y su hermano pequeño Andrés aún no había cumplido los dos. Apenas si recordaba los días interminables pasados junto a su cama, viéndole consumirse cada vez más. De su padre apenas si sabía que años atrás, había trabajado de conductor de autobús y que así había conocido a su madre. No le dio tiempo a conocer mucho más de aquel hombre bueno. Su madre cayó en una absoluta depresión que la inhabilitaba para cualquier cosa que no fuera yacer sin ganas en la cama. Los niños hubieran muerto de inanición y seguramente su madre también, de no ser por el tío José, el vecino más cercano en la aldea, que se acercaba todos los días a traerles algo de comida. En la aldea casi todos estaban emparentados de algún u otro modo aunque rastrear a veces según que árbol genealógico podía ser una tarea muy ardua. José era un primo lejano de algún primo del abuelo de Andrés y María. Llamarle tío era más cómodo y sencillo, aunque el parentesco era ya más que cuestionable. En sus cortas vidas, los niños no habían tenido mucho trato con él. José empleaba todas las horas del día desde que salía el sol hasta que se ponía, en trabajar alguna de las muchas fincas que tenía repartidas por la zona. Tenía muchas bocas que alimentar, su mujer, que apenas salía de casa por un “problema de huesos” y sus cinco hijos, algunos ya mayores pero que seguían viviendo en la casa familiar. La más pequeña había nacido apenas unos meses, y Andrés y María la habían visto o más bien, la habían oído berrear, en la iglesia, el día del bautizo. El tío llegaba con una cazuela todavía caliente y apenas si se adentraba en la casa cuando venía. Se quedaba en la puerta diciendo en voz bien alta “Le traigo algo de comida, Sofía”, y luego más bajito, agachándose para estar a la altura de los niños “Uno nunca sabe lo que pueden decir las malas lenguas”. Andrés y María le miraban sin entender qué eran esas malas lenguas y porqué al tío José le preocupaban tanto, pero ansiosos por hincarle el diente a lo que traía dentro de la cazuela. María cogía la comida y se encargaba de llevarle a su madre un plato que la mitad de las veces recogía aún lleno. A sus cortos cinco años, asumió también la responsabilidad de cuidar de su hermano pequeño. Le bañaba, le vestía y le daba de comer. Y también le regañaba cuando le veía hurgándose la nariz, como siempre había visto hacer a su madre. Ésta fue poco a poco regresando de la tierra de amargura en dónde se había refugiado y recuperando la conciencia de que tenía dos criaturas solas en la casa y por las que no podía dejarse morir como era su deseo. Por ellas terminó levantándose y tomando las riendas de un hogar en el que no volvería a haber alegría por mucho tiempo. -Ahora eres el hombre de la casa- le decía a Andrés, cuando le arropaba por la noche-. Tienes que cuidar de mamá y de María. Andrés creció con la responsabilidad y la presión que suponía saber que era el hombre de la familia pero con la certeza de que en las ocasiones en que habría hecho falta, nunca estaba a la altura y siempre era María la que se ocupaba. María por su parte, siempre reprochó secretamente a su madre que no se diera cuenta que esas esperanzas depositadas en su hijo a veces suponían un menosprecio para la hija, que no se veía igual de valorada, a pesar de todos sus esfuerzos.


Sofía siempre se mostraba más permisiva con su hijo Andrés, con sus entradas y sus salidas, siempre dispuesta a disculpar los altercados en que invariablemente acababa metiéndose, mientras que María se veía muchas veces axfisiada y cuestionada por el control materno. La falta de recursos no les permitió a ninguno de los hermanos estudiar más allá que las cuatro letras a las que entonces podían tener acceso en los pueblos como el que vivían. Andrés lo tenía fácil, su ayuda era necesaria en la huerta y con los animales, aunque las más de las veces tenía alguna excusa para no aparecer y se las ingeniaba bastante bien para escaquearse si era necesario, sin que a su madre pareciera importarle, pero María, una adolescente sin formación, no veía un futuro demasiado esperanzador. El destino, quiso decidir por ella. Como la jovencita guapa que era, no podía evitar atraer la atención de todos los mozos en las pocas ocasiones que había para ello, a la salida de misa, en los mercados, en las romerías… sin que ninguno pareciera destacar en la cantidad o calidad del interés que María les prestaba, hasta que un buen día eso cambió. La cercanía tal vez fue un factor clave, porque el elegido resultó ser Paco, uno de los hijos del tío Jose, el más pequeño de los chicos y a quién la vida tampoco le deparaba gran futuro en una casa llena de demasiada gente. En algún momento Paco decidió que la única salida posible era marcharse de la aldea e intentarlo en un lugar mejor. Gracias a un contacto, consiguió un billete de tren y unas referencias par un empleo en Madrid. Con apenas 20 años, la suerte estaba echada, y no solo para él, sino también para María, que ya no podía hacer otra cosa que seguir a quién había conquistado su joven corazón. La madre de María se rindió a lo inevitable y acabó contactando con los parientes que aún tenía en Madrid para que pudieran echarle una mano a su hija si era el caso. Ella se había marchado de la aldea siendo una niña con su madre y una tía de ésta pero siempre habían tenido claro que era una situación temporal y que volverían algún día. Pero el tiempo fue implacable y desgraciadamente primero la tía y más tarde la madre murieron antes de ver como Sofía cumplía el sueño de volver y reconstruir el viejo hogar que había quedado abandonado. No imaginaba que años después, su propia hija recorrería otra vez el camino a la inversa. Se despidieron con lágrimas que hablaban de pena pero también resignación por una decisión que en el fondo ambas sabían correcta. A María le costó mucho tomar la decisión, le dolía dejar a su madre, sentía que no se estaba ocupando de ella como debiera, más dejándola con su hermano, que no se preocupaba más que por sí mismo. María y Paco llegaron casi con lo puesto a una ciudad inmersa en un loco crecimiento y desarrollo que apabullaba la mente y los sentidos. Durante años convivieron de alquiler en un modesto pisito sin calefacción ni agua caliente que compartían con otra pareja. No fue fácil, pero a fuerza de trabajar y de no gastar en nada que no fuese imprescindible, Paco en su puesto de maquinista y María, que enseguida encontró colocación como asistenta en una casa de postín de las afueras, consiguieron ahorrar lo suficiente para pagar la entrada de un pisito igual de pequeño e igual de frío pero que por lo menos era suyo. María tuvo que dejar su trabajo cuando se quedó embarazada. A la señora no le parecía apropiado que a sus invitados les sirviera la cena una mujer “con bombo”. Afortunadamente a


