MISC N7
INNOVAR HASTA MORIR
JUANMA AGULLES. Nacido en Alicante (1977). Ensayista y escritor. Tras pasar por varios trabajos (como obrero de la construcción, mozo de almacén y operador de emergencias), ejerció fugazmente la docencia, como profesor asociado de sociología, en las universidades de Alicante y Murcia. Actualmente trabaja en un Centro de Acogida para personas sin hogar. Es autor de los libros Non legor, non legar. Literatura y subversión (Ed. El Tábano, 2008) y de Sociología, estatismo y dominación social (Brulot, 2010). Ha colaborado con publicaciones como, Ekintza Zuzena, Raíces o Hincapié. Forma parte del colectivo editor que está detrás de la revista Cul de Sac y de Ed. El Salmón, donde ha publicado Los límites de la conciencia. Ensayos contra la sociedad tecnológica. Próximamente aparecerá su nuevo libro La vida administrada. Instrucciones de uso.
Desde que la innovación se ha convertido en una obligación para todo el mundo, nos encontramos con la paradoja cotidiana de ver alentado un espíritu innovador por costumbre. Uno se imagina esos cursos para emprendedores en los que se arenga sin descanso a la innovación y al «pensamiento creativo», de manera ritual muy parecida a como se efectuaban las danzas de la lluvia, y no puede sentir más que desconcierto. Pareciera que siempre hay a la vuelta de la esquina un invento definitivo o una idea genial que de un golpe cambiará la suerte, si no de la Humanidad, al menos la de algún afortunado que pasará de inmediato al panteón de las personalidades exitosas, donde se codeará con Steve Jobs, Bill Gates, o Marck Zuckerberg. El problema radica en que cuando el objetivo es fundamentalmente la ganancia inmediata, el horizonte de la innovación se achata y a la creatividad se le funden todas las luces. Ya quedan muy pocas cosas que sorprendan durante un largo tiempo a una masa ahíta de cachivaches tecnológicos y artefactos que, a fuerza de facilitar tanto la vida, la convierten en un erial para la imaginación. Mucho menos cuando la audiencia tiene la sensación de que le están vendiendo la moto, mientras sueña con experiencias inolvidables y saltos a lo desconocido cuyas promesas se ven truncadas al contacto con la realidad más banal.
Nuestras sociedades contemporáneas han sido las primeras en santificar la novedad, rindiéndole los sacrificios más absurdos. La aparición de lo novedoso ha sido, durante miles de años de evolución humana, un fenómeno temible, que anunciaba tiempos turbulentos de degradación y decadencia. Quien se adentraba en el terreno de la innovación estaba por ello sujeto a condenas terribles. Este principio de precaución, unido al temor reverencial a la disolución de un orden conocido, ejercía, al mismo tiempo, una atracción irresistible para quienes se atrevían a dar un paso hacia lo desconocido. Así, cuando la innovación se convierte en un requerimiento general de la época, las mismas condiciones que la hacían posible comienzan a desaparecer rápidamente.
Helmut Schneider cuenta en La técnica en el mundo antiguo: Una introducción, cómo entre los siglos XVIII y III a.C. se produjo una gran evolución técnica. Un poco más tarde, Herón de Alejandría (10 d.C.-70 d.C.) en su Neumática describía cómo, mediante el aprovechamiento de la energía térmica, se podían construir autómatas cuya función fuese, por ejemplo, escanciar vino en los banquetes.
Helmut Schneider cuenta en La técnica en el mundo antiguo: Una introducción, cómo entre los siglos XVIII y III a.C. se produjo una gran evolución técnica. Un poco más tarde, Herón de Alejandría (10 d.C.-70 d.C.) en su Neumática describía cómo, mediante el aprovechamiento de la energía térmica, se podían construir autómatas cuya función fuese, por ejemplo, escanciar vino en los banquetes. Los primeros relojes también se pudieron encontrar en la Antigüedad, con el cometido de medir el tiempo que dos litigantes utilizaban para exponer sus argumentos ante los jueces. Pero ni los autómatas escanciadores de Herón dieron lugar a fábricas automatizadas de embotellamiento de vino, ni la medida del tiempo en los juicios significó ampliar la división de los días en fracciones regulares para toda una ciudad o un Estado. La innovación quedaba contenida en unos márgenes muy concretos, formando parte del conjunto de la organización social, y, así limitada, consiguió inventar cosas que hoy nos sorprenden por su supuesta modernidad. Encontramos multitud
de ejemplos a lo largo de la historia humana en todas sus fases. Algunos de ellos se pueden rastrear en la Historia de la técnica, de Friedrich Klemm, o en La evolución de la tecnología, de Georges Basalla. Parece ser que la innovación (técnica o de otro tipo) es una constante en las sociedades humanas. La verdadera novedad de nuestra época consiste en hacer de ella un valor rendido a la ganancia inmediata y que se representa como algo bueno en sí mismo, independientemente de las relaciones que establezca con el resto de la sociedad en la que se produce. Esta entronización de la innovación y, su consecuencia, lo novedoso, es una de las pocas creencias que han quedado en pie entre las ruinas que nos ha dejado el proceso de modernización. Su desarrollo acelerado en los últimos doscientos años, y las gigantescas fuerzas que ha movilizado, unidas a esa consagración secular, ha dado lugar a una especie de tiranía de la novedad. Una tiranía en la que el mundo se mueve agitado por constantes cambios, mientras las condiciones de opresión presentes se mantienen estables. Una conocida tienda de tecnología lanzó las navidades pasadas un spot cuyo mensaje final era: «La tecnología avanza para que todo siga como siempre». Y eso, en gran medida, es lo que sucede exactamente. Pero, con su afán de abarcarlo todo, hasta una de las mejores críticas que se le pueden hacer al espíritu innovador de nuestra época, se convirtió por unos días en su mejor publicidad.
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