Follar, follar, follar y morir Michael Sherwood
Follar, follar, follar y morir Michael Sherwood
Rose, oh reiner Widerspruch
Índice
1.- La metamorfosis 2.- El amor verdadero 3.- Le toucher, Jean-Luc Nancy 4.- El aprendizaje de la decepción 5.- Esther ce soir 6.- Sirenita 7.- El hijo de Hermes 8.- Follar y morir: la economía libidinal de Georges Bataille 9.- Sobre las tres muertes de Orfeo 10.- Michael Sherwood
Capítulo 1 La metamorfosis Cuando aquella mañana despertó Michael Sherwood de sus sueños inquietantes, se encontró en su cama, convertido en una bella señorita. Es cierto que aquella transformación no había sido nada súbito, sino que había sido más bien el producto de un largo calvario: un lento proceso de metamorfosis y de aceptación o, más bien, de construcción de una nueva identidad. Teóricamente todo se había ido desarrollando poco a poco, con cierta naturalidad. Si es que puede haber naturalidad alguna en la perfecta construcción del artificio. Lo primero hubo de ser el desapego hacia la propia condición masculina. Siendo varón, blanco, burgués y heterosexual, siempre había considerado toda su vida como una especie de delito. Mientras que Aristóteles daba gracias a los dioses por haber nacido varón, libre y griego, él consideraba todas estas condiciones de supremacía racial como una especie de humillación. Desde que, siendo muy joven, adquirió una cierta conciencia política de clase, se dio cuenta de esta contradicción esencial que nunca supo resolver. Siendo burgués y de familia acomodada, consideraba a la burguesía como una clase repugnante que sumía en la miseria y en la explotación al proletariado. Siendo varón, consideraba sin embargo a los varones, con sus competitivos juegos de virilidad y de masculinidad, como una casta aberrante que se imponía por la fuerza y por la violencia sobre la mitad feme-
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nina de la humanidad. Siendo como era de raza blanca, consideraba igualmente que la suya era la raza más horrible y sanguinaria de la historia, que se había impuesto por la mera violencia, la esclavitud y el exterminio físico sobre los negros, sobre los indios, sobre los chinos, sobre los judíos, sobre los árabes y sobre todas sus mezclas posibles. Siendo finalmente heterosexual, sin embargo, también consideraba su condición como igualmente deshonrosa, por el modo brutal en que los heterosexuales habían impuesto salvajemente su propia orientación sexual al resto de los mortales. Incluso últimamente comenzaba a considerar también su culpabilidad como miembro de una especie absolutamente violenta, destructiva y dañina para el resto de las especies animales: la responsabilidad y la culpa monstruosa y asesina del hombre, para con el resto de los animales. Ello sin duda le hacía culpable, heredero de una culpa sanguinaria de milenios. Ese era el verdadero pecado original que todavía arrastraba, pecado que él no había cometido y del que sin embargo era culpable. Pecado que se transmite de generación en generación, de padres a hijos, como un estigma general sobre la especie. Pero es cierto también que aquella culpa no le atormentaba. Por el contrario, él era un chico joven, guapo, con una cierta posición económica y con algo de éxito entre las chicas, y sobrellevaba sus contradicciones con la mayor dignidad posible. Trataba sin duda de no ser machista, de no ser sexista y de no ser racista, así como tampoco le gustaba maltratar a los animales; pero cuando uno es un chico blanco, guapo, joven, con algo de dinero, carnívoro y heterosexual, es cierto también que esto no es fácil. Los dioses favorecen a los bellos y el mundo, a pesar de sus horribles contradicciones, se le ofrecía sin embargo
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como un mundo hermoso y digno de vivirse. ¿De qué otro modo si no pudo terminar —siendo como era y pensando como pensaba— con una mujer y con dos hijos, como cualquier otro padre blanco, burgués y heterosexual de cualquier otra familia burguesa? Pero sin duda su transformación, aparte de un claro componente sexual, tuvo también un componente teórico. En un ensayo de Baudrillard, titulado “Después de la orgía”, encontró esta rotunda afirmación:
La utopía sexual tampoco se ha realizado. Habría consistido en que el sexo se negara como actividad separada y se realizara como vida total —algo con lo que sigue soñando la liberación sexual—: totalidad del deseo y de su cumplimiento en cada uno de nosotros, masculino y femenino simultáneamente, sexualidad soñada, asunción del deseo más allá de la diferencia de los sexos. Ahora bien, a través de la liberación sexual, la sexualidad sólo ha conseguido autonomizarse como circulación indiferente de los signos del sexo. Si bien estamos en vías de transición hacia una situación transexual, ésta no tiene nada de revolución de la vida por el sexo y sí todo de confusión y promiscuidad que se abren a la indiferencia virtual del sexo1.
La idea de que la transexualidad se extiende ciertamente le turbó y le llevó a pensar desde cuándo venía produciéndose aquel acontecimiento en la historia de la sexualidad. Él, que había estado siempre tan atento a los aspectos de la construcción histórica de la misma, se sorprendió al darse cuenta de que apenas había reparado intelectualmente en aquella transformación que se estaba dando sin embargo delante de sus ojos. Sin inmutarse, había vivido todo aquel movimiento del glam de los setenta, fascinado con la figura de David Bowie. Jean Baudrillard, La transparencia del mal, capt. 1 “Después de la orgía”, Anagrama, Barcelona, 1990. 1
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Pero, salvo una burla contra la estética hipermasculina del rock and roll, nunca se tomó en serio aquel travestismo, más que como un juego deliberado con la ambigüedad sexual. Estudioso por otro lado del arte contemporáneo, apenas había reparado en un evento de una singularidad tan notable como el travestismo de Duchamp. Que su alter ego fuese Rrose Sélavy, el primer artista travestido de la historia del arte, apenas le parecía entonces más que otra excentricidad de alguien que, como Fernando Pessoa, gustaba de los heterónimos. Es cierto que, ya en el s. XIX, George Sand gustaba vestirse de hombre. Pero también lo es que su transgresión no era en absoluto sexual, sino solamente moral. Es decir, era un atentado contra las buenas costumbres. Por lo demás, como decía Roland Barthes: “El hombre se traviste, la mujer se disfraza”. Más interesante era tal vez el travestismo de Andy Warhol. Sobre todo, porque apuntaba hacia un acontecimiento decisivo para la historia del arte. No en vano el propio Sherwood había sido uno de los críticos que más airadamente le habían reprochado al teórico marxista Benjamin Buchloh haber escrito un ensayo de noventa páginas sobre Andy Warhol, sin mencionar ni una sola vez su condición homosexual2. Emparentado con el travestismo de Duchamp, el de Warhol apuntaba sin embargo hacia una nueva dirección. Tal vez hacia el devenir mujer de Deleuze, ¿acaso también al devenir animal? ¿Pues qué otra cosa era el transexual sino el animal sexual kat’exojén? Aquel ensayo de Baudrillard del año 90 le arrastró a un coqueteo deliberado con la idea de la transexualidad, como Michael Sherwood, “The Andy Warhol of Philosophy and the Philosophy of Andy Warhol”, Critical Inquiry, Vol. 24, No. 4 (Summer, 1998), pp. 965-987. 2
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transposición, como transgresión, pero también como liberación definitiva con respecto a la sexualidad. Ello suponía también deshacerse de los prejuicios sexistas acerca del dar como masculino y del recibir como femenino. Dar y tomar. Ofrecer y recibir. Don y receptáculo. Empezó entonces a callar, a recibir y a dejarse penetrar. Por primera vez en su vida, empezó a hacer algo que no había hecho nunca: empezó a escuchar a los demás. En lugar de imponer sus convicciones, sus gustos o sus prejuicios, comenzó a aceptar los de los otros. Ello le llevó a un largo proceso de metamorfosis. Una metamorfosis que empezó en la ducha, con una cuchilla de afeitar. Deshacerse del pelo del pecho, deshacerse del pelo del vientre, deshacerse del pelo de las axilas, deshacerse del pelo de los genitales… Es increíble la cantidad de pelo que tiene el cuerpo masculino. Las piernas y los brazos le obligaban a pasar y a repasar con la cuchilla, y siempre seguía habiendo zonas de pelambre persistentes. Descubrió que el error de su afeitado era hacerlo con agua y jabón, como cuando se afeitaba la cara. En seco, la cuchilla funcionaba mucho mejor. Rasurarse los genitales tampoco resultó nada fácil, pues uno corre el peligro de cortarse en la delicada piel del escroto. Pero el depilado integral le produjo una nueva excitación sexual. Se sentía con un cuerpo nuevo, como si de repente se hubiera vuelto más joven. Se miró ante el espejo, se dio cremas por todo el cuerpo, y su excitación fu in crescendo. Sólo entonces se decidió a ponerse por primera vez un tanga. La verdad es que no le sentaba nada bien. Con aquel vientre ligeramente prominente y aquella forma cuadrada de su cuerpo, el tanga no le favorecía mucho. Aunque es cierto
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que, para su sorpresa, el paquete genital se alojaba perfectamente en la braguita, la apariencia resultante no tenía ninguna gracia. Probó entonces con un sujetador y el resultado fue todavía peor. Tenía un cuerpo ancho y masculino, y aquellos tirantes no hacían sino acentuar su forma rectangular y musculada. En fin, se puso una blusa femenina, que ocultaba discretamente sus formas, y aquello mejoró un poco. Probó a continuación con unos pantis y esto resultó bastante más interesante. Como tenía unas piernas largas, el moldeado de los pantis no resultaba tan desagradable. Lo difícil fue encontrar unos zapatos de tacón que le quedasen bien. Con su enorme pie del 43 no era fácil encontrar un calzado femenino que le encajase. Pero rebuscando, por fin encontró unas sandalias de mujer, abiertas por detrás y con un poco de tacón que no le quedaban mal del todo. Lo siguiente fue la falda. Había por la casa un par de minifaldas que no le sentaban mal, pero no había manera de cerrarlas. Como estaban hechas para mujeres, que en general tienen la cintura estrecha y el culo ancho, él tenía exactamente la forma contraria y, aunque la falda le encajase bien, no había manera de cerrarla. Se decidió entonces por usar un cinturón, que terminó resolviendo el problema, dejando sin embargo la cremallera de la falda abierta. Lo peor llegó con el maquillaje. Nunca en su vida se había pintado y, aunque la cosa parece a priori fácil, en la práctica resultó un desastre. Pintarse los labios resulta relativamente sencillo. Pero pintarse la cara, darse una base de maquillaje y colorete y, sobre todo, saber pintarse los ojos era un arte que nadie le había transmitido. Buscar la sombra adecuada, el color correcto, tratar de trazar la línea de los párpados y pintarse las pestañas tuvo para él como resultado los más estre-
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pitosos descalabros. Mal que bien decidió optar finalmente por una base de maquillaje y un poco de colorete, rímel en las pestañas y un explosivo rojo en los labios, abandonando todo intento de colorear los párpados con distintas sombras de ojos. Por último, la peluca. Aquella media melenita pelirroja le sentaba fenomenal. Se miró en el espejo y la cosa ahora no resultaba tan disparatada como al principio. Buscó un abrigo femenino y un bolso, y se lanzó a la calle. Aunque llamaba la atención no le importaba. Es cierto que la gente le miraba, pero ella sonreía pícaramente a los chicos más guapos. Algunos paseantes murmuraban. Unos niños se rieron de ella y otros directamente la insultaron. Du, Hure! Se dirigió al bar más canalla de la zona, el Luzia, en la Oranienstraße, donde había una linda camarera transexual. Se sentó en una mesa discreta en una esquina y, sosegadamente, se entregó a la bebida. Para su sorpresa, lejos de suscitar rechazo, su éxito fue inmediato. Aunque la gente era en general respetuosa, algunos moscones borrachos se arrimaban a su mesa y le decían cosas difícilmente inteligibles. Su sentido era sin embargo obvio. Uno un poco más simpático se sentó con ella y la invitó a tomarse otro gin-tónic. Cuando lo terminaron, la acompañó a su casa. Hicieron el amor y lo cierto es que los dos lo pasaron bien. En cualquier caso, aprender a salir a la calle no resultó tampoco nada fácil. Ese paso, de una sexualidad privada y onanista a una sexualidad pública, fue para él —o para ella— el más difícil. Hasta ahora ninguno de los otros había exigido la renuncia a su propia identidad. Pero, a partir de ahora, era necesario hacerse con una identidad nueva: si verdaderamente quería ser mujer, tenía que buscarse un nombre. A veces
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decía Sofía, a veces Laura, pues ambos nombres le inspiraban interesantes sugerencias. Sofía era el nombre griego de la sabiduría y Laura la invocación del laurel con que se coronaba a los poetas. Pero ninguno de aquellos le satisfacía. Por eso buscó para sí un nombre propio: un nombre que fuera verdaderamente suyo. Y al final lo encontró: Verónica o, mejor dicho, Veronika Auch. Aquel nombre le parecía perfecto por todas las resonancias que implicaba. No sólo se proclamaba como “la verdadera imagen” (vera eikon), con ese extraño barbarismo, mezcla del griego y del latín con que se había construido, sino también como una nueva torsión de la afirmación, no sólo sí, sino también “también” (auch), recordando aquella máxima freudiana que establecía que en el inconsciente no hay negación (desinhibición pura), pero invocando también la fascinante autoridad de su apreciado maestro Georges Batille. ¿No había publicado él la Historia del ojo con el pseudónimo Lord Auch? Afirmación entonces, afirmación pura. Sí o sí. O aún mejor: sí y sí. En el inconsciente no hay negación. Por lo demás, su andrógina apariencia transexual le seguía recordando a aquella otra Verónica, la Veronika Voss de Fassbinder. Una vez decidido el nombre, quiso entonces devenir verdaderamente mujer. Después de los maquillajes, los sujetadores, las bragas y las medias, las pelucas, las faldas y los tacones, después de aquella excitación de una sexualidad indecible, pero puramente fetichista, empezó a decidirse por las hormonas. Pero pagarse un tratamiento no sólo no resultaba sencillo, sino que resultaba sobre todo caro. Fue a partir de entonces cuando empezó a pedirles dinero a los chicos por sus favores. Al principio sólo tímidamente. Al final, con absoluto
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descaro. Y, aunque al principio le interesaba el sexo, pronto se dio cuenta de que, de los hombres, ya sólo le interesaba su dinero. Sin proponérselo, se había convertido en una prostituta callejera que colgaba mensajes en una página de anuncios, acostándose con hombres por dinero. Aquel largo período de transformación, pasando por todas y cada una de las operaciones, supuso además un verdadero calvario. Lo de los labios fue una tontería. Le inyectaron bótox en los labios, en una clínica del barrio y se los dejaron hinchados como dos chorizos. E incluso lo de los pechos resultó más o menos llevadero, aunque bastante más caro. En cualquier caso, le gustaban sus tetitas. Lo peor fue lo de la construcción artificial de las nalgas. Aquella operación supuso un destrozo considerable de su cuerpo y la dejó con una ciática horrorosa que le volvía terriblemente doloroso el caminar. Además, le habían destruido todos los conductos linfáticos de las piernas y se le hinchaban horriblemente. Ella, que siempre había tenido unas piernas preciosas y envidiables, había conseguido del modo más estúpido hacerse unas patas deformes de elefante. Lo último fue la sorpresa de descubrir que la experiencia del sexo total se acercaba cada vez más peligrosamente a la ausencia total de sexualidad y que, por tanto, la transexualidad era propiamente una superación definitiva de la sexualidad. Cuando la posibilidad de una sexualidad total se había realizado plenamente, descubrió con estupor que el interés sexual había desaparecido por completo de su vida. Sólo entonces descubrió perpleja el verdadero significado de la transexualidad. Resulta entonces que el “trans” del “más allá de la sexualidad” quería decir entonces que la sexualidad se
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había terminado. Ya no le gustaban ni le interesaban los hombres, ni las mujeres. Por eso, cuando aquella mañana Michael Sherwood se despertó convertido en una preciosa señorita, pensó que era finalmente el día más feliz de su vida. Después de todos aquellos horribles sufrimientos se había procurado finalmente un cuerpo dotado de hermosura. Se miraba en el espejo y disfrutaba viéndose tan bella. Un pecho precioso, una cadera ancha y una cintura estrecha, y unas nalgas perfectas. Se gustaba a sí misma con pantis y sin pantis, con tacones y sin tacones, con tanga y… No. La verdad es que sin tanga no se gustaba tanto. No quería renunciar bajo ningún concepto a su linda polla, pero lo cierto es que, sin tanga, no se veía a sí misma tan femenina, ni se gustaba tanto frente al espejo. En cualquier caso, se puso guapa. Se arregló y se puso muy elegante pues, por primera vez, se sentía verdaderamente mujer. Se demoró con parsimonia en una preparación espectacular de sí misma. Se duchó meticulosamente y se dio crema por todo su cuerpo. Después, se recogió el pelo en una toalla, se dio un tónico, limpiando cuidadosamente la piel de su cara. Seguidamente se aplicó un contorno de ojos, para tratar de quitarse las ojeras, y se dio una crema base por la cara. Después, con una brocha se dio un fino polvo que cubría todas las imperfecciones de su rostro y a continuación se demoró en el arte del sombreado. Suavizar su cara angulosa y obtener un óvalo perfecto era su objetivo. Tras varios meses de práctica, se había vuelto una maestra consumada en aquel difícil arte de la pintura, sobre el que, después de Baudelaire, nadie había vuelto a escribir nada sensato. A continuación, empezó a trabajar meticulosamente sobre sus cejas, dejándolas cuidadosamente alineadas, sirviéndose de
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un cepillito y unas pinzas. Antes del rímel se dio una sombra de ojos, pintándose con consumada maestría la línea de los párpados. Volvió a darse una hidratante sobre los labios, antes de aplicarse su lipstick favorito: el rouge de Chanel, en su tono Passion. Se demoró particularmente en su cabello. Desde que se hizo las extensiones, su melena se había convertido en una cabellera exuberante y muy femenina. Por desgracia su propio pelo, a pesar de los tratamientos hormonales, nunca había resultado muy abundante. Pero ahora le encantaba pasarse horas enteras arreglándose el cabello. Cuando se dio cuenta, ya eran las siete de la tarde y, desde el primer café bebido, no había comido absolutamente nada en todo el día. Se puso sus braguitas favoritas, un vestido rojo muy discreto y sus sandalias de tacón, y se tiró a la calle. Como tenía hambre se dirigió a la trattoria Il cassolare, junto al canal. No había demasiada gente. La terraza estaba agradable y tranquila. Los camareros eran guapos y muy simpáticos, y el jefe siempre la invitaba a tomarse después algún Schnaps. Se pidió una Berliner Kindl y una Quatro Formaggi. En la mesa contigua había unos chicos españoles. Veronika se reía, pues entendía perfectamente lo que cotilleaban. Comenzaron a hablar con ella. Al principio en alemán, pero pronto se pasaron al inglés. Los otros chicos tenían que marcharse, pero David, un chaval calvito con pinta de seminarista, prefirió quedarse. ¡Estaba haciendo un máster sobre materialismo histórico! A Veronika le dio la risa. No te rías, le dijo. Aquí hay una tradición comunista muy interesante. Es más, le dijo señalándole al canal, ahí mismo arrojaron a Rosa Luxemburgo. Veronika pareció interesarse por la historia. Se pidieron otras dos cervezas.
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—La asesinaron el 15 de enero de 1919, le dijo David. Es curioso —dijo Veronika— yo nací ese mismo día, exactamente cuarenta años más tarde. ¿Tú crees en las reencarnaciones? —Cuando fue detenida no era más que una mujer indefensa con cabellos grises, demacrada y exhausta. Una mujer mayor, que aparentaba mucho más de los 48 años que tenía. —Cuarenta y ocho años —pensó Veronika. ¡Qué edad tan idiota para morir! —pues esa era exactamente la edad que ella tenía. —Uno de los soldados que la rodeaban, le obligó a seguir a empujones, y la multitud burlona y llena de odio que se agolpaba en el vestíbulo del Hotel Edén comenzó a insultarla. Ella alzó su frente y miró a los soldados y a los huéspedes del hotel que se mofaban de ella. Y aquellos hombres en sus uniformes desiguales, soldados de la nueva unidad de las tropas de asalto, se sintieron ofendidos por la mirada desdeñosa y despectiva de Rosa Luxemburgo, “la rosa roja”, “la judía”. —También a mí me insultan por la calle, dijo Veronika. Me llaman puta, mamarracha… —Le decían: “Rosita, ahí viene la vieja puta”. Ellos odiaban todo lo que esta mujer había representado en Alemania durante dos décadas: la firme creencia en la idea del socialismo, el feminismo, el antimilitarismo y la oposición a la guerra, que ellos habían perdido en noviembre de 1918. En los días previos los soldados habían aplastado el levantamiento de trabajadores en Berlín. Ahora ellos eran los amos. Se pidieron otras dos cervezas. —La empujaron y golpearon. Rosa se levantó. Para entonces, casi habían alcanzado la puerta trasera del hotel. Fue-
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ra esperaba un coche lleno de soldados, quienes, según le habían comunicado, la conducirían a la prisión. Pero uno de los soldados se fue hacia ella levantando su arma y le golpeó en la cara con la culata. Ella cayó al suelo. El soldado le propinó un segundo golpe en la sien. El hombre se llamaba Runge. El rostro de Rosa Luxemburgo chorreaba sangre. Runge obedecía órdenes cuando la golpeó. Poco antes había derribado a Karl Liebknecht con la culata de su fusil. También a él le habían arrastrado por el vestíbulo del Hotel Edén. Los soldados levantaron el cuerpo de Rosa. La sangre brotaba de su boca y nariz. La llevaron al vehículo. La sentaron entre dos soldados, en el asiento de atrás. Poco después de arrancar, le dispararon un tiro a quemarropa. Se pudo escuchar en el hotel. La noche del 15 de enero de 1919 los hombres del cuerpo de asalto asesinaron a Rosa Luxemburgo. Arrojaron su cadáver desde un puente al canal. Al día siguiente todo Berlín sabía ya que la mujer que, en los últimos veinte años había desafiado a todos los poderosos y que había cautivado a los asistentes de innumerables asambleas, estaba muerta. —Yo nací esa misma noche, cuarenta años después — volvió a repetir Veronika—. ¿Tú crees en las reencarnaciones? —Pocos meses después, el 31 de mayo de 1919, se encontró el cuerpo de una mujer junto a una esclusa del canal. Se podía reconocer los guantes de Rosa Luxemburgo, parte de su vestido, un pendiente de oro. Pero la cara era irreco-
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nocible, ya que el cuerpo hacía tiempo que estaba podrido. Fue identificada y se le enterró el 13 de junio3. El camarero se acercó: —¿Desean tomar algo más los señores? —Claro, dijo Veronika. ¿Qué te parece si seguimos con unos Schnaps? —Encantado, dijo David. Y siguieron bebiendo, hasta bien entrada la noche. —¿Quieres venirte conmigo a mi casa? —le preguntó finalmente Veronika. —Oh, bueno, estoy muy a gusto contigo, pero no me gustaría hacerlo con un hombre. —Yo ya no soy un hombre —replicó Veronika—. Y además, tendrías que probarlo. Nunca se sabe. El problema de los comunistas es que sois unos estrechos y unos reprimidos. David quedó perplejo y en silencio. Veronika se levantó, pidió la cuenta. Pagó su cena y las copas de los dos. Se alisó la falda, se recompuso el pelo, cogió su bolso y se despidió. —Pues si no te vienes conmigo, me iré entonces a hacer la calle. Un beso. Enfiló con sus tacones altos canal abajo, en dirección hacia Neuköln. Por allí solía hacer la calle los fines de semana. Estaba ya bastante borracha y se iba insinuando a todos los paseantes. Al otro lado del puente se encontró con unas prostitutas serbias. Una de ellas la insulta desde lejos, al tiempo que sacude sus cabellos que flotan en la ingrávida brisa, y les dice a las otras: «Ahí, ahí tenéis a quien nos desDavid Arrabalí, “El asesinato de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht”, Mundo Obrero, nº 209, Madrid, febrero de 2009. 3
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precia»4. Y le arrojó una rama de un árbol que le golpeó en las piernas. —¡Ah, puta, me has hecho daño! —gritó Veronika, mientras se abalanzaba hacia ella, dispuesta a clavarle las uñas. Pero la serbia le dio un gran puñetazo en la cara. Veronika se tambaleó y cayó al suelo. En cuanto cayó, las otras la rodearon y comenzaron a darle patadas. Veronika intentó pedir auxilio. Pero apenas podía gritar. Le dieron patadas en la cara, en las costillas y en las piernas. Le quitaron el bolso, le tiraron sus sandalias al canal y se marcharon, dejándola en el suelo muy maltrecha. Al día siguiente, el Berliner Zeitung, publicaba la siguiente noticia: IM KANAL ERTRUNKEN: Ein betrunkener Mann ist in der Nacht zu gestern im Landwehrkanal in Neukölln ertrunken. Gegen Mitternacht hörten Passanten am Maybachufer die Hilferufe von Michael S., der im Wasser trieb. Wegen der Beschaffenheit der Uferböschung konnten sie den 48-Jährigen aber nicht retten, teilte die Polizei mit. Als die alarmierte Feuerwehr den aus England stammenden Mann aus dem Kanal zog, konnte sie nur noch seinen Tod feststellen. Wie Michael S. in das Wasser gelangt war, ist unklar, berichtet die Polizei5. AHOGADO EN EL CANAL: un hombre borracho se ahogó ayer por la noche en el Canal Regional en Neukölln. Hacia la medianoche, algunos paseantes por Maybachufer oyeron la llamada de auxilio de Michael S., que se había caído al agua. Según comunicó la policía, debido al mal estado 4 5
Ovidio, Metamorfosis, 11, 6-7. Andreas Kopietz, Berliner Zeitung, Berlín, 12 de junio de 2007
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del talud del canal, no pudieron salvar al hombre de 48 años de edad. Cuando por fin llegaron los bomberos, que sacaron del canal a este hombre originario de Inglaterra, sólo pudieron certificar su muerte. Según informa la policía, las condiciones en que Michael S. cayó al agua no han sido todavía esclarecidas.
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Capítulo 2 El amor verdadero Te quiero. ¿De qué otro modo podría decírtelo, sino empezando por decirte que te quiero? Empezando por la felicidad. Es cierto, mi amor, a tu lado soy feliz. No sólo me río mucho contigo, sino que me encuentro muy a gusto a tu lado. Tal vez no tengo mucho más que decirte a este respecto. Tal vez es todo lo que tengo que decir. Sólo a tu lado me encuentro verdaderamente en casa. Allá donde tú estás está también mi hogar. Tú me das la serenidad y la calma. Tú me proporcionas el centro de gravedad. Allá donde tú estás está también mi mundo. Te quiero. Sin duda tú eres el amor verdadero, el amor que dura y se arraiga a lo largo de los años. La felicidad perfecta. Es extraño que esto sea posible. Sin embargo lo es. Sólo era necesario alejarse de los prejuicios. Dejarse llevar por el cuerpo. El cuerpo sabe bien lo que le conviene. Es cierto que no tenemos un cuerpo, como decía Wilhelm Reich: “somos un cuerpo”. Pero ese cuerpo que somos está por desgracia sometido a mil prejuicios y a mil estupideces que lo construyen y lo modifican socialmente. La propia sexualidad no es natural, sino socialmente construida. Y el deseo, y las distintas manifestaciones del amor, de la pasión y de la ternura son igualmente construcciones culturales. Por eso, ser capaz de que la felicidad y el amor te acompañen a lo largo de tu vida es un verdadero privilegio. Es una suerte. 27
Creo que soy un tipo afortunado. Siempre lo he sido. Las cosas me salen bien. No creo en los astros ni en cosas semejantes, pero es evidente que soy un hombre con suerte. No, no se trata de dinero, ni de fortuna en el sentido convencional del término. Realmente en ese sentido no puedo decir que sea un hombre afortunado, pero tampoco puedo quejarme. No tengo realmente mucho dinero, pero no soy pobre. Pero eso sin embargo no es lo decisivo. Lo más importante a este respecto es que soy feliz. Las cosas me han ido bien y he conseguido a tu lado la felicidad perfecta. Para ello sin duda fue muy importante dejarse llevar por el cuerpo. “Le cœur à des raisons que la raison ne connait pas”, les gusta decir a los franceses. Y es cierto. En esto el corazón resulta más sabio que el entendimiento. Ni la prudencia ni la sensatez guiaron en ello mi elección, sino tan sólo el cuerpo. O mejor dicho, la polla. En mi relación contigo, amor mío, fue decisivo el sentimiento de una sexualidad tan rica y tan intensa, que ya no quise bajo ningún concepto renunciar a ella. A eso se le llama “pensar con la polla”. Me gusta esa expresión. Los años transcurridos a tu lado, con sus buenos y con sus malos momentos, demuestran que no me equivoqué. Te quiero. Ha sido para ello muy importante el ser capaces de entender el amor como una manifestación más rica y más evolucionada de la sexualidad. Ha sido decisivo el descubrimiento de que entre tú y yo había una conexión sexual perfecta. Algo más fuerte que la mera afectividad. Una atracción sexual y una unión muy rica, muy animal, que ponía entre nosotros dos un componente biológico muy fuerte. Es cierto que no tenemos un cuerpo. Es cierto que somos un cuerpo
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y que ese cuerpo que somos encontraba en el otro una fuerza y una razón de ser aparentemente irresistibles. Por eso descubrirte no fue el fruto de una mera casualidad. Mi segunda novia, Clara, me reprochaba reiteradamente el ser poco selectivo. Me dejaba llevar. Me acostaba con todo lo que se me pusiera a tiro. No hacía distingos entre jóvenes y viejas, gordas y delgadas, altas y bajitas, guapas y feas. “Questa e quella per me pari sono…” –me decía, y de este modo me dejé arrebatar por un cierto donjuanismo. “Narcisismo fálico” lo llamaba sin embargo mi amigo Lazare. ¡Qué más daba! Es cierto que aquella conducta tenía un elevado componente de inmadurez afectiva. Es cierto también que tenía determinadas concomitancias con una pulsión homosexual, tal como había diagnosticado Gregorio Marañón, el perspicaz analista del mito de don Juan. Pero a mí todo aquello me era indiferente. Había visto tantas y tan diversas formas de la sexualidad, me había metido yo mismo en tantas historias y en tantas camas diferentes, había tenido yo mismo tantas y tan diversas relaciones con hombres y con mujeres, que aquella caracterización homosexual me era completamente indiferente. Es cierto que estuve fascinado por el mito de don Juan y que, durante algún tiempo, acaricié la idea de escribir un ensayo sobre el origen y desarrollo del mismo. Pero se trataba en realidad de un mito moralizante, un mito que, lejos de exaltar el exceso y los placeres, los terminaba condenando como estériles y asociales. Como el Don Giovanni de Mozart. Sin duda era un mito católico. Pero también eso me fascinaba y me interesaba al respecto: la intimidad entre represión y delirios del exceso, la conjura entre libertinaje y moralidad. Por eso el don Juan que más me gustaba era el don Juan de Georges Bataille. Aquel cuya
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tumba habían ido a pisotear a Sevilla, en compañía de Simone y de Sir Edmond en la Historia del ojo. Aquel cuya memoria infame era orinada y pisoteada, y servía de pretexto para desencadenar una orgía de sangre y de blasfemias, en la sacristía de la iglesia de la Caridad. Por eso, cuando te conocí ya había habido muchas otras mujeres en mi vida. Es verdad, no fue una casualidad. Bendita tú eres entre todas las mujeres. Seguramente cuando te conocí yo ya me había acostado con más de cincuenta mujeres en mi vida, y había probado todo tipo de pieles, olores y sabores. Y, a pesar de ello, sin embargo lo que se desencadenó entre nosotros, más que una explosión sexual, fue una especie de milagro. El milagro del cuerpo, el milagro del tacto. Puede que no fuese solamente una experiencia táctil. Durante muchos años le he dado obsesivamente vueltas a aquella atracción ciega y obstinada de la carne. Hay sin duda algo poderosamente táctil en nuestra relación, un contacto fascinante de los cuerpos, una tersura y dignidad especial de la carne, pero es cierto que también había otros sentidos. Debo reconocerlo ahora: la vista fue decisiva y también el olfato. Era desde luego una experiencia animal, de una animalidad plena. ¿Pero cómo entenderla? ¿Cómo explicarla? No creo que haya otra palabra más adecuada para explicarla que el amor. Sin duda aquello que sentía entonces con una viveza sorprendente era un amor pasional, carnal, era un amor animal que, desde entonces, vida mía, creo que todavía no nos ha abandonado. Pero el amor adolece sin embargo de tantas ñoñerías, de tantos malos modos y compromisos — empalagosos y literarios— adquiridos, de tanto cristianismo impostado, que parece que al final nos ha resultado una categoría absolutamente estéril e inutilizable. Lo mismo que el
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arte moderno tuvo que desentenderse del concepto de belleza para poder profundizar en una belleza diferente, supongo que la literatura moderna tuvo que desentenderse del rancio concepto del amor, para poderse abrir a nuevas experiencias amorosas, en las que otras formas de amor fuesen posibles. Y sin embargo era amor lo que yo sentía. Un amor apasionado y loco, animal y visceral, corporal hasta los tuétanos, y verdadero, profundamente verdadero. Es cierto que en aquella seducción también la vista estuvo presente. ¿Quién puede ignorarlo? Pero la vista tiene, en la historia del amor, demasiados privilegios adquiridos. Por lo que sé, ya te había visto. Y te había visto un par de veces antes de que fuese posible cualquier otro tipo de contacto. No sólo eras guapa y atractiva, sino también lo que podríamos llamar “interesante”. Pero sinceramente no creo que aquello fuese la base y el fundamento de nuestro amor. Chicas guapas, altas y atractivas ya había conocido a algunas, pero la cosa no terminaba sin embargo de fraguar con ellas. Algo había que impedía el reconocimiento pleno. Supongo que no se trataba del olfato, sino de un reconocimiento corporal que tiene que ver sin duda con el tacto. Desde entonces me vi arrastrado a una prolongada meditación acerca de la fascinación del tacto.
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Aproximación al tacto El amor es además el gran tema de la filosofía. La filosofía no puede entenderse ni concebirse sin la experiencia erótica del amor. La filosofía no es sólo saber, sino fundamentalmente amor por el saber. En ello marca desde el principio su tendencia erótica. Por ello también nuestra civilización judía, cristiana, greco-romana y musulmana está marcada fundamentalmente por la reflexión sobre la razón, en forma de ciencia y filosofía, y por la reflexión sobre el amor, en forma de literatura, de arte y de tradición religiosa. El amor es uno de los temas centrales y constitutivos del núcleo de nuestra tradición cultural. Sin embargo, toda la sexualidad en nuestra cultura ha sido determinada sobre la base de una ontología del eidos y del logos. Una ontología que reduce las determinaciones últimas de la realidad a la voz y al fenómeno y que, en consecuencia, piensa toda la realidad y también toda la sexualidad a partir de estos dos elementos fundamentales: el lenguaje y la mirada. Toda la sexualidad occidental y toda la historia de la sexualidad occidental se construyen así sobre estas dos formas últimas de la realidad: la voz (como fundamento del lenguaje) y el fenómeno (como apariencia última de la realidad). Desde Platón hasta Lacan es fácil mostrar este doble elemento del erotismo, pensado en función de la visión y del poder de persuasión de la palabra. Los dos modelos fundamentales de seducción: la exhibición y la persuasión abocan a esto. Otros modos de seducción, como el acoso, el rapto,
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la violencia o la violación, están excluidos de nuestra visión tradicional del amor. La consecuencia de estos dos elementos, para nuestra concepción contemporánea del amor, es que convierten el amor, por un lado, en exhibición pornográfica y, por el otro, en narcisismo. Ello no es bueno ni es malo. No introduzco aquí con ello ningún juicio de valor. Simplemente quiero caracterizar la forma en que nos aparece la sexualidad contemporánea, tal como se advierte en la publicidad, en el arte y en los nuevos medios tecnológicos de comunicación: pornografía y narcisismo. Con ellos, el amor fracasa en la realización de sus ideales: la reconciliación, el reconocimiento mutuo, el apoyo, la estima, el afecto, el aprecio y el cariño hacia el otro. Pues es cierto que también en el amor había una promesa de emancipación. El cristianismo se presentaba de hecho como una religión del amor y prometía, sobre esa base, una comunidad igualitaria y justa. Su fracaso supuso el primer gran fracaso de la civilización occidental: el fracaso en la realización del amor (el fracaso del cristianismo). El segundo, sin lugar a dudas, es el fracaso de la filosofía en la realización de sus ideales emancipatorios, es decir, el fracaso de la razón y de todo el proyecto emancipatorio de la modernidad (el fracaso del comunismo). Tal vez por eso, el único modo de escapar de esta doble determinación ontológica de la realidad sea intentar una nueva fenomenología, no a partir de lo visible, sino tan sólo a partir del tacto. Aunque es cierto que esta fenomenología así pensada sólo podría escapar de la fos de los fainómena, para acercarse a lo háptico. Pero no podría escapar nunca, en ningún caso, de la
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determinación lingüística de su saber. De modo que, frente a una fenomenología, pensada sólo bajo la primacía de la visión y de la luz, podamos hablar de una haptología, pensada esta vez bajo la primacía del tacto. En la constitución de esta haptología, dos autores merecen, una referencia especial: el Diderot de la Léttre sur les aveugles, y el Condillac del Tratado de las sensaciones. Posiblemente sea el tacto uno de los sentidos menos estudiados y peor tratados por la tradición filosófica. A pesar de que Aristóteles considera en su Psicología que es el sentido específicamente animal y el que diferencia a los animales de las plantas, tampoco le presta una atención diferenciada. Frente a la dignidad de la vista, que parece ostentar en nuestra cultura contemporánea la soberanía de los sentidos, frente a las teorías de la escucha, incluso frente al refinamiento espiritual del gusto y del olfato, el uno elevado a la dignidad de “criterio de distinción estética” y el otro a la de sinónimo de inteligencia, el tacto no sólo aparece frente a todos ellos como el hermano tonto, ciego y sordomudo de los sentidos, sino incluso, lo que es peor, como el hermano carente de lenguaje. Pues en efecto, el tacto no sólo no habla, sino que parece incluso alejado, como por un ciego destino, de la capacidad que en último término dignifica a todos los otros sentidos, que es su relación con el lenguaje. Por extraña y paradójica que pueda parecer, la relación logos/eidos, la relación entre el lenguaje y la visibilidad, es la relación constitutiva de la racionalidad occidental. Más aún, de la realidad occidental. Lo que sea el ser se nos da a ver en el lenguaje. Lo real viene determinado siempre en función del nombre y la apariencia del objeto (la voz y el fenómeno). Logos y eidos (aspecto, idea, esencia y forma) son la constitu-
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ción última de la realidad. Con ello es fundamentalmente la vista lo que se dignifica, pues el lenguaje no está claro a qué tipo de órgano fisiológico pertenece. Es curioso que se asocie el lenguaje de un modo privilegiado con la escucha o el oído (tal como hace, por ejemplo, Heidegger), sobre todo porque el lenguaje es tanto del oído, como del órgano de la fonación (la faringe, la laringe, la tráquea, las cuerdas vocales, la glotis, la epiglotis, la lengua, los dientes, la boca, la nariz y los labios); pero también –y como el propio Heidegger bien sabe y repite en muchas ocasiones– el lenguaje es “obra de la mano” (Handwerk). Y sin embargo la lengua, ese órgano romo y obtuso, húmedo y colorado que se encuentra en el interior de nuestra boca tiene, gracias a su proximidad con el lenguaje, una dignidad filosófica e intelectual mucho mayor que el tacto. Las diversas lenguas y el lenguaje mismo parecen derivar su nombre de este órgano tan tonto, en el que sin embargo se ubica por tradición la sensibilidad intelectual del gusto. El gusto así ha conseguido pasar con éxito de ser un mero órgano fisiológico, capaz de distinguir entre lo ácido, lo amargo, lo dulce y lo salado, a establecer a partir del mero “me gusta”, “no me gusta”, el criterio de lo estética, intelectual y moralmente aceptable. A su lado el tacto parece carecer de defensores. Incluso el olfato, un sentido puramente nasal, relacionado únicamente con lo que huele bien y atrae, como sexo o como alimento, y con lo que huele mal y repele, en forma de putrefacción, cadáver y excremento, incluso el olfato mismo ha alcanzado una mayor consideración intelectual que el tacto, al elevarse a la dignidad de la prudencia y de la astucia. El tacto sin embargo, con ser más extenso, más generalizado y fisiológicamente menos determinado (en el sentido de que
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no sabemos todavía cuál es el órgano fisiológico del tacto) no ha conseguido alcanzar ningún tipo de dignidad intelectual. Salvo únicamente la que considera que “tener tacto” es sinónimo de tener cierta sensatez y cierta prudencia. A pesar de ello el tacto, como quiere el barón D’Holbach, debe ser considerado el padre y la madre de todos los sentidos. Es por así decir el sentido cero o, aún más, el grado cero de todos los sentidos. Es el origen de todos ellos y, tal vez por ello también, el más animal, el más fisiológico, el más alejado o el menos dominado por el lenguaje y, seguramente por ello también, el sentido filosóficamente menos pensado. El tacto sin embargo no es sólo el órgano fisiológico de lo liso, lo áspero y lo rugoso, no es sólo el órgano de lo suave, lo cortante y lo punzante, sino también el órgano fisiológico de las presiones y las dilataciones, el que percibe las temperaturas, el órgano de lo seco y de lo húmedo, de lo viscoso, de lo grasiento… ¿De cuántas cosas es capaz el tacto y apenas somos conscientes de cada una de ellas? El amor, la ternura, el cariño y sus formas derivadas, ¿no proceden acaso directamente del tacto y del contacto? Y si el amor procede del tacto, todo nuestro saber acerca del mismo parece esencialmente falseado, cuando ha sido únicamente pensado a partir del lenguaje y la mirada. Porque en efecto, es de una meditación sobre el amor de lo que aquí se trata. Y toda nuestra reflexión acerca del tacto ha estado siempre condicionada por el sufrimiento y el dolor, más que por el agrado y la complacencia del contacto físico, de la caricia y del cariño. ¿Y el follar? ¿A qué órgano fisiológico le pertenece la experiencia de follar? ¿Cuál es el sentido que percibe, que transmite y que procesa la exuberancia animal que inunda el
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cuerpo en el acto de follar? Sin duda en el erotismo la experiencia occidental ha privilegiado a la vista sobre cualquiera de los otros órganos. El mirar y el ser mirado constituía la principal fuente de excitación y de especulación sobre el erotismo. Pero una vez que se ha llegado al contacto físico, una vez que se ha llegado al contacto amoroso, ¿cuál es el sentido privilegiado, sino el del tacto? Es cierto que no todos los polvos son maravillosos. Hay veces en que un orgasmo es tan insustancial como un mero estornudo. Pero, cuando uno alcanza ese momento de excitación extrema, en que una especie de sacudida eléctrica recorre todo el cuerpo, desde la punta de la polla hasta los glóbulos de los ojos, que parecen salirse dentro de sus cuencas, ese momento en que la saliva misma se desborda babeante de la boca y una sacudida brutal nos recorre, como una especie de látigo que tensase desde los dedos de los pies, recorriendo toda la médula espinal, hasta el tallo mismo del bulbo raquídeo, haciendo que todo el cuerpo tiemble y convulsione, cuando uno experimenta ese paroxismo, como un latigazo que hace explotar el cerebro en el interior de la cabeza, debido al aumento de la presión sanguínea, ¿a qué órgano fisiológico le pertenece esta experiencia? Puede que no tenga un órgano específico, sino que se trate más bien de una experiencia animal total. Se trata, como el dolor, de una animalidad extrema. Una animalidad que nos sorprende y nos deja habitualmente sin palabras. Las fracturas, las quemaduras, las rozaduras, las perforaciones, las luxaciones… Cuando algo se rompe, cuando algo se destroza o se quema en el cuerpo, ¿quién es el responsable de dar la voz de alarma? ¿Quién lo percibe? ¿Quién lo padece?: el tacto.
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Pero el tacto no es nada. En rigor no sabemos lo que es. No sólo no hay un órgano fisiológico del tacto, al estilo de los ojos, la nariz o los oídos, sino que tampoco es un órgano que sepamos definir, a no ser negativamente. Pues en efecto, el tacto es sordo, es ciego, es anósmico y es mudo. Y lo que es peor, no mantiene ninguna relación privilegiada con el lenguaje. No hay un decir del tacto. O, mejor dicho, lo que el tacto percibe o lo que el tacto conoce no se deja decir. Mantiene una relación roma, elemental, directa y física con las cosas. Es el más animal de nuestros sentidos, el menos intelectualizado. Si ha sido posible sin embargo verbalizar algo tan ajeno a la palabra como es la música o los colores o los aromas, o incluso discriminar con extraordinario refinamiento los infinitos matices del paladar y del gusto fisiológico, sin duda tiene que ser necesariamente posible tematizar también el tacto, con toda la riqueza universal de sus percepciones. El tacto es la membrana y la membrana es sensible. He dicho antes que es el más animal de nuestros sentidos fisiológicos, pero es incorrecto. Es incluso anterior, es vegetal. Es más extenso que lo meramente animal. Es nuestra forma elemental de ser vivo: el tacto es la membrana y la membrana es el principio de la vida, pues no hay vida, no hay célula de ningún tipo sin membrana. El tacto es la piel. Aristóteles pensaba que el tacto es específico de los animales y que las plantas carecen de esa facultad. Pero hay una planta llamada sensitiva que demuestra todo lo contrario. Es delicada y extremadamente sensible. Percibe los cambios de humedad y de temperatura, como todas las plantas, pero además percibe el contacto físico y se retrae y se mustia. Es una planta extremadamente delicada. Demasiada luz la daña y demasiada
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oscuridad. Le perjudica el humo del tabaco y el mero roce o el contacto físico accidental la lastima. Es, con toda evidencia, una planta dotada de tacto. Pero entonces el tacto está en todos los seres vivos. Es de algún modo su forma más elemental, su lenguaje, su conocimiento y su relación con el mundo. El tacto es la membrana. Sólo por especialización estética de esta membrana se van desarrollando los otros sentidos. Mucha gente gusta de decir que el olfato es el más antiguo de nuestros sentidos. De hecho, está asociado con las formas más arcaicas de especialización de nuestro cerebro. Un olor determinado no se olvida. Está tan profundamente arraigado en nuestra memoria, que nos trae sensaciones y recuerdos del momento en que lo percibimos. Pero no es cierto. El gusto es anterior. El gusto es la primera especialización del tacto que empieza a organizarse en un entorno receptivo propio. Mientras que la humedad, la temperatura, lo áspero y lo rugoso, lo cortante y lo quemante son patrimonio universal e indiferenciado del tacto, el gusto sin embargo supone una especialización orgánica que deja de ser percibida por el cuerpo en general, para pasar a ser percibido tan sólo por la boca. Al parecer el olfato no es más que una especialización aérea del gusto. Por tanto, podemos afirmar que “en el principio era el tacto”.
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Eros y Psique Aunque tal vez será mejor que cuente cómo sucedió todo aquello, antes que ponerme a elaborar un ensayo sobre el tacto. Para mi vergüenza debo decir que todo comenzó en una discoteca. Me habían invitado a dar una conferencia, en un congreso, en una ciudad de provincias. Ignoro por qué la conferencia, es decir, el entorno de los cursos y de los congresos, se había convertido para mí en el espacio libidinal privilegiado. Supongo que allí se satisfacía mi vanidad narcisista, mi carácter histriónico y también mi pequeña vena histérica. Pero es cierto que, en aquel territorio, me convertía en el animal intelectual sexual. Tenía que presentar un texto, en una mesa redonda dedicada a la obra de Baudelaire. Yo lo centré en la transformación romántica de la idea de belleza que se operaba en las Flores del mal, prestándole una particular atención a la idea del abismo. El tema del abismo era la clave en la explicación de la fascinación romántica por la autodestrucción. Pero necesitaba poder ejemplificar aquella idea como una sublime tentación. La del abismo era una fascinación por la que incluso Dios mismo podría verse tentado y por eso llevé conmigo también unos Evangelios. Quería leerle al auditorio aquel pasaje en que Jesús de Nazaret es tentado por el demonio, para que se arroje desde lo alto. Como no sabía si vendría mucha gente a escucharme, los dos días previos a mi intervención realicé algunas preguntas escandalosas, que fueron muy aplaudidas, en las jornadas inmediatamente anteriores a la mía en el Congreso, con el fin de darme a conocer entre el auditorio. De ese modo
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también podía hacerme ver –y hacer que se hablase de mí– entre las chicas. Así que, aquella noche, aunque todavía no había presentado en público mi ponencia, podía sin embargo sentirme moderadamente seguro de ser reconocido. Y además, estábamos entre amigos. Y eso era, sin duda, lo mejor. Ni siquiera sé si fuimos a cenar o si tomamos previamente alguna otra cerveza en algún otro sitio. Mi historia en realidad comienza en una discoteca. En aquella discoteca en la que te conocí y en la que, a partir de entonces, todo mi mundo empezó a girar en una dirección enteramente nueva. ¿Qué nombre tenía? ¿Qué extraño nombre tenía? ¿Psiquis? ¿Cómo se le puede llamar “Psiquis” a una discoteca? ¿A qué demonios aludía aquel nombre? ¿Al consumo de psicotrópicos al que se entregaban sus clientes o al estado psicótico en que los dejaba su música? Sea como fuere, fue el encuentro de Eros y Psiquis lo que nos unió. Lo que Apuleyo nos cuenta sobre ellos en El asno de oro es que la propia Venus tenía celos de la belleza de Psique y que por ello mandó a su hijo Eros para que éste, arrojándole sus flechas, la hiciera enamorarse del hombre más ruin y más feo que pudiera. Pero cuando Eros, dispuesto a cumplir el encargo de su madre, conoció a la joven, quedó profundamente enamorado de ella. Supongo que eso es también lo que me pasó a mí: también yo me enamoré profundamente. Pero con una pequeña salvedad: no fue la vista sino el tacto lo que me enamoró. Sin lugar a dudas fue un flechazo, porque rápidamente congeniamos. Nos tomamos unas copas, nos dijimos algunas tonterías y estuvimos bailando. Creo incluso recordar vagamente que alguien de aquel pueblo estaba dispuesto a
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darme una paliza. Supongo que estaban celosos y envidiosos de nuestra dicha. O que no soportaban que un recién llegado se llevase a la más guapa. No sé si fueron insultos o amenazas, pero, antes de enzarzarme a hostias, alguien con delicadeza me quitó de en medio, poniéndome otro gin-tonic en la mano. Sólo mucho después de beber y de bailar, me llevaste hasta tu casa. Y allí se produjo el milagro: el milagro del tacto. Desde luego, no era la primera vez que me acostaba con una chica, pero aquel cuerpo perfecto de un tacto perfecto me conmocionó. Tan intensamente lo sentí que de inmediato empecé a decirte que te quería. Fue un súbito enamorarse, producido tan sólo por el contacto físico. Tú solamente pensaste que yo estaba borracho o que era un poco bobo, pero a mí, aquella potencia animal del tacto me desbordó. ¿Cómo es posible expresar o decir todo aquello que sentí aquella noche en tu cama, sin caer en la vulgaridad o en la tersa prosa de la pornografía? No hay un decir del tacto o, lo que es peor, aquello que el tacto reconoce no se deja decir. Cuando contemplo las alegorías del tacto me estremezco. Tan sólo vagamente se acercan a esa obscura turbación de lo sensible. La alegoría del tacto de Rubens, en el Museo del Prado, me inquieta por la brutalidad de su representación. Eros y Afrodita se encuentran desnudos en el centro de una sórdida herrería, en la que se apilan cientos de armas cortantes y punzantes. Lanzas, espadas, dagas, alabardas, cañones y braseros, ballestas y armaduras, sierras, serruchos y tenazas, tijeras y tenacillas. Toda clase de objetos agudos, cortantes, punzantes configuran un fondo horrible en el que parece que haya poco espacio para la ternura.
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Apenas una alfombrilla. Ni siquiera un lecho ni un almohadón de plumas. Una incómoda silla para dos amantes o un equilibrio inestable para una diosa. Incluso el amor sexual parece contrariado en su disposición a la ternura. Si hay rosas es sólo para manifestar que también ellas tienen espinas. Si hay cuadros es de nuevo para mostrar las cosas horrorosas y terribles relacionadas con el tacto: guerras, matanzas, cacerías, la boca misma del infierno en el Juicio Final o la imagen de Jesús atado a la columna, recibiendo los azotes de los esbirros. No, ciertamente el tacto en el s. XVII no parecía presentar precisamente la imagen de un mundo tierno e idílico, sino más bien la imagen horrorosa del dolor del desgarro de la carne y del daño físico. Pero lo que yo quisiera expresar no tiene nada que ver con todo esto. No era el dolor, sino la dicha. No era el sufrimiento, sino el goce corporal perfecto. No creo que haya otro modo mejor de expresarlo, sino diciendo que era amor: el amor verdadero.
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¡Qué extraña capacidad tiene el amor de detener el tiempo! Aquella noche en tu cama el tiempo se detuvo. No sé si estuvimos juntos un día o cinco, una noche entera o tan sólo unas horas. Recorrí tu cuerpo infinito, saboreé cada uno de tus sabores, aspiré y me llevé conmigo todos y cada uno de tus olores corporales. Sí, sé que he dicho que la experiencia era fundamentalmente táctil: la perfección en la armonía de dos cuerpos que se acoplan sin esfuerzo, como expresamente diseñados el uno para el otro; la alegría del reconocimiento de esa perfecta adecuación. Sí, sé que he dicho que era fundamentalmente el tacto lo que actuó sobre mí como una especie de imán, electrizándome por completo hacia tu cuerpo. Pero qué duda cabe de que también estaban presentes allí la vista y el oído, el gusto y el olfato. ¿Acaso no tenías la dimensión perfecta, las caderas anchas, la cintura breve, las tetas pequeñas y el vientre plano, y aquella larguísima espalda que tanto me conmovía? Es cierto que la vista estaba también allí presente y que me presentaba un modelo ideal irresistible. Pero también lo es que, en otras relaciones con mujeres, aparentemente perfectas en sus formas, la fascinación visual se encontraba de inmediato contradicha por el tacto. Ni aceptación ni encuentro ni armonía. No había modo de acoplarse. Se ha dicho que acostarse con una modelo es como acostarse con una bicicleta y yo había tenido esa experiencia también en algunas ocasiones. Por eso la gente gusta hablar más bien de “química”, como si no sólo hiciera falta el encuentro físico entre las medidas y las proporciones, sino también la compatibilidad química entre los precursores sexuales, las feromonas y todos los otros indicadores hormonales. Física y Química: cuerpos y olores. Desde luego es bien posible que también los olores ejercieran sobre mí un
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efecto poderoso. No lo puedo negar, pues la sensación de mareo, el trance místico y las convulsiones del orgasmo estaban sin duda fuertemente inspirados de tus olores corporales. Como una especie de médium o mejor, como una pitonisa acercándose al trípode y aspirando las emanaciones sulfurosas de las grietas de la tierra, así entraba yo también en trance, al aspirar los efluvios de tu cuerpo. ¿Y qué sabía entonces yo de todo aquello? Yo simplemente lo sentía irresistiblemente y me dejaba arrastrar conmocionado por aquella fuerza telúrica. Por ello no lo pude evitar y, cuando me levanté por la mañana, sin pensarlo demasiado, me llevé tus bragas. Aquel gesto, en realidad inocente, no perseguía ciertamente nada perverso ni fetichista en absoluto. Sólo buscaba llevar conmigo algo tuyo todo el día, llevarte a mi lado, mantener vivo tu olor y tu recuerdo. Es cierto que, pensado de otro modo, aquello parecía el gesto obsceno del coleccionista de trofeos, como si yo fuera un pervertido que, después de acostarme con alguna chica se llevase consigo la prueba material de su aventura, para hacerlo constar fanfarronamente a posteriori. Pero nada más lejos de la verdad. En realidad fue un gesto puro, limpio y amoroso que me arrastraba con fuerza y de un modo oscuro a querer mantener conmigo tu presencia. Me fui de nuevo al congreso, llevando tus bragas en la mano y aspirando su aroma. Entre la resaca que arrastraba de aquella noche de borrachera, recuerdo que mis intervenciones fueron apoteósicas. Si por lo general ya era insolente y despiadado con los ponentes, denostando públicamente su ignorancia o llamando la atención sobre sus torpezas o sus contradicciones, aquella mañana fui desmesurado. No sólo estuve irónico, estuve propiamente sarcástico. Me divertía
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burlarme de los grandes profesores henchidos de vanidad y sacar a la luz la incoherencia o la debilidad de su discurso. El Diccionario de la Lengua Española define sarcasmo como: “Burla sangrienta, ironía mordaz y cruel con que se ofende o maltrata a alguien o algo”. Y sin duda yo aquella mañana de resaca estuve sarcástico, burlándome de todos los ponentes y arrastrando al auditorio hasta la carcajada. De modo que, cuando por fin llegó mi hora, no sólo me esperaba un público expectante, sino también respuestas irónicas e incluso agresivas contra mí. Pero lo que yo tenía allí no era una conferencia propia, sino tan sólo la participación en una mesa redonda, dedicada a Baudelaire, compartida con otros dos ponentes. Para mi desgracia además, uno de los miembros de la mesa resultó ser nada menos que un cura que estaba encantado de encontrarse en ese ambiente y de tener la posibilidad de reivindicar abiertamente el catolicismo de Baudelaire. Y es cierto también que yo había basado mi intervención en la fascinación del abismo y que por eso no sólo me entretuve con “Le Gouffre”, sino también con ese extraño pasaje evangélico en que Jesús (el hijo de Dios hecho hombre o incluso Dios mismo, según la fe cristiana) es tentado también por el abismo: “Entonces el diablo le llevó a la santa ciudad, y le puso sobre el pináculo del templo, y le dijo: Si eres Hijo de Dios, échate abajo; porque escrito está: A sus ángeles mandará acerca de ti y En sus manos te sostendrán, Para que no tropieces con tu pie en piedra. Jesús le dijo: Escrito está también: No tentarás al Señor tu Dios” (Mt 4, 4-8).
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Por ello, y como necesitaba además conjurar el peso de aquella interpretación católica de Baudelaire, llevé conmigo, junto a mis evangelios, el olor caliente y amoroso de tus bragas. Durante toda mi intervención aquella tarde las tuve entre mis manos, como si de una especie de pañuelo se tratara, llevándolas ora a mi boca y aspirando sus aromas mientras hablaba, depositándolas ocasionalmente sobre los evangelios, para inundarlos del efluvio del verdadero amor y como un modo de conjurar sus efectos perversos. Y allí también apareciste tú. Sentada al final de aquella sala abarrotada, mirando con estupor cómo yo daba una conferencia con tus bragas en la mano, convocando tu amor públicamente, en un gesto íntimo y secreto. Tan sólo otra persona se dio cuenta. El presidente del Congreso estaba sentado a mi lado. Cuando terminé mi intervención y antes de dar comienzo al debate me dijo: ¿Eso son unas bragas? Tío, eres un demencial.
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Capítulo 3 Le toucher, Jean-Luc Nancy6 “Había una vez en una ciudad un rey y una reina que tenían tres hijas muy hermosas…”. Es evidente que me dispongo a contar un cuento. Todos los cuentos comienzan con esta estructura discursiva, en la que la acción se sitúa en un espacio indefinido y en un tiempo indeterminado. Ello nos hace reconocer de inmediato que se trata de una fábula. Como muchos otros cuentos, el cuento que quiero contar ahora es una historia de amor. «Érase en una ciudad un rey y una reina, y tenían tres hijas muy hermosas: de las cuales, dos de las mayores, como quiera que eran hermosas y bien dispuestas, podían ser alabadas por loores de hombres; pero la más pequeña, era tanta su hermosura, que no bastan palabras humanas para poder exprimir ni suficientemente alabar su belleza»7. Como la mayoría de los cuentos, el cuento tampoco lo he inventado yo, sino que es un relato elaborado y transmitido por otros, y a esa tradición y a esa transmisión me gustaría remitirme. El título de este texto debe ser dejado en francés. No se trata de una mera pedantería. Alude en primer lugar a la ambigüedad que se produce entre el sentido del tacto y la actividad de tocar, pero alude también al intento de tocar al propio Jean-Luc Nancy, le toucher, a través del texto. 7 Apuleyo, Las metamorfosis o el asno de oro, trad. de Diego López de Cortegana (1500), Ed. Iberia, Madrid, 1984, libro IV, capt. V. 6
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Contaremos entonces una historia de amor. La historia de amor de una muchacha extraordinariamente bella. Una belleza de fábula. Una belleza tal que no se puede expresar con palabras. Una belleza “tan extraordinaria, tan especial —nos dice el narrador—, que el lenguaje humano resultaba demasiado pobre para describirla o ensalzarla siquiera”8. Es curiosa esta caracterización de la belleza en la cultura antigua. Pues se trata de una belleza “fabulosa”, en el doble sentido: una belleza fabulada, es decir, una belleza que a pesar de ser inefable y que por eso no se puede describir con palabras, es sin embargo también una belleza fabulada, una belleza de la que se habla y de la que, por tanto, su fama se transmite de unos a otros, hasta el punto de que alcanza el carácter de mito, de narración fabulosa9. El mito, la fábula, el cuento que quiero contar hoy, ya algunos lo habrán advertido, no es tan sólo de una historia de amor, se trata más bien de la historia del amor mismo, de la historia de las relaciones entre el alma y el deseo. Se trata del mito de Eros y Psique. Aunque este cuento no es original de Apuleyo, pues él mismo nos sugiere que nos cuenta una historia griega, sin embargo, es en su novela latina El asno de oro donde encontramos el relato más completo de la historia de amor de Eros y Psique. “Empezamos una historia de origen Apuleyo, Las metamorfosis o el asno de oro, trad. de Juan Martos, CSIC, Madrid, 2003, vol. II, p. 22. 9 Fue Lessing en el Laocoonte el que llamó la atención sobre el carácter inefable de la belleza de la bella Helena de Troya y sobre el hecho sorprendente de que, en realidad, no conocemos ninguna descripción de su verdadera apariencia. El modo elíptico en que Homero se refiere a ella le sirve a Lessing para demostrar la incapacidad de la poesía para la descripción y por tanto para la representación de la belleza (vid. Laocoonte, capt. XXI). Por su parte, fue el trovador Jaufré Rudel el que se ocupó temáticamente de esta idea del amor suscitado por la fama o “amour de loin”. 8
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griego —nos dice Apuleyo al principio de su libro—. Atiende, lector: te vas a divertir”10. Como digo, la historia de Psique, comienza por el relato de una belleza fabulosa. Una belleza tal de la que todo el mundo se hacía lenguas. Una belleza que hacía que la joven Psique, la menor de las tres princesas de aquel reino, fuese confundida por muchos con una diosa, e incluso venerada y adorada como si fuese la propia Venus. Esta confusión y este culto hizo que la misma Venus se enfadase con la doncella y que, indignada, le encargase a su propio hijo, Cupido, que le arrojase uno de sus dardos amorosos, para condenarla a la desgracia de caer enamorada del hombre más ruin, más bajo y más vil que pudiera conocer. Cupido sin embargo no cumple el encargo de su madre. O más bien, yendo a cumplir el encargo de su madre, cayó enamorado de la belleza de Psique y decidió casarse en secreto con ella. Apuleyo no nos dice cómo se produjo ese amor. No nos dice si fue efecto de la visión de la belleza de la propia Psique o si más bien Cupido, habiendo oído hablar de la belleza fabulosa de la princesa, se hizo el propósito de casarse con ella. De modo que “el excelso arquero, se hirió con sus propios dardos y la hizo su esposa”11. Se trata por tanto de una historia de amor, de la historia de las relaciones amorosas entre el alma y el deseo. El propio nombre de los protagonistas así lo atestigua. La tradición nos ha transmitido los nombres de Eros y Psique. El nombre de Psique es sin duda el nombre griego del alma. Y Eros es inequívocamente el nombre del dios del amor. Ha sido Apuleyo, Las metamorfosis o el asno de oro, I, 1; trad. de Juan Martos cit., vol. I, p. 3. 11 Met V, 24. 10
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Platón fundamentalmente el que nos ha contado la historia de las relaciones de amor entre el alma y el Eros. Apuleyo sin embargo lo llama Cupido (aunque a veces también lo llama Amor), manteniendo así un divertido juego de coqueteo entre un niño romano, cuyo nombre significa “deseo” y una princesa griega, cuyo nombre significa alma. Coqueteo por tanto e historia de amor entre la literatura latina y la filosofía griega. Sin duda, esta historia de Apuleyo puede ser entendida también como una alegoría. De hecho, en ella hay muchos personajes que no son en realidad sino símbolos o alegorías. Junto a pájaros y torres que hablan, aparecen también, como personajes de la historia, encarnaciones de virtudes o de vicios. Así el Placer (Voluptas) será el nombre del hijo que ambos amantes, Cupido y Psique, engendrarán juntos. Se invoca con frecuencia a la Fortuna y la propia Venus se pregunta si no tendrá incluso que pedirle ayuda a su propia enemiga la Templanza (Sobrietas)12. Se trata por tanto de una fábula alegórica, en la que el narrador nos cuenta una historia filosófica, según una ya vieja tradición platónica: la historia de las relaciones entre el alma y el deseo. En varias ocasiones llama la atención Jean-Luc Nancy sobre un texto póstumo de Sigmund Freud, un aforismo más bien, en el que se afirma lo siguiente: “Psyche ist ausgedehnt: weiß nichts davon”. Se trata de una afirmación extraña, procediendo del padre del psicoanálisis. Su traducción podría ser algo así como “la Psique es extensa, nada sabe de ello”. Y en dicha afirmación se enlazarían el alma con la extensión y se 12
Met V, 30, 3-4.
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apuntaría además su íntima relación con el inconsciente, como expresión del no-saber. “Psyche ist ausgedehnt: weiß nichts davon”. Pero la afirmación de que el alma sea algo extenso, amén —como dice Derrida— de que habría hecho levantarse a Descartes de su tumba13, puede constituir sólo una contradicción, si no se piensa el análisis de la Psique como una tópica. El gusto de Sigmund Freud por las topologías psíquicas (consciente, preconsciente, inconsciente; el yo, el ello, el superyo; etc.) podría poner de relieve este carácter extenso de la psique. «No es un azar que la tópica haya obsesionado a Sigmund Freud —escribe Nancy—: el “inconsciente” es el ser extenso de Psique»14. ¿Se trata acaso de una intuición freudiana o se trata más bien, como en el caso del célebre “Ich habe meinen Regenschirm vergessen”15 de Nietzsche, de uno de esos textos póstumos tan traídos y llevados por los críticos y los intérpretes, que puede que no tengan en realidad más valor intelectual que la mera publicación de sus notas de lavandería16? Nancy le otorga sin embargo una extraordinaria importancia a este texto póstumo de Freud. Lo cita por primera vez en un artículo titulado precisamente “Psysche”, publicado en el nº 16 de la revista Première Livraison (París, 1978) y lo
Jacques Derrida, Le toucher, Jean-Luc Nancy, Galilée, París, p. 22. Jean-Luc Nancy, Corpus, trad. de Patricio Bulnes, Arena Libros, Madrid, p. 20. 15 Friedrich Nietzsche, Fragmento póstumo del otoño de 1881, 12 [62], en Sämtliche Werke, Deutscher Taschenbuch Verlag und Walter de Gruyter, München und Berlin, 1980, Band 9, p. 587. 16 Ha sido fundamentalmente Jacques Derrida el que, en su divertido libro Éperons. Les styles de Nietzsche (Flammarion, París, 1978) ha desplegado toda esta temática en torno a los póstumos de Nietzsche. 13 14
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repite en Le poids d’une pensée (1991), y también en Corpus (1992, reed. 2000). Lo que a Nancy le interesa del carácter extenso de la psique, es por un lado poder mostrar cómo no hay claramente distinción entre res cogitans y res extensa, es decir que no hay diferencia entre cuerpo y pensamiento. “De ahí que no tenga sentido hablar de cuerpo y de pensamiento separadamente uno del otro, como si pudiesen ser subsistentes cada uno por sí mismo: no son —escribe Nancy— otra cosa que su tocarse uno a otro, el tacto de la fractura de uno por otro. Ese toque es el límite, el espaciamiento de la existencia”17. Y en correspondencia con esta indistinción le interesa igualmente subrayar el carácter táctil o pesante del pensamiento. Por eso para él “pensar no pertenece tampoco al orden del saber. El pensamiento es el ser —afirma Nancy— en tanto que pesa en sus bordes, el ser apoyado, doblado sobre sus extremidades, plegado y expansión de extensión”18. Ello no se funda tan sólo en una cierta simpatía por el pensamiento de Parménides, quien había afirmado que “lo mismo es el pensar y el ser”19, sino también en la lectura del De Anima de Aristóteles. Tratado acerca del alma en el que, en opinión de Nancy, Aristóteles “sólo habla del cuerpo”20. “El alma — afirma Nancy— es la diferencia consigo que constituye el cuerpo, lo que Aristóteles enuncia al definir el alma como la forma del cuerpo viviente (…). El alma es la forma de un cuerpo. Hace falta comprender que la forma no es un exterior con relación a un interior. ¿Qué sería un cuerpo sin Jean-Luc Nancy, Corpus, ed. cit., p. 30. Id. p. 78. 19 Parménides, DK 28 B 3. 20 Id. p. 89. 17 18
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forma? Lo anunciaba hace un momento, sería una masa, una sustancia pura. La forma de un cuerpo es antes que nada el cuerpo mismo”21. Pero que el alma sea extensa, que sea la forma de un cuerpo viviente o que los pensamientos sean pesantes son tesis que no sólo se configuran en una determinada concepción del cuerpo, una concepción fenomenológica que quiere romper abiertamente con toda distinción entre cuerpo y mente, cuerpo y espíritu, o cuerpo y alma, sino también en una particular comprensión del tacto, no sólo como un órgano privilegiado del conocimiento, sino también como sentido del límite y como sentido del sentido. Si es una narración alegórica, la historia de amor entre Eros y Psique contada por Apuleyo en El asno de oro es, antes que nada, una historia platónica, una historia según la cual el alma asciende a la contemplación de la belleza divina, hasta el mundo inmortal de las ideas. Es sabido que Apuleyo, además de ser el único novelista romano del que nos ha llegado una novela completa, era también un filósofo platónico, que nos ha dejado algunos tratados filosóficos acerca del daimon socrático o acerca de las opiniones de Platón22. Es tal vez por eso por lo que estamos autorizados a interpretar también esta novela como una alegoría platónica, en la que el alma alcanza la inmortalidad, superando numerosas pruebas. Pero acaso lo más fascinante de esta historia, y lo más sorprendente de ella, es que se trata también de una historia del tacto. Una historia en la que el Alma se enamora del Deseo a través del tacto. 21 22
Id. p. 90. Apuleyo, Obra filosófica, Gredos, Madrid, 2011.
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En esta historia en efecto, la belleza de Psique no sólo es inefable, no se deja expresar con palabras. Es también intangible o, mejor dicho, intocable. Este carácter intocable hace sin duda de Psique un ser sagrado, objeto de devoción y de culto entre sus conciudadanos, como si de la misma diosa Venus se tratara. Pero ya conocemos el doble carácter de lo sagrado. Al ser declarado sagrado, el homo sacer dejaba de estar protegido por el Derecho y era también excluido de la comunidad. Se volvía intocable, pero también indeseable o apestado, en el sentido impuro de los parias de la India. “Adorado hoy como un dios, puede ser muerto mañana como un criminal” —escribe Sigmund Freud en Tótem y tabú, acerca de este doble y equívoco carácter de los hombres sagrados23. Algo semejante le acontece a la bella Psique a causa de su belleza, pues se convierte en una especie de paria intocable, con la que nadie se atreve a casarse. Mientras sus dos hermanas alcanzan rápidamente matrimonios de conveniencia con sus respectivos maridos, para Psique parece que rige una extraña maldición. “Todos la contemplan, todos la ensalzan, pero no se acerca ninguno que la desee a pedir su mano, ni rey ni de estirpe real, ni siquiera algún plebeyo. Admiran su aspecto de diosa, pero todos la admiran como una estatua magistralmente pulida (ut simulacrum fabre politum mirantur)”24. Psique aparece ya como una estatua en vida. Un simulacro finamente pulido, un objeto como la estatua que, aunque hecho por el tacto y para el tacto, se ve, pero no se toca. A
Sigmund Freud, Tótem y tabú, en Obras completas, trad. Luis López Ballesteros, Ed. Orbis, Barcelona, 1988, vol. IX, p. 1775. 24 Met IV, 32, trad. de Juan Marcos. 23
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tal punto llega su carácter sagrado25. Por eso es por lo que su padre consultará a un Apolo de Mileto (no al de Delfos, sino a uno que sabe latín) y que formula para su hija una extraña profecía: En una peña de alto monte, rey, coloca a la muchacha, adornada con las galas de unas bodas fúnebres. Y no esperes un yerno nacido de estirpe mortal, sino un monstruo cruel y fiero como una víbora que, revoloteando con sus alas sobre el éter, todo lo atormenta Profecía que el rey interpretará como una maldición, pues habrá de entregar a su hija en matrimonio a un monstruo cruel y fiero, pero que en realidad oculta la promesa del amor secreto de un dios. La princesa es preparada así para esas honras fúnebres, pues más que para una boda se la engalana ciertamente para un funeral, tal y como exige el oráculo, en lo alto de una peña. Y desde allí, dispuesta más bien para la muerte, es arrebatada por una suave brisa que la deposita mansamente sobre una pradera floreciente. En aquel lugar ve un bosque, una fuente y un palacio. Y penetra en aquel palacio de columnas de oro y altos artesonados de madera de alerce, ricamente ornamentado con mosaicos en los suelos, y allí la bella Psique es atendida por unas voces sin forma que la tranquilizan, le sirven y la atienden. “Movidas tan sólo por un soplo de aire, empiezan a acudir ante ella bandejas repletas de alimentos de todas clases y vinos dulces como el nécAl principio de Au fond des images escribe Nancy : « L’image est toujours sacrée (…) Le sacré est ce qu’on ne peut pas toucher ». Jean-Luc Nancy, Au fond des images, Galilée, París, 2003, pp. 11-12. 25
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tar. Ella sin embargo no podía ver a nadie —nos dice el poeta—: únicamente podía oír las palabras que pronunciaban y las criadas que tenía eran sólo voces”26. Vemos así al alma encerrada en una casa de fantasmas, esperando su destino. Ya no siente angustia, ya no siente miedo. Es servida, consolada y atendida. Oye voces, pero no ve nada. Al acostarse por la noche se duerme, pero luego oye un ruido en su habitación y vuelve a sentir miedo. “Estando en este miedo, vino el marido no conocido, y subiendo en la cama hizo su mujer a Psique, y antes que fuese el día partiose de allí y luego aquellas voces vinieron a la cámara y —como con gracia escribe Diego López de Cortegana, en una traducción del 1500— comenzaron a curar de la novia, que ya era dueña”27. Empieza así una fascinante historia del tacto, en la que Pisque únicamente conoce a su marido por las noches, en medio de la oscuridad. Es sabido que los mortales no pueden ver el rostro de los dioses, pues ello los destruiría. La ingenua Sémele, persuadida por Hera, le pide a su amante Zeus que se muestre ante ella en todo su esplendor. Petición a la que él accede a regañadientes, pues resultará mortal para la inocente amante de Zeus, abrasada por sus rayos. Tampoco Sémele parecía conocer el rostro de su amado, pero su historia de amor no está mediatizada por el tacto. Por el contrario, la historia de Psique es una cita a ciegas. No sólo no ve a su amado, sino que él mismo le advierte y reconviene para que no desvele su rostro. Ella no sólo vive su amor a ciegas (pues todo amor es ciego), sino que lo vive también a 26 27
Met V, 3. Met V, 4, versión de López de Cortegana.
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tientas. Conoce a su marido Cupido y lo ama con el tacto y en el contacto del lecho. Aquí el conocimiento no es sólo en sentido bíblico (conocimiento carnal), sino que adopta la forma misma del conocimiento: el concepto. Coger, en su sentido castellano es agarrar y atrapar, capturar y captar. Lo que se capta con, o aquello con lo que se capta es el cum-caepto. Coger, en su sentido argentino, es también fornicar e igualmente su producto es el concepto. Concepto deriva su significado de concipere. Concebir es tanto tener un hijo como pensar o elaborar un concepto. Del mismo modo Psique concebirá un hijo (Voluptas) como producto de su amor. Por eso, en torno al tacto, que es un modo de conocimiento, es importante aprender a distinguir entre el palpar y el coger. Psique conoce a su marido con el tacto. ¿Cómo lo concibe? En realidad, no sabe si es un dios o un monstruo. Ciertamente se enamora de él y lo desea, pero no sabe qué apariencia tiene. Pues, al llegar la luz del día, como una especie de vampiro, su amante, el dios Cupido, desaparece. Cuando las hermanas de Psique, picadas por la curiosidad y por la envidia, insisten en que quieren volver a verla, pues ya la daban por perdida, rápidamente el dios del amor y del deseo percibe allí un peligro: el peligro de que también ellas quieran conocerle, de que también ellas deseen el deseo. El peligro de la curiosidad y de la envidia. El peligro de los celos. Por eso reconviene de este modo a su amada Psique: “Esas lobas traidoras están poniendo todo su empeño en prepararte una trampa abominable, cuyo objetivo consiste en definitiva en convencerte de que descubras mi rostro (ut
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te suadeam meos explorare vultus) y este, como ya te he advertido muchas veces, no lo verás, si llegas a verlo”28. “Explorare vultus”, explorar su rostro, es aquello a lo que sus hermanas desean persuadirla. Pero un rostro se puede explorar, se puede conocer y se puede reconocer también con las manos. “Aquella misma noche el marido habló a su mujer Psiches: porque como quiera que no lo veía, bien lo sentía con los oídos y palpaba con las manos”29. Pero las hermanas de Psique conseguirán llegar a su palacio y, muertas de curiosidad y de envidia, la persuadirán para que trate de desvelar el rostro y la identidad de su marido, no vaya a ser que ciertamente ella, tal como vaticinaba la profecía, esté casada con un monstruo. Son ellas las que le recomiendan entonces ocultar durante la noche en su alcoba una lámpara de aceite encendida y acercarse a ver el rostro de su amado, armada con un cuchillo, por si tuviera que darle muerte. Persuadida por sus hermanas, la bella Psique decide seguir sus envenenados consejos y descubrir por la noche, mientras duerme, el rostro de su marido. Armada con un cuchillo afilado y alumbrada por una lámpara de aceite, la bella Psique se dispone por la noche a explorar el rostro de su amante. Cuando por fin descubre el bello rostro y el cuerpo del dios, queda conturbada de la emoción. Con la luz descubre y “contempla una y otra vez la belleza de aquel rostro divino”30. Pensado desde el punto de vista del proceso ascensional del alma en el conocimiento, esta escena podría vincularse con la escena platónica en la que un esclavo de la caMet V, 11, 4-5. Met V, 5, 3, versión de López de Cortegana. 30 Met V, 22. 28 29
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verna es desatado de sus ligaduras y es llevado a contemplar el pequeño teatrillo que había a sus espaldas, junto con el fuego o la luz que lo iluminaba todo, en el interior de la caverna y que proyectaba las sombras por encima del muro. Para Psique sin embargo, esta visión sigue siendo una escena del tacto. Armada con un cuchillo y una lámpara de aceite, ni la luz ni la caída del hierro sobre el suelo consiguen despertar a su enamorado. De hecho, aunque a la luz de la lámpara contempla con arrobo la belleza de su amado y aunque admira también estupefacta su arco, sus flechas y su aljaba, “incapaz de contenerse, con enorme curiosidad, los examina y los palpa”31, —escribe Apuleyo— hasta el punto de que es la propia Psique la que se hiere a sí misma con una de las flechas de Cupido. “Y así Psique por sí misma, aunque sin saberlo, se enamora del Amor. Y entonces, ardiendo cada vez más de deseo por el Deseo (cupidine fraglans Cupidinis), se inclinó sobre él anhelándolo apasionadamente y, mientras lo devoraba febrilmente con besos ávidos y osados, no dejaba de temer que acabara su sueño”32. Tampoco al parecer estos ávidos besos con que devora a su amado consiguen despertar a Cupido. Sin embargo, en medio de estos arrebatos amorosos, al parecer también la propia lámpara de aceite, “bien por envidia o bien porque también ella se moría por llegar a tocar aquel cuerpo tan bello y por besarlo de alguna forma”, vierte una gota de aceite hirviendo sobre el hombro derecho del dios, quien finalmente termina despertando, viendo a su mujer, viendo el cuchillo y huyendo entre amenazas y lamentos de su propio palacio. 31 32
Met V, 23. Ibíd.
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Jacques Derrida le dedicó un libro largo, extenso, voluminoso, cuadrado y físicamente pesado —aunque intelectualmente apasionante—, a su amigo Jean-Luc Nancy, centrado específicamente en el problema del tacto. Entiendo que esta forma del libro, su carácter voluminoso, su formato cuadrado y pesado no sea en Derrida algo fortuito. En él se dice de Nancy que es “le plus grand penseur du toucher de tous les temps”33, y en él se aborda la exposición de todo su pensamiento en relación con el tacto. Al tratar de pensar la obra del amigo, extiende su pensamiento hacia los lugares por él explorados, esbozados y apuntados, aunque en muchos casos no desarrollados. Por ejemplo, es cierto que Nancy gusta de citar el aforismo póstumo de Sigmund Freud, según el cual “Psyche ist ausgedehnt”… Pero también es cierto que Nancy en ningún lugar menciona o cita su referencia. Derrida por el contrario busca la cita de Sigmund Freud, tanto en las Gesammelte Werke, buceando en los Schriften aus dem Nachlass, como en la Standard Edition, realizada por James Strachey, y que más que la edición original alemana constituye sorprendentemente la edición internacional de referencia. Derrida busca la frase en las obras completas de Sigmund Freud, y la cita por extenso. Él recorre y expande las reflexiones de Nancy alrededor del tacto. Gira en torno al alma y alrededor del alma (Περὶ ψυχῆς), buscando y desarrollando esta historia natural del tacto, que no es más que una historia de la filosofía del tacto. Despliega pues esta historia en sus referentes fundamentales, en la propia historia de la filosofía: en el De Anima de Aristóteles, en los Evangelios cristianos, en las Meditaciones de Des33
Jacques Derrida, Le toucher, Jean-Luc Nancy, Galilée, París, 2000, p. 14.
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cartes, en la Antropología de Kant, en los textos de Freud, en las Ideas de Husserl, en la obra de Levinas… Despliega así y explora las múltiples referencias que se encuentran implícitas en el pensamiento de Nancy, para intentar pensarlas más, para intentar pensarlas por extenso, en una nueva y redundante relación entre el pensamiento y la extensión. “Psique ist ausgedehnt: weiss nichts davon”. Tal vez por eso su libro sea extenso y cuadrado. Es Aristóteles el primero que relacionó explícitamente el alma con el tacto. El De anima es posiblemente la primera filosofía del tacto de la historia. Es cierto que, hasta Nancy, no habíamos reparado en lo sorprendentemente relacionado que estaba todo el pensamiento aristotélico del alma, con el espacio, el movimiento y la extensión, porque de algún modo las propias palabras del estagirita lo desautorizaban: “En primer lugar —afirma Aristóteles contra Platón, en el libro I del De anima— decir que el alma es una magnitud espacial es algo inaudito”34. Pero también es cierto que allí Aristóteles combate explícitamente las doctrinas espiritistas acerca del alma. De hecho, no le dedica a la doctrina pneumatológica del alma más que meros comentarios despectivos. Y así, mientras que la tradición judía piensa el alma como aliento, soplo o principio vital, tal como aparece por ejemplo en el mito del Génesis35, o tal como la propia idea de anima, en su relación con el ánimo y con el aliento, manifiesta todavía en la tradición latina. Aristóteles parece burlarse de las etimoloAristóteles, De anima, 407 a; trad. de Francisco de P. Samaranch, en Aristóteles, Obras, Aguilar, Madrid, 1982, p. 122. 35 “Formó, pues, Jehová Dios al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida; y fue el hombre un alma viviente”, Génesis, 2, 7; trad. Reina Valera Gómez, 2010. 34
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gías que relacionan la psiqué con un viento o con un soplo de aire frío (ψυχρός) y le dedica un apartado de su libro (De anima III, 5) a combatir esta doctrina pneumatológica y aérea del alma, señalando simplemente que, a pesar de que son seres vivos, las plantas no respiran y tampoco muchos animales (por ejemplo, los peces). En el Peri psijés de Aristóteles no encontramos una psicología en sentido moderno: ni hay una doctrina general de la conducta humana (lo que en Aristóteles corresponde más bien al ámbito de la ética) ni hay tampoco una doctrina de la inmortalidad, de la pervivencia o de la trascendencia del alma humana. No hay en rigor ninguna teoría específica sobre el alma humana. Lo que en la psicología de Aristóteles nos encontramos es más bien una doctrina general del principio explicativo de la vida (zoé) que es lo que anima a todos los seres vivos y muy especialmente a los animales (ta zooa). Sin embargo, no es por ello tampoco el De anima una doctrina especial acerca de los animales, sino una doctrina general acerca de la vida y de sus características. Nancy lo repite insistentemente, tratando de pensar el concepto de alma en Aristóteles. Ya lo hemos dicho: “El alma —afirma Nancy— es la diferencia consigo que constituye el cuerpo, lo que Aristóteles enuncia al definir el alma como la forma del cuerpo viviente (…). El alma es la forma de un cuerpo. Hace falta comprender que la forma no es un exterior con relación a un interior. ¿Qué sería un cuerpo sin forma? Lo anunciaba hace un momento, sería una masa, una sustancia pura. La forma de un cuerpo es antes que nada el cuerpo mismo”36. 36
Nancy, Corpus, loc. cit., p. 90.
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Pensada así, como forma del cuerpo, el alma sería además no sólo la forma, sino también la horma del cuerpo: su aspecto, su apariencia, su figura. De modo que, en los seres animados —y en particular en los animales— el alma viene a identificarse con el tacto. “Todo cuerpo que esté en posesión de un alma —escribe Aristóteles— posee también la facultad del tacto”37. Según esto, también las plantas tendrían esta facultad. Pero Aristóteles lo excluye explícitamente: pues, al igual que los huesos y los pelos, las plantas carecen en su opinión de la sensación del tacto. Sin embargo, sin el tacto no puede existir el animal y aún más, sin el tacto, no puede existir ningún otro sentido. Lo que le otorga al tacto una primacía filogenética sobre los otros sentidos y un carácter de principio explicativo general de la vida animal. Y por ello, de alguna manera Aristóteles reconoce que el tacto es el padre y la madre de todos los otros sentidos (y con respecto al gusto y al oído lo afirma explícitamente). Pensado como forma del cuerpo, el alma puede también ser considerada como principio vital general. De hecho, si uno se dirige a los libros contemporáneos de biología, lo que se encuentra en realidad no es ninguna definición sensata de la vida, sino más bien, como en Aristóteles, una clasificación de las características propias de aquellos seres a los que llamamos vivos. Y en esta remisión a los principios generales de los seres vivos, todos los libros de biología coinciden en describir la célula como el elemento de menor tamaño que puede considerarse un ser vivo. Y toda célula no es en rigor más que una agrupación de elementos inorgánicos bajo una membrana. Es entonces la membrana lo que constituye la 37
De anima, 435 a
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forma y también la horma de la célula. El alma de la célula es, en cierto modo su membrana, algo extenso que permite aislar el citoplasma de su entorno, pero también el medio de contacto por el que la célula se comunica con el mundo. “El tacto —dice Aristóteles— recibe su nombre del contacto”38. Pensada como forma y como horma del cuerpo más elemental de los seres vivos, entonces su alma no sólo coincide con su forma, sino también con su extensión. Del mismo modo, el estudio contemporáneo del tacto lo contempla cada vez más como una extensión de la mente. No sólo por el número de terminaciones nerviosas táctiles que deben de contemplarse propiamente como una continuación del sistema nervioso periférico, sino también como una construcción táctil de la propia identidad. Sin contacto no hay aprendizaje no hay educación no hay afecto y no hay sexualidad en los animales. No hay amor y tampoco hay erotismo. El tacto es el contacto, pero el tacto también es el principio vital. Sin tacto no hay posibilidad de vida animal. Es el principio y el origen de todos los otros sentidos y se encuentra expandido y repartido por toda la piel. Psyche ist ausgedehnt. Sin embargo, primero Nancy y después Derrida insisten en señalar que tampoco el tacto debe ser absolutizado. No es posible una haptología que pretendiese ser un conocimiento verdadero tan sólo a partir del tacto. Derrida señala que en realidad toda la metafísica occidental es tanto óptica (del eidos) como háptica, porque en último término (desde Platón a Husserl) toda ella está marcada por la convicción de que el tacto proporciona un conocimiento inmediato, una 38
Ibid.
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intuición última y directa de las cosas. “Una vez más debemos disociar el tacto de aquello que siempre le reconocen el sentido común y el sentido filosófico, como la evidencia misma, como el primer axioma de una fenomenología del tacto, a saber, de la inmediatez”39. Y aquello a lo que Derrida se enfrenta, de la mano de Nancy, es en realidad al intuicionismo. En último término a la metafísica del ser, de la presencia, del fundamento. Por eso es por lo que en el pensamiento de Nancy se produce un desplazamiento del problema del tacto, al problema del tocar, es decir, del mover, del conmover, del emocionar que es el ámbito propio de la escritura (el relato de Apuleyo todavía nos conmueve), de la pintura y de las bellas artes en general. Por eso escribe Nancy: “Hay que comprender la lectura como lo que no es el desciframiento: sino el tocar y el ser tocado, ocuparse de las masas del cuerpo. Escribir, leer, cuestión de tacto. Pero también —y eso también debe estar claro— a condición de que el tacto no se concentre, no pretenda —como lo hace el tocar cartesiano— el privilegio de una inmediatez que fusionaría todos los sentidos y el sentido”40.
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Jacques Derrida, loc. cit., p. 137. Nancy, Corpus, ed. cit., p. 61.
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Capítulo 4 El aprendizaje de la decepción Voy a comer con Vicente. Quedamos en el Edelweiss a las tres. Hace mucho que no volvía por allí. Él me dice que llegará un poco antes para ir haciendo la cola y pelearse por la mesa. Creo que ese era el motivo por el que dejé de ir. No había lista de espera y los propios camareros te incitaban a que fueses a la caza y captura de la mesa que se suponía iba a quedar vacante. Los clientes se agolpaban así encima de los que estaban comiendo, para conminarles, con aire amenazador, a que terminasen cuanto antes. Era un poco violento. Recuerdo que tenían unos arenques con nata deliciosos y que te preparaban en la mesa un steak tartare de morirse. También yo llego media hora antes. Vicente acaba de llegar y está sentado a la mesa. Todo ha cambiado. Ahora parece un restaurante elegante y caro. Ya no hay que pelearse por la mesa. Sólo hay algunos clientes muy trajeados. La mesa en la que nos sentamos es limpia y luminosa. Seguro que podremos tener una agradable conversación. Vicente me dice que si quiero tomar un vino alemán. Pedimos los vinos. Los miramos. Yo quiero una cerveza Mahou –le digo. Nos ponen dos cervezas. Parece que el steak tartare ya no existe. Me pido una perdiz escabechada y Vicente quiere probar el codillo. Nos traen unas salazones y pedimos también unos arenques. Nada de lo que nos traen nos gusta mucho. Es igual. De momento no nos preocupa la comida. Vicente me habla de
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Venecia. No sabe si está vivo o está muerto, pero me habla de Venecia. Me dice que yo no sé nada de su obra, que él es un pintor cotizadillo y que lo que pinta lo tiene ya todo vendido, incluso antes de pintarlo. Tú sólo has visto las tonterías y estas cosas de la pólvora —me dice—. Pero no, yo soy un pintor serio. Yo estaba en el escalafón. No sé si sabes lo del realismo mágico. Estaba Antonio López, Eduardo Naranjo y luego yo. Pero me cansé. Estaba preparando mi cátedra y me cansé. Lo mandé todo a la mierda y me fui con una alumna a California. Los profesores siempre nos casamos con alumnas. Ella es bailarina —me dice. Ahora no sé qué hacer. Tenemos una hija y no sé qué hacer. Es muy duro tener que convivir con alguien que lo entrega todo, absolutamente todo, a su trabajo. Ella es bailarina y sabe lo que es eso. Pero es muy difícil aceptarlo en la vida cotidiana. No sé si nos vamos a divorciar. Pero te cuento. Yo lo que quiero es explicarte mi trabajo. He vivido muchos años en Venecia. Allí tengo casa y he pasado largas temporadas. Creo que es allí donde he visto un paisaje. No sé si lo he soñado. Como no lo encuentro, necesito pintarlo. Yo pinto todo el tiempo. Pinto desnudo y meo encima de mis cuadros. De todos no, sólo de los que me gustan. Le digo que Leonardo presumía de que la pintura se puede ejecutar ataviado con ricas vestiduras. Él insiste en que pinta en pelota, en invierno y en verano. A veces me masturbo también sobre los cuadros —me dice. Tengo una serie de imágenes de Venecia. Tengo muchas imágenes de los carnavales, pero lo que me interesa de verdad es poder pintar ese paisaje soñado. Me habla también del tiempo y de las imágenes. El vídeo —me dice— te permite controlar el tiempo. Si tú quieres puedes hacerlo que fluya más despacio. Puedes ralentizarlo. Incluso si quieres
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puedes invertirlo. Esto sólo se puede hacer desde hace treinta años —me dice. Antes nadie había tenido un dominio tan fascinante del tiempo. El ojo es un órgano muy torpe. Apenas es capaz de registrar la mitad de las cosas que suceden. El vídeo sin embargo lo ve todo. Puede verlo todo. Le digo que entiendo su pasión por Venecia. Me impresiona que quiera replanteárselo todo, y que haya empezado nada menos que por el espacio y por el tiempo. Entiendo que esa búsqueda se haya centrado en Venecia. Venecia es la patria de la pintura, le digo. Es una ciudad tan extraordinaria, que incluso hace buenos a los pintores malos, le digo. Tú fíjate sino en el Museo Correr, que está ese pintor de costumbres que se llama Pietro Longhi, y hasta esos cuadros tan tontos y tan malos parecen buenos. Y luego está ese cuadro tan raro de Carpaccio, ese de las dos mujeres que miran como enajenadas. Pero en Venecia hay pintura para llorar. Sólo ese pequeño cuadrito de La tempestá del Giorgione merece la visita. Y luego está Tiziano. ¡Y Bellini! —decimos los dos al unísono. Yo también me puse de rodillas ante la pintura de Bellini. Pero hay cosas que apenas nadie ha visto. Yo he visto un San Agustín en su estudio de Carpaccio, en la Scuola Dalmata de San Giorgio, que casi nadie ha visto, y es uno de los cuadros más bonitos de Venecia. Yo he visto en la Madonna al Orto, cerca de la Ferrovía, un cuadro de Tintoretto, una presentación de la Virgen en el Templo, que es una verdadera delicia. Mucho mejor que el que tiene Tiziano en la Academia. En la Academia, por cierto, la gente debería cruzar el puente de rodillas. Sólo así se podría entrar con el debido respeto. Entiendo lo que dices de Venecia. Es la patria de la pintura. ¿Tú has visto ese Tiziano que está en la Academia con Cristo muerto en sus propios brazos? Es el últi-
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mo cuadro que pintó. Lo pintó en vísperas de la muerte, poco después de que la muerte se llevara a su propio hijo. Es el cuadro más terrible de la historia de la pintura, el más doloroso y el más conmovedor. Aquí no se salva ni dios. Hasta Dios mismo aparece muerto. Entiendo también que te plantees el problema del tiempo a partir de Venecia. Venecia es el lugar de la muerte y la resurrección. Es la ciudad de la decadencia y de la muerte. De la muerte en Venecia. No sé si sabes, allí también está enterrado Ezra Pound. Yo fui un día con Ángel González y María Vela Zanetti, a depositar unas flores, unas prímulas, en su tumba. Recuerdo que en el vaporetto al cimitere hablamos de Rilke y de Vallejo, de Valery y de Gerardo Diego. González decía que Rilke era un poeta que sólo nos gustaba a los filósofos. A mí aquello me dejó desconcertado. Nunca había pensado que mi poeta favorito pudiese ser un poeta gremial. Me pareció un golpe bajo, pero no supe defenderme. ¿Qué podría haber hecho, salvo recitarlo? Murmuré por lo bajo unos versos en alemán. „Ich habe Tote, und ich ließ sie hin/ und war erstaunt, sie so getrost zu sein...“. Y luego me callé. Venecia es para los alemanes, dije. Florencia para los ingleses. No sé por qué, pero es así. Supongo que los alemanes van a buscar allí sus fundamentos. Precisamente en una ciudad que carece de ellos. Víctor Gómez Pin escribió un libro muy extraño sobre Venecia. Se deleitaba en los nombres sonoros de las calles y las plazas, los zátere y las fondamente. Nadie que no viviese como él de la ficción de que el nombre es encarnación en cierto modo de la cosa podría disfrutarlo. Es un recorrido lacaniano por los distintos nombres venecianos. Terminamos de comer y pedimos dos cafés y dos Schnaps. Deben de ser las cuatro o algo así, cuando entra Uiso
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Alemany con una chica alta, bastante más alta que él, y nos la presenta. Les invitamos a que se sienten a nuestra mesa y pidan algo de comer. El camarero nos dice que imposible, que lo lamenta mucho pero que la cocina ya está cerrada. Pónganos entonces algo de beber, le dicen. Se toman una cerveza y nosotros seguimos con los Schnaps. Venga, les digo, vámonos, aunque sea a un Telepizza o a un Burger King. Seguro que ahí todavía podréis comer algo. Salimos a la calle. Hay un sol fuerte que nos ciega. Caminamos unos pasos. Casa Manolo está echando la verja. Nos daría todavía algo de comer, pregunto. Si queréis unas croquetas... —me dice el de la verja. Paso de croquetas, dice Uiso. Seguimos un poquito más allá. El mejor bar es siempre el más cercano. Nos metemos en un restaurante italiano que todavía está abierto. No sé por qué comenzamos a hablar en italiano como tontos. Los camareros son iraníes o algo así. Pero Uiso se dirige a ellos todo el rato en italiano. Una pizza, nos dicen que sí que nos harían, y un par de ensaladas. Vicente y yo pedimos grappa: dos grappas. Nos sentamos en una mesa redonda. Es grande y espaciosa. Pero no tan grande como para que no haya intimidad entre los cuatro. Uiso y Vicente empiezan a contarme sus historias en Venecia. Que si cagaban en el canal, que si una negra con la que entraron en una discoteca... Les cuento la Venecia que yo he visto. La que me llegó a inspirar piedad y compasión por las palomas. Las palomas son como ratas. Son animales carroñeros y asquerosos. Nada me produce más dentera que esos turistas cubiertos de palomas, ofreciéndoles comida en la mano. Cuando yo estuve sin embargo era enero. Había acqua alta y un metro de agua había inundado toda la plaza. Venecia debe de ser una de las ciudades más frías de Europa. La gente
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no suele creerme cuando se lo digo, pero el viento helado que baja de los Alpes llega hasta el Adriático y el agua que ha penetrado en la ciudad se congela en las calles y en los canales. Yo paseaba por la Piazza por el agua, por en medio del agua. La contessa del palazzo en que nos alojábamos me había prestado unas botas de agua de su marido. Lo más sorprendente era ver a las palomas, por docenas, flotando muertas sobre las aguas. Seguimos bebiendo. La camarera iraní me sonríe. Empiezo a acariciarle el brazo y le pregunto cosas. Ella parece que disfruta de nuestra tontería. Se lleva los platos y trae más grappa. Uiso y Vicente me hablan de un cuadro de Urbino. Es un cuadro anónimo, pequeñito. Veduta de la cittá ideale se titula. Me da mucha rabia no saber de qué cuadro están hablando. Me concentro entonces en la chica de Uiso. Creo que ya estoy un poco piripi a base de tanta grappa y tanto schnaps, y empiezo a ponerme cachondo sólo con mirarla. La chica es argentina o algo así, y todavía no me he enterado bien de cómo se llama. Es alta y tiene buena pinta. Lleva una camiseta de tirantes, una mini falda de esas poco ajustadas y sandalias. Sé que es verano, pero para mí es como si estuviese medio desnuda. Entonces me descalzo y cruzo mi pie por debajo de la mesa, hasta que llego a su pie y comienzo a acariciarle las pantorrillas. Ella sorprendida, sin embargo, no me rechaza. Vicente y Uiso siguen enfrascados en una conversación sobre Urbino, en la que yo, maliciosamente, tan sólo intercalo algunas preguntas. La chica parece encantada con lo que está pasando. Creo que todavía no sabe muy bien quién la acaricia. Me mira directamente a los ojos, como para confirmar que soy yo el responsable, y cuando le sonrío buscando su complicidad, retira sus piernas debajo de la silla.
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Uiso y Vicente siguen discutiendo, y yo me levanto. Me dirijo a los servicios, que están en el piso de abajo, y me quedo esperando allí un rato, pensando: ahora vendrá. Ella sin embargo no viene. Vuelvo a subir. La discusión continúa, y ahora ella se vuelve ostensiblemente del lado de Uiso, y lo abraza. Quiere darme a entender que no tengo absolutamente ninguna chance. Entonces centro la conversación en el studiolo de Federico de Montefeltro, en su galería de los hombres ilustres y en los taraceados de Mantegna. Les hablo también del magnífico retrato que le hizo Pedro Berruguete y, como me suele suceder, me manifiestan su estupor o su incredulidad al respecto. ¿Por qué este excelente pintor es tan poco conocido y valorado en España? Terminamos la segunda comida y nos encaminamos al Círculo de Bellas Artes. Uiso tenía apalabrada una entrevista en la emisora. Subimos en el ascensor y llegamos a la quinta planta. Está Merche. Es alta, delgada y con esas gafas negras que me ponen tan cachondo. Está guapísima después del verano, con ese morenito que le favorece especialmente. Lleva un vestidito sencillo de tirantes. Ella es siempre muy seria y muy profesional. Me gusta. Qué mona estás, le digo. Sí, ¿no? —me responde, mirándome por encima de sus gafas de pasta negra. Cuando están trabajando ella se pone muy profesional. Creo que ahora tampoco tengo chance. Aunque yo ya estoy un poco pedo, no es el momento ni el lugar. Me invitan a entrar dentro a la entrevista. Por supuesto digo que no. Me divierte ver a Merche tan seriecita y tan profesionalista, desde el otro lado del acristalamiento insonoro del estudio. Pero además, mientras Uiso permanece atrapado en aquella ratonera, Vicente y yo podremos concentrarnos en la chica.
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Desde la quinta planta hay una visión fascinante de Madrid, pero entonces pienso que les tengo que llevar a la azotea. Les digo: venir conmigo. La argentina se resiste. Piensa, con razón, que estoy tramando alguna maldad. Vicente me sigue y subimos arriba. Hay que pedir la llave para subir al torreón. Se la pido a Ventura y salimos afuera. Subimos hasta arriba, hasta lo más alto. En lo alto de la azotea del Círculo se erige una especie de templo de la contemplación. No parece estar consagrado a ningún dios, por más que junto a él se encuentre la inmensa mole protectora de Minerva. Pero el templo y la diosa se muestran mutuamente indiferentes. Parece más bien que se tratase de un templo de la visión, pues abierto como está por los cuatro costados, invita —como todos los templos— sobre todo a la contemplación. Desde allí se divisa toda la ciudad. Es posible comprobar que, aunque parezca mentira, también Madrid se asienta sobre el campo. Como el día está cubierto por algunas nubes, el contraste de luces es espectacular. Mientras la ciudad está como en penumbra, el Cerro de los Ángeles aparece plenamente iluminado, por un lado, mostrando su intensidad manchega y parda y, por el otro, es posible ver perfectamente la sierra y cada una de sus cumbres. Le pregunto a Vicente si sabe cómo se llama la argentina y él me dice, mientras contempla la estatua de la diosa: Minerva, o algo así. Decido entonces llamarla Cecilia, como la amante del expresidente Ménem, y bajo a por ella. Ella sigue allí. Ahora está sola, mirando por la ventana, mientras escucha lo que dice Uiso. Ven conmigo, le digo. Se resiste. Esto es una imposición, me dice, no quiero. (Creo
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que piensa que le puede suceder algo malo). Sí lo es, le digo, pero vente conmigo. Un poco a regañadientes consigo que entre en el ascensor. Subimos arriba, la llevo de la mano por los pasillos y las escaleras hasta llegar a la azotea. Allí la dejo a su aire. Al aire. Vicente y yo volvemos al templo y ella se queda en la azotea, mirando a todas partes fascinada. Estamos eufóricos, borrachos. Entonces ella se sube en una torrecilla, justo enfrente de nosotros, como a unos diez metros de distancia. La miramos y ella nos mira. Comienza a lavarse los pies en un depósito de agua. Y entonces, en una especie de ataque de delirio, Vicente comienza a quitarse ostensiblemente la ropa, y la va tirando al suelo, invitándola a ella, en su torre, a que haga lo mismo. Ella nos mira, entre aturdida y excitada. Vicente se desnuda por completo. Arrojo sus calzoncillos al viento y se van volando por entre los patios del edificio. La chaqueta no me la tires, me dice, que tengo los billetes del avión. Entonces recupera la calma y vuelve a vestirse. Ahora ella viene hacia nosotros. Sube al templo. ¿Viste como merecía la pena?, le digo. Gracias por habérmelo impuesto, a pesar de que yo no quería, me contesta. Y entonces quiere bailar. Quiere que bailemos y nos arrastra a una especie de danza rusa, a la que yo, que no estoy para muchos trotes, me resisto. Me descalzo y me siento en una esquina, en la posición del loto. Y entonces ella continúa con su danza. Está fornida. Se ve que hace deporte o que va a un gimnasio. Comienza a dar volteretas y a quedarse parada sobre sus dos manos. La falda cae sobre su cuerpo y sus piernas y su culo quedan por completo al descubierto. Tiene un culo grande y hermoso, y lleva una braguita negra de esas tipo tanga, que deja por completo las nalgas al desnudo. La cosa
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se pone caliente, pero yo sigo refugiándome en mi postura del loto. Como el momento que estamos viviendo me divierte mucho, bajo entonces a buscar a Uiso, quiero que comparta este momento con nosotros. La entrevista ya ha terminado, y Merche me dice que estará en el bar. Bajo al bar y allí se encuentra Uiso solo y deprimido, sentado en una pequeña mesa redonda, contemplando su gin-tonic. Le digo, vente. Ahora no puedo, acabo de pedirme un gin-tonic, me contesta. Le digo, vente, y me lo llevo para arriba. Entonces Uiso contempla también por primera vez el mundo. Se acerca a su amiga, la abraza por detrás, y se queda contemplando el panorama. Está un poco enfadado con nosotros. Vicente dice: yo me tengo que ir, porque pierdo el avión. Recoge sus cosas y se marcha. Desaparece por las escalerillas hacia abajo. Nos despedimos con la mano. Yo sigo sentado en el suelo, junto a la pareja. Entonces, empiezo a acariciarle a ella las piernas. Sólo ahora me doy cuenta de que son muy peludas. Macizas y rotundas, pero cubiertas de un fino vello, muy largo. Me estoy poniendo muy caliente, y la acaricio. ¿Sabes que ya en el restaurante empezó a acariciarme por debajo de la mesa?, dijo ella. Hosti tú, dice el Uiso, éste nos va a follar aquí a los dos. ¿No tendréis una pastilla de Viagra? —nos pregunta. Entonces le echo mano al paquete. Compruebo que no lleva calzoncillos, pero que, desde luego, tampoco está excitado. Pues como no te foche a ti, contestó ella con su acento porteño, pero desde luego, lo que es a mí, éste no me focha. Entonces dejo de tocarles y vuelvo a concentrarme en la contemplación. Me despierto de mi letargo cuando oigo que se marchan, y ya, sin ver a nadie, una voz me grita desde abajo: Adiós Miguelón, que te folle un pez.
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Me quedĂŠ solo y en silencio. Toda la ciudad me estĂĄ escuchando.
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Capítulo 5 Esther ce soir En realidad, no tenía muy claro a qué había ido allí. Imaginaba que se trataba de una de esas cosas de Domingo. Últimamente se había especializado en esa extraña obra de arte que consistía en reunir a cenar a los amigos y esperar a que surgieran cosas. No sé muy bien cómo, había conseguido convencer a unas amigas suyas para celebrar una especie de homenaje póstumo a Klossowski. Se trataba de una velada para ver una película de Klossowski, en un antiguo hotel de Salamanca. Sabía que asistirían otros muchos amigos, Fernando, Mariano y algunos otros, y que la cosa prometía ser divertida. El hotel era un puntito decadente. Tenía esa cosa rancia de hotel de lujo de los años cincuenta, con historias de toreros, políticos y ganaderos salmantinos, flotando por sus salones. Me fui a mi habitación y dejé mi equipaje. Abrí las ventanas y contemplé cómo caía la tarde en los alrededores de la plaza. Dejándome invadir por la melancolía, instintivamente le mandé un mensajito a alguna amiga que no se había querido venir. “Salamanca sin ti”. Después llamé a recepción y pregunté si había llegado alguno de los otros amiguetes. Estaban Mariano y Javier y algunos otros. Les llamé y me fui a su habitación. Estaban dándole al whisky con cierta contumacia. Me apunté. Se respiraba un cierto aire de timba o de tugurio de conspiradores. Al parecer Mariano
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estaba de los nervios con el teléfono móvil en las manos. Le habían propuesto dirigir el Reina y estuvo toda la noche esperando una llamada, que sin embargo nunca se produjo. Por eso marcaba con una cierta ansiedad todos sus gestos. Me gustaba aquella entrada en los infiernos. Alguien dijo: “Vamos a aprovechar un poco la tarde y pasear por Salamanca”. La propuesta fue bien acogida y nos tiramos a la calle. La plaza mayor, Anaya, la catedral vieja, la casa de las conchas... Renaciente maravilla. Al volver, de repente todo había cambiado. Entramos directamente en un salón enorme dispuesto para la cena, en el que Domingo había colocado algunas de sus cosas. Sé que había una gran foto de la viuda de Klossowski y una de esas copas que se utilizan ahora para depositar las cenizas de los muertos. Recuerdo que había algunas otras cosas (en mi memoria aparecen ahora como platos con escudos heráldicos, espadas, bastones, ceniceros y otras cosas semejantes), que componían un panorama de cachivaches, todos ellos con alguna muy vaga relación con Pierre Klossowski. Sé que Domingo había organizado un viaje delirante a París, sin hablar ni papa de francés, para pedirle al propio Klossowski sus cenizas, y que, cuando llegaron, se lo habían encontrado agonizante y que no se atrevieron a proponerle tamaña monstruosidad a su mujer. Al parecer la mujer les recibió con cierta simpatía, a la vez que con cierta perplejidad en su casa, pero les dijo que su marido estaba muy malo y que no tenía posibilidad de atenderles mejor, y que se fueran por donde habían venido. El viaje como tal resultó un verdadero fracaso. Pero con sus anécdotas se había ido forjando un relato. La verdad es que yo no me enteré muy bien
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de en qué consistía éste, salvo que la viuda al parecer les trató con gran amabilidad. Entonces comenzó la cena, y resulta que se trataba de una especie de simposio en el sentido clásico, en el que, aprovechando que nos juntábamos para comer y beber algo, se entonaba por turnos un encomio de Klossowski. La idea era platónica y divertida. Sólo tenía un pequeño defecto. Yo no sé los demás, pero yo no me consideraba desde luego ningún especialista en Klossowski. Sabía que era hermano de Balthus, sabía de su relación con Rilke, que fue para ellos una especie de padrastro, y me había leído de joven su Nietzsche y el círculo vicioso. Aquel libro no me gustaba demasiado. Defendía la tesis de que la locura de Nietzsche era una especie de consecuencia de su filosofía, de que la idea del superhombre suponía la apertura de las múltiples identidades que hay en uno, y que en el propio Nietzsche de algún modo se realizó aquella idea. Aquella tesis no me gustaba demasiado. Tengo que agradecerle a Klossowski en cualquier caso que me hiciera accesible el espléndido Nietzsche de Martin Heidegger, que él tradujo para la editorial Gallimard. Pero lo cierto es que allí estábamos cenando y que, ya en el primer plato, Domingo y Fernando irrumpieron en las conversaciones, tratando de organizar un poco el coloquio. Domingo nos contó la que había liado en homenaje a Pierre Klossowski, y Fernando nos fue presentando uno por uno, como diversos especialistas en el tema. Al parecer nos iba a tocar hablar finalmente del asunto. Yo les escuchaba con cierta reserva, pues me conocía las especialidades de cada uno y sabía que allí nadie sabía demasiado. De todos modos, la idea me seguía pareciendo simpática. Domingo hablaba de Fernando y Fernando hablaba de Do-
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mingo. Me caía bien aquella extraña pareja. Son desde luego dos personajes muy peculiares. Fernando es excesivo, inteligente, culto, irónico y divertido, y siempre te ríes con él en las reuniones y las comidas en las que coincidimos. Mezcla sin rubor la alta y la baja cultura, los últimos cotilleos de la televisión con las observaciones eruditas a la Ciencia de la Lógica de Hegel y eso hace de sus palabras un cóctel explosivo, difícil de digerir tanto por los académicos, que le odian, como por los mundanos, que no le entienden y creen que se inventa la mitad de las cosas que cuenta. Por su parte a Domingo es al primer artista al que yo he visto que esta relación no le perjudica en absoluto, sino que más bien le enriquece. He oído a mucha gente decir con malevolencia que toda la obra de Domingo no es más que la ejecución de las ideas de Fernando. Pero es mentira. Lejos de querer competir intelectualmente con él, lo que constituye un disparate, incluso para filósofos avezados, Domingo le oye sus cosas y empieza a desparramar con sus sugerencias, llevando a la práctica cosas absurdas que se le ocurren en la conversación con el otro. No creo que se moleste ni en leer la mitad de las cosas de las que habla Fernando, pero sí que consigue sin embargo involucrarle en la ejecución de sus delirios. Lo que diferencia el arte de la mera ocurrencia es la ejecución de la ocurrencia. Traerse a Tamara y a toda la pandilla basura al centro de Arte el Gallo a dar una conferencia, organizar una velada de boxeo y desplegar por el mundo toda su parafernalia, montar un espectáculo porno, dar públicamente una conferencia al oído, entregar unos premios especiales (un anillo de oro) a los personajes más delirantes que se les ocurre, desde Fernando Arrabal al actor porno Nacho Vidal, subir al Mongó, en Denia, como quien sube al
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Monte Carmelo o convencer a los mejores cocineros del país para que les inviten a cenar junto con sus amigos, son cosas de este tipo. Creo que a ninguno de los dos le preocupa mucho el carácter artístico de estas actividades. La idea se les ocurre, la realizan y sobre ella se va escribiendo el relato. Hace ya tiempo que tengo la convicción de que la mejor obra de arte que realiza el artista contemporáneo es el relato de su propia obra. La obra de Domingo es ejemplar en este sentido. Escuchándoles hablar sentí ciertos celos de su relación amorosa. Por eso me presenté a mí mismo, en medio de aquel Symposion platónico, como el joven Alcibíades al final del Banquete, proclamando públicamente su amor por Sócrates. Es cierto que ni ya soy joven ni estaba todavía borracho, pero ¿qué iba a decir? No me iba a poner a perorar sobre Klossowski. Preferí más bien exaltar y observar las leyes de la hospitalidad. Les dije que me encantaban, que les quería, que les admiraba y que me parecían maravillosos. Y es verdad. Entonces alguien se sacó de la chistera el último texto escrito por Klossowski. Aquello se recibió con una especie de admiración religiosa. “¡Oh –exclamaron todos– el último texto de Klossowski, entregado directamente por su viuda a Domingo Sánchez Blanco!” Fernando Castro se puso a leerlo. Parecía una reseña para Critique del libro de Sartre Situations, una compilación de ensayos publicada en 1976. Puede que se tratase de un inédito, pero no parecía ciertamente el último texto de Klossowski. Después de leído el texto, nos lo pasaron a los distintos comensales, para que pudiésemos contemplarlo. Cuando llegó hasta mí, esbocé la teoría barthesiana de que el texto es el cuerpo cierto, el cuerpo del
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deseo y, puesto que no habían conseguido en París las cenizas de Klossowski, conseguí un mechero y, sin pensármelo dos veces, le pegué fuego al manuscrito. Todos exclamaron: ¡Qué cabrón! ¡Pero qué haces tío, estás loco! Alguien acercó la urna funeraria y allí se depositaron las cenizas del verdadero cuerpo carnal de la escritura. La cena se acababa y llegaron otros invitados a los postres. Aparecieron Sinaga y Rodríguez de la Flor. Y, aunque aquello se ponía interesante de amiguetes, por allí no se veía ni una sola tía, y la velada amenazaba convertirse en un auténtico coñazo. Reunión de señores mayores para hablar de Klossowski y para ver una película basada en la novela Roberte ce soir. No sé de donde salió, pero en cuanto apareció no le quité el ojo de encima. Por suerte se sentó a mi lado o muy cerca de donde yo estaba, y pude trabar conversación. Acababa de llegar de Plasencia con unos amigos, y estaba más buena que la hostia. Traté de aproximarme a ella con comentarios y tonterías klossowskianas, a ver por dónde respiraba. Por lo que vi, no tenía ni puta idea de por dónde iba el tema. Me ofrecí amablemente a explicárselo, mientras una gotita de saliva me chorreaba por la comisura de los labios. Plasencia. Dios mío. ¿Qué tenía aquel pueblo extremeño que producía aquellas tías que estaban tan buenas? De allí era Fernando y allí me presentó hace años, en la discoteca Psiquis –cuyo nombre ya no se me despinta–, a la que es ahora la madre de mis hijos. Me enamoré de ella con un amor profundo y sostenido, carnal y sexual, como hasta entonces nunca había conocido. Con ella sentí un tirón muy fuerte, desde el cerebro hasta los huevos, que me arrastraba con una fuerza antigua y animal, como del paleolítico infe-
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rior, a perpetuar la especie y tener hijos. En Plasencia conocí una felicidad hermosa y perfecta, que me hacía comprender mejor su nombre, como ciudad de los placeres, y me hacía comprensible que el Emperador de Occidente, Carlos V, la hubiese escogido como la comarca para su retiro espiritual del mundo. Por eso, cuando aquella maciza me dijo que era de Plasencia, instintivamente me puse rabicácido. Es decir, “más salido que el rabo de un cazo”. Así que allí estaba yo, en medio de aquella historia klossowskiana, cuando nos hacen subir a la suite del hotel, en la que para más morbo nos dicen que se alojaban Franco y doña Carmen Polo, cuando iban a Salamanca. Para ser una suite, lo más chocante era que tuviese dos camitas separadas. Ello coincidía bien con el carácter pacato de los Franco, pero resultaba extraño en un hotel de categoría. Allí, en el salón de dicha suite, habían instalado un vídeoproyector, en el que se proyectaba la película Roberte ce soir. La película era infumable. Con una banda sonora muy deteriorada, en francés en el original y sin subtítulos, no había quien se enterase de nada. Así que decidí concentrarme en la maciza. ¿De qué se le puede hablar a una tía que está más buena que el pan, en medio de una proyección de una película de Klossowski? Como no se me ocurría tema, decidí darme a la bebida. Domingo había hecho subir a la habitación varias cubiteras con botellas de champagne. La verdad es que no me gustan las bebidas gaseosas, pero el champagne no era malo y, al final resultó ser la mejor opción. Por cada copa que yo me bebía, y juro que bebí muchas, observé que Mariano se bebía un whisky. La llamada del Ministerio no terminaba de producirse (hubiera sido gracioso que llegase en forma de motorista, estando en la suite en la que se alojaba
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Franco) y su discurso cada vez se iba haciendo menos articulado. Aunque no me interesé mucho por el tema de la conversación, adopté sin embargo rápidamente su tono trabucado y me fui a sentar al lado de la maciza. Me encantaban sus tacones altos. Sólo les quedan bien a las chicas altas, le dije. La verdad es que esto de Klossowski es un coñazo. ¿Cómo te llamas? Esther, me dijo. Esther, ce soir, le dije. Est que tu peux parler français? –Non plus, me contestó. ¿Por qué estáis tan buenas todas las tías de Plasencia?, le pregunté. Al parecer ella no tenía ninguna teoría al respecto. Yo pensaba que el mejor homenaje a Klossowski era hincharse de follar. Se lo sugerí indirectamente, pero ella fingió interesarse mucho por aquella película malgré tout ininteligible para ambos. Me arrodillé a sus pies y empecé a morderle los zapatos. Creo que aquello no le hizo mucha gracia. Emprendí una discreta retirada. Por suerte para mí, en aquella habitación había de todo. Alguien había traído un poco de farlopa y me puse en la cola de los que entraban al baño a meterse unos tiritos. Algo más despejado y con mejor inspiración salí de nuevo. Ahora ya sí, me senté educadamente a su lado y empecé a relatarle las historias de los hermanos Klossowski. Esther pareció sorprenderse de que también supiese hablar de un modo articulado. Por fin la película terminó y la sugerencia más sensata fue tirarse a la calle a ver si había algún bar abierto. Yo no me despegaba ni un centímetro de mi adorada Esther, pues por allí pululaban muchos tiburones de reconocido prestigio. Mariano Navarro había quedado fuera de combate bajo la cama del Caudillo, pero todavía quedaban Carlos Jiménez,
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Fernando Castro, Sinaga y algún otro, con los que siempre había que tener cuidado. Nos fuimos a una especie de discoteca. Me acodé en la barra y me pedí un gin-tonic. Ya no recuerdo ni lo que le decía a mi princesa. Sin despegarme mucho de la barra ni del gin-tonic, improvisé unos pasos de baile. Creo que aquello le hizo gracia a la chica. Imaginaba que ya casi la tenía en el bote, porque por lo menos ahora se reía con las tonterías que le decía. Empecé a meterme en las conversaciones de los otros, picoteando como siempre aquí y allá. Sinaga estaba muy circunspecto. Por lo que vi, no le gusta soltarse la melena en Salamanca. Retorné hacia mi chica. Sin duda algo extraño le había sucedido, porque empezó a abrir su boca hacia mi boca. Estupefacto miré en su interior y me dije, ¿por qué me abre la boca de este modo? Me volví otra vez hacia las conversaciones de la barra. Ella debió pensar: este tío es un gilipollas. Y se dio el piro. Pasé el resto de la noche buscándola. Ya no hubo suerte. Le pregunté a Domingo, le pregunté a Manuela. Recorrí tres veces el camino entre el hotel y la discoteca. Por fin un grupo llegó al hotel. Ella estaba allí. Me fui detrás de ellos. Subí a la habitación, llamé. Me dijeron que no estaba. Miré con cara de angustia. Miré a Manuela y ella asintió. Volví a aporrear la puerta. Finalmente salió ella. Lo siento, nos vamos a acostar, me dijo. Hasta mañana. —Hasta mañana, mi amor. No volví a verla.
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Capítulo 6 Sirenita Es extraño. Tampoco es que hubiera tratado deliberadamente de olvidarte. Más bien al contrario, traté de mantenerme fiel a tu recuerdo y acometí algunos ritos piadosos para consagrarte en mi memoria. Pero es extraño que tu recuerdo retorne, a pesar de todo, de este modo atolondrado y obsesivo. Aunque tú no lo sabes, volví al Santuario de Begoña, subí en ese raro ascensor y le pagué, como al barquero Caronte, los treinta y cuatro céntimos del viaje al tipejo, y me hinqué de rodillas ante la Virgen, implorando su misericordia. Ella simplemente me miró con desprecio. ¿Qué hace un ateo como tú, ante mí, suplicando mis favores? ¿Cómo un desvergonzado adúltero como tú viene a rogarme a mí que le apoye y le consuele en sus miserables correrías? ¿Es que acaso pretendes que yo te ayude para que te vayas con una amante, abandonando a tu mujer y a tus hijos? ¿No sabes que soy la virgen feminista y que nunca daré mi protección a un tipo machista y repugnante como tú? ¿Qué motivos me habían llevado a bautizarla como la virgen feminista? Sin duda era la letra de aquella canción, ya sabes: “He subido a Begoña y he preguntado, y he preguntado, si es que ha habido algún hombre que muera amando, que muera amando. Me ha respondido, me ha respondido: mujeres a millares, hombres no ha habido”. Desde entonces
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daba por supuesto que la Virgen de Begoña era una protectora especial de las mujeres. De aquellas que mueren por amor. Y que sólo a ellas les otorgaba su protección y su consuelo. ¿Qué hacía entonces un tipo como yo, ateo, adúltero y descreído en su presencia? Sin duda, mi amor, conmemorarte. Guardarte en la memoria, rememorándote bajo las formas rituales de lo más sagrado. ¿Acaso no habíamos subido juntos ante la Amatxo a que bendijera nuestro amor? ¿No había buscado yo en ella una protección especial, para decirte que te quiero? Pero la virgen no habló. Ni me bendijo ni me despreció. Se quedó ante mí, indiferente a lo patético de mi gesto, y simplemente me ignoró. Después de aquello pensé que en realidad mi destino era lo que yo me merecía. ¿Acaso no había optado por la confortable seguridad familiar y había renunciado a ti en un movimiento conservador, retrógrado y cobarde? Me había destapado como un verdadero impotente, ¿y qué otra cosa podía esperar, sino impotencia? La impotencia de quien quiere y desea pero no puede. Tal como yo te quería y te deseaba, pero no pude, no fui capaz de dar el paso, de abandonar a mi familia y de dirigirme con rotundidad, con amor, con confianza y con alegría hacia ti. Miedo, debilidad, impotencia… Después de la primera euforia de la reconciliación con mi mujer, aquella historia que viví contigo me sumió en una prolongada y suave depresión. Yo, que entre tus brazos me creía el hombre más dichoso del planeta, me vi obligado a saborear la amarga experiencia de la impotencia.
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Podía haberme dado a la bebida, o a la necia y obstinada contemplación de la televisión, pero sin saber por qué, me refugié instintivamente en la lectura. Aquel verano iba cada tarde a una librería, me compraba dos libros. Hojeaba el uno y me leía el otro. Y a la tarde siguiente compraba otros dos libros. Hojeaba el uno y me leía el otro. Tengo la sensación de que de aquel modo pasé —como Jesús en el desierto— cuarenta días y cuarenta noches. Creo que al menos, según ese cálculo, me compré unos ochenta libros, aunque leyera tan sólo la mitad. Empecé a leer cosas religiosas. No sé si directamente religiosas, pero sí mucho de aquello que hasta entonces había directamente despreciado. Puede que la culpa de todo la tuviera el libro de Ceram. Es curioso que el libro de un periodista aficionado a la arqueología, o como él mismo lo subtitulara, “una novela de la arqueología”, haya sido tan influyente en la reconsideración de la posición de nuestra propia cultura. Desde luego ha sido muy importante para mí. Dioses, sabios, tumbas (1949) te abre no sólo a las culturas preclásicas (la asiria, la babilonia y la egipcia), sino también a las culturas americanas precolombinas y a todo el mundo de las culturas no occidentales. Mi deformación como filósofo europeo me había hecho despreciar todo lo que no perteneciese a la tradición europea, desde los griegos hasta los alemanes, como si todo lo demás no tuviese ningún interés. No sabía nada del antiguo Egipto ni me interesaba demasiado la cultura de Mesopotamia y todavía no me siento muy capaz de distinguir los sumerios de los acadios, de los asirios, de los babilonios y de los persas. Por eso me compré algunos libros sobre el antiguo Egipto y sobre Mesopotamia.
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De todas aquellas lecturas lo que más me interesó fue el descubrimiento de la biblioteca del palacio de Asurbanipal en Nínive, que contenía veintidós mil tablillas con libros, contratos, leyes y toda la historia de una cultura anterior (la de los sumerios y los acadios), de la que no teníamos ninguna otra constancia. Esta resurrección literaria de un mundo que había desaparecido por completo para nosotros me puso profundamente melancólico. ¿Qué quedará de nosotros mismos cuando todo esto se hunda? De allí me dirigí a la lectura del Gilgamés y del Enuma Ellis, e inmediatamente después a la lectura de la Biblia, como testimonio histórico de toda aquella civilización del Oriente Próximo. ¿Pues no era acaso el Gilgamés una de las fuentes literarias de la Biblia? ¿No aparecía allí íntegramente el mito del diluvio universal y la figura misma de Noé? Hasta entonces, yo siempre había leído la Biblia un poco como todo el mundo. Había hecho en numerosas ocasiones el intento de empezar por el principio. Ya sabes, el Génesis, el Éxodo, el Levítico… Así hasta que me aburría y lo dejaba. Y ocasionalmente sólo consultaba aquellos pasajes ya conocidos que me interesaban: el libro de Job, el Cantar de los cantares y cosas así. Pero esta vez lo que hice fue comprarme una buena guía laica de la Biblia, y toda mi perspectiva cambió. De repente la Biblia se convirtió en una maravillosa fuente de documentación acerca de todas aquellas culturas de las que apenas había tenido más que vagas referencias. Me fui leyendo los libros en función de la documentación histórica que proporcionaban, no en función de su sentido mitológico, y la lectura de la Biblia se convirtió en una fuente de información apasionante. Me leí así las terribles historias de Judith de Betulia y del general asirio Holofernes, al
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que decapita en su tienda, o el libro de la bella Esther, cuyo nombre evoca el de la diosa Isthar, y cómo se convirtió en la favorita del emperador Jerjes, el mismo de la batalla de las Termópilas, consiguiendo protección para el pueblo judío. Pero después me dirigí, como si tal cosa, no a los Evangelios, que ya me había leído en varias ocasiones, sino directamente a las epístolas paulinas y a los Hechos de los Apóstoles. Para ello me fue de gran utilidad el excelente libro de Antonio Piñero, Guía para entender el Nuevo Testamento, que presenta un análisis filológico y crítico de los distintos documentos, y por supuesto el libro prodigioso de Giorgio Agamben, El tiempo que resta. Comentario a la carta a los romanos. De aquella lectura emergió para mí, con una fuerza sorprendente, la figura de San Pablo. Desde que hace muchos años leyera el brillante libro de Charles Guignebert, El cristianismo antiguo (publicado en 1969) ya había dado por supuesto y casi por probado que San Pablo era el verdadero inventor del cristianismo y que, frente a la figura meliflua e impotente del Nazareno, Pablo de Tarso se erigía como un verdadero coloso intelectual, capaz de fusionar tres tradiciones culturales (la hebrea, la griega y la romana) y de articular un nuevo concepto de lo humano verdaderamente revolucionario. Pablo de Tarso no era sólo el inventor del cristianismo, sino también el artífice de ese nuevo concepto del kosmopolités, que él mismo ejemplificaba con su vida y con su obra. Frente al ideal aristotélico del polités, que no era más que un ideal mezquino, aristocrático y pueblerino de realización humana, San Pablo elabora el nuevo ideal humanista del kosmopolités: el cosmopolita, habitante no ya de una reducida pólis, sino de todo el universo. Un concepto que se estaba
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preparando ya en el humanismo retórico de Cicerón, pero que Pablo de Tarso articula bajo el concepto revolucionario de “persona”: la supresión de las diferencias en Cristo Jesús. “Cuantos habéis sido bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo. No existe judío ni griego, no existe siervo ni libre, no existe varón y hembra, pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gal 3, 27-28). Para el viejo ideal aristotélico tan sólo el ciudadano en cuanto ciudadano se realiza plenamente como hombre. Pero este privilegio no le alcanza ni a los bárbaros ni a los esclavos ni a las mujeres ni, por supuesto, a los niños, es decir, al noventa por ciento de la población ateniense de la época. Otro tanto sucedía con la idea pueblerina del pueblo elegido de Israel y con sus arcaicos ritos de identificación y de purificación. Frente al ideal del polités griego y del circuncidado y puritano judío, aparecía con fuerza el nuevo ideal paulino del cosmopolita, del que él mismo, hombre de tres culturas, judío, griego y ciudadano romano, era el ejemplo viviente. Aunque no era desde luego su intención, del libro de Antonio Piñero se deducía una imagen de Jesús de Nazaret como un rabino impotente, mero discípulo y continuador de la rebeldía de Juan el Bautista, incapaz de entender ni de desarrollar el sentido de su propia revuelta. Cuando, con razón, Nietzsche lo denominaba “el idiota”, no era sino por su individualidad y su particularidad, en el sentido de Dostoievski, un idiota por exceso de bondad, completamente incapaz de entender su tarea en un sentido colectivo. Cuando Jesús de Nazaret grita en lo alto de la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46; Mc 15,34), no sólo reconoce su impotencia, sino también el fra-
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caso de su revuelta. Sólo en este sentido me identificaba con él. Yo también me sentía como un rabino impotente. Hay de todos modos algo muy perverso en la potencia de la impotencia. El impotente Jesús de Nazaret se constituye a su pesar en el mito fundacional de toda una nueva religión de cuyo alcance y pervivencia todavía no podemos formarnos un juicio definitivo. ¿No hay acaso en la propia religión de la impotencia algo específicamente seductor? Renunciar a la violencia, renunciar a la venganza, responder al odio con amor… ¿No hay en todo esto algo de verdaderamente sorprendente y fascinante? En cualquier caso, tampoco era mi intención hacerte ninguna exégesis bíblica, sino tan sólo tratar de contarte cómo poco a poco me fui recuperando de mi propia impotencia. Cómo, sobre todo a base de lectura y de trabajo, conseguí salir de mi suave y anestésica depresión. La clave sin duda fue que me invitaron a dar varias conferencias en distintas ciudades. Estuve en Barcelona, estuve en León, estuve en Las Palmas de Gran Canaria y supongo que, aparte de infundirles un tono profundamente melancólico a cada una de mis charlas, conseguí también disipar las sombras de tu recuerdo encontrando, como los marineros, una chica en cada puerto. Ya casi me había redimido completamente de ti, cuando volví a recaer con obstinación en tu recuerdo. El motivo, aunque te parezca paradójico, vino a ser un curso de escultura monumental que habíamos organizado en la universidad. Sabes que los psicoanalistas no parecen tener problemas con este tipo de reminiscencias del pasado y las denominan simplemente “retorno de lo reprimido”. Sin duda era eso también lo que a mí me pasaba, ¿pero por qué específicamente
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con un curso de “escultura monumental”? Es cierto que el curso tenía que ver con el tema de la memoria y de la pervivencia de la memoria, pero ¿qué tenía todo aquello que ver contigo? Antes del curso estuve en Berlín unos cinco días y allí estuve viendo el programa de escultura monumental desarrollado en torno a la nueva capital de la República Federal. Dos son los signos sobre los que la nueva identidad de la ciudad se articula: la memoria espectacularizada de un pasado traumático, relatada ahora para los turistas, como el discurso oficial de los vencedores de la II Guerra Mundial, con una especial insistencia en las heridas del holocausto y, en segundo lugar, la idea también espectacularizada de la reconciliación. Los dos monumentos principales de ambas tendencias son el monumento de Peter Eisenmann a los judíos europeos asesinados durante la II Guerra Mundial y el colosal monumento de Jonathan Borofsky sobre el Spree. El uno ejemplifica la idea del holocausto, el otro la de la reconciliación. De los doce profesores invitados que participaron, lo que más me sorprendió no sólo fue la coincidencia en una serie de tópicos, con respecto al monumento contemporáneo, sino también la coincidencia en una serie de imágenes que se repetían reiteradamente. Como si los ejemplos de monumentos públicos a lo largo de todo el planeta durante todo el s. XX se limitasen a lo sumo a diez o doce ejemplos: Maya Lin y su Monumento a los caídos de la Guerra del Vietnam (Washington D.C., 1982), Richard Serra y su Tilted Arc (New York, 1981), Walter de Maria y su Vertical Earth Kilometer (Kassel, 1977), Peter Einsenmann y su Monumento a los judíos europeos asesinados (Berlín, 2006)… Acá y allá aparecían oca-
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sionales referencias a la Soziale Plastik de Joseph Beuys, a Rachel Whiteread, a Santiago Sierra o, incluso a Claes Oldenburg, pero para mi sorpresa los ejemplos siempre eran los mismos. Sin duda aquella curiosa coincidencia no se debía a la limitación de la bibliografía específica, que no es ciertamente muy abundante y está además muy marcada por la influencia mercantil y cultural norteamericana, sino que se debía sobre todo a una inquietante coincidencia sobre el conjunto de los problemas: la convicción de que el monumento público contemporáneo ya tan sólo es posible en un sentido puramente negativo: o bien como signo luctuoso (como los monumentos de Maya Lin y de Peter Eisenmann), o bien como directa negación del monumento. Esto es lo que ejemplificaban claramente los edificios empaquetados de Christo y Jeanne Claude, el Kilómetro enterrado de Walter de Maria, las esculturas invertidas de Dennis Oppenheim o el monumento negado de Santiago Sierra (Pabellón español de la bienal de Venecia, 2003). En esta sorprendente coincidencia en la negatividad del monumento contemporáneo había sin embargo algunos signos no negativos que se nos escapaban y que sin embargo suscitaban unánimemente las iras de todos los ponentes. Particularmente el más llamativo era el Puppy, erigido por Jeff Koons en Bilbao en 1997. Aquella escultura vegetal ponía en evidencia todos nuestros prejuicios, pues no sólo los turistas se hacían divertidas fotos ante ella, sino que también parecía que la ciudad misma se identificaba y se reconocía gustosa en semejante artefacto. Por eso es por lo que di en fijarme en algunos otros signos semejantes, como la Torre
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Eiffel de París, el Atomium de Bruselas y la inquietante Sirenita de Copenhague. De todas ellas, particularmente me obsesionó La sirenita. La verdad es que no sabía por qué motivo aquella figurita infantil y anodina, erigida para conmemorar un cuento no menos anodino de Andersen, empezó a interrogarme obstinadamente. Para empezar, había muchas cosas en ella que desmentían todos nuestros prejuicios, pues ni era heroica ni era monumental ni era verdaderamente conmemorativa y sin embargo se había convertido sorprendentemente en emblema de la ciudad. No tenía ninguna de las características negativas que nosotros requeríamos en el monumento contemporáneo, sino que era más bien amable y discretamente positiva. Sin embargo, buscando información al respecto, encontré algunas cosas muy interesantes. En 1913, el cervecero danés, Carl Jacobsen le encargó a Edgar Eriksen la escultura de La Sirenita. Eriksen se inspiró en el rostro de la bailarina danesa Ellen Price, figura destacada del Ballet Real. Pero ésta se negó a posar desnuda y Eriksen tuvo que convencer a su propia esposa para que le sirviera de modelo. La estatua fue colocada sobre una base de piedras a la orilla del mar el 23 de agosto de 1913, en la bahía del puerto, a la entrada del Mar Báltico. De bronce fundido, mide tan sólo 1’25 metros, pero se ve más pequeña frente a la majestuosidad del mar. Lo que no le impide ser uno de los monumentos más populares del mundo. Símbolo de la ciudad e incluso de la propia Dinamarca. Tal vez por ese simbolismo, la escultura ha sido víctima de varios ataques, a lo largo de su turbulenta historia, tantos que la página web de Turismo de Dinamarca los desgrana uno a uno:
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El 1 de septiembre de 1961, le pintaron un sujetador y unas bragas y le tiñeron el pelo de rojo. El 28 de abril de 1963 fue cubierta con pintura roja. El 24 de abril de 1964 fue decapitada. El 15 de julio de 1976 fue, de nuevo, cubierta de pintura. El 22 de julio de 1984 le fue arrancado el brazo derecho. El 5 de agosto de 1991 le intentaron cortar la cabeza. El 6 de enero de 1998 fue decapitada.
Después de éstas, yo he conseguido documentar algunas agresiones más: El 11 de septiembre de 2003 fue arrancada de su pedestal y arrojada al mar. En diciembre de 2004 fue vestida con un burka negro y una bandera en la que se leía “¿Turquía en la UE?”, puesta por los opositores a la eventual entrada de este país en la Unión Europea. El 8 de marzo de 2006 (día internacional de la mujer) apareció cubierta de verde y con un vibrador en la mano. El 15 de mayo de 2007 fue pintada de rojo.
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Lo curioso era entonces que aquella figura anodina y escasamente significativa, tanto por su tamaño como por sus características, no sólo se había convertido en símbolo de la ciudad para propios y extraños, sino que además, como símbolo de la ciudad, asumía sobre sí todas las iras, las turbulencias y las reacciones del público, cuando éste quería enfrentarse precisamente contra el despotismo de lo público. De modo tal que este humilde monumento, que no era en sí mismo nada negativo, asumía sobre sí, como una especie de chivo expiatorio, toda la negatividad, toda la violencia simbólica y todas las agresiones que se querían expresar públicamente en contra de lo público. Ello me obligó a detenerme en las sirenas y en el mito que representan y allí, para mi sorpresa, empezó a aparecer con enorme persistencia tu recuerdo. Veo la campaña de verano de El corte inglés. Este año se anuncia con una imagen espectacular de una modelo de gran belleza, embutida en un cuerpo de sirena. Me sorprende la
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utilización de esta imagen en una campaña publicitaria, porque en principio la sirena es un monstruo marino que devora a los incautos que caen en su cercanía. Me extraña sin embargo mucho que unos grandes almacenes o que cualquier empresa comercial de este tipo quiera ironizar de alguna manera con respecto a la voracidad mercantil con la que se dirige a sus clientes. Supongo por tanto que se trata de una comprensión diferente de la idea de sirena. Homero las describe en el Canto XII de la Odisea como dos engendros que hechizan a los navegantes “con su sereno canto, sentadas en un prado, donde las rodea un gran montón de huesos humanos putrefactos, cubiertos de piel seca”. De su relato nada permite colegir que se trata de dos aves de rapiña, pero toda la iconografía antigua nos revela que los griegos concebían a las sirenas más bien con la imagen de lo que ahora denominamos arpías. En el British Museum se conserva un ánfora griega del s. V antes de Cristo, con la imagen inconfundible de Ulises atado al mástil de su barco, acosado por tres sirenas, con la apariencia terrible de aves de presa con rostro de mujer. También en Túnez, en el museo de El bardo se encuentra un magnífico mosaico que representa a Ulises acosado por las sirenas, con el aspecto de gigantescas aves con enormes garras y alas, pero con cuerpo de mujer. Para Homero, como para toda la tradición antigua, la seducción de las sirenas no residía en absoluto en su belleza ni en su apariencia física, sino más bien en la belleza de su voz y en la armonía de su melodioso canto. El hechizo del canto era lo que los antiguos denominaban “incantamentum” y el encantamiento propio de la seducción, con el que los hombres quedaban hipnotizados, nada tenía entonces que ver con la belleza física o la apariencia seductora de las sirenas.
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¿Cuándo pasó la sirena a ser representada con cola de pescado? Y lo que es más sorprendente: ¿cuándo pasó a seducir a los hombres mediante su belleza física, más que mediante la voz y su melodioso canto? Todavía Horacio, en su Epístola a los Pisones del s. I a. C., nos presenta una imagen que le parece cómica y repulsiva, y que se corresponde aproximadamente con nuestra imagen contemporánea de las sirenas. “Si un pintor quisiera añadir una cabeza humana a un cuello equino –se pregunta Horacio al principio de esta carta– e introdujera plumas variopintas en miembros reunidos alocadamente, de tal modo que termine espantosamente en negro pez lo que en su parte superior es una hermosa mujer, ¿podríais, permitida su contemplación, contener la risa, amigos?”. El hecho de que esta mujer-pez, imaginada por Horacio, tenga todavía plumas y cuello de caballo, tal vez nos habla de una figura en transición, entre la sirena antigua y la sirena moderna, que seduce más por su belleza que por su voz. Pero el hecho de que su contemplación suscitase la hilaridad, indica claramente que su imagen no estaba en absoluto asociada todavía a ninguna idea de belleza. Ya en la tradición medieval encontramos imágenes de sirenas antiguas y modernas en muchos capiteles de iglesias románicas. En el claustro del monasterio de San Martín del Canigó, en Castell de Vernet, en la comarca francesa de los Pirineos Orientales, conviven pacíficamente, en distintos capiteles, representaciones de arpías o sirenas antiguas y de mujeres-pez, o sirenas modernas. Pero es sobre todo en un cuento de Las mil y una noches, titulado “La ciudad de bronce”, donde encontramos ya una imagen inequívoca de las sirenas, como seres mitológicos, mitad mujer, mitad pescado, dotados de gran belleza.
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«Las dos hijas del mar [...] eran dos maravillosas criaturas de largos cabellos ondulados como las olas, de cara de luna y de senos admirables y redondos y duros cual guijarros marinos; pero desde el ombligo carecían de las suntuosidades carnales que generalmente son patrimonio de las hijas de los hombres, y las sustituían con un cuerpo de pez que se movía a derecha y a izquierda, de la propia manera que las mujeres cuando advierten que a su paso llaman la atención. Tenían la voz muy dulce, y su sonrisa resultaba encantadora; pero no comprendían ni hablaban ninguno de los idiomas conocidos, y contentábanse con responder únicamente con la sonrisa de sus ojos a todas las preguntas que se les dirigían.»
Estas sirenas de Las mil y una noches, aunque tenían la voz muy dulce, ya no aparecen aquí como monstruos horrorosos que devoran a los marineros, sino más bien como exóticas y bellas mujeres que se contonean seductoramente. A pesar de que estos cuentos fueron compilados en árabe, en su mayor parte en torno al s. IX, a partir de un libro persa anterior, llamado Las mil leyendas, sin embargo, el cuento de “La ciudad de bronce” menciona explícitamente al Califa Solimán el magnífico, quien vivió en la primera mitad del s. XVI, lo que demuestra claramente que es un relato posterior a dicho siglo. Para entonces, las sirenas ya habían emprendido un inquietante camino de idealización, que se mantiene extrañamente en la errática existencia de la sirenita, inventada por Hans Christian Andersen. Como es sabido, todavía la sirenita de Andersen es también un ser en transición pues tiene que renunciar a su poder antiguo de seducción, el encantamiento procedente de la voz y de la fuerza enigmática del canto, si quiere ganar el poder moderno de la seducción:
–Pero tienes que pagarme –prosiguió la bruja–, y el precio que te pido no es poco. Posees la más hermosa voz de cuantas hay en el fondo del mar, y con ella piensas hechizarle. Pues bien, vas a darme tu voz. Por mi precioso brebaje quiero lo mejor que posees. Yo ten-
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go que poner mi propia sangre, para que el filtro sea cortante como espada de doble filo. –Pero si me quitas la voz, ¿qué me queda? –preguntó la sirena. –Tu bella figura –respondió la bruja–, tu paso cimbreante y tus expresivos ojos. Con todo esto puedes turbar el corazón de un hombre. Bien, ¿has perdido ya el valor? Saca la lengua y la cortaré, en pago del milagroso brebaje.
El cuento de Andersen también nos habla de lo doloroso de la aceptación de la condición femenina por parte de la sirenita. Pues ella no sólo tiene que renunciar a su voz, y con la voz renunciar a su personalidad más propia, a su identidad y a la fuerza fundamental de su encanto, sino que además la aceptación de las piernas es para ella causa de unos dolores terribles que hacen que sus pies sangren al caminar, sintiendo agudísimos dolores que se clavan en sus piernas como cuchillos. La sirenita supone entonces la transformación del viejo mundo de la seducción, basado en la cultura del “incantementum”, del canto y de la voz, por la nueva cultura de la seducción de la imagen, basada fundamentalmente en unas larguísimas piernas. Piernas, mi amor, como las tuyas. Es cierto que, cuando estuviste en Copenhague me mandaste fotos. Y también es cierto que fuiste en peregrinación a ver a la sirenita. Pero yo no sabía que te tuviese asociado con aquella figura y aquel monumento, hasta que, repasando algunas fotos tuyas, la asociación de las imágenes se me hizo inevitable. Desde entonces, ando dándole vueltas a la idea de la sirena, tratando de pensar en cómo un monstruo terrible y homicida se vuelve irresistiblemente seductor para los hombres.
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Capítulo 7 El hijo de Hermes Nunca pensé que yo hubiera podido decirle tal cosa. Era la mujer perfecta, de una belleza perfecta. No sólo era una profesional respetable y competente, con una buena posición social y económica, sino que era también una mujer alta y preciosa. Lucía con orgullo una larga y soberbia cabellera negra, que le caía en cascada por sus altos hombros y su recta espalda. Bellísima de rostro, era no menos bella y agraciada por la estatura de su cuerpo. Me gustaba sentir sus largas piernas o, mejor dicho, tan sólo el roce de sus pies, sobre mis riñones, cuando hacíamos el amor. Pero lo que más me excitaba era contemplarla vestida tan sólo con sus braguitas blancas sobre su carne recia y morena, y con sus gafitas negras de intelectual, maquillándose desnuda ante el espejo. Aunque éramos de la misma estatura, sus piernas eran tan largas que su coño quedaba casi a la altura de mi ombligo, cuando me acercaba a ella. Lo que me producía una profunda excitación. Tardaba horas enteras en arreglarse para salir a cenar o para salir tan sólo a pasear juntos. Se cepillaba, se peinaba y se recogía el pelo; se lavaba los dientes a mi lado con un cuidado exquisito, con delectación y parsimonia, casi como si quisiera mostrarle a un niño pequeño cómo se debe lavar uno los dientes. Después se cepillaba la lengua y se enjuagaba. Se daba cremas hidratantes por el cuerpo. Distintos tóni-
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cos y aceites, después desodorantes y después perfumes. Sólo entonces empezaba a ocuparse de la cara. Pues el cuidado de la cara parece que se rigiese también por un protocolo propio. Con el pelo convenientemente recogido en una toalla, se lavaba la cara con un jabón especial. A continuación, atacaba las impurezas de la cara o las irregularidades capilares del rostro. Ojeras, enrojecimientos, arruguitas eran cuidadosamente rectificados y, del mismo modo, los pelillos de las cejas eran sometidos a una severa disciplina. Sólo después empezaba el maquillaje. Sobre una crema base, se empolvaba la nariz y las mejillas, se pintaba los labios, se pintaba la raya de los ojos y por último se rizaba las pestañas, con ese extraño aparato de tortura, inventado especialmente para rizar pestañas, que parece la cuchilla de barbero que corta un ojo en El perro andaluz. Después se quitaba la toalla que envolvía su soberbia cabellera y entonces comenzaban los trabajos de cepillado y peinado, recogido y tocado del pelo. También en ello se demoraba voluptuosa, como si sintiese un erotismo especial en cepillarse la melena. O como si la electricidad estática así acumulada, acumulase también algún tipo de energía sexual. Sólo entonces se dirigía a la habitación a ponerse algo de ropa. Lo primero era escoger un conjunto de ropa interior adecuado para el vestido y para la ocasión. En esto ella no parecía demorarse demasiado, como si supiera de un modo intuitivo y preciso qué falda o pantalón o qué vestido o zapatos deberían acompañar a cada cosa. Una vez que se había decidido el atuendo para la ocasión, todo lo demás parecía seguirse de un modo predestinado. Lo último de todo eran las botas. A mí, que siempre me han gustado los zapatos de mujer y los tacones altos, nunca le he encontrado el erotis-
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mo específico a las botas. De hecho, nunca he encontrado a una mujer a la que le sienten bien las botas. Supongo que simplemente las estéticas agresivas del cuero y de las botas no me atraen. Ni me gusta el sadismo ni me gusta el masoquismo. Como tan sólo éramos amantes, yo entonces me deleitaba viéndola ocuparse en estas cosas. Es posible que, de haber vivido algún tiempo juntos, aquella espera me hubiera resultado interminable, pero viéndola pintarse y maquillarse ante el espejo, yo me quedaba junto a ella obnubilado y fascinado. Por ello, no sé bien cómo ni por qué le dije de pronto: “estás tan buena que pareces un travesti”. Creo que ella no le dio mucha importancia a la expresión o tal vez no le hizo demasiada gracia y prefirió pasarla por alto. Pero sin duda lo que yo quería decir es que ella era tan perfecta en el artificio de lo femenino, que tanta perfección no podía ser verdad. Ello me llevó a reflexionar una vez más sobre el artificio de lo femenino. Sin duda todos representamos un papel. Ese papel a veces es de alumno, a veces de profesor, a veces es de amante, a veces lo es de amado, y también a veces es de hombre y otras veces de mujer. Pero es siempre un papel que uno acepta y asume por tradición, por pasividad o por conveniencia. A mí me había tocado el papel de hombre, o mejor dicho, de varón. Pero, a pesar de que me gustaban los roles masculinos, nunca me había interesado por el papel del macho “machito”. De hecho, lo excesivamente masculino más bien me repugnaba. Todo aquel culto a la virilidad, a la competitividad y a la musculatura me había horrorizado desde pequeño. Yo no era un hombre enclenque ni débil ni afeminado sin embargo y por eso tampoco me atrajeron los
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papeles sensibles o femeninos. Me sentía cómodo con mi masculinidad, porque parecía socialmente más rentable y, en cualquier caso, también me gustaba tener cierto éxito con las chicas. Pero aun así, mi carácter era más bien suave y delicado, poco violento, poco competitivo y poco agresivo, en el terreno físico, lo que no me hacía incapaz de defenderme cuando era necesario. Tal vez por ello siempre me habían gustado las mujeres masculinas o con un puntito dominante y simpatizaba instintivamente mucho más con los hombres delicados, amables, cultos y cariñosos. Por eso, cuando la conocí su presencia me trastocó. Era una mujer de altura, ese tipo de mujeres que uno piensa más bien reservadas a los ricos y poderosos. Aquello era para mí “caza mayor”, o al menos eso era lo que yo entonces pensaba, cuando me hacía la ilusión de que yo había sido el cazador y ella la presa. Nunca hasta entonces me había visto en una situación semejante. Aquel pedazo de maciza coqueteaba deliberadamente conmigo y me tiraba los tejos, y yo me tentaba la ropa y me pellizcaba incrédulo pensando: esto no me puede estar pasando... Y sin embargo me estaba pasando. El sex-appeal que nunca había tenido por mi presencia física, lo había alcanzado sin embargo en el ámbito profesional, de modo que yo era un personaje de cierto prestigio social. Aquello, unido al hecho de que la madurez me había convertido en un hombre atractivo y menos ñoño de apariencia, no me había vuelto irresistible para las mujeres, pero me daba sin embargo cierta seguridad y cierto encanto, que hasta entonces nunca había tenido. Me enamoré locamente. Me enamoré como un burro, seducido por su belleza perfecta, por su estatura perfecta, por sus piernas infinitas y por su modo de hacerme intensamen-
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te feliz en la cama. Cuando uno conoce a la mujer perfecta, una profesional competente, de buena familia, con dinero y que está más buena que el pan, simplemente lo deja todo atrás y se va con ella. ¿Qué otra cosa podía hacer? Y sin embargo no lo hice. Estaba demasiado aferrado a mi familia como para abandonarla por otra mujer, por hermosa y maravillosa que ésta fuera. A ello me asistía además el argumento de que, si ahora abandonaba a mi familia, ¿qué me impediría abandonarla a ella cuando, tarde o temprano, se me volviese fastidiosa o agobiante? Mi experiencia sexual era ya lo suficientemente amplia como para saber que, lejos de ser aquello una posibilidad remota —que la mujer más maravillosa del planeta se me terminase volviendo fastidiosa y agobiante—, era por desgracia la fatalidad misma de todas las relaciones amorosas. Así que, a pesar de lo profundo que era aquel capricho, lo dejé. Dejar un capricho sin embargo no es tampoco una decisión inconsecuente. Al abandonarlo, el capricho se magnifica. Se vuelve intenso y obsesivo. Reivindica sus derechos. No era del todo cierto que mi amor por ella fuese el producto de un capricho, pero, frente a la realidad persistente de una familia y unos hijos, todo su amor no se me mostraba más que como apariencia e ilusión. Apariencia e ilusión frente a la dura realidad. ¡Qué extraño modo, tan platónico, de hablar! Pero lo cierto es que no opté por ella, a pesar de ser la mujer perfecta y la mujer ideal, y ello me arrastró a una suave y persistente depresión. La ficción de su seducción sin embargo me llevó también a otros extraños territorios. Aquella visión alucinada de una belleza extrema que en su fascinante perfección parecía artificial, aquella contemplación andrógina y extraña que subya-
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cía bajo la perfección formal de su apariencia, terminó llamando mi atención sobre el mundo de los transformistas, de los travestis y de los transexuales. ¡Qué extraña figura cultural es un transexual! A pesar de que no es ningún fenómeno nuevo, pues desde antiguo ha habido manifestaciones semejantes, sin embargo, sí que es cierto que es ahora el producto de una sexualidad de moda. Y así, mientras que el hermafrodita de la Antigüedad romana era una especie de ser divino y exótico a la vez, por su extraña cualidad de haber tenido los dos sexos, el travesti contemporáneo parece más bien el producto de una necesidad sexual y cultural de nuestro tiempo. Es cierto que en el travesti se dan los dos sexos, pero de un modo extraño. Se sirve de la apariencia de la sexualidad femenina para capturar a hombres, a los que luego sin embargo sodomiza. Entonces su estrategia básica es la de la seducción y la del erotismo pornográfico. Empecé a mirar páginas web de transexuales. La pornografía transexual se sirve de todos los estereotipos y de la parafernalia de la pornografía heterosexual, de los tacones, de los ligueros, de la lencería, del maquillaje y de la depilación, y hasta del bronceado específico de las bragas o de los tangas sobre el cuerpo, para generar un aparato pulsional basado en una tradición cultural de excitación sexual. Ninguno de estos sistemas de la excitación sexual es natural, sino más bien históricamente construidos y recreados específicamente con la pornografía. Me interesa mucho el modo en que la fotografía construye la pornografía y me interesa también mucho el modo en que construye un sistema de clasificación conceptual de las perversiones. Como la pornografía es infinita, lo más interesante con respecto a ella es el
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archivo. Desde los manuales de confesión de los jesuitas, y desde los sistemas sadianos de clasificación de las perversiones, nunca antes se había desarrollado una estructura de catalogación de perversiones tan sistemática y precisa. Las perversiones ahora se ordenan y clasifican por sexos, por razas, por edades, por número de participantes, por grado de profesionalidad o espontaneidad de los mismos, por el tipo de orificios que intervienen en la acción y, a su vez, cada una de las clasificaciones esconde una nueva red de clasificaciones en su interior. Estas clasificaciones no sólo organizan, objetivan y de algún modo oficializan (dan carta de naturaleza a) experiencias sexuales antes insospechadas, sino que además bautizan, ponen nombres a estas nuevas orientaciones de la sexualidad. Al principio me llamaban mucho la atención los nombres de las clasificaciones de los transexuales. Bien lejos del nombre generalmente aceptado en español de transexuales o de travestis (el galicismo que a veces se utiliza también como travestidos), la mayor parte de las páginas web utilizan interesantes anglicismos para denominar a esta nueva figura de la sexualidad. Mientras que el viejo travestismo parece haber quedado como una perversión menor de hombres que a veces se visten de mujeres, bajo la categoría genérica de crossdressers –lo que ha dado en llamarse entre nosotros “transformismo”–, las calificaciones de la transexualidad parecen ser mucho más ricas. Uno de los conceptos más populares es el de “shemale”, construcción sorprendente que recuerda la vieja yuxtaposición entre los nombres de Hermes y Afrodita, pero que reúne extrañamente lo femenino, a lo que de modo elíptico apunta el “she” de ella (un modo absolutamente indefinido e impersonal de nombrar lo femenino), con el
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“male” no sólo masculino, sino sexualmente macho. En la figura de la shemale parece entonces primar la idea de la polla disfrazada de mujer. De hecho, lo que estas páginas web presentan en su mayor parte son hembras poderosas, de grandes formatos, con grandes tetas y enormes culos que, en el interior de un diminuto tanguita, ocultan una herramienta descomunal y vigorosa. Se presentan entonces como seres hipersexuados, de una sexualidad total. Frente a la idea romántica de la obra de arte total es la idea de sexo total la que ha construido esta nueva figura de la sexualidad. La excitación permanente, la seducción perpetua, la disponibilidad constante. Al menos así aparece en las representaciones pornográficas. La otra nueva figura de la transexualidad es el llamado “ladyboy”, en el que la figura del macho se difumina en favor de la apariencia de la inocencia del adolescente y de su fragilidad, delicadeza y belleza femenina. El llamado “ladyboy”, que tiene su mayor presencia sobre todo en los países del sudeste asiático, es una figura más bien infantil, sexualmente menos agresiva que la shemale. La suya es una belleza aniñada. Curiosamente (al menos en la época que escribo esto) la ladyboy no se rasura íntegramente, suele mantener parcialmente el vello púbico y presenta por lo general unos genitales más pequeños que los de la shemale. Se trata sin duda de una belleza infantil, en la que la perseguida pederastia parece haber encontrado su refugio. La mayor parte de estos niños suelen estar hormonados, de modo que presentan una tetitas incipientes y no suelen tener grandes implantes de silicona ni en los pechos, ni en las nalgas ni tampoco en los labios. Por ello la shemale es un producto artificial de la cirugía plástica occidental (que prolifera prodigiosamente en Brasil y en
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América Latina), mientras que el ladyboy parece más bien un producto de consumo generado explícitamente para satisfacer las demandas del turismo sexual en Thailandia y en general en el Sudeste asiático. Aunque muy bella y perfectamente maquillada, la ladyboy suele ser pequeña de estatura y poco sofisticada en su aparato de seducción. Apenas unos tacones, una faldita y algo de maquillaje. Y, en la mayor parte de los casos, el pelo de estas chicas es su pelo natural, sin ningún tipo de tratamiento. Mientras que la shemale denota una mayor presencia de cultura visual de la pornografía, por todo el aparato visual de representación libidinal de que se rodea, la ladyboy denota un entorno familiar muy humilde que dirige y controla su sexualidad desde la infancia, con el fin de obtener una gratificación económica. Frente a la shemale, la ladyboy es apenas sofisticada. Aunque las dos son productos artificiales, esta última parece menos artificiosa. En cualquier caso, como producción artificial, el transexual representa un nuevo estadio en la evolución del ser humano y, desde luego, un nuevo estadio en la evolución de la sexualidad. El transexual o la transexual, al gozar de los dos sexos, no sólo es una superación del carácter cíclico de la sexualidad animal, vinculada al celo y a su seducción temporal, sino que es sobre todo una afirmación de la sexualidad total. La idea de sexualidad total, de excitación perpetua, de sexo permanente es la que parece que anima a la realización de la figura transexual: perpetua disponibilidad, excitación perpetua. En la voluntad de la transexual de devenir mujer hay ante todo una fascinación por la idea estereotipada de la mujer. La feminidad que se realiza en el transexual es fundamen-
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talmente la de la seducción erótica. Esta figura espectacularizada y patriarcal de lo femenino, con todo el artificio de los zapatos de tacón, las minifaldas, los sujetadores, el maquillaje, la larga melena, etc., es la que el transexual realiza en su propio cuerpo, con el ánimo de seducir. Pero la seducción que la transexual busca es, sobre todo, la que corresponde a una seducción visual a través de la imagen, cuya objetivación es puramente pornográfica. En rigor el transexual persigue el amor, pero sólo alcanza el sexo. Lo interesante sin embargo del transexual es su relación con el quirófano. La cirugía plástica modela con éxito labios y boca, suaviza y estiliza la nariz, realza los pómulos, recorta incluso los rasgos faciales demasiado masculinos de la cara, construyendo un rostro ovalado, implanta pechos de distintos tipos y tamaños, implanta nalgas y, desde luego también, extirpa penes y testículos y los transforma en vaginas más o menos aparentes. Sin embargo, precisamente esta última operación es la que ahora parece que le interesa menos a los transexuales. Pues en efecto, en la figura del transexual no hay preferentemente un cambio de sexo, pues tanto los hombres como las mujeres que cambian de sexo no suelen ser más que figuras de una sexualidad estereotipada. No tienen interés en una sexualidad histerizada o en una sexualidad perpetua, sino más bien en adaptar su cuerpo a su otra identidad sexual. Son mujeres que se convierten en hombres y viceversa. Adoptan las normas, las conductas y los estereotipos del sexo contrario y los problemas que tienen son simplemente los derivados de su adaptación a su nueva condición sexual. El transexual sin embargo goza y disfruta de los dos sexos, el masculino y el femenino, y no renuncia a ninguna de las formas posibles de manifestación y expresión de
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su sexualidad. Y esto es lo más interesante, porque el transexual es entonces una bella mujer excitante y seductora que se convierte en un macho que folla, que se excita y es sexualmente activo en la relación sexual. En el transexual, el disfrute se traduce en una doble afirmación de la sexualidad: por un lado, el erotismo de la seducción y de la recepción sexual y, por otro, el de la penetración y la eyaculación. Se afirma abiertamente la analidad, de la que disfruta sin tabúes y sin prejuicios, y afirma también su sexualidad fálica. Por eso, en cierto sentido, el transexual seduce y engaña a su cliente, cuando lo atrae hacia sí con las formas de la seducción femenina. Por otro lado sin embargo, a diferencia de la prostituta tradicional, el transexual no engaña. O bien está excitado o bien no lo está. Y esto es también algo que el cliente conoce, reconoce y paga. Pues lo que en realidad se desea es el deseo del otro. Sin embargo, la transgresión sexual le resulta amarga y dura. Más que la homosexualidad, que no es más que un cambio de opción sexual por alguien de tu mismo género, pero no es un cambio de identidad, el cambio de sexo del transexual es la transgresión absoluta. La razón fundamental es que la sexualidad es la fuente originaria de toda identidad. Antes que el nombre se determina la condición sexual del recién nacido y, sólo en función de su sexo, se le asigna un nombre. Un nombre que, antes de afirmar una identidad, ya debe ser necesariamente masculino o femenino. Por eso el transexual, al renunciar a su sexualidad asignada, destruye su propia identidad. Acomete sobre sí misma el acto más despreciado y más despreciable: la renuncia a la propia identidad. Es decir, la renuncia a la propia integridad, a la responsabilidad ante los otros, a la moralidad. Pues qué otra cosa es
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la moralidad sino hacerse cargo de la propia identidad. Es decir, hacerse cargo de las consecuencias de sus actos. Lo que propiamente se llama “responsabilidad”. Pues el que asume una identidad, asume y reconoce sus propios actos. Por eso el transexual se ve antes que nada en la obligación de cambiar de nombre. Pero entonces el transexual se convierte en una escoria. Se convierte en un monstruo despreciable e incluso repugnante. En vez de piedad, la sociedad biempensante experimenta asco ante las transformaciones que el transexual se inflige sobre su propio cuerpo. La gente mira con odio y con animadversión a una mujer con barba, con patillas, con pelo en las piernas y en el pecho, con hombros anchos y mandíbula prominente. En fin, con rasgos hombrunos. Incluso las propias prostitutas lo desprecian, y desprecian a sus clientes como invertidos o como pervertidos. Pues, a la condena por la transgresión sexual, se le une el tabú relativo a la perversidad de toda la sexualidad anal. Como si todo lo que estuviese en contacto con el culo fuese puramente excrementicio. El culo sin embargo, y la zona perianal en general, es una zona erógena de primera magnitud. Las nalgas ejercen una enorme fascinación sexual y la exploración anal es muy placentera. Por eso, frente al odio que suscita, el transexual se convierte en el animal sexual por excelencia. Su ambición es seducir y excitar. Excitar y seducir. Provocar el deseo propio en la autocontemplación narcisista y el de los otros mediante la exhibición. Por eso el transexual se opera, se depila, se maquilla, se viste, se transforma. Quisiera ser la feminidad perfecta, el artificio perfecto de la feminidad. Excitación perpetua. Sexo total. El transexual devuelve el desprecio que suscita en forma de excitación sexual.
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Por eso, sólo después de haberme masturbado en infinidad de ocasiones contemplando la pornografía transexual de innumerables páginas web, decidí probar con uno. Lo cierto es que la primera experiencia fue decepcionante. Tampoco fue el producto de una decisión consciente, sino más bien el azar de una relación furtiva en una noche de borrachera. Resultó ser una señora gorda y ordinaria que me llevó a su casa y me sacó 60 Euros por hacerme una mamada con preservativo. Nada gratificante ni placentero. Tal vez por eso tampoco le di mayor importancia, y decidí volver a probar, aunque con mejor tino. La segunda vez me tocó un jovencito mexicano, guapo y que me supo poner a cien. Aunque no se dedicó a explorar mi culo, sin embargo, conseguimos una relación sexual satisfactoria. Lo que más me excita es la parafernalia femenina: los tacones, las bragas, los ligueros… Y aquel niño guapo y con tetas, se lo sabía poner y se lo sabía quitar todo divinamente. Cuando me enseñó su tanguita me puse súper caliente. Y empecé a restregarle su paquete, al tiempo que él empezó a comerme la polla. La verdad es que me corrí y me quedé con ganas de echar otro polvo, pero ya se me había acabado el dinero y me tuve que marchar. A partir de entonces me fui aficionando al género, y mejorando la calidad de mis piezas. Me gustaban aquellas travestis que eran guapas y a las que les gustaba además más que follar, ser tratadas como reinas, y hacer el amor. En general la transexual, que está acostumbrada a todo tipo de desprecios por parte de sus clientes, agradece mucho que se la trate con cariño. Un día, volviendo a casa de madrugada, tropecé con una catalana simpatiquísima que quería ser mi amiga. Me llevó a una habitación de hotel y, la verdad, que lo pasamos muy bien juntos. Después de aquello quería mi
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teléfono y quería llamarme y quería verme en más ocasiones. ¿Pero cómo podía yo darle mi teléfono a una prostituta transexual? Si se enteraba mi mujer me mataría, así que simplemente le di un número falso y quedamos en volver a vernos. Por supuesto no nos vimos nunca más. De todas aquellas experiencias tal vez lo más interesante fue el descubrimiento de la propia analidad. Desde siempre me habían gustado y atraído los culos de las mujeres y las mujeres culonas. De hecho, mi propia mujer tenía un pandero bastante considerable, un culo bastante gordo, que me había hecho siempre muy feliz. Sin embargo, nunca había explorado mi propia analidad. En general, lo relativo a la sexualidad anal siempre me había parecido sucio y repugnante pero, viendo pornografía en distintas páginas web, empecé a pensar que aquello podía ser una experiencia sexual interesante. De modo tal que, aprovechando un viaje a Canarias, a dar una conferencia, me animé y llamé a un servicio de esos de travestis que se anuncian en los periódicos. Me dieron una dirección y me fui para allá. Era un piso normal de chicas, un poco triste. Me abrió una transexual con delantal y me hizo pasar a una habitación al fondo, en la que había una cama, un televisor y un mueble bar. Me dijo que esperara allí un ratito, y al rato empezaron a entrar travestis que venían a saludarme. Hola, yo soy Susana, me dijo una gorda tetona, con aspecto muy masculino. Hola, dijo otra, de aspecto anodino, yo soy Laura. Luego vino una tercera, con poco pecho y una minifalda. Me llamo Patricia, me dijo. Por fin, volvió a entrar la del delantal y me preguntó: ¿Con quién quieres quedarte? Con Patricia, le dije. Aquella Patricia resultó ser un jovencito de veintitrés años que me partió el culo, levantándome las piernas, volteándome, embistiendo con
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fuerza por detrรกs, como si fuera un toro, y sin embargo me hizo profundamente feliz.
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Capítulo 8 Follar y morir: la economía libidinal de Georges Bataille ¿Qué es el exceso? Exceso es en principio, lo que sobrepasa algo. Exceder no es más que “superar una cosa a otra que se expresa en cierta cualidad”. Sin embargo, en cuanto tiene el sentido de “exagerar, extralimitarse o pasarse”, el exceso no sólo tiene un carácter cuantitativo, sino también cualitativo. Por eso la propia palabra tiene también un significado moral. Y entonces cobra el exceso el sentido del abuso, de la demasía, de lo propio del vicio o del libertinaje, según recoge el diccionario de María Moliner. Por eso, a veces cuando contemplamos las imágenes del exceso de dinero y de la riqueza excesiva, no podemos dejar de asociarlas a una cierta idea de libertinaje, de decadencia o de locura. La vida del multimillonario Howard Hughes, llevada al cine en 2004 por Martin Scorsese41, es una vida de excesos, que parece conducir misteriosamente a una especie de locura. Hughes, el hombre que afirmaba “poder comprar a todos los hombres del mundo”, parece que terminó sus días aislado en su mansión, encerrado, decrépito y loco, rodeado de
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Martin Scorsese, The Aviator, EE. UU., 2004
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un ejército de médicos, pero atemorizado por el contacto físico con los demás. Tampoco el magnate William Randolph Hearst, propietario de una influyente cadena de periódicos, parece que alcanzase la felicidad, a pesar de sus excesivas riquezas. Sabemos que compraba de modo desmesurado todo tipo de cosas, desde muebles y obras de arte (que guardaba en su mansión sin desempaquetar), hasta monasterios y palacios enteros. También sobre su vida hizo Orson Welles una película moralizante (Ciudadano Kane, 1941) que suele ser considerada como una de las mejores películas de la historia del cine. Lo que estas películas o imágenes del exceso de riquezas nos muestran por lo general es por un lado el exceso de satisfacciones, el exceso de placeres, junto al exceso de mercancías y de acumulación, al lado de una profunda infelicidad. Por otro lado, la miseria. Contemplemos una villa miseria. “Villa Miseria es la versión argentina de un término que cuenta con numerosas acepciones locales: favela en Brasil, callampa en Chile, pueblo joven en Perú, katchi abadi en Pakistán, shanty town en Kenya, bidonville en Argelia, township en Suráfrica, barong-barong en Filipinas, jhuggi en India… Todas ellas aluden al mismo fenómeno: las barriadas de infraviviendas que rodean las grandes metrópolis de los países en vías de desarrollo. Las Villas Miseria son asentamientos no planificados. Aparecen por la iniciativa de un grupo de ciudadanos (normalmente procedentes de áreas rurales) que se apropian, de manera furtiva e
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ilegal, de un territorio vacante situado en la periferia de una gran ciudad”42. En 1935 el Gobierno de los Estados Unidos encargó a un grupo de fotógrafos que recorriera el país para documentar las condiciones de vida de las zonas rurales más afectadas por la sequía y la depresión económica. Uno de estos fotógrafos, que dejó un reportaje fascinante de la América profunda de los años de la depresión, fue Walker Evans. Su reportaje, que se publicó en forma de libro cinco años más tarde43, constituye una conmovedora imagen de la miseria. De este reportaje podemos contemplar aquí la foto de Bud Fields and His Family44, documento conmovedor de la miseria que se vivía en los propios Estados Unidos de América, en la época dorada de los magnates William Randolph Hearst y Howard Hughes. En los años en que fue tomada esta fotografía, Hughes gastaba enormes cifras en regalos deslumbrantes para sus amantes, en lujosas fiestas y en sobornos varios. Así lograba comprar voluntades y cuerpos. También derrochaba grandes sumas en proyectos y empresas de dudosa rentabilidad. El 11 de julio de 1936, Hughes atropelló con su coche a un peatón llamado Gabriel Meyer, en Los Ángeles, matándolo. En el hospital donde le atendieron, un médico tomó nota de que parecía haber bebido alcohol. Fue Atributos urbanos. Un proyecto del Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, Sevilla, 2006, s.v. “Villa miseria”, en http://www.atributosurbanos.es/terminos/villa-miseria/ 43 James Agee, Walker Evans, Let Us Now Praise Famous Men, Houghton Mifflin, Boston, 1941, hay trad. española con el título Elogiemos ahora a hombres famosos, Planeta, Barcelona, 2008. 44 Bud Fields and His Family, Hale County, Alabama, photograph by Walker Evans, c. 1936–37; from the book Let Us Now Praise Famous Men (1941) by Evans and James Agee. 42
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detenido y acusado de “sospecha de homicidio negligente”. Un testigo declaró a la policía haber visto circular el automóvil de Hughes de forma errática y a gran velocidad. Declaró que, antes del accidente, el peatón se encontraba quieto en la zona segura de una parada de tranvía. Pero más tarde, durante la investigación, el testigo se retractó de todo lo dicho y apoyó la versión de Hughes, según la cual conducía despacio cuando un peatón se abalanzó frente a su vehículo, sin que pudiera esquivarlo. El Fiscal de Distrito recomendó que Hughes fuera eximido de cualquier responsabilidad en el caso45. En la misma época el magnate William Randolph Hearst era el propietario de 28 periódicos, 18 revistas y una productora cinematográfica. El 10 de junio de 2007 publicaba el diario El Economista la siguiente noticia:
Una mansión de Beverly Hills, estado de California, donde antes vivieron William Randolph Hearst y Marion Davies fue puesta en venta ayer por 121 millones de euros, representando la propiedad residencial más cara que se haya ofrecido en Estados Unidos. La casa cuenta con más de 22.000 metros cuadrados y es conocida como “The Beverly House Compound” -Complejo residencial de Beverly Hills-. Cuenta con tres piscinas, sala de cine, dos pistas de tenis, 29 habitaciones y además, seis residencias separadas incluyendo una casa para los agentes de seguridad. El precio de venta ha sido fijado en 121 millones de euros, lo que la convierte en la residencia disponible más cara de todo Estados Unidos. La mansión, de estilo mediterráneo, fue diseñada por el arquitecto Gordon Kaufmann y construida en 1927 para el banquero Milton Getz, de Union Bank and Trust,
Wikipedia, s. v. “Howard Hughes”, vid: http://es.wikipedia.org/wiki/Howard_Hughes 45
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según se relata en el libro Beverly Hills, 1930-2005, escrito por Wanamaker46.
A pesar de ello, esta era la casa pequeña de William Hearst. Su verdadero castillo, su verdadero mausoleo, el edificio que construyó para sí mismo y para sus amigos en San Simeón (California) y el que verdaderamente inspiró el Xanadú de Orson Welles, es un conjunto arquitectónico complejo, con una catedral, varios edificios, una piscina romana cubierta y un gigantesco estanque de Neptuno, un jardín zoológico y un aeropuerto privado, que actualmente se llama Hearst Castle. “Miss Morgan –le dijo William Hearst a su arquitecta en 1919, cuando le hizo el encargo de construirle su castillo–, estamos hartos de acampar a cielo abierto en el rancho de San Simeón, me gustaría construir alguna cosita” (“I would like to build a little something”)47. En la fecha en que Walker Evans tomaba su serie de fotos de la miseria en Alabama, William Hearst le daba orden a su arquitecta, Julia Morgan de convertir su estanque de Neptuno en una verdadera piscina. Cuando uno contempla las casas de los ricos, lo que más le asombra por lo general es su falta de buen gusto. Su extraordinaria capacidad para combinar cosas escandalosamente caras, sin ningún estilo uniforme o coherente, tiende a generar habitualmente la imagen del pastiche. En ello las casas de los ricos manifiestan una cierta tendencia a la vulgaridad y al kitsch. http://www.eleconomista.es/gestionempresarial/noticias/242932/01/70/La-casa-de-William-Randolph-Hearstalias-Ciudadano-Kane-cuelga-el-cartel-de-se-vende.html 47 Hearst Castle, San Simeon Historical Monument website, http://www.hearstcastle.com/history/the_castle.asp 46
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Es cierto que la riqueza extrema tiene algo de kitsch y vulgar. Pero la verdad es que la pobreza tampoco es de buen gusto, aunque no podemos reprocharles a los pobres su falta de refinamiento y de elegancia. La ostentación de la riqueza, lo mismo que la exhibición de la pobreza tiene en cualquier caso algo de obsceno. Obscena es sin embargo también la presentación de la desigualdad. Decía Georges Bataille que “los obreros comunistas parecen a los burgueses tan feos y tan sucios como las partes sexuales y velludas o partes bajas”48. Pero lo cierto es que no sólo los pobres son obscenos y repugnantes para los ricos, también los ricos tienen la apariencia de la obscenidad para los pobres. Por eso la ostentación del lujo va asociada desde antiguo a un pecado sexual y de obscenidad fundamental: a la lujuria. De hecho, lo que nos llama la atención en las representaciones medievales o renacentistas de la lujuria es lo poco significativo que parece en ese pecado el elemento sexual, frente al mucho más grave de la ostentación de la riqueza. Lujuria viene de lujo y lujo quiere decir “ostentación de riqueza”, “abundancia de cosas no necesarias”49. El lujo, lo mismo que el exceso, ha estado siempre asociado a una consideración moral. La propia lujuria no es tanto un pecado sexual, cuanto un pecado de ostentación. Basta con observar la tabla de Los siete pecados capitales pintada por el Bosco a finales del s. XV, que se encuentra en el Museo del Prado, para llegar a esa convicción. La representación de Georges Bataille, “El ano solar” (1927), trad. de Manuel Arranz Lázaro, en El ojo pineal. Precedido de El ano solar y Sacrificios, Pre-textos, Valencia, 1997, p. 22. 49 Es curioso que la palabra “lujo” procede de luxus, que quiere decir algo así como “sacado fuera de sitio, dislocado” (de donde “luxación”). Luxus es sin embargo también la exuberancia, la magnificencia, el desenfreno y el libertinaje. 48
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la lujuria no aparece en ella más vinculada a excesos sexuales que a excesos del lujo y de ostentación: los bufones, las bebidas, los manjares y los instrumentos musicales allí presentes parecen apuntar en esa dirección. Por eso lo que más nos interesa de esta relación con la riqueza es precisamente su obscenidad. ¿Qué significa propiamente obsceno? El DRAE simplemente dice. “impúdico, torpe, ofensivo al pudor”. Sin embargo, la palabra latina “obscenus” tenía también el significado de “Siniestro, infausto, de mal agüero”50. Al parecer, la etimología de la palabra obsceno no está nada clara. Por un lado, hay quienes hacen derivar la palabra obscenus de ob “hacia” y caenum, “cieno, suciedad”; como si la obscenidad nos llevase a revolcarnos en el lodo. Pero, por otro, hay quienes hacen derivar la palabra de ob y de scaena, como si la palabra significase lo que queda fuera de escena, lo que no se puede y no se debe traer a representación51. El Diccionario de Autoridades de 1737 dice de obsceno: “Impuro, sucio, torpe y feo. Viene del latino, que significa esto mismo”, y cita como autoridad a Cervantes en el libro II de El Quijote, capt. 59, donde se afirma: “pues de las cosas obscenas y torpes los pensamientos se han de apartar, quanto más los ojos”52. Sin embargo, es precisamente de esas Diccionario ilustrado VOX, Latino-español, Español-latino, Bibliograf, Barcelona, 1993, s.v. obscenus. 51 http://etimologias.dechile.net/?obsceno 52 Real Academia Española, Diccionario de la lengua castellana, en que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidad, con las phrases o modos de hablar, los proverbios o refranes, y otras cosas convenientes al uso de la lengua [...]. Compuesto por la Real Academia Española. Tomo primero. Que contiene las letras A.B. Madrid, Imprenta de Francisco del Hierro, 1726. Tomo quinto. Que contiene las letras O-R, Madrid, 1737; s. v. “obsceno”. 50
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cosas obscenas y torpes de las que queremos aquí ocuparnos. Pues hay sin duda una relación directa entre sexo y dinero, entre lujo, ostentación y fornicación, que tal vez valga la pena esclarecer. Y lo primero que al respecto cabe señalar es el propio origen sexual del dinero. Esto es algo que sin duda le pasó desapercibido a la economía política clásica. Tanto Adam Smith como Karl Marx entienden que, en su origen, el dinero no es más que una mercancía como otra cualquiera, cuya característica fundamental es la de ser fácilmente intercambiable. «En los orígenes –escribe Marx en los Grundrisse–, la mercancía que servirá de moneda o sea que será aceptada no como objeto de necesidad y de consumo, sino para cambiarla a su vez por otras mercancías, es aquella que en mayor grado es cambiada como objeto de necesidad, que más circula; vale decir, aquella mercancía que ofrece la mayor seguridad de poder ser cambiada a su vez por otras mercancías particulares; aquella mercancía que en una determinada organización social representa la riqueza kat’esojén, que es el objeto más universal de la demanda y la oferta y que posee un valor particular de uso. Tales son la sal, los cueros, el ganado, los esclavos... En este caso es la utilidad particular de la mercancía, sea como objeto particular de consumo (cueros), sea como instrumento de producción inmediato (esclavos), lo que la marca como dinero»53. En ello Karl Marx parece ser un perfecto continuador de Adam Smith, quien en su Investigación sobre la naturaleza y las Karl Marx, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, México, Siglo XXI, vol. 1, pp. 93-94. 53
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causas de la riqueza de las naciones de 1776, escribía lo siguiente, acerca del origen del dinero:
Es muy probable que para este fin se seleccionasen y eligieran, de una manera sucesiva, muchas cosas diferentes. En las edades primitivas de la sociedad se dice que el ganado fue el instrumento común del comercio y, a pesar de ser extraordinariamente incómodo para esos fines, hallamos con frecuencia valuadas las cosas, en aquellos tiempos remotos, por el número de cabezas que por ellas se entregaban a cambio. La armadura de Diomedes al decir de Homero, únicamente costó nueve bueyes, pero la de Glauco importó ciento. En Abisinia se asegura que la sal es el instrumento común de cambio y de comercio; en algunas costas de la India se utiliza cierto género de conchas; el bacalao seco, en Terranova; el tabaco, en Virginia; el azúcar, en algunas de nuestras colonias en las Indias Occidentales; y me han dicho que hoy mismo, en un pueblo de Escocia no es extraño que un trabajador lleve clavos en lugar de monedas a la panadería o a la taberna54.
Ninguno de los dos toma en consideración el carácter mágico y simbólico de algunos signos utilizados como moneda, cuyo valor de uso es sin embargo absolutamente nulo. En su célebre libro de viajes, Il milione, publicado a finales del s. XIII, Marco Polo nos informa por ejemplo de numerosos pueblos y ciudades de China y de India, que se servían de las conchas llamadas “porcelana” como moneda: «Egli –nos dice Marco Polo de los habitantes de Caragian– spendono per moneta porcellane bianche che si truovano nel mare e che si ne fanno le scodelle, e vagliono le 80 porcelane un saggio d’argento, che sono due viniziani grossi, e gli otto saggi d’argento fino vagliono un saggio d’oro fino. Egli ànno molte saliere, onde si cava e faie molto Adam Smith, La riqueza de las naciones, trad. de Carlos Rodríguez Braun, Alianza Ed. Madrid, 1999, p. 56. 54
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sale, onde si ne fornisce tutta la contrada; di questo sale lo re n’à grande guadagno. E’ non curano se l’uno tocca la femina dell’altro, pure che sia sua volontà de la femina»55. Es curioso este pasaje de Marco Polo, en el que parecen mezclarse el libertinaje sexual de los habitantes de Caragian, con el valor del dinero (sacos de oro y de plata), las salinas y las porcelanas de uno y otro tipo (las conchas del mar y las vajillas de porcelana), apuntando con ello implícitamente al tema central que está aquí tocando: el modo prodigioso en que las mercancías se transforman en objetos de la codicia y de la lujuria, en dinero, codificado bajo el extraño nombre de un molusco llamado “porcelana”. De hecho, es curioso y llamativo el significado sexual de este molusco. Su nombre, sorprendentemente viene de “porcella”, diminutivo femenino de porcus, que alude tanto a la cerda, como al sexo femenino. “Varrón califica formalmente el órgano sexual femenino de porcus”56. Y Plauto y Sofronio llaman en griego directamente al sexo femenino “concha” o κόγχη (conché)57. Todavía en América Latina se usa la palabra concha con el sentido explícito del sexo femenino. Que el molusco denominado “porcelana” haya sido utilizado en muchas culturas como moneda, apenas puede “Utilizan como moneda porcelanas blancas que se encuentran en el mar y con las que se hacen la vajilla. Ochenta porcelanas valen un saco de plata, lo que equivale a dos grandes venecianos, y ocho sacos de plata fina equivalen a un saco de oro fino. Tienen muchas salinas de las que sacan mucha sal y de las que se nutre toda la comarca. De esta sal obtiene el rey grandes ganancias. Y no les preocupa si uno toca a la mujer del otro, aunque haya sido por voluntad de la mujer”. Marco Polo, Il Millione, De la provincia di Caragian. Capítulo 117 (trad. mía) 56 Horst Kurnitzky, La estructura libidinal del dinero, trad. de Félix Blanco, S. XXI Eds, México, 1978, p. 166. 57 Loc. cit. p. 159 55
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sorprendernos cuando comprobamos que justamente el nombre científico de este molusco es nada menos que “moneta, moneta”. En el Diccionario Etimológico de Corominas se dice lo siguiente con respecto a la palabra porcelana: “1539. Del it. porcellana, íd., s. XIV, propte. «cauri, molusco de concha blanca y brillante», s. XIV, aplicado a la porcelana por el parecido y por haberse creído que se hacía con esta concha, pulverizada”58. Sólo entonces reparo en esa otra palabra a la que Corominas nos remite: el cauri. El DRAE dice respecto del cauri lo siguiente: 1. m. Molusco gasterópodo que abunda en las costas de Oriente y cuya concha blanca y brillante servía de moneda en la India y costas africanas. La concha de cauri es posiblemente uno de los amuletos personales más antiguos que se conocen. Como amuleto tiene una antigüedad de al menos 20.000 años y es uno de los adornos humanos más extendido del mundo. Su interpretación simbólica tiene una doble vertiente: por un lado se le considera muy apropiado para rechazar el mal de ojo por su semejanza al ojo humano; por otro lado, se considera que la abertura de la concha es semejante a la hendidura genital de la mujer. Como amuleto contra el mal de ojo el cauri se utilizaba en Nigeria en los tocados ceremoniales, de esta manera se creaba un conjunto de ojos que miraban fijamente en todas direcciones impidiendo que los males entrasen en la persona. También en Irán y Egipto se utilizaban los cauris en los arreos de caballos, elefantes y camellos, para protegerlos de los ataques del mal de ojo. En la India, además, se ataban Joan Corominas, Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, Madrid, Gredos, 2006, sub voce “porcelana”. 58
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conchas de cauri en el cuello y en la frente de las reses más valiosas con el mismo fin. Como amuleto que representa los genitales femeninos el cauri se convirtió en un poderoso símbolo de fertilidad. De forma que se utilizaba como amuleto protector contra la esterilidad y los dolores del parto. Se han encontrado manifestaciones de estos usos en el Pacífico meridional, en el Cercano Oriente y en muchos lugares de la cuenca mediterránea. En la época predinástica del antiguo Egipto, hace más de 5.000 años, el cauri alcanzó altas cotas de popularidad por sus connotaciones sexuales, hasta el punto de que se colocaban en las prendas interiores femeninas, cerca del órgano que dio origen a su simbolismo. Mil años más tarde incluso empezaron a fabricarse en cerámica vidriada, en cornalina, en cuarzo, en oro y en plata59. El cauri entonces tiene una potencia mágica, simbólica y sexual que lo convierte en algo deseado y finalmente en moneda. Curiosamente el nombre científico de la concha del cauri es “moneta moneta”, lo que atestigua realmente su valor y su uso. Hay monedas de cauri chinas de mármol o de hueso utilizadas durante la dinastía Zhu, del s. IX al s. IV antes de Cristo. E incluso hay quien pretende que el ideograma chino con el que se representa el dinero está tomado de la esquematización del cauri60. El hecho de que en algunas culturas se utilice el cauri como moneda, no vendría sin embargo a invalidar las doctrinas clásicas de Marx y Adam Smith sobre el dinero como mercancía privilegiada. Y sin embargo, Horst Kurnitzky, en su http://www.meigaweb.com/talismanes3cauri.htm Horst Kurnitzky, La estructura libidinal del dinero, trad. de Félix Blanco, S. XXI Eds, México, 1978. 59 60
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curioso libro La estructura libidinal del dinero, insistirá todavía un poco más en este sorprendente carácter sexual del origen del dinero, mostrando cómo no sólo la acuñación del dinero, sino también el propio nombre de la moneda ponen al dinero bajo una advocación sexual, específicamente femenina. “Es Moneta otro nombre de la diosa Juno –escribe Kurnitzky al principio de su libro–, en cuyo templo se acuñaba la moneda romana, que por eso recibió el nombre de moneta, que sobrevive hoy todavía en las lenguas europeas”61. Esto no es el producto de una mera coincidencia. Por el contrario, también en Asia Menor, donde se acuñaron monedas por primera vez en la historia, la acuñación se ponía bajo la advocación de la diosa Afrodita. La tesis de Kurnitzky es la de que el dinero tiene un origen ritual asociado al culto y que en ese sentido es un símbolo femenino, como símbolo sustitutorio de la primera forma de propiedad, que era la mujer. Que las monedas deben su origen al culto sacrificial62 y que, en último término, la economía mercantil surge de la economía libidinal63. Ello mostraría claramente una relación directa entre el sexo y el dinero. Pero, que haya una relación evidente entre el sexo y el dinero, entre el lujo y la lujuria, a nadie debería sorprender. En El erotismo muestra Georges Bataille una curiosa relación, sacada del Informe Kinsey sobre sexualidad, entre Kurnitzky, op. cit., p. 32 Loc. cit. p. 49 63 Ibíd. p. 140. “En todas las llamadas culturas primitivas que conocemos, las conchas o caracolas, en cualquier forma que sea, constituyen parte importante de la compra de la novia, el sacrificio funerario, la iniciación, etc., allí donde se expresa en forma ritual la relación reinante con la naturaleza. Oskar Schneider, en un estudio muy amplio ha demostrado la difusión universal del llamado dinero de conchas”. Ibíd. p. 160. 61 62
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la clase social y el número y la frecuencia de relaciones sexuales. Al parecer, según este informe, los peones follan más y con mayor frecuencia que los obreros cualificados, quienes a su vez lo hacen más veces mensualmente que los empleados, quienes a su vez lo hacen sorprendentemente más veces que los encargados. “Hay sin embargo una sola excepción – dice Bataille–: al pasar de los “cuellos blancos” superiores a las profesiones importantes que corresponden a las clases dirigentes, el índice vuelve a subir en más de tres puntos, para alcanzar el 12,4%”64. Es decir, que los que más follan, cuantitativamente, son los muy ricos y los muy pobres. El sorprendente motivo de esta coincidencia entre el proletariado no cualificado y la alta burguesía se debe, en opinión de Bataille, a que ambas clases disponen de mayor ocio y consecuentemente de mayores reservas de energía. Hay sin embargo una diferencia importante entre ambas clases sociales: Pues el arte de hacer durar también se reparte desigualmente entre las distintas clases. El Informe [Kinsey] no da, en este punto, precisiones a la altura de su acostumbrada minucia. No obstante, resulta que la prolongación del juego es patrimonio de las clases superiores. Los hombres de clases desfavorecidas se limitan a contactos rápidos que, con ser menos breves que los de los animales, no siempre permiten que la mujer llegue también al orgasmo65.
Puede por tanto que desempleados y ociosos en general follen lo mismo que los ricos, pero sin embargo éstos le dedican más tiempo al acto sexual, se regodean en él y lo hacen consecuentemente mejor. La calidad del polvo de los ricos, Georges Bataille, El erotismo, trad. de Antoni Vicens y Marie Paule Sarrazin, Tusquets, Barcelona, 1997, p. 165. 65 Ibíd. p. 166. 64
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medida en cantidad de tiempo dedicado al acto sexual, es entonces incomparablemente mayor. Pero, más que la relación entre el sexo y el dinero, la economía política clásica había señalado más bien la relación directa entre el dinero y el trabajo. Frente a los fisiócratas que ponían el origen del valor en la tierra, como fuente de todos los productos humanos, Adam Smith supo mostrar la importancia del trabajo en la generación de la riqueza. Según la tesis central de La riqueza de las naciones, la clave del bienestar social está en el crecimiento económico, que se potencia a través de la división del trabajo. La división del trabajo, a su vez, se profundiza a medida que se amplía la extensión de los mercados y por ende la especialización. «En las naciones civilizadas y prósperas –escribe Smith al principio de su libro–, numerosas personas no trabajan en absoluto y muchas consumen la producción de diez veces y frecuentemente cien veces más trabajo que la mayoría de los ocupados; y sin embargo, la producción del trabajo total de la sociedad es tan grande que todos están a menudo provistos con abundancia, y un trabajador, incluso de la clase más baja y pobre, si es frugal y laborioso, puede disfrutar de una cantidad de cosas necesarias y cómodas para la vida mucho mayor de la que pueda conseguir cualquier salvaje»66. También Marx insistirá en la importancia del trabajo a la hora de explicar el origen de la riqueza y el verdadero valor de las mercancías. Sin embargo, Marx hará al respecto una observación muy importante, al entender el valor de uso como “el tiempo socialmente necesario para su producción”, 66
Adam Smith, op. cit. p. 28.
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reduciendo con ello las riquezas a trabajo y el trabajo a tiempo. Se dirá que si el valor de una mercancía viene dado por el quantum de trabajo gastado en su producción, cuanto más perezoso e inútil sea un hombre, más valdrá su mercancía, puesto que emplea más tiempo en fabricarla. Pero el trabajo que constituye la sustancia del valor de las mercancías es un trabajo igual e indistinto, un gasto igual de fuerza. La fuerza de trabajo de toda la sociedad, que se manifiesta en el conjunto de los valores, no representa, por lo mismo, más que una fuerza única, aunque se componga de innumerables fuerzas individuales. Toda fuerza individual de trabajo equivale a otra cualquiera siempre y cuando tenga el carácter de fuerza social media y funcione como tal, es decir, que no emplee en la producción de la mercancía más que el tiempo de trabajo necesario por término medio o el tiempo de trabajo socialmente necesario. El tiempo socialmente necesario para la producción de las mercancías es aquel que requiere un trabajo realizado con la destreza e intensidad habituales en condiciones normales con relación al medio social. Después de introducirse en Inglaterra el telar de vapor, el trabajo necesario para transformar en tejido una cantidad de hilo dada quizá quedó reducido a la mitad. El tejedor inglés siempre necesitó el mismo tiempo para llevar a cabo esta transformación; pero, a partir de entonces, el producto de una hora de trabajo individual suyo sólo representaba media hora de trabajo social, quedando reducido a la mitad su definitivo valor. Por consiguiente, lo que determina la magnitud de valor de un objeto no es más que la cantidad de trabajo socialmente necesario, o sea el tiempo de trabajo socialmente necesario para su producción67.
Pero esta reducción de la riqueza al trabajo y del trabajo a tiempo ya la había desarrollado de algún modo espontáneamente el capitalismo, valorando en jornadas el trabajo de los peones que a cambio recibían su “jornal”. Y de algún modo 67
Marx, El capital, lib. 1, sección 1, cap. 1
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era la certeza evidente en la sabiduría popular cuando afirmaba aquello de que “el tiempo es oro”. Frase que suena aún más interesante expresada en la hermosa lengua del capitalismo: “time is money”. Con frecuencia estas frases que consideramos muchas veces como el producto de la sabiduría popular tienen sin embargo un origen histórico y un responsable conocido de haberlas acuñado. Lo mismo que la célebre expresión “zapatero a tus zapatos” no fue inventada por Mariano Rajoy, sino que se encuentra en la Historia natural de Plinio el Viejo, atribuida al pintor Apeles y, del mismo modo que la conocida frase según la cual “la experiencia es la madre de la ciencia” puede encontrarse en la Metafísica de Aristóteles, igualmente la conocida frase “time is money” tiene un padre responsable. Pues procede de uno de los padres de la Constitución norteamericana, hombre de negocios, literato, impresor, científico e inventor, autor de un libro titulado Cómo hacerse rico y que además fue encargado de la emisión del papel moneda en las colonias británicas en su juventud. Es decir, se trata de un hombre que, sin duda, debía saber mucho acerca del dinero y de su utilidad. En una carta titulada “Consejos para un joven comerciante, escritos por uno viejo” decía Benjamin Franklin lo siguiente: Remember that TIME is Money. He that can earn Ten Shillings a Day by his Labour, and goes abroad, or sits idle one half of that Day, tho’ he spends but Sixpence during his Diversion or Idleness, ought not to reckon That the only Expence; he has really spent or rather thrown away Five Shillings besides […]. Remember that Money is of a prolific generating Nature. Money can beget Money, and its Offspring can beget more, and so on. Five Shillings turn’d, is Six: Turn’d again, ‘tis Seven and Three Pence; and so on ‘til it becomes an Hundred Pound. The more there is of it, the more it produces every Turning, so that the Profits rise quicker and
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quicker. He that kills a breeding Sow destroys all her Offspring to the thousandth Generation. He that murders a Crown, destroys all it might have produc’d, even Scores of Pounds68.
Que el tiempo es dinero es una enseñanza clásica de la economía burguesa. Una enseñanza que tal vez no siempre fue evidente. Implicaba la convicción de que hay que hacer algo con el tiempo, la certeza de que el tiempo no se debe desperdiciar. Es posible que esta idea sea de origen monástico medieval, asociada a una estricta compartimentación del tiempo, según la consigna “ora et labora”, dada por la regla de San Benito a sus monjes, a principios del s. VI de nuestra Era. Max Weber sin embargo, en su célebre ensayo sobre La ética protestante y Georges Bataille con él, en su extraño tratado de economía, titulado La parte maldita parecen retrasar esta concepción economicista del tiempo hasta la Reforma protestante y en concreto, hasta las doctrinas de Calvino y Zwinglio. Sea como fuere, lo cierto es que nunca habíamos reparado en esta insistencia de los teóricos del capitalismo Benjamin Franklin, “Advice to a Young Tradesman, Written by an Old One”, en The Writings of Benjamin Franklin: vol. II, Philadelphia, 1726 – 1757, http://www.historycarper.com/resources/twobf2/advice.htm “Recuerda que el tiempo es dinero; el que pudiera ganar en un día diez chelines y durante medio día se pasea y holgazanea en su casa, aunque haya gastado no más que seis peniques en divertirse, debe tener en cuenta que además ha gastado, o mejor, tirado, cinco chelines al agua. Recuerda que potencia genital y fecundidad son propiedades del dinero. El dinero engendra dinero, y los rebrotes pueden engendran a su vez, y así sucesivamente. Cinco chelines se convierten en seis, más tarde en seis chelines y tres peniques, y así sucesivamente hasta convertirse en una libra esterlina. El dinero produce más cuanta más cantidad hay de él, de tal manera que el beneficio crece cada vez más rápidamente. El que mata una cerda destruye su descendencia hasta el millar. El que mata una pieza de cinco chelines asesina todo lo que hubiera podido producir, auténticas pilas de libras esterlinas”. Tomo la traducción de Georges Bataille, La parte maldita, ed. de Francisco Muñoz de Escalona, Icaria, Barcelona, 1987, p. 158. 68
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clásico en el poder genético, afrodisíaco y sexual del dinero. “Que el dinero es de una prolífica naturaleza generatriz” y “que el dinero engendra dinero y que su descendencia engendra aún más”, muestra la convicción absoluta en sus virtudes sexuales. Pero, prestándole atención a este carácter libidinal de nuestras relaciones económicas, también Georges Bataille dio en criticar precisamente por ello toda la economía política clásica (la de Marx y la de Adam Smith), por cuanto concebía todas nuestras relaciones económicas desde el punto de vista de la producción, de la acumulación y del trabajo, y no desde el que parece más correcto, el del despilfarro y el gasto. En un texto clarividente publicado en 1933, titulado “La noción de gasto”, comienza Georges Bataille por criticar precisamente el concepto de utilidad sobre el que se funda toda la economía política clásica. No existe en su opinión ningún modo correcto que permita definir lo que es útil a los hombres. “Esta laguna queda harto probada por el hecho de que es constantemente necesario recurrir, del modo más injustificable, a principios que se intentan situar más allá de lo útil y del placer. Se alude hipócritamente al honor y al deber combinándolos con el interés pecuniario y, sin hablar de Dios, el Espíritu se usa para enmascarar la confusión intelectual de aquellos que rehúsan aceptar un sistema coherente”69. En efecto, la idea de utilidad en general no sólo oculta el placer, el goce y el despilfarro al que la utilidad parece entregada, sino que además disfraza con el nombre de progreso, Georges Bataille, “La noción de gasto”, en La parte maldita, trad. y notas de Francisco Muñoz de Escalona, Icaria, Barcelona, 1987, p. 25. 69
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de crecimiento e incluso de “bien común” una estructura social tendente al despilfarro. Bataille enumera un buen número de actividades sociales improductivas o, aún más, tendentes al despilfarro, a las que considera como un “gasto incondicionado”: el lujo, los duelos, las guerras, los monumentos suntuarios, los juegos, los deportes, los espectáculos, la actividad sexual perversa… Va mostrando cómo los rituales religiosos están asociados al sacrificio, al monumento y al gasto suntuario; cómo el deporte, está asociado al despilfarro y al gasto improductivo de las instalaciones deportivas, los estadios de fútbol, el mantenimiento de los equipos, las fichas astronómicas de los jugadores, los millones que se mueven en torno a las apuestas, etc.; cómo el arte, la arquitectura, la música y la danza son también formas socialmente aceptadas de gasto improductivo, lo mismo que el lujo de las joyas, de las pieles o de los artículos exclusivos de la moda. Fundándose en el “Ensayo sobre el don”70 de Marcel Mauss demuestra cómo el origen de la economía mercantil no es la necesidad del intercambio y la ganancia, sino la necesidad contraria, la de destrucción y pérdida, según el modelo de destrucción ritual de riquezas y alimentos, al que Mauss denominó el potlach. Como intercambio simbólico de destrucción, lo que el potlach muestra es que “la riqueza aparece como una adquisición, en tanto que el rico adquiere un poder, pero la riqueza se dirige enteramente hacia la pérdida, en el sentido en que tal poder sea entendido como poder de perder. Solamente por la pérdida están unidos a la riqueza la gloria y el honor”71. Según esto, la tesis fundamental de BaMarcel Mauss, “Ensayo sobre el don, forma arcaica del intercambio”, en Sociología y antropología, Tecnos, Madrid, 1979, pp. 155 - 258. 71 Georges Bataille, “La noción de gasto”, loc. cit. p. 34. 70
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taille en La parte maldita es la de que “no es la necesidad, sino su contrario, el lujo, lo que plantea a la materia viviente y al hombre sus problemas fundamentales”72. Para él, el lujo y el exceso no son una consecuencia patológica del sistema, sino más bien la consecuencia necesaria de su propia estructura. La superabundancia de energía se desborda necesariamente en forma de despilfarro. Y esto es una característica común tanto a las sociedades tribales, como a las esclavistas, como a las sociedades capitalistas e industriales. Si éstas no encuentran una forma ritual de deshacerse de su exceso libidinal de energía, a través de ofrendas o sacrificios, este exceso termina conduciendo necesariamente a formas abominables, desmesuradas y excesivas de gasto suntuario, como son por ejemplo las guerras. “Las dos guerras mundiales –escribe Bataille– han ordenado las orgías más grandes de riqueza y de seres humanos que conoce la historia”73. De este modo, la propia estructura libidinal de la economía arrastra consigo la destrucción y la muerte. “De todos los lujos concebibles – escribe Bataille– la muerte, bajo su forma fatal e inexorable, es ciertamente el más costoso”74. La muerte, sin lugar a dudas es para Bataille parte del sacrificio, parte de la destrucción y parte de la guerra. Pero ella sin embargo no constituye la parte maldita. Por el contrario, la muerte es pensada por él como parte de la vida, como una especie de lujo de la vida. “El lujo de la muerte, en este sentido, es considerado por nosotros de la misma forma que el de la sexualidad, es decir, en principio como una negación de
Bataille, La parte maldita, loc. cit. p. 50. Loc. cit. p. 72. 74 Ibíd. p. 70. 72 73
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nosotros mismos, y después como la verdad profunda del movimiento del cual la vida es la exposición”75. De este modo la economía, al igual que el erotismo, es considerada como un impulso libidinal tendente al despilfarro y al gasto, necesariamente encadenada a la destrucción y a la muerte. Con ello se cierra el circuito que queríamos expresar: la triple unidad entre el dinero, el sexo y la temporalidad, asociada en este caso a la idea de la muerte. “La muerte –escribe Bataille– deja incesantemente el espacio necesario para la llegada de recién nacidos y, sin embargo, maldecimos de un modo totalmente absurdo aquello sin lo cual no existiríamos”76. La relación entre el sexo y la muerte, como forma compulsiva de autodestrucción, se expresa quizás mejor en la fórmula: “Sex is Time”. La ecuación correcta entonces sería: “Time is Money, but Money is Sex” (Time = Money = Sex). Podremos expresarla mediante una fórmula abstracta: T = M = S, o mediante una proposición teológica, según la cual se trata de tres personas distintas, pero de un solo dios verdadero. Según esta representación, el Tiempo puede ser identificado con la figura de Dios Padre, pues al igual que los dioses de la Antigüedad clásica, el padre de todos los dioses Cronos o Saturno devora a sus hijos, del mismo modo en que, el dios Padre de la mitología cristiana, entrega a su hijo a la temporalidad para, con su muerte, redimir a todos los hombres. Que el Espíritu Santo deba ser pensado en el sentido del Logos, del lenguaje o del significante universal que es el dinero, tampoco debe ser puesto en duda. En Pablo de Tarso el Espíritu está claramente vinculado, al igual que el dinero, que es mero valor 75 76
Id. Id.
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de signo, al lógos y al lenguaje. Por eso el Espíritu es la mejor representación del símbolo universal del intercambio que es el dinero. En tercer lugar, Jesucristo es representado en la mitología cristiana como amor, como dios hecho carne, como verdadera encarnación de lo divino. En cuanto tal, él es también la mejor representación del sexo. Se trata sin embargo de tres personas distintas que deben ser pensadas sin embargo como un solo dios verdadero. Pues el tiempo es dios, el dinero es dios y el sexo también debe ser considerado como dios. Pero no son tres dioses diferentes, sino que mantienen entre sí una extraordinaria y sorprendente unidad. Pero, aunque la filosofía se divierte con estas analogías teológicas, no se consuela sin embargo con meras metáforas. Señala con ellas la rotundidad y la profundidad de sus problemas, pero no muestra mediante ellas el camino de su transformación. ¿Es entonces sensato desarrollar una política a partir de esta extraña mezcla de doctrinas antropológicas, poéticas, económicas y teológicas que propone Georges Bataille en La parte maldita? ¿Es sensato tratar de abordar el problema del reparto desigual de la riqueza, sirviéndose de un modelo económico-político tan descabellado y extraño, como el pensado por Georges Bataille en su tratado de economía política? Puede que no sea del todo insensato pensar una política sobre bases tan heterodoxas. De hecho, algunos pensadores europeos han intentado hacerlo, siguiendo la estela de Georges Bataille. El primero de ellos, su compañero y amigo Maurice Blanchot, tanto en L’amitié (1971) como en La communauté inavouable (1983), en la que daba cuenta del libro de Jean-Luc Nancy, La communauté desoeuvré (1983). Tras sus huellas, Jacques Derrida, tanto en Politiques de l’amitié (1994),
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como en su particular ensayo sobre el don: Donner le temps 1.La fause monnaie (1991) y Donner la mort (1992). En tercer lugar, el propio Jean-Luc Nancy debe ser considerado como un importante promotor de esta cuestión, en el libro antes mencionado, como más tarde en L’experience de la liberté (1988). Por último, el italiano Roberto Esposito ha desarrollado explícitamente la categoría batailleana de la soberanía, en Confines de lo político (1996) y en Categorías de lo impolítico (2006). También Antonio Campillo ha hecho un esfuerzo notable por considerar la pertinencia y la coherencia de esta política de la soberanía, tanto en el texto “La filosofía política de Georges Bataille”77, así como en su compilación de textos de Bataille sobre la soberanía78, como en su libro Contra la economía. Ensayos sobre Bataille (2001). ¿Es posible fundamentar una teoría económica o una filosofía política sobre elementos tan heterogéneos?
