Yo he visto cosas que vosotros no creeríais

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‘ Federico Volpini + Amanda Leon


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Lo que va a ver a continuación es una previsualización de fragmentos no consecutivos del libro Yo he visto cosas que vosotros no creeríais, de Federico Volpini, ilustrado por Amanda León y editado por Modernito Books. Yo he visto cosas que vosotros no creeríais Federico Volpini + Amanda León Prólogos de Antonio Llorens y Carlos Pumares 196 páginas, rústica con solapas, 15,5 x 20 cm ISBN 978–84–939502–7-9 PVP 16 euros A la venta en librerías a partir del 31 de mayo Contacto: info@modernitobooks.com




El valor que hay que tener para cruzar la Gran Vía.

Primera edición: Junio de 2013 Coordinación editorial: Sheila R. Melhem Arte: Amanda León Diseño y maquetación: www.elpetitequip.com © de los textos: Federico Volpini © de las ilustraciones y la cubierta: Amanda León © de la presente edición: Modernito Books, 2013 Mesón de Paredes 58, esc. 2, bajo b, 28012 Madrid www.modernitobooks.com, info@modernitobooks.com Algunas de las reseñas contenidas en este libro fueron publicadas inicialmente en Cinesporas de Rne, en los desaparecidos soitu.es y analitico.es, en fronteraD, en GQ.com y en la propia página del autor: federicovolpini.net ISBN: 978–84–939502–7-9 Depósito Legal: M-15640-2013 Impreso en España – Printed in Spain Los libros de Modernito Books son posibles gracias a sus productores: José Luis Rodríguez Alonso, Adela Estupiñán Hernández, Alba García Caballero, Elisa León Díaz, Pablo Moreno López, Francisco Javier Picado Ladrón de Guevara, Lucía Ludeña Aranda, Aurora Alfonso de Esteban, Ángel García Jiménez, Eva García García y Adrián Ibáñez.


YO HE VISTO COSAS QUE VOSOTROS NO CREERíAIS

‘ Federico Volpini + Amanda Leon

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«Esperaba usted quizá hallar un revólver?... ¡Caramba! Debe usted de llevar una vida encantadora» Robert Montgomery, Persecución en la noche.




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THE AMERICAN

EL AMERICANO ¿Y ese? En Suecia hace frío. ¿Qué hace en Suecia el amigo americano? Sobre esto habrá que especular. No es que importe mucho, pero intriga. «¿Qué está ese haciendo ahí?» En invierno. Porque hay nieve. Claro que, igual, en Suecia hay nieve la mayor parte del año. En eso se distingue Suecia, por ejemplo, del Sahara; y en que en Suecia hay más rubios, por la falta de sol. Es otro dato: hay luz. Hay luz de día. Así que, invierno invierno, no. En Suecia, desde el mes de septiembre, hay luz de día sólo un ratito antes de que se haga de noche otra vez. Sales de casa a oscuras; ves, por la ventana de la oficina o del colegio, depende de la edad en que te pille, algo de claridad; y, cuando vas a comer, ya vas con los faros del coche encendidos. Así que no es invierno. El amigo americano y su chica, previsiblemente sueca, abren la puerta de la cabaña tras una noche de pasión o sucedáneos y se encuentran con el sol sobre la nieve. Esto les permite ver que hay huellas y deja que las veamos los espectadores. Para ver, la luz resulta útil. Aquí tiene lugar la única escena realmente impactante de la película. Que tampoco se explica. Y que no parece dejar más huella que la que va a quedar sobre la nieve cuando vuelva a nevar o cuando no haya luz: lo que ocurra primero. De hecho, que sea invierno o no, nos sacaría de dudas al respecto. Entonces, el amigo americano se va a Italia. A esconderse. Podría uno pensar que para esconderse le vendría mejor ir a los Estados Unidos, pero igual no puede. Se va a Italia, donde establece contacto con su asesor espiritual que le aconseja un pueblo pequeño. Esto tiene sentido. Supongamos que uno es un garbanzo y pretende disimularse entre lentejas. En el montón más grande, una ciudad, hay catorce millones de lentejas. Para ver un garbanzo hay que apartar primero diez millones. El segundo montón, pongamos un lugar en la playa, tiene menos millones de lentejas, pero, para compensar, hay unos cuantos miles de garbanzos. En el tercer montón hay un puñado de lentejas y garbanzos el


