1
–-VEINTISEIS DE MAYO, La Revuelta Olvidada
Autor: Tito A. Cerón Villamagua
En su tiempo, los primeros habitantes de Tulcán, trazaron con rasgos precisos las dos calles principales y dejaron al libre albedrío la construcción del resto de vías, tomando en cuenta que no debía faltar ni el parque ni la respectiva iglesia. Únicamente tuvieron la visión exacta para que no fuera más que un pueblo pequeño, que permanecía cobijado la mayor parte del tiempo con abundantes nubes espesas, en donde florecía una pertinaz llovizna que amenazaba con volverse eterna, y cada mañana se levantaba un fino celaje gris que permanecía estancado durante las primeras horas de la mañana. Un pueblito opaco de casas desperdigadas que de pronto se empeñó en prosperar, logrando con esfuerzo convertirse en una ciudad. A través de los días fueron desapareciendo con parquedad las somnolientas casitas moldeadas de barro y bareque, de gruesas paredes que olían a humedad y a pobreza, las pequeñas viviendas cubiertas con paja de páramo que soportaban valerosamente las inclemencias del tiempo. Cuando Tulcán era apenas un caserío de no más de treinta estancias dispersas en la vera del camino, que se encontraban plantadas en medio de la espesa neblina y del frío perpetuo, cierta noche albergó al gran Simón Bolívar. Él, después de haber pasado una semana entera enfrentándose contra las tropas reales en el calor del Valle del Cauca, tuvo que trepar a la inhóspita sierra, pasó por Pasto en donde recibió la primera oleada de brisas frías que martirizaron sus sentidos, debió subir aún más hasta llegar a la ciudad de Ipiales. De aquí no pudo pasar y se mantuvo en la incertidumbre, hasta que intervinieron los bravos y temidos “Pupos”, quienes rompieron el cerco que permitió al ejército de Bolívar cruzar hacia el sur. Llegando a Tulcán en donde el fresco y enrarecido aire y el alarmante viento helado golpearon con fuerza el físico maltratado del Libertador. Esta batalla le ganó a Bolívar el soroche de altura, a quien se lo vio con considerables señales de agotamiento, sus extremidades estaban engarrotadas y un filudo escalofrío le restregaba su cuerpo blanco. En las primeras horas de la tarde le aparecieron los primeros síntomas inequívocos de que le empezaba a faltar el aire, respiraba con dificultad las diminutas partículas de hielo que permanecían enredadas en el aire. Los 2
tibios bostezos que emitía, se fueron haciendo perennes y apenas le sirvieron para calentar sus manos. La piel de porcelana de su rostro, comenzó a tornársele opaca y a agrietársele, un impertinente y doloroso reumatismo pasó a magullar sus huesos, las articulaciones empezaron crujirle y a punzarle de manera insistente y ya no pudo avanzar más, así que no tuvo más remedio que quedarse a pernoctar en una casa de la localidad. A eso de las seis y media de la noche y a pesar de que lo cubrieron con cinco abrigadas cobijas de lana de borrego y le colocaron en cada una de sus adoloridas coyunturas, emplastos que cocinaron en una escudilla llena de alcohol, a la que mezclaron una vela de cebo, junto con flores de ruda y de manzanilla y le dieron de beber una taza que contenía un brebaje espeso hecho a base de rosas negras de Alejandría, escancel y llantén. Lo envolvieron para evitar que se resfriara más de lo que estaba padeciendo, aún así no soportó el terrible frío y antes de que el mal de altura doblegara su heroico y enjuto cuerpo y con la necesidad imperiosa de mantener vivos sus ideales de emancipación, ordenó a uno de sus subalternos que le trajera de manera urgente una agraciada muchachita para que por lo menos le abrigara los pies que los tenía entumecidos. __No te olvides que debe ser virgen. Se lo dijo con una voz apagada. La comitiva cabalgó hasta una de las casas del centro del poblado, pues tenían cierta información de que en una de éstas habitaba una familia numerosa en la cual, la mayoría de ellas eran mujeres solteras. Fue la joven Paulina Vallejo quien sin dudarlo, aceptó la propuesta. “Dormir con el Libertador no es una afrenta, sino un honor”. Les dijo a sus sorprendidos padres, quienes la criaron con los severidades y austeridades de las legislaciones católicas y que a esa hora no pudieron hacer nada ante el inesperado arrebato lascivo de su hija que se convirtió en una obsesión urgente, pues supuso que no tendría otra oportunidad de estar con un hombre en los fragores ardientes de la intimidad y menos con el talante y estigma de un libertador. A pesar de ser cerca de las ocho de la noche y debido a la urgencia requerida no tuvo tiempo de prender la leña de la hornilla para calentar el agua, ésta vez no tendría reparos para soportar estoicamente el agua enserenada y se fue a bañar en la letrina estancada a un lado del caserón, un pequeño rincón envuelto entre plantas de mortiños y floripondios. Se bañó con baldes de agua fría, se restregó tanto su cuerpo impoluto, que su piel quedó tan pulida y blanca como efigie de mármol. Se puso ropa limpia con la ayuda cómplice de sus seis hermanas, dos tías y una empleada. Le ajustaron tanto su corpiño, que apenas podía 3
hablar y quedó toda ella acartonada con la lealtad y la inocencia de una monja de claustro. Aunque su beata madre le alistó a regañadientes, una ancha batona y puso en medio un escapulario, Paulina pensó que no la necesitaría como finalmente ocurrió. Todo lo hizo tan de prisa que sorprendió a quienes la estaban esperando. Se montó en uno de los caballos que poseía su padre y se dispuso para ir en busca del Libertador. “Me indica el lugar a dónde debo llegar”. Se lo dijo sin ruborizarse, pues estaba tan segura de lo que iba a hacer, que la voz le salió con tal firmeza, que el general apenas pudo señalarle con el dedo el sitio en donde horas más tarde daría dura pelea al gran Simón Bolívar. El heroico tiempo que se demoró en batallar para desflorar a la doncella y un vaso lleno de chancuco acabado de destilar que le quemó hasta las entrañas, ayudaron al Libertador a soportar las inclemencias del tiempo de aquella friolenta noche. Tras recuperar su fogosidad y vigor que tanto necesitaba para poder sobrevivir, Simón Bolívar, deseándolo o no, dejó preñando a la amante fugaz de aquella noche. Los antiguos, angostos y olvidados chaquiñanes por donde caminaron los Pastos, los Quillasingas y los Tulcanazas durante siglos, de pronto se fueron transformando en vías carrozables. Los caminos surgían entre líneas serpenteantes en medio del polvo y de extensos lodazales, aparecían de pronto desde cualquier punto y avanzaban zigzagueando por medio de laderas, pendientes y colinas, quedando convertidas en calles pedregosas, solitarias y estrechas, por las que apenas podían circular sin apuro alguno, las carretas haladas por caballos raquíticos y apesadumbrados. El novedoso y rechinante ruido de los motores de los escasos automóviles que tenían las pocas familias adineradas del lugar, se fue instalando, haciendo que cada cierto tiempo interrumpieran con su bramido, el silencio absoluto de la ciudad en formación. Fue por estos mismos callejones, zanjas y zaguanes, en donde afloraban las historias de huacas, convertidas en ollas encantadas que sólo se les aparecían por medio de rescoldos flameantes a los hombres que no fueran ambiciosos ni avarientos, aquellas vasijas que estaban repletas de oro y que permanecían secretamente enterradas en los lugares más insospechados de las casas de la gente pudiente. De cucos que permanecían ocultos debajo de las camas y se les presentaba a los niños malcriados en forma de pesadillas. De seres con ojos sin párpados y cuya mirada era impávida e hipnótica, quienes los habían visto caer del cielo juraban que poseían apenas cuatro dedos alargados en cada mano y su piel grisácea, brillante y pegajosa era muy parecida a la de las lagartijas. De gigantes vestidos de negro que no proyectaban sombra a la 4
luz de la luna; de espantosos diablos que hedían a azufre y que poseían cuernos enormes y pezuñas ebúrneas de cabra que pasaban golpeando con fuerza las piedras de las calles al momento en que iban a cobrar el alma vendida. De la Zhigra, una mujer que caminaba para atrás, debido que tenía los pies con los talones por delante y que por lo general solía cargarse a algún amante melancólico; de brujas que se llevaban a los borrachos que no avanzaban a llegar a sus casas y se quedaban tendidos y durmiendo plácidamente en las aceras y portales de la ciudad, de duendes azules que aparecían de repente portando sobre sus cabezas vastos sombreros y se alejaban sin temor y sin apuro dando pequeños brincos acompasados mientras continuaban comiendo y saboreando majadas de ganado. De almas que arrastraban pesadas cadenas y vagaban llorando su desgracia, como las de aquella noche en que escuchamos juntos con mi madre Elvita, unas extrañas y lúgubres pisadas cerca del portón de la entrada donde vivíamos, no supimos si entraba o salía quien haya sido; de lo único que tuvimos certeza fue que se había tropezado, porque dejó fraccionando y botando una maceta de Dalias. “Son almitas en pena”. Me indicó mi madre, mientras se santiguaba y me persignaba. En la década de 1970, en Tulcán empezaron a emerger casas de adobe y teja, así como las primeras construcciones fabricadas a base de ladrillo y cemento. La mayoría de las casas tenían una o dos ventanas pequeñas por las cuales entraba temerosamente la claridad del día. De rústicos portones de madera sin rendijas para evitar de alguna manera que el viento helado que pegaba con fuerza a cualquier hora del día, pudiese colarse y enfriar cada resquicio de las habitaciones. Era una pequeña ciudad en formación, que gracias a las esforzadas mingas que realizaban constantemente sus habitantes, no se convirtió en un pueblo perdido, ni tampoco se quedó para siempre en el olvido. De todas las construcciones, apenas una que otra casa que se hallaban ubicadas en las principales calles, tenían elegantes y vistosos balcones que permanecían inalterablemente cerrados, salvo los días en que las escuelas y colegios participaban de los desfiles y de las comparsas por las fiestas cívicas. Sólo en esas fechas los engalanaban con coloridas tiras de papel crepé; dando vida a las fiestas. A los tulcaneños los llegaron a conocer como “Pupos”, descendientes directos de una de las últimas razas de hombres generosos de mano abierta, guerreros valientes y empeñosos en trabajar hasta el cansancio, herederos de una mezcla de razas aguerridas, a cuya estirpe los españoles jamás pudieron conquistarla. Los Pupos fueron mingueros y solidarios por 5
naturaleza. El día en que las fuerzas vivas de la ciudad convocaban con el carácter urgente a la ciudadanía debido a que tenían que construir cualquier obra de interés general, la población entera sin esperar otro llamado, se disponía a participar de manera efusiva durante el tiempo que fuera necesario. Se concentraban grandes grupos de hombres y de mujeres, quienes colaboraban fervientemente de forma desinteresada y no paraban de trabajar hasta ver concluida la construcción. Uno a uno salía de su casa armados con niveles, balaustres, martillos, palustres, alcotanas, picos y palas; a la hora indicada marchaban afanosos para realizar lo que tenían que hacer. Así fue como ensancharon el primer puente fronterizo en Rumichaca, construyeron el Estadio “Olímpico” y de igual forma el Colegio Nacional “Tulcán”, delinearon y empedraron la vía que conducía al Campo de Aviación, luego ayudaron en la construcción y demarcación de la pista de aterrizaje; en la que apenas en los dos primeros años, sólo seis o siete aviones se atrevieron aterrizar. Así fue como cierta mañana de marzo decidieron convertir en una vía transitable el estrecho camino empedrado que unía a Tulcán con las ciudades de Ibarra y Quito, tenía que ser una obra monumental e indispensable por la cual pudieran circular casi sin inconvenientes, los pocos automóviles y buses existentes. En apenas cuatro días lograron conformar verdaderos batallones de topos humanos, quienes estuvieron dispuestos y decididos a edificarla sin perder más tiempo. Hombres y mujeres de todas las edades se reunieron desde antes de las seis de la mañana en el sector de Las Juntas. El trabajo era inmenso y sacrificado, sin embargo hallaban su recompensa en cada poblado por donde pasaban erigiendo la carretera. La fiesta se iniciaba apenas llegaban los mingueros y daban inicio con los acordes de la música acompasada de notas alegres que tocaban hasta el amanecer las bandas de pueblo. Les servían ingentes cantidades de papas, habas, mellocos, quesos y cerdos hornados. En ningún caserío faltaron los pondos y vasijas llenas de chicha y de licor apenas destilado en los trapiches. Por la noche quemaban castillos de fuegos artificiales y no se cansaban de lanzar al aire estruendosos cohetes de pólvora. Los bailes duraban de dos a tres días seguidos y sólo los dejaban marcharse a continuar con su trabajo, porque no debían parar la construcción. En cada pueblito escondido por la que pasaba la vía, se iban uniendo más obreros, a quienes los despedían entre vítores y abrazos y los lloraban entre todos los aldeanos; pues no estaban seguros de cuando los volverían a ver. Al cabo de trece meses de haber iniciado la construcción, se adhirieron los cuatrocientos mingueros quienes los estaban esperando en San Gabriel; para continuar dando vida al trayecto. En total fueron más de ochocientos hombres y mujeres los que 6
continuaron hasta ver finalizada la construcción de la carretera y después de tan sólo treinta y ocho meses de esfuerzo y coraje, los valientes mingueros terminaron de levantar y construir la vía carrozable. El nuevo camino empedrado llegó a su fin en el sector de El Juncal. Los Pupos durante todo este tiempo, tuvieron que dividir la montaña en dos, abrieron gigantescas trochas, construyeron atajos, marcaron senderos, hicieron las acequias, atravesaron ciénagas imposibles, vencieron el frío del páramo de El Ángel, así como el ardiente calor del valle del Chota. A la carretera la enlosaron con piedra de río y la dejaron apta para el naciente transporte interprovincial. Al poco tiempo, por esta misma carretera empedrada, se iniciaron y compitieron valientes ciclistas tulcaneños y carchenses, quienes con sus pesadas y extrañas bicicletas transitaban raudos y sin temores, desafiando las pendientes y precipicios de la montaña hasta lograr la victoria. Al año siguiente, los mingueros continuaron con su labor épica; pero esta vez se enrumbaron con dirección al occidente. Mientras don Primitivo Canacuán, realizaba medidas de la nueva ruta con un elemental teodolito, fueron descubriendo el curso de antiguos chaquiñanes olvidados, ahora convertidas en simples líneas escondidas en medio del polvo, lodo y matorrales. En los tramos donde perdían el rastro del anterior camino, lo esbozaron de nuevo justo por donde creyeron que debía ir. Al mismo tiempo en que avanzaban, fueron enlosando el camino con piedras uniformes y pulidas como huevos de aves desconocidas. Para cruzar sobre las limpias y diáfanas aguas de los ríos que acababan de descubrir y sin perder tiempo, levantaron puentes colgantes hechos a base de lianas y maderos, por los cuales pasaban junto con sus bestias de carga, así mismo les fueron poniendo nombres a los ríos recién descubiertos. A medida en que prosperaban, el frío era más penetrante y al termino de seis meses llegaron a un caserío sin nombre, al que entre todos lo bautizaron como Tufiño, se trataba de un pequeño poblado que se había apostado en las faldas del volcán Chiles, donde cada uno de sus habitantes tenían la piel quemada por los vientos helados que se desparraman por el páramo y por el terrible sol de altura, ese mismo rescoldo que chamusca, requema y desuella la piel de la cara, cuello y manos; con tal violencia que lo deja convertido en un pellejo agrietado. __Tenemos que seguir avanzando hasta llegar al mar. Lo dijo convencido el líder de los mingueros.
7
Don Primitivo Canacuán, un corpulento hombre de piel curtida y resecada por los funestos resplandores solares, era un tipo alto y rollizo, con una calvicie pronunciada, que la disimulaba poniéndose un viejo sombrero de paño, el mismo que le regaló su padre al día siguiente en que salió de estudiar de la escuela Cristóbal Colón. Pocas veces se lo vio descansando, siempre estaba ocupado en algo, era el primero en levantarse. Antes de las cuatro de la mañana ya estaba alistándose para ir a sacar la leche de sus seis vacas, dejaba alimentando a las gallinas, estaba pendiente de los sembríos de papas y quinua. El día en que no se encontraba trabajando, se alistaba para ir a ver los frenéticos partidos de ecuavóley en la cancha terrosa de la Sociedad Obrera. Para salir a la calle solía vestirse con el mismo terno de pacotilla de siempre, iba acompañado de su poncho de lana de color azul oscuro y alpargatas hechas a base de cabuya. De espalda ancha y hombros hercúleos, de brazos acerados y manos toscas y duras, a quien sus dedos se le fueron convirtiendo con el paso de los años en unas tenazas macizas, sin embargo le faltaba tanto el dedo meñique como el anular y las dos falanges del dedo medio de su mano izquierda. Contaba que perdió sus dedos, cuando aún no cumplía los treinta años de edad. En aquellos años, él era el encargado de prender la mecha de los tacos de dinamita, de esta manera derrumbaron colosales montañas convirtiéndolas en un sencillo montón de lajas y molones, perforaron e hicieron túneles para cruzarlos sin mayores contratiempos, de la misma manera pudieron cambiar el rumbo de algunos ríos. En el momento menos oportuno, de aquel día desafortunado, el joven Primitivo intentó prender la mecha del artefacto explosivo, lo hizo de manera errónea, causando que la detonación se produjera en su mano. Ni siquiera tuvo tiempo de arrojar el taco de dinamita a un lado, lo único que pudo hacer fue agarrarlo fuertemente con su mano, puesto que a su alrededor había niños y mujeres que acompañaban en la minga. La explosión estentórea hubiera producido un accidente inmisericorde entre los presentes. No obstante el estallido apenas le destajó dos dedos convirtiendo a su mano en un manojo sanguinolento de falanges y piel chamuscada, que segregaban un terrible olor a pólvora. A pesar de lo sucedido, y antes de los seis meses del percance que sufrió, se fue a ayudar en la construcción del colegio Tulcán. Fue uno de los primeros mingueros en presentarse el día en que debieron construir la carretera que tenía la intención de llegar hasta la playa de Esmeraldas, se presentó al mando de más de trecientos hombres y algo más de veinte mujeres, quienes desde el primer momento se dedicaron a preparar sobradas cantidades de suculenta comida para cada uno de los hambrientos 8
comensales a los que se les debía servir cuatro veces al día. Utilizaban para guisar, aderezar y cocinar; bateas que podían bañar a un hombre si así lo hubieran querido, colosales pailas de bronce puro, portentosos pondos e inmensas vasijas prehistóricas, ollas tan enormes que para moverlas se necesitaba de la fuerza descomunal de nueve hombres y para transportarlas las colocaban en carretas tiradas por acémilas. Los mingueros tuvieron la obligación sacramentada de descansar los días domingos y así lo hicieron, estaban tan cansados que apenas se levantaban para acomodar la almohada y seguían durmiendo hasta la madrugada del día lunes. A los trece meses de haber pasado por el nuevo pueblo de Tufiño, las mujeres dejaron a ocho hombres con el delicado encargo de cocinar para el resto de peones, en cambio ellas se dedicaron a la monumental tarea de zurcir los quinientos pantalones, parcharon la parte de las rodillas y los pretiles, cosieron de nuevo los cuellos y coderas de la misma cantidad de camisas rotas del mes anterior, se dieron tiempo para tejer sacos y ponchos que fueron carcomidos por el frío. De la misma manera se turnaron para atender de manera empírica a las parturientas que se aprestaban a parir, de pronto se convirtieron en comadronas desempeñando su trabajo a carta cabal, pues ninguno de los veintiocho hijos que recibieron, tuvo problemas al nacer, salvo uno de ellos que nació de pie y enroscado con su cordón umbilical. Don Primitivo siendo el líder de los mingueros, había recibido la autorización expresa por parte del obispo Clemente de la Vega, durante los meses que iban a ausentarse mientras construían la carretera, para realizar el bautismo a los recién nacidos y el poder divino en caso de ser necesario para poder enviar a los difuntos directo hacia el cielo; los debía enviar puestos los santos óleos, bendecidos y comulgados. Como aquel anciano a quien lo encontraron sentado junto a un enorme frailejón mientras descansaba, la muerte se apiadó del viejo permitiendo que por fin descansara después de haber trabajado como minguero desde los albores de la aparición de Tulcán. Y aunque lo adobaron con sal y lo metieron en tinajas llenas de aguardiente, tratando de momificar el cuerpo del longevo, con la sana intención de traerlo de regreso, sin embargo nada pudieron hacer, a pesar de que lo bañaron en las gélidas aguas de las Lagunas Verdes y lo sahumaron con plantas silvestres y frailejones del páramo; la putrefacción avanzó irremediablemente. Y el alma del infortunado comenzó a hacer travesuras propias de los fantasmas, debiendo enterrarlo de urgencia con los cánones eclesiásticos, don Primitivo ayudado por las mujeres, lo amortajaron, le apostó los santos óleos y le dio la extremaunción tal y como le enseñó el obispo meses antes. 9
Después de emprender el agotador viaje con la intención de ingresar a la selva, don Primitivo se vio en la necesidad urgente de acomodar los lentes del teodolito que se encontraban totalmente descuadrados, sujetándolos con delgados alambres y pequeños tornillos, los gruesos catalejos se encontraban fuera de nivel respecto al horizonte y desencajaban la óptica con relación a los puntos cardinales. Desde mucho antes de que empiece a clarear el día lunes, fueron avanzando despacio, pues tanto la llovizna sempiterna, así como los rigores extremos del páramo hicieron mella en algunos de los hombres, aún así, pudieron ladear cerca de las Lagunas Verdes y luego debieron sortear los amenazadores precipicios flanqueando por entre las estribaciones del volcán Chiles. En todo el tiempo que transcurrió desde que empezaron a marcar esta parte de la vía, desaparecieron misteriosamente tres hombres en medio de la espesura de la neblina, justo en el momento en que cruzaban cerca de la cima del volcán. Los buscaron durante medio día, y al no obtener ninguna respuesta decidieron continuar desafiantes y reacios hacia las penumbras de la selva. En donde: ni la fiebre, ni la malaria, ni las bandadas de mosquitos que se abalanzaban para atacarlos despiadadamente e incubar sus huevos verduzcos en los poros de la piel, ni tampoco las lluvias torrenciales y diluviales nunca antes vistas por ninguno de los mingueros, ni la viscosa humedad que se engomaba por los orificios de la ropa, así como el desquiciante calor de lumbre de la selva, pudieron detener la fuerza y fiereza de los Pupos, quienes llegaron firmes hasta el límite con la opacidad de la selva. La tarde en que arribaron cerca a los dominios de los Awá, don Primitivo, al igual que el resto de los mingueros se encontraba barbado, tenían la piel sombría y cansada, propia de los ermitaños que habitaban en las catacumbas siniestras bajo los santuarios de la Edad Media. Traían las manos llenas de ampollas secas, las callosidades que se les formó en cada uno de sus dedos, les impedía cerrar adecuadamente sus manos. Arribaron vestidos con los últimos jirones de su ropaje, llenos de piojos y tan agobiados y cansados que apenas podían articular algunas palabras básicas. No llevaban consigo espejos; ni armas, ni sal, ni nada con que pudieran alegrar y satisfacer la curiosidad de los aborígenes; apenas un pequeño crucifijo. Aún así pudieron acercarse lo suficiente. Los Awá los estaban esperando, ellos formaban parte de la única tribu de la zona noroccidental que no había tenido contacto con el mundo exterior, ellos se encargaron de dejar escrita su historia en petroglifos llenos de extraños gráficos rupestres. Era una pequeña comunidad de hombres y mujeres de piel amarillenta, que se comunicaban entre ellos apenas con palabras monosilábicas guturales, sin 10
embargo podían silbar, chillar, clamar y vociferar como todos los animales de la zona para lograr hacerse entender. El mundo para ellos recién se había formado y las cosas que no tenían nombre las señalaban con el dedo. Por primera vez, después de tener una vida aislada, vieron gente extraña que venía del otro lado del mundo. El líder y chamán de los Awá, semanas atrás les había advertido por medio de palabras cortas y gestos concisos al resto de indígenas, acerca del extraño sueño que tuvo la noche anterior, para cerciorarse y estar seguro de las imágenes nítidas que presenció, tuvo que llegar de nuevo al mismo sueño; pero esta vez lo hizo inducido por mejunjes hechos a base de hierbas alucinógenas. “Vienen unos hombres extraños” Les dijo en su dialecto de palabras fragmentadas. El brujo pocas veces se había equivocado, así que los niños, mujeres y ancianos fueron llevados antes del amanecer para ser escondidos detrás de una cascada que aún no tenía nombre. El momento en que don Primitivo se acercó de manera temerosa para saludarlos, ninguno de los desnudos y renuentes aborígenes entendió lo que acababa de decir. Sin embargo, don Primitivo y el chamán de la aldea, debieron encontrarse en un sueño inducido; en donde le hizo saber que no les darían paso. Desde aquí ya no pudieron avanzar más, debido a que los indígenas se mostraron reacios a la llegada del hombre barbado.
