EL DIVAGADOR
MIKHAEL TORALVA CORDOVA
EL DIVAGADOR
MIKHAEL TORALVA CORDOVA Nictรกlope editores
Mikhael Toralva Cordova © El divagador Primera edición, mayo de 2014 De esta edición © Nictálope editores Jr. Los Alisos 115-Huancayo Tlf.: 964156520 Email: nictalopeditores@hotmail.com Tiraje: 1000 ejemplares Cuidado de la edición: Hugo Velazco Flores Pintura de portada: MadPaint Impreso en Marsant’s Industria Gráfica Jr. Arequipa 310-Huancayo Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2014-07099 ISBN: 978-612-46449-3-1 Impreso en el Perú / Perú Llaqtapi qillqasqa
PARTE UNO
Mikhael Toralva Cordova 25-03-2000 Arribé a la ciudad cerca al medio día, el terminal repleto, las personas con sombras apenas perceptibles y la miscelánea propia de una ciudad cosmopolita aligeró la carga de emociones previas. Después de varios años sin pisar estas tierras asfaltadas, percibo que las calles parecen mantenerse en forma y los sucesos del pasado que se muestran relacionándose con ellas castigan la poca disposición que tengo por recordar una tan lejana infancia, con la irreverencia impensada y los pensamientos matutinos que armonizaban con las nulas responsabilidades. Finalmente y luego de pasar por mi viejo barrio, pude recordar al Sr. Curtis, un solitario vecino, que siempre protegía con gritos desde los cristales hasta el césped de su casa, no había balón que osara tocarlos y volviera con la posibilidad de rebotar otra vez, ni muchacho que se metiera a hurtadillas en el patio y no saliera llorando a causa de los castigos del viejo, que en ese entonces se mostraba siempre iracundo y agitado, daba vueltas por el jardín de su casa, como si le doliera los pasos y los segundos se incrustaran en su pecho producto de su avance, entonces yo era pequeño y apenas percibía las intenciones del mundo y la confluencia con otras realidades me importaba apenas un segundo, al pasar por la puerta, al pedir una propina, al tratar de descifrar el reloj de péndulo, todo con un sentido aparente. La casa del Sr. Curtis ahora tiene en lugar de un jardín un montón de concreto, sin césped ni flores que proteger y en lugar de las ventanas de cristal hay otras de vidrio templado de una forma más contemporánea con rejillas de doble función, lo que demuestra el hecho de que la casa tiene otros propietarios. La penumbra de las siete pretende detener mi nostálgico estado de ensimismamiento, mientras observo con frustra9
El divagador ciĂłn las huellas de polvo en el piso del cuarto. Me siento en casa por primera vez desde que lleguĂŠ a esta ciudad; sin embargo, debo volver a la calle a buscar algo que cenar.
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Mikhael Toralva Cordova 27-03-2000 Me acostumbro, como era de esperarse. Hace unas horas, una reminiscencia talló un ademán de alegría en mi rostro mientras caminaba por los límites de la ciudad. El hermoso arrebol que pintaba los campos, traía a mi mente lo mejor de una vida, lejos de este lugar. El toque furtivo de algún timbre en el vecindario, los juegos improvisados que producíamos mientras los adultos se divertían —de una manera que ahora me resulta muy familiar—, los vasos descartables abandonados en el parque, por una mala costumbre o por simple distracción. Una buena niñez y adolescencia, allá en la costa, donde las playas son un buen contexto para el romance, con el que tuve muchos fallidos intentos de congeniar. Luego de tantos años de amistad, es una completa ironía pensar que la figura de Beatriz nunca me haya llamado la atención, y ahora que apenas puedo verla en fotos o escucharla por teléfono, su rostro parezca moldeado por los ángeles y su cuerpo por un demonio lujurioso, ambos cuajando en su profana relación una voz híbrida que me enajena, aun en mis momentos de mayor concentración. Supongo que apenas y me convierto en un adulto; tal vez, el hecho de crecer juntos, me hizo verla como una hermana y me hizo creer que ella piensa lo mismo. La extraño, sé que la hago feliz escribiendo este diario, aunque no tendría sentido llamarlo así, porque no escribiré todos los días; sin embargo, prometí hacerlo, ella me dijo que sería el regalo perfecto dentro de unos meses, cuando necesite saber lo que sentí durante este tiempo, lejos de ella, lejos de la poca familia que aún me queda. Una promesa subjetiva, algo tonta, como la intención de dárselo. Debo editarlo si alguna vez pienso entregárselo. 11
El divagador 31-03-2000 Terminé con el trámite de matrícula, el poco diálogo, las largas horas en las colas que me obligaban a intentar entenderme con mis ideas y las escasas horas de sueño que tuve el día de ayer producto de una extraña tortura psicológica, me tienen como salido del laboratorio de un programa siniestro de investigación mental. De madrugada, luego de no poder dormir retorciéndome a causa de un coctel de emociones cuyo resultado siempre era el miedo, tuve un sueño exótico, me hubiese gustado cambiar la «x» en esa palabra por una «r», pero para infortunio mío, resultaría inadecuado, teniendo en cuenta que la extensa linealidad de mis fantasías vacilaba al momento de presentarse como tal, ante una realidad que se hacía cada vez más ambigua. El sueño comenzaba con una pregunta escrita en un papel, se entendía plasmado por una pluma: «¿por qué las garras de la locura, hieren mis versos sin motivo aparente?». La pregunta se presentaba de manera ubicua en mi rutina, que por cierto era algo diferente, los lugares tenían aspectos lóbregos y mientras intentaba perderme en cualquier lugar regresaba al mismo, el cual estaba en penumbra total, excepto por una silla en el medio a la que iluminaba una fuente ignota. Alguien se encontraba sentado en ella, me aterraba la idea de acercarme, pero como en toda historia existe un final, un desenlace, un clímax o como quiera llamarse, mi sueño no pudo terminar sin uno. En cierto momento me acerqué, pero mientras más lo hacía, notaba que el ser sentado ahí, perdía su aspecto humanoide y más parecía un espectro flamígero, con ojos pequeños, casi imperceptibles y de un solo color, con un brillo tenue como luces de neón. No parecía tener boca, es más, su rostro se difuminaba lentamente, como el humo de un cigarrillo, al12
Mikhael Toralva Cordova rededor de esa figura fantasmal. —¿Que buscas? —dijo, con un aire hiemal, que azoraba mis posibles intenciones, congelándolas—. Ya es tarde para nosotros. —¡Sólo quiero salir! —dije, mientras mis pasos se iban hacia atrás y mi mente bosquejaba un paraje lejos de ahí, más normal, más conveniente, más familiar—. Tú no perteneces a este mundo, ¡aléjate! —Crees que soy dañoso, es propio que lo digas, puesto que todo es como lo conciben los ojos de los que observan; pero tú no eres diferente —decía, elevando la gravedad de su voz —. Desdichado sea quien rechaza algo inherente a su existencia… Sólo alargas el camino, la continuidad de lo verdaderamente bueno no debe ser interrumpida. Regresaba entonces a la locación espiritual donde todo comenzó, y luego de dos segundos imaginarios, recuperaba aparentemente, el sentido de la realidad, sentía al aire enrarecido y medio cuerpo compungido. Luego de unos minutos de ensimismamiento, el cantar trillado de los pájaros siempre invisibles, me llevaron hasta la ventana, el sol penetraba a través de ella y terminaba de convertir todo lo sucedido en una pesadilla, una simple pesadilla, nada más, tan irreal como los encuentros coitales que tenía con modelos de revista. Se hace tarde, alguien me dijo que la soledad no es buena compañera; así que, por lo acontecido, pondré a prueba ese dicho con deliberación, desde hoy.
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El divagador 07-04-2000 Esta semana tuvo un contraste de diligencias que concurrían desde diferentes direcciones, las personas se muestran muy amables entre sí, comportamiento décuplo en una persona en particular que lleva por nombre Julio, aunque su actitud afable en extremo me despierta cierta suspicacia; pero, honestamente no puedo evitar admirar el liderazgo que mostraba en cada actividad que se realizó durante la primera semana, hacía lo que nadie quería hacer por flojera, vergüenza o miedo, por lo que le era fácil meterse al bolsillo la confianza de los demás y sacarla luego cuando la necesitaba, aprovechando el sentimiento de deuda de todo aquel a quien había asistido. Muchas veces sus peticiones eran aún más difíciles de hacer que lo hecho por él inicialmente; al final, la cadena de favores no hizo más que beneficiar a Julio, situación que por raro que parezca hacía feliz a todos en esa pequeña comunidad de medio tiempo. Al conversar con Julio, tuve la impresión inicial de estar hablando con una persona omniscia, puesto que posee un rico vocabulario, y sus argumentos convincentes dan muestra de su sapiencia, empero, su ideología marxista y sus ánimos febriles por resaltar a grandes personajes de la historia del socialismo citando sus frases más relevantes, me hace pensar que este hombre pertenece al mundo de los intelectuales, aquellos que ponen los conceptos por encima de nuestra misma naturaleza. Siempre me he considerado un artista, y lo expreso aun a riesgo de convertirme en alguien fatuo, mi afán de ser llamado músico fue lo que me llevó a estudiar dos años en el conservatorio luego de terminar la secundaria. Cuánto daría por continuar en aquel lugar de prolija inspiración, pero el suceso 14
Mikhael Toralva Cordova infausto de hace meses, me regresó a la vida socialmente adecuada que todos querían para mi desde el principio. En este momento, qué persona de mi entorno entendería o se pondría a pensar siquiera que sus conceptos muchas veces tan bien defendidos sólo pueden ser representaciones que saturan los sentimientos dándole diversos sentidos hueros, alejándonos de su magia, de ese magnetismo que simboliza a la música. El arte, pertenece a un mundo vedado de manera directa a las representaciones, no puede ser descrito con palabras, y su realidad no es más que teoría para todos los mundos apartados del artista creador, bien lo expresó un gran filósofo: «la música nunca puede ser un medio al servicio del texto, sino que siempre se sobrepone al texto». Las palabras de Julio, no son más que eso, encandilan a los torpes y convencen a los menos torpes, sólo espero que la consecuencia también forme parte de sus preceptos, tal vez así nuestras largas tertulias sean en algún momento necesarias para ambos.
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El divagador 16-04-2000 «Decid a los camaradas que entro en la cárcel como ardiente revolucionario, la cabeza erguida, el espíritu intacto, el ánima inconquistada». Julio repetía una frase proclamada por Eugenio V. Debs —poco antes de ser ingresado a prisión— mientras hacía un mohín de inconformidad producto de la introspección que daba cuenta del nuevo estilo de vida que apenas y toleraba, su proceder lacónico en ese instante reflejaba lo difícil que fue para él convertirse en universitario, no por la complejidad de los exámenes de admisión, sino porque en su situación, su objetivo parecía distorsionarse, era como si sus planes habían fracasado y su imagen dirigiéndose al proletariado para sacar el muy bien cobijado espíritu libre de sus corazones; tenía que ser abolido para dar paso a otro con diferente careta, el de uno más presentable, más demagogo y aún más hipócrita. Me preguntaba qué tan difícil es para un mentiroso ser aún más mentiroso, y pensé: quién no ha matado a una mosca o descuartizado algún otro insecto, el remordimiento, moral, esos «valores» sólo aparecen cuando te piden hacer algo que no acostumbras, y apenas son perceptibles cuando la carga es conjunta o el acto es consentido, como cuando se despanzurra vivo a un sapo en alguna clase de biología. El ser humano sólo se ve afectado en situaciones nuevas, cuando se cree el único responsable, incluso habiendo referentes, ingresamos reglas falsarias que justificamos luego de pasar por situaciones sin precedentes para uno, he ahí el reflejo de nuestras verdaderas intenciones. Julio y su nuevo Modus Operandi no entran en avenencia, su sentimiento de inconformidad, era fácilmente perceptible, me lo transmitía con cada dicción, sin rezagos de duda. En ese momento sentía que había alguien más que no se aprecia16
Mikhael Toralva Cordova ba de armonizar con todo. Era ya muy tarde, media noche y algo más, «x» botellas de «x» bebidas de las que sólo sabía que contenían alcohol. Ahora yo también debía mutar, entenderme en este nuevo contexto y acostumbrarme, como he venido haciéndolo desde que nací. En el afán de vencer tanto pudor remanente, concebí este proceso como algo complicado, que me dejaba con pensamientos que fluían en los «tal vez»; tal vez esta impresión no es más que producto del Delirium Tremens; tal vez sí debo estar aquí; tal vez Julio sólo quiso transmitirse la frase en sí, pavoneándose de su riqueza intelectual para convencerme, aprovechando mi torpeza temporal. Cierto es que, Julio es muy puntual, y ya entabló amistad con algunos maestros, me pregunto qué persona íntegra podría ser amigo de quien despotrica; quizás lo mejor es ser amigo de Dios y del Diablo.
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El divagador 28-04-2000 Los días pasan muy rápido últimamente. Luego de un tácito casting, que consistía en una serie de comparaciones implícitas durante la observación del comportamiento de diversos individuos en el aula en actividades como chacota, flirteo u otros en donde tuvieron que expresar parte de su personalidad, decidimos ingresar a nuestro grupo «selecto» de dos personas, a un tercero de nombre Roger. Si me preguntaran cómo definiría a Roger en pocas palabras, podría decir que es una persona muy locuaz, que gusta de los videojuegos y las leyendas urbanas, su tez limpia sin señales de haber sido alterada por el crecimiento de la barba, y sus modismos similares a los de mi maestra de primaria, me hace verlo como una adolescente poco desarrollada; aunque su buena dicción y buen desempeño en el canto, se acopla perfectamente a los arreglos que suelo hacer con la viola que de vez en cuando acostumbro cargar por si la música me pide su atención de improviso, él además, conoce algo de música clásica, y me reta continuamente a interpretar alguna pieza de Franz Liszt. Siempre quise tocar la viola, por el rango de octavas que alcanza, hizo verme reflejado en ella, un instrumento tan único, perfectamente imperfecto, como el que siempre fui y que siempre me encanto. La perfección en el mundo de la música, y su intolerable exactitud, fue también la razón por la que siento cierta animadversión por el piano, aprendí a tocarlo, pero no como para interpretar piezas complejas, la altanería enclavada en esa estructura inerte y prodigiosa, rechazó muchas veces mis intenciones.
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Mikhael Toralva Cordova 18-05-2000 Decidimos sin decir palabra alguna que al término de las clases nuestras conversaciones tenían que alargarse hasta que nos de sueño o se hiciera demasiado peligroso para seguir caminando por la concurrencia de ladronzuelos y sabandijas. Hace varios días que nos persiguen entidades psíquicas, que perturban todo aquello en donde nos vemos reflejados; no obstante, tal vez sólo debo hablar por mí, puesto que el entusiasmo colectivo que parece evidenciarse, para mí se está convirtiendo en un aterrador vicio que somete de a poco mis prioridades rutinarias. Todo comenzó con la proposición de Roger de quedarnos en su casa, puesto que al igual que yo, vivía en un cuarto alquilado, y no rendía cuentas nadie, excepto las del tipo monetario a su hermano. Era un día no muy diferente, el sonido de nuestros pasos que se hacían perceptibles durante los incómodos silencios, el andén de siempre en donde discurren urgencias y trivialidades de un centenar de personas —un millar para Julio—, y los temas poco convencionales que aunque inútiles en la vida cotidiana, nos proporcionaba ese sentimiento de superioridad que luego reverberaba en algunos incautos que nos veían como unos ermitaños eruditos. Compramos licor en una taberna clandestina, la atención que se nos dio fue congruente con mis pretensiones, que ya tenían forma minutos antes de llegar —se tenía la sensación de estar cometiendo un ilícito—. Lo hicieron a través de una de sus ventanas; sin vitrinas, sin luces de neón, sin carteles de mujeres tocando con lascivia a una botella gigantesca, sólo esa ventana, en cuyo cristal se encontraba pegado una cartulina en el que estaba escrito «24 horas». Roger decía que ahí vendían licor para adolescentes, la importancia que di a dicho comentario languidecía a 19
El divagador través de los segundos que tardaba en recordar que Julio y yo ya teníamos la mayoría de edad, por lo que no teníamos por qué adquirir esos productos furtivamente; empero, fue a través de los minutos de abstracción propios en situaciones de estrés, que entendí el verdadero significado de las palabras de Roger, al fin de cuentas, los suministros apenas y nos habían sacado algunas monedas del bolsillo. Mis pisadas parecían desidiosas durante el camino al cuarto, como si cavilaran sobre su condena de seguir la acción repetitiva de trasladar mi cuerpo hacia ninguna parte. Pensaba en algo similar, algunos seres humanos llaman libertad al accionar impensado, con consecuencias poco enriquecedoras y que tienen un tiempo de vida efímero, sin proyecciones, sólo la repetición subjetiva de hechos que se consideran osados, que engañan al alma, haciéndole creer que así será más fuerte, más feliz, más libre. Bienaventurados los que lo hacen y se creen libres, no cargan con dilemas, sólo viven el día (carpe diem) y siguen haciéndolo sin preguntarse por situaciones tan simples, como el por qué uno está a punto de embriagarse con un licor de dudosa procedencia, de amanecida y fuera de casa. Me preguntaba muchas cosas, hablando poco, sonriendo más, hasta que llegamos al lugar, era —como era de esperarse— pequeño, no muy limpio, con manchas y orificios en las paredes, aunque inesperadamente ordenado con un lugar para los libros, otra para la ropa y otra para la computadora y artículos relacionados a ella. Había un taburete de pequeñas dimensiones cuya artesanía era muy palmaria, expresé ese parecer a Roger quién me dijo que el extremo cuidado de detalles en la elaboración fue trabajo de su padre, que era ebanista, me contó que cuando él era niño intentó hacer uno, pero al no poder hacerlo bien, la frustración de su mirada fue notada por su padre, quién le hizo uno y desde entonces lo tenía en casa. Cuan20
Mikhael Toralva Cordova do consulté tontamente —resultaba obvio—, que si lo había traído por los buenos sentimientos que le transfería ese mueble, me contestó, que esa era una razón muy obvia por lo que no era la verdadera, luego se sirvió un trago y se dirigió a Julio, preguntándole si alguna de las chicas del salón estaba «buena» para él. Nuestros gustos, en lo referido a mujeres coincidían en gran parte, lo cual era normal, puesto que la imagen perfecta (meramente física), se nos había sido impuesto desde pequeños de manera paulatina mediante libros, revistas y programas de televisión; supuse que tal vez eso era una de las cosas que nos hacía análogos a los demás individuos de nuestra especie, lo cual era aún más normal. Lastimosamente nuestro salón estaba conformado por un grupo mayoritario de varones, tanto que las mujeres podían ser contadas por alguien observador con un único vistazo en el aula; pero, bajo el riesgo de pasar desapercibidas. El estilo de vida, llena de dedicación y pocas excentricidades, justificaban su disimulado atractivo; aparentemente, no tenían tiempo para ellas mismas, lo que les generaba cierta repulsión hacia las «otras», aquellas denominadas «bonitas», pintadas con tantas capas como los portones de madera en las casas de más de un siglo, con su despliegue de cadencias que transformaba a los varones en ovejillas absortas a la espera de ser degolladas por el filo del deseo. Las chicas del aula, se obstinaban en señalar como única fuente de belleza, a la ropa de moda, los kilos de maquillaje y el comportamiento irreverente y desinhibido, aspectos que trasladaban de manera implícita a una de sus las frases más comunes y despectivas: «eso les gusta a los hombres». Poco les importaba —al parecer— la curvatura proporcionada de las caderas, la estética de los pechos y la lozanía del rostro. Intentaban sutilmente, obviar el hecho de que ellas no hayan nacido con esos encantos —o tenían sólo uno de ellos—, por lo que 21
El divagador dedicaron sus esfuerzos a coger una carrera tan difícil en una de las mejores universidades del país, y ser reconocidas por ello, soslayando a las «otras», creyéndose mejores, apreciándose de despreciarlas. Una estrategia osada, pero que, valgan verdades, daba muy buenos resultados. Julio dirigió la mirada a Roger y le dijo: Me gusta Estela, su personalidad es fuerte y sus sarcasmos bien pensados. Pasaron unos minutos de conversación anodina, el alcohol comenzaba a evidenciar su mecanismo de acción en nuestros cuerpos. Roger se escondía hablando de sí mismo en tercera persona, mientras relacionaba sus vivencias con las leyendas urbanas de las que tanto era aficionado. El reloj de pared daba media noche, cosa imposible, pues habíamos pasado por una cantidad considerable de temas; posteriormente, al observar el segundero, noté que mantenía el movimiento de «diapasón»; empero, no avanzaba. En un momento Roger mencionó que era muy bueno en lenguajes de programación y sistemas de red, habilidad que le permitía navegar por los rincones más siniestros del internet sin dejar rastro. Contó que hace unas semanas encontró una interesante historia ocurrido al otro lado del mundo. Al mostrarme parte de la evidencia, mientras me lo contaba, el siniestro desarrollo me heló el tuétano. Era un video de seguridad que mostraba a un joven dando vueltas por los pasillos del instituto en donde según los reportes relacionados, estudiaba hace más de tres años. El joven avanzada con premura, esquivando con cierta dificultad a las demás personas que recorrían el lugar, girando la cabeza hacia atrás continuamente, acelerando el paso cada vez que lo hacía. Algunos de sus compañeros parecían notar algo extraño y uno de ellos intentó tomarlo, pero éste se zafó y continuó su camino. Cuando, por fin, llegó al final de uno de los pasillos poco antes de bajar las escaleras, 22
Mikhael Toralva Cordova se detuvo, la serenidad parecía regresarle con caución, pasaba las manos por su rostro lentamente. Finalmente, giró su rostro una vez más y en ese momento la situación se convirtió notoriamente en un brete con la reacción violenta del individuo que casi se lanzaba hacia las escaleras. Con ese último suceso terminaba el video. Al día siguiente fue encontrado muerto en el último piso del instituto, sin ningún rastro de agresión o envenenamiento. Un misterio sin resolver, una leyenda urbana. Pero esta historia no era más que el previo para una osada y macabra proposición que haría Roger, la cual, Julio y yo secundaríamos, embelesados por la cautivante figura del misterio: —En el mundo existen tantas situaciones inexplicables como atrocidades cometidas por el ser humano, ambas son interesantes, pero lo primero es intrigante, mientras lo segundo muchas veces repulsivo, y yo al igual que la mayoría de las personas, prefiero abstraerme en el misterio —mascullaba Roger manteniendo el vaso de licor cerca a la boca—. Desde hace mucho quería encontrar personas que disfrutarán del sinsentido de adentrarse en el bajo mundo, por lo que quiero proponerles algo: encontrar la historia, video, o lo que sea que represente lo más terrible que nuestra moral y susceptibilidad pueda soportar, y lo revisamos dentro de tres meses, tiempo suficiente para encontrar algo «bacán». Las palabra de Roger fueron esas, o al menos, eso es lo que recuerdo. En aquel instante, la perplejidad henchía mi cabeza a medida que asentía, poco después comencé a dudar de mi inteligencia. Qué persona que se precia de su sensatez y buen juicio podría dedicar tiempo y esfuerzo a la búsqueda de aquello que sólo podría acarrear traumas a un cerebro que ha quedado como orujo, luego de la concepción de ideas con diversos sentidos y utilidades. Era un completo, pero muy 23
El divagador atractivo antagonismo que luego terminé negando como posibilidad y aceptando como un hecho que se haría tangible. Escribo con la palpitante sensación de ser observado; tal vez sea por el video. Escucho un extraño sonido, como el de un jadeo cerca a la ventana, quién me observaría revelando su presencia con una acción tan bizarra. Saldré a dar una vuelta, necesito una conversación más trillada —perdón Julio—, buscaré a Estela.