Antonio Campillo, “La filosofía política de Georges Bataille” en Patricia Mayayo (Ed.), En torno a Georges Bataille, CRUCE Eds., Madrid, 1998. 78 Georges Bataille, Lo que entiendo por soberanía, Paidós, ICE UAB, Barcelona, 1996. 77
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Capítulo 9 Sobre las tres muertes de Orfeo La primera tiene relación con su descenso a los infiernos, cuando fue a rescatar a su prometida Eurídice, muerta a causa de una mordedura de serpiente. La segunda, con su despedazamiento ritual por las ménades de Tracia. Su cabeza sin embargo fue arrojada al río Hebro y siguió cantando, hasta llegar a la isla de Lesbos, donde fue recogida y venerada, y se hizo famosa pronunciando oráculos, hasta que el dios Apolo puso su pie sobre la misma y la condenó definitivamente al silencio declarando: “¡Abstente ya de lo mío!”. Los testimonios más antiguos del culto a Orfeo se remontan al s. VI a. de C. Como señala Guthrie al principio de su bello libro sobre Orfeo79, el primer testimonio que conocemos sobre el poeta, ya nos lo presenta como “el famoso Orfeo” (ὀνομάκλυτὀν Ὀρφἠν). Se trata de un fragmento de Íbico, un poeta lírico, contemporáneo de Anacreonte, originario de la Magna Grecia y que floreció hacia el 540 a. C. Apenas sabemos nada de él y, sin embargo, al parecer Orfeo ya era famoso. Hay otro testimonio de la misma época, en una metopa del llamado Tesoro de los Sicionios, en Delfos, en la que, a bordo de un barco de guerra, que los eruditos han identificado con la nave Argo, aparece un músico que se W. K. C. Guthrie, Orpheus and Greek Religion, Methuen & Company, Ltd., London, 1966; trad. Juan Valmard, Eudeba, Buenos Aires, 1970. 79
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ha querido identificar con Orfeo. También Homero menciona en su Odisea (Od. XII 70) el célebre viaje de los Argonautas, pero no dice nada sin embargo acerca de este “famoso Orfeo”. En cualquier caso, es evidente que, hacia el s. VI a. C, ya era un personaje conocido y reconocido. Ni siquiera sabemos si se trata de un personaje histórico, de un personaje literario o de un verdadero poeta o reformador religioso. Las referencias más antiguas nos lo presentan como un guerrero, pero tampoco Orfeo es propiamente un héroe. A pesar de que acompaña a los argonautas en su expedición a la Cólquida, no podemos considerarlo como Jasón o como los otros héroes que con él viajan, como un guerrero. Y sin embargo aparece en el relato de Apolonio de Rodas mencionado como un héroe. De hecho, es el primero en alistarse para el viaje, y es mencionado antes que Teseo o que el propio Hércules. En primer lugar, mencionemos a Orfeo, al que es fama que engendró en tiempos la propia Calíope junto a la atalaya de Pimplea, después de haberse acostado con el tracio Eagro. De Orfeo cuentan que al son de sus cantos hechizaba las inconmovibles peñas de los montes y las corrientes de los ríos80.
A Orfeo nos lo presenta Apolonio de Rodas, el erudito bibliotecario alejandrino del s. III a. C., como una especie de príncipe de Pieria. Hijo de un soberano tracio y de la musa Calíope, que heredó de su madre el arte del canto. En este arte Orfeo desplegó un poder mágico prodigioso, pues no solo conmovía a los hombres y a los animales con su canto, sino que hechizaba y movía también las rocas, los árboles y Apolonio de Rodas, El viaje de los Argonautas, I, 20-30; trad. de Carlos García Gual, Editora Nacional, Madrid, 1975, p. 50. 80
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las corrientes de los ríos. Pero este Orfeo de los Argonautas no parece tener nada que ver ni con Eurídice ni con descensos de ningún tipo a los Infiernos, ni parece ser tampoco el que fuera finalmente despedazado por las ménades de Tracia. Además de este Orfeo mitológico, es sin embargo posible que haya habido también un Orfeo histórico. Una especie de sacerdote de Apolo que integró y reformó los cultos dionisíacos, entre sus prácticas ceremoniales y sus creencias. De hecho, el orfismo se nos presenta como un corpus teológico coherente, con una serie de creencias y una serie de prácticas rituales asociadas. Guthrie insiste en este extremo para tratar de demostrar la existencia histórica de Orfeo: “Por el momento —escribe—, podemos notar al menos que Orfeo era considerado por los griegos como el fundador de cierto tipo de religión”81. Pero, si tal Orfeo existió, tampoco parece probable que fuera él personalmente el que descendiera hasta la morada de Hades a implorar el retorno de su amada Eurídice, ni fue seguramente el mismo que fue despedazado por las ménades de Tracia. Hay por tanto un tercer personaje literario llamado Orfeo, cuyos episodios más conocidos no parecen tener nada que ver con esta historia de los Argonautas ni tampoco demasiado con las orgías dionisíacas, sino precisamente con su descenso a los infiernos en busca de su amada. Se trata de la célebre catábasis de Orfeo por la que este poeta, músico y cantor ha sido finalmente más conocido. Se trata de la que podríamos llamar la primera muerte de Orfeo.
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Guthrie, loc. cit., p. 9.
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1.- La primera muerte Es desde luego Ovidio el que mejor nos transmite la leyenda. En su relato, Orfeo aparece ya directamente casado con Eurídice. El mismo día en que se celebraba el matrimonio, la joven doncella, acompañada de las náyades, pisó descuidada una serpiente, que la mordió en el talón, inoculándole su mortal veneno. Ovidio no nos habla de ninguna historia de amor previa a este matrimonio. Tampoco nos dice cómo se concertó el mismo entre los contrayentes. Pero, como quiera que haya sido, este matrimonio no parece en modo alguno el producto de una historia de amor, pues de lo contrario el poeta romano, que tanto se deleita en otras ocasiones en los preliminares amorosos, nos lo habría contado. Y sin embargo, una vez muerta la prometida, es el amor el que se convierte en el verdadero protagonista de la escena. Es el amor el que habla en boca de Orfeo. Es el amor el que le obliga a descender a los Infiernos en busca de su amada, y es por amor por lo que implora a los dioses infernales, Plutón y Proserpina, que les permitan retornar a ambos al mundo de los vivos. «Quise ser capaz de soportarlo —exclama Orfeo— y no negaré que lo he intentado: el Amor ha vencido»82. “Vicit Amor”, canta doliente el poeta frente a los dioses infernales. «Allí arriba es un dios bien conocido —dice— y no sé si también lo es aquí abajo. Pero sospecho que también lo es, y si la fama del antiguo rapto [de Proserpina] no Ovidio, Metamorfosis, X 25,26; trad. de Antonio Ruiz de Elvira, Alma Mater, CSIC, Madrid, 1984. 82
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es mentira, también a vosotros os unió el amor (“vos quoque iunxit Amor”)»83. Pero hay un último argumento formulado por el poeta antes de concluir su canto: Quod si fata negant veniam pro coniuge, certum est Nolle redire mihi: leto gaudete duorum
No parece que se trate de una amenaza, sino más bien de una última súplica que pretende suscitar la compasión. “Pues —dice—, si los hados niegan el permiso a mi mujer, lo cierto es que no quiero retornar y podréis disfrutar de la muerte de los dos”84. Se trata por tanto para Ovidio de una verdadera estancia entre los muertos. Una muerte de la que es bien posible no retornar y que se acerca mucho a la amenaza de una muerte voluntaria. La continuación de la historia es conocida. Ni Plutón ni su regia consorte, Proserpina, fueron capaces de decirle que no al suplicante. Hacen llamar a Eurídice de entre las sombras y ésta se acerca cojeando, a causa de la mordedura de la serpiente. Les autorizan entonces a salir del Hades, con la conocida condición de que “ne flectat retro sua lumina donec Avernas exierit valles”85. Es decir, de no volver atrás los ojos hasta que no hayan salido de los valles del Averno. Con la doble muerte de su esposa, Orfeo se quedó aturdido. Ovidio dice incluso que se quedó petrificado (“saxo per cor-
Met. X 26-29. Met. X 38, 39. 85 Met. X 51, 52. 83 84
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pus oborto”)86. Lloró una vez más y suplicó. Quiso de nuevo volver a pasar la Estigia, pero en esta ocasión, el barquero Caronte lo rechazó. Y aun así permaneció sentado en la orilla, llorando en silencio y en ayuno. Pausanias, en su Descripción de Grecia, escrita un siglo y medio después de las Metamorfosis de Ovidio, toma en consideración este relato, pero lo trata con mucho escepticismo y lo considera como una pura fantasía, “entre otras muchas cosas que no son verdad y que los griegos creen”87. Y por eso considera bastante más razonable el hecho de que, desesperado tras perder a su mujer, el poeta se suicidara por amor. «Otros han dicho —escribe Pausanias— que, habiendo muerto su mujer antes que él, fue por su causa al Aorno en la Tesprótide, pues había antiguamente allí un oráculo de los muertos, y creyendo que el alma de Eurídice le seguía, habiéndola perdido cuando dio la vuelta, se suicidó de pena»88. Y por tanto, este descenso a los infiernos constituye de algún modo la primera muerte de Orfeo. Platón en el Banquete parece burlarse de esta historia, como si fuera en realidad la historia de una cobardía. Al comparar el amor de los hombres con el de las mujeres, Fedro parece defender en este diálogo abiertamente la superioridad del amor homosexual entre varones y, sin embargo, precisamente al hablar de Orfeo, y de su descenso a los infiernos por amor, compara desdeñosamente este descenso con el sacrificio realizado por Alcestis, quien entregó su propia vida para salvar la de su marido Admeto. «En cambio a Orfeo el hijo de Eagro — continúa Fedro en el Banquete— lo despidieron del Hades Met. X 67. Pausanias, Descripción de Grecia, IX 30, 4; trad. de María Cruz Guerreo Ingelmo, Gredos, Madrid, 1994. 88 Paus. IX 30, 6. 86 87
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sin lograr nada, tras haberle mostrado un fantasma de su mujer, en cuya búsqueda había llegado, pero sin entregársela, ya que lo consideraban un pusilánime, como citaredo que era no se atrevió a morir por amor como Alcestis, sino que se las arregló para entrar vivo en el Hades. Ésta es, pues, la razón por la que le impusieron un castigo e hicieron que su muerte fuera a manos de mujeres»89. Entonces la cobardía por no haberse atrevido a morir verdaderamente por su amada Eurídice sería la causa de la segunda muerte de Orfeo, a manos de las ménades de Tracia, como una especie de castigo de los dioses. Ello nos proporciona una primera explicación de esta segunda muerte que, aunque también tiene que ver con la ambigüedad sexual del propio Orfeo (más cobarde que las mujeres, pusilánime y afeminado, como todo citaredo), no será sin embargo la explicación dominante. La explicación de su segunda muerte nos la proporciona claramente Ovidio. Empieza con el duelo de Orfeo sentado siete días al borde de la Estigia, “squalidus in ripa Cereris sine munere sedi”, alimentándose tan solo de su propio dolor y de sus lágrimas. A lo largo de tres años desprecia el cantor todo amor femenino y por ello —escribe Ovidio— “muchas mujeres sintieron el dolor de verse rechazadas”90. Aunque no parece sin embargo que ello le llevase a rechazar todo tipo de relaciones sexuales. Por el contrario: «fue Orfeo también el que indujo a los pueblos de Tracia a trasladar a los tiernos
Platón, Banquete 179d; trad. de M. Martínez Hernández, Gredos, Madrid, 1988. 90 Met. XV 81, 82. 89
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varones (“amorem in teneros transferre”) y a disfrutar de la efímera primavera de la vida de estos (“et prima carpere flores”)»91. Es extraño este cambio de orientación sexual. El motivo es aparentemente el duelo o, tal vez, afirma Ovidio, la promesa dada (“sive fidem dederat”). Pero sea por el duelo o por la promesa, lo cierto es que el poeta comienza a rechazar explícitamente las proposiciones sexuales femeninas. Y si “muchas sintieron el dolor de verse rechazadas” es sin duda porque, como cantor o como poeta, era muy solicitado por las mujeres. ¿Era Orfeo entonces una especie de Don Juan? Ovidio no lo dice, pero lo cierto es que, en su relato, el rechazo hacia las mujeres está directamente vinculado con su enseñanza del amor por los efebos. ¿Fue lo uno la causa de lo otro? Ovidio habla explícitamente de amor en ambos casos. Sea para aplacar el daño (“quod male cesserat illi”) o sea por la palabra dada, lo cierto es que Orfeo comienza a renunciar a las mujeres y orienta su sexualidad hacia la pederastia. No acaba aquí sin embargo el duelo ritual de Orfeo. Según nos cuenta Ovidio, después de tres años de peregrinaciones, el poeta se sienta a lamentarse en medio de una llanura despoblada y convoca con su canto, su llanto y sus lamentos un espeso bosque de hayas, tilos, castaños, robles, fresnos, carrascas y avellanos, que se reúne junto a él, para escuchar su canto y darle sombra. Plátanos y arces, álamos y bojs, quejigos, pinos, madroños y sauces llorones… Todas las especies de árboles conocidas parecen aquí reunirse, como en un bosque sagrado, para consolar, dar sombra y refugio al doliente poeta. Pero el canto que, en medio de este 91
Met. XV 84, 85.
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bosque solemne de palabras, entona el citaredo es nada menos que el canto a los amores homosexuales entre los dioses y los hombres. Se narra entonces el amor de Júpiter por el bello Ganímedes y también el que concibió Apolo por el joven Jacinto, al que mató sin querer al arrojarle el disco. Pero será precisamente esta reorientación sexual de la vida amorosa del poeta la que parece haber determinado, en opinión de Ovidio, la venganza contra él de las mujeres tracias. 2.- La segunda muerte Es en el libro XI de las Metamorfosis, donde se relata la muerte de Orfeo a manos de las ménades de Tracia. Después de los tres años de duelo, después de renunciar al amor de las mujeres, después de instituir, enseñar y practicar la pederastia, y después de erigir en medio de una meseta despoblada un bosque sagrado, en el que se cantan los amores homosexuales de los dioses, Orfeo aparece vagando por los bosques, y tiene la desgracia de ser visto desde lo alto por un grupo de mujeres que, celebrando los rituales orgiásticos consagrados a Baco, deciden darle caza. Nos encontramos pues al principio de este libro XI con una escena semejante a la relatada por Eurípides en Las bacantes. Ménades ebrias de vino, que vagan por los campos, devorando y despedazando animales vivos y que terminan despedazando también al propio Penteo que, disfrazado de mujer, se ha ocultado en lo alto de un abeto. La diferencia fundamental, entre la muerte de Penteo y la muerte de Orfeo, reside sin embargo en que, mientras aquel es castigado a iniciativa del propio Dioniso, el poeta tracio es capturado y
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desmembrado por las mujeres, con grave disgusto —según quiere Ovidio— del propio dios del vino. Por eso es importante prestarle atención a la explicación proporcionada por Ovidio de la cólera de las mujeres. La primera en dar la voz de alarma, al verlo desde lo alto del monte, proclama: “hic est nostri contemptor”: “¡Ahí tenéis a quien nos desprecia! Y arrojó su vara contra la musical boca del vate de Apolo” (Met. XI 7,8). Es, por tanto el desprecio de Orfeo hacia las mujeres lo que se convierte en el motivo inicial de su muerte. No hay más explicación. Una le arroja su tirso, otra le lanza una piedra. Al principio estas armas apenas parecen lastimarlo, pues los palos y las piedras se detienen al oír su canto. “Sed enim temeraria crescunt bella, modusque abiit, insanaque regnat Erinys”. “Pero se incrementan los ataques temerarios, se pierde la compostura, y termina reinando la furiosa Erinia” (XI 13,14). Ovidio nos explica entonces por qué el canto del poeta, capaz de amansar a las fieras, se muestra sin embargo impotente para calmar a las ménades de Tracia. «Aun así el canto hubiera ablandado todas sus armas, pero un tremendo griterío y la flauta berencitia de recurvado cuerno y los tambores y el batir de palmas y los báquicos alaridos ahogaron el sonido de la cítara, y entonces ya las piedras se enrojecieron con la sangre del vate a quien no oían ya», (XI 15-18). Pero la muerte de Orfeo se produce en medio de una orgía de sangre. «En primer lugar las Enloquecidas destrozaron, como enseña de la escena de Orfeo, a las innumerables aves, serpientes y tropel de fieras que aún permanecían hechizadas con la voz del cantor. A continuación, y con las manos ensangrentadas, se dirigen hacia Orfeo» (XI 22-24). Para colmo, unos labradores que se encontraban por allí,
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arando los campos con sus bueyes, son también atacados por las ménades. Cuando estos ven el tropel de mujeres que se dirige contra ellos, salen corriendo, abandonando sus aperos. Las exaltadas bacantes se los arrebatan, destrozan con ellos a los bueyes “y vuelven a la carrera, para dar muerte al vate” (XI 39). Resulta sorprendente el que, el único motivo alegado por Ovidio para el despedazamiento ritual de Orfeo sea el de que éste desprecia a las mujeres. Pues no parece cierto en modo alguno. Es por el contrario el amor de las mujeres el que le lleva a descender a los infiernos. Sí es verdad que, tras la muerte de Eurídice, el poeta empieza a rechazar a las mujeres, pero no eran estas las enseñanzas órficas, pues tampoco estaban ellas excluidas de la celebración de los misterios. Lo que parece sugerir la idea de que, este Orfeo de Ovidio, bien poco tiene que ver con el fundador de los misterios. Ovidio no menciona en ningún caso ninguna relación de este Orfeo con el viaje de los Argonautas. Ni parece haber conocido a Jasón, ni parece haber tenido tampoco encuentro alguno con las Sirenas. Cuando en el libro VII de las Metamorfosis se extiende en el relato de la historia terrible de Medea, se menciona a Jasón y el viaje de los Argonautas, pero Orfeo no aparece allí por ningún sitio. Aunque lo más sorprendente es que, cuando en el libro XI, nos cuenta Ovidio la muerte del poeta, no se toman allí en consideración ninguna de las supuestas doctrinas órficas oficiales. Orfeo es despezado por las ménades. No es devorado ni se celebra con su cuerpo ningún ritual específico. Lo mismo que pasaba con Penteo en Las bacantes, el despedazamiento es todo el ritual, y la decapitación una parte importante del mismo. Así también los miembros de Orfeo son arrojados
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por el campo y por el río. Y su alma “in ventos anima exalata reccesit” parece dispersarse entre los vientos (XI 43). Pero esta no será sin embargo la muerte definitiva del poeta, músico y cantor. Pues su cabeza y su lira, arrojadas al río Hebro, comenzarán milagrosamente a cantar desde las aguas: «Los miembros de Orfeo yacen en lugares diferentes: la cabeza, Hebro, y la lira, van a ti, y, cosa prodigiosa, al deslizarse en medio de la corriente, la lira emite no sé qué quejumbrosos lamentos, quejumbrosa murmura la lengua sin vida, quejumbrosas responden las riberas. Y una vez llegadas al mar abandonan el río nativo y alcanzan la playa de Lesbos en Metimna» (XI 50-55). Ovidio nos cuenta que, al llegar la cabeza de Orfeo hasta Lesbos, es atacada por una serpiente que el dios Apolo detiene y petrifica. Pero no se nos habla de ningún culto especial hacia estos restos ni de dones proféticos particulares otorgados a la mencionada cabeza. Parece que se vuelve a establecer una relación especial entre Apolo y Orfeo en este encuentro, pero, en el relato de las Metamorfosis, lejos de ser Apolo el que de una patada termina con los dones proféticos de la cabeza de Orfeo, aquí nos aparece como el Apolo sauróctono, que la protege del ataque de la serpiente. Sin embargo, para Ovidio este Orfeo estaba ya definitivamente muerto, y por eso su alma —o mejor, su sombra— desciende a los infiernos a reunirse ya finalmente con Eurídice. «La sombra de Orfeo desciende al mundo subterráneo, y los lugares que antes había visto, todos los va recorriendo; y buscando por los campos de los justos encuentra a Eurídice y la estrecha en sus brazos ansiosos. Allí unas veces se pasean los dos juntos, otras veces ella va delante y él la sigue,
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y otras él va el primero por delante, y a su Eurídice se vuelve ya seguro Orfeo». (XI 61-66). Pero, si el Orfeo de Ovidio no tiene relación alguna con los míticos enfrentamientos con las Sirenas ni con los Argonautas, sorprendentemente tampoco parece tenerla con rituales mistéricos de ningún tipo y, mucho menos, con la doctrina de la metempsicosis. Este infierno se parece más al descrito por Homero en la Odisea, en el que Ulises se encuentra con la sombra de Aquiles y con la sombra de su propia madre, que al supuesto paraíso prometido al final del ciclo de las reencarnaciones. Es cierto que, al principio del relato de Midas (en los versos 85-194 del mismo libro XI), Orfeo es mencionado por última vez como “el que inició a Midas, junto con Eumolpo, en los ritos orgiásticos” (XI 92,93). Pero, salvo esa mención, nada se dice acerca de las doctrinas órficas. Ni se habla de reencarnaciones ni de la prohibición de sacrificar animales ni de ninguna otra práctica semejante. Por el contrario, cuando en el libro XV y último de las Metamorfosis se nos habla de la importancia de Pitágoras, Ovidio se demora y se entretiene no solo en su doctrina de las reencarnaciones, que es como una prefiguración filosófica de su propia doctrina de las metamorfosis, sino sobre todo también en la prohibición de sacrificar animales y de comerlos. «Absteneos mortales de mancillar vuestros cuerpos con manjares nefandos» (XV 75). Para él por tanto la doctrina pitagórica no parece tener relación alguna con la tradición órfica, a pesar de que autores como Heródoto, como Aristófanes y como Platón parecían identificarlas directamente. Pero este Pitágoras de las Metamorfosis enseña la abstinencia de la carne y el no sacrificar animales a los dioses, porque
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está absolutamente convencido de la trasmigración de las almas. “Animam sic semper eandem ese sed in varias doceo migrare figuras” (Met. XV 72). “Así os enseño que el alma es siempre la misma, pero emigra a diferentes apariencias”. Esta enseñanza, que sin duda procede del Pitágoras histórico, se mezcla en el relato de Ovidio con la doctrina heraclitana del constante fluir y transformarse de unos seres en otros: “Todo fluye —afirma este Pitágoras— y cada uno de los contornos recibe un configuración efímera; el tiempo mismo se desliza también en perpetuo movimiento, no de otro modo que un río” (Met. XV 178-180). Pero esta aparente confusión entre doctrinas filosóficas, en principio claramente diferenciadas por la tradición, apunta en realidad a la que parece ser la verdadera intención de Ovidio al escribir las Metamorfosis: la de que los cambios, las mutaciones y las transformaciones, por extrañas y prodigiosas que nos puedan parecer, son sin embargo la ley en la naturaleza. Y es así como concluye el canto de Pitágoras: Pero, para no divagar alejándonos de nuestra meta en un carro olvidado de que a ella se dirige, el cielo y cuanto hay debajo de él sufre metamorfosis, y la tierra y cuanto hay en ella, y también nosotros, que formamos parte del mundo, porque no somos sólo cuerpos, sino también almas voladoras y podemos ir a domicilios animales y sumirnos en cuerpos de reses (Met. XV 453-459).
Por lo demás, también en su relato es el propio Baco, el dios de los rituales orgiásticos, el que termina castigando a las bacantes de Tracia por haber despedazado a Orfeo. «Mas no permite el Relajador —escribe Ovidio— que este crimen quede impune» y termina convirtiendo en árboles a todas las ménades que habían presenciado el sacrilegio (XI 68-84). El
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mismo Orfeo que, en otros relatos, aparece castigado y condenado tanto por Apolo como por Dioniso, es protegido y, de algún modo, vengado por ambos dioses, después de su muerte. Apolo defiende su cabeza del ataque de la serpiente y Dioniso castiga a sus asesinas convirtiéndolas en árboles. 3.- La tercera muerte No hay muchos testimonios escritos sobre esta tercera muerte. Ovidio nos dice lo que pasó con la cabeza y con la cítara de Orfeo, arrojadas al río Hebro por las ménades. Los miembros de Orfeo yacen en lugares diferentes: la cabeza, Hebro, y la lira, van a ti, y, cosa prodigiosa, al deslizarse en medio de la corriente, la lira emite no sé qué quejumbrosos lamentos, quejumbrosa murmura la lengua sin vida, quejumbrosas responden las riberas. Y una vez llegadas al mar abandonan el río nativo y alcanzan la playa de Lesbos en Metimna. En ella una feroz serpiente se lanza hacia aquella cabeza abandonada en extranjeras arenas y hacia aquellos cabellos salpicados de goteante rocío. Finalmente se presenta Febo y, en el momento en que la serpiente se disponía a morder, la rechaza, y congela, convirtiéndolas en piedra, las abiertas fauces, y endurece, dejándolas separadas como estaban, las amenazadoras mandíbulas92.
De su relato no se desprende ni que la cabeza de Orfeo siguiera viva y parlanchina en la isla de Lesbos ni tampoco que fuera objeto de ningún culto especial. Tanto Ovidio en las Metamorfosis, como Virgilio, en sus Geórgicas, coinciden en que la cabeza, después de arrojada al río Hebro, seguía sin embargo profiriendo lamentos. Acaso el relato de Virgilio es más romántico y más conmovedor, porque las últimas pala92
Ovidio, Metamorfosis, XI 50-60.
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bras emitidas por la cabeza flotante son para recordar a su amada Eurídice: Tum quoque marmorea caput a cervice revulsum gurgite cum medio portans Oeagrius Hebrus volveret, Eurydicen vox ipsa et frigida lingua ah miseram Eurydicen! anima fugiente vocabat: Eurydicen toto referebant flumine ripae. y aun cuando ya el Hebro eagrio arrastraba entre sus ondas su cabeza, arrancada del alabastrino cuello, todavía su voz, todavía su helada lengua iba clamando con desfallecido aliento: ¡Oh Eurídice, oh mísera Eurídice!, y ¡Eurídice, Eurídice! repetían en toda su extensión las márgenes del río93.
Pero tampoco Virgilio cuenta nada más, al respecto. Su relato de la muerte de Orfeo termina con esta lastimera despedida de su amada Eurídice. Nada se dice de lo que luego pasó con su cabeza. Existen sin embargo algunas otras fuentes en las que se nos cuenta que la cabeza de Orfeo fue objeto de un culto posterior, en la isla de Lesbos. De todas ellas, la más interesante es la relatada por Filóstrato, en su Vida de Apolonio de Tiana, escrita a principios del s. III de nuestra era, en un entorno cultural griego ya muy romanizado. Allí Filóstrato nos cuenta de Apolonio que: Pasó también por el santuario de Orfeo, una vez que fondeó en Lesbos. Dicen que allí Orfeo se gozaba en tiempos con la profecía, hasta que Apolo se hizo cargo de ello. Pues cuando los hombres no visitaban ya Grineo a consultar los oráculos, ni Claro, ni donde se halla el trípode apolíneo, sino que solo Orfeo vaticinaba, acabada de llegar su cabeza de Tracia, el dios se presentó ante el vaticinador y le dijo: 93
Virgilio, Geórgicas, IV 523-527, trad. de Eugenio de Ochoa, Madrid, 1879.
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—Deja de hacer lo que me corresponde (‘πέπαυσο’ ἔφη ‘τῶν ἐμῶν’), pues ya te he soportado bastante en tus profecías94.
Pero más que fuentes literarias, tenemos numerosos testimonios artísticos y plásticos que acreditan la existencia de un culto póstumo a la cabeza de Orfeo y seguramente también la existencia de un santuario órfico, al que los fieles acudían a consultar como a un oráculo. En el Otago Museum de Nueva Zelanda se conserva una hidria de figuras rojas, del s. V a. C., en la que, junto a la cabeza de Orfeo, aparece pintado el dios Apolo con su lira, rodeado de dos figuras femeninas. Puede que se trate de dos pitonisas (sacerdotisas de Apolo) o puede que una de ellas sea también la propia Eurídice. Lo más interesante de esta representación es que, en ella, el dios Apolo aparece golpeando con una larga y dura vara de laurel la cabeza caída de Orfeo. Lo que acreditaría una tradición muy antigua para esta anécdota, transmitida por Filóstrato. Es espantosa esta tercera y definitiva muerte del pobre Orfeo. Aquí ya no hay infierno ni esperanza ni reencarnación alguna. Ninguna de las doctrinas de la supervivencia después de la muerte, ya sean órficas o pitagóricas, parecen ya salvarlo. Derribado por Apolo, este tercer Orfeo yace finalmente sepultado en el olvido. Es curiosa sin embargo la esperanza de inmortalidad que el propio Ovidio ambicionaba alcanzar para sí mismo, tal como lo expresa al final de su magna obra. Pues ésta ya nada tiene que ver con reencarnaciones ni con otro tipo de supersticiones, sean órficas o pitagóricas, sino con la pervivenFilóstrato, Vida de Apolonio de Tiana, IV 14, trad. de Alberto Bernabé, Gredos, Madrid, 1992. 94
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cia y la inmortalidad de su nombre y de su obra, a través de la fama y de la gloria literaria. Por eso afirma orgulloso, al final de su libro: “He dado fin a una obra que no podrán aniquilar ni la cólera de Júpiter ni el fuego ni el hierro ni el tiempo devorador” (Met XV 871). Es cierto que aquí resuena claramente el Exegi monumentum aere perennius de las Odas de Horacio, publicadas treinta años antes que las Metamorfosis de Ovidio, y que efectivamente le dieron al poeta una fama perenne. Pero, a esta idea de la inmortalidad de la fama, Ovidio le asocia claramente la idea de la caducidad y la mortalidad del cuerpo. Que ese día que no tiene derecho a otra cosa más que a mi cuerpo acabe cuando quiera con el transcurso de mi vida incierta; pero en la mejor parte de mí yo (parte tamen meliore mei) viajaré inmortal por encima de los astros de las alturas, y mi nombre será indestructible, y por donde se extiende el poder de Roma sobre la tierra subyugada, la gente me leerá de viva voz, y gracias a la fama, si algo de verídico tienen los presentimientos de los poetas, viviré por todos los siglos95.
Tal vez ésta sea la única verdadera esperanza de inmortalidad de los poetas. Tal vez sea ésta la única posible forma de inmortalidad a la que todavía nos cabe aspirar.
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Met. XV 872-889.
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Capítulo 10 Sobre Michael Sherwood
Michael Sherwood (Eastbourne, 1959 - Berlín, 2007), artista, novelista, crítico de arte y profesor de filosofía de orientación marxista. Trabajó a finales de los años setenta con el grupo Art and Language, en cuya revista publicó algunos artículos y también colaboró en los Estados Unidos, con Joseph Kosuth. En el año 1995 se trasladó a Berlín como profesor de teoría del arte en la Humboldt Universität y allí trabó amistad con Hans Haacke, con el que desde entonces colaboró activamente. En 1992 publicó su libro Language and Desire y en 1996 su libro Ursprung der Selbstbehauptung der Frauen. Su novela póstuma The learning of disappointment relata sus experiencias sexuales y su transformación final. Murió en Berlín, el 11 de junio de 2007, ahogado en el canal regional. Las circunstancias de su muerte todavía no han sido esclarecidas.
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