Ciudad de Niebla,
de Johann Rodríguez-Bravo Andrés Mauricio Muñoz Egresado Taller de Escritores Universidad Central
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unque ha vivido por fuera tanto tiempo, sabe que la única patria son los recuerdos de la infancia y que esa es la que duele cuando se empiezan a notar las arrugas de la cara”. El narrador puso en boca de Saúl, el escritor compulsivo que por su corta edad deja que esa compulsión sea coartada, esta frase y creo que es ella la que en definitiva marca esta novela. Me ha confinado un par de horas en el ejercicio de recordar mi infancia, mi adolescencia, mis años de puñetazos, sexo y falsos enamoramientos; he tratado de asociar esos recuerdos con el de los personajes de las muchas historias que el narrador nos cuenta de los habitantes de ciudad de niebla. La primera sensación que arriba al ejercicio, es que yo también estuve obsesionado por Claudia –aquella niña que se acostaba con el padre de su amiga y que murio con él, asfixiada en un motel, mientras hacían un trío–, aunque yo no tuve la fortuna de que fuera mía; también se me ha antojado que yo era aquel que hacía flexiones de pecho en ese parque mientras el padre de Saúl quemaba «de una vez por todas» los manuscritos que lo desquiciaban; yo también conocí al gordo pepe y un día casi me doy duro con él, eso el autor no lo contó; también hice parte de esa feroz pelea en el desierto y de ella me recuerdan dos cicatrices en la espalda. Johann Rodríguez-Bravo construyó, a través de las muchas historias que trazan la novela y haciendo uso de una aguda capacidad de observación, el mapa de una generación de esta ciudad que, a diferencia de muchos casos en la literatura, no puede ser Beijing, Nueva York, San José de Costa Rica, Bogotá o Barranquilla; no, esta ciudad, pese al efecto de la niebla, sólo es una en la geografía de Colombia y fácilmente puede señalarse con el dedo. Sin embargo, a diferencia de la niebla que obstruye la visión, abre un camino claro de asociaciones, que bien podría ser estrecho o amplio, al terreno de lo que ya fue, lo que sólo puede recordarse así sea cifrando «algunos fragmentos de ese laberinto del pasado, porque ninguna generación es ajena a la vieja costumbre de relatos mal contados, de cuentos rotos por la imaginación, de historietas sin final».
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Esta ciudad existe y sus personajes no son una invención, hacen parte de esa madeja de recuerdos que la mente guarda con celo en algún resquicio de la bóveda craneana; se llega a ellos a través de un laberinto de asociaciones del que es difícil escapar. Ninguno de ellos obedece al capricho de ese hombre que, al final, osa atribuirse el haberlos inventado y darles un mundo para que corrieran. Sólo coincido con él en que, en algún lugar «Hay otro que no sabe nada de nosotros, pero que tiene la potestad de borrarnos como dos lágrimas de mugre que afean una carta de amor». h U
Cuando cierra la noche, de Luz Amelia Peña Tovar
María del Carmen Sánchez García Universidad Complutense de Madrid
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i tuviera que adherirme a la vieja teoría nominalista, diría que mientras no se nombran las cosas no existen. Sin embargo, desde un punto de vista rigurosamente objetivo, parece que las cosas no son así, es decir, se habla de ellas porque tienen carta de naturaleza. Alejandro Magno le pedía a su preceptor, Aristóteles, que le nombrara en sus obras para que quedara constancia de su existencia. Reparemos en que no le pedía que relatara sus hechos de vida, sino, simplemente que citara su nombre. Viene esto a colación, a propósito de la aparición en el panorama de la novela actual, teniendo en cuenta que hablo desde España, de una autora a la que merece la pena «nombrar», Luz Peña Tovar. Existe, escribe, y además, el libro, sobre el que van a girar estas líneas, no es el primero en el que proporciona pruebas de que hay que hablar y de que, en el futuro, se hablará mucho de ella. Dramaturga, novelista, quizá poetisa;en una palabra, conocedora de campo de las letras artísticas; sancionado su quehacer por distintos premios de los que consideramos no es necesario hacer inventario ahora para apuntalar el interés que su obra puede suscitar. Cuando cierra la noche, es, en nuestra opinión, una novela. Podría parecerle al lector de estas líneas una apostilla genérica verdaderamente pueril. Pienso, no obstante, que no es así. Decía Camilo José Cela que, la novela, es un cajón de sastre en el que cabe todo. Respetando