Baldemar Escuela de Bellas Artes Facultad de Humanidades y Artes Espacio Cultural Universitario Universidad Nacional de Rosario
Baldemar
Escuela de Bellas Artes Facultad de Humanidades y Artes UNR
Espacio Cultural Universitario UNR Curadoras Norma Rojas y Mรณnica Castagnotto
Rosario Del 30 de marzo al 27 de mayo de 2017
Judith y Holofernes, 1992, acrĂlico sobre tabla. ColecciĂłn Museo Castagnino+macro. Foto Valeria Gericke
Compulsiones nocturnas
Por Nancy Rojas
Así definía Rubén Baldemar a sus obras. Las consideraba más que en el plano material, en el de la enunciación de una práctica en sí misma irrefrenable, supeditada al deseo. “Las hago porque no puedo no hacerlas”, decía, dándole un lugar importante a las técnicas y al trabajo manual. Estaba convencido de que es la metodología la que somete al productor a sumisiones procurando, al mismo tiempo, instancias de absoluta rebeldía. Baldemar se formó y desarrolló su producción en el marco de la cada vez más oficializada omnipresencia de la interdisciplinariedad, de la consolidación de la cultura como performance y de la museificación de la memoria. Los años 80 y 90 le tendieron herramientas para servirse de los procedimientos del consumo, viéndose impulsado a producir plataformas propias para la relectura del pasado. Inquilino de imágenes románicas, góticas, renacentistas, coloniales y barrocas, rococó y pop, asumió consciente el rol de habitante temporario de la historia del arte. En el plano estético, sus obras revelan un ejercicio de retorno al realismo donde las imágenes se vuelven textos articulados por un simbolismo constituyente de un espacio de sentido autónomo. Por eso la obsesión por el refinamiento de una iconografía específica para cada grupo de piezas. Este capricho, sostenido en el tiempo, desbordó en la Suite de la secesión (1994), concebida en sí misma como el relato de un conjuro. Era la época
de exposiciones colectivas centrales para reparar en la escena, como 11 x 11. Instalaciones o El objeto de los 90, ambas realizadas en el Museo Castagnino en 1995. Rendido a la colisión entre belleza clásica y sensibilidad kitsch, en aquella obra Baldemar plasmó el viraje de su realismo hacia un sentido expresamente crítico. En su discurso oral, podía percibirse su punto de vista, focalizado en los espasmos de esta década que cultural y políticamente venía despertando numerosos debates. Esto nos permite señalar que sólo en ese contexto era posible esta suite. Un teatro mórbido, soberbio y excesivo, que ubicó al artista en una vereda diferente de la transitada por los patronos de lo que cierta zona de la crítica consideraba arte guarango. Leer las obras de Baldemar hoy nos permite seguir batallando la apertura a la consideración de nuevas declaraciones, destinadas a re-interpretar dicha época. Y así, seguir poniendo en crisis las estrategias de visualización ancladas en el unitarismo, asistiendo a la emergencia de preguntas inéditas sobre lo que podríamos llamar realismo camp. Modalidad encauzada en algo que hoy ocupa un lugar fuerte en la cultura mainstream: la materia queer, asumida por diferentes perfiles de artistas que atravesaron la grieta separadora entre arte y política en los 90. Precisamente, Baldemar definió un orden ético-político para sus búsquedas de subjetivación disidente. Apeló a la ironía como postulado canónico para impulsar sus propios juicios. En este proceso, su obra terminó por cristalizar el tránsito hacia una matriz conceptual, existente con mayor solidez en su serie Heráldica (2004). En estas piezas, encontramos la confluencia entre un pensamiento abyecto y una confianza ciega en el rumbo que marcan los objetos. Es que en definitiva, es el de Baldemar un arte que
depende de la suerte de los materiales y de sus fatalidades en el plano iconográfico y también en el espacial. Sus instalaciones fueron pensadas como puestas en escena, como espacios exigidos a los conceptos de monstruosidad y de belleza clásica. Noción, ésta última, que en el siglo XXI, evidentemente y pese a la atomización de la cultura, no ha quedado cancelada.