__Ya no podremos ver el mar. Manifestó apesadumbrado don Primitivo Canacuán al despertar de su letargo, a los intrépidos obreros que se quedaron esperando a la otra orilla de uno de los ríos sin nombre del lugar. Una afluente de agua tan cristalina que rehusaron en bañarse para no dejarla ensuciando. Y añadió. “Debemos regresar lo antes posible a Tulcán, porque debemos dedicarnos a reconstruir la carretera que dejaron los Incas, allá en La Calle Larga”. Al retorno, algunos de los mingueros ya no quisieron regresar junto al resto de compañeros y decidieron quedarse a vivir en la vasta zona tropical, a su paso fundaron el poblado al que bautizaron como Maldonado. Al pasar por cerca de las Lagunas Verdes, encontraron a quienes se habían extraviado hace más de dos meses, estaban tal y como se perdieron, no les había crecido la barba ni el cabello, se hallaban sentados agarrados de sus palas, en medio de la tupida neblina, era como si ellos los estuvieran esperando, tuvieron el presentimiento que iban a regresar por el mismo sendero. No dormitaban; pero los notaron un poco fatigados. Se encontraban sin ninguna lesión, salvo que no pudieron 11
explicar a dónde se habían ido durante todo el tiempo en que permanecieron desaparecidos. En Tulcán cada familia empezó a idear y a crear diferentes y nuevos oficios, una de ellas fue mi madre, quien se puso a vender jugos en la entrada del Mercado Central. Los deliciosos extractos eran hechos a base de frutas tan extrañas y exóticas, que la mayoría de las personas desconocían su nombre. El momento en que prendió por primera vez el motor de una licuadora, el sonido dinámico causó tanto asombro entre los clientes, que doña Fidelia se quedó pasmada y sin habla por un buen rato. Es que éramos tan ingenuos e inocentes que todo nos causaba asombro, la gente recién empezaba a conocer varios objetos que en otras ciudades formaban parte de la cotidianidad. El adelanto industrial se fue instalado en otras ciudades con anterioridad, en cambio aquí, todo acontecía igual y sin contratiempos. Por aquellos años, el quehacer diario transcurría con total parsimonia, el tictac de los relojes era demasiado pausado, tanto que el segundero así como el minutero, transitaban por los recovecos del tiempo con demasiada lentitud. Esto hacía que las horas demoraban en pasar y los días y semanas se iban volviendo de a poco en perpetuas; dando la seria impresión de que el tiempo se había detenido. A don Lisandro Sánchez, el sastre de la esquina, siempre lo vi sentado en la puerta de su taller, era una imagen repasada, invariada y estática, se lo miraba cosiendo con puntadas largas la misma tela negra de siempre, ahí se mantenía concentrado y sin dejar de mirar por donde pasaba la aguja. A doña Clarita Delgado la miré perdurablemente en la manera como acomodaba y limpiaba cada uno de los artículos que tenía en su puesto de baratijas a la entrada del mercado; todo estaba ubicado en su sitio. Cada vez que pasaba por la zapatería de don Arnulfo Tobar, los zapatos estaban ahí en el mostrador con la impresión de que no los hubiera tocado. La señora Enriqueta Escobar que vendía platos con fritada, permanecía siempre meneando la paila de bronce, esperando el punto perfecto para empezar a vender la delicia. Eran imágenes repetitivas de todos los días. En cambio nosotros los escolares, jugábamos partidos inacabables de fútbol, teníamos tiempo para irnos a bañar al río Chana, bajábamos la pendiente sentados en cartones, luego nos dirigíamos a comprar dulces en la tienda, todo eso y más en apenas la media hora en que duraba el recreo escolar. Las niñas y niños madrugábamos para ir a las escuelas de doble jornada y a medio día salíamos corriendo a comer pastelitos de colores que vendían en una tienda atrás de la iglesia La Catedral. Todo sucedía con paciencia y letargo, teníamos tiempo de sobra. 12
Era común mirar a los habitantes del pueblo llevar puestos gruesos ponchos de lana de oveja, lo hacían para calmar en algo el terrible ambiente frío, ese aire crudo propio de las tierras altas que curte la piel de la cara y manos; acompañaban su vestimenta con elegantes sombreros de lino y finas alpargatas, aunque algunas familias empezaron a usar calzado artesanal, que remachados con clavos de mangle; los zapatos se volvían eternos. En cambio la mayoría de las mujeres habituaban salir a la calle puestas pesadas y largas polleras hechas de tela dril y cobijadas con chalinas tejidas a mano, que por lo general eran hiladas con colores tristes, de un azul oscuro o un negro profundo; dando la penosa impresión de que acarreaban un duelo eterno. Pero ya algunas muchachitas desafiando el terrible frío, empezaron a usar sencillos sacos de lana y faldas con pliegues de colores llamativos, ellas junto con los jóvenes se reunían los fines de semana en la boletería del teatro Lemarie, para mirar difusas películas en blanco y negro que solían proyectar, esperando con ansias ver actuar a las divas y galanes del cine extranjero. Muchos de los jóvenes se iniciaron en el ritual donde bailaban los perniciosos y escandalosos ritmos desconocidos del twist y del rock´n roll. En el momento en que Tulcán tuvo una carretera aceptable para el transporte, fueron apareciendo de a poco los primeros vehículos pesados de carga, unos enormes camiones tan grandes como una casa entera. Al mismo tiempo, se empezó a ver transitar por las angostas y castigadas calles, a los primeros buses de servicio urbano. También se formaron las empresas para el transporte interprovincial, fue así como iniciaron sus recorridos las unidades de las cooperativas Pullman Carchi y Centinela del Norte, en cuyos buses por lo general se embarcaban varias de las mujeres tulcaneñas, a las que las fueron conociendo y apodando como las “Cacharreras”, mujeres que se caracterizaban porque siempre vestían de negro. Ellas se encargaban de llevar mercadería variada desde Ipiales, ciudad colombiana limítrofe con Ecuador, hasta la capital, en donde las comerciantes llegaban tras doce horas de arduo, sacrificado y arriesgado viaje. Durante el recorrido no sólo debían sortear los peligros de la maltrecha carretera, sino que además se veían obligadas a enfrentarse a la vorágine de los aduaneros, quienes se apostaban en sitios estratégicos del camino, y ahí permanecían escondidos en sus escondrijos durante horas, disimulados entre la maleza, esperando pacientemente a que pasara el bus repleto de mercadería, con la intención perversa de confiscarla. Primero fueron los hombres quienes se iniciaron en el negocio; pero fueron derrotados tras sufrir saqueo tras saqueo por parte de las autoridades 13
aduaneras. Con el paso de los días, se encargaron las mujeres de tomar la posta, ellas poco a poco se fueron organizando y acompañando. No hubo un día en que no se produjeran enfrentamientos ni forcejeos con los vigilantes, los uniformados queriendo despojarles de la mercadería, en cambio las mujeres comerciantes defendían su único sustento. En los primeros días en que empezaron a suscitarse las grescas entre los aduaneros y las cacharreras, no pasaba de los habituales insultos e improperios, después poco a poco y ante la violencia que utilizaban los guardas, las cacharreras empezaron a enfrentárseles, se llegaban a tranzar a golpes y porrazos despiadados y las peleas a puño limpio se convertían en verdaderas guerras campales. Las valientes comerciantes daban dura batalla a los uniformados y en la mayoría de los enfrentamientos salían vencedoras. En los días posteriores, ningunos de los guardias quería encararlas, los agentes al verse en desventaja, debieron emplear armas de fuego, con disparos al aire, como una manera de amedrentarlas, sin embargo las osadas comerciantes no les demostraban miedo. “Ven enfréntate a puño si eres varoncito”. Los desafiaba la joven Maruja Carvajal mientras se quitaba la chalina y se arremangaba la blusa. Ninguno de los uniformados quería pasar vergüenza ni aceptaban la desafiante camorra belicosa. Es que Maruja Carvajal era una mujer de pueblo, valiente, forjada en las duras peleas que afrontaba para salir de la pobreza, buena gente, con un buen sentido del humor y por demás comedida. Sin embargo, cuando se levantaba malgeniada, ni el mismo demonio se le enfrentaba. En el momento en que arribaban las cacharreras hasta los potreros de El Tejar, el bullicio que se formaba en el incipiente mercado era tan ensordecedor como los bazares libaneses allá en Beirut. La feria empezó a ser de tal magnitud, que los habitantes del otro lado de La Plaza Grande, de los barrios de San Juan, de La Marín, de San Roque, de El Placer y de otros sitios aledaños, arribaban apresurados a las primeras horas de la mañana, llegaban llenos de curiosidad a comprar todo lo que las cacharreras llevaban para comercializar. Es que muchas de las cosas que vendían las comerciantes eran nuevas para los compradores metropolitanos. Se las veía a las comerciantes bajar bultos repletos con telas finas, docenas de pesados cartones atiborrados con elegantes zapatos, fundas rellenas de exuberantes caramelos de sabores nunca degustados por estos lares, cientos de frascos llenos de un exquisito y balsámico café puro, enormes botellones de cristal que contenían refinados licores, varias cajitas artesanales que traían finos chocolates, ollas 14
gigantes de aluminio en las que podían cocinar para más de cien comensales de una sola vez, centenas de cajetillas con delicados y perfumados cigarrillos con filtro, atados de hierbas medicinales y exóticas especies de diferentes aromas. Los quesos amasados y el típico pambazo hecho en horno de leña elaborados en Tulcán, eran casi arrebatados de las manos de las comerciantes. Llevaron por primera vez extraños artefactos de los cuales ninguno de los compradores sabían para qué servían y que después de varias demostraciones públicas, se enteraban que los llamaban molinos y que eran útiles para pulverizar; trigo, maíz, café y todo lo que pudieran moler sin tanto sacrificio. “Eso sí, tendrán cuidado con los dedos”. Les advertía doña Olga Bastidas antes de empacarlos en sus respectivas cajas. El comercio era tan rentable, que las comerciantes fundaron el Mercado Ipiales en el centro de Quito, en una extensión de más de cinco cuadras a la redonda, llegando hasta las inmediaciones del Palacio de Gobierno. Los habitantes de Tulcán, por lo general concurrían a divertirse en “La Gallera”, un pequeño coliseo, en donde cada tarde los dueños de las aves, llevaban gallos multicolores y hacían sus apuestas con los nuevos billetes de mil sucres. A este mismo lugar llegó a deleitar con sus sátiras políticas don Evaristo Albán, también se presentaron varios artistas, de los que sobresalió un joven guayaquileño llamado Julio Jaramillo, que con su voz delgada, tan fina como el filo de una navaja, que podía fácilmente destajar los corazones traicionados hasta convertirlos en ventrículos comprimidos. Con su voz atormentada y apenada, hizo llorar y suspirar melancólicamente a las trecientas personas que aquella fría noche de octubre fueron a escucharlo cantar. La gente se afligía con cada nota y por cada palabra de las canciones tristes. Ningún de los asistentes durante la función se movió de sus asientos y a gritos despechados y aguardentados, le pedían que cante todas las canciones de su repertorio una y otra vez. Julio Jaramillo fue complaciente con cada petición. Sólo dejó de cantar, el instante en que afuera se escuchó la detonación de un arma de fuego que había sido ejecutada por un sufrido amante que acababa de suicidarse, justo antes en que el fresco aire de las seis de la mañana se instalara en el ambiente. En este escenario también se daban peleas boxísticas, en donde los primeros gladiadores tulcaneños se molían a golpes sin importarles quienes fueran sus adversarios. Aquí, ninguna de las peleas anunciadas en la programación terminaba en los quince asaltos pactados, la pelea debía concluir hasta que uno de los dos púgiles cayera noqueado, sea de cansancio o por los furibundos golpes recibidos. Fue aquí en este coliseo 15
donde también algunos de los luchadores de la época, hicieron sus primeras piruetas, saltos, contorsiones, cabriolas y llaves maestras. Los enmascarados eran sacados en hombros del lugar como si hubieran sido toreros, después de haber dejado fuera de combate a los temibles contrincantes. En esa época, a esta ciudad aún no llegaba ninguna señal televisiva, los tres o cuatro televisores que compraron adinerados personajes de la ciudad y que venían instalados dentro de elegantes cajones de madera, en un principio debieron situarlos y arreglarlos como ornamento para la sala. “Esta caja es mágica”. Solía responder el abogado Ricardo Henríquez. Tratando de hacerse entender a quienes se atrevían a preguntarle sobre el uso del extraño e imponente aparato. __Algún día cada familia tendrá uno de estos artefactos en su casa. Profetizó el jurista. Y después de una pensativa pausa añadió: “La televisión unirá al mundo”. El legista, un tipo de mediana edad al que las canas ganaron terreno especialmente en sus patillas, dándole a su cabellera un particular aspecto de una raposa. No era tan robusto, más bien tenía las características propias de un ser rocoto, de piel macilenta posiblemente heredada de algún antepasado hindú. Tenía depositada en su sala un enorme televisor que permaneció apagado por más de cinco años, esperando impacientemente a que llegaran las imágenes de algún canal de televisión, sin embargo se enorgullecía de haber comprado el artilugio a buen precio a un libanés en la ciudad de Pasto. Hizo suya la costumbre que se convirtió con el paso del tiempo en un capricho, en que cada mañana, tarde y noche, por un lapso de diez minutos se daba a la tarea afanosa de prender el televisor, esperaba tranquilamente parado frente a la pesada caja con la esperanza de que hubiera llegado la señal televisiva. Cambiaba de lugar la antena que había puesto sobre el techo de la casa, movía una y otra vez la perilla de los canales, desplazaba con esfuerzo de un lado a otro el aparato, le daba golpecitos y al no obtener ninguna respuesta y después de un buen rato lo tenía que apagar; al saber que no aparecía ninguna imagen. La espera era continua y a veces enfadosa, inclusive llegó a sentir cierto remordimiento de haber comprado el artefacto. No volvió a prenderlo de nuevo, después de que tuvo que ausentarse durante más de una semana cuando fue nombrado como delegado de la Junta Cívica Popular y 16
debió viajar hasta Quito, donde junto con los cuatro miembros más, trataron inútilmente de que les dieran audiencia para hablar con el presidente Velasco Ibarra. Sólo él fue autorizado para hablar discretamente y en forma reservada con el Ministro José Talbot. A su regreso, el día domingo, el momento en que revisaba unos asuntos concernientes a la reunión que mantuvo en Quito, pasó por su sala y encendió el artefacto, esperó como siempre a que se calentara el televisor durante cinco minutos aproximadamente, tampoco esta vez sucedió nada, esta ocasión no lo apagó, ni tampoco se detuvo más del tiempo necesario, sino que prosiguió caminando alrededor de la sala y continuó leyendo los oficios que tenía entre sus manos. Por la atención que le dio a la nota, repasó una y otra vez el total del escrito, de pronto calló el sonido carrasposo y granizado que emitía el televisor, hubo un lapso de dos minutos en que la pantalla quedó negra totalmente, sin embargo de pronto emergieron unas voces y en ese mismo instante aparecieron las primeras imágenes en blanco y negro de un programa que se transmitía en vivo desde Bogotá. Al abogado se le paralizó el cuerpo e instintivamente se volteó a mirar el extraordinario acontecimiento y sin que se diera cuenta, le resbalaron algunas lágrimas de espera por su gruesa cara y después lloró en silencio, casi enseguida salió gritando emocionado. Así desvestido como estaba, pues sólo tenía puesto un largo calzoncillo y una camiseta blanca, fue a buscar a su madre a quien encontró en la cocina aderezando la carne para ponerla directamente en la hornilla, llamó insistentemente a su esposa y a sus cinco pequeños hijos. Ante el escándalo, los vecinos fueron llegando sin ser invitados, aparecieron con cualquier pretexto, muchos se asomaron en la puerta de la casa argumentando tener problemas legales. La noticia acerca del acontecimiento que acababa de suscitarse en la casa del abogado se regó en todas las direcciones, no tardaron en llegar familiares desde sitios alejados. El doctorcito se vio en la necesidad imperiosa de organizar a los presentes, tuvo que permitir la entrada y acomodarlos en la estrecha sala en grupos de ocho personas a la vez y con un lapso máximo de duración de diez fugaces minutos. Los curiosos salían a regañadientes; pero sin embargo iban tan maravillados que ninguno de los asistentes se acordó de ir a escuchar la misa dominical. En su casa que estaba ubicada en las inmediaciones del estadio Olímpico, a partir de las seis de la tarde, los curiosos poco a poco empezaban a agolparse, ubicándose estratégicamente cerca de la ventana que quedaba hacia la calle para hacer guardia, esperando el momento en que la empleada tenía que ir a prender el aparato. Llegado el momento indicado en que empezaba la transmisión, se subían hasta la ventana sin 17
pedir permiso y allí permanecían dándose modos para mirar las primeras novelas que transmitía el canal colombiano. El abogado tuvo que sellar el ventanal y después de dos días, ordenó a la empleada a que tapara toda rendija de la lumbrera, pues ya no podía ver en paz los programas de televisión, puesto que el bullicio que hacían los curiosos al pelearse por su turno; llegó a niveles alarmantes. Ya no había intimidad y se había tornado molestoso regresar a mirar hacia la calle, porque ahí estaban los fisgones agrupados sacando las cabezas, tratando de mirar la novela. Las familias tulcaneñas jamás tuvieron problema en alojar en sus casas a los forasteros que no tenían en donde pernoctar, les brindaban generosamente y sin cobrarles ni un centavo; comida y hospedaje. Al día siguiente les proveían de un avío para que pudieran continuar con su recorrido. Todo cambió y ya nadie abrió las puertas de sus casas a ningún necesitado, desde aquella noche torrencialmente lluviosa, en la que se podía ver claramente como los relámpagos a fuego trizaba por un instante el cielo. Don Juvenal Cuasés, un tipo que toda la vida se la pasó atendiendo en su tienda que estaba situada en la misma casa donde vivía junto con su esposa, doña Carlota Cevallos y sus dos hijos escolares, se disponían a disfrutar de la merienda cuando sintieron a través del rumor del aguacero que alguien golpeaba insistentemente la puerta de la entrada, don Juvenal se levantó y acercándose al portón preguntó: __ ¿Quién es? __Me llamo Rosalino y necesito que me den posada. Lo dijo con un acento extraño. Se trataba de un hombre negro, de aspecto cetrino, traía cargado a su espalda un costalillo que sonaba metálicamente a cada paso que daba, sus blanquísimos dientes de marfil estaban separados por medio de un amplio diastema, que le partió en dos su perfecta dentadura, esto permitía que su risa saliera con fuerza a través del fuelle formado entre sus dientes. Por la enorme canaleta del diastema, resoplaban sus palabras de su jerga de los zafreros. Sus ojos cansados blanquearon cuando pasó por el oscuro zaguán. Era alto y enjuto, un extraño que nadie supo de donde apareció ni para dónde se dirigía; estaba empapado, tiritaba de mala manera, antes de que fuera invitado a sentarse a la mesa, le alcanzaron una toalla para que se secara la cabeza, la cara y sus manos. El negro se sentó al lado izquierdo junto con el hijo menor de la pareja. El niño se asustó al verlo, pues nunca había visto una persona de esa raza. “No te preocupes, 18
también es hijo de Dios”. Le dijo su madre, __mientras su padre se aprestaba a realizar su acostumbrada oración__ Los miembros de la familia se persignaron para agradecer por los alimentos recibidos ese día, el negro dejó a un lado el costalillo que traía consigo el cual golpeó el piso de madera y por fin dejó de traquetear. Solamente cerró los ojos, no se persignó ni rezó como el resto de los comensales, únicamente esperó con ansias el instante para empezar a comer. Doña Carlota les había servido un plato que contenía una sopa de fideo bien caliente y una taza con agua de panela con quesillo recién acabada de sacar de la hornilla, en la que todavía se podían ver como saltaban los últimos borbotones. La comida caliente le apaciguó al negro casi totalmente el entumecimiento que padecía. Al momento en que terminaron de merendar, doña Carlota le indicó al invitado, el cuarto donde debía dormir. Notó que no alcanzaría a recostarse en ninguna de las dos camas que tenía dispuestas para la ocasión, puesto que cuando el extraño se acostó, le quedaron colgando los pies y parte de sus piernas, entonces decidieron junto con su esposo, acomodarle un viejo colchón de cabuya. “Si siente frío, ahí hay más cobijas”. Le hizo saber doña Carlota, antes de apagar la luz del cuarto. El peregrino con su extraña jerga de las zafras, le pidió que no le pusiera candado por fuera, que él saldría antes de que amaneciera, hizo una mueca de agradecimiento, acomodó su costalillo del que salió un golpe tintineante y se dispuso a dormir. Deben haber sido los primeros minutos de la media noche, el momento en que el negro se levantó, sin duda estuvo despierto un buen rato, porque sus ojos ya estaba acostumbrados a la oscuridad, se puso sin problema alguno sus botas de caucho, agarró el costalillo de donde sacó un machete, de esos que usan para la zafra, se levantó, empujó la puerta de madera sin hacer ruido y salió del cuarto. Afuera seguía lloviendo a gota gruesa, sin embargo desde hace un buen rato los fogonazos de los relámpagos habían dejado de estremecer el cielo, eso no importó para que se dirigiera hacia la habitación en donde dormía don Juvenal con su esposa y sus dos hijos. No tuvo ningún inconveniente para entrar al aposento y empezara a asestar perturbados e incontrolados machetazos a cada uno de los que ahí dormían. Nadie tuvo tiempo para gritar ni para pedir auxilio, todo ocurrió tan de prisa que ninguno de sus vecinos prendió la luz para cerciorarse de lo que estaba sucediendo en la casa contigua. Después de asesinar a la familia completa, el negro prendió un cigarrillo sin filtro que encontró en el bolsillo de la camisa de don Juvenal y cuando terminó, regresó hasta el cuarto donde había dormido, cogió el costalillo y 19
metió ahí el machete esparcido de sangre, además de algunas pocas cosas de valor que encontró mientras rebuscaba en la habitación. Abrió el portón de madera; aunque el frío era insoportable, se acomodó el extraño sombrero de paja así como un poncho de lana del difunto y salió caminando despacio con dirección hacia el parque Ayora. Nunca más se supo del homicida. Al siguiente día encontraron los cuerpos de la familia, estaban tan pálidos que parecían figuritas de cera; los había colgado de los pies y degollado. Fue tanta la sangre encharcada, que quien encontró los cadáveres, hundió sus zapatos en los charcos sangrantes alcanzando a mojar la lengüeta y los cordones de sus gruesas botas de cuero. Desde el día del hallazgo, nadie volvió a dar posada a ningún desconocido. Atrancaban las puertas a las cinco de la tarde y empezaron a dormir con la luz prendida, dejaron de escuchar las radionovelas por el miedo que éstas les causaban. Las familias que habían tenido a algún forastero durmiendo en su casa, los sacaban a empellones en medio de golpes e insultos. Otros errantes fueron denunciados a la policía, porque los dueños de las casas que les proporcionaron un cuarto donde pasar la noche, cayeron en cuenta de que les hacía falta objetos de valor, aunque sabían de antemano que los habían perdido días atrás; sin embargo ahora tenían a quien culpar. En Tulcán y en los alrededores, comenzaron a desaparecer de a poco los matrimonios por conveniencia, dejaron de ser los padres de los adolescentes, quienes arreglaran su casamiento. Muchas veces los hijos llegaron a enterarse que se iban a casar, un mes antes de la fecha señalada, justo en el momento en que acudían a confesarse y de paso iban a conocer a la novia. Todo fue cambiando de a poco, ahora los novios se casaban por amor. En estas tierras, la mayoría de los hombres y mujeres jóvenes eran vírgenes y al pecado sólo se lo conocía a través de los terribles pasajes bíblicos y en los enunciados sacramentales que profería el obispo Clemente De la Vega, quien daba la misa en latín y dando la espalda a los feligreses. __Peccatum est opera diaboli *El pecado es obra del diablo Lo dijo sin titubeos el día lunes, al inicio de la Semana Santa en un latín repasado, sin que ninguno de los presentes que permanecían a esa hora 20
escuchando la misa de las siete de la noche, en la iglesia La Catedral, entendiera una tan sola palabra del extraño idioma, todos, menos la joven Isabel Portilla, quien era una rara analfabeta, pues lo único que podía leer perfectamente y sin vacilaciones, eran las páginas del misal que estaban escritas en latín. Ella asistía a la iglesia vestida con un elegante traje largo, de un negro absoluto, llevaba siempre el mismo abrigo de piel, guantes de seda negros y solía taparse la cara con un velo de tul del mismo color. Las veces que iba a escuchar la misa, comulgaba, aunque nunca se la vio que se confesara. Era de las primeras personas en llegar a la iglesia, se solía sentar siempre en la primera fila y en el mismo sitio, a lado derecho del atrio, junto a la columna de mármol jaspeado. Después de terminada la misa, aún se quedaba un rato arrodillada, como penitente, golpeándose el pecho remisamente y era la última en marcharse. Nunca se la vio acompañada con nadie, aunque las murmuraciones de las pocas personas que la veían pasar, eran de la más variada y elucubraban varios chismes sobre su comportamiento, no obstante ninguna de ellas logró acertar. Ni tampoco nadie supo cuáles eran sus pecados que tanto la mortificaban. Después de escuchar la misa, la joven Isabel se dirigía rumbo a su casa a seguir cuidando de su madre. Doña Beatriz estaba completamente sorda desde hace cuatro años atrás, quien yacía postrada en una cama tan pequeña como un catre de niño. Su madre permanecía todo el día en una habitación a la que le cubrieron totalmente la ventana, porque de repente le empezó a molestar y a irritar la presencia de la luz. Quien la cuidaba se vio obligada a taparle todas las ranuras por donde solía colarse la luz solar. Apenas la insuficiente reverberación de una media docena de velas, que cada día le colocaban al pie de una serie de estampas y de figuras de santos, alumbraban con pesadez aquel cuarto frío donde pasaba. Cierto día, cuando la empleada fue a prender los acostumbrados cirios, notó que el cuerpo de doña Beatriz permanecía suspendido a medio metro sobre la cama, tenía agarrado entre sus manos un crucifijo y un escapulario. En el instante en que la empleada salió asustada en medio de la oscuridad, el cuerpo de la ermitaña descendió lentamente y se posó de nuevo en la cama. Había fallecido minutos antes de las seis de la mañana, exactamente después de que los gallos dejaron de cantar, anunciando el inicio del nuevo día; justo antes de que aparecieran las primeras luces del alba. La última persona que la vio con vida fue su hija Isabel, quien acudió a cambiarle de bata y a hacerle sus trenzas. El momento en que la dejó lista, doña Beatriz le dijo con su voz opaca: __Te cuidas. Sólo eso le dijo antes de morir, sin embargo el momento en que acudió a avisar de su 21
deceso al resto de sus hermanos, a su regreso ya no encontraron el cuerpo. Desapareció llevándose el escapulario y un crucifijo de madera. En la Semana Santa, al finalizar la ceremonia eclesiástica, cada una de las familias se dirigía a sus respectivas casas en total silencio, dado que durante esta semana, nada estaba permitido y todo era considerado como pecado, ninguna persona podía salir a trabajar, no debía bañarse, ni reírse, ni siquiera les era autorizado hablar en voz alta, tan solo podían conversar al oído entre susurros siempre y cuando no se trataran de chismes. Lo único que permitía la iglesia, era ayunar el día lunes, ir a escuchar la misa y dedicarse a rezar durante toda la semana, debido a que todo lo que realizaba el hombre durante esta semana, era considerado pernicioso. Salvo el día Viernes Santo, en que las mujeres tenían autorización divina para ponerse a cocinar la fanesca. En aquel mes de abril de mil novecientos setenta y uno, coincidieron las fiestas de Tulcán, con las de la Semana Santa y con el retiro de mi padre José Félix, de las filas del ejército, se separaba con el grado de sargento, después de que permaneció más de diecisiete años al servicio castrense. El lunes diez, después de haber finalizado la semana mayor, amaneció completamente nublado, puesto que la noche anterior se caracterizó por ser una noche de luna tierna, la densa neblina no desaparecería sino a media mañana, aunque el frío se quedó estacionado durante todo el día. Se pudo observar que en los postes de madera plantados en cada esquina, así como los pocos cables eléctricos que cruzaban por las dos vías principales de la ciudad, tenían impregnados filamentos de hielo, las puertas y ventanas de las calles de vez en cuando crujían lamentándose por la baja temperatura, las calles empedradas continuaban mojadas con la escarcha que se incrustó durante la madrugada, el humo y el aroma del pambazo y del pan de maíz recién acabado de salir del horno de leña de las tres o cuatro panaderías que había en el pueblo, junto con el embebedor y enigmático olor del café acabado de ser colado en la chuspa, inundaba por completo el entumecido ambiente, esto permitió que desde las primeras luces del alba, empezaran a despertar uno a uno los vecinos de los barrios aledaños. Ese día aunque mi hermano Milton debía participar en una comparsa desde las diez de la mañana, se levantó temprano como de costumbre, lo hizo antes de las seis y media de la mañana, creo que no pudo conciliar el sueño, porque a cada momento se levantaba a ver la hora en el reloj con números fluorescentes que mi padre tenía puesto sobre el velador. Apenas las primeras luces de la mañana empezaron a escabullirse por entre las hendiduras de la puerta, 22
y ya corrió a coger la espada de los feroces romanos que debía representar horas más tarde. Brincó, se lo vio peleando con su propia sombra, se metió debajo de la cama, la cual había convertido en su escondite secreto, se la pasó haciendo maromas de ataque y defensa. Sin cansarse aún, después de cruentas luchas imaginarias, continuó haciendo cabriolas espectaculares, nos descobijó e intentó degollarnos con su juguete y desafió a su temible sombra que la proyectaba el único foco de la habitación donde dormitábamos toda la familia. Salió en medio del frío hasta el patio, aquí se subió al lavadero y siguió blandiendo la espada con una agilidad increíble. Persiguió a los enemigos imaginarios a los cuales los venció después de que casi muere defendiendo a sus amigos de combate. Al rato pateó la puerta, forcejeó contra verdaderos monstruos quienes no permitían que se metiera en la habitación en donde estábamos aún durmiendo el resto de los mortales. Mi madre Elvita, que recién había terminado de preparar el jugo para vender en su puesto del mercado, lo envió a bañarse en el grifo de la lavandería, pues no había en la casa que arrendábamos; ni ducha ni agua caliente. Sin soltar la espada plástica, se fue apenas en calzoncillos hacia la lavandería, no sin antes continuar rodando, brincando y haciendo piruetas rimbombantes. Ya metido en el grifo de agua fría, repasaba la temible mirada de los combatientes romanos. Después de bañarse, empezó a arreglar su traje negro con filos dorados de soldado romano, se probó una vez más el casco y enfiló desafiante la espada de juguete. Todo el ensayo lo hizo una y varias veces, previas al desfile alegórico que las escuelas y colegios debían realizar ese día en conmemoración a la cantonización de Tulcán. Al final de cuentas, cuando mi mamá Elvita terminó de peinar y engalanar a mi hermano y éste se vio puesto su traje negro propio de los temidos soldados romanos, en el espejo que mi papá utilizaba para afeitarse, empezó a llorar de manera desconsolada; manifestando: “Parezco una niña con este vestido” y ya no quiso saber nada del traje ni de la comparsa, sin embargo mi papá José Félix, tuvo que llevarlo a la fuerza, casi a rastras, hasta la puerta de la escuela Cristóbal Colón, ya estando allí, de a poco se fue calmando cuando vio a varios de sus compañeros escondidos, quienes apenas sacaban la cabeza de su escondrijo vestidos todos ellos, como mujercitas. Ya por la tarde, después de que terminó el desfile que realizaron todas las instituciones educativas del cantón, empezaron a circular ciertos comentarios sobre un impuesto que afectaría a los habitantes de Tulcán. “Sólo son rumores”. Manifestó el gobernador Moisés Fierro, cuando acudieron a preguntarle acerca de las habladurías que circulaban cada vez 23
con más fuerza. Quien se encargó de propagar el rumor, fue don Absalón Rodríguez, que trabajaba en un cargo burocrático de segundo nivel dentro de la Intendencia de Policía. Por la mañana, don Tobías Obando quien era la persona encargada de entregar los telegramas, llegó apresurado en su bicicleta negra, a dejar un sobre en la que estaba impresa la palabra: Urgente. Después de que lo leyó el intendente y en una conversación que mantuvieron los burócratas de la oficina, les manifestó que había cierta posibilidad de que iban a cobrar una taza extra de un sucre a los ciudadanos que debían cruzar el puente de Rumichaca. __Total son dos, uno a la ida y otro al regreso: Les acababa de indicar el intendente a sus interlocutores. Antes de disolverse la charla, el intendente les recomendó: “Que la noticia no salga de esta oficina”. Fue demasiada tarde la advertencia, porque una hora después, en todo Tulcán corría el chisme y todo empezó a desarrollarse con cierta intranquilidad, debido a que los rumores sobre el impuesto eran cada vez más evidentes. En la primera semana de mayo de 1971, el presidente Velasco Ibarra firmó el Decreto Presidencial en el que contemplaba cobrar a toda persona que cruzara por el puente Internacional de Rumichaca la cantidad de un sucre. La mañana en que se conoció el contenido de dicha ordenanza por medio de las noticias que difundió la mañana del doce de mayo don Fausto Almeida a través de su emisora Ondas Carchenses. El comunicador hizo una pausa larga y manifestó: “Tengo que comunicarles una mala noticia que nos afectará a todos los ciudadanos tulcaneños e ipialeños”. Luego de un breve mutismo añadió: “Desde la próxima semana quienes debemos cruzar el Puente de Rumichaca para ir a Ipiales y viceversa, deberemos pagar un sucre a la ida y uno si queremos regresar”. Todo quedó en silencio dentro del estudio, al rato se escuchó un fuerte golpe de puño que caía pesadamente sobre el escritorio. Finalizó su enérgica intervención diciendo: “¿Cómo es posible que nos hagan esto?”. Ese día, apenas don Fausto terminó de dar las noticias antes de las ocho y media de la mañana, ya los grupos de izquierda, tanto comunista como socialista, encabezados por Osvaldo Rosero y Galo Benavides, hicieron un vehemente y fuerte llamado al pueblo de Tulcán para organizarse. Acomodaron un parlante en un automóvil Chevrolet 64 del que era dueño don Aníbal Erazo y salieron a perifonear por las estrechas calles empedradas, incitando a la población a levantarse ante tal impuesto. En un principio fueron pocas las personas que acudieron al llamado de la 24
convocatoria, los pocos que llegaron, se reunieron en las afueras del municipio, que por aquellos días estaba funcionando en las oficinas del edificio Episcopal, debido a que estaba en construcción el nuevo edifico municipal. Sin embargo poco a poco, durante tres días seguidos se fueron congregando más y más personas, para protestar ante el grave atropello por parte del gobierno del presidente José María Velasco Ibarra. En los días siguientes se llegó a conocer que dicho impuesto, no iría en beneficio de la ciudad, ni mucho menos de la provincia del Carchi, sino que supuestamente servirían para financiar las obras de alcantarillado de la ciudad de Guayaquil. Todo esto orquestado por el tétrico Ministro de Gobierno, un descendiente catalán de apellido Talbot, a quien lo conocían como El Tigre, éste fue el hecho que más enfureció a los habitantes de Tulcán. La situación fue complicándose cada día y el descontento de los tulcaneños se fue acrecentando, es que las autoridades locales trataron de congraciarse con el dictador y no hicieron absolutamente nada para que no fuera aplicada este absurdo impuesto. Fueron las diferentes asociaciones quienes lograron conformar la Junta Cívica Popular. Los miembros de la Junta Cívica Popular, antes de tomar la decisión de cerrar todas las vías de acceso a la ciudad, esperaron con impaciencia tener conocimiento acerca del resultado del diálogo que supuestamente se iba a dar entre el alcalde junto con el prefecto y el autoritario Velasco Ibarra en la ciudad de San Gabriel; sin embargo ningún personero de los mandos medios escucharon los planteamientos y fueron vanas las peticiones que ambas autoridades civiles llevaron a exponerlas. Las pocas personas que se encontraban en el teatro Municipal, al principio se les rieron en la cara y luego trataron de agredirlos, el más alterado era el sombrío Ministro de Gobierno José Talbot, al ver que la situación empeoraba frente a la resistencia de los tulcaneños. Debió ser por la rabia acumulada, que al funcionario se le encresparon las cerdas de su bigote, así como los gruesos y desparramados vellos canosos de su cuello, frunció el entrecejo y la piel de su rostro se le arrugó de tal manera, que pareció por un instante que se le había encogido su cara. Su mandíbula empezó a trepidar al tener que masticar las groseras blasfemias reprimidas, sus ojos achinados así como la piel blanquecina de sus manos y rostro se enrojecieron. Una baba espesa y verduzca parecido a un gargajo, le apareció entre sus labios, esto le ocasionó que apenas pudiera pronunciar cuatro barbaridades inentendibles. Estaba trastornado, pues estaba en juego el negociado que había planificado minuciosamente con anterioridad y pensó aprovecharse de la candidez y amabilidad de la gente tulcaneña. 25
En los últimos meses se lo veía caminar por los pasillos de Carondelet, pensativo y cada cierto tiempo esbozaba una sonrisa sardónica, mojigata y cómplice, pues supuso, estando del todo confiado, que el dinero recaudado por el desquiciado e inescrupuloso impuesto de dos sucres que quería recaudar; iría a sus bolsillos. Los dos funcionarios locales se quedaron parados en la entrada del teatro, estaban pálidos como figuras de cera que empezaban a derretirse, el sudor que les apareció mayoritariamente en la frente, les goteaba abundantemente, mojando el cuello de sus camisas, así como una vasta parte del sobaco. Ni el pañuelo que utilizaron para secarse; les sirvió de mucho. El prefecto agarraba nerviosamente entre sus manos un oficio que tenía un membrete oficial de la Prefectura del Carchi y que llevaba registradas con tinta azul, unas contadas firmas y reforzadas por varias manchas opacas de tinta negra de huellas dactilares de algunos conciudadanos, debido a que la mayoría de los ciudadanos tulcaneños era analfabeta y no sabían firmar. El documento en mención debían leerlo frente al presidente; pero debieron entregarlo a uno de los asistentes presidenciales ante el menosprecio del dictador. Cuando el papel llegó a sus delgadas y largas manos de ave carroñera, este ni siquiera lo leyó, apenas lo cogió con desdén, enseguida lo arrugó y lo arrojó de manera exasperada hacia un tarro de basura que estaba ubicado a un lado de la mesa donde se encontraba dirigiendo la reunión junto a los miembros más cercanos y de confianza de su gabinete y la presencia de algunos carchenses adulones y traidores de su pueblo. Ni el prefecto, así como el alcalde, nada pudieron hacer ante la tozudez de un presidente autoritario y perturbado. Resultó que el dictador, ni siquiera tomó en cuenta a las autoridades carchenses y de un insulto los mandó sacando del interior del teatro Municipal. __ ¿Qué carajo vienen hacer aquí, par de sinvergüenzas? Se los dijo, mientras blandía su funesto dedo inquisidor. Tanto el alcalde, así como el prefecto ni siquiera levantaron a verlo a los ojos y agachados salieron del teatro, debiendo subirse atropelladamente al jeep que los había llevado hasta San Gabriel. En el momento en que regresaron a Tulcán, a eso de las cuatro de la tarde, se instalaron en uno de los balcones del edificio de la gobernación y con sus discursos llenos de verborrea y de mentiras que las fueron elucubraron durante el viaje de regreso, dieron a conocer por medio de tibias arengas, que por la mañana 26
tuvieron un enfrentamiento verbal con el presidente, que ellos de manera valiente y arriesgada habían reprochado la actitud roñosa de Velasco Ibarra y que además le hicieron saber la manera vil de como estaba tratando a la provincia. Que ambos habían arriesgado en lo más absoluto: su cargo y su pellejo, para finalizar con su mentirosa alocución, señalaron que al presidente lo pusieron en el lugar que se merecía. Que sin embargo estaban en desacuerdo con el paro que se avecinaba, porque estaba siendo liderado por los comunistas y socialistas. Todo eso dijeron las perniciosas e indignas autoridades y antes de que concluyan con la sarta de falsedades, recomendaron con sangre fría no oponer resistencia a las fuerzas militares y policiales que estaban por arribar a la ciudad. La gente que había acudido a escucharlos, no les creyeron, en cambio empezaron a abuchearlos y a tildarlos de traidores. __Abajo este par de hijueputas. Gritó uno de los presentes con su voz que pasó retumbando la ventisca helada que hacía a esa hora. __Abajo. Gritaron el resto de ciudadanos, con un grito espontáneo y enardecido, __Abajo el dictador. Alzó su voz Jaime Pozo, con una fuerza corajuda que después demostraría en las competencias ciclísticas, al ganar la vuelta al Ecuador por cuatro ocasiones. __Abajo. Dijeron todos los presentes, permitiendo que el aire gélido del parque pasara bramando por un instante. __No, por favor no le digan así al señor presidente. Eso les manifestó el alcalde Ignacio San Brano y añadió: __El señor presidente merece nuestro respeto. Lo dijo con una voz adulona que rebasó aún más la paciencia de los presentes que acudieron para enterarse lo que pasó en la reunión con el tirano. Eso fue lo último que se le escuchó decir, porque la espontánea silbatina ensordeció lo que decía, la rechifla fue tan escandalosa que traspasó las gruesas paredes de la casona. Las muecas de su cara y los ademanes que hacía con sus manitas blancas y bien cuidadas, delató que siguió gesticulando algunas palabras más, hasta que se vio obligado a entrar a la carrera hasta una de las oficinas. La gente empezó a golpear con fuerza el portón de madera de la vieja edificación donde funcionaba la Gobernación, tratando de ingresar para ultrajarlos a quienes los 27
consideraron como conjurados. Tres individuos lograron subir arriesgadamente hasta el balcón; pero ya la puerta estaba cerrada con llave por dentro, entonces intentaron subir por el techo, no obstante las tejas se cuartearon, empezando a ceder y a resquebrajarse; los tres osados ciudadanos debieron bajar saltando hacia la acera desde una altura de más de tres metros. Las autoridades se escaparon con la ayuda de los dueños de las casas aledañas y ya no se supo de ellos. Sólo tres días después se enteraron que tanto el alcalde Ignacio San Brano como el prefecto Wilfrido Estrella, así como el gobernador Moisés Fierro, al ver que la situación daba muestras de agravio y no se avizoraba una solución en el menor tiempo, salieron huyendo lo antes posible de la ciudad para irse a autoexiliar a la ciudad colombiana de Ipiales. Al anochecer, cuando se disponía a cruzar la frontera, Ignacio San Brano, el alcalde pérfido, estaba arropado con un pesado abrigo de casimir que había pertenecido a su abuelo, encubierto se embarcó en un macizo automotor marca GMC, que no poseía ventanas laterales ni posteriores. Era de un extraño color verde, que a la escasa luz de la luna le daba un toque taciturno, un automotor parecido a los carros que servían para transportarnos hacia la ciudad de Ipiales. El instante en que prendió la linterna, la escueta luminosidad encandiló el interior, en donde se pudo observar una fila de asientos cubiertos con un grueso cuero café, que estaban ocupados por su esposa y sus dos pequeños hijos. La parte trasera estaba atiborrada de maletas y baúles de varios tamaños. __Pásame la biblia y el escapulario. Se lo pidió a su esposa, fue más bien una orden. Y añadió: “Debemos ir rezando durante todo el trayecto. Ignacio San Brano, un joven de piel blanca y granosa de gallo criollo recién pelado, con una cabellera lacia cobriza heredada de su abuelo manaba, un montaraz de cepa, quien había sido traído a combatir junto con los Montoneros Alfaristas, en las guerras entre conservadores y liberales. Minutos antes de emprender el forzado y presuroso viaje, se puso a llorar disimuladamente. __Cuídame al perro. Le recomendó a la sirvienta. Y añadió: __Si no vuelvo cuando se calmen las cosas, es porque he muerto de pena. Y puso una cara lastimera. La empleada intentó darle un abrazo de despedida; pero el alcalde la detuvo. “Anda a atrancar la puerta, no vaya a hacer que se entren a robar esos comunistas”. Se lo advirtió y se sentó al lado del chofer. La lúgubre 28
noche casi sin luna, indicaba que era perfecta para escapar, exhaló un último suspiro, éste fue tan profundo que el vapor que expulsó, empañó el pequeño parabrisas del vehículo. Salieron sigilosamente por la parte trasera de su casa que estaba ubicada frente al parque Ayora. Se lo notaba nervioso. Prendió con cierta dificultad un cigarrillo, sin embargo su chofer le dijo que la incandescencia del tabaco podía delatarlo, así que realizó una bocanada más y tuvo que apagarlo. Días antes de que la Junta Cívica Popular declarara a la provincia en rebeldía, se lo apreciaba apesadumbrado, de muy mal humor, trató en vano de ser conciliador entre el gobierno y la Junta Cívica Popular. Se molestaba sin razón aparente, su voz se le apagaba aún más. En el momento en que alguien tachaba al presidente Velasco Ibarra como dictador, solía defenderlo contestando: “No diga eso compañerito, él es el presidente de la república y necesita del respeto de todos los ciudadanos”. Sin duda lo que más le intranquilizaba era el hecho de que podía quedarse sin el cargo de alcalde y eso lo deprimió tanto, que pasó con una terrible diarrea los días en que duró la revuelta popular. Casi a las mismas horas, pero en diferente sitio, partió Wilfrido Estrella, el prefecto aleve, se marchó huyendo montado en un caballo tan desconsolado como el mismo, al jamelgo le costaba transitar, pues el equino no estaba acostumbrado a que lo obligaran a caminar con la montura puesta. El prefecto trató de hacerlo correr aplicándole las espuelas que traía puestas en sus botas de cazador, debido a que tenía que pasar por la casa de sus padres antes de la media noche, sin embargo el caballo se rehusó siquiera a aligerar el paso. Tomaron rumbo a Urbina, no se perdieron en la oscuridad de la noche, puesto que el resto de la caballeriza conocía el camino y podían llegar al sitio indicado aún estando con los ojos vendados. Iba acompañado de unos veinte conservadores, todos ellos empleados de la prefectura quienes huían ante el temor de que se iniciara cuanto antes la anunciada guerra civil. Debieron sitiar por el camino acostumbrado en medio de una ventisca helada. En algún despejado y cuando la luna lo permitía, se podía observar claramente el resoplo que hacían los caballos por sus narices. Se internaron por potreros que tenían la hierba tan alta, que les dificultaba avanzar normalmente, cruzaron el pequeño puente de madera para atravesar el río Chana, se dieron cuenta que estaban cerca de llegar al Campo de Aviación, el momento en que los atrapó y envolvió un fuerte olor a majada de marrano, no tuvieron la menor duda de que se encontraban pasando junto a las chancheras de El Rosal, continuaron subiendo por las laderas pedregosas 29
del lugar, atravesaron de manera furtiva algunos barrizales, anduvieron escondidos en medio de sembríos de papas y enormes trigales. A lo largo del trayecto los persiguieron varios perros que no paraban de ladrar, los mismos que se encontraban nerviosos ante la presencia de la extraña muchedumbre. Pasaron cerca de Chapués a donde llegaron a su encuentro algunos de sus familiares, aquí se detuvieron apenas el tiempo suficiente para bajar a orinar y continuaron la marcha acompañados de un fuerte olor a flores de Floripondio, a nabos y a maleza. La insistente llovizna que los acompañó desde hace una hora, se empeñó en empapar los ponchos y pantalones de quienes cabalgaban, de las largas crines de los cansados caballos chorreaba el agua lluvia y las herraduras de sus cascos chocaban con los pedruscos haciéndolos resonar; cada piedra parecía tener un sonido diferente. Arribaron a Urbina pasada la media noche, llegaron a casa de sus familiares quienes estaban al tanto de la avanzada del tropel después de que la cabalgata pasó por La Calle Larga. No salieron afuera a esperarlo, debido a que estaban acalorados, pues sus padres y hermanos lo estuvieron esperando alrededor del fogón de una tulpa desde la tarde. El destello inquieto de la llama de una vela lo delató, en el preciso instante en que cruzó por la puerta de la estrecha cocina. La reverberación de las llamas de la leña que colocaron a un lado de la hornilla, transformó el semblante de sus caras. Las ollas y la paila de bronce permanecían humeantes, debían tener caliente la abundante comida que le prepararon. El prefecto se encontraba mojado, acalambrado y tenía entumecidos sus pies, sus nalgas permanecían adormecidas, pues el largo viaje hizo mella en su físico, así como en el resto de los furtivos acompañantes. Quienes se encontraban abrigándose alrededor del fogón se pararon y dieron paso para que pudieran sentarse los recién llegados. El prefecto se puso a calentar sus manos que casi no las sentía; acercándolas a la fogata. Su madre Dioselina le sirvió un plato que tenía el borde despostillado, éste contenía porciones de papas, habas, mellocos, había una presa de cuy y en otra tazona le puso un caldo de gallina con la presa que le gustaba desde niño. Era tanta la comida que le sirvió que hubiera calmado el hambre de tres personas. En cambio él sólo pudo comer una papa y sorbió apenas algo del caldo de gallina. “No tengo hambre” se lo dijo a su madre, que seguía repartiendo la comida al resto de comensales. Lo dijo con encogimiento, parecía enfermo, pues no había comido muy bien desde que se enteró que la revuelta era inevitable y temía truncar su carrera política.
