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El oficinista enamorado
Miguel Cabeza
La presencia intrusa
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¿Cuántas veces hemos tenido esa inquietante sensación de que alguien nos está observando? Esa impresión sutilmente estremecedora que nos obliga a girarnos buscando una presencia… Alejandro, el oficinista, llevaba meses sintiéndola repetidamente y, sin embargo, él siempre estaba solo. Él era el único ser vivo latiendo en aquel lugar. O al menos, de eso le informaban sus ojos inquietos cuando indagaban tras sus espaldas. Allí no había nunca nadie y tampoco nadie podía observarle a través de los grandes ventanales abiertos a la distancia de un horizonte difuso y blanquecino. Realmente, ningún observador lograría por medios naturales tener dominio visual sobre su enorme despacho; tan blanco como desangelado, tan rectilíneo como funcional. Y menos aún sobre su persona, dada la baja altura de los edificios colindantes. Aquel día, el primer sentimiento de “la presencia” lo tuvo Alejandro después de tomarse, como de costumbre, su café de las nueve en el hall de la tercera planta; lugar donde se encontraban las máquinas del autoservicio. Le sucedió al volver a su mesa de trabajo. Fue en
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ese justo momento cuando experimentó, una vez más, la turbadora presión en la nuca y, por algún motivo, en esta ocasión, no quiso contentarse con la exploración visual del lugar. Necesitó ir a la pequeña dependencia dedicada a los archivos históricos de la empresa desde donde podría abrir el balcón que daba a la plaza y lanzar su mirada sabuesa hacia los jardines de la entrada. Pero no. Tampoco desde allí pudo descubrir una causa, una explicación. Distinguió al jardinero del edificio de oficinas y a su joven ayudante. Eso fue todo. Dos personas centradas en sus labores que a esas horas de la mañana reiniciaban su rutina. Así que a Alejandro no le quedó otra que la de siempre: sobreponerse sí o sí a aquella extraña impresión de “otra presencia” que cada vez parecía ir ganando en intensidad. Respiró profundamente y escuchó como desde algún lugar de su conciencia un yo interior le increpaba por permitirse aquellos desvaríos y le exigía que se pusiese a trabajar. Así lo hizo. Se sentó de nuevo y se arqueó sobre las encuestas que debía devolver cumplimentadas a la Dirección general de Trabajo antes del próximo día quince. Si algo realmente le metía el corazón en un puño era agotar los plazos y que el jefe de sección pudiera llamarle la atención. Esa sí que era una
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presión real. De nuevo concentrado consagró las siguientes dos horas a continuar enfrentándose con la tediosa tarea. Sin embargo, cuando ya todo parecía volver a fluir, una sigla lo dejó a cuadros. No entendía eso de las “LHD”. Así que llamó al departamento de sociedades cooperativas de la DGT para que le aclarasen su significado. Pero los tres números insistieron en comunicar... Podría haber sido un poco más humilde, abrir la puerta, recorrer hacia la izquierda seis metros del pasillo habitualmente vacío, llamar a la puerta del despacho del asesor jurídico y preguntar. Pero no, aquel técnico le desagradaba. Siempre le miraba por encima del hombro cuando se atrevía a plantearle cualquier cuestión. Le hacía sentirse mal. Inferior. Así que mejor seguir probando con los números de teléfono. Pero no había manera, nadie descolgaba en la otra parte y ello estaba provocando que por momentos se le incrementase su inesperado y estéril nerviosismo. Consciente de que debía calmarse, empezó a garabatear con su bolígrafo sobre un folio en blanco, como si esperase que aquellos alocados trazos circulares pudieran atraerle un poco de luz y sosiego. Al tercer folio de garabatos vislumbró por un instante lo tremendamente
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estúpido que era ponerse así por una encuesta intrascendente e, instintivamente, se puso la mano sobre el corazón. Entonces supo que ya era tarde para reaccionar y le absorbió el miedo, pues los latidos se le habían disparado y las sensaciones que le llegaban eran cada vez peores. Destacaba ese picor intenso que le escalaba por la espalda. Como si una jauría de hormiguitas coléricas trepase desde el riñón izquierdo hasta la altura del corazón mordisqueando cuanto encontraba a su paso. Comprendió que se iba a desmayar, que iba a perder el conocimiento... Fuera de control, se rascó la zona frenéticamente con la funda plástica del móvil y, de inmediato, el mundo se oscureció tras una cortina de ingrávidas chispas de colores. Por puros reflejos protectores, le dio tiempo a prepararse para amortiguar la caída, pero no el suficiente para encontrar la mejor postura. Con todo, tuvo suerte al desvanecerse pues no llegó a desplomarse de golpe. Fue como si se derritiese lentamente sobre su silla. De hecho, ahí se reanimó poco después guardando un curioso equilibrio. El brazo izquierdo, estirado y pendulante entre las piernas entrecruzadas y el derecho clavado con su codo en el apoyabrazos, como mástil de una aturdida cabeza de trapo.
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La primera sensación que le llegó al recobrarse fue de autoinculpación, pues pensó que él mismo se había provocado el desmayo al haber dejado que tan pequeño problema le obcecase de tamaña forma. Acto seguido, ya más tranquilo, se desprendió de su corbata azul petróleo, desabrochó el cuello de su impoluta camisa blanca, se arremangó y enderezó el tórax. Volvió a pensar sobre lo ocurrido y ya no lo vio tan claro. Reflexionó que lo mejor sería pedir una cita a su médico… O a un sicólogo, por qué no… Lo que había sucedido normal no era, mejor reaccionar. A quien no le haría falta visitar al médico ni al sicólogo era a la presencia intrusa: Amartelo. Presencia arquetípica indetectable para el común de los mortales cuya misión cósmica fundamental siempre ha consistido en la provocación, refresco y recreación de las pasiones amorosas. Amartelo sí sabía muy bien que era lo que le había sucedido a Alejandro. Claramente había sucedido que él, Amartelo, acababa de punzar a nuestro oficinista, a la altura del corazón, con su pequeño mijtil. Esa especie de diminuto cuerno de vaca tejido de arcoíris. La intervención se había desarrollado a la perfección y en poco tiempo deberían producirse los primeros resultados. Así que de momento se
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limitó a esperar a que Alejandro acabara de despejarse y dejara de resoplar como un caballo de carreras malherido tras el fallido intento del salto de la fosa… Lo mejor siempre era darle tiempo al tiempo.
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