Revista VEOVEO 17

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Autora: Paulina Trujillo

Cuando tenía cinco años, entré a primer grado de básica y estaba muy asustado. Iba a la escuela de la mano de mi mamá. Se la apretaba muy fuerte, para que no me dejara allí, solo. Al llegar, nos acercamos a un grupo de niños pequeños, como yo. Yo abracé a mi madre, de su cintura y me puse a llorar. Pero, en ese momento, un hombre, aún joven y con una gran sonrisa, se acercó saludó a mi madre y acarició mi cabeza. Era el maestro de primer grado de básica, el profesor Miguel. Él nos hizo formar en fila india y todos fuimos juntos a la clase. A lo lejos veía a mi madre que se despedía de la mano y tenía ganas de salir corriendo e ir donde ella. Al ver mi desesperación, el amable maestro me tomó de la mano y me llevó con mis compañeros al salón. Una vez allí, hizo juegos y bromas para que algunos de mis compañeros y yo nos

tranquilizáramos, aunque no podíamos evitar llorar. Desde ese momento sentí que él era mi mejor amigo. Durante todo el año lectivo nos enseñó a dibujar, pintar, leer y escribir. Fue una especie de aventura mágica en la que el profe Miguel, como empezamos a llamarle desde entonces, nos llevaba todos los días con sus cuentos y lecciones. Cuando se acabó la época de lluvia, el profe Miguel nos llevó a una excursión por el bosque y nos indicó diferentes tipos de plantas y flores. También nos entrenó para el campeonato de fútbol y nos enseñó a hacer tarjetas navideñas. Al terminar el año lectivo me puse triste porque él ya no sería mi maestro. Pero supe que siempre sería mi amigo. Y así ha sido. Ya han pasado algunos años desde entonces y siempre les digo a mis compañeros más chiquitos que el profe Miguel ¡es el mejor profe del mundo!







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