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tuyo, que eres tú. ¿Dónde te esconderías? Eso hace Clooney: se va donde el primero que se cruza por la calle le dice: «tú debes de ser un garbanzo» y a todo el que se encuentra le cuenta que a su pueblo ha llegado un garbanzo. Allí se esconde. No en el pueblo aconsejado, pero igual. Si añadimos que en su primer encuentro con una prostituta suena «La bambola» (un guiño) y en el bar al que acude, antes de que entre él, suena «Voglio fa l’americano» (otro), nos haremos una idea de la catadura moral del director, que se hará rico con El americano.

ME AND YOU AND EVERYONE WE KNOW

TÚ, YO Y TODOS LOS DEMÁS El vacío está lleno Conozco gente así. Es esa Gente Así la que me hace cruzarme de acera cada vez que me los tropiezo por la calle. A causa de esa Gente Así soy tan reacio a dar mi número de teléfono y nunca doy mi dirección. Por si esa Gente Así no contesto jamás al timbre de la puerta, aun a sabiendas de que puede traerme la riqueza, una caja de vino, la noticia de que me han hecho rey de Kafiristán o el aviso de que mi casa arde ya por el tejado. Yo no abro. Que, fuera, hay Gente Así. La gente como Ella. No como las dos Lolitas que se pasean frente a tu ventana (un peligro menor), o como el recién escindido de una pareja in-


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terracial: ese que tiene cara de ser buena persona, aunque pésimos –si bien muy justificados– modales en el coche. Lo que le falta es perseverancia. Cara a la Gente Así. Esos pesados, tímidos exhibicionistas, convencidos de ser Encantadores. (El que Miranda se haya puesto de apellido «July» porque, al parecer, ese es el mes en el que se siente más inspirada, dice más sobre ella de lo que podría decir nadie).




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THE DOORS: WHEN YOU’RE STRANGE

WHEN YOU’RE STRANGE More

Hay que matar al padre. Y acostarse con la madre. «De acuerdo: tú primero». No apetece. Igual, porque eso trae consecuencias. Sale uno mal parado. Igual, porque a uno no le va ni una cosa ni otra. Matas al padre y como que no te sabe bien. Y está la policía. Te acuestas con tu madre y a ver con qué cara pides mañana el desayuno. Por no hablar de las chicas, que deberían acostarse con su padre y matar a su madre. La familia se resiente. «¡Has matado a mi padre!» «Haberte dado prisa». En los años sesenta, del padre y de la madre, lo que quería todo el mundo era no estar allí. Jim Morrison nació en el seno de una familia militar, o redundancia: donde alguien te dice a cada rato lo que tienes que hacer, un 8 de diciembre de 1943. Seguramente su padre creía en lo que hacía. Jim Morrison no creía en lo que hacía su padre y, sobre todo, no creía en lo que su padre quería hacerle hacer a él. Toda relación humana debería ser una negociación. No la familia. Que te prepara para la sociedad. En aquel tiempo, Vietnam, la discriminación, la represión sexual. Son cosas del pasado. Ahora no pasan. Ahora sería inimaginable, sin ir más lejos, amenazar a un colectivo civil con la militarización y declarar un estado de alarma para parar una huelga, que es un derecho constitucional. Cierto país de Europa. Año 2010. Huelga de controladores aéreos. Quiere aplicárseles el código castrense Poco tiempo después, conductores de Metro, mismo país y misma solución. Luego ¿qué es esto que acabo de escribir? Una mentira. En estos tiempos de desinformación, de no saber de quién puedes fiarte, la mejor forma de distinguir al amigo es esperar a que lo localice el enemigo. Sabemos que es amigo en cuanto el enemigo dispara contra él. Un caso: no sabemos si Assange es un monstruo de depravación, un depredador de las sabanas –las