Febrero de 2017
Sin tĂtulos, 1991, yeso policromado. ColecciĂłn Norma Rojas.
Por Rubén Baldemar
El 16 de enero de 1999 recibí, en horas de la mañana y por el correo ordinario, un grueso sobre de papel madera. Contenía una carta manuscrita y un juego de borrosas fotocopias. En la carta, alguien que yo no recordaba conocer me hacía un encargo. Con respecto al lugar de emisión, si bien yo había estado allí un par de veces, siempre lo había hecho en calidad de turista, anónimo y despreocupado; jamás había realizado entrevista alguna relacionada con mi hacer y, aparte de museos y unas cuantas iglesias, era consciente de no haber entrado a ninguna galería de arte. De los incidentales conocidos con los que había desgranado alguna casual conversación ninguno se dedicaba al comercio del arte. También me inquietó el pedido; yo no me dedico a trabajar por encargo y menos en escultura, que hacía años no practicaba. En fin, del encargo hablaré más adelante y con mayor detenimiento puesto que así lo requieren los variados y muy inquietantes acontecimientos que de él devinieron. Meditando en la dura jornada que me aguardaba, a pesar de estar de vacaciones, entré al baño dispuesto a disipar con buena ducha y mejor afeitada las incipientes sombras que la recién llegada correspondencia comenzaba a proyectar sobre el ya enrevesado ajedrez que debía jugar ese verano si aspiraba a concluir en término mis estudios universitarios. Mi baño es todo blanco: el piso, las paredes, los sanitarios, todo, absolutamente todo blanco; su ventana, que da al este, admite, en la mañana, una invasión de luz que
confiere al lugar una iridiscencia muy particular, casi irreal. Cuando dejé la ducha reparé una vez más en esta particularidad, parecía como si ese día la posición del sol se esforzara en potenciar la reverberación o era, pensé, el estado particular en que me había puesto la carta lo que aportaba cierta sensación de inmaterialidad a los objetos e incluso a mi propia presencia dentro de ese cotidiano lugar. Antes de comenzar a afeitarme decidí echar una mirada a las fotocopias que habían quedado sobre la mesa del living. El juego, unido por un deslizable, mostraba trozos de un manuscrito; comenzando a leer salteado deduje, por el tono, que parecía tratarse de un diario íntimo; cerraba el juego una nota mecanografiada en la que se informaba, en tono ministerial, que dicho material eran fragmentos hallados en la Colonia del Sacramento y que habían pertenecido al diario privado de un tal Ramoncito Balpacena, artesano del Gremio de los Escultores. Se adjuntaba también la fotografía de un busto romano y por lo que pude evaluar, si bien la factura era impecable, había algo, un cierto hálito, que me hacía no terminar de aceptar como definitivamente “clásica” la estirpe de la pieza. Más allá de que no soy precisamente un experto en arte clásico ni es mi ambición llegar a serlo, decidí desconfiar al respecto más sin dar a ello mayor trascendencia. La oferta que se me hacía en la carta era lo suficientemente tentadora como para no desecharla de plano y si lograba reorganizar mi ya muy apretada agenda, estimé que sería posible llevar adelante la empresa sin descuidar mis compromisos previamente pactados. Mi horizonte veraniego, poblado por los reclamos de mi tesina, que ya incluía un busto (el mío), vio duplicarse la demanda y en rasgo paternal pensé que de un unigénito ahora se
me reclamaba la parición de mellizos. Más divertido que preocupado enfrenté el espejo dispuesto a terminar mi toilette. En este aire divertido volví a zambullirme en la irrealidad luminosa del baño y para seguir la broma crucé el toallón (blanco también) sobre mi hombro izquierdo remedando el chitón de Boecius y puse, a modo de fíbula, un amarillo jabón de glicerina a medio camino hacia su desaparición. Me quedé contemplando la pantomima y mis ojos, que seguían siendo mis ojos, dejaron de reír. No eran extraños, insisto, seguían siendo mis ojos, pero me observaban, me observaban desde otro lugar, más hondos, más profundos, más viejos. Desarmé todo. Procedí a afeitarme.
Baldemar, Rubén (2001) La obra maestra. Autorretrato, Tesina de Licenciatura en Bellas Artes, texto inédito, Rosario, pp. 2-3.
Por Rubén Baldemar Resulta dificultoso situar el punto exacto en que una idea se detona, tratar de permanecerle fiel, permitir su crecimiento aunque se desconozca su fondo, sostenerla en su frescura, dejarla evolucionar por nuestro espacio confiando, en que en algún momento, articulará su propio discurso para ganarse un lugar en el mundo. Es placentero poder preguntarse ¿por qué no? en lugar del algunas veces estéril ¿por qué? Jugar a maquillar, vender gato por liebre… - Parece mármol. - Sí, pero es madera. - Parece madera. - Sí, pero… Así llego al papel. Papel que evoca mármol, piedra. Y una vez más disfrazar, travestir, dar ahora a la idea no sólo un lugar en el espacio, sino que ese espacio se meta en ella, generando cajones y pequeños recintos. Mi recorrido está en cada pieza. Estudié bellas artes, sobrevolé arquitectura, tomé clases en talleres. Lo que sirvió de todo eso está en cada mueble. Tal vez también lo que no.
Baldemar, Rubén (1991) en catálogo exposición Papeles protagónicos, Museo Municipal de Arte Decorativo “Firma y Odilo Estevez”, Rosario, del 11 de octubre al 3 de noviembre.
Caleidoscopios, 1989, papel maché. Colección Norma Rojas.
Por Carolina Landoni Imaginemos ahora a nuestro artista reconociéndose escultor, arrastrado hacia el yeso y el falso mármol. Conservando la apariencia de la estructura tradicional de la producción escultórica, o sea, su carácter de figuración vertical sostenida por un pedestal, Baldemar socavará con sus lúcidas intervenciones la lógica del monumento. El ángel 1940 aún nos mira; aún mantiene la cabeza erguida y la condecoración en suspenso. Se piensa héroe pretérito pero reclama reconocimiento y homenaje. No sabe del fin de las sangrientas hostilidades. Espera. No descubre su espalda alada por la rigidez de la estructura. Nadie le ha dicho que ya no es pero pervive. Y está dispuesto a mostrar sus entrañas tras la apertura del cierre, continuación longilínea entre busto y pedestal. Este elemento de obturación –o develamiento- materializa, a mi entender, la opacidad de la obra de arte que sugiere y calla para que el contemplador la ilumine de sentidos. En la acción de la apertura se entregan las conjeturas; en la acción del cerramiento se satisfacen ciertas dudas. Presente en otras creaciones del artista, la insinuación del cierre permite preguntarnos además ¿debemos concebir el arte como un acontecimiento del pasado, cuyo cerramiento final indicaría su muerte? Hegel meditó en torno al problema del arte en el límite extremo de su destino al no satisfacer ya las necesidades espirituales de los pueblos. Pero este crepúsculo no devino muerte. Sobrevive eternamente a sí mismo, “vaga por la nada de la terra aesthetica, en un desierto de formas y de contenidos que le devuelven continuamente su propia imagen”. En definitiva, si continúa habiendo
creaciones artísticas es por la certeza de los artistas de que hay alguna idea o imagen que aún no ha sido abordada. Y es así que se alza ante nosotros un ángel de la guerra, extraño oxímoron hecho de cartón y empaste. Las alas, que retoman el dibujo de las que ostenta la Victoria de Samotracia, remedan el gris metalizado del fuselaje de aquel avión derrumbado. Los ojos vidriosos revelan la mirada inerte del que muere y desespera por retener la última imagen. Las piernas se fosilizaron cobrando forma de pedestal, sostén meticulosamente surcado por grietas pinceladas, maquillaje para el difunto. Ya no es un querubín caprichoso. Es un ángel adulto que aún conserva, minuciosamente adherida, la campera de cuero de aviador.
Landoni, Carolina (2009) “Pequeña obertura para un gran simulador”, artículo inédito (fragmento). Texto escrito en ocasión de la exposición Rubén Baldemar, constructor de artificios, curada por Norma Rojas y Carolina Landoni, realizada entre abril y mayo de 2009 en el Museo Municipal de Bellas Artes “Juan B. Castagnino”.
Ángel 1940, 1990, técnica mixta. Colección Norma Rojas.
Por Eleonora Traficante En la duplicación asoma y se fija la diferencia, que es indirectamente alcanzada por una doble afirmación. Por un lado, no se trata de la negación de las reglas canonizadas por la tradición, sino del hábil empleo de los propios mecanismos de la representación, del trompe l’oeil, que aseguran una vez más la ilusión y el señuelo; por otra parte, y al poner sobre un mismo espacio los detalles “pervertidos”, deja no obstante al descubierto la presencia de nuestro tiempo. Pasado y presente se potencian recíprocamente. De este modo, los cuadros y los objetos configurados en genuinas escenificaciones fingirán ser caravaggios, fragonards, velázquez… y hasta fingirán ser baldemar, que los sella y los firma. El autor ha quedado natural y definitivamente enmascarado en el cuerpo de la pintura, en el interior de una historia de la pintura despedazada ahora en significativos fragmentos. Y no será ésta la única historia partícipe, pues el texto pictórico, lo sabemos, se teje de otras tantas historias, devueltas en los personajes -Narciso, Judith, la infanta Margarita- que han encarnado los pintores, tal como si de actores se tratase. Al ser restituidas en imágenes, “en escena ”, sólo quedan actuaciones. Representación-derepresentaciones. Puestas en acto transferibles. A la manera de postas, en las que se van cediendo los lugares, dejando los espacios abiertos al régimen del olvido, libres para nuevas interpretaciones. Seguir el hilo de las variaciones interpretativas que ejecuta Rubén Baldemar es vivenciar en el disfraz de “lo mismo ” el inquietante y ligero disimulo del simulacro. Es localizar la singularidad del accidente y activar los desvíos, las fuerzas que en cada retorno atraen y
retraen las diferencias en su presentación. Captar los desplazamientos e, incluso, las mutaciones, para divisar en la heterogeneidad y arbitrariedad selectiva de los modelos representados, la equivocidad de un sentido (la identidad del “origen”?) que se desplegaría pleno en su pureza y autenticidad.
Traficante, Eleonora (1993) “Pinturas. Rubén Baldemar” en Ayre, Revista de arte y estética, invierno, año 2, n° 2, pp. 31-34 (fragmento).
Judith y Holofernes, 1992 , acrĂlico sobre madera, yeso policromado. ColecciĂłn Museo Castagnino+macro. Foto Valeria Gericke.
Por María Cristina Pérez R - ¿Quiénes o qué se parodia? A Judith y a Holofernes! C - Vamos Rubén, ellos son la parodia bíblica de los géneros… Si bien Judith es una heroína bíblica, capaz de matar por mano propia al general enemigo para salvar a su pueblo, este empoderamiento le ha sido otorgado por Dios, ella sólo es el brazo ejecutor. Judith ha sufrido mutaciones, es máscara, pero Judith también había mutado en la pintura de Klimt, de brazo ejecutor del plan divino como nos dice la Biblia, de heroína temerosa de Dios a mujer fatal, futuro paradigma femenino que el cine hará universal en las décadas siguientes.
Pérez, María Cristina (2016) “Fragmentos de una conversación con Rubén Baldemar” en Revista Materia Artística, EBA, Rosario, en prensa (fragmento).
Judith y Holofernes, 1992, acrĂlico sobre madera. ColecciĂłn Museo Castagnino+macro. Foto Valeria Gericke.
