Pidiendo para su madre Un joven va por la aldea, Y aunque el dolor lo taladre, Sufre, calla y no se queja. Cuando después de rodar Por las calles y las plazas Se arrodilla ante el altar, Y así lo sorprende el cura, Y al ver que una mano falta Del brazo de aquel mozuelo, Con voz que es toda dulzura Le dice: ¿Cómo te llamas? ¿Qué haces, di, por este pueblo? Antón yo me llamo, padre, Y le pedía a la Virgen Que me den una limosna Para que coma con mi madre. ¿Cómo perdiste la mano? Le dice el cura piadoso. ¿Fue en el taller, fue en el campo?, ¿algún reptil venenoso te dejó, Antón desgraciado y te ha dejado, hijo mío, pobre, triste, y mal parado?
No padre, no fue un reptil Lo que mi mano cortara. Años ha que voy pidiendo Con lagrimas en los ojos Y el rubor cubre mi cara. Joven y fuerte fui un día, Mis brazos fueron sostén De una Madre de alma pura. ¡MADRE! ; palabra sagrada, ya que Madre solo hay una. La que con sus besos nos baña, La que nos canta en la cuna, La que jamas nos engaña, ¡Mujer que es todo ternura! ¡Qué malo, que malo fui para con mi Madre amada! Una noche padre mío Tiemblo solo al recordarla, Llegué borracho a mi casa, Con mi mano encallecida Le di tan fuerte en el rostro, Que cayó desvanecida. Y aquella mujer bendita, Que tantos besos me dio, Estaba en el suelo herida,
Y vi una mancha de sangre Que la mente me turbó ¡Maldito, maldito yo, que a mi madre escarnecía. Yo no sé lo que pasó, Solo se que aun vivía, Alcé a mi madre del suelo Y al punto curé su herida. ¡Malhaya el hijo maldito que comete tal afrenta Y maldito aquel cobarde Que en su pensamiento alberga Pegarle a su propia Madre! Y salí de su aposento Despierto para vengarla; Quien la ofendió fue mi mano, Pues mi mano pagará Porque la había ultrajado. Y ciego y lleno de ira Cogí el hacha enloquecido, Y la mano envilecida Que tal afrenta causara Al ser que me dió la vida Y tan ruin me porté, ¡Por eso voy con mi pena y voy por los pueblos, padre, pidiendo de puerta en puerta para que coma mi madre.
poemas y pensamientos a la madre el consejo materno
Ven para acá, me dijo dulcemente mi madre cierto día, aún me parece que escucho en el ambiente de su voz la celeste melodía.
Ven y dime qué causas tan extrañas te arrancan esa lágrima, hijo mío, que cuelga de tus trémulas pestañas como gota cuajada de rocío.
Tú tienes una pena y me la ocultas: ¿no sabes que la madre más sencilla sabe leer en el alma de sus hijos como tú en la cartilla?
¿Quieres que te adivine lo que sientes? Ven para acá, pilluelo, que con un par de besos en la frente disiparé las nubes de tu cielo.
Yo prorrumpí a llorar. Nada, le dije, las causa de mis lágrimas ignoro; pero de vez en cuando se me oprime el corazón, y ¡lloro!...
Ella inclinó la frente pensativa, se turbó su pupila, y enjugando sus ojos y los míos, me dijo más tranquila:
Llama siempre a tu madre cuando sufras que vendrá muerta o viva: si está en el mundo a compartir tus penas, y si no, a consolarte desde arriba.
