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JEAN EUSTACHE EL CINE IMPOSIBLE Miguel Ángel Lomillos / Jesús Rodrigo (eds.)

MATerIAleS 4

Shangrila Textos Aparte - ISSN: 1989-4740


MATERIALES 4 Jean Eustache El cine imposible VV.AA. © de los textos: Luis Alonso - Nacho Cagiga - Serge Daney Ángel Díez - Jean Douchet - Isabel Escudero - María José Ferris - Jean-Louis Leutrat - Miguel Ángel Lomillos - Pilar Pedraza/Juan López - Virginia Villaplana. © de las traducciones: María José Ferris y José Ángel Alcalde. © de los textos traducidos: “Le premier artiste d’aprés la Nouvelle Vague”, Jean Douchet, Cahiers du cinéma Spécial Jean Eustache, París, abril 1998; “Le fil (mort de Jean Eustache)”, Serge Daney, Cine Journal. Volume I / 1981-1982, Petite bibliothèque des Cahiers du cinéma, 1998. © de la presente edición: Shangrila Textos Aparte Avenida Reina Victoria, 22, principal A 39004 Santander - Cantabria www.shangrilaediciones.com shangrila@shangrilaediciones.com ISSN: 1989-4740 Diciembre 2010 © de la edición originaria: Ediciones de la Mirada, Valencia (España), 2001. ISBN: 84-95196-19-0. Déposito Legal: V-217-2001. La reproducción total o parcial del texto que contiene esta publicación en un espacio de la red de internet debe indicar el nombre del autor, lugar y fecha de publicación y su dirección electrónica: http://www.shangrilaediciones.com/Materiales2-Guion-Audiovisual-TrabajoGuionista.pdf La reproducción total o parcial de los textos que contiene esta publicación en un espacio de la red de internet o un medio impreso debe ser solicitada a Shangrila Textos Aparte Las imágenes que contiene esta publicación son empleadas en la misma con fines divulgativos e ilustrativos.

Foto portada: Jean Eustache.


J E A N E U S TA C H E EL CINE IMPOSIBLE

Luis Alonso - Nacho Cagiga - Serge Daney Ángel Díez - Jean Douchet - Isabel Escudero María José Ferris - Jean-Louis Leutrat Miguel A. Lomillos - Pilar Pedraza/Juan López Virginia Villaplana

Miguel A. Lomillos / Jesús Rodrigo (eds.)



Esta edición de JEAN EUSTACHE. EL CINE IMPOSIBLE que SHANGRILA EDICIONES presenta reproduce la que EDICIONES DE LA MIRADA (Valencia, 2001) publicó en papel dentro de su colección de libros CONTRALUZ - LIBROS DE CINE (según datos reflejados en la página de créditos). Los coordinadores del libro originario, tal como se indica en portadilla, fueron Miguel A. Lomillos y Jesús Rodrigo. Su edición se benefició del apoyo del Servicio de Cooperación y de Acción Cultural de la Embajada de Francia en España y del Ministerio francés de Asuntos Exteriores, en el marco del programa de Participación en la Publicación (P.A.P. García Lorca). Colaborarón: François Ralle (Embajada de Francia en España, Madrid), Pau Rovira (Valencia), Hilario J. Rodríguez (Guadalajara), Ángel Díez (París) y Marie Delporte (París). La edición del libro originario no habría podido realizarse sin la colaboración desinteresada de aquellos que participan con sus textos, y la aportación económica, igualmente desinteresada, de: José Manuel Alemán Sánchez, Cristina Asensio Montero, Cèlia Benavent Català, Nacho Cagiga Gimeno, María José Ferris Carrillo, Daniel Gascó García, Lorena Izquierdo Aparicio, Pau Rovira Pérez, Virginia Villaplana Ruíz y el Cine-club Cinema Paradiso Paiporta (Valencia). SHANGRILA EDICIONES, como continuadores de la labor de EDICIONES DE LA MIRADA, ha creído oportuno rescatar dicho libro para darlo a conocer a sus lectores y difundirlo digitalmente de forma gratuita.

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ÍNDICE Jean Eustache y el cine imposible: 9. Pilar Pedraza / Juan López Gandía. El primer artista después de la Nouvelle Vague: 27. Jean Douchet. Une sale histoire o el ojo en el agujero: 35. Isabel Escudero. Una sucia historia: 41. Jean-Noël Picq y Jean Eustache. Filmando el lenguaje o las razones de un zángano: 47. Isabel Escudero. De los usos amoros tras la resaca del 68: 51. Miguel A. Lomillos. Lo que quiere decir hablar: 87. Jean-Louis Leutrat. Número cero: 101. Ángel Díez. La pasión documental de Eustache: 109. Luis Alonso García. El pequeño Rimbaud en Narbone: 123. María José Ferris Carrillo. Desposeer la mirada: 143. Virginia Villaplana Ruiz. La esencia de las cosas: 157. Nacho Cagiga Gimeno. Declaraciones de Jean Eustache: 165. El hilo: 179. Serge Daney. Filmografía / Bibliografía: 183. José Ángel Alcalde.

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JEAN EUSTACHE Y EL CINE IMPOSIBLE PILAR PEDRAZA / JUAN LóPEZ GANDÍA

A pesar de su indudable interés, el cine de Jean Eustache (Pessac, 1938) es prácticamente desconocido en España, incluso en medios académicos y profesionales, que suelen asociar su nombre sólo con la película La maman et la putain. También en Francia existe un olvido injusto, no por parte del público, que no administra el legado ni el prestigio de los creadores, sino de los gestores de la cultura, al servicio de la industria. Hay que hacer alguna excepción, sobre todo con Cahiers du cinéma, a cuyo entorno intelectual y artístico perteneció el cineasta desde que llegó a París a finales de los años cincuenta. Cahiers se ha hecho cargo de la tarea de mantener viva su memoria, con la publicación de un número monográfico de la revista y el libro de Alain Philippon. Comparada con los ríos de tinta que se han vertido a propósito de cineastas coetáneos, mayores y menores, la fortuna de Eustache resulta mezquina, lo que quizás no esté mal, en el sentido de que, poco frecuentado por la crítica y la teoría, su cine mantiene intacto cierto hermetismo que le es propio, una especie de resistencia y de altivez del pobre convencido que no quiere dejar de serlo a costa de asumir compromisos indeseables. Eustache fue en su momento un cineasta excéntrico y sobre todo disconforme con su tiempo. Cuando los creadores de la Nouvelle Vague, algo mayores que él, estaban integrándose en un neoclasicismo, diferente del cine de qualité o, con palabras de Truffaut,

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“cinéma de papa”, pero tan institucional como él, hablaba de revolución refiriéndose a la cultura y al cine. Decía que no quería hacer revoluciones que consistieran en dar grandes pasos hacia delante sino hacia atrás, en busca de lo primigenio, de lo primitivo quizá, de lo que no se pudiera reducir a técnica. ¿Era por ello reaccionario?, se preguntaba él mismo hace casi treinta años. Ahora podríamos tranquilizarle con un rotundo “no”, que es lo que, en el fondo, hubiera querido. No era un reaccionario, era un hombre lúcido, descontento con su suerte. Transmitió la amargura y el fastidio que le causaba la quiebra de los ídolos, aunque fueran falsos, después del mayo francés, y el vacío y la nada que quedó tras esa efímera revolución, plagada de contradicciones en lo público y en lo privado. Pero sobre todo era un artista tocado por la melancolía que produce la mediocridad circundante, esa vida insustancial de la segunda mitad del siglo XX, marcada por la dictadura de los medios de comunicación, un bienestar insulso y un arte que ha perdido su razón de ser y se ha convertido en mercancía. Eustache trabajó en sus películas desde 1963 a 1980. Había nacido en 1938 en el sur de Francia, en Pessac (Narbona), y murió trágicamente en París en noviembre de 1981. Procedía de una familia modesta. No pudo estudiar, circunstancia que aparece reflejada, con tristeza infinita y con naturalidad, en la película Mes petites amoureuses (1974), quizá la más interesante de su corta filmografía y sin duda la más profunda. Trabajó en diversas actividades y era un gran cinéfilo y lector, un autodidacta, que llegó a tener una cultura notable y muy buen criterio para la literatura y el arte. Cuando en 1958 llegó a París, trabó contacto con la gente de Cahiers du cinéma gracias en parte a la circunstancia de que su mujer era secretaria de la revista. Desde ir a buscarla todas las tardes a pasar allí las horas muertas, leyendo y escuchando las discusiones de los cahieristas, había un solo paso, y lo dio. Sin embargo, no se convirtió en seguidor de ninguno de los cineastas de la Nouvelle Vague, que

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tenían siete u ocho años más que él y el prestigio de la innovación reconocida oficialmente. El “cinéma de papa”, como llamaba Truffaut al grandilocuente y esteticista de posguerra, había sido sustituido por lo que podríamos llamar el “cinéma de mon fils”, desde el punto de vista paternalista e interesado de la cultura dominante y de la política cultural. Se trataba de un cine joven, nuevo, al que debía mimarse porque, al fin y al cabo, también era francés y quizá constituía una opción con futuro. En 1959, al año siguiente de la llegada a París de Eustache, triunfaron en Cannes Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, 1959), de François Truffaut e Hiroshima, mon amour (1959), de Alain Resnais, con cierto apoyo por parte de André Malraux, entonces ministro de cultura, y de la prensa francesa. Es fácil imaginar la euforia y la sensación de principio de algo grande que debía reinar en la revista y en su entorno. Pero Eustache no participó de ese triunfo. Estuvo siempre en los márgenes. Como provinciano caído del cielo con veinte años, en los márgenes de la vida intelectual parisina; como aficionado al cine de los grandes patriarcas de un cine austero y humanista –Dreyer, Mizoguchi–, en los márgenes de la producción cinematográfica industrial y de las corrientes dominantes, tanto de la Nouvelle Vague como del modelo clásico. Extraño siempre, ni siquiera trataba de hacer de su propia persona, por razones de marketing, un personaje agresivo o demasiado extravagante, aunque lo era por naturaleza. En su obra, fue muy sobrio, rozando en su desprendimiento la santidad de sus gurus, aunque sin su genio o quizá simplemente sin su fuerza para movilizar en torno a sus ideas la maquinaria productiva, sin la cual el cine está condenado a ser marginal o a no sobrevivir. La única vez que contó con recursos, unos productores y un equipo “normal”, fue en la ya citada Mes petites amoureuses, su único largometraje concebido teniendo en cuenta al espectador, aunque él no estaría de acuerdo con esto, ya que, como todos los realistas radicales, pensaba o creía estar haciendo un cine popular, un cine para

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la gente, sin trucos ni artificios, que contaba las cosas como son. No se percataba, y sus colegas de la Nouvelle Vague, sí, de que el público existe mientras se cuentan historias o se produce espectáculo, y que éste no es un doble de la vida sino algo diferente, reconocible pero construido para alucinarnos. Eustache no lo tuvo en cuenta nunca. Lo importante para él era la relación de la realidad con lo que tomaba de ella su encuadre para trasladarlo a la pantalla. Su fetichismo realista era tal que buscaba los exactos rincones de su infancia para rodar en ellos los fantasmas del recuerdo y resucitarlos con la mayor fidelidad posible. En ese sentido, perseguía el ideal de un cine imposible o, mejor dicho, de alguna otra cosa, pero no del cine tal como se ha ido configurando como institución, sino justamente como un arte experimental. En este sentido, Mes petites amoureuses es una extraña concesión a un cine nuevo pero comercial, que en realidad le era ajeno. Trata de conservar en ella su estilo y sus preocupaciones, en un marco cinematográfico domesticador, comenzando por la empalagosa canción Douce France, de Charles Trénet, encargada de dar unidad al filme: algo así como “dulce Francia, lugar de mi infancia, siempre te recordaré”. Según eso, la película que vamos a ver debería tratar de la adolescencia de Daniel (Martin Loeb), un muchacho de pueblo en una ciudad de provincias, contada dulcemente, con ingenuidad, llena de amores tiernos y anécdotas divertidas. Pero lo cierto es que Eustache no tiene nostalgia en absoluto, o al menos nostalgia convencional, ni se alimenta de recuerdos: Mes petites amoureuses es la expresión de las frustraciones del propio autor: su necesidad de trabajar prematuramente en un oficio mecánico, su integración también prematura en el mundo de los muchachos mayores, cuyos horizontes son el bar y perseguir a las mujeres, su solitario vagabundeo de mirón de banco y de soñador de posibilidades que todavía no conoce, como los ambiguos ambientes sexuales de cines y trenes, más bien fantaseados que reales. Ni siquiera la voz

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en off del protagonista da un sentido global al relato, si es que puede hablarse de tal, pues se compone de momentos y situaciones más que de una línea cronológica, como ocurre en La maman et la putain (1973). Las imágenes adquieren así un carácter abstracto, emblemático de la biografía del personaje, y por ello son intensas y auténticas. Hay un despego del tiempo diegético, pero sin que dejen de sucederse los acontecimientos en un cierto orden. De ahí que no haya un sentido de pasado sino de pasado-presente vivo. La voz en off de Mes petites amoureuses se limita a expresar un interior, centra el carácter intimista de algunas escenas y sobre todo la tristeza, la soledad y la exclusión en que vive su adolescencia el protagonista. La soledad y la exclusión vienen expresadas por su deambular y por su posición de observador de la vida de los otros: desde el banco del paseo de la ciudad donde todos se encuentran por la noche menos él y su familia, desde la ventana indiscreta que constituye el taller de reparaciones donde le ponen a trabajar, desde las butacas de un cine donde percibe el erotismo de la película americana y el besuqueo del patio de butacas; desde el vagón del tren, unas veces para ver “les petis voyages” de los escarceos amorosos de sus amigos o, simplemente, para contemplar el paisaje en el “grand voyage” hacia la ciudad. Se aproxima más a algunos momentos de Au hasard Balthasar (1966), de Robert Bresson que a Les mistons (1957), de François Truffaut. Jean Douchet, reflexionando sobre las semejanzas y diferencias de Truffaut y Eustache, señala que el segundo es de una tremenda pesadez, su realismo tira hacia abajo, es físico, mientras que Truffaut imprime a su obra una especie de ligereza, como un vuelo, que en gran parte, añadimos, se debe al empleo de la música de Mozart, mientras que la materia de Eustache permanece muda o atravesada por ruidos de motos o diálogos opacos. A esa falta de ligereza contribuye el hieratismo y la sobriedad del personaje, su mirada triste y los momentos en que su voz en off comenta la escena. Acentúa ésta su repliegue

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y su soledad, expresada normalmente a través del silencio, la mirada y los fundidos en negro que cierran las escenas. Esta película enlaza con Du côté de Robinson (1963) y con Le Père Noël a les yeux bleus (1966), en las que Eustache cuenta las miserias de la juventud provinciana. La belleza serena de las imágenes del campo, a la que no debió ser ajena la participación de Néstor Almendros, y la vitalidad cansina de las caminatas por la ciudad, junto con las inocentes obsesiones sexuales del muchacho, presentadas en el mismo plano que lo real, confieren al conjunto de la película un halo de autenticidad que está más allá del realismo documentalista. La escena final del protagonista intentando aferrar un cuerpo de mujer adolescente y recorriéndolo para descubrirlo como territorio sexual, revela en su composición ese algo inalcanzable, desde el punto de vista de la adolescencia, un deseo puro que recuerda Un perro andaluz (Un chien andalou, 1929), de Luis Buñuel. El realismo es el gran problema de los teóricos del arte y de los artistas cuando pierden la noción del radical irrealismo de cualquier tipo de representación. Las novelas de Zola, los cuadros de Courbet, incluso las películas de Flaherty, ¿qué tienen que ver con la realidad? El neorrealismo, con su estilización, sus músicas sentimentales, sus historias melodramáticas, se aparta de los esplendores falsos del cartón piedra, pero sólo en aspectos epidérmicos, que acaban marcando un estilo pero no un modo de representación. Cuando uno se pone a intentar dilucidar en qué consiste el realismo de Eustache, corre el peligro de acabar hablando de La boulangère de Monceau (1962) o El signo de Leo (Le signe du Lion, 1959) de Eric Rohmer, o de los neorrealistas italianos de la inmediata posguerra. Pero nos equivocaríamos si, en el caso de Eustache, intentáramos buscar raíces o ambientes artísticos o profesionales que hayan propiciado su peculiar tipo de cine. No los hay. Parece ser, según cuenta Philippot, que él dijo en una ocasión a un amigo que su ideal sería

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colgar en su puerta un cartel que dijera: “Jean Eustache, cinéaste pour noces et banquets”. No hay que ir más lejos: ahí está la clave. Cuando vemos películas como La Rosière de Pessac, con su curioso desdoblamiento –la misma fiesta filmada en 1979 y 1968–, nos parece estar, al principio, ante un vÍdeo casero de boda, que recoge sin criterio ni punto de vista, una materia informe, que se nos sirve a trozos como si fuera un enorme y pesado pastel. Pero a Eustache la realidad misma le induce a adoptar ese papel de fotógrafo pueblerino, ya que lo que está documentando es la boda mística del alcalde con el cuerpo de la Villa, encarnado en una muchacha pura y reconocida por todos como virtuosa. Es el hecho de que haya una réplica, la de la fiesta de 1968, que sigue en la cinta a la de 1979, el que da perspectiva a la primera parte de la película y la alivia del peso del reportaje, aunque sin quitárselo completamente. No hay quien quite peso a algo tan pesado en sí mismo, hasta el punto de que Eustache se permite un guiño al contraponer la anacrónica comitiva de la Rosière a los rascacielos y la parte moderna de Pessac. Naufragaba ya todo a los ojos del espectador cinematográfico, cuando con el contraste entre una fiesta y otra empiezan a aflorar datos interesantes, que sólo la comparación hace posibles. Eso era precisamente lo que pretendía Eustache: que surgiera la verdad, alguna verdad, algo que diera la medida de los cambios ocurridos en el transcurso del tiempo, en la repetición de un acontecimiento tan codificado, y al mismo tiempo sometido a cierto grado de aleatoriedad, como una fiesta de pueblo, machista, cursi, sin raíces antiguas ni propiamente populares o carnavalescas, y ya digerida por la institución municipal, que la utiliza descaradamente para lucimiento del alcalde. Porque es precisamente el distinto comportamiento de los alcaldes y de la gente, el uso de los interiores y de los exteriores, que no son una opción del director sino algo que viene impuesto por el espíritu de la época, los que junto con otros detalles más o menos ínfimos, señalan el movimiento de la vida, el devenir histórico, los

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cambios sociales, los tonos de la cultura y de la mentalidad colectiva. Están efectivamente ahí, los vemos con una claridad tal vez mayor de la que podía tenerse a finales de los años setenta. Incluso la manera de rodar de Eustache es distinta de un punto a otro de esa década: en los años 60, se muestra más suelto, más cinematográfico, con mayor movimiento, más primeros planos, ligeros zooms, más alegría, pese a que el material es duro y el alcalde abusa de la presencia de la cámara, que en sí misma es un elemento de la realidad y, por lo tanto, de la política. Al final, se produce una inclusión del equipo cinematográfico “en abîme”, con la cámara, la jirafa del sonido y el propio Eustache dirigiendo. La fiesta de los años 70 es más documental que la primera. No hay en ella mucha ilusión en lo retratado ni en el hecho de filmarlo, aunque lo filmado respira más libertad y un ambiente de mayor participación ciudadana. El alcalde es más campechano y actúa menos para las cámaras, o al menos lo disimula con más soltura que su estirado antecesor. Incluso el hecho de que la comida de hermandad se celebre al aire libre en lugar de en una sala, procura una mayor sensación de libertad, como corresponde a la situación política y cultural de Francia en esos momentos. Otro de los filmes documentales, entendiendo por tales aquellos que no cuentan con actores sino que se sirven de actores naturales, a los que se filma mientras realizan sus tareas cotidianas, es Le cochon (1970). Crónica de una matanza, sin música, con el equipo imprescindible, al albur de los elementos –nieva a ratos–, sonido directo que capta las conversaciones a voz desnuda y con fuerte acento. En cualquier cinematografía conocida, la matanza hubiera sido metáfora de algo, estaría trascendida, se establecería una comparación, un guiño, un mínimo asidero para la fruición descifradora del espectador cinéfilo o simplemente cultivado. Pero aquí no es así. Aquí hay lo que se ve, nada más. Los hombres atrapan al cerdo, lo matan sin énfasis, lo destripan, hacen los embutidos y poco a poco van despojando al animal de su cuerpo, mejor dicho, de la imagen

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que nosotros tenemos de su cuerpo, y convirtiéndolo en un montón de productos cárnicos perfectamente elaborados con artesanía milenaria, y una piel pulcramente plegada. El resultado de la muerte no es un caos, un desarreglo sin remedio sino todo lo contrario, la construcción de un orden nuevo: el de los alimentos clasificados y bien organizados, a cuya elaboración se entregan manos expertas. Lo que más se parece a esta película en la tradición francesa es la Charcuterie méchanique de los hermanos Lumière, sólo que éstos juegan con los recursos cinematográficos –paso de manivela– para convertir al cerdo en productos del cerdo. Eustache sólo se permite unas mínimas elipsis para que el acontecimiento no dure necesariamente un tiempo real. Quizá lo único que añade el punto de vista del director es, en este caso, una cierta solemnidad en el ritmo del trabajo y sobre todo la sensación casi física de que éste se realiza de una forma absolutamente competente, que ha sido depurada por generaciones que han llevado a cabo la matanza, realizando siempre los mismos movimientos, al mismo ritmo y con idéntica coreografía. En Eustache, como en un buen sadiano, no hay delectación en la crueldad ni en la pedantería. Su cerdo muere casi tranquilamente, mientras los hombres que lo sujetan charlan y fuman, es decir, trabajan y se esfuerzan en no prolongar ni estorbar la agonía. Por la herida sale sangre y vapor, porque hace mucho frío. Más tarde, uno de los hombres decapita el corpachón muerto. Cuelgan la cabeza en una pared para que se seque, y por una vez, mientras están cortando las patas y descuartizando al animal, hay un plano de regreso a la cabeza colgada, un mínimo pero interesante comentario, por montaje, del director, y un conmovedor recordatorio, quizá inconsciente, de que nos hallamos en el planeta Griffith. El cine de Eustache no ha evolucionado. Nace maduro. Les mauvaises fréquentations o, más bien, Du côté de Robinson (1963), su primera película, presenta ya la amargura, el escepticismo y la ausencia de esperanza que caracterizan toda su obra.

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Sus jóvenes personajes no tienen nada a lo que aferrarse. Son provincianos estrechos, preocupados por cómo pagar una ronda de cervezas, tocar a las chicas o incluso robarles la cartera. Sería interesante compararlos con I vitelloni de Fellini y con los personajes de Nueve cartas a Berta (1966) de Basilio Martín Patino, siendo como son de la misma época y de un medio similar. Lo mismo puede decirse de Le Père Nöel a les yeux bleus, la segunda película de Eustache. En ella está todo lo que va a ser su universo cinematográfico, sus preocupaciones artísticas, sus hallazgos y sus limitaciones. La falta de medios y una especie de desgana por superarla, afectan a esta película y seguirán haciendo mella en el resto, salvo excepciones. El sonido, por ejemplo, se resiente técnicamente, aunque desde el punto de vista artístico y quizá por influencia de Godard, que participó en la producción, es ya como será en lo sucesivo, empezando por el uso con cuentagotas de la música de foso, que sólo se utiliza para animar algunas escenas y recorridos por las calles. El sonido y la música en Eustache es generalmente diegético y, a ser posible, in, es decir, con la fuente en el plano. Muy pocas veces introduce músicas en off, como en el principio ya mencionado de Mes petites amoureuses y también una música francesa triste y melancólica, de acordeón, en Du côté de Robinson. Aplicando a rajatabla estos principios, en ocasiones ofrece hallazgos notables. En esta obra, por ejemplo, en el último plano, la calle queda vacía durante varios segundos, pero seguimos oyendo el estribillo que entonan los jóvenes a voz en cuello: “Au bordel, au bordel!”, como si ese lema quedara flotando para siempre en el ambiente de la ciudad provinciana, que no ofrece más que frustración y embrutecimiento. Otras veces, como en La maman et la putain, la música in, siempre justificada por un disco que se oye en la escena, contribuye a determinar su duración, que se hace coincidir con la propia de la canción que se escucha. Sólo ocurre la escucha, como un acto normal cotidiano, en tiempo real. O la música como

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un elemento más (como los periódicos, las fotos, las películas, etc.) sobre el que hablar o tararear (“Où- sont les fortificacions...?”). La maman et la putaine es la gran película de Jean Eustache, reconocida por la crítica ya en su momento, desde Cannes en adelante. De larga duración, fue rodada en blanco y negro, en 16 mm, e hinchada a 35 mm. Su atmósfera, el continuo deambular por las calles, los bares, las conversaciones, la obsesión sexual, son como las de Du côté de Robinson y Le Père Nöel a les yeux bleus. Prácticamente se reduce al juego de tres personajes, en pocos ambientes y realizando acciones mínimas y repetidas: hablar, beber, pasear hablando, hablar bebiendo. Influyó en el cine español, en la llamada “comedia madrileña”, a través de Fernando Colomo (Tigres de papel, 1977) y Fernando Trueba (Opera prima, 1980), empeñados en hacer un cine español barato y de calidad, a base de guiones de comedia, del gracejo de los jóvenes actores y de planteamientos temáticos y culturales nuevos. La maman et la putain es una película hecha exclusivamente desde el punto de vista de Alexandre, reedición del personaje Antoine Doinel de Truffaut (Jean-Pierre Léaud), y no sólo por el trabajo del actor sino porque el personaje se caracteriza por su intento continuo y frustrado de salir de una obra de Rohmer. Se define por su carácter sentencioso, sus largos monólogos, sus reflexiones paradójicas, pero sobre todo por su concepto nihilista de la existencia, de vuelta de Mayo del 68. Dice cosas como: “No hago nada, pero tengo una vida muy ajetreada”, “La náusea es un malestar noble”, “Lo mío es el aburrimiento”, “Soy un joven pobre y mediocre”, “Yo nunca dejo a nadie, pero a mí me dejan siempre”. Son frases literarias, con las que el personaje quiere confirmarse como tal, sin ser consciente de su inmadurez ni querer asumir sus contradicciones. “¿En qué novela crees estar?”, le dice una amante que lo abandona para casarse con otro. Cree, sin duda, hallarse en un ambiente libresco y bohemio (“mirad a la mujer infiel, mirad al amigo traidor” es la frase para

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despedirse definitivamente de su ex amante), en el que no falta la cinefilia. Cita películas y directores: La clase obrera va al paraíso, Los visitantes de la noche, Bresson, Nicholas Ray. Alexandre sólo se escucha a sí mismo, aunque tenga amigos y le rodeen dos mujeres que esperan de él que se comporte como un hombre, es decir, que repare en ellas y oiga sus voces. A la impresión de enclaustramiento y desolación del mundo del filme, contribuye la falta de espacio off y de la música que suele acompañar a la historia relatada, según el esquema clásico. Los vacíos se llenan con la palabra, las fotos y las relaciones sexuales. Más que definir al personaje, las reflexiones culturales y la concepción del mundo que Eustache vehicula en él como en un alter ego, constituyen lo cotidiano contemporáneo, la única realidad actual y urbana, con su comunicación por los medios, sus cuñas radiofónicas, sus discos. Vivir es “rumiar una idea, una palabra, no importa qué”, dice un personaje. Los encuentros se disponen como si fueran escenas: se pone la música, se bebe, se folla tal vez, pero sobre todo se habla, escuche el otro o no. Y la acción o lo que ha ocurrido sólo existen en tanto que evocados por la palabra. “Un recuerdo es un sueño que no quiere morir”. Pero sobre todo es ausencia, como la palabra misma, que es su signo. El espacio de la escena se llena de anécdotas, incluso sexuales. Y es Veronika quien tiene más cantidad y calidad de ellas, no Alexandre. En el caso de Veronika, la palabra calma la falta y la carencia, o desata el mar de lágrimas consoladoras y muy fotogénicas. Sustituye a la realidad, la copia, y para Alexandre y sus amigos la copia es mejor que el original. En su mundo sólo existen ya las palabras: “El hombre de la calle”, “Las clases más desfavorecidas”, “Las madres solteras.” El filme construye un espacio y un tiempo propios. El espacio es siempre interior, como la vida hacia adentro de los personajes, siendo lugares meramente de paso o relacionales los pocos exteriores que aparecen, casi siempre los mismos (los bares, las ori-

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llas apenas vistas del Sena, la tienda de Marie). Pese a que Alexandre dice que le gusta París de noche, sin embargo sólo le vemos en los apartamentos de las dos mujeres, en torno a los cuales se mueve el personaje, como dos claustros maternos en los que se refugia. Todo ello viene a reforzar la falta de referencias claras temporales diegéticas y una concepción de la realidad no narrativa, sino hecha de momentos, de duración variable, con repeticiones y sutiles variaciones. Así, con esa discontinuidad, es como vive Alexandre, cuya concepción de la vida se expresa mediante esta aparentemente invisible abolición de la puesta en escena. De ahí que no haya comienzos propiamente dichos, ni finales que clausuren, sino el imperio de la “durée”. Esta característica se observa también en Mes petites amoureuses e incluso en Du côté de Robinson. La maman et la putain, por la proximidad de su tiempo a la duración cotidiana, podría continuar indefinidamente. Eustache le pone un final que enlaza con el principio: Alexandre toma una decisión, elige. Pero no es un final que clausure otra cosa que el propio texto. Lo mismo ocurre en Mes petites amoureuses con la vuelta del muchacho desde la ciudad al pueblo y a sus amigos adolescentes, en la que se enlaza el final con el principio. Pero no por ello adquieren estos textos un carácter circular o cíclico, sino simplemente de falta de clausura de una diégesis y su sustitución por el despligue de un texto abierto e indeterminado, sin estructura alguna de género y sin que el espectador pueda participar en su desarrollo, ni anticipar posibles desviaciones o líneas de continuidad. El texto se construye por una cierta autonomía de los momentos, que a veces se alargan e intensifican mientras que otras son ligeros y mínimos, pero siempre con un valor propio e independiente de los anteriores y de los posteriores. Por esta razón, tampoco hay puntos dramáticos intensificados, ni una jerarquía entre los diversos momentos, sino que todos aparecen colocados unos junto a otros con el mismo valor. La ausencia de funcionalización o de jerarquización se pro-

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duce también por una planificación muy insistente, con largos planos secuencia, por la especial construcción de un espacio totalmente realista, no dramatizado, sin otra escenografía que la que ya existe previamente en el lugar elegido para la vida de los personajes, por la falta de un sonido off y de un encadenamiento causal, más allá del mínimo necesario para que la relación de los personajes exista. Muchas veces estamos ante encuentros y desencuentros casuales. Los largos monólogos producen el efecto de abolir el eventual tiempo diegético que pudiera ser representado y, a la vez, crean una duración y un ritmo interno propios: los del texto. Los personajes sólo existen en tanto entran en contacto o relación con el personaje central. Nunca los vemos por sí mismos o en acciones paralelas, dada la radicalidad del punto de vista adoptado a partir del itinerario y del deambular de Alexandre. La maman et la putain no es una película de amor, sino de desencanto ante la falsedad de los planteamientos del 68 en cuanto a las relaciones sexuales, y de furia y desesperación por no poder salir del lodazal de los sentimientos. La carencia de acción en una película tan larga se debe a un planteamiento de Eustache que irá haciéndose más rígido según avance el tiempo, alcanzando su cumbre en Une sale histoire (1977) y su petrificación en Les photos d'Alix (1980). Nos referimos al procedimiento de construir los relatos contando los acontecimientos o aludiendo a ellos verbalmente, mientras la imagen muestra a los que hablan, normalmente sentados en un bar o en un apartamento. Las más atrevidas películas de Eustache son aquellas en las que no hay acción, sólo un personaje que habla y otros que escuchan; a veces, ni siquiera eso. La historia que cuentan se convierte en relato cinematográfico por el mero hecho de ser filmado el narrador y su voz registrada. El espacio y sus figuras, el tiempo y las emociones son fruto de la palabra, del texto verbal. El fruto más granado de esta parte de la obra de Eustache es Une sale histoire, pero