Por Carlos Basualdo A primera vista estos trabajos parecen surgir de la constatación de un movimiento incesante que, desde una profundidad invisible, sería responsable de animarlos. Hay deseo, podría decirse, de forma casi mecánica, y éstas no son sino sus marcas. O más bien, y ante una segunda mirada, hubo deseo –alguna vez- y este conjunto de obras son sus restos arqueológicos. (…) Hay un deleite en el proceso, en la pena laboriosa de la pincelada que, ante todo, imita a un autor desconocido -¿se tratará quizás del ilustre director de la película, o de la sagacidad ocasional del iluminador?, ¿del decorado o del azar reflejado casualmente en los rostros desprevenidos de los actores de reparto?Hay, por cierto, un uso de la pena –no es otra cosa lo que nos hizo sospechar, desde un principio, en el deseo- pero está lejos de la acción y peligrosamente cerca de la inmovilidad. Digamos, en cambio, que la instancia articulada en esta pieza no es sino el despliegue de lo cadavérico, la fiesta severa de lo inanimado. Ni historia, ni sujeto, ni fascinación por el cuerpo (…) Esta Suite descompone elegantemente todas las instancias que nos habrían permitido imaginarnos en el paisaje compacto de la subjetividad. Está animada, eso sin duda, pero sólo por el escalofrío de una identidad circunstancial, el peso que encadena a estas imágenes es ligero, pero queda grabado en la opacidad del aire con la mezquindad de una memoria imprecisa. Queda, no obstante, suspendido el peso de la pregunta ¿quién recuerda?, ¿y cuál era el hecho recordado? Basualdo, Carlos (1994) “Música del ventrílocuo” en catálogo exposición Rubén Baldemar. Suite de la Secesión, Sala Augusto Schiavoni, Centro Cultural Bernardino Rivadavia, Rosario, del 4 al 28 de agosto (fragmento).
Suite de la Secesiรณn, 1994, instalaciรณn (fragmento). Colecciรณn Museo Castagnino+macro. Foto Valeria Gericke.
Por Rubén Baldemar La hazaña de Mutt es un grupo escultórico compuesto por cuatro piezas: un relieve de pared que da nombre al grupo, realizado en loza y cartón pluma montado sobre acrílico con marco de madera forrado en papel japón de alto gramaje y tres piezas de bulto redondo montadas sobre soportes de madera revestidos en alto impacto. Una base de madera revestida en papel japón soporta cada una de estas piezas. Los nombres individuales de las esculturas tensan la idea disparadora (el mingitorio devenido a fuente por Duchamp) con problemáticas que giran en torno al machismo, la confrontación, el reconocimiento de los referentes estéticos y cierta marginalidad que ronda, ya convertida en leyenda urbana, en torno a los baños públicos.
Baldemar, Rubén (s.f.) “La hazaña de Mutt”, texto inédito.
El jardín de las delicias, 2001, loza y alto impacto. Fragmento de la instalación La hazaña de Mutt. Colección Norma Rojas
Por Xil Buffone En el 2004 realiza la última muestra (“Heráldica”) donde tropicaliza los íconos patrios. Desde el óvalo inicial, (el bastidor que Rubén encontró tirado y le inspiró un escudo) los óvalos se multiplicaron en escudos argentinos que contenían palmas en vez de laureles, cocas colas sosteniendo gorros frigios, escudos zulúes de cucarachas. En “Escudo nº 1989” o “Escudo nº 1995” opera la idéntica ironía con la que concibió al Sr Oroño veinte años antes. Somos un país bananero. Gráficamente su última etapa -del 2004/2005- contiene el gesto de espiritualización más alto, logra la forma desnuda y la presenta en su sintética belleza natural, la plana. Esta japonización se percibe en la paleta y en los bastidores alargados de ángulos redondeados como los cuatro bambúes, los “Vasos con girasoles” de semillas y flores (un Japón vía Van Gogh) todos esos objetos reales habitaban su casa, reencauzaban lo sereno. Ascender la imagen restituyéndole una clara dimensión contemplativa. Transmutar los frutos en sincretismo silencioso: refulge en el óvalo vertical el Sagrado Corazón de la Sandía, o el San Sebastián de Ananá, con las flechas clavadas en la piña sangrante. Una bandeja oval de plata, contiene presumiblemente la cabeza de San Juan el Bautista, si es que esos fideos que asoman no son fideos sino rizos… - ¿por qué tenías que pedir su cabeza para la cena? Buffone, Xil (s.f.) “Rubén Baldemar - Parte II”, Ramona, Buenos Aires (fragmento). Consultado en http://www.ramona.org.ar/node/26036 el 9 de febrero de 2017.
El Bautista, 2004, acrĂlico sobre tela. ColecciĂłn particular. Foto Valeria Gericke.