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Mikhael Toralva Cordova 14-06-2000 Por la mañana recibí una llamada de Beatriz, suceso azas consuetudinario, y que parecería estólido de mi parte escribirlo en el diario, puesto que, se supone que debo narrar aquí hechos que ella desconozca; no obstante, esta ocasión lo amerita, ya que se me acaba de presentar el primer cuestionamiento sobre la necesidad de escribir para ella. Me pregunté: por qué debo contarle sobre las cosas que vengo haciendo, si al final esos hechos serán sólo una historia totalmente prescindible para ella en el futuro y que en el peor de los casos podría convertirse en una herramienta para recriminarme o echarme en cara alguna situación que su justicia la considere como mala. El diálogo tuvo similitud con las anteriores, los detalles de la vida que me narraba variaba sólo por un evento inoportuno que intentaba distorsionar su organizada rutina, hecho que la llenaba de orgullo y que intentaba insertarlo en mi con dardos de menosprecio hacía a la espontaneidad que según ella conlleva a la dejadez y posteriormente a la inutilidad. Durante los primeros meses en la universidad acepté su repetido discurso por considerarlo acertado de manera parcial, ya que podía observarlo en muchas personas que al adoptar la espontaneidad como estilo de vida, estudiaban muchas carreras o eran los eternos «cachimbos», muchos de ellos entrando a base tres — como dice Beatriz— y que nunca han trabajado «de verdad» en su vida, mientras alborotan los centros de diversión y desgastan las calles con su caminar rastrero, para luego —cansados de tanta flojera—, ir a sus casas donde tienen comida caliente y una cómoda cama para dormir. Después de todo, que más podría haber en esas vidas tan predecibles, que intentan encortinar con situaciones de sufrimiento imaginario. Eso 25
El divagador pensaba, hasta hace unos meses, mientras recorría los pasillos, orgulloso de hacer lo que debía. Pero la vida encierra espectáculos exclusivos, donde la lógica aparece como un villano de poca monta y los héroes son todos a quienes la sociedad crítica, por su poco aporte al sistema económico en todos los aspectos. Desde hace un tiempo que siento que lo estoy viviendo, que me convierto en protagonista de una historia inútil para la mayoría. No sé cuánto va a durar, aunque mi todavía imperiosa visión de culminar el año con las mejores notas me vuelve a la realidad, a esa única, donde los locos caminan por las calles arrastrando sus harapos, comiendo gracias a la caridad de las personas y el éxito está ligado a la capacidad adquisitiva, desde cualquier lugar, sin preguntas, con prejuicios dobles. Entre las cosas que Beatriz mencionó en la mañana, hubo una en especial que consideré lo suficientemente debatible como para cuestionar mi deseo de entregarle el diario, la cual, fue dicho justo al final de la conversación: —«Nico», procura llegar temprano a tu casa, me preocupa ver tantas noticias de muchachos que son asaltados y luego asesinados sin razón y «porfa» no te metas en cosas peligrosas, hay mucha gente loca en la universidad, yo acá también me siento algo incómoda por las personas que visten o hablan de cosas raras, ojalá en tu universidad haya gente más normal. Extraño nuestras conversaciones y tus rulitos. Cuídate y come a tus horas. Nunca noté que lo subrepticio era para Beatriz el mayor enemigo dentro del orbe que creó —donde pensaba llevar a todo quién le pareciera digno de ello—; quizá es así como actúa la mayoría, quizás así actuó siempre, quizás es lo que hago también, por lo que ello debe ser sólo una normalidad más. No meterse en nada diferente a la rutina de uno para evitar dañarse y azuzar ese proceder en los que se quiere para evitar 26
Mikhael Toralva Cordova que éstos se dañen. Pero entonces, que esperaba que le cuente en el diario, acaso escribir todos los días: «Salí temprano de la casa, di mi mayor esfuerzo para captar lo dicho por los maestros en las clases, y continué haciéndolo después de almorzar. Oscurece, ojalá pueda llegar a casa antes de las nueve, para evitar los peligros de la calle. Espero con ansias el fin de semana para ir al campo, hacer deporte o tomar un café luego de salir de la biblioteca». Supongo que toda situación diferente sería motivo de burla o descontento. Será mejor evitar todo eso, después de todo la quiero, estuvo conmigo «en las buenas y en las malas» —como dice Beatriz— y para mí siempre fue más que sólo la vecina del lazo blanco con la que jugaba a las escondidas de niño y tenía interminables charlas de Adolescente. El lazo blanco nunca lo dejó de usar, espero lo siga teniendo el día que la vuelva a ver.
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El divagador 30-06-2000 Bien dicen que las reglas están hechas para romperse, al igual que los acuerdos. Apenas y pasó la mitad del tiempo que quedamos; pero luego de tener una plática lacónica con Julio, decidimos dejar de buscar puesto que ambos llegamos a nuestro límite de susceptibilidad. En mi caso opté por casos ligeramente perturbadores que estaban relacionados con cuentos y novelas de autores «locos». Lo que hice fue buscar la verdadera historia de libros vedados —la mayoría los considera imaginarios—, como el Necronomicon y El Libro de Dzyan, los cuales se involucraban en leyendas urbanas. En el caso del primero, se dice fue leído por Jorge Luis Borges, suceso que fue la principal causa de la terrible ceguera que sufrió y que lo acompañaría hasta su muerte. En el caso del segundo se cuenta que está elaborado en hojas de palma resistente al fuego, y que fue escrito en un idioma que la filología desconoce. Historias increíbles que no hacen más que despertar dudas sobre la historia y sobre lo que realmente somos como especie, además de nuestra relación con lo divino. En el primer mes me encontré muy interesado en ello, creyendo poder encontrar en alguna biblioteca física o virtual algún indicio que me haría descubridor de un detalle que se les escapó a los estudiosos, lo cual, me convertiría en uno de los elegidos, que descifraría un pasaje más en la historia oculta del ser humano. Pero luego comencé a darme cuenta de lo redundante de la información, así como los aspectos irreales que me hacían considerar de una manera más firme que todo fue producto de unas alteradas mentes y que todos los autores son sólo eso, gente extraordinaria, pero nada más. Julio por su parte, ingresó al mundo siniestro de las películas denominadas snuff, encontrando cosas horribles que no sabe si son reales o editadas, pero de los que no quiere 28
Mikhael Toralva Cordova saber más. Me puse a pensar en ese momento, sobre la pérdida de tiempo que significó dicha empresa, nada había cambiado excepto el concepto de lo real. Roger por su parte, era el único con el deseo de continuar investigando, curiosamente no dijo nada nuevo, daba la impresión de que lo había visto todo y que su único objetivo era que nosotros hiciéramos lo mismo, para poder tomarlo como tema de conversación posteriormente, cosa totalmente entendible, ya que no existe mayor placer que el hablar de un tema que te gusta y conoces, con personas que también piensan igual, pero que conocen menos el tema. Además que, nuestra ignorancia, le facilitaría inventarse historias para hacerlas pasar por hechos reales que le sucedieron al vecino o al vecino del vecino imaginario. Todo habría tenido un final feliz con la ignominia y la suspicacia, trabajando perennemente en mi cabeza, si no fuera por la sensación de que mi espíritu se hizo más flexible desde que vine a esta ciudad, tanto que el azoramiento frente a las inmutaciones cotidianas se hacían menos perceptibles; las peleas callejeras, la humillación al más débil, los robos, se me hacían más tolerables y eso me provoca cierto malestar; tal vez sea el hecho de estar solo. Iré a comprar unas partituras, las que tengo ya las he ejecutado más de una vez con la viola; además, cierto es que la música es el mejor remedio para el alma.
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El divagador 09-07-2000 Luego de varias semanas sin tener pleitos innecesarios después de la media noche en alguna discoteca de la ciudad, decidimos que ya era tiempo de «entrar en acción». Julio llamó a Estela, a quien luego, recibió con especial diligencia, demostrando así lo bien que se estaban llevando desde hace algún tiempo. Ella llegó acompañada de una muchacha atractiva, de cabello castaño —que era apreciable a pesar de la poca iluminación—, alta, delgada, aunque con atributos muy bien distribuidos que armonizaban con la humedad de mis pensamientos, haciendo después mi presentación más sugerente de lo que yo mismo esperaba. Roger llegó minutos después, nos lo encontramos a pocos metros de uno de los «huecos», donde afanosas y condescendientes señoritas daban la bienvenida, mientras unos tipos cuadrados de aspecto displicente detenían posibles intentos de flirteo, sometiéndote vergonzosamente a una revisión rápida, que incluía tocamientos en la entrepierna y toda la parte posterior del cuerpo, en un intento fingido por encontrar algún arma o artefacto que podría ocasionar algún incidente dentro del local. Al ingresar se hizo notorio un ambiente níveo inicial en las paredes, que luego de reflejar a las desordenadas luces, tomaban un aspecto fosforescente. Una luz roja en el fondo al costado de una muy bien tallada escalera en espiral, informaba de manera implícita que habían opciones adicionales para los clientes que deseaban crear un conflicto entre la memoria y el orgullo, a través de la frase: «Eso no he podido hacerlo yo», la cual aparece siempre que se termina en el infierno después de haber viajado hacia él creyendo haber estado rumbo al cielo. Había extrañado los atisbos de aparente lascivia, que se dirijan al grupo, esa atractiva perplejidad de no saber quién es el objetivo. Trataba de 30
Mikhael Toralva Cordova ignorar todo ello, para centrarme en Ana, ese corto y dulce nombre que embotaba mi pudor, y me convertía en un esclavo temporal de las mentiras a las que recurría poco antes de dormir. Le pregunté si quería bailar, ella accedió, la cogí de la mano en el afán de «romper el hielo» y la llevé a la pista. Los primeros segundos se hacían eternos, mientras intentaba ordenar alguna frase que no debía encerrar un aspecto altanero o sumiso. Tomé inadecuadamente un tiempo valioso, tratando de recordar uno de los versos de Becquer, para adecuarlo a mi frase. Pero entonces, para mi mala suerte, ella tomó la iniciativa, dejándome con la cabeza en blanco y alejando la posibilidad de impresionarla con una rima romántica que pudiera describir su belleza y el estado febril en que me puso, producto de una imprecisa combinación de su aroma con las cervezas que bebía sin saborear. —¿Cuál es tu nombre? —dijo Ana con una voz calmada y armoniosa, como si tuviera la capacidad de impostar sin hacer el mayor esfuerzo—. Estela me lo mencionó al presentarnos, pero no lo recuerdo. —Me llamo Nicolai —dije con total seguridad, después de entender que una rima cursi habría sido el peor de los errores—. Me puedes llamar «Nico» si deseas, es más fácil de recordar. —¿Nico? Suena muy tierno —dijo, alargando algunas vocales, provocando un flujo libidinoso que recorría mi cuerpo en dos segundos—. Ahora recuerdo que Estela dijo que eres dulce como el chocolate. —Sabías que se ha demostrado que el probar chocolate te hace más feliz —dije sonriendo, sabiendo que lo dicho por ella era la llave maestra que creí, me sería más difícil sacársela—. Mucha gente dice que es como sentirse enamorado. 31
El divagador —Tan ocurrente como dijo Estela —dijo con más confianza—; pero creo que exageras. —Al parecer sabes mucho de mí —dije acercándome más, usando como pretexto el ruido ambiental—. Qué te parece si ahora hablamos sobre ti. —Muy bien, vayamos por unos tragos —dijo acercando sus labios a mi oreja—, mi boca empieza a secarse. Así empezó el juego del tira y afloja de esa noche, alargándose de forma pausada para mi beneplácito. Había perdido de vista a Julio, Estela y Roger. Situación más que afortunada, pues me permitía dar rienda suelta a mis improvisados planes, sin que Ana tenga donde esconderse. Pasaron así varias horas, y mi lucidez no me permitía atravesar el velo que Ana tenía en los labios, por lo que en mi desesperación, no me quedó más opción que hacer uso de algunas frases chabacanas que alguna vez me funcionaron. Fueron esas torpes palabras las que terminaron derrumbando el puente que había entre los dos, el cual, ya estaba cediendo bajo el peso de mis propios cuidados. No recuerdo bien que pasó, sólo que me vi en medio de una vorágine de pensamientos libres, demasiado libres, que su falta de atadura me empezó a incomodar. En ese momento caí, me levanté con cierta pereza mientras recuperaba mis ideas y la vergüenza. No volví a ver a Ana. Me senté en uno de las mesas, en donde había una cerveza y una botella de agua, ambas con más de la mitad de su contenido. Parecían abandonadas, usadas en parte y despreciadas luego porque el segundo sorbo fue más amargo que el primero. Pedí un trago, proyectando un alicaído ego, hacía el proceso de inclinar la botella y tratar de llenar el vaso. Pasaron varios minutos, y alguien vino solicitando el lugar que estaba ocupando. Ignoré su prepotente pedido ocasionando que me enrede con él y su afeminado acompañante en una cháchara 32
Mikhael Toralva Cordova que terminaría conmigo llevado a rastras hacia afuera del local. Botado como un perro, decidí caminar. En ese instante el mundo era demasiado grande para mi cabeza. Me comenzó a divertir el observar los vehículos estacionados por doquier, muchos de ellos lujosos, me preguntaba, cuántas horas de sufrimiento sería equivalente a su precio, intenté retirar el espejo de uno de ellos por simple regocijo, pero el fuerte sonido de la alarma me hizo entender que estaba cometiendo un error, el cual, poco después de reconocerlo, se transformó en culpa. Había libado demasiado, pero la sensación de que esto no debía acabar ahí me llevó a comprar unas botellas de cerveza, un cigarrillo y unos caramelos, luego de ello seguí caminando. Instigado por el cansancio me senté en el escaño de un parque con un aspecto sombrío a causa de unos árboles que se esforzaban por adornar su centro, aún después de muertos. Todo se hacía más claro para mis ojos y más oscuro para mi mente. Una frase reticente me hizo girar la cabeza. —Si no sabes dónde te metes mejor no lo hagas —decía un Roger, tan ebrio como sonriente—. Dónde te metiste, pasaron muchas cosas. —Estuve con Ana —dije, sorprendido por su inesperada presencia—, pero luego de un barullo desapareció. —Te refieres a la pelea entre Estela y Julio. —¿Pelea? —dije conturbado—. ¿En qué momento? —Julio estuvo galanteando a Ana, dejando de lado a su «flaca» —¿Flaca? ¿Te refieres a Estela? —Claro, a quién más, Estela le tiró un vaso de cerveza en la cara y luego se fue entre lágrimas. Fue un mate de risa. —¿Y qué pasó con Ana? —Creo que Julio se la llevó. Ese «pata» nunca cambia. 33
El divagador Hasta ese momento no había notado que Roger estaba acompañado por una chica de aspecto lóbrego. No le dirigí la palabra al principio por no notarla y después porque me pareció innecesario teniendo en cuenta que ella también me estaba ignorando. Poco después me acerqué para despedirme, salude a la extraña chica y me fui a descansar. Eso es lo que recuerdo; los diálogos como siempre aproximados, las situaciones distorsionadas y el destino indulgente a pesar de mi poco juicio. Es domingo, iré a la cancha de fútbol, me hará bien estar en un juego en donde no tenga que llegar a las trompadas y a los insultos a causa de una enervada sensatez. Importante: Debo reconsiderar mis actividades de fin de semana.
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Mikhael Toralva Cordova 19-07-2000 Es casi las cuatro de la mañana, escribo con el corazón en la garganta y los nervios amodorrados. Algo intenta atormentarme, me compele a dormir y continuar con la tortura del que soy víctima en el mundo de los sueños. Sólo puedo acudir a este diario para mantenerme atado a esta realidad. Todavía siento el jadeo de ese ser, sus ojos con ese brillo espectral, que aparecieron sin previo aviso. Me encontraba en los confines de la ciudad, la vista alejada de las casas transmitía la sensación de que la dejaba a merced de un desastre. Pero mis pies se movían sin responderme y el deseo de proteger menguaba. Continué el camino que me indicaba la silueta de una mujer —jamás entendí por qué la obedecía— que avanzaba sin mover los pies, por momentos parecía sólo una voz. El paisaje silvestre inicial, entró luego en un estado de conflagración, se quemaba hasta el aire, no sentía dolor, pero la sangre chamuscada de mis huellas me indicaba que también era víctima de ello. Seguí luego unas extrañas señales en un intento de escapar. Apareció entonces ese ser, decidí correr para alejarme de él, pero mis huellas me delataban y me encontraba entre los escombros de una ciudad, que era en lo que se había convertido repentinamente el lugar. En ese momento, me sentí un extranjero o más que eso, el lugar no parecía pertenecer a este mundo. Cuando por fin encontraba una aparente salida, regresaba a la vista de la ciudad, mis pies sin responderme, y todo volvía a empezar. Me siento restaurado, no ha pasado mucho tiempo, pero creo que sería mejor levantarme y preparar algo para desayunar. Lo sucedido me seguirá durante el día, a menos que encuentre una potente distracción. Debo actuar ahora, si no quiero quebrarme de miedo cuando llegue la noche. Lo peor 35
El divagador es que ese extraño ser ya estuvo presente en una de mis pesadillas, me aterra pensar que podría ser real o que mi mente está empezando a darle una forma tangible, lo cual, sería señal de una patología psiquiátrica. Será mejor relajarme, la próxima semana son los exámenes de fin de ciclo y necesito concentrarme en ellos.
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Mikhael Toralva Cordova 22-07-2000 Por la tarde, visité «la carpa», un lugar situado a un costado de la entrada posterior de la universidad, ahí se venden libros disponibles para todo tipo de mentes y de gentes, incluyendo aquellos que acostumbran llevar monedas en las manos, en un esfuerzo por protegerlas de un hueco en el bolsillo o de un mal movimiento, que las deje a merced de otros sin haber cumplido con su deber. Mientras separaba dos libros para revisarlos buscando un motivo que hiciera más valioso a uno de ellos, pensaba en mis prioridades. Beatriz se me vino a la mente, por alguna razón, en ese instante quise entenderla, y entender por qué escribo en este diario, sabiendo que hace mucho que perdió el objeto de su existencia. Recordé cuando jugábamos a: «el papá y la mamá», en medio de las intenciones pueriles que nos llevaban a darnos un abrazo y escenificar un desayuno, con leche en tazas de plástico, una media anudada que colgaba de mi cuello para hacerme parecer más formal, y las manos de Beatriz, tan pequeñas como inmaculadas, tratando de alimentar a un niño exangüe, en cuyo vacío interior, existía un corazón creado por nuestras emociones, latiendo con la gratitud de quién es protegido de forma incondicional. En aquel entonces, hicimos la promesa más valiente y menos pensada de nuestras vidas, me pregunto si ella la recuerda tan bien como yo. Muchos recuerdos se han borrado de aquella etapa de mi vida, los pocos que aún los conservo se presentan como sueños, pero esas palabras son tan intensas como las conjeturas acerca de los resultados de los exámenes luego de no haber estudiado: —Te prometo que siempre estaré a tu lado. —Yo también, esposo mío, estaré siempre a tu lado. 37
El divagador Dejé lentamente un ensayo de Foucault acerca de las ambigüedades de Kant y cogí un libro acerca de la Historia de la Música hasta 1950 de un autor del que no me fije el nombre, pensando en poco menos que todo y poco más que nada, y en aquella brecha casi imperceptible que separa esos dos términos que es nuestra realidad. Apareció entonces una muchacha de un largo cabello lacio, color azabache, cuya belleza armonizaba forzosamente con una gélida y distraída mirada. Parecía observar algo, aun teniendo los ojos en ningún lugar, me recordaba a los míos de hace unos momentos, sólo divagación, ningún detalle que admirar. Pensaba en cuántas personas habrían puesto sus cuidados en la dirección a donde mis ojos parecían apuntar, creyendo encontrar lo mismo que yo, abstrayéndose luego entre sus propios intereses con la decepción de haber visto algo similar a lo de siempre. Su ropa mesurada, cubría sus atributos, lo cual, dejaba la duda de si realmente existían o sólo eran parte de una fisionomía necesaria para la supervivencia. Cierto es que, sin llenar el saco de la tribulación de razones a favor de hablarle, que generalmente se convertían luego en razones en contra —claramente cualquier saco se hace más pesado y/o difícil de cargar mientras más sea llenado—, me dirigí a ella, sin una razón, movido por un motivo que aún no entiendo; pero que finalmente, hizo que terminara la tarde de una mejor manera que lo previsto. —¿Buscas algo? —dije, mientras trataba de transferirle alguna frase a mi embotada lengua, para darle así un mejor sentido a mis intenciones. —Supongo que lo mismo que tú —dijo, recordándome que en nuestra sociedad el sarcasmo debe ocultarse en una sonrisa y una palabra, que a veces debe ser expresada en varias con los toques apropiados de prudencia. 38
Mikhael Toralva Cordova Tal vez sus cabellos en caída recta y la fantasía de verlos al costado de uno rizado y enmarañado, fue suficiente para ejecutar la treta más básica y adecuarlo a esa situación, mediante la premisa de que todo comenzó con los libros y con los libros debía continuar. No pasó más de los minutos promedio de abordaje para que ella me dé la confianza suficiente de alargar la conversación a más de una sola pregunta y sola respuesta. A medida que mi voz dejaba la impostación forzada y se tornaba más aguda, una horrida horda de emociones incómodas pugnaban por un lugar. Beatriz se mezcló nuevamente en mis recuerdos, nuestra promesa, su voz, la riqueza de sus intenciones, la pobreza de sus argumentos. Su nombre era Adelina, un nombre peculiar que ya había escuchado alguna vez. Mi compañera de primaria, aquella niña era algo inquieta, daba la impresión de mantener una sonrisa sempiterna causado al parecer por el placer de sus constantes fechorías y el llanto de sus víctimas, sus pocos dientes ubicados de manera desordenada en sus encías, hacía de sus eventuales risotadas un espectáculo siniestro. Pero la impresión que tuve, terminó siendo distorsionada, cuando la niña Adelina tuvo la atención de convidarme su refrigerio, al parecer, algo la movió a acercarse al verme sentado sobre «el gusanito» durante el recreo, sin ganas de jugar, sin un paquete de galletas o una fruta en las manos. Me ofreció media manzana, y yo lo acepté, en un contexto sin corrupción, sin segundas intenciones, sin deseos concupiscentes. La candidez en la figura mental de las trenzas de esa niña, se reflejaba con un severo antagonismo en la imagen que por la estrechez de la vereda, aparecía a causa de la supuesta incomodidad de ceder el paso a cualquiera que se trasladaba en sentido contrario. Me resulta inverosímil que haya pasado más de dos horas con una completa desconocida, siguiendo 39
El divagador un itinerario curiosamente atípico. No tengo recuerdos de que alguna vez haya ocupado el lugar de oidor por más de cinco minutos, estaba a su merced, y para mi espanto, creo que fue eso lo que me gustó de ese encuentro, el conocer a una mujer capaz de hacerte sentir disminuido, por la cantidad y calidad de argumentos que posee. El mencionarme una dolorosa lista de autores y libros que jamás escuché, sólo henchía mi soberbia de simplicidad, solazando mi capacidad de razonamiento. Me pregunto, qué me llevó a actuar de esa manera, teniendo en cuenta el frugal atractivo que apenas me preocupaba por observar y el completo desconocimiento de que una persona con cualidades intelectuales plausibles estaba a mi lado en un momento que —luego de pensar en la cantidad de espacios que invaden las canciones de moda— me cuesta calificar como algo oportuno. Trato de descifrar los diversos factores de esa atractiva complejidad, mientras intento entender, si mis deseos de saber son más fuertes que mis deseos de no saber; puesto que, ahora camino por el mundo con un «grupo selecto» de gente con la que compartimos la osadía de sentirnos «sofisticados», pero empiezo a creer que nos falta letras para ese adjetivo sabiendo que muchas de nuestras razones son sólo aparentes. La cité para el próximo fin de semana, espero que la reflexión mantenga su tonalidad durante el necesario interludio previo a la concepción de ideas, supongo que el dudar de mi inteligencia llegará a cansarme con el tiempo.
