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Ser ateo, Uuc kib Espadas Ancona
M OVIMIENTO C OMUNISTA M EXICANO FEBRERO 14 DE 2 020 De un tiempo a la fecha, la reflexión sobre lo que significa no creer en ningún dios, en una sociedad en la que la inmensa mayoría de la gente lo hace, la mexicana, y en una, dónde la relación con las instituciones construidas en torno a esas creencias es central en la convivencia comunitaria, la yucateca, ha recuperado en mí un interés que había perdido hace décadas. Esto en parte tiene que ver con una fortuita estancia en el extranjero que, más allá de las vivencias que en este tema trajo por sí misma, significó repatriarme y ver con nuevos ojos de inmigrante mi propia tierra. Soy ateo, por parte de madre y de padre, de tres generaciones, o probablemente de cuatro, si las sospechas familiares sobre Eligio Ancona pudieran confirmarse. Esto tiene un significado particular pues la idea de un ser mágico creador de millones de galaxias, que todo lo ve, todo lo puede y todo lo sabe (pero al que la insondable soberbia de unas criaturas submicroscópicas que habitan en una ínfima mota de polvo le atribuye dedicar inexplicablemente su atención –lo del tiempo no es aplicable en su caso–a lo que ellas mismas hacen con sus genitales) me es totalmente ajena. No es que yo haya creído y dejado de creer, no es que uno u otro ingrato acontecimiento de la existencia me haya hecho enojar con dios, tampoco se trata de una conclusión racional impuesta por un prurito intelectual, ni de una pose para hacerse al interesante a la hora de ligar, o de un esfuerzo por herir los sentimientos de los creyentes. No. Simplemente nunca he creído, nunca vi en quienes primero me abrieron camino en la vida, mis padres, esa concepción, y jamás la idea de un ser divino fue acogida por mi mente, ni me fue necesaria para definir un camino ético, para vivir momentos de gozo o para afrontar duelos. Sé que esto puede resultar increíble y hasta chocante para la mayoría de quienes me rodean en prácticamente cualquier espacio social, pero es así.
Durante décadas, dejé de pensar en el tema. En mi universo estable, escuelas, trabajo, familia y militancia, el asunto había quedado resuelto tiempo atrás, y ya no era susceptible de mayor atención, ni propia ni ajena. En los últimos años, sin embargo, el correr de la vida, como a todos, hizo que ese mi viejo mundo también cambiara, y que con el cambio vinieran nuevas experiencias, nuevos espacios de con- Ser ateo Uuc-kib Espadas Ancona
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M OVIMIENTO C OMUNISTA M EXICANO FEBRERO 14 DE 2 020 vivencia, reencuentros y nuevos encuentros. Una vez más, por variados motivos, mi condición de ateo volvió a ser relevante aquí y allá, obligándome a releer mis viejas conclusiones.
Quizá la primera de mis sorpresas fue volver a descubrir la enorme importancia que el asunto tiene para no pocos de los creyentes que, poco o mucho, entran en contacto conmigo. Esto genera, en uno de sus extremos, un rechazo total. Simplemente no es aceptable establecer ningún tipo de relación con alguien que no cree en dios. En el otro extremo, un afecto auténtico, bien que no exento de compasión, que con gran cariño me prescribe que dios habrá de juzgarme por mis actos y no por mis concepciones, y que por tanto no habré de arder eternamente en llamas por sentencia de tan misericordioso ser.
Ha llamado especialmente mi atención sobre estas ideas la soltura con la que personas muy queridas me expresan sin ambigüedades que creer en dios es el único instrumento capaz de contener los actos inmorales de las personas. Según esta concepción, quién no tiene una religión estará dispuesto a robar, matar y fornicar a diestra y siniestra sin reparo alguno. Curiosamente, al parecer, ninguna de ellas ha concluido que yo sea un ladrón, asesino o violador irrefrenable, pues de ser así no me permitirían, por ejemplo, entrar en sus casas. Esta ambivalencia, por cierto, es la que me permite no sentirme personalmente insultado cuando expresan sus creencias sobre la ineludible fuente religiosa de la moral, bien que sin duda no encuentro los comentarios gratos en ninguna medida.
He concluido que esta concepción no es en realidad otra cosa que una falsa generalización de los instrumentos que ellos realmente han encontrado útiles para cristalizar sus propios y personales principios morales. Mi rechazo a las iglesias no me impide ver algunas importantes funciones íntimas y públicas que estas cumplen. De esta forma, entiendo perfectamente que sean capaces de proveer concepciones específicas y de establecer sentidos emocionales concretos que en su conjunto forman un deber ser frente al cuál los creyentes, con enorme variabilidad, se juzgan y, a veces, definen sus conductas. Muchas de las personas que en lo personal y en lo político más respeto por su actuar intachable son creyentes. Lo contario, sin embargo, que sin religión no hay moral, dista de siquiera aproximarse a la realidad. Y a veces, más por el contrario.
Desde muy niño aprendí a la mala la necesidad de ocultar mis creencias en materia religiosa. Nunca olvidaré cuando un par de pequeños rufianes de cinco o seis años (un niño y una niña cuyos nombres quisiera que escaparan a mi memoria) organizaron una brigada punitiva en el kinder y sustrajeron a mi hermana de la vista de las profesoras para golpearla tumultuariamente, pues negar la existencia de diosito bueno ameritaba eso y más. Ahí está también el recuerdo de los juniors desconocidos que en medio del campo de fut prodigaron a mí madre los más soeces insultos por no creer yo que dios fuera el padre de todos los seres humanos; de la madre de un querido compañero de primaria que le proscribió mi amistad (Por cierto, me encantaría saber que opinó esa fanática católica cuando su hijo se casó con una judía. Dios no existe, pero es un hecho que castiga sin piedra y sin palo); o del animal padre de un compañero de los scouts que no cesó de humillarme por no estar bautizado, hasta que en llanto y shock me alejé de su casa. No, sin duda tener religión no es la fuente de la virtud.
Pero lo contrario tampoco es verdad. No puedo hablar por todos los ateos, pero muchos de los que yo conozco nutren sus concepciones morales, con más o menos conciencia y sofisticación, en fuentes distintas de la divinidad y de sus administradores en la Tierra. Estos ateos procuran no faltarle a otras personas pues entender el daño que faltas semejante le harían a sí mismos o a sus seres queridos les ejemplifica concreta y emocionalmente su ilegitimidad. Ante la evidencia de que todos somos ontológicamente iguales, todos tenemos el mismo derecho a ser tratados con decencia. Esto, por cierto, imprime, sí, una grave grieta en la moral de más de cuatro creyentes. Cuando una persona cree que puede negociar con un ser divino el valor moral de sus actos, cómo éstos dañen a los demás carece de importancia. Vamos, si dios ya lo perdonó, lo que pase con sus víctimas da francamente igual. Por supuesto, ser ateo tampoco es garantía de una conducta moralmente aceptable, pero al menos el ateo infame no tiene con quién negociar su íntima culpa a cambio de rezos o sobornos a los representantes mundanos de dios, y tiene que vivir con ella.
Pasados tiempo ha los cincuenta años, y por definición cada día más cerca de la muerte, no encuentro nada que me haga siquiera dudar de la inexistencia de seres divinos, y tengo la certeza de que, como mi madre y tres de mis abuelos, habré de morir sin creer en una vida posterior y sin suponer que de algo vale pedirle perdón a un ser celestial en lugar de hacerlo con aquéllos a quienes mis acciones hubieran agraviado. No dejo, eso sí, de tener una tenue esperanza de que el entendimiento de que el ateísmo es tan ajeno al diablo como a dios permee en la sociedad. Quiero creer que los niños ateos de un futuro aunque sea lejano no tendrán la necesidad de esconderse, y que podrán hablar de sus creencia con la misma libertad con la que hoy los católicos lo hacen en mi país.