Javier Andrés Montaño La cámara de Nacho Nacho está en una fiesta de su familia, cámara en mano. Todos beben, algunos dejan el baile y se sientan un rato con él, le dicen con cariño pero también con intromisión que su abuelo siempre esperó lo mejor de él. Como todos sabían, su abuelo Pedro había perdido en el ajedrez con Nacho cuando él sólo era un niño, y desde entonces había cultivado una cierta admiración por el niño, casi devocional. Pero cuando Nacho se hizo misionero se enfermó terriblemente, de asco. Y al renunciar a sus aspiraciones sacerdotales, lo recibió con su mejor vino, sin poder esconder su complacencia. Por eso todos decían que el viejo murió pensando que su nieto, el más amado, podría ser mucho más que un profesor de barrio. En la fiesta Nacho recordó a su abuelo, su bigote, un bigote tan ridículo, tan decimonónico, que al viejo le encantaba y cuidaba con gusto masturbatorio. Recordaba sus borracheras, cuando se aparecía mal vestido y subía las escaleras despacito para que nadie se entere, y nadie se enteraba, porque todas simulaban estar dormidas, ay si alguna quisiera echarle en cara el asunto, que el viejo arremetía como un toro colérico porque en casa de mujeres el único borracho permitido era él. Se acordaba cómo le quitaba la corbata para que no se ahogue y luego los zapatos para simular que ese sueño era un sueño decente, y lo arropaba mientras todas en la casa lo escuchaban todo pero por nada del mundo abrían los ojos, agradeciendo a sus santos que el viejo haya llegado vivo. También recordó su exquisita elegancia, ese sentido visual de hacer del mundo un lugar más habitable que sólo lo tienen los mejores hombres, recordó su afición casi religiosa por las máquinas y por coleccionar los artefactos más ociosos que pueda ocurrírsele a un hombre que gustaba de la cocina, pero recordó, sobre todo, su amor a la fotografía. El viejo puso un cuarto oscuro y todo, desplazando a una de sus hijas a compartir habitación con la plancha. La fotografía siempre fue el instrumento de Nacho. Desde muy pequeño había observado a su abuelo recortar el mundo con su máquina de miradas, y pese a todos los defectos de ese patriarca incómodo, las tardes de cacería visual, lo redimían de todo. El viejo se las había ingeniado para sobrevivir con casa y autos a la Falange, a la UDP y a la inflación de campeonato con decoro aunque remendando, y sin desespero, con la confianza secreta que tienen los que se enamoran de su país, de que todo invierno pasa, sabiendo que siempre, siempre, llega la vendimia. El puente que el viejo se inventó para Nacho cuando se acabaron los disneys y cuando había más polilla que caballos, para atravesar los escaparates con mirada de no me gusta, fueron las tardes de fotografía. Las tardes con cámara en mano, en una La Paz que nunca aburre, traían el mundo de la Monroe collita, de la Kennedy de la esquina (porque al abuelo le encantaba robarle una foto a las chicas), de cuñapés con tango y con otros viejos que olían a cigarros, que olían a hiperinflación pero con puros habanos, el mundo de las
máquinas caras que se comentan y se celebran, pero no se poseen, el mundo de la buena vida, y de las chicas que no le huyen a un viejo con bigote aunque cargue un crío y una cámara una tarde en la que el resto del mundo suda su salario. El viejo no le dejó a Nacho su cámara, y mejor, porque enterrarlo sin ella habría sido como enterrarlo sin su bigote. Se murió sin mucha pompa, más pobre que cuando había nacido, pero aún con títulos y abogados, se murió tratando de embriagar un cuerpo ya inembriagable, porque uno se emborracha con sexo y con amigos, o sino sólo sufre el alcohol como se sufre una sopa guardada, y al viejo no le quedaban ganas para uno ni para el otro. Se murió con cáncer de lengua, que, muy enojado, le obligó a exprimirle el garbo incluso a su silencio. Los dos últimos años, fue desvaneciéndose cada vez con más colores, más pipas, más bigote, pero en silencio, y más que el cáncer le dolió ver que nadie notaba el esfuerzo. Los últimos meses seguía escapándose al club, de gala y perfumado, pero allí también su elegancia se hacía cada vez más trágica. Nacho no se despidió bien de él. Cuando el viejo se estaba muriendo Nacho se había enamorado por primera vez con el compromiso con el asunto que el primer amor exige a cualquier romántico latinoamericano. Así que entre el vértigo de los besos, de los primeros senos, de las torpes rupturas y los regresos sin guión, no había en el corazón del chico mucho espacio para el cáncer del abuelo. Ésto, lejos de amargar al desahuciado, le hacía feliz, porque nada