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Mikhael Toralva Cordova 29-07-2000 Pasé más de una hora hojeando libros sin el menor interés por aprender de su contenido, mantuve el silencio fingiendo concentración, por momentos hacía falsas anotaciones en la parte posterior de un recibo por consumo que tenía en uno de mis bolsillos hace más de una semana. Por momentos levantaba la cabeza, miraba a los alrededores con total dejadez, pero me fue imposible ignorar el hecho de que la biblioteca había dejado de ser un refugio para la cultura y la anticultura. La estratagema que había ideado en un momento de aparente iluminación, no era más que un ardid barato usado por la mayoría para embaucar en una zona protegida por el protocolo de no hacer escándalo. Los acercamientos improvisados y la laxitud de las parejas, que simulaban de la más burda manera un interés por los libros manteniéndolos abiertos sin pasar la página, me parecía un insulto a la probidad de los intelectuales. Era eso, o el hecho de que la persona que estaba esperando llegaría después de una hora de lo pactado, la inocencia y el orgullo habían llegado a la ilusoria conclusión de que lo mejor era no quedarse ahí a descubrirlo, por lo que cogí el recibo con anotaciones sin sentido y salí a buscar alguna buena razón para estar en la calle, vestido totalmente con prendas que horas antes había sacado del cajón de ropa limpia y tardado casi media hora en planchar. Compré unos cigarrillos, encendí uno mientras esperaba el cambio de luz del semáforo, poco antes de intentar cruzar la vía para dirigirme hacia una de las tabernas que más frecuenta Julio, esperaba encontrarlo ahí con algún tipo de ideal socialista metamorfoseado mágicamente a nihilista luego de las conversaciones contradictorias que acontecen luego de más de seis cervezas o una botella mediana de Pisco Mosto Verde —nuestro favorito para tertulias 41
El divagador en donde esperamos que cualquier tema termine en una serie de explicaciones acerca del por qué nos hicimos amigos y el por qué todavía seguimos siéndolo—. Al pasar por la puerta del bar, observé una frase impresa en una cortina que cubría parte una vitrina llena de vasos promocionales y trofeos sin nombre, parecía ser el slogan del bar o el de una de las marcas de cerveza que más se vendía, había una mancha en una parte de la palabra «amistad», la grotesca figura amorfa de color crema, desfiguraba también el concepto de esa palabra. Me senté al costado de la barra y empecé a charlar con uno de los camareros, luego de contarle acerca del desplante del que había sido víctima, éste sintió un apego sospechoso hacia mis penas y terminó bebiendo unas cervezas conmigo. La conversación fue tan divertida como anodina, puede no tener trascendental significancia hablar sobre las mujeres y sus métodos de seducción y engaño, pero siempre resulta entretenido. Como era de esperarse no paso mucho, para que un segundo camarero se aproximara con una ironía mal pensada para finalmente, obligar a mi —hasta entonces— acompañante a continuar con las labores por las que le pagaban. Poco después, algunos me miraban con unos ojos que comenzaban a perderse, parecían mascullar algo para ellos mismos y luego se dirigían a sus compañeros, mi solitaria presencia debió perturbar sus sentimientos de amistad y se solidarizaban con un infausto individuo, que tomaba, tarareaba canciones y se movía al compás de música que generalmente nadie bailaba. Confiaba en que la siguiente ronda pudiera sacarme del apuro, y así obviar los sucesos de mis alrededores en donde pudiesen involucrarme o en los que ya me había involucrado de manera indirecta. En cierto instante me levanté, cogí unas monedas que intentaban ocultarse por entre mis llaves, y me dispuse a salir, necesitaba unos cigarrillos extra. 42
Mikhael Toralva Cordova De pronto, apareció Adelina, como la imagen de un malhechor saliendo armado del callejón en donde se drogaba. Quería huir, me paré para pensarlo, mientras el temor de que me viera bajo tensión me provocaba una sensación aún mayor. Las múltiples posibilidades de acción se combinaban con las de escape y en cuanto las pude ordenar lo suficiente como para restablecer mi cuerpo y continuar caminando ella me vio. Fue un juego tácito de intensiones en las que figuraban el perdón y el remordimiento, duró algunos segundos, tal vez tres, como la parte final de una hipnosis. El tiempo jugaba con nosotros, o éramos nosotros quienes jugábamos a la «cámara lenta» mientras todos seguían con su vidas según lo establecido por la leyes físicas. Luego de cansarnos de hacer el papel de dos gatos adultos que acaban de conocerse, decidimos hablar, empecé yo, pero fui interrumpido por una voz que mientras la oía armaba la estructura cúbica de la tranquilidad. —Perdón por no llegar a tiempo, tuve que atender un imprevisto, así que no tuve más remedio que dar vueltas tratando de encontrarte, jamás me gustó esperar, así que imagino como debes haberte sentido. —Supongo que podré superarlo —dije, intentando hacerla sonreír a sabiendas de mi entonces limitada lucidez—. He pasado por situaciones más traumáticas. —Entonces ya tenemos algo más en común —dijo demudando la sonrisa que acababa de provocarle—. Noto que te has estado divirtiendo. —Me encontré con unos amigos y decidimos platicar acerca de las diversas argucias femeninas para captar la atención. —Con que intentando descubrir uno de los más grandes secretos del mundo, dudo que puedas deducir los acertijos en un debate con la mitad de tu capacidad de razonar acompaña43
El divagador do de gente con la mitad de tu capacidad intelectual. —No nos conocemos lo suficiente, creo que tus expectativas hacia mí son muy altas. —Llámalo intuición, pero de verdad espero no equivocarme, odio perder el tiempo y no lo digo sólo por las veces en las que tengo que esperar —dijo en un tono intimidante—. Vamos a tomar un café, yo invito. Las horas terminaron involucrándose con los sueños y emociones de todos, excepto con los nuestros que jugaban a la carrera con costales en el enclave donde se coercía al tiempo. Un espacio que por fin podía considerar mío, que por fin podía considerar nuestro.
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Mikhael Toralva Cordova 25-08-2000 Hace unos días mientras gastaba en compañía de Adelina las suelas de mis zapatos más que de costumbre, transitando por el andén más concurrido por los universitarios —donde la congoja y la dicha se alargan tanto como las sombras de sus propietarios poco antes de que se oculte el sol—, resolví con ella descansar y sentarnos en un lugar que simule intimidad. Nos dirigimos a los límites de la ciudad, no sin antes pasar por mi cuarto y sacar la viola, compañera ideal para las tardes en las que busco sentir algo más que sólo placer. La luenga trayectoria de nuestras almas seguían las delicias que nos ofrecía un camino lleno de los privilegios de la naturaleza, los arroyos, suponían también la excusa perfecta para coger una mano que se dejaba tomar sin una acción de fuerza de repulsión o atracción, enervada tal vez por la aprensión sujeta a la idea de que pudiese entenderse con la mía. Al llegar a nuestro destino improvisado, nos sentamos sobre la hierba, Adelina sacó una pequeña botella de ron, y me propuso hacer un brindis, ella usó un pequeño vaso descartable como copa y yo la tapa de la botella: «Por nuestra fortuita pero venturosa amistad», sus palabras, las «copas», sus largos cabellos enredándose en los cierres de su chaqueta, estaban en perfecta avenencia con el susurro pratense enmascarado con la más serena delicadeza en el céfiro que en su viaje vespertino, decidió posarse unos segundos en ella para disfrutar de la forma de su rostro y de los finos hilos en su cabeza, que alborotados por su fuerza intentaban seguirle el paso, mientras tomaban un color castaño al enredarse con los últimos hilos de luz de ese día. «Por la satisfacción de que dos locuras se hayan encontrado» —dije, levantando con ahínco la tapa de ron—. Bebimos con la certeza de que ésta no iba ser la primera ni la última vez que 45
El divagador disfrutaríamos juntos del cansancio del sol y del movimiento aleatorio de los trozos de sueños que alguna vez fueron, y que en ese momento, danzaban transportados por el viento. Había llegado la hora de liberar a los seres llenos de magia que se ocultan tras las cuerdas de la viola, su sublime canto me daría una vez más la dicha suficiente como para considerar esta tarde como «memorable», el instrumento junto a sus moradores parecían intercambiar emociones conmigo mediante una sonrisa cómplice que traté de replicar para confirmar nuestra alianza, Adelina lo notó y el movimiento de su rostro, mostraba una exquisita impaciencia, que no hacía más que alimentar mis deseos de que ella también recuerde este momento, este lugar, como uno de los más emblemáticos de nuestras vidas. Saqué una partitura del bolso, era una de las más bellas composiciones en la que me atreví a hacer arreglos junto a un amigo en el Conservatorio; puesto que, inicialmente fue compuesta para viola y orquesta. Observaba la partitura, intenté leerla, pero mi mente se distrajo en los recuerdos de los primeros conciertos en las que participé, con un don, con un deseo que creía inamovible, contuve las lágrimas, recordé que en algunos manuales de conquista —leídos sólo con el objetivo de usar los preceptos en la elaboración de bromas para mis amigos—, indicaba que a la mujeres no les gusta un varón demasiado sensible, no supe por qué se me ocurrió seguir esas pautas, tal vez la sobrecarga de sensaciones estaba empujando mi buen juicio hacia un oculto rincón de mi cerebro; así que, luego de un apretón amistoso a esas hojas de papel —estableciéndose en mi vida siendo algo más que eso—, me dispuse a entregárselos a Adelina: —Por favor, sostenlos bien para que pueda leerlos —dije, mientras levantaba la viola a la altura de mi mentón—. Cuando haga un mohín como el de una sonrisa fingida, pasa a la 46
Mikhael Toralva Cordova siguiente hoja, si me ayudas como espero que lo hagas, podré hacer una ejecución sin problemas. —Pues si eso esperas supongo que no fallaré —dijo con una engañosa timidez—. Esto será memorable. —Noto un gusto especial por la música clásica —dije, creyendo haber cometido un yerro—; es decir, no podría tocar alguna canción contemporánea con él, ni marchar sus armonías con mi voz. —Eso es más que obvio y la verdad es que en efecto adoro el paroxismo provocado por la transferencia de placer y dolor de los instrumentos hacia nosotros, con lo extraño que es el universo y sus ambiguas leyes, podría creer incluso que la viola que tienes, tal vez me quiera decir algo y tal vez tenga tanta o más vida que nosotros —dijo con aire nostálgico—. Muchos de mis pensamientos encontraron un camino más cómodo en compañía de las expresiones románticas de las notas, los convirtieron el algo diferente a las ideas, inalcanzables a mi razón, pero accesibles a mi alma. —Entiendo perfectamente, el amor y el dolor se hacen perceptibles para las almas que encuentran sosiego en la pasión, que le entrega la forma de expresión más sublime —dije, tratando de encontrar las palabras que se acercaran más a la tan lejana explicación de mis sentimientos—. En fin, como dijo un filósofo alemán, soy demasiado músico para no ser romántico. Sin música yo no hubiera aguantado la vida. —Eso es muy tierno, un excelente cumplido para la viola —dijo algo impaciente—. A propósito, tu partitura no tiene título, ¿qué canción es la que tocarás? —Ejecutaré «Romanze», de Max Brunch, con unos arreglos que hice para cubrir los acordes de acompañamiento. —Al parecer eres un experto. 47
El divagador —Estudié dos años en el conservatorio, tuve que dejarlo por problemas que no pude controlar en su momento, pero estoy aquí ahora y espero que eso sea lo que tengo que hacer. —Claro —dijo mientras me sonreía—. No hay nada más que decir. Esas palabras aparecen muy claras en mi memoria, si fuera donde un psicólogo, supongo que me diría que tengo un complejo de inferioridad o que sufro de inseguridad, lo cierto es que, cada línea está embadurnada de pasión, como en el que sentí al ejecutar aquella pieza, la cual, me hizo creer que parecía predestinada a hacer algo extraordinario el día que la encontré y decidí tomarla como una de mis favoritas. Al parecer, cumplió su cometido, ahora tiene que ir en busca de un nuevo objetivo.
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Mikhael Toralva Cordova 07-09-2000 Ayer, luego de las clases de Química Analítica, visité la casa de Adelina, que en realidad es un cuarto arrendado; sin embargo, comparado con el cuchitril en donde vivo es mucho más parecido a aquello que denominamos «Hogar». Dos sillones cubiertos con unas láminas de mica —que eran iguales al de la abuela de Beatriz—, una mesita de centro con dos arcos unidos que le daban soporte, un área de estudio, un televisor de catorce pulgadas, y un armario que hacía las veces de biblioteca, en cuyos anaqueles se ocultaban detrás de la ropa como amantes furtivos, libros de filosofía del siglo XIX, literatura de ciencia ficción y un par de desadaptados ensayos de física cuántica —habían dos de ellos, parecían en un estado de libertad pasiva, como el de las personas con dotes para el estudio y defectos para la comunicación y las relaciones sociales—, cogí el más voluminoso, escogido de manera azarosa, sin intención más que el de sentir la aviesa uniformidad en el aroma del armario por dentro, adherido a las cubiertas del libro. —Me dijiste que estabas estudiando filología, es raro que en este año que te tomaste para hacer investigaciones —dije, tratando de inquirir su mirada en busca de alguna anomalía—, dediques parte de tu tiempo a leer este tipo de libros. —Es sólo algo que atesoro —dijo mientras se sentaba en la cama y agachaba ligeramente la cabeza—, porque es lo único que tengo de alguien que fue muy importante en mi vida. Se parecía mucho a ti. —¿Parecía? Lo siento, es decir, no me gustan las comparaciones pero tampoco quiero ofenderte con mi falta de sensibilidad. 49
El divagador —No te preocupes, las mejores obras perduran a través de los tiempos y él hizo mucho antes de partir. —Claro —dije sin saber que más expresar—. Vi entre tus libros un poemario, puedes prestármelo. Me lo pasó mostrando una constreñida sonrisa, algo mostraba un peor aspecto y el desarrollo exponencial de esta figura rozaba los límites de lo pernicioso, ablandando mis palabras, disminuyendo el volumen de una voz que luchaba por decir algo más. Quería preguntarle quién era esa persona con la que tuvo la impertinencia de compararme, pero el temor de herirla encerraba los diálogos con la complacencia de seguir dentro mío para evitar el sufrimiento que conlleva el salir al exterior. Sin otra intención que el de soslayar lo ocurrido, atiné a hojear el poemario en busca de una frase atrayente, un amigo solía decirme que es mejor cambiar de tema, cuando se está en una situación de inevitable incomodidad. No fue hasta que decidí abrir el poemario que me percaté que el nombre del autor había sido tachado con varias capas de plumón indeleble, visto ello hice lo más evidente, que fue preguntar por esa excentricidad, puesto que lo escrito ahí me resultaba completamente nuevo. La respuesta fue predecible e inconsistente y al buscar un mensaje implícito sólo pude sacar la frase: «no es de tu incumbencia» o algo que con diferentes palabras exprese lo mismo. —Es un autor desconocido, no recuerdo su nombre, no sé cómo se mezcló entre mis cosas pero revísalo si deseas. —Era justo por eso que te lo pedí —dije, notando cierto encono en mis palabras—. Podrías prestarme también un diccionario. —Vaya, veo que sigues con esa costumbre, yo en cambio, sólo uso el diccionario cuando por casualidad lo tengo a la 50
Mikhael Toralva Cordova mano. —Por qué crees que es una costumbre —dije algo sorprendido—. Las pocas oportunidades que tuvimos de leer juntos, dudo que sean suficientes para que llegues a esa deducción. —¿Necesitarías más? —No lo sé, es algo que hago hace mucho, pero incluso mis compañeros de estudio, los de ahora y los de antes jamás lo notaron. —Tal vez, simplemente no te lo dijeron. Sacó una caja de chocolates de uno de los cajones dispuestos en la parte inferior del armario, se acercó hacía mi con una inusual soltura y luego puso sus manos sobre mi hombro izquierdo, apoyando en ellos su mejilla, miraba hacia el frente como observando, no había rastro de aquella mirada distraída que veía en sus ojos cuando hablaba de los inusuales pensamientos que decía tener, y que también noté el día que la conocí. Sentía el calor emanado por sobre su ropa, parecían prendas cubriendo un maniquí surrealista, me adormilaba, un placer artificial cubría mi pecho de un dolor belicoso. Sin palabras, sólo el silencio que trataba de prevenirme de algo y la aleatoria acometida de la lluvia sobre el tejado que distorsionaba el mensaje. Decidí romper el lento proceso de engranaje que parecía cubrirnos, Adelina debería ser la de antes, la de hace unas horas, la de hace unos minutos, al igual que yo. Comenté entonces que el poemario me parecía «interesante» y leí alguno de los párrafos en voz alta en un intento de sonsacar a la desleída fatiga que se había diseminado alrededor nuestro. En ese momento, Adelina levantó la cabeza y estiró lo brazos, en un acto de desperezo, lo que me provocó el deseo de hacer lo mismo, así que me levanté y cuando me dispuse a continuar la lectura con cierta cautela para evitar que lo logrado no 51
El divagador siga un viaje como el de los «Uróboros», una frase zangoloteó mis recuerdos, rompiendo las finas cuerdas en donde, desde hace algún tiempo pende mi cordura. Entré en pánico, la veía silenciosa, con una circunspecta seriedad, «normal»—dentro de la descripción que me había hecho de ella—, su mirada era transparente y curiosa, no parecía ocultar algo, parecía más victima que yo, pero no de las dudas y los absurdos que empezaban a crearse en mi mente, sino del silencio, del desdén, de un aparente resentimiento que tenía que desaparecer esa misma tarde. Me sentía en un irracional estado de paranoia, no esperaba más palabras, no quería más palabras, como en una película de suspenso, cuando el auto se avería en medio del bosque y cualquier sonido recuerda al espectador que las cosas empeorarán, y no se espera más que un indicio de que la angustia acabará mediante una fuerte impresión y una(s) palabra(s) que anteceda a la salida de entre las sombras del villano, que es vil, en lo llano del juicio que lo califica así, sólo por estar en contra del protagonista —cuyos motivos prevalecerán por familiaridad, porque así nos dice las primeras escenas que debe ser o porque es el único lado de la historia que debemos conocer—, que lo mata luego en defensa propia. —¿Sucede algo? —dijo con absoluta confusión—. Pensé que estabas algo incómodo por lo que hablamos, pero ya han pasado varios minutos y en vez de mejorar el semblante, parece que ha empeorado, ahora hasta noto espanto en tu expresión. —Es que me topé con algo muy extraño en los párrafos del poemario —dije con suspicacia—. En verdad ¿no sabes quién es el autor? —No debí mostrártelo —susurró—, jamás imaginé que te pondrías así. —¡¿De qué hablas?! —dije exaltado—. Acaso me ocultas 52
Mikhael Toralva Cordova algo. ¿Qué tanto sabes de mí? ¿Quién eres? —Son demasiadas preguntas —dijo ofuscada—. Cálmate, jamás te vi así y jamás esperé verte así, no entiendo de que hablas, ni siquiera sé que encontraste en el libro, lo dije sólo porque ello fue causante de ese malestar que noté en ti. Soy yo quién quiere saber qué está pasando contigo. —Tienes razón —dije, tratando de creer que todo fue una malhadada coincidencia—. Perdóname, no volverá a suceder. —Espero que así sea —dijo más calmada—. Si yo no fuera tan rara como tú, ya te estaría echando del cuarto. Lo que hiciste me asustó. —Entiendo, será mejor que me vaya. —Espera, no te preocupes, tal vez te ayude hablar acerca de lo que te pareció tan extraño en el libro —dijo en un tono condescendiente—, pero si ello alterará tus nervios… —No es algo que quiera recordar ahora —interrumpí—. Tal vez después. —Como quieras —dijo luego de un silencio de cinco segundos—. A propósito, soy Adelina, tu compañera de primaria, por eso es que sabía de esa vieja costumbre que tenías, me sorprende que no lo hayas notado todo este tiempo, supongo que he cambiado mucho. Ella sonrió, no pude decir nada más, fue como un falso alivio que duró lo que los pasos hacía ella, para decirle que debía irme porque había quedado con mis amigos en ver un partido de futbol, su incredulidad se hizo notoria y se despidió diciéndome que me vería el próximo fin de semana. Cuando salí aún llovía, el cielo empezaba a oscurecerse y los charcos parecían irregulares superficies bruñidas atacados por pequeños kamikazes de agua, lo cual, aumentaba el aspecto beligerante de las calles, junto al reverbero de la luz de las 53
El divagador luminarias públicas. Me quedé parado unos segundos observando el despliegue de colores que se alzaban alrededor de los remilgos de la gente y analizaba su contraste con los míos. Mi cabello empezó a empaparse cuando Adelina apareció a mi lado, con un anorak en las manos, me dijo que me lo pusiera y que deje de parecer un loco, moví la cabeza indicando conformidad, traté de sonreír y me fui. Encontré a Roger en la esquina de su casa, conversaba con un muchacho de aspecto encorajado, la conversación algo exacerbada me hizo creer que estaba en una discusión. No podía dar marcha atrás sin convertirme en protagonista de un bochornoso corto, por lo que decidí continuar mi camino sin detenerme a saludar; empero, Roger levantó la mano, gritó mi nombre y se dirigió a mi encuentro, despidiéndose rápidamente de su acompañante que se quedaba con una historia inconclusa. Tratando de mediar la situación, saludé y me despedí casi al mismo tiempo del desconocido, luego invité a Roger a tomar unas cervezas en unas de las salas de billar más concurridas de la ciudad, en donde había llegado hace poco más de una semana seis mesas de pool nuevas, aceptó entusiasmado. Como le sucede a cualquier principiante mi habilidad con los «tacos» era ocasional, y esa noche se ensañó conmigo haciéndome parecer una persona que jugaba «8 bolas» por primera vez, en un principio creí que no era un buen día para el juego; sin embargo, luego pude percibir que todo era un engaño que trataba de hacer a mis conclusiones —las que se resistían a salir de mi cabeza luego de surgir en ella, durante la breve caminata de hace un rato—. Las bolas parecían balas, y las troneras agujeros en mi mente visto en prospectiva, estaba en otro juego, en una tormentosa realidad fantástica en donde jugaba a la ruleta rusa, una bala en el tambor y las demás so54
Mikhael Toralva Cordova bre la mesa, la verdad representada en el proyectil, y mientras realizaba el primer intento, el temor de saber se me hacía evidente, tal vez muera o tal vez sea otro tipo de arma con balas de salva, y la verdad sea sólo aparente, no la que creo que es. Salí algo tarde, con dos juegos perdidos y una victoria, supuse que no había nada fuera de lo común. Todavía pienso en lo ocurrido en la casa de Adelina, sus palabras se hacen aún más claras ahora que ya han pasado varias horas, casi amanece y no me sorprende el haberme quedado en vela para escribir. Que yo recuerde, la costumbre del diccionario no la tenía en la primaria, en aquel entonces apenas y leía el periódico que papá solía tirar en la sala de la casa, y dedicaba el resto del tiempo a jugar fulbito con mis vecinos y ocasionalmente a hacer bocetos de figuras de animales. Ello no sería tan sospechoso, y todo lo ocurrido no sería más que una divertida anécdota, si no fuera por esa frase, que desde el momento en que la leí en el poemario, se repite con una continuidad de progresión exponencial: «¿por qué las garras de la locura, hieren mis versos sin motivo aparente?». Por momentos sigo promoviendo a la coincidencia y me tranquilizo pensando que aquella frase pudo habérsele ocurrido a cualquiera y el hecho de que dos mentes la concibieran en lugares distintos del planeta y en diferentes tiempos, es muy posible en términos estadísticos. Es la primera vez, desde que conocí a Adelina, que no siento deseos de verla de nuevo. Tendré que pensar en una forma de devolverle el anorak sin tener que estar frente a ella.
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El divagador 16-09-2000 Funcionó mejor que el reloj en forma de cerdo que también uso como despertador, tocaba la puerta con una mesura repetitiva, por lo que en un primer momento creí que era uno de mis compañeros de estudio, del grupo con los que casi no intercambio palabra. Y ahí estaba, el eslabón entre mi niñez y mi juventud, Beatriz, que con un efusivo abrazo, insertaba la dosis de «normalidad» que necesitaba hace ya varios meses. Estaba mucho más bella, con un listón rosa —aunque esperaba el blanco—, un polo ajustado que terminaba en una pequeña y bien cuidada cintura, un pantalón de deporte que se acomodaba perfectamente a unas crecidas caderas y unas zapatillas que estaban de moda, cuyos comerciales promocionales interrumpían el único programa de televisión que veía las pocas veces que estaba por la noche en el cuarto. Mostraba ímpetu por recriminarme el deficiente orden del cuarto, pasaba el dedo índice sobre los muebles varias veces hasta que el polvo se le adhiera, para luego posicionarlo a unos centímetros de mis ojos mientras me decía que no estoy limpiando —prueba subjetiva puesto que el polvo se acumula sobre las superficies rápidamente y con facilidad—. Me dijo que venía con el conocimiento de mi padre, pero no por su encargo, y que aprovechando mi tiempo libre, nos dedicaríamos a limpiar y ordenar —que para ella significa cambiar todo de lugar—. La actitud despreocupada pero curiosamente responsable de Beatriz, era un antagonismo atractivo para cualquiera, recuerdo que muchos la veían como la niña modelo, muy activa, alegre, apoyando y mostrando solidaridad con los vecinos y sus hijos, un nivel de aprendizaje promedio, pero con un entusiasmo por sobresalir que muchas veces se confundía con inteligencia. 56
Mikhael Toralva Cordova Meses atrás había deseado que llegara este día con mucha ilusión. Me resulta difícil aceptar que las cosas han cambiado mucho, y que ahora, esta visita para mí no sea más que una ocurrencia atípica sin ningún significado especial. No podía evitar verla con lascivia, la inexpugnable lascivia, que ensuciaba mis palabras o les quitaba afecto, no había maneras de expresarme, era sólo una, la que ella no entendía, la que jamás entendería, tenía que ser hombre para entender y descifrar el implícito código de mis palabras manchadas por el instinto. Tenía suficientes razones para estar a su lado, pero ninguna lo suficientemente importante como para decir las clásicas palabras —ecuménicas, aunque enredadas con otras y ubicadas de forma aleatoria—, para solicitarle que nuestra relación sea la de una pareja, no sólo de lo que se dan los hombros para llorar y las manos para transmitir alegría, sino de las que se convierten en uno, en un momento clave, como compensación por los pesares que ambos tienen que pasar al estar separados. No puedo convencerme que la causa fuese el temor al rechazo o al término de la amistad, pero no pude decirle otra cosa que no exprese rutina y narración de acontecimientos atípicos pero nada relevantes, aun sabiendo, aun notando que ese deseo que siempre —me pregunté también cuándo comenzó ese «siempre»— creí mío, no era más que una especie de contagio, de la enfermedad que aquejaba a Beatriz, desde mucho antes que «siempre» y cuyos síntomas no las podía ocultar, aunque ella intentará mil formas de hacerlo —cosa que no hizo— o estuviera lejos, como hasta ahora. Nos sentamos sobre una parte de la vereda que rodeaba uno de los parques para niños que había en la ciudad, siendo ya muy tarde, sólo estábamos nosotros ocupando el lugar, admirando el crepúsculo mientras nos reíamos de nuestras hazañas y ridículos de antaño, «tal vez no había más que ha57
El divagador cer» —pensé—.Cuando empezó a oscurecer, me pidió que la acompañe hasta donde se estaba hospedando, accedí y a medida que avanzamos, las trivialidades que sobresalían en nuestra conversación, sometían a las expresiones más relacionadas a aquello que luchaba por formar parte de las palabras que lograban hacer un viaje exitoso hasta nuestros oídos; pero se hacía tarde, no sólo por la oscuridad o porque ya era hora de sentirnos cansados, sino porque no había nada que hacer, para salvar al deseo que no pudo ser otra cosa, que agonizaba maldiciéndome por no ayudarle a ser algo más, algo menos, o al menos algo diferente. Finalmente murió dentro de mí, con la tristeza de haber perdido en el intento, sin un intento como tal, sólo una intención, que no tuve el valor de dárselo aun como desesperado intento por mantenerlo con vida. Hoy en la mañana, llamó al teléfono de la casa en donde vivo, dejó un mensaje, que la señora del alquiler me lo dio a regañadientes, diciéndome además que este no era un «centro de mensajes» y que no quería que esto vuelva a suceder, evite dar explicaciones y retiré los dardos de animadversión del recado en que Beatriz me decía que se iba y que no pudo despedirse porque se levantó tarde y si venía podría perder el bus, lo cierto es que, ella también perdió una oportunidad, y yo perdí algo más que eso. Repasaba lo dicho ayer e intentaba creer que tal vez fueron mensajes implícitos; «tengo mucho frío», «mi peluche no me abrigará esta noche», «me da flojera ir al hotel», «me gustaría prepararte la cena», «deberías tener un colchón adicional para tus amigos, cuando vengan a estudiar», «me hubiese gustado pasar la noche contigo, en la discoteca del centro». Todo se acabó, y tal vez así lo quise desde el principio. Esta es otra primera vez, no volveré a escribir este «diario» que jamás fue un diario, ya perdió totalmente el sentido, aún 58
Mikhael Toralva Cordova no decido el lugar donde lo guardaré o el tacho en donde lo almacenaré temporalmente, hasta su recolección y posterior disposición final en donde no quepan los recuerdos, sólo las miasmas de las creaciones que los humanos prefieren desaparecer en un intento por olvidar, olvidando que todo lo relacionado a ellos es temporal, como el mismo olvido. Tal vez, mañana se me pase este estado de estulticia provocado por la irónica satisfacción de sentirme como el peor de los desdichados a causa de mis acciones.