30
__No te preocupes. Le dijo su madre. Y agregó: __Ya le pedí el favor a la virgen de Las Lajas. Y lo persignó No se quedó a dormir, a pesar de los ruegos de sus padres, prefirió seguir avanzando hacia el otro lado de la frontera. Llegaron a Ipiales, su destino de autoexilio, a casa de un amigo conservador, cuando la luz de la mañana empezaba a cernirse por las fisuras de las puertas y ventanas y el quiquiriqueo de los gallos que en un principio lo tomaron en cuenta; pronto pasó desapercibido. Desde esa misma mañana fueron acogidos por miembros del partido conservador colombiano, quienes los ampararon, los hospedaron en buenas camas, les proporcionaron abundante comida y les brindaron numerosas botellas de licor. Sin perder tiempo, antes del medio día, las autoridades de Tulcán y de la provincia del Carchi, se encontraron en el parque La Pola, se dieron un fuerte abrazo, de esos abrazos que se dan cuando dos amigos que se ven a los tiempos; pero en su caso apenas desde la tarde anterior dejaron de verse. Les floreció una sonrisa cómplice. Empezaron a mantener reuniones en el Teatro El Cid con los dirigentes del partido conservador colombiano y ecuatoriano, con el único objetivo de saber cómo poder mantenerse en sus cargos, Mandaban emisarios para que hablaran con el obispo y con los militares aduciendo que ellos nada tenían que ver con el paro y que todo había sido tramado con anterioridad por los comunistas y socialistas. Mandaron a sus mujeres para que hablaran con el obispo argumentando que ellos eran fervientes creyentes de Dios por ser conservadores de cepa. “Haré lo que esté a mi alcance para que ellos regresen a sus cargos”. Casi se los juró el obispo Clemente de la Vega. Como finalmente sucedió. La tarde del día anterior, en que las autoridades huyeron por las casas aledañas a la Gobernación después de sus últimos discursos, la gente indignada se quedó esperando respuestas en los alrededores del Parque de La Independencia y entrada la noche se dirigieron hacia el edificio del Sindicato de Choferes, pues llegaron a conocer sobre la negativa de dar una solución definitiva al problema fronterizo. Los acuerdos que se tomaron dentro de las reuniones fueron totalmente de consenso popular. Las intervenciones eran cada vez más vehementes, apasionadas, utópicas, combativas e incendiarias. Durante su elocución, don Miguel Delgado Fierro, siendo presidente del Sindicato de Choferes Profesionales “Ecuador”, leyó el manifiesto que hizo la Junta Cívica Popular. De repente el bullicio de la gente, se apagó, dejando a la sala de sesiones en un silencio absoluto y quienes se encontraban fumando, que eran la gran mayoría, fueron uno a uno pisoteando los cigarrillos, apagándolos de 31
inmediato, aunque la espesa humareda que estaba encerrada era ya insoportable y había empezado a impregnarse en la blancas paredes del salón de actos. Antes de dar a conocer la resolución, don Miguel manifestó: “Esto tendrá que escuchar el dictador y sus secuaces”. Lo exclamó de manera enérgica y amenazante. Entre los presentes hubo delegaciones venidas desde diferentes partes de la provincia del Carchi, quienes se sumaron al paro provincial, se encontraban sentados junto a varios coterráneos de la ciudad colombiana de Ipiales, debido a que estos también veían afectados sus intereses por la medida tomada por el falaz presidente Velasco Ibarra. Los ánimos de los participantes empezaron a caldearse, pues se encontraban hartos y cansados de tanta injusticia e indiferencia por parte de las autoridades locales y nacionales. Antes de culminar la sesión que se extendió hasta cerca de la una de la mañana, el sopor rondaba insistentemente por los pasillos del edificio, esto hizo que varios de los asistentes empezaran a cabecear y a acomodarse en las sillas para dormir. La mayoría de los presentes necesitaron de apenas de una sola chispa para explotar y así mismo sucedió el momento en el cual don Miguel Delgado Fierro, terminó de leer la resolución y culminó su intervención con una expresión que hizo enardecer los ánimos de los presentes y sería esta frase distintiva, que se convertiría en el lema de la sublevación. Al término de su elocuente y altisonante disertación, manifestó de manera enérgica con su voz áspera y recia: __ ¡Con el Carchi no se juega carajo! Lo declaró casi gritando y todos aplaudieron efusivamente. En el momento en que se dio por finalizada la reunión, los presentes alzaron los brazos indicando sus puños como muestra de valor, todos gritaron a rabiar y al unísono: “¡Con el Carchi no se juega carajo!”. Salieron desafiantes a las calles. Desde esa noche y las noches siguientes, las reuniones se daban en este mismo edificio, al que empezaron a llamarlo como el Cuartel de la Rebeldía Carchense, a este lugar llegaban los ciudadanos a reunirse con los miembros de las fuerzas vivas a enterarse de las últimas resoluciones y a respaldar el inminente paro provincial que se aproximaba. En las noches siguientes, al término de dichas convenciones, que generalmente duraban hasta la madrugada, todos prendían las antorchas que solían llevar y empezaban a marchar cantando un estribillo que decía: 32
“Abajo, abajo el loco, el loco asesino, Un impuesto nos quieres imponer, El pueblo se levanta contra ti, cretino, De la sangre y la infamia, se sabrá reponer, Hoy, mañana y siempre te decimos con desparpajo Que con el Carchi no se juega, carajo.” Generalmente por la madrugada salían de ahí con dirección a la Unión de las Dos Calles, luego bajaban por la calle Sucre hasta llegar al Parque Ayora, daban la vuelta al mismo, tomaban la calle Bolívar y enseguida subían hasta llegar nuevamente al edificio de donde salieron. A quién más se lo escuchaba era la agreste, ronca e inconfundible voz del Garullas, se lo escuchaba cantar con cierta nitidez a pesar de gritar contra el viento. Su estentóreo bramido de toro semental, contagiaba a rebelarse contra el tirano, a pesar del aire frío de la madrugada. El Garullas, un joven desgarbado, alto y de un cuerpo delgado, de mirada inquieta y mandíbula partida, típicas de los galanes de cine, quien además tenía la apariencia exacta de un gitano puro, poseía en su pecho tanto vello junto, que se le fue convirtiendo en coraza impenetrable, de manos callosas, tiesas y curtidas, de dedos escuálidos y uñas gruesas, merecidamente ostentaba tener entre sus piernas un miembro viril tan grande como una manguera de cañería de un motor 8V y con una potencia de varios caballos de fuerza. Era conocido por muchas mujeres de aquella época, como el más grande y fenomenal amante que haya nacido por estos lugares. En los días posteriores se salvó de caer prisionero gracias a su temible dotación sexual. Al verse acorralado por tres soldados armados, él se enfrentó con los militares a quien les dijo: “¿Con que son más varones que yo?”. Y se abrió el pretil del pantalón, de donde se desbordó, como si tuviera vida propia, su descomunal miembro asnal, con una medida superior de más de treinta y cinco centímetros, que quedó colgado como un péndulo de campana mayor. Los soldados agacharon la cabeza; aceptando su derrota. El Garullas, siendo joven, se propuso arrancar un vello púbico, como un trofeo carnal, a cada amante que cayera entre sus redes, en apenas dos años, reunió tanta vellosidad, que logró apiñarlos en una colosal madeja, en el ovillo había tanta pelambre de todas las texturas, tamaños y colores, que pensó en tejerlo; pero estaba tan enmarañado, que hubiera significado una pérdida de tiempo. 33
Tenía el ímpetu y la fuerza de un caballo en brío, las docenas de mujeres que estuvieron con él en la intimidad, aseguraban que el Garullas, en su momento más álgido y puro del estado erótico, se desbocaba y no había ni las amarras, ni la cama capaz de resistir su embate lujurioso. Los alaridos copulares de las féminas, se los podía escuchar en las casas aledañas, sus extensos gritos histéricos y enajenados traspasaban las gruesas paredes de adobe y se metían con furia y descaradamente bajo las cobijas de las camas de las viejas beatas, de las mismas mantas con que se tapaban sus oídos para no sufrir las agonías desquiciadas de las amantes excitadas. Los gemidos y las súplicas estentóreas y concupiscentes se las escuchaba a cualquier hora del día o de la noche. Y se desvanecían en medio de rezos y oraciones de los vecinos, quienes se la pasaban rogando para que se callaran de una vez por todas para poder dormir. Los más acérrimos curiosos, montaban guardia en las afueras de lugar donde había pasado el Garullas, lo hacían con la morbosidad de saber con quien había pasado la noche libidinosa y con la única intención de señalar a la amante con el dedo acusador hasta convertir el momento libidinoso en la comidilla de la semana. Al conocer por medio de chismes y conjeturas sobre la inminente paralización de las actividades que iba a sufrir la ciudad, el obispo Clemente de la Vega, en su homilía dominical, amenazó con excomulgar a los líderes de la revuelta. __Ni siquiera lo intenten. Lo dijo amenazante, con su voz delicada y sacramentada. Nadie le hizo caso, salvo algunos conservadores adulones. Al día siguiente, los manifestantes empezaron a reunirse en las inmediaciones del parque de la Independencia, eran más de trecientas las personas que llegaron a protestar, algunos ciudadanos se dieron a la tarea de ir a quemar llantas y a poner barricadas en sitios estratégicos de la ciudad. En las marchas se podía encontrar a gente de toda condición social. Alzaron la voz de protesta: las cacharreras, los choferes del transporte interprovincial, los artesanos, las tejedoras de sacos, chalinas, ponchos y cobijas de lana, los vendedores de baratijas que recorrían las calles, los armeros, los declamadores tristes, los mecánicos, los pintores, los poetas locos, la asociación de costureras y sastres, los zapateros, los carpinteros, la asociación de vendedores del Mercado Central, los taxistas y camioneros, los betuneros, los peluqueros, los abogados y tinterillos, los feligreses del Santuario de la Virgen de La Paz, la asociación de estibadores del Mercado 34
San Miguel, los cambistas de moneda, los médicos y enfermeras del hospital Luis G. Dávila, los profesores y estudiantes, los ex combatientes de la guerra del cuarenta y uno. También se la vio en las marchas, a una hermosa mujer, a quien la apodaban como la Sardina, ella apareció vestida con un suéter de color rosa y unos detalles amarillos tejidos a mano. La estrecha prenda le ceñía su dorso de doncella, sin que le ajustase sus redondos y frutales senos impúdicos, el saco le combinaba con un pantalón rojo muy ajustado, llevaba puestas unas botas negras de taco alto; esto hacía que sus nalgas sobresalgan más de lo debido y permitido. Con su andar frugal, delicado, cimbreante y sensual que dejaba alucinando a los hombres que la veían caminar por las calles céntricas de la ciudad. Era dueña de una mirada que derretía a quien se atrevía a verle a sus ojos, de manos dulces de violinista, por lo general sus largas uñas las pintaba del mismo color de la ropa. Una mujer guapa de no más de veintiocho años de edad, de piel nacarada, tersa y con la textura nívea de un ángel apenado. De mirada triste, con sus ojasos de color negro, tan oscuros como profundos, de esos ojos que jamás habían llorado, ni siquiera derramaron lágrimas la tarde en que su joven madre la dejaba al cuidado de las monjas en un orfanato de paredes blancas y pequeñas ventanas cercada con barrotes de penitenciaría, una casona amurallada con gruesos tapiales y cuatro atalayas ubicadas en cada esquina. De aquí logró escapar premonitoriamente la noche en que de seguro hubiese sido violada en conjunto con algunas compañeritas más. Con aires de estricta y escrupulosa, poseía además modales refinados aprendidos en las altas esferas. Tan educada, que quien la trataba, se sentía opacado por el sinnúmero y variedad de conocimientos que poseía. Nadie supo su verdadero nombre, ni ella mismo lo sabía con certeza, apenas recordaba que solían llamarla con un sencillo Meche, aunque después que llegó al orfanato sus traviesas y mustias amigas la motejaron como Muñeca y cuando entró a trabajar en el primer cabaret, a sabiendas de que no lo hacía por necesidad de dinero, sino porque disfrutaba viendo las caras de placer, los gemidos y la lujuria marcada en los rostros de los hombres. Adquirió su nombre de oficio y desde ese día le gustó que la llamaran Sardina. Hablaba de manera pausada con su peculiar acento peregrino, durante los primeros meses, después de que apareció por aquí, nadie entendía lo que pronunciaba, es que hablaba de corrido con un lenguaje sin vicios gramaticales. Nadie se atrevía a tocarla o a faltarle el respeto. Caminaba demostrando una coquetería tal, que los hombres que la miraron las pocas veces que se la vio por la calle, quedaron pasmados, suspirando durante el resto de sus días. Nunca nadie la vio llegar a 35
Tulcán, sólo apareció cierto día y se quedó a vivir para siempre en estas tierras frías. __Me gusta la lluvia. Acostumbraba decir a quién le preguntaba el por qué había escogido vivir aquí. Y añadía: __Me fascina el olor de los geranios. Ejercía la prostitución; pero lo hacía de una manera totalmente diferente al resto de mujeres que lo forjaron a través de la historia de la humanidad. Juró con la respetuosa e irrestricta manera de una confesión, que jamás ningún cliente llegó a la cama con ella, que sólo estuvo en la intimidad y se entregó al placer y secretos de la vida con un amor que juró regresar y que aún esperaba tras nueve años de larga ausencia. Ya en su oficio, la Sardina tenía la magia de llevar a los hombres rendidos a sus pies hasta su habitación, los hacía sentar en un diván de madera de cedro, forrado con cuero rojo que tenía impregnado el raro olor de la lujuria. La hermosa mujer se iba quitando sutilmente lo necesario sin llegar completamente a desnudarse, el resto dejaba a la imaginación lasciva del cliente. Ponía un disco de acetato en la bien cuidada vitrola, que contenía una extraña música de cuerdas y vientos, apagaba el foco luminoso de la habitación y prendía la lámpara que estaba sobre su velador, al instante empezaba a bailar eróticas y desconocidas danzas traídas desde el Medio Oriente. Mientras seguía oyéndose la música, ella continuaba con su espectáculo sensual, se iba quitando metódicamente cada uno los siete velos y contorneaba la cintura, los senos y sus prominentes nalgas, de una manera voluptuosa y divina, se iba acercando suavemente hacia el azorado cliente deteniéndose apenas lo suficiente como para que el sufrido macho, le alcanzara a topar levemente un pliegue del último velo de seda negra que llevaba puesto. Antes de llegar a convulsionarlo y para finalizar con este martirio carnal que sufría el aludido, daba la vuelta al disco de setenta y ocho revoluciones y terminaba su actuación casi desnuda, apenas ataviada con unas diminutas flores colocadas deliciosamente sobre sus partes íntimas. Se sentaba en sus piernas y no dejaba de hablarles en el oído con maliciosa dulzura, lo que ocasionaba que el cuerpo de los hombres fueran derritiéndose y quedaban jadeando y embriagados en medio del desenfreno y el desquicio. La sensual sesión finalmente terminaba, cuando ella se acercaba hasta su presa agónica y segundos antes de que cayeran en un rigor mortis, les regalaba un beso en la mejilla. Con toda ésta serie de bailes sicalípticos y encantos afrodisiacos, el cliente se encontraba extasiando y terminaba por eyacular sobre su mano, en medio del suplicio de gemidos delirantes. 36
__ ¿Está satisfecho mi amor? Solía preguntárselo con su delicada voz apasionada a quien estuviera cautivo en su habitación. Ninguno de los hombres protestó y todos salían tan hechizados y enamorados que se peleaban por volver a pasar un rato más con ella. La mañana de la convocatoria para salir a protestar, ella llegó acompañada de ocho bellas puticas colombianas más, quienes trabajaban en el burdel distinguido de su propiedad, para marchar juntas y apoyar la decisión de la Junta Cívica Popular. Todas salieron de manera voluntaria a colaborar con las marchas que convocaron los dirigentes, ellas asistieron argumentando que verían mermar sus ingresos, es que las damas del placer debían cruzar el puente fronterizo de Rumichaca dos veces en el día, o inclusive realizaban hasta cuatro viajes desde Ipiales, cuando tenían que realizar trabajos extras. Estuvieron marchando y protestando hasta cerca de la una de la tarde. “Nos vamos temprano porque debemos trabajar antes de que se vaya la luz”. Dijo la Sardina con su acento original. Y agregó: “Vayan a visitarnos mis amores, que mañana estaremos temprano en el parque para seguir con la protesta”. Así lo dijo, con ese hablado tan misterioso y sensual a un grupo de hombres que se comprometieron en ir a acompañarlas hasta su burdel que quedaba frente al estadio Olímpico. En cambio cientos de manifestantes se dirigieron al sur de la ciudad y llegaron hasta el sector de Las Juntas. Aquí los ánimos empezaron a enardecerse y a tornarse cada vez más violentos, quienes participaban de las manifestaciones tumbaron enormes y gruesos árboles de eucalipto y los atravesaron en la vía, impidiendo el paso de cualquier vehículo o carreta, otros se dedicaron a quemar llantas y desde esa noche, ya nadie pudo entrar o salir de Tulcán. El calor de las llamas de las llantas sirvió para apaciguar el tenaz frío que empezó a calar en los huesos a esas horas nocturnas. Con la densa noche recién instalada y el aparecimiento de una tenue llovizna, llegó hasta ahí un jeep Willys militar, trayendo seis uniformados, sólo uno de ellos iba armado, el resto cargaba sus respectivos toletes y portaban cuatro bombas lacrimógenas cada uno de ellos. __Deben irse para sus casas. Lo manifestó el sargento Alipio Chunez, a través de un megáfono como si fuera una orden. Ninguno de los aireados manifestantes dijo nada, sin embargo todos se arremolinaron violentamente alrededor del vehículo y lo fueron moviendo 37
como si se tratase de un objeto sencillo, lo zarandearon cada vez con más fuerza, hasta que se produjo dentro del jeep una marejada que cada vez fue tornándose más violenta. En medio de ese funesto vaivén se pudo observar como el carro militar empezó a traquetear, de pronto aparecieron varios rechinamientos y rozamientos agudos que provenían desde algunas piezas del automotor, dando muestras elocuentes y claras de que el vehículo empezaba a flaquear y a partirse. Antes de que el jeep verde oliva cayera en pedazos y quedase convertido en un simple cachivache sin valor, se oyó una ráfaga de tiros provenientes de la ametralladora que tenía el sargento Chunez, el mismo que se encontraba sentado en el asiento del lado de la puerta derecha. Los curiosos se hicieron a un lado, todos ellos espantados, debido a que jamás habían escuchado una semejante detonación continua de una ametralladora. De esta manera, los ocupantes del vehículo militar pudieron escapar, sin embargo en su huida quedaron esparcidos en la carretera uno de los faros, la llanta de emergencia, uno de los limpiaparabrisas estaba partido, el otro había desaparecido. El tubo de escape iba colgado, lo que produjo que un sonido chirriante apareciera debajo del vehículo y delatara su vetustez. El parabrisas apenas iba sujetado por un par de tornillos e iba ladeándose hacia el lado izquierdo. Uno de los presentes, Libardo Nazate, y que era propietario de un bus de transporte público aseguró diciendo: “El carro empezó a atrancarse, debe haber sido porque el carburador estaba flojo”. E hizo una mueca levantando los párpados y con una sonrisa picante dio muestra de su satisfacción. A pesar de que debe haber sido cerca de las ocho de la noche y el ambiente entumecedor era cada vez más martirizante y penetrante, casi ninguno de los que salieron a la manifestación se había ido para sus casas; todos seguían protestando. A esa hora, la mayoría de los participantes empezaron a beber aguardiente, las botellas se las podía contar por docenas, algunas personas que se adelantaron a la algazara, se encontraban borrachitos, y ya varios de ellos permanecían acostados a los dos lados la vía, dando la engañadora impresión de que hubiera sucedido una masacre. Los envalentonados borrachines de vez en cuando se incorporaban para lanzar al aire improperios inentendibles y levantaban su puño; sin duda eran muestras de apoyo a la manifestación. De pronto aparecieron dos camiones llenos de militares, esta vez los miembros de la tropa venían armados con fusiles FAL, desde antes de llegar al lugar donde se encontraban dispersos los manifestantes, uno de los oficiales dio la orden y los soldados empezaron a disparar al aire y a lanzar bombas 38
lacrimógenas. Fueron tantas bombas lanzadas, que aún después de haber pasado más de tres horas de lo sucedido, todavía se percibía el inconfundible olor agresivo a pimienta y ají. En la madrugada por fin los uniformados pudieron despejar la salida sur de Tulcán, con el saldo de quince personas heridas con fuertes contusiones, diez de los borrachitos habían sido pisoteados por la marea que escapaba de las balas y de los gases, dos señoras histéricas aún permanecían maldiciendo a los soldados. Se pudo observar a tres conscriptos a quienes tuvieron que curarlos de espanto, de la misma manera como me sabía curar don Ramón cada vez que me espantaba: con aguardiente, cigarrillos sin filtro y ramas de marco y ortiga. A la mañana siguiente, la policía en un principio se dedicó a resguardar los pocos edificios y casonas de entidades públicas, esto permitió que las calles se convirtieran en un espacio de encuentro para juegos y concentraciones pacíficas; pero con el paso de las horas se fueron agudizando las condiciones del paro. La ciudad se encontraba sitiada, las primeras rocas y árboles tan gruesos, que para abrazarlos se necesitaba de cuatro hombres, obstaculizaban el puente de Rumichaca, los buses y colectivos taponaron la entrada sur, las camionetas hicieron lo mismo con las salidas hacia Chapués y a Chapuel. Y el caos se instauró. En el momento en que el ministro José Talbot entró a su oficina que quedaba al frente del despacho presidencial, conmovido al saber que la situación se complicaba con el paso de las horas, sus tres asesores, todos ellos guayacos, vestidos con ternos solemnes, permanecían callados. Lo esperaban junto a los jefes policiales y militares, quienes se encontraban anonadados y sorprendidos ante la obstinación y perseverancia de los carchenses, especialmente de los tulcaneños en continuar irremediablemente con el paro provincial. Los informes que le entregaron, llevaban a la conclusión de que el uso de la fuerza conllevaría a un derramamiento de sangre, sin embargo no le prestó mayor atención. Al cabo de varias discusiones tomaron la apresurada decisión de manera unánime de decretar el toque de queda. La orden era que nadie podía salir de sus casas a partir de las cinco de la tarde hasta las primeras horas del alba, que ningún vehículo podría circular por ninguna de las calles, aunque esto no fue necesario debido a que la única gasolinera de don Iván Landázuri, se encontraba desabastecida. Tampoco estaba permitido reunirse más de tres personas en cualquier sitio público y quien no acatara ésta disposición sería detenido de inmediato. El funesto ministro José Talbot con su mente malévola, sugirió cortar la energía eléctrica y el 39
suministro del agua potable. “Debemos tratarlos peor que a animales” Lo dijo con su voz atormentada. Y agregó: “Los quiero ver arrodillados”. Lanzó una sonrisita entre abrumada y pícara, que se fue convirtiendo de a poco en azarosa y despiadada. Sólo él se rió, el resto de los presentes apenas mostraron sus dientes. Bruscamente se puso serio, logró sobarse las cerdas canosas de sus patillas, y repasó varias veces su tupida chiva con sus dedos amarillentos de gallinazo. __Es una orden directa. Les recordó a los jefes policiales y militares. Y salió apresurado de su oficina del Palacio de Gobierno que olía a una mezcla fatal e inconfundible de humedad, licor, flatulencia y corrupción. Ningún ciudadano estaba autorizado para salir de sus casas. “Salvo podrán asistir a misa el domingo”. Lo manifestó el jefe de la policía acantonada en Tulcán, quien por la tarde recibió la orden proveniente de la capital. Sin embargo la totalidad de los pobladores desoyeron la disposición y salían de sus casas para enfrentarse contra los miembros de la policía, quienes por varias ocasiones intentaron retomar la calma de la ciudad. Cerca de las diez de la noche del día veintiuno de mayo, los militares irrumpieron en las instalaciones de la radio “Ondas Carchenses”, impidiendo que las transmisiones salieran al aire y obligando a don Fausto Almeida, su propietario, a abandonar bajo amenazas, la estación radial. __Tú eres uno de los que está alentando esta revuelta. Se lo dijo el capitán Cárdenas quien estaba al mando de la operación. __Yo sólo cumplo con mi deber de informar. Manifestó el radiodifusor. Fausto Almeida, era un hombre alto, corpulento como escultura medieval, bonachón, de buen sentido del humor, mujeriego, poseedor de una voz profunda con la sonoridad clara del bronce puro, además su voz briosa tenía los giros, el timbre, los sonidos, el color, así como la vibración de las cuerdas y la expulsión del aire propia de los caballos sementales. Una voz potente que pasaba fragmentando el aire frío desde las cuatro de la mañana y se metía con las ondas de su radio por cada rincón de las casas, el momento preciso en que iniciaba con su programación. A eso de las cinco y media de la mañana empezaba a golpear con su pesada mano su escritorio, indicando a los estudiantes que debían comenzar a alistarse para ir a clases. Las noticias las hacía tan amenas que hasta las malas nuevas eran agradables escucharlas narrar. Sin embargo desde esa noche nadie pudo oír las noticias, ni las presentaciones en vivo de artistas que con su música deleitaban a la ávida audiencia noctámbula. Tampoco tuvo 40
cabida la presentación enigmática del Gran Magakán que por medio de su estación radiofónica, podía hipnotizar a los radioescuchas. La programación entera se apagó durante las dos semanas siguientes. El silencio se hizo presente. El descontento fue acrecentándose y se instaló la desobediencia civil total. Los militares deben haber cortado la energía eléctrica, porque toda la ciudad, desde esa noche y en las siguientes quedó en tinieblas. Merendábamos encandilados con la luz de una vela y mi madre nos asustaba contándonos las historias de la tétrica “Mariangula” y de la carne que ella despostó de algunos cadáveres para convertirlos en trozos de fritada que los clientes degustaban en su local del centro de la capital, o historias lagrimosas como la de Charles Kanes, un muchacho estadounidense que apenas presentaba los rasgos biológicos y sicológicos de un adolescente, que se vio obligado por las circunstancias extremas, a robar alimentos para dar de comer a sus cinco hermanos menores y a su madre enferma que había sucumbido violentamente al contagio de la tisis y que se la pasaba tosiendo y vomitando esputos sanguinolentos, con una fiebre tan alta que la fue consumiendo hasta marchitarle sus labios y envejeciendo su piel, llegándola a convertir en una anciana prematura. El joven Charles, una noche de febrero mató accidentalmente al dueño de un local, quien después de haberlo descubierto robando, no quiso entender el por qué lo hacía y en un forcejeo entre ambos, se escuchó una detonación que destrozaba el corazón del dueño del local. __Nunca he disparado un arma. Lo repitió tantas veces en el juicio, que pasó a ser una frase sin valor. Y antes de cumplir la mayoría de edad fue sentenciado a la pena capital y moriría carbonizado sentado en la silla eléctrica. O nos asustaba con tantos otros relatos fantasmagóricos que nos provocaba sudoraciones en la frente y en la espalda, con ese escalofrío que nos iba acalambrando el cuerpo y nuestro cabello se erizaba al momento en que mi madre Elvita alzaba su voz para acentuar el miedo. En cambio mi padre José Félix a partir de las ocho de la noche, prendía su radio marca Sanyo que funcionaba con cuatro pilas, era un transistor de cuatro bandas. En medio de la oscuridad, con ayuda de su linterna, sintonizaba la emisora quiteña Radio Espejo, para escuchar las famosas radionovelas de la época. Así fuimos creciendo con las historias de “Porfirio Cadena, el ojo de vidrio”, de “El sargento Morgan contra Drácula”. Y de tantas otras que se fueron metiendo en nuestros sueños. Aunque ni ésta emisora, ni ninguna otra frecuencia del país jamás emitió alguna noticia de los 41
acontecimientos que estaban suscitándose aquí en Tulcán. Fueron dos o tres las radios colombianas las únicas que informaban sobre los sucesos que estaban pasando aquí. Después de escuchar la misa de las siete de la noche, se citó al pueblo a una desobediencia civil que daría inicio desde las primeras horas del siguiente día, los manifestantes se fueron agrupando en el Parque de la Independencia y no demoraron en rebelarse contra este malintencionado abuso. En Tulcán, ese día el cielo amaneció tapizado con un extenso azul profundo, no hacía frío, el sol empezó a alumbrar modestamente desde muy temprano, aunque se presentó con unos débiles resplandores solares que apenas entibiaron el ambiente, tratando tímidamente de meterse en las casas para calentar y avivar los rincones opacos de las habitaciones. El agua acumulada en los charcos, así como las gruesas gotas de rocío que cayeron desde la madrugada, comenzaron a evaporarse vertiginosamente y se instaló un vaho tibio y traslúcido que fue convirtiéndose en una espesa nube, aunque después no cayó una tan sola gota de lluvia durante el resto del día. Esa mañana estuvo tranquila, eso lo recuerdo muy bien, las clases habían sido suspendidas desde el día viernes hasta nueva orden por parte de las autoridades de educación. Por ese motivo mis dos hermanas y mi hermano Milton no tuvimos que madrugar para ir a la escuela y juntos decidimos quedarnos conversando en la cama hasta que nuestra madre Elvita nos llamó a tomar una taza con agua de canela bien caliente para tratar de mitigar el hambre y el frío que empezaba a desaparecer a esa hora de la mañana. Ya antes de las diez de la mañana, los tulcaneños, se fueron aglutinando en los bajos del edificio del Sindicato de Choferes, que pasó a llamarse como El Cuartel de la Rebeldía Carchense. Hubo tanta gente que no cupieron en el salón de actos y se vieron obligados a permanecer de pie en la esquina de las dos calles adyacentes a la institución. El resto de personas que no pudieron ingresar al auditorio debieron quedarse escuchando las intervenciones de los líderes de la revuelta a través de un altoparlante que instalaron a última hora en las afueras de la casona. Participaron con sus discursos, gente del partido Socialista, del partido Comunista y uno que otro miembro del partido Liberal. A ninguno de los dirigentes del partido Conservador, ni del Velasquismo se lo vio siquiera merodeando cerca de ahí. Era del conocimiento general que las autoridades que huyeron a Ipiales no apoyaban la idea del paro provincial,
42
por considerar que detrás de estas maniobras estaban los socialistas y comunistas. El día siguiente, la señora Enriqueta Montenegro, perdió a su marido, convirtiéndose en la primera víctima de la revuelta. Su esposo Víctor Jácome era un cacharrero que se dedicaba a traer mercadería de contrabando desde la ciudad colombiana de Pasto, en cambio su hijo Gilberto se encargaba de llevarla desde Tulcán hasta el naciente mercado de El Tejar, en el centro de Quito. Don Víctor, el segundo día de protestas violentas, regresaba cargando fundas de caramelos, pesadas cajas de café y diferentes botellas de licor desde la ciudad de Pasto, traía la mercadería puesta en una carreta de su propiedad; tirada por un caballo triste. El viaje tuvo varios inconvenientes, por eso se demoró en llegar. Las muestras de cansancio se presentaron en el jamelgo, así que debió pedir posada en una casa cerca de Pupiales, lo raro fue que durante todos los años que realizó el mismo recorrido, nunca se había fijado en aquella choza de barro y paja que se hallaba totalmente descuidada; la encontró situada detrás de unos árboles de eucalipto. A pesar de sentirse extrañado, acudió guiándose a través de una tenue luz reverberante que salía proyectada desde la cabaña arruinada, se acercó a pedir de favor que le permitieran quedarse a dormir por un par de horas, hasta que el equino recobrase las fuerzas. __Buenas noches. Gritó dos o tres veces y antes de que volviera a saludar; le abrieron la puerta. __Siga. Eso fue lo único que escuchó pronunciar durante el resto que duró su estancia. __Necesito dormir. Lo suplicó Quien le abrió la puerta le indicó con su dedo índice izquierdo, donde debía acostarse y a la luz de una vela de cebo, pudo observar que allí habitaban dos hermanos más. De un momento a otro, uno de ellos agarró una calabaza, la peló, la picó y la puso a cocinar en el fogón que estaba encendido, sólo le echó sal y espero cerca de diez minutos, al rato colocó el contenido cocido en un plato de barro y se puso a comer sin convidar a ninguno de los presentes. Lo mismo hizo uno a uno de los hermanos. Cada quien se sentó alejado del resto mientras comían; ninguno de los tres hermanos pronunció una palabra y permanecieron agachados sin levantar la cabeza mientras saboreaban el calabacín. Cada hermano comió su potaje y ninguno fue capaz de convidarle un poco de aquel potaje espeso. 43