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comienza con Numéro zéro (1971), filme de dos horas, que posteriormente fue reducido a una hora y retitulado Odette Robert para encajarlo en la serie televisiva Grands-mères. Rodada con dos cámaras, es una conversación en la que sólo se oye a la anciana abuela del propio Eustache, y un poco a Eustache y al cámara Philippe Théaudière. Cuando Eustache concibió la idea, su objetivo era dejar la obra a su hijo Boris como legado familiar, algo así como la memoria de la familia. Responde, por otra parte, a una idea de la época, en relación con las nuevas corrientes historiográficas como la nouvelle histoire: todos somos protagonistas de la historia y nuestra vida personal discurre en una corriente general, por lo que el conocimiento de las vidas de la gente es necesario para reconstruir una historia más rica y auténtica que la que sólo se ocupa de los grandes hechos y de las instituciones. Un monólogo auténtico, no literario, es una fuente en la que se mezclan diversos hilos: la historia personal, la historia colectiva vivida realmente por alguien y el imaginario de una época, y así ocurre en esta obra, de una austeridad extrema. La película tiene la apariencia de un plano fijo de la señora Robert, en cuyo contracampo se encuentra, sentado a la misma mesa, Eustache. A veces se le ve, siempre de espaldas, con una silueta elegante y enigmática a causa de su melena, su delgadez y la oscuridad en que le deja la iluminación del personaje principal. La cámara de Philippe Théaudière se acerca al rostro de la hablante, desde planos medios a primeros y algún primerísimo. Los últimos momentos de la última bobina son un poco tensos, y cuando finalmente la imagen desaparece, una voz masculina, quizá la de Eustache, dice: “E voilà: c'est fini”. Mucho más apetitosa es la provocativa Une sale histoire. El hecho de que se trate de un díptico compuesto por un ala pretendidamente documental, la que interpreta Jean Noël Picq, y otra de ficción, recitada por Michaël Lonsdale, no pasa de ser una falacia, si uno se contenta con esta explicación tan simple. Pero ni el hecho de

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que Picq sea el autor del texto ni el de que el episodio con Lonsdale tenga un poco más de ambiente, significan nada. En realidad, que haya dos versiones, como en Les Rosières de Pessac, sólo comporta eso: dos versiones y, por lo tanto, dos textos hermanos. Picq y Lonsdale son como dos actores recitando el mismo papel durante un casting. Los dos lo hacen bien, con más frescura y tensión el que no es actor profesional, con más naturalidad el actor. Pero no es eso lo que interesa, ni tampoco las banales preguntas de la concurrencia, distinta en cada caso, dirigidas al orador como después de una conferencia. Interesa el texto e interesa el hecho de que sea dicho y no puesto en imágenes, del mismo modo que en Los ciento veinte días de Sodoma del Marqués de Sade, las situaciones sadianas de mayor furia en la orgía, van precedidas por el relato de una cuentista, Une sale histoire de Picq es en realidad un relato que puede descender a los más bajos y sucios infiernos de lo abyecto –aunque tampoco es para tanto– sin manchar a nadie, ni a quien lo cuenta ni a quien lo recibe. Es inútil buscar simbolismos. No los hay. Lo contenido en el relato oral es una broma que no tiene más sentido que el literal. Literal el agujero entre las puertas de los retretes, literal –y bastante raro, por cierto– el placer femenino que el mirón experimenta –”no me corrí, me mojé como una mujer, me mojé”–, literal su idea estupenda de que el agujero es preexistente a la construcción del lavabo, del bar alrededor de él y de todo lo demás. No dice, pero podría, que ese agujero, sumidero de la mirada, es el desagüe de los deseos del mundo, y una especie de “aleph” escatológico. O, mejor dicho, y esto no le corresponde a él desvelarlo, el agujero es el gran off donde está toda la historia relatada, mientras que la puesta en imagen es el dispositivo imaginario gracias al cual accedemos, agachándonos “en priére musulmaine”, a algo que se nos cuenta pero que no está presente. También es una broma el pretendido disgusto de las mujeres ante este relato, creemos que inventado por los amigos de Eustache. Todos, hombres y mujeres, gustamos de las histo-

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rias de mirones y en general de las perversiones, oídas o leídas, que no pueden hacernos daño. La palabra perro no muerde. Sólo la iglesia, cualquier iglesia, es capaz de escandalizarse ante un texto. Lo único escandaloso del texto de Picq es que tiene algunos agujeros que no son precisamente los del lavabo de señoras, sino los propios de un relato poco trabajado y un tanto tramposo. A esta clase de filmes “hablados” pertenece también Le Jardin des délices (1979), realizado para una serie de documentales televisivos (Les Enthousiastes), en cada uno de los cuales se comentaba una obra de arte. Eustache, el amante de la realidad, no se traslada al Museo del Prado con un equipo, como hubiera sido normal, para filmar el cuadro. El comentario, debido a Jean-Nöel Picq, como el anterior, tiene lugar sobre una reproducción fotográfica ante un auditorio semejante al de Un sale histoire. Una vez más, Picq encarna al exégeta. Diserta ante un público integrado por tres mujeres y un hombre, que al final le harán preguntas. Se trata de un texto extraordinario, poético, que no se atiene a ninguna interpretación o bibliografía ni hace referencia a la época de la obra, sino a la subjetiva y moderna interpretación del propio Picq, para quien el cuadro del Bosco es un enigma y por lo tanto sólo permite un acercamiento fragmentario, titubeante, que ni siquiera es descripción. El minimalismo total en esta línea se alcanza con Les photos d'Alix (serie televisiva: Contes modernes), última película de Eustache. La fotógrafa Alix Cléo-Roubaud, amiga de Eustache, sentada, muestra durante un cuarto de hora a Boris Eustache, el hijo de Jean, un álbum de fotos. Alternan los planos medios de ambos con el contracampo: los primeros planos de las fotos y de la mano de ella, que señala los detalles y planea ondulante por encima de las obras. Sus comentarios ni siquiera corresponden a lo que muestran, o hablan de ello en una dimensión surrealista, muy interesante porque añade nuevos sentidos a las imágenes.

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El cine de Eustache constituye desde el principio una experiencia de los límites, del grado cero de la escritura cinematográfica. Su replanteamiento tiene lugar desde un cierto primitivismo y desde una postura radical. La interrogación reiterada de qué es el cine como hecho y práctica expresiva, su relación con esa búsqueda infatigable de lo real a través de una aparente e imposible ausencia del relato, de la ficción, del espectáculo, de la puesta en escena, se lleva a cabo por un proceso de creciente sobriedad y depuración, como el de Bresson, pero mediante otros procedimientos, aparentemente más radicales. En sus películas asistimos a la búsqueda de algo puro e intacto, no a una imitación de lo real. Se trata de la ilusión de que la vida o la realidad pueden ser reproducidas sin contaminarse, sin convertirse en representación, sino en su pura presentación. De ahí la falta de off en el sonido, de música que no esté en campo, la ausencia de una diégesis clásica, y su sustitución por momentos y situaciones yuxtapuestos, como en la vida misma. De esta posibilidad/imposibilidad de articular un texto mínimo queda una fuerte impresión de verdad, de autenticidad, que aparentemente vendrían de lo real capturado en su pureza, en un intento de llevar el neorrealismo hasta sus últimas –o más bien primeras, fundadoras– consecuencias.

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EL PRIMER ARTISTA DESPUÉS DE LA NOUVELLE VAGE

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JEAN DOUCHET

Eustache siempre acostumbró a aproximarse de forma disimulada. En la vida como en sus películas. Le gustaba permanecer en la retaguardia, como si fuera un espectador. Pero en realidad, no dejaba nada al azar. Para él, todo estaba calculado, preparado previamente, puesto en escena. Se comportaba, de alguna manera, como el personaje de Joe (Spencer Tracy) en Furia (Fury, 1936), de Fritz Lang: solo en su antro, escucha su proceso en la radio, como si sólo fuera un simple espectador, cuando es él mismo quien lo ha organizado y lo ha hecho, verdaderamente, funcionar. La llegada de Eustache a Cahiers du cinéma, hacia 1960, se produjo de esta forma; es decir, secretamente. En la época, su esposa acababa de entrar como secretaria. Eustache pasaba a recogerla todas las tardes. Al principio, llegaba a las ocho. Después, sin que nosotros nos diéramos cuenta, a las ocho menos cuarto, después a las siete y media... Tres meses después, estaba allí a las cinco y, de forma natural, se convirtió en una figura familiar en Cahiers. Nos alegraba verle. Había elegido este método lento de infiltración porque, como procedía de provincias y aunque se había ya procurado una verdadera cultura, no poseía los títulos académicos o sociales que propor-

1. Texto publicado en Cahiers du cinéma. Spécial Jean Eustache, París, abril 1998, pp.3-5.

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cionan cierta seguridad en el mundo parisino. Al principio, no hablaba. Se conformaba con leer o escuchar hablar a Godard, Rivette, etc. Poco a poco, comenzó a tomar parte en las discusiones y lo aceptamos como si perteneciera a Cahiers. Eustache había desarrollado una trayectoria idéntica a la nuestra: descubrimiento del cine a los trece o catorce años, descubrimiento de la vida mediante el cine, después confirmación de una cinefilia, ya perfectamente estructurada en el momento de su llegada a Cahiers. Leía mucho, y tenía sobre la literatura opiniones precisas. Era, en suma, la figura misma del autodidacta que ha sabido dotarse de una cultura verdadera. Cuando comenzó a hacer cine, su estrategia fue, rigurosamente, la misma. En 1962, yo estaba a punto de rodar mi primer cortometraje, el productor había elegido como ayudante mío a Claude Ventura. Eustache no había expresado el deseo de ser mi ayudante hasta la víspera del rodaje cuando vino a encontrarse conmigo. Evidentemente, era muy tarde para confiarle esa función. Me pidió, entonces, asistir al rodaje. Vino todos los días y cada tarde redactaba el balance de la jornada, analizando detalladamente sus observaciones, explicando, por ejemplo, cómo se habría comportado él con el actor, realizando el filme por poderes. Un poco más tarde, no supimos que estaba rodando Les mauvaises fréquentations (1963) hasta el momento en que nos inquietamos por la desaparición del chico de los recados de Cahiers, comprometido para representar uno de los dos papeles principales. Cuando finalizó su filme, nos lo quiso mostrar a mí y a Rohmer en primer lugar. Quedamos sorprendidos e impresionados. Aunque tenía un tono Nouvelle Vague, Les mauvaises fréquentations era un cortometraje completamente diferente de los de Rozier, Truffaut, Godard, Rohmer, Rivette. Se observa en él el tono Eustache que implica, como siempre en su caso, personajes un poco losers 1, un poco extraviados, cercanos al pueblo, acostumbrados a la pobreza. Los contempla sin naturalidad, pero fraternalmente.

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Si comparamos a Eustache con otros cineastas de la Nouvelle Vague, hay que tener en consideración la forma en que cada uno de ellos trata el realismo, dado que todos se pretenden realistas. El cine de Truffaut, que podría parecer el más cercano, no posee, sin embargo, ninguna afinidad con el de Eustache. Mes petites amoureuses es el anti-Cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, 1966) y La maman et la putain (1973) es lo opuesto a las historias sentimentales y amorosas de Truffaut. A este respecto, es significativo que uno de sus filmes se titule Besos robados (Baisers volés, 1968): la imagen de Truffaut es una imagen viva, que roba instantes de la realidad, y de la que está ausente toda la gravedad de la realidad. En el caso de Eustache, por el contrario, la temporalidad impone una presencia de seres fuerte, pesada, hasta el punto de que cada cambio de plano está impregnado de gravedad. Encontramos aquí a Renoir –que gustaba tanto a Eustache– en quien la ley de la gravedad juega un papel fundamental. Así, los tres minutos de Fortifs, cantados por Fréhel en La maman et la putain, no son tan ligeros ni fútiles como parecen. Son, en realidad, graves por el simple hecho de que se graban en la memoria. Por decirlo con una frase hecha, la poesía de Eustache no se desvanece, se fija en la tierra, se hunde. Su cine permanece aferrado a las raíces. Está transido por una dimensión arcaica, muy campesina, que presta una gran atención no sólo al mundo existente sino al que le antecede. Tantos elementos hacen de Mes petites amoureuses (1974) un filme esencial. El tratamiento de la infancia acentúa el abismo que separa a Eustache de Truffaut. Truffaut concibió Los cuatrocientos golpes como una revancha contra su familia y, en particular, contra su madre. Por el contrario, Mes petites amoureuses tiene el tono si no de una endecha, al menos de una melodía agridulce compuesta en homenaje a la abuela, sin que esto signifique, no obstante, que la madre no sea fundamentalmente malvada. En realidad, Ingrid Carven aparece como una mujer un poco fútil, frívola, a quien molesta la materni-

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dad. Eustache no la condena: ella es así, es todo. Esta aceptación de lo que se es, en su caso es admirable. Por esto mismo se trata de un cineasta molesto. Porque si admitimos, habitualmente, que un filme no puede prescindir de vehicular un punto de vista (a favor o en contra), el cine de Eustache se presta a ello fácilmente. No es sobre este punto donde se juega, en su caso, la moral. Eustache es, quizá, el cineasta que mejor ha sabido hablar sobre, cómo se vive la infancia. Mes petites amoureuses es muy fiel a la idea ficticia que tenemos de la infancia, los personajes parecen planear; y el espectador no tiene otra cosa que hacer que contemplar el curso de la vida, reconocer que, en el fondo, la infancia no es ni un momento tan feliz ni tan desgraciado como imaginamos. Es un espacio neutro. Este filme está más cercano a L'enfance nue (1968) que a Los cuatrocientos golpes. Pialat y Eustache trabajaron, ciertamente, la intensidad, pero el primero mediante la violencia y la explosión; el segundo, por el contrario, mediante la neutralización de la violencia, adaptándose al curso sofocante de la vida misma. Es importante, del mismo modo, reseñar que, en el caso de Eustache, es verdaderamente la infancia lo que se representa; es decir, la preadolescencia, ese período donde el ser guarda todavía en su interior algo del orden vegetal, y no la adolescencia como en L'enfance nue y Los cuatrocientos golpes, donde los jóvenes héroes llevan ya en su interior una rebelión puramente adolescente. En el caso de Pialat, el niño (o más bien el adolescente) está herido, en el caso de Truffaut, es hipersensible. En Eutache, todo está interiorizado, aparentemente sin consecuencias, pero, en su interior, el personaje se resiente. Lo absorbe sin manifestarlo. Por ello, Eustache se equipara ya no a Renoir sino a Bresson, al compartir con él la idea de indiferencia. La influencia de Bresson en un filme como Mes petites amoureuses es, en efecto, innegable, pero no lo cubre por completo. Bresson neutraliza, sólo conserva los rasgos archiesenciales, y al hacer esto no puede evitar matar, frustrar o suprimir una parte de la vida que rueda. Eus-

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tache admira en Bresson este trabajo de neutralización, lo emula en el sentido de la estilización, pero de tal forma que esto no es perceptible. Estiliza, a pesar de permanecer realista. Porque, y ésta es la gran diferencia con Bresson, es un táctil: le gusta tocar, comer, reír. Encontramos, pues, a un nuevo Renoir que es, por excelencia, el sensual, el sensorial, el que goza, el epicúreo. De esto hay menos que de la huella bressoniana, que es más poderosa en Mes petites amoureuses, y es ésta, muy posiblemente, la responsable del relativo fracaso del filme para el público. Los espectadores no soportaban no poder participar en las desgracias del niño. Que esta desgracia disminuya la felicidad es, para ellos, dramático. Eustache y Rohmer están próximos y alejados a la vez. El cine de Rohmer funciona según un proceso constante de auto-análisis y mediante un juego de miradas sobre uno mismo y el otro. Se trata, fundamentalmente, de un juego moralista. En La maman et la putain, por el contrario, lo que es terrible es que la mirada que tenemos sobre nosotros mismos está intensificada por la mirada del otro. Se trata, en consecuencia, de un juego completamente inverso. Además, cualquier filme de Rohmer comienza con la exposición de una hipótesis o de un presupuesto que, en la trama del filme se intenta desarrollar, verificar o contradecir. Esta estructura está radicalmente ausente del cine de Eustache, que no trata el desarrollo, sino que constata que la vida es sólo cambio, y no provoca más que cambios. Si los personajes de Rohmer pretenden tomar el destino en sus manos (de ahí la famosa relación, en su caso, entre determinismo y azar), esto no ocurre, ni siquiera en La maman et la putain, con los personajes de Eustache. Están apartados de la realidad, aunque al mismo tiempo estén profundamente adheridos a su presencia. La sienten pero no les afecta, al menos aparentemente. O podríamos decir más bien que no reaccionan. O, si lo hacen, es como si fueran animales que cocean en una carreta, como Marie (Bernadette Lafont) en La maman et la putain.

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¿Por qué, en Le jardin des délices de Jérôme Bosch (1980), se precisa un hombre que hable y tres testigos? Simplemente para que se establezca un juego entre el plano fijo (nunca modificado) de quien habla, los planos de corte del cuadro del que se habla, como en un documental clásico, y los rostros mudos de los que escuchan sin ninguna intención ni gesto. Todo se desarrolla en el interior de esta combinación. Súbitamente, una joven se levanta. Interviene en el espectáculo propuesto por quien expone las ideas. Al principio, pues, permanecemos fuera. Nos conformamos con ser voyeurs, con un vouyerismo sin intenciones, neutro. Después, en un cruce de miradas, todo cambia. Es la vida como cambio la que modifica los datos que, formalmente, son inmutables. El sistema permanece idéntico, sólo el tiempo modifica las cosas. La mirada se desplaza siempre, pero únicamente en el tiempo, nunca en las consecuencias dramáticas. Aproximar a Godard y a Eustache no tiene ningún sentido si no es respecto a la doble cuestión de la política y de la modernidad. Es evidente que Eustache no puede quedar indiferente ante el cine de Godard, que todo el trabajo godardiano sobre la ruptura del sonido, la imagen o los raccords, le apasiona. Pero hay, en su caso, tal necesidad de arraigo que, en el fondo, se resiste al cine de Godard. En verdad, si existe alguien opuesto a Godard es Eustache. Porque era un tradicionalista –o, en todo caso, le afectaba–, y de ahí nacía su proximidad con cineastas como Pialat o Rozier. Se mantuvo en la retaguardia de Mayo del 68 y, en el momento de La maman et la putain, desaprobaba las posturas militantes de Godard. Al reclamar fundamentalmente el tradicionalismo, rechazó, un poco como hacía Rohmer, todos los discursos de la modernidad. Pero, era, a la vez, muy moderno. La maman et la putain es, sin duda, el único filme “Mayo del 68” del cine francés. Eustache dijo, mostró, reveló toda la intimidad, todo el malestar de la generación del 68. Hay, en él, naturalmente, algo que participa, no de la derecha, pero sí de ciertos aspectos por los que podría emparentarse a una derecha literaria y artística fran-

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cesa, encarnada por Drieu La Rochelle o Nimier. En el fondo, Eustache era un dandy. Y si propone a Jean-Noël Picq como portavoz es porque, a sus ojos, Picq es lo que él habría deseado ser: el gran dandy. Picq era para Eustache lo que unos años antes Gégauff había sido para la Nouvelle Vague. Como Gégauff, Picq fingía ser de derechas en respuesta a cierta necedad del pensamiento de izquierdas. Al rodar a Picq, Eustache, en efecto, dirigía su obra hacia otra fase. El período anterior había sido el de la autobiografía. Después, con Une sale histoire (1977) y Le jardin des délices, se abre un nuevo período, donde no se trata, para él, ya de filmar lo que ha sido, sino de filmar lo que desearía ser (incluso si, en realidad, él era tan dandy como Picq). Su cine era profundamente dandy en relación con el dinero y los “haberes”

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en general. En oposición a los otros directores de la Nou-

velle Vague, Eustache sabía lo que significaba no tener dinero. Era un pobre que se creía un señor. Y, como a todos los dandys, le gustaba el lujo. Eustache era un jugador, un verdadero fanfarrón, y su máximo placer consistía en ese momento verdaderamente señorial en que la suerte le sonreía. En la vida como en el cine estaba únicamente interesado por el ser, nunca por el haber/tener (de ahí, la enorme importancia, en su caso, del arraigo). Su mayor fuerza residía aquí. El personaje que interpreta Jean-Pierre Léaud en Le Père Noël a les yeux bleus desea tener (en este caso se trata de la adquisición de una trenca), pero el tener en sí mismo, la posesión efectiva del objeto, carece de importancia. Lo que es fundamental en Une sale histoire es que el tener/haber es omnipresente, hasta en el juego de palabras entre “a ver” y “haber”

. Poseer totalmente, sin embargo

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2. Es un juego de palabras en francés entre el verbo “avoir” que significa “haber, tener, poseer” y el término “avoir” como sustantivo que significa “haber haberes” y se relaciona con el campo léxico del dinero y la economía. (N. de la T.) 3. Juego de palabras fonético entre la construcción “À voir”, que es la suma de la preposición “a” y el verbo “ver”, en su traducción al castellano, y el verbo “avoir”, cuyo significado ya hemos apuntado anteriormente. (N. de la T.)

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es sólo un juego y no es, en absoluto, cuestión de poseer a la chica, sino de ir hasta el límite de poseerla/haberla –de “verla”– para ser y gozar. Del mismo modo, lo importante no es que la historia sea repugnante sino que sea el ojo el que acabe gozando con el oído. Picq es ese personaje un poco sadiano que relata su historia con el propósito de excitarse gracias a la reacción de las mujeres que escuchan un discurso en que su propia intimidad más profunda está siendo abiertamente expuesta. Él espera de la historia que consiga concitar imágenes en la mente de las receptoras, imágenes que no puedan soportar y que provoquen en ellas reacciones que el propio Picq pueda gozar, y que Eustache, al observar a su vez a Picq, pueda igualmente gozar. En Les photos d'Alix, este juego entre el ser y el poseer/haber por una parte, y del ojo y el oído por otra, es todavía más evidente. Al principio, no hay haber en absoluto y Eustache prueba que, en oposición a lo que creemos, el poder de la imagen, o del ojo, no es tan grande como el poder del oído. Es por el contrario el oído el que acaba, siempre, por perturbar al ojo, modificando la mirada. El cine de Eustache se conforma con filmar esta evidencia, esta constatación: la vida se vive. Desde que la vida ya no es lo que era en el momento en que se vivía, se convierte en relato y, entonces, se narra. Y si la narramos es, un poco, para hacerla revivir, pero desde ese momento ya no es la vida: es otra cosa. El dispositivo está aquí para capturar la vida en directo. Sin embargo, esto ya no es la vida en directo, porque se ha ficcionalizado inmediatamente después. E inversamente, la ficción se deriva de aquello que es en la vida cambio continuo. Hay, pues, un desdoblamiento inmediato entre el momento vivido y lo que creemos haber vivido. Porque la vida es ya una vivencia imaginaria y la imagen del cine, de entrada, transforma la vida que captura en una ficción.

Traducción del original francés: María José Ferris Carrillo

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UNE SALE HISTOIRE O EL OJO EN EL AGUJERO ISABEL ESCUDERO

El empeño más recurrente de Eustache parece ser el rastreo pertinaz de algo que podría ser “lo real” –quizá lo verdadero– y que se supone que anda por ahí escondido, palpitando desasosegado por debajo de la Realidad ya bien constituida y satisfecha de sí misma. Uno de los recursos que utiliza es la pretendida fidelidad documental, la toma en directo de los hechos despojados no sólo de la ficción argumental sino también –eso es lo importante– de la retórica técnica al uso propio del Cine. Esta operación la completa con una confrontación entre el documento espontáneo y la representación propiamente dicha. Plantea la relación y el juego entre ambas técnicas –documental y ficción– aplicadas sobre el mismo material y dadas a ver sucesivamente. Esta opción es la que elige para Une sale histoire (1977), pero alterando intencionadamente el orden lógico de presentación: primero expone la obra representada, es decir la copia, y después la directa, el supuesto modelo original. Une sale histoire es el lugar en toda su obra donde pone a prueba, de forma paradigmática, esta confrontación entre ficción/representación y presentación directa, y lo propone como un juego de salón a los ojos y oídos de los otros y a los suyos propios. No sólo lo vigila con su ojo (la cámara) sino que ante todo se mantiene a la es-

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cucha, él es un oyente más. El oído es en casi todo el cine de Eustache el ojo que mejor ve. En ese aspecto Eustache sabe como lo sabía Sade –el protagonista lo recuerda– que el primer órgano del gozo en el humano es el oído seguido de la vista, o mejor, ni antes ni después sino a la vez: un ojo oyente, un oído que ve. (Eustache aparece allí en la parte documental, entre los otros oyentes, atento al relato, disfrutando con las palabras). Las palabras más vivas que la acción misma, el lenguaje imaginándolo todo. La lengua suelta, las palabras desmandadas en torrente evacuador de secretas pulsiones es la cuestión clave para Eustache. Sobre ello volveremos. En cuanto al efecto de comparación, Eustache gusta de las comparaciones temporales. Rastrear –como en La Rosière de Pessac (1968/1979)– los ceremoniales idénticos de los humanos que se repiten en el tiempo con una suerte de curiosidad antropológica que viene a constatar que las pequeñas variantes –como en un romance tradicional– suceden allí precisamente para confirmar la inmovilidad de las costumbres, que algo cambia para que todo siga igual. En cierto sentido se podría decir que esta sucia historia tiene en La Rosière de Pessac un antecedente metódico, aunque sólo hasta cierto punto ya que allí se comparan dos documentos reales y aquí un documento directo, pretendidamente improvisado, frente a una representación preparada. Pero en ambos casos parece conservarse esa inmovilidad moral (carnal) que fundamenta las conductas de los animales humanos a pesar, o mejor, gracias a la ilusión de cambios circunstanciales modales y estéticos. Allí en La Rosière de Pessac —son diez años de una realidad a otra— lo esencial permanece inalterado pese a las alteraciones de los personajes, los ropajes, las modas. En el caso de Une sale histoire la duplicidad de las dos alas de la historia –la representada y la tomada directamente– tampoco altera nada substancial de la historia salvo que en la ficción, gracias a la más ajustada medición rítmica y artística de la filmación y la interpretación del personaje central –el que cuenta–, se conduce a un mejor

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enganche, a una seducción más viva, quizá debido al mayor efecto de verosimilitud que paradójicamente produce lo representado sobre lo espontáneo, precisamente por esa precisión contable del contar. Pero es una cuestión de grado no de cualidad. El salto cualitativo de lo directo a lo representado ya se había dado mucho antes: en el paso de los hechos vividos a su enunciación lingüística, o sea, el paso al relato. Esa sospecha de la potencia de la enunciación lingüística como operación básica, el habla como lo más esencial de la captura cinematográfica, es la nota más peculiar de toda la obra de Eustache y su ejemplo máximo es La maman et la putain. (Referencia en este mismo libro). En esa transmutación sí hay rotura: ahí los hechos han pasado a ser historia de los hechos: cuento; ese es el salto cualitativo de lo imposible a lo “posible”. Ahí en la palabra contada, en sucesividad rítmica, contada como se cuentan los números uno tras otro, (no en vano se dice lo mismo en nuestra lengua: contar números y contar cuentos). En Une sale histoire el intento de explicación oral –con la boca que habla– de lo que ha sido un “golpe de vista”, un golpe en el ojo, una herida en el ojo justo por el descubrimiento de esa otra herida común y primordial, el agujero sin fin, la boca que no habla: el coño común. Por tanto (en este caso concreto donde media un hablar contando, no en otros en los que se enfrentará más desnudamente documento a ficción) el aplicar intencionadamente el ojo técnico de una cámara a cualquiera de esas dos formas de representación no implica necesariamente una diferenciación substancial, ya que precisamente la verdadera operación directa y sorpresiva, donde se da algo de la más pura pretensión cinematográfica, es la otra anterior, la que precisamente es masa y contenido del cuento: la del hallazgo fortuito de un agujero en los bajos de la puerta de un water para señoras y el enganche fatal que tras este descubrimiento se produce en el protagonista. Ese husmear la vida por debajo de la Realidad, mirar por ese agujero primordial sobre el cual la Realidad toda está montada, no deja de ser, además

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de todo lo que es, una metáfora viva del más hondo anhelo cinematográfico. El cine sea realista, o no, intenta en su sentido más vivo y verdadero transcender la realidad, ver más allá o, mejor, más abajo de la falsedad de la Realidad (bien lo intuyeron los sub-realistas en su certero pero fugaz intento de sospechar de la falsedad de la Realidad levantándole las faldas para ver qué hay debajo, aunque pronto fueron desactivados cayendo en la integración de la Cultura como una Vanguardia más). Dice el protagonista: “Tuve la impresión de que primeramente había un agujero. Que después se ha construido la puerta encima, después un café y todo su personal, los camareros, la cajera, la gente... pero todo eso no funciona más que por ese agujero...”. Esta sucia historia seduce a todos, incluso a las mujeres a las que no les gusta esta historia, por eso quizá las seduce más. La potencia redentora de las palabras, de la narración contada en palabras, cambia también el destino bajo y clandestino del protagonista, su carácter de voyeur impresentable se cambia por el de exhibicionista gozoso y seductor de las mujeres ultrajadas, levanta su rostro y su boca de los meados del suelo del retrete hasta la adoración social en la que su voz alimenta el gozo común. Eustache, que sabe de la soledad del cineasta puro que no se conforma con los sustitutos del cine, celebra, a través del relato de su amigo Jean Noël Picq, ese instante imprevisto del hallazgo –siempre en los sótanos de la Realidad, siempre fuera de la Ley– de la fisura primordial por donde el ojo se asoma a lo desconocido, al acecho tembloroso de algo oscuro que parece despertar el deseo común y anónimo de unos hombrecillos mezquinos que descienden al subsuelo no identificados y que, a su vez, se desconocen entre sí; muy al contrario que los hombres de allá arriba, en esa otra versión domesticada del mundo que es ya la reunión social, donde todos se conocen y en la que se mueven seguros entre una pandilla de amiguetes locuaces que se entienden y tranquilizan a través de códigos culturales y psicológicos. Pero, ¿cómo sigue la historia?