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El divagador
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PART(EN) DOS
Mikhael Toralva Cordova 23-09-2000 Para: Beatriz De: Uno de mis yo que no soy yo en concreto. Desde algún lugar creado con los miles de injertos venosos que tuvieron la infortunada iniciativa de unirse aprovechando las fragancias que llegaron hasta este día. Muchas manos arrancaron los abrazos delirantes y los besos nutridas de un cerúleo amanecer y los susurros vírgenes entregados por las nubes, Para ti, Ángel, que diste tu corazón a cambio de mis lamentos, que sellaste lo tangible en otras realidades y me mostraste los cielos sin preguntar. Para ti, Ángel, que soñaste que la locura me daría alas, para volar contigo sobre las nubes de nieve y traer el arrebol de las tardes para pintar los acordes de nuestros momentos. Hoy, camino entre las esquirlas del recuerdo, derroté a los acólitos del tiempo que se ocultaron en los maderos de nuestro lugar, cuando te fuiste, cuando me fui… para salvarme, para salvarte… Y estoy vivo, mi Ángel, para encontrarte, ojalá en esta vida, ojalá en alguna de nuestras vidas. 63
El divagador 31-12-2000 Es domingo, mucha gente celebra con fruición este día al que lo denominan: fin de una etapa, sin más argumento que el mostrado por un conjunto de números y letrillas dispuestas en un orden verosímil, tratando inútilmente de explicar y dar un sentido más «humano» a las distancias que nos separan del final de aquellos derroteros que nos hacen existir, a corto, mediano o largo plazo —como dice la gente de negocios—, sin el valor de introducir dentro de ese concepto un texto adicional que indique que este día, al igual que cualquier otro, es no más que un punto aleatorio en el inmenso e incomprensible tejido espacio-tiempo. El final de un año y el comienzo de otro con la plusvalía (separado de la ciencia económica) de que cualquier error será santificado por «su excelencia» de las nuevas oportunidades, que un baño con flores o unas «kabalas» envueltas en la fe hacia lo absurdo nos dará la piedad del dios del nuevo año —totalmente diferente al del año que se va— y nos llenará de dádivas y dones que hasta hace un día no teníamos la dicha de poseer. La gente celebra con mayor avidez que lo mencionado en las acepciones de esa palabra, según el diccionario que tengo en casa, que no es el de la real academia, sólo uno que no se dejó marginar cuando lo conocí a pesar de las excusas que tenía preparadas por si alguna novedad se asomaba por entre los libros que mi padre me prestaba durante mi niñez. La gente celebra —aunque no valga la redundancia—; mi vecino celebra el tener más tiempo para trabajar de empleado y menos tiempo para sus hijos, quienes se alegran por verlo menos y recibir más —regalos— en los días «especiales» como éste o como otros más que nos enseñaron a considerarlos de esa forma; mi vecina celebra el tener más gente a quién engañar y el poder comer el pan que los hijos de sus «clientes» 64
Mikhael Toralva Cordova ya no verán en sus mesas —si es que mesas tienen—; mi amigo Julio celebra levantando una copa de champaña —cuya espuma empieza a subir como el ego en los alrededores— y finaliza el año siendo: «gerente de su vida a la que dirige desde su cuarto»; quizás, lo que desea en el fondo —no tan al fondo— es que algún día tenga un cargo similar en una renombrada empresa y una oficina desde donde pueda dirigir la vida de otros y no la suya en realidad. Un punto en el tejido espacio-tiempo ¿qué lo hace especial?, el que nos lo enseñen desde niños o el que signifique el principio de un proceso de beneficio y dolor dentro de un periodo de tiempo, o el que nos lo enseñen y además de ello signifique el principio de ese proceso. Para muchas personas un día como éste, debe ser más que las veinticuatro — o veinticinco— horas en que puede sucederse tal vez un primer beso, un primer rechazo, un primer amor o un primer odio. Para mi este día nació queriendo otra suerte, quizás el de ser protagonista de mis recuerdos, como el estigma culpable de mi desdichado o afortunado presente, queriendo ser recordado el día de mañana como una ocasión especial, como un regalo, o un desplante hacia mi «yo» dentro de diez días o diez años. Pero en este instante, sólo puedo recordar con el particular sentimiento de conmoción que encierran aquellos momentos «memorables», el día en que fui acusado de intento de agresión, sólo eso, a pesar de que la víctima, un compañero del que apenas recuerdo que usaba copete y el vigilante del que luego supe que era un ex convicto, que trabajaba ahí gracias a un trato entre el alcalde y uno de los socios del conservatorio; señalaron que en realidad tuve intenciones de matar. Me sindicaron como único responsable e indicaron además que luego huí de la escena con dirección al puente que atraviesa uno de los más grandes ríos de la ciudad. Mis recuerdos de 65
El divagador ese día no son como un sueño, se parecen más a una situación real, a un suceso que tuvo lugar y del que no hay nada más que decir excepto que pertenece firmemente a mi pasado. Era un gran día, un estricto entrenamiento y un sin número de anécdotas con los músicos era el mejor precedente de una buena y productiva experiencia. Muchos tocaríamos para el público por primera vez y los deseos de que el escenario fuera prosélito de nuestra ejecución, retozaban desde nuestros pechos hasta la punta de nuestros dedos, haciéndolos temblar como los de aquellos que abusan del café o han tenido una larga jornada de escritura a mano. Estaba en uno de los cuartos con mi profesor y amigo, que me enseñó entre otras cosas que la música no sólo sirve para entretener sino que es aquello que el espíritu necesita para estar en armonía con nuestra mente. Sólo unos segundos y todo pasó a ser nada más que una buena experiencia, una frustración pertinaz que me sigue hasta en el baño y una(s) decepción(es). Cuando salí del cuarto, el ruido de un alboroto puso en alerta mi curiosidad, quizás debí ir de inmediato y enterarme así de lo sucedido en realidad, pero me quedé parado, esperando un desenlace en donde un rostro aligerado informe que una broma salió como lo planeado; sin embargo, todo tomó un matiz grisáceo que terminó cubriendo mis expectativas, haciéndolas parte de una realidad alterna en donde en este momento, sigo tocando la viola, pero con mayor maestría y recibiendo algo más que las gracias —por las molestias y el afán— luego de terminar una ejecución. Algunas veces —luego de haber soslayado las posibilidades lógicas—, me pregunto qué es lo que realmente ocurrió, o qué pudo llevar a un pequeño grupo de personas a acusarme de algo que no cometí, cierto es que los celos son un buen móvil, pero yo no era el de los mejores y apenas estaba saludando a unos cuantos del grupo de los populares. 66
Mikhael Toralva Cordova Ahora, pienso que todo esto tenía que pasar, para darme cuenta de que el don necesario para continuar no se me fue dado, que el que me hayan confundido con algún asesino que terminó huyendo y que jamás fue encontrado no fue más que una señal de mi otro yo, que en realidad sólo quería un espacio lleno de trivialidades y triunfos banales que le ayudara a sentirse incluido dentro de los comentarios de éxito que podría tener Beatriz con sus amigas o mi Padre con sus colegas de trabajo. Comienzan los «juegos artificiales», con sonidos estridentes que se confunden con los gritos de euforia de los niños y de uno que otro borracho que se emocionó de más con el conteo regresivo, la necesidad de escribir algunos detalles pegados a mis vivencias en diferentes tonalidades, se expresa de manera agresiva, ahora que entendí que sólo mis pensamientos me pertenecen, que sólo ellos estarán cuando los necesite —si todavía las conservo—, y me darán el goce que necesito para empezar mañana y el día siguiente de mañana. Ahora que recuerdo, en términos astronómicos el inicio de un año es también el inicio de un nuevo ciclo de rotación de la tierra, un peligroso viaje lleno de contingencias que dura trescientos sesenta y cinco días, en donde el planeta que protege una cantidad incontable de vida, atraviesa un sinfín de penurias con el único fin de volver a empezar; tal vez, esa sea la representación misma de todo aquello que vive dentro de él, el final de un ciclo, el inicio de otro, en donde todo sufre un cambio, pero siguiendo un mismo patrón; quizás mis divagaciones no sean más que una pérdida de tiempo, pero siento que vale la pena escribirlas, seguramente me darán una pista cuando lo necesite, unas memorias que ayudarán a resolver un crimen que todavía está por suceder. 67
El divagador 05-01-2001 Los días sin actividad académica se hacen más llevaderos, los ánimos de madera que tenía días atrás se hicieron más flexibles, teniendo ahora la facilidad de acomodarse a las lecturas, abstracciones y conversaciones eventuales con los vecinos u otros en donde se exige cierto protocolo. Anoche no se nos ocurrió mejor idea que hacer una reunión privada de despedida. Julio viajará al extranjero puesto que tiene planes de experimentar una de las actividades festivas más grandes del mundo y tantear la posibilidad de emparejarse con alguna incauta que masculle nuestro idioma y tenga los pies pequeños —Julio habla muy seguido de «fetiches»—; Roger se quedará en la ciudad, la mezcla de culturas que representa la gente proveniente de diferentes partes del país, no lo deja aburrirse, dice además que hay muy poca gente que lo extraña y los que lo hacen están muy ocupados para quedarse con ese sentimiento durante todo el día. El plan inicial del cual era parte, prescribía que regresaría al inicio de las vacaciones a la ciudad de mi niñez, en donde dedicaría el tiempo a ayudar en la cocina en compañía de Beatriz —quién según lo especificado vendría al menos cuatro veces por semana—, disfrutar de las lecturas y el entrenamiento musical aprovechando la buenas vibras que traían los rayos vespertinos, salir a pasear con mi padre por la noche gozando de las fruslerías que ofrece la sociedad a esas horas para dos personas que tienen empatía sanguínea y salir a nadar a la playa o a un club con piscina los fines de semana, en donde el espectáculo de fondo sería observar a Beatriz o a otras jovencitas en diminutos trajes de baño. Muchas opciones, que divergían de las opciones que tenía en mente ahora que la resaca lanzaba sus últimas líneas de ataque. Me propuse luego de una efímera meditación, descar68
Mikhael Toralva Cordova gar el anticuado planeamiento —que había bosquejado con tanto «cariño» hace más de un año— en el retrete, al igual que el anterior, elaborado luego de salir del colegio. Mis proyecciones no tienen fin alguno, más que el de tratar de invertir el tiempo en actividades que generen tranquilidad almacenable, la misma que luego pueda usar en cómodas porciones diarias después de cada comida.
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El divagador 10-01-2001 Pasaron algunos días desde la última vez que vi a mis amigos, asumo que la costumbre empieza a deshacer la fecundada atmósfera en donde doy vueltas como un padre que espera el nacimiento de su primogénito en la sala de parto, sólo que yo no espero a nadie y el quídam que tuvo el descaro que darle un motivo a esta «zona rígida» —que es uno de los rincones de mi cuarto—, se ha ido sin más. Veo los trozos tirados por los suelos, algunos se escapan a la calle, trasladados tal vez por el viento de la curiosidad. Creo que no tengo elección, debo continuar caminando dentro de mi cuarto, de vez en vez, salir a la calle a divisar, como quién bota la basura o busca señal para el teléfono celular en donde no se ha registrado llamada alguna en las últimas horas, sólo mensajes pidiendo que conteste u otros que no piden nada sólo informan, supongo que esperan una respuesta, pero seguirán ahí, sin tener oportunidad de expresar algo más que el texto escrito en ellos, y bajo el riesgo de ser eliminados por error o porque me cansé de releerlos. Entre tanta salidita me percato de que todo sigue su curso, tan obvio como se expresa, y en mi estado de «extrañeza» —que en mi ignorancia lo entiendo como relativo a «extrañar» y no a «extraño»—, el observar las conversaciones de la gente en donde se mezclan risillas cómplices, carcajadas y rostros de inquietud, es simplemente una señal de que el único encallado en un banco de ar-enajenación no es otro que el que también trata de enterarse si los demás pasan por lo mismo o si la vida de otros no es más que un ramillete de felicidad, cosa más que improbable, ya que a pesar de su poca o mucha ignorancia no son otra cosa que humanos, con miedo al fracaso, con el involuntario deseo de tener cerca a la envidia, con una solidaridad disfrazada, y otros sentimientos que se aparecen 70
Mikhael Toralva Cordova como fantasmitas imprudentes, que asustan a nuestro sentido común en ocasiones, sin que nos demos cuenta de ello. Las horas avanzan, dándome la angustiante impresión de que no hice más que abandonarme a la suerte, todavía tengo a Adelina o será que ella me tiene a mí. Creo que ahora debo recuperarme del cautiverio.
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El divagador 16-01-2001 Era como las diez de la mañana, en el parque donde la vi por primera vez junto a Roger, como entregada al papel inverosímil de dos tiempos simultáneos, uno mío y el otro de un tercero que nos dirige como director de película de suspenso de esos con muchas nominaciones, en donde debe existir un mensaje implícito que no es un mensaje sino un hecho ambiguo con sabor a locura, que se le ocurrió a ese personaje de otro libreto, en donde existe un chiflado o varios, así debe ser, quizás la muerte de uno de ellos sea una nominación más. La actriz principal, la dama que aparece en la historia sólo por casualidad —el destino es sólo un mito— no es la compañera que con su inteligencia y madurez se convierte en un apoyo, sino una persona con deseos como las de cualquier mortal, el de seguir viviendo, el de seguir sufriendo, a costa de la vida o el sufrimiento de otro que quiere ser feliz, así es la vida —dicen—, así se hace más real, más fastidioso, más relacionado a nuestras vivencias o a las oscuras vivencias que decimos no conocer, ni siquiera imaginar. Adelina parecía mirar a los ojos de alguien posado por encima de mis ojos, como una imagen superpuesta, con la misma expresión, y las mismas variaciones, una figura dinámica que reacciona al movimiento y hasta al estado emocional. De nuevo el director quejumbroso, nos obligaba a empezar el diálogo —escena tres— con las señas de un experto: —Me es difícil explicarte esto —dijo Adelina—. Quiero ser honesta contigo, ya no quiero verte sufrir. —El sufrimiento es parte de cualquier existencia, no merece compasión puesto que su naturaleza lo hace expresarse en tantas situaciones como sea posible. 72
Mikhael Toralva Cordova —Lo que dices es una señal del efecto que causaste, ahora tal vez me escuches —dijo, dirigiendo la mirada nuevamente sobre mis ojos—. Todavía puedes parar esto, por favor, odio verte en esta situación. —Esta conversación está tomando un aspecto lóbrego, sé que ocultas algo y me ayudaría mucho entenderte, tal vez así pueda enamorarme de ti. —Te he llegado a tener mucho aprecio «Nico» —dijo dirigiendo esta vez su mirada hacia mis ojos—, aunque ese hipocorístico no me produce tanta emoción como escuchar tu nombre completo «Nicolai». —Sé que me viste como alguien diferente, o viste a alguien diferente en mí, lo cierto es que necesito verte en ocasiones y tal vez tomarte luego, con el desenfreno del alcohólico en su primera etapa de abstinencia, cuando se da cuenta del vicio y lo reconoce como tal. —Lo que pasó la otra tarde, no fue más que un accidente; sin embargo, debes recordar que este tiempo lo disfrute mucho, pero empiezo a confundirme, es por eso que por ahora, debemos tratar esto con precaución. —La precaución es un esfuerzo de la mente, no es algo natural para el hombre ser precavido, al menos no cuando su vida no está en riesgo. Las palabras pueden matar pero no de forma natural, por lo que espero que por accidente alguna vez puedas decirme la verdad. No sé de qué otra forma calificar a Adelina, la he empezado a querer pero de una forma poco sana, no la reconozco, ni me reconozco, es como si se diera inicio a una nueva secuela desde algún punto. ¿Qué punto? ¿En qué momento cambié y cambió todo tan dramáticamente? Seguramente soy víctima del ciclo de renovación en donde la astrología y la astronomía están en un atípico consenso. 73
El divagador 28-01-2001 Mi padre insistió en que regrese a casa, no entiende por qué decidí quedarme sólo en la ciudad teniendo en cuenta que la ceremonia de fin del año académico se realizó hace ya varios días y sin alguna desagradable sorpresa, que me hubiese obligado a permanecer en la rutina para resarcir un error en mi desempeño. Mi padre comenzó a desconfiar, así que optó por la clásica táctica de la reserva del pasaje. Llegué hace un par de horas, luego de un viaje en el que tuve un par horas de sueño forzado, las mismas que significan un par de horas más tarde que lo acostumbrado para levantarme de la cama mañana cuando —según mi padre—, comience con unas dignas vacaciones. Fue a recogerme al terminal, un auto nuevo, ninguna acompañante, sin comentarios sobre las travesuras que seguramente debe hacer entre los asientos con cubiertas de cuero, siempre circunspecto, con la sonrisa de costado que más parece un «tic» nervioso, aquel que se muestra cada vez que intenta compeler a su muy tímido sentido del humor a salir para darle una mano en la dura tarea de sacarme una sonrisa, ese trabajo que nunca fue fácil, el día de hoy fue irrealizable. En un momento me dio una palmada en la espalda y preguntó si me pasaba algo, pensé que algo no era suficiente o que tal vez era demasiado dentro de esa interrogante y un «qué te pasa» cubriría mejor mis expectativas como interrogado. Un viaje siempre es cansado, mi padre lo sabe más que yo, puesto que muchas veces ha salido a diferentes partes del país por encargo de la gerencia a quién rinde cuentas; no obstante, tal vez eso sea un motivo para no saberlo. Viendo mi poca predisposición mi padre decidió invitarme una copa de Vino Tinto, con el argumento de que ello me haría recobrar la ale74
Mikhael Toralva Cordova gría propia de mi juventud; finalmente, luego de saborearlo, parecía estar surtiendo el efecto deseado, así que me animé a preguntar por Beatriz. —¿Viene a casa con la frecuencia de antes? —En realidad desde que te fuiste a estudiar ella viene sólo los domingos a saludar —dijo luego de soltar un suspiro—, siempre sonríe, pero supongo que la apena notar que ustedes están creciendo y posiblemente sus caminos ya han empezado a separarse por ello. —Extraño mucho mis días de niño, competíamos en casi todo, desde quién llegaba primero a casa luego de la escuela, hasta quién se aprendía más rápido las fórmulas matemáticas. Jamás perdí y ella se sentía feliz por eso. —Eran inseparables y siempre se cubrían en sus travesuras. —Recuerdas aquella vez que fuimos a casa de la abuela y Beatriz te pidió llorando que la llevarás. —Claro el día que rompiste un jarrón chino que mi madre guardaba como un tesoro. —En realidad fue Beatriz quién lo rompió, me inculpé creyendo que por ser su nieto no me diría nada, aunque luego terminé llorando. —Mi madre es a veces dura con sus palabras y por lo visto nos mentiste, aunque lo que hiciste fue más un acto de valor. La botella de vino nos ofrecía un brindis para terminar, no se dio, sólo un sorbo que casi no disfruté, salimos cabizbajos del local, como niños luego de ser reprendidos. Mi padre me recordaba con ironía que es malo conducir luego de haber bebido, mientras subía al asiento del conductor. Se me ocurrió subir el volumen, era un jazz que no había escuchado en mucho tiempo, la oía con el temor de no poder encontrarle 75
El divagador relación con alguna etapa de mi vida junto a Beatriz. Luego de tanto tramontar por entre las peligrosas geografías por el que un extraño lenguaje de situaciones me llevó, puedo inferir que lo mejor para quitarme el estado de turbación —aprovechando que ha decidido tomarse un descanso— es retomar el itinerario de mi vida en donde estaba descrito pasar por muchas etapas —todas buenas— junto a Beatriz.
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Mikhael Toralva Cordova 10-02-2001 Ella es dulce, educada pero sin llegar al protocolo, siempre dice gracias ante cualquier acto de caballerosidad, sarcástica sin usar groserías, muy perspicaz y con mucha capacidad de deducción, con una gran habilidad de convencimiento y una dicción impecable, poseedora de un carisma algo inusual y es tan hermosa como la luna en sus viajes por el campo, mesurada en su brillo, pero más bella aún por eso, la humedad de sus ojos, como de alguien que acaba de despertar de una siesta, refresca mi deseo de verla cada vez más seguido. Me pregunto, hasta qué punto podría continuar, si las palabras fueran piezas de un rompecabezas quizás sería aún más fácil; puesto que, como si fuera un paisaje, podría ver el río, luego sabría que alrededor de él hay árboles y una garza picando algo en su lecho, seguro habrán más de ellas —pensaría—, sabría que es de día por los matices en la imagen, tal vez un día nublado, porque no encuentro piezas del color del cielo diurno, unas montañas nevadas, y algo más o algunos más, que las piezas me ayudarían a descubrir, guiando mi poca proyección, mi falta de entendimiento hacia su forma original, atendiéndome en el agotamiento, inyectando adrenalina a mi curiosidad, para que algún día, no tarde o temprano, sino antes de que sea demasiado tarde (torpe), para entender el mensaje, disfrute de un todo recordando las partes que hicieron de una perspectiva, algo de sublime simpleza. Si las palabras fueran como un rompecabezas, tal vez serían como esas de competencia, donde sólo los «supercerebros» tienen alguna posibilidad y luchan contra ellos en un duelo que parece desleal. Atacan por todos los flancos, y el contrincante no hace nada, sólo espera a que su abstracto poder llegue a herir a su enemigo —amigo—, ahí, en el delicado orgullo. Luego uno de ellos —el que pue77
El divagador de— destruirá, lanzará las piezas, las romperá, las tirará por la ventana, y luego de tanta cantaleta, descubrirá que perdió, que aunque destruya todo, no podrá cumplir con tu cometido, era una guerra que ahora ya no podrá ganar por culpa de su deseo de destrucción. Porque es tan fácil destruir, obligar a las palabras, a los números, a las formas a deshacerse —con sólo una posibilidad de restablecerse en Silencio=k log W—, como les plazca, como te plazca, sin voltear la cara, sin-vergüenza, sólo girando lentamente, mientras en un momento, decides caminar en sentido contrario a lo ocurrido, buscando una excusa que te resuelva inocente del cargo que en un momento te imputaste, porque nadie más podía hablar. Palabras que entrego con hipócrita complejidad y que luego ella me las devuelve quitándole el quijotismo, armándolas con la maestría de un niño. Empiezo a dudar, aunque por momentos creo que no debería haber duda alguna, ella está aquí, vino a buscarme, a ayudarme a armar el rompecabezas, aquel que empezamos sin darnos cuenta, el día en que me dijo que su nombre era Adelina.
