El Chirote Oswaldo Antonio Ruiz Tovar
PRESENTACION Con este cuento, Antonio Ruiz Tovar “ humildemente”, como dice él, colabora con la necesidad de fomentar la literatura en nuestro pueblo, que en efecto, hace falta. Visiones y conductas de un CHIRR, obligaron al autor a ingresar al mundo de su pasado juvenil, y rescatar hermosos pasajes o vivencias; recuerdos lejanos, que muy bien los hace caminar a nuestro encuentro inundándonos con profundas emociones. Luego, sentimos que muchas de esas vivencias confluyen con las nuestras, volviéndonos nostálgicos . Es el efecto profundo que logra conseguir . Al leer “EL CHIROTE”, el presente se detiene, pero lo pasado recobra vida. Y, cuando creemos que el tiempo se ha detenido, lo que parecía muerto en nuestro olvido se desamortaja, abre los ojos y echa a correr hasta nosotros. Antonio Ruiz Tovar logra que juguemos con él, usando la imaginación, el recuerdo. En otro plano, el enfoque que hace del personaje central es grandioso. Que tal descripción del animalito, de su forma de vivir; y cómo nos trasmite su especial admiración por este pequeño ser de la naturaleza. También hay en el cuento un gran trasfondo de defensa ecológica. Y qué decir del amor a la madre, al terruño, del amor juvenil, de esos aspectos sublimes y puros. Indudablemente que EL CHIROTE es un pequeño cuento obligado a leerse. Yo agradezco la deferencia del autor para esta presentación; y le auguro éxito en esta tarea que se ha impuesto. Juan José Gagliardi Ruiz Lima- Perú, 22 de Agosto de 1997
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Gracias chirote, gracias. Dile a tu estirpe, que todavía vivo. Que aún estando lejos, no te olvido. Que desde aquí te pido que con tu canto hermoso jamás dejes de alborotar, los campos de mi adorada tierra. Que te daré mi sangre para que vivas, para que tengas fuerza y nunca mueras. Para que cuando cantes, posado donde estés, qué mejor que en un algodonal , las almas jóvenes de mi pueblo sepan que a su primer amor, Dios te mandó ponerle el grito de alborozo. Wisconsin USA. A. R. T.
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Con su pecho colorado, y su cuerpo pardo, el pico negro y agudo, y sus dos rayas blancas encima de sus ojos, cada mañana hacía su aparición, el chirote. Mi espíritu se regocijaba con sus volteretas y su agradable canto. Verlo revolotear con sus alisadas alas y brillantes colores, de amor y de muerte, me llenaba de cierta sensación... Era un espectáculo! Volaba y sobrevolaba, sin cansarse, de un palo saliente de un techo, a un cordón de alumbrado público. En su vuelo, y todos sus movimientos trasuntaba la alegría con que lo hacía. No sé si era pura coincidencia; pero lo cierto es que todos los días, casi a la misma hora se presentaba el travieso chirote. Con su pecho hinchado y sus brillantes colores ponía un toque especial a los techos sucios de las viejas casas de la calle San Vicente. Por ese tiempo yo tenía mi oficina en el segundo piso del edificio municipal de donde avistaba la mencionada calle, la segunda más pequeña de este hermoso y tranquilo pueblo, capital de la provincia de Cañete, que se unía con la “Calle Nueva” o lo que hoy es la Calle O’Higgins por medio del desaparecido Pasaje Narvaez, que nadie defendió. Un día, cuando me aprestaba a sentarme en mi sillón, llegó un cliente y me sorprendió mirando al pícaro animalito. Su vista instintivamente se dirigió hacia donde se plasmaba mi mirada, logró captar los revuelos del saltarín chirote; cómo cambiaba de lugar. Vimos cómo alzaba vuelo trinando su clásico canto “chirr…”; los clavados que hacía en el aire, para luego posarse en el cordón. ---- Buenos días doctor, está mirando al chirotito?, me preguntó. ---- Sí, le contesté. Todos los días me alegra la mañana. ---- Esos animalitos son bien “pendejos”; no se dejan cazar y son dañosos porque escarban la tierra, sacan la semilla que el campesino ha sembrado y se la devoran. Fíjese, se paran en las espigas y con su peso van inclinándola hasta que toque la tierra y luego comienzan a separarlas; y, hecho esto, se tragan los granos… Son bien
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“pendejos” estos diablitos. Bien raro que se vean en la ciudad ya que son de chacras. Acá en Cañete habían grandes cantidades, pero las fumigaciones con insecticidas fuertes y por las rociadas en avionetas, murieron, como muchas otras especies; o, seguramente se fueron a otros lugares. Veo que están apareciendo de nuevo… Son bonitos y alegres; pero, hacen daño, concluyó. Yo, lo escuchaba con atención sin dejar de mirar al animal. Cuando terminó, miré a mi interlocutor y reparé en sus últimas palabras; es animal, y lucha por su existencia, me dije. Después que le atendí, se retiró y yo seguí con atención los repetidos movimientos del pajarito. Sus vuelos me daban motivo para pensar en lo que es la libertad, la alegría, el amor, la naturaleza. Asi, vinieron a mi mente los recuerdos cuando con amigos de mi edad nos íbamos a bañar a las acequias conocidas de la localidad, “Puente Tabla”, “La Cristalina”, “ La pozita de López”. Esta última