25/06/2012 Armando Robles | 11780 lecturas
Arturo, debí dejar que te ostiaran del todo Mantuve una relación muy cordial con el escritor Arturo Pérez Reverte cuando trabajaba en los informativos de Televisión Española. El autor de ‘La reina del sur’ era a finales de los 80 uno de los anónimos reporteros del incombustible “Informe Semanal” y yo era el responsable en Melilla de la delegación del Diario de la Costa del Sol. Era aquella una época de convulsiones en la ciudad norteafricana,
con
enfrentamientos, a
veces
extremadamente
violentos, entre miembros de las comunidades española y musulmana. No es menester que les aclare que aquel diario que yo dirigía en Melilla apoyaba firmemente los valores representados por la población española de origen. Tanto que éramos muy apreciados por los melillenses de origen peninsular, vendíamos más ejemplares que el diario local, de tendencia promusulmana, lo que por añadidura jugaba a nuestro favor. De los apoyos que sentíamos cerca, los más entusiastas procedían de los integrantes de APROME, la mítica Asociación Pro Melilla, que tan mala prensa tenía entre los medios progres españoles. En uno de sus informativos, RTVE llegó a compararle con el Ku Klux Klan, mientras ‘El País’ pedía abiertamente su disolución. Lo que esa gente quería era una Melilla con una base étnica y cultural española, y mantener esa pretensión les costó muy caro a nivel de imagen. Riachuelos de tinta negra se vertían diariamente
contra sus
representantes
y,
muy
especialmente,
contra
su carismático líder, Juanito Díez de la Cortina-León, quien me honró siempre con su afecto. Sorprende el impacto de la propaganda contra personas que lo único que hacen es defender lo contrario de lo que el sistema valida como políticamente correcto. Frente al paulatino proceso de marroquinización y degradación de la ciudad de Melilla puesto en marcha en los años 80 por los gobiernos de Felipe González, el sistema estableció que lo más prudente era permanecer callado. Si te saltabas ese guión, que es lo que a diario hacía la voluntariosa gente de APROME, entonces una torrentera de insultos, anatemas, recusaciones y soflamas acusatorias se vertían contra tí de forma inmisericorde. Se comprende pues que, en ese clima de linchamiento mediático y aturdimiento moral, de maniqueísmo prejuicioso y sectario, la gente de APROME desconfiara de cualquier periodista progre que se acercara a ellos. Arturo Pérez Reverte no fue una excepción. Cuando viajaba a Melilla por motivos profesionales solía venir a verme. Un día lo hizo para que disuadiera al líder de APROME de que se negara a recibirle, bajo las más solemnes promesas de ecuanimidad, rigor e imparcialidad por su parte. “Si viene a través tuya, lo recibo en una hora. Mejor es que vengas con él”, respondió mi amigo Juanito a mi petición de árnica para el reportero Reverte. Una hora más tarde, me planté con Pérez Reverte en la oficina del líder de los españolistas melillenses, a quien un exministro de Franco definió como un revulsivo de la españolidad de la ciudad. Hombre simpático, Juanito nos recibió con suma cordialidad. Al acercarme, el de APROME, sonriente, me espetó con sorna: “Tu
amigo no nos quiere nada bien”. Cara de asombro en Reverte ante las primeras gotas de distensión, cuando lo que esperaba era un diluvio de reproches. Ni Pérez Reverte ni yo reparamos en la presencia al fondo de la habitación de un arquetipo de la estirpe de los ciclópeos. Se trataba de un conocido empresario de Melilla, al que algunos musulmanes acababan de destrozar su negocio de ropa. Los pocos medios nacionales que dieron la noticia, entre ellos la empresa para la que trabajaba Pérez Reverte, pusieron más el acento en las ideas políticas del damnificado que en el atentado terrorista sufrido. Por todo ello habría que atenuar la gravedad de una reacción tan poco racional como la del gigante, al que conocía de vista y a quien precedía la fama de ser algo bruto. Vino hasta nosotros y lo primero que hizo fue preguntar a Pérez Reverte para qué medio trabajaba. Satisfecha su pregunta, lo segundo que hizo el gigante, sin preámbulo alguno, fue hacer diana con sus rocosos puños en el rostro del escritor, una y otra vez. Antes de que pudiésemos reaccionar a la inesperada avalancha de golpes, que caían como panes, la cara de Pérez Reverte era un patético poema.
Decidí
instintivamente
terciar
en
la
escabechina
de mamporros sirviendo de escudo al murciano. Lo que consegui con mi placaje fue que uno de los golpes de la mole, certero y aterrador, impactara en mi maxilar. Han pasado los años y aún me duele al recordarlo. Lo importante es que conseguimos aplacar a la fiera, en mi caso a costa de mi quebrantada mandíbula. Pérez Reverte, entre tanto, aprovechó el revuelo y la confusión para perderse de vista de una forma infame. Desde entonces no he vuelto a verlo.
Por todo lo anterior y por la autoridad moral que me confiere ante él el hecho de haber expuesto mi mandíbula a la defensa de su integridad física, me va a permitir que responda a uno de sus recientes artículos donde aboga por mestizar a los españoles para diluir “en la genética nuestra mala simiente ancestral”. De entre todas las respuestas que se me ocurren, todas guardan relación con el desagradable y doloroso incidente de Melilla. Así que para mala simiente ancestral, la del cobarde que, en medio del fuego cruzado de golpes, dejó tirado a quien, literalmente, dio no sólo la cara por él sino que dejó que se la rompieran. Así que para simiente odiosa, la suya. En conclusión, que debí dejar que aquel hércules terminara de ostiarlo. Mi mandíbula me lo habría agradecido estoy seguro más que él. Y mi rostro conservaría aún el gozoso privilegio de no haber sido arreado nunca. Que hay manos nada blancas que sí que ofenden. Cosas de la hombría y de la orgullosa simiente hispánica, supongo.