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tildes, que el español está a punto de perder–, pero estamos con él porque contra él dispara el enemigo. Con todo lo que tiene. Jim Morrison (una coreografía policial) se estaba matando ya a sí mismo. Egocéntrico, perturbador, fascinante, para Morrison fue dolorosamente cierto el que al niño, al nacer, le viene la familia. Aunque les pasa a todos, no todos son conscientes. Morrison inició su escapada en la lectura. Muy pronto, Nietzsche. Identificó a sus padres, a su clase social, con lo apolíneo. Y apostó. El sexo, la ebriedad, la desmesura. El Rey Lagarto lo convirtió en chamán y Mr. Mojo Risin hizo de él un borracho. Dionisio. Hay un momento en la película de Tom DiCillo que lo muestra sin máscara. «¿Por qué no?», pregunta Jim Morrison, con una sonrisa entre de niño ingenuo y colocón total –se parecen bastante–, cuando se le pide que no fuerce la voz, que queda todavía mucha grabación (y mucha vida). ¿Por qué no, si la vida apenas sirve nada más que para esto? Una zona terrible, propia, plena, a la que el enemigo, que dispara contra conductores de Metro, controladores aéreos, dispensadores de información, no tiene acceso. When you’re Strange, de Tom DiCillo. La película.


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Pero entonces… ¿Qué es bueno? Todo lo que eleve el sentimiento de poder, el poder mismo en el hombre. ¿Qué es malo? Todo lo que pertenece a la debilidad. ¿Qué es la felicidad? El sentimiento de que un poder crece, de que una resistencia queda superada.

Fascinado por los poetas europeos, por la filosofía nietzscheana, desmesurado en todo, Jim Morrison fue el símbolo de una generación inconformista empeñada en una carrera contra el tiempo. El suyo lo detuvo en París, el 3 de julio de 1971, tras un paro cardíaco. Circuló por entonces el rumor de que su muerte se debía a una paliza propinada por la policía francesa. Él quería morir (lo intentó con fervor, noche tras noche) de una enfermedad venérea. No lo logró. Seguramente, el fin que le inventaron luego a Jim Morrison tampoco le hubiera disgustado.

Jim Morrison A las puertas de la percepción, sobre el vacío, un joven gordo, hermoso, de ojos muertos, hundidos bajo el arco superciliar, muy pronunciado, abre la ceremonia con un vómito en el que mezcla sangre, whisky y absenta. Es el Lagarto.


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Jinete en su dolor, se eleva sobre los policías que tiran de la piel desmadejada. Oye un grito terrible. «¿Sabe Nietzsche que el día acaba con la noche?» Una patada da con él en el suelo. Han sido siempre cinco contra uno. En la danza del sol. En el infierno. En las noches de sífilis, en las que al oficiante se le niega la comunión. Rimbaud, Verlaine, Ducasse, Baudelaire… Cara el asfalto húmedo de sus propios fluidos, Jim Morrison inclina la cabeza. Tras veintisiete años de venirse detrás, se ha dado alcance.






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MARILYN MONROE Se miraba al espejo, abría una revista, se metía en la cama y se encontraba con Marilyn Monroe, de la que sólo pudo huir con una sesión de barbitúricos. Y hasta igual no fue ni Norma Jean la que mató al mito Marilyn, sino que fueron los amigos de esta: los Kennedy, la CIA, las malas compañías que frecuentaba Marilyn Monroe. Un río sin retorno. Los ríos, lo que tienen de malo, es que van a parar al mar, que es el morir. El río Marilyn nace, como todos los ríos, de esos pequeños afluentes, los primeros papeles, cuya música arrulla a los actores que empiezan, hasta el punto de que muchos se duermen y se ahogan. No fue el caso. Marilyn no dejó de fluir, bajo un cielo cuajado de gemas al alcance de la mano. Pero los diamantes, los mejores amigos de una chica, los de verdad, los que confortan para siempre, no llegan a la parada donde las rubias como Marilyn esperan el autobús. Jean Seberg, otra Jean, cuyo final, desde experiencias diametralmente opuestas, se asemeja tanto a los últimos momentos de Marilyn Monroe, lo aprendió, como ella, de manos del poder, sólo que Norma Jean sí que estrechó esas manos que Jean Seberg sólo tuvo ocasión de sufrir. Al fin, una palmada seca no mata más que la tira de papel empapado en almíbar para que las moscas Marilyn queden pegadas en él. Tras escuchar la música de Vidas rebeldes, (The Misfits), Marilyn apenas tuvo tiempo de sumergirse una vez más en la piscina que dejó inacabada la existencia en el cine de una diva. La diva que robó la vida que le daba Norma Jean.