era la más concurrida porque no ofrecía peligro alguno y uno podia nadar en su directo trecho, después de una zambullida desde el árbol que existía en un estratégico lugar; además, poque en pocos minutos, antes de retornar a la casa, era posible cazar los camarones que se escondían entre las hierbas bajo el agua; estas cosas hacía que dicha pozita ejerciera su atractivo popular. Recordaba, también, los recorridos a las chacras preferidas en plan de estudio para los exámenes, o las visitas a Chombo para saborear los frescos y ricos pepinos que allí se cosechaban. En esos paseos era común ver a otros animales de su especie entonando sus enredados silbidos; levantarse, tomar vuelo hasta cierta altura y luego regresar a su lugar, en picada, en línea casi recta; es decir en su típico y natural estilo Ver al chirote,conversar con el campesino, repito, generó en mí, un maravilloso viaje al pasado. Me ví sentado, después echado, en una porción de grama verde junto a unas pozas grandes que habían antes de llegar al “Cerro de los chinos” y que sirvieron para echar el lino que antes se sembraba en el valle y en los campos de lo que fue la Hacienda Montalván. Junto a mí, una adolescente
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hermosa, de ojos verdes, y de perfilados labios, más bellos, por su rojo carmesí. Con el miedo propio de la edad, habíamos recorrido un camino viejo de acceso a esas pozas; y una vez allí nos sentamos; y agarraditos de las manos conversábamos de cosas del colegio y de otras tantas; y con el dulce, sincero, y puro sentimiento uníamos nuestros labios, de cuando en cuando, sellando muchas veces el “ Te quiero con todo el Corazón”. Oh maravillosas primeras experiencias llenas de silencios prolongados, de miradas esquivas, y timideces escondidas, que se hacían evidentes por el temblor de nuestros cuerpos. Gozábamos así de las delicias juveniles, de las emociones del primer amor. Vivencias de adolescentes, de épocas sanas, ausentes de malicia. Yo me extasiaba mirandos sus ojos de minina, sus pupilas y retinas; y acariciaba con alegría indestructible pero, tremulantemente, su carita pecosa que parecía un cielo estrellado con un fondo profundo de rubores. Que fue un auténtico amor de estudiante eso bien lo saben las pozas de lino, y el chirr que se posó cerca a nosotros, en una rama de una de las plantas del inmenso algodonal que nos rodeaba. Esa tarde, ese lindo animalito nos dió una exhibición gratuita de su arte y dones que Dios entregó a su especie. Cómo cantaba, al desplazarse hacia arriba, y al bajar. .. Esa inesperada presencia y extraño comportamiento, su espectáculo, fue filmado por esa maravillosa cosa que llamamos mente; y aquí, en mi memoria, se registraron todas y cada una de sus travesuras, y hoy fluyen con toda nitidez. Parecía hablarnos con sus repetidos cantos, estar de nuestra parte y bendecir esa candorosa ternura. Mi mente bombardeaba las vivencias reproduciéndolas, desde que llegamos a ese lugar hasta el momento en que el tiempo nos obligó a levantarnos para regresar a nuestras casas. Ese día, tan lejano, repercute con respeto y firmeza, pues, está en mi jardín personal y consecuentemente, dejó efectos nostálgicos, que sólo se irán conmigo cuando mi corazón deje de latir y mi conciencia se oscurezca para siempre.
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Oh mi gran amor inocente, lleno de juramentos, que no pudo crecer porque el tiempo, la distancia y un ramillete de factores se encargaron de maltratar; pero, no lograron arrancármelo. Y debo aclarar, contradiciendo al poeta, que de aquél amor de estudiante, jamás presentí una traición; por eso tiene un valor especial; y por éllo, ese destello, mana de mí, matizado con los más hermosos colores de la esperanza incierta, no del recuerdo muerto, sino del que te alienta; no como cadena que esclaviza ni te ata para siempre; tampoco como bola de hierro que amarrado a los pies te impida caminar; no, es el sello que Dios pone en el corazón de los seres para demostrar que existe, como bello sentimiento que nos inclina a apetecer el bien, y que debiera servirnos de norte, aún cuando por esas cosas de la vida, a la postre, caminemos unido a otro ser, por caminos diferentes… Sí, porque el fracaso de un amor, como dijo un poeta, no es el fracaso del amor, NI MUCHO MENOS SU MUERTE. Recordé la figura de mi esforzada madre. La veía alistando el desayuno para luego irse a trabajar; y cómo presta se marchaba ante el estruendo del pito de la fábrica “La Unión”, que anunciando la salida del personal que laboraba en la tanda nocturna, notificaba, también, la hora de ingreso al grupo de relevo; la iniciación de la otra jornada. Pitadas de rutinas, que se escuchaba en todo el pueblo, noticiaban, además, que eran las séis de la mañana de un nuevo amanecer. Su estridencia unía el final y el inicio de esa monotonía laboral, de Lunes a Sábado en la que la fábrica devoraba la energía humana de sus trabajadores a cambio de un nunca justo salario. Fábrica que también está en mi recuerdo porque en élla laboraron gran cantidad de vecinos del barrio. Con todo lo que puede decirse de una fábrica, élla, “La Union”, representaba la inversión de gente pudiente, que no temía los riesgos y se constitutía en fuente de trabajo a gente humilde en San Vicente, que aún con los magros salarios pudieron alimentar y educar a sus hijos; cómo? pregúntele a Dios; El, provee, no sólo sabiduría, a los hogares de los pobres que creen en su poder. Fue así que en el curso de los años, hijos de muchos hogares de obreros, que