Paco le habían ascendido hacía poco en el suyo y el golpe no fue tan duro pero aún así, si ya prescindían de “lujos”, aún se propusieron restringir mucho más los gastos. Así nació Sonia, en un hogar dónde cada peseta era minuciosamente contabilizada y estudiada antes de gastarla, dónde ni siquiera el bebé, con las prerrogativas que a veces suele concederse a la infancia, podía permitirse ningún capricho. Todo era mesura, frugalidad y contención. Tan interiorizado tuvo Sonia su modo de vida, que hasta que fue un poco mayor no se dio cuenta que había otros modos, otras familias, otras vidas. Cuando llegó su hermana pequeña algunos años más tarde, la situación era un poco más desahogada y desde el principio Sonia sintió que le había sido robada una infancia que a su hermana Catalina le estaban regalando. Aunque por supuesto no hubiera sabido expresar con palabras esa sensación y de todos modos poco a poco fue olvidándola o encerrándola en algún oscuro rincón de la memoria, de dónde sólo surgían trazos muy abstractos en ocasiones puntuales de enfado con su hermana. Mientras tanto del pueblo llegaban cada año noticias diversas. Andrés parecía que por fin había sentado la cabeza, o era lo que querían creer todos, más o menos desde que Lola, la chica con la que se veía por entonces, se quedara preñada al inicio de la primavera y tuvieran que amañar una precipitada boda en la ermita del pueblo, entre parientes disgustados y vecinas curiosas que no paraban de observar el vestido de la novia para ver “cuánto se le notaba ya a la pobre”. Antes de aquello, Andrés estaba deseando que llegara el verano. Prácticamente todos los días había alguna fiesta o romería para poder salir toda la noche con los amigotes. Si había suerte bailaban con un par de chavalas y si había más suerte aún podían meterle mano a alguna. Ninguna preocupación, ninguna responsabilidad. Pero ahora, hombre casado, tenía que pasar las noches con su mujer, y atenderla en un embarazo que se estaba volviendo complicado. A Lola la había conocido en las fiestas de la aldea. Había llegado tarde a la romería porque hasta el último rayo de luz, tuvo que quedarse ayudando a su madre en la huerta. No vio a ningún conocido así que decidió adentrarse entre el gentío que se acumulaba al lado del palco para ver mejor a los músicos. La chica que cantaba no lo hacía del todo mal, pero sospechaba que la principal razón de que hubiera tanta gente, hombres principalmente, mirando y sin bailar, era el vestido ceñido que llevaba y que amenazaba con subirse un poco más cada vez que giraba al son de la canción. El hizo como todos y se apoyó un rato en la estructura metálica con el cuello echado hacia atrás disfrutando del inesperado espectáculo. Cuando empezó a cansarse, dio una vuelta alrededor del campo dónde se celebraba la fiesta. Aquí y allá había parejas bailando y los que no lo hacían seguían el ritmo con los pies para afrontar la noche que se estaba quedando fresquita. Buscaba por inercia, esa cara bonita a la que acercarse y pedirle un baile, olvidado ya el cansancio del día. Y entonces la vio. Estaba sentada al borde del camino, con su mejor vestido sin duda y modosita con las manos cruzadas en el regazo. Seguramente alguna amiga se acababa de levantar para saludar a alguien y ella la estaba esperando, mirando al suelo y siguiendo el ritmo de la canción con el tacón de su zapato. Lo cierto es que le sonaba un poco su cara, seguramente era de la aldea o de los alrededores. Se acercó a ella y de esa manera Andrés selló su destino.