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GIJÓN Gijón era un incendio Prometeo, por robar el Cienfuegos de los dioses, fue encadenado a una roca, en donde recibía cada día la visita de un águila que le roía el hígado. El águila fue, por tanto, el primer degustador de foie que registran los mitos. Duele que te roan el hígado. Y duele más saber que, encima, ha sido por arramblar con lo que no era tuyo. Y darlo luego, al mundo, en las pantallas. Porque lo que se da estos días en Gijón sigue siendo Cienfuegos. Lo cual, por cierto, honra a Prometeo: la tentación en el común de los Titanes es hacer borrón y cuenta nueva. Arrasar con lo hecho. Que no quede huella de lo anterior. Y justo en eso es en lo que no ha caído Prometeo. Por mucho que algo pálido, algo errático, no ha apagado el Cienfuegos de Gijón.

Antecedentes Tras dieciséis años de trayectoria impecable, que ponen al Festival Internacional de Cine de Gijón en la agenda de los Festivales europeos, José Luis Cienfuegos ha sido relevado en la dirección de este certamen. Esto, ¿a quién puede interesarle? A quienes interese el Festival de Cine de Gijón.

El crepúsculo de los dioses Pasa cada día. Sale el sol. Recorre el cielo de este a oeste. Se pone. Y ya no hay sol. El que el sol salga por la derecha podría hacer desconfiar a algunos. Aunque también podría hacer desconfiar a otros el que el sol saliese por la izquierda. Sale el sol, sin embargo. Y sale para todos. Es lo malo del sol, según el uso que del sol quiera hacerse. Tal vez no esté lejano el día en que se cubra la Tierra con pantallas gigantes y a quienes paguen su cuota de sol se les permita desplazarse a las zonas en donde se abran las pantallas para que luzca el sol. Por


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el momento, que luzca el sol es solo cuestión de donde viva uno. Y –lo cual no deja de ser desconcertante– parece que la sociedad está más avanzada donde no luce el sol. Así que para qué queremos sol. En Gijón no hace sol. No cada día. Ni cada cuatro días, muchas veces. Llueve mucho en Gijón. A ellos les gusta. A los demás nos gusta Gijón, pese a la lluvia. Que ha acompañado el viaje de Cienfuegos –antorcha que prende en otro sitio y es el prodigio de las llamas: cómo se comunican sólo por el contacto– al Festival de Cine Europeo de Sevilla.

Una edicion (clave) del Festival de Gijon

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Viernes 15:30 Más allá de las Colinas (Dupa delauri), Cristian Mungiu Ego me absolvo Si a los pesados se les exorcizara el mundo sería más ligero. Esto, que no está en los Evangelios, debería figurar en las Normas de Uso de La Persona Humana. Y, sin embargo, puede no ser cierto. Podría ser que el exorcismo no sirviera. O porque el demonio habla otro idioma y si se marcha alguna vez es por aburrimiento. O porque no hay demonio. Pesados sí que hay. Una legión en armas, los pesados. Y lo malo es que si uno, o una, es pesada, o pesado, si somos un peñazo para el prójimo, no nos damos cuenta. Pero los demás sí: no falla. Eso sí es evangélico. Voichita y Alina crecieron juntas en el orfanato. Una, Alina, creció más que la otra. Como pasaron allí un tiempo parecido, la conclusión es que el tamaño es algo personal y que los orfanatos no alimentan. Así que, si nos dejan elegir, lo mejor, no ser huérfanos. Y si no nos queda otro remedio, elegir ser delgados: menos cuerpo al que dar de comer.


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Alina es grande. Sale del orfanato insatisfecha. También Voichita, pero, siendo más pequeña y más frágil, se conforma con entrar en un convento. Alina pide nada menos que Alemania. El oírles hablar de «Germania», lo mismo que hacían los romanos, es placer añadido. Alina va a Germania, pero lleva en sí misma su bosque de Teotoburgo, la derrota más sonada en los tiempos de Octavio y una de las más graves en la Historia de Roma. Alina echa de menos a Voichita. Así que vuelve por la única persona que la entiende al Imperio Rumano. Para que regrese con ella a Teotoburgo a decirle a la nostalgia cuatro cosas. El problema reside en que Voichita difiere del parecer de Alina y considera que el imperio del espíritu, la fe, es mucho más extenso y proporciona mayor satisfacción que fregar casas entre los germanos. No desea marcharse. Alina, entonces, se le pone insistente. A Voichita, al sacerdote (padre y madre: hay una suerte de Madre Superiora) y a la Comunidad. Aquí parece que son ellos los que nos han leído: ir al principio del texto, donde dice que a los pesados conviene exorcizarlos y que esta debería ser la causa principal del exorcismo. La relación entre mujeres solas, libradas a sí mismas; la fortaleza de quien se preocupa por el otro; el destino trágico, son temas que interesan a Mungiu, quien los opone al western, como ejemplo de lo que no le llama la atención. Exorcismo a Mungiu y a los que nunca han visto un western. ¡Qué pesados!

Sabado ,

09:30 La piedra de la paciencia (Syngué sabour), Atiq Rahimi No habla con ella La gente que se apunta a un bombardeo se sorprende cuando les llega el pepinazo. Como en el matrimonio, el cónyuge que contrae nupcias con la violencia es el último en enterarse. O no se entera nunca. Ya porque el pepinazo le ha alcanzado de lleno, disolviendo el vínculo. Ya porque le ha dado malamente y uno,


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que es, entre todos, el único que no ha oído la explosión o el choque de la bala al alcanzar el cuerpo, queda fuera de juego. «¿Qué ha pasado?» Tú mismo. Pasas a la inconsciencia. En coma. Con lo que ya no puedes preguntarlo. Para aquellos a quienes pensabas darles en el futuro, próximo o lejano, una suerte. Y para la Familia: Mujer e Hijos, Sociedad Limitada a tu capricho. Sociedades de Hombres, por supuesto. Hechos a semejanza de Dios, cuando aún no se habían inventado los espejos. Y la Divinidad Se preguntaba a qué Se parecía. A este espécimen, armado, hirsuto y autocomplaciente. Feroz, en la práctica del exterminio, hasta que sólo quede uno. Los dioses del Panteón romano eran más misericordiosos con su especie. Nada que ver con las tres religiones del Libro. El Hombre es musulmán. Afgano. Y un guerrero. En opinión del Hombre, un pleonasmo. El Hombre fue casado en efigie (él andaba de maniobras militares) con una mujer mucho más joven, a la que no ve nunca. Por regla general, porque no está. Y cuando está, porque no la mira. Y un día el Hombre, en una reyerta de gañanes, recibe un tiro que lo planta en estado vegetal. Habida cuenta que el Hombre era un animal y eso le parecía mejor que ser persona, no se sabe muy bien si es una promoción o es un descenso. Lo que sí, que por primera vez su esposa se atreve a dirigirle la palabra. La leyenda de la Piedra de la Paciencia, que va escuchando los males que le cuentan hasta que estalla, cuando no puede más. La piedra de la paciencia, que yo jamás hubiese visto de haber leído antes lo que acabo de escribir, merece por sí sola venirse hasta Gijón, al Festival. En donde se demuestra que no hacerles ni caso es la mejor manera de tratar con los prejuicios.

Domingo 09:30 Epílogo (Hayoota ve’Berl), Amir Manor El amargo sabor de las cenizas «Ha llegado el pudor». «¿Pues por qué dice nada?». La cosa del pudor es no


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hacerse notar. Con lo que el pudor no tiene buena prensa. Muestras el pudor y traicionas su esencia. Una contradicción, cuando se trata de cine. Y aun así, Hayoota ve’Berl, una película en la que los personajes no tienen otro remedio que exhibirse, es una propuesta pudorosa. Hayoota y Berl son un matrimonio jubilado en el Israel de hoy. Los dos llegaron a la Tierra Prometida cuando, entre las promesas, estaba la de un mundo mejor. Educación. Sanidad. Sistema de Pensiones. Muchos de los judíos que dejaron Europa, América, Oceanía, Asia, por Judea lo hicieron no solamente para tener una tierra donde instalarse, procurando que esa tierra coincidiera con la que había sido suya en el pasado, sino con la ilusión de construir en ella el Paraíso. Para todos. El «kibbutz», que todavía en los años setenta del pasado siglo atraía a jóvenes inquietos de cualquier religión o nacionalidad, aunque de preferencia jóvenes de izquierdas. El trabajo en común. Con la injusticia para Palestina, que malogró un momento crucial, la cultura y la lucha. Antes del Holocausto, ya en los años veinte, el pueblo en armas, dueño de su destino. Berl tiene todavía en sus estantes, además de los libros, imágenes de Lenin. Luego el tiempo, que parece, como la Providencia, aliarse con el mal, la explotación, la corruptela, se encargó de poner las cosas en su sitio. Hayoota y Berl están en el final de su existencia. Desengañados: su vida no ha servido para nada. La persona, cuando vive más allá de su tiempo, es un estorbo. Y la persona que sabe lo que ha hecho supone una amenaza. Que se conjura volviéndole la espalda. No haciéndole ni caso. Poniéndole en la puerta una enfermera y en la calle la nada.

17:00 Gimme the Loot, Adam Leon Rebanada sin jamón La «rebanada de vida» está de moda. Entras en la existencia cotidiana, cortas aquí y allí y pones en el plato el trozo entre los cortes. Acabas de generar una novela, un cuento, una película. Escribe un (excelente, por lo que se me alcanza)


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crítico asturiano a quien Gimme the Loot le ha parecido la mejor película que va a verse en Gijón este año: «me molesta que una película me lleve a donde quiere ir el director». Cito de memoria, así que igual me he confundido en la fecha y en la hora y me quedo esperando inútilmente, porque mi cita era otro día, en otro sitio (no hay por qué ser aristotélico: de las premisas no hay por qué deducir siempre las conclusiones y meto allí el reloj y aquí la esquina; o es eso, o no he entendido nada, lo cual, que eso va a ser). Se me escapa, seguro, la literalidad del texto, pero el sentido está: entra uno al cine y le estorba que lo que ve tenga la pretensión de arrebatarlo. Que lo arrastre o que lo maraville. Trampa. Y en la vida no ocurre. La existencia de algunos debe de ser la mar de interesante. Pasando por encima del tedio que produce lo excluyente –igual no es esto o esto, sino que es esto y esto–, a quienes agrada que el «canuto» les coloque y es por ello por lo que lo han liado y por lo que lo encienden –y les molestaría, por poner un poner, que les viniese un subidón tras comerse una tortilla de patatas–, el desarrollo de «planteamiento, nudo y desenlace» les parece a menudo y de verdad su propia vida tal como la quisieran, que tal como la viven ya la viven y no van a saber cómo termina. Gimme the Loot (que, además, sí tiene planteamiento –el que se dirá luego–, nudo y desenlace) es «fresca». Los diálogos, ágiles. Los protagonistas, simpáticos, creíbles. La anécdota, un graffiti (¡a ver quién es capaz de escribir, en singular graffito!) Un graffiti que quieren colocar a los ojos del mundo en un partido. ¿Por qué? Pues para ser famosos. No por nada: por serlo. Es verdad que hoy se escucha en los colegios, como respuesta a: «¿y tú qué quieres ser?», «yo quiero ser “colaboradora”», por ejemplo. A la manera de las y los que salen en la televisión y que hacen eso. Nuevo tampoco es. Con más esfuerzo y riesgo lo practicaba Aquiles y de Aquiles no ha dejado de hablarse desde entonces. La anécdota, la fama. Que, por cierto, sé dónde la preparan excelente, la tortilla de patatas.


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