Por Beatriz Vignoli Esta vez, Rubén Baldemar ha decidido pintar sin fondo. Sin fondo, pero con perspectiva. Sin fondo, es decir: pura figura, el escudo recortado siguiendo el contorno de la figura como aquellos muñequitos de superhéroes, o como un ícono bizantino sobre fondo dorado. Pero un fondo dorado no es todavía un fondo, en el sentido de aquel recurso con que los artistas renacentistas crearían la ilusión del espacio: sin fondo, no hay ilusión. Y si el espacio fuera tiempo (si el espacio fuera una traducción exacta y fiel del tiempo) podría decirse que en la paradoja del espacio plano todo está presente, nada falta. O que todo es dicho en presente, sin futuro ni pasado. Cabe agregar que se ha restado además el claroscuro, con la sensación de volumen que daba. Lo que queda entonces es el mundo planchado y liso del comic, del pop, de la pantalla, de la estampa, del ícono, en suma: de la heráldica... o del texto.
Vignoli, Beatriz (2004) “Sin fondo: escudos para una caída ” en catálogo exposición Heráldica Baldemar, Galería del Pasaje Pam, Rosario, del 2 al 31 de julio (fragmento).
Escudo nº 1995, 2004, (de la serie Heráldica), acrílico sobre tela. Colección Norma Rojas. Foto Hugo Goñi.
Cronología Rubén Baldemar, Rosario, 1958-2005. Se gradúa como Profesor Nacional en Artes Visuales en la Escuela Provincial de Artes Visuales “General Manuel Belgrano” de la ciudad de Rosario en 1984. Obtiene el título de Licenciado en Bellas Artes en la Escuela de Bellas Artes de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario en 2001. Estudia conservación y restauración con Susana Meden; dibujo con Julián Usandizaga y grabado con Mele Bruniard. En las décadas del ochenta y noventa es premiado repetidas veces en los Salones del Museo Municipal de Bellas Artes y participa de numerosas muestras colectivas. En 1999 y 2000 obtiene becas ligadas tanto a su producción artística como a su interés en la restauración. Detallamos sus muestras individuales: 2004 - Heráldica Baldemar, El Pasaje, Galería del Pasaje Pam, Rosario. 1994 - Suite de la Secesión, Centro Cultural Bernardino Rivadavia, Rosario. 1992 - Judith y Holofernes, Museo Municipal de Bellas Artes “Juan B. Castagnino”, Rosario. 1991 - Papeles protagónicos (en colaboración con Susana Meden), Museo de Arte Decorativo “Firma y Odilo Estevez”, Rosario. 1987 - Galería Rivoire, Rosario.
La maja plegadiza, 1991, acrĂlico sobre tabla, (fragmento). ColecciĂłn Norma Rojas.
La escuela de Bellas Artes tuvo el honor de contar entre sus alumnos a Rubén Baldemar. Rubén ya era profesor cuando llegó a nuestra institución, había egresado de la Escuela Provincial de Artes Visuales, y sobre todo era un artista consagrado por una obra excepcional. Esperamos que disfruten con nosotros de esta obra prolífica y aguda, sarcástica y tierna, con esa ternura que Rubén ponía en sus materiales, un pintor que adoraba pensar su hacer tanto como jugar a pintar, a recortar, a pegar. Queremos agradecer a las personas que hicieron que esta muestra fuera posible: José Goity, Decano de la Facultad de Humanidades y Artes Marta Varela, Vicedecana de la Facultad y Directora del ECU Hugo Cava, Coordinador del Área de Plástica del ECU Lila Siegrist y Georgina Ricci de la Subsecretaría de Industrias Culturales y Creativas de la Municipalidad de Rosario. Alejandra Ramos, Subdirectora del Museo Castagnino+macro y al equipo de conservación de dicho museo. María Laura Carrascal, Valeria Gericke, Silvia Ibarzábal de la Dirección de la Escuela de Bellas Artes. Valeria Gericke y Hugo Goñi por las fotografías. Norma Rojas y Mario Godoy por la restauración de las obras.
La madre de la Kumari, 1999, óleo sobre tela y objetos, (fragmento). Colección Norma Rojas. Foto Hugo Goñi.