LO BARROCO COMO CONSTANTE ATEMPORAL
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Lo barroco como constante atemporal
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Índice 1. Antecedentes del trabajo: Colin Rowe, “Manierismo y arquitectura moderna”. 2. Eugenio d’Ors y “Lo barroco”. 3. La presencia de lo barroco, como concepto atemporal, en arquitectura moderna y contemporánea.
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Colin Rowe “Manierismo y arquitectura moderna”
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A continuación se presenta una síntesis de lo que supuso el origen inicial de este trabajo: el ensayo de “Manierismo y arquitectura moderna”, escrito por el teórico y crítico de arquitectura Colin Rowe y publicado en 1947. La idea básica del texto de Rowe se basa en la detección de ciertos elementos comunes a lo largo de diversas obras de arquitectura moderna de gran reconocimiento. Estos elementos tendrían su origen en el estilo manierista de finales del Renacimiento, manifestándose de diversas formas dentro de un contexto radicalmente distinto como es la arquitectura moderna.
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quizá pudiéramos hacerlo en el Románico y el Gótico medievales? ¿Podría detectarse asimismo su influencia en el Barroco que vino a revolucionar la norma clásica reinterpretada en el Renacimiento de los siglos XV y XVI? Si Rowe, como veremos a continuación, pareció encontrar este influjo en la arquitectura moderna, ¿podíamos incluso tratar de descifrarlo entre las decenas de tendencias de la arquitectura contemporánea? Se tratará de buscar la respuesta todas estas preguntas a lo largo de las siguientes líneas.
En mi opinión, el gran acierto o interés del ensayo de Rowe es la original intención de plantear la posibilidad de la reinterpretación de un “estilo”, para pasar a ser más bien una actitud, susceptible de hacer acto de presencia en distintos momentos de la historia sin quedar relegada exclusivamente a un período determinado. De esta manera, ¿podríamos detectar la presencia de una actitud manierista en el arte y la arquitectura de la antigua Grecia? ¿O
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“El manierismo del siglo XVI, como inevitable estado de conciencia y no sólo como mero deseo de romper moldes, parece estribar en la inversión deliberada de la norma clásica del primer renacimiento tal como fue establecida por Bramante: incluir el muy humano deseo de menoscabar la perfección una vez ésta ha sido alcanzada.”
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“El manierismo fue el humor de una época”
John Summerson, “El lenguaje clásico de la arquitectura”
Colin Rowe, “Manierismo y arquitectura moderna”
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“La casa Schwob de Le Co¡·busier, en La Chaux-de-Fonds, de 1916, primera obra de importancia que el arquitecto llevó a cabo, no se halla Incluida, a pesar de sus grandes méritos y de su obvia importancia histórica, en la colección de la Oeuvre complete; y esta ausencia es perfectamente comprensible. El edificio desentona si lo comparamos con obras posteriores; de haber sido incluido, el énfasis didáctico· de toda la colección se hubiese resentido. La superficie llana y vertical de los dos pisos superiores se halla dividida en tres paneles. Los situados a ambos extremos son estrechos y se encuentran perforados por ojos de buey elípticos, pero el panel central se hafla elaborademente enmarcado en torno a una sUperficie vacía, blanca, amorfa; y es precisamente hacia esa superficie -acentuada por todos los medios que el arquitecto tiene a su alcance- que inmediatamente se dirige la vista. Las paredes bajas, que tapan las habitaciones de servicio y la terraza, se curvan hacia adentro y se levantan hacia ella; las dos puertas de entrada advierten una duaJidad que habrá que resolver; fa marquesina salida, con las columnas que la sostienen,· completa esa preñada soledad de la pared superior; el
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énfasis de los ojos de buey elípticos aumenta la necesidad de algo dominante y, con la mente turbada por una ambigüedad concebida tan elaboradamente, la mirada acaba posándose en el Inmaculado rectángulo y en el incisivo detalle de su moldura de ladrillo. Tras el panel se encuentra la escalera, cuya iluminación no puede, por tanto, verse sino dañada por el panel; ante lo cual debemos presumir que un arquitecto de la capacidad de Le Corbusier hubiera podido elegir, de quererlo así, algún otro tipo de distribución funcionalmente más satisfactorio.” Dado que ese motivo que curiosamente recuerda una pantalla cinematográfica, seguramente estaba destinado a sorprender, su éxito es total. La fachada queda dotada de todas las cualidades polémicas de un manifiesto.”
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“El edificio de Palladio se genera, aparentemente, gracias a la combinación de una fachada doméstica y de una loggia con arcos que, en su ornamentación, asume el papel de arco triunfaL Sin embargo, y a diferencia de los arcos triunfales de la antigüedad, tiene también una desarrollada superestructura corintia; y, aunque en la planta baja las dos funciones de la loggia como parte de una casa y como parte de un arco triunfal se hallan estrechamente integradas, el arco en si está más íntimamente relacionado con el panel que forman los pilares corintios del piso. La ruptura de la entabladura jónica sobre el arco proporciona un móvimiento vertical directo de uno a otro orden, subrayando su interdependencia, de tal modo que el panel retiene el foco creado por el arco de la planta baja, al tiempo que también parece constituirse como una Intrusión proyectada hacia arriba, hacia el propio plano nobile. Este carácter anómalo se ve todavía más acentuado por detalles que sugieren cierto respeto hacia las funciones de la fachada doméstica. En este sentido un detalle como la barandilla de los balcones, que continúa por detrás de las columnas y reaparece en el panel como si fuese una única pieza de lado a lado, sólo sirve para exagerar (que es lo
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que probablemente pretendía hacer) una dualidad ya inherente. Parece ocioso indicar que en este caso nos encontramos ante una ambigüedad formal del mismo orden que la planteada por Le Corbusler en 1916 y, aunque esté revestida de oropeles académicos muy lúcidos, la perturbación que produce es tal vez menos perceptible pero más completa. La inversión de la norma que Palladio lleva a cabo se efectúa dentro de la estructura del sistema clásico, cuyas apariencias externas parece respetar; el edificio de Le Corbusier, a fin de modificar el impacto visual, no puede atribuirse este tipo de referencia convencional.”
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“Loos,, con sus fanáticos ataques contra toda ornamentación, puede ser considerado, en cierto modo, como uno de los primeros en manif manifestar tendencias manieristas; de todos modos, si permitimos que se eliminen ciertos detalles extraños y aceptamos su refinamiento mecánico,, esta vivienda, con su extraordinaria severidad y su «descarado contraste entre el centro hundido y las alas salidas,, la línea continua del techo, y las pequeñas aberturas del ático», incluso con sus ventanas apaisadas, no se halla tan alejada de los tipos de edificios neoclásicos más desnudos, como los proyectados por Ledoux. Podría ser valorada, sin ninguna injusticia, siguiendo los criterios pictóricas que hemos venido discutiendo y, aunque un académico acad de finales del siglo XIX no se hubiese sentido entusiasmado contemplando su fachada, no hay nada en ella contra lo que hubiese podido formular for objeción teórica alguna.”
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“En la Bauhaus, sin embargo, mientras registramos mentalmente nuestra apreciación del plano y la estructura, la mirada tiene que enfrentarse con el perturbador problema del impacto que producen simultáneamente diversos elementos muy separados entre sí. El elemento central, dominante, desaparece, de modo que los elementos subsidiarios no pueden tener un papel de apoyo; y, en un estado de autonomía visual, se encuentran dispuestos alrededor del vacío del puente central que no nos proporciona ni una explicación visual de los mismos como esquema consistente ni permite que asuman su independencia como uni-dades separadas. En otras palabras, al desautorizarse un foco único, la función de la mirada se amplía; y, señalando este aspecto, no estará de más sugerir que el papel de ese puente —como núcleo fundamental de la concepción y en cuanto’ negación de la función visual .del elemento central— está estrecha¬mente relacionado con el panel en blanco de la Chaux - de - Fonds. Ese puente es, de modo muy parecido, causa y consecuencia de perturbaciones periféricas y es significativo que la Bauhaus sólo llegue a ser inteligible para la mirada desde un ángulo no visual, desde la «abstracta» panorámica aérea”
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“El manierismo del siglo XVI se halla caracterizado por ambigüedades muy similares; a guisa de ejemplo, puede mencionarse la deliberada e irresoluble complejidad espacial que ofrece fa capilla Sforza de Miguel Angel y el proyecto de 1923 de la Brick Country House de Mies van der Rohe. ”
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“En la capilla Sforza, Miguel Angel, trabajando según la tradición del edificio centralizado, establece un espacio aparentemente centralizado pero, dentro de estos límites, hace todos los esfuerzos posibles por destruir el foco que ese espacio exige. El espacio central, invadido por columnas situadas sobre la dia-gonal, sustentado por ábsides de una forma definida pero incompleta, se ve com¬pletado no por una cúpula sino por una bóveda en forma de globo y, con ese es-pacio surcado por-las distintas fuerzas en conflicto y comprometido en activa competición con la zona del altar, el resultado no es tanto una armonía ideal, cuanto una bien planificada distracción.”
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“En la Brick Country House podemos observar análogos desarrollos. Se trata de una casa sin conclusión ni foco; y, aunque en ella Mies no opera dentro de la tradición del edificio centralizado, sino según el plano irregular y libremente dispuesto de los románticos, la desintegración del prototipo es tan completa como en Miguel Angel. En ambos casos las formas son precisas, los volúmenes competitivos e indefinidos; pero, aunque en ambos casos el ideal parece ser un efecto de estudiada incoherencia, en Miguel Angel el empleo de un orden compuesto y de sus accesorios brinda una formulación de legibilidad convencional; en Mies, sin embargo, no existe ningún material que pueda ser reconocido directamente. Los medios empleados por Mies son cada vez menos y menos públicos y, en él, la intrincada claridad de sus intenciones se registra, principalmente, en la abstracción privada del plano.”