Lucas era un león aunque nadie lo diría, porque se sostenía sobre las dos patas traseras y tenía cara de bonachón. También parecía estar triste, extraño para quién todos consideran “el rey de la selva”. Era un peluche barato de los que salen caros en las tómbolas de las fiestas de pueblo gracias a mozos como Andrés que por impresionar a las chicas se dejaban a veces todo el jornal en fichas. Al menos Andrés consiguió su objetivo aquella noche, aunque luego vinieron muchas más para desesperarse. No tenía trabajo, pasaba el tiempo y no encontraba nada. Incluso su hermana, más preocupada por su madre que por él le ofreció a la nueva pareja y a su futuro bebé unos meses de estancia en su hogar para que buscaran suerte en Madrid. Pero Andrés no quería la caridad de su hermana y sin embargo no le quedó más remedio que finalmente aceptar la del padre de su mujer que tenía una hermana viviendo en Francia. Poco después de que Lola diera a luz, marcharon los tres a una nueva vida, dejando detrás, entre otros, el corazón roto de Sofía, que en pocos años había visto partir a sus dos hijos. De camino a la frontera, Andrés, Lola y la recién nacida Elisaita hicieron una parada para visitar a María. A ésta no le había gustado nada que su hermano se negara a aceptar su ayuda y no pudo evitar sentirse un poco distante y fría con él. Y Andrés no pudo evitar sentir cierto alivio cuando prosiguieron el viaje. La relación entre los hermanos nunca había sido del todo cordial, ambos tenían demasiadas cosas que reprocharse y demasiado orgullo para reconocerlas. María siempre se sintió desplazada por un hermano al que su madre parecía adorar por el simple hecho de ser del género masculino , y al que invariablemente perdonaba hasta el último de sus defectos. Andrés por su parte, no se sentía cómodo con su perfecta y responsable hermana. Lola y María utilizaron aquellos días para conocerse y pasear por el parque con sus respectivas hijas a cuestas. Elisaita y Soni parecían haber congeniado a pesar de ser tan sólo unos bebés. A Lola le daba cierta pena que su marido y su cuñada no estuvieran tan cercanos como lo estaba ella con sus hermanos, pero tenía suficientes problemas propios que atender para hacer algo más que reprochar a Andrés el que no hubiera tenido ni el detalle de traerle un regalo a su sobrina. Andrés se sintió avergonzado, no había sido a propósito, simplemente no se le había ocurrido, así que la tarde antes de irse y siguiendo un impulso tonto, le regaló a Soni uno de los juguetes de su hija, un peluche que creía recordar que había ganado en alguna tómbola. María fue lo suficientemente educada para fingir que no se daba cuenta de estar recibiendo un regalo de segunda mano y lo suficientemente agradecida para apreciar el gesto improvisado.


Chusco, perro callejero


Era el cumpleaños de la señora Ana y las enfermeras de la residencia estaban colocando las nada menos que setenta velas en una tarta con forma de estrella.

Pero la señora Ana ya no estaba para soplar velas ni comer tartas. Desde el último ictus de hacía unas semanas, prácticamente era un vegetal bajo unas sábanas. Sin embargo, su hermana pequeña Carmen se había empeñado en celebrar el cumpleaños como si no hubiera pasado nada y había encargado la tarta en una pastelería del centro dándoles precisas instrucciones: debería tener forma de estrella, la forma favorita de su hermana mayor, y con mucha nata, como más le gustaba, aunque ni siquiera iba a probarla.

Ana llevaba ya dos años en la residencia, había sido preciso ingresarla ya que ella no podía ocuparse adecuadamente de sus cuidados. Puntualmente acudía a visitarla cada sábado. Solía llevarle algunos dulces y alguna revista, cuando ella aún podía comer por sí sola y se entretenía viendo las fotos porque Ana nunca había aprendido a leer.

A veces les acompañaba la hija de Carmen, Sofía, pero eran las menos porque a sus dieciséis años, la niña, que ya no lo era tanto, reclamaba cada vez más tiempo para sí. Ella la dejaba sin rechistar, después de todo veía que se esforzaba mucho con las clases en la academia de costura y el trabajo que le había conseguido una vecina en una panadería , se merecía algún tiempo libre haciendo algo divertido y no visitando a una vieja en una residencia. La dejaba salir con las amigas de costura, con las que iba al cine o a tomar un chocolate a la tasca de la Reme, a dos calles de casa. No podía quejarse, Sofía era una buena hija.

Tras el ictus, se había planteado si dejar de visitar a su hermana, ni siquiera estaba segura de que ella se diese cuenta de su presencia. Se sentaba al lado de su cama mientras Ana miraba fijamente el techo sin hacer el mínimo amago de notar su presencia. A veces se llevaba una labor de punto para pasar el rato y sin darse cuenta acababa charlando con la enferma de las cuitas de la semana o de su tema preferido: el día que volverían a casa. Aunque ya hacía más de diez años desde que tuvieron que abandonarla, no había perdido la esperanza de volver algún día. Lo había ido retrasando, primero porque les llevo algún tiempo asentarse en Madrid, en casa de tío Juan y tía Encarna, gracias a los cuáles habían podido sobrevivir los primeros meses, después porque tenían que ahorrar lo suficiente, tanto ella como su tía se habían puesto a limpiar portales para ganarse el jornal. Y finalmente, tras la enfermedad de la tía Ana, el tema del regreso parecía haberse postergado definitivamente.

-La niña ya es mayor, cualquier día se echará novio y me dejará más sola que la una. – le contaba entre bufanda y bufanda.


Otras veces se quedaba mirando fijamente a la anciana y suspiraba.

-¡Ay tía! Me pregunto dónde estarás ahora.

Ana estaba muy lejos, en el prado dónde jugaba de niña con sus primos, en la cocina dónde su madre le enseñó a cocinar, en la fiesta de la aldea, cuando los vecinos se reunían debajo del roble más grande y bailaban bajo las estrellas al son de la música que alguno de ellos tocaba con una gaita o a veces con el único instrumento de sus voces, o en el mercado dónde acudía con su madre y más tarde con su sobrina a vender lo poco que sacaban de la tierra y sacar algún dinerillo extra para los gastos.

Su hermana… Si ella supiera. Nunca le había dicho lo mucho que la quería. No había tiempo para esas cosas y sin embargo, en la soledad de la vejez, muchas veces se había planteado si no debería haberlo hecho, sólo eso, sólo decirle lo mucho que la quería, con eso no haría daño a nadie.

Ana también estaba en el río, caminando descalza sobre las piedras. Aún hoy podía sentir el frescor y notar la humedad en los dedos. Aún podía ver el claro dónde un día aciago terminó su niñez. Volvió a ver a los pescadores y a oír sus voces, burlonas al principio, agresivas después, bravuconadas de hombres borrachos pavoneándose delante de otros hombres. Sólo un momento antes había estado pensando en lo que le gustaría viajar y ver mundo y un instante más tarde estaba tendida en el suelo, llorando, sangrando, mirando inmóvil el cielo y las estrellas. Aún así, las lágrimas y la sangre eran una bendición frente a la vergüenza que vino después, la suya, soportable, pero también la de sus padres, que dolió mucho más.

Ella que quería viajar y el único viaje que hizo fue al pueblo de una prima de su padre. Allí la obligaron a ir para acompañar a su madre que “por motivos de salud” tenía que cambiar de aires. Meses lejos de su casa, de su padre que nunca volvería a mirarla igual, lejos de esa vergüenza que no entendía. Ella era la mancillada, ¿y la que tenía que esconderse? ¿A la que repudiarían en el pueblo si supieran lo que había pasado? Durante mucho tiempo se quedaba dormida llorando y preguntándose porqué, porqué ella, porqué el mundo, porqué.

-Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz…

Las voces de las enfermeras inundaron la habitación. Colocaron la tarta en una mesita mientras la sobrina iba de un lado a otro colocando los regalos.


-Seguro que nos oye, -le estaba diciendo a una enfermera. A veces noto que me mira y me escucha.

La enfermera sonreía educadamente, no quería quitarle la esperanza.

-Mira Ana, una tarta con forma de estrella. Como te gustan tanto…

Es cierto, le gustaban. ¿Por qué no? Algunas cosas no pierden su poder de encandilarnos pase lo que pase.

Cuando regresaron al pueblo, aunque Ana era sólo unos meses mayor, parecía que había crecido y madurado diez de golpe. Ningún vecino pudo dejar de notarlo, pero nadie cuestionó el cambio, si acaso alguna mujer algo más espabilada que otras, como Remedios, la Quesera, que si lo hizo fue en la soledad de su hogar y de sus pensamientos, nada más. Todos se regocijaron con la nueva hermanita de Ana, una bendición tardía para sus padres, decían todos.

-Este es mi regalo,-estaba diciendo Carmen. No sabía que comprarte, espero que te guste, -decía Carmen sacando una caja de una bolsa enorme. De la caja surgió un perrito gris de peluche con las orejas en punta y un lazo al cuello.

-Lo pondré aquí, en la butaca, ¿ves qué bonito? Se parece un poco a Chusco, el perro que teníamos en el pueblo, ¿te acuerda de él? Siempre estaba mordiéndote la falda y persiguiendo a Sofía, que se moría de miedo cuando veía que se le acercaba. ¡La de remiendos que tuviste que coser aquél año! Creo que el perro ni era nuestro, apareció allí un día por allí con pintas de llevar estar abandonado sin comer varios días y aspecto de haber sido apaleado. Durante mucho tiempo no dejó que nadie se le acercara, sólo tú. que le ibas dejando trocitos de comida por el camino. ¿Te acuerdas?

Ana permanecía inmóvil, pero Carmen quería, necesitaba pensar que la estaba escuchando. Siguió parloteando sin cesar mientras las enfermeras y el resto de residentes daban buena cuenta de la tarta. Incluso soplaron las velas haciendo el paripé de que había sido la anciana, que inmóvil en la cama asistía inerte a su último cumpleaños.


Cuando la fiesta ya había terminado, Carmen terminó de recoger todo, acomodó de nuevo a Chusco en la butaca y se puso el abrigo para irse. En ese momento Ana giró la cabeza y de su garganta salió un quejido débil. Carmen acudió presta a su lado pero cuando se sentó en el borde de la cama y cogió la mano plagada de arrugas de su hermana, ya no estaba segura de haber escuchado más que su imaginación. Le retiró con suavidad y cariño un mechón de pelo de la cara y suspiró desde dentro, desde dónde escondía últimamente su mayor miedo, el miedo a que aquél fuera el último cumpleaños de su hermana. Tal vez por eso se había empeñado en celebrarlo, pese a la condescendencia con la que la habían mirado algunas enfermeras cuando lo propuso. Tenía tanto miedo de quedarse sola, ya no tenía marido, su hija ya era adulta y se iría en cualquier momento y entonces, ¿qué iba a ser de ella?

Apretó fuerte la mano de la enferma. Ella la estaba mirando. Que las enfermeras dijeran lo que quisieran, la miraba, estaba segura. Los ojos de la anciana se humedecieron y nuevamente su boca se abrió en un amago para decir algo.

-No te preocupes, ya sé lo que quieres decirme, –¿había sorpresa en los ojos de la anciana?-. Lo he sabido siempre.

Ana cerró los ojos. En paz.


Hansel y Gretel


Nora no se imaginaba que llegaría a ser una princesa destronada, tal cosa no cabía en su cabecita de niña de tres años. Cuando su mamá empezó a señalarle continuamente su tripa indicándole que ahí dentro llevaba un bebé no le hacía mucho más caso que cuando le prometían cualquier otra cosa. “Si tienes un bebé, enséñamelo- parecían decir sus ojos negros fijos en el rostro de su madre- y si no, no me molestes”. Con tres años, lo que no ves no existe, son sólo cosas de mayores que a veces les da por jugar contigo de maneras muy raras. Pero otra cosa fue cuando el bebé por fin llegó. Nora vivió aquél día extraño en el que intuía que pasaba algo pero no sabía el qué. Para empezar, ni mamá ni papá estaban en casa cuando se levantó, pero no era la abuela la que había venido a cuidarla como hacía a veces sino el abuelo. Nora adoraba a su abuelo para jugar, pero para que la vistiera y le diera de comer, eso era otro cantar. El pobre siempre le preguntaba lo que tenía que hacer, ¡como si ella lo supiera! Pero era divertido, porque así ella podía comer lo que quería, cosa que normalmente mamá no le dejaba hacer. Después de desayunar, el abuelo le puso un vestido que aún sin demasiado conocimiento, Nora sospechaba que no sería el que hubieran elegido ni mamá ni la abuela. Estaba demasiado excitada pensando en los columpios a los que pensaba que iban a ir, pero el abuelo la sorprendió bajándola al garaje y metiéndola en el coche. ¡Ala, un paseo! A lo mejor iban a ver a la tía Sonia. Eso la ponía contenta. La tía nunca se cansaba de jugar con ella, además su casa estaba llena de cosas bonitas de todos los sitios en los que había estado de viaje pero a diferencia de otras personas que se enfadaba con ella si tocaba algo, la tía Soni la dejaba tocar y coger todo lo que quisiera, nunca la regañaba ni se enfadaba con ella. Siempre sonreía y tenía a mano regalos, chucherías y si no, besos ricos como ella decía. Estaba lloviendo y el abuelo se vio en dificultades para sacarla de la sillita del coche, manteniendo el paraguas abierto para que no se mojara ninguno de los dos. Nora estaba encantada, le parecía todo muy divertido, aunque ya había visto que ésa no era la casa de la tía. Entraron en una casa enorme, con un montón de habitaciones, todas con la puerta cerrada. Además el abuelo no la dejaba entrar en ninguna, ella hizo un amago de abrir una y recibió una reprimenda que la paró en seco. El abuelo nunca la reñía así que debía de ser una falta muy grave, no le iba a contrariar. Además estaba un poco asustada, en aquel sitio nuevo con mucha gente nueva y sin nada para jugar. Le dio al abuelo la mano modosita, ¡y que no se la soltara!. Nora era un poco cobardica, es verdad que parecía una niña muy lanzada en los columpios y en la guardería, pero en cuanto salía de su entorno enseguida se acobardaba y se escondía entre las piernas de su madre. Empezaba a tener ganas de llorar y le hubiera gustado que el abuelo la cogiera en brazos como hacía otras veces . Por fin la abuela y papá aparecieron de repente y se echó en sus brazos encantada. Papá le explicó que aquello era un hospital, no una casa como ella pensaba, allí iban las personas que como mamá tenían bebés en la tripita para que se los sacaran. Nora estaba empezando a asustarse y quería estar con mamá. Su padre por fin la llevó en brazos a una de las habitaciones cerradas y entró con ella. Mamá estaba echada en la cama y la tía Soni estaba


con ella. También había una especie de caja de cristal dónde le dijeron que estaba el bebé y se lo enseñaron pero ella no estaba interesada, sólo quería que la dejasen abrazar a su madre y que se fueran a casa de una vez. No le estaba gustando esa excursión y no entendía todo el jaleo por aquél bebe que no se movía más que sus muñecas y al que no podía tocar (lo había hecho y todos al unísono habían gritado para que le soltara). Luego le explicaron que debía tener cuidado con él, que era muy pequeño y le podía hacer daño. Si solo quería tocarle, mamá, suplicaban sus ojos pero su madre estaba ocupada cogiendo al bebé y no la escuchaba. Una señora fea y vestida de blanco entró para decir que era hora de salir y papá la agarró de la mano para salir. Eso fue el colmo y Nora se echó a llorar. Quería estar con mamá, ¿porqué no podía quedarse con mamá? ¿por qué mamá no se levantaba e iba a abrazarla con lo fuerte que estaba llorando? Seguía en la cama con el bebé. Nora empezó a patalear y la tía Sonia la cogió en brazos pero por mucho que su tía preferida la acunaba, en ese momento no quería estar con ella, quería a su mamá. La tía Sonia sacó del bolso una chocolatina y se la dio. Seguía triste y enfadada pero no se puede decir que no al chocolate, y se lo comió, junto con algunos mocos. Después, la tía la sentó en su regazo y le contó muchos cuentos. Uno de los cuentos era sobre una niña y su hermanito pequeño y como la niña tenía que cuidarle y jugar con él y enseñarle las canciones que a ella le enseñaban en la guardería, porque su hermanito era tan pequeño que no las sabía. El hermanito era tan pequeño que tenía miedo de las brujas y su hemana mayor tenía que abrazarle y darle besos para que nadie le hiciera daño. En otro cuento, la niña y su hermanito tenían que atravesar solos un bosque pero como estaban juntos e iban cogidos de la mano no les daba miedo. En otro, el hermanito lloraba porque le dolía la tripita pero su hermana mayor le daba un beso rico rico y se le pasaba… Y así cuento a cuento, Nora fue quedándose dormida. Cuando despertó, estaban de nuevo en casa. La tía le dijo que mamá vendría enseguida y traería al bebé. Vaya, el bebé, casi se había olvidado de él, no había sido un sueño. -Sabes qué? – el bebé te ha traído un regalo porque tenía muchas ganas de verte y como aún es pequeño y no sabe dar besos ricos… Y la tía le mostró el regalo. Tuvo que ayudarla a desenvolverlo. Desenvolver regalos nunca se le daba muy bien, todo ese papel que había que romper y que parecía que no se acababa nunca. Del interior del paquete surgieron dos muñequitos de peluche, que estaban sentados uno al lado del otro. Uno era un osito porque llevaba pantalones y la otra una osita porque llevaba un lazo en la cabeza y una falda. Nora ya veía las diferencias entre nenes y nenas, era “mayor”, como no paraban de repetirle todos últimamente. Intentó coger la osita pero el oso fue detrás siguiendo a su compañera. Era como si estuvieran unidos por las manos. -Mira,- decía la tía- están cogiditos de la mano pero si tiras un poco fuerte les puedes separar. Este se llama Hansel y ésta es su hermanita Gretel . Nora tiró fuerte y efectivamente las manos se separaron pero cuando volvía a acercarlas enseguida se pegaban de nuevo y había que volver a hacer fuerza otra vez. A los tres años, cuando no se sabe nada de imanes, la vida es pura magia y Nora sonreía de puro deleite.


-Son hermanitos como tú y Daniel, y como mamá y yo que también somos hermanas, ¿lo sabías?- continuaba la tía. -Qué simpático Daniel que te ha traído un regalo, verdad? -Sí, muy simpático-, dijo Nora. Habrían de venir muchos días malos, desde luego. La vida es dura para los príncipes y princesas destronados, pero también vendrían días muy buenos, de los que sólo conocen los que comparten la vida con un hermano o hermana. Y siempre todo es más fácil con un beso rico, rico.


Kok贸, el gorila


Ayer no te terminé de contar. El año pasado fue mi particular annus horribilis, ya sabes, como dijo la reina rancia ésa del sombrero y el bolsito a juego. Fue el año en que me dejó Luc. ¿Te acuerdas de la golfa por la que me dejó? Me enteré el otro día que ya no están juntos y que además ella está embarazada de un carnicero en paro y con cara de pringado. Es cierto que la vida pone a todo el mundo en su sitio, sólo tienes que tener la suficiente paciencia para esperar a que suceda. Claro, no me iba a quedar en la casa de Luc, dada la situación. Además, él se dio no poca prisa en compartirla con la golfa, a la que no le debió de importar que la cama no estuviese ni fría, dado el poco tiempo que hacía que yo la había abandonado. Pero bueno, ya es agua pasada y ni Luis ni la embarazada me provocan ya más que un leve picor que desaparece tras la primera rascada. Podía haber alquilado otro apartamento e incluso estuve buscando pero en el último momento decidí que a lo mejor era el momento de volver a España como habían hecho mis padres el año anterior. La verdad es que nunca nos sentimos muy integrados en Francia, ni siquiera mi hermano o yo que como segunda generación nacida allí podíamos considerarnos franceses, pero mis padres siempre se habían sentido tan vinculados a su tierra gallega y desde pequeños teníamos tan asumido que ellos iban a regresar algún día, que creo que la cultura francesa nunca llegó a absorbernos del todo. Mi hermano por ejemplo, con catorce años era esperable que fuera a protestar por la mudanza y sin embargo no pronunció ninguna queja y ahora está más que encantado en el instituto. Aquí siempre fue un niño solitario y por lo que dicen mis padres, allí está encantado y tiene un montón de amigos. Mi caso era diferente, yo ya tenía trabajo, novio, casa… la despedida fue terrible, yo siempre he estado muy enmadrada ya lo sabes. De verdad iba mi madre a abandonarme para volver a un pueblo perdido en la Galicia profunda? Que para ir de vacaciones estaba bien, pero para vivir, yo no acababa de verlo. Pero cuando veía el brillo en los ojos de mis padres inmersos en los preparativos de dar de baja los últimos años de su vida, sentía hasta envidia. Yo hace mucho que no me emocionaba así con nada. Así que cuando me vi sola y con un trabajo de mierda en un país que nunca has considerado realmente tuyo, ¿qué puedes hacer? Pues llamar a mamá y decirle que me iba con ellos. Dios! ¡cómo se alegró! ¡Y a mí me hizo tan feliz el sentirme tan añorada!. Ríos y ríos de lágrimas que vertimos aquel día. No te rías prima. Pero sí tenía claro es que yo no iba a ir al pueblo , lo tenía muy claro, así que mis padres buscaron un pisito coqueto y pequeño para mí en A Coruña. Por lo menos estoy en una ciudad y los fines de semana puedo acercarme a la aldea a estar con ellos. Y hablando de mi nueva casa ¿te acuerdas el frío que hacía al principio? Aún puedo sentir el frío en los huesos cuando pienso en aquéllos meses de invierno sin calefacción, bajo toneladas de mantas e ingiriendo litros y litros de té y sopa calientes. Por cierto que ya no puedo tomar ninguna de esas dos cosas, tal es la tirria que les cogí. Sólo a mí se me podía ocurrir mudarme en los días más fríos del invierno, con la nieve acumulada en las aceras y el caos en el transporte (que no es excusa para que el camión de la mudanza extraviara nada menos que dos cajas, pedazo de inútiles). Podía haber esperado a la primavera con tranquilidad en la aldea, con mamá, que estaba encantada de tenerme de vuelta pero mi impaciencia me pudo. Bueno, mi impaciencia y las discusiones diarias con mamá, ya sabes cómo es, me trataba como si fuera una adolescente malcriada y no estaba yo de humor para ciertas cosas.


Lo peor fue el cambio de trabajo. Con lo a gustito que estaba yo en aquel despacho en París dónde prácticamente lo único que tenía que hacer era abrir la correspondencia del jefe y ordenar la mesa todas las mañanas. Hace poco me enteré que habían quebrado. Resulta que mi jefe metía la zarpa dónde no debía, agenciándose de lo que no era suyo, y lo que casi es peor, siendo tan tonto como para que le cogieran. Me da un poco de pena pensar en lo mal que lo estará pasando en la cárcel un tipo como él, que no se sentaba por no arrugarse el traje. Pero enseguida se me pasa, me basta con escuchar un par de gritos de mi nuevo jefe y ver todo el trabajo que tengo acumulado sobre mi nueva mesa de mi flamante nueva oficina. Cuando empecé en este nuevo curro estaba más colgada que Chita en una liana. No conocía a nadie en A Coruña y no sabía cómo integrarme en los grupitos que ya estaban formados. Sabes que yo no tengo vergüenza precisamente, pero eso es ya cuando he cogido confianza. Al principio lo paso fatal. El caso es no salía demasiado con mis anteriores amigos porque había pocas que no fueran también amigos de Luis y era un poco incómodo y como hacer amigos nuevos se me estaba dando tan mal, me sentía un poco desanimada. Me pasaba los viernes por la noche viendo la tele y comiendo guarradas que le sentaban fatal a mi estómago. Sí, podía haber llamado a nuestras primas de la aldea, pero tienen su vida, y no me apetece ser un incordio que tienen que aguantar sólo por ser de la familia. Ya, ya sé que no les importa, es lo que se dice siempre cuando sí que importa. Ojalá tu estuvieras aquí y no en Madrid. ¿Te acuerdas de lo bien que nos lo pasábamos de pequeñas en el pueblo? ¿Y lo bien que estuvieron aquellas navidades que viniste a Francia? ¿Que no te parece que estuviera tan bien? Qué extraño, yo tengo muy buen recuerdo de aquella época. En cualquier caso, que me sentía sola y ¿por qué no decirlo? tremendamente triste. Si te soy sincera, creo que fue el cansancio. Estaba ya harta de unirme sin éxito a clubs de fotografía, de cocina o de senderismo, a gimnasios, piscinas o purgatorios similares, sólo para encontrarme con grupos de amiguetes/amiguetas que se habían apuntado en cuadrilla, majetes y majetas ellos y ellas, con el fin de divertirse pero con ninguna intención de ampliar su por lo visto ya completo círculo de amistades. El caso es que vi el cártel pegado en algún semáforo y me dije ¿por qué no?. Vale, reconozco que el contenido en una primera lectura podía sonar un poco a secta, pero en mi ignorancia yo pensaba que una secta no se iba a anunciar con un folio impreso y mal pegado en un semáforo, y de hecho sigo pensando que seguro que son algo más sofisticadas en sus métodos de captación, no sé, por ejemplo un tipo rubio engominado en una esquina que a la vez que te da un folleto, te coge de la mano, te ilumina con su sonrisa y te dice si te apetece unirte a él y a sus hermanos. Si no corres ni gritas “ ¡policía!” es que eres apta para ser parte de la hermandad de rubitos felices. Me estoy desviando ¿verdad?. Como te decía vi el cartel: “Si quieres conocer gente nueva y participar en una experiencia transformadora de verdad, éste es el taller que no debes perderte”. Sonaba bien para una tarde aburrida de sábado y me presenté en la dirección que venía impresa debajo. Lo primero que vi fue un montón de personas que parecían estar igual de colgadas que yo. “¡Bien!”. El taller desde luego no fue una experiencia transformadora, yo ni siquiera lo llamaría


experiencia y prácticamente ya he olvidado todo lo que allí hicimos, algo sobre runas celtas y laberintos, relajación en grupo y alguna otra bobada. Lo importante es que allí conocí a Fernando. No voy a mentir, me cayó como el culo cuando le vi, descalzo y vestido de blanco y con expresión de haber sido abducido por una banda de alienígenas y devuelto a la tierra por soso. En vez de andar, parecía levitar y movía la cabeza al son de algún ritmo interior, tan interior que nadie más notaba. Creí que era uno de los que iba a dar el taller, no te digo más, porque desde luego tenía mucha más apariencia de eso que la pareja que de verdad lo ofrecía, un simpático matrimonio de mediana edad, que supongo que al quedarse en paro él decidieron sacar algún provecho a aquel viajecito que hicieron a Escocia, o a Irlanda, o a dónde sea que ahora haya vestigios celtas. Y no está mal, ¿eh? que por lo que nos cobraron, tal vez yo debería montar también un “taller” sobre el poder de las piedras, enseñar todas las fotos que tengo de la catedral de Burgos y sacarme un dinerito para las próximas vacaciones. Como te decía, Fernando no me gustó, tenía toda la pinta de hacer yoga. Uf, qué pereza, Prima, si hay algo que tengo claro es que una chica no debería salir nunca con un tío que tenga más flexibilidad que ella. ¡Y además estaba calvo! Y era ¿cómo decirlo sin parecer superficial? bueno, pues sí, ¡era feo! Pero como la vida a veces parece un episodio de una sitcom sin gracia, acabamos tomando una copa tras la reunión, y otra más, y otra… El también acababa de salir de una relación difícil, de un divorcio de hecho. Afortunadamente sin niños. Y resulta que era masajista en paro. Bueno, no era un joyita pero ¿qué quieres que te diga? ¿Qué necesitábamos cariño? ¿Qué estaba harta de no tener a nadie con quién hablar, a quién quejarme, con quién llorar? La primera vez que cenamos en casa me trajo una botella de zumo de naranjas ecológicas y un muñeco de peluche. ¡Un gorila Prima! Y tuerto, que el fabricante había querido representar el efecto de un guiño y le había salido una mueca terrorífica. Negro y feo como el demonio, agarrando un plátano con las dos manos y sonriendo como el muñeco diabólico. Anonadada me quedé y a punto estuve de no dejarle entrar. “No quiero volver a ver a este tío raro ni en pintura”. “Venga ya, ¿un gorila? ¿Te cuento lo de mi colección de Barriguitas y me regalas un apestoso gorila?”. Escondí al “muñeco diabólico” debajo del sofá en cuanto se marchó, por miedo a que me diera pesadillas. Pero repetimos, ya sabes lo que me cuesta dejar las cosas a medias, y después de quedar varios días, después de charlar, de reír, de bailar, después de ver todo lo que ese yogui con síndrome de Peter Pan podía hacer por mi salud mental, … En el trabajo empecé a sonreir como una idiota, mi jefe debió de pensar que estaba cogiendo la gripe porque me evitaba cuando me veía y en algún momento me di cuenta que llevaba más de un mes sin mirar a qué estúpido grupo de calceta o macramé podía apuntarme. Afortunadamente a pesar del yoga y de los talleres alternativos, (y del zumo ecológico), Fernando no era uno de esos frikis tan radicales que no comen carne y se bañan con jabón casero. Lo del jabón puede que lo hubiera llegado a tolerar (siempre que respetara las cien cremas y colonias que tengo en el baño) pero lo de la comida, eso sí que no. ¿Qué hay más agradable que disfrutar de los miles de años de evolución que nos han bendecido con una muestra casi infinita de comida procesada? ¿Quiénes somos para renegar de Darwin?


Pero por suerte Fernando comía carne como debe ser, con expresión feliz y como si no hubiera un mañana. Y bebía cerveza hecha de cebada absolutamente nada ecológica, con más sed que yo. Pronto empezó a parecerme menos feo, menos alternativo e incluso menos calvo. Y en cuanto le quité esa costumbre de vestir de blanco como si estuviera permanentemente a punto de hacer la primera comunión, incluso me empezó a parecer atractivo. Y aquí le tengo, remoloneando por casa, porque si algo tienen los yoguis es que trabajar, lo que se dice trabajar no es una práctica muy habitual en ellos, pero es tan agradable tener a alguien que me recibe con besos por la noche, me masajea los pies o la espalda mientras me cuenta los programas que ha visto ese día en la tele y me da calorcito del bueno cuando nos vamos a la cama … que lo que tú y esa panda de cotillas que tienes por amigas les de por decir, no me importa lo más mínimo. ¿Sabes en qué momento supe que lo nuestro iba en serio? Cuando un día después de hablar con él por teléfono, me rompí una uña moviendo el sofá rayando todo el parquet para rescatar al puto gorila tuerto y llevármelo a la cama conmigo. Mañana te sigo contando Prima, que ahora Fernando me va a dar un masaje. ¡Chao!.


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