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La discusión no había hecho más que comenzar, ya que, a su vez, nosotros estamos asistiendo ahora, de nuevo, a la doble sesión representada, lo que da lugar a más interpretaciones. Esta cochina historia, pues, no tiene fin. Veamos, por ejemplo, lo que a propósito de esta visión de visiones dice Agustín García Calvo –al que intencionadamente le hice ver la película, puesto que me pareció que lo planteado en ella por Eustache resultaba asaz substancioso y útil para las últimas cavilaciones que sobre la diferencia entre los Sexos venía desgranándonos en sus semanales entregas en el periódico La Razón– y con lo cual, como resultado de ello, así escribió con fecha del nueve del seis del noventa y nueve: “... puede que hasta se acuerde alguien de que a esta serie de diatribas sobre las relaciones de hombres y mujeres le di comienzo a partir de una puesta al desnudo y en ridículo de un famoso medicamento de la virilidad que estaba el año pasado vendiéndose a tope: se trataba entonces de estudiar la modalidad de huida al Sexo de los hombres, y más bien a los señores, centrados en la atención y preocupación con su propia verga, con su Aparato del Poder. Ahora, como contrapartida y paso al polo opuesto de la obsesión, también del Sexo masculino, va a servirme la película del cinematurgo Jean Eustache que hace cosa de un mes me hizo ver una querida amiga, muy prendada de su técnica de revelación de la Realidad: se titula Une sale histoire, algo como Un cuento guarro, pero que, a mis fines, he querido también traducirlo mal para mi título de hoy... Cuenta el protagonista de un viejo café de París en cuyos retretes, abajo, a un lado el de -os, a otro lado el de -as, había en la puerta de éste casi a ras del suelo, un roto de la madera (no hecho intencionadamente) que permitía al interesado, no sin pena, agacharse, atisbar adentro y ver (pues era uno de los de sin taza y para cuclillas) el centro mismo de la feminidad de la ocupante pasajera. Refiere él (el narrador real del cuento, a quien Eustache capturó después para su juego) que durante una época estuvo él mismo dedicándose a tal

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deporte, hasta que temió quedar para siempre preso en la dedicación, y entremete algunas curiosas notas y teorías sobre su experiencia: una, que, cuando se veía a la mujer salir de allí, su hermosura o fealdad no correspondía para nada con el grado de encanto o perfección del coño, otra, su confesión de que ni se percataba de que con la observación se le empinase, sino que más bien “se mojaba”, esto es se excitaba a la manera de las mujeres; también, su empeño en que, mientras los hombres lo comprendían enseguida, a las mujeres no les gustaba el cuento (por más que algunas de sus oyentes le aseguraban lo contrario); también, su teoría de que el exhibicionismo está al revés entre uno y otro sexo, ellos a enseñar sin más el aparato, ellas todo menos eso (teoría un tanto estropeada por el Progreso pero que apunta a la correspondencia de <aparato de él> <cuerpo de ella>, aunque definido y evaluado por la vara del Poder); y en fin, el mito, que desarrolla de que, en la génesis de aquel café, lo primero fue el agujero de la puerta del retrete femenino, y alrededor de él se creó la puerta, los sótanos, el café entero. ¿Para qué conmemoro la película de Eustache? Probablemente porque el veador de coños (como, a su modo, el violador solitario), huyendo de la Persona de las mujeres, lo que busca desesperadamente es, en la mujer anónima, hasta despojada de sus valores en el Mercado de los Sexos, ver si queda allí algo de verdad, ¿de naturaleza?...” (hasta aquí A.G.C.) Esta cochina historia ¡tan antigua! no ha hecho más que empezar. Pasen y vean.

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UNA SUCIA HISTORIA JEAN-NOëL PICQ

Y

(1)

JEAN EUSTACHE

Ocurrió hace unos ocho o nueve años. Yo iba a menudo a un café. Pasaba en él mucho tiempo porque no tenía teléfono en casa y debía hacer muchas llamadas. Así que me levantaba muchas veces de mi mesa para bajar al teléfono, que se encontraba situado en el mismo sitio que los lavabos. En la parte de abajo estaban el aseo de caballeros, el de señoras, un lavabo y el teléfono. Cada vez que llamaba tenía que bajar, pero además, si tenía que hacer siete u ocho llamadas eso implicaba que debía bajar algunas veces más, unas porque el teléfono estaba ocupado, otras porque había que volver a subir para decirle a la cajera que había olvidado darme tono. De manera que bajaba muy a menudo. Era un café bastante poco fre-

1. Transcripción del texto que sirve de base al filme Une sale histoire. La historia, que Eustache había oído algunas veces a su amigo y colaborador Jean-Noël Picq, le rondó mucho tiempo al cineasta y como cuenta el “director” (Jean Douchet) al principio de la parte de ficción —o el propio Eustache en la entrevista que reproducimos en este volumen— fue postergando la realización de la película porque nunca tuvo claro cómo ponerla en escena. Finalmente decidió que fuese el mismo Picq quien la contase ante un grupo de amigas, para filmar también sus reacciones y la conversación posterior. Mientras montaba este material en 16 mm., que posteriormente compuso la sección documental del filme, Eustache pensó en realizar una reconstrucción ficcional en 35 mm. que la doblase, interpretada por actores, que situaría en primer lugar en el díptico resultante, cuestionando el principio establecido de la mímesis.

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cuentado, al que venía poca gente, con bruscos movimientos de la clientela a los que no presté demasiada atención. Poco a poco, fui notando el rechazo en las miradas de los camareros, y una vez, creí oír por un momento: “... y éste es joven, no es como los demás”. Y luego, esta vez con claridad: “y todo por un agujero”. ¿Qué agujero? ¿De qué hablaban? Rápidamente pensé en un agujero en el aseo de señoras. Así que bajé a mirar. No lo encontré. Siempre había papeles de periódico alrededor de aquel lugar. Me pareció ridícula la idea, porque para que una mujer se deje mirar es necesario que ella lo quiera de verdad. Y allí no había agujero. Así que hablé con uno que vivía conmigo, un tío que era un perverso profesional, que exploraba un poco todas esas cosas, y que conocía los pequeños misterios de todos los cafés de París. O sea, un perverso magistral que, como todos los verdaderos perversos, hacía profesión de su perversión. Tenía un aire de maestro de escuela en su perversión. Y me dijo: “¡Sí amigo! ¡Sí amigo! Hay un agujero. No te has equivocado, no oíste mal; hay un agujero. Pero ese agujero está muy mal situado por la posición que hay que adoptar para verlo, aunque muy bien situado para lo que quieres ver. Es un agujero a ras de suelo”. Yo le conteste: “¿Cómo se ha de hacer para ver si está a ras de suelo? Habrá que estirarse”. “No, no es necesario”, me dijo, y me mostró la postura que tenía que adoptar. Sobre la alfombra, junto a su cama, se dispuso en actitud de plegaria musulmana, apoyado sobre sus antebrazos, con el culo al aire y mirando a ras de suelo... Y con la cara pegada al suelo... Eso me fastidiaba porque es una posición que no me gusta, que no tomo nunca: “No te puedes poner en un lugar público en esa postura”. Y él me contestó: “No hay placer sin pena, amigo”. De manera que me fui al bar, y cuando bajó una mujer, me dispuse de aquella manera y, efectivamente, había un agujero. He de decir que la puerta estaba limitada por abajo, conformando un ángulo agudo. Me sorprendió lo avispado que fue el tipo que había realizado aquello: daba la impresión de que formaba parte de la

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concepción arquitectónica del café. Miré, y el ángulo era totalmente directo. Primero, miré por curiosidad. Luego, una vez, dos veces, tres veces... Comencé a comprender todo el juego. Había muy poca gente en el café, que afluía bruscamente en el momento en el que bajaba una mujer a los servicios. Y de golpe, lo vi. Vi al individuo que estaba en la barra y comprendí por qué habían dicho: “...y éste es joven, no es como los demás”. Era un tipo calamitoso, con una corbata...; indiscutiblemente, su aspecto era lamentable... tenía sudor en la frente y pateaba. Como iba diciendo, había un repentino afluir cuando bajaba una mujer. Así que tomé posición dentro de aquel movimiento. Tenían un código, un golpe muy fuerte de tacón quería decir que era tu turno. Primero, miré por curiosidad, porque yo no era como ellos decían... yo era mejor. Y comencé a cogerle un gusto tremendo. Y no hacía nada más que eso. Ya no pasaba dos horas por la tarde en el café, como era mi costumbre, sino cinco horas. Y me quedaba demasiado tiempo en el sitio, hasta que oía a alguien carraspear, lo que significaba: ¡Amigo, exageras! Tenía el hábito de mirar a las mujeres que no conocía de nada. Yo no podía saber cómo eran porque, tanto si acechaba desde la cabina telefónica o desde los servicios de caballeros, apenas distinguía una silueta, nada más; aunque a veces lo sabía porque ya las había visto en el bar, antes de que bajasen. Así que miraba por el agujero y las veía por el sexo. Inmediatamente por el sexo... Y poco a poco me fui sintiendo atrapado. Comencé a apreciar ciertas diferencias en los sexos, de las que no me había dado cuenta antes. Por ejemplo, llegaba a ver sexos que me excitaban sobremanera. Así que miraba los zapatos, su forma, su color, para saber, a la salida, a quién pertenecía aquel sexo. Y la mujer era horrible. Otras veces ocurría, por el contrario –pongo dos casos extremos, pero era así, poco más o menos– que después de ver un sexo que me había horrorizado, que me había provocado náuseas (todo eso de rodillas, ensuciándome el pelo con los orines que había por el suelo, mientras esperaba la señal

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de los tacones que bajaban, de los hombres que aguardaban su turno), descubría, cuando salía del servicio, que aquel sexo que me desagradaba pertenecía a una mujer muy bella, y pensaba enseguida hasta qué punto me hubiese equivocado si hubiese querido conocerla. Bruscamente, todas las jerarquías del cuerpo se trastocaron, es decir, haciendo uso de un conocido dicho, se podría afirmar que el sexo es el espejo del alma. Y que si una mujer tiene un bello sexo, se pueden cerrar los ojos. Incluso las piernas son más importantes que los ojos. Se pueden cerrar los ojos, ¡no pasa nada! Aquello continuó así. Y yo no pensaba nada más que en eso, en eso, y en eso. Era exactamente como todos esos tipos de aspecto lamentable que me rodeaban; esperaba mi turno y no pensaba nada más que en eso. Y cuando por casualidad, tenía oportunidad de conocer a una chica, que pongamos, no había visto antes, la llevaba a tomar algo, a beber una cerveza o un té, mientras preparaba mi ficha telefónica para poder verla directamente por el sexo; y aquello me excitaba más que pasar por todas las etapas. Al mismo tiempo la historia me atormentaba. Intenté contársela a mujeres, pero no les gustaba nada. Ninguna mujer escuchó la historia, a no ser que la contase a un hombre y ella participase en la escucha; si no, aquello no funcionaba y me paraban rápidamente diciendome: “¡No quiero saber nada más! ¡Me aburres!” Me trataban como si fuera un frustrado, pensando: “todo ese trabajo para ver un sexo, cuando, en principio, se dispone de oportunidades...!” Pero esas oportunidades ya no me interesaban. Precisamente, había una chica que vivía en mi casa..., en casa del tipo que me había confiado aquello de que no hay placer sin pena..., y ni la toqué. No sentía el más mínimo interés por ella. Su sexo se había convertido, literalmente, en un sexo doméstico. Y, sin embargo, podía haberla poseído mucho tiempo y sin ningún trabajo, pero yo prefería esa mirada directa sobre el sexo. Así que todas las jerarquías del cuerpo sufrieron un cambio total: me di cuenta que durante 4.000 años, o tal vez más, habían tratado de hacernos creer

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que el deseo del hombre dependía de la belleza de la mujer. Y me di cuenta de que eso era todo absurdo, que esa belleza: los ojos de gacela, la boca de no sé quién, la línea..., que era completamente absurdo. Que estaba el sexo, y lo demás no contaba. Recuerdo que un día que se sentó una chica en el café. Era una modelo, una cover-girl, un estupendo artículo de lujo... despampanante. Llevaba un gran álbum de fotos y a menudo estaba sola. Nos encontrábamos prácticamente frente a frente. Intenté atraer un poco su atención, no para ligármela, sino, exclusivamente, para captar un poco su mirada. Ella no me miraba. No es que no me mirase con ostentación, sino como no se mira al tipo que tienes enfrente, poco más. Ella mantenía un aire distante y me juré poseerla. Verla, es decir, mirarla. Y precisamente fue bien, porque ella bebía bastante cerveza, y cuando no bebía cerveza, bebía té. Aquel día bajó al servicio. Así que me fui para abajo y conseguí pasar yo y no los otros. Luego, miré. Y como en cierto modo esperaba, porque me exasperaba, tenía un sexo horrible, un sexo que me repugnaba, ante el que experimenté una total repugnancia. Pasó mucho rato en el lavabo: estaba estreñida. Presenciaba todo eso y sentía vergüenza, no sé si por ella o por mí, pero en verdad era vergonzoso que estuviese estreñida de aquella manera. En esa época tuve la impresión de que muchas mujeres iban estreñidas, y descubrí así una pequeña característica de la diferencia de sexos: las mujeres van a menudo estreñidas. Así que miré, y la vi..., la vi..., y después me sentía asqueado. Me incorporé tembloroso en el momento en el que ella se levantaba. Cuando salió le quise hacer notar algo, de manera que me mantuve junto a ella, cerca del servicio. Me miró con una actitud algo desdeñosa, como si dijese: “Pero ¿quién es éste?, ¡con el éxito que tengo!”. Entonces la miré fijamente, tan fijamente que comenzó a observarme con un aire de cierta inquietud. Dirigí la vista a la parte baja de la puerta. Ella levantó los ojos hacia mí. Tenía un aspecto algo perturbado. Y luego miró la parte baja de la puerta... Lo comprendió al instante, aunque no era fácil,

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porque el agujero no era realmente un agujero, era un agujero escondido bajo la puerta. Se marchó al momento, descompuesta, casi corriendo. Había entendido lo que había hecho. Que la había forzado a ser mirada. Después ya no la vi en el café; nunca más la volví a ver. Creo que le hubiera podido hacer cualquier cosa, violarla, y el horror que hubiese experimentado habría formado parte de la visitudes de las chicas muy bellas; pero aquello no lo soportó. Seguí cierto tiempo con la historia. Luego sentí que me estaba volviendo completamente loco, que ya no me interesaba nada más. Así que lo dejé. Lo dejé porque tuve la impresión de que finalmente todo ya no podía ser visto más que desde la perspectiva de ese agujero. Resultaba extraño que lo hubiese hecho alguien, que un perverso cualquiera hubiese hecho ese agujero. Tuve la impresión de que primero estuvo el agujero... que se construyó el agujero primero, luego la puerta de encima, después se construyó el café, y que en el café había una cajera, tres camareros, dos jugadores de millón, clientes, chucrut, tapas, todas las consumiciones que se servían habitualmente, que podía haber todo aquello pero que no funcionaba nada más que por el agujero, y que todo lo demás era una farsa, una farsa: fingir para ganar dinero..., pero que todo aquello estaba allí por el agujero. De manera que esta perspectiva de las cosas me pareció tan inquietante que me dije: no hay nada más abajo, voy a convertirme en uno de esos tipos con sudor en la frente y con una corbata que no consigue ocultar el hecho de que son unos tirados, gente a la que habitualmente definimos como fracasados. Así que abandoné todo aquello y retorné a la normalidad. Cuando volví un tiempo después, encontré aquel lugar rodeado por vallas. Era como la muerte de un teatro porno. Tuve la impresión de que después de mi paso, habían cerrado aquel lugar porque era contrario a la ley o a la moral.

Transcripción, traducción y adaptación: José Ángel Alcalde

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FILMANDO EL LENGUAJE O LAS RAZONES DE UN ZÁNGANO. A PROPóSITO DE LA MAMAN ET LA PUTAIN. ISABEL ESCUDERO

París 1973. De los reflujos de la ya lejana ola del cinema verité, de los sótanos del existencialismo, de los agujeros del psicoanálisis, de la liberación femenina, de las postrimerías del 68, de los restos del naufragio surge, en manantial vertiginoso, una voz entre balbuciente y poderosa, que se niega a callarse, Jean Eustache, enjuto, desgarbado, depresivo, exaltado, férreamente tierno, comunicativo y solitario a la vez, tocado de mil contradicciones, se lanza colándose por una fisura cual dardo caliente desde el cine y contra el cine, a la vez como flecha y como herida, herida de una juventud azogada, pululante, noctámbula, que puebla los cafés, que se alimenta desesperadamente, melancólicamente, de canciones, de alcohol, de palabras... Ahí está la masa y substancia de lo que atrae, de lo que le hace vivir, de lo que le mata. ¿Para qué buscarlo en otra parte? ¿Por qué recurrir a re-presentar lo que tan abiertamente, tan impúdicamente se presenta? Filmar la vida, tramos de vida. Sí, pero ¿qué es la vida sino, precisamente, no otra cosa que aquello que se filma? El cine como documento tembloroso entre la vida y el arte. La representación sólo puede dar parte de lo representable (Guy Debord)..., pero ¿y lo representable?, ¿es qué lo representable es

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todo lo que hay?, ¿no hay algo más allá o más abajo de lo representable? Eustache intenta esa captura entomológica y obstinada de unos animalitos que llamamos humanos, movidos por eso que decimos vida: una enfermedad mortal cuyo síntoma más aparatoso y persistente es el lenguaje. Hay que seguirle, pues, el rastro al síntoma. Él es el que habla, el que manda. Eustache, en La maman et la putain (1973), filma el lenguaje, esa instancia que arrastra a los cuerpos de un lado para otro, que los empuja a unos sobre otros, que los enlaza, los copula y los separa, que los vive y los desvive, que los mata hablando, como en ese dicho popular de “por la boca muere el pez”. Pero esto es la vida humana, su boca siempre insatisfecha. Se trata, pues, de la filmación de un síntoma: el habla. Las palabras crecen como una calentura, se tragan, se vomitan. Alexandre, un joven culto, alimentado de escrituras, nutrido de mujeres –como un zángano entre reinas– lanza palabras sin parar durante tres horas y treinta y siete minutos. La palabra es la intriga y, al mismo tiempo, el cuerpo del delito. Esa lengua, siempre erecta, es lo que de verdad le une a ellas: es su poder primero. Seducción y razón a un tiempo. Así se bandea este curioso contradonjuán arrastrado del 68, revolucionario, al mismo tiempo crítico y desvalido, comprometido y desengañado de las sucesivas revueltas, de las sucesivas mujeres, que hace examen de conciencia –o más bien de subconsciencia– habitado por una especie de natura tertia artistificada, culturizada, que le lleva siempre a actuar en referencia a películas, a canciones, a literatura. Ellas, las mujeres, hablan de otra manera, son prácticas, trabajan y follan sin solución de continuidad, lloran, escapan, vuelven, vuelven a llorar, hacen como que escuchan. Él se alimenta de ese escuchar de ellas, de ese hablar puntual tan físico de ellas no separado del sexo. Un hablar más que embarazoso, embarazado, que parece estar a punto de algo que nunca llega, a punto de dar a luz una falta, un agujero

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que nunca se llena. La petición sin fin ante la cual cualquier masculino queda extenuado. A esa producción deseante sólo se le puede hacer el juego homólogo, a su altura, desde el lenguaje. Solo ahí, en ese hablar, se atisba una suerte de relación sexual entre hombre y mujer (sabiamente se decía, antes, en los pueblos para referirse a los noviazgos o amores: “fulanito habla con menganita”, o bien “llevaban hablando siete años y la dejó plantada”). Es la única posibilidad de casamiento porque no hay relación sexual si no es por intermedio de ese hablar lleno de malentendidos, de equívocos, de repeticiones sin fin. El hablar de Alexandre es incontinente, se da por añadidura, se vierte sobre ellas como un semen retardado, desplazado, que se derrama siempre sobre la siguiente a la que en verdad estaba dedicado: es el agua honda de mujer común lo que le interesa, no tanto el pozo particular. Por muy diferentes que sean las tres mujeres que le rodean, es muy similar el tratamiento que les otorga. Al final repite maquinalmente la misma fórmula desesperada y ridícula del matrimonio, con la última que con la primera. Supone, en su intuición masculina, que eso es lo que ellas quieren: casarse, preñarse. Lo único cuando las palabras ya se agotan. Pero tampoco parece ser eso: al final, la tercera y última, la enfermera, “la putita” (que al final se ha soltado a hablar como él), acaba la película vomitando, no precisamente con náuseas de embarazo, que es lo que su hueco añora, sino pariendo palabras: él la ha preñado de palabras. Para esta operación de rastreo del síntoma rector, esto es, el lenguaje, Eustache se ha desprendido valientemente de todos los recursos esquemáticos de la dramatización cinematográfica al uso. Las cosas importantes tienen el mismo estatuto y se presentan enredadas en una desesperada sintáxis con las más banales de un modo incontenible e inseparable y, ya se sabe, no se puede entresacar la cizaña del trigo cuando aún está tierno, hay que esperar a que crezca la siembra

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para entonces separar el grano de la paja. Y así se hace, durante más de tres horas que dura este documento, ni realista ni ficticio, sino otra cosa más allá y más abajo que es ese tejido tembloroso y delicado que es La maman et la putain. Esta larga meditación de viva voz, en guerra de sexos, de amor contra el Amor, tras el amor perdido, se siente como una herida del desamparo masculino: un sexo declaradamente incapaz, pero especialmente capacitado para hacer declaraciones. Que Eustache, desde su desnuda soledad, sospechara todo esto y lo haya sabido contar tan precisamente, no como si él lo contara, sino como si la vida misma hablase desde su crónica enfermedad, desde ese hablar herido, esa es su singular inteligencia y su valentía. ¡Lástima que el cine no siguiera por ahí en vez de venderse al Espectáculo, que es lo que venimos padeciendo largamente!

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DE LOS USOS AMOROS TRAS LA RESACA DEL 68 MIGUEL A. LOMILLOS

A Aurora “·Après les crises il faut vite tout oublier.(…) Tu te relèves comme la France après 68, mon amour” (Frase del protagonista del filme a su ex-novia)

La película mítica de un cineasta maldito, he aquí condensado el palpable testimonio convertido en leyenda de un par único, la obra rara de un raro cineasta. Doble ración de heterodoxia para alguien que, malgré lui, quería sobre todo hacer películas y calar en el público, alcanzarlo suavemente como quien dialoga con los suyos. Sin embargo, de la parca obra que consiguió a duras penas materializar, sólo la caudalosa La maman et la putain (1973) consiguió ese diálogo con el público, un succès d'estime que ha seguido asentándose con el paso de los años. El resto de sus trabajos quedó obscurecido por la marginalidad forzosa destinada a los cortometrajes, mediometrajes o documentales y por el fracaso comercial de su segundo, y a la postre definitivo, largometraje de ficción (Mes petites amoureuses, 1974). Una marginalidad, por cierto, que persiste por estos pagos, como así ocurrió con el escaso eco del ciclo celebrado en la Filmoteca de Madrid en 1986. Pero el mito emerge siempre poderoso desde una densa zona de sombras y, tal vez, los destellos imantadores que aureolean La maman et la putain sean el inevitable precio a pagar por las negruras, el solapamiento de todo lo demás, como una cruel aplicación de la teoría del iceberg.

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El malditismo de Eustache no es entonces impostura, sino mera imposición. La insobornable fidelidad consigo mismo, el hacer películas desde la imperiosa necesidad interior es un ejercicio de libertad siempre castigado por la máquina industrial a sobrevivir en un espacio minoritario o selectivo que el tiempo juzga de hacer selecto, un refugio “sagrado” que lo defiende del olvido y por eso mismo se le llama de culto. De Stroheim a Godard, de Welles a Erice, la historia del cine está permeada de cineastas tercos en mantener su independencia creadora, su propia coherencia personal. De esa irrenunciable impronta personal o de las primeras polémicas por los desmanes sufridos se fragua el distintivo de elemento “difícil” o “maldito”, y de ahí al rechazo, el boicoteo o la condena al silencio sólo hay un paso. No obstante, por seguir haciendo cine, deseo o necesidad indeclinable, estos cineastas son capaces de ceder hasta los mismísimos límites que se impone a sí mismo cada ética personal. La gran paradoja de este arte industrial, escenario de tanta efluxión y castración, es que nunca ha habido nadie parangonable a Rimbaud: no existen los “cineastas locos”, ni los cineastas que no quieran serlo. Incluso Godard, el cineasta más atípico y rupturista, no deja de tener una fe ciega en el artista, en su función redentora (Serge Daney le considera “un reformista radical y un inventor”). Y hablando justamente del aspecto romántico y maldito del artista, de los escasos cineastas alcohólicos, drogradictos o suicidas que existen al lado de tantos pintores, músicos o escritores, Godard señalaba que Eustache debía ser “un caso excepcional” (1). Pero tampoco Eustache, con su dandismo parisino, con su origen y su acento provincianos, con su porte de cineasta hecho a sí mismo al calor de la Nouvelle Vague, quiso nunca dejar de ser lo que era, y que justamente era lo único que sabía hacer (en sus últimos años decía que se contentaba con hacer cine para 50 personas). Su amigo y también dandi

1. Jean-Luc Godard par Jean-Luc Godard, Cahiers du cinéma, París, 1985, p. 503.

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Jean-Noël Picq le describe como alguien que respiraba el cine por todos los poros, alguien que confundía el cine con la vida: “Sólo soportaba la vida cuando la relacionaba con el cine o la trasladaba al cine” (2). Ahí está la médula del caso: la irreversible degeneración del cine –arte e industria– la vive como frustración trágica el auténtico cineasta. Algunos han sabido resimbolizar la “muerte del cine” en pequeños espacios íntimos de protección para no sucumbir: Godard, Oliveira, Marker, Kramer, Straub-Huillet, Mekas… Para Eustache el cine era su vida y quizá también fue su muerte. Su propio cine tiene ese vínculo, siempre religado, con la vida, inseparables como uña y carne. Jean Eustache –y todavía nos resuenan las palabras de Godard: un caso excepcional– llevó más lejos que sus maestros de la Nouvelle Vague la visión, que es experiencia, del cine como autobiografía, diario íntimo o como una carta manuscrita escrita en primera persona. François Truffaut escribió en mayo de 1957 su profético texto “Le film de demain sera tourné par des aventuriers”, pero leído hoy no nos cabe ninguna duda sobre el destinatario natural de dicho presagio. Piénsese en cualquiera de los filmes de Eustache –con más razón el que aquí nos ocupa– al trasluz de estas palabras: “Le film à venir m'apparaît plus personnel encore qu'un roman, individuel et autobiographique comme une confession ou comme un journal intime. Les jeunes cinéastes s'exprimeront à la première personne et nous raconteront ce qui leur est arrivé: cela pourra être l'histoire de leur premier amour ou du plus recent, leur prise de conscience devant la politique, un récit de voyage, une maladie, leur service militaire, leur mariage, leurs dernières vacances et cela plaira presque forcèment parce que ce sera vrai et neuf. Le film de demain ne sera pas réalisé par des fonctionnaires de la caméra, mais par

2. Picq, Jean-Noël, “Le monologue infini” (entrevista), Spécial Jean Eustache Cahiers du cinéma París, 1998, p. 21. (La traducción de este y otros extractos de textos franceses que aparecen a lo largo de este artículo pertenece al autor del mismo).

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des artistes pour qui le tournage d'un film constitue une aventure formidable et exaltante. Il faut être follement ambitieux et follement sincère. Le film de demain ressemblera à celui qui l'a tourné. Le film de demain sera un acte d'amour…” (3) Eustache recoge esta herencia de Bazin y de los jóvenes turcos de los Cahiers (filmar los “pequeños temas” con poco dinero, con pasión, con libertad, pero siempre bajo un punto de vista moral), justamente cuando las películas de sus maestros parecen abandonar tales presupuestos, justamente cuando parecen dejar de “vibrar” (por utilizar un término caro a Truffaut). El protagonista de La maman et la putain, asumido alter ego de Eustache, es un empedernido cinéfilo (más bien, cinefils –cinehijo–, según el exacto término acuñado por Daney) que impregna su proceloso discurso verbal con constantes referencias al cine, como si este fuese, parafraseando las palabras de Picq, la medida de todas las cosas: “Las películas sirven para eso, para enseñarte a vivir”, dice Jean-Pierre. Léaud a Françoise Lebrun mientras hace la cama como Anna Karina en Une femme est une femme (Jean-Luc Godard, 1961). Eustache es de los pocos cineastas que quiso llevar más lejos la ligazón entre cine y experiencia con el proyecto de filmar las varias etapas o edades de la vida de su hijo, o lo que es lo mismo, acompañar el tiempo cinematográfico al curso natural de la vida, filmar la vida haciéndose

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Todo filme es, a la vez y por separado, sin posibilidad de obstruir o aun prevalecer un aspecto sobre otro: un pedazo de historia; un acto político; una elección estética; una manera de entender el cine y una manera de dialogar con el espectador; finalmente, el reflejo, la huella de una biografía (todas estas cuestiones serán abordadas en el presente trabajo). Pero hay películas que son todo eso

3. Cita de F. Truffaut recogida del libro de Antoine de Baecque, La Nouvelle Vague, París, Flammarion, 1999, pp. 92-93. 4. Para J. Aumont este proyecto, tantas veces reformulado, contituía “una versión más documental y más sistemática de lo que Truffaut esbozó con la serie de Antoine Doinel”. El rostro en el cine, Barcelona, Paidós, 1998, p.198.

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en grado superlativo, como si clarificasen de modo diáfano sus parámetros modernos, como si su escritura transparentase sus intenciones más ocultas y el cuerpo se hiciera translúcido. La maman et la putain es de esas películas clarividentes que ejercen todas esas funciones referidas con un renovado espíritu, con una impura limpidez. No que fundara un lenguaje nuevo, una nueva escritura, nuevos modos de ver. Su labor está sobre todo en lo que deja o despeja en su elección, en delimitar el terreno que pisa, esto es, la tradición realista poética del cine francés: Lumière, Vigo, Renoir, Bresson, Guitry y la Nouvelle Vague (sobre todo Rohmer y Truffaut) y los coetáneos de Eustache más directos (Rozier, Pialat, Garrel). La maman et la putain inscribe en su seno a toda una generación, el poso amargo dejado por una época vibrante. Nadie como Serge Daney lo ha expresado con más precisión: “...realizó el mejor filme francés de la década, La maman et la putain. Sin él, no conservaríamos ningún rostro que nos sirviera para recordar a los hijos perdidos de Mayo del 68. Perdidos y ya avejentados, parlanchines y obsoletos; Lafont, Léaud y sobretodo Françoise Lebrun, su chal negro y su voz obstinada. Sin él, no quedaría nada de todo esto” (5). Esa época coincidía con el reflujo de muchos acontecimientos y la llegada de otros que la perseverante experiencia de Daney nos contextualiza al pie del cañón: “Me hago cargo de los Cahiers en 1973-1974, en el momento crucial de la década: la crisis petrolera, el final de los gloriosos sesenta, el boom publicitario, la entrada de los Khmers rojos en Phnom Penh, el fin de la guerra de Vietnam, Soljenitsin, la muerte de Pasolini, La última mujer de Ferreri, Número deux de Godard, La maman et la putain de Eustache...”