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“Otro artilugio manierista, la discordancia entre elementos de distinta escala situados en inmediata yuxtaposición, nos ofrece un paralelismo más valioso. Nos es familiar en las puertas de entrada ejecutadas a gran escpla y lo vemos empleado por igual en los ábsides de San Pedro de Miguel Angel y, con elementos distintos, en la Cité de Refuge de Le Corbusier. En los ábsides de San Pedro alternan los salientes .grandes y pequeños, que sacan el mayor partido y elegancia del. movimiento de masas y de la dramática definición del plano.
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menores,, de la pared acristalada. Aquí vemos nuevo la completa identidad de objetos discordantes y, como en San Pedro, en ese capricho intrincado y monumental, el ojo no encuentra descanso ni satisfacción que no esté preñada de ambigüedad. La turbación es total y si, en esa concepción mecanizada, no hay nada que reemplace la poesía puramente humana de la organización del siglo XVI, existe, sin embargo, una brutal delicadeza que hace comprensibles los elogios de Le Corbusier a Miguel Angel y San Pedro, en donde se «agrupa en un todo las formas cuadradas,, el tambor y la cúpula», y cuyas «molduras son de carácter intensamente apasionado y áspero áspero.”
Se logra, así, una perfección fuera de lo común; y al lado mismo de los grandes vacíos de ventanas y nichos en.¡ los grandes ábsides, encontramos la vioenta discordancia de nichos más pequeños y de distinta forma que parecen quedar aplastados, aunque no borrados, por los espacios intercolumnares menores. Al comparar los ábsides de San Pedro con el edificio de la Salvation Army tal vez estemos midiendo realmente la producción de nuestros tiempos. En el edificio de la Salvation Arrny, y en una composición de agresiva y profunda sofisticación, los elementos plásticos de una escala mayor se doblan sobre las comparativamente
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Conclusiones La visión de Colin Rowe sobre el manierismo y la arquitectura moderna supone un nuevo paradigma para la historia de la teoría de la arquitectura, en la medida en que hasta el momento nadie se habría atrevido a tratar de relacionar períodos tan, a priori, opuestos, identificando ideas o gestos comunes a ambos.
historia de la arquitectura u otros ámbitos, sistemas de clasificación no regidos única y estrictamente por períodos temporales consecutivos. Es interesante pensar que generaciones separadas por siglos en el tiempo puedan compartir diversas y ideas y conceptos a la hora de abordar un proyecto.
De especial interés me parece la idea de Rowe de que la arquitectura moderna, en numerosas ocasiones y a nivel general, parece perseguir más el objetivo de turbar la vista que el de proporcionar placer a la misma. Ese “esquema laberíntico” que denomina el teórico estadounidense, frustra la vista al poner mayor énfasis en los diversos episodios individuales antes que en el conjunto. Estas ideas se identifican fácilmente con las tendencias del Manierismo de finales del Renacimiento, ideas que ejemplifica a la perfección a lo largo del ensayo.
Esta forma de pensar de Rowe me servirá como base para el desarrollo del resto del trabajo, de manera que, de forma análoga, trataré de reinterpretar el perfectamente acotado estilo Barroco del siglo XVII concibiéndolo más como un fenómeno constante a lo largo de la historia, con apariciones de diversa índole en distintos puntos de la misma.
En mi opinión constituye una investigación de gran interés por las múltiples posibilidades que abre. Posibilidades de, quizá, dar lugar a nuevos sistemas de clasificación de la
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“Las disposiciones espadiales actuales son las que con mayor enjundia pueden ,compararse a las del siglo XVI aunque, en la distribución de las fachadas, los paralelismos manieristas son más difíciles de encontrar y menos interesantes. El arquitecto Manierista, trabajando dentro del sistema clásico, invierte la lógica natural de la. función estructural que debiera implicar; la arquitectura moderna, por su plarte, no hace ninguna referencia explícita al sistema clásico. En términos más genérales, el arquitecto manierista trabaja en favor de un énfasis anonadante, en favor de la eliminación visual de la masa, en favor de la explotación o de la negación de las ideas de carga o de aparente estabilidad. Explota elementos de-la fachada que son contradictorios, emplea formas rectilíneas de gran dureza y subraya un tipo de movimiento detenido; y, aunque muchas de estas tendencias también sean rasgos característicos de las superficies verticales de la arquitectura contemporánea, la comparación entre ambas es, posiblemente, más una comparación superficial que no un orden claramente demostrable.”
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Eugenio d’Ors y “Lo barroco”
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“Eugenio d’Ors Rovira (Barcelona, 28 de septiembre de 1881 - Villanueva y Geltrú, 25 de septiembre de 1954) fue un escritor, ensayista, periodista, filósofo y crítico de arte español, impulsor del movimiento conocido como Novecentismo. Se formó en los ambientes literarios modernistas y participó en sus años de juventud, entre los diecinueve y veinticinco años, en esta estética. Comenzó la carrera de Leyes en la Universidad de Barcelona en 1897, que simultaneó con la de Filosofía y Letras en la especialidad de estudios literarios. Al terminar en 1903 sus estudios en Leyes con el Premio Extraordinario de Licenciatura se matriculó en Madrid en los cursos de doctorado y continuó con la actividad periodística que fue haciéndole cada vez más famoso con el pseudónimo de Xenius, aunque también utilizó los de Octavio u Octavi de Romeu, Joan de Deu Politeu y El Guaita, como dibujante los de Miler y Xan y como traductor el de Pedro Llerena.” Fuente: Wikipedia
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Estado de la cuestión. Reflexiones sobre el ensayo de d’Ors.
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La figura del filósofo catalán Eugenio d’Ors (1881-1954) ha estado parcialmente oculta durante mucho tiempo por varias razones, como pueden ser su oficio de glosador en la prensa, su filiación política o su dedicación a la crítica literaria y de arte, así como su fuerte estilo literario, que lo alejaba de la filosofía académica al uso; sin embargo, recientemente está siendo reivindicada su obra, así como su talla intelectual. Estamos asistiendo en los últimos tiempos a un creciente interés por su pensamiento, de lo que es prueba la avalancha de reediciones de sus obras que diversas editoriales están llevando a cabo. Aunque a menudo se considera a Eugenio d’Ors como un autor dedicado a la crítica de arte, en su obra desarrolla una sólida teoría estética, una poética en sentido clásico, y «si —como escribió Aranguren — toda Estética es Filosofía, la de Eugenio d’Ors lo es en grado eminente y además ha coloreado artísticamente su Metafísica y su Ética». La estética orsiana, a la que d’Ors denomina arbitraria, es una estética vital, llena de ética sin resultar moralizante, que apela al lector y al espectador del arte. Es una estética vivida. En ella la Belleza no es un ideal separado de la vida, sino que es algo práctico, vivible. En este sentido, a continuación trazo un
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breve recorrido por las principales obras de Eugenio d’Ors para tratar de desentrañar las originales tesis estéticas del pensador catalán, en su relación con la más clásica tradición estética y con su presencia en el debate estético contemporáneo. Todo ello resalta la condición de Eugenio d’Ors de enclave privilegiado para la comprensión de la historia estética y del reciente panorama en la eterna indagación en torno a la belleza y la creación artística. Eugenio d’Ors nació en la Barcelona de 1881, es decir, cuando y donde se estaba fraguando el modernismo como rechazo romántico del positivismo del siglo XIX. Este hecho va a ser capital, ya que en un principio el filósofo va a instalarse en este rechazo del ochocentismo que el modernismo lleva a cabo. D’Ors mantendrá siempre esta actitud de rechazo hacia el positivismo decimonónico, pero desde muy pronto abandonará el modernismo. La crítica modernista al positivismo se va a anclar en el individualismo y el naturalismo, en la autonomía del arte, en la idea de la incomunicabilidad de la realidad, que deviene creación subjetiva del individuo, todo lo cual drena en una neta oposición entre naturaleza y libertad —el artista se deja invadir por la naturaleza—. Frente a estas tesis, que
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prosiguen en la órbita del romanticismo de principios del siglo XIX, d’Ors buscará un proyecto renovador de la cultura en que junto al arte tenga cabida la razón. El temprano abandono de D’Ors de los planteamientos modernistas pone de manifiesto que el autor catalán descubrió, desde el principio de su actividad intelectual, que el romanticismo implica exclusión. Si el positivismo no admite la dimensión vital en sus desarrollos, el romanticismo con el que reacciona el modernismo tampoco da cabida en sí a la racionalidad. De este modo, el filósofo se va a oponer, durante toda su vida y toda su obra, justamente a esta exclusión de dimensiones de la realidad, de manera tal que toda su obra y toda su vida serán el intento constante de integrar razón y vida en un planteamiento unitario. Desde 1904 el proyecto renovador de Eugenio d’Ors se llamará Noucentisme, y precisamente propondrá su reforma a través de la estética. Si el modernismo desgaja al hombre haciendo incompatibles naturaleza y libertad, la estética noucentista, el arbitrarismo, sostiene que la voluntad impone orden en la naturaleza, conciliando ambas dimensiones. Es el arte quien permite, así pues, entender al ser humano de modo unitario, pues es en
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el arte donde se manifiesta la belleza, que es obligación de los fenómenos —como aprendió d’Ors de Schiller (17591 8 0 5 ) — y, al propio tiempo, categoría que ordena la acción humana. Esa armonía entre lo espiritual y lo material, que permite entender al hombre en toda su unidad, es lo propio de la cultura clásica, por lo que el arbitrarismo propondrá un retorno a los ideales clásicos. Por su parte, el noucentisme orsiano centrará también su acción en la política, entendida como misión renovadora de la sociedad, y sobre todo en la publicación de las glosas, más aún al no obtener la cátedra para la que d’Ors opositó. Así, d’Ors será ya un filósofo cercano, leíble.