Don Víctor se despertó cerca de las dos de la mañana, afuera de la lúgubre y extraña choza se podía observar una claridad de luna llena, se levantó y empezó de manera apresurada a cargar las cajas en la carreta del caballo, con el objetivo de reiniciar el viaje de regreso. Quiso pagarles por el hospedaje; sin embargo ninguno de ellos se encontraba en la casucha abandonada. Los llamó insistentemente; pero nadie le contestó. La piel se le erizó el instante en que el caballo apesadumbrado, ese alazán de paso lento, comenzó a babear y a resoplar de manera desesperada por las ventanas de su nariz. Cuando llegó a la frontera aún estaba oscuro, apenas las siluetas de él y de su carreta las reflejaban finamente los destellos de la luna llena. Se dirigía por la vía estropeada que conducía subrepticiamente hasta la Planta de la Luz, luego tomó un paso clandestino para poder cruzar la frontera. La madrugada debe haber estado más fría que de costumbre, porque no pudo agarrar las albardas del caballo para dirigirlo debido a que tenía las manos entumecidas, a pesar de que las tenía metidas por debajo de su poncho tratando de mantenerlas abrigadas. Las pocas veces que se vio obligado a sacar las manos, fue para coger las riendas del alazán al momento en que este se perdía del camino. Ya estando cerca de Tulcán, apenas pudo divisar el lumbre de una estrella ermitaña. La madrugada le trajo recuerdos de los cuentos que solían contarle sus tías y especialmente su madre. Sintió temor. Presintió o más bien creyó escuchar cerca de una mata de chilca, la risa misteriosa del duende, debiendo acelerar el paso por un buen instante. Prendió un cigarrillo sin filtro y esta vez estuvo seguro que vio detrás de unos matorrales la figura maléfica de la viuda del monte. Se acomodó el poncho, tratando de protegerse del frío lo mejor posible, acarició las crines de su rocín, sin embargo éste continuó caminando con la cabeza gacha, acompañado de su tristeza habitual. Luego de pasar por medio de duendes y cucos, a lo lejos logró divisar las siluetas de algunas casitas y minutos más tarde pudo observar los árboles centenarios del Parque Ayora. Al fin pudo esbozar una mueca de alivio. Don Víctor se acomodó para ir a orinar, pues el porfiado frío y el intransigente susto; así lo dispusieron. Al rato continuó con su recorrido, antes de llegar al cementerio lo interceptaron cuatro policías. __A dónde vas. Le preguntó el jefe. __Llegando a mi casa. Le contestó don Víctor
44
__ ¿No sabes que está prohibido andar a estas horas de la madrugada? Le dijo y de inmediato le hizo otra pregunta ¿No sabes que está decretado el toque de queda? Repicó el policía un poco molesto. __No mi jefe, no lo sabía. Lo dijo con su voz apagada por el frío. Es que don Víctor no tenía conocimiento que el levantamiento popular se había vuelto violento, pues se encontraba en la ciudad de Pasto, comprando la mercadería desde hacía una semana atrás. Ante la orden impartida por el sargento, los tres policías rasos cercaron el caballo y detuvieron a don Víctor, llevándolo detenido a la antigua cárcel que quedaba atrás del municipio, al costado del Parque de la Independencia. En el trayecto, mientras era conducido a la prisión, fueron desaparecieron las cajas llenas de mercadería. Al final, tampoco apareció el caballo melancólico ni su carreta. Don Víctor debió salir al día siguiente; pero no lo liberaron, afuera las fuertes manifestaciones y enfrentamientos que libraban los ciudadanos contra los uniformados, hizo que ningún apresado sea puesto en libertad. El detenido pasó todo el día encerrado en una celda tan pequeña que apenas podían caber diez personas, sin embargo a medio día permanecían arrestados más de treinta manifestantes. Los detenidos se encontraban tan apretujados que algunos de los ellos fueron desmayándose, no obstante, se mantenían parados sin poder desplomarse tal como sucede cuando las personas se desvanecen, pues no había espacio para caerse al piso. Se cree que se equivocaron con don Víctor, deben haberse confundido de persona, porque lo sacaron a empellones de la celda, lo vejaron delante del resto de presos y lo llevaron hasta el patio, lo tenían en dorso desnudo y descalzo, sin importarles en lo más mínimo el atroz frío que hacía en ese momento. __ ¿Con qué este es el papá de ese comunista? Recriminó alzando la voz el jefe de la policía. __Si, mi capitán. Contestó el raso Deben haberlo torturado tanto y despiadadamente, porque sus gritos pedían misericordia sin que nadie pudiera auxiliarlo. El cuerpo del infortunado presentaba hematomas por todo su cuerpo, los golpes cobardes estaban dispersos por cada parte de su cuerpo, inclusive se podían observar claramente como trece profundos tajos magullaron su piel. Debieron haberlo desnudado totalmente para masacrarlo, porque su 45
ropa estaba intacta cuando entregaron el cuerpo a su esposa doña Enriqueta Montenegro. El segundo de sus hijos, llamado Tarquino, moriría dos años después en un confuso acontecimiento, pues lo arrestaron por no presentar ningún documento en una batida que realizaron los uniformados, en el parte policial se inventaron, indicando que él actuó bajo los efectos del alcohol e intentó agredir a puños a varios miembros de la institución policial. Su madre supo que algo le sucedió a su hijo, el momento en que este se le apareció en el sueño; lo hizo para despedirse. “No te preocupes, voy en el camino correcto”. Se lo dijo mirándola a los ojos. Y la figura de su hijo desaparecía en un extraño destello de luz. Sólo ahí pudo despertarse, estaba nerviosa presintiendo algo que sólo las madres pueden entenderlo. El momento en que se volteó para el lado de la ventana, cayó en cuenta que ya era de mañana. Después de unos cinco minutos, es decir a eso de las seis de la mañana, se presentó un cabo de la policía, iba acompañado de dos policías rasos, para indicarle que su hijo, desgraciadamente se había quitado la vida. El cabo le supo manifestar que el cuerpo de su hijo Tarquino apareció pendiendo y balanceando desde una viga, que ellos no entendían como había hecho para darse modos y subir a una altura de cuatro metros, escalando una pared completamente lisa, logrando atar un saco de lana al puntal y luego a su cuello, sin que los policías que hacían las habituales rondas, ni ninguno de los seis compañeros de celda que esa noche permanecían detenidos; pudieran escuchar nada. __No me diga más. Se lo dijo segura de si misma. Y añadió: __Yo sé lo que le hicieron a mi hijo. En cambio, el primero de sus hijos de nombre Gilberto, fue la única persona que se salvo de morir milagrosamente mientras viajaba llevando mercadería que debía entregar en El Tejar en el centro de Quito, ese día se embarcó en el bus de la cooperativa Pullman Carchi, de don Leovigildo Martínez, que después de seis horas de viaje, se accidentaría en el sector de Duendes y fue él, quien estando extremadamente golpeado, trepó por el agreste despeñadero durante toda la noche, cuando culminó el espectacular ascenso, tuvo que caminar más de dieciocho kilómetros antes de lograr dar aviso del mortal siniestro que sufrió el bus. La situación empezó a empeorar en la ciudad, tres días antes de que los militares decretaran en estado de sitio. El Gran Magakán, quien apenas llevaba menos de seis meses de haber llegado y fascinando con sus 46
espectaculares e increíbles presentaciones, mandó a que quitaran el cartel que estaba colocado en la esquina del parque, en el que se anunciaba los grandilocuentes shows que él realizaría durante toda la semana. En la pancarta anunciaba con palabras escritas en letras de colores fluorescentes, en el cual se notificaba: Magakán, el magnífico, Hará trucos de magia impensados. Se elevará más de veinte centímetros del piso. Convertirá a una mujer en serpiente. Hipnotizará a más de veinte asistentes de una vez. Y lo más espectacular. ¡Desafiará a la muerte! Era un acto en el que se arriesgaba a cortar por la mitad a una mujer voluntaria con una filuda sierra que se utiliza para cortar árboles. No obstante Magakán, el hipnotizador, devolvió el precio de las entradas a todo aquel que se acercó con su boleto en mano hasta el hostal Oasis; lugar de su residencia. Hizo a un lado sus magistrales actuaciones llenas de asombro y carente de lógica hasta el día en que el Teatro Lemarie decidiera abrir de nuevo las puertas. Por esos días, todas las vías de acceso a la ciudad se encontraban bloqueadas y ninguna persona podía entrar o salir de la ciudad. Esa noche no le llevaron su merienda habitual debido a la dificultad de encontrar alimentos en la ciudad. __Esto cada día se está complicando cada vez más. Le manifestó a doña Blanca Navarrete, la propietaria del hostal, donde tenía alquilada una habitación. __Dicen que vienen soldados que se lanzan desde los aviones. Doña Blanca se lo dijo mientras alzaba a ver al cielo. __En cambio yo me estoy preparando para irme de viaje, tengo una presentación en Quito. Se lo hizo saber a doña Blanca. __Debe saber que no hay cómo salir de la ciudad. Se lo dijo con una muestra de sorpresa a medias. __Mejor descanse. Se lo recomendó la dueña del hostal. __Regresaré cuando haya terminado el paro. Lo dijo con su voz sosegada mientras caminaba, apenas levitando a medio centímetro del piso, dirigiéndose para su habitación. Doña Blanca ya no dijo nada más y continuó con sus quehaceres. A la mañana siguiente, antes de que los últimos granos de rocío se disiparan, en el momento en que fueron a arreglar su habitación, la empleada notó que el Gran Magakán no había pernoctado esa noche en su 47
habitación asignada, la cama continuaba tendida, sólo el cubrecama estaba levemente ajado, las estrías demostraban que apenas se había recostado sobre ella por un instante, también notó que a lo largo del cobertor, tenía una imperceptible mancha quemada. Estuvo segura que lo debió hacer la otra empleada con la plancha, sin embargo no le dio mayor importancia. Ese mismo día, cerca de las ocho de la noche, se estaba presentando el Increíble Magakán, en el Teatro Variedades de la capital, en donde acababa de cortar por la mitad una caja parecida a un ataúd, en la que se encontraba recostada una mujer joven. Separó las partes y las volvió a unir, ante la perplejidad y el asombro del numeroso público. Después hipnotizaría a veinte personas juntas, a quienes las hizo cantar canciones de moda, los llevó a bailar los frenéticos acordes de la música del Caribe, empezaron a hablar entre ellos en idiomas desconocidos, a algunos de los adormilados, los hizo llorar como a bebés, a otros hipnotizados les dio de comer cebollas como si se trataran de manzanas. Un muchacho que se encontraba en ese estado aletargado, le permitió que levitara a más de veinte centímetros del piso. Fue una noche espectacular, en la que las casi cuatrocientas personas que fueron a observar el espectáculo, salían tan maravilladas que se demoraron en salir, pues querían que el show no terminase aún. Al cabo de dos semanas, después de que ofreciera su espectáculo en varias ciudades del país, a su regreso a Tulcán, entró a saludar a doña Blanca, quien lo miró más asombrada, como si acabara de mirar uno de los mejores actos de Magakán. __ ¿Cómo llegó a Quito, si todas las vías estaban cerradas? Le preguntó esperando recibir una respuesta lógica. __Lo hice mediante la Teletransportación. Se lo dijo en seco; pero doña Blanca se quedó con la duda de lo que quiso decir, porque nunca había escuchado aquella misteriosa palabra, y no trató de pedir que le explique, pensó que era mejor así. Desde temprano, la mañana del veintitrés de mayo, apareció helada, el ambiente congelado se trizaba al menor respiro, los amplios campos sembrados de trigo, cebada y papa, amanecieron cubiertos por una pertinaz capa blanca de rocío, la helada funesta dejó quemando todos los cultivos a su paso, la niebla permaneció estancada por cada uno de los rincones de la ciudad más de la cuenta y tardó demasiado en evaporarse, un gélido aire caía pesadamente sobre los tejados de las casas. La víspera 48
fue una noche de luna tierna, esa debe haber sido la razón para que en Tulcán siguiera cayendo al día siguiente, una fina y persistente garúa, esa brizna molestosa que cae y moja durante todo el día, aquellas minúsculas gotas de agua se dieron a la tarea de calar meticulosamente y terminaron por empapar completamente todo lo que se le atravesaba. La campana de la Iglesia Catedral, debió haber sufrido el embate del aire congelado, porque al momento de anunciar la hora, con el típico sonido claro del repique, se escuchaba apenas un golpeteo grave y difuso de lamento metálico. Las piedras de las calles principales se encontraban mojadas y resbalosas, los caballos mustios que tiraban de las carretas, caminaban con mucha dificultad, golpeaban con ruidos secos, sus herraduras contra los guijarros. En cambio en las calles secundarias, se formó un denso amasijo de fango, que dificultaba poder transitar por aquellos senderos. Ésta debe haber sido la excusa, porque ese día nadie salió a protestar, ni tampoco se vio a las fuerzas del orden patrullando la ciudad. Era como si entre las partes hubieran decretado una tregua implícita, en la que todos se dedicaron a descansar. Dejaron por ese día, que la congelada ciudad se convirtiera en un pueblo fantasmal, en la que apenas a eso de las nueve o diez de la noche, se escucharon a lo lejos varios disparos; pero nadie le dio ninguna importancia y los habitantes optaron por seguir durmiendo. El frío del ambiente del siguiente día fue diferente, esta vez la ventisca congelada pugnaba por meterse en las casas sin conseguirlo del todo, algunas familias lo ahuyentaban gracias a que en la mayoría tenían prendido el fogón desde la madrugada, la hora establecida y adecuada para ponerse a elaborar las tortillas de tiesto y el café de chuspa. A las siete y media de la mañana, el sol empezaba sutilmente a calentar los cuerpos de los pocos transeúntes que a esas horas deambulaban por las calles buscando algo que les serviría como alimento. Ya la escasa venta de los productos necesarios era evidente. Deben haber sido menos de las diez de la mañana y afuera se escucharon los primeros gritos insurrectos. __ ¡Abajo el dictador! Se escuchó la voz entusiasta tras un megáfono __ ¡Abajo! Respondieron con fuerza varias voces. El momento justo en que se desvaneció por completo la neblina, empezaron a reunirse los ciudadanos inconformes en la Concha Acústica del parque Ayora y con carteles alusivos a la protesta, empezaron a desfilar más de cincuenta ciudadanos, luego subieron por la calle Bolívar hasta llegar a la Unión de las Dos Calles, de ahí bajaron por la calle Sucre hasta 49
situarse en las inmediaciones del parque de la Independencia. Todas las cacharreras vestidas de negro, asistieron a la marcha convocada por la Junta Cívica Popular, ellas que sumaban más de cuarenta arriesgadas mujeres, se agruparon frente a la casona de la Gobernación, donde sus gritos combativos apagaban cualquier discurso vano. Mientras gritaban, una de las compañeras llegó con la noticia de que en el Mercado Central algunas personas seguían proveyendo de alimentos a los militares. La joven Maruja Carvajal líder de las mujeres de negro, hizo callar al resto de compañeras que seguían gritando contra el tirano e hizo que la siguieran; fueron decididas a todo. Al instante se organizaron y marcharon resueltas por la calle Sucre y llegaron hasta la calle Boyacá, aquí encontraron a los militares que salían del interior del mercado con las canastas llenas de compras, que les serviría para el rancho de toda la semana, los cestos los tenían escondidos algunos pérfidos ciudadanos en sus puestos de abastos. Las cacharreras se abalanzaron y entre todas les quitaron lo que habían comprado. Desde ese día ya no tuvieron que comer en el cuartel. Luego la avalancha negra con polleras y chalinas, se dirigió por cada uno de los negocios de Tulcán y tanto el Mercado San Miguel así como el Mercado Central fueron cerrados y mi madre ya no pudo salir a vender los jugos. Isabel Portilla, era la muchacha que podía leer sólo el latín, fue una mujer que junto con las “Carvajalas”, las “Flechas”, las “Churamas” y un sinnúmero de valientes mujeres cacharreras, eran quienes marcaron las acciones decisivas en la protesta, pasaron a ser verdaderas heroínas anónimas, ellas se encargaron de avivar la revuelta, llegaron a ser piezas fundamentales en el levantamiento popular; fueron las peonas y las damas del ajedrez. Se convirtieron en la vanguardia, en la fuerza de choque contra las tropas. Se vieron en la necesidad de cerrar los mercados y el último de los negocios. Estuvieron presentes con sus gritos y su fuerza en las plazas y calles. Recorrían puerta por puerta presionando para que el paro se cumpla irrestrictamente, repartieron equitativamente fundas con comida a los más necesitados. Se apresuraron a repartirse palas y azadones y se dedicaron a hacer zanjas, surcos, y canalillos en algunas vías y calles, evitando de esta manera que los carros militares pudieran ingresar a la ciudad. Siempre permanecieron unidas cual cardumen de sirenas. __Bueno entonces me dedicaré a tejer un cubrecama. Lo dijo mi madre Elvita, mientras se resignaba y cogía la agujeta y algunos ovillos de lana de diferentes colores. 50
Mi padre hace poco había instalado una pequeña cafetería cerca de la esquina en las calles Sucre y Boyacá, a la que la bautizó con el nombre de Cafetería Tarqui, que no era más que una pequeña habitación oscura, alumbrada por un foco que proyectaba las agigantadas sombras de los clientes en varias direcciones, era un cuarto con piso de madera, en la que apretadamente alcanzaban tres mesas de color anaranjadas y un total de ocho sillas de madera del mismo color, no tenía ventanas, apenas una pequeña puerta con una gruesa aldaba por la que se cernía tibiamente la luz del día. Él sería una de las pocas personas que mientras pudo y antes de que se hiciera aún más evidente el desabastecimiento de alimentos, quien les proporcionaba a escondidas, de manera disimulada y corriendo riesgos mayores; tazas de café negro con pan y queso y los infaltables cigarrillos sin filtro, a las huestes militares que se acercaban al establecimiento mientras descansaban en su vigilia por las calles de la ciudad. Al rato llegaron las noticias de que las tropas comandadas por el teniente Luna, no sólo empezó a perseguir en una cacería de brujas a cuanta cacharrera que encontraban a su paso, sino que también detenían a todo revoltoso comunista, los apresaban por el mero hecho de pensar diferente al resto del común de los mortales, a los socialistas por tener discrepancias profundas; a los liberales por costumbre y por ser acérrimos enemigos de las bandas curuchupas. Arrasaron con todo aquel curioso que sacaba la cabeza. Los soldados caminaban en pequeños grupos, custodiando y cazando rebeldes, la pobreza de la tropa se evidenciaba en los trajes verde oliva quienes permanecían vestidos con sus uniformes raídos y cargaban pesados fusiles de guerras antepasadas como la cruz de Cristo; es que tenían la orden absurda de disparar a la gente de su pueblo. Los militares andaban tan débiles, que apenas podían cargar sus armas. Los rasos salían a vigilar la ciudad con las tripas vacías, apenas podían caminar pues los voraces retorcijones que de a poco se iban convirtiendo en fatales alucinaciones. En cambio los oficiales, durante todos estos días en que escasearon los alimentos en la ciudad, no pasaron hambre como el resto de la tropa, ellos degustaban tres o cuatro comidas diarias, les llegaba a escondidas cantidades exageradas de conservas, carne y enlatados que algunos tenderos traidores se daban modos para hacerles llegar. A lo lejos se notaba claramente quien era el oficial y quien el soldado raso, lo delataba la demacración purulenta de sus rostros. A la tropa nadie les vendía nada, los uniformados recorrían varios sitios de un lado a otro, creo que no tanto para cumplir con su deber, sino en búsqueda de comida, porque el rancho que les daban en el cuartel, era tan exiguo y limitado que antes de transitar por las primeras calles asignadas, 51
el hambre se presentaba gradualmente y se podía ver como la lividez en sus rostros se hacía cada vez más manifiesta. Ante los más de treintaitrés militares desmayados debido al prolongado ayuno que sufrió el ejército, los altos mandos se vieron en la urgente necesidad de proveer de alimentos para su tropa, enviaron varios emisarios vestidos de civiles para que buscaran afanosamente la manera de abastecerlos de provisiones tan sencillas como panes y cigarrillos, la escasez se volvió en una tarea imposible de solucionar. Inteligencia Militar tuvo conocimiento que entre los soldados de rangos inferiores circulaban ciertos rumores que podría conllevar a una inminente sublevación dentro la institución armada si no lograban calmar el hambre. De los huertos que tenían sembrados en el cuartel, desaparecieron hasta los botones de las semillas recién germinadas, los conscriptos arrasaron con todo lo sembrado, cosecharon prematuramente las plantas que debían estar listas para dentro de cuatro meses. Deambulaban entre boqueadas y retorcijones en sus panzas y nadie se compadecía de su avidez, de lo único que se hacían merecedores los uniformados, eran de insultos, humillaciones, vejaciones y de obscenas palabras cargadas de odio. A su paso la gente les propinaba una batahola de injurias en que los milicos debían soportar agachando la cabeza. Especialmente eran las cacharreras las que se daban modos para atacarlos, a su paso, desde las casas los agredían echándoles peroles con agua hirviendo, bacinicas llenas de orinas, desperdicios de comida para los puercos, alguno que otro huevo podrido y hasta escandalosos proyectiles de mierda, que al ser alcanzados, los soldados permanecían todo el día, hasta su relevo, hediendo a mil demonios. Era evidente el desabastecimiento de los productos de primera necesidad. En los momentos de crisis siempre afloró la solidaridad y el ingenio para darnos de comer, las familias se dieron modos para intercambiar especialmente panes y huevos. La falta de comida ocasionó que las personas, especialmente los niños, pasáramos bostezando la mayor parte del tiempo y las tripas nos crujieran acompañadas con un gruñido ronroñoso hasta cuando nos íbamos a dormir. Mi madre Elvita, se la pasaba buscando cualquier cosa comestible para poner a cocinar; raspaba, hurgaba, sacudía de nuevo los costalillos que anteriormente contuvieron papas, con la esperanza cierta de que hubiera quedado por ahí atrapado algún tubérculo. Levantó las ollas vacías, de nuevo buscó bajo la mesa con la ilusión de que ojalá se hubiera olvidado alguna funda de algo, se la veía abrir las cajitas metálicas en las que guardaba granos secos, corría de un lado a otro buscando cualquier cosa que pudiera 52
servirnos como alimento. Sin embargo, cada mañana y cada noche nos proporcionaba una taza caliente de agua de canela y un pan a cada uno de nosotros. Creo que ella se quedaba sin comer, porque ya los síntomas producidos por el hambre eran más frecuentes y estrepitosos. Recuerdo haberla visto arreglar su ropa, metiendo sus costuras porque se la veía más delgada. __Lo más triste sería ver morir a un hijo de hambre. Lo dijo con su voz cristalina de santa. Recordó que en su natal Loja, luego de los meses más duros de la guerra con el Perú, hubo una hambruna que asoló la región. El hambre se presentó como castigo divino, según lo sermoneó el cura. Extrañamente los dementes jinetes del apocalipsis sólo recorrieron los rincones más pobres de los pueblos. Especialmente azotaron de manera inmisericorde a los niños, quienes cada mañana iban apareciendo de la nada, comenzaron a deambular con la mirada llena de pesar y el estómago vacío, se los veía harapientos y descalzos, iban en grupos de un lado a otro, cogidos de la mano con la promesa fiel de no separarse jamás. Se los vio cargando la cruz irracional de la guerra. Pasaron dejando caer las plumas de sus delicadas alas de ángel por el piso, tornasolando de amarillo los caminos del hambre. Sus madres se dieron a la tarea desesperada y atroz de cercenarse parte de sus cuerpos enflaquecidos y frágiles como sigses, para darles de comer y aún así, los niños fueron cayendo y permanecieron tumbados, debiendo ser enterrados en el sitio mismo en el que se derrumbaban. De a poco los caseríos maldecidos se fueron convirtiendo en pueblos fantasmas. Aldeas devastadas en los que desaparecieron: el bullicio, los juegos y la alegría de los niños. Poco tiempo después las almitas de los infantes florecieron convertidas en árboles de guayacán, que tiñeron con sus hojas amarillas los campos de enero. Aquí empieza la crónica sobre los acontecimientos suscitados de aquellos trágicos días. 12:10 A medio día del día veintitrés de mayo, se unieron a la convocatoria clamada por la Junta Cívica Provincial, decenas de habitantes de todos los barrios y caseríos olvidados, cuando terminaron las arengas y los discursos en contra del gobierno de Velasco Ibarra, se encontraron reunidos frente a la Gobernación más de quinientos tulcaneños, el conglomerado se convirtió de a poco en un polvorín que estalló una vez que finalizó de hablar uno de los líderes, los primeros en 53
sufrir las consecuencias de la iracundia, fueron los miembros la Fuerza Pública. Las bandadas de piedras no demoraron en aparecer, incendiaron llantas y obstaculizaron con piedras y palos las calles aledañas al parque principal, sin embargo los miembros policiales que sólo se dedicaban a proteger algunos de los edificios públicos, se vieron obligados a enfrentarse con los ciudadanos. Se los notaba acobardados. La violencia reprimida en los ciudadanos civiles, despuntaba en cada palabra ordinaria, en cada ofensa y en las pedradas irascibles que recibían los policías. Las luchas se tornaron cada vez más impetuosas. De pronto se escuchó la detonación de varias bombas lacrimógenas, la gente no le prestó mayor importancia al primer contacto con el humo quemante, siguieron batallando enconadamente enfrentándose encarnizadamente con los gendarmes. Los ciudadanos mediante el uso de cimbras artesanales lanzaban piedras que golpeaban con dureza los cuerpos de los uniformados, los guijarros también caían pesadamente por todo lo que se encontraba en los alrededores del parque. A su paso, rompieron ventanas, partieron portones, quebraron un sinnúmero de tejas, despostillaron grandemente las fachadas de las casonas de la prefectura y de la gobernación. De repente la desesperación se presentó en quienes olieron y estuvieron cerca de la nube tóxica, la quemazón en sus ojos y boca fue insoportable, el cáustico nubarrón pasó avanzando, metiéndose por todas las grietas y hendiduras de las casas aledañas, irradiando con su toxicidad a todo aquel que respiraba o tenía los ojos abiertos. La mayoría de las personas que salieron a protestar, empezó a correr de manera desesperada por todas las direcciones, creyendo que el fin del mundo había empezado. Quedaron desperdigados alrededor del parque unos veinte manifestantes que lograron soportar la acidez, el picor y el penetrante olor acre de las bombas lacrimógenas. Los policías se hallaban estratégicamente ubicados en la esquina de las calles Sucre y Diez de Agosto, desde ese sitio no se cansaban de lanzar las bombas irritantes. Los revoltosos se dieron modos para traer desde la mecánica de don Ulpiano Albornoz recipientes llenos de aceite quemado que los instalaron en el centro del sitio de los enfrentamientos. El momento en que la policía disparaba sus proyectiles pimentosos, los pocos manifestantes que aún subsistían, se daban modos para ir a cogerlos y los sumergían en el recipiente lleno de grasa; sin que lograse afectar a quienes protestaban. Los policías finalmente fueron derrotados. 13:26 Debieron enmendar la derrota, así que la policía llevó un extraño carro antimotines para tratar de desplazar a los sublevados. Nunca nadie 54
antes había visto un vehículo con semejantes características, se trataba de un armatoste enorme que tenía todas las particularidades de un armadillo gigante, la carroza venía protegida con una estructura metálica blindada. La potente tanqueta acorazada grisácea, se estacionó sigilosamente en una de las esquinas del parque de La Independencia, los curiosos llenos de curiosidad, de inmediato dejaron de lanzar piedras y se abalanzaron para mirar y tocar el extraño vehículo; es que una tanqueta con esa forma y tamaño nunca se había visto por estas apartadas tierras frías. Luego que recibieron la orden de atacar quienes se encontraban en su interior, el carro antimotines prosiguió su camino con dirección hacia donde se encontraban el grupo de manifestantes. El vehículo acerado se acercó lo suficiente, tratando de provocar un efecto disuasivo y de dispersión, sin previo aviso arrojó potentes chorros de agua a los huelguistas, a quienes golpeaba con latigazos líquidos, los lanzaba hacia el suelo empedrado, los revolcaba, los hacía dar un sinnúmero de piruetas y volantines mientras los tenía suspendidos en el aire. Los insurrectos fueron aporreados, lesionados y mojados, convirtiéndolos en presas fáciles de los policías para llevarlos detenidos. Los manifestantes entre risas asustadizas y burlonas, bautizaron a la tanqueta con el apodo de “Corina Meona”, en referencia a la esposa del déspota Velasco Ibarra, quien se llamaba Corina y lo de meona, refiriéndose al chorro de agua. No obstante el orgullo del armazón represor apenas les duró dos días, debido a que los policías que la conducían, después de una larga jornada tratando de controlar a los manifestantes, se bajaron a orinar cerca del parque infantil a dos cuadras más abajo del parque Isidro Ayora, en donde por aquellos años funcionaba una dependencia del cuartel de policía. Lo confiados gendarmes dejaron estacionado el armadillo metálico, mientras ellos disfrutaban de una prolongada y satisfactoria meada. Fue en ese momento en que un muchachito de apenas nueve años, se subió traviesamente al vehículo represor, se sentó en el puesto del conductor para realizar maniobras como si en verdad estuviera conduciéndolo, aplastó todos los botones que encontró, halo las tres palancas que estaban colocadas en el piso, movió repetidamente unas perillas de color rojo para ambos lados, moneó a propósito unas manecillas pintadas de negro, meneó un sinnúmero de llaves y las dejó fuera de su sitio, cambió el lugar correcto donde estaban conectados varios cables de diferentes colores. Antes de los cinco minutos, sin que nadie se percatara, dejó dañando todo el moderno y complicado sistema hidráulico. Tampoco nadie supo como hizo para deteriorar el pitón de alta presión, pues para desarmarlo se necesitaba de herramientas de precisión. Al siguiente día, en el momento más álgido de la manifestación, 55
el vehículo antimotines repitió la misma escena de la tarde anterior, llegó orondo a estacionarse de manera pretenciosa dispuesto sin más a lanzar los temibles fuetazos de agua a los alborotadores. Quien estaba encargado de manipular el lanzador de agua, prendió el motor a presión y las válvulas se encendieron, así lo revelaron los diferentes indicadores instalados en el tablero. El policía se dispuso a lanzar el potente chorro de agua; pero ya no logró hacerlo, apenas salió desde su interior un endeble chorrito que apenas mojó la parte delantera de la tanqueta. Los manifestantes se dieron cuenta que algo andaba mal, y arremetieron a pedradas contra la tanqueta. La descalabraron tanto, que quedó convertida en una simple carcacha metálica. En cambio los policías que se encontraban en su interior, intentaban en vano hacer funcionar correctamente el sistema hidráulico, al no conseguirlo, se vieron obligados por las circunstancias extremas a retirarse apresuradamente hacia el cuartel de policía. Nadie pudo reparar la tanqueta y el tiempo se encargó de convertirla en una escueta chatarra. La Fuerza Pública al ver que los manifestantes se habían acostumbrado a la toxicidad de las bombas lacrimógenas y que ya no les causaban ni el más pequeño escozor y luego de que la mayoría de los miembros de la institución policial sufrieran golpes y contusiones a causa de los funestos cimbrazos y despiadadas pedradas, decidieron retirarse de la acción, dejando el camino libre para que actuara la tropa militar. La tarde empezó a oscurecerse y el frío se instaló de nuevo, aunque seguían protestando menos de veinte jóvenes. 09:35 A la mañana siguiente, del día veinticuatro de mayo, la situación se volvió mucho más crítica, después de lanzar piedras e insultos a los milicos y policías, ya se podían escuchar disparos aislados, las injurias y humillaciones contra las autoridades, eran cada vez más alzadas de tono, de a poco se fueron convirtiendo en gritos ultrajantes de rechazo e indignación. Esa misma mañana, el torpe dictador, tuvo la osadía y el arrebato de pretender demostrar la fuerza, pues ordenó ingresar con tanques de guerra a las pequeñas calles del poblado. Los cuatro tanques salieron desde el cuartel Mayor Galo Molina pasado el medio día. Avanzaban con un sonido amedrentador, demoledor y pesado, sin embargo muchas personas curiosas, salieron a presenciar el paso marcial de los tanques de guerra que se dirigían al centro de la ciudad con el objetivo de intimidar a la población. La mayoría de los curiosos se apostaron en las azoteas y puertas de sus casas. Ante su presencia, empezaron a insultar a los soldados, la última tanqueta de las cuatro que desfilaban, iba con un militar sentado sobre la escotilla, el monstruo metálico se detuvo frente a 56
quienes los vilipendiaban, giró el cabezal sobre el anillo de la torreta y apuntó con el cañón, el encargado de la ametralladora quien iba pintado la cara de verde y negro, amenazó con dispararles, entonces las mujeres y los niños decidieron entrar a la casa sin dejar de insultar y maldecir a los militares. Los tanques prosiguieron con su marcha, llegaron hasta la Unión de las Dos Calles, luego siguieron su curso bajando por la calle Sucre, arribaron al Parque de La Independencia, aquí se toparon con su mayor la afrenta; lo que constituyó una derrota moral. Desde la peluquería La Esperanza, gritaba blasfemias la única mujer que se atrevió a desafiarlos, su nombre Rosana Sánchez, de no más de veinticinco años de edad, tenía la estatura y la delgadez de una niña precoz, ella sola salió a enfrentarse a las temidas máquinas con un vocabulario fluido lleno de malas palabras, se puso delante de los cuatro tanques militares; deteniendo inmediatamente su marcha. __Salgan de ahí bámbaros. Los retó y permaneció insultando a los milicos, mientras continuaba parada interrumpiendo la marcha de los tanques. __A todos ustedes cobardes, les debo haber cortado el pelo alguna vez en sus vidas. Lo dijo mientras el primer tanque trataba de empujarla. Los cuatro vehículos blindados se vieron obligados a retroceder para continuar con su marcha, se fueron en contravía por la calle 10 de Agosto, llegaron a la intersección con la calle Olmedo y subieron hasta los tanques de agua potable, de ahí bajaron hasta la calle Bolívar en el sector del barrio Las Gradas, donde de nuevo las personas salieron a insultarlos; pero esta vez no pararon, cada uno de los soldados de la artillería que viajaban dentro de los tanques, iban con la moral baja, ruborizados, cabizbajos y ninguno de ellos durante el recorrido dijo una sola palabra. Fueron vencidos por una mujer astuta y sagaz como Dalila. Los cuatro tanques llegaron hasta la Unión de las Dos Calles, esta vez bajaron por la calle Bolívar, su objetivo era llegar a destruir el edificio del Sindicato de Choferes, lugar en donde se encontraban reunidos la mayoría de manifestantes. Avanzaron con su sonido pedregoso y tosco hacia su objetivo, las cadenas de orugas al friccionarse con el empedrado de las calles, dejaban a su paso un destello de chispas. Las llantas, piedras y gruesos palos que pusieron los habitantes del sector para tratar de detener su marcha, no fueron un escollo para contener su avanzada. Sin embargo quienes se encontraban conduciendo dichas tanquetas, se vieron sorprendidos por varias docenas de personas que salieron desde las casas 57
contiguas. Algunos de los ciudadanos se subieron a los tanques y taparon con los ponchos y chalinas negras el visor de los vehículos dejando totalmente a oscuras su interior y ataron la escotilla de la cúpula para que no pudieran salir. Las tanquetas debieron frenar de inmediato; pues no sabían para donde continuar su marcha. La población intentó incendiar los tanques de guerra, lastimosamente no hallaron gasolina en la estación de don Carlos Revelo, debido a la escasez que sufría la ciudad. A la misma hora hicieron su aparición los primeros vuelos de los aviones militares. Deben haber sido cerca de las diez de la mañana, en que empezaron a sobrevolar los aterradores aviones de combate Canberra, estos pasaron de manera rasante por el centro de la ciudad, la mayoría de los habitantes miraron al cielo y vieron aviones por primera vez en su vida, es que la mayoría de los pobladores nunca habíamos visto volar una aeronave y menos de la forma como lo hacían los osados pilotos. Al medio día llegaron volando demasiado bajo, traían consigo un sonido estrepitoso y aterrador, propio de los dragones que con certeza revoloteaban destruyendo las pequeñas ciudades en la Edad Media. La emoción de ver por primera vez esas naves pintadas de verde, café y plomo, con un pequeño círculo con los colores amarillo azul y rojo en cada una de sus alas, se convirtió rápidamente en pánico. Fue tanto el susto que sentimos, que mi madre, así como mis hermanas y mi hermano Milton, quedamos petrificados en la ventana, luego todos salimos corriendo desesperadamente y con el corazón que latía de manera apresurada, a escondernos debajo de la cama en medio de un llanto exasperado. Es que parecía que los aviones de guerra venían raspando los techos, porque las tejas de algunas casas empezaron a desprenderse, quedando atrapadas en un remolino de aire, que luego cayeron con fuerza convertidas en migajas de barro. Los aviones dieron varias vueltas amenazantes por todo el sector, a su paso dejaron retumbando el aire fresco del medio día. El sonido áspero y retumbante producido por las aeronaves se quedó estacionado, flotando y bramando por un largo rato. La resonancia fue de tal magnitud que asustó a los pájaros; los colibríes, las torcazas, los canarios y los jilgueros que anidaban por toda la ciudad, desde aquel nefasto día, decidieron emigrar y desaparecieron para siempre. La ciudad se quedó sin el canto matinal de las aves hasta el día de hoy. 10:36 Los ciudadanos que tenían entre sus manos escopetas y carabinas, empezaron a disparar esporádicamente hacia el cielo, sin embargo uno de esos disparos, de manera fortuita, alcanzó a impactar en 58
uno de los cuatro aviones, debió haberlo alcanzado cerca del motor, porque de repente emergió un hilo espeso de humo negro, sin duda hirieron al dragón que de manera apresurada se vio obligado a regresar de inmediato hasta Ibarra. Después de aquel incidente, los aviones de combate volaban con precavido sigilo por las periferias de la ciudad, temiendo ser alcanzado por algún proyectil. Entre la muchedumbre apareció el rumor mal intencionado, de que los aviones de combate regresarían para bombardear la ciudad. Y el pánico se instauró en cada uno de los habitantes de Tulcán. El miedo y la incertidumbre se apoderaron de algunos ciudadanos que comenzaron a huir hacia la ciudad colombiana de Ipiales; al otro lado de la frontera. 15:41 El escenario empezó a caldearse cuando la ciudadanía a través de La Junta Cívica Popular, se enteraron que en Quito, Cayambe e Ibarra, fueron concentrados en sus respectivos cuarteles, más de dos mil soldados, entre oficiales y soldados de diferentes rangos y especialidades, quienes horas antes estuvieron marchando en una parada militar por las fiestas cívicas del 24 de Mayo. Por una decisión siniestra del ministro José Talbot, se ordenó reunir a todos los oficiales y soldados carchenses desde todos los cuarteles aledaños, para ser enviados a pelear contra sus coterráneos. En los días siguientes los soldados cayeron en cuenta que entre los sublevados estaban algunos de sus vecinos, viejos conocidos, se encontraban cara a cara con sus entrañables amigos de la infancia, algunos habían sido compañeros de escuela; incluso vieron a varios de sus familiares quienes salían a protestar. Ese día, ni bien terminó el desfile, fueron embarcados en camiones y tanques militares, que luego serían trasladados hasta el límite de la provincia del Carchi, con el objetivo de tratar de intimidar y acallar a los habitantes sublevados. En el cuartel Eplicachima los soldados fueron bendecidos, los lloraron y los despidieron como si se estuvieran preparando para ir a una guerra convencional. Traían la ordenanza castrense de poner inmediatamente el orden en la ciudad. Jamás lograron su objetivo. En cambio los comandos paracaidistas debieron esperar hasta nueva orden. 07:48 Del día veinticinco de mayo. Los miembros de los cuarteles de Ibarra, Cayambe y Quito, que fueron movilizados desde la tarde anterior, debieron ser instalados y acomodados en carpas cerca del sector de Mascarilla, una zona polvorienta y caliente del Valle del Chota, aquí los soldados empezaron a achicharrarse sofocados por las desquiciantes altas temperaturas, no pudieron caminar sobre las piedras caldeadas debido a 59
que las suelas de sus botas se fueron derritiéndose y dejaban impregnando sus huellas vulcanizadas dejando un terrible olor a caucho. La refulgencia caliente estacionada en medio de la agreste y polvorienta zona árida, irritaba la visión; la piel empezó a enrojecerse y a secarse. Ardía tanto con un calor inclemente, que los fusiles y bayonetas se volvieron imposibles de agarrarlas con las manos. El armazón blindado de los tanques se dilataba en medio de un fuerte lamento metálico. La temperatura en el interior de los toldos era superior a la que podía soportar un ser racional, sin que ninguno de los uniformados pudiera conciliar el sueño, así que la tropa decidió pernoctar en la orilla del río, sin embargo fueron atacados despiadadamente por bandas de mosquitos y tarántulas del porte de una mano. Los soldados llenaron sus cantimploras con el agua del río Mira, sabiendo que la caminata que estaba por iniciarse; sería azarosa. Así que debieron hidratarse porque tenían que escalar por los sinuosos caminos que bordeaban cerca de los tres mil metros sobre el nivel del mar, en donde el soroche del páramo, se presentaría irremediablemente por medio de terribles síntomas, llegando a entumecer las extremidades de los peregrinos uniformados, el resuello sería incesante, el sofoco por falta de aire los haría dormitar o caminarían como autómatas. “Sin ven a un compañero que empiece a blanquear los ojos, deben latigarlo y soplarle aguardiente” Les indicó el sargento. Y agregó: “Sólo así lo salvarán”. Les advirtió e iniciaron la osadía, tratando de cruzar cuanto antes el páramo, es que debían pasar por la pequeña ciudad de El Ángel que se hallaba perdida en las cercanías a las nubes. Sin embargo el momento en que quisieron tomarse un trago de agua, se encontraron con la novedad que el agua estaba tan fría, que al tratar de beberla, ésta pasaba raspando la garganta y paralizaba por un instante el cerebro con un penetrante dolor. Por la mañana, después del sereno y a la primera hora del alba, las tropas avanzaron en bandada, subidos en camiones, vehículos tipo jeep y colgados en las escotillas de los tanques, venían por los caminos empedrados y maltrechos, intentaron llegar cuanto antes hasta Tulcán. Mientras avanzaban, se toparon con la novedad de que la vía se encontraba obstaculizada en la entrada a la ciudad de Mira, aquí se suscitaron esporádicos enfrentamientos, los ciudadanos les lanzaban piedras, palos y ofensas, los insultos eran tan dolorosos, que a los uniformados que las escucharon, se les desgreñaban las púas de su corto cabello.
60
09:33 Desde aquí, los soldados avanzaron por la antigua vía, ésta se internaba por trochas, senderos y atajos del páramo, aquí sufrieron otra devastadora amenaza, de a poco la mayoría de los militares se fueron engarrotando y se los vio caminar con mucha dificultad en medio de jadeos incesantes y somnolientos bostezos; a varios les empezó a faltar el aire y el soroche fue despiadado con algunos de ellos. La mayoría de la tropa, logró cruzar el trayecto más escabroso a pie, a su paso iban desalojando lo que podían, en los sitios más difíciles, cruzaron por terrenos aledaños destruyéndolo todo lo que podían, especialmente se ensañaron con los sembríos de papa, cebada y arvejas. Al fin, después de sortear enormes y resbalosos lodazales, terribles ventiscas congeladas, lluvias crueles que empaparon sus viejos uniformes; por fin consiguieron arribar a las periferias de la ciudad de El Ángel, lo hicieron a pesar que el trayecto se encontraba totalmente bloqueado, pues los habitantes angelinos, desde la madrugada habían colocado enormes rocas, cruzaron troncos de árboles de eucalipto, zanjearon algunos tramos de la carretera empedrada, con el objetivo de tratar de evitar el avance de los militares; todo esto en apoyo a la revuelta popular que se suscitaba en Tulcán. Uno de los pobladores gritó: “Debemos dinamitar la carretera”, aunque todos estuvieron de acuerdo, ya fue demasiado tarde, los uniformados que venían en los camiones comenzaron a disparar al aire, de pronto sonó un fuerte traqueteo de una ametralladora y el ambiente escandalizó por la infinidad de disparos; logrando asustar a quienes estaban obstruyendo la vía. Después de esto, los tanques, así como los camiones, no tuvieron ningún problema en continuar con su recorrido. 10:56 Llegaron a la plazoleta central de El Ángel cerca de las once de la mañana, los militares arribaron cansados y temerosos, era notorio su desazón, su manera distorsionada de disparar lo delataba, pues el tener que enfrentarse contra civiles desarmados les producía un remordimiento fatal. Aquí encontraron una resistencia sin igual, los soldados emplearon bombas lacrimógenas sin ningún resultado. Al ver que se les hacía muy difícil adelantar debido a que tenían que llegar a Tulcán lo antes posible, recibieron la orden de disparar al cuerpo. Los estudiantes del colegio Alfonso Herrera que se habían reunido desde tempranas horas a protestar, antes tuvieron que obligar a marcharse a la media docena de policías rurales, inclusive los amenazaron con incendiarles el pequeño recinto policial. En el centro de la ciudad, el bullicio de los jóvenes estudiantes, así como los gritos de protesta, se incrementaba a medida en que se iban
61
acercando los uniformados. Algunos de los habitantes prefirieron cerrar sus negocios y atrancaron las puertas de sus casas. 12:24 Nadie sabe cómo sucedió; pero lo cierto es que en el momento más álgido de la protesta, uno de los militares quien cargaba un fusil FAL, disparó contra la multitud, el sonido seco y ensordecedor del disparo dejó atónitos a los jóvenes, nadie se movió en ese instante, todo quedó inmóvil durante el tiempo que duró la detonación. En el segundo disparo que realizó el soldado, todos los manifestantes salieron corriendo en distintas direcciones, menos el estudiante Nilo Narváez, quien se aprestaba a graduarse de bachiller en ese año, el disparo lo mató al instante, la muerte se lo llevó tan deprisa que no le dio tiempo a quejarse, la bala le atravesó despiadadamente el pecho, luego el proyectil siguió su curso aciago al pasar rosando la frente de uno de sus compañeros; al final de su recorrido el perdigón logró incrustarse en una pared de la casa contigua. Una parte de la chompa de su uniforme color kaki quedó ensangrentada, el resto de la prenda desapareció convertida en pequeños girones sanguinolentos. El tercer tiro perforó las entrañas del estudiante Gilberto Villacís, aunque no logró matarlo, sin embargo lo dejó con una invalidez cuadrapléjica, pasó postrado en una cama en la que las pesadillas lo acompañaron y no dejaron de visitarlo cada vez que cerraba los ojos; desde esa noche se rehusó en ir a dormir y permaneció despierto del resto de sus días. Al vecino Victoriano Valdivieso, le partieron las piernas con una ráfaga de ametralladora, él quedó acostado a un lado del Parque Central y se despertó luego de ocho días con las piernas gangrenadas y sin la certeza de entender lo que le estaba sucedido. Después de enfrentarse en una lucha desigual con las fuerzas vivas de El Ángel y especialmente con los estudiantes del colegio, quienes sólo utilizaron piedras e insultos, los militares siguieron rumbo hacia Tulcán. Por los pueblitos por donde pasaban las tropas, los campesinos salían a recibirlos entre glorias, alabanzas y ovaciones. Es que por los caseríos se hacía lo que el cura decía, y en esta ocasión les dijo en la liturgia; que los soldados venían a combatir al comunismo. 18:46 Los soldados fueron avanzando con su nerviosismo latente. A pesar de que llegaron pasadas las seis de la tarde, cuando la oscuridad se instaló y la ciudad quedó en tinieblas. Llegaron con sed y hambre, con esa avidez de comer cualquier cosa, sin embargo no hubo raciones de alimento en el cuartel, debido a la escasez que sufría toda la ciudad y fueron obligados a dormir porque al siguiente día debían salir a combatir desde temprano. El cansancio terminó por derrumbar a cada uno de los 62
soldados, sin embargo las panzas nunca dejaron de moverse y un sonoro crujido gorgojeante de sus tripas se instaló en el dormitorio. Aquí en Tulcán. 14:33 Después de suscitarse los primeros combates que se dieron entre civiles y militares y al no tener ningún resultado satisfactorio para la recuperación del orden, el ejército se dio cuenta de que era imposible acabar con la revuelta como lo venía haciendo, así que desde Quito, se dio la orden para que los comandos paracaidistas quienes se encontraban en máxima alerta, fueran los encargados de ir a reforzar a los militares que estaban siendo vencidos por los ciudadanos, y de ésta manera, terminaran de una vez por todas con el levantamiento popular, mas bien con esta guerra civil. Al teniente René Yunda, siendo niño, nunca se lo vio haciendo travesuras, ni tampoco se lo escuchó pronunciar jamás una mala palabra como al resto de sus compañeritos de aula. Su cabello liso siempre lo llevó peinado con gomina, el uniforme distintivo de la escuela La Salle, estaba exento de manchas y nunca faltó a su escuela regentado por sacerdotes. Su madre se sacrificó durante casi toda su vida y se empeñó para que su hijo René se vistiera de hábito, lo soñó convertido en cardenal, sin embargo por influencia de sus tíos abuelos, todos ellos soldados combatientes que pertenecieron al temible ejercito conservador del presidente Gabriel García Moreno, decidió sin preámbulos hacer a un lado las erudiciones teológicas impartidas en el Seminario Mayor de la capital para cambiarse a los estudios y tácticas militares de la escuela militar Eloy Alfaro. Lo hizo exactamente tal y como lo indicaban las delgadas líneas cartománticas de sus inmaculadas manos de prelado. Toda su maldad retenida durante su estancia en el Seminario Mayor, emergió instintivamente, dejó a un lado los sacrosantos ademanes y adquirió de pronto los rigores estrictos de la milicia, lo que le permitió convertirse en un despiadado instructor de los comandos paracaidistas. Poseía la sagacidad y la astucia de una víbora venenosa, inteligente, durante su estadía en la Escuela Militar demostró ser un alumno intrépido, se graduó con las mejores notas, su valentía demostrada le ayudó para ganarse la simpatía de sus superiores. A sus alumnos paracaidistas les enseñaba de manera cruel, por medio de insultos y patadas la manera de saltar desde un avión. Era brutal, le gustaba hacerlos lanzar en saltos nocturnos en sitios escabrosos y matorrales llenos de púas. Soportó con verraquera el dolor insoportable, inmiseridordioso e inhumano que le aplicaron durante 63
las prácticas inquisitorias en la Escuela de las Américas, lo que lo convirtió en un despiadado y desalmado cazador de comunistas. Así lo demostró el día en que se presentó como voluntario en el despacho del siniestro. La mañana en que el Ministro José Talbot pidió a dos voluntarios para ir a Tulcán a hacerse cargo de la revuelta, el teniente Yunda junto con el teniente Villacís, ambos nacidos en Tulcán, se presentaron de inmediato. Se pusieron firmes apenas vieron al cruel Ministro Talbot y al Ministro de Defensa, llevaban puestos el uniforme de camuflaje, la boina roja con una escarapela dorada, un machete colgaba de su sincho, además cargaban un puñal atado a su pecho izquierdo. __Somos los voluntarios. Lo dijo sin tapujos. Y agregó: __Venimos a poner fin con las manifestaciones de los comunistas. Remató diciendo con voz firme el teniente Yunda, que hace poco había regresado de Panamá de realizar un curso de guerra de guerrillas. El ministro de Defensa los felicitó y les estrechó la mano; sin embargo fue el ministro Talbot quien los invitó a sentarse en el sillón. Al rato, el siniestro José Talbot, se paró frente a la ventana, la luz del medio día le encandiló su cara haciéndola ver más amargada y perpleja. __Si deben emplear las armas, no duden en hacerlo. Lo dijo con saña y agregó: __Debemos acabar con este levantamiento. Alzó el vaso de licor y brindó para que la revuelta llegara a su fin y el pueblo de Tulcán aceptara pagar el impuesto para pasar a Colombia. Antes de despedir a los uniformados, les hizo saber que serían condecorados por su valor y su lealtad con el presidente Velasco Ibarra. Apenas salieron los oficiales, el siniestro se frotó las manos, sin duda el negociado iba por buen camino, en su mente pánfila hizo números, calculó de prisa, eran cifras de tantos ceros, que necesitó de un lápiz y un ábaco para no confundirse. Esta vez se tomó otro vaso lleno de licor. No pudo abrir las ventanas de su acomodada oficina ubicada en el Palacio de Gobierno, para ahuyentar los funestos olores de sus ventosidades apestosas producidas escandalosamente por su hígado cirrótico. Pues el frío que penetraba en su dependencia, era lo que más lo atormentaba, inclusive aún más que su pestilencia azufrada. 15:07 El avión Hércules que trajo a los primeros cincuenta soldados, apareció cerca de la montaña del Guagua Negro, se lo pudo ver a eso de las tres de la tarde, los comandos paracaidistas realizaron un salto 64
conjunto, cayeron muy dispersos en los alrededores del estadio Olímpico, sin embargo antes que pudieran reaccionar y se agruparan, las mujeres lideradas por las hermanas Carvajalas, las Flechas, las Churamas, la joven Isabel Portilla y otras valerosas jóvenes, todas ellas armadas con palos y piedras, lograron capturar a más de diez militares paracaidistas, el resto salió huyendo con dirección a la piscina del Puetate, otros se perdieron en las inmediaciones del chorro de agua mineral conocido como el Pijuaro y ahí permanecieron hasta el siguiente día. La mayoría logró llegar hasta el cuartel Galo Molina, después de sortear una pequeña laguna que quedaba cerca del colegio Vicente Fierro. 15:29 Las mujeres de negro los despojaron de todo su equipo: su ametralladora, el machete, las granadas, el puñal, su uniforme de camuflaje, las botas con doble suela de goma, el casco, las esposas; les quitaron hasta sus escapularios bendecidos. Las mujeres los fueron desvistiendo dejándolos apenas en calzoncillos. Los llevaron a una casa en donde tenían una enorme lavandería con agua enserenada, y los fueron metiendo uno a uno. El agua estaba tan helada que los llevó rápidamente a presentárseles las primeras señales de hipotermia, al segundo baldazo de agua fría los paracaidistas empezaron a engarrotarse y a tiritar, entonces las mujeres más duchas decidieron ortigarlos con el propósito de que les vuelva a circular la sangre. __Para pelear contra una pastusa, debes aprender a bañarte con agua fría. Así lo regañó la joven Isabel Portilla al sargento, quien permanecía adormecido, con sus extremidades entumecidas y el extraño cascabeleo que producían sus dientes al golpear entre sí. Después de bañarlos, los llevaron atados hasta una habitación totalmente oscura. “No les damos de comer, porque ni para nosotras tenemos”. Eso les dijo una de las Flechas. Y cerraron con candado el cuarto oscuro. El jefe de la misión, el teniente Yunda, dio parte de lo sucedido con lujo de detalles y mientras iba narrando la osadía que tuvieron que pasar, se ruborizaba cada vez más con cada palabra dicha. __No entiendo cómo fueron sorprendidos por una veintena de mujeres. Lo manifestó el coronel Castillo, a cargo del cuartel, mientras apretaba sus manos que las tenía hacia atrás. Y volvió a gritar: __Ustedes están entrenados para matar. Y por último agregó: __Son unos cobardes. Lo dijo mientras le brotaban chispas de saliva con cada palabra. 65
__No volverá a suceder. Lo afirmó el teniente Yunda. 19:04 En cambio los miembros de la resistencia, empezaron a reunirse, para salir a marchar en contra del gobierno del presidente Velasco Ibarra, como siempre, la concentración se dio en el edificio del Sindicato de Choferes y luego de ahí avanzaron hacia el Parque de la Independencia, aquí empezaron a quemar llantas de camiones, cercaron con alambre de púas las calles más concurridas, la gente se arremolinó y los gritos se propagaron con rabia por los rincones de la ciudad. El desafío a las autoridades era de tal manera, que los ciudadanos se vieron obligados a dividirse en cuatro grupos; uno grupo se dirigió hacia el cuartel de policía con el fin de incendiarlo, los dueños y choferes de los buses de servicio urbano se dedicaron a obstruir la entrada sur y a bloquearla con sus unidades, los dueños de los camiones de la cooperativa Bolivariana fueron a tomarse y a cerrar el puente de Rumichaca y varios se quedaron abrigándose frente a la llamarada producida por la quema de los neumáticos, a la espera de saber de primera mano, las últimas decisiones que tomaron los dirigentes. 19:30 Esa misma noche del día jueves veinticinco de mayo, se reunieron seis jóvenes en la carpintería del maestro Osvaldo Rosero Aragón, que esta estaba ubicada en la calle Pichincha, entre Colón y Maldonado. Entre ellos se encontraban Osvaldo Rosero, Galo Benavides, Hugo Villarreal, Miguel Pozo, Tirofijo y el tinterillo Ricardo Henríquez. Las discusiones entre ellos se fueron acalorando más con cada trago de licor que bebieron. Las ideas fluían al compás del vaivén de las botellas de aguardiente y el humo de los cigarrillos sin filtro. Debe haber sido más de las nueve y media de la noche cuando Hugo Villarreal, quien trabajaba en las oficinas de la Inspectoría del Estanco, dio a conocer que en aquel lugar existía cierta cantidad de armas y que podían ir por ellas sin ningún problema. __Así iniciamos una revuelta civil. Lo dijo a secas y agregó “No andemos por las ramas como pendejos”. Y brindó su copa de Anís del mono. De todos los jóvenes, quien se opuso y mostró cierta resistencia a ir por las armas fue el abogado Ricardo Henríquez, quien para ese día apareció pintado en su pequeño bíceps de su brazo izquierdo, la cara del Che Guevara, se lo había hecho dibujar con tinta provisional. Nadie cayó en cuenta que se trataba de un vil traidor, porque toda la vida perteneció al partido Conservador y ahora vestía, comía y comulgaba como un hombre de izquierda. Entre tragos y falsas promesas se hizo designar como representante de la Junta Cívica Provincial, para ir a hablar con el 66
presidente Velasco Ibarra, llegó a ocupar ese espacio desde el momento en que se presentó con un discurso de izquierda, ahora hablaba del proletariado, de los burgueses, de la revolución socialista. Trajo un reguero de ideas socialistas, a las que las mezcló con el pensamiento de Cristo y de Marx. __Viva Cristo, Viva el Che, Viva la revolución. Vencer o morir. Con esta frase finalizaba cualquiera de sus intervenciones. Todos empezaron a creer en su verborrea malintencionada, era el primero en arribar al lugar de las concentraciones y el último en despedirse. “Debemos insistir ante el gobierno para que el paro se termine”. Les propuso a los cinco compañeros. Y añadió: “No creo que dure el paro para siempre”. Lo dijo con su voz adulona. Ninguno de los cinco jóvenes presentes estuvo de acuerdo. Después de varias discusiones resolvieron ir al día siguiente a adueñarse de las armas que había en El Estanco, las bombas molotov no pudieron fabricarlas debido a que había escasez de combustibles. Entre todos se tomaron las dos únicas botellas de licor que con esfuerzo consiguieron comprar, bebieron para calmar el frío atroz y para apaciguar el temor, sabiendo que el día de mañana se estarían enfrentando cara a cara con los militares en desiguales condiciones. Aquella noche no tomó más de dos copas el abogado Ricardo Henríquez, salvo el resto de jóvenes estaban algo ebrios. Salieron escondidos desde el lugar de la reunión secreta, que no era ni más ni menos que un cuartucho pequeño adecuado para mantener las reuniones clandestinas, en la que apenas cabían cinco bancos y una mesita. Nadie sabía de la existencia de aquel cuchitril. Estaba tan bien camuflado que ni siquiera los militares se dieron cuenta de la existencia de esta habitación encubierta, la noche en que fueron a saquearla y destruirla. 22:30 Terminada la reunión, primero fueron a dejar a Hugo en su casa que quedaba en la calle Olmedo y Pichincha, a media cuadra de la carpintería, justo en la esquina. Después pasaron dejando a Miguel Pozo, quien se despidiendo haciendo la “V” de la victoria con sus dedos de su mano derecha. “Mañana no se ahuevan” Les dijo y completó: “Llegarán temprano” Se despidió sin más. Galo Benavides le insistió al abogadillo Henríquez, para que se quedara a dormir en su casa que estaba ubicada en la esquina de las calles Junín y Maldonado. __Ven quédate a dormir. Le propuso. Y agregó: “Mañana salimos tomando café”. Pero el abogado se negó aduciendo que tenía que ir a acompañar a su esposa que estaba recién parida. __Mañana te esperaremos en el parque. Se lo dijo Galo 67
Benavides y entró a recostarse. El abogado Ricardo Henríquez le estrechó la mano y se fue con dirección al estadio Olímpico. El soplón desde hace días estuvo pasando toda la información que recopilaba, al capitán Mosquera, quien era miembro de Inteligencia Militar. 22:50 Al llegar hasta su casa, el abogado empujó con fuerza la puerta de entrada; pero sin hacer demasiado ruido, se dio cuanta de que estaba puesto candado, así que se agachó pesadamente para buscar la llave en el sitio acostumbrado. Inmediatamente después de abrir el portón, entró en puntillas tratando de no hacer ruido, apenas su perro guardián se acercó a olerlo. Este no ladró porque enseguida reconoció el olor penetrante y molestoso a chilca y a hierba mala que lo acompañó desde siempre a su amo. El abogado entró a la habitación de manera furtiva, no prendió la luz para no delatar su llegada, se cambió de chaqueta debido a que la anterior tenía impregnado un fuerte aroma a licor anisado y a cigarrillo barato. Ahora se probó la gabardina, una bufanda y el sombrero de lino que escasamente le entraba en su cabeza amorfa, al rato prendió el televisor que tenía instalado en la sala, le bajó el volumen al mínimo y enseguida el resplandor intermitente que proyectaba el aparato, se colaba por entre los gruesos pliegues de la cortina, emergiendo su tenue resplandor hacia el exterior de la casa. 23:00 Salió de su casa y caminó hasta la esquina, no avanzó más, porque la negritud de la noche le dio miedo. Prendió otro cigarrillo y esperó impacientemente un rato, el centelleo luminoso de su cigarro sin filtro encandilaba su cara, permitiendo que un juego de sombras le diera un aspecto aún más tétrico a su rostro montaraz, sobre todo a su verruga de harpía, funesta y escandalosa que tenía cerca de la ventana derecha de su nariz rolliza, además el fogonazo del fósforo al prenderlo, hizo que le resplandecieran sus manos toscas que tenían unas manchas de pintura roja después de haber estado pintando en la carpintería de Osvaldo Rosero varios rótulos alusivos a la protesta del día de mañana. Se alzó el cuello de su abrigo, tratando de parecerse a Humphrey Bogart, inclusive se puso el cigarrillo sin filtro en las comisuras de sus labios del lado izquierdo y ladeó el ala derecha de su estrecho sombrero. Es que él tinterillo era un fiel admirador de Bogart desde la noche en que vio su espectacular actuación en la película en blanco y negro titulada Casablanca, siendo estudiante del primer año de Derecho en la Universidad Central, por aquella época se dio el lujo de asistir al Teatro Bolívar de la capital, durante tres noches seguidas para admirar la beldad del actor, más no la belleza de Ingrid 68
Bergman; la compañera de reparto. Trató de imitar su sonrisa y se alisó el cabello con saliva para parecerse al galán, salvo que con su amoldada cara de barro seco no le daba proporcionalmente para parecerse a la estrella de cine. Con su rostro macilento y fúnebre; de aspecto vulgar, a lo sumo le serviría para personificar a algún triste matón de callejón. Metió las manos en su chaqueta de tela gruesa para protegerse del frío de la medianoche. No había nadie que delatara su presencia, así que se sintió aliviado, quiso entrar a apagar el aparato televisivo; pero recordó que esa era la señal que acordaron con sus superiores. Aunque nunca entendió el por qué debía tener encendido el aparato. 23:05 Esperó un poco más, tratando de que el tiempo pasara más aprisa, alzó la mirada para contar las estrellas, a lo sumo divisó un poco más de veinte, así que decidió sacar otro cigarro, dio la primera bocanada y al mismo tiempo en que botaba el humo espeso, tanto por la nariz como por su boca, vio que se acercaba un auto Chevrolet del 65, que se paró justo delante de él. Del interior salió una voz conocida. __Disculpe la demora. __Tuvimos que tomar por otro camino para llegar hasta aquí. Lo dijo como justificándose por su demora de algo más de cinco minutos. Era la voz del capitán Mosquera que lo invitaba a subirse al auto, en su interior se encontraban dos soldados aparte del chofer, quienes iban armados sólo con pistolas calibre 38, es que les fue imposible meter en la cabina los largos fusiles Máuser. El abogadito Henríquez desembuchó todo, les contó acerca de los preparativos que estaban realizando los cinco jóvenes, en el trayecto prendió otro cigarrillo y se guardó la cajetilla sin compartir un tabaco con los soldados. Fue proporcionándoles sin olvidarse ningún detalle de todos los datos necesarios para que los agarraran in fraganti a los cabecillas de la revuelta, les dio las direcciones de sus casas y pormenorizó los detalles de sus caras y físicos. 23:37 Cuando estuvieron cerca, el abogado les señaló con el dedo índice, la casa donde tenía Osvaldo Rosero instalada la carpintería, los uniformados recibieron la orden que les impartió el capitán Mosquera para que forzaran la puerta. __Traten de no hacer bulla. Les advirtió el oficial __Si mi teniente. Le contestó el sargento Isidro Tatés, mientras apuñaba la bayoneta de su fusil. 69
No demoraron más de cinco minutos en arrasar con lo que encontraron dentro del local, sin embargo no hallaron prueba alguna que los imputara, entonces se dedicaron a saquear, se llevaron un costal lleno de herramientas, que pusieron con esfuerzo en la cajuela del automóvil, regresaron para tratar de incendiar la carpintería; pero los detuvo desde el interior del automóvil, la voz entumecida del capitán. __Ni lo intenten. Les advirtió con firmeza. Y añadió: Pueden quemar todo el barrio, ¿No ven que son casas de bareque? 24:07 Media hora después, el tinterillo traidor apagaba el televisor y se acostaba a lado de su mujer. Intentó abrigarse poniendo sus piernas enclenques y friolentas sobre las regordetas de su esposa; pero ella lo rechazó. __No seas pendejo, se me pude secar la leche de mis tetas. Lo dijo su esposa con su voz arrabalera. El Judas restó importancia a las palabras somnolientas de su mujer que estaba recién dada a luz de su quinto hijo y esbozó una larga risita pérfida, que su consorte apenas la escuchó rechinar como el carcomer de una rata, simplemente así se la imaginó porque la habitación estaba completamente a oscuras. El traidor se sintió jactancioso y útil por primera vez en su vida. En recompensa, después de que terminó la revuelta, lo mandaron a trabajar en un cargo secundario en un ministerio en la capital y le otorgaron una beca para que su sobrino entrara a estudiar en el colegio militar. El día del 26 de mayo 05:00 El repique melancólico y místico de las campanas de la iglesia San Francisco indicaban que eran las cinco de la mañana, afuera estaba demasiado oscuro, tanto que no se podían distinguir los trazos de las montañas a lo lejos, a esa hora el frío era inclemente y penetrante, aún así la señora Hortencia Bustos levantó a su hijo a quien todos lo conocían con el apodo del Caballo, quien era de contextura fornida y sus músculos fueron esculpidos a base del uso diario de la pala y del azadón, su piel fue bronceándose y curtiéndose por los despiadados rayos solares propios de las tierras altas que queman y achicharran con enardecimiento. Era un joven arisco de manos gruesas y callosas, quienes lo conocieron manifestaron que el Caballo, tenía “la mano sellada”, a quien la policía le prohibió terminantemente pelear, debido a podía matar a un toro con un 70
solo golpe y hacerle añicos los cuernos si así lo quisiera. Los sábados por la tarde acudía a jugar “pelota de tabla” en los potreros del estadio Quillasinga, era poseedor de una risa sardónica, estentórea y aterradora venida del más allá. Esa madrugada su madre lo apresuró para que fuese a dejar en la casa de su comadre doña Emperatriz Acosta, una carga de alimentos. El Caballo agarró una carretilla y puso sobre ésta el encargo. __Tendrás cuidado. Le advirtió su madre quien estaba prendiendo la hornilla de carbón. “Cuando vuelvas tendré listo el café con tortillas de tiesto”. Le completó indicando para que apurara con el mandado, porque sabía que a su hijo le gustaban las tortillas que ella preparaba. Se lo dijo mientras soplaba el carbón que empezaba a arder. Su hijo salió de la casa que quedaba en la bajada cerca de la piscina de Los Tres Chorros, caminaba con parsimonia, no iba apurado, sin embargo por las grandes zancadas que daba al caminar, quien lo viera, pensaría que iba transitando ligero. El obsequio que le envió su madre, aquella vez a su comadre, era debido a que ya no se podían encontrar alimentos por ninguna parte. El Caballo a pesar del frío que hacía en esa hora, se arremangó la camisa blanca y siguió tirando de la carretilla, subió la empinada cuesta de la calle Gran Colombia sin hacer demasiado esfuerzo, en esa época esta calle no era más que un camino estrecho que los niños utilizaban para acortar el camino que conducía hasta la escuela “La Salle” desde diferentes sitios de la ciudad. La habían ido marcándola, convirtiéndola con el paso del tiempo, en un sendero transitable. Estando en la esquina de la calle Diez de Agosto y Gran Colombia, se detuvo para prender su cigarrillo sin filtro de marca “Piel Roja”, ahí se quedó un rato, sólo continúo con su recorrido el momento en que terminó de fumárselo por completo, además le faltaba menos de dos cuadras para llegar a la casa de la comadre. El toque de queda instaurado en toda la provincia del Carchi, desde hace cuatro días, donde estaba terminante prohibido caminar por las calles de la ciudad durante todo el día. 05:28 Deben haber sido las cinco y treinta, cuando una patrulla militar divisó al Caballo, dieron marcha atrás al jeep y fueron directo hacia él, el momento en que estuvieron cerca, le ordenaron que se detuviera. Él así lo hizo, se paró en seco, enseguida se bajaron cuatro militares rasos, quienes le ordenaron que se acostara para revisarlo. “Eso no lo verán” Les contestó, mientras las crines de su cabellera se encresparon violentamente. __Es una orden pastuso hijueputa. Gritó una voz con acento serrano. 71
__A mí ningún bámbaro me da órdenes. Les increpó mientras hizo a un lado la carretilla. Los miró desafiante. Entre los cuatro conscriptos trataron de arrestarlo, pero no fueron capaces de moverlo del sitio en donde se encontraba parado. “Ven vos si es que te crees hombre” Lo retó al subteniente serrano. De pronto, de manera aleve, el oficial sacó su arma de dotación y le disparó al Caballo, algo así como seis tiros. En seguida les ordenó a los soldados rasos, que le confisquen lo que tenía puesto en la carretilla. A lo mejor fue el hambre que los acosaba desde hace varios días, el que los incitó para hacer semejante salvajada con un hombre que no había hecho nada malo. Se llevaron dos quesos, un quesillo, una panela, un quintal de papas y medio costal de habas y otro tanto de mellocos. El subteniente debió inventarse una historia creíble y puso en el parte correspondiente, que se vio obligado a abatir a un abastecedor que llevaba víveres para los revoltosos, porque lo ascendieron a teniente por el valor demostrado. 05:37 Nadie sacó la cabeza para ver lo sucedido, debe haber sido por el temor o por el frío, total es que el cadáver quedó desangrándose tendido en la acera durante unos diez minutos. Su madre que estaba poniendo las primeras tortillas en el tiesto, presintió que algo le pasó a su hijo, porque en el instante en que escuchó los disparos, una chiguaca completamente negra, se posó en el patio de su casa. La sangre de su hijo hizo un extraño recorrido, empezó a transitar despacio por los recovecos del camino; pasó de manera continua por los recodos, siguió por la esquina, sorteó algunas sinuosidades y giró hasta llegar al frente de su casa, donde se detuvo formando un charco espeso. En el instante en que ella notó la sangre, tuvo la certeza que habían matado a su único hijo. Se cubrió la cabeza con un chal negro, debió ser por el atormentador frío de la mañana o porque iba preparándose para el luto. Siguiendo la pronunciada línea sangrosa llegó hasta el cuerpo de su hijo. Lo encontró tendido, tenía agarrada con su fuerte mano la pata de la carretilla, para no permitir que se la llevaran los milicos. 05:48 Ella se sentó a su lado, lo levantó y lo puso sobre sus piernas. Fue la imagen perfecta de La Piedad de Miguel Ángel, al rato le cerró los ojos con una dulzura de madre apenada; así despacio. Le pasó sus manos dulces por todo su rostro como si se tratase de una caricia. Las lágrimas de doña Hortencia bañaron la cara de su hijo que por fin expiraba. Entre cuatro vecinas cargaron el cuerpo en la carretilla de madera, para llevarlo hasta su casa; pero sólo su madre se encargó de limpiarle las heridas lacerantes de bala, frotó su esbelto cuerpo con paños de agua tibia, le 72
rasuró su aparecida barba con una filuda navaja, le lavó suavemente su cabellera larga y negra y se dio modos para vestirlo con un traje de su difunto esposo. Quedó tan bello como ángel de porcelana. No se cansó de llorarlo, lo hizo en medio de un silencio sepulcral, sus lágrimas penetraron hasta humedecer gran parte del ropaje que le había puesto. Y se quedó dormida posando delicadamente su cabeza encima del cadáver. 08:17 Don Primitivo Canacuán, junto con varios mingueros, habían acabado de construir la piscina de “Los tres chorros” hace menos de dos meses y ya se hallaba excavando en el antiguo cementerio que quedaba cerca de la Escuela 11 de abril, tenían formado un enorme montículo de huesos de varias tumbas con nombres inidentificables. Algunas partes óseas halladas aún conservaban el típico color blanquecino, otras estaban totalmente amarillentas y muchas empezaron a desmoronarse apenas las encontraron, quedando convertidas en una especie de polvo calcáreo. Encontraron también cuerpos que empezaban a descomponerse, eran ataúdes llenos de pelos, uñas y jirones de carne seca, parecida a la carne ahumada. Algunos de los cadáveres se rehusaban a ser exhumados, así lo hicieron saber a don Primitivo en todos los sueños que tuvo durante los días que duró la excavación. “La muerte te acecha”. Le advirtió uno de ellos, el momento en que se le apareció en el sueño. Al día siguiente se lo fue a contar al padre Padilla. __ ¿Debo hacerle caso a los sueños? Le preguntó. __Anda tranquilo hijo mío, que los sueños son sólo sueños. Le indicó el anillo el cura para que lo besara y luego lo bendijo. Realizaron esta labor durante toda la semana, se dieron el trabajo de ir a dejar varios bultos con huesos hasta las catacumbas del nuevo camposanto lleno de figuras de ciprés. Aunque algunos de los restos óseos cobraron vida y no dejaron de traquetear ni de moverse hasta cuando los depositaron para siempre en el osario. 08:32 Pasó una patrulla militar con seis soldados, cerca del lugar donde se encontraban cavando, todos ellos iban armados. Don Primitivo tenía agarrado una tibia con su mano derecha, a la que le faltaban dos de sus dedos, y en la otra mano, llevaba agarrada algo que se asemejaba a una pelvis, alzó la cabeza para mirar quien levantaba tanto polvo, sin embargo el militar que conducía el jeep Willis, le advirtió al resto de compañeros. “Ese tipo de la esquina está armado”. Don Primitivo levantó su mano derecha y efectivamente parecía que tenía un arma. Apenas 73
blandeó el hueso, tratando de gesticular un saludo, sin mediar otra explicación, recibía un certero disparo que le destruyó el estómago, el esófago, el hígado, el bazo y el páncreas. Fue tan repentino el tiro, que cuando saltaron los órganos estos seguían pulsando y los intestinos continuaban con su labor digestiva. Enseguida se escucharon varias detonaciones, así que el resto de los mingueros salieron corriendo a refugiarse, dejando ahí tirado el cadáver de aquel hombre que siempre estuvo presto a trabajar sin cobrar ni veinte reales por su labor. Ahí quedó tendido moribundo a lado de la tumba del hombre que se le presentó en el sueño para advertirle sobre su inminente muerte. Cerca del medio día, sus dos hijos mayores, de los nueve que tuvo, debieron escabullirse y llegaron al sitio donde se encontraba caído su padre. Lo subieron en el caballo que llevaron, lo amarraron boca abajo y así lo cargaron para velarlo. Fue un velorio que duró tres días, con la sola presencia de su mujer y el resto de sus hijos. No hubo nadie más que acompañara en el dolor de su familia, porque continuaba decretado el estado de emergencia y nadie podía salir de sus casas. 08:48 Antes de las ocho de la mañana, los cuatro camaradas, estuvieron esperando al abogado Henríquez en el Parque de la Independencia con el objetivo de hacerle conocer sobre el robo que había sufrido la carpintería de Osvaldo Rosero, además querían comentarle sobre las acciones que iban a realizar para ir a sacar las armas del Estanco, también querían saber en donde había dejado guardando una resma de panfletos revolucionarios que debían repartir cuanto antes a los transeúntes que empezaron a llenar el parque, tampoco pudieron encontrar las dos cajas de municiones que les proporcionaron los miembros del club de caza y pesca. Lo estuvieron esperando cerca de dos horas; pero nunca llegó el tinterillo Ricardo Henríquez a la cita. 09:01 A las nueve de la mañana ya corrió la voz de que los soldados habían disparado y matado al Caballo y a don Primitivo Canacuán y herido a varias personas. Luego de varios discursos que pronunciaron algunos de los lideres de la Junta Cívica Popular, frente a más de quinientas personas, el joven Hugo Villarreal, quien trabajaba en las oficinas de Inspectoría del Estanco, que funcionaba en el edificio de la Autoridad Portuaria, les recordó a los cuatro amigos, que debían ir a asaltar dichas oficinas para sustraerse las armas que había en el sitio. 09:43 Así lo hicieron, varias de las personas que se encontraban escuchando los discursos en el parque de la Independencia, bajaron por la 74
calle 10 de Agosto, pasaron por el barrio Los Chicos Buenos, avanzaron frente al Colegio Nacional “Tulcán” y llegaron en menos de nueve minutos hasta las calles Rafael Arellano y Panamá, ya estando allí, vieron que las oficinas del Estanco, estaban protegidas por una puerta de madera de la cual colgaba un viejo candado, que no cumplía con los requerimientos mínimos de seguridad, bastó un empujón por parte de los aireados manifestantes para que se pudieran abrir la puerta principal. Ya adentro se encontraron con tres cajas de municiones y se recuperaron más de veinte armas, entre carabinas y fusiles, algunas estaban en un estado tan deplorable que prefirieron dejarlas botadas, ocho de esta carabinas, se repartieron entre quienes tenían conocimiento sobre el manejo de armas. De una de estas armas, se hizo cargo Galo Benavides, un joven estudiante que recién había llegado de la antigua URSS, de la otra escopeta se encargó otro joven militante de izquierda llamado Miguel Pozo. También agarraron estas armas Hugo Villarreal, Jaime Pozo, Tirofijo y Osvaldo Rosero, quien había sido perseguido político por la Junta Militar años atrás y tuvo que exiliarse, primero en Cuba y luego en China, en donde recibió entrenamiento de guerrillas. En el momento en que tuvieron las armas, se dirigieron de nuevo al parque de la Independencia y entregaron el resto de armas a alguno de los presentes quienes se peleaban por tenerlas. Los militares sabían de antemano la logística que prepararon los jóvenes rebeldes, gracias a la información que les proporcionó el abogadito Henríquez; pero llegaron demasiado tarde al Estanco, justo cuando las armas ahí halladas fueron repartidas; tuvieron que lamentar su atraso, ahora ya no eran los únicos armados. Horas después se enteraron los jóvenes revolucionarios que el energúmeno jurista Henríquez los había traicionado, la misma noche de la última reunión clandestina. __No disparen en vano, que después nos harán falta las municiones. Profetizó Osvaldo Rosero y todos dejaron de disparar. Entre ellos organizaron y lideraron pequeños grupos para inmediatamente apostarse en las esquinas principales de la ciudad, otros ciudadanos se encaminaron a tomar posiciones en diferentes puntos de la urbe. Hubo una considerable cantidad de cercos, palos, piedras y llantas, de barricadas con sacos de arena, colocadas en cada una de las trincheras, la una estaba ubicada en la esquina del edificio del Sindicato de Choferes, otra al filo de las calles Sucre y 10 de Agosto y la última en
75
frente al municipio que estaba en construcción. Siete u ocho rebeldes subieron a la azotea del edificio Episcopal. 09:52 Ni bien se instalaron en las diferentes posiciones de defensa, cuando uno de ellos regresó apurado con la noticia. __Por ahí viene un camión con militares. Llegó entre gritos quien se acercaba presuroso al parque. __ ¿Por dónde? Preguntó Osvaldo Rosero. Quien llegó con la noticia, indicó con el dedo índice de su mano derecha, en medio de su palidez y del sudor lleno de nerviosismo, indicando hacia la parte lateral izquierda de la escuela Colón y de la esquina de las lavanderías populares, su dedo dibujó la carretera empedrada que conducía hacia el Campo de Aviación. Enseguida se reunieron más de ocho jóvenes, todos ellos armados y corrieron por la calle 10 de Agosto, avanzaron hasta la calle Maldonado y los esperaron en la escalinata. El camión militar pintado de verde oliva avanzaba pesadamente lleno con treinta y dos soldados, la tropa venía encerrada en el cajón tapados con una carpa de lona brocheada con grasa quemada, que juntados con la respiración agitada, el sudor, el miedo y la pólvora y el calor; el olor en su interior debió haber sido insoportable. Dejaron de rezar el momento en que el automotor frenó bruscamente al frente de la zanja, que las mujeres de negro desempedraron la vía la noche anterior y luego la destajaron. El cabo que iba a lado de la puerta del camión se bajó confiado a inspeccionar la vía empedrada, después de dar parte al oficial de que no había la manera de que pase el vehículo, recibió la disposición de ir a abrir la carpa para ordenar a los soldados que bajasen porque debían continuar con el recorrido a pie. El teniente recibió órdenes superiores por la radio portátil, al rato les indicó a sus subalternos que debían llegar a la escuela y de ahí formarían tres grupos y que cada grupo iría en diferentes direcciones. __Que sea breve. Lo dijo y agregó: __Acaben con los que encuentren a su paso. 10:11 Antes de que empiecen a caminar, los uniformados fueron emboscados, de pronto desde las gradas se escucharon una infinidad de estremecedores y estruendosos disparos que iban directo hacia los cuerpos de los soldados. Los gritos desesperados pidiendo auxilio, se fueron apagando simultáneamente al compás de la balacera que debe haber 76
durado menos de seis ensordecedores minutos. Durante el sorpresivo ataque se pudo observar a varios militares salir huyendo despavoridos, tratando de salvarse de ser linchados y con la muerte pisándoles los talones. Después de haber consumada la masacre, quienes dispararon, regresaron al parque de la Independencia, luego de aquí se dispersaron, unos se dirigieron a la esquina de las calles Sucre y 10 de Agosto, cuatro se marcharon a ubicar en los bajos del edificio de la Cruz Roja, tres más subieron hasta la azotea del edificio Episcopal y Tirofijo se fue solo hasta el campanario de La Catedral. __La situación es grave. Dijo mi padre con su voz seria. Y añadió “Dicen que ya son ocho los muertos” Cerró sus ojos e hizo una mueca de preocupación. Cuando alguien preguntaba dónde quedaba ubicada la carpintería de don Benigno Tarapués, casi nadie le daba razón, lo contrario sucedía si alguien indagaba preguntando por el taller del maestro el “Siete Dedos”, hasta los más pequeños sabían en dónde estaba ubicado dicho taller. Benigno Tarapués, siendo niño perdió tres dedos, apenas le quedaron el dedo pulgar y el índice de su mano derecha, lo que le daba un raro aspecto de garfio. Sucedió en el momento en que arreaba un chancho malgeniado para llevarlo al sacrificio, el cerdo no quiso caminar más, parándose en seco, Benigno le asestó entre cinco o seis fuetazos con su pequeño cabestro, sin embargo el animal siguió necio parado sin moverse; tal vez presintiendo lo que le iba a suceder. El muchacho intentó acomodarle la soga que tenía atascada por entre las patas delanteras, en el instante en que se acercó, el puerco bajó la cabeza instintivamente mordiéndole la mano del infante. Se despertó al siguiente día con su mano inmovilizada e incompleta. Dejó de asistir a la escuela Sucre, debido a que se vio impedido de seguir escribiendo. Al mes entrante, después de cumplir los diez años de edad, su padre lo llevó a la carpintería del maestro a quien apodaban como el “Ñato”, con el objetivo de que aprendiera el oficio. En un principio, el maestro lo tenía meneando una vieja olla puesta al fuego que contenía un pegamento ocre que tenía un penetrante olor a pezuña, la gelatina hedionda servía para pegar la madera. Con el paso de los meses fue aprendiendo a martillar y a armar cajones pequeños. A los veintitrés años de edad era ya todo un experto ebanista, a pesar de tener su mano mutilada, tallaba la madera de forma magistral. Nunca quedó mal con ningún cliente, pues siempre entregó las obras en el tiempo pactado. Debe haber tenido treinta y cuatro años el día en que empezaron a tornarse más cruentas las marchas convocadas por la Junta Cívico Popular, en contra 77
de la medida antipopular decretada por el presidente Velasco Ibarra. De la misma manera, la represión por parte de las fuerzas del orden fue manchándose de sangre. Aquella mañana, se disponía junto con otros compañeros de la asociación de carpinteros a participar en la marcha convocada a través del altoparlante colocado en un vehículo alquilado a don Serafín Quistial, que pasó recorriendo la ciudad entera. Según transcurrían las horas, la protesta fue tornándose cada vez más vehemente y con señales inapelables de violencia. El Siete Dedos llevaba una pancarta en apoyo a la revuelta, se acercaba presuroso al parque de La Independencia lugar de la conglomeración masiva. “Vamos a protestar o esto se va al carajo” Les dijo a unos betuneros que los encontró a media cuadra del lugar de la concentración. Iba muy entusiasta y con los ánimos muy encendidos, antes de voltear la esquina de las calles Ayacucho y Sucre, sintió como un minúscula chispa le quemó en la parte trasera de su cabeza, él ni siquiera tuvo tiempo de darse cuenta que le brotaba un hilo de sangre, el chorrillo caliente fue avanzando por la nuca, la sangre siguió su curso empapando la espalda de su saco de lana de borrego y toda la parte trasera de su grueso pantalón de tela dril. Ni siquiera se dio cuenta que le habían disparado, intentó avanzar hasta donde se encontraban reunidos los demás compañeros, sin embargo sus piernas ya no recibieron la orden del cerebro para caminar, cayendo desplomado ante el asombro y el griterío de los presentes. El tiro fue disparado por el teniente Luna, quien había permanecido sin poderse mover, agazapado en la misma posición de disparo durante algo más de una hora en el campanario de la capilla del colegio de las Bethlemas. Tiempo suficiente para que sus piernas empezaran a adormecérsele. El teniente Rodrigo Luna se había graduado como comando paracaidista hace no menos de un año y tres meses y ya se encontraba planificando para el próximo mes de agosto realizar el temido Curso de Selva, del que pocos lograban pasarlo con éxito. Lo planeó para el siguiente mes, después en que se llevara a cabo su matrimonio. Esa tarde el teniente Luna estaba franco y se reunió con cuatro de sus tías en la casa de una de ellas, allá por el sector de la Terminal Terrestre. El motivo para este encuentro fue hacer los preparativos para su boda que se llevaría a cabo el próximo sábado a las cinco de la tarde en la capilla del colegio de las Hermanas Bethlemas. De pronto un viejo jeep Willys militar, con cuatro soldados a bordo, aparecía raudo transitando por las calles áridas y 78
sinuosas del lugar, levantando tanto polvillo reseco que la estela pronto se convirtió en una extensa nube seca de barrenillo amarillento que dejó empolvando las pocas casas de adobe y teja que encontró a su paso. Tardó tanto en disiparse la nube polvorienta, que a su regreso aún seguía metiéndose por las últimas rendijas de las casas y espolvoreando todo lo que encontraba en el lugar. El viejo jeep que sirvió en la guerra del Cuarenta y Uno, se estacionó en la puerta de entrada de la casa donde se encontraba reunido el teniente Luna con sus tías. Fueron cuatro o cinco golpes apurados y marciales los que cayeron pesadamente sobre el eclesiástico portón café. La menor de las cuatro tías, a quien en el barrio la conocían como la “Muñeca” fue la encargada de ir a abrir la enorme puerta de madera, iba recogiéndose el delantal azul para atender a quien llamaba a la puerta con premura, no acababa de cruzar el patio de tierra y se sintió de nuevo el golpeteo urgente en el portón. __¿Quién es? Preguntó mientras se colocaba una bincha en su abultada y bien cuidada cabellera negra. __Con mi teniente Luna, por favor. Dijo desde el otro lado de la puerta, una voz ronca castrense El teniente Luna se encontraba depurando la enorme lista de invitados, se podía observar los tachones de los nombres de los personajes menos importantes e iba incorporado los apellidos de varias familias que en las tres primeras listas no fueron incluidas por olvido u omisión. Entre sus tías y él, se encontraban en un dilema porque no debían sobrepasar los ciento veinte invitados y tenían anotados más de ciento cincuenta que eran los familiares más allegados. “Y eso que faltan los invitados de la novia” Le recordó la tía Magdalena. Y el asunto se les complicó aún más. Dejó a un lado el lápiz y el cuaderno y salió presuroso al encuentro con el sargento Lomas, quien le notificó que debía presentarse de manera urgente en el cuartel Mayor Galo Molina. La orden era que él, junto con doscientos soldados que llegaron desde diferentes destacamentos militares del país debía disolver la sublevación sangrienta que aquí se estaba produciendo, con el saldo de ocho muertos entre civiles y militares y veinte heridos graves. No tuvo tiempo ni siquiera para tomarse el café con pan de maíz que la tía Dolores le puso en la mesa, a lo sumo agarró dos panes y sorbió dos bocados del café. “Le avisan a Sofía que el sábado nos encontraremos en la capilla” fue lo último que se le escuchó decir antes de que cerrara con fuerza el portón. 79
Hace más de seis meses se comprometió con la única novia que se le conoció, la boda entre él y la joven Sofía Alarcón iba a realizarse el próximo día sábado aquí en Tulcán. El día martes, tres meses antes de que estallara la revuelta, fue a pedir la mano de su novia y acordaron que la ceremonia religiosa se la realice el día treinta de mayo en la capilla del colegio de las Hermanas Bethlemas que quedaba en las calles Olmedo y Junín, diagonal a la casa de la señora Concepción Angulo. Ese fue el deseo expreso de la novia quien hace pocos meses atrás se graduó de bachiller en el mismo colegio. Como él no pudo comunicarse con su prometida por encontrarse en estado de emergencia dentro del cuartel, se dio modos para enviarle un telegrama, en la hoja le escribió ocho palabras, pero le bastó para decirle que no se preocupara y que en la capilla del colegio se encontrarían para sellar y hacer eterna la promesa de amor que se hicieron aún siendo aquellos jóvenes estudiantes y finalizó diciéndole lo mucho que la amaba. No estuvo seguro si le había llegado el mensaje a su prometida, porque el empleado de la telefónica nacional IETEL, que debió darle entregando el cablegrama en casa de la novia nunca más regresó a su puesto de telegrafista, ni encontraron la bicicleta en que solía ir a entregar los telegramas que regularmente llegaban a la oficina. Esta incertidumbre lo tenía en vilo y al borde de los nervios y no durmió en las tres noches siguientes, ni descansó lo suficiente como para estar atento ante cualquier situación que se le presentara durante la revuelta; así lo delataron sus aparecidas y pronunciadas ojeras de viejo. 10:15 A esas misma horas en que eran emboscados y acribillados algunos soldados en los bajos de la escalinata, el teniente Luna salió al mando de un grupo de diez soldados, todos ellos iban armados y equipados con sus trajes verde oliva, los cascos tenían una malla exterior y al cinto llevaban en la parte trasera una caramañola y al lado derecho cargaban una filuda bayoneta; con esta arma eran capaz de perforar y atravesar el corazón de un puerco semental sin causarle dolor. Antes de salir del cuartel rastrillaron los fusiles FAL por pedido expreso del teniente. Salieron del fortín militar con la orden de matar a cualquier manifestante revoltoso, al primer ignominioso que se encontrase alterando el orden público o a quienes difamaran, desprestigiaran o mancillaran con cualquier señal insultante o palabras subidas de tono y mancharan el buen nombre de las Fuerzas Armadas. __Al primero que aparezca le parten el alma. Fue una orden directa.
80
10:38 Los soldados al mando del teniente Luna llegaron cerca de la escuela Colón, enseguida se apostaron sigilosos en la esquina de las calles Ayacucho y Colón, a una cuadra de la entrada del cine del colegio Bolívar y ahí permanecieron hasta recibir órdenes superiores. Lo que nunca esperaron es que de un momento a otro fueron sorprendidos y atacados a bala por un grupo de exacerbados manifestantes liderados por Jaime Pozo quien era descendiente directo de los guerreros pastos, batallador, elegante para pedalear y único para devorar con su bicicleta las insipientes carreteras empedradas, nació para ser considerado una de las glorias del ciclismo nacional. Un año antes había participado en el campeonato de ruta y se llevó el triunfo dejando rezagados en el camino a medio centenar de ciclistas. Esa mañana fue uno de los que agarró un fusil en las afueras del edificio del Estanco, lo mismo hicieron sus amigos Segundo Ledesma y Carlos Morillo, entre los tres pusieron en un morral no más de cincuenta cartuchos de bala, tan grandes como un dedo de la mano y se marcharon hacia una barricada de piedras que colocaron en las esquinas de las calles Sucre y Diez de Agosto. Moviéndose a tientas por entre el parapeto ocasional, y sacando a ratos la cabeza para no ser alcanzado por algún tiro de algún despechado francotirador, entre los tres se dieron el lujo de detener el avance de los militares que querían entrar por las calles aledañas. Buscando siempre la protección de la barricada, Jaime Pozo y sus dos amigos ingresaron sin perturbar hasta una casa aledaña, así avanzaron, a escondidas y sin dejar disparar con sus armas que acusaban vetustez; pero que si embargo sus detonaciones eran tan estrepitosas que se las podía escuchar claramente a más de cuatro cuadras a la redonda. Luego avanzaron por medio de las bancas y los árboles del parque, llegando a la esquina del colegio Bolívar. Otros amigos y compañeros de lucha se encontraban disparando desde cada esquina del parque principal Los tiros certeros y el miedo que sentían los soldados, era favorable para los jóvenes rebeldes. La brizna helada de la media tarde se colaba por entre las piedras y los bultos de arenas de cada trinchera. Jaime Pozo y sus compañeros llegaron a socorrer a otro grupo de manifestantes quienes se encontraban en desventaja frente al elevado número de militares, un francotirador realizó acompasados y sincronizados disparos desde la azotea del edificio de la Cruz Roja, por orden del teniente Yunda, otro grupo de paracaidistas arribó por las calles Olmedo y Pichincha, a una cuadra más arriba de la iglesia de la Catedral. Eran poco más de veinte civiles contra doscientos comandos paracaidistas.
81
Utilizando estrategias militares de guerra de guerrillas, los comandos paracaidistas se situaron en la vereda contraria, así, para quienes se encontraban en los bajos del colegio Bolívar, tuvieran dificultad para disparar. __Necesitamos alguien que sepa disparar con la izquierda. Murmuró Jaime Pozo. __Yo soy zurdo. Lo aseguró Carlos Terán, a quien sus amigos lo conocían como el Indio. Fue lo último que se lo escuchó decir. El tiro que recibió Carlos Terán en su cabeza fue silencioso y tan estremecedor que su masa encefálica se esparció en el suelo empedrado, otra parte de sus sesos se impregnaron con fuerza tanto en el pecho de su amigo Jaime Pozo, que manchó violentamente su chaqueta con sangre y pólvora, así como en una de las ventanas esquineras del colegio. El cuerpo del Indio Terán fue llevado urgentemente hacia el parque, y ahí permaneció hasta cuando se terminaron los disparos. En los momentos más álgidos de la tarde, en que el sonido aterrador de los disparos y los gritos estremecía a quienes se encontraban en el parque, aparecieron niños que desafiaban a la muerte, ellos se delegaron para ir a recoger las vainas de los disparos, lo hacían con una frialdad terrible desafiando a la muerte con desparpajo, eran los encargados secretos de alcanzarles municiones a los rebeldes, de llevarles aguardiente puro en tinteros escolares para que el trago les ayudara a envalentonarse; permitiendo ser más audaces y certeros con sus disparos. Les alcanzaban múltiples mensajes de aliento y cartas de apoyo escritos por ciudadanos comunes y corrientes con el objetivo de que no desmayen y continúen peleando esta guerra genocida. Fueron los encargados de entregarles furtivas misivas de amor, de aquellas enamoradas espontáneas que sucumbieron febrilmente a la primera detonación que escucharon y les juraban amor eterno a los intrépidos combatientes. A los muchachitos se lo veía correr en medio del zumbido de las balas, de la sangre desperdigada y de los cuerpos tendidos en varias direcciones. Los jinetes del apocalipsis iban a su acecho. El mayor de los infantes no tenía más de nueve años, de ojos vivaces, ligero y compadecido, cargaba un hambre de tres días, Germán Guaña sorteaba todos los obstáculos a una velocidad pasmosa, salía desde el centro del parque, avanzaba hasta la calle Rafael Arellano y de ahí continuaba hasta llegar a las puertas del Estanco en donde le proveían de balas puestas en bolsas de tela, enseguida se regresaba e iba dejando contadas balas en cada trinchera desde donde se encontraban disparando los rebeldes. Hizo 82
seis viajes completos y dieciocho disparos le pasaron cerca. Sólo se detuvo en seco, el momento en que el tío lo sorprendió afanado contando las últimas veinte balas para entregarle a Jaime Pozo. Le pegó un puntapié en las nalgas. __Tu madre está segura de que te han matado. Lo regañó y le asestó otro puntapié. __Deja al muchacho. Lo desafió Jaime Pozo mientras le apuntaba con su fusil. Y añadió: __Lo topas y te mato. Le advirtió en serio. Y por ahí se los veía revolotear a los chiquillos, sólo dejaron de hacerlo el momento en que los paracaidistas irrumpieron en las inmediaciones del parque de la Independencia. Los militares que se encontraban apostados en la calle Ayacucho y Colón, no tuvieron tiempo para repeler la cruel arremetida de los manifestantes y salieron en precipitada carrera como cucarachas descubiertas. Todos los soldados huyeron hacia la parte trasera de la escuela Colón, menos el teniente Luna quien logró escabullirse en las inmediaciones del colegio de las Hermanas Bethlemas, logrando con premura refugiarse en el campanario de la capilla donde tenía planeado casarse en menos de diez días. Realizó entres cinco disparos, el uno alcanzó a incrustarse en la cabeza del Siete Dedos, después de eso permaneció escondido sin poderse mover por más de una hora. Bajó las graderías haciendo un gran esfuerzo porque las piernas las tenía acalambradas y el hormigueo no le permitían avanzar en la forma deseada. Llegó a la puerta de entrada de la capilla, luego sigilosamente avanzó hasta el enorme portón de hierro forjado y ahí se detuvo, no pudo salir debido a que la puerta tenía colocado un enorme y pesado candado oxidado, tampoco se arriesgó a escalar las rejas por el fatal hormigueo que sentía en sus piernas. Intentó subirse a la cerca; pero se detuvo al notar la presencia de algunas personas que se encontraban disparando muy cerca de ahí. Volteó para intentar dirigirse por la parte trasera, avanzó dos o tres pasos y se acercó hasta la figura de cerámica de la Virgen María quien custodiaba la entrada de la capilla. Se persignó tres veces antes de que un proyectil enemigo perforara su espalda y quedara tendido en la puerta principal de la capilla. Desde la esquina del edificio de la Cruz Roja, uno de los cuatro rebeldes que se encontraban disparando, le alcanzó a ver apenas la silueta verde oliva y no dudó en dispararle. El tiro fue certero.
83
11:06 El Ojo de Manteca llegó apurado cerca de las diez de la mañana hasta el Parque de la Independencia en donde la gente se había reunido para recibir las pocas escopetas que se sustrajeron de las oficinas del Estanco. Allí se encontró con sus tres amigos del club de caza y pesca. Después de que emboscaran y acribillaran a los militares en las escalinatas cerca de la vía que conectaba con el Campo de Aviación, entre los cuatro amigos decidieron irse a ubicar hasta los bajos del edificio de la Cruz Roja, lugar en donde había un árbol de pino y tenía un pequeño cerco de molones de no más de noventa centímetros de alto. Allí se ubicaron y desde allí disparaban a los uniformados. Por un lapso de ocho minutos, todo quedó en silencio, así que el Ojo de Manteca, decidió salir de su escondrijo y caminó unos diez metros, el momento en que cruzó por las calles Junín y Olmedo y antes de llegar a la casa de la señora Mariana Cerón, olfateó igual como lo hacían sus perros de caza y notó que una ráfaga de adrenalina provenía de alguien que se escondía en la capilla. Arrugó al máximo su ojo sano y alcanzó a divisar, la silueta de un hombre que llevaba puesto el uniforme militar; quien se movilizaba con cierta dificultad. Es que durante los años en que se viajó hasta el páramo del Chalpatán, se hizo un experto cazador donde aprendió a olfatear a sus presas a varios metros de distancia. También era conocido entre los cazadores que él podía a cualquier hora del día o de la noche matar a un venado o a un conejo de un solo tiro. Esa tarde miró como la figura se deslizaba con dificultad por entre las escalinatas del campanario, no les avisó a los otros tres compañeros, solo les indicó que hicieran silencio tal y como lo hacen los cazadores más experimentados. Supo de inmediato de que se trataba de un enemigo, entonces se metió sin ninguna autorización en la cuadra de la casa de doña Concepción Angulo que quedaba en la calle Olmedo, diagonal a la capilla del colegio, apuntó con su ojo sano y cuando lo tuvo en la mira, apretó el gatillo de su escopeta Manchester una sola vez, el plomo se dirigió directo hacia el corazón de su víctima. Sin darle tiempo a nada, la muerte lo agarró y lo dejó tendido en la entrada de la capilla en medio de su sangre. La víctima era el teniente Luna, que murió tal y como Jesucristo, pues estaba totalmente ensangrentado y con los brazos abiertos, con la única diferencia de que se encontraba al revés; es decir con la boca para abajo. Junto al portón eclesiástico, estaban esparcidos restos de carne y astillas de huesos. El orificio negruzco de ingreso que presentaba en la espalda apenas era perceptible, en cambio el hueco que dejó la munición al salir del cuerpo del infortunado militar era espantoso, el proyectil hizo estallar el pulmón izquierdo que despedazó casi por completo la caja torácica, pasó pulverizando el corazón al punto 84
de desaparecerlo, el brazo izquierdo quedó convertido en un muñón de carne humeante, que dejó una pestilencia de carne chamuscada que permaneció tres días flotando en el ambiente sacro de la capilla. La muerte llegó transformada en una bala de escopeta. Quien le disparó fue un mecánico a quien apodaban como el Ojo de Manteca, debido a que su ojo izquierdo carecía de pupila y quedó ciego de su ojo el día en que se fue de cacería al páramo del Chalpatán con un grupo de amigos. Antes de ir a buscar venados dejaron colocando una trampa artesanal, a su regreso cerca de las siete de la noche, el mecánico se arrodilló para cerciorarse de cuántos animales pudieron haber quedado atrapados en el artilugio mortal. Mientras se acercaba, con una debilitada luz de una linterna, vio que dentro de la trampa permanecía un animal que se movía con desespero tratándose de zafar del mecanismo letal. Él creyó ver a un conejo de monte, se agachó y lo agarró del cogote e intentó sacarlo para ponerlo en un costalillo; pero su sorpresa fue mayúscula al enterarse de que lo que tenía entre sus manos era un zorrillo, el animal con su instinto de defensa le lanzó un chorro fétido de orina a su cara; llevando la peor parte su ojo izquierdo. La hedentina en su cuerpo le duró varias semanas, cada mañana se dedicaba a embadurnarse la cara y los brazos con aceite quemado de los motores que arreglaba para calmar en algo la pestilencia que emanaba su ojo seco. La semana de los incidentes se dedicó a trabajar por las noches, debido a que por las mañanas durante las manifestaciones, se escuchaban disparos y los gases lacrimógenos no le permitían trabajar de la manera adecuada, pues los sobresaltos nerviosos que sufría eran continuos, además le prohibieron abrir su mecánica las mujeres de negro. “Debes apoyar la revuelta”. Eso se lo dijo una de las “Flechas” quien estaba a cargo de hacer cerrar los negocios. La noche del día jueves no fue la excepción, estuvo trabajando hasta las primeras horas del día siguiente, junto con dos operarios suyos. La noche estuvo tranquila, salvo por los típicos disparos al aire que hacían cada media hora tanto los uniformados, así como los civiles; para matar el aburrimiento. En la mañana siguiente no se acostó para recuperar el sueño perdido, apenas se recostó un rato y después de lavarse la cara, cogió su escopeta de cazador, una funda de tela que contenían no más de treinta municiones; iba malhumorado por falta de sueño. 13.00 Tanto el Ministro Talbot, así como el Ministro de Defensa, y los Altos Mandos Militares, debieron organizar de manera urgente otro intento para recuperar la ciudad, esta vez ordenaron que sean doscientos los comandos paracaidistas los que debían venir, también le ordenaron al 85
teniente Villacís que esta vez debía hacerlos saltar cerca del Campo de Aviación de El Rosal. 13:16 No se sabe como hicieron para comunicarse entre ellas, ni como lograron reunirse en tan poco tiempo más de cien mujeres vestidas de negro quienes sufrieron en carne propia la violencia que soportaron sus esposos, sus hijos, sus hermanos. Se agruparon las decididas mujeres combatientes “Vamos a agarrarlos como ayer” Les recordó Maruja Carvajal. Y el resto de mujeres levantaron el puño. Antes del repique de las campanas de la iglesia de San Francisco anunciara las dos de la tarde, la mayoría de las mujeres tulcaneñas llegaron hasta la inmediaciones de la pista del aeropuerto Tcrnel Luis A. Mantilla. Alguien llegó con la noticia de que pronto llegarían más aviones con más paracaidistas “Para tratar de una vez por todas poner fin a este levantamiento espurio y carente de toda lógica” Como lo manifestó un ministro velasquista en una entrevista radial. La marea negra liderada por Maruja Carvajal había comenzado a devorar el camino, cada mujer iba cargando siete pesadas piedras, de este modo avanzaron por la calle Ayacucho, pasaron por la escuela Cristóbal Colón, de ahí bajaron hasta el pequeño puente de madera que estaba colocado sobre el río Chana, fueron subiendo por la vía empedrada, pasaron cerca de las chancheras de El Rosal. Después de un poco más de media hora llegaron hasta el campo de aviación y ahí regaron las piedras en la parte central de la pista, ellas se acostaron en los espacios restantes, para no permitir que ningún avión militar aterrizara. Maruja Carvajal, junto con sus dos hermanas, trabajaron desde niñas ante la ausencia de su padre, se desempeñaron en tantos trabajos todos mal pagados y esclavizantes, lo que les permitió que su espíritu se volviera indomable. Con ese sufrimiento de lucha se convirtieron en las líderes de la revuelta y estaban al mando de más de ciento quince cacharreras, quienes se enfrentaban con los militares a puño limpio. 13:18 Por la tarde, el mismo avión Hércules, realizó cuatro vuelos más y en cada recorrido, traía consigo cincuenta soldados paracaidistas, que de nuevo empezaron a caer sobre en las inmediaciones del Campo de Aviación. Me encontraba sentado frente a la pequeña ventana que había en el comedor, junto con mis hermanos, mientras mi madre se disponía a servirnos una sopa hecha a base de pedazos de pan, que de manera sacrificada preparó, porque ya no había que cocinar, había buscado y rebuscado por todos los lugares más impensados de la cocina. Inclusive llegó a escondidas y arriesgando su vida a golpear la parte trasera de la 86
tercena de doña Angelina Bastidas, que quedaba a dos cuadras de donde vivíamos, para ver si por lo menos le vendía alguna piltrafa de carne; pero fue imposible. Todas las tiendas y mercados permanecían cerrados. 13:25 Estábamos alerta para ver si de pronto regresaban “los dragones voladores” para salir huyendo a escondernos de nuevo debajo de la cama; no obstante, lo que vimos fue que apareció en el cielo un avión más grande, quise correr, sin embargo mi hermano Milton me detuvo a la fuerza. “Están cayendo unos muñecos” Me dijo. Nos quedamos quietos viéndolos caer. Deben haber sido muchos, porque no alcanzamos a contarlos. “Vamos a cogerlos” Me propuso. Salimos emocionados de la casa, debemos de haber caminado veinte pasos y en lo que es hoy el Mercado Popular, que en aquella época no era más un potrero en donde pastaban los caballos apesadumbrados que halaban las carretas y algunas vacas. Íbamos afanosos esperando agarrar a alguno de los muñecos, de pronto alguien que estaba en una zanja que habían cavado en aquel potrero gritó: __Cojan a esos mocosos. Y antes de que nos diéramos cuenta ya nos tenían escondidos y sujetados en aquella acequia. “Cuidado sacan la cabeza, porque los matan” Nos advirtió otra de las personas que tenía en su poder una destartalada carabina tratando de dispararles a “los muñecos”. __ ¿Y por qué les dispara a los muñecos? Preguntó mi hermano. __No son muñecos, sino soldados paracaidistas. Y vienen a matarnos. Lo dijo con una naturalidad pasmosa, la misma persona que nos ordenó agacharnos, mientras seguía disparando. 13:32 En las inmediaciones del campo de aviación, la aeronave herculina pasó una y otra vez encima de los cuerpos de las mujeres quienes permanecían estáticas, agarradas entre sí; logrando formar una extensa y valiente cadena humana de color negra. Permanecieron unidas de manera férrea, la resistencia se fue hermanando hasta que fue imposible doblegarlas. De la nada hizo su aparición otro avión militar trayendo en su interior otros cincuenta soldados. Mientras se alistaban a saltar en paracaídas, los militares recibieron la orden directa. __Debemos recuperar la ciudad. Les dijo el teniente Yunda quien estaba a cargo de la misión, como si se tratara de una ciudad tomada por fuerzas enemigas.
87
__Si mi teniente. Respondieron al unísono los comandos. Y se acomodaron sus máscaras antigases. Creo que no se las pusieron para soportar el nocivo olor de las bombas, Sino que debieron ponérselas para evitar la vergüenza de ser reconocidos. __Si sus vidas corren peligro tiren a matar. Eso les dijo el teniente René Yunda, segundos antes de que la luz roja se encendiera al interior de la nave indicando que había llegado el momento de saltar. Aunque algunos de los paracaidistas permanecieron dubitativos tratando de aceptar la orden, pues varios eran oriundos de Tulcán. “No importa quienes estén acostados en la pista de aterrizaje”. Lo subrayó el teniente Yunda, mientras la escotilla del avión Hércules se abría y fueron saltando uno a uno, salpicando de verde el cielo gris de la ciudad. En el instante en que descendían los paracaidistas comenzaron a lanzar bombas de gases lacrimógenos con tal magnitud, que formaban una espesa nube tóxica, que se diseminaba por toda la pista del Campo de Aviación. La fortuna estuvo a lado de las mujeres, porque el viento terminó por disipar el humo de las bombas casi en su totalidad. Al ver que la toxicidad no les causaba ningún efecto a las personas que se encontraban en la pista, decidieron disparar con sus ametralladoras hacia quienes se encontraban acostadas y atravesadas en la pista. Debió ser que apuntaban al aire, porque ninguna persona resultó herida, caso contrario la mortandad hubiera sido considerada como genocida. 13:39 Nadie creyó que el enfrentamiento se daría en estas circunstancias, el viento desenfrenado y eterno que aparece por el lugar, acarreando y revoloteando entre sus fauces hojas dispersas, se encargó de empujarlos con fuerza hasta donde se encontraban las osadas féminas de negro, ellas permanecieron inmóviles y recostadas sobre el pavimento esperando con ansias que cayeran para enfrentarlos. Durante la caída de los soldados se escuchó una cantidad considerable de disparos contra la multitud y a pesar del ardiente escozor que sentían en sus ojos, boca, garganta, manos y uñas por causa de la toxicidad de las bombas lacrimógenas, las arriesgadas mujeres permanecían sin sobresaltarse; ninguna de ellas daba muestras de nerviosismo. Se mantenían eufóricas, llenas de ansiedad y empuñaban los maderos que portaban con más fuerza. De un momento a otro, Maruja Carvajal ordenó: “Levantarse”. Todas se incorporaron y corrieron a agarrar a los paracaidistas que se vieron sorprendidos mientras caían. Esta vez fueron capturados todos los militares paracaidistas, que caían por inercia, estaban pálidos, con los ojos llorosos y rendidos, antes de ser tragados por la fuerza y valentía de la 88
marea negra, quedando humillados y a merced de las huestes femeninas. Las arriesgadas mujeres se colocaban sobre el caído llegando a formar un montón humano, sin que ninguno de ellos muriera asfixiado. Todos fueron vejados, recibían insultos y golpes de puños y funestos palazos antes de ser desvestidos y despojados de sus armas. Varios de los comandos que en un principio bajaban desafiantes y que luego se dieron cuenta que estaban cayendo directo al puesto enemigo, empezaron a orinarse en los pantalones, dejando caer las armas demostrando de esta manera que habían claudicado. Las ametralladoras con que bajaban disparando les fueron arranchadas y escondidas. Uno de estos soldados quien aún se encontraba a no menos de cincuenta metros de altura, fue reconocido por su madre, ella pidió al resto de mujeres que no le hicieran daño. “Es mi hijo” Les aclaró mientras se ruborizaba. Apenas tocó el suelo, su madre corrió a enfrentarlo, antes de que dijera algo el soldado, ella le pegó una cachetada humillante. __Me has llenado de vergüenza. Lo recriminó y añadió: __Cómo es posible que dispares a la gente de tu misma sangre. Le pidió el arma con la que estuvo disparando. __Era una orden. Le contestó su hijo, mientras agachaba la cabeza. __Entonces te ordeno que me mates. Le increpó su madre. El paracaidista quedó en silencio, enseguida fue arrestado por la turba de mujeres de negro. A él, junto con cuarenta y nueve paracaidistas más, los condujeron en fila haciéndolos marchar semidesnudos y descalzos con la vergüenza marcada en sus rostros que les duró para siempre. Fueron llevados como prisioneros de guerra con rumbo desconocido y los pusieron junto a los otros paracaidistas que fueron apresados el día anterior. Sólo los soltaron tres días después, cuando pudieron realizar el canje con los detenidos que permanecían en los cuarteles de la capital. El padre Carlos Padilla fue el causante de no permitir la matanza de los paracaidistas, no se sabe la manera de cómo llegó a la pista del Campo de Aviación, arribó apurado cogido con sus manos las bastas de su sotana y un pesado crucifijo colgaba de su cuello. Se lo escuchaba gritar y clamar para que no les causaran daño a ninguno de los soldados, a quienes las mujeres ya los habían desnudado y desarmado. El cura con su blanca cara colorada por el cansancio, pedía de favor de que les devuelvan el armamento a los militares caídos. “No sean malitas, a ellos los van a castigar”. “Por favor devuélvanles las armas”. “Ustedes van a ser castigadas por pecadoras”. Iba gritando e implorando a favor de los militares. Sus suplicios fueron 89
escuchados. La mayoría de los comandos se salvaron de morir mientras permanecían colgados en el aire, gracias a la intervención sacrificada y abnegada que hizo el cura Padilla, quien se arrodilló para pedir clemencia y que les devolvieran las armas que las escondieron en las cercanías de las chancheras de El Rosal. Si los manifestantes hubieran agarrado las armas y disparado a los paracaidistas, la carnicería hubiese significado contar los muertos por docenas. Ese día, un total en cuatro vuelos realizó la aeronave, sólo en el primer vuelo saltaron en la pista del aeropuerto, los tres siguientes saltos fueron en los alrededores de la ciudad. Un total de cuatro vuelos y doscientos soldados paracaidistas arribaron esa tarde a la ciudad. El quinto vuelo fue suspendido a última hora, este no llegó a despegar desde el aeropuerto de Quito, porque el orgullo del ejército ecuatoriano se vio ofendido en su honor al verse vencido por tropas de mujeres sin ninguna preparación militar. 13:41 En las afueras del Sindicato de Choferes, que por esos días pasó a llamarse Cuartel de la Rebeldía, los más valientes de los revoltosos se enfrentaban a los militares. Lo hacían con armas que les proporcionaron algunos ciudadanos pertenecientes al club de caza y pesca de la localidad. Los sonidos secos y estrambóticos explosionaban por lapsos de medio minuto. Tres hombres se turnaban para disparar; primero empezaba el “Monchira”, después le tocaba el turno al “Terrible” y por último lo hacía el “Pájaro”. El que se disponía a descargar su escopeta, se acostaba en la vereda, lanzaba los diez o doce tiros de su alimentadora, luego los compañeros lo agarraban de los pies y lo halaban hacia la puerta principal, evitando de esta manera que quien disparaba, se levantara y fuera alcanzado por alguna bala enemiga, Se supo que uno de ellos mató a un soldado con un certero disparo que le partió la caja torácica. El militar se había escondido atrás de un poste en la calle Bolívar, cerca de la casa de don Medardo Portilla. El soldado debió haberse quedado sin municiones; pues ya no disparó, trató de acostarse en la vereda para arrastrarse y salir huyendo; pero uno de los tiradores lo señaló con la mirilla. Un ruido seco salió estrellándose en el pecho del infortunado. No tardó en morir, porque la sangre le salía a borbotones por la espalda y su pecho, la exagerada mácula sangrosa se desplegó manchando el poste de luz, una pequeña ventana de la vivienda que daba a la calle y una parte del portón de madera. El escandaloso hilo de sangre circundó por el mismo camino ya trazado por el agua de lluvia y se depositó en un sifón contiguo. En la acera quedaron pegados coágulos de sangre que se fueron secando 90
con la violencia del sol calcinador de la sierra, hasta quedar convertidos en cenizas marrones. Ver morir a su compañero de esa forma tan martirizada y violenta, hizo que el resto de sus compañeros empezaran a retroceder pausadamente, poniendo cada bota en la huella de la pisada anterior. Dos o tres intentaron meterse a la casa de la señora Evangelina Tulcanaza; pero fueron sacados a empellones, en medio de una retahíla de insultos, con gritos ultrajantes que los persiguieron hasta que voltearon la esquina. “A ese si lo conozco” Dijo uno de los hijos de doña Evangelina y agregó: “Es hijo de don Abelardo Chamorro”. Y profirió de nuevo, una sarta de improperios hirientes en contra de los militares. El sargento Alcides Imbacuán logró escapar, llegó donde otros soldados que se encontraban escondidos, estaban paralizados de miedo en los bajos del Banco de Fomento, acurrucados de bajo de las únicas dos bancas de cemento armado que estaban plantadas en el parque La Concordia, temiendo ser alcanzados por las balas disparadas desde el campanario de la iglesia La Catedral. Tirofijo, con su escopeta de cazador, se dio modos para tenerlos atrincherados, puesto que él se encontraba agazapado en el campanario de la iglesia y desde ahí los atacaba. 13:47 La muerte rondaba por el sitio, porque una de las patrullas del ejército, que tuvo inconvenientes para llegar al centro de la ciudad, debió hacerlo subiendo por la calle Colón hasta la intersección con la calle Junín, en donde divisaron y se enfrentaron con un pequeño grupo de sublevados que estaba atrincherado en la esquina de las calles Junín y Olmedo, en los bajos del edificio de La Cruz Roja, diagonal a la entrada del colegio de las monjas Bethlemas, aquí se encontraban: Rodolfo Puetate, Carlos Rodríguez, Medardo Revelo y el Ojo de Manteca, entraron en una pelea completamente desigual, ellos se enfrentaron contra miembros del ejercito durante menos de una hora, lucharon hasta que se les terminó las balas y aunque se rindieron, tirando sus escopetas, los soldados los masacraron inmisericordemente, tanto que algunas partes irreconocibles de sus cuerpos, quedaron esparcidos alrededor del árbol de pino que había en las afueras del edificio. Y un charco de sangre se entremezcló entre todas las sangres de los infortunados, y permaneció coagulándose durante tres días, hasta quedar petrificada. Por la noche, la mujer del mecánico a quien lo conocían como el Ojo de Manteca, doña Rosario Tuz, se acababa de enterar de que habían asesinado a su esposo, y que él había matado al teniente Luna, quien resultó ser hijo de son Célimo Luna, un compadre suyo. Desde esa noche no quiso saber nada de armas de fuego y todos los días a las seis de la 91
mañana se la encontraba rezando en la iglesia de La Dolorosa rogando por el alma de su esposo y por la del hijo de su compadre Célimo, del que su esposo se encargó de enviar directo al cielo. 13:52 Nadie supo, cómo la gente sublevada, se llegó a enterar que el dictador Velasco Ibarra venía a Tulcán en el avión presidencial, porque al momento en que la aeronave intentó aterrizar en el campo de aviación, todas las mujeres ya se habían acostado en la pista, logrando de esta manera que el avión no pudiera aterrizar. Por la tarde, el dictador, tuvo la intención de arribar a Tulcán, con el propósito de acabar de una vez por todas con la sublevación que ya duraba más de catorce días. Subió al avión presidencial junto con el Ministro de Defensa y el Ministro de Gobierno, el personaje siniestro de origen catalán llamado José Talbot Velasco, quien en el momento de subir a la aeronave manifestó: “Vamos a desbaratar a estos pupos, a estos pastusos y acabaremos de una vez por todas con el paro”. Lo dijo con esa voz áspera y amargada. Este personaje fue quien propuso que el impuesto que iba a ser cobrado de dos sucres, supuestamente iba a servir para realizar obras en Guayaquil. Lo que enervó los ánimos a los tulcaneños. Todas las mujeres que agarraron y aprisionaron a los paracaidistas, se quedaron en el Campo de Aviación a la espera de que llegara el avión presidencial. La aeronave que traía al dictador, dio varias vueltas alrededor de la ciudad, tal vez para analizar la situación. El momento en que empezó a descender la aeronave, prontamente fueron apareciendo las mujeres en las inmediaciones de la pista de aterrizaje y valientemente se acostaron de nuevo a lo largo de la misma, ahí se mantuvieron, aguantando de manera estoica las consecuencias que podrían ocurrir. Así lo esperaron. El avión hizo el giro respectivo disponiéndose a aterrizar, pero al ver la pista llena de mujeres acostadas, el piloto tuvo que levantar el vuelo de manera desesperada. “Vuela más bajo” Le ordenó el Ministro de Gobierno Y añadió: “Verás cómo huyen despavoridas éstas pastusas”. __No puedo hacerlo. Le contestó el piloto. __Es una orden. Le recordó el siniestro. El piloto volvió a volar bajo, esta vez sobrevoló a escasa altura del suelo, tanto que el ventarrón producido por los dos motores, desnudó a varias de las valientes mujeres, sin embargo todas se agarraron entre sí y lograron soportar la cruel arremetida. __No puedo volar más bajo. Comentó el piloto a través del altoparlante. “Si me acerco más, tendremos 92
que aterrizar sobre los cadáveres”. Fue lo último que dijo el piloto antes de retomar el vuelo. Sin embargo sobrevoló por tercera ocasión, esta vez volaba de manera más rasante, venía el avión presidencial dispuesto a aterrizar sobre la pista del aeropuerto. Nadie se movió, todas las mujeres permanecían acostadas sobre la pista. De un rato a otro, de entre la muchedumbre apareció un joven llamado César Miranda y sacó un fusil Máuser, que nunca supo quien se lo había proporcionado, miró a la aeronave que venía acercándose, apuntó y disparó. Quienes lo acompañaban, tuvieron la certeza de que la bala alcanzó a penetrar el tanque de combustible, el avión empezó a balancearse tortuosamente, apenas logrando alcanzar la altitud necesaria para no estrellarse con la cima del cerro Guagua Negro. Los miembros del gabinete presidencial que se encontraban en el interior de la nave se pusieron a orar por sus vidas, sólo por sus vidas, porque acá hasta ese día ya se contabilizaban más de veinte muertos entre civiles y militares. Tras eternos cuarenta minutos de vuelo, tuvo que aterrizar de emergencia en la pista del aeropuerto Mariscal Antonio José de Sucre de la capital. El presidente Velasco Ibarra salió con la mirada desencajada, lucía pálido, se secaba afanosamente el sudor de su frente, sintiendo que volvió a nacer. En cambio al siniestro Ministro Talbot, tuvieron que pasarle ropa limpia para que se cambie. Sin embargo al momento de bajarse seguía oliendo a mierda. 13:58 Las valientes mujeres que se acostaron en la pista, estaban despeinadas, revolcadas, encrespadas, la energía del vendaval que dejaba a su paso el avión presidencial, dejó algunas de las osadas mujeres casi desnudas, otras estaban envueltas con sus chalinas, casi todas permanecían con lágrimas en los ojos; pero se sentían satisfechas, victoriosas, gloriosas. Sin embargo persistieron dentro del aeropuerto, soportando las inclemencias del clima del lugar, ahí se quedaron hasta cerca de las cuatro de la tarde, sólo se marcharon cuando supieron que ningún otro avión podría aterrizar a esa horas. Una a una se fue levantando y abrazadas regresaron a seguir peleando en el centro de la ciudad. 14:01 Los soldados paracaidistas que saltaron lejos de la pista del Campo de Aviación consiguieron escapar de la ferocidad de las mujeres, llegaron al centro de la ciudad al mando del teniente Yunda, estando aquí, se desplegaron en distintas direcciones al rededor de las cercanías al Parque de la Independencia, aparecieron cerca de doscientos comandos, traían puestos uniformes de camuflaje y extrañas máscaras antigases, ingresaron disparando sus armas de fuego en todas las direcciones. Un 93
grupo de las fuerzas especiales, se ubicó en las afueras de la gobernación, otra caterva logró meterse en el antiguo colegio “Bolívar”, varios soldados se camuflaron en las inmediaciones del edificio del municipio que se encontraba en construcción. Osvaldo Rosero, Miguel Pozo y Galo Benavides, se encontraban desde antes del medio día ubicados en la azotea del edificio Episcopal, habían subido afanados cargando sólo una talega pequeña de municiones, que contenía no más de ochenta cartuchos, debieron subir esa funda de tela, porque el resto de municiones las utilizaron en la emboscada que acometieron a los militares en la escalinata unas horas antes. Todo se fue convirtiendo en una lucha desigual, los comandos paracaidistas tenían fusiles de largo alcance con mira telescópica, en cambio los jóvenes sublevados cargaban unas viejas armas casi en desuso. El momento en que se inició la contienda, los tres muchachos se daban modos para disparar sus armas, es decir que mientras Miguel Pozo disparaba, Galo Benavides cargaba su anticuado fusil y Osvaldo Rosero esperaba su turno para atacar, en cambio los militares los atacaban desde la esquina del colegio Bolívar y desde el interior del parque. De ésta manera transcurrían los minutos, las acciones repetitivas se fueron convirtiendo en un funesto monólogo. Pasaron tres horas y tanto el sonido de los disparos así como los gritos provenientes de ambas partes se volvió monótono. Hubo una tregua cómplice en que los enemigos la aceptaron tácitamente. Al rato sacó el arma Miguel y disparó, la fuerte detonación pasó hiriendo el congelado aire de la tarde y el tiro llegó cerca de la entrada del colegio Bolívar, sin ningún éxito. Los uniformados respondieron y sus tiros se incrustaron en las paredes del edificio. Ahora la descarga la realizó Galo Benavides, la bala pegó en la esquina del colegio, enseguida se la escuchó rebotar en los barrotes delgados del primer balcón, rompió uno de los vidrios de la ventana de la biblioteca y se incrustó en uno de los libros. En cambio el balazo que descargó Osvaldo Rosero, pegó certero en uno de los cuerpos de los milicos que se habían escondido en el edificio del municipio que estaba en construcción. De esta manera se enfrentaban con cientos de soldados armados y equipados para una guerra declarada. Es que la cantidad de soldados era innumerable, el ataque por tierra y aire permitió que cerca de dos mil efectivos militares sitiaran la ciudad. Algunos de los transeúntes que se atrevieron a salir de sus casas, desafiando a la muerte, cayeron abatidos, siendo víctimas de los proyectiles disparados por los francotiradores, muchos de los que se arriesgaron a salir fueron a parar en el hospital. Los 94
disparos provenientes de ambos bandos se escuchaban cada vez más cercanos y el ensordecedor eco de las balas era continuo. 14:06 Tirofijo era un hombre de mediana edad, callado, casi no hablaba y las pocas veces que se lo escuchó; no pronunció más de dos frases seguidas. De mirada apenada. Cuando era un niño, su padre, uno de los primeros carniceros que hubo en Tulcán, lo llevó a comprar un ganado que debía despostar. Compraron una vacona y tuvo que dejar al pequeño Nectario en una choza abandonada cuidando la res. __Regreso enseguida. Le prometió su padre. __No me demoro. Lo escuchó decir mientras se alejaba. Nectario se sentó en una piedra lisa que encontró a la entrada de la choza; y aunque hacía frío y empezó a llover, no se arriesgó a moverse de donde se encontraba. De espaldas hacia la casucha, regresaba a mirar de vez en cuando. Sintió miedo el instante en que una macabra sombra se paró frente a la estrecha y pequeña puerta del bohío. Eso fue lo último que se acuerda. Su padre lo encontró dentro de la cabaña, tenía la mirada perdida y deliraba. Desde ese día y todos los días siguientes, al caer la noche le aparecían los síntomas de un ataque epiléptico, además dejó de hablar bulliciosamente como el resto de niños, sólo conversaba a escondidas sin que nadie supiera con quien. “Moriré en una iglesia”. Le dijo premonitoriamente a su madre, al salir de hacer la primera comunión. Doña Genoveva levantó los párpados como signo de admiración y le contestó: __No me gustaría que te hagas cura. __Pierde cuidado, no seré sacerdote. Le contestó y siguieron caminando. El sargento Imbacuán, tenía una prisa singular, como si tuviera cita con la muerte, se ocultó detrás de una figura de ciprés que había en la parte frontal del parque de La Concordia, delante del Banco de Fomento, luego sigilosamente se escudó detrás del monumento a Simón Bolívar, ahí permaneció un rato más, se lo notaba inquieto como si llegaba atrasado a la convocatoria. Tirofijo quien era un experto cazador de venados, se encontraba agazapado en la capilla, a unos cincuenta metros del escondite temporal del sargento. Sintió vibrar su nerviosismo, lo esperó impaciente a que cometiera otro error; porque el primero lo perdonó. El sargento reptó hasta llegar a una banca de cemento, casi al final del recorrido, se vio obligado a inclinarse, trató de correr hasta el otro lado de la calle, para huir por la calle 10 de Agosto. Sin embargo Tirofijo, lo cazó, el disparo le partió el casco y la sangre se desparramó violentamente, quedando esparcida en un radio de tres metros. El cazador hizo una señal de victoria a sus amigos, quienes estaban abajo, en la parte trasera del campanario. 95
Alzó la mirada, esperando divisar a otro de los nerviosos milicos. Se escuchó un sonido fulminante, nadie de los que permanecían en las bancas de la iglesia, le dieron mayor importancia, en el momento en que el niño Bayardo Goyes subió a dejarle su porción de comida y un poco de agua, encontró el cuerpo de Tirofijo, la bala apenas logró hacerle un pequeño orificio en la ceja, sin embargo la parte trasera del cráneo había desaparecido, dejando minúsculas partes de su cerebro que se encontraban regadas y fundidas en la campana. El francotirador debió haber subido hasta una de las oficinas del banco, justo en el momento en que Tirofijo les hacía la señal de la victoria a sus compañeros. Se encontraron frente a frente en la mira telescópica; pero el experto militar disparó un microsegundo antes y mató al disparador enemigo. Quienes acompañaban a Tirofijo, debieron esconderse en el patio de la iglesia, porque los militares, al saber que habían terminado con la vida de quien les estaba amargando la tarde, corrieron para ingresar a la iglesia. El francotirador subió de manera apresurada al campanario acompañado por tres soldados, encontraron el cuerpo del civil que aún permanecía caliente, y con las últimas gotas de sangre brotándole por la herida, lo poco que quedaba de su cabeza, estaba apoyada sobre su escopeta; es que visto desde la parte de abajo, nadie hubiese creído que estaba muerto, tenía agarrada su arma y el dedo índice de su mano derecha lo tenía puesto sobre el gatillo; listo para disparar. Cuando llegaron los militares, lo tuvieron que rematar con un tiro en su corazón, sólo para estar seguros de que ya no representaba ningún problema. Para bajar el cuerpo del infortunado, le colocaron un morral militar sobre lo que quedaba de su rostro y le ataron con una soguilla a su garganta. Lo lanzaron sin tener un poco de compasión, primero desde donde cuelga la campana hasta el piso de abajo y luego desde aquí lo arrojaron hasta la entrada oscura y angosta del campanario. Cayó pesadamente de pie, los uniformados desde arriba escucharon de forma clara los sonidos macizos y trizantes, el instante mismo en que se fueron fracturando algunas vértebras y partes óseas, dejando a sus piernas tan astilladas en diferentes partes, que el fémur de su pierna izquierda se convirtió en una lanza sangrosa que atravesó desgarrando su pantalón; su columna vertebral y el resto de huesos se fragmentaron, quedando convertidos en un montículo de pedacitos resquebrajados como piezas de alfarería. Sólo bajaron los tres soldados rasos, a seguir atacando a los civiles, el francotirador se quedó solo en la torre, prendió una vela en el sitio donde quedó muerto Tirofijo, pues él se había encargado de asestarle un tiro en 96
su frente, lo hizo para que el alma del difunto lo dejara en paz y no tomara represalias desde el más allá. Antes de las dos de la tarde, la profesora Aura Benalcázar, junto con su único hijo Fausto Almeida, quienes se encontraban en la pequeña sala del departamento que alquilaban, en la casa de la señora Teresa López de Santamaría, bajó corriendo al sentir que empujaron con fuerza el portón de entrada. Lo que alcanzó a mirar la impactó, pues estaban tendidos en la entrada nueve heridos de bala, todos ellos eran jóvenes y entre ellos se encontraba una mujer de unos dieciochos años, ella era la más grave, puesto que había recibido una bala en el vientre y empezaba a vomitar sangre. Estaba pálida, su joven piel blanca empezó a tornarse traslúcida, tanto que se le podía observar claramente como las venas y arterias regaban la sangre de manera torrentosa. La profesora subió a traer una toalla y una jarra con agua para dar de beber a los asustados heridos. Cuando subió al segundo piso, miró de pasada por la ventana que tenía vista hacia el campanario de la iglesia La Catedral; lo hizo de reojo, casi como un instinto. No vio nada. Afuera había un galimatías total, a esas horas en toda la ciudad, especialmente en el centro se había convertido en un revoltijo entremezclado entre gritos desesperantes y el sonido de las balas disparadas desde ambos lados rivales. Aunque la diferencia era por demás marcada, por cada disparo de los manifestantes, eran cien y doscientas las balas disparadas por los milicos. El desorden, el miedo, la incertidumbre y el caos se apoderaron del centro de Tulcán. Las palomas que solían frecuentar para dormitar en el techo de La Catedral, desaparecieron en su totalidad. Todo estaba en completa confusión. Además los gritos de auxilio fueron haciéndose más seguidos. Al regreso, la profesora pasó por segunda ocasión cerca de la ventana, ahí se mantuvo por unos seis segundos, mientras cogía una jarra y dos vasos para llevarles a los heridos, iba apurada, apretando entre sus dientes el Padre Nuestro, rogando para que no le fuera a pasar nada, ni a ella ni a su muchachito, debido a que hubo muchas personas que resultaron heridas y fallecidas cuando estaban dentro de las casas. Fue el brillo resplandeciente de la mira del fusil del militar que se había apostado en el campanario de la iglesia de La Catedral, quien había ocupado ese lugar clave para disparar. Ahora le estaba apuntando, lo que la alertó. La profesora Aura, rápida e instintivamente se escondió detrás de la gruesa pared, tratando de esconderse, justo en ese segundo, el francotirador realizó un solo disparo, adivinando el sitio exacto en se hallaba la profesora. El disparo fue mal intencionado. El proyectil penetró por la 97
gruesa pared de bareque, el boquete que dejó al ingresar era del diámetro de una moneda de un sucre, en su recorrido pasó traspasando el barro seco, fue fraccionando el bareque con facilidad, sin embargo fue perdiendo fuerza y cuando terminó de cruzar la voluminosa pared de casi un metro de grosor, el proyectil llegó hasta el cuerpo de la profesora, la munición apenas logró toparle su pecho, dejándole marcado un pequeño estrellita jaspeada de color negro en el centro de su corazón. La bala cayó al piso de madera acompañado de un sonido hueco y metálico. La luz solar de la tarde, no demoró en penetrar por el agujero que dejó a su paso la munición. La profesora Aura salió en cuclillas de la habitación después que dejó de escuchar los disparos, al bajar encontró a tres heridos más que se sumaban al quejido y a los rezos, todos se encontraban escondidos y acurrucados en el patio de la casa de “Los Santamaría”. La joven herida seguía lamentándose, ya sus labios estaban tan resecos que sus palabras salían rasposas y resquebrajadas. Todos los heridos fueron llevados hacia el hospital en una camioneta acondicionada emergentemente como ambulancia. Engrosando el número de heridos que llegaban hasta el hospital, la lista con los nombres pegada a la entrada de la casa de curación, era cambiada dos o tres veces en el día, debido a la cantidad de heridos que fueron trasladados. Aquí la muerte los sorprendió a dos muchachos mientras le suturaban sus heridas. En un ir y venir de las balas cruzadas, la gente se metía debajo de las camas en medio de rezos y llantos, con la incertidumbre de no saber si algún proyectil de cualquiera de los dos bandos, se incrustara aleatoriamente por cualquiera de las casas aledañas al sitio de la confrontación. Y ahí permanecieron hasta el momento en que los ciudadanos y los militares hicieron una tregua tácita. El soldado francotirador, quien disparó al azar, llegando el proyectil hasta el pecho de doña Aura Benalcázar, había sido el padre de una niña, alumna de la profesora en la escuela Angélica Martínez. 14:15 Luego del aniquilamiento suscitado en los bajos del edificio de La Cruz Roja, la patrulla avanzó hasta el teatro del colegio Bolívar y aquí se reunieron con el resto de militares. De los uniformados que osaban en disparar, apenas sacaban el fusil y disparaban sin apuntar. Era una muestra evidente de su nerviosismo. “No es lo mismo disparar por convicción, que por una orden”. __Me lo hizo notar don Osvaldo Rosero__. Un soldado mediante un largavista observó a quienes se encontraban disparando desde la azotea del edificio Episcopal y de inmediato le dio aviso al teniente Yunda. “Sólo son tres”. Le informó por medio de una radio al oficial quien de inmediato le ordenó a un francotirador que buscara un 98
lugar adecuado para que pudiera dispararles. El experto tirador corrió de nuevo hacia el edificio de La Cruz Roja, y subió frenético por las escaleras hasta que quedó en posición de disparar. No tardó en ubicarlos gracias a la mira telescópica de su fusil. La segunda vez que intentó disparar su arma de largo alcance, no pudo hacerlo, porque el viento hubiese provocado nuevamente que el tiro no alcanzara al objetivo, como sucedió con el primer disparo que realizó. Se mantuvo estático, a pesar del viento helado que corría en su contra, la experiencia le enseñó a ser paciente, frío y calculador, así que logró ubicar el lugar exacto por donde aparecían los muchachos que se encontraban disparando a sus compañeros militares. Esta vez esperó a que apareciera quien iba a descargar. El francotirador se adelantó y disparó. 14:18 Todo ocurrió en un segundo, después que efectuó su detonación Miguel Pozo, tanto Galo Benavides y Osvaldo Rosero esperaron a que se inclinara para coger la posta y volver a disparar. “Agáchate” Le gritaron los amigos. En ese instante las gotas de sangre de la cabeza del Miguel, salpicaron en un estallido fatal, manchando considerablemente el lugar donde se encontraban. A pesar del fuerte impacto, Miguel Pozo permaneció arrodillado en la esquina y luego de un eterno segundo cayó pesadamente sobre Galo Benavides, el rostro de Miguel estaba incompleto, la bala le voló casi la totalidad de su cráneo. Los amigos quienes recogieron el cadáver de su amigo, no lo reconocieron, a no ser por su chaqueta jean azul, que tenía pintada la figura de El “Che” sobre su espalda. El francotirador que se encontraba ubicado a más de doscientos metros desarrajó un nuevo tiro que falló por poco, en ese instante Galo Benavides se salvaba de morir, la bala apenas le pasó quemando el bolsillo derecho de su chompa de color verde que llevaba puesto. Tanto Galo Benavides así como Osvaldo Rosero dispararon seis o siete tiros más y se les terminó las balas y no tuvieron más remedio que salir reptando desde la azotea hasta un piso más abajo, por temor a ser alcanzados por los disparos del francotirador. En la azotea del edifico se instaló un silencio de rendición, ahora los disparos de los militares continuaron con un traqueteo sin final. En el momento que se dieron cuenta los militares, que los muchachos habían dejado de disparar, estos corrieron en bandada hasta el edificio y forzaron el portón metálico a patadas, lograron ingresar y comenzaron a buscar a los sublevados piso por piso, destruyendo todo lo que encontraban con el pretexto de que se trataba de una guerra. El teniente Villacís ordenó sacarlos. “Traigan a esos comunistas” Gritó. A puntapiés los trajeron tanto a Osvaldo Rosero como a Galo Benavides. En cambio, las ocho personas que se encontraban dentro 99
del patio de la iglesia de La Catedral y que se vieron obligados a escapar; en su desesperada corrida entraron al santuario, recorrieron el atrio, avanzaron por entre la larga fila de bancas de madera, se dieron modos para abrir el enorme portón de madera construido después del terremoto que sufriera Tulcán y salieron corriendo atropelladamente en varias direcciones, algunos marcharon dos cuadras más arriba hasta llegar a la calle Pichincha, los militares los fueron acorralando y empezaron a dispararles. Debieron apuntarles sólo en la parte baja del cuerpo, porque la mayoría de heridos sangraban por las heridas en tenían en sus piernas. Ninguno de los que huían se encontraba armado. Los heridos corrían agónicos, todos tenían pintados sus cuerpos con la misma palidez de miedo. Otro grupo de civiles, logró llegar hasta la calle Bolívar y Ayacucho, consiguiendo meterse a empellones en varias casas que les abrieron las puertas; pero pronto los militares los rodearon e ingresaron casa por casa en búsqueda de los revoltosos. A quien no pudieron detener fue al Garullas, pues tres mujeres lo defendieron a muerte, los soldados debieron enfrentar la furia de estas tres mujeres ávidas de pecado, quienes lo resguardaban con lo que tenían a su alcance y entre funestos mordiscos, hirientes arañazos, certeras patadas y jaladas de pelo, lograron escudarlo sin permitir jamás que lo apresaran. Al cabo de ocho días se lo vio al Garullas nuevamente por las calles de la ciudad, estaba pálido, ojeroso, chupado y tan débil que apenas podía mantenerse en pie, al cabo de una semana completamente libidinosa. En cambio, a varios de los que participaron de la revuelta los detuvieron, los vejaron, los humillaron, los golpearon, les preguntaron en dónde los tenían secuestrados a los compañeros paracaidistas. “Eso sólo lo saben las mujeres de negro”. Declaró uno de ellos, antes de recibir un férreo golpe en su cabeza que lo dejó desmayado. El ejército detuvo a más de ochenta civiles. 14:36 En cambio las mujeres que llegaban apresuradas hasta el Parque de la Independencia, desde el campo de aviación, entre ellas lideradas por Isabel Portilla, Rosa Acosta y María Carvajal, esta última se sacó la chalina y se enfrentó a golpes con más de uno de aquellos soldados. A uno de los nerviosos milicos, le cogió el fusil que portaba, agarró el cañón y se le puso en su pecho. “Dispara si eres hombre”. Lo retó. El soldado agachó la cabeza y no atinó que decir ni que hacer. “No seas bámbaro” Lo increpó mirándole a los ojos y se asestó una cachetada inmisericorde en el rostro, sin embargo el militar permaneció mirando al suelo. “Tu padre era un hombre valiente” Le contó. Y añadió: “Si no fuera porque permanece postrado, todavía seguiría trabajando para darte de tragar”. Al joven 100
uniformado le rodaron varias lágrimas. No se supo si fue por lo que le dijo María, o por la quemazón que le produjo la cachetada. “Tengo la orden de disparar” Les hizo saber al grupo de mujeres vestidas de negro. “Pues qué esperas para matar a la gente de tu pueblo”. Lo regañó otra de ellas. “No puedo hacerlo”. Eso le contestó el joven soldado y sin poder levantar la cabeza, se fue con dirección a la calle Bolívar y Pichincha, a reunirse al resto de compañeros que se estaban enfrentando con civiles, quienes se habían apostado en el edificio del Sindicato de Choferes. Sin embargo, el milico, quien todavía llevaba marcados los gruesos dedos en su cachete, fingía disparar y gastó su arsenal apuntando sobre las cabezas de los civiles. 15:05 A Osvaldo Rosero lo encontraron en el segundo piso del edificio, estaba sentado, esperando impasible su inminente captura, a Galo Benavides lo reconocieron de inmediato, porque llevaba manchado tanto el pantalón como los zapatos con sangre y minúsculos fragmentos del cerebro de su amigo. Apenas los vieron los hermanos Villacís, tanto el teniente así como el capitán, estos se agrandaron; las pisadas de sus botas se fueron haciendo más pesadas en cada zancada que daban, las marcas eran cada vez más acentuadas, se les infló el pecho, la sangre les corría más de prisa, las cejas se les encresparon y el ceño se le amontonó en el centro de su frente; se sentían vencedores. El momento en que los tuvieron frente a ellos, los observaron por un instante sin decir nada, al cadáver de Miguel Pozo lo miraron de reojo, sin darle mayor importancia. El teniente le propinó una tremenda coz en su estómago a Osvaldo Rosero, que lo dejó sin aire por un buen rato, en cambio a Galo Benavides, el capitán le partió la cara de un culatazo con su fusil, esto ocasionó que una profusa hemorragia empiece a asfixiarlo. Emanaba tanta sangre por la boca y nariz, que pronto empezó a palidecer. A las cuatro de la tarde, todos los capturados fueron conducidos hasta las instalaciones del cuartel “Galo Molina”; pero antes de subirlos al camión militar, los tuvieron haciendo caminar por los puntos más álgidos de la ciudad, utilizándolos como escudos humanos, tratando de que alguien les disparara. Nadie logró ser herido. 17:17 Esa tarde, Sofía Alarcón, se encontraba midiéndose su vestido blanco nupcial, se la veía hermosa, aún más guapa que la modelo de la revista quien posaba con un traje de novia parecido al que le cosió la señora Rosario Ibujés expresamente para Sofía. Durante toda la mañana le apareció un extraño presentimiento y aunque no quiso darle importancia, se lo contó a su hermana, quien le dijo: “Debes concentrarte sólo en tu 101
matrimonio”. Y siguió ayudándola a probarse el vestido blanco. Faltaba menos de diez días para que se llevara a cabo su boda, de pronto entró sin pedir permiso su padre hasta la habitación donde se encontraban dando los últimos toques y dejar todo listo para el día sábado de la próxima semana en que se realizaría la ceremonia nupcial. __Ya no habrá boda. Le mencionó su padre, lo dijo con un tono tan mustio y apagado, que las mujeres allí presentes tuvieron la certeza de que algo le habría sucedido al novio. Y añadió entrecortándose: __La tarde de hoy han… Hizo una considerable pausa para tragar saliva. __Han matado al teniente Luna. Lo parafraseó con una expresión intercalada, mientras intentó abrazar a su hija. Casi no terminó de pronunciar la frase y Sofía salió en precipitada carrera con dirección a la capilla del colegio. Tanto los sublevados, así como ciertos militares que se encontraban atrincherados, por un momento dejaron de disparar al verla pasar. Uno de los manifestantes le dijo a su compañero: “Creí que era la muerte que llegaba vestida de blanco”. El otro asintió con la cabeza sin poder disimular su palidez. “Lo mismo pensé yo” Le contestó mientras exhalaba una buena bocanada de aire. Sofía salió desde su casa que quedaba una cuadra más abajo de la planta del agua potable, iba agarrada su vestido blanco con ambas manos y no se detuvo. A pesar de que las calles 9 de Octubre y Olmedo se encontraban bloqueadas por un montículo de piedras, ella no paró de correr, iba descalza debido a que perdió sus zapatos blancos antes de llegar al mercado San Miguel. Las campanas de la iglesia de San Francisco, con sus repiques largos y metálicos anunciaron que eran las cinco de la tarde. Justo en ese momento ella encontraba a quien iba a ser su esposo ahí tendido en la entrada de la capilla. 18:45 Llegó exactamente a la misma hora en que deberían haber estado casándose tal y como lo planificaron tres meses antes. 19:01 Ya estando en el cuartel, los interrogaron. A patadas y golpes de puño los doblegaron. “Un puntapié me pegaron en el estómago”. Manifestó Galo Benavides. Y añadió: “Vomité todos los coágulos de sangre que tenía atorados en mi garganta, y sin darse cuenta el verdugo; me salvó la vida”. Lo recuerda muy bien. Uno a uno de los veintidós detenidos fue sacado hacia el suplicio. El momento en que le tocó el turno a Osvaldo Rosero para ser masacrado, se encontraba descalzo y con el dorso desnudo, cuando lo metieron a empellones a la habitación, estaba tan oscura que apenas alguna luz apesadumbrada se colaba tímidamente por entre las delgadas grietas de la gruesa puerta metálica, era un cuchitril adaptado 102
para que no escaparan los gritos perpetuos y desgarradores de los martirizados, lo sentaron en una silla de madera que destilaba sangre, le ataron sus manos y le pusieron un trapo húmedo en su boca, el verdugo empezó a golpearlo cobardemente, los golpazos eran secos y macizos, después de diez minutos, no soportó el castigo y la humillación y cayó desmayado, cuando lo desataron lo dejaron tendido junto a un espeso charco sangroso, que se había formado por todas las sangres desparramadas de todos a quienes los torturaron con anterioridad. Y estando inconsciente uno de los militares, debe haberse tratado de algún oficial, porque llevaba en su cinto un arma, se trataba una pistola calibre treinta y ocho. El oficial sacó su arma y en medio de la oscuridad le descerrajó un tiro, fue un fogonazo que encandiló menos de un segundo la negritud del cuarto. La bala se incrustó en el cuerpo del malogrado, quedando impregnada entre el omóplato y la columna vertebral, le pasó cerca del corazón y de su pulmón izquierdo y salió por una de las costillas. El oficial sin inmutarse, lo dejó ahí tendido, porque pensó que lo había matado, luego ordenó diciendo: “Saquen a este de aquí”. Y agregó algo que dijo entre dientes, como tratando de decir o mejor quedarse callado: “Uno menos de estos pendejos”. Los cuatro conscriptos que tuvieron que sacarlo, también lo creyeron muerto y lo fueron a dejar botando en un socavón, atrás de la cancha múltiple. Cerca de las ocho de la noche, cuando debían ir a tapar la improvisada tumba, para borrar algún vestigio de huellas, se dieron cuenta de que estaba vivo, lo sacaron y lo llevaron a rastras a donde permanecía el resto de detenidos. Cuando fueron a decírselo al oficial que le había disparado, éste no lo creyó y se acercó disimuladamente hasta la celda, al verlo que seguía desangrándose, juró que de esa noche no pasaba. Pero se equivocó, pues al día siguiente, abordaría el avión que los llevaban con destino a la capital. No permitieron que durmieran, les prendieron varias bombillas cerca de sus ojos, golpearon la puerta metálica de manera insistente y sincronizada, rastrillaban sus armas y se las ponían en la frente, amenazándolos con matarlos esa misma noche. Día veintisiete de mayo 07:22 Por la mañana, a todos los detenidos los embarcaron en el avión Hércules y conducidos a Quito. Los valientes ciudadanos se encontraban en un estado calamitoso, no les permitieron que durmieran un solo minuto en toda la noche, pues las ojeras opacas les colgaban de sus ojos. No les proporcionaron comida, ninguno de los detenidos probó algún bocado para 103
calmar su ansiedad. Permanecieron sedientos, pues el haber perdido cuantiosa sangre junto con abundante transpiración hizo que sus labios permanezcan blancos y su boca pastosa. Estaban completamente sucios, tenían el cabello apelmazado con sangre y tierra. Fueron tan golpeados que algunos tenían los ojos cerrados de la hinchazón, iban cojeando o caminaban arrastrando los pies desnudos. Antes de las siete de la mañana y en medio de una ventisca helada, los subieron a empujones en el avión Hércules, un avión con la envergadura y la pestilencia de una bestia prehistórica. Trataron de amedrentarlos haciéndolos sentar junto a los paracaidistas quienes durante todo el trayecto amenazaron con lanzarlos estando en el aire; como escarmiento. En el medio colocaron un montón de soldados que fallecieron en la revuelta a lo largo de los dos días de combate; sin embargo la valentía de los detenidos siguió firme. El momento que el pterosaurio que los transportó hasta el aeropuerto “Mariscal Sucre” aterrizó, éste siguió rodando hasta llegar al hangar militar. Apresurados abrieron la escotilla, primero se bajaron los soldados sintiéndose cansados, derrotados, amargados y con un mea culpa por haber sido obligados a disparar a gente de su propio pueblo. Después se dieron a la tarea de retirar los cuerpos de los caídos, debieron tratarse de un número significante, porque demoraron en llevárselos. 08:03 Cuando les tocó el turno de bajarse a los apresados, a ellos los fueron arrojando sin misericordia, los arrojaban desde la puerta, de una altura de más de dos metros y los detenidos caían estrellándose en el pavimento, fueron lanzados sin importarles que estuvieran heridos. Además estaban con las manos atadas hacia atrás, descalzos y con la camisa desabotonada; lo que hacía que la caída fuera más funesta. Tan pronto lanzaron al último de los detenidos, los hicieron parar y los formaron, ahora debían desfilar más de ochenta metros en medio de dos filas de soldados. __Estos son quienes mataron a nuestros compañeros. Gritó ofuscado el jefe de los militares. Y añadió: __A su paso pueden decirles y hacerles lo que deseen. Uno por uno fue pasando por entre las filas de los milicos, donde recibieron una serie de insultos, escupitajos, puntapiés en las canillas, pisotones, golpes en la nuca, jalones de pelos. “Con que estos son los pastusos verracos” dijo uno de ellos y le escupió en la cara.
104
__Suéltame para ver si eres tan machito. Le alcanzó a decir Galo Benavides. Y el uniformado agachó la cabeza. En la ciudad de Quito 09:38 En seguida, después de sortear el calvario, los repartieron, a la mitad de los apresados los condujeron hasta el cuartel Vencedores y al resto de ellos, los llevaron hasta el cuartel Eplicachima. Aquí ya no los golpearon, sin embargo apenas llegaron, los bañaron con mangueras de presión, menos a Osvaldo Rosero, quien permanecía herido de bala en la celda. Empezaron a torturarlos psicológicamente, amenazaban con envenenar el plato de avena cocida que les dieron una vez al día, amenazaron con subirlos a un avión e ir a arrojarlos al mar. De a poco las amenazas se fueron calmando, les lavaron la ropa ensangrentada, les dieron de comer. A Osvaldo Rosero lo atendió un médico que le curó y suturó la herida de bala, al resto de detenidos, los maquillaron tan bien que desaparecieron los golpes de sus cuerpos; pero no los que tenían en su alma. Los peinaron y afeitaron para permitirles que los visitaran algunos de los tulcaneños residentes en Quito. Después de la masacre del día anterior, hubo una tregua, nadie disparó y los habitantes salieron de sus casas a reconocer y a recoger a los más de quince muertos que se encontraban siendo velados en diferentes partes de la ciudad. Entre militares y civiles fueron contabilizados más de una veintena de muertos. 04:00 La ciudad de Tulcán, amaneció triste y más gris que nunca, como cada mañana la obstinada llovizna cayó insistentemente, don Sigifredo Tatés y un grupo de amigos que se dirigían hacia el traslado, se llevaron la mano mojada a la boca y comprobaron que no eran gotas de lluvia; sino lágrimas. Además notaron que la ciudad se encontraba totalmente embanderada, desde el sector del Guagua Negro hasta la escuela La Rioja, las vías de Chapuel y de Chapués. En los distintos postes de luz y en cada puerta y ventana de las casas, en cada una izaron banderas y crespones negros de papel crepé. Todo se tiñó de negro y el luto la entristeció aún más, y junto al eterno frío hizo de Tulcán, una ciudad aún más sombría. Nadie intentó bajar las banderas y permanecieron flameando hasta que la memoria fue borrando el nombre de cada uno de los fallecidos. La única persona que sacó provecho de la situación y que vio prosperar su negocio, fue don Antonio Chulde, quien era la única persona que se 105
dedicaba a vender ataúdes. Es que todos los cadáveres durante el funeral, permanecieron envueltos en sábanas; así los velaron, pues nadie pudo salir a comprar el féretro para colocar a su difunto. El local de la funeraria lo tenía ubicado en la entrada al cementerio, había sacado un préstamo dos meses antes de que estalle la revuelta, con la intención de adquirir varias cajas mortuorias; la compra la realizó como un acto premonitorio. Cuando le preguntaron días después del por qué había realizado semejante compra de cajas mortuorias, él sólo atinó a decir: “Son gajes del oficio”. Y no dijo nada más. Al joven Isauro Fuel quien era un tipo fornido y alto, debido a que los familiares no encontraron un ataúd en que pudiera caber, lo amortajaron y colocaron envuelto en una sábana blanca y así lo llevaron a enterrar. Los quince ataúdes y el envuelto en sábanas, que desfilaron ese mismo día, hicieron un recorrido fúnebre de más de trece cuadras de distancia. Los familiares y amigos, fueron a golpear a la puerta de la iglesia de La Catedral, para que el sacerdote oficiara la misa correspondiente, sin embargo nadie les abrió, por orden expresa del obispo Clemente de la Vega. Entonces decidieron con premura seguir cargando los féretros, bajaron por la calle Sucre, al llegar a la esquina del mercado Central giraron por la calle Boyacá, de ahí llegaron a la calle Bolívar y avanzaron prontamente hasta las inmediaciones de la iglesia San Francisco, donde tampoco fueron atendidos pues ninguno de los sacerdotes jesuitas se encontraba en la ciudad. El momento en que arribaron a la iglesia La Dolorosa, el padre Carlos Padilla salió malhumorado, se lo notaba agotado, después de realizar tremendo esfuerzo por andar en los correteos defendiendo a los paracaidistas en el Campo de Aviación, apenas levantó su mano derecha dándose modos para bendecir cada una de las cajas mortuorias y la sábana que tenía envuelto el cadáver del infortunado Isauro, con sumo esfuerzo y premura les echó agua bendita. Minutos antes de ingresar de nuevo a descansar manifestó: “Rezaré por cada uno de los difuntos” Lo prometió. Y añadió: “Vayan enseguida a enterrarlos que ya pronto amanece”. Esperó que siguieran cargando los ataúdes y la sábana para cerrar la puerta de la iglesia. ahí se las vio a doña Hortencia Bustos, la madre del Caballo conversando con la novia del teniente Luna, más atrás se la observó a la señora Enriqueta Montenegro consolándose a lado de la familia del policía Mier, más atrás se encontraba la esposa de Carlos Terán junto a los hijos de don Primitivo Canacuán. Se produjo una mezcolanza de llantos tanto de los deudos militares, cuanto de los civiles. Todos los difuntos eran conocidos, descendientes de los Pastos y Quillasingas. 106
Las personas que acompañaron en el múltiple entierro, regresaron de inmediato, porque todavía a esa hora aún seguía rigiendo el estado de sitio, todo estaba prohibido, ninguna persona podía salir de sus casas bajo ningún pretexto. Doña Hortencia Bustos quien se vio obligada para ir a sepultarlo a su hijo en la madrugada del día sábado, la llevaron casi a restras, en medio de gritos lastimeros y llantos perturbados de despedida. Cuando regresó se encerró para siempre y nunca más salió de la casa. Solamente sabían que seguía viva, el instante en que los curiosos se acercaban a mirarla a través de una rendija que había en la puerta de su habitación, y notaban que las lágrimas seguían rodando por sus mejillas. 08:47 Vestidas con chalinas negras en memoria de más de los cincuenta heridos de bala, los treinta detenidos y de haber contabilizado: quince civiles, dos policías y un número no precisado de militares fallecidos, las mujeres llegaron al parque de la Independencia, allí se reunieron todas las madres que perdieron a sus hijos, hermanas que no se cansaron de averiguar el paradero de sus hermanos, esposas buscando una respuesta del por qué mataron a sus maridos. Todo el parque se matizó con un color oscuro y el duelo se extendió por todos los lugares. La decisión de levantar el paro se supeditaba a la liberación de los presos que estaban detenidos en los cuarteles de la capital; la disposición era indeclinable. Hubo una larga tregua nerviosa entre las partes, que al menor movimiento, sin duda empezarían de nuevo los disparos. Día domingo. 19:47 Sin embargo, las mujeres encopetadas de la ciudad, de abrigos y zapatos de taco alto, de anillos y cadenas de oro y pecados de voz baja, lideradas por las esposas del alcalde y del prefecto, mantuvieron una reunión a espaldas del pueblo con los militares y con el obispo, tratando de llegar a un acuerdo para que sus esposos volvieran a ocupar sus cargos burocráticos. “Que se queden presos sólo los comunistas” Lo manifestó una de ellas mientras besaba el anillo del prelado al salir de la confluencia. Ese día, ningún ciudadano asistió a escuchar misa en ninguna de las iglesias y eso le preocupó al obispo Clemente. Día lunes. 10:49 En cada esquina, calle y poste de Tulcán se observaban manchas escandalosas de sangre, no hubo distinción, no importaba si era de los soldados o de los civiles, sin embargo las huellas sangrientas le daban un 107
aspecto trágico y lastimero a la ciudad. El obispo Clemente de la Vega trató de mediar, sirviendo de portavoz del dictador, al anunciar que los presos no iban a ser liberados de inmediato. “Contratarán a los mejores abogados para que los liberen cuanto antes”. Así lo manifestó al grupo de ciudadanos que se reunieron frente al edificio Episcopal, de esta manera admitían tácitamente que estaban sujetos a una ley impuesta por la dictadura de Velasco Ibarra. Mediante engaños trató de que la gente aceptara unánimemente terminar el paro. Isabel Portilla arriesgándose a ser excomulgada le contestó en un perfecto latín al obispo Clemente. Le dijo: “Haec omnia si non prosequitur detainees” *Esto continúa si no traen a todos los detenidos Y continuó: __ ¿Acaso va a permitir que mueran torturados y masacrados como Cristo? Nadie se irá de aquí si no hace nada para que regresen todos. Le advirtió. Y enfatizó: __A todos. Lo recalcó si bajar la mirada. Esto hizo que el prelado bajara la guardia y retrocedió dos pasos, pues nunca se imaginó que alguien de esta ciudad pudiera entender el dialecto de Dios. __Regreso. Atinó a decir a los presentes, e hizo que Isabel Portilla se acercara para decirle al oído una frase en latín, indicando que había claudicado. __No me guardes rencor. *Ego non invident El obispo se vio obligado a entrar enseguida, fue hasta su oficina tan grande y fastuosa como un pequeño santuario y viéndose obligado a llamar al siniestro Ministro José Talbot con el objetivo de informarle que el paro continuaba si no traían a todos los presos cuanto antes. Al tétrico ministro se lo notaba contrariado, sin duda se le escapó de las manos el gran negociado, al que le dedicó mucho esfuerzo y sacrificio para hacerlo realidad, pues planificar un negocio de tal magnitud le había demandado horas de sueño, dejar de comer a las horas establecidas, por eso fue que el ardor de su panza se le acentuó aún más, además tuvo que renunciar para ir solapadamente a visitar a su amante precoz y hasta desistir de alguna pelea verborraíca con el Ministro de Economía, quien estaba en total desacuerdo con la tasa que querían cobrar por pasar al otro lado de la frontera. Era inminente que el negociado empezaba a marchitarse ante la rebeldía del pueblo tulcaneño. Tuvo que tragar una saliva amarga y con 108
voz fingida aparentó amabilidad por tener al otro lado del teléfono a un obispo, entre dientes y de mala manera se comprometió a hacer todo lo que estaba a su alcance para liberar a seis de los prisioneros; pero manifestó: “Galo Benavides y Osvaldo Rosero continuarán detenidos”. Y añadió: “A ese par de comunistas no los saca ni el diablo”. Lo dijo y se disculpó frente al prelado por haber usado ese término injurioso. Bajó de nuevo el obispo, con su voz arrogante y levantando sus manos exclamó: “No hay nada que hacer, los dos continuarán detenidos”. Las mujeres de negro, amenazaron con ir de nuevo a cerrar el puente y tomarse las instituciones públicas. Al tener la certeza de que las mujeres hablaban en serio y que la situación se volvía de nuevo tan tensa como en los días más álgidos de la revuelta y que los tulcaneños estaban dispuestos a continuar con el paro, el dictador Velasco Ibarra no tuvo más remedio que ordenar que a los dos detenidos los dejaran libres lo más pronto posible. 10:04 Pasadas las diez de la mañana les permitieron bañarse en agua fría, al instante llegaron dos enfermeros para revisarlos, a Galo Benavides se encargaron de maquillarle la cara hinchada que tenía terribles moretones a ambos lados de sus ojos, sufría una considerable desviación de su tabique nasal, además su dedo índice derecho estaba fracturado. A Osvaldo Rosero le revisaron la herida de bala que tenía a dos centímetros de la segunda vértebra de su columna, le limpiaron la purulencia con alcohol y la suturaron con ocho puntadas gruesas. Después de la revisión médica, les convidaron una taza con café que apenas tenía el alucinante aroma al grano tostado de café, les pasaron un pan y un banano. “Fue exactamente un desayuno hecho para los conscriptos” Lo recuerda Galo Benavides. No probaron nada de lo que les sirvieron, a pesar de padecer un hambre voraz de días; pues temían ser envenenados. 10:52 Antes de las once de la mañana, fueron embarcados en una avioneta que los trajo de regreso. “Me indican por dónde queda Tulcán” Les dijo el piloto de la aeronave, con una seriedad aprendida en la Escuela de Aviación. Y agregó: “Ni siquiera sabía que existía esta ciudad en el mapa”. El vuelo de retorno duró un poco más de media hora, tiempo suficiente como para hacer una amistad de viaje, después de contarle los pormenores de la revuelta, el piloto sin salir del asombro, pues sabía lo que significaba enfrentarse a bala con los comandos paracaidistas, además los uniformados los superaban en número de efectivos y con el uso de armamento sofisticado. “Pero lo que me cuentan no ha salido en las
109
noticias”. Lo dijo aún mas asombrado y por primera vez sintió compasión por los detenidos. 13:00 En el momento en que aterrizaron, enseguida a Osvaldo Rosero y a Galo Benavides los embarcaron en una camioneta y fueron conducidos mediante engaños hasta la ciudad de Ipiales para que se reunieran con el alcalde Ignacio San Brano y el prefecto Wilfrido Estrella, con la intención de regresar todos juntos como héroes. A medio día hubo una caravana que trajo a los héroes locales, a las autoridades de pacotilla y a quienes se marcharon huyendo de la situación. La fiesta fue total, sólo las autoridades a su paso fueron abucheadas nuevamente, los presos levantados en hombros y Osvaldo Rosero debió ser internado de urgencia en el hospital, debido a que empezaba a engangrenársele la herida de bala. Y solo un grito retumbó desde ese día, todos gritaron con iras, sacándose ese sufrimiento que causaron a este pueblo aguerrido, que debió soportar el terrible dolor producido por unas mentes enfermas, funestas y envilecidas de unos canallas entontecidos por la ambición del dinero. Mentes siniestras como la del tirano José María Velasco Ibarra y del Ministro José Talbot. El grito valiente caló tanto en las generaciones siguientes que todavía resuena dentro de nosotros. ¡¡¡Con el Carchi no se juega…carajo!!!
FIN
110
111