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trabajaron en élla, se hicieron profesionales, prestigiando a sus familias, sacándole lustre a sus apellidos; y por ende elevando el buen prestigio del barrio. Es que aparte del empuje misterioso que se esconde en los corazones y las mentes de los integrantes de las familias humildes hay una riqueza de fe incomparable y en donde el tradicional criterio de pobreza es reemplazado por el auténtico sentido de esa palabra: pobres, pero no miserables; y conscientes, de que esa pobreza material es superable, por la riqueza espiritual. La Unión, con un largo período de existencia, con un hermoso historial en la vida económico social de los vecinos de El Paso, representaba también una amenaza; sí, hasta ese día en que en horas de la mañana remeció a todo San Vicente con una potente explosión, que se escuchó hasta Imperial; y que hizo volar por los aires trozos metálicos, muchos de los cuales cayeron en las calles, otros se incrustaron en las casas, como ocurrió en la del zapatero Bernabé, rompiendo muchas lunas de ventanas y puertas de las casas de los vecinos por la fuerza de las ondas. Parece mentira, pero hubieron vecinos que ante la fuerza de la detonación, fueron sacados de sus camas, según revelaron; como que el grupo de borrachitos que uno a uno se juntaban en la acera de la calle Bellavista, cerca de la zapatería del mencionado agraviado, rompieron su rutina diaria y silenciosamente retornaron a sus casas, llenos de temor sin explicarse el por qué del estruendo y el remezón. La fábrica La Unión, representaba el capitalismo metido en nuestro barrio, que trabajaba con los terratenientes en aquéllo de la compra venta del algodón, el desmote, la elaboración de los fardos para llevarse a los depósitos de exportadores en Lima, y la pepita de algodón que se quedaba para la elaboración del aceite vegetal, el de los buenos; y del jabón, usado en el lavado de la ropa. Hasta el ganado se beneficiaba en este proceso de transformación. Claro que en ese ciclo productivo, la mano del obrero campesino ponía su cuota laboral; como que también se discutía la paga que recibirían por quintal apañado. Cientos de éllos inundaban los campos para el recojo del algodón, para esa tarea, y ponerlo en mantas especiales. Hombres y mujeres en esas campañas; muchas de éllas portando a su vástago en sus espaldas envuelto en esa tradicional y
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multicolor lliclla o manta que las mujeres indígenas usan sobre los hombros, desde épocas ancestrales, con sus puntas anudadas adelante, a la altura de su pecho... Maravillosas estampas de presencia humana en el campo que muy bien han sido captadas por el pintor cañetano Arias, a quien muchos en el pueblo no conocen, siendo él ya internacional. Por esa maravillosa facultad del recuerdo, los años y vivencias saltaban en mi mente. Me ví caminando por las áreas laterales de mi inolvidable 451, mirando sus grandes ventanales, sus salones amplios, las pizarras negras, las cajas de tizas, el lustroso corredor de las dos entradas, la oficina del director; el jardín, que separaba o permitía el acceso a dos ingresos interiores, derecho e inquierdo, la pileta dentro de él; el pesado mueble con sus asientos en una esquina del lado izquierdo, entrando, que usaban los alumnos del quinto año, para lustrar zapatos a fin de procurarse fondos para las programadas excursiones de medio año; su amplio patio… La figura de Doña María, apostada a un lado de la pileta. La viejita que con su canasta llena de diversos productos alegraba los recreos con el maní confitado, la cancha, sus dulces preparados con sus amorosas manos; frutas diversas y otras golosinas; y las travesuras de algunos compañeros al momento de las compras y el amontonamiento. Grandiosa mujer que ponía un toque especial en la escuela . Su figura de vendedora era una auténtica estampa del recreo . También, el inolvidable rostro de una señora encargada de la preparación del almuerzo para los estudiantes, rostro de una mujer angelical y de tierno corazón. Yo la admiraba; y la ayudaba a poner los platos en las largas mesas; y de paso, como recompensa recibía unos panes más que siempre supe compartir. En algunas veces la acompañaba hasta su casa, como un nieto pegado a su abuelita y le ayudaba a subir las escaleras, pues vivía en el segundo piso de lo que fué el viejo mercado de abastos que existía en la calle San Agustín. En ese trayecto, recibía más de un consejo que yo supe escuchar con atención. Y, recordandola vino a mi mente el incendio de ese mercado. A Dios gracias, lograron sacarla a tiempo.
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Yo no estuve en ese momento, pués llegué minutos después, cuando gran parte de ese hermoso centro de abastos se había quemado; pero, desde una distancia pude espectar, cómo las lenguas de fuego cantaban su canto de muerte; y hambrientas, con furor, querían coger otras casas, como un glotón que no termina lo que tiene en su plato, y ya quiere comerse el de los otros… Y las decenas de palomas con sus nidales, que hacían patentes las letras de esa canción que entonábamos al primer día de clase: “ Cual bandadas de palomas que regresan del vergel, ya volvemos a la escuela, anhelantes del saber; ellas vuelven tras el grano que las debe sustentar y nosotros tras la idea que es el grano intelectual…” Y cómo por el paso de los años llegué a presidír la asociación de padres de familia de ese plantel, trabajando al lado de un gran educador Don Luis López Ayala, a quien no puedo dejar de mencionar, porque fué un paradigma docente de su época… Cómo son las cosas. En este recorrido, ví también a otroras maestros que cultivaron en los niños valores supremos como el amor y respeto a los padres, la unión y solidaridad, la honradez, el amor al plantel, entre otros; de algunos, especté esa cuestionada metodología de enseñanza de la época: “La letra con sangre entra”, que en algunos daba sus frutos; aunque jamás haya sido partidario de la misma. Hasta ahora conservo el recuerdo de un pellizco que me dió una maestra por haber llegado tarde a una velada en Arona y donde tenía que bailar “la raspa” con un compañero. Desde allí, supe que “la hora es la hora”. El hecho que tuve que ir a pie, un rato andando y otro corriendo, desde mi casa, por la vera de la carretera, y cruzar esa larga, pero excitante arboleda, de ingreso a Arona, no se tuvo como atenuante en mi tardanza…No actué en la velada, pero ese pellizcón perdura, haciéndome “bailar” , cada vez que lo recuerdo, ese otrora novedoso baile. Recordaba a mis ex compañeros del 451 y del Sepúlveda; y las sonrientes caras de apreciados guías, particularmente a los profesores Yalán, María Serra, Arnulfo Bahamonde, Martínez, Honorina Huapaya Luyo, Jacinto Navarro -autor del himno Sepulvedano - y José Morales Castilla;
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impecables maestros, que después fueron mis colegas. Me veía adolescente parado en la puerta del sindicato de obreros de la fábrica La Unión, escuchando a los dirigentes y obreros del gremio, opinando sobre sus problemas laborales, permanentes y eternos; de los abusos del administador, ese bajito, panzón y con bigotes que caminaba rapidito; del nuevo pliego de reclamos que tenían que presentar; de los descuentos indebidos, entre otros asuntos. Eran las típicas reuniones, salpicadas de discusiones, que no entendía a cabalidad. Eran esos ingredientes de las “luchas de clases” que impusieron los tiempos cuando el mundo estaba repartido ideológicamente; luchas que jamás desaparecerán sea lo que sea que mueva al mundo. Y allí estaba mi madre, Doña Elvira, leal a su gente, aportando sus pareceres en favor de “ las mejores condiciones de vida y de trabajo” . Recordaba su intensa alegría cuando siendo abogado me tomaron como asesor del gremio. Por ese tiempo su cabeza ya se encontraba aureolada por la escharcha de los años; y las arrugas habían modificado su delicada blanca tez que muchas veces acaricié y besé. Aún así, siempre escuchó decir de mí: Qué hermosa vieja! Cuántas versiones de élla se entremezclaban, como las apacibles estampas de amistad que cultivava con sus vecinas, que se traducían en visitas recíprocas, ir al cine los “ martes femeninos” o a comer al “chifa” Wong que existía en la calle principal de San Vicente. Mi madre, en su barrio, nuestro barrio, sentada en su silla chinchana, casi siempre en las noches de verano, “ tomando aire” como solía decir, en la puerta de la casa alquilada, la signada con el número ciento ochentitres. Allí, sentadita, conversaba con sus amigas, y contestaba los saludos de la gente que pasaba; así, espectaba los partidos de fútbol nocturnos de los chicos del barrio, de los artistas con la pelota de trapo, y de jebe; mi madre y yo, en nuestro barrio, mi “Paso” querido, que recorrimos tantas veces en paseos “hasta abajo”, hasta el final de la vereda. Allí están las huellas de mis pasos, de nuestros pasos, que algún día recogeré, desde el primero hasta el final.
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Mi barrio 28 de Julio que resume las inquietudes del pueblo en general, donde los vecinos son amigos por generaciones; y donde los amigos eran los hijos de los amigos de mi madre; o donde se convierten en parientes cuando las proles ya adultas deciden unirse en sendos matrimonios; y en los estados de necesidad . Allí donde la madre humilde resolvía los problemas del plato de comida para sus críos a base de ingenio, a veces con tomatitos, papitas, o un poco de azúcar o comino, prestados; y, todo, dado con amor : Qué hermosa solidaridad Cristiana !!! El barrio, donde se producen las experiencias más sublimes cada día, que van formando tradiciones. Mi amado barrio, donde la amistad que salía del corazón, promovía acciones positivas, carentes de maldad. Mi barrio con sus hijos respetuosos, estudiosos, laboriosos, fomentaba deportes gracias a la presencia de personas con visión protectora de la juventud. Allí nacieron los equipos del Sport Boys y El Chalaco. Honor a Don Severo Garcia y al cholo Genaro Huamán, mecenas memorables que nos permitieron disfrutar del fútbol en los equipos infantiles; del fútbol aguerrido, hermanado, con sus equipos de mayores. Y cómo olvidar los equipos de volley ball, de basket ball que participaban en las contiendas que programaban las ligas pertinentes y el departamento policial, con sus llenos completos… Las carreras de bicicletas, de encostalados, de glotones, las maratones; los juegos de “ la bata china” el palo volador, las escondidas, “mundo” y tantos otros. Juegos sanos que daban alegría a los vecinos y esparcimiento general. Cómo olvidarme de Don Conrado Andreu quien vivía al frente de mi casa; conducía un grifo y fabricaba materiales para piso; qué laborioso ciudadano; de Margarita Fukushima, hija de japoneses afincada en el barrio con sus hijas, dueña de una manos divinas en el arte de producir vestidos; de la estrictez del guardia civil Castillo; de Don Pedro Gámez, hermoso viejo, amigo de los niños. Cómo afloraba su espíritu de padre del barrio cuando nos paseaba en su carrito verde marca Chevrolet; nos hacía competir en los encuentros de box, enseñandonos sus conocimientos en ese deporte y cuando nos regalaba caramelos articulando
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palabras diz que en inglés; de la fonda de la familia Hanzawa, y del famoso Toribio, experto en el lomito saltado y el tacu tacu. Y al frente, la peluquería, la única en el barrio. Qué hermoso amigo de los amigos, conversador, afable, al que todos conocíamos y respetábamos. Era muy popular el señor “ cucharita”. Tampoco he olvidado al grupo de cazadores del barrio que cada sábado o domingo salían a los campos a cazar palomas o venados, zorros, que en ese tiempo existían a montones por los campos. Gente visible de mi barrio, gente definida, llena de virtudes de vida en comunidad. Del canchón de Samán, adonde llegaban pequeños y harapientos circos trayendo sus espectáculos cargados de humor, acrobacia y belleza. Jamás olvidaré al que se hacía llamar “Pitifray”, con su carpa recontraparchada, pero con muy buenos números, particularmente, sus payasos. El PASO, mi cuna, mi larga cuna donde me mecí, comiéndome mis sueños, mis anhelos, mis frustraciones, mezclados con la lucha y esa alegría bendita del chirote. Barrio grato, de juventud sana cuya mayoría sigue caminando por el sendero limpio, apartados de los caminos que transitan los impíos. Recordé también ese día en que todo el barrio se apenó; sí, cuando las aguas de la quebrada de Pócoto, irreverentes, cual una lloclla, bajaron con ímpetu arrastrando todo, dañando pueblitos, sembríos; y en San Vicente, al taponearse la boca debajo del puente frente al mercado que daba inicio al techado con asafalto de lo que era la acequia “La Barranca”. El líquido barroso mezclado con animales muertos, sembríos arrancados en su recorrido violento, desbordado, corría por la Avenida Santa Rosalía , para después hacerlo por 28 de Julio, y meterse sin permiso en todas las casas… Felizmente esa bajada rabiosa se produjo en horas de la tarde. Demás está decir, qué mayores daños hubiéramos espectado en ese recorrido si la llocllada nos hubiese invadido de noche, en horas del profundo sueño. Momento triste que puso a prueba el corazón y el espíritu de los vecinos… Por eso, creo que siempre hay un día en que los barrios lloran… Pero, al márgen de lo ocurrido, lo que sí hirió el sentimiento de la población, fue esa conducta infantil de un chinchano que, fungiendo de subprefecto, y que era conocido con la “