alegraba más al viejo arquitecto que saber que su nieto, ese sí, era idéntico a él. Él tampoco enterró a su padre ni a su abuelo, y no esperaba apegos artificiales del muchacho hacia los ritos que él nunca había inculcado. Mientras sus mujeres prendías velas y hacían cadenas de oración, su nieto bebía el néctar de las tardes con una chica, creyendo ingenuamente que esa aventurita era verdaderamente el amor de su vida. El día que murió el abuelo, Nacho lo había visitado por la mañana, y le mostró sus fotografías. Casi todas eran de esa chica, una flaca muy bonita y tan ingenua como él. Por eso en la fiesta Nacho hizo oídos sordos, su abuelo no estaba decepcionado de él, tan sólo le habría gustado adelantar la película y su gran final, que apenas imaginaba con las fotografías que Nacho le traía. Y no, no le regaló su magnífica cámara, el viejo mañoso pidió ser enterrado con ella y con unos rollos sellados, que nunca se atrevió a quemar y que acaso contenían el misterio de la gente bonita, esa intima soledad de los que han sido amados por mucha otra gente hasta su último día, aunque ya estén mudos y adormecidos por el hambre. Nacho se encargó de enterrarlo con las historias que ni a él le contó, tal vez porque las mejores historias no se le pueden contar a un crío, acaso también de alguna flaca bonita de la que la familia no quiso saber y cuya existencia trató igual que las borracheras de la madrugada. Nacho no se quedó con la cámara pero si se quedó con la mirada. “La mirada es la única forma en que la humanidad regresa una y otra vez a la existencia”, decía su abuelo, muy borracho, cuando lo arropaba. “Mirar es hacer vivir”. Por ello, si vamos a hablar de Nacho, tenemos que hablar de su mirada, de su pasión por las imágenes, y desde luego, de su
cámara, que más allá de un instrumento (que cambiaba de forma y evolucionaba cada año con él) era un puente hacia el abuelo, a esa virilidad excluyente, que se levanta sólo en el hecho de que es más divertido ser hombre como creía el viejo aunque nunca pudo creerlo del todo Nacho, ese puente que puede invocar la lluvia como una forma de chuparle la vida a la tierra, la cámara como una forma de posesión de las esencias, y también como una forma de hacer existir. “Tu mirada me trae a la existencia” puso Nacho, el romántico, en el anillo aún sin destinataria que guardaba en el ropero. Porque Nacho vivía cada día, gracias al viejo, en otro tiempo y como si cada día fuese un día para beberse un whiskey con corbata. Al igual que el viejo, Nacho sabía que los pequeños deleites deben ritualizarse en celebraciones que pueden parecer absurdas al que no da la vida con la mirada. Vivir, era para Nacho, engendrar un espectáculo digno de ser contemplado. Los funerales del abuelo en la familia de Nacho no eran momentos de susurros y café. No, eran una borrachera épica, porque esa era la única forma en que estos tarijeños sabían lidiar con el dolor, y de paso, una buena forma de enterarse de los dolores de todos. Así, los más viejos pasaban la antorcha a los jóvenes, en su mayoría snobs paceños, y les enseñaban a morir como habían vivido: aspirando a esa buena vida que se les escapaba tantas veces de las manos. Se entregaban a los más vulgares excesos, ciertamente a todos, y así lloraban al muerto. Mientras, los jóvenes observaban el espectáculo dantesco de ver a sus tíos moralistas apretándose, atragantándose y riendo como si el ataúd y el dolor fueran parte de la decoración. Años después, estos chicos se llorarían de la misma manera, escandalizando a sus hijos. Pero en todo funeral de los Ortíz Majluf había un rito, un rito que se tenía que hacer si o sí, aunque las lágrimas y el vino no se los dejaban. Una rueda, la rueda la bailaban sólo los trece hermanos viejos, menos uno, el muerto, y aunque habían bebido tanto como para no pararse, el respeto al hermano más querido, al patriarca patrocinador de todos los placeres, al amo de la guitarra, de los rubores y de las corbatas, les despertaba y les hacía bailar. Y la rueda chapaca, con sus quejas que te parten el alma, como el himen irreparable de todos los siglos, con esos bajos y esos agudos, esos chillidos como wawas que acaban de nacer, la bailaban llorando, medio borrachos, y riendo, medio en oración, en parsimonia perfecta, como en la vendimia, como en una boda, en un bautizo, o cualquier otra solemne ocasión. Los funerales de los Ortiz Majluf se bailaban llorando y se oraban riendo, la cámara de Nacho lloraba con ellos, guardando, guardando a los viejos, y después, cuando ya se había llorado todo, solamente quedaba la noche del frío paceño.