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Mikhael Toralva Cordova 14-02-2001 Quedé con Beatriz: tres en punto si nuestros relojes están bien sincronizados, cinco minutos de angustia si no. Era cerca de las dos, el tiempo me apresuraba, parecía un guía sombrío que caminaba cinco pasos adelante, dirigiéndome a un lugar que al parecer se encontraba a una distancia considerable, por la sensación de retraso y los muchos intentos de escaparse de mi vista. Pensé en un ramillete de flores, una caja de chocolates, pero luego ese pensamiento de disolvió de la peor manera, como el recuerdo de un chiste mal contado. Pensé luego en ejecutar alguna pieza romántica para ella, pero recordé que muchas veces las interrumpía para decir que está muy bonita, que mi destreza ha superado sus expectativas o que el sonido de la viola la relaja, comportamiento que mostraba evidente desinterés sobre lo que realmente expresan las notas y la magia que acecha en cada una de las escalas, jugueteando en el devenir de los interludios. Para Beatriz la música era mero esparcimiento, un momento para disfrutar de un consabido modismo de las gentes que decidieron hacer de su vida un acto perenne de ocio, haciendo algo tan sencillo como una canción. —Pero que tan difícil podría ser componer, sólo basta ver un poco alrededor y tocar un instrumento buscando algún «ritmo» pegadizo —decía mostrando una sonrisa que tenía como único objetivo hacerme enojar, cada vez que le increpaba por haberme pedido que deje la viola en su casa para fines de aprendizaje y luego al recogerla, la encontraba cubierta de polvillo—, después sólo hace falta algo de suerte para hacerse famoso. Pensé también en algún concierto, para ella sería la excusa perfecta para saltar y bailar, actos que serían imprescindibles 79
El divagador independientemente del género musical que se ejecute en el concierto al que la invite, con excepción de aquellos en donde se luzca un «baladista» de los que tocan canciones para enamorados, ella me miraría entonces y diría que es la mejor de las sorpresas imaginables, más aún si me acerco al productor para pedirle que me deje subir al escenario y así pueda dar unas palabras de esas parecidas a las de una comedia, demasiado ridículas para usarse, acompañadas por lo general de un fondo musical que sale de ninguna parte; luego abrazar al cantante, mientras cojo el micrófono junto con él y usando una mediocre voz intente interpretar «a capela» alguna de las canciones más «famosas» del interprete: «dedicado a la persona más especial de mi vida». Aun así hubiese podido creer que Beatriz me podría hacer feliz, aunque no me entendiera, que podría ser mi musa, aunque sólo quiera ser mi motivo, que podría prestarme su rostro, aunque ella piense primero en darme una de sus manos. Medité un poco, tratando de optar por el mejor de los medios para dejar tanta chabacanería al momento de ponerme en los zapatos de Beatriz —muchas veces me inquietó la temida incomodidad de los tacos—. Resolví comprar una rosa, de pétalos blancos, que harían juego con el listón que tanto extrañaba y por el que no me atrevía a preguntar. Habíamos pasado por una etapa de intercambios de verdades a medias, las mismas que se completarían hoy, si nuestro conteo de lunas en nuestros momentos de nostalgia durante estas semanas —que no hablamos con nuestras miradas en la contienda de quién esquiva más a la otra, mientras una de ellas intenta ser directa para proteger la seriedad de las expresiones— coincidían, al igual que «en tiempos remotos», cuando éramos como dos gotas de agua, del mismo aguacero, deslizándonos por la misma hoja, cayendo hacia la misma tierra, ayudando a 80
Mikhael Toralva Cordova fertilizarla, para luego continuar con el ciclo hidro-lógico, que nos deparaba un destino en común —no de los que unen—, que se extendería hacía nosotros cubriendo a todo aquel que nació con el objeto de pertenecer a algo mayor, con el orden aleatorio que funciona desde siempre, el mismo que nos hizo regresar a nuestra estado de gotas «cayendo» de un cielo subterráneo llevados por una gravedad inversa —con la pesadez de lo hi-lógico del sentimiento de que nos falta algo—, para volver a posarnos en la misma hoja y hacer eso mismo mil veces, distanciándonos cada vez más por las realidades adyacentes que se interpolaban cada vez que podían, un sistema irreversible construido como un purgatorio para todo aquel que cree que el tiempo no daña las cosas sino que las fortalece. Más tarde, diez minutos antes de las tres —si mi reloj estaba sincronizado—, me quedé observando la dulzura que ofrecía este día, se sucedía como una campaña de marketing para una marca de golosinas masticables, de las que deberían mantener el sabor en la boca aun cuando las retires de ahí para tirarlo al tacho o pegarlo debajo de algún mueble o en un lugar poco visible en donde haya fácil acceso a las manos. Se vendían corazones, dos por uno si ibas con pareja; si estabas sólo, la envoltura y la tarjeta eran gratis. Cuando Beatriz llegó, me sumí en la temida sensación que tenía desde que llegué a esta ciudad. La saludé con displicencia, ella no lo notó o no quiso que me diera cuenta de que lo había notado, me dijo que hoy debería ser «memorable», mientras se disponía a tomarme la mano. Caminaba como sonriendo al destino por su condescendencia, por hacer de este día, el inicio de un cuento de hadas. La miraba maravillado por la lozanía de su caminar que parecía paciente, como quién no espera nada o espera lo inevitable. No sabía cómo conectar las palabras —si es que servían en este momento—, 81
El divagador para decirle que en la historia en donde ella sería el personaje principal, existiría un tercer personaje y yo aún discutía con el destino los términos para ser un príncipe azul o un príncipe maldito. —Gracias por la rosa —dijo con una seductora sonrisa—. Fue un gesto muy lindo. —Me da gusto que te haya gustado, la escogí porque me recordaba a ti. —La última vez que hablamos —dijo obviando mi intento de hacerle un cumplido, dejando la sonrisa y mirando al suelo como buscando algo— no fuimos claros con nuestros sentimientos, tal vez debí… —Tal vez debimos decir las cosas sin pensar demasiado en las consecuencias, creo que en estos casos no es bueno esperar, ya que ello sólo alarga el sufrimiento. —Pues no me siento mal por eso, por el contrario creo que el esperar hizo que esta tarde sea aún más especial. —La verdad no sé qué esperas que suceda ahora. —Con todo lo que pasó, creo que ya sabes por qué te invité a salir el día de hoy y por qué sólo a atiné a decirte «Hola» el día que llegaste y no te abracé con euforia como lo hacía antes. —Cuánto me gustaría poder decirte lo que quieres oír, honestamente soñé con este momento muchas veces; pero, ahora todo es diferente, he sido parte de una serie de sucesos que jamás entenderías. —¿Qué tipo de sucesos? ¿Acaso te ha sucedido algo malo? Cuéntame por favor, haré lo posible por ayudarte. —Nadie puede ayudarme ahora, lo que me suceda mañana será únicamente mi responsabilidad, no puedo decir más, no quiero decir más, no mereces eso. 82
Mikhael Toralva Cordova —Me estás asustando Nico, por favor, dime que te pasa, estoy segura que puedo ayudar en algo, sólo dime y haré lo que sea. —Esta conversación no nos llevará a un buen lugar, si he de irme al peor lugar del mundo, he de irme sólo. Me hubiese gustado usar otras palabras que no te preocupen, pero eran necesarias para que puedas comprender, que si no salgo solo de esto, no podré hacer otra cosa por ti que darte infortunio y sufrimiento. —Si es por ti podré soportarlo todo, acaso no entiendes que te a... —El amor que estas a punto de manifestar no es otra cosa que el temor a aceptar que quizás no nos volvamos a ver. No te amas lo suficiente como para seguir por la vida si más compañía que la soledad. —De verdad no puedo creer que esas palabras salgan de ti. Será mejor que hablemos con tu padre, esto lo solucionaremos entre todos. —Parece que siempre buscas a alguien, pero que hay de ti y de la autosuficiencia de la que te jactabas, es muy fácil hablar, decir que todo es posible, que todo depende de uno, que el poder sale de nuestros corazones, pero como podría alguien seguir con esas «máximas espirituales» sin tener la capacidad de convivir consigo mismo. —Nico por favor, deja de decir esas cosas, cálmate y vayamos a casa. —Muy bien, pero quiero pedirte algo antes de eso. —Dime —No comentes lo conversado con mi padre, entiendo lo que sientes, por lo que estoy seguro que confiarás en mí, te aseguro que lo resolveré y retomaremos las cosas desde este 83
El divagador punto. —Está bien —dijo luego de unos segundos de silencio—. Aunque la verdad tengo un mal presentimiento. Avanzamos luego con dirección a la casa, los sentimientos más sobrecogedores se abalanzaban sobre nuestro caminar como tratando de salvarse de un naufragio, se aglomeraban intentando preservarse y seguir viviendo para contar más aventuras o por simple temor a no ser más que recuerdos, en la mente de los que los amaron, pero tal vez no en la mente de los que amaron. Se agrupaban a empellones en ese pequeño y asaz inestable espacio, empapados de las aguas saladas de ese inmenso mar que a veces muestra su salvajismo a quienes sólo quieren darse unas vacaciones. Aparecen entonces, olas de más de diez metros y uno escucha que imploran para que se acabe el calvario y algunos dicen: «si he de morir, lo haré», mientras intentan cogerse con más fuerza para no caer del «bote salvavidas» y terminar ahogados, y uno cree que quizás piensen en que mañana no podrán ver a sus seres queridos, y que después de ello, vuelven a pedir un tiempo más para acabar de hacer lo que nunca empezaron. Pero algunos caen, se dan unas vueltas en las aguas y ya no los vuelvo a ver, se pierden en ese inmenso mar (que es a-mar / a-dentro / a-batido), algunos aún se ven y gritan pidiendo ayuda, y uno no puede hacer nada, es el temor a perder algo más, a perderse a uno mismo.
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Mikhael Toralva Cordova 15-02-2001 El reloj marca las diez y media de la mañana, desperté con la holgura propia de un amanecer que promete a pesar de la amarga sensación de tener una deuda, anoche volví a tener esa pesadilla recurrente que curiosamente empieza a resultarme más que familiar, es como si de verdad soy parte de ello, como quién es parte de una performance, de esas improvisadas que se arman en la calle, con la finalidad de dar un poco de «contracultura» a un público duro que siempre espera algo más por poco más que algo. A veces pienso que los recuerdos no son más que historietas que uno elabora metiéndose en las ropas de un personaje, que no es uno, pero que uno cree que es, y todo lo detallado allí será tan real como uno cree o tan falso como uno obvie. A veces pienso que se recortan algunos sucesos como en las antiguas cintas de video en donde se retiraba usando una tijera la parte que grabamos mal o que representaba un acontecimiento bochornoso, y pegábamos luego la cinta usando un trozo de adhesivo. Estoy seguro de haber olvidado algo importante, que un recuerdo en algún punto de mi existencia se disolvió entre la urgencia del futuro que siempre está por-venir. A veces, como ahora, no me queda más que aceptar mi condición de impostor, porque yo no soy el de ayer, ni el de mañana, porque si me viera en el espejo del tiempo sólo reconocería mi cabello enredado por su conflictiva relación con los peines, pero luego me daría cuenta de que no soy el único, y que tampoco soy el único que piensa que no lo es. Entonces por qué sería el de ayer o el de mañana, si cada vez nos unen menos cosas, si los segundos pasan sólo para distanciarnos y 85
El divagador distanciarme a su vez de aquellos que «siempre» admiré, y por los que ahora siento algo apenas diferente a la lástima.
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Mikhael Toralva Cordova 15-02-2001 Horas más tarde Empieza a oscurecer, el sol se oculta como cansado de ver la lenidad en mi talante, terminando así su jornada voluntaria de motivación, el día de hoy no fue un buen día, para variar. El teléfono celular que me obsequió mi Padre hace unos meses, comienza a mostrarse como un aliado importante en este juego de rarezas, situación más que inesperada teniendo en cuenta la suspicacia con la que lo recibí, jamás pensé que este aparato que empieza a usarse de manera masiva me sería realmente útil algún día: —«Hola, espero que hayas disfrutado de tu compañía el día de ayer. Un abrazo.» Menos de ciento sesenta «caracteres» —de siete bits—, unas pocas palabras que sisean a las ideas cuestionando las muchas estulticias que pueden generarse en la mente de quién pretende dar un valor numérico a los sentimientos, que nacen mientras intentas dar con la letra presionando más de una vez una misma tecla y repites la acción porque te pasaste, hay que volver a hacerlo, y los sentimientos parecen haberse cansado de esperar a tu mediocre destreza y se van decepcionados, o se ponen a jugar con los dedos, hasta que les vuelves a prestar atención, pero algunos se han ido, y no puedes armar una idea si te falta uno de ellos, así que lo buscas, y a veces lo encuentras cerca y cuando regresas no están los otros y sólo te quedan sus recuerdos. Armas algo, lo que sea, porque las palabras ayudan, pero a veces son demasiado largas que no entran en el espacio que nos dan para escribir, así que buscas sinónimos, pero no existen y no te queda más opción que el expresar algo que no quieres. Entonces envías el mensaje y esperas una 87
El divagador respuesta que cubra tus expectativas, las mismas que tuviste cuando creaste la primera idea, —antes que los sentimientos se porten como niños distrayéndose por el sonido de un motor que viene de esta esquina o de la otra, curioseando el lenguaje de las plantas que sobresalen por entre el concreto y preguntando por qué los llaman «hierba mala»—, pero no llega, esperas y llega demasiado tarde, pero luego dices que nunca es tarde, para decir cualquier cosa, porque los «mensajes de texto», no son más que señales, las palabras pueden expresar mucho, pero no lo suficiente, no tienen libertad de darse como les venga en gana, tienen un límite; pero basta con que se presenten, con dieciséis o ciento sesenta, porque para el texto un cero a la izquierda es como uno a la derecha de quien lo lee, aunque no importe, ya que uno sólo quiere reinventar las ideas con los nuevos sentimientos que vienen cogidas de las respuestas, ideas que no serán más que la señal de que alguien nos tiene como caracteres de este nuevo lenguaje, en donde la sola expresión se sobrepone a la dicción. —«Gracias, por haberme dejado extrañarte ayer por la tarde». Pude leer en la pantalla del celular: «mensaje enviado» y supe entonces que los minutos que tardas en aceptar que quizás la otra persona todavía no esté leyendo el mensaje, empiezan a oprobiar a los resultados —que permanecen en calidad de inciertos—, azuzando a la seguridad a sentirse desplazada, y entonces uno se pregunta si hizo lo correcto al expresarse por este medio; puesto que, tal vez la única razón sea sólo la prisa por tener una respuesta, por saber que provocamos en la soberanía —que todos dicen tener— del receptor, pero la espera se alarga y se sobreviene la congoja, apaciguadas por las «n» conjeturas sobre el por qué todavía no podemos leer en la pantalla del celular: «mensaje nuevo». 88
Mikhael Toralva Cordova Todavía no resuelvo el problema con Adelina, aún no sé cuál es su papel en esta historia, que durante su desarrollo parece ser más de ella que mía, puesto que todo se centra en lo dice o en lo que hace. Creo que es momento de enfrentarla directamente y dejar esta forma de comunicación para cuando pueda dilucidar la relación entre ella y lo que me está ocurriendo.
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El divagador 21-02-2001 Llegué al punto de aceptar mi condición actual, la de un lunático que lucha contra un tiempo implacable que a veces se le da por avanzar a zancadas, dejándome a la merced de la locura, que viene intentando con pertinacia quedarse a mi lado de manera permanente. Siento que fui iluminado con un momento de lucidez, por lo que ahora no me queda más que analizar mi situación, indagando sobre la existencia de todos los puntos críticos, haciendo retrospectiva e inquiriendo en cada uno de los «por qué». La primera y una de las más inquietantes sería todo lo relacionado con el ¿«por qué» es que dejé de ver a Beatriz como la chica de mis sueños?; desde el día que la conocí supe que nuestras vidas se entrelazarían en una danza eterna de galanteo y casualidades románticas que tenían que terminar —por las buenas o las malas— en los pastos de un parque o en la cama de mi cuarto —donde la ignota existencia de la lascivia, hacía del colchón el mejor lugar para sentarnos y jugar—. El entretenimiento aparecía en mi mente apenas pensaba en ella, sabía que su sola presencia podía alegrarme un día amargado por los regaños de la abuela o la falta de actividades, y que me haría olvidar que debía llegar a casa antes de que los rayos del sol cambien de color. Durante los primeros y loables años de notables cambios físicos, ella era como la amiga en la sempiterna espera por una oportunidad de convertirse en la primera persona en tomarme la mano para disfrutar del mero placer de hacerlo y no para apurarme o llevarme como a un cachorrito hacia el patio o al parque para hacerme jugar. Podía presumir del hecho de que siempre me esperaba a la salida de la escuela —del colegio años después— y de que frunciera el ceño, cada vez que alguna chica tenía la audacia de detenerme el paso para platicar acerca de 90
Mikhael Toralva Cordova la razones que la movieron a hacerlo, mientras la más fuerte de mis corazonadas se estiraba hacia donde Beatriz me esperaba, como tratando infructuosamente de explicarle el motivo real de mi demora, que muy pocas veces estaba ligado a un algún tipo de interés por alguna de esas señoritas. Durante el verano, tomábamos helado luego de salir a correr o de un viaje en bicicleta hacia la playa, ida y vuelta, como las migraciones temporales de los melindres que contrariaban nuestro concepto de amistad, que no era amistad, sino un conjunto de prospectivas que se involucraban en las innumerables digresiones que importunaban sus tertulias, aquello que mucha gente llama debida o indebidamente «amor». Muchas veces me imaginé componiéndole una obra de «magnitudes colosales», al que podría ponerle su nombre y que pudiera tocar el día de nuestra boda, con invitadas(os) que la envidiarían por la fortuna de pasar el resto de su vida al lado de un romántico, con la capacidad de decirle sin palabras aquello que el corazón muchas veces desea escuchar. Sólo tenía que aparecer en el mejor momento, ese detalle que nos haría unirnos para siempre, encerrados por puro deseo en el baluarte de la sublime irracionalidad, que nos acogería sólo para apreciar la belleza de nuestros sentimientos, cada vez que armonicemos nuestros cuerpos en el lento y hermoso proceso de consagración exclusivo para quienes creen que el placer se construye por la dedicación de las ánimas detrás de cada instante en donde fijamos nuestras memorias con una honesta sonrisa. En verdad la quise, en verdad quise embriagarme del puro gusto de verla hasta el hastío, que no sería más un mito en mi vida y quizás una posible realidad después de mi muerte. Pero ahora, la veo como el más escandaloso de los yerros, mantenido a través de los tiempos por una capacidad de descripción de aspectos intrínsecos que decidió —sin consultar— sumirse en la más 91
El divagador completa ignorancia. Culpo sin mesura a la ignorancia, por no dejarme saber que Beatriz no era más que una ciudadana, con el único objetivo de mantener ese título; creo invectivas en contra de mi sentido común, por no saber lidiar a tiempo con su faceta de sentido poco común; acuso a la sabiduría — que no tengo— de negligencia, por dejar morir a mis intereses. Escucho luego un eco que parece oírse como la repetición cascada de algún viejo aforismo —proveniente de algún parte de mis adentros—, me recuerda que detrás de cualquier descripción no están sólo los conceptos que integran con frialdad las palabras que nacieron a partir de un simple impulso; sino que guardan entre sus letras, cálidas emociones que encontraron hogar dentro del área reservado para todo aquello que relacionamos con la felicidad; se mueven con implacable ligereza cada vez que tocamos el cristal de nuestros escaparates y nos emocionamos de ello, admirando lo sucedido con los ojos de un niño, como de los que ven a los peces moverse dentro de un acuario que acaba de ser importunado por los golpecitos de un dedo. Creo que la considero, como quién considera al compañero de primaria que lo encubrió durante la confrontación del maestro hecha para encontrar al culpable de haber dejado sus huellas sobre su escritorio durante el recreo, que lo acompañó en la furtiva tarea de hacer escritos con absurdos mensajes en las paredes del plantel usando un lapicero que muchas veces se hacía inutilizable luego de ello, que por casualidad estaba en la lista de los integrantes del aula en donde le tocó estar durante la secundaria, que lo asistió como espectador involucrado dentro del circulo de personas que se hacía alrededor de las eventuales peleas de las que formaba parte para conseguir un puesto aceptable en la jerarquía colegial, que lo animó a levantarle la falda a una de las más bonitas muchachas del colegio rival en un intento por llamar 92
Mikhael Toralva Cordova su atención mediante esa gaznápira treta; a quién finalmente, después de terminar la «secu», lo recuerda sólo por la mención de su nombre durante alguna conversa con un ex-compañero en común o por la fortuita observación de una foto —que se metió sin que nadie lo notara— durante el repaso del álbum de recuerdos de una vida normal. Quiero que sea feliz, aunque la extraño cada vez menos; quiero que use la palabra «amor» conmigo dentro de sus intenciones, pero sólo cuando previo a esa palabra se encuentran las otras: «hagamos el…», que juntas no llegarían a ser más que un ofrecimiento; quiero asegurarme de que si alguna vez la necesito se apreste a complacer mis requerimientos sin dilación. Soy consciente de mi excesivo egoísmo; empero, también empiezo a comprender mis limitaciones y sé que dentro de lo poco que puedo hacer para corregir esta execrable situación, es inquirir las evidencias que tengo, uniendo sucesos y coloquios, las mismas que ventajosamente coloqué en este diario sin querer. La segunda incógnita hilvana una serie de interrogantes que llegaron en un mismo paquete, que recibí en una de mis tantas pesadillas en donde se presenta aquel desconocido que debido a la frecuencia con la que lo veo empieza a dejar de serlo, haciéndome considerar incluso que lo más adecuado a estas alturas sería ponerle un nombre. Entre las tantas cosas que han cambiado, y que se han convertido en motivo de perplejidad al momento de buscar ideas para completar alguna expresión oral que sea congruente con el sentimiento que la impulsa a argumentar alguna de mis razones, figuran mi poco interés por el dinero y mi aún más poco interés por volver a pisar la universidad una vez que se acabe este tiempo de tregua que se conoce como «vacaciones». Recuerdo que cuando niño soñaba con tener una casa llena de lujos, con una Beatriz menos sexy —debido a que aún no sabía, ni po93
El divagador día imaginar la voluptuosidad que tendría el placer de ver en ella años después— y un mayordomo al que trataría como al hermano que nunca tuve, disfrutando de su eterna gratitud y su incondicional diligencia —todavía no me enteraba o me era imposible entender los casos cada vez más comunes en donde el(la) amante es una persona que trabaja «cama adentro», en la residencia de su empleador—. Imaginaba que con dinero lo imposible se hacía realizable y lo realizable se hacía un hecho, que incluso habiendo escuchado hasta el hartazgo que el dinero no compra la felicidad o el amor —aun viendo en ocasiones, que mi padre gastaba con una gran sonrisa, el dinero que decía le había costado mucho conseguir, para comprar vestidos, zapatos y otros accesorios que las mujeres que le decían «amor» para luego decirme «hola dulzura», solían usar en nuestros siguientes inoportunos e inesperados encuentros—, ésta tenía la capacidad de modificar cualquier panorama haciéndolo encomiable, inclusive era fácil acostumbrarse a la ocasional visita de algún familiar lejano que a cambio de alguna propina abusaba de una confianza que nunca se le había otorgado, cuando intentaba sacarle un par de carcajadas a mi padre y a sus acompañantes usando la irrisoria grosería de humillar a cualquiera que por protocolo no tenía más opción que reírse forzosamente y agachar la cabeza sin tener la facultad de responder. Durante mi adolescencia la impaciencia se apoderaba de la poca prudencia —que estaba todavía en desarrollo— persuadiéndola a pedir al tiempo que absurdamente alargue los días y acorte los años, para disfrutar más del sol durante las caminatas por trabajo o por placer —que en mi prospectiva eran casi lo mismo—, sabiendo que mañana al levantarme me apure con gusto en desayunar, mientras trato de mantener el nudo Windsor que hice en una corbata de seda, para luego coger un maletín de cuero de ovino, avanzar 94
Mikhael Toralva Cordova hacia un auto deportivo e ingresar en él procurando no ensuciar uno de los tantos trajes de lana merino que usaría para ir a la oficina, donde la eficiencia me esperaría en el escritorio y la admiración susurraría en los pasillos las curiosas teorías acerca de mi excelente desempeño. El dinero, qué es, sino la representación más exotérica que el hombre pudo ingeniar para darle un valor determinado a cada individuo dentro de nuestra sociedad, porque las cosas no tienen valor más que el que dan sus propietarios y los amigos o enemigos de éste. El dinero, no es otra cosa que el espejismo de las frustraciones de un joven que se lamenta por sus obcecaciones al dirigirse a sí mismo como un psicoanalista que pregunta y dice: dígame que siente al pensar que algo le falta y el otro —yo— se altera y responde con vehemencia que no tiene nada por culpa de la «cuna» donde nació, que no es de oro, sino de paja o de madera, que aunque tallada sigue siendo sólo eso, porque a la madera no se le ha dado el valor de oro, las arcas de los países con una economía relativamente estable no están llenas de madera, mucho menos de paja — porque a la larga se pudren como los sueños que se entierran en el jardín—. El tiempo pasa, y el joven se convierte en un adulto al que muchos califican como «maduro», porque no quiere ser músico de bar, quiere ser una estrella, porque no quiere vivir solo en el campo bebiendo el agua de los ríos y vislumbrando los colores del viento, quiere vivir en una casa, casarse, tener hijos, trabajar duro y parejo, hasta que le falten las ganas de vivir, siendo aún más duro consigo mismo en el transcurso de los años, por no saber distinguir los matices de sus actitudes que son aún más imprudentes, porque se esfuerza por no incomodar a los demás, pero no le importa dejar en su boca alguna opinión a su favor y la gente lo critica por ello, dirán que es hipócrita y hablarán delante suyo sólo si no lo acompa95
El divagador ña la buena fortuna, porque es fácil decir «ladrón» a quién no puede demandarte, porque es difícil aceptar a una persona sin saber si podrá pagarte el trago que le ganaste en una apuesta o podrá pagarse un café —cappuccino o express—, en un centro comercial. Nadie quiere perder su valor en billetes de cien, y muchos tienden a darse un valor agregado ofreciendo lo que les sobra a quienes tienen poco más que nada, para darles un valor, el que ellos quieren. Bienaventurado sería el hombre que deje toda su fortuna —si es que realmente la tiene—, sin ofrecerlo a nadie, sólo por el hecho de liberarse de una de las más grandes farsas de la humanidad y quedarse sin «nada» más que sus ideas y conocimientos, y morir dejándolos como herencia a quienes quisieron escucharlo alguna vez; pero es imposible, porque en esta sociedad hay quienes mueren de hambre, pero se teme dejar el filete de cerdo o la leche pasteurizada, porque a nadie le importa la vida de uno, pero aun así nos “preocupamos” por todos los demás, todo ello por el mero simbolismo que nos enseñaron el día que nos ofrecieron una moneda a cambio de hacer algo que no haríamos de manera voluntaria. Estudiar para ser un profesional, para poder tener un mejor futuro, para ser alguien en la vida, para no pedir nada a nadie, saboreando la dignidad que te ofrece un buen puesto de trabajo que será excelso si se quiere y llegará hasta donde la paciencia alcance. A veces crees que puedes dejarlo todo, pero no lo haces, debes seguir, sin descanso, porque descansan los vagos o los que no quieren seguir «avanzando» en esta vida que ofrece «el oro y el moro», a quienes entregan su tiempo y sus ideales al mejor postor, al igual que yo, que decidí optar por la normativa vigente y los anhelos en común a pesar de la nocividad que se oculta —gracias a la nebulosidad de la duda— del otro lado del umbral de las puertas del «éxito». 96
Mikhael Toralva Cordova He pasado casi diez horas intentando encontrarme dentro de estos improvisados acopios de letrillas, pero sólo encuentro entre ellas a preguntas secundarias que vienen como ingresadas dentro de vagones cargados al tope, tirados por un tren que está por llegar a un almacén que está lleno (mi cerebro), en donde todos intentan hacer un espacio para la carga entrante, pero no se puede, a menos que no se siga los procedimientos de almacenaje que dice que no todo puede ser apilado, puesto que son productos reactivos, o demasiado frágiles; pero no hay tiempo y alguien tiene que decidir, porque el tren no espera a nadie y todos esperan al tren, los tiempos están establecidos y cronometrados, no debe haber retrasos. Finalmente, luego de terminar con mis agónicas elucubraciones, queda la tercera pregunta volando como la molesta polilla que entra al cuarto y choca interminables veces contra la pantalla del monitor de la computadora en la que trabajas haciendo los deberes a entregarse mañana a primera hora — académica—, porque tienes las luces apagadas para evitar que la dueña del cuarto venga a tocarte la puerta mientras te recuerda a gritos que las luces pueden estar encendidas máximo hasta las doce. ¿Por qué siento una desmedida atracción por Adelina? Si tuviera la capacidad de advertir los sutiles cambios en los colores de mi orgullo, seguramente hubiese esquivado con destreza todos los funestos estados de cavilación que me ha tocado experimentar durante estos últimos meses de manera casi forzada, a causa de uno de esos sucesos fortuitos que uno no imagina, hasta que se hace tangible; muchas veces da vueltas en la cabeza de quién espera que las distinciones abismales existentes entre los individuos soñadores y los que viven en un sueño, se acorten a través de la simple acción de abrir la boca y decir «Hola» a una persona que crees reconocer de alguna 97
El divagador realidad o de alguna fantasía, acto que por ello no se considera casual, tiene que saberse —mágicamente— con antelación que es un evento de los que suceden porque los dioses desde su privilegiada atalaya, decidieron concederte una maravillosa vida a partir del momento en que pasaste la prueba aciaga de seguir armando oraciones para los oídos de una de sus mejores creaciones. Cuando uno piensa en posibilidades fantásticas, nada malo puede suceder, todo es posible si se cree y existen infinitas posibilidades de corrección, sin el riesgo de despedazarse la lengua con los dientes, puesto que es algo totalmente controlable desde cualquier punto de vista. Pero me siento limitado, dominado por un sentimiento de alianza que pretende ser el único objetivo de mi vida. Si pienso analizar mi situación desde la superficialidad que me ofrecen las hormonas masculinas, ciertamente Beatriz se llevaría el galardón, su belleza y simpatía son las armas que derrotaron a los mejores estrategas a lo largo de esta conflagrada mocedad, fortalezas que han venido siendo mejoradas para un mejor alcance y desempeño en el campo. Adelina por su lado, tiene una fría dulzura, como la de un helado en copa, al que si devoras con gula te provoca un temporal aunque intenso dolor de cabeza y oculta con sutileza sus atributos, pero moviéndose con tal delicadeza que estimula el lascivo temor de tocarla o tan solo verla, haciendo utópica la posibilidad de abrazarla de improviso o cogerla de la mano para cruzar la pista. La inteligencia es tal vez la particularidad más sugestiva de Adelina, la característica que la hace atractivamente complicada para unos sentidos embotados por la superficialidad acumulada por años, la cual intento retirar con glíptica pericia cada vez que la veo sumida en su misterio, encandilando a la supuesta certeza de que ella no está relacionada con aquel enemigo lúgubre que acecha detrás de los pensamientos nacidos 98
Mikhael Toralva Cordova para cuestionar a otros más convencionales. Aquel día, cuando acepté que su generosidad haga el papel de una taciturna comediante haciéndonos sonreír por el sólo hecho de verla en su espectáculo privado, un sentimiento lábil se forjó en el momento en que me entregó el trozo de manzana, pero no lo vi y por su naturaleza no pudo sujetarse a ninguno de nosotros; quizás ella pudo cogerlo y no me dijo nada, para tener la entera libertad de decirle que yo no lo quise, que lo dejé tirado porque no fui capaz de reconocerlo y no tuve el valor de cuidarlo. Quizás la razón por la que no ceso de creer que se encierra un entresijo entre los cambios del color de sus ojos en los atardeceres, es que ella se parece a mí, alguien que no se entiende ni siquiera al releer sus vivencias, que guarda perversiones en sus bolsillos envueltas en papeles de volantes que la gente se cansa de repartir en las calles a cambio de unas monedas de poco valor comercial, que no puede saber quién es porque mañana será otro y porque etológicamente no tiene posibilidad de conocerse debido a una deficiencia —o eficiencia— de su especie. Si ella es como yo, las respuestas a todo este fárrago de dudas las tendré que encontrar por mi cuenta, puesto que no me será de mucha ayuda.