“Eugenio d’Ors, nodo de tradición estética y debate contemporáneo”. Antonio González, www.nuevarevista.net.
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El libro más importante por su contenido y más influyente por sus repercusiones, de la entera obra orsiana es, a mi juicio, Lo barroco (1935). Desde el debate de Pontigny, sostenido en torno a ese tema en el verano de 1931, Eugenio d’Ors se convirtió en un referente internacional en estética y en crítica cultural y artística. En Lo barroco muestra como en ningún otro lugar su pasión por la vida y su aspiración de racionalidad. D’Ors ama lo barroco, el sentimiento, la contingencia, pero no está dispuesto a dejarse arrastrar por la irracionalidad y el panteísmo dinamista propio de lo barroco y de la Modernidad. Así, d’Ors se convierte en Ulises que, amarrado al seny, no olvida los cantos de sirena del sentimiento y la vida pero tampoco sucumbe a ellos. Esa es su clasicidad. Con todo, ese miedo a caer en el abismo de la irracionalidad le lleva a exagerar la postura racionalista de tal modo que parece que d’Ors aborrece lo barroco y lo que en él se contiene. Sin embargo, ama el contenido —que no es exclusivamente suyo— de lo barroco —naturaleza, vida, sentimiento— pero rechaza la manera
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en que el eón barroco se deja imbuir por todo ello: al margen de la racionalidad, panteísticamente, al modo de la Modernidad. El panteísmo barroco y moderno procede de la inconmensurabilidad de movimiento y razón, pero si el movimiento no cabe en la razón, sí tiene lugar en el seny, que, como la ironía socrática, conoce los límites del conocimiento y advierte que el movimiento es irracional sin rechazarlo por ello. El seny, más bien, lo admite jerárquicamente por consistir en una racionalidad ampliada. En Lo barroco, d’Ors parece inclinado a despreciar el contenido de lo barroco, tachándolo de hereje. Sin embargo, el contenido de lo barroco —vida, naturaleza, movimiento— no tiene carácter negativo, ya que, si no caben en la pura razón, sí son admitidos necesariamente en el seny. Esa es la clave del recurso orsiano al clasicismo: la integración de dimensiones valoradas jerárquicamente que en él se opera, y si lo clásico integra alternativas por medio de la unidad y la discontinuidad, en lo barroco, por la continuidad, se absolutiza un opuesto y se rechaza totalmente el otro. Si el barroco es opuesto al clasicismo es precisamente porque en lo barroco se da la disyunción razón-vida, mientras que en lo
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clásico no. El eón clásico no es la opción por la razón al margen de la vida frente a la barroca opción por el puro sentimiento. Esa opción por la razón frente al sentimiento ya es barroca. El verdadero opuesto al barroco — en cuanto sentimental— es el barroco —en cuanto racionalista en sentido moderno—. El problema nace de equiparar el contenido dominante en un determinado eón con el hecho de que ese contenido domine en ese eón: sentimiento, vida, naturaleza, que dominan en el eón barroco de forma panteística, no son patrimonio exclusivo de lo barroco, sino que el eón clásico los asume jerárquicamente, sin que por ello dominen en él. Finalmente, hay que señalar que la oposición clásico-barroco no se identifica con la oposición razón-vida, como a menudo se ha sostenido. D’Ors no es un pensador de dualismos —razón-vida, clásico-barroco— sino de unidad, de integración jerárquica, que, por medio del seny, del ángel, del universal concreto, admite jerárquicamente el elemento irracional como necesario, y le otorga un valor positivo. Eugenio d’Ors ama el contenido de lo barroco. Esa es su clasicidad. Ese es su gran logro. “Eugenio d’Ors, nodo de tradición estética y debate contemporáneo”. Antonio González, www.nuevarevista.net.
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“Una vez consumada la separación entre la Iglesia y el Estado en Francia, la abadía de Pontigny fue comprada por un particular, el profesor Paul Desjardins. A partir de 1910, esas ruinas monásticas cistercienses situadas en la Borgoña fueron habilitadas por Desjardins (1859-1940) para recibir, cada verano, a un selecto grupo de intelectuales europeos, llamados a disertar libremente sobre lo humano y lo divino. Durante la entreguerra las entretiens o Décades de Pontigny cobraron su verdadera singularidad, al convertirse en uno de los pocos espacios de tolerancia intelectual en el mapa de la Europa del fascismo y del comunismo. André Gide y Charles du Bos, dos de los habitués de Pontigny, dejaron sentidas páginas en sus Diarios, exaltando el matutino rigor de esas jornadas donde los atribulados clérigos del siglo XX se despertaban en calidad de monjes de San Bernardo. La nómina de invitados a Pontigny es deslumbrante, e incluye a Thomas Mann, E. R. Curtius y Max Scheller, al ruso León Chestov, al italiano Alberto Moravia y, entre los franceses, a Gabriel Marcel, André Malraux, François Mauriac, Paul Valéry. En la abadía, también, se dio una función para iniciados de Asesinato en la catedral, de T. S. Eliot, la obra de teatro que evoca
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la muerte del arzobispo y mártir Thomas Becket. A Pontigny se asistía, durante el mes de agosto, a escuchar una conferencia y a debatirla. En 1931 tocó el honor al escritor español Eugenio d’Ors (1881-1954), quien abordó el barroco en la abadía. La democracia sabe ser generosa con quienes la combatieron y a la España de la monarquía constitucional le tocó despojar de sus estigmas a d’Ors, quien en 1937 tomó resuelto partido por las tropas del general Franco, que lo encumbraron hasta la jefatura nacional de Bellas Artes, tras haber culminado con éxito la repatriación de los tesoros del Museo del Prado, que la derrotada República había dejado en custodia de la Sociedad de Naciones en Ginebra. Y durante la Segunda Guerra Mundial, d’Ors se convirtió en “cicerone” del museo, por cuyos pasillos guiaba a fascistas europeos que, como Karl Schmitt, Osbert Sitwell o Marinetti, vacacionaban en la amistosa España. Hoy se reconoce, en el autor de La bien plantada, la Oceanografía del tedio, Tres horas en el Museo del Prado y del Glosario, no sólo a uno de los prosistas más atractivos del siglo español sino al único intelectual que intentó airear, con el viento de la Edad de Plata de los años veinte y treinta, las asfixiantes habitaciones del primer franquismo. Figura central del novecentismo catalán
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y activista cultural de Prat de la Riba, d’Ors abandonó el catalanismo en 1920 y empezó a escribir en castellano. Educado en ese eclecticismo que se nutrió de Nietzsche, Bergson y Maurras, y que encontró en el culto a la raza, la fuerza y la fe la solución a la crisis del liberalismo, d’Ors fue un escritor portentoso. A mitad de camino entre Ortega y Gómez de la Serna, quien de joven firmaba Xénius sorprende por la variedad de sus intereses y la vitalidad de su prosa. Su Glosario, publicado completo hasta 1964, es un monumento al periodismo de ideas cuya lectura avergüenza cuando la comparamos con la ramplonería que hoy encontramos en casi todos los periódicos de la lengua. En apenas dos cuartillas, d’Ors glosaba en la prensa tanto la actualidad como la tradición, ocupándose de música, ciencia, política, gramática y, sobre todo, de las artes plásticas. Pero se creía filósofo sin serlo profesionalmente y, un poco como José Vasconcelos —a quien lo une la pasión por la kulturcampf—, d’Ors fracasó al pretender sistematizar sus intuiciones en tratados ajenos a la heteróclita libertad de su estilo y al vuelo incauto de su mente. En 1931, cuando fue convidado a Pontigny, el alado d’Ors estaba en el cenit de su fama como uno de los grandes críticos de arte de Europa. Su disertación en la abadía,
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junto a otros textos y aforismos ajenos a todo academicismo, fue impresa por Gallimard en 1935 como Du Barroque, y hubieron de pasar décadas para contar con una buena edición española de esta breve obra maestra. Acicateado por Benedetto Croce, quien pregonaba, como si estuviese en 1800, que el barroco era sólo una de las variedades de lo feo, d’Ors conjuró esa anticuada injuria neoclasicista. Fue más lejos y, contra eruditos como Wolffin, negó el escritor barcelonés que el barroco fuese tan sólo una excentricidad jesuita visible en la iglesia romana del Gesù o un reflejo de la decadencia del imperio español, controlado en calidad de epidemia en el tránsito del siglo xvii al xviii. El barroco, argumentó d’Ors, era un estado del alma que, atemporal y ahistórico, aparecía en diversas estaciones de la civilización. Lo barroco era un eón que imitaba los procedimientos de la naturaleza, mientras que el eón clásico hace lo propio con los mecanismos del espíritu. Barroco era lo mismo Proust que la novela rusa, Goya que Picasso, Copérnico como la teoría de la relatividad. “Así”, dice d’Ors en Lo barroco, “en las épocas de clasicismo, la música se vuelve poética; la poesía, gráfica; la pintura, plástica; y la escultura, arquitectónica. Recíprocamente, en las épocas de tendencia barroca, la gravitación se produce en sentido inverso: el arquitecto es quien se hace
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escultor; la escultura pinta; la pintura y la poesía revisten las formas dinámicas propias de la música.” Las tesis de d’Ors, aunque escandalizaron en Pontigny, nunca alcanzaron a imponerse. Repitiendo al Stendhal de 1823 cuando eternizó al romanticismo de Shakespeare contra el clasicismo de Racine, d’Ors profundizó en esa dicotomía binaria a través de la oposición nietzscheana entre lo apolíneo y lo dionisiaco, aplicándola al barroco y al clasicismo. Pero Lo barroco está lejos de ser un libro delirante. En mucho contribuyó d’Ors a rescatar al barroco del vituperio, demostrando su fértil sonoridad como uno de los afluentes de la modernidad. A los profesores franceses les demostró en Pontigny que Francia sí había tenido barroco; es de lamentarse que ignorase el barroquismo novohispano, asunto tanto más triste cuando el catalán cantó la gloria del barroco portugués. Eugenio d’Ors se sentía preso en una edad barroca, esos años treinta del siglo XX, en que la totalidad, desde Hitler hasta las vanguardias artísticas, le parecía un magnético abismo. El arte y la historia imitaban el dinamismo destructor y exuberante de la naturaleza, y d’Ors decidió arrojarse a una corriente que habría de concluir, según sus sueños, en la restauración del Sacro Imperio
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Romano Germánico. Barroquísima —amén de ridícula, según le dijeron sus propios camaradas— fue la conversión del viejo dandi barcelonés a la Falange Española, en la que d’Ors se hizo ungir caballero de la santa cruzada en un operático autillo medieval. Y durante sus años como jefe de Bellas Artes, d’Ors organizó juegos florales y solemnes procesiones para exorcizar reliquias dañadas por el vandalismo revolucionario. No creyendo en la España Negra, d’Ors se aficionó a protagonizar sacros sainetes en honor de la Ascensión de la Virgen, y algo había en su ardor de indiscreto caprichoso goyesco. Al descubrirlo más amigo de la liturgia que del Movimiento, el literato excéntrico fue alejado de los gabinetes de la dictadura. Heterodoxo, más pagano que católico como buen barroco, d’Ors murió ilusionado en convertirse en autor de una teología barroca, habiendo elaborado una teoría de los Ángeles Custodios, que en su docta opinión había de ser elevada por el papa a dogma de fe. Y el crítico que disertó en la Abadía de Pontigny sobre el barroco acabó por convertirse en uno de los más admirables y aborrecibles de los ángeles caídos de la lengua española.” “Lo barroco, de Eugenio d’Ors”. Christopher Domínguez Michael, www.letraslibres.com.
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(...) En primer lugar, el autor comienza teniendo en cuenta la connotación peyorativa del término churrigueresco, que a la sazón no es más que un modo de llevar a cabo la arquitectura barroca. Parece, pues, como si el afán de Churriguera por dejarse llevar por la razón hubiera llevado a ese pensamiento. Tal vez, comenzamos ya a ver en estas primeras páginas del libro con lo que podríamos denominar una especie de miedo al abismo, a la lejanía de la razón instrumental que como veremos coronará una parte de la historia. A partir del vocablo wildermann, que podríamos traducir como “hombre salvaje” Eugeni expone en primer lugar la archiconocida definición de Barroco (perla gruesa de límites irregulares) para después esbozar la que será su tesis más importante del libro: la finura del clasicismo frente a la “barbarie” persistente del barroco. En carnaval y cuaresma hace suyo el adagio latino de oportet haeresses esse, la necesidad de los herejes, donde explica que sólo a partir de la recreación se puede construir la Civitatis Dei , la Nueva Jerusalén. No es la única comparación que realiza entre una ciudad y un período. También asemeja el siglo XVIII a la antigua Alejandría. Para d’Ors resulta paradójico que precisamente para la fijación del folclore hiciera falta la aparición de la Enciclopedia francesa de la ilustración.
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Pero precisamente a esta paradoja la pudiéramos caracterizar de originaria, básica. Para el trabajo eficaz de la semana se hacen necesarias las vacaciones. Ese es el sentido del gótico florido frente al gótico normal. Reconoce Eugeni que esta contraposición pudiera estar muy relacionada con las filosofías de la Historia, entre las que destaca las de Michellet o Hegel pero a su paradoja es aún más originaria que las distinciones de la dialéctica hegeliana o la historicidad de Michellet. Precisamente este carácter contradictorio de lo barroco es su cualidad más representativa. Lo barroco pretende gravitar y volar, se ríe del principio de no contradicción y por ende de la racionalidad humana. El rechazo de Magdalena por parte de Jesucristo no hace sino atraerla más. Destaca en este punto algunos cuadros de Tintoretto, Caneggio, o incluso esculturas de Bernini. Para nuestro autor, otro de los aspectos que sorprenderían de lo barroco sería esa especie de anhelo del paraíso perdido. En este aspecto, introduciría una idea de temporalidad circular muy propia de otras filosofías clásicas y orientales. Toda la historia puede considerarse como un penoso itinerario entre la inocencia que ignora y la inocencia que sabe . Así, la función de los jardines actuales sería la de una suerte de
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paraísos-paréntesis que aliviarían el camino hacia esa nueva inocencia. Las referencias a Milton aquí son inevitables. De esta manera, lo barroco sería una especie de recompensa. El siglo XVIII es una demostración de ello, de luces y de ¿sombras? El enamoramiento es, para Eugenio d’Ors, una parte de lo barroco. Tras un paso por Baltasar Gracián en el que refiere a lo musical como algo directamente originado por la contemplación de la Naturaleza . Ahonda en el tema de la nostalgia de lo primitivo, de esa búsqueda constante de la belleza sin velos propia de la inocencia original. La realidad está percibida desde el paradigma racionalista de Descartes o Boileau, sin embargo, en la realidad también son necesarios los robinsones desnudos en islas desiertas que nos recuerdan el edén del que fuimos expulsados por culpa de la inquietud racional. Esta es una idea claramente desarrollada por Rousseau; para este ilustrado francés el hombre era bueno por naturaleza y sólo la propiedad a lo largo de la historia corrompió esa bondad. Como el mismo autor nos dice es una nostalgia de los principios que también podríamos encontrar en las novelas de Bernardine de Saint-Pierre: Pablo y Virginia son dos esclavos negros que nos despiertan el anhelo de los trópicos. Es lo barroco una alternativa a la esclerosis de formas de lo clásico, del mismo modo que un
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ornitorrinco se mofa de las clasificaciones zoológicas. Esta tranquilidad de escritoras como SaintPierre chocaría con la de escritores como Chateubriand, más tempestuoso, heroico y elocuente que sustituiría nuestra moda por lo tropical acercándonos al mundo de los indios y de la selva virgen. El deseo de volver a los orígenes, de recuperar el Edén perdido sería una constante en la sociedad tecnologizada de Eugeni d’Ors y en la actual. Las viejas categorías clásicas de Belleza o fealdad quedan ya muy atrás. Sí podríamos encontrar una alternativa a esta búsqueda con la creación de un Paraíso Individual al modo de Gauguin. Como el autor destaca, en esta sociedad actual no es difícil encontrar a una persona que se deje aconsejar por un erudito preceptor de biblioteca para llegar a casa y entretenerse con el loco de la azotea. Gracias a lo Barroco, aún es posible encontrar una solitaria de las rocas , algo así como el Robinsón llevado al máximo ascetismo social: es una mujer.
“Sobre Eugeni d’Ors y “Lo barroco”. Carlos Rodríguez Gordo, www.suspiriadigital.wordpress.com.
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“La querella de lo barroco en Pontigny” Análisis y reflexiones. A continuación se lleva a cabo un análisis de diferentes extractos del capítulo más relevante, para el tema que nos ocupa, del libro de d’Ors.
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“La práctica de la disección para el estudio de la anatomía humana no se generalizó, según es sabido, antes del Renacimiento. Hasta entonces el conocimiento de nuestro organismo fue sumario, grosero, superficial. Y, al conocimiento limitado de una materia, corresponde siempre una clasificación superficial de sus órganos. La anatomía anterior al Renacimiento se acomodaba a gusto con la división topográ-fica y lineal del cuerpo humano adoptada por el lenguaje vulgar: cabeza, tronco, extremidades. En la primera, un cráneo, una cara, con ojos, nariz, orejas, boca, mandíbulas. En el tronco, tórax y abdomen. En las extremidades, brazo, antebrazo, mano; muslo, pierna, pie. Por poco que uno se fije en ello, verá que la clasificación corrientemente empleada por los tratados de historia es enteramente análoga a la anterior, con solo sustituir el orden topográfico por el cronológico. Lo que el historiador llama Edad Media es, transportado al orden del tiempo, lo que el anatómico de antaño llamaba tronco. Al igual que este distinguía el brazo del antebrazo, aquel, el historiador, pretende distinguir todavía el siglo xv del siglo xvI. Para el anatómico, aún ayuno de disecar cadáveres, como para el historiador que no ha son¬deado en profundidad los acontecimientos, la manera de enumeración se queda en lo superficial,
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grosero y sumario. Está fundada en la apa¬riencia de las cosas, en su aspecto, y no es lo que el pintor Poussin llamada su prospecto; es decir, su estructura interior, sus conexiones ínti¬mas y abscónditas. Pero, apenas en la evolución de la ciencia sonó la hora en que, des-vanecidos los antiguos escrúpulos, la autopsia permitió la observación del organismo humano en lo entrañable, el método de clasificación anatómica cambió de criterio al cambiar de base. A la distribución morfológica en regiones sustituyó una repartición en sistemas. En lugar de hablarse de cabeza, tronco, extremidades, se empieza a considerar científicamente el «sistema nervioso», el «sistema vascular» o el «muscular. ¿Conocerá la historia en nuestros días un progreso parecido y para-lelo, aunque posterior, al que conoció, cuando el Renacimiento, la anatomía?”.
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Lo que introduce en este fragmento Eugenio d’Ors de manera magistral es, a mi modo de ver, la posibilidad de una reinterpretación integral del sistema convencional de organización de la historia en períodos, estilos, movimientos, etc. La metáfora que emplea ayuda convenientemente a ilustrar la cuestión; hasta el Renacimiento, el conocimiento de una ciencia como la anatomía se hallaba tremendamente limitado, pues el hecho de diseccionar un cuerpo para analizar en profundidad sus partes no era una práctica generalizada. Así pues, la clasificación de las distintas partes del cuerpo humano padecía de una gran superficialidad y previsibilidad, D’Ors compara este ejemplo con la clasificación de distintos períodos históricos. Pone como otro ejemplo de relación la Edad Media y el tronco del cuerpo humano, así como distinguir brazo de antebrazo podría ser similar a hacer lo propio entre los siglos XV y XVI. Ambos casos comparten el denominador común de constituir denominaciones superficiales, muy lejos de profundizar en las innumerables conexiones internas que proporcionarían verdaderamente un conocimiento completo del concepto.
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La aparición de la autopsia dio lugar a un nuevo paradigma de análisis del cuerpo humano, desembocando en la aparición de los sistemas nervioso, vascular o muscular. D’Ors termina preguntándose si dicho progreso podría tener lugar a día de hoy, en la historia contemporánea. Atendiendo al caso que nos ocupa, surge una nueva pregunta: ¿sería posible que, algún día, se reconozca la existencia de un hipotético “sistema barroco”, de manera análoga a cómo apareció el sistema nervioso o vascular? ¿Sería éste, dada su nueva catalogación como sistema, un espíritu o concepto articulador a lo largo de la historia? ¿Pasaríamos a hablar entonces de “lo barroco” frente a “el Barroco”?
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“También aquí parece factible el sustituir la enumeración lineal por la clasificación sistemática. «Edades», «Épocas», «Siglos», corresponden en la cronología a las «zonas» y a las «regiones» topográficas. En el tiempo, como en el espacio, una reflexión ahincada demuestra el existir de sistemas, de síntesis eficientes, que juntan elementos distantes y disocian los elementos próximos o contiguos. Si, para nosotros, el cerebro y las terminaciones nerviosas digitales se encuentran reunidos en lo que llamamos «sistema nervioso», ¿no cabe hablar con igual derecho de un «sistema imperial», donde el his-toriador avisado verá agrupadas las figuras de Alejandro, de Carlo-magno, de Napoleón? He aquí, el contrario, dos personalidades muy próximas en el tiempo, dos contemporáneos. He aquí a Voltaire y a Juan Jacobo Rousseau: cada una de ellas pertenece a un sistema dis-tinto. Voltaire, al racionalismo, aportado al mundo moderno por Des-cartes. Rousseau, al romanticismo, donde su nombre debe figurar al lado de Schelling y de Tolstoi. ¿Cómo no advertir, por otra parte, que al sistema de Descartes y de Voltaire había pertenecido ya, veintidós siglos antes, el filósofo racionalista Zenón de Elea? ¿Y no se debe in-cluir en el ciclo de Rousseau al poeta Lucrecio, anterior en mil novecientos años? Lo que decimos ahora de
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los personajes puede ser aplicado igualmente a las obras, a los acontecimientos históricos. Análo-gamente aquí, el sistema reúne lo que el tiempo separa y distingue lo que la hora ha enredado. La feudalidad guerrera medieval y la feudali¬dad plutocrática del siglo xix pueden explicarse dentro de un sistema común. Sería, en desquite, vana y falsa empresa la de querer apretar en una misma categoría las creaciones rigurosamente neovitrubianas de Viñola y las ultranceramente barrocas de Bemini. evocar algunos nombres que la simbolizan. La unidad a través del tiempo es llamada constancia. Las realidades históricas íntimas, estas objetivas síntesis que reúnen a los personajes, a las obras y a los acontecimientos más disociados cro¬nológicamente, las llamaremos nosotros «constantes históricas». Estas «constantes históricas» entran en la vida universal de la Humanidad y en su pluralidad uniforme, instaurando una invariabilidad relativa y una estabilidad, allí donde lo demás es cambio, contingencia, fluir, La trama compleja de la historia deja paso a la presencia de estas «cons-tantes»; presencia manifiesta y dominante en ciertas ocasiones; en otras, subordinada y oculta.“
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D’Ors continúa con su teoría de la existencia de sistemas definidos a lo largo de la historia, que no coinciden necesariamente con períodos históricos o movimientos como los comprendemos convencionalmente, sino que, tal y como él afirma, tienden a sintetizar, a unir elementos distantes en el tiempo o a disociar elementos que parecían próximos. De nuevo un ejemplo ayuda a comprender esta idea perfectamente: dos personajes de tremenda relevancia universal como Voltaire y Rousseau, tan opuestos en sus ideas, y sin embargo tan próximos en el tiempo. Sin embargo, el racionalismo destilado por Voltaire y acuñado por Descartes, ¿acaso no podríamos encontrarlo de manera similar veintidós siglos antes en Zenón de Elea? Un buen resumen de este concepto lo sintetiza unas pocas frases después: “el sistema reúne lo que el tiempo separa y distingue lo que la hora ha enredado” Aplicando estas ideas a la línea del trabajo, ¿podría un hipotético sistema barroco aunar elementos tan separados en el tiempo como en el caso de la comparación que lleva a cabo d’Ors?
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Entrando en el terreno del arte, intuitivamente me viene a la mente la que, convencionalmente, es considerada como tercera etapa del arte griego: el helenismo, en especial aplicado al terreno de la escultura. Esta última etapa de la escultura griega se diferenció radicalmente de sus predecesoras en la búsqueda de una enfatización de los aspectos humanos cotidianos, de su vida interior, sus emociones, sus problemas y sus anhelos comunes. Su innovación destaca en que constituyó un estilo realista que tendía a reforzar lo dramático, a exaltar las emociones y los sentimientos por medio de posiciones tremendamente forzadas, nuevos encuadres, ángulos retorcidos, la intervención de la naturaleza...en definitiva, un gran sentido teatral y orgánico. ¿Y qué dos rasgos son más puramente barrocos que la teatralidad y la organicidad? Como conclusión de esta breve reflexión se nos plantea la siguiente pregunta: ¿podría un hipotético nuevo sistema barroco acoger a un período como el helenismo? O yendo más allá, ¿podríamos hablar, ya desde el siglo IV antes de Cristo, de un barroco griego?
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“Apresurémonos a precisar técnicamente el sentido de las perspectivas que acabamos de abrir y a restringir su extensión. Para demostrar que es posible considerar en la historia humana otra cosa que una sucesión cronológica, hemos empezado trayendo comparación al caso de las diferencias entre la anatomía antigua y la que empezó con el Renacimiento. Luego, para aplicar a los conjuntos sistemáticos así entrevistos la idea de constancia, los hemos comparado a las especies y a los tipos biológicos. Pero conviene consignar, para no extraviarse en la comparación, que estos elementos permanentes de la historia no son precisamente ni sistemas, ni tipos; conviene darles aquí su nombre adecuado. Y, puesto que ese nombre no se encontraba en el vocabulario científico corriente, nadie nos reprochará el haber buscado uno, inventándolo; mejor dicho, aportando un término antiguo resucitado para aplicarlo a un descubrimiento reciente. Procede el tal del neoplatonismo y fue empleado sobre todo por la Escuela de Alejandría. Es el vocablo griego eón. Un eón para los alejandrinos significa una categoría, que, a pesar de su carácter metafísico —es decir, a pesar de constituir estrictamente una categoría—, tenía un desarrollo inscrito en el tiempo, tenía una manera de historia.
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Nada, pues, más adecuado que el término eón. Para la finalidad que intentamos satisfacer; para representar a nuestras ideasacontecimientos, a nuestras categorías históricas, a nuestras «constantes», ya ocultas, ya reaparecidas, ya disimuladas de nuevo en el curso de los siglos; a los sistemas en que conjugamos fenómenos lejanos entre sí y discriminamos fenómenos contiguos. (...) Si estos dos últimos ejemplos de constancia histórica hubieran sido presentados por un autor de algún tiempo atrás, es más que probable que los términos «barroco», «barroquismo», se hubieran visto reemplazados por los de «romántico», «romanticismo», más acordes con una tradición literaria extendida y de empleo infinitamente más popular. Nadie ignora cómo desde hace más de un siglo, la oposición entre lo clásico y lo romántico tiene caracteres de cuestión abierta y cotidianamente agitada.”
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En este momento d’Ors introduce uno de los conceptos más interesantes de la obra: su teoría del “eón”. De esta manera otorga de una denominación concreta a esas constantes sistemáticas de las que venía hablando hasta el momento, constantes que podrían complementar el conocimiento de la historia articulando a lo largo de ella elementos que han permanecido injustamente inconexos. El término “eón” proviene del neoplatonismo de la escuela de Alejandría y por aquella época tenía un significado de categoría. No era, sin embargo, una categoría “plana”, sino que éste poseía una cierta componente temporal, de desarrollo en la historia. Podemos, por fin, poner un nombre a modo de titular que resuma en cierta manera las reflexiones del filósofo catalán. Así pues, nos encontraríamos ante un “eón barroco”, que va mucho más allá del convencionalmente aceptado como estilo barroco del siglo XVII.
