La batalla de Vitoria

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La batalla de Vitoria 21 de junio de 1813

Fernando Sรกnchez Aranaz


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Índice Proemio ....................................................................................................007 Prólogo. El sordo y los cañonazos ..........................................................011 1- Los Borbón de España........................................................................015 2- Revolución e imperio...........................................................................017 3- Sublevación popular y guerra .............................................................031 4- Afrancesados y patriotas ....................................................................041 5- ¡Viva la Pepa! .......................................................................................051 6- El Rey Plazuelas ..................................................................................061 7- El pequeño corso que conquistó Europa ...........................................075 8- Jourdan, el revolucionario burgués.....................................................089 9.- Sir Arthur Colley Wellesley, el militar sin vocación.............................093 10- Miguel Ricardo de Álava, el tory alavés ............................................103 11- Vitoria y su entorno............................................................................119 12- Vitoria en la historia ...........................................................................125 13- Un paseo por la Vitoria de 1813........................................................135 14- Vitoria y Álava durante la ocupación napoleónica............................161 15- Los ejércitos sobre el terreno............................................................171 16- Los Imperiales llegan a la Cuenca de Vitoria ....................................185

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17- Disposición de los Aliados ................................................................197 18- Los ejércitos en movimiento .............................................................207 19- La Batalla ...........................................................................................225 20- El saqueo ...........................................................................................231 21- Los días siguientes............................................................................239 Epílogo. ¿Pero qué quería este hombre?................................................241 Bibliografía ...............................................................................................245 Notas........................................................................................................249

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Proemio El antiguo palacio de los Larrea, en Argomaniz, un pequeño pueblo a una docena de kilómetros de Vitoria-Gasteiz, constituye actualmente el edificio central de un Parador de Turismo. Estando allí en cierta ocasión, un hombre me aseguró que en aquella casa había pasado la noche Napoleón después de la Batalla de Vitoria. Tal afirmación, al margen de que sea errónea, indica dos cosas, una que no podemos vivir sin historia, otra que, a falta de ella, nos agarramos a lo que encontramos más a mano, recuerdos, leyendas, añoranzas, lo que sea, antes que sentirnos parte de una comunidad sin historia. Sabido es que somos seres sociales, sí, pero imperfectos, movidos, no como otras especies por el bien de la colectividad, sino a menudo por el ansia de poder y el afán de lucro. Por ello precisamos de mecanismos que mantengan unido al grupo, que den al individuo una razón para actuar más allá del beneficio exclusivamente personal. Uno de ellos es el de la identidad, entendida como el patrimonio colectivo de una comunidad, del cual forma parte, entre otras muchas cosas, su historia. La identidad es lo que convierte a un grupo humano social, una sociedad, en pueblo y, más allá, en nación. Y acaso por ahí vayan esos afanes “antiidentitarios” de algunos, que no esconden más que el intento de supremacía de una nación sobre otra. Porque ningún grupo humano puede sobrevivir como tal sin compartir una identidad, sea ésta del tipo que sea, unicultural, pluricultural o lo que se quiera inventar en un momento determinado. Pero dejemos estos temas, no por actuales menos escabrosos, para otro momento. Estoy convencido de que un pueblo que conoce su historia no sólo, como a menudo se repite, es más probable que no vuelva a cometer los errores del pasado, sino que además es mucho menos manipulable que aquel que la desconoce. Por ello la historia no puede ser una materia para consumo exclusivo de los especialistas, sino que tiene que ser divulgada para que sea conocida por la ciudadanía. Porque no se puede vivir sin historia. Los miembros de una colectividad conocerán mejor o peor su historia, pero cada uno tendrá una versión propia de ella, elaborada en base a materiales de las más distintas procedencias. Lo malo es cuando esa visión personal de la historia no está construida en base a elementos auténticos. Pero ¿qué es lo auténtico en historia? Esta pregunta acaso reciba respuestas coincidentes, pero difícilmente responderán a una

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misma realidad, porque cada uno puede adjudicar la etiqueta de auténtico a aquello que le es más conveniente. Sin embargo, existe una verdad histórica y existe, sobre todo, una prudencia histórica que nos obliga a no dar como verdaderos aquellos hechos no comprobados y a dar cuenta de todas las posibles opciones de veracidad de un hecho. Considero por ello especialmente importante proporcionar al ciudadano de a pie, que tiene otras prioridades en su vida que conocer los detalles de la historia, los materiales básicos en base a los cuales pueda elaborar su propia versión histórica, dejando claro que, mientras no exista una veracidad objetiva sustentada en fuentes fidedignas, estaremos hablando siempre de versiones subjetivas, de opiniones, de hipótesis. Por otra parte, la historia es parte ineludible del patrimonio de un pueblo, al margen de las opiniones que les merezcan a sus integrantes las actuaciones de sus antepasados en un momento y unas circunstancias concretas. Se trata de su historia, lo que no obsta para que, seguramente demasiado a menudo, cada pueblo intente embellecer su historia o, por decirlo de otra manera, hacerla más presentable. De cualquier forma, el objetivo del historiador no es el de demostrar sus hipótesis ni el de dar argumentos a las decisiones de los poderosos, sino el de esclarecer la verdad de los hechos acaecidos en el pasado. Es evidente que no existe el historiador neutro, ni siquiera cuando trata temas relativos a una comunidad diferente a la suya, pues siempre mantendrá una ideología propia que le hará tender a la parcialidad, por ello es sumamente importante, para el historiador, la separación de su condición de tal de la de simple espectador con licencia para ser parcial, puesto que su trabajo va más allá del relato de unos hechos, continuando con la investigación de sus causas y el análisis de sus consecuencias. Por ello, en primer lugar, el historiador debe limpiar los hechos observados de cualquier prejuicio, de todo atisbo de subjetividad, de la tentación de sentirse protagonista de los hechos que narra. El historiador debe poder realizar el difícil ejercicio de percibirse inmerso en la historia que relata, sin pretender formar parte de ella, sin aportar sus juicios de otra época, aplicando exclusivamente, si acaso, los vigentes en aquella que estudia a la hora de realizar análisis y extraer conclusiones, lo cual no está exento de dificultad. Para otras cosas está la ficción. Si grave es elaborar la historia buscando una finalidad política, este hecho resulta aún peor cuando la historia de un pueblo está escrita con los materiales pro-

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porcionados por su dominador o, ya en el colmo, escrita directamente a sus órdenes. Esto es lo que ha sucedido entre nosotros hasta prácticamente ayer mismo. Me he propuesto con este trabajo, poner a disposición de aquellas personas que sienten curiosidad por saber qué fue eso de la Batalla de Vitoria, no sólo el relato de los acontecimientos que tuvieron lugar en las cercanías de la ciudad aquel 21 de junio de 1813, sino también los acontecimientos que condujeron a ellos y todo lo que les rodeó, desde la personalidad de sus actores principales, hasta la intrahistoria que les dio cuerpo. Este texto es, por supuesto, una visión personal de la historia en su forma, elaborada en base a los materiales que otros antes que yo han trabajado. En ese empeño me han resultado imprescindibles obras anteriores, sin las cuales ésta habría sufrido de un déficit documental, entre los que quiero resaltar los del profesor José María Ortiz de Orruño y los de Emilio Larreina, en los concretos aspectos socioeconómico y militar respectivamente, a los que desde estas líneas expreso mi agradecimiento y admiración. Mi intención al plantear este trabajo, fue la de elaborar, desde los supuestos teóricos expresados, una visión general del asunto tratado, que abarcara todos los campos que hasta ahora se habían tratado de manera parcial. Espero haberlo conseguido.

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Prólogo. El sordo y los cañonazos La llamada Batalla de Vitoria fue un choque decisivo entre el ejército de Napoleón y las tropas aliadas que lo combatían en la Península Ibérica, que tuvo lugar el 21 de junio de 1813, en la parte occidental de la Llanada alavesa, más concretamente, aunque con distintas fases, en un entorno amplio de la ciudad de Vitoria. Aquella batalla fue tan importante como para que Ludwig van Beethoven escribiera una obra sobre ella. La escribió por un encargo, pero, sin duda, él lo llevó a cabo muy a gusto. Hay que tener en cuenta que fue la primera vez que el ejército imperial resultaba claramente derrotado en el plano estrictamente militar, es decir, sin que intervinieran otros factores, como pasó en Rusia con las inclemencias meteorológicas invernales. Beethoven había sido partidario de los revolucionarios franceses y aplaudió las victorias del general Bonaparte sobre las caducas monarquías europeas, de manera que cuando éste fue nombrado primer cónsul, creyó ver el paso inicial hacia una gran confederación de repúblicas de Europa, en las que se hiciese realidad el lema de “Libertad, Igualdad, Fraternidad”. Tanto fue su entusiasmo que compuso una sinfonía, la Tercera, dedicada a Napoleón, a la que pensó titular Bonaparte. Eso fue en 1803, pero en mayo de 1804, cuando aún no la había estrenado, el corso decidió transformar la república francesa en un imperio del que él mismo se proclamó emperador. Se cuenta que al enterarse de esos hechos el músico exclamó: “Entonces ¿no es [Bonaparte] más que un ser humano vulgar? Ahora también él pisoteará los derechos humanos y se limitará a satisfacer su ambición. ¡Se convertirá en un tirano!”. Luego las tropas imperiales conquistaron los países germánicos, derrotando y obligando a pactar a Austria, donde en su capital, Viena, vivía Beethoven. Marengo, Austerlitz, Jena, Wagram,... todo habían sido victorias para Napoleón Bonaparte, si exceptuamos Bailén y la desastrosa campaña rusa. Por eso cuando en junio de 1813 llega a Viena la noticia de la derrota de sus tropas en los campos de una ciudad desconocida llamada Vitoria, a manos del general británico Wellington, el entusiasmo es indescriptible y de él participa Beethoven. Su amigo Johann Nepomuk Maezel, le encargó una obra que celebrase el acontecimiento. Este hombre era músico aficionado e inventor. Había ideado un órgano mecánico, el metrónomo y la trompetilla que usaba Beethoven para aliviar su sordera, para entonces bastante avanzada.

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Lo que compuso Beethoven fue realmente una sinfonía en dos partes, con una duración de algo menos de un cuarto de hora, que fue estrenada el 8 de diciembre de 1813 en la Universidad de Viena, junto a la Séptima Sinfonía, consiguiendo un enorme éxito. La primera parte, titulada la Batalla, es altamente descriptiva. Escuchamos trompetas y tambores de cada uno de los bandos enfrentados dispuestos a la lucha, ilustrados por medio de dos marchas militares, el Rule Britania, por el lado británico, y el Malborough, el popular “Mambrú se fue a la guerra”, por el francés. A continuación las trompetas manifiestan el desafío de ambos bandos, tras lo cual comienza la batalla propiamente dicha, un allegro con profusión de trompetería y percusión, emulando sin ningún tipo de reparo el sonido de las detonaciones de fusiles y cañones. Por cierto, en el estreno, al frente de la percusión estuvo Antonio Salieri, que tenía entonces 63 años y había sido maestro del propio Beethoven. El ataque británico está magníficamente expresado en un allegro assai. A continuación llega la derrota francesa, que se adivina total cuando cesan las detonaciones. Entonces comienza la segunda parte. El metal anuncia la victoria de Wellington, seguido por las cuerdas, con el animado contrapunto de un pífano, uno de los instrumentos musicales militares por excelencia, pues era pequeño y, por lo tanto, fácil de transportar en la mochila, en un allegro ma non tropo, para acabar en allegro con brio. Es el momento del triunfo. Suena solemne el himno británico, Good save the King1, andante gracioso, en el que el pífano vuelve a asumir su papel y volvemos al allegro para la apoteosis final. En el estreno de la Octava Sinfonía, el 27 de febrero de 1814, así mismo en Viena, también se interpretó la Victoria de Wellington, pero la exaltación de esta pieza tendrá lugar el 29 de noviembre de aquel año, cuando, después de que Napoleón hubiera abdicado, el 3 de abril, tras la derrota de Leipzig, se reunieron los gobernantes de Europa para asistir al Congreso de Viena, en el que se remodeló el continente. Después, la obra, también conocida como Sinfonía de la Victoria y Sinfonía Guerrera, se interpretó en muchas ciudades, pero una vez pasada la euforia del momento, caerá en el olvido, siendo incluso, en la actualidad, valorada negativamente por críticos y biógrafos de Beethoven. Para algunos será “una de las páginas menos sinceras y valiosas de su autor”2. Sin embargo, para Lorin Maazel, violinista y director de la Orquesta Filarmónica de Viena, “La Victoria de Wellington es la pieza más ingeniosa, encantadora, inteligente y efectiva de Beethoven”3. La verdad es que “La Victoria... ” a pesar de ser reconocida como una sinfonía, no ha sido considerada como tal en la obra de Beethoven,

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pues debería haber sido la séptima u octava de un total, en ese caso, de diez en lugar de nueve. No cabe duda de que Beethoven cobró por escribir su obra, pero, al fin y al cabo, los artistas también necesitan dinero para vivir. El asunto es si, caso de haberla realizado por iniciativa propia, sin los agobios económicos que sabemos tenía por entonces, el resultado habría sido el mismo. Es probable que se dejase llevar por lo que el público quería escuchar en ese momento, algo sublime y heroico, en definitiva un himno a una victoria guerrera, es decir, exactamente lo que es su obra. En definitiva, podemos afirmar que, cuando menos, Beethoven supo conectar espléndidamente con su audiencia, pero es que, además, el músico, a fin de cuentas un romántico, tenía una deuda pendiente con Bonaparte, el hombre en el que tantas esperanzas había puesto y que tanto le defraudó. La Victoria de Wellington fue así también su venganza; no es de extrañar pues esa empatía con el público, ya que compartían el mismo entusiasmo. Acaso Ludwig van Beethoven, al componer La Victoria de Wellington en la Batalla de Vitoria, intuía que su música celebraba un cambio de época. Y eso era cierto. Napoleón había renovado completamente el arte de la guerra, por eso fue invencible en tierra durante unos años, hasta que los británicos, que constituirán la nueva potencia hegemónica, nacida de la Revolución Industrial, de la misma manera que la Francia imperial había nacido de la Revolución Política, le derroten con sus mismas armas. Pero no sólo se consagró en Vitoria una nueva manera de hacer la guerra. También se puso allí colofón al Antiguo Régimen. No es que la Batalla de Vitoria tuviera algo que ver en eso, pero sí señala un antes y un después. Ya nada será lo mismo. Unos tardarán más que otros en darse cuenta de eso, pero al final todos habrán de reconocer que la burguesía, la aristocracia del dinero, había tomado el relevo del poder a la aristocracia de la sangre.

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Los Borbón de España Después de más de dos siglos de guerras y pugna por la hegemonía mundial entre los reinos de España y Francia, al expirar el siglo XVII accedió al trono español un miembro de la familia Bourbon, Philippe d’Anjou, nieto del rey de Francia Luis XIV. Sucedió a Carlos II de Austria, fallecido el 1 de noviembre de 1700, quien tenía tanta sangre Borbón como Habsburgo en sus venas. Pero existía otro pretendiente, se trataba de Carlos de Austria. Basaba sus derechos en el hecho de que su tía, Mariana de Habsburgo, había sido la primera esposa de Felipe IV y madre de Margarita Teresa, primera esposa de su padre, Leopoldo I de Habsburgo, emperador del Sacro Impero Germánico.

Se inicia entonces una guerra, llamada de sucesión, que tuvo dimensiones europeas y concluye con la paz de Utrecht, firmada el 11 de abril de 1713. España perdía los Países Bajos católicos, más o menos la actual Bélgica, las posesiones italianas, Menorca y Gibraltar. Además, por los Decretos de Nueva Planta, se suprimieron de facto los fueros de los antiguos territorios de la corona de Aragón, que habían apoyado al archiduque Carlos.

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Felipe V murió el 9 de julio de 1746, sucediéndole su hijo Fernando VI, quien acertó a rodearse de eficaces consejeros, quienes le indujeron a mantener una política de paz, mediante una posición de neutralidad armada. A su muerte, acaecida el 10 de agosto de 1759, le sucedió su hermano Carlos, rey de las Dos Sicilias. Carlos III fue un rey absoluto aunque ilustrado, que introdujo numerosas reformas en sus reinos, por otra parte inevitables, tras el periodo pacifista de su hermano Fernando, si quería hacer de España una potencia que pudiese mantenerse en posesión del imperio colonial americano, cuyos recursos le eran imprescindibles. Tales cambios, unidos al consiguiente aumento de la presión fiscal, junto a diversas crisis de abastecimientos y al empobrecimiento general de la población, originó una serie de sublevaciones populares. En mayo de 1774 murió el rey de Francia, Luis XV. Le sucedió su nieto Luis Augusto de Berry, con el nombre de Luis XVI, casado con María Antonieta de Habsburgo, hija de la emperatriz María Teresa. Al año siguiente se sublevaron contra la metrópoli las trece colonias británicas de Norteamérica, que proclamaron su independencia el 4 de julio de 1776, lo cual fue recibido en Francia con gran entusiasmo, tanto es así que Luis XVI firmó un tratado con los recién creados Estados Unidos de América, por lo que Inglaterra le declaró la guerra. España, tras un periodo de duda vacilación, optó por el apoyo a los independentistas norteamericanos, para lo cual previamente se exigió a Francia un acuerdo de renovación del Pacto de Familia, cosa que tuvo lugar el 28 de abril de 1779.

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