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El divagador 28-02-2001 Era miembro de la policía de investigación, trabajaba en uno de los más sonados casos de homicidio que enlutó a una familia aristocrática de la zona más exclusiva de la ciudad. Nuestra oficina estaba muy cerca del mar, que durante el invierno aportaba silogismos poco tolerables a través de la bruma de la mañana, cuando todo empezaba y lo hacía de la forma más jifera, con presión en los zapatos y en los lentes que llevaba puestos por recomendación de un oculista, amigo del médico de la familia. La presión no era para nada llevadera, pero aun así uno se acostumbra, como se acostumbra a ver gente muerta, sin identificación o que tenían identificación y familias que los lloraban delante de uno a gritos o en silencio —que era aún peor—, pero así es el trabajo, así es la vida misma ligada a la muerte por hilillos de la mejor calidad de las que puedes jalar sin aprensión, porque no se romperán, sólo acercarán a sus elementos entre sí. Sospechaba de todos por falta de pruebas, una sola podría ser suficiente para acertar o para errar, porque podría llevarme por el camino de alguien inocente por encargo del culpable o viceversa, ambos testigos de un suceso que mancha sus vidas de verdades a medias y mentiras completas, que pueden ser descubiertas con pericia aplicando sistemas de interrogación, pero al final siguen siendo palabras que muchas veces son suficientes para condenar pero insuficientes para comprender el móvil, de un suceso que se denomina crimen porque contradice a la ley, que sortea el sufrimiento, el amor o la desesperación, porque no son pruebas, no son ponderables, no son evidencia más que de la hipocresía o la sinceridad humana, que se ocultan una detrás de la otra, para beneficio de la justicia, que finge tenerlos bien reconocidos a pesar de dirigirse a la audiencia 100
Mikhael Toralva Cordova con los ojos vendados. Estaba acorralado por mis suposiciones, que estaban dedicados a intrigar a cada nueva idea que intentaba salir de mi cada vez menos integérrima mente, alterada por los años de trabajo que me había permitido adquirir un departamento que terminaría de pagar en cinco años y una camioneta de los ochenta. De vez en vez me dirigía a una máquina expendedora de café —al que no podía cogerle el vicio ni me ayudaba a quedarme en vigilia—, agregaba un poco de azúcar rubia «refinada» y me dirigía a una silla de plástico en donde me agradaba estar sentado y pensar tomándome el tiempo necesario en cada sorbo como tratando de no alterar la pista que momentos antes había podido deducir gracias al encaje de sucesos. Me disponía a desechar el vaso de poliestireno pensando en buscar algunos archivos en la oficina —tenía la corazonada de hallar a un posible culpable—, cuando un grupo de suboficiales ingresó con un hombre esposado, era sospechoso de falsificación, pues se le encontró usando tarjetas de crédito aparentemente clonadas y solicitando créditos a nombre de otra persona. Ingresó a una sala donde lo llevaron a empellones hacia una silla de cuero, al cual no llegó debido a un movimiento errado, cayendo de bruces sobre el suelo de cemento pulido. La poca novedad de la situación apenas y llamó mi atención, me estaba cansando de la denigrativa costumbre de involucrarme emocionalmente con casos que a la larga demandarían atención y para mí era suficiente cargar con los episodios traumáticos involucrados con el alter ego que acompañó a los personajes de las muchas historias que tuve la desventura de conocer. No pasó mucho tiempo —entre temperamentos—, para notar que un grupo de colegas parloteaban fuera del cuarto en donde se encontraba el sospechoso, dirigiéndo sus obtusas miradas hacia mí, que apenas y distinguía los espacios, porque no podía creer que todavía no 101
El divagador avanzaba más de cinco metros. Mientras intentaba ubicarme en la línea cósmica en relación a sujetos que se encontraban a una distancia que no debía medirse en años luz, uno de ellos avanzó con una perturbada cautela, que indicaba un temperamento histriónico, su forma de expresión era displicente y palurda, como la de un cretino hablando de metafísica. Entre tantas mentecateces logré entender que su intención era darme cierto consuelo por una perdida que jamás había tenido, pero que este personaje insistía en que sí, al decirme que sabía lo que sentía y que puedo contar con su apoyo para lo que necesite. Avancé hacia el cuarto por una imperiosa curiosidad que nació en mi pecho de una angustiante manera, como si estuviera a punto de conocer una noticia de esas tan malas que terminan por malograrte el día o la vida. El sujeto me seguía hablando, así que me dispuse a cerrar enérgicamente la puerta detrás de mí, luego de pasar por el umbral. Dentro, estaba un muchacho sentado, brutalmente golpeado, imagen más que intrigante, puesto que recordaba haberlo visto bien peinado y con el rostro limpio cuando ingresó —hace menos de diez minutos si la impresión del tiempo estaba de acuerdo con mi memoria a corto plazo—. Me resultaba familiar, pero me era muy difícil mantener la vista en ese magullado rostro sin sentir pena y sin que la sangre y la inflamación me produzcan arcadas. Bajé la mirada y se me vino a la mente la pregunta de rigor. —Muy bien, ¿Cuál es tu nombre? —Nicolai… —¿Qué? —Nicolai… —Por favor, procura expresarte con más claridad, entiendo tu situación, pero si no me ayudas en esto no podré ayudarte 102
Mikhael Toralva Cordova después. —Nicolai, ese es tu nombre ¿No es cierto? —Recuerda que usted es el interrogado —dije sin poder ocultar el estremecimiento—, no es quien hace las preguntas. —Necesito decirte algo, pero primero debemos ir a casa, aquí nos matarán si también se enteran, recuerda que la verdad puede ser muy peligrosa incluso más que la mentira. —No lograrás nada usando sofismas conmigo, no soy neófito en esto. —Debemos darnos prisa, si no nos matan aquí, lo harán afuera si tardamos demasiado, dentro de poco también él vendrá. —Creo que por el momento no lograremos nada, te quedarás aquí hasta que… —Ahí viene ¡Maldición! Los cuatro compañeros que tenía en derredores cayeron al suelo cubiertos de sangre, el ensordecedor sonido combinado de gritos y golpes de balas que rebotaban por doquier, ondulaba la realidad moviéndome como un trozo de madera en el mar —que estaba cerca—. Aproveché un instante de pausa para saltar por entre los trozos de vidrio que todavía permanecían en el espacio de la ventana que daba a la calle, sentía frío en una de mis piernas y cuando intentaba tocarla para dar como hecho la posibilidad de que una de las balas me había alcanzado, sentí una mano que me cogía del hombro y rodeándome luego el cuello con sus brazos, me abatió. Parecía que había perdido la conciencia por unos segundos, cuando una voz insidiosa me obligaba a recomponerme, advertí entonces que era la persona con la que estaba conversando y sin dirigir la mirada hacía mí se disponía a darme la información de la que hablaba, cuando fue derribado por una bala en la cabeza. 103
El divagador Aterrado y luego de comprobar rápidamente que aún tenía el arma de reglamento y no presentaba herida alguna, levanté la cabeza para reconocer el lugar, para mi sorpresa me encontraba a Kilómetros de casa o de las oficinas, pero conocía la zona, tomé al individuo con un brazo, haciendo un esfuerzo sobrehumano lo lleve hasta detrás de un contenedor cercano, mientras observaba los alrededores con el arma lista para disparar. Por la nula reacción a los estímulos empecé a considerar que esa persona no era más que un cadáver, lo cual, desenfocaba la visión de un objetivo imprevisto que en este corta serie de sucesos impensados había pasado a ser algo de gran relevancia. Llamaba a unos refuerzos cuando pude ver la silueta de un hombre con un arma que se asemejaba a una metralleta. Era una visión absurda, considerando su capacidad para matar, su sigilo y el hecho de que poseyera un arma de uso exclusivo del ejército que mostraba con total desparpajo en medio de una ciudad con una gran cantidad de efectivos. Al llegar los refuerzos comenzó una persecución, parecida a de las más taquilleras películas de acción —demasiado predecibles—, que terminan en la volcadura de uno o más autos y un hombre desarmado dispuesto a entregarse, con un agregado particular que puede terminar con una muerte. Me dirigí hacia el tipo, ya esposado y con lesiones leves en las manos, todavía conservaba una capucha que cubría su rostro. —Nicolai… —¿Qué? —Nicolai… —Pero que está sucediendo —dije pasmado—, en qué momento se armó esta irrazonable greña. —Aún nos queda tiempo, lo verdaderamente bueno no debe… 104
Mikhael Toralva Cordova —Las reminiscencias jamás endulzarán un suceso preconcebido como el punto en donde dos personas comienzan una relación ojeriza, destinado a terminar tan pronto se entable un primer dialogo. —No tengo la intención de ser tu amigo, lo que quiero pedirte es algo que no lo harás por mí. —Acaso tú —mascullé mientras le quitaba la capucha y los efectivos se disponían a llevárselo—, no es posible… —Dile a Adelina que aún estoy vivo, para encontrarla, ojala en esta vida… —Ojalá en alguna de nuestras vidas… —Gracias Su rostro era idéntico al mío, sólo que con una actitud ojienjuta, como el que tenía poco antes de ser expulsado del conservatorio, cuando pensaba que sólo lloraban los «maricas» y las mujeres, y que éstas lo hacían sólo para llamar la atención, porque derramar lágrimas era para ellas tan sencillo como gritar —en el amor o en el odio, en el valor o en el miedo—, por lo que un varón terminaba enredado en su capacidad de verse en otros y en la pregunta —que con el tiempo ya no se pregunta—, ¿Por qué estará sufriendo?. Me sentía confundido en principio por el hecho de que en este loco sueño que asaltó mi convaleciente tranquilidad — que además empieza a abandonarme debido entre otras cosas a la poca consistencia de la esponja del colchón—, ningún efectivo intentó cuestionar la notoria relación que tenía con ambos sospechosos, parecían espectadores en un sombrío y vulgar escenario en donde llegaron por simple casualidad y se vieron forzados —por vergüenza o por orgullo— a participar en el show, como lo hacen las personas que rodean a los cómicos de la calle, a sabiendas que serán ridiculizados o hasta 105
El divagador golpeados una vez se involucren. Por otro lado, comienzo a pensar que la relación interinsular de los espacios en donde se desarrollaron dos almas, dos mentes y dos cuerpos separados por el destino en un momento de fatua inspiración —que siempre trae desgracias—, se distorsiona siguiendo un patrón continuo, que termina con una colisión abstracta en el momento en que el mismo proceso se cansa de mantener el débil estado de equilibrio —que siempre cede ante la entropía— y deja que las cosas sigan las leyes del universo. Dicen que las monedas tienen dos «caras», cara o cruz, haz y envés , si la lanzas al aire haciéndola girar incontables veces para luego volver a atraparla, sabrás que existe dos opciones, la que salga al terminar el juego y la otra, que es simplemente lo contrario, independientemente de las vueltas, del tipo de juego o de la superficie donde caiga; sin embargo, durante el tiempo que se encuentra en el aire existen dos realidades posibles superpuestas, esperando la intervención del observador que defina que una nueva historia comenzará a escribirse a partir de dicho evento. Quizás lo experimental no sea más que una ilusión, un atisbo extra-dimensional para cada uno de los resultados, haciéndolos igual de tangibles pero alejados por la falta de coherencia en el sistema cuántico, que no es más que un viaje hacía nuestros símbolos, hacía nuestras representaciones que seguirán siendo simples figuras mezcladas por nuestra capacidad de conectar una infinidad de «sentidos»— que no siempre tienen sentido— dentro del espacio que nuestros ojos pueden abarcar; pero mientras no podamos saber quiénes pudimos ser y nos miremos directamente a los ojos para increparnos por nuestro necio comportamiento el día que decidimos separarnos para ser la otra cara de la moneda —que es una en miles del mismo valor—, no podremos saber quiénes somos y lo que somos capaces de hacer en realidad. 106
Mikhael Toralva Cordova Con cada decisión, nos alejamos irremisiblemente de lo que creemos ser y seguimos una secuencia similar al de un árbol genealógico que se bifurca en cada generación (decisión), haciéndolo cada vez más grande, hasta que en un punto nadie sabe quién empezó todo y alguno de ellos quiere volver en el tiempo, pero sólo le quedan viejas anotaciones, fotos o actas de defunción, que pocas veces sirven para algo más que añorar un día que no se vivió. Nos preguntamos quiénes somos y ya todo es disidente, impropio, vedado al presente —que ya se fue—, porque nuestra «costumbre» debate con el pasado que no se le parezca, porque mi tatarabuelo era banquero y yo no puedo ser lo mismo a falta de una herencia millonaria y de alguien que crea en un rostro antes que en un logo, porque mi bisabuelo engaño a su esposa con la criada, y yo no puedo hacer lo mismo desde que mi padre me dijo que hacer eso me llevaría al infierno y le creí, porque mi abuelo me dijo que en sus tiempos los matrimonios duraban para toda la vida y yo no conozco a mi madre. Las generaciones y su incongruente sucesión de formas, una incógnita recurrente en el pecho de quién no suele reconocer sus latidos y los confunde con los del reloj al que sólo le queda darnos lo que queremos recibir y nosotros lo aceptamos con la lenidad propia de quién sólo vive para ver el día de mañana algo preconcebido.
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El divagador 01-03-2001 Al igual que los demás también vivo de apariencias, que cubren de manera tendenciosa el mundo que me proporciona amor y odio, además de sus sutiles variaciones. Me enriquezco dentro de una coraza, un exoesqueleto expuesto a la observación y la crítica, a la remilgada cultura, que supone que uno no es más que uno, porque uno no es dos, ni fue dos. Verbigracia: Hoy, tan subjetiva como mis ojos enclavados en estas líneas. Hoy, que Hoy es Ayer asesiné al reo que me protegió de estos versos, suplicaba que no minara su pasado, que no rasgara la vitela de su inmortalidad, donde plasmó apologías de «libertad» ininteligible a mis deseos de destrucción. Maté la reo y las paredes que fueron testigos rumian sus alaridos lóbregos, de dolor, de temor, qué se yo… Tan parecidas a las del viento que arrastra el llanto de los bofedales rojos en aquella tierra que sintió a mi cuerpo tantas veces. El reo aún me habla tal vez no murió, o tal vez, maté a un hombre libre.
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Mikhael Toralva Cordova 07-03-2001 Soledad, nimias conspiraciones se planificaron tras los telones de la vanidad —que interpreta muy bien el papel de todo sentimiento—, intentando sacarte de la escena de la sapiencia, concedida a una especie que te rechaza, prefiriendo aplaudir las ligerezas del escepticismo que prefiere que la sangre sea siempre roja y el cielo siempre azul y engendrando su aversión hacia tus silenciosas enseñanzas, pletóricas, más ligadas a lo prístino, que el alma de todo aquel que se agazapó en tu presencia, aún quiere conservar. Muchos ven en tu fina vestimenta, harapos cubiertos de cazcarria, te ven de lejos y se asquean al girar la cabeza y observar que aún sigues ahí, algunos sienten lástima creyendo que esperas que alguien te tienda la mano por compasión y te haga parte de la masa, de la mayoría, de la gente que cree que puede enseñarte sobre la vida, a pesar de no entenderla como tú, que no crees que los conceptos arreglarán un mundo lleno de cárceles de deseos, en donde se encierran las únicas realidades que los ojos de la masa, de mayoría pueden ver. Si tu armonioso júbilo pudiera beberse como la savia reconstituyente de la naturaleza y los procesos intrínsecos serían más orgánicos (reconocibles), quizás todos podrían pensarte entre las virtudes más elevadas, que darían sus frutos a quiénes puedan alcanzarlos. Me gusta observarte de cerca, imitar tu impertérrita postura frente a las emociones que te marginan por temor, tratar de emular tu volición al entregar los consejos que pocos se atreven a pedirte, eligiendo callar pero sin dar preferencia al silencio. Soledad, eres más que una compañera, tal vez como la mujer perfecta que despierta cuando me encargo a la inconciencia, me besa y me expresa su amor sin monsergas, sin grados de apariencia que la dialéctica trata de explicar a la masa, a la ma109
El divagador yoría. Soledad, sé que eres una dama y si pudiera cambiarte el nombre sería María, que encaja con cualquier nombre, como tu esencia que encaja con cualquier existencia, incluso con la mía que carece de lo concreto, de alguna verdad que sea reconocible por alguien más y se convierta en la piedra angular de un mundo compartido, porque en tu silencio llamas a quienes carecen de un «yo» o un «él» que éste dispuesto a dejar parte de la sensación de individualidad para ser dos, sin placer o dolor que corrompa una sonrisa o conviertan en máscara algún rostro. Soledad, nos conocemos más ahora que el peso de lo cotidiano comienza a aligerarse, ojalá aún pueda verte, cuando termine esta metamorfosis.
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Mikhael Toralva Cordova 02-04-2001 Regresé a las aulas por propia obligación, no he de ser una especie de ermitaño intentando comprender su aislamiento, viviendo con la continua incertidumbre de no saber si el siguiente movimiento es del todo correcto. Julio vino hacia mí, sobrecargado de efusividad, me recriminó por no haberle dado noticias acerca de mis «aventuras» durante estos meses y se dispuso a continuar su camino hacia el salón de clases, girando la cabeza hacia un costado en un intento de atisbar mi posición como invitándome a seguirlo. Decidí quedarme a observar el buen ánimo de las personas con la esperanza de que alguno de ellos me contagie su buena disposición. Al ingresar al aula, Roger ya estaba sentado en un pupitre ubicado en la última fila, parecía atrapado en una abstracción, mientras miraba a través de la ventana, cuyas rejas se prestaban para la más obvia interpretación de sus posibles pensamientos. Pensaba en ese momento acerca de la necesidad de tenerlos cerca, de su utilidad en la solución de algún problema que consultaba con ellos mediante el teléfono, cargado con moneditas con las que se puede adquirir un poco de tiempo —que no es gratis como pensé cuando caminaba por las calles con zapatos sin lustrar durante semanas sin avergonzarme—, que viaja del pasado hacia el futuro por simple ilusión del «cerebro masivo» que otorga un valor tangible —o intangible— a todo, hasta aquello que no puede comprender, y que tampoco comprendo, cuando escucho un sonido que dirige —como un acto reflejo— mis ojos hacia una cuenta regresiva y me obliga a terminar de explayarme, pero no puedo, apresuro la descripción y me dicen: «¿Qué?», buscó una moneda y me quitan el tiempo —más tiempo— que no tengo, porque no tengo más monedas, así que regreso al cuarto —donde nadie me espe111
El divagador ra— y busco algunas para terminar de preguntar y regreso con prisa porque recordé que el tiempo apremia, pero llego y tengo que esperar porque hay alguien hablando dentro de ese espacio privado (privatizado), entonces mis pasos desean acortar sus distancias para no esforzarse en encontrarse, en volver a unirse en la oscuridad de la noche que dificulta su poca visión y las obliga a buscar algún otro medio que no involucre el habla, porque lo entienden tanto como yo al tiempo, que se oculta en su horizontalidad etérea, hasta que al fin puedo llamar, marco el número pero nadie contesta, vuelvo a marcar y me dicen: «aló» y yo digo lo mismo sin entender por qué lo digo —no conozco su etimología— y vuelvo a describir a «grosso modo» el problema, luego espero unos segundos y tengo una respuesta: «no lo sé», y ríe(n) y yo también rio hasta que se acaba el tiempo de sentir y luego sólo me queda pensar en nuestra inutilidad y en las muchas razones para no volver a llamar, pero aún tengo —y tendré— problemas que quizás hablando no encuentren solución alguna, pero que se solucionan con el tiempo, que ojalá ellos me regalen, porque no sé si podré pagarlo después. La melomanía que sufría hace tiempo me seguía en el análisis, como un crítico que intenta relacionar lo observado con un evento bien sabido por la mayoría que se considera «conocedor». Con el minutero detenido en el reloj —al parecer por fallas mecánicas—, era fácil situar una canción —de esas melodramáticas— en el proceso amical por el que pasábamos con Julio y Roger. Estaba dirigido por las horas que mostraban un aspecto camorrista cuando los obligábamos a ser testigos de la creación de nuestras redundantes o errantes conclusiones, que no eran apodícticas, sino un nuevo concepto que se bifurcaba, trayendo consigo un número mayor de problemas. Durante el tiempo que pasé con ellos creí que la habilidad de 112
Mikhael Toralva Cordova acomplejarlo todo era la amalgama que unía nuestra amistad y que —justamente— por su rareza lo hacía aún más resistente a los embates emocionales provenientes de factores internos y externos. Mucha gente dice, un «amigo» es aquel que está en las buenas y en las malas; sin embargo, esa frase resulta bastante subjetiva si se tiene en cuenta el contexto y la cantidad —y calidad— de los argumentos superpuestos dentro de un concepto propio, el cual, se elabora de acuerdo a tu posición en un grupo social. Si describimos un caso factible tendríamos por ejemplo: Una persona se siente atribulado por que otra del sexo opuesto no da pie a sus galanteos, ésta solicita entonces la asistencia de su «amigo» para sentirse mejor; sin embargo, el «amigo» podría sentirse afligido, quizás por un problema de índole personal que no puede expresarlo por motivos ligados —generalmente— a sentimientos que derivan en vergüenza, haciendo aún más difícil relatarlo a la persona que dice necesitarlo; en esta situación el «amigo» decide —sabiamente— que lo mejor es no ayudar, puesto que en su estado, sólo podría empeorar la congoja de ambos, por lo que decide «ignorar» el pedido o explicar que en esta ocasión no puede ser de ayuda; acto seguido, la persona que pidió ayuda en un principio lo calificaría de «mal amigo» y llevado por la ira y el egoísmo no se detendría a analizar alguna otra razón detrás de un argumento aparentemente huero. Desde otro punto de vista el amigo sería un «buen amigo», ya que sacrifica su tranquilidad y hasta su reputación por no darle pesares aún mayores a esa persona que tanto le importa, a pesar de ser una acción realizada sin siquiera haberse planeado. Podría deducir con temor a equivocarme que un amigo no es aquel que da todo por la otra persona o está ahí cuando uno lo «necesite» (cuando uno quiere), sino que está dispuesto a 113
El divagador entregar lo necesario pero en vasijas vacías para que el que lo reciba aprenda a llenarlos; un amigo de sentimientos membrudos sería capaz de alejarse por temporadas, para aprender a sentir por sí sólo y dejar que su amigo pase por lo mismo. Muchas veces uno se miente al creer que se conoce o al creer que no y toma decisiones a partir de una lógica pueril que despotrica contra todo aquello que ignora, como a un amigo, que queremos tener cerca por miedo a la soledad —aunque uno jamás está completamente sólo—, en el que creemos encontrarnos o en donde encontramos el refugio en nuestra odisea de alejarnos de nosotros mismos. Existen muchas tesis acerca de la amistad y su morfología, pero no importa, mientras tenga personas que con su presencia me recuerden que debo pensar un poco más o un poco menos y que me hagan saber que puedo dejarlos si ya no son de mi utilidad, haciéndome entender de esta manera que ellos también harían lo mismo.
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Mikhael Toralva Cordova 14-04-2001 Después de templar las pasiones con las que fabricaba las cartas ideográficas destinadas a mi otro yo en el pasado —que nunca los recibiría—, mientras bosquejaba los eventos que ellas cambiarían repercutiendo en mi estado actual de la mejor manera, decidí «reestrenar» uno de los abrigos de cuero que mi padre guardaba con mucha devoción, había sido lavado al parecer debido a su acostumbrado contacto con cerveza y fluidos corporales durante años, además, tenía un pequeño orificio probablemente producto de un cigarrillo que alguno de sus desprevenidos compañeros de juerga pitó cerca suyo. Luego de colocar prolijamente un parche del «Che Guevara» para cubrir el descuido que había sufrido el abrigo, la tomé en brazos, avancé hasta la vereda y luego de suspirar acogiéndome a la menos densa de mis dudas, decidí citar a Adelina, mientras la idea de que lo más prudente hubiese sido hacerlo antes de salir de casa hacía plañir a mis —ahora— bajos estándares de buen juicio a los que me había circunscrito luego de la enconada situación con Beatriz. Llamé al número que Adelina me había dado, pero nadie contestó, nuevamente la falseada sensación de victoria vino en mi ayuda, poniendo la palanca por debajo para sonsacar la frase: «si no quiere no le voy a rogar» que tanto necesitaba lacrarlo y así sellarlo dentro de la glándula de la frustración que esperaba no volviera a trabajar tan seguido. Compré un par de puros en una licorería que además ofrecía productos para otro tipo de necesidad, quise colocármelos directamente a la boca cuando una joven que parecía ser la dueña o la hija del dueño del local —era extrañamente difícil calcularle la edad—, se aproximaba a decirme con una carcajada a medias que debía cortar primero las puntas antes de encenderlos. El lugar entonces tomó un agra115
El divagador dable aroma a rosas de los anaqueles externos de una florería, jabón con extracto de aloe vera y aderezo para guiso —debido quizás a la ingente cantidad de feromonas que estaba percibiendo—, todo fina y sin embargo chapuceramente mezclado, como hecho por la mano de un artista demente en su décimo intento de creación. Me apresuré en seguir sus indicaciones, mientras apreciaba el glauco de su mirada, el concepto de esperanza se me vino a la mente, con la inconveniencia de procesarlo mientras intentaba coger a la escurridiza ocurrencia que revoloteaba entre tanto antagonismo. —Podría recomendarme una bebida para una ocasión especial. —Un aniversario, un cumpleaños tal vez… —Un primer encuentro —dije, intentando sacar a flote mi personalidad de tenorio. —Interesante, tengo un vino tinto cosecha del noventa y cinco —dijo con diligencia—. Ha ganado la medalla de oro en el festival de vino el año pasado. —Pues…grandioso, me alegra haber dejado la elección a ese gran criterio tuyo. —Estamos para servirlo. —Muy bien —dije, usando la mejor dicción que me permitía mis genes—. Siéntate, me gustaría que tomaras la primera copa. —Esas sillas son sólo de espera; además, ¿que no tenía usted una cita? —Cuando hablaba de un primer encuentro me refería a éste, no todos los días se conoce a una mujer tan hermosa. —Muchas gracias —dijo con mesura—. No quisiera ser grosera pero es que soy casada y este no es un lugar para beber. 116
Mikhael Toralva Cordova —Entiendo, perdone el atrevimiento… Me retiro. Era como un bus de transporte publico al final de su ruta, aligerado por la falta de pasajeros entre los que estaban el orgullo y la vanidad, que se habían bajado sin avisar y sin pagar pasaje, seguramente en uno de los paraderos informales de la indignación, en donde muchos se creen a salvo para vilipendiar, llamar a silbidos con la pereza de alguien que considera amigo a cualquier desconocido y se aprovecha de esa condición, porque en el camino —en la ruta—, no hay nadie que escuche el ulular de la simpleza envenenada por el deseo de creer que todos vienen porque se les llama y no porque antes de las suposiciones, «todos» ya habían tomado una decisión. Seguí avanzando, con una jornada que rozaba sus últimas responsabilidades y se disponía a desertar, como yo, al pararme frente a una cabina telefónica para esperar que alguien ingrese a ella, y así tener una justificación, e irme al cuarto. La gente caminaba hablando sola o acompañada, pero hablando, porque para quién podía pagar al parecer no había distancia, pero es sabido que aunque todo es posible en un mundo de apariencias, no todo es lo que parece. Estaba por ingresar a la cabina, cuando el celular que había estado llevando sin percatarme, empezó a vibrar en mi bolsillo, mientras emitía el sonido sin filtrar de un minueto. —Hola —¡Aló! —respondía Roger—. Qué tal hermano, ¿Estarás desocupado? —En realidad no, salí a dar unas vueltas y estaba por regresar al cuarto. —Julio nos quiere invitar un par de cervezas, quiere «picarse» antes de que anochezca. —¿Por qué querría hacer eso? 117
El divagador —Dice que tiene un plancito con una «flaca» que conoció en el cumpleaños de su prima y quiere armarse de valor para proponerle que después de las doce, continúen la fiesta en su cuarto. —Parece que aprendió algunas cosas durante las vacaciones. —¡Vamos! —dijo usando un extraña dicción—. No lo desmerezcas, es un tipo «macanudo». —Sí, sí. —Entonces ven al «hueco» de la otra vez, el que queda a espaldas de la plaza. —Lo recuerdo, llego en quince minutos. Caminaba con la cabeza gacha, tal vez para pensar mejor mientras observaba el movimiento de mis pies al «avanzar», quería estar con mis amigos, conversar y desahogarme con indirectas y con ejemplos de situaciones en tercera persona, pero más eran mis ganas de estar con Adelina, que era la única con el pincel correcto para esbozar la imagen del más importante de los futuros posibles, que me esperaban a la vuelta de la página del libro que nos unió, pero que he dejado a la mitad, por priorizar otras necesidades. Llegué en poco tiempo debido a la parva urgencia, pasé dos veces por la puerta antes de entrar, creo que buscaba alguna excusa; sin embargo, al notar que un tipo que aún usaba lentes de sol a pesar de la penumbra movía la cabeza como siguiendo mis movimientos, resolví entrar escuetamente. Ubique a Julio, levantaba la cerveza en un innecesario esfuerzo por indicarme su posición. Luego de efectuar el saludo propio del grupo, pregunté por Roger, Julio me informaba que había ido por una ronda de whisky en las rocas, pero como mi presencia aún no estaba del todo confirmada, sólo pediría dos vasos. Decidí ir 118
Mikhael Toralva Cordova a la barra, pero Julio se ofreció a hacerlo cuando me disponía a ponerme de pie. Los muebles estaban cubiertos de telas aterciopeladas, parecían nuevas; no obstante su vulnerada suavidad dirigía mi apreciación del momento por el sendero de pedantería que generalmente está destinada a la decepción, porque es insulso exponer una belleza que será violentada — por tosquedad o negligencia— poco después de ser estrenada, así como es fútil mi presencia en esta sala, mientras la beldad de la cordura dejó la clandestinidad para cubrirme los ojos y ayudarme a mirar dentro mío, para encontrar las conexiones con el resto de esta historia que no recuerdo como mía, pero que lo es, he ahí la conjunción entre dos mundos que viajan en una misma órbita. Me disponía a retirarme cuando Julio se acercó presurosamente junto a Roger, detrás de ellos tres señoritas bien vestidas, ostentaban con garbo sus bien cuidadas formas. Una de ellas mostraba un rostro por demás nervioso, como si hubiese reconocido a un viejo novio que admiraba su parquedad y su animadversión hacia las fiestas de este tipo. Era la mujer de la licorería, la variación deliberada de la intensidad de las luces me dificultó en un principio observar el color de sus ojos, quizás lo más raro era la rapidez con la que vino, considerando que una de las características de las mujeres —sobre todo las que según «la voz del pueblo» son las más bonitas— es que tardan horas en encontrar su «forma» más bella frente al espejo. Al notar su severa incomodidad, supuse que no era sólo por el rechazo que sufrí —después de todo a muy pocas personas les importa alguien de quién no hay forma de sacar provecho—, sino por la imprudente confesión que la haría blanco de invectivas de todo calibre, más aún si era la «flaca» a la que Julio estaba por hacerle una interesante propuesta, lo cual, era posible en casi un cien por ciento, teniendo en cuenta que de las 119
El divagador otras dos, una ya conversaba con Roger y otra me miraba con ojos inquisidores. Me había alejado un poco del estudio de las relaciones sociales en donde el alcohol direcciona el sentido de las oraciones, por lo que este —para muchos— inoportuno episodio se había convertido en una especie de duelo de prejuicios, cuyo desarrollo y desenlace estaba ansioso por ver. Pasaron menos de dos horas, cuando mi distraído cerebro notó la ausencia de un objetivo, mi acompañante aún se reía de mis poco risibles comentarios y la hilaridad de los juegos que improvisaba Roger aún hacían efecto, pero Julio no estaba, sin más las cosas siguieron su curso y como de costumbre no lo noté. Esta mañana, desperté en un dormitorio —en el cuarto donde vivo hay una cama solamente—, la suavidad de las sábanas y el agradable aroma en las almohadas, me llenaban de una agradable intriga, que a lo largo de los minutos que tardó mi incorporación, cedió a su propia condición. Me apresuré en vestirme y luego de ponerme los zapatos éstos evidenciaron mi presencia al chocar con el piso de mayólica mientras trataba de salir de ahí. Una voz que parecía provenir del baño de la habitación me decía que podía coger lo que quisiera del refrigerador, decidí no responder y continuar con mi búsqueda de la puerta de ingreso (salida), y así poner fin a esta «olvidable» experiencia.
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Mikhael Toralva Cordova 28-04-2001 Un evento asaz complicado, además de confuso tuvo lugar en horas de la mañana. Durante la noche estuve inmerso en una batalla contra el insomnio y las alucinaciones que lo asisten desde su inmaterial trinchera, cuya estrategia debilita en cada campaña mi muy venido a menos sentido de la realidad, confundiendo el desorden del cuarto con escenarios escalofriantes que generalmente aparecen en mis pesadillas, porque mientras tenga los ojos abiertos no deberían estar ahí, pero se confunden con la alusión que encuentro en algún libro o que aparece en algún diálogo, como el de hoy. Adelina apareció de repente en la puerta del cuarto, que estaba abierta, me extrañaba y tampoco recordaba por qué lo había dejado así, puesto que desde niño fui muy cuidadoso en ese aspecto, siendo algunas veces reprendido y otras veces felicitado, por cerrar casi todas las puertas después de pasar por el umbral. Sujetaba un librillo, en un primer instante la curiosidad asaltó mi percepción, quería preguntarle acerca de él, pero luego recordé que nuestro último encuentro fue pintado con el color grisáceo de la dramaturgia improvisada, por lo que opté por escuchar a la aprensión y dejar que las cosas tomen el rumbo que deben sin perjudicarme aún más a causa de cualquier intervención. No dijimos nada, tal vez ni podíamos, una capa áspera cubría el callejón por donde las palabras escapaban aprovechando la distracción de la razón, que siempre piensa en sus propios problemas, aun cuando dispara a quemarropa a cualquier fugitivo si es que lo nota; pero éste no era el caso, las palabras salían, heridas pero vivas, libres y eufóricas, para luego percatarse que no tenían motivo alguno, luego de la efímera emoción que las cubría durante los primeros segundos fuera de su encierro. A pesar de la lasitud que doblegaba el 121
El divagador instinto de autoprotección, decidí coger la fuerza que aún flotaba por los alrededores y dirigirme a ella, para entenderla, para entenderme, para conocer la figura detrás de los versos truculentos que invadían el espacio que se reducía mientras nuestras miradas ya habían comenzado a estudiarse con actitud lupina, buscando alguna debilidad en los frentes de la convicción, buscando al miedo, que debería estar por ahí, entre mis emociones, si es que aún las conservaba. Usando al silencio para persuadirme a dimitir; se dispuso a mover la primera pieza, en este baladí juego —de ajedrez—, cuya estrategia al parecer, estaba más ligada a la experiencia que al genio. —¿Recuerdas este libro? —Por supuesto —dije con cierta suspicacia—, por más razones de las que entiendo. —Supongo que debes creer que soy algún tipo de demonio, que vino a hacer un juicio prematuro a tu joven existencia. —¿Acaso lo eres? —Claro que no, pero si existe algún demonio, es aquel juega con nuestra existencia, ahora que no somos más que espejismos en esta insulsa realidad. Una sombra de desdicha cubría los pocos rayos de sol que ingresaban al cuarto, como la última infantería que viene sólo a morir con sus camaradas, a quienes alguna vez contagiaron su tácita alegría. Sentía un dolor hiemal en el tuétano, como si el miedo hubiese tomado una forma física; intenté mirar con fijación los cabellos de Adelina, para encontrar algo más acogedor, que me recuerde a las tardes en las que el valor de los momentos era tan palpable que se podía sopesar; pero las lágrimas caían confundiéndose, marcando nuestros cuellos, nuestros rostros, nuestras ropas —que los sentíamos— del dolor de habernos conocido en medio de este lóbrego universo y 122
Mikhael Toralva Cordova que aunque hubiese alguna oportunidad para cogernos de la mano sin herirnos, no sería en ésta vida. —Tu calidez me adormece, como mi propia sangre después de haberte pensado por horas. —Te extraño —dijo con cautela—, pero sabrás que no eres tú a quién le hablo «Nico». —Lo sé… —El poemario que alguna vez te mostré y que para ti estaba lleno de galimatías, lo escribiste tú. —Pero… ¿Cómo es eso posible?—dije consciente de que pronto sabría la verdad—. Entiendo que dentro mío existen muchos otros, pero en mi locura creí conservar en todo momento algo de buen juicio. —No eres tú en realidad, o quizás sí; pero lo que te diré, podría parecer la mayor de las mentiras. Esperé que sus palabras comenzaran a llenar los vacíos sin eufemismos, sin suposiciones, porque en toda ficción siempre hay una certeza —o dos—, expuestas gracias a la descripción de detalles, que desafortunadamente durante generaciones nos hemos acostumbrado a suprimir, por apuro o por la mal llamada «practicidad». —Dentro de ti se encuentra el «alma» o lo que queda de esa energía que pudo comunicarse conmigo luego de la muerte de... —¿de quién? –dije luego de un tiempo que parecía ser parte de otro sistema físico. —La tuya. Adelina se volvió loca o estúpida, por contacto o por evasión, pero si lo supiera y lo llegará a entender entonces mi posición en este mundo ya no volvería a ser el mismo y me 123
El divagador miraría en el espejo con la aberración de quien observa a un loco cubierto con los harapos que su demencia no le permitió retirar. Explicaba que alguna vez, en alguna otra realidad ella era una estudiante de Física, carrera universitaria que había escogido llevada por su apego a los sistemas numéricos y la increíble forma en que el universo se mueve, retando a la realidad que los sentidos que desarrollamos apenas y nos permiten percibir. Yo no era músico, ni estudiante de ingeniería, era estudiante de medicina y un alumno modelo, de los que escriben la palabra «dedicación» en su frente para que puedan recordarlo cada vez que se cepillan los dientes o pasan al lado de ventanas con películas reflexivas. Ingresé a la universidad apenas terminé el colegio, al igual que Adelina, con la que nunca dejamos de comunicarnos, a través del medio que mejor se nos acomode, porque nos queríamos y decidimos seguir haciéndolo «siempre». En ese momento como era de esperarse, muchas situaciones, recuerdos y sinsentidos abordaron mi mente, como en un viejo barco que se disponía a llevar polizones o aventureros desdichados en busca de un futuro mejor y que luego morían en el trayecto, sin que nadie aparte de su familia —si es que lo tenía— se percate o le importe. Morir ahogado, asesinado o enfermo, observando a otros que podían pero tal vez no debían sobrevivir. Me sentía desdichado —además— por el hecho de que en este universo y en el otro —si existe— tuve que relacionarme con una sola persona, haciéndola padecer innumerables sufrimientos a causa de mi poca fortuna al momento de elegir un destino. Me preguntaba por qué no podría ser —en alguna realidad o universo—, alguien a quién solo le importe vivir, sin quedarse pensando por más de una hora que es lo que realmente significa esa palabra, alguien que pueda amar, pero bajo el concepto mezclado de la pasión y la costumbre que es posi124
Mikhael Toralva Cordova ble olvidar en un día, un mes o un año —o dos— para continuar, sabiendo —sin saberlo realmente— que el tiempo aleja a las personas, que si uno extraña un día, mañana extrañara menos y algunos días después, no sabrá porque extrañaba y se extrañará de eso. Adelina continuó su historia: «Nico, en el mundo de donde vengo jamás te llamé así o escuché que alguien lo hiciera, te gustaba que se te llame por el nombre completo, por complicado o incomodo que pueda ser; gustabas de las ciencias y te agradaba apreciar el arte en todas sus formas, pero jamás te viste como alguien capaz de desarrollarlo, por lo que para mí fue más que un placer escucharte tocar la viola, eras como el sueño del hombre que amo haciéndose realidad frente a mis ojos, a pesar del dolor que me provocaba el saber que él no podía disfrutarlo del todo, porque era otro quién acariciaba la pacata silueta del ingenio artístico.» La ambigüedad al momento de ubicar los pronombres dentro de su increíble confesión, era la señal que estaba buscando desde el principio, y que tal vez era el único motivo, que me azuzó a cuestionar la veracidad dentro de la acción de tocar un cuerpo —orgánico o no— y sentir el recorrido a través del prolongado camino de la interpretación, avanzando y yéndose para atrás, como para reconocer las «piedras» en el camino, sin saber que su viaje comenzó antes de entender su objetivo en este mundo que debe ser el real; aunque quizás sea sólo un holograma, que pasa a través de la mente de gente que —quizás— es real, sin serlo en absoluto. Mientras intentaba concretar el concepto de «limitación», pensaba en el ser humano y sus verdaderas limitaciones, que van más allá del mero entendimiento, porque todo puede ser tan real como nos digan nuestros cálculos y tan irreal como nos digan nuestros sentidos, cada posición blindada con la porfía que entorpece aún 125
El divagador más al que se autodenomina erudito. Luego de reprimir a la lógica intenté involucrarme en esta utopía, sin despegarme demasiado del suelo: —Déjame deducir —dije, intentando mostrar perspicacia—. Seguramente llegaste a este mundo a través de un aparato que algún «genio loco» desarrolló durante años, tú interés por la ciencia hizo que rogaras por algún puesto de «asistonta», que no tuviste porque sólo había uno para conejillo de indias y… —Deja esa majadería —dijo algo enojada—, creí que me estabas entendiendo, pero veo que aún no estás preparado para la verdad, todavía eres un «mocoso», no te pareces en nada a… —¡Ya sé!, ¡ya sé! Él era «perfecto»; en ese caso no sé qué haces aquí, pude captar entre tanta fantasía que está muerto. —Tú no lo entiendes todavía. —¿Qué es lo que quieres de mí? —No lo sé. Salió del cuarto ignorando el llamado de una última palabra, apresurando cada vez más el paso; poco antes intenté cogerla de la mano pero apenas pude rozarla. Ella seguía llorando, lo noté en la humedad de mi mano, la misma que intentó detenerla sin creer en los pensamientos, que a su vez no creían que todo esto termine tan de repente, sin la posibilidad de ingeniar alguna estratagema que la traiga de vuelta tan sólo para despedirse. La mañana tomaba un matiz ceniciento y yo me alistaba para el peor de los desenlaces.
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Mikhael Toralva Cordova 10-05-2001 Me cansé de pelear contra el perspectivismo, ya no me es posible analizar el mundo desde la posición que por mucho tiempo creí privilegiada, ya no puedo hacer crítica alguna contra la postura de otros, y tampoco escudar el argumento que dice que aunque ninguna perspectiva es correcta en su totalidad, la mía podría serlo. Que es sino la perspectiva que un reflejo de nuestros intereses, de nuestros sueños, de nuestro afán de creer que nuestra verdad es la única, porque el arte también necesita veracidad. Creer en mí, sin saber quién soy, no es del todo incongruente con su posición antagónica, pero es más perturbador, más «anormal», como ver iluminado el cielo nocturno. Decidí caminar una vez más por el andén de siempre —porque no hay otro—, mirar los rostros de siempre —aunque sean el de otras personas—, y pensar en los problemas de siempre —sin ninguna solución—, antes de asistir a las clases, en donde aprendería un tópico más acerca de cómo dar vuelta a las páginas sin cortarse el dedo —que casi no sucede en realidad—, mientras pienso en cómo salir de «la cueva de los sabios» y correr hacia un lugar más elevado para respirar el aire que ellos todavía no han exhalado. A medida que mis pasos comenzaban a sobreponerse debido a las incontables vueltas que le daba a la calle y a mis planes de acción —cuya inutilidad quedaba manifiesta luego de pasar a través de los baches de la lógica—, una sensación de anarquía psicológica crispaba los músculos maseteros en mi rostro —o detrás de él—, obligándome a buscar alguna otra opción para pasar el tiempo más «sanamente». Opté por regresar al cuarto, quizás un trozo de pan y un vaso de gaseosa helada, me regresarían al estado más fácil de convivencia que había dejado en algún lugar de mis recuerdos; sin embargo, los eventos planificados 127
El divagador parecen estar destinados al fracaso cuando la premura embarga los deseos de verlos realizados. Llegué a casa, prendí una vieja radio —al que nunca cambio de emisora—, algunas canciones sujetaban entre las partituras que imaginaba, los sueños que tuve en un determinado momento de sacudida y hermosa existencia llena de inventos que se desfiguraban en el cielorraso hasta que la modorra abrazara lentamente la concentración que tanto me había costado imbricar en la piel de las ideas mientras saltaban como buscando refugio, hasta caer juntos, sin que después nos preguntemos como sucedió. Después de buscar infructuosamente alguna distracción, sólo me quedaba explorar mis ideas, congelarme como espectador sumiso de unas perversas soluciones, que se exponen como en un proyector que no escucha cuando le dices vasta y que no para y quizás no lo haga aun después de muerto, porque no sabemos que hay más allá de la vida y un viaje —a cualquier respiro— no nos llevará al silencio que en ocasiones se confunde con un destino, pero uno se contenta con lo que cree cuando usa sus sentidos para encontrar su verdad, porque no conoce otra forma de hacerlo, y se conforma con sus inexactitudes y «concretos» que se alejan tanto como uno quiere (puede) y se acercan a veces demasiado que uno no puede (quiere) alejarlos o ignorarlos. Si alguna vez se pudiera cerrar la nariz como los ojos y estos podrían mirar de otra forma en cada parpadeo tal vez no importaría llenarse de deseo, sufrir por ello y esperanzarse por las noches, confiando que la justicia no nos confunda y nos ayude a encontrar las diferencias entre el sufrimiento y la esperanza —que muchas veces son tan parecidos—, para no seguir congelado frente a las imágenes proyectadas y la sumisión, que seguirán ahí, presionando el pecho, hasta saber que uno ya no responde. 128
Mikhael Toralva Cordova 11-05-2001 Comienzo a resignarme, las visiones me siguen como zorros al acecho, esperando que otro pedazo de cordura caiga como carne muerta, todavía caliente y con algo de mi alma que aunque metamorfoseada todavía conserva algo de mí; su deliberación vulpina triunfa con más frecuencia y los asaltos son cada vez más cortos, la angustia de perder, de perderme, ahora es sólo fracaso, sólo resignación. Con qué instrumento del averno me marqué los pies para alejarme del paraíso a voluntad, asaltando los límites azules de esas tierras arrasando con las milicias de la complacencia, [extinguiéndolas, como las ideas de gozo perpetuo que volaron durante años hasta un cielo inexistente y hoy se pudren en campos impíos por donde se arrastra: mi voluntad. Minutos del reloj, como arañando las horas en prospectiva, desfigurando la representación de que el errar del destino es el herrar de unas huellas que reclaman atención, escapando del hecho de que altruismo y egoísmo podrían [ser lo mismo. Las marcas continúan, aún sin piel que las sostenga; caminando y regresando como un atroz déjà vu; miro los bastiones de la con–ciencia, 129
El divagador paso mil veces bajo sus ventanas, buscando el atisbo acogedor, pero‌ Creo que no soy el único que mira hacia arriba.
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Mikhael Toralva Cordova 18-05-2001 Ayer, cuando mi padre vino de visita, le pedí que me prestara el auto por un día para hacer un viaje hacia la ciudad aledaña más cercana, en donde se podía practicar la pesca como deporte en una de las lagunas más grandes del país, pero no accedió, así que tomamos el bus de las dos. Lo de la pesca era un mero pretexto para salir de la ciudad, en realidad necesitábamos platicar para que, una vez contemos con toda la información posible, busquemos juntos una solución como debió hacerse desde el principio. Llegamos luego de tres horas las cuales se amoldaron muy bien en el espacio mental que tenía para ellas, no hubo impaciencia ni placer, sólo la monótona sensación de que todo estaría bien mientras no corrompiéramos nuestra tregua. Buscamos un hostal para descansar el resto del día o dormir si se hiciera de noche inesperadamente; no pensábamos salir a no ser para comer. Después de lavarnos el rostro —y algo más— para quitarnos la pereza, nos dirigimos a un restaurante cercano, no tenía especialidad de la casa, pero el ambiente finamente adornado, el uniforme de los meseros —extrañamente pulcro— y la gente modosa, me indicaba que ése no era un local barato; quería salir, pero ya habían traído la carta, Adelina la miraba con cierto compromiso, pero no parecía estar escogiendo algún plato; antes que levantara la mano le dije que no tenía mucho dinero y que sólo pediría un mate, ella me dijo entonces que pidamos un plato de papas fritas y que nos lo repartiéramos, argumentando que ambos precisábamos recobrar energías, accedí. La orden tardaba en atenderse, me dirigí a uno de los meseros —el que tenía un rostro más accesible—, para pedirle algo de diligencia usando un diminutivo: «dese prisa por favorcito», pensando que quizás así pueda conmoverse e insistir al cocinero o al 131
El divagador menos recordar que ordenamos algo; «ahorita le atendemos», otro diminutivo para ocultar su distracción y una táctica inconsciente para involucrar a otros y compartir la responsabilidad, evitando así una intervención directa de mi parte. Diez minutos más de espera, sin hacer más que sonreírnos —o reírnos— por nuestra situación, hastiándome de la tolerancia, que por su profusión se adhería al interior de mis venas como el «colesterol malo», provocando una insana mezcla de letargo y dolor parcelado entre mis diferentes expresiones. En un momento como éste se superponen diversas «afirmaciones placebo», la mayoría son heredadas y los que no lo son, no son más que variaciones inconscientes que hacemos para acoplarlas a una situación sin precedentes, un grupo de palabras acondicionadas con sinónimos debido a una deficiente memoria que muchas veces sólo recuerda emociones y no una copia literal de los hechos. Procuraba entretenerla, no quería que empiece a hablar, no en ese lugar, porque si sucediera no pararíamos, hasta que el escándalo se involucre con juicios falsos salpicados de la acerba verdad que nos obligaría a agachar la cabeza y buscar la forma de no confrontar nuestras antitéticas posiciones hasta que aparezca —por azar— algún otro panorama hospitalario. Con la deferencia al límite, decidí preguntar a Adelina acerca de sus pasatiempos, ahora que estaba aquí, sin nada familiar además de ella misma y su soterrada fobia a la verdad. Estaba por expresarme cuando ingresó al local un niño con el rostro cubierto de manchas en forma de raya como el de los indios o caníbales en las series de dibujos animados, producto quizás de los instintivos intentos de limpiarse el sudor y suavizar un poco el golpe de los rayos del sol, sus manos estaban en iguales o peores condiciones, muestra del trabajo duro que tenía que estar realizando cuando no las usaba para coger una ligera bolsa de golosinas. No recuerdo las caracte132
Mikhael Toralva Cordova rísticas de las prendas que usaba, tal vez porque pensaba en las muchas peripecias que gemirían para tratar de escucharse mutuamente y confirmar su maldita presencia en una cabeza que no podría levantarse por miedo a perder en los ojos de otros las esperanzas de llevar una vida sin inconsistencias ni itinerarios inciertos. Caminaba de mesa en mesa usando una misma frase, corta y con tantos diminutivos que parecían imprescindibles para crear una ficción aún más dramática que la notoria, quizás en el afán de justificar el elevado precio de sus productos. No quise pensarlo demasiado, tendría que ser la simple consecuencia de recordar un pasaje de mi vida en donde la vanidad y la caridad se habían mezclado —como ocurre a menudo— en proporciones asimétricas, los dilemas jugarían con los conceptos de la Física al involucrarse en una especie de osmosis que se desarrollaba entre la razón aparente y la razón concreta, que se separaban como líquidos de diferente densidad. Empuñar una moneda no requiere mucha técnica, pero en ocasiones es un complicado ejercicio mental, porque se contradicen argumentos, que sin más comienzan a insultarse y aventarse cosas y nuestra capacidad como moderador deja mucho que desear al único espectador (uno mismo), que en el descontrol sólo puede sentir vergüenza ajena y mirar hacía el costado buscando a un acompañante que comparta su malestar, pero no hay nadie, porque nunca lo hubo. La moneda no cambiaría la vida del niño, pero si la mía, así que mientras Adelina trataba de amenizar la intolerable espera por la comida, yo sólo esperaba que el muchacho llegara donde mi mesa, tenía ganas de «sonreír de verdad». El niño se acercaba, y yo ya subía la moneda hacía el tablero, pero no sé en qué momento lo perdí de vista o es que sólo paso de largo, tan solo sentí que me miraba de reojo, como si la pena debía dirigirse hacia mí y no a la inversa. Parece que no sólo los ricos 133
El divagador «saben» marginar. Durante la noche no dije palabra alguna, decidí escuchar y pensar por un breve instante que sería mejor si la lascivia viniera al rescate, como en los sueños que tenía cuando todo era más sencillo, cuando al ingresar a un baño no pensara en el húmedo y desagradable olor de la toalla como un artilugio del destino, para recordarme que soy como ese trozo de tela absorbente, usado por muchos y olvidado por todos hasta que el hedor se haga tan insoportable y alguien decida ponerlo en la lavadora —de cerebros— o tirarlo al suelo para ser usado de otra forma. «¡Buena, ganador!», me dijo el empleado del local mientras miraba con lujuria a Adelina que esperaba en el rellano; cogí la llave del cuarto y vacilé en la recepción de esas palabras, yo también quería mirarla del mismo modo, pero el flujo eléctrico responsable de mis movimientos soliviantaba al avejentado arte de persuasión que alguna vez esgrimí con orgullo, porque era el indicado, era el responsable, pero yo no estaba seguro, no lo demostraba, perdía sentido el doblar las rodillas, el tocar mis bolsillos, el mirarla cada vez más cerca, sin tener idea de cuanto más perdería en el siguiente movimiento, cuanta materia prima se quedaría en esos gastados pasillos, cuanto dolor soportaría al saber que no podría seguir construyendo el puente que alguna vez pensé que podría unir a nuestras renovadas existencias, luego de una aparente despedida. —Lo arruinarás. —Lo arruinaremos. —Como cuando decidiste seguirme. —¿Cuándo? —No te hablo a ti. —Me estas ignorando —dije casi susurrando—, que grata 134
Mikhael Toralva Cordova sensación. —Cada día te tengo más cariño —dijo con la voz entrecortada—y eso me hace aún más detestable. —Morir en secreto, tal vez es la mejor forma de dejar este mundo. —¿Acaso ya no me escuchas? —Te estoy ignorando… —Perdón, creo que no debí hablar de mí. —Yo tampoco vine a hablar de mí, ni siquiera quise expresar palabra alguna. —Era la forma más fácil, más lógica. Matarte para que él pueda vivir, yo hice algo parecido, pero él falló, y te involucró en el dilema que hasta hace poco tenías. —Aún sigo teniendo problemas, pero al decirme que me involucró en un dilema… ¿Acaso crees que estaría mejor muerto? —Ahora ya no lo sé. —El aún vive, lo escucho muy seguido, me atormenta. —También lo escucho. —Pensé que podrías ayudarme, pero empiezo a creer que todo esto es innecesario. —Todo sucedió cuando estabas en el conservatorio, yo ya estaba en este mundo, pero nuestras existencias pendían de un hilo, teníamos que intentarlo, pero el falló y al intentar escapar, dejo su cuerpo en las aguas de un río, supongo que el arma que usó se perdió con él. —Ahora entiendo, el inculparme, la contradicción de los testigos. Mi caso se manejó internamente por la levedad de los daños, para preservar el prestigio del conservatorio y por no tener la mayoría de edad. 135
El divagador —¿Fue lo mejor? —No. Esta vez, nadie me dijo que debía apagar las luces de la habitación, eso me tranquilizó, tenía miedo de estar a oscuras.
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Mikhael Toralva Cordova 27-05-2001 Algún día seré famoso por mi arte, oteando la evolución de mis partituras desde un estado de serenidad, sin pensar en las estúpidas preguntas relacionadas al porqué de la vida o la bebida y corrigiendo lo absoluto, lo que muchos llaman concreto, lo blanco y lo negro, porque no hay mayor absurdo que no creer en los matices; o eres malo o eres bueno, eso dicen los obtusos, los que nada aportan, los que sólo quieren enturbiar la ideas, sin aclarar ni las suyas. Pero la tarea se acompleja, con dos mentes en conflicto, ningún argumento es invulnerable, todo pasa por la perplejidad y se agitan los silencios, porque ahí es cuando uno piensa más; entonces uno quiere ser el de antes, dependiente de simplezas y con complejidades a cuestas casi imperceptibles, casi ignoradas, como los papeles en el bolsillo posterior del pantalón. Lo «bueno» de ser diferente, atesta el orgullo, te da la sensación de independencia mientras dura, mientras conservas la inocencia y aún crees que el color del cielo es azul, como el mar, como los ríos y los mejores sentimientos, pero la ilusión nos deja al desamparo y ya no somos tan diferentes, por genética, estética o ética. Ser famoso, para tener el poder de cambiar a los espectadores, hacerlos como uno (yo), un conjunto de antagonismos, prisioneros de su propia libertad; pero, para qué ser libres en un mundo en donde es necesario depender; de la familia, del dinero, de un circulo «cerrado» de amigos, de la novia —de turno—, de los espectadores, de los compradores, de la tecnología, del mundo real, del mundo irreal. «Libertad», como Límite de la Berma y una última sílaba que no es inicio de dicción conocida por la inopia de mis gestores. 137
El divagador 01-06-2001 Al regresar al cuarto por la tarde encontré una carta tirada en el suelo, supongo que la metieron por debajo de la puerta, una táctica que evidencia el miedo a la confrontación, me hubiese gustado que no fuera así, hoy no me siento arredrado. Fue escrita con lápiz (grafito), pensé que sería mejor transcribirlo en el «diario». Hola Nico Quiero dirigirme a ti porque es más fácil soportar el dolor de lastimarte. Veo con frustración que los meandros de esta historia se extienden hasta al infinito, y se hacen cada vez más estrechos, más veloces, tanto que no me permiten permanecer de pie, sin tener la sensación de que pronto caeré de nuevo. Cuando llegué a este mundo, vi muchos rostros conocidos, pero muchos ya no me reconocían y los pocos que lo hacían no expresaban lo mismo que recordaba, lo cual fue muy penoso. Usurpar la identidad de otra persona, que por la ironía del tiempo y del espacio es una misma, es tan aberrante que a veces una prefiere estar muerta, mis padres me preguntan que me sucede, a qué se debe ese «cambio», y debido a qué estoy tan olvidadiza, es terrible escucharlos por teléfono, cuando intentan animarme recordándome pasajes que nunca viví, y luego callan, esperan algo, una risa al menos, pero yo no sé qué hacer, no sé qué sentir. Por las noches sólo el libro que escribió Nicolai me transporta a mi vida, a ese contexto familiar junto a la gente que tanto amo, pero no sé si eso está bien o está mal, porque añorar algo que quizás ya no pueda tocar, es la peor de las torturas, no tienes idea de cuánto se puede extrañar, de cuanto se puede sufrir por esperar a que un milagro ocurra y me devuelva al lugar en donde está lo más importante para mí. A veces creo que es una pesadilla, que tal vez me accidenté y estoy en coma, soñando, hasta el día 138
Mikhael Toralva Cordova en que pueda despertar, pero siento que es demasiado «real», como para intentar pellizcarme con fuerza, hacerme un corte o suicidarme para que todo esto termine. He intentado estudiar un poco más acerca del viaje que hice, el profesor con el que realice este aciago experimento es inubicable en este mundo, y eso me tiene perpleja, tal vez, el de mi mundo sea el único en varios mundos o quizás es un maldito extraterrestre que trata de jugar con nuestras existencias, la verdad ya ni sé que creer. Al parecer una decisión en cualquier punto de tu vida, cambia el futuro de infinitas maneras, curiosamente, parece que toda la gente nace en el mismo lugar y en la misma fecha, y hasta tiene el mismo nombre, como si eso fuera lo único predeterminado, he investigado a cincuenta y dos personas y coincide en todos los casos, revisé también algunas teorías de física, hay ciertas incongruencias con las que he visto antes, pero de nada servirá explicártelos, debido a que ni en este ni en el otro mundo te interesaban los métodos, sólo los resultados. Hasta el día en que pueda hacer algo que pueda ayudarnos no nos veremos, espero me entiendan, de nada sirve encontrarnos y no hacer más que llenar nuestras cabezas de distorsión y sentimentalismos. Adiós. Adelina.
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El divagador 01-08-2001 Ha pasado un buen tiempo desde la última vez que agregué palabras a este librillo. «Ene» ahora es casi visible en ocasiones, como una sombra de colores opacos, toda una quimera. «Ene», ridículo nombre con el que llamo a mi «otro yo», y que fue creado por la estúpida costumbre de tiranizarme cada vez que lleno mis sesos de piezas desproporcionadas que no encajan en ningún molde —mental o social— o cuando simplemente no existe un molde donde encajar la pieza y todo parece cubrirse de blanco, que es más vacío que cuando todo se cubre de negro. En ocasiones recuerdo que no le es agradable escuchar que se le llame con diminutivos o usando un hipocorístico y es ahí cuando me rio de nuestra indeseable presencia, para nosotros y para quienes lo noten. Su figura es algo simbólica, quizás el hecho de verlo, sea producto de un cuadro de esquizofrenia, pero el temor de ser diagnosticado con ese «mal», hace que me oculte tras monólogos profesionales cuando me dirijo a la familia, amigos u otros y así evitar que alguien me sugiera o constriña a visitar un psiquiatra. Los cambios que he tenido los he —y los han— atribuido al proceso de madurez, que a veces dicen que te hace retroceder un poco, o te hace pensar por demás acerca de las simplezas de la vida. Roger me confesó que conoció a Adelina a través de uno de sus contactos más «oscuros», que seguramente es un simplón que en un primer momento dio la impresión de ser alguien que no sólo ve al mundo a través del lente de la ficción; debió ser frustrante para ella enterarse que gente así pulula en todo ámbito. Ha pasado un buen tiempo desde la última vez que escuché la voz de Beatriz. Ayer me enteré por mi padre que alguien le ha pedido la mano en matrimonio y que además está em140
Mikhael Toralva Cordova barazada. ¡Vaya sorpresa! ¿De qué me perdí? Si pudiera ver su rostro quizás la entendería durante los segundos en que se liquiden uno a uno esos sentimientos de sacrificio y abnegación que tanto proclamábamos. Quisiera pensar que nunca me «amó», o que cambio el «amor» por un profundo «odio», tan intenso que pudo persuadirla a darle un hijo a alguien que no «ama», sólo para que yo pueda verla feliz o infeliz y que me arrepienta por ello, me culpe y llore junto a ella por algo que no fue, porque el destino es siniestro; pero lo ridículo de esta hipocresía mal armada me recuerda que pocos (nadie) conocen sus virtudes y que además no existe mayor defecto que el creerse virtuoso. Dónde podría ir a parar el acopio de sentimientos que por años mutilaron horas a los días, días a los años, años a los lustros o décadas que «avanzaban» en círculo cubriendo nuestras faltas —que luego de una reflexión efímera son todo lo contrario— con múltiples capas para evitar que se lastimen y así conservarlos a través del tiempo, esa acción podría también asfixiarlos, pero ¿importaba? Que insensato el que baja la luna, las estrellas y el sol para su amada(o), porque no lo hace en realidad; que puede ofrecer una persona si no es su tiempo, que te puede entregar si no es su vida, por un momento o para siempre que también es un momento. Quise llorar por la muerte de aquello que nos guió con sus cantos, con su intensidad, hacia un vacío que me deja sin un sabor especial en los ojos y la piel, sabor que no pasa por la boca porque ésta limitada por su existencia. Si estuviera sólo, si fuera uno en lugar de dos —o tres—, lloraría por no haber sido yo quién cubriera el virginal cuerpo de Beatriz con las «primeras» savias de un oportunista, de un enamorado, de un soñador; que fácil era decir esas palabras para autocalificarme, ahora que no es fácil tan sólo decir «soy un…». Nos resignamos a una lenta y penosa agonía, sin la certeza que 141
El divagador teníamos individualmente, sin seguir los párrafos completos porque las palabras ya no nos seducen, no nos alteran, ni nos repelen, sólo continúan en un vuelo infinito, lleno de contradicciones, que nacen en el ejercicio de su profesión, que es el explicar aquello que no necesita ser explicado, condenándose al darse cuenta de ello, porque su lucha se hace cada día más absurda, al igual que la defensa de sus ideas, que las cambiaron para ser otros, para creerse otros. No puedo dar fe de algo, quizás en este universo sólo somos lo que debimos ser, nuestras raíces, nuestras costumbres, nuestra naturaleza, nuestros ideales, y hasta nuestras frustraciones y desatinos, todo, forma parte de un paquete que adquirimos mientras buscábamos felicidad debajo de las piedras en nuestro camino de fantasía, durante los descansos de cinco minutos que creíamos merecer cada vez que nos sentíamos cansados o con hambre porque era hora de sentirse así.
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Mikhael Toralva Cordova 07-08-2001 Acaba de anochecer, hace un rato —indefinido— quizás, porque no me percate en que momento el cielo se puso oscuro. Sentado, casi inmóvil entre lapicillos y aterradoras hojas en blanco sedientas de un poco de lo que queda de mi(s) alma(s); me dan mucho miedo, pero también aprendí a amarlas, y creo que hasta puedo decir que nos amamos; cuando pude escucharlas, sentí que sus primeras frases tiraban de mis recuerdos y éstos eran jalados con fuerza, aunque no podían separarse de mí, como el hilillo suelto de un tejido que una pueril y traviesa mano tira hasta perder el interés. Creo que algún día no tendré nada que ofrecerles y su amor menguará, se irán a por otros, dejándome morir, si es que lo merezco. Se acabó como las ideas de perpetuidad entre las nubes como el ideal de igualdad entre los hombres como las voces del sinsonte que las olvidó en su sendero, en su horizonte como la novela de terror que acabó con mis deseos de otra obra del autor como las preguntas desataviadas como las respuestas no enlatadas como todo. Porque hasta la eternidad tiene un fin Se acabó…
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El divagador Sin fecha He de confesar que estoy maldito, como cada una de las frases de este libro lleno de errores y horrores, ortográficos y biográficos. Sin tan sólo Julio o Roger hubiesen participado más en mi vida; pero para que eso suceda tendríamos que habernos abestiado, procurado no ir muy al fondo de nuestras ideas, porque en ese viaje veríamos desfigurarse gradualmente aquellas similitudes que parecen unirnos, que nos obligan a buscarnos cuando necesitamos perder el tiempo para sentirnos mejor. El problema con los diarios es que sólo reflejan el estado psicológico del momento, uno escribe porque lo necesita no porque «debe» hacerlo y eso lo hace inexacto, ambiguo, como un resultado cuando se trabaja con números complejos. Eres entonces un opuesto, porque es en tu peor momento — hasta ahora— cuando escribes y no en tu «mejor» —momento de inspiración—, porque lo mejor sería no escribir, no hacer tangible algo que sólo se siente, como la brisa marina en verano, cuando parece que las preocupaciones también se van de vacaciones, por uno o varios segundos. No recuerdo cómo es que escribí tantos diálogos, tal vez los exageré y hasta quizás los he inventado, para que exista cierta lógica y el sentido de mis recuerdos tengan de donde sostenerse. Estoy cansado amigo mío, creo que debemos dormir y migrar hacía el único lugar que de verdad nos pertenece.
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Contenido
Parte uno 25-03-2000 27-03-2000 31-03-2000 07-04-2000 16-04-2000 28-04-2000 18-05-2000 14-06-2000 30-06-2000 09-07-2000 19-07-2000 22-07-2000 29-07-2000 25-08-2000 07-09-2000 16-09-2000
9 11 12 14 16 18 19 25 28 30 35 37 41 45 49 56
Part (en) dos Para: Beatriz 63 31-12-2000 64 05-01-2001 68 10-01-2001 70 16-01-2001 72 28-01-2001 74 10-02-2001 77 14-02-2001 79 15-02-2001 85 15-02-2000 Horas mรกs tarde 87 21-02-2001 90 28-02-2001 100 01-03-2001 108 07-03-2001 109 02-04-2001 111 14-04-2001 115 28-04-2001 121 10-05-2001 127 11-05-2001 129 18-05-2001 131 27-05-2001 137 01-06-2001 138 01-08-2001 140 07-08-2001 143 Sin fecha 144
El divagador de Mikhael Toralva Cordova se terminรณ de imprimir en mayo de 2014 en los talleres grรกficos de Nictรกlope editores. Tuvo un tiraje de 1000 ejemplares.