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“ (...) Esto, sin contar con el verdadero arquetipo, el inspirador, más o menos conscientemente, de cualquier romanticismo, el querido «hombre de la naturaleza» de Rousseau o Robinson, solitario en su isla... El romanticismo, si se nos permite esta expresión paradójica, ha tenido, desde los comienzos, sus clásicos. Distancias guardadas, cabe decir aquí, como Jesús dijo de sí mismo, que no venía a traer novedad al mundo, sino continuación: sus Evangelios van seguidos del Antiguo Testamento. ¿Y cuál es, pues, el Antiguo Testamento del romanticismo? ¿Dónde buscar esta comunidad genérica, dentro de la cual el romanticismo constituye la parte de una Biblia, la manifestación histórica de un sistema? En otros términos, puesto que el romanticismo no innova, pero restaura, inclusive en sus más precoces y más ingenuas manifestaciones, ¿cuál será el esquema genérico conveniente a la vez, a lo antiguo y a lo nuevo? Hay que buscar este denominador común en el Barroco: tal es la respuesta, de lenta articulación, en el pensamiento moderno. Ni es imposible que la responsabilidad de haber metido a éste en tal camino caiga sobre nuestra cabeza. Así, por lo menos, acaban de decirlo en Francia. Y aunque nosotros tengamos la costumbre de rechazar esta radical atribución de originalidad
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tamaña, la verdad es que lo categórico de nuestras afirmaciones en tal sentido no ha dejado todavía de provocar en la generalidad alguna sorpresa. Habitualmente, el calificativo «barroco» no ha venido siendo aplicado sino a cierta perversión del gusto; perversión cronológicamente y perfectamente localizada. Recientemente aún, maestro tan erudito como Benedetto Croce negaba con insistencia que pudiera ser considerado el Barroco de otra manera que como «una de las variedades de lo feo». Sin llegar a posición tan negativa y exorcitante, la tendencia común hace veinte años, y hace menos, era la de atenerse en este capítulo a las fórmulas siguientes: 1.’ El Barroco es un fenómeno cuyo nacimiento, decadencia y fin se sitúan hacia los siglos xvn y xvm, y sólo se produjo entonces en el mundo occidental. 2.a Se trata de un fenómeno exclusivo de la arquitectura y de algunos raros departamentos de la escultura o de la pintura. 3.’ Nos encontramos con él en presencia de un estilo patológico, de una ola de monstruosidad y de mal gusto. 4.’ Finalmente, lo que lo produce es una especie de descomposición del estilo clásico del Renacimiento... Hoy, a los a ojos de la crítica, estas fórmulas ya empiezan a parecer caducadas. Tiéndese progresivamente a creer que: 1.9 El Barroco
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es una constante histórica que se vuelve a encontrar en épocas tan recíprocamente lejanas como el Alejandrinismo lo está de la Contra-Reforma o esta del período «Fin-deSiglo»; es decir, del fin del xix, y que se ha manifestado en las regiones más diversas, tanto en Oriente como en Occidente. 2.9 Este fenómeno interesa no sólo al arte, sino a la civilización entera y hasta, por extensión, a la morfología natural (el mismo Croce, cuya opinión negativa acaba de citarse, ¿no ha acabado por publicar un libro que se titula: Historia de la edad barroca en Italia?) 3.2 Su carácter es normal; y, si cabe hablar aquí de enfermedad, será en el mismo sentido dentro del cual Michelet decía que «la mujer es una eterna enferma». 4.9 Lejos de proceder del estilo clásico, el Barroco se opone a él de una manera más fundamental todavía que el romanticismo; el cual, por su parte, no parece ya más que un episódio en el desenvolvimiento histórico de la constante barroca.”
En este fragmento d’Ors comienza comparando el Antiguo Testamento y los Evangelios como ejemplo de continuidad que podríamos encontrar en el Barroco y el Romanticismo, siendo este último además
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un período que se caracteriza por un afán restaurador más que creador, lo cual reafirma la teoría de buscar su origen en lo barroco. Prosigue enumerando una serie de preceptos negativos sobre el Barroco, muy comunes de encontrar hasta que la tendencia peyorativa comenzara a cambiar de rumbo: su presunta vocación de variedad de “lo feo”, su supuesta limitación geográfica y temporal bien delimitada, su hipotético origen en una degeneración de los principios clásicos renacentistas, etc. Evidentemente esta serie de prejuicios negativos cambiaron de forma notable, y en opnión de d’Ors la crítica, en la época de que data esta obra, ya comenzaba a reconocer una cierta existencia de una constante barroca a lo largo de la historia, además de reconocer abiertamente que este fenómeno no se limitaba a una región geográfica determinada. Finaliza haciendo alusión a lo barroco como constante que abarca ámbitos muy diversos, que no sólo queda restringido a la arquitectura o la pintura. ¿Podríamos encontrar esa constante barroca en otro tipo de ámbitos lejos del estrictamente referido a la historia
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“El estudio concreto de los monumentos romanos debidos a Della Porta, a los Borromini, al Bernini, despertó la atención general sobre ciertas características del estilo. Otras aportaciones monográficas vinieron pronto a aumentar tal interés, volviéndose imposible no divisar, por lo menos, al resplandor de algunos relámpagos críticos fugaces, el fondo común que presentan ciertos fenómenos estéticos.
en Italia a leer con fervor al Caballero Marino? En España, los jóvenes poetas, ¿no imitan ahora la barroca poesía de Góngora; y los jóvenes prosistas, la prosa barroca de Gracián? Una vaga correspondencia con ese movimiento literario de vuelta a Góngora pudo empujarnos a nosotros mismos, en días ya lejanos, a un paralela tentativa respecto de Churrigera, patrón del churriguerismo español, verdadera cima de lo barroco.
Weisbach, por su lado, hace objeto al Barroco de importantes trabajos. Woerringer descubre parentescos imprevistos entre dos manifestaciones históricas tenidas hasta entonces por inconciliables, entre el gótico y el Barroco. Scott habla de una «arquitectura del humanismo». La síntesis de Spengler descubre la inspiración barroca de ciertos fenómenos de historia de la cultura: la invención, por ejemplo, del paisaje y la del género pictórico conocido con el hombre de «marina».
Y ¡cuánto camino recorrido desde esta restauración, hace veinte años, hasta los días recientes en que se ha definido en Goya el pintor barroco, para contraste con la opinión oficialmente adoptada, que hacía de él, ante todo y etnográficamente, un «pintor español», un «pintor castizo». (...) Uno tras otro. Tintoretto, Rubens, son llamados pintores barrocos; y nosotros hemos igualmente añadido a esta lista, con gran escándalo de los medios timoratos, el nombre de Rembrandt. No. La interpretación del Barroco, como una simple variedad del bruto, no puede ya ser sostenida por nadie.”
(...) La analogía entre ciertos ejemplos de rareza en la literatura del pasado y los gustos del arte de vanguardia y, en general, de la producción ultramoderna, no podía dejar, por otra parte, de favorecer algunos fenómenos de ese «retorno». ¿No existen hoy «lakistas» en Inglaterra? ¿No se vuelve
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Prosigue Eugenio d’Ors analizando cómo se fue asentando la consideración positiva del término barroco. A través de estos ejemplos podemos vislumbrar como esa constante barroca de la que venimos hablando fue reconocida progresivamente en su afección a todas las artes, hecho que ejemplifica en los casos de la poesía de Góngora, la prosa de Gracián, o las obras maestras de la pintura de artistas como Tintoretto, Rubens, Rembrandt o Goya. La última frase de este extracto resume perfectamente esta evolución en la consideración del fenómeno: “La interpretación del Barroco, como una simple variedad del bruto, no puede ya ser sostenida por nadie”.
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“No se trataba ya, según semejante indicación temática, de discutir acerca de obras barrocas, ni el arte barroco, ni siquiera, como en el enunciado de Croce, de una Edad barroca. Se trataba de un examen genérico del problema, de buscar la definición esencial de lo Barroco a través de la pluralidad específica de sus manifestaciones históricas y locales. Si, por ejemplo, se calificaba de Barroco al «estilo manuelino», floreciente en Portugal, y por infiltración en España (palacio de los du ques del Infantado, en Guadalajara), ¿cómo continuar viendo en el Barroquismo un simple fenómeno histórico, susceptible de ser inscrito en el cuadro de una época determinada? Y, recíprocamente: si, tratando del Renacimiento en Flandes, se subraya el hecho de la persistencia de lo gótico hasta un momento muy tardío de la Europa moderna, ¿con qué derecho titular «Época barroca» a los siglos xvu y xvm, sin aceptar la doctrina de una identidad profunda entre el Barroco y el Gótico? Por otra parte, la sola evocación del nombre de Rembrandt en el curso de nuestros coloquios subrayaba el error de quienes consideran lo Barroco como un «fenómeno meridional» exclusivo; representando a la vez la ruina de cualquier tesis conducente
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a una localización geográfica del Barroco. Adviértase, además, que esta aparición de Rembrandt en la grey venía a resultar radicalmente incompatible con aquella otra tesis que liga lo Barroco al espíritu de la Contra-Reforma. E igualmente incompatible con la tendencia a limitar a la arquitectura un estudio que, para colmo, ya se dijo deber comportar el de ciertos aspectos de la literatura francesa del xvii. Así, las cuestiones teóricas generales y los trabajos especializados entremez-claban sendos hilos. Un hecho vino todavía a complicar los datos del problema. Nos referimos al concierto de «música barroca», intercalado en una de las jornadas de Pontigny por la amabilidad de uno de sus concurrentes, M. Pierre Denis. El problema de este concierto, cuyo centro era Mozart —Mozart, tan ligado a las sugestiones de Salzburgo—, se extendía desde las obras gregorianas, consideradas ahora como barrocas, en contraste con el clasicismo del canto llano, hasta las obras de Strawinsky. Admitido esto, ¿cómo obstinarse en rechazar la concepción del barroquismo, entendido a lo «constante histórica», a lo constante universal?
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Momento importante el que queda reflejado en el fragmento que podemos leer en esta página previa, donde d’Ors afirma que había llegado el momento, en aquella reunión de intelectuales que tenía lugar en la abadía de Pontigny, de dejar establecida una definición esencial de lo barroco, yendo más allá de lo que consideraríamos convencionalmente como estilo barroco, ya sea aplicado al arte, arquitectura, literatura o música.
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Finalmente extiende la cuestión al ámbito de la música, en el que a su juicio también podríamos distinguir la influencia de esa constante universal unificadora presente a lo largo de la historia en distintos períodos.
Se adentra en dicho objetivo, de nuevo, ejemplificando. En un primer ejemplo cita el denominado “estilo manuelino” de Portugal, cuya penetración podríamos afirmar se produjo a través de España previamente como muestra el palacio de los duques del Infantado, en Guadalajara. Por otro lado, la característica del Gótico de Flandes de perdurar hasta bien adentrado ya el Renacimiento en Italia, nos hace reflexionar sobre si es coherente considerar el Barroco posterior del siglo XVII como un estilo distinto e inamovible temporalmente, cuando fácilmente podríamos hallar similitudes entre este Gótico y el Barroco posterior. Por su parte, la aparición de Rembrandt en la ecuación, tal como dice d’Ors, elimina la teoría del Barroco como estilo delimitado geográficamente.
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“En el primer impulso de resistencia a las tesis filosóficas sobre lo Barroco, habíase empezado, no obstante, por ocupar una posición bastante estrecha. Un grupo de especialistas alemanes —discípulos los unos del profesor Panowski, de Haniburgo; continuadores los otros, más o menos fielmente, en el Instituto germánico de Roma, de las enseñanzas de Woelflin— no quiso abandonar por el momento su punto de vista, hostil a la síntesis, ni ver en el barroquismo otra cosa que una especialidad de la arquitectura, observable casi únicamente en las fachadas y datante de la construcción del Gesú de Roma, para agonizar casi enseguida a la hora de los Borromini, Della Porta y Bernini. El arma de guerra, el ariete lanzado contra esta objeción fue, por parte nuestra, una fotografía de la famosa ventana del convento de Tomar, cerca de Lisboa, y que se hizo circular de mano en mano. Todos los caracteres requeridos por el grupo objetante para constituir la definición de lo Barroco se encontraban reunidos, y con creces, en aquella famosa ventana, cuya imagen no era allí presentada más que a título de muestra de la rica producción manuelina, que en la historia lusitana estalló como consecuencia figurativa de los grandes viajes oceánicos y los descubrimientos de Ultramar. A la primera mirada sobre la ventana de Tomar
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el espectador reconocía todos estos caracteres: una tendencia hacia lo pintoresco, reemplazando la exigencia constructiva, propia del clasicismo; el sentimiento de la profundidad, adquisición por la arquitectura de un a modo de tercera dimensión. Aquel síntoma, en fin, tan decisivo: el dinamismo con que se sustituía el gusto por la apariencia de esta estabilidad. Y las «formas que vuelan». Y el empleo crudo de elementos morfológicos naturales. Y, por encima de todo, aquella propensión a lo teatral, lujoso, retorcido, enfático, que la sensibilidad menos ejercitada advierte inmediatamente en lo Barroco. Ni Bernini ni Churriguera han sobrepasado nunca a esta ventana de Tomar ni la época del pleno florecer del rococó.
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LO BARROCO COMO CONSTANTE ATEMPORAL
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“ (...)las pruebas que proporcionó entonces para demostrar la imposibilidad de restringir el Ba¬rroco al arte del siglo xvn y del siglo xvm fueron tan sensacionales como importantes y no menos convincentes que el ejemplo gráfico de la ventana de Tomar. El profesor Friedlander no se contentaba con citar un caso de Barroco anticipado en dos siglos; sacaba un ejemplo de la antigüedad, el templo de Baalbeck nada menos. Aquel templo donde pudimos encontrar reunidas gracias a su demostración triunfal, todas las condiciones exigidas, la víspera, por los partidarios de un Barroco delimitado cronológicamente; más: encontrar allí clavada la morfolo¬gía de las fachadas barrocas producida por Borromino o por sus imita¬dores. La
demostración no pudo ser ni más elocuente ni más decisiva.
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(...) En aquel momento, nuestra asamblea hubiera podido sin escandali-zarse oír al profesor de Historia de la Medicina en Leipzig, Sigerist, calificar de Barroco el descubrimiento de la circulación de la sangre —que sustituye, en efecto, por símbolo dinámico el símbolo estático tradicional— o que uno de sus discípulos, que también lo ha sido nuestro, el norteamericano Stephen d’Irsay, caracteriza ciertas enfer-medades, ciertas epidemias, por una estilización barroca.
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“La fórmula «Edad Barroca», empleada por Croce, hubiera sido entonces comprendida en toda su amplitud y legitimada. Y, por de pronto, el sentido de una distinción que, según nosotros, separa los «estilos históricos» de los «estilos de cultura» y que nos parece fundamental; según esta distinción, una, la primera de estas dos clases de estilos, no puede repetirse sin caer en la servil imitación o el plagio, mientras que la segunda contiene en su esencia infinitas posibilidades de repetición. El gótico, por ejemplo, es un «estilo histórico» y nada más, mientras que el Barroco nos aparece, cada día con más claridad, como un «estilo de cultura». Adviértase, por otra parte, la delimitación del primero en ciertos productos intelectuales determinados: no hay una «prosa gótica», y sólo por espíritu de política reacción ha podido hablarse algún día, siempre en tono peyorativo, de «costumbres góticas», como sinónimo de «costumbres bárbaras»; en cambio, existe, nadie lo duda, una «prosa barroca»; existen «costumbres barrocas» — acabamos de recordar la tauromaquia—. El gótico es un estilo inscrito en el tiempo, un estilo determinado. Si se le resucita, será por restauración o pasticio: todos los Viollet —le Duc— del Ochocientos, cualesquiera que fuesen sus talentos, resultan de ello buena
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prueba. En cambio, el estilo Barroco puede renacer y traducir la misma inspiración en formas nuevas, sin necesidad de copiarse a sí mismo servilmente.
De nuevo Eugenio d’Ors hace hincapié en la una de las temáticas fundamentales a lo largo del libro: la necesidad de distinguir entre estilos históricos y estilos de cultura.
¿Podríamos validar la existencia de una clasificación de estilos históricos sin anular por ello la clasificación de estilos de cultura?
Nosotros hemos de confesar que, por nuestra parte, cuando hablábamos del «eón» barroco, pensábamos más todavía, y más directamente, en Pelagio que en el Bernini. En Pelagio y en la agitación de ideas que marcó el paso del siglo v al vi, paso turbado por las grandes discusiones sobre el carácter y los efectos del pecado original, y atravesado por una corriente extraña y conmovedora de optimismo naturalista, de palingenesia en la gracia, de evaporación de la idea de Mal.
A su juicio, la clasificación de estilos históricos genera una serie de elementos cuya naturaleza no puede repetirse sin recurrir a la copia o plagio de alguno de ellos. Caso distinto es el de los denominados estilos de cultura, los cuales, como hemos analizado previamente a lo largo de las diversas reflexiones, establecen sistemas articulados a lo largo del tiempo, por lo que pueden presentar manifestaciones en distintos puntos de la historia.
Dando por hecho que ambas entidades pudieran coexistir simultáneamente sin contradecirse la una a la otra, es entonces cuando más fácilmente podríamos aceptar la teoría de los “eones” de d’Ors. A modo de ejemplo, una clasificación histórica que pusiera en distintos lugares estilos como la arquitectura griega, la arquitectura renacentista, o la arquitectura neoclásica, sería complementada con una clasificación cultural o de eones, siendo estos estilos agrupados bajo el mismo “eón clásico”. De manera análoga, un presunto “eón barroco” podría agrupar estilos tan lejanos como el helenístico, el gótico, el manierismo o el romanticismo, además de, como es lógico, el propio que porta su nombre.
Sería este, por supuesto, el caso de lo barroco. Así pues, podríamos entender lo barroco como cultura barroca, de manera que se diferenciaría claramente de un estilo histórico como el gótico, que permanecería anclado en su período temporal determinado junto con sus rasgos característicos. En este punto, añado nuevas preguntas: en base a las reflexiones de d’Ors: ¿podríamos compatibilizar un estilo histórico con un estilo de cultura sin caer en la contradicción?
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La presencia de lo barroco, como concepto atemporal, en arquitectura moderna y contemporánea
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Centro de arte contemporáneo Georges Pompidou
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Uno de los conceptos convencionalmente aceptados como característicos de lo barroco en arquitectura es el de la teatralidad, la jerarquía entre un elemento importante en detrimento de otros, y la sorpresa y la contemplación de ese elemento, que precisamente cobra aún mayor importancia por la diferencia con los demás. Al Pompidou se llega desde las angostas calles del Beaubourg, y el camino en sombra por entre la Rue de Venise, la Rue Saint-Martin o la propia Rue Beaubourg poco parece anticipar la llegada a la Place Georges Pompidou, la gran plaza inclinada que sirve de acceso al edificio y a la vez, se separa del barrio y genera la distancia necesaria para su contemplación. La diferencia que genera esa sorpresa en la contemplación, es escenario teatral que supone el adentrarse en la plaza desde cualquiera de los laterales es, en este caso, la escala. Mientras que el tejido residencial circundante al museo posee una media de entre 5-10 alturas, el Pompidou emerge duplicando y triplicando las alturas de sus edificios más próximos, al tiempo que se esconde entre la densa trama de las calles del centro de París.
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Este rasgo que podemos advertir en el centro de arte y cultura Georges Pompidou de París, podemos observarlo de manera análoga en una de las obras cumbres de la arquitectura de Bernini: la plaza de San Pedro. La concepción original de la plaza no fue pensada con la Via de la Conciliazione como eje vertebrador visual que abriera el conjunto de la basílica y la plaza hacia el resto de Roma, sino que Bernini tenía en mente que el acceso se produjese a través de las estrechas calles laterales, produciéndose un tremendo impacto visual debido al brusco cambio de escala. De esta forma el peatón pasaba de una trama urbanística de gran densidad a un vasto espacio diáfano enmarcado en columnatas de una escala acorde al tamaño del conjunto. Por supuesto esta sorpresa inicial no era más que la antesala del verdadero clímax, el cual se producía al contemplar la basílica de San Pedro en su totalidad.
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Tradicionalmente nos es enseñado que uno de los elementos formales compositivos del barroco más característicos es la elipse. Para el trabajo que nos ocupa, nos es más importante descubrir el fondo conceptual de la utilización de tal forma geométrica, que la geometría en sí misma. Y es que las formas elípticas rompen con la estabilidad y centralidad de la circunferencia para imprimir un dinamismo, una sensación de desequilibrio y movimiento que contrasta con la aparente quietud y solemnidad de las tipologías centrales renacentistas.
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Si hay algo que le sobra al Pompidou es dinamismo. Empezando por la ingente cantidad de conductos y tuberías de instalaciones instal dispuestos a lo largo de la totalidad del edificio marcando claros ejes verticales; siguiendo por el módulo externo de escaleras mecánicas, que en una disposición zigzagueada de ejes horizontales y diagonales ssugiere el movimiento de una serpiente; con unos núcleos de comunicación vertical constituidos por escaleras dispuestas perfectamente a modo de grandes muelles que simulan propulsar el edificio, de nuevo, en marcados ejes verticales; con unos cables de acero de arriostramiento exterior de una sección tan ínfima que más parece una costura de finos hilos con capacidad de admitir ciertos desplazamientos al ser solicitados por el viento. No necesita, pues,, recurrir a formas elípticas para generar una sensación de movimiento e inestabilidad tremendos; pero tampoco partía de los pretextos pr clásicos renacentistas a la hora de componer los edificios religiosos.. Libre de cualquier “prejuicio” o herencia formal o funcional, el Pompidou es puro dinamismo recurriendo a todo tipo de elementos elemen y formas. 76
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Otro de los métodos con que cuenta la arquitectura barroca para generar la idea de movimiento es el juego formal de concavidades y convexidades, que a su vez le sirve para originar juegos de contrastes de luces y sombras. El Pompidou, por la naturaleza de su estructura metálica, presenta de la misma manera un juego constante de concavidades y convexidades; no empleando formas curvas, pero creando igualmente numerosos entrantes y salientes a nivel volumétrico. El contraste de luz y sombra es todavía mayor en este caso, debido a la presencia constante de estructuras metálicas en celosía.
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De nuevo nos encontramos ante otro ejemplo de la búsqueda de la teatralidad a través de la escala, de la monumentalidad. El “orden gigante”, invención de Miguel Ángel que sería utilizada con mucha frecuencia durante el siglo XVII, consistía en dar prioridad a las columnas, dotarlas de libertad frente a la restricción que el Renacimiento y su horizontalidad ejercían sobre ellas. Como era necesario mantener las proporciones clásicas de cada orden, pero ahora tenían que salvar el doble de altura, el resultado es un aumento de escala colosal. En el Pompidou también encontramos un efecto similar en los pilares exteriores.
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La desfiguración de la entrada como síntoma del “eón” barroco Doy por finalizada la alusión al Pompidou parisino planteando una nueva incógnita; la foto que se puede observar en la página de la izquierda corresponde a la entrada al edificio, aunque ciertamente parezca imperceptible ya que en modo alguno se diferencia tectónica o compositivamente del resto de la fachada. ¿En qué momento de la historia de la arquitectura se prescindió de la entrada como eje vertebrador compositivo del proyecto? ¿En qué momento se pasó de, probablemente, darle la categoría de punto más importante del edificio, a querer incluso ocultarla a toda costa?
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El período catalogado y temporalmente acotado como Barroco, a pesar de constituir un punto de inflexión en cuanto a la organicidad en arquitectura, continuó conservando en gran medida la simetría a nivel general de la obra. Por primera vez se percibía un fuerte impulso liberador de las estrictas simetrías axial y radial clásica, y podríamos decir que ello llegó a traducirse en todos los ámbitos del proyecto excepto a la planta. Entonces, ¿a qué período tendríamos que ir a buscar esa desfiguración del concepto tradicional de entrada? Probablemente, sin duda, a la arquitectura moderna del siglo XX. La imagen de la derecha corresponde a la archiconocida capilla de Notre Dame du Haut, “Romchamp”, de Le Corbusier. Es un ejemplo paradigmático para el tema que quiero ilustrar, pero además el interés en este caso es doble ya que se trata de un edificio religioso, tradicionalmente limitados a plantas de claras y marcadas simetrías obedeciendo a cuestiones funcionales litúrgicas.
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Le Corbusier en este caso rompe radicalmente con esta idea tradicional de edificio religioso simétrico, no presentando ninguna de las fachadas en absoluto similaridad alguna; esto asumiendo el supuesto de que pudiéramos verdaderamente fragmentar el edificio en fachadas, y no como un todo indivisible. Volviendo a la cuestión de este capítulo, si en el caso del Pompidou era complejo adivinar dónde podría estar situado el acceso, en el caso de Ronchamp directamente se nos plantea como una tarea prácticamente imposible sin contemplar el edificio en su totalidad. Del mismo modo, si tomáramos el plano en planta, como podemos observar en la imagen de la izquierda, y supusiéramos éste carente de las líneas auxiliares que representan las puertas de entrada, adivinar la posición de éstas sería todo un ejercicio de azar. El éxito de Le Corbusier, en este punto, es total. Si atendemos a sus reflexiones a la hora de concebir el proyecto, descubriremos su teoría del “promenade” arquitectónico, como voluntad manifiesta de obligar al visitante a llevar a cabo un rodeo en torno al edificio, y así en algún punto de este paseo descubrir que, probablemente, el acceso se hallaría en el punto en que menos lo esperaba. Esta idea
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favorece, además, la integración del edificio en su entorno, gracias a la carencia de un foco de atracción definido y la organicidad de sus líneas, que funden su perfil en el horizonte natural que lo rodea.
Tras estas reflexiones,es inevitable plantearnos nuevas preguntas. ¿Podríamos ver, en esta tendencia a desfigurar u ocultar algo tan intrínseco de la arquitectura como es el acceso al espacio, una influencia del eón barroco del que hablaba Eugenio d’Ors? Al inicio del trabajo vimos cómo Colin Rowe catalogaba a la arquitectura manierista como la inversión deliberada de la norma clásica, como el muy humano deseo de menoscabar la perfección una vez ésta ha sido alcanzada. En este caso vemos cómo un elemento incuestionable para cualquier norma clásica a lo largo de la historia no sólo es puesto en tela de juicio, sino que es deliberadamente invertido para lograr una teatralidad sin precedentes, como es la de obligar al peatón a descubrir la forma de acceder, generando en éste un desconcierto nunca antes visto en arquitectura. ¿Puede haber algo realmente más barroco
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Un ejemplo actual: el Concello de Lalín
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Un ejemplo, aplicado a la actualidad ,que nos puede servir a modo de resumen de todas esas constantes analizadas de lo barroco, es el nuevo ayuntamiento de Lalín, en Pontevedra, diseñado por los arquitectos Tuñón y Mansilla.
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el desconcierto total aunte la ausencia de un foco firme que invite al acceso.
El edificio se inserta en una rígida trama urbana de media densidad, con una parcelación convencional, en la que destaca tremendamente por su monumentalidad y por la organicidad de la totalidad de sus líneas. Concavidades y convexidades infinitas dan forma a la totalidad del espacio, generando una constante sucesión de lleno y vacío, de volumen y hueco, de luz y sombra. El dinamismo en este caso es más radicalmente evidente que en ninguno de los analizados anteriormente. Volúmenes generados por rotaciones en base a múltiples ejes se maclan conformando un conjunto asimétrico, cuya envolvente encuentra correspondencia espacial al interior, llevando la concepción inicial del proyecto hasta el último extremo. El acceso al edificio, último aspecto comentado en el trabajo, queda aquí también cuidadosamente descuidado. Ante tal espectáculo de movimiento y asimetría, es necesario recurrir a la diferenciación de texturas en el pavimento para no provocar 92
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