Y lo hago así cuando la suerte ruda como hoy perturba de mi hogar la calma, invoco el nombre de mi madre amada, ¡y entonces siento que se ensancha mi alma! El matricida
Sobre el banquillo gris, del acusado, se encuentra un hombre de mirar perdido y de ver su semblante entristecido el corazón se siente apesarado. Hundida entre las manos la cabeza y sumido en el mar de sus sollozos ante la ley brutal y los curiosos que mofándose están de su tristeza. Grave y sereno el juez; fruncido el seño impasible se encuentra en el estrado sin embargo en la faz del magistrado, se adivina un pesar jamás domeño. El turno es del fiscal; con voz de trueno ante la turba hostil de odio cegada lanza su acusación de hiel cargada cual lanza la serpiente su veneno. ¡Ahí lo tenéis señores es la bestia! el hombre sin entrañas el ladino
el ser más despreciable ¡el asesino! que priva de la vida sin molestia. ¡Es un chacal! malvado y truculento, un ente sin piedad ¡un MATRICIDA! quien con sus garras arrancó la vida de la mujer que le brindo el sustento. De la mujer que lo veló de niño, de la mujer que lo forjó en su sangre, de esa mujer que como toda madre le arrulló alguna vez en su corpiño. Y cómo le pagó ¡qué cruel delito! que injusticia sin par… que cobardía arrancarle la vida en forma impía señores este ser ¡es un maldito! Es un chacal y al condenarlo en suerte que se cumpla la ley en su persona y si Dios su pecado le perdona ¡Que la justicia le condene a muerte! Calló el fiscal; la turba enardecida con rugido feroz gritó al momento ¡Muera, muera; pero antes al tormento! ¡Que muera el indeseable matricida! Habla por fin el juez desde su estrado imponiendo silencio al ruido hecho y dice: todo ser tiene derecho que hable sobre el asunto el acusado. Anegados los ojos por el llanto la faz ajada… hirsuta la cabeza jamás he visto tan fatal tristeza, jamás he visto sufrimiento tanto. … ¡Yo soy el asesino la he matado! y lo juro ante Dios… ¡no me arrepiento! si por ello me aplican cruel tormento por su dicha lo doy por bien empleado. Más mienten los que dicen que con saña a mi madre maté, ¡miente la plebe! yo la maté sin el dolor más leve la maté con amor, y así no daña. La maté con ternura, suavemente … se extinguió su existencia tormentosa
cual leve palpitar de mariposa y abandonó la vida… dulcemente. Dulcemente murió, ¡cuánto la quise! difícil es medir lo que es cariño maté a quien me arrulló cuando era niño sin embargo es amor; porque lo hice. Cuántos de los hipócritas humanos a quien yo supliqué pidiendo ayuda hoy me escarnecen con terrible duda ¡y todavía pretenden ser cristianos! Cómo sufrió mi madre ¡pobrecita! con atroces dolores en el pecho implorándole a Dios desde su lecho ¡sufriendo aquella enfermedad maldita! ¡Jamás he de olvidar aquella noche! en que gritando de dolor me dijo ¡Mátame por piedad, mátame hijo! y no esperes de mi alma ni un reproche. Yo bendigo tu mano hijo de mi alma, ¡Mátame ya!… y dame sepultura yo bien sé que mi mal no tiene cura, ¡Mátame por piedad!… dame la calma. Y ese grito salvaje y lastimero, que anhelaba la muerte suplicante taladraba mi alma a cada instante ¡Mátame hijo! ¿Dios mío por qué no muero? Y se ofuscó la luz de mi conciencia, y dejé de ser hijo… ¡fui verdugo! y le arranqué del sufrimiento el yugo yo le quité señores ¡la existencia! Lo demás ya lo saben; qué tortura ¡ya no soporto del dolor el peso! y aquí me encuentro ante vosotros preso y es mi única pasión la sepultura. Mas no es la ley quien deberá juzgarme, aunque sí soy culpable de eutanasia no se van a reír de mi desgracia ¡No lo harán! porque yo ¡voy a matarme! Una daga sacó de la cintura que en el pecho clavóse con violencia
al cielo suplicó ¡Señor… clemencia! y se borró en su rostro la amargura. Y así termina la existencia agita de un hombre que de amor es ¡MATRICIDA! y deja en los anales de la vida ¡UNA HISTORIA DE AMOR CON SANGRE ESCRITA!