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chapa” de “EL PATO” en aquélla ocasión, como si el asunto fuera para bromas, zarandeando del cuello a un pato ahogado que trajo la corriente y que fue sacado del boquerón, gritaba, reiteradamente,“miren un pato”, “ miren un pato“; hecho que con Santiago Venturo del diario LA VOZ DEL PUEBLO, en una edición especial, criticamos sobremanera. El tal “ Pato”, me refiero al subprefecto, fue sacado del puesto semanas mas adelante; la razón? habría que preguntarle a algunos vecinos, mayores que hasta hoy se arrepienten de haber recibido con afecto a quien después sólo supo mofarse del dolor y la angustia de las familias cañetanas. Cuánto orgullo siento ahora que recuerdo mi barrio y a su buena gente; organizada y reclamona, también, porque tiene dignidad, y culto espíritu cívico, que con su dosis de rebeldía hace temblar a indignas autoridades. Muchas visiones, seguían apareciendo de mi vieja linda, “la gringa”, como le decían sus amigas, porque era blanca, y dueña de una hermosa cabellera de pelos finos no abundantes, y blondos. Doña Elvira, con su talle esbelto, dueña de dos hermosas manos, grandes manos, laboriosas, diestras, especialmente en el arte de cocinar; y sus ojitos chinitos inquietos, con un fondo blanco, resplandeciendo dentro de éllos un azul, similar al color del cielo... Cómo sacaba pecho, cuando juntos nos exhibíamos en algún lugar público o en alguna fiesta social; y, yo, gozoso la llevaba del brazo; me sentía importante con mi madre cuando se le acercaban para saludarla. Sencilla, humilde, pero con una gran ascendencia personal. Era mi héroe, mi líder; pero, le fallé. No fueron suficientes las idas a los mejores chifas de Lima, los paseos a diversos lugares de la patria; la concurrencia a los teatros para ver el lago de los cisnes del ballet de Bolshoi, las zarzuelas, ni las idas a la feria del pacífico; pude, y debí darle más, su casita propia, por ejemplo, donde ella pudiera ser la reyna… Pero no tuve ojos ni oídos para ese menester. Es porque a veces caminamos por inercia, teniendo una venda en los ojos que uno mismo se lo pone : Cómo, cuándo y por qué , vaya usted a saber!!! . Son los grandes misterios en la existencia, ojos que en lugar de hacernos mirar hacia afuera, los
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proyectamos hacia adentro… Dolorosa verdad, que la expreso porque hoy comprendo que aunque uno sea leído, culto, lider, dirigente y lo que se crea ser, muchas veces dejamos de lado obligaciones y deberes para quien nos dió la vida. Claro que ese olvido mi madre lo vió compensado con verme hecho un hombre útil, de servicio para con nuestra gente; y sin escuchar de mí un gemido detrás de una chirona… Si bien no anduve por caminos perfectos, no le causé dolor, como causan tantos hijos a sus humildes madres, por seguir sendas de iniquidad. A diferencia de quienes sólo resaltan lo que les favorece, cuando escriben, yo me desvisto, aunque mis adversos me critiquen, porque soy consciente que todavía sigue existiendo mucha gente que tienen ojos y no ven; tienen oídos, y no escuchan. Motivo así, con todo respeto, una reflexión para los que me lean; y para que jamás olviden que, madre hay una sola. Esa tarde aciaga, esa tarde, estaba en la alcaldía. Terminaba la jornada del día y oigo que alguien toca la puerta. Era una funcionaria que había recepcionado una llamada telefónica: “ Alcalde, he contestado una llamada de Lima, y me pidieron que le comunique que su madre ha fallecido; lo siento señor. Puedo serle útil en algo?” supo decirme. Le agradecí, y le pedí que al salir cerrara la puerta. Me quedé solo. Boté unas lágrimas, de esas que llevan en su contenido dolor y amor. Me quedé sólo, con esa soledad que deja la ausencia real de una madre; sentado, mirando un crucifijo que alguien alguna vez había colgado en la pared de ese recinto; respiré hondo; y sacando fortaleza dije entre mí “ Se fue mi vieja… Descansa en paz viejita linda; que Dios te tenga en su Santa gloria… Me levanté del sillón, y me dirijí al balcón del segundo piso. Me aposté en el barandal y miré todo el panorama de la Plaza de Armas. En muchas de sus bancas habían vecinos descansando. Allí, silenciosamente derramé otros borbotones de mis ojos, y la sentí junto a mí, igual que cuando estuvimos el ultimo 30 de Agosto, en nuestra postrera presentación pública, después del gran desfile por el aniversario de la provincia. Caminé por el salón principal y miré las pinturas de José de San Martín y Simón Bolívar, y el mapa de Cañete… Sintiendo la soledad que rodeó alguna vez a cada uno de esos grandes
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hombres, regresé a la alcaldía, y sentado, me envolví en un silencio prolongado; me aislé de todo. Comuniqué lo ocurrido a mi familia; contratamos a la funeraria Montero. Un grupo nos dirigimos a Lima y otros se quedaron para preparar la recepción del féretro. Todo se hizo sin contratiempos; y en la noche, el ataud, que contenía el cuerpo de Doña Elvira Tovar Cortijo de RUIZ yacía ya en el local de Gremios Unidos, acordonada por elementos de la policía municipal, y una compaña numerosísima… Allí estaba el cuerpo de mi amada madre. La habían acicalado con tanta ternura que parecía una reyna durmiendo un sueño de gozo; sí, porque evidenciaba un rictus de alegría, propia de aquéllas personas que con paz en sus conciencias y en sus corazones nos dejan para siempre… Adentro toda una maquinaria humana de amigas, preparando el café y lo que se acostumbra a darse a los que por sentimientos solidarios cubren toda una noche, la primera noche, la más pesada para una familia… Estandartes, decenas de aparatos florales, delegaciones de estudiantes, de colegas, amistades, conocidos, gente influyente, gente del pueblo, desfilaban ante el féretro. Qué tal convocatoria la que hizo Elvira… Cuando a las 12 de la noche, hice mi ingreso al velatorio; la soledad que me envolvía se esfumó. No sé cuantas “gracias, gracias…” dí en las horas subsiguientes. Al situarme frente a élla, no lloré; la miré largamente queriendo grabarme cada célula de su cara; silenciosamente conversamos, envueltos en ese inexplicable misterio de amor entre hijos y madres; le escuché decir: “ Hijo, no me pude despedir de tí” . Me salió una mueca de dolor; y élla prosiguió: “ No sufras hijo; no te abandones en la fria soledad; alégrate, al saber que estoy refugiada en los brazos del Señor; sigue amando la vida, valora las cosas sencillas, y acércate al Señor” . Viejita, le dije, descuida, lo tendré presente; ya no me siento solo; tampoco dejaré que la soledad ingrese a mi corazón; pero aguardaré con ansias el día en que nos volvamos a encontrar; entonces, será para siempre… Las inscripciones del pasado, seguían filtrándose. Ví el recorrido del funeral. No sé quién o quienes se
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encargaron de hacer todo un protocolo para este periplo. Hombres y mujeres se disputaban o hacían espera para cargar sus restos. Autoridades y funcionarios de las diversas reparticiones, marchaban al compás de la banda y de quienes cargaban el féretro, cogiendo con sus dedos los cintillos adheridos al cajón; y decenas de aparatos florales iban adelante portados por estudiantes sepulvedanos. La banda de músicos del plantel, de cuando en cuando marcaba el paso al son de “Todos Somos Hermanos” en tiempo de marcha. Veía el inmenso gentío que la acompañaba, como si fuese una procesión; sólo que en esta vez no me veía llevado de su mano. Así, viajaba Elvira a su última morada terrenal, llevándose sin grito alguno, los dolores agudos que en más de una vez le causé; y si los hubo, se acallaron con los acordes dolorosos de la banda de músicos de San Luis, que también participaba en la caminata, particularmente con los golpes de los platillos que hacía retumbar acompasadamente el inolvidable Angelito Cueto, el negrito de alma blanca, que sin ser músico ni integrar la banda, lo dejaban participar porque poseía un acorde musical sin igual. El espectáculo, a par de doloroso, era maravilloso. Toda una comunidad acompañando a una mujer del pueblo, querida y respetada, que cierta vez fue ungida con la banda de “Madre Ejemplar”, por el alcalde De Toro. La forma, modo y circunstancias de este entierro, constituyó el mejor regalo hecho por la comunidad a la familia que ella engendró con amor con Don José Ruiz Loza, otrora luchador social y defensor de la gente humilde, defensa legal que supo practicar con honor y dignidad, cuando ésta aún no se encontraba cautiva, al decir de los abogados, como me lo supieron informar personas mayores de quienes gané su amistad y confianza. Mi padre, de quien no pude recibir sus enseñanzas, porque su deceso se produjo cuando yo, apenas tenía 16 á 20 meses de nacido. En una fugaz visión me sentí niño otra vez, y recordé la tarde en que con una honda de jebe traje abajo un nido con varios huevitos en su interior. La Avenida 28 de Julio, conocida tambien como “El Paso de las Ovejas”, antes que un alcalde pusiera la pista de
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cemento, tenía árboles a ambos lados a lo largo de élla. Algunos crecían con ramas gruesas en las partes altas y recuerdo que premunidos de una soga larga, hacíamos los “columpios”. Más de una vez hubieron discusiones y peleas por el menor o mayor uso del colgajo. En otros árboles, algunas ramas se proyectaban, cual si fueran barras, lo que permitía que hiciéramos ejercicios y algunas competencias físicas. Recordé también las “guerritas” que entablábamos con los muchachos de la calle Bolognesi o de “Valdivia”; y particularmente, las que se realizaban teniendo como escenario el lugar donde anteriormente funcionó una ladrillera de la Hacienda Montalván. Así, le llamábamos, “guerritas”, porque formábamos grupos, y el asunto era con todo, pero sin llegar a hacernos daño; sin espíritu ganguero ni de malandrines; guerritas que eran juegos y al final nos sentábamos y nos poníamos a conversar o nos íbamos a la chacra donde estaban quemando las ramas de los algodonales llevando kilos de camotes, para ponerlos en ese fuego; y una vez cocidos, darnos el tremendo banquete. Aunque éramos de diversos barrios, incluso algunos de Imperial y San Luis, jamás sentimos bullir en nuestros corazones, ni en nuestras mentes, odios gratuitos, ni enfrentamientos mal intencionados propios de antisociales. En mi generación siempre alentábamos la idea de una juventud fraterna, solidaria, ocupada en cosas positivas y en el estudio como instrumento de supervivencia honrada. Nunca nos ganó la idea de conseguir la plata dulce o fácil; pobres, pero honrados y luchadores, era la norma; por eso es que en nuestro barrio, no se dió cabida al sonrojo familiar ni al bochorno. Familias que vivían de su trabajo, más no de la indigencia; padres e hijos vivíamos de nuestra esfuerzo y con temor a Dios. Todo lo recordaba como si los hechos fueran recientes. Decía, también que recordé la vez en que una honda de jebe tiré abajo un nidito. Me ví transportado y nuevamente me invadió la pena de aquélla vez. Como si fuera el mismo día de los hechos veía un pajarito herido y dos huevitos resquebrajados. De uno de éllos se asomaba una cabecita, con su piquito que se entreabría. La lucha de este animalito, por sobrevivir, era evidente.
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Al cabo de segundos ví otro sobre el lugar donde había sido construido el nidito y, luego, en el lugar donde cayó aquél… No cabe duda, era la madre. En su pico llevaba una pajita; gorgeaba y revoloteaba, nerviosamente, de arriba para abajo y viceversa, mostrando asi su descontento ante la brutal agresión. Una hermosa expresión de protección, de amor animal, si se puede llamar así, que bien puede servir de ejemplo a muchas que después de haber engendrado deciden abortar, o que alumbrando al hijo, lo abandonan a su suerte o lo tienen pero sin darle cariño, amor; gritándolos y llamándolos negativamente con adjetivos fuertes, matando su amor propio, su autoestima, consiguiendo que el alma del hijo se llene de odio, rencores, y los guarde, y así vaya creciendo, con espíritu vengativo. Los seres humanos cuando pequeños, requerimos amor, cariño, respeto y comprensión. Sobre esas cosas debieran centrarse el comportamiento humano, mucho más en el seno del hogar, pués son los únicos bálsamos que hacen bueno a un ser humano… Moví la cabeza, y me sacudí de ese recuerdo. Me revolví en una culpa pasada; y después de un suspiro, me puse a trabajar. Han pasado los meses; y como otros días he buscado al chirotito; pero… ya no aparece. Una llovizna persistente hace más fría la mañana de invierno… Los campos, reciben el baño suave de la naturaleza; y, la agradable fragancia a tierra mojada, fértil, comienza a saturar agradablemente los espacios de San Vicente. Los animales que viven en las chacras se repliegan buscando el mejor lugar para evitar la mojada. A lo lejos una pareja de labradores, lampa en mano uno, y otro, cargándola sobre su hombro derecho, atraviesan una parcela para situarse en uno de los viejos caminos de lo que antes fue la Hacienda de Beltrán Espantoso. Conversan quien sabe, de los problemas de la Cooperativa o recuerdan alguna anécdota derivada del proceso de reforma agraria; o a lo mejor de la deuda al banco, o de cómo encarecen los precios de las semillas y fertilizantes ciertos comerciantes de productos agícolas; o de las letras en blanco que le hacen firmar algunos inescrupulosos por las compras a
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crédito que le hacen… En éllos veo la figura de algunos dirigentes amigos, y de otros ya muertos, que conmigo alguna vez, gritaron: “El patrón ya no comerá más de tu pobreza…” Miro los techos viejos y persiste la ausencia del pájaro canoro, inconfundible por su vistoso rojo en el pecho, como una luz divina hecha de fuego. Me pregunto si habrá muerto de frío o algún chiquillo travieso lo derribó para siempre. Asi en esa incertidumbre transcurren los días… Y, Oh sorpresa! Otro diablito parece haber reemplazado a mi amigo; o será el mismo? Sí, otro “ chirr” acabo de divisar efectuando similares volteretas. Lo veo más reluciente y con mejor tono. QUE HERMOSA PERCEPCION!!! Los techos viejos de la pequeña calle contrastan con los vitales vuelos del nuevo ejemplar, hermoso hijo de la naturaleza; no hay duda, es un nuevo amigo. Mirándolo creo rejuvenecer. Su presencia es para mí una nueva alborada. Es tanta la alegría, que se enciende mi profundo respeto y reverencia por la naturaleza y por quienes saben admirarla y cuidarla. Sigo observando sus empinados vuelos, y su caída recta; y escucho su sonoro canto. Vuelve a revolotear para luego posarse en la alambrada y en los palos viejos de los vetustos techos de las casas de la pequeña calle. Discurro sobre su libertad, su alegría, y su incesante lucha por subsistir. Nuevamente los recuerdos se apoderan de mí y vuelven las visiones de las chacras de mi querido pueblo donde solía estudiar, después de recibir el abrazo de la mañana; y me transporto a esos campos que alguna vez regué con mis lágrimas, al saber que habían murallas contra ese amor inocente, en construcción. Tiempos de prejuicios, de ideas fofas imperantes de “superioridad” social, económica; y hasta con sesgos de un criollo racismo, que separaban vidas; prejuicios persistentes, vanidad de vanidades, que yo bendigo, porque que aún siendo nubes negras y tormentosas, no pudieron matar en mí, lo maravilloso que fue el gozo espiritual del amor primero.
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Quedó conmigo; y hoy, ha vuelto a brillar. Lo guardo, porque así puedo dar testimonio a las generaciones juveniles, de mi pueblo y del mundo, que en el amor puro, limpio, que nos hace soñar, cantar, escribir poemas, ponernos bien, mirar y mirar la foto de la amada; acicalarnos, al punto de actuar como un joven narcisista, HAY, UN HILO DE AMOR QUE NOS HA DADO EL CREADOR. Para decirles, que ESE AMOR JUVENIL,CON ESENCIA ESPIRITUAL, EXENTO DE LO CARNAL, QUE NOS IMPULSA A SER MEJOR, QUE NOS HACE MEJOR, DE VERDAD: EXISTE! ! !
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OSWALDO ANTONIO RUIZ TOVAR: Promoción 1951 del C.E Ex-451. Abogado de nota, conocido popularmente como "Ñaño", fue Alcalde Provincial y Sub Prefecto de la provincia de Cañete. Radica en Estados Unidos.
El Chirote Diseño y Edición: Miguel Angel Cárdenas Pachas