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5. Daney, S., Ciné Journal. Cahiers du cinéma, París 1986, p. 54. 6. Este relato continúa así: “Comprendíamos que resultaba cada vez más difícil avanzar en la experimentación, que la hora del entusiasmo vanguardista había terminado. Por lo tanto, esa desposesión no era sólo mía o de los Cahiers (…). Pensaba

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FILMAR LA PALABRA SIN VERBALIZAR LA IMAGEN. EL TRABAJO DEL TIEMPO La maman et la putain se hizo con el Gran Premio especial del Jurado de Cannes en 1973. Según rememora Jonathan Rosenbaum en su crónica de Cannes 97, una de las muchas preguntas pertinentes o corrosivas que se hacían en los “combates de gladiadores” que eran las ruedas de prensa de aquella época, fue ésta dirigida a Jean Eustache (el crítico norteamericano rescata este grato recuerdo a fin de compararlo con las memeces que se preguntan ahora en “sesiones de promoción”): “¿Por qué ha preferido Ud hacer una película en vez de escribir una novela?” (7). Dejemos a un lado los cotejos temporales y el generalizado cretinismo creciente, centrémonos en el valor concreto y en la resonancia de la pregunta (pues de hecho ha pervivido en la memoria). Lo que se oculta detrás de ella es el valor literario atribuido siempre al filme de Eustache, especialmente debido a sus largos monólogos y a su larga duración, pues la novela concede una libertad de extensión que no permite el cine con sus rígidos cánones. En este sentido, el propio Eustache ha dejado dicho que él “funciona más como un escritor que como un cineasta”

, cuya

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libertad creativa ha sabido expresar con frases tan bellas como ésta: “Yo dejo que mis películas respiren su duración”

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que al trabajar en la revista heredaríamos una tradición prestigiosa y que nosotros mismos nos volveríamos prestigiosos. Casi hundimos el barco. Después lo sacamos a flote con valentía y la revista sobrevivió”. S. Daney, Perseverancia, Buenos Aires, Ediciones El Amante, 1998, p. 146. 7. Rosenbaum, J., “Cannes, tour de Babel critique”, Trafic, nº 23, Otoño 1997, p.11. 8. Entrevista con S. Toubiana. Anexo del libro de A. Philippon, Jean Eustache, Col. “Auteurs”, Cahiers du cinéma, París, 1986, p. 93. 9. Ibidem., p.92. En otro orden de cosas, también el protagonista del filme que nos ocupa, Alexandre, según dice él mismo, deja que “las relaciones terminen por sí mismas”, deja al tiempo cumplir su trabajo: “Pienso que la vida, el tiempo que pasa cumple perfectamente este trabajo de unir y separar a las personas”.

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No existe nada deshonroso en destacar el valor literario de un filme, pues lo “literario” está puesto ahí como una especificidad singular y no como un exceso o como un elemento peyorativo (tal como cierta tendencia del cine francés acusa en toda su historia). El filme de Eustache como texto escrito mantiene su “autonomia literaria”, sin necesidad de apoyarse en el guión técnico o découpage, y tal es justamente la versión que circula en libro. En fin, lo que queremos remarcar aquí es la importancia del guión como tal, la calidad y belleza literaria del lenguaje, la riqueza sociolectal y figurativa de los diálogos, de las expresiones (giros, jerga, tacos), de los modos de hablar de la época. El texto en el filme se hace carne, se “naturaliza” gracias a estos actores magníficos, sin perder su conciencia de texto, sin necesidad de ocultarse en la representación realista (aspecto éste, como es sabido, fundacional del cine moderno). Podría parecer que en el valor concedido a la palabra y al diálogo, el filme de Eustache se aproximara al cine clásico. Puro espejismo. En lo que uno tiene de linealidad, centralización, sujeción al esquema dramático, en el otro es todo lo contrario. En uno los diálogos son fuertemente activos, construyen una intriga, cooperan con las acciones –o son ellos la misma acción– en la dinámica de la narrativa. En Eustache, los actos verbales acaparan digresiones (disquisiciones, comentarios, reflexiones), relatos orales prolongados (que en el cine clásico demandarían un flash-back), es decir, pequeños, medios o largos parlamentos que ni sostienen una intriga o trama formal, ni hacen avanzar de forma dinámica la historia. Es decir, esos diálogos son la “marca de la casa”, concebidos como una especie de intercambio de “soliloquios” y no como una alternancia rápida de frases o réplicas, carácter divagador que lo aproxima a la novela (Maupassant, Balzac, Dostoievski, Bernanos). Esos diálogos no ponen en solfa el proyecto o valor comunicativo, sino el tiempo de la vivencia del personaje, su discurso mental o interior que aún siendo pronunciado y dirigido a un oyente siempre presente, se aproxima al monólogo interior, al menos en lo

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que éste tiene de estructura elíptica, sincopada, a veces caótica, sujeta a la espontaneidad y a las libres asociaciones del personaje. Toda la plática de la película es una manera de retardar o aflojar la dinámica de la mínima intriga. Ese tono conversacional impone una temporalidad densa que se hace presente, palpable, protagónica. La durée es el personaje principal del filme, su constructo. El ritmo del filme se hace con esa dialéctica cadenciosa entre las largas escenas que respetan la duración de los diálogos y la articulación más selectiva y elíptica que escoge los eventos a retener

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. Entre

los primeros están las ya clásicas escenas interminables de diálogo en el apartamento de Marie, en los cafés de París y las audiciones de un disco; entre las segundas: una llamada telefónica, una ventana encendida que indica la llegada de un personaje a casa, la vuelta al apartamento de Alexandre de madrugada, etc. Esta dialéctica se puntúa generalmente con lentos fundidos en negro. Por tanto, en el filme es tan importante ese respeto a la dimensión temporal que conlleva los largos diálogos como la sapiencia del narrador en las transiciones y cortes temporales. La película de Eustache, difícil parece decirlo ante tanta crítica reductora que sólo ve lo evidente, es profundamente elíptica. Ni siquiera el predominio de la mímesis temporal (escena, showing, diálogo, coincidencia del tiempo de la historia con el tiempo del discurso) hace soslayar la riqueza de las transiciones, los nexos y las elipsis que el relato articula. Pocas películas han traducido de manera tan nítida esa voluntad existencial (que no existencialista; de hecho se ironiza a Sartre, tildando su discurso político como “palabras de borracho”) y compulsiva del hablar, del contar algo, de todo el bagaje interlocutivo que conlle-

10. Dicho en términos de G. Genette, se trata de la combinación de dos velocidades: la narrativa de velocidad sincronizada con los hechos narrados (la isocronía que el propio decurso del diálogo instaura) y aquella en que la dinámica del discurso (momentos selectivos de periodos de tiempo ficcional muy cortos) se impone sobre el tiempo de la historia (anisocronia).

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van las relaciones interpersonales, problematizando la cuestión del dominio o poder del lenguaje. Como en el Godard de la primera época, la única manera de 'vivir la vida' es hablar de ella, hacerse dueño de ella apalabrando la propia experiencia, cosa que aquí se hace con un respeto a la continuidad y a la temporalidad (de signo baziniano) que permite ese caudal de “monólogos” en interacción constante. De hecho, la pequeña intriga del filme puede contarse perfectamente bajo este prisma. Alexandre (Jean-Pierre Léaud), como todo buen esteticista de la vida que se precie, posee un particular don de la palabra, con ella convence y seduce a las mujeres. Ya sea con sus peroratas interminables, sus ocurrencias, sus diatribas contra esto o aquello, sus disquisiciones asumidamente contradictorias que sólo en contadas ocasiones muestran el vivo recuerdo o la experiencia personal… en fin, el mundo, vía Alexandre, se oraliza por doquier. A Veronika (Françoise Lebrun) la seduce así, uniendo a sus particulares dotes especulativas

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la no compulsión a la carne aún siendo ésta la fuerza

que pulsa, la falta de apremio al sexo sabiendo que eso traerá el futuro premio. Como todo aprendiz de don Juan, Alexandre prefiere la victoria de la seducción (la mujer entregada) a las responsabilidades que entraña el amor. La rubia enfermera Veronika, por su parte, es una tía “liberada” –como se decía entonces– y sincera que no necesita de los típicos rodeos. El bohemio Alexandre vive con Marie (Bernadette Laffon) en el apartamento de ésta. Marie regenta una pequeña tienda de ropa hippy que ella misma trae de Londres. Con ella también mantiene ese tipo de relación que proviene de saberse “especial” gracias a sus virtudes personales: librarse o excusarse de fregar los cacharros con el gracejo de una frase ocurrente; persistir en

11. Aunque, en verdad, ellos se conocen a través de un intencionado intercambio de miradas (activado sobre todo por Veronika) y Eustache prefiere ocultarnos el inicial y rápido intercambio de palabras para no quebrar el privilegio dado a la mirada en esta bella secuencia. Lo que se han dicho en ese momento lo hablarán, lo recordarán más adelante.

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salir con Veronika, a pesar de los celos causados a Marie (rebajados por la obligada progresía), escudándose con el mismo recurso a las frases ingeniosas (que las dos mujeres, por otro lado, adoran). Es decir, el protagonista “se adueña” de un espacio y unas relaciones, de un cierto poder que le permite controlar las situaciones porque se adueña del lenguaje (un don, por cierto, que parisinos y bonaerenses dominan sobre el resto de los mortales). Poco a poco, en la misma medida en que el filme avanza con el espesor de la parsimonia, las dos mujeres acceden a ese terreno. El filme cuenta esa aproximación, ese acceso al dominio de la palabra, pero lo hace de otra manera, acompañado con el sufrimiento y el desenmascaramiento (la explosión final de Veronika). La palabra que viene ahora junto con el llanto, la rabia y la desazón denuncia esa otra palabra que es impostura, petulancia, irresponsabilidad. El vómito con que termina el filme es también la incontestable manifestación de una oralidad que no puede (no tiene por qué) expresarse en palabras

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12. Ese cambio en la “toma de la palabra” del hombre a la mujer, de Alexandre a Veronika, se realiza de una manera vagarosa, acorde al ritmo del filme; el espectador siente la transformación pero no percibe el momento del cambio. Máxime cuando Alexandre es el personaje principal sobre el que gira todo el desarrollo de la historia, pues sólo hay una escena en la cual él no aparece. Se trata de la larga secuencia de la audición de Les amants de Paris de Édith Piaf cuando Veronika y Alexandre salen del apartamento, al final de la película, y dejan sola a Marie en el cuarto. Oímos toda la canción de Piaf con el mismo plano sosteniendo la dura soledad de la mujer que ha quedado fuera en el paso del “trío” a la “pareja”. Eustache, sensible a los abandonos y rupturas del amor, describe el filme así: “es la historia de un novio que ha sido dejado por la novia y que ha decidido que la próxima no le dejará”. Más adelante dice: “…entre el momento en que escribía y el momento en que rodaba y luego cuando montaba, yo había cambiado totalmente de opinión sobre el personaje principal. Cuando escribía era Jean-Pierre Léaud, después va a sucederle Françoise Lebrun y al final Bernadette Lafont” (sin duda, se refiere a B. Lafont en último lugar por ese tiempo “concedido” en la audición de Edith Piaf como una especie de compensación a su soledad final, ya que es el personaje que se queda fuera). Entrevista con Stéphane Lévy-Klein (Positif nº 157), incluida en el suplemento Jean Eustache, Filmoteca de la Generalidad de Cataluña, Barcelona, 1983, pp. 17-18.

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TRATADO DE LAS COSTUMBRES DE LA GENERACIóN 68. LA COMUNICACIóN EXPLOSIVA.

“Tout passe, tout casse, tout lasse et tout se remplace” (Proverbio francés)

Esa denuncia contra la palabra huera de sentimiento también es una denuncia contra la palabra de orden pronunciada y vehiculada en el 68, contra su heroísmo y su confianza excesivos, contra su concepción débil de la responsabilidad, contra su manera de hacer tabla rasa con los vínculos y con la tradición, en fin, contra el “todo vale” y “todo es política”. Esta crítica, emprendida en el terreno sentimental y obviando todo discurso ideológico-político, muestra y asume con valentía sus propias contradicciones en los polos de atracción y rechazo que manifiesta por el fenómeno social de finales de los 60. Seguramente ningún filme francés, antes o después de 1973, ha hablado tan largo y tendido a propósito de cualquier tema (en este caso, el poso dejado por el mayo del 68). En esa verbosidad a flor de piel también vemos, por vía doméstica e íntima, el reflejo o sedimento de una época combativa que se hablaba y discutía en los cafés, en las universidades, en la calle, en las asambleas, en las fábricas (como se hablaba, ni más ni menos, que de cambiar el mundo hacia un final feliz, el empeño exigía, dicho esto sin ninguna ironía, grandes y pacientes dosis de prosa y prosodia). Nadie mejor que Blanchot ha expresado esa poética “cotidiana” y anónima que generó el mayo parisién, esa efervescencia lírica popular que dio rienda suelta a su imaginación en los eslóganes y pintadas: “Cada cual tenía algo que decir, a veces que escribir (en las paredes). ¿Qué en suma? Eso importaba poco, El Decir tenía preferencia sobre lo dicho. La poesía era cotidiana”

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En el último libro de Alain Finkielkraut (L’ingratitude), un escritor habitualmente tildado de “reaccionario”, como en su día lo fue Jean Eustache, el filósofo señala, en su recuento del mayo francés, este sentido coincidente por la comunicación explosiva, “la euforia y la sorpresa de una interminable conversación”: “En 1968 no hubo derramamiento de sangre. Nos llamábamos ‘¡Camaradas!’, invocábamos a Lenin, a Trotsky o a Mao, exhortábamos a las masas a la lucha final, levantábamos barricadas, nos embriagábamos con disturbios callejeros, enfrentamientos y cantos de guerreros (...) pero la felicidad que hallábamos no era la de la comunión o fusión en una voluntad omnímoda e implacable, no era la participación en ‘la marcha acompasada de los batallones de hierro del proletariado’ (...), era la euforia y la sorpresa de una interminable conversación. La política había dejado de ser un dominio reservado, todo el mundo hablaba con todo el mundo, porque el mundo era asunto de todos. En lugar de abalanzarse hacia su destino, los hombres alzaban la cabeza. El ajetreo cedía ante la disponibilidad (...), el aburrimiento milagrosamente dejaba de ser el precio que cada existencia debía pagar para que todo funcionara correctamente”

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13. La explosión de comunicación, de contacto, de ilusiones que generó Mayo del 68 no pasó inadvertida para este penetrante pensador francés, siempre abierto a las nuevas formas, a los límites, a la poesía de vanguardia. “Posibilidad de ser-juntos”, “libertad del habla”, “presencia inocente”, “ausencia de reacción”, Mayo del 68 se expresó para Blanchot como una vivificante comunicación explosiva que le llevó a interrogarse la propia naturaleza de/del acontecimiento (“¿el acontecimiento?, ¿es eso lo que había tenido lugar?”): “Mayo del 68 demostró que, sin proyecto, sin conjuración, en lo repentino de un encuentro feliz, como una fiesta que trastornara las formas sociales admitidas o esperadas, afirmarse (y afirmarse más allá de las formas usuales de la afirmación) la comunicación explosiva, la apertura que le permitía a cada uno, sin distinción de clase, de edad, de sexo o de cultura, congeniar con el primero que pasa, como un ser ya amado, precisamente porque era el familiar desconocido”, Blanchot, M., La comunidad inconfesable, Madrid, Arena Libros, 1999, pp. 75-78.

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El mundo era un asunto de todos. Eso fue mayo del 68. Y todos se sentían concernidos a hablar del mundo. Hablar y hablar. Escuchar. De ese magma se fraguó La maman et la putain. En ese privilegio dado a la palabra, al comentario, al habla, operando en ausencia del acontecimiento, que “ya no expresa nada”

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, Eusta-

che se aproxima de manera tangencial a los grandes rupturistas del cine moderno (Godard, Straub, Fassbinder, Bertolucci, etc). Uno de los grandes logros del filme de Jean Eustache es esa voluntad de repaso histórico, de crítica social y moral tejida entre las costuras desgarradoras de una crónica íntima, amorosa: palpamos entre los flirteos, peleas, celos, paliques y confesiones de estos jóvenes la respiración, el sentimiento inconfundible de una época. De hecho, la palabra clave que define aquellos convulsos acontecimientos es “atmósfera 68”, como bien explica el filósofo José Luis Pardo: “Cada vez que se conmemora un nuevo aniversario de Mayo del 68, vuelven a las pantallas y a las páginas ilustradas de las revistas las mismas fotografías; los rostros de los amotinados pueden suscitar cierta nostalgia si se repara en lo que el paso del tiempo ha hecho de aquellos revolucionarios, pero casi todos los supervivientes señalan como el fenómeno más excepcional del caso el clima, el ambiente, la atmósfera, el paisaje de París en 1968” (16). Es decir, se trata de términos que refieren no sólo un escenario físico ya mítico (el París de las barricadas, los pavés y sobre todo, los muros y las pintadas como imagen emblemática), sino de un escenario mental, un imaginario calificado como el mo-

15. Se trata de una de las conclusiones de François Ramonet, que en ese momento habla de La chinoise (1969) de Godard, en su interesante artículo sobre la ausencia del acontecimeinto, sobre la ausencia del pueblo (“como la gracia en Bresson, el advenimiento del pueblo sólo podía designarse por lo negativo”). “...et le peuple aura été”, Cinéma 68, nº hors-série, Cahiers du cinéma, 1998, p. 25. 16. Son las palabras iniciales del prólogo al libro de Guy Debord, La sociedad del espectáculo, Valencia Pre-textos, 1999, p. 9 y ss.

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mento más intenso y revolucionario en la historia de las costumbres y hábitos del siglo XX. El sedimento dejado en las mentalidades por ese ambiente o atmósfera constituye el cuerpo y alma de la película de Eustache, la radiografía (mimética, sugestiva) y el diagnóstico (duro, exigente) de esa época. Lo curioso de ese ambiente que adquiere la categoría de personaje (junto con la temporalidad y el trío protagonista forman el elenco del filme) es el absoluto despojamiento de la puesta en escena, la total desnudez de las situaciones abiertas al habla divagadora, la falta de objetos simbólicos como elementos caracterizadores (con excepción del vestuario, el único elemento que se destaca, sin duda nuestro olvidado sexto personaje, es el tocadiscos

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).

Nada mejor para ilustrar cómo se construye el ambiente que citar una de las magníficas peroratas de Alexandre, ejemplo que también puede servirnos para apreciar los meandros subjetivos de su flujo parlador. Alexandre habla con una vieja amiga de la época dorada, Jessa, que se fugó a los EE.UU. con un cura (ni ella misma sabe si se trataba de un cura verdadero o falso). Los dos antiguos amigos hablan en un café y, desde su posición, Alexandre observa en una mesa cercana a Veronika –se ha citado con ella en este café pero ella aún no se ha dado cuenta de su llegada–, charlando con un desconocido con quien intercambia los teléfonos. Jessa y Alexandre hablan de las amigas que ya no ven, que han desaparecido del entorno, una de ellas incluso se ha suicidado (tema éste, el del suicidio, que le produce miedo a Alexandre

). En este contexto, Alexandre perora:

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17. Las cuestiones que plantea el filme –digamos todo lo que representa el 68– todavía nos conciernen y nos constituyen como sujetos, somos hijos de esa época. Los políticos que nos gobiernan, la OTAN, los lobbies, la publicidad, los mass media están regentados por la generación hippy. En este sentido, el filme de Eustache todavía es actualísimo. ¡Pero qué lejano y qué viejo nos parece ahora ese tocadiscos monoaural! Bailamos al son tecno de la tecnología y la ciencia, ellas nos marcan el imparable ritmo.

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“Cada vez que una chica vive con un tío, lo abandona todo. Sin duda tiene la sensación de un renacimiento, de un nuevo comienzo. Al entregaros a un solo hombre, robáis a todos los demás. Creo que todo lo que ocurre en el mundo en estos últimos años está dirigido contra mí. Hubo la revolución cultural, mayo del 68, los Rolling Stones, el pelo largo, los Black Panthers, los palestinos, el Underground. Y desde hace dos o tres años, no hay nada. Fijáte, nada en la moda, ninguna película, nada. La música pop se ha vuelto religiosa, sólo me gusta la música popular, Mozart, los Stones, Edith Piaf. Por cierto, tengo, a pesar de todo, una buena noticia. ¿Tú conocías a Ferrand, aquel tío que yo odiaba?. Se ha muerto en la flor de la vida (Alexandre fuerza una risotada). Me perjudicó y se casó con una chica con la que yo había salido. He comprobado que cuando alguien me perjudica, no les traía nunca suerte”

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.

Lo más curioso y significativo de esta “corriente de conciencia” es la relación entre el mundo personal concreto y el análisis general, la visión de la época (amores y coyuntura, amores en la coyuntura, tal es el tema del filme de Eustache). En este caso, la lúcida conciencia del tiempo vivido (aquí, sin duda, el protagonista “aplaude” el mayo francés) se conjuga con el carácter crítico, lúdico y abierto, tan sesentayochista, de Alexandre (pronto le dirá a Jessa que si algún

18. Uno de los aspectos que hacen grande a este personaje (tenedor de la misma riqueza que otros grandes personajes contradictorios como Michel Brocard, Paulo Martins o Sergio de los significativos filmes de Godard, Rocha o Gutiérrez Alea) es la naturalidad y desnudez con que expresa sus debilidades, sus miedos, en el fondo, el miedo a la muerte. En un momento dado, le confiesa a Marie: “Cuando hago el amor contigo, sólo pienso en la muerte, en la tierra, en las cenizas”. A la réplica de ella (“Entonces, tú haces el amor con la muerte”), él responde: “¿Por qué?, es que tú ves los ríos, el chorro de las cascadas…”. 19. La maman et la putain, Guión de la película, París, Cahiers du cinéma, 1986, p.65.

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día quiere engañar a su novio que no dude en llamarle). Pero sin duda lo más reseñable es ese sentimiento de percibir el mundo conspirando contra él (en parecidos términos se expresa en varios momentos de la película) que puede referirse tanto a las cuestiones amorosas personales como al reflujo de los tiempos, al aire de resabio y desencanto. Aquí A. Philippon tendría un guiño más para apuntalar su lectura autobiográfica sobre el cine de Eustache, en este caso, sobre los infortunios de este cineasta sureño tan marginado en la industria del cine francés. También en ese gusto que se sitúa entre la rancia música popular y la música culta se delinea el estilo eustachiano, su sencillez y sobriedad, su humilde figura de artesano. Todavía en el inicio de la película, la primera vez que Alexandre se cita con Veronika en el café, ésta no se presenta (actitud que toma adrede), pero aquél se topa, casualidades de la vida, con su antigua novia, Gilberte (Isabelle Weingarten, actriz en el filme de Bresson Quatre nuits d'un rêveur). Alexandre sostiene una sarcástica y dura conversación, recriminándola de que sea capaz de casarse con otro por prestigio, por dinero: “…Tú crees que te recuperas cuando en realidad te acostumbras poco a poco a la mediocridad. Después de las crisis hay que olvidarlo todo rápidamente. Borrarlo todo. Como Francia después de la Ocupación, como Francia después de mayo del 68. Tú te recuperas como Francia después del 68, amor mío. ¿Lo recuerdas? Decíamos que nos habíamos salvado por los pelos. Que tuvimos la suerte de tener una infancia y que ya no estábamos seguros de que nuestros hijos la tuvieran en este nuevo mundo donde los viejos tienen 17 años. Tus padres enseñaron la lengua francesa a los niños, les daban clases de moralidad. Y ahora te conviertes en la mujer de un ejecutivo. Haréis muy buena pareja, una pareja “nueva sociedad” (20). He aquí uno de los ejemplos por los cuales el filme causó furor en los 70, una manera de hablar a la vez “culta” –preocupada por el

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lenguaje– y popular, poética y directa, sin pelos en la lengua (a continuación, Alexandre calificará a Gilberte de criminal y a su futuro marido de ladrón)

(21)

. Pero, sobre todo, se hilvanan las contradic-

ciones constitutivas del filme en boca de su protagonista: esa corriente que arrastra en las mismas aguas el fervor del 68 (bajo una crítica demoledora: Tú te recuperas como Francia después del 68) y el miedo a los cambios revolucionarios (la mirada a la Francia tradicional, con sus pilares en la familia y la educación: ¡Nos salvamos por los pelos!). Como todo esteticista de la vida y de la palabra –Alexandre se nos aparece como un anarquista pequeño burgués–, nuestro protagonista ama las paradojas, las antinomias, los aforismos, las boutades, los juegos de palabras, las (im)posturas radicales… en fin, la ambigüedad y la relatividad de todas las cosas, pero es, en el fondo, un humanista, un moralista de tomo y lomo (¡Pero todavía sigues creyendo en el hombre! le espeta Marie como réplica a una de sus encendidas diatribas). Y es también, no hace falta decirlo, un enamorado de la lengua (francesa), de la poesía, un hombre que, siendo un bohemio más que un escritor en ciernes, se atreve a vivir de sus palabras. En las palabras de Alexandre resuenan ecos –decimos esto con la misma relatividad que el personaje expresa sus impresiones o ideas– de Bernanos (el viejo fondo cristiano, tradicional, antiabor-

20. Ibidem., pp. 27-28. Referencia irónica a la fórmula kennediana lanzada a finales de los 60 por el político gaullista y héroe de la resistencia Jacques Chaban-Delmas (el inventor de la “Nueva Sociedad” falleció el 10.11.2000). 21. El lenguaje utilizado por la película, ya sea de signo popular o culto, manifiesta un especial cuidado por la forma y por las formas –en el sentido moral–, aspectos que han desaparecido del “grosero” cine actual. Esta es una de las razones por las cuales los personajes no se tutean en la película, y según J-N. Picq esta estrategia era una reacción contra el estilo descuidado, cool y uniformizador que adoptaba e imponía el discurso de la izquierda y que supuestamente significaba en el orden del lenguaje la misma emancipación que el amor libre en la sexualidad. Spécial Jean Eustache Cahiers du cinéma, op. cit., p. 22.

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tista), de T. de Quincey, T. Gautier o F. Céline (dardos irónicos en defensa del asesinato, el duelo cuerpo a cuerpo, la desobediencia, “la única dignidad es la vileza”, etc), un cierto aire a W. Benjamin mezclado con ciertas gotas de soldadesca jungeriana (“Pero cuando la tierra tiembla bajo nuestros pies, cuando el amor, el éxito, la revolución no significan nada…tú sabes, el mundo lo salvarán los niños, los soldados y los locos”) o cierta resonancia del “murmullo infinito” de Blanchot o Foucault, asumiendo la intertextualidad del discurso propio (“No hablar más que con la palabra de los otros, eso es lo que yo quisiera. Eso debe ser la libertad”). Pero el discurso de Alexandre está sobre todo influenciado por las desbordantes e imaginativas pintadas del 68, viento innovador de un momento eufórico de pura abertura de los posibles: “Nos désirs sont désordres, La vrai vie est ailleurs, D’abord contestez-vous vous-même, Il est interdit d’interdire, Plus on est de fous..., Nous sommes tous des juifs allemands, Soyez réalistes: demandez l’impossible, Le droit de s’exprimer ne se mendie pas, Pourquoi? Pourquoi pas!, La parole est au coktail molotov...” Un suceso típico de la época, una bomba lacrimógena que cae en el interior de un café “un día de mayo del 68” transmuda por arte del parlanchín Alexandre en una escena de amor: “era muy bonito, había mucha gente y todo el mundo lloraba” (22). En ese mismo café ocurrían un montón de faits divers que desprenden el tufillo popular de la gente de la calle (árabes, sordomudos, serbocroatas…), historias que Alexandre cuenta en cascada a Veronika al calor de las sábanas y que puede contarlas porque estuvo allí presente, porque “ante mis ojos, se había abierto una brecha en la realidad”. Esa brecha podía ser también la “ventana” del cine –son incontables las citas y comentarios al cine o a cineastas, especialmente a Guitry y a Murnau– pero en ningún momento se ve a los protagonistas en el interior de una sala de proyec-

22. Guión, op.cit., p.75.

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ción. Ellos están ahí donde se habla, en los cafés (o en los cuartos cutres de un deux pièces), en esos lugares donde ocurren cosas porque hay (cito libremente a Alexandre, que a su vez ha parafraseado a Godard) “des gens aussi beaux qu'un film de Nicholas Ray”.

EDUCACIóN SENTIMENTAL DE LOS JóVENES DEL 68. LA PALABRA Y EL TIEMPO. El filme de Eustache nos dice que las relaciones amorosas y sexuales de esos progres de foulard y chal que querían vivir el amor libre (o sea, la libertad del Amor, la parte terrible del amor la querían dejar fuera) están contaminadas de los mismos egoísmos, mentiras, celos, miedos, irresponsabilidades que las relaciones y los amores de sus padres, sus abuelos, sus… Cinco años después del “Jouissez sans entraves” –Gozar sin trabas– y el desencanto, la desilusión, el enfrentamiento con la realidad nunca había sido tan patente por la sencillez y claridad de la representación expuesta. Es la distancia que existe entre el eufórico ambiente ideológico (el eslogan como palabra de orden ejemplifica ese espíritu rebelde) y la auténtica dimensión de las cosas: “El error fue creer que las órdenes podían regular el desorden de sentimientos. El filme de Eustache atestigua con una rara lucidez cómo esta ideología de la libertad sexual, al fingir adaptarse a la ‘doxa’ amorosa, desvela aún mejor su carácter impositivo, represivo, aquellas zonas ocultas que el ofuscamiento producido por las órdenes impedían de ver: el tormento, el sufrimiento”

(23)

.

Eustache monta el juego amoroso mediante la aparente forma del trío –el protagonista Alexandre bascula entre Marie y Veronika–,

23. Philippon, Alain, Jean Eustache, op.cit., p.36.

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pero la forma básica y nuclear (para Eustache, para los protagonistas, para el mundo ficcional) es la pareja, la sempiterna dialéctica del dos, pues ésta le servirá para la crítica que trae consigo el filme. El mundo amoroso y sexual se organiza por parejas de manera inapelable, a despecho del clima libertario que tan bien refleja el filme, pues incluso en la relación abierta que mantienen Alexandre y Marie cada uno tiene su amiguito, su número dos (según la orientación profunda del filme, habría que decir que más que una pareja que se asume libre, ellos son simplemente una pareja que no se asume como tal

):

(24)

– por parte de Alexandre, la rubia Veronika (que a su vez tuvo antes al “tío de los yogures”) que ocupa el espacio vacío dejado por Gilberte, la novia anterior del protagonista. – por parte de Marie, el “eclipsado” Philippe Desbon, personaje que no llega a corporificarse en el relato más allá de dos llamadas telefónicas y varios comentarios sobre su persona, tan encontrados que provocan una agria discusión (lo que frustra una prometedora fiesta que bien podría haber ayudado a romper la dialéctica del dos

).

(25)

En fin, no resulta difícil deducir que la misma facilidad que existe en entablar o hacer relaciones es la que hay para romperlas, para deshacerlas. Ahí se condensa la “doxa amorosa” de la que hablaba Alain Philippon, el espíritu sentimental de la época. Eustache se muestra especialmente sensible en mostrar la fragilidad de las relaciones, en denunciar –la cosa le toca de manera muy personal–

24. Para un filme-río que se desarrolla mitad en los cafés, mitad en un cuarto, resulta más que patente la flagrante ausencia de una escena que pueda mostrar a Alexandre y Marie en un café. 25. La animadversión de Alexandre hacia este personaje es monumental, cosa que no deja de ocultar unos celos del mismo tamaño (una simple llamada del señor Philippe a la dueña del apartamento, le plantea a aquél el hecho de hacerse las maletas y la posibilidad de dejar la casa). La segunda llamada de Philippe sí la atiende Marie, que está of screen, y vemos el rostro preocupado de Alexandre en este sintomático dispositivo de Eustache, especialmente preocupado y sensible a las zozobras y rupturas de los amores.

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que el tenue hilo que las une está siempre a punto de romperse. Según Eustache, Veronika sería para Alexandre una especie de prueba que le otorga el destino (de ahí los juegos coincidentes del azar) para probarse a sí mismo que nunca más le volverán a dejar: “Alexandre fabrica un monstruo que le destruirá. Cuando Gilberte le deja, al principio, él creará a Veronika para luchar contra aquel abandono. Veronika es una invención, esta es la historia”

(26)

.

Lo quebradizo de las relaciones ya se exponía, con inusual pericia, en las primeras escenas del filme. El dandy Alexandre es capaz de darse un madrugón y esperar a su antigua novia a las puertas de la Sorbona en el inicio del curso. Su propósito es recuperar a Gilberte (“quiero casarme contigo”), pero cuesta creerse no sólo las palabras de Alexandre, es evidente que está forzando los límites de una relación que se sabe, que él mismo sabe, ya agotada. Toda la escenificación de Alexandre, siempre guardándose las espaldas, despiden el “aire natural” de la comedia de la vida (sutil interpretación de Léaud, la peculiar mezcla de ironía y espontaneidad surge de un texto y un actor espléndidos): sus frases de efecto y sus golpes calculados según las reacciones de la chica, su falsa comprensión de la nueva situación instaurada (ella tiene un nuevo novio), su intelectualización del “discurso amoroso”, su manera de estar y no estar, su demostración de libertad y de falta de prejuicios (es lo que se estila) que intentan ocultar, para él mismo, el miedo al rechazo y el pavor a exponer los celos (también es lo que se estila: nada causaba mayor ridículo que mostrar los celos

(27)

). Una de las res-

26. Suplemento Jean Eustache, Generalitat de Catalunya, op. cit., p. 17. 27. La cita cinéfila a una frase de Michel Simon (“Mirad a la mujer infiel, mirad al amigo traidor”) y la manera irónica como lo cuenta Alexandre haciéndose el ofendido (un dolor que ni él mismo se deja sentir como algo auténtico) produce cierto regocijo en el espectador, pero es bien ilustrativo de ese comportamiento de la época.

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puestas de Gilberte resume bien el juego de Alexandre: “Pero, ¿en qué novela te crees que estás?”. Resulta evidente la falta de flexibilidad del hombre (no como crítica superficial al machismo, sino en términos psicológicos y morales: su miedo a cambiar, su egoísmo, su infantilismo, su culpabilización) respecto a la mayor abertura y naturalidad de la mujer. Mientras él no soporta a la persona que encarna el “ligue” de Marie (los celos se ocultan en la animadversión o en la incompatibilidad de caracteres), ella va cediendo en los celos que siente por Veronika hasta el punto de hacerse amiga de su presunta enemiga e incluso intimar, congeniar en su “conspiración femenina” contra Alexandre (a cierto feminismo le sentará como un tiro la escena donde, para romper un clima crispado, Veronika y Marie se aproximan gracias al maquillaje y las pequeñas cosas del mundo femenino). Alexandre, al contrario, se muestra inflexible, incapaz de mostrar un mínimo gesto de consideración o de entrega, lo que provoca una de las escenas más agrias y fuertes de la película, la pelea de la pareja con escupitajo al rostro de Alexandre incluido (en estos casos el anarco-surrealista Alexandre echa mano de la regla establecida: “¿No sabes que la irresponsabilidad agrava los crímenes?”). No nos interesa destacar aquí los posibles rasgos o huellas de misoginia en el protagonista (por extensión, el cineasta), como algunos críticos han subrayado. No obstante, no subscribimos tal juicio. Todo lo contrario. Alexandre es un solitario bon vivant a quien le encanta estar entre mujeres, que busca en el fondo ser reconocido y querido (“votre côté enfant qui fait du charme” que dice Marie). Es evidente que a veces su educada progresía hace resaltar, de manera divertida, las diferencias entre el hombre y la mujer, entre el mundo masculino y el femenino, pero eso no implica, de ningún modo, actitudes misóginas (este tipo de críticas reductoras procedían sobre todo de la aplastante ‘lógica igualarista’ que se impuso en los años 60 y 70). Es el caso de la pregunta que le espeta a Veronika la primera vez

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que se acuestan (“¿Cómo prefieres hacer el amor, dulce o violentamente?”) o la famosa anécdota del tampax. La comicidad surge aquí de la separación hecha entre lo femenino y lo masculino, si el hombre hubiese aceptado de manera natural a extraerle el artilugio, perdón, el tampax (A ver… sí, dime, está por aquí… ¿no?, ¿es esto? Ah, ¡ya lo tengo!) en vez de reírse a carcajadas y hallarse inexperto y ridículo en dicha tarea exploratoria, la cosa hubiera despertado la misma sonrisa afable que si lo hubiese hecho una hermana o amiga. El lado masculino infantil, con o sin charme, quedó claramente descrito con ese capricho de llamar rápidamente por teléfono a un amigo para contarle la anécdota (seguramente es el mismo amigo con el que pasó una velada maravillosa viendo una rana en el techo). La misoginia de Eustache, ciertamente, estaba aquí en su apogeo (28). Hay un especial énfasis en remarcar el miedo de Alexandre hacia los demás hombres, rivales temibles en sus conquistas amorosas. Aquí se revela el discreto donjuanismo del personaje, temeroso de la competición en el juego seductor (“Yo sólo me enamoro de las mujeres que se enamoran de mí”, confiesa a su amigo). Si todo lo que subyace en el “enemigo” Philippe Desbon resultase aún insuficiente, considérese la escena en el café donde Veronika y su amiga están tonteando y divirtiéndose con dos apuestos mozos hippies ante la mirada de un compungido Alexandre. ¡Cuánta verdad – y cuánta valentía por atreverse a exponerla– hay en esa escena en la que el dandi intelectual, con su libro a cuestas, sale derrotado en el juego frívolo y trivial de los cafés! Sin embargo la mujer saldrá corriendo a su encuentro. En la calle, Alexandre se detiene cuando la ve acercarse por el espejo de

28. Lo que si realmente fue divertido en el rodaje de esta escena es que, según cuenta el productor Pierre Cottrell, cuando Léaud debía decir "Il faut que tout se sache" (manera de justificar el telefonazo al amiguete) a nuestro crecido Antoine Doinel le salió: “Il faut que tout s'Eustache”. Spécial Jean Eustache, op.cit., p. 26.

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un escaparate y se abrazan efusivamente. El hombre todavía está maltrecho, afectado por todo lo acaecido en el café (antes, él se había confesado ante Veronika como pocas veces lo hace). Su estado es algo así: soy débil pero seguiré manteniendo mi fortaleza ante el empuje –los compromisos– del amor. Veronika le hace una de las declaraciones más bellas del film: “Debo estar muy enamorada de ti para salir del café así a la calle”. Él seguirá aturdido en sus pensamientos, egolatrías y apariencias, saboreando la suerte de ser deseado por dos mujeres (ese mismo día la fogosa Veronika se tomará el desquite con un interno del hospital porque Alexandre hubo declinado una proposición suya franca y abierta; aquí empezamos a sospechar que la nueva “Gilberte impúdica” quizá no coincide con su 'modelo de mujer'). Estas escenas se incluyen dentro de la larga secuencia 24 del filme (Págs. 83-92 del guión), recién franqueado el ecuador del relato, sin duda uno de sus segmentos fundamentales. La secuencia se inicia en el café habitual, el Flore, un día cualquiera. Desde la vuelta de Marie de Londres –ausencia que hizo posible el caso amoroso de Alexandre y Veronika– se ha instaurado una especie de normalidad. Esta secuencia, con una genial noción de la temporalidad, es la que inaugura la nueva rutina. Ahora Veronika acude al café que frecuenta su amigo (con la intención, apenas cumplida, de dedicarse a la lectura) sin citarse con él, simplemente porque está enamorada de él. Ahora Alexandre, satisfecho, vive entre dos amores y prefiere mantenerse en la no-elección. En esta escena del café es el momento de hacer el primer balance, de sopesar más o menos la relación, de recordar cómo fue su primer encuentro. Entonces Alexandre se abre con su confesión más sincera y sentida. Resumiendo, Alexandre no cree en el azar, pero le cuenta el significado que tiene para él la escena de sustitución experimentada entre Gilberte y Veronika. Él critica a las personas que dejan a otras, especialmente aquellas que lo hacen sin avisar, sin mediar palabra. Sin embargo, Gilberte le dejó

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porque quedó embarazada y la primera reacción de Alexandre fue salir corriendo (aquí habrá una premonición de lo que le espera al final). Cuando volvió y quiso asumir el hijo ya era demasiado tarde. Gilberte se fue a vivir con el médico que le hizo el aborto. Diatriba contra los abortistas: “los nuevos héroes liberadores, libran a las mujeres de esa cosa innoble que llevan en el vientre”. Alexandre encuentra en la “naúsea” el término más adecuado para explicar el sufrimiento causado por el amor (también mezclado, reconoce, con el amor propio y el orgullo). Lo curioso de esta nueva rutina es que nada nos recuerda, a pesar de los nítidos paralelismos, a la situación clásica del hombre con la mujer esposa, con quién sólo aparece en casa, y la mujer amante, con quien se ve en la calle y en los cafés. La época hipócrita de ‘vicios privados y virtudes públicas’ ha dejado paso al aire desmelenado y liberalísimo del escenario sesentayochista. Este trío imposible, que no es otra cosa que la permisibilidad del amor libre de una pareja hippy, sólo podía darse en los años 60 y 70 (todos sabemos lo que significó la década de Tatcher, Reagan, el sida… a pesar de tanta movida y tanta socialdemocracia). La proeza de Eustache consiste en esa maravillosa ambigüedad por la cual, la severa crítica a unos hábitos abusivos en el sexo y poco firmes en el amor se hace asumiendo e integrando los presupuestos básicos de su tiempo, la época gloriosa de la liberación sexual (29). A ello se debe que la imagen del filme que ha quedado grabada en el imaginario, sobre todo el de la progresía, no es otra que la de los tres protagonistas en la cama. Y sin embargo el placer, el relajo, la felicidad se revela imposible en esa cama o colchón tirado en el suelo, como si éste denun-

29. ¡Qué diferencia tan abismal la que hay, con tan solo unos pocos años de separación, entre este informal ambiente sesentayochista y la miseria sexual (urbana y provinciana) que exponen los dos primeros filmes de Eustache Les mauvaises fréquentations (1963) y Le Père Noël a les yeux bleus (1966)!

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ciase en todo momento su valor de uso como mercancía: ¡Ustedes, queridos progres, que juegan a darse caricias y cariños, están encima de una cama de matrimonio! Ellos lo saben porque el embate de los celos, los miedos, la inseguridad, la posesión pulsan más fuerte que la lujuria, el desmadre, lo lúdicro lubricante. Nadie podrá negar a Eustache no haber tenido el coraje de ir al fondo de la cuestión. Así pues, la película trata de las dificultades y el conflicto de la pareja, la dificultad que existe en estas personas para llegar a comprometerse y el doloroso camino que tendrán que recorrer para descubrir en carne propia lo que pierden de su autonomía o libertad (no solamente sexual) y lo que ganan en conciencia, obligaciones, acuerdo mutuo. En última instancia, La maman et la putain trata del enorme paso, trance o aventura que significa formar una familia en nuestros tiempos. La grandeza de esta propuesta, el espesor de su alcance universal, supera la mera adscripción a una coyuntura concreta que la hace especialmente vistosa y fácilmente identificable. Cierto, está el terrible paso que significa tomar una decisión comprometedora para esta generación (como da a entender Veronika en su desfogue final, el paso del “sólo hay un tú y un yo” al nosotros). Pero pocos filmes modernos nos han mostrado con tanta hondura la dulce o amarga esclavitud que entraña una relación amorosa, la parte del ego que aquella obliga a desechar y los riesgos, temores y dudas que entraña un compromiso sentimental o la llegada de un hijo. Lo que antes constituía el símbolo de la madurez y la edad adulta, asistidos por los rituales de la vida colectiva, se hace ahora en la soledad individual de una decisión o elección que ya no trae consigo la promesa de una vida feliz, más bien la pérdida de una infancia erotizada y la sujeción dolorosa al compromiso (es sintomático ese plano final de Alexandre derrumbándose en el suelo, sin duda sopesando el cambio radical que le exige la vida). Todo el planteamiento (narrativo, moral) del filme camina hacia la elección, hacia la disolución del “trío” en pareja. Eustache

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ve la pareja que cultiva el amor libre como una pareja instalada en la no decisión, en el paraíso siempre renovado de la infancia. Marie y Alexandre, ubicados en el círculo imparable de la pelea-reconciliación, atestan sus papeles simbólicos materno-filiales. Veronika actúa entonces como la voz que denuncia esa falta de compromisos de cada uno, la fragilidad de la “pareja libre”. Pero con la particularidad de que ella misma es una conciencia contradictoria, ella está dentro y no fuera. Su decisión o exigencia conlleva un duro reproche contra sí misma, su sinceridad natural accede a la total desnudez de la confesión motivada por el alcohol y el saberse encinta. Ella es la voz que más sufre y que se posiciona contra esos frágiles hilos que la unen a Alexandre, tan flojos como los del otro vértice del trío. Su encendido y exaltado discurso por el “amor puro” es en el fondo una furibunda autocrítica contra la pobre hilacha que ha gobernado su vida (consciente de que las relaciones únicamente sexuales no hilvanan vínculos). Es el momento de la verdad, del destape de los sentimientos, como si todo el lento decurso de la película fuese el necesario y mimético laberinto vital para llegar al fondo de las cosas. Ya no sirven las monsergas del amour fou, del “divirtámonos”, las baudelerianas idealizaciones (consideradas realísticamente y no simbólicamente). Lo que antes andaba fluctuando en el aire tan liviano como el propio éter (¡Pero que libres y modernos somos!) se deshace solo en briznas y jirones. Es el momento de la verdad (“es absolutamente horrible porque digo lo que pienso realmente”) y casi todos los hilos rotos caen encima de Alexandre, que en ese momento, cabizbajo y condenado al silencio, es un guiñapo: contra su proyecto de “cristalizar” una nueva Gilberte, “contra tu cabecita que comprende todo, que cuenta historias grandilocuentes y absolutamente ridículas y pretenciosas”. A. Philippon reconoce la “emoción real” del discurso exaltado de Veronika, pero concibe disonancias entre discurso y entonación,

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entre entonación y expresión del rostro: “las disonancias entre el discurso mantenido por Veronika y la expresión de su rostro y el sonido de su voz cuentan más acerca del desamparo del personaje que yo no sé qué ‘discurso psicologizante’ que hubiera intentado hacer resaltar las contradicciones de Veronika

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. A nuestros ojos estas

disonancias no se sostienen de manera ninguna, ni siquiera echando mano a una curiosa mezcla de freudismo y narratología: “asistimos a cierta forma particular de ‘mentira’ que es la denegación, como en el largo monólogo de Veronika (…) que juega totalmente sobre esta separación entre el enunciado y las marcas de la enunciación” (31). ¿Cómo no se da cuenta el crítico francés que está cometiendo un flagrante delito contra el psicoanálisis (y contra cualquier lógica)? Pues, ¿cómo podría haber una disonancia entre cuerpo (rostro o voz) y lenguaje (discurso o palabra) cuando se está en un momento de revelación que es “una auténtica emoción (este plano que va hasta las lágrimas es él solo un inmenso momento del cine”)

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? Lo que sub-

yace en esos rodeos teorizantes es la ocultación de las “contradicciones” de Veronika, pues en ningún momento Philippon se atreve a citar o especificar ese discurso. El propio crítico que admira y aprecia la obra de Eustache como “un filme de reequilibrio” (contra las “apariencias engañosas” del post-68), cae en la misma represión que denuncia el mismo filme. Flaco favor al filme de Eustache, desde luego, llamar “discours psychologisant” a las palabras finales de Veronika en un ensayo fechado en 1986. Pascal Bonitzer al menos, con los retorcimientos de la “crítica maoísta” de la época, llamaba a las cosas por su nombre (aunque atrevido, reservó la letra pequeña de la nota a pie de página para el siguiente juicio furibundo): “A pesar de su aspecto crítico, este filme es profundamente reaccionario (cf. también el

30. Philippon, Alain, op cit., p. 37-38. 31. Ibid. p. 37. 32. Ibid. p. 38.

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tratamiento de las mujeres: menos la misoginia de Léaud que el familiarismo del que François Lebrun es la portavoz, etílica y lacrímogena, al final de la película”)

(33)

.

¿De qué trata entonces ese discurso tan “abominable”? Pues se trata, justamente, del discurso radicalmente contrario a la “doxa amorosa” del 68, tan exageradamente tajante y expeditivo en las formas como lo era aquél: una vuelta al amor puro, al amor sincero y verdadero, en favor de la descendencia o la familia como único valor que explica o concibe el amor de la pareja, contra el sexo denigrante, etc, etc. (¿Es que estamos delante una vez más del fondo religioso y tradicionalista, profundamente apegado a la tierra, de todos los grandes creadores del cine (Dreyer, Renoir, Ford, Rossellini, Bresson, Hitchcock, Bergman, Pasolini, Tarkovski, Truffaut…? Difícil saberlo, pero trabajos posteriores como Une sale histoire situarían a nuestro cineasta más cerca del provocador y socarrón Buñuel.) En principio, ese desplazamiento, al colocarse en el plano diametralmente opuesto, impediría que se tomasen sus palabras demasiado al pie de la letra (como cualquier cosa en la vida, dicho sea de paso). ¿Es que Veronika se ha dejado caer hacia el otro lado del espejo o de la balanza, como esas prostitutas que se convierten de pronto en místicas o viceversa? Tampoco así haríamos justicia con el personaje y el sentido del filme. Pero estamos siendo deliberadamente retóricos porque retomamos en nuestra argumentación las interpretaciones injustas del pasado. Lo cierto es que el filme trabaja todos los personajes con una lógica y claridad apabullantes, cualidades de “un talentoso retratista”. Por debajo de esa mise-en-scène sobria, austera, desdramatizada, anidan las potencias subjetivas de la psicología e incluso los golpes más fuertes del melodrama. En el per-

33. Bonitzer, Pascal, “L’expérience en intérieur”, Cahiers du cinéma, n. 247, julio-agosto 1973, p. 35.

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sonaje de Veronika resultan evidentes las motivaciones psicológicas y morales de una mujer que se defiende y se lamenta al mismo tiempo de su breve pero intensa vida sexual: “Es una vieja tristeza que arrastro desde hace cinco años”. El tono duro y amargo de su confesión indica el calado de su experiencia, la hipocresía de la sociedad y las humillaciones sufridas, las secuelas de la equiparación sexual de hombres y mujeres, su fijación por la palabra “puta”: “Para mí, no hay putas. Para mí, una chica que se deja follar por cualquiera, de la manera que quiera, no es una puta. Para mí, no hay putas, así de claro. (...) ¿Qué quiere decir ‘puta’? La mujer casada que es feliz y que sueña que se deja follar por no sé quién, por el jefe de su marido, o por un actor de mierda, o por su charcutero o su fontanero... ¿es una puta? No hay putas. Sólo hay imbéciles, sólo hay sexos”. No es simple contradicción, ni mera psicología, ni siquiera repentina reacción (“familiarista”). Es donde el lamento, el rechazo y la humillación se confrontan con el autorreconocimiento y la gracia, la negación con la salvación, la risa tonta y sarcástica con el llanto, el mal con el bien. Es ese fondo herido donde los contrarios parecen fundirse o disolverse, porque ya no hay más distancia (racional), queda sólo el padecimiento. En ese momento ella podría haber pedido un precioso vestido blanco, una linda casa en el campo, el más hermoso sueño familiar… y sus interlocutores se hubiesen quedado igual de quietos y callados, porque se sienten alcanzados, lo mismo que el espectador, por ese momento de verdad. Porque el sentido profundo de esa escena no está en las palabras de Veronika sino en ese profundo lamento. Hay también un dato importante a tener en cuenta. En el montaje final, Eustache “rebajó” las proporciones y el alcance simbólico de este personaje cuyo impulso de crecimiento se veía imparable. Una secuencia filmada, pero finalmente rehusada, mostraba a Veronika en una parecida escena de lloros y espasmos, esta vez sólo con Alexandre en su cuarto del hospital. Contaba el amor incondicional

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que tenía por sus padres, gente sencilla del campo; el arrepentimiento por la vergüenza sentida hacia el padre con oficio de policía y, sobre todo, el crudo relato de dos abortos provocados o practicados a pesar suyo, ya que “para una mujer no hay nada más hermoso que tener un niño”

(34)

.

El descarte de esta escena ha supuesto concebir o impulsar el poder revelatorio del monólogo final, pero obvio es inferir las heridas que habría provocado tal secuencia en el público de entonces. La cadena de significantes de signo positivo hacia valores entendidos como retrógrados (padres, padre policía, familia, antiaborto, maternidad...) no hubiese sido comprendida en aquellos años e incluso se percibe que Eustache lo hacía contra su tiempo, quería moralizar su época, también provocarla. Cada obra es hija de su tiempo y el carácter reactivo (que no reaccionario) del filme de Eustache refleja en la misma medida su respuesta a la tontería y el despelote de la época (como bien reflejan tantos impresentables filmes de los años 70, cuyas dosis de soez y cretinismo han ido aumentando en décadas posteriores a la par que la liberación de las costumbres y de la censura). El personaje de Veronika, al fin y al cabo, muestra y dramatiza en torno suyo las contradicciones de la “liberación sexual de la mujer”. Dichas contradicciones no residen, como se creía entonces, en el aspecto meramente sexual de equipararse formalmente al hombre, sino en el sentido de que tal libertad sexual (para hombres y mujeres), asumida o tomada al pie de la letra –según la doxa libidinal utópica de los años 60 o la doxa perversa de las pasiones individualistas de nuestra época– no conlleva por sí misma la felicidad o la libertad, más bien entraña los riesgos de soledad, desafecto y desarraigo. Con el agravante añadido de que la liberación sexual feme-

34. Spécial Jean Eustache, op. cit., p. 11. Según una nota recogida en este número especial, la reedición del guión en Cahiers du cinéma, col. de poche, 1998, incluye dos escenas inéditas.

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nina tenía –y tiene– que hacer frente a bloques graníticos como el autoritarismo y el machismo de la sociedad o las formas latentes y maliciosas de tales signos en la progresía (“la cultura androcéntrica”, en palabras de Pierre Bordieu). De ahí el conjuro y la fijación de Veronika por la palabra “puta”, embriagada por la fuerza brutal de dicha palabra, sabedora de que la sociedad (y tal vez su propia conciencia) difícilmente tolera esa libertad, que el sobreabusado término “puta” siempre está ahí a mano para reprimir y punir cualquier comportamiento abierto (en treinta y tantos años de liberación sexual esta ofensiva interpelación sigue tan en voga como en los años 60). Jean Eustache ha querido poner el dedo en la llaga con este final que quema, pero también con el ilustrativo título que tanta polémica originó en su momento. No cabe duda de que remite a la sempiterna oposición proveniente de la cultura judeo-cristiana, la capa más monolítica del granito arriba mencionado: la mujer buena y dichosa; la mujer mala y perdida. Muchos son los críticos que no han querido entender la propuesta, desde el ataque de “misoginia” de P. Bonitzer, el “seems to me profoundly reactionary” de J. Rosembaum hasta la plana simplificación realista de A. Philippon: “El personaje de Veronika no es una prostituta de la misma forma que el personaje de Marie no es una madre”

. Por supuesto que el film

(35)

35. Philippon, Alain., op,cit., p. 34. Al sagaz crítico norteamericano, de cualquier forma, no le pasa por alto la ambigüedad de los roles femeninos y su falta de alternativas: “The female roles indicated in the film’s title have been invested with enough ambiguity to suggest a reversal –Veronika becoming the expectant mother, Marie the abandoned whore– but not enough to suggest that any alternative roles might exist”. Rosembaum, J., Sight and Sound, 44/1, Londres, invierno 1974-75, p. 55. En un escrito de 1997, Rosembaum considera La Maman et la Putain un modelo paradigmático de minimalismo en el cine moderno (el mejor ejemplo propuesto al lado de otros como P. Garrel y Ch. Akerman), algo que “fue una respuesta histórica al exceso de referencias intertextuales que proliferaban desde la Nouvelle Vague”. Más adelante retoma su crítica de 1974, sin mencionarla ex profeso, para reincidir en los grandes lo-

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trabaja simbólicamente con esta oposición (y el título original en francés la amplifica utilizando las mayúsculas para ambos modelos): Marie es la “mamá” que acoge al pobre dandi Alexandre y Veronika es la “puta” que se jode a quien quiere y cuando le da la gana. Como en Une sale histoire (1977), Eustache nos dice que no hay que tener miedo a/de las palabras, que la libertad empieza por la problemática del lenguaje, es decir, el punto de vista moral que lo atraviesa. Y que la oposición a que alude el título se moraliza mezclándose, contaminándose o por decirlo con una bella expresión empleada a propósito de Hölderlin, en “el anhelo de unidad de la contradicción”

(36)

.

La confesión final de Veronika como revelación de una verdad, es decir, como un acontecimiento hacia el cual camina todo el filme y que puede hacer reconciliar la dualidad, se aproxima en gran medida a Rossellini. En el cineasta italiano, la revelación surge del choque entre la figura (Ingrid Bergman) y el lugar o la realidad (Stromboli [Stromboli, terra di Dio, 1949], Te querré siempre [Viaggio in Italia, 1953]), es un momento de verdad que se espera, pero

gros del filme de Eustache y en el famoso escollo ideológico que, por lo visto, sigue importunando más de veinte años después: “Eustache tomó deliberadamente algunos de los emblemas más caros de la Nouvelle Vague –Jean-Pierre Leaud, interminables diálogos en los cafés de la orilla sur del Sena, aforismos literarios, negro y blanco– y mostró la desilusión, la manera en que el uso utópico de las nociones de amor y de libertad se hacía insoportable:mostró cómo, de hecho, esto se había convertido en un camuflaje y en el bloqueo pasivo de la deseperación. (Que ello implique una cierta dosis de derrotismo y de conservadurismo, donde la ‘necesidad’ católico-burguesa se convierte en una especie de verdad biológica –sobre todo en el incansable monólogo de F. Lebrun en lloros– representa, para mí, el límite de esta empresa”. Carta de J. Rosembaum (7.04.97) al cineasta australiano Adrian Martin incluida en “Movie mutations. Correspóndance avec et entre quelques enfants des années soixante”, Trafic, nº 24, París, invierno 1997, pp. 6-7. 36. Palabras del filósofo Patxi Lanceros acerca del drama Empédocles de Hölderlin como obra trágica en su ensayo “Identidad moderna y conciencia trágica”. Identidades Culturales de Josetxo Beriain/Patxi Lanceros (comps.), Universidad de Deusto, 1996, p. 86.

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que no se sabe cómo llegará. Sin embargo, podríamos decir que en Eustache “el proceso de espera” es construido (en virtud de una temporalidad abierta, inmensa) y apenas nada se deja a la improvisación. De cualquier forma, Rossellini “puede improvisar todo durante el rodaje, pero con la certeza de llegar a ese instante que recrea la unidad en el último momento, y eso es lo que determina todo desde el inicio”

(37)

. Pero la “certeza” previa que existe en La maman et la

putain como proyecto perfectamente delineado (incluso un elemento “contingente” como el descarte de la secuencia arriba comentada se hace en beneficio de la unidad del proyecto) se cristaliza por el camino de Dreyer (La pasión de Juana de Arco [La passion de Jeanne d'Arc, 1927-1928], La palabra [Ordet, 1955]), pues se trata de un momento de verdad de la actriz, implicada totalmente con su personaje

(38)

y captada en un momento de “gracia”, cuyo alcance coin-

cide al final con el mismo que trilla la senda rosselliniana (¿quién actúa? ¿es la actriz? ¿es el personaje? ¿por qué se ha preguntado tantas veces a Eustache si ese momento fue improvisado?) (39). Ahí también nuestro cineasta encuentra a Bresson. Eustache es

37. Ishaghapour, Y., Opéra et théâtre dans le cinéma d'aujourd'hui, París, La Différence, 1995, p. 49. 38. Acerca de los avatares del rodaje de la película, de las relaciones de Françoise Lebrun con el cineasta (ella fue “la Gilberte” de Eustache en la vida real) y otros condimentos biográficos, véase el interesantísimo relato del productor Pierre Cotrell, Spécial Jean Eustache, op cit., p. 26-29. 39. Para Stéphane Bouquet, todo se agota en lo declamatorio: “On dit souvent que La maman et la putain (1973) ets le grand film de 68: que là, les filmes enfin parlent de leur corps (de leurs règles, de leur désir) avec une crudité inaccoutumée. Mais, paradoxalement, les protagonistes du film n’auraient pas pu participer à 68, parce qu’ils ne sont pas pourvus de corps qu’il faut. Du Côte du commentaire plutôt que du faire, du discours plutôut que de la pratique, les corps eustachiens, calés dans des fauteuils ou étalés sur des lits, sont rigoureusement aproductifs, c’est-à-dire que la question de la matière n’est pas leur affaire, qu’elle ne les regarde pas”. “L’Usine à organes”, Cinéma 68, op.cit., p. 62.

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un cineasta moderno pre-68 todavía amarrado a la palabra, la voz y la mirada. Aunque esa palabra habla sin restricciones, incluso con procacidad, del cuerpo y su actividad, de sus órganos más segregadores (el acto sexual, la regla de la mujer, “la náusea que produce el amor”, el aborto… hasta llegar al agujero/sexo femenino de su sucia historia), el cine de Eustache no se acerca ni por asomo al cine o al arte, impulsado también por el imaginario transgresor del 68, que trabaja directamente con las pulsiones corporales y orgánicas, el funcionamiento de fluidos, de materias excrementales (Pasolini, Fellini, Ferreri, Fassbinder, el cine feminista y gay, etc). Eustache lleva su poética del habla y del discurso hasta una palabra fuertemente corporalizada que “amenaza” entrar en plena disposición del cuerpo y éste comience a funcionar (el riesgo de esta operación, como se sabe, es que ese cuerpo hiperactivo puede hacer romper la ficción). Pero eso es un amago o espejismo producido por la fuerte sugestión de esa palabra corporal, pues sabemos que el cuerpo no va a hacer acto de presencia, que le está vedado su hacer (se bebe y se fuma sin parar, pero sus consecuencias “orgánicas” son la exaltación de un lloro compulsivo, un escupitajo que acto seguido no se limpia o un vómito que no quiere ser visto) (40). En una palabra, Eustache, provocador de su tiempo que nunca pierde la mirada al pasado, no quiere renunciar a la capacidad de sublimación de su arte.

40. El que esto escribe se aventuraría a esbozar una “explicación” a respecto a este momento dulce y mágico de la actriz, de esta mujer desgraciada en estado de gracia. Se trata de un momento de plena identidad entre la actriz como persona, como mujer con el personaje que interpreta, identidad que podíamos interpretar simbólicamente como los lazos de siempre de la mujer con el amor, con el sentimiento, la incapacidad femenina de vivir Eros sin implicación emocional y afectiva.

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LO QUE QUIERE DECIR HABLAR JEAN-LOUIS LEUTRAT

“Vamos a un café donde ocurren cosas muy interesantes”

(1)

“El cine sonoro ha liberado el filme de las ‘palabras escritas’, y de la obligación de leerlas”

(2)

Pero la obligación de leer que fue expulsada vuelve a entrar por la ventana. Valerosamente, gracias a Jean Eustache. Un hombre narra una historia a un grupo compuesto, en su mayoría, por mujeres (Une sale histoire, 1977); una fotógrafa comenta algunas de sus obras a un joven (Les photos d’Alix, 1980). Golpea, de entrada, en estos dos filmes la importancia de la palabra. Lo que se dice es la columna vertebral tanto de uno como del otro. Imposible escapar a esto. El espectador debe escuchar atentamente –si no, no hay nada que ver. Verá mejor cuanto más atención auditiva preste. Sin embargo, la palabra no parece tener exactamente el mismo estatuto en todas las ocasiones: la de Alix sin las fotografías tendría otro sentido, mientras que la del narrador de Une sale his-

1. “Entretien avec Jean Eustache”, Caméra/stylo nº 4, septiembre 1983, p. 10 (publicado de nuevo en Alain Philippon, Jean Eustache, Cahiers du cinéma, 1986, p. 117). Se trata de una frase que Léaud habría debido decir en La maman et putain. 2. Ollier, Claude, Fables sous rêve, Flammarion, 1985, p. 65.

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toire parece bastarse por sí misma –se podría, creemos, escuchar, sin extrañeza, en una emisión radiofónica. Pero, y es ahora cuando la situación cambia, si se incorpora una segunda voz en el interior de un dispositivo visual que se mueve, éste, retroactivamente, incidirá sobre ella. Asimismo, en Les photos d’Alix, la mezcla de dos series visuales (la que muestra de frente a Alix y al joven, y la que encuadra las fotografías con la presencia habitual y sugestiva de una mano) hace que unas veces la voz provenga de un cuerpo visible (entonces no vemos las fotos), y otras surge de un cuerpo invisible (y es ahora cuando vemos las fotos). Sólo existen, al principio, antes de los títulos de crédito, las fotografías y los dos personajes que se reúnen en el interior del encuadre. Detrás de Alix y su interlocutor, sobre el estante de una chimenea, reinan los diccionarios, entre ellos, Le petit Robert y el Webster. Es una invitación a interrogar a las palabras porque Jean Noël Picq y Alix Cléo Roubaud saben “narrar”, tienen conciencia del lenguaje y de los efectos que produce (en cuanto a Michaël Lonslade, es su profesión). Los títulos de los dos filmes son ambiguos. “Las fotos de Alix” puede entenderse de dos maneras en francés: por una parte, las fotos firmadas por una fotógrafa llamada Alix; por otra, los retratos de una persona llamada Alix. De hecho, Alix Cléo Roubaud se toma a sí misma gustosamente como sujeto de sus fotografías (3), tanto en sentido propio como en sentido figurado. “Todas las fotos soy yo”, dice ella en el filme.

3. Es esta la causa de que le dedicaran un espacio en el número 13 de Cahiers de la photographie titulado “La photobiografie” (“La fotobiografía”). Los fragmentos de su Diario reproducidos en este número no han vuelto a publicarse en el Diario publicado en Éditions du Seuil (1984). Se desarrollan cronológicamente antes de la fecha en la que aparece el libro (al que se le adjudicará, desde entonces, el nombre de Diario, sin otra precisión, en las notas).

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“Una historia sucia”, paralelamente, puede significar “un asunto molesto” es decir, desagradable,

(4)

pero también puede significar

una historia repugnante (indecente), que atenta contra el pudor (hay palabras procaces, y el narrador de este filme pronuncia varias)

...

(5)

En el primer caso, se referiría a la situación de voyeur obligado a comprometerse, a rebajarse; en el segundo, se trataría, más bien, del relato mismo. “Una historia sucia” es una expresión que funciona con otras como: “una historia hermosa”, “una buena historia” o una “historia encantadora”. Una historia sucia no podría, por consiguiente, ser ni hermosa ni buena ni encantadora (a pesar de lo que dice una de las interlocutoras). Hubiera podido ser “salaz”, palabra que parece guardar relación con el adjetivo que da título al filme. Más que salaz, es escabrosa y un poco escatológica*. “Con la misma sinceridad, cada cual percibe y narra de forma diferente lo que no vemos, o lo que vemos de otro modo, o con un ojo distinto. A medida que transcurre la conversación, las semejanzas acaban por debilitarse”. Es de este modo como Jean Eustache habla de Les Photos d’Alix. En principio, no reconocemos en lo que vemos lo que se dice y, sin embargo, a pesar de esta diferencia considerable, se vislumbra una vaga semejanza: podremos avanzar a medida que las semejanzas se debilitan, cuando se vuelvan a formalizar a pesar de todo.

4. En Le cochon (1970), uno de los campesinos dice (en el momento en que se le está cortando la cabeza al animal): “Es un asunto molesto cuando se llega aquí”. 5. Una versión humorística se ofrece en La maman et la putain mediante una adivinanza: “¿Cuál es el barrio más sucio de París? Respuesta: el dieciséis “porque es aquí donde quitan la madre Dassault (la mierda a cubos)” Es un juego fonético intraducible entre “mère Dassault” y “merde à seaux”, que se pronuncian de forma prácticamente idéntica en francés. [Nota de la traductora] * En francés, “sale” (sucio) y “salace” (salaz, procaz) comparten las primeras grafías. [N. de la T.]

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En Une sale histoire, los dos narradores cuentan de una forma casi idéntica lo que nosotros no vemos, y lo que vemos, en contrapartida, no nos permite establecer una diferencia; cada una de las versiones las percibimos de forma diferente y las vemos, de algún modo, con un ojo distinto. ¿Podríamos, entonces, decir que lo que escuchamos lo escuchamos con otro oído? Victoriano. La palabra aparece en los dos filmes. Londres e Inglaterra (el Webster) son uno de los hilos “conductores” que vertebran Les Photos d’Alix. La palabra se utiliza, al principio del filme, después de los títulos de crédito, respecto a una fotografía que la fotógrafa ha querido hacer hiperbólicamente victoriana. (6) Encontramos que los dos narradores de Une sale histoire añoran, al final de su relato, la época victoriana, trasladando la idea de represión sexual, que está relacionada con ella, al presente. El sentido de la palabra “victoriano” se desdobla, pues, en dos direcciones diferentes. Cómo ser obsceno respetando las normas del decoro: es el sentido de la puesta en escena de Une sale histoire. Una foto puede ser “personalmente pornográfica siendo al mismo tiempo públicamente decente”, dice Alix. Las dos esferas: lo público y lo privado. Antes de los títulos de crédito de Les Photos d’Alix, se muestran dos fotos idénticas sobre una pared. Entran en campo los dos personajes. Dos fotografías casi iguales (se pueden percibir ligeras diferencias), dos personajes diferentes, pero no tanto como podríamos creer. Sobre la quinta fotografía después de los títulos, un hombre de espaldas conduce un automóvil, en el retrovisor, vemos de frente una parte del rostro de este hombre. Otra foto (la octava tras los títulos) muestra en primer plano a un hombre tumbado de perfil en

6. “Hacía fotografías diariamente como imaginamos que las mujeres victorianas llevaban un diario” (Alix Cléo Roubaud, Journal, p. 107).

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una habitación de hotel; en el fondo, se refleja en el espejo de un armario la sombra de un ser humano sentado. La fotógrafa afirma que se trata de la misma persona. El desdoblamiento y la disociación están en el interior mismo del dispositivo (la sobreimpresión es algo mental). Esto ocurre del mismo modo en los dos filmes. El efecto se mueve entre el gag y la inquietud. “El cartel de Une sale histoire muestra dos puertas de unos W.C. Una está limpia, bien pintada, colocada en un enlosado brillante. La otra está desconchada, pintarrajeada y manchada. Estas dos puertas son, evidentemente, la imagen de las dos partes del filme, la primera, rodada en 35mm, reescrita por Eustache, interpretada y puesta en escena “en frío”; la segunda, rodada en 16mm, hablada en directo, “en caliente”, por el protagonista de la historia una cuestión que, sucia o no, tiene, de este modo, una apariencia de realidad.”

(7)

El cartel propone una interpretación. La oposición entre las dos versiones, ¿se resume en la diferencia entre la moderna y limpia (la 35 clean) y la vetusta y sucia (la 16)? ¿Por qué la primera se correspondería, necesariamente, con la realidad y la segunda con la ficción? ¿Por qué la 16 sería la obsoleta y la 35 la up to date en 1978? Lo que es cierto es que sobre el cartel, en la parte inferior izquierda de las dos puertas se ha dibujado el “orificio” (el agujero tosco) por el que el voyeur sacia su pulsión. O, dicho de otro modo, allí donde se sitúe la pulsión permanece. Se trata, de nuevo, de ver más que de tener. En la parte inferior izquierda del cartel (que representa el papel de las puertas) se dibuja una mujer de pie, levantándose la falda.

7. Bonitzer, Pascal, Cahiers du cinéma, nº 285, febrero 1978, p. 39. El cartel se reproduce en la página 40.

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En Une sale histoire, el hombre debe agacharse en el suelo manchado, su rostro rozando los regueros o los charcos de orina, en la postura del rezo musulmán. “La carne como alfombra de oración” era el título de un libro erótico publicado por aquellos años. Elevación: rezo, ideal femenino... Inclinación: los W.C., los excrementos... la mujer modelo (objeto de lujo) y los hombres lamentables que frecuentan el café... La “toilette”/les “toilettes”, palabra ambigua según el número. Si está en singular (acción de arreglarse, peinarse, maquillarse, los vestidos que lleva una mujer...) o si está en plural (retrete, w.c.). Las “toilettes”, un lugar donde hay que ver, o un lugar de donde tenemos una visión inexpugnable, según si estas “toilettes” están en posición elevada o en los sótanos de un edificio, según si la mirada se dirige al interior de las “toilettes”, o bien, desde las “toilettes” hacia el exterior. En un sueño, Claude Ollier descubre “en una ‘toilette’ situada en los tejados de la calle Chéroy, hasta aquel momento desconocida, un punto de vista sobre una habitación donde paseaba una joven alta y rubia recitando versos”

(8)

Juego de miradas desde arriba

hacia abajo en Une sale histoire cuando la modelo sale de las “toilettes”. El filme insiste en el derrocamiento de las jerarquías: el sexo, espejo del alma (derrocamiento que se basa en una analogía sumamente conocida entre sexo y ojo). El diálogo esboza una filigrana “oriental” dirigida a la elevación: alfombra de oración, ojos de gacela... Enseguida, hay un cambio: la alfombra de los rezos está en el suelo de las “toilettes” y, como señala Bonitzer, se supone que toda esta historia transcurre en unos W.C. “turcos”. Se ofrecen dos posturas a nuestra imaginación. La de la persona en el interior de las “toilettes”, y la del hombre que,

8. Ollier, Claude, op cit, p. 206.

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al otro lado de la puerta, se coloca con “el culo al aire” para ver lo que está “en el límite de la mirada”

(9)

.

Tumbarse. En el Diario de Alix, la cuestión del sueño es un problema angustioso para la fotógrafa, “como si el insomnio me lo hubieran causado los somníferos” de levantarme”

(11)

(10)

:”dos horas en la cama antes

, “dormida en mi propio sueño, en un sueño

transparente en el mundo, en un mundo soñado y bello...”

(12)

.

Muestra, a menudo, el filme de Eustache fotos con camas, habitaciones, un ser humano tumbado, una puesta de sol, etc. Dormir, quizá... Ir hasta el límite de la vida. “El sueño es un buen soporte para las imágenes”

(13)

.

Alix Cléo Roubaud escribe en su Diario con fecha de 30.X.79: “Nada que hacer. Incapaz de vivir imaginativamente si no es de una manera póstuma; incapaz de proyectar nada más que la muerte. [...] Quisiera soñar un último sueño, que sería el último sueño.”, y con fecha de 7.XI.79, 6h. de la mañana: “hacer una serie: ‘la última habitación’. [...] ¿Morboso? Sea, yo lo soy. Que mis imágenes lo muestren en mi lugar” (14). Y además: “Objetivo estético: la desaparición”

.

(15)

Les Photos d’Alix data de 1980 (la séptima foto después de los títulos de crédito se describe como “la última habitación” y muestra

9. Alix Cléo Roubaud anota en su Diario con fecha del 11.10.79: “Lo que dijo Walter Benjamin de Proust. Recuerdo ese pasaje como: sus ojos no tenían nada de feliz, pero él tenía la felicidad al límite de la mirada como el jugador tiene la fortuna o el enamorado el amor. No en los ojos, no una fortuna, ni un amor, ni una felicidad que se irradie desde el exterior, sino desde el límite de la mirada.” (en Cahiers de la photographie nº 13, p. 95) 10. Journal, p. 147. 11. Ibid., p. 92. 12. Ibid., p. 149. 13. Ibid., p. 171. 14. En Les Cahiers de la photographie nº 13, p. 97. El Diario se inicia con esta anotación con fecha de 23.XII.79: “Para el final de la serie de la última habitación: el cuerpo mutilado (faltan los brazos)” (p. 9) 15. Journal, p. 137.

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“la última cama que tuve en casa de mis padres”, “la última habitación negra”, una “foto suicida”: “la foto lucha contra la muerte”). A finales de 1981, Jean Eustache se suicida. Alix Cléo Roubaud desaparece al inicio del año 1983 a causa de una embolia pulmonar (no sin haber intentado suicidarse previamente). Anotó en su Diario (5.XI.81) que: “Jean Eustache se ha matado la noche pasada”, acta ilustrada con un retrato del cineasta que lo muestra acompañado de su doble (16). Como escribió Bonitzer a la muerte del cineasta, “su último filme verdadero trataba sobre un orificio, sobre el agujero al que el mundo había acabado por reducirse”

. En el filme (Une sale his-

(17)

toire) se dice que parece que, al principio, sólo hubiese existido el agujero y que construyeron el café-bar a partir de ese agujero. Las fotos de Alix Cléo Roubaud mostradas en el otro filme están, a menudo, invadidas por el blanco, o llevan la marca de derrames de tinta corrida, de regueros negruzcos. Se (18) puede decir, pues, que estas fotografías huyen por sus bordes a causa de una especie de “hemorragia blanca” y que los cuerpos parecen afectados por un proceso de disolución. Les Photos d’Alix es un verdadero filme resultado de la colaboración entre dos personas en suspenso, con la colaboración del hijo de Eustache. Charles Tesson opina respecto a esto: “un chico con una densidad turbia”: “Es un relevo inquietante, un interlocutor poco válido, del todo indeciso” (19). ¿Cómo podía ser de otra manera? Eustache comienza a realizar filmes en 1963, tres años después de Shadows (John Cassavetes, 1960), película con dos versio-

16. Op. cit. pp. 140-141. 17. En Cahiers du cinéma nº 330, diciembre 1981, p. 17. 18. Barbaba Le Maître, en una tesis reciente sobre las fotografías en algunos de los filmes de cineastas de la “modernidad”. Le doy las gracias por haberme prestado su ejemplar del Diario, obra que era imposible encontrar en 1999. 19. Tesón, Charles, “La boîte à malices” en Cahiers du cinéma nº 318, diciembre 1980, “Journal” p. VI.

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nes: una en 16mm, la otra en 35mm. Entre Une sale histoire y Les photos d’Alix, la segunda versión de La Rosière de Pessac (1979), y también Le jardin des délices de Jérôme Bosch (1980), obra realizada para la televisión y para la cual Eustache retoma el punto de partida de Une sale histoire: un apartamento, sillones, amigos que escuchan a uno de ellos, Jean-Noël Picq

(20)

. El cuadro de El Bosco

se dedica “a la tentación y a la decadencia humanas, que engendran aquí los placeres de los sentidos y la lujuria”

(21)

. Da cabida a los

siete orificios del cuerpo, todos “utilizados” por el pintor (22), siete agujeros y, en consecuencia, no sólo uno. Une sale histoire o “el jardín de las delicias de Jean Eustache”, entre el Paraíso y el Infierno, de lo que podemos deducir que, para el cineasta, están tan próximos y tan alejados como las dos partes de Une sale histoire o las dos versiones de La Rosière. Serge Le Péron escribió respecto a este filme que “la boca es lo que más interesa fílmicamente a Eustache”. Podemos matizar esta afirmación. Para Sade, precisa el narrador de Une sale histoire, el principal órgano del goce es el oído (a continuación viene la vista). Para el director, lo importante es este canal que permite comunicar la boca con la oreja (lugar de la emisión y de la recepción de la palabra) y que se denomina, justamente, “trompa de Eustache”

(23)

.

20. Jean-Noël Picq esboza su personaje de narrador en Mes petites amoureuses (1975) cuando añora la época en que las relaciones personales entre los dos sexos estaban reguladas por códigos estrictos (habla del ceremonial vinculado a la invitación a bailar). Jean-Pierre Léaud vuelve al mismo tema en La maman et la putain (1973), filme en el que Jean-Noël Picq narra la historia de “el hombre que viste de verde y (está) contra todo”. 21. Chatelet, Albert, “Bosch”, en Dictionnaire des grands peintres, Larousse, t. 1, 1976, p. 72. 22. Le Péron, Serge, “Eustache filme Bosch”, Cahiers du cinéma nº 314, julio-agosto 1980, “Journal” p. XVI. Ver también Alain Philippon, op. cit. pp. 65-66, 72-73. 23. “Canal óseo, en parte fibro-cartilaginoso y membranoso, una de cuyas extremidades se prolonga hasta la cavidad del tímpano, la otra, más ancha, se abre a la parte lateral y superior de la faringe” (Littré).

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La palabra “trompa” conlleva la idea de sonido (bocina*), y también la del engaño*, de la mistificación. Alix Cléo Roubaud consigna con fecha de 25.X.81 un sueño en el que al dirigirse a una proyección de Une sale histoire, se encuentra en una habitación de hospital “donde Jean, afeitado, y con el cabello corto, se mueve y habla lentamente. Toco su pecho, está caliente y, finalmente, me digo: pero todo ha sido una farsa, él no ha muerto por completo, y pienso en su proyecto irónico de “desaparecer” del mundo del cine para reaparecer bajo un seudónimo. Feliz aunque un poco irritada por esta broma pesada, voy a decírselo a Jacques y me precisa que la supervivencia de Jean debe mantenerse en secreto” (24). Jean-Noël Picq utiliza una palabra inusitada, obsoleta en francés, que significa que está lleno de rencor, en lugar de “rencoroso” (que tiene rencor, que guarda rencor). El matiz es imperceptible. Tal y como ocurre en el trabajo de puesta en escena de Eustache. El lugar del realizador en las dos versiones de Une sale histoire es interesante. Jean Douchet representa el papel de Eustache en la versión Lonslade. Como él, pregunta al narrador la cuestión: “¿La mejilla pegada al suelo?”, que guarda relación con la posición del voyeur. Con, no obstante, una diferencia: Eustache está fuera de campo, y esto no ocurre en el caso de Douchet. Este último “se beneficia” de un prólogo en el que como cineasta reencuentra un actor (M. Lonslade) y le anuncia que querría hacer un filme con él pero que su guión no es bueno. “Quisiera que lo habláramos. Quisiera que me contaras tu

*La palabra francesa “trompe d'auto” corresponde a “bocina” en castellano. “Tromperie” significa “engaño”. Hay un juego de palabras entre esos términos y la “trompa de Eustache” que se pierde en su traducción al castellano. [N. De la T.] 24. Journal, p. 172.

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historia”. Eustache mismo aparece únicamente en el margen del encuadre izquierdo después de un movimiento de cámara. En Les photos d’Alix, el lugar del realizador está ocupado por la fotógrafa, pero es el hijo del realizador quien le da la réplica o quien la interroga. El filme juega en las dos versiones de Une sale histoire con las diferencias mínimas en la puesta en escena, de vez en cuando estas modificaciones afectan al texto. Por ejemplo, Lonsdale declara a una interlocutora que le dice que el sexo ocurre en la cabeza: “Al final, usted ha comprendido algo”, mientras que Picq nunca hubiera hecho este comentario hiriente. Otro detalle, éste material: una botella de vino tinto está abierta en el episodio Lonsdale mientras que Picq bebe vino blanco. Los interlocutores/as están ya en su lugar en la versión Picq mientras que en la versión Lonsdale se van instalando progresivamente. Una interlocutora denominada “dominadora” lleva corbata aquí, y allí un traje de jinete (botas, pantalón de montar). El lugar donde se encuentra el café-bar se precisa en un filme (La Motte Picquet-Grenelle), no en el otro donde, por el contrario, se da su nombre: “Se llamaba ‘el Pierrot’”. Los interlocutores en la versión Picq se muestran, a menudo, gracias a los movimientos de cámara, que están ausentes en la otra versión. Los juegos de miradas (derecha-izquierda) están mucho más marcados cuando se trata de Lonsdale. La temporalidad de la historia narrada la precisa Lonsdale (“hace tiempo... hace ocho o nueve años”); esto no está presente en la de Picq. Narradores e interlocutores fuman (se fuma mucho en los filmes de Eustache). Douchet, un cigarro puro, el resto, cigarrillos. Picq parece tener en su boca un cigarrillo apagado. En Les photos d’Alix, se percibe un falso raccord cuando se hace el comentario de la foto extraída de la serie “La última habitación”: un cigarrillo que sujetaba Alix Cléo Roubaud desaparece en el paso de un plano al otro. ¿Distracción? Detalle que inscribe, en su modesto nivel, la desaparición. Alix declara: Todas las fotografías son sentimentales o son fotos de infancia. También dice que ha intentado “volver a fotografiar un

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recuerdo que tuve”. Todos han subrayado el carácer autobiográfico de los filmes de Eustache. Puntualización: el narrador de Une sale histoire afirma: “no cuento mis historias personales o, si lo hago, es que estoy convencido de que no son tales, y, entonces, todos lo entenderán”. ¿De dónde proceden las historias? ¿Es tan evidente que lo que se anuncia en Une sale histoire de que el segundo filme (el primero, cronológicamente) es en directo y que lo que hace Jean-Noël Picq es improvisar el relato de una historia verídica? “Esto no es un cuento”. Ver. Nada prueba que esta historia tenga otra fuente aparte de lo “vivido” por Jean-Noël Picq y que lo que hace éste último no es más que repetir lo que ya ha contado muchas veces. Además, Eustache mismo dice: “La ambigüedad de las dos interpretaciones me interesa: un gran actor que, a partir de un texto, improvisa su papel y Picq que improvisa los efectos que va a realizar en un texto del que conoce todas las ideas” (25). Dice también: “Quería demostrar que el texto de la realidad, encargado a los actores, se convierte en cine, en ficción”. Sería erróneo creer que esta frase se aplica exclusivamente a la versión Lonsdale. Françoise Lebrun, ¿no es también una actriz? La historia sucia narrada en el filme podría tener su origen en escritores como Georges Bataille, Michel Leiris o Aragon, el de La Défense de l’infini. Lo prohibido, la transgresión, la necesidad del pecado, el sexo y el ojo, etc. Estos temas no sólo están de moda, son los de los escritores de una o dos generaciones anteriores a la de Eustache. Los cineastas de la “modernidad” han tomado prestado mucho de ellos: sobre todo a los surrealistas (Resnais, Godard, Rivette); Zucca ha colaborado con Pierre Klossowski, etc.

25. En Cahiers du cinéma nº 284, enero 1978, p. 27. Alain Philippon (op. cit.) señala que Le jardin des délices comienza con las palabras de Jean-Noël Picq: “Sentado aquí mismo en el mismo sillón, hace algunos años, me acuerdo perfectamente, eran las dos de la mañana aproximadamente como ahora, exactamente como hoy, yo había tenido ya esta reproducción entre mis manos...” (p. 72)

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En La maman et la putain, la palabra no favorece la intriga, es la intriga. “Es la idea preconcebida del filme, que todo se narre y que no se vea nada”

(26)

. Eustache se mantiene fiel a esta idea precon-

cebida en Une sale histoire. Narrar la historia es el filme mismo. Y su intérprete (Jean-Noël Picq) lo reivindica: “aunque no se hubiese escrito, era un texto.” Cuando llegamos al punto límite del cine como es la pornografía, hacer una apuesta por el poder de la palabra es una elección saludable. Esta apuesta es necesaria para dar una base al cine. “Cuando se autorizó el cine porno, hablar de sexo se transformó en otra cosa... La censura lo ha comprendido mejor que el resto del mundo: ‘Este discurso es más sugerente que cualquier imagen’. Parecen haber entendido que la palabra tiene tanta importancia como la imagen, en el cine” (27). Retorno al decir y, además de eso, al leer. Alix Cléo Robaud se fija este programa. “Dirigirse con paso tranquilo hacia una especie de prosa oral y su semejanza y diferencia con la imagen” (28). Y Jean Eustache: “He dicho en varias ocasiones que trabajo más como un escritor que como un cineasta” (29)

En cuanto a Jean-Daniel Pollet: “La imagen que habla es una sen-

sación que experimento a menudo, la impresión de una palabra detrás de la imagen” (30). Eustache quería hacer ensayar a sus actores de La maman et la putain en un café “donde ocurren cosas muy interesantes” hacia las cinco y veinticinco de la mañana. ¿Qué cosas pasan? “A esta hora

26. “Entretien avec Jean Eustache”, Caméra/Stylo nº 4, septiembre 1983, p. 10 (publicado también en Alain Philippon, op. cit. p. 117). 27. “Entretien avec Jean Eustache”, Cahiers du cinéma nº 284, enero 1978, p. 26 (publicado también en Alain Philippon, op. cit. pp. 98-99). 28. Journal, p. 165. 29. “Entretien avec Jean Eustache”, Cahiers du cinéma nº 284, enero 1978, p. 26 (publicado también en Alain Philippon, op. cit. p. 93). 30. Pollet, Jean-Daniel y Leblanc, Gérard, L'Entre Vues, Les Editions de l'oeil, 1998, p. 48.

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hay personas muy interesantes. Personas que hablan como libros. Como diccionarios. Pronunciando una palabra, dan la definición de la misma”. Se decidió no acudir al café, no mostrarlo, pero esto se dijo y se leyó. Para Jean Eustache, ciertamente, el cine es como un café “donde ocurren cosas muy interesantes”. En el cine sonoro, la obligación de leer, que fue expulsada, hace su reentrada gracias a las personas que hablan como libros o gracias a cineastas como Jean Eustache, a quien le gusta trabajar como los escritores. No solamente gracias a ellos... No hay necesidad tampoco de hablar como un libro. En efecto las palabras (habladas o escritas) son fantasmas que actúan entre las imágenes y los sonidos. Según Käte Hamburger, el filme “reemplaza la fuerza imaginaria de la palabra por la fuerza verbal de la imagen” (31). En otro nivel, Albert Laffay señala que hay, en el interior de todo el filme, “una estructura sin imágenes” que es resultado de lo que se denomina “una intervención ultra-fotográfica”

(32)

. Aquí la palabra, allí la imagen,

aquí la literatura, allí el cine, aquí una fuerza imaginaria, allá una fuerza verbal. Este intercambio entre lo visible y lo verbal puede interpretarse también como un intercambio de alucinaciones: tanto lo escrito como lo visible nos harían alucinar al fomentar cruces entre aquellas de nuestras facultades que han sido puestas en juego. La intervención de una fuerza imaginaria en un caso o de una fuerza verbal en otro hacen que, tal y como imaginamos a raíz de una novela el filme que se proyecta, implícitamente tenemos una especie de sombra “fijada” y vemos “por un agujero” en un filme el lugar de la escritura que se oculta. Traducción del original francés: María José Ferris Carrillo

31. Citado por Christian Metz, en L'Enonciation impersonnelle ou le site du film, Méridiens Klincksieck, 1991, p. 182. 32. Laffay, Albert, Logique du cinéma, Masson et Cie, pp. 71 y 83.

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NÚMERO CERO ÁNGEL DÍEZ

EL ORIGEN En el principio el fonógrafo grababa la voz y el cinematógrafo recogía la imagen, de suerte que si el primero era capaz de reproducir lo grabado (los surcos arañados en el cilindro de cobre durante la toma de sonido lo devolvían fielmente cuando la aguja volvía a pasar por ellos), al segundo no se le otorgó de inmediato esa cualidad binaria, y tuvo que conformarse durante algún tiempo con ser el receptáculo de las imágenes que le llegaban, a las que acogía en su oscuridad y adormecía en un sueño frío a la espera de una luz mesiánica que las resucitara. Es así como los hermanos Lumière fabricaron sus primeras películas, en las que el ejercicio de filmar estaba tan alejado de su posterior exhibición que el simple hecho de constatar que las imágenes habían sido impresionadas en el interior de la caja negra les bastaba. Incluso Edison, que había inventado otra caja similar, se conformó con ese aparato llamado kinetoscopio, que sólo permitía la visión de las imágenes en movimiento a un único espectador. Hubo que esperar a la reacción del padre de los Lumière, Antoine, que en un arrebato de cólera al comprobar que no conseguía amortizar los costes de la máquina, increpó a sus hijos diciendo: “–¡Pero, en fin, va a haber que sacar la imagen de esa caja!” (1).

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j e a n e u s ta c h e : e l c i n e i m p o s i b l e

El filme que Jean Eustache realiza en 1971, Numéro Zéro, tiene por vocación la de ser voluntariamente inédito. Se trata, desde su concepción, de una apuesta a favor de un cierto primitivismo cinematográfico. Un trabajo en el que Eustache pretende probar que la experiencia de la filmación o “registro”, como a él le gusta decir, constituye un acto de cine en sí, independiente de su existencia posterior como película: “He deseado intentar algo nuevo, realizar un filme que no tenga más relación con el cine que por tratarse de película impresionada, un filme ideal, es decir, el primer filme de cine. Lo he titulado Numéro Zéro, no solamente porque signifique un empezar de cero, sino porque considero que en los filmes realizados anteriormente me había equivocado. Hoy simplemente me planteo rodar, fabricar filmes por el hecho de hacerlos, y no para que existan. La idea original era hacerlo, mostrarlo en una proyección limitada a diez personas y seguidamente guardarlo en un armario. Y en vez de censurar el filme censuré al público” (2). Registrar, o filmar, sin tener en cuenta la obra final, libera al cineasta de toda pretensión u obligación artística, recuperando así la ingenuidad de los primeros “creadores” de películas. Esta postura que vuelve la cara a la norma (filmar, montar, exhibir-comercializar), representa para Eustache una salida decente al estancamiento en el que cree encontrarse. Las películas que ha dado hasta la fecha, Du côte de Robinson (1963), Le Père Noël a les yeux bleus (1963), La Rosière de Pessac (1968/1979) y Le cochon (1970), le han sumido en la incertidumbre. Por un lado, todas ellas le han “costado” en exceso, física y económicamente, a excepción de La Rosière de Pessac, que produce para la ORTF y con la cual

1. Jean-Luc Godard en Deux fois 59 ans du cinéma Français de Godard-Miéville, 1998. 2. Jean Eustache a Phillippe Haudiquet en Imagen et son nº 250, mayo 1971.

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consigue equilibrar sus cuentas. El cineasta se dice desgastado por el sistema; no sólo cada filme representa un doble esfuerzo, sino que a cada paso dado tiene más la sensación de hundirse en un terreno hecho de convencionalismos, de recetas fáciles. La crítica le apoya, el Ministerio renueva las ayudas a la calidad (ayudas que permiten a duras penas la compra de negativo), los festivales aprecian su trabajo... Eustache decide, al abordar Numéro zéro, regresar a la fuente del cine, volver a Lumière y firmar lo que será con el tiempo la obra más pura de su filmografía. El trabajo, inédito, nos llega hasta hoy bajo otro título, Odette Robert, versión reducida de una hora para la televisión

(3)

.

EL SECRETO Febrero, en su pequeño apartamento alquilado de la calle Nollet, cerca de la plaza de Clichy, Jean Eustache ultima los preparativos de lo que será el retrato de la mujer que más habrá influido en su vida: su abuela materna Odette Robert. Días antes, en el transcurso de una velada, ésta le ha hecho parte de una revelación. Al dar un repaso profundo a su vida y a los episodios que más la habían marcado, Odette desvela sin querer un secreto familiar que afectaba directamente al cineasta

(4)

. Es por la imposibilidad de asumir solo

4. La naturaleza de ese secreto continúa siendo un misterio. Jean Eustache había declarado, en 1980 y a raíz de la difusión de Odette Robert, que la realización de la película fue la respuesta a un daño que le atormentaba. De los ocho primeros y últimos espectadores de Numéro zéro, sólo Henri Martínez cree recordar que ese “daño” puede hacer referencia a una vejación sufrida por la madre de Eustache, de la que Odette da cuenta en la segunda bobina del filme.

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ese descubrimiento doloroso por lo que Eustache provoca la realización de la película, en la cual pretende fotografiar a Odette en toda su realidad, en su presencia como destino de varias generaciones, en un conjunto de lo que ella fue y vivió. Filmar el movimiento de esa voz, y a través de ella el eco de los perdidos, las imágenes que provoca, ese árbol genealógico que se dibuja a medida que Odette habla, se confía. Y todo ello cabe en nada, y su peso reposa en el icono humilde de una mujer sentada. En este sentido es, más que ningún otro trabajo suyo, la película sobre el origen; origen del yo, de la memoria personal, y origen del instrumento que hace posible esa recuperación: el cine. Después del almuerzo, en las primeras horas de la tarde, un dispositivo del rodaje mínimo, especie de cine de cámara, se instala en el apartamento. Jean-Pierre Ruh coloca sus dos magnetófonos “Nagra” sobre la cama del cuarto de Eustache, contiguo al salón. Dos micrófonos cardioides, uno en el ángulo muerto del salón, posado sobre la mesa y dirigido hacia Eustache; el otro apenas escondido, muy cerca de Odette

(5)

. Dos cámaras “Éclair” de 16 milímetros dis-

puestas por Phillippe Théaudière en paralelo frente a la ventana del salón. La distancia mínima que las separa impide el montaje, ya que al pasar de un plano a otro se produce un salto debido a la escasa diferencia de ángulo

(6)

. Cuando la bobina de la primera cámara re-

coge sus últimos metros, el operador pone en marcha la segunda.

5. La utilización de dos micrófonos será determinante para la concepción sonora de La maman et la putain, un año más tarde. Toda palabra, música o ruido fueron grabados en directo, los “in” como los “off”. Eustache creía tanto en la realidad del sonido, en su implicación íntima con el resultado de la imagen, que no concebía la separación de los dos durante el rodaje. 6. En la versión primera, Numéro zéro, versión integral del rodaje, al menos en la bobina uno, que es la que he podido visionar, los cambios de grosor de plano se producen muy raramente y siempre en función de la voluntad o no de evidenciar/recordar el papel de Eustache, de espaldas, testigo del largo monólogo de Odette.

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Se trata de registrar un acontecimiento en toda su integridad, en su veracidad por ser asimismo un fragmento de algo que existió realmente, excluyendo cualquier figura estilística, cualquier recurso de autor. La película dura exactamente lo que ha durado el rodaje. La narración no ha sido fragmentada cinematográficamente. Al negarse la elipsis, Eustache roza uno de los secretos mejor guardados por la caja negra: la persistencia de las imágenes en movimiento, el aliento que las anima, el alma que las une... La primera materia es el tiempo. Y el tiempo de Numéro zéro es un tiempo en bruto, que aniquila, pues es, antes que nada, instrumento de muerte, pero es también aquel que resucita, que devuelve la esencia de lo perdido. Hay en Eustache una necesidad absoluta por recuperar lo vivido, o lo no vivido directamente por él pero que, cree, le concierne. Comenta Sylvie Durastanti, compañera y colaboradora del cineasta, la dificultad de alguien que se veía y vivía como un archivero, que anotaba minuciosa e inmediatamente cualquier acontecimiento, es decir, al poco de producirse éste: “Eustache consideraba que era el guardián de algo que siempre situaba en el pasado. Ésa era toda la ambigüedad de ese gesto, y resulta evidente que alguien que actúa así no está totalmente inmerso en el presente, y para mí fue muy difícil de aceptar. Para mí, un autor era, según la acepción clásica, aquella persona que añade, que da algo al mundo; y ésta es otra concepción de autor, que es alguien que toma, que recorta y que de alguna forma desengrasa, que entrega algo que ya existía pero sobre lo que ha realizado una selección”. Para Jean-Noël Picq, esa desincronización permanente era una deformación voluntaria de la percepción: “Prestaba una atención perpetua a todo aquello que pudiera tomar cuerpo al transformarse en cine. Daba la sensación que de no ser así esas cosas perdían, resultaban fallidas o inacabadas, o simplemente no eran bien recibidas.

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La realidad de la vida se volvía palpable en la recuperación cinematográfica. En la realidad hay siempre algo de irreparable, de ineluctable..., pero al hacer intervenir el cine, la cámara, esa misma realidad adquiere una forma más real aún, por el simple hecho de haber sido descifrada”

(7)

.

Los primeros planos de Numéro Zéro no han sido filmados por Eustache. Éste, recluído en su apartamento, encarga al realizador Adolfo Arrieta una serie de imágenes que recojan un momento banal en la vida de Odette Robert, acompañada por el hijo menor de Eustache, Boris. Asistimos, pues, a una secuencia muda en la que abuela y nieto se reparten la labor de hacer la compra. El mutismo de la escena dura tres minutos. Ni siquiera un ligero murmullo, un silencio apenas audible. Nada. Nivel sonoro igual a cero. Y sin embargo esas imágenes vestidas de blanco y negro que nos transportan a la infancia del cine secretan una musicalidad. Son imágenes que se dejan oír. Luego interviene un plano negro

, una voz que no

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se ve y que dice: “Un rodaje del doce del dos de 1971. Jean Eustache. Título: Número cero”. Sin poder ver, el cineasta busca la frontera. Y al igual que Edipo, que al poco de llegar a Colono promete desvelar un secreto que será fructuoso para la ciudad si ésta le concede asilo, Eustache implora a Odette la casa de sus recuerdos a cambio de una película que nadie verá. Y a su “quiero que me hables como me hablaste el otro día”, Odette le responderá por boca del rey destronado: “Las palabras que diremos serán palabras que ven”.

7. Las dos entrevistas fueron realizadas en febrero de 1997. La primera la utilicé en mi película La peine perdue de Jean Eustache (1997). La grabación de Jean-Noël Picq ha quedado, hasta la fecha, sin publicar. 8. En la versión televisiva, en Odette Robert, la imagen negra es asaltada por un pitido de tres segundos, una señal de mil decibelios que se utiliza en cine para ajustar el nivel de las mezclas.

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LA VOZ Una mujer habla. Frente a ella un hombre escucha. La mesa circular en la que están sentados les separa de dos generaciones. Cuando la mujer calla se escucha el zumbido de una cámara. A veces ese runrún se hace más presente; a veces es doblado por otro de idéntica cadencia. Dos cámaras, posiblemente muy juntas, casi rozándose. Una ventana, al fondo, a la derecha. Adivinanza del invierno en la timidez del día. Sin embargo la mujer se protege de la luz al igual que lo hace el hombre. Llevan los dos lentes oscuras, como si el cuarto tuviera destello propio, interior. En la habitación todo funciona como en un espejo: pelo largopelo largo; vaso-vaso; cenicero-cenicero; gafas de sol-gafas de sol. Una botella de whisky en el centro de la mesa y un tazón con cubitos de hielo. El hombre que escucha es reflejado en la mujer que habla. El hombre que escucha nos da la espalda. Sospechamos que es el instigador de este monólogo repetido. Él mismo se ha infligido una punición extraña. Se ha castigado no de cara a la pared, sino de cara a la cara, a su historia o a las reminiscencias de esa historia que le atañe con fuerza, esa ventana que le ciega. Y se ha colocado como un niño en el aula. Incluso garabatea números en una claqueta que se parece más a una pizarra escolar. Le hemos escuchado decir: “cero A B primera”, y luego: “cero A B segunda”, y así hasta el final. El hombre-niño se atarea en sus deberes, y lo hace tan humildemente que dan ganas de llorar, adelantarle la frase que dirá más tarde, meses después: “En el momento en el que una cámara rueda y está posada, el cine se hace”

(9)

.

9. Jean Eustache a Phillippe Haudiquet en Image et son nº 250, mayo 1971.

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Posiblemente este hombre sepa que el verdadero paraíso es aquel que acabamos de perder. Posiblemente al saberlo se haya propuesto recoger ese tiempo, precioso, en la máquina oscura. Porque su gesto es un aprendizaje del dolor, y aprender es leer dos veces, doler doblemente. Por eso guarda la voz, el infierno o un paraíso del que ya sólo queda la sombra de su sabor. Nada ha de perderse. Este hombre escucha, de espaldas, la voz.

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LA PASIóN DOCUMENTAL DE EUSTACHE: LA MIRADA, LA MEMORIA Y EL MUNDO LUIS ALONSO GARCÍA

“La necesidad de hacer una película es una cosa muy secreta que nunca he podido analizar y siempre me ha inquietado” (Jean Eustache, entrevistado por Serge Toubiana: París/Cahiers du cinéma nº 284, 1978/Ene. Extractado en: material de prensa de la Filmoteca Española).

Jean Eustache. Nacido en 1938 en un pueblo de provincias de la “dulce Francia”, Pessac, cerca de Burdeos. Cinéfilo apasionado (en los últimos años, el naciente vídeo le servirá para pasar fotograma a fotograma las películas de Renoir) y cineasta a ratos divertido (es “el hombre amistoso en un bar”) en los créditos de El amigo americano, Wim Wenders, 1976-1977) a ratos malhumorado (allí donde el mal carácter se vuelve una condena a la inactividad profesional). Muerto –en la capital que fue del mundo, París– el 5 de Noviembre de 1981, a la edad de 43 años, por propia voluntad (“sin que se especifique la causa de su muerte”, decía la prensa). Referencias. Renoir –en su clasicismos– es para Eustache un horizonte y una cima inalcanzable, por la simple razón de la profunda historicidad de ambos, su ser en la historia (cualidad que no es sustancial ni a todo autor ni a toda obra). Renoir representa –en su ininterrumpida continuidad y evolución que cubre la del cine– aquello que en el interior y acomodo de un rígido sistema, sin em-

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bargo, continuamente lo desborda. Llámese, si se quiere, el “naturalismo” de la corriente europea del cine clásico como opuesto al “realismo” de la corriente norteamericana y sobre cuyo dual juego se configura perpetuamente el academicismo del sistema de representación institucional. Pero si en los años pre-televisivos, este rebasamiento naturalista de la imagen era posible en el interior de un circunscrito relato realista, con el asentamiento de la televisión aquel naturalismo se vuelve tan falso –tan construido– como cualquier otro intento de sacar algo de verdad de una ficción (recuérdese la espantada de Rossellini). Si Eustache quiere ser como Renoir, tiene que darle la espalda, traicionarle, olvidar todo aquello sobre lo que construyó una pasión por el cine y la vida. Jean Eustache, creador escaso. De parco inventario entre 1963 y 1980: dos primeros y exactos mediometrajes; siete llamémosles “documentales”; dos largometrajes de “ficción”. Su obra se despliega, para nosotros, entre dos límites. En el inicio, su presencia en el rodaje del primero de los Seis cuentos morales de Rohmer (La boulangère de Monceau, 1962) –uno de los francotiradores libres absorbidos en la Nouvelle Vague– experiencia con la que tienen mucho que ver –aunque en nada sean copias sino desbordes profundamente originales– tanto sus dos primeros mediometrajes de ficción –Du Côté du Robinson (1963) y Le Père Noël a les yeux bleus (1966) (ambos agrupados, a veces, bajo el título de Les mauvaises fréquentations)– como, sobre todo, el giro consciente y elegido hacia un tipo de documental des(en)carnado en su textura a un tiempo cínica y clínica, brutal en su apasionada objetividad: de los “tradicionales” La Rosière de Pessac I (1968), Le cochon (1970) y Numéro zéro/Odette Robert (1971) ) a los experimentales Une sale histoire (1977), La Rosière de Pessac II (1979), Le jardin des délices de Jérôme Bosch (1979), Offre d’emploi (1980) y Les photos d’Alix (1980). En el centro del grueso de este trabajo se sitúan sus dos supuestos largometrajes de ficción –La maman et la putain (1973) y

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Mes petites amoureuses (1974)– que representan, en el corto lapso de dos años, el ascenso y la caída, el reconocimiento y la incomprensión: de un autor escandaloso por (según se decía en aquellos tiempos) un lenguaje procaz que en realidad era el de una época; de una obra intratable pues (aunque aquellos tiempos no supieron verlo) pretendía llevar o devolver la “verdad” al único sitio donde ésta es posible, el discurso de ficción. En su término, el límite final viene aquí representado por un esbozo de guión “abandonado” (no sabemos si en vida o por la muerte). Peine perdue (1981) fue para el autor de estas líneas –hace más de diez años– el lugar donde encontramos un cierto sentido – pero ¿cúal?, nos preguntamos aún– a una mirada fílmica impenetrable... en la sospecha de que detrás de esa opacidad de los textos en realidad no se ocultaba nada: sólo un ojo/objetivo implacable en su registro del teatro del mundo. Referencias. Rohmer –en su modernismo– es para Eustache el punto de apoyo sobre el que saltar y el límite que superar. En ambos cineastas se opera una laboriosa y exhaustiva deconstrucción de lo real previa a su puesta en imagen y relato y/o documento, deconstrucción palpable en ese sentido de la autenticidad y de la naturalidad que surge de un calculado y milimétrico trabajo discursivo. A pesar de cualquier sensación que pueda tener el espectador, tanto en Rohmer como en Eustache todo está previsto (o re-sumido), todo está preparado (o re-integrado). Pero en el primero, a partir de un trabajo que es sobre todo el de la puesta en escena, el fino e invisible ajuste de la cámara al mundo construye un nuevo realismo, más verdadero si se quiere que el clásico de antaño, menos falso que el moderno de hogaño. En Eustache, sin que haya descuido alguno de la puesta en escena (en el control sobre el diálogo y el gesto) la verdad es buscada y capturada en una operación de vaciado de la puesta en cuadro, en un control del encuadre y el montaje que lleva al filme a un lugar en el que se quiere filmar un hecho sin pretender enunciar un juicio.

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Jean Eustache, cineasta marginado. Pues los documentales parecen anónimos productos televisivos (aunque en más de una ocasión la televisión se negó a “tragar” tales textos) y sus largometrajes fueron anegados por la potencia de una nueva ola que en sus diversas corrientes –de la “revolucionaria” de Godard a la “involucionaria” de Truffaut– no podía comprender una sensibilidad ajena al paroxismo autoral que caracterizó el combate entre lo nuevo y lo viejo desatado sobre las moquetas rojas de Cannes en 1959. Referencias. La Nueva Ola es para Eustache una corriente que le permite –situado en su estela– ser reconocido como cineasta (cuya limpia brillantez queda afirmada en los dos primeros mediometrajes) pero sólo para, inmediatamente, negarle el estatuto de autor (pues es este concepto de “autor” el que Eustache explora y revienta en su práctica documental). No es un problema de la “pequeña historia” de puñaladas y traiciones habidas en toda época – Eustache es respetado, y a veces “subvencionado”, tanto por los propios jefes de fila “nuevaoleros” como por los sucesores de éstos –sino de la “gran historia” de una maquinaria (“la política de autores”) que prometiendo desmontar el viejo edificio –decían que arruinado– del cine académico (“qualité”, en versión francesa) no se molestó en avisar que el edificio de nueva planta levantado también tenía sus normas de acceso y paso, alguna de ellas tan obvia como pensar el cine desde el concepto de “autoría” y la autoría desde el concepto de “obra”. “¿Por qué volver a hacer La Rosière de Pessac? Porque en 1968, cuando rodé la película, lamenté que no existiera la misma película rodada en 1896, el año en que se restableció esta tradición –que se remonta a la Edad Media– y que corresponde más o menos a la invención del cine. Soñé con lo que podrían haber hecho los hermanos Lumière en 1905, con el mudo, sobre este acontecimiento; soñé con un operador que hubiera rodado la ceremonia de la Rosière

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durante la guerra del 14, y habríamos visto a los soldados, el pueblo y sus gentes tal como eran en aquella época; imaginé la misma película en 1936... En el 68, fue sólo al finalizar la película cuando pensé en esto, en el extraordinario testimonio sobre el paso del tiempo que podrían ofrecer todo estos filmes, y me dije, un poco en broma, que me habría gustado volver a hacer la misma película cada año, como un funcionario que cumple con su trabajo... Hace año y medio, al volver a ver la película, me apeteció volver a hacerla, exactamente de la misma forma, filmando lo mismo, con esa idea de que si uno filma la misma ceremonia, que se desarrolla bajo todos los regímenes, bajo todas las repúblicas, se puede filmar el tiempo que pasa, la evolución y transformación de una sociedad dentro de una determinada permanencia, la de un lugar y de una tradición. Es la idea del tiempo lo que me interesa... Y lo que verán es la evolución de Francia, pero también la evolución del cine... Tomo la tradición tal como es, y la filmo respetándola por completo. No le añado una mirada moral, una mirada crítica a lo que filmo... No admiro de un modo especial esta tradición, tampoco tengo nada contra ella, ni me hace sonreír, no tengo ninguna opinión al respecto. Me interesa desde un punto de vista cinematográfico. No defiendo nada, no ataco nada. Trato de filmar una jornada. Trato, a partir de una realidad que existe, y que existe independientemente de mí, de hacer no ya una ficción sino una película”

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¿Qué hace de Eustache algo peor que un “cineasta maldito” de la historia (pues estos, negados en su tiempo, al menos son afirmados en la memoria colectiva del tiempo por venir): un excluido de la historiografía –a no ser como autor menor o epígono– a pesar del escándalo de la afamada La maman et la putain –como mínimo, uno de los

1. Jean Eustache, entrevistado por Alain Philippon, incluido en: Jean Eustache, Cahiers de cinéma, París, 1986. Traducido en: material de prensa de la Filmoteca Española.

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títulos más ajustados de la historia del cine– y de la maestría de la apenas conocida Mes petites amoureuses, obra sólo comparable, pero tan distinta, a Zéro en conduite (Jean Vigo, 1933)? La respuesta no trata de rescatar a un autor de la ignominia –Eustache, mayoritariamente desconocido, es más valorado de lo que parece–, sino situar precisamente la dificultad de la pregunta. Pues a fin de cuentas, sus largometrajes de ficción –eso que se llama “películas de base” y por las que se cuenta la historia del cine en sentido numérico y estético– son como otras de la época... a no ser por aquello que comparten con sus documentales –siempre depreciados en la filmografía de un autor–. La “mirada cínica”, la “anulación de un toma de postura”, el “estudio etnográfico”, el “objetivismo moral”, la “atención entomológica”... enunciados de la crítica, todos ellos ciertos, no cabe duda. Pero uno ve sus películas y se queda con una sensación extraña. Después de trece años (Valladolid, Semana Internacional del Cine, 1986) aún no sé qué pensar de la Mamá y la Puta, del Cerdo y las Rosauras. Después de unas semanas (en aquel entonces me las “perdí”), los Pequeños Enamorados o una Sucia Historia sólo me confirman en mi estupor. ¿Qué sostiene (en el doble sentido de sustrato y de objetivo) la obra completa de Eustache? ¿Qué es eso que traspasa la diferencia entre textos de “ficción” y “no ficción”, qué hace de sus mediometrajes y largometrajes algo más que un relato autobiográfico? ¿Qué es eso que, más acá de una cierta advocación a la documentalidad, asemeja los textos de “narración” y “observación permutando sus efectos: unos relatos que se nos dan como documentos, unos documentos en bruto de los que surge una historia? ¿Qué es eso que iguala sus primeros y tradicionales documentales (una fiesta pueblerina, la matanza del cerdo, una entrevista a su abuela) y sus segundos experimentales textos: una confesión de voyeurismo contada dos veces (por su protagonista real y por su autor ficcional), otra vez la fiesta pueblerina, la lectura de un cuadro de El Bosco (en el que apenas vemos el cuadro y mucho las caras imper-

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térritas de los que escuchan su descripción), la rutina en una oficina de empleo, la descripción de un catálogo de fotos? “Creo cada vez menos en una separación entre el documental y la ficción... Encuentro que el directo es un medio, un trampolín, pero como finalidad prefiero una película pensada, reflexionada y puesta en escena. He comprendido que una película en directo, cualquiera que sea la calidad de su expresión, no es el resultado de una idea que ha conducido a una obra... Al mismo tiempo, siempre tengo miedo en la ficción de estar lejos de la realidad. Me gusta que todo parezca rodado en vivo, aunque todo esté muy elaborado... estoy muy en contra de la improvisación, creo que la naturalidad en cine no puede adquirirse más que con un trabajo de ensayos: no creo que la naturalidad de la improvisación sea la misma. En la improvisación el actor está siempre un poco entre dos sillas, entre él mismo y su personaje. A mí me gusta un semblante de lo natural que no es en absoluto lo natural, sino que es el resultado de una labor de ensayos, de puesta en escena... la ausencia de naturalidad no me molesta en absoluto en el cine” (2). Hay algo más que una objetividad extrema en el texto, objetivación que acaba convirtiendo en crueles los “neutros” documentales de Le cochon o La Rosière de Pessac; algo más que un esfuerzo desmoralizador de la escritura, desmoralización que abandona a los personajes de las “duras” ficciones (Du côté du Robinson y Le Père Noël a les yeux bleus, La maman et la putain y Mes petites amoureuses) en una aspereza vital que va más allá de cualquier desgracia o fatalidad narrativa. Sin lugar a dudas el punto de partida de este sustrato

2. Jean Eustache: “Palabras para un magnetofón” en Casablanca nº 13, enero 1982. Los puntos suspensivos no son cortes sobre el texto original sino giros, contradicciones, en el discurso del propio autor.

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y objetivo de la obra de Eustache es la “documentalidad”, tomar el mundo tal como es. Aunque, más allá de las diversas estrategias discursivas del género, la documentalidad supone –desde la asunción del relativismo lingüístico implícito en el cine moderno– que el mundo no puede ser tomado tal como es y, por tanto, que el mundo debe ser puesto en escena antes de poder encuadrar mejor su verdad. La improvisación se vuelve un límite –allí donde la realidad miente con la palabra y la acción del actor–, la naturalidad se convierte en un trabajo del personaje y el drama, que puede ser realista... o todo lo contrario. Pero junto a esta retorcida idea del efecto documental –que es el de Rohmer, por ejemplo, en sus películas de ficción– hay en Eustache otro elemento. Es una perpetua investigación de esa nueva documentalidad que sabe –fuera de la ingenuidad clásica– que debe construir el mundo sobre el que afirmar o desvelar una verdad. Investigación que es sacrificio, pues parte de la falsedad de todo encuentro, y pasión, pues, sabe que la verdad es un puro efecto pero es lo único que dota de sentido al cine y el mundo. En Eustache esta búsqueda adquiere el camino de la dialéctica, de la confrontación: entre dos filmaciones de rodaje llevadas al montaje por un sola mirada (en Le cochon, Eustache monta a partir de material propio y de Barjol), entre documentales sociales (Le cochon y las Rosière de Pessac) y documentos personales (Numéro zéro), entre una imagen previa y su lectura (Le jardin des délices de Jérôme Bosch, Les photos d’Alix) o en fin –giro último de este trabajo de lo dialéctico, entre una misma historia de voyeurismo contada dos veces, por su protagonista y por su narrador, a su vez resultado del confrontación entre una imposible ilustración y su dicción (Une sale histoire). [Jean Eustache, sobre Une sale histoire] “La necesidad de hacer una película es una cosa muy secreta que nunca he podido analizar y siempre me ha inquietado” ...) “Primero pensé incluirla en un largometraje, hacer una digresión, pero esto habría sido difícil porque es una historia un poco larga. En literatura uno se puede per-

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mitir una digresión de un capítulo entero: alguien viene y cuenta una historia. En el cine se hace muy poco. Luego no sabía muy bien cómo rodarla, me planteaba la cuestión de la puesta en escena, de la ilustración de la historia y no estaba satisfecho con la respuesta. Luego pensé: lo que resulta interesante en esta historia es la reflexión, entonces sólo la ilustraré a medias, la ilustración será conducida por la narración, veremos ahora la acción, y ahora al narrador. Pensé que esto tampoco estaba bien y, finalmente, encontré que la única manera de hacer esta película era la narración, filmar al tipo que cuenta la historia. Es la película imposible de hacer, yo la declaro imposible. Trato de escribirla, no lo consigo, y por tanto hago que la cuenten. He integrado mi preocupación, mi búsqueda en la película. No se trata de imposibilidad de ilustrar, para esta película en concreto la ilustración no es necesaria, prefiero la reflexión. Y explicaba un poco todo esto al principio del guión”

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Ya nada es tan sencillo como decir que la verdad se encuentra del lado de una imagen más o menos construida, como si todo se redujera a buscar la objetividad en el montaje corto o en plano-secuencia (la ingenuidad ontológica de Bazin). Si la verdad es un efecto de discurso, no tiene mayor preeminencia en su revelación la imagen sobre la palabra. Ambas son signos que ponemos y con los que construimos el mundo. En otras palabras, en cuanto dispositivos, no está el cine más cerca de la verdad que la literatura. Por supuesto, algo hay en el cine que habla sin que intervenga el discurso: el radical fotográfico de su artefacto, allí donde una imagen deja de ser un signo para ser una huella y, muy paradójicamente, a través de aquello que más lejos pareciera de la verdad: la carne del actor (caso

3. Jean Eustache entrevistado por Serge Toubiana, Cahiers du cinéma nº 184, París, enero 1978. Extractado en: material de prensa de la Filmoteca Española.

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paradigmático de Jean-Pierre Léaud en la obra de la Nouvelle Vague). El sustrato y objetivo de Eustache es por tanto combinar esa fatal paradoja: construir un discurso (verbal y aurovisual) que produzca la única verdad posible a partir de un material en bruto que es el de las huellas foto/fonográficas del mundo. La modernidad se construye esencialmente como un contracine, un ataque frontal, desde elaboradas posiciones teóricas y prácticas, al dispositivo generado por el sistema de representación institucional, centrando la discusión en la supuestamente perversa transparencia del relato clásico. Pero en Eustache, domina otra idea, el pro-cine(matógrafo), un intento de construir un discurso pegado al artefacto, allí donde la imagen era documento antes de que se definieran los géneros del relato y el documental. De ahí que poco importe en su obra la descripción genérica: la misma pulsión late en las ficciones y los reportajes, en las narraciones y los documentales. Cabe reconocer que mucho de esta pulsión es compartida por la historia del cine moderno –aunque desde la historiografía se haya posteriormente primado la producción narrativa y ficcional– pero normalmente bajo la misma ideología a la contra sobre la que se deconstruyó el relato clásico. De la dominante “expositiva” (omnisciente y omnipotente) del documental clásico se pasó a una dominante “interactiva” del reportaje y entrevista de la modernidad, convirtiendo el rodaje en una conversación “en directo” (entre los agentes a ambos lados de la cámara), el texto fílmico en una producción “en vivo” (entre el espectador que percibe las huellas del proceso). En Eustache, sin embargo, no tiene cabida este simulacro de interacción (entre los agentes del rodaje, entre el espectador y el texto). Pues, por pura lógica, el simulacro –allí donde el cine moderno se vuelve automáticamente cultura posmoderna– no parece ser el buen camino en la búsqueda de la verdad. Desde este punto de vista cobra interés el “insoportable” documental de Numéro zéro/Odette Robert, una larga entrevista a la propia abuela sin otra

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planificación que la no eliminación de los planos de claqueta y el constante vaivén de zoom y corte de bobina entre un plano medio largo de Eustache de espaldas y su abuela sentados frente a frente en una mesa camilla y un primer plano que aisla a la abuela (cuyo rostro es el doble especular del de aquel que no vemos). Pero esta planificación pierde todo sentido de modernismo al saber que dicha obra es literalmente un “asunto personal” –allí donde Eustache quiere tener una prueba (documental) de una conversación con su abuela– y que sólo se convirtió en género (documental) diez años después al ser incluido en una serie televisiva. La estrategia general de Eustache en su obra quedaría asociada así a la denostada transparencia del cine clásico: una cámara que filma siempre a una distancia correcta y que corta siempre en el lugar preciso, sin ningún tipo de reflexividad ni distanciamiento, allí donde el discurso se (d)enuncia como tal. Y, sin embargo, esa transparencia no es la de un “autor” que domina y cierra el texto y, en realidad, esa transparencia acaba desvelando una opacidad profunda, de algo que no se nos dice ni enseña. Hay, por decirlo de alguna manera, un trabajo de la planificación sobre las distancias cortas, como si cada una de las tomas y de los cortes se desarrollaran en perpetua toma subjetiva de una presencia que ya estaba allí antes de llegar el autor y su cámara. Eustache suelda la puesta en escena a la puesta en cuadro. Pero para que esto sea posible –tanto en las ficciones como en los documentales– es necesario presuponer que cada una de las obras del cineasta hablan, única y exclusivamente, de una determinada experiencia: la del propio autor convertido en personaje perpetuo de su obra. Hay datos que avalan esta interpretación autobiográfica de su obra, pero el problema es el concepto mismo de autobiografía. No se trata de que la mayor parte de las películas estén basadas en hechos más o menos reales o históricos, sino de que cada una de las tomas (en su puesta en escena y su puesta en cuadro) surgen de una experiencia vital profundamente

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subjetiva de la mirada, la memoria y el mundo. De Le cochon a Mes petites amoureuses aquello que atraviesa la obra completa de Eustache es la construcción de una puesta en escena (el mundo) y de una puesta en cuadro (la mirada) que surge y se hunde en la memoria de un sujeto. [Serge Daney, sobre Peine perdue] “Un texto que le colocaba directamente en escena describiendo de manera rigurosa y precisa su comportamiento en ese cuarto; desde el instante en que se acostaba, de noche, muy tarde, pasando por todos los gestos, los avatares del día, las grabaciones, las llamadas de teléfono, etc... ¿Eustache etnólogo de sí mismo, mortalmente narcisista? Sí; pero había más. No quería filmar el texto escrito ni ilustrarlo, quería hacer coincidir, hacer funcionar el tiempo, la lectura del texto y los movimientos de la cámara. Que el texto fuese leído y que el movimiento de la lectura fuese filmado. Quería acercarse a lo imposible: tomar a la vez el texto, lo que en éste se dice, y cómo es dicho. Es por esto por lo que Eustache necesitaba el vídeo: para acceder al corazón de la experiencia. Autor-cobaya. Lo imposible ha vencido”

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Más allá de la subjetividad como estrategia del discurso, las huellas de la memoria como intimidad de una experiencia. En la matanza del cerdo o en los primeros besos (los robados y los logrados), Eustache construye el cine con la vida. Poco importa entonces la pugna entre ilustración de la palabra y dicción de la imagen –bucle en el que se resume su obra documental– o la imposibilidad de filmar determinadas acciones o pensamientos: dichos o mostrados (literarios o fílmicos) son hechos brutos que una cámara subjetivada filma implacable, aunque para ello el artefacto haya de borrar al autor, la experiencia de la vida a la obra de cine. Ahora es cuando, quizás, nos podríamos enfrentar a la posibilidad de visualizar aquel

4. Daney, Serge, Casablanca nº 13, enero, 1982.

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guión abandonado, La pena perdida. Pues en su último texto, pegado a su presente más inmediato, Eustache encontraba todo aquello que buscó a lo largo de su corta vida. Peine Perdue (Pena perdida): fragmento de un guión abandonado (recogido en Casablanca nº 13, Madrid, enero, 1982. No se menciona el traductor ni el origen). Fragmento 1: “La ciudad puede que no le hubiera cambiado, pero todo era diferente. Y además, no se veía el aeropuerto. Ni desde lo alto, instantes antes. Durante cinco años, en mi habitación de París, había conservado todo intacto en mi memoria. Me bastaba cerrar los ojos para volver a ver lo que quería... Decir que eso me permitía soñar en mi cuarto, en el quinto piso de un viejo edificio con patio de París, sería exagerado. Aquello no me hacía soñar...” (...) “He deseado con frecuencia un nuevo despertar, para renacer, sentir todo de nuevo, las alegrías, las penas y todo y todo. Creo que hoy ese despertar es demasiado grande o demasiado peligroso para el hombre que soy. Esa puerta hacia la felicidad que me visita en mis sueños puede, me parece, no ser otra que la de la muerte”. Fragmento 2: “Diga lo que diga (o decía), nunca he vivido con Sylvie. Nunca hemos vivido juntos. No obstante, desde hace bastante, muchos años tal vez, ella dice con frecuencia, o decía, desde que vivo contigo, porque yo a eso lo llamo vivir. Vivir, yo no sabía qué era eso; pensaba que era otra cosa, otra cosa, una cosa que había conocido con el tiempo, en el pasado; pero reflexionando, o pensándolo, es perfectamente la misma cosa; ya no sé muy bien si he llegado a saber lo que era vivir con alguien. Y sin esforzarme demasiado podría decir que tal vez no sé tampoco qué es vivir. Vivir simplemente, ¿es lo mismo que vivir solo? Vivir solo, creo que eso sí sé lo que es, y es por eso por lo que jamás lo he soportado. Salvo

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antes. Pero antes no me lo preguntaba. Y no vivía solo, pero eso no lo sabía. Era demasiado tarde, y no se me había avisado”. Fragmento 3: “Desde un cierto día, pero no me acuerdo cuál, no he vuelto a salir. No he salido de mi cama, salvo para ir a hacer pis. Lo que me obliga a levantarme de cincuenta a cien veces al día. Si no fuera por eso no me levantaría más de tres o cuatro veces, para ir a buscar cubitos de hielo en la nevera de mi whisky. Me despierto por la mañana, como todo el mundo; pero de eso ya no estoy seguro (de que todo el mundo se despierte). Me levanto y voy a hacer un café con leche. A veces recaliento el café que queda del día anterior o del anterior. De vez en cuando no soy yo quien calienta o recalienta el café con leche. Es alguien que está ahí, alguien que ha venido a verme. Eso pasa todavía. Con el café con leche tomo las medicinas. Tendría que tomarlas también a mediodía y por la noche. Pero eso sucede raras veces. El mediodía y la noche son difíciles de distinguir, porque cuando he dicho que me levantaba por la mañana era una manera de hablar. A veces es mediodía o mas. Después del café con leche me bebo un whisky, que me sirvo o me hago servir cuando hay alguien. A veces bebo dos, o sea, que lleno mi vaso de nuevo. No dejo a nadie que se ocupe de eso. Y pronto, siempre desde aquel día del que no me acuerdo, me duermo. Duermo parte de la tarde. Muy a menudo es el timbre del teléfono lo que me despierta. Siempre me fastidia, sea quien sea el que llame. Después vuelvo a dormirme, o no. Eso depende. No hay regla. Así que la cosa vuelve a empezar como por la mañana: café con leche, medicinas, whisky, cubitos... Durante ese tiempo aprovecho para ir a hacer pis dos o tres veces, o tres o cuatro veces. Siempre unas gotas, raramente más”.

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MES PETITES AMOUREUSES: EL PEQUEÑO RIMBAUD EN NARBONNE MARÍA JOSÉ FERRIS CARRILLO

A Fina, que me enseñó a contemplar el mundo a través de los ojos de las palabras. “Pero terminó la niñez y caí en el mundo.” Luis Cernuda

I. LA ETERNIDAD DEL PRIMER PARAÍSO Según la mitología griega, Cronos es el más joven de los hijos de Urano (el Cielo) y de Gea (la Tierra). Pertenece a la primera generación de dioses, y fue antecesor de Zeus y los Olímpicos. Entre sus más memorables hazañas figura haber ayudado a su madre a vengarse de su padre, cercenándole los testículos con una hoz que ella le proporcionó. Arrojó a sus hermanos al Tártaro (la región más baja de los Infiernos) y se erigió dueño del universo. Desposó a su propia hermana, Rea. Una profecía de sus progenitores (depositarios de la sabiduría y el porvenir) le auguraba que sería destronado por uno de sus hijos. Para paliar esta posibilidad, Cronos iba devorando a sus hijos a medida que iban naciendo. Irritada por verse privada de sus criaturas, Rea, que llevaba a Zeus en su seno, huyó a Creta y dio a luz en secreto y le entregó a Cronos una piedra que éste engulló creyendo que era el neonato. En su

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mayoría de edad, Zeus hizo absorber a Cronos una droga, que le obligó a vomitar a todos los hijos devorados. Éstos le declararon una guerra que duró diez años y acabó con la victoria de Zeus y sus hermanos sobre Cronos. El castigo del padre fue ser encadenado de por vida. Este padre desnaturalizado ha pasado al imaginario popular como el dios del Tiempo personificado. Con este peculiar referente, no será fácil a la humanidad dar cuenta de uno de los fenómenos que más nos atañen en ese proceso que se denomina existencia: el factor temporal. Sobre el tiempo, cualquiera puede hablar porque es la materia que forja nuestros días, pero las reflexiones más lúcidas siempre proceden de ese ámbito creativo llamado poesía, quizá porque su repercusión en el mundo real sea tan ínfima. El discurso científico siempre se ha revelado hartamente improductivo en este terreno o, al menos, soberbiamente ajeno, quizá porque goza de gran predicamento en la llamada realidad. Luis Cernuda (1902-1963), uno de esos lúcidos por antonomasia, traza en Ocnos (1942) una de las observaciones más esclarecedoras sobre el tiempo: “Llega un momento en la vida cuando el tiempo nos alcanza (No sé si expreso esto bien.) Quiero decir que a partir de tal edad nos vemos sujetos al tiempo y obligados a contar con él, como si alguna colérica visión con espada centelleante nos arrojara del paraíso primero, donde todo hombre una vez ha vivido libre del aguijón de la muerte. ¡Años de niñez en que el tiempo no existe! Un día, unas horas son entonces cifra de eternidad. ¿Cuántos siglos caben en la vida de un niño?”

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Y, justa-

mente, Cernuda relaciona esa idea del tiempo con la infancia, ese espacio donde la desdicha no existe y la muerte está evacuada. Cernuda nos habla de un tiempo casi sólido, magma de un edén desembarazado de toda preocupación, de una arcadia cronológica (más que espacial): la edad puellae, o sea la niñez.

1. Cernuda, Luis, Ocnos, Seix Barral, Barcelona, 1989, p. 45.

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Que la niñez es una época feliz es un tópico que cada vez tiene menos crédito. Y menos aún si la dilatamos hasta la adolescencia, esa goma elástica temporal que, teóricamente, conduce a la madurez: “La adolescencia es un estado reconocido por los educadores y los sociólogos, pero negado por la familia, por los padres. De acuerdo con el lenguaje de los especialistas, yo diría que el destete afectivo, el despertar de la pubertad, el deseo de independecia y el sentimiento de inferioridad son los signos característicos de este período. Cualquier desconcierto lleva a la rebelión, y a esta crisis se la llama precisamente “juvenil”. El mundo es injusto; es necesario despabilarse y por eso se dan “los cuatrocientos golpes” [se hacen las mil y una]” (2). Quien así se pronuncia es François Truffaut (1932-1984), uno de los directores europeos que supo trasladar a la pantalla con mayor veracidad este segmento de indeterminación y carencia (adolecer=sufrir, padecer), desde su primer cortometraje Les mistons (1958), siguiendo con Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, 1959) hasta llegar a La piel dura, (L’argent de poche, 1976). Curiosamente, el cine francés ha sido pródigo en ese tipo de filmes de aprendizaje, donde el protagonista es un niño o un adolescente. Podríamos completar la lista con otros títulos como L’enfance nue (1968) de Maurice Pialat, Adiós muchachos (Au revoir, les enfants, 1987) de Louis Malle, o una producción más reciente de André Téchiné, Los juncos salvajes (Les rouseaux sauvages, 1984). A pesar de pretender evitarlo, la mayoría de estos filmes caen en una suerte de operación nostálgica o canto luctuoso a ese primer paraíso perdido. Creemos, sin embargo, que hay una obra cinematográfica que se desmarca de todas éstas porque traza una hipótesis de partida completamente distinta: la contemplación de la

2. Truffaut, François, El placer de la mirada, Paidós, Barcelona, 1999, p. 35.

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infancia como “una etapa difícil que hay que superar”. Es Jean Eustache quien define, de este modo, la infancia, a raíz del tema de su filme Mes petites amoureuses (1974), obra fundamental en su tratamiento de la adolescencia y el tiempo.

II. EL TRATAMIENTO TEMÁTICO Y FORMAL DEL TIEMPO Alain Philippon (3) cuenta que el éxito relativo de La maman et la putain (1973) permitió a Jean Eustache rodar Mes petites amoureuses en unas condiciones de producción normales, las únicas que conoció en toda su trayectoria cinematográfica. El filme, incluso, se rodó con cierto lujo, con Néstor Almendros para dirigir la fotografía a color. No obstante, fue un fracaso comercial, ya que gustó a la crítica pero no complació al público. El protagonista es un niño, en la frontera entre la infancia y la adolescencia (lo que se denomina pubertad) que, según declaraciones del propio Eustache, tiene doce años cuando se inicia el filme y quince cuando acaba. Toda la película se estructura sobre él y no hay un solo plano en que no esté presente. Podríamos considerarlo un filme de aprendizaje, al modo de las bildungroman o novelas de formación o de educación, relatos que narran la historia de un personaje a lo largo de su proceso de formación intelectual, moral o sentimental entre la juventud y la madurez. En el caso de Daniel, que así se llama el protagonista del filme (dato que conocemos casi al final del metraje, justamente cuando recibe uno de sus primeros besos y es interpelado nominalmente por una joven), experimenta una serie de mudanzas o cambios, que van de lo espacial (cambia el hogar confortable de su

3. Phillipon, Alain, Jean Eustache, Cahiers du cinéma, 1986, pp. 45-46.

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abuela en un pequeño poblado del sur de Francia por la ciudad donde vive su madre), a lo social y a lo laboral (salida al exterior, al mundo del trabajo, conocimiento de terceras personas de distintas edades y extracciones socioculturales, fuera del núcleo familiar), pasando por lo emocional (la curiosidad por el otro sexo y el despertar físico) y lo intelectual (la pasión por el cine, su ambición de continuar sus estudios). Y, sin embargo, Eustache, lúcidamente, no plantea el filme como un desarrollo formativo o un aprendizaje. No se trata de un tránsito de una edad incompleta y fútil a una edad completa y plenamente formalizada. El filme no muestra un trayecto hacia ningún lugar. La adolescencia no se presenta como un lugar de partida hacia esa supuesta meta de llegada llamada madurez. No hay una voluntad teleologicista ni una justificación de causa-efecto en el planteamiento del relato. La vida es la vida y el ser es padecer, a cualquier edad, en todos los momentos. Y esta posible perogrullada no puede más que aterrorizarnos. De ahí, el desasosiego y la indeterminación en que deja sumido al/la espectador/a al final de la proyección y éste es tal vez el motivo de su fracaso comercial. Como Daniel, no sabemos más de la vida, hacernos mayores no nos ha hecho más sabios. Y lo único que hemos podido aprehender nos ha servido para percatarnos del dolor y la pérdida que conlleva la existencia, para aprender el desgaste de los días. Para Eustache, la infancia no es el paraíso de Cernuda. La eternidad en la adolescencia son sólo los lánguidos y prolongados domingos rojos de desencanto. El filme siempre ha sugerido estas dos lecturas enfrentadas: por una parte, la consideración del mismo como un relato de aprendizaje y de iniciación, que conlleva la pérdida y el abandono de los valores de la infancia y, por otra, la interpretación contraria (que nosotros consideramos más adecuada), según la cual no hay revelaciones ni descubrimientos en la niñez que lleven a la edad adulta. La infancia no es una etapa de consecución hacia otro estadio, sino un estado en sí mismo (4).

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El título del filme hace referencia a un poema de Arthur Rimbaud, uno de los infantes terribles de la literatura universal: “O mes petites amoureuses, /Que je vous hais!/Plaquez de fouffes douloureuses/Vos tétons laids!”. Jean Eustache justifica así esta elección: “Al principio, estaba entusiasmado con el título. Después me di cuenta que pensaba muy a menudo en el poema: Cuando vi la proyección final, pensé que había dado la vuelta al texto de Rimbaud. Resulta curioso”. En efecto, el tono iracundo y displicente del poema de Rimbaud no aparece en el filme de Eustache: en él, no aparece ni la nostalgia de la adolescencia pretérita ni el resquemor por una época difícil de la vida. En Eustache no hay una voluntad explícita de caer en el ternurismo, sino de realizar una crónica casi documental, sin concesiones y plenamente objetiva. Lo que se muestra en la película, en todo caso, sería esa “nostalgia de futuro” que preconiza Juan Marsé en su novela El embrujo de Shanghai (1991), tomando como referencia las palabras del poeta Luis García Montero: “La verdadera nostalgia, la más honda, no tiene que ver con el pasado, sino con el futuro. Yo siento con frecuencia la nostalgia del futuro, quiero decir, nostalgia de aquellos días de fiesta, cuando todo merodeaba por delante y el futuro aún estaba en su sitio”. Este sentimiento que ha gozado de poco predicamento en las obras literarias o cinematográficas (que han tratado consuetudinariamente el tema de la nostalgia del pasado), este planteamiento de un porvenir sin por-venir, anclado rabiosamente en el destino del presente radical, es una las bazas de la primera parte del filme de

4. Un artículo que interpreta el filme como una historia de aprendizaje es el de Frédéric Vitoux, aparecido en Positif, 166, febrero de 1975, París, recogido en VV.AA., Jean Eustache, Filmoteca de la Generalitat de Catalunya, Institut Français, Barcelona, 1983, p. 24-25. Por el contrario, Alain Bergala en “Enfance d’un cineaste. A propos de Mes petites amoreuses (1974)” en VV.AA, Spécial Jean Eustache, Cahiers de cinéma, nº 523, abril de 1998, París, pp. 12-14, realiza una interpretación diferente y niega la idea del aprendizaje.

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Eustache. En efecto, hasta su llegada a la ciudad, Daniel mantiene cierto anhelo de futuro y de esperanza. Cuando su madre le niega la posibilidad de continuar los estudios y le conmina a trabajar, el pequeño deja de sonreír y se tranforma en un ser taciturno y cariacontecido. Desde entonces, Daniel se limita a ser observador de la vida. Eustache describe a la perfección este sentimiento de pérdida de la ilusión, en los fragmentos de un guión inacabado, que han quedado como su legado testamentario (la cita es larga, pero tan dolorosamente bella que no nos resistimos a reproducirla por completo): “Me acuerdo de situaciones parecidas; tenía veinte años, veintitrés años, treinta, jugaba, tenía toda la vida por delante. Creo que hoy ya no es así, en todo caso no lo siento igual. Tengo algo por delante; si no es así no me interesa verdaderamente. No observaría nada con atención y no conservaría nada dentro de mí, ni como memoria ni como recuerdo. He deseado con frecuencia un nuevo despertar, para renacer, sentir todo de nuevo, las alegrías, las penas y todo y todo. Creo que hoy ese despertar es demasiado grande o demasiado peligroso para el hombre que soy. Esta puerta hacia la felicidad que me visita en mis sueños puede, me parece, no ser otra que la de la muerte”

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En Eustache, como vemos, el tema del tiempo es fundamental. Y aunque no devora a sus propios hijos, como Cronos, sí los somete a la presión de este factor determinante. Para sus criaturas (para él mismo), la vida carece de sentido si no hay un futuro interesante en perspectiva, ese futuro anhelado que nos invita a renacer, ese futuro que, muchas veces, se niega a aparecer. Se ha dicho que el tiempo es la materia de los filmes de Eustache, que éstos están dotados de una densidad cronológica y existencial, a menudo vincu-

5. Es un extracto de “Peine perdue (Pena perdida). Fragmentos de un guión abandonado”, el último guión de Jean Eustache, recogido en Casablanca: papeles de cine, nº 13, enero de 1982, pp. 21-22.

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lada a su propia vida, hasta tal punto que es posible distinguir una trilogía de las edades: infancia, adolescencia, juventud. Los dos primeros segmentos temporales estarían recogidos en el filme que nos ocupa, donde el tiempo se trata de una forma neutra, sin subrayados. Pero, paradójicamente, este tiempo casi sólido, casi detenido, propio de esa región del extranjero que es la infancia o de las poblaciones del Midi francés, se revela poderoso y es el eje vertebrador de todo el relato. El tiempo pasa y no pasa más que el tiempo. Otra constatación difícil de digerir para el gran público, acostumbrado a las musiquillas que enfatizan los momentos relevantes en los filmes hoollywoodienses. No hay aquí momentos relevantes ni alharacas existenciales. No hay epifanías ni revelaciones que conduzcan a un futuro más pleno. El futuro (estéril añoranza) será tan carente, tan sórdido y vacuo como el presente. Para Daniel, la vida será verla pasar. Como pasa el tiempo. Sin implicarse. Como si fuera un testigo de su propio devenir. Mirándose a sí mismo a través del espejo negro de los demás. Y no hay reflejo posible para aquél que se mira en un espejo negro.

III. LA ESTRUCTURA DEL ESPACIO Una de las características del cine de Eustache es su voluntad de objetividad. Y si esto lo consigue al reflejar, de una forma neutra, el paso del tiempo, realiza una operación similar respecto al tratamiento del espacio. Para conseguir ese tono documental, Eustache busca un lugar determinado que le permita llegar a lo universal. Reniega de la abstracción por la abstracción. Así, elige rodar en espacios concretos de Francia, precisamente, en la citada región de Midi. De esa concreción espacial pasamos a un clima psicológico, a ese espacio indeterminado de la infancia que, según Eustache, siempre se encuentra en el extranjero. Por el mismo mo-

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tivo, centra el filme en la figura de un niño del que desconocemos hasta su nombre y cuya presencia se revela, principalmente, mediante los primeros planos de su rostro, un rostro siempre a la expectativa, al acecho del futuro. El tratamiento del espacio en el filme se organiza sobre una dialéctica que contrapone los planos generales con que se abren las escenas (por el tono cadencioso del que hablamos anteriormente, creemos que los segmentos de división del relato son escenas y no secuencias) con los primeros planos del rostro de Daniel. Esos planos generales nos dan cuenta de la situación espacial (la fachada de la iglesia, del colegio, del bar, del hogar familiar) donde se mueve el personaje: son el exterior, se corresponden al mundo. Por el contrario, los primeros planos del niño se vinculan a la interioridad, a la subjetividad y a la intimidad: son el interior, se corresponden al yo. Con estas premisas, el relato está en marcha. A ello hay que añadir una puesta en escena sobria y precisa y una estructura férrea que algunos críticos han calificado, erróneamente, de dispersa, poco sistemática e incongruente. Nada más falso: los fundidos en negro que separan las escenas corresponden a la voluntad enunciativa de una forma clara: pretenden ser los signos de puntuación de una enunciación que no busca una estructuración fija. Se trata de una sucesión de episodios sin jerarquizar. Así pues, la forma es plenamente coherente con el contenido: como no hay subrayados en el relato de la vida, no hay énfasis en el andamiaje de dicho relato. Los largos fundidos en negro también contribuyen a formalizar ese tempo voluntariamente creado. Tiempo, espacio, enunciado y enunciación, perfectamente ensamblados en una puesta en escena calculada y ajustada. A Eustache siempre le pareció fundamental la reconstrucción exacta de la realidad, porque para él, la vida y el cine se confundían. Llegó a afirmar: “Creo que es el cine lo que más he amado en mi vida”. Para ejemplificar esta vocación entomológica, naturalista de Eustache, sirva el testimonio

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de uno de sus colaboradores: “Para Mes petites amoureuses, Eustache quería un fragmento de Pandora, y si no, nada; y entonces no estaban disponibles los derechos de los filmes de Albert Lewin. El extracto donde Daniel besa a la muchacha debía ser aquel en el que, años antes, él mismo había besado a una chica. No sé si él rechazaba confiar en su imaginación o si, por el contrario, sus deseos proustianos iban al límite de la recreación de todo”

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Como apuntábamos, aunque no hay una evolución teleologicista en el comportamiento de Daniel, sí observamos una mudanza en su actitud que podemos relacionar con el cambio espacial que sufre. En casa de su abuela, en el pueblo, es un niño integrado, tiene amigos, está interesado por los temas académicos y es un ser que sabe actuar. Sirva como ejemplo la escena en que golpea a uno de sus compañeros de clase (“Martini era el más alto y el más fuerte de nuestra clase”, dice la voz en off de Daniel, recurso presente a lo largo del filme): Daniel, provocador y curioso, le propina un puñetazo en el estómago, de forma gratuita, sólo para observar su reacción. Concluye: “En sus ojos no había cólera”. En la escena de su primera comunión, asimismo, recién inaugurado el impulso sexual, Daniel se aproxima a una niña, en uno de los travelling que mejor ha sabido describir ese sentimiento ambiguo de la infancia: entre lo inocente y lo perverso: “Noté mi sexo crecer y me apreté contra ella”. Daniel es, en este espacio, un niño que siente curiosidad, sabe y siente “que tiene algo por delante” y se puede entusiasmar con los carteles de un cine que anuncian una película de Paulette Godard, un filme Paramount, o con la llegada del circo y la erección de la carpa

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La escena del circo es significativa porque nos habla de la manera de entender el mundo del personaje en este espacio. Acude con

6. Lounas, Thierry, “Le vandalisme cinématographique de Jean Eustache” en VV.AA, Spécial Jean Eustache Cahiers de Cinéma, nº 523, abril de 1998, París, p. 17.

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su abuela y observa con suma atención el número de un faquir, que traga sables y que se acuesta en un lecho de cristales rotos. Un primer plano del rosto del niño con una sonrisa ilusionada clausura este segmento con un fundido en negro. Hasta aquí, Daniel es un espectador que goza de un espectáculo que se ofrece ante sus ojos, lo goza con fruición y queda encantado. En la escena posterior, Daniel representa el número del faquir ante sus amigos. Con ayuda de otro niño, prepara los vidrios de manera que resulten inofensivos y luego se tiñe la espalda con mercromina para simular las heridas. Daniel se nos está mostrando como un exhibicionista nato, como un “farsante” que, para atraer la atención de su público, recurre al truco y a la magia de las palabras (es uno de los discursos más prolijos del niño, que se pasa todo el filme prácticamente mudo). Podríamos equiparar a este Daniel con un director de cine, porque, al representar o imitar el número circense ante espectadores, está creando una puesta en escena, donde él se dirige a sí mismo y donde interpreta. Daniel se pone en el punto de mira de los demás: es el centro de atención. Disfruta siendo observado y dirigiendo. Esta actitud no la volverá a tener en el resto del filme y este es un salto cualitativo que nos parece fundamental en la construcción del personaje. Y este salto se relaciona directamente con el factor espacial. Daniel actúa, juega, está dentro de la vida. Todavía. Sus juegos pueriles con las niñas ya tienen cierto atisbo de escarceo sexual, pero todo queda empañado por la ambigüedad de lo lúdico. Daniel provoca a una chica: “¿Tienes miedo?”. Acto seguido, comienzan a pelearse y acaban en el suelo. Un guardia forestal clausura el juego con su aparición. Fundido en negro.

7. No podemos obviar la referencia a la presencia del circo en la infancia, característica en la obra de Federico Fellini o la influencia del cine en la vida de personajes de películas como El espíritu de la colmena (1972) y El Sur (1983) de Víctor Erice. Una hermosa reflexión sobre el papel del cine en la infancia se encuentra en el texto de Víctor Erice, “Al cine, in memoriam” en Archipiélago nº 22, otoño 1995, pp. 48-50.

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En Daniel, sin embargo, comienzan a percibirse ciertas conductas extrañas (pequeños engaños a su abuela, disparar un balín de fogueo a bocajarro a una niña, conducir temerariamente una bicicleta), que no dejan de ser habituales en la niñez. En el fondo, es un muchacho integrado en el sistema, que es buen estudiante. Hay un punto clave que conlleva una transformación del carácter de Daniel (en ese carácter aún sin perfiles, prematuro, fetal) y que coincide, como decimos, con la mudanza espacial. Daniel llega a su casa. A través del vano de la ventana, ve una figura femenina: es su madre, que está junto a su amante y a su abuela. El hecho de que Daniel contemple, por primera vez en el filme, a su madre a través de la ventana es muy significativo. Daniel va a dejar de ser un exhibicionista para convertirse en un voyeur. Con todas las de la ley o, más bien, con todas las del deseo, Daniel será a partir de ahora un ser que mira, un ser que contempla. Y la consecuencia de esto es que dejará de actuar. El niño observa una escena originaria, donde su madre es besada por el hombre que va a ocupar el lugar de su padre ausente. Todo el conocimiento que Daniel pueda adquirir a partir de ahora estará mediatizado por su mirada, por “ese ojo, el órgano que me ha hecho comprender el mundo”, en palabras de Goethe. Sabrá que su madre le llevará a la ciudad en que vive a final de curso. Esto lo aprehende, a través del marco de una ventana iluminada, mientras él descansa en su cama. De ser mirado a ser mirón. De ser activo a ser contemplativo. Desde este momento, para Daniel, la vida se revelará a través de un serie de reencuadres, en los que se mezclará la existencia, el cine, el sexo y la pérdida del futuro. Y una vida constreñida a los límites de un marco nunca será una vida plena.

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IV. LA ORGANIZACIóN DE UNA MIRADA No es por azar, creemos, que la escena que sigue a la anterior se desarrolle en el interior de un vagón de tren y nos muestre a Daniel perfectamente identificado con su nueva condición de voyeur. A la salida del colegio, Daniel marcha a la estación, pasa por la zona de las prostitutas, sube a un tren y entra en el compartimento de un vagón. Un muchacho de más edad penetra seguidamente en el mismo espacio y cierra las cortinas. En la oscuridad, paradójicamente, se ve mejor porque el placer está más sugerido. Es un espacio desembarazado para la imaginación. “Sigue mi ejemplo”, aconseja el muchacho. Aparece otro chico y una chica: se sientan enfrente de Daniel y proceden a besarse y a acariciarse componiendo un menage à trois que da entrada, con todos los honores, a Daniel en su condición oficial de mirón. Es su iniciación ocular y está plenamente relacionada con el sexo. Y con la oscuridad. La vida ajena como un espectáculo ante nuestros ojos. ¿No es una definición afín a la que podríamos hacer del cine?, ¿no se ha considerado, en muchas ocasiones, al cineasta como un voyeur irredento, presa de una “oftalmopatía” vocacional? Después, Daniel marcha, en tren, curiosamente, a la ciudad. Desde la ventanilla, de nuevo, verá a su abuela y se despedirá. Una sonrisa aún asoma a sus labios. Es su madre quien pasa a recogerlo. En el interior del taxi es la madre quien “dirige” la mirada de Daniel y la hace posarse sobre los puntos más interesantes del nuevo espacio: el instituto, el mercado, el Palacio del Trabajo... Cuando ve un cine, la sorpresa es mayúscula para el niño y un amplio gesto de satisfacción e ilusión sube a su boca cuando su madre le comenta que hay cuatro salas de cine en la ciudad. Todo este segmento está estructurado según el parámetro clásico de planificación del campo (rostro de Daniel en primer plano) y contracampo (lo que ve Daniel a través de la ventanilla del taxi, en travelling).

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A partir de ahora, la vida para Daniel va a estar sujeta a una serie de encuadres, como ya dijimos: el de la ventana del apartamento que será su nuevo hogar, desde donde contempla el bar “Les 4 Fountaines” y, sobre todo, las cristaleras del taller de automoción donde trabajará. Su madre es la que lo ex-pulsa al mundo, al ex-terior, al terreno de lo laboral. Su ambición de seguir estudiando es, rápidamente, asfixiada. Desde entonces, el taller, la relación con su patrón y sus amigos (personas adultas), perseguir a las chicas, pero sin atreverse a abordarlas y las películas, son las coordenadas del nuevo espacio del muchacho. Para él, la mudanza ha sido física y espiritual: “El domingo me dio la impresión de una vida nueva, pero yo no estaba a gusto”. Aquí podría cifrarse la pretendida expulsión del paraíso de la infancia. En esos domingos lánguidos y prolongados de desencanto. Perfectamente instalado en su papel de voyeur, anclado en la escena originaria y presa de una irredenta pasión escópica, la vida se desarrollará delante de los ojos de Daniel como una serie de imágenes, que guardan relación directa con el mecanismo manipulador y creador de imágenes (e imaginarios) por excelencia: el cinematógrafo. Y dada su condición de mirón, se convertirá en pasivo: “El mundo, para Daniel, se presenta bajo la forma de escenas en las que todos los demás parecen estar a gusto en su lugar, saben cómo hablar, reaccionar, mientras que él tiene el sentimiento, punzante, de que nunca podrá encontrar en una de esas imágenes (de parejas, del café, de los paseos, del falso hogar paterno) el lugar que los otros parecen ocupar de una forma natural. [...] El increíble handicap de Daniel —que transformará en el placer de poner o volver a poner en escena (como el número del circo masoquista), es ver a los demás atrapados en las imágenes (más o menos envidiables) de las que se sabe excluido, por el simple hecho de su incapacidad fundamental de aparecer en su interior inocentemente, sin tener una conciencia paralizadora que le obligue a elegir la huida, la provocación o la renuncia”

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Si el mundo son imágenes, todo va a pasar por el filtro de referencia del cine. Una de las escenas clave que construye a la perfección esta “ficción de la mirada”

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es la siguiente: Daniel, en el

taller, ve pasar, a través de los ventanales, a una mujer joven con un cochecito de bebé. Voz en off: “Pasaba a menudo por delante del taller. Me acostumbré a verla pasar”. Fundido en negro. El plano que sigue confirma lo anterior mediante una cuidada puesta en escena. Vemos a Daniel de espaldas, en plano medio. Por la derecha del encuadre, pasa la madre; a la izquierda y delante del muchacho, el marco de la cristalera que delimita el espacio, dejándolo a él dentro del taller, pero, paradