El libro de sara

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el libro de sara


“Y Abimelec rey de Guerar mandó tomar a Sara. Pero Dios visitó a Abimelec en sueños, de noche, y le dijo: ‘He aquí que tú vas a morir a causa de la mujer que has tomado.’ ” Génesis 20,13-2

“Porque sucede que la esperanza es memoria y el deseo es recuerdo de lo que ha de venir.” Jaime Sabines

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Me llamo Sara y viví entre las uvas negras. Viví en las noches de risas estiradas hacia mis cicatrices. Y una costra, la fuente en que te di a beber del ruido limpio de nuestros corazones tronando entre las sábanas. Porque ayer en ti y en mí y por los cauces de mis llagas corre el amor y la mentira y vuelas con tus manos en mi cuerpo. El fin fue nuestra búsqueda. Tú me rozas y yo despierto entre los brazos sin destino que aún no conoces. Desaparezco en las lindes de unos ojos que no recuerdas ya.

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El azar de lo hecho. Rastrillar en las aguas una sed extinguida. El pecho entre las curvas que hacia el cielo formaron las escaleras de la imaginación. La violencia de las uñas recién cortadas. El moratón en el pómulo como un seno infantil. Mi llegada a la vida y el cariño en los besos que el aire retenía al sucumbir la tarde. Quedaron las caricias de hierro, de seda dentro del hierro, caricias de caricias que olvidabas y allí mismo nacían sin nacer. El nuestro no fue amor más que el insecto se introduce en el aire, pero me amaste tanto que es tiempo de matar o de morir.

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La juventud eres tú, me dijiste, en un susurro que recordaba el sonido del río. Sólo se escuchaba la carretera en los campos de atrás. Me hablabas de tu gozo. “Tú eres la espiga, el pájaro sagrado, tú eres la enredadera que oculta las ruinas, mi dulce veneno de la tarde, mi muerte”, me decías tantas cosas. Acaso no eran ciertos los presagios y mi vida se rasga como una media con que la uña se ensaña. Me asegurabas que el fulgor de mi cabello en tus hombros envolvía la noche en una almendra. Eras el falso navío y yo era el mar. Y tu dolor que bailaba en columnas al suelo. Tus placeres, tus relámpagos. Eras en ti, siempre en ti y no había nada en medio, ni siquiera la luz.

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La memoria era el daño de la memoria era el espejo de la memoria. Remabas hacia atrás entre reflejos de cuadros de épocas distintas, soñabas con siglos apresados en miles de museos. La lentitud de los que miran y no ven. Tus ojos, mudos de niño tras un cristal inmenso. Te contemplaba desde la oscuridad incandescente. Conociste mi candor de fiera sin nacer, mi sombra proyectada en juego de cristales a punto de quebrarse. Y los pestañeos al salir de las iglesias eran una algarabía de chiquillos. Tú aún no habías crecido.

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Soy la hembra inmortal, mujer en la fiebre azul de tu noche esperada. Solo respirabas sangre de mi sangre mientras eras sólo el Mismo y siempre el Único. Como los cometas en el cielo o la hoja que gira cuando nace muerto el otoño. Pero yo no soy tú aunque esté en ti. Los parques se reunían cuando paseábamos. Tú resbalabas por mis brazos hacia los agujeros de la tierra. Un balón que aún no cayó al suelo se propuso descubrir tu crimen, el olvido de lo que llegaría. El hombre con esa niña que creció en la amargura, el joven profesor que no es tan joven. Rompías tus dedos por primera vez en el vaso de vientre de todos mis instintos.

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La amabilidad de la impotencia El peso de tu pene sobre la palma de mi mano. También mi padre me besaba. Con su lengua manchaba mis mejillas de lodo en los días fúnebres. Y su pelo crecía junto a la hierba del cauce del río Barro. La casa olía a hueca y al sacar de la nevera la cáscara del huevo quebrado cambiaba el paisaje de mesetas de norte a sur, como un continente pequeño y nauseabundo. Un grupo de cornejas picaban las sobras del almuerzo. Y encerrada entre líneas de horizontes, fui águila cuyas grandes alas no le dejan volar.

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La ciudad estaba tan lejana que las casas eran estrellas negras. El hogar era mi padre que andaba por las baldosas con las barbas mesadas, roncando la soledad que le convertía en sombra. En la mesa se amaba con su cobardía, lamiéndole el rostro ennegrecido. La vida transcurría como el perro famélico hambriento de órdenes. Fuera sólo había un campo desnudo, una portería desde donde los chicos miraban de reojo la tersura que el cielo regala a los sembrados. Y fabricaban goles con las caderas recién nacidas de las muchachas. Era una instantánea tirante de trayectos, alquería de alientos. Luego los equipos caían al suelo como animales sudorosos y nosotras bailábamos sobre su respiración con los pies descalzos.

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Danzaba entre dientes de león que no volaban. El viento analfabeto desgreñaba mi melena, tenía una bicicleta femenina que un día dejó de apresurarse. Los juguetes eran piñas para un fuego apagado. Saltaba ante las muñecas transidas de suciedad, entre la presencia acre de los muchachos, el desprecio de su tiesa juventud. Los chillidos de mis compañeras de juego me tapaban los ojos. Poco a poco se marchaban y yo miraba tan lejos como me permitía el anochecer.

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Mientras las adolescentes se ocultaban en las casas yo me multiplicaba en las fuentes. Se hacía cada vez más alegre el movimiento que mi cuerpo blandía sobre el aire limpio. Según el dependiente de la tienda más vieja los surcos adulados por la lluvia tenían su continuación en el comienzo de mis nalgas. Yo era diferente, antes que yo lo escucharon los hombres en mis cantos. Una mañana fui mujer y me marché mientras mi padre gemía y la cigüeña crotoraba como un péndulo.

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Un autobús vibraba en la calzada con los temblores de un cuchillo nuevo. La carretera se incorporaba en multitud de arcos y torres penetrantes. Madrid fue un instrumento que en carnaval de ruidos daba la bienvenida a la universidad de las desvergüenzas. Entendí más tarde que los grupos de chicos frente a un colegio son fruto de los recuerdos de la ciudad. Que las iglesias se estiran al pasar con un orgullo antiguo y consumado. Que hay furcias que acarician el cielo con el mismo candor que los árboles. Que no se puede salir indemne de una mirada cierta.

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Satélite del espacio por descubrir. Venus pervertida por la exangüe virtud de los amantes. Aún era el día mi cobijo pero estudié en las madrugadas el canto de los machos en sus laberintos. Las preguntas silbaban como la lluvia en el pavimento donde los requiebros se imponen con la fuerza de un puño. Era satisfecha con la misma contundencia conque el licor engrandece las ansias. Los barrios se multiplicaban en un asombro que acariciaba mi piel que decían suave.

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Y entre los focos, el baile, la mansedumbre del suelo, la música de innumerables pulmones. En ese tiempo las onomásticas, los colores y los músculos que palpaba eran tan resistentes como el hormigón. Se multiplicaban las llamadas de ascensión a las cúpulas de las discotecas a lomos de caballos inmunes. Cientos de adoquines se manifestaban entre los silbatos de los alegres guardias. Madrid, divino de libertades, pronto volaría.

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Era cada vez más reconocible el candor del guitarrista y el tintineo de las monedas arrojadas al pobre. Las córneas de un negro en el Retiro trazaban blancas esquirlas de una forma similar a cuando la ciudad se esconde en los crepúsculos. Nadie sabía que algunas señoras bien consideradas toman el sol en lugares oscuros. En mí no cantaban los libros que trataban de anidar en mis rodillas, incluso la lluvia era una excusa para el amor y el sol. El artesonado que forman los árboles para sujetar el calor fue el fragor de las sonrisas donde poco después, por fin, te aparecías.

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En el metro la oscuridad se guardaba de la luz con más luz. Las chicas chillaban frente al contoneo de un joven chulo. Los pasillos escuchaban las canciones de un pasado porvenir de rosas y heroína. No podía sonreír a la baba del hombre de los trajes o al silencio acezante del obrero sudado. Ante el anhelo del sonido de las guitarras subía las escaleras en silencio. Respondía con un escalofrío todo mi cuerpo y buscaba los espacios libres. Cuando “Nenita”, me decían los borrachos, “acércate” y el escupitajo se les pegaba a la boca mientras yo me deslizaba como el agua.

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Durante varias mañanas radiografié los numerosos apartamentos y observé el cansancio de sus habitantes, el desperezar de los despachos. Las llamadas de las esposas siempre a la misma hora. Una oficinista practicaba algún juego contra la pantalla fluorescente con los ojos tensos. La tos del enfermo de gripe. Sillas cómodas y azules como ríos que nunca fluyeron. El portero bostezaba aferrado al café frío. Un ascensor me observaba erguido, sin sonreír.

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Distinguí los archivos desperdigados por el aburrimiento. En los baños de señoras se apelotonaban murmurando las compresas usadas. Huí del látigo de las horas cobradas, del murmullo de las máquinas. Esquivé el sonido de los despertadores, concierto de desayunos en las cafeterías, a no ser que la noche me expulsara. Me aguardaban los lugares donde nadie tenía nada que decir y sólo los tentáculos hablaban.

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Todos los edificios se esculpían sobre un tiempo cuya música era parecida a la luz. De los quejidos de la madera saltábamos a los bares cantando. En unos posos y en tres pupilas donde el descaro era todo el espíritu se reflejó mi risa. La elasticidad de unos pantalones me hizo vislumbrar por primera vez la paciencia. Arrojadas al cuarto de la pensión, las cosquillas de la última orgía se dispersaban entre el rasguño de las cucarachas. Los rostros amados huían hacia los barrios desconocidos. Enormes mansiones fueron construidas tan sólo para mí y sus moradores eran tan lejanos como los astros de mi infancia. Pero yo quería tocarlos como se toca de lejos el apego y mi tacto...

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Un día desperté entre flores narcóticas que recuerdan la descomposición de la clorofila. Cuando se yace entre almohadones de amapolas, el pegamento de los lubricanes vuela en secreto túnel. Un quiróptero sueña la búsqueda de un placer arborescente. La maldición de las fruiciones es caer, su vuelo dura poco, pero hay algo de cielo en la caída. Me acostaba entre sábanas campos de mis conquistas, cuerpos que aún se deslizaban por el algodón como un tobogán. Los ojos eran tan claros como el vino permite ya a la juventud que se acaba. Entre esas noches una insoportable luz que sólo en mis mejillas poseía se apagaba con la huida que anuncia su regreso. Y un día envejecí.

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Llegó el tiempo de los libros en tu púlpito inhalando palabras. Inventabas los términos que dan título al bodegón, aún creías lo que pensabas. No hubo Itaca en tu viaje ni hubo espera, tampoco adulterios con sabor a col, ni fastos de casamiento. Las baladas en tus oídos como caracolas vueltas sobre ti. Era tu voz la que en olas llegaba con la resaca del día siguiente, tu pulso ilustrado de hombre nuevo y tu amor de acuarela parecían un coro de colores aún blancos. Tus pasos restallaban en las aceras entre el aplauso de los botines brillantes. Noviembres que se imprimían de oro con el barniz de tus dedos flautistas.

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En la clase esa tarde te observaba fingiendo que mirabas pasar a los segundos. Yo sostenía tus ojos, un tren que transmitía al aire movimiento usurpaba el ruido en otro lugar. Nunca te montarás dos veces en el mismo tren, repetiste, y tu carcajada llenó las ágoras de alas. La inocencia volaba por los pasillos montando las risas. Conversaciones llamando a las ventanas con nudillos en llamas del querer. Mientras, el tiempo mostraba su ruindad entre las grietas del rostro de las estatuas y se arrugaba el óleo seco de la piel de un antepasado. Un tenor tosía.

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Porque era calor lo que albergaban mis entrañas, y plenitud el sueño en el quehacer de la mañana teñida de plata por el invierno. De repente el favor de las constelaciones y el roce de la mano con la mano se convierten en un gañido cerca de tu cuello, una vuelta o un saludo. La telaraña que festonea el cristal del arroyo es la belleza de la destrucción, el formato de los hechos consumados. El tardío pulsar de las cuerdas es la melancolía. Tú me recibiste en tu vida ordenada y era el peligro, el fulgor de la pátina pura ante el encurtido de los días. Eso me enviaba. Y eso me dijiste.

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Soy Sara la esposa que nunca fue fiel, que despreció ser la sierva del patriarca. Destinada a ser distinta al resto te amé como tú jamás comprenderías entre mis infinitos pliegues. Soy el estanque donde te arrojaste porque viste tu reflejo. Ay de ti que buceaste tantas brazas y caíste, rendido en mi playa, sin tiempo a divisar el naufragio de los días. Confundiste nuestra respiración acompasada, ritmo levadizo de la ambición. Los extravíos con los ladridos del deseo. Cayeron las cáscaras de nuestras sonrisas y la mentira fue sumidero de actos.

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No supiste más que un hombre que se ahoga y comprende tarde que no puede nadar. Un abrazo que el agua convierte en repulsión. Y no queda mucho de ese aliento, unas llamadas que tiré a la basura, un sobre rasgado con mil papeles húmedos. Los billetes inservibles entre tus cartas quemadas por la sucesión de tantas estaciones. Tantas estaciones.

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He venido a cambiarte los recuerdos, a encerrarte en los pozos en los que la verdad es escorpión y agua. A chillarte en palabras que jamás puedas oír. No he olvidado tu mano cargada de semen queriendo volar. Era una mano grande para tu edad sin años, los brazos y los sueños entreverados en la mesa. Un libro de poemas, tu barbilla indecisa, tu presencia de hombre asediado de dudas. Tu breve compromiso con el mundo. Eran otros gritos pero era cierto tu rostro frente al mío. La verdad era máscara que oculta la mentira. Y tus ojos eran tan libres y tan crueles, de tan débiles.

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Tú no has hecho nada, nunca has dicho nada que te librara de la paciencia de tus huesos. Tu alado sexo aún estalla con fuerza. Ahora la visita de los bezos lascivos de mi padre en una cinta de vídeo, las campanas ahuecan el sonido del llanto. El olor que llega de los pinares con un silbido de regato seco. La distancia perfecta de tu dedo a tu codo. Murallas de mi grito cayendo al compás de una trompeta como el terciopelo. Mientras, el disco daba vueltas de pantera negra.

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Aún me despierto entre el torrente de mis ciclos por la antigua carrera de la sangre. Una cama cómplice de alegría ante la escasa experiencia de la madrugada. Son muchos corazones, contigo, en uno sólo. La vida galopa entre las tristezas como juncos blancos y flexibles. En todas las versiones de mi cuerpo solidificado con el tuyo hubo una promesa siempre nueva y siempre muerta. Era la flor de plástico que el pintor coloca en el ojal del traje del cadáver. Era la piel puntiaguda de tu eyaculación en instante de placentas, cima, subida. O bajada a las profundidades de los egos abiertos. Era, pan tu aliento sin atar al nudo de mi cuerpo mientras templabas la espada del deseo.

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Yo soy el espejismo de tu necesidad. La larguísima excusa que te aleja de la desesperanza. Eres el suicida que nunca se mató, el santo que no entró en el paraíso, el alcalde del vals inacabable. Te amé sin conocer que apoyada en tu esencia me creaste. ¿Pero quién sino yo te convirtió en sangre, sangre que bailaba en los torrentes de las venas? Déjate llevar en ráfagas eléctricas desde el lugar donde la vida miente y se torna pereza. Los consejos fueron sabios como hombres desnudos. Marchaste, y no volviste pero siempre aguardo de ti lo que espero de la mañana que no podrá llegar.

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Al volante de tu coche me decías “cariño, la carretera lleva el brillo del esmalte de tus uñas.” “La lluvia patina en el asfalto el reflejo de agosto,” asegurabas “y tu piel sorbió de mi fuente en la clase en que enseñaba arte.” “Tus ojos abiertos”, implorabas, “eclipsan las cosas con su luz.” “Me excité”, chillabas, “mi niña, me excité, y tu boca de fresa recoge mi presuroso orgasmo.” “Nunca hubiera podido de no ser porque un ángel se posó en tu mirada o era acaso un diablo.” Esa tarde tu voz era una barahúnda de pardales, gozaste y exploraste el aire con tus gritos. Uno de los pájaros se posó en mi garganta y dejé de escucharle porque sólo era tú.

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Frecuentamos las esquinas donde nos sentíamos seguros. Un reino necesario como el humo que envuelve las plazas antiguas. Había ocasos que corrían por las avenidas preñadas de lluvia frente a la taquilla repentina de un cine. Estuviste conmigo transitando las calles que no acaban, compartiste su melancolía. Y una multitud de personas alborotadas por la presencia de la fama aullaba sin consuelo. Mientras, tu barba buscaba el refugio de mi boca como un pequeño mamífero. Eran esos momentos en los que un encendedor realiza una pausa. Su chasquido mostraba la satisfacción de objeto útil, la seguridad que ofrecen los cuerpos que derivan de una luz que se puede palpar. La despedida era un suspiro de lanzas enfrente del jardín.

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Luego llegó el tiempo de nacer y de matar. Conociste el placer de la caída anticipando el cosquilleo de la red. Miel que se derrama en el hormiguero. La alegría antes que conociéramos su fin, embriagado, no pudiste decir nada a tiempo. Y no pude hablar de El, de su presencia, de su invisible comezón. Llegó después que tú, te creíste tú pero era él quién acechaba en las plazas de inmigrantes, en las tiendas de animales, en los colegios de señoritas. Lo conocí en el espacio que median dos jadeos.

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Su coche era obediente, con los tendones siempre brillantes. La cocaína tan fría como su sonrisa. Triunfador sobre tantos espejos, cansadas las infatigables tarjetas de sus bolsillos de Armani. Era libre, su sueño te enseñaba a correr entre las brasas que creías apagadas. Jardinero en los parques de rosas sin espinas donde el abono es el único perfume. Era tu reverso, tu sombra desnuda de remilgos. Era mi marido.

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Ahora no cambiemos el futuro, porque soy la flor que nunca brotó. Soy promesa de belleza en el cuadro de la ninfa sin pintar. La discípula del asco y de la ausencia. Los tratos de la carne en venenosa caricia de promesas sin término. Ser su mujer, ser mujer, en cuerpos de corteza de otros hombres, en el lecho de otros hombres. Siete veces siete, manos diferentes, almas diferentes, las calderas de la ambición. Pero era la sonrisa que adherida a mis labios, pústula, la que era libre. Yo fui la cortesana danzando entre cortinas de largos sexos. Tú fuiste la cabeza del profeta y eras ciego.

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En el centro de la codicia. Los ojos entornados por la lujuria sin límite de mis proposiciones. Tu chaqueta se roía en el angosto paso de las ilusiones extraviadas. Aquella noche rodó el mundo y te convertiste en lo que más temías, con las manos en mi cuello. Eran tus conclusiones las que cebaban tu rostro de locura. Así viste el placer antes que el grito pudiera llegar. Y nunca entendiste en vuelo de recuerdos mis obras. Los signos de mis palabras, palomar de distancias hacia ti, fueron sólo lejanías.

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Nos fuimos en el momento más cercano. No vuelvas, ya eres otro, no quiero verte más, eres el caramelo desgastado que la lengua lamió hasta el entumecimiento. Entonces tu naturaleza, vino picado, al golpe que da el martillo sobre el clavo sin punta. Demasiado tarde para todo, tampoco tú. supiste para qué las manos se cerraban. Y yo no podía verte porque estabas sobre mi respiración, más allá de mi muerte. No comprendías el paso de la piel a la piel, la sensación de la vida en el dolor y las cosas que desaparecían sin que tú pudieras evitarlo. La inocencia, crepitar de los segundos sobre el agua ya podrida del parque.

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Sin fuerzas para sostenerte me contestaste, aún siendo interrogación tus dedos como garfios. Las marcas escritura que sólo yo interpreté. Tu lectura en vuelo de fragancias, decías, mancha de cantueso mis piernas cumbres. Según tú, hubo un giro y otro giro en lo acontecido y el amor falleció en el éxito de los abrazos. Decías que murió con los cadáveres de los cigarrillos que abandonabas. Que sentiste un pinchazo en tus sienes vencidas por las incertidumbres. Entonces no comprendiste más que el vendaval comprende a la montaña a la que trata de ahogar con su pasión. Y ya no era por ti aunque era tú.

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Yo fui la Sara de los bares nerviosos donde el humo se mezcla con las nubes. Yo fui la Sara de las calles que se espigan para llegar a la sombra. Hija de los veranos preñados de deseos, de los inviernos de rescoldos. Muslos duros como columnas de alabastro nuevo. “Su tacto ajeno a los mecanismos de la razón,” aseverabas, “como lo que más amo.”

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Tuvo que ser así. No hubo en el curso de los años dos amores iguales. El tiempo desgastaba lo que ayudó a gestar en una derrota de alas derretidas. “Nada es lo mismo siempre” me imploraste “Nada es tan bello como un sueño cayendo en el olvido. Su ausencia realza el fuego eterno, es la espina lo que encumbra a la rosa.” Yo no estaba de acuerdo, pero yo ya era tú y la vida no piensa. “Alguien con tus ojos llameantes encauza los sentidos, el abismo ancla el mar y tú impulsas la carrera de mis venas, te marchas en cada parpadeo.” Tu volver es volcán.

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La identificación de los contrarios. Nosotros no entramos en la casa de la locura donde todo es posible. Ya estamos en las tierras del placer impedido. Eso fue todo pero siempre negamos lo que resplandecía. Al principio cabíamos en tu coche minúsculo, luego vinieron hoteles y lugares que nos hacían gozar hacia los filos donde ocurrió nuestra perfidia. El hábito fue la segunda naturaleza y era el hueso de tu dedo el arma arrojadiza que siempre regresaba a mi cintura, al dolor de tus labios. En el vértice de mi corazón, la exactitud del apetito. Yacíamos en todos los lechos, al día lo llamábamos trabajo y terso desear.

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Se cumplió el recado que mi vida susurró a tu ilusión, el placer continuaba y eran llamas los trazos de tus anchos pinceles. No era sólo cariño, era caos perfumado, eran los oropeles de cuerpos sin distancia. Después de aquella tarde me dijiste “Eres furia atrapada en tu boca, eres la desvergüenza de los gozos, aguja en la molicie de todos mis deleites.” Besabas mis expresiones y no creíste nunca que no pudiera parar en ti. El extravío del respeto, los granos de arena cayendo en el reloj souvenir de Marruecos, el tiempo detenido en los actos impuros para luego correr desenfrenadamente. Eso no duró. Más fue la novedad que la enseñanza de una muerte viva.

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Mis ojos hundían sus dagas y reventaba mi corazón en cada hombre. Me sumergía en las vísceras de los augurios que pronto llegarían. Los tuyos fueron los que se observaban en la flor de la remembranza. Me dijiste, “Mi amor, el empeño se aleja del cariño, la mimosa esquina de la noche al día nos sorprende, los actos cotidianos de tu hambre me devoran, como el útero devora hacia atrás la inocencia.” Acariciaba el dobladillo de tu estancia lenta, sin furia y me marchaba sin faltar de allí. Tu frente dibujaba ondas que querían ser sinceras.

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Prisma donde me escindía en los matices del olvido. Tú eras el caleidoscopio que aburre al parvulario. La peonza recién metida en la caja que ataca el óxido. Proyector de diapositivas de vidas congeladas. Y te sorprende la fuga de mis pasos cuándo tu ambición te rehuía. Me acosabas como perro sin dientes, querías a la mujer perseguida en jaurías de remordimientos. Las pinturas hendidas por la luz me recordaban tu bisturí y los muchos adioses entre las plantas antiguas de las galerías. Te vestías de estatua y se malgastaba tu tabaco como se consume la belleza del agua que nunca bebiste.

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En la noche final se escucha a duras penas el rumor de nuestras existencias. Estaba ya inventada la ebriedad, la furia, la desazón de la bilis. Arco tañido de muerte, las manos eran ungidas con el aceite de la transformación. No llegaste a lo alto de mis iris, “círculos de océano”, decías, “remolinos de vicio, flexiones del aire pervertido”. Mientras tú apretabas mi vida y aguardabas un límite que no aprendí con el cacareo de negaciones. Era caída. Era la ruptura del remo que me impulsaba a ti. Y ya no estabas porque eras la vela recién rasgada, la señal que hace el viento de anhelar. Un castillo de espadas para un solo grito que me convirtió en lejos definitivamente.

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Yo fui la Sara de la abundancia entre los campos feraces de mis pechos. La cometa que vuela sin el hilo y que crees atraer con tus dedos que conforman la garra. Misterio del golpe sobre el golpe de la carnalidad, un demonio del agua que se niega a volver a las manos crispadas. Porque lo que esperamos es el tacto, el fin, la lógica de los actos incólumes. Y los monstruos son las sombras de una luz que mancilla la intención que quedó atrás. Fui la aberración a la que te entregaste en racimo de empeños y a la que deseaste luego destruir. Envejeció nuestra memoria en un latido, el ojo fue luna y filo y dolor. El resto de las cenizas fueron resucitadas por lo que habría de llegar.

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Giraron las luces en la bruma. Sobre el invierno olvidaron las aves el camino de vuelta. El mundo se hizo viejo en un solo segundo.

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Me casé una tarde de calor en una catedral de murmullos, las lámparas sobre el blanco del vestido, el blanco del pañuelo, el blanco afilado de los dientes. Los flases de los fotógrafos aplaudían con seriedad. Distinguí en la risa del altar un rebaño de cirios inocentes. Me acuerdo muy bien del satén oscuro, losas sobre las que bailaban los invitados, el banquete donde estaba servida la lascivia. Todos los pecados, me dijo el sacerdote, son siempre perdonables y el amor el que más. Enmudeció de pronto como si proyectaran una película antigua en la que él fuera el protagonista.

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Yo soy la mujer que hizo invisible tu retorno, el suspiro del nictálope enfermo de pena. Tu vida era lo que pensabas, lo que sentías era la oscuridad en el cristal quebrado. La flor que se pisa en el camino a la casa. Más tarde recordabas el sueño de un jardín escondido, el rumor de la siesta entre los árboles. Jugando a que eres otro más fuerte o más audaz te quedas al borde de la zozobra de tu descubrimiento. Tú fuiste y eres nido de adioses que no volaron, el dolor fue tu brazo en alto, el pañuelo, pájaro que devoró mis lágrimas. Tornó la tierra a separarse.

47


No sé nada de ti. Ahora ya pasó todo, yo ni siquiera estuve, falté a mi despedida. Te intuyo caminando por una calle antigua mirando las ventanas de música. Extraviaste el rastro de tus pasos futuros, con un bastón escarbando en cada piedra la luz. Quisiste de un solo vistazo ver cientos de corazones grabados en granito. Los cuerpos que no existían, que desnudaste en las pinacotecas inseminando en átomos el aire amarillo de tu estambre. Entras en la basílica donde se escuchan las voces de los niños y te vas. No lo soportaste por más tiempo.

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El deseo como sed que no se aplaca. Mi angustia de cigarra en un árbol que acaba muriendo de puro verano. Te veo apoyado en tus certezas de humo, en la salada ceniza de tu cuerpo, tenso como el mediodía. Un orgasmo de tu miembro peje rozando el cielo húmedo. Te veo arañando el frenesí tal vez en otras flores. Pero alguien me dijo por fin lo que sabía, que eres sólo distancia. Te volviste distancia.

49


Supongo que el oro brilla como la cara de un hombre al que no distingo de los demás. Que la ciudad sigue respirando en las alboradas con que el día sorprende a los insomnes. Supongo que mi juventud huyó como se escapa la primavera por el impulso varón de los veranos. Él llega a casa después, mientras yo reviso los perfumes que su cuello cuelga en collares de otras. Algunas de ellas más jóvenes que la madrugada que pronto será tarde.

50


Las mañanas no existen, sólo siento las tardes con sus rayos esculpiendo la furiosa tristeza. En las noches comienzan los latidos como esa diosa oscura que reaviva los párpados con su vulva de plata. A veces en la arista de la desdicha cambia el grito, el sudor es vuelo y pesadilla que torna a los detalles palpados. Huelo a pan caliente mientras suenan notas torpes pero menos inciertas. Acaricio lentamente los dóciles segundos, un perro lame mi vestido. La cabeza de mi muñeca que perdí o que tiré observa desde lo alto de un bidón en un nublado pueblo. Suena la voz del locutor en mil novecientos ochenta. Mi padre sonríe.

51


Hubo una vez un reloj que giraba en la cocina de mi padre con su eco entre el canto materno de las almohadas.

52


Ruedan lรกgrimas secas.

53


Soy Sara la de las uvas agrias, pájaro que infecta los despojos de todos mis festines. Mi marido es mi olvido como fue mi placer. Sara seré imagen transcurrida en los cristales que dan a tapias recién levantadas. Frente a espejos enfrentados a los mínimos detalles de la cara la caricia es aire en el cuarto lejano. Con las sábanas manchadas tan cerca de la arruga recién aparecida que puede ser mía. En las sombras que se juntan al arremangarse las horas vuelan las golondrinas o los murciélagos. Acaba lo que amamos y el pasado es el dios a adorar.

54


el libro de sara es un poema de

Miguel Angel Gara

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Dedicatorias: A Johanna y a Bastian porque sin ellos nada tendría sentido. A mi hermano Alberto A Rodrigo Galarza, poeta y también hermano. A Nacho Fernández y Enrique Mercado, arquitectos de sueños. A Jesús Urceloy, maestro de poetas. A Jesús Cuesta porque sin él este libro no existiría. A Luis Felipe Comendador, Marta Santos, Benjamín Escalonilla, David Torres, Dani Corpas, Manuel Tamayo, Rober, Pedro, Carlos y tantos otros amigos sin los cuales habría menos poesía en mi poesía. Y por supuesto a Sara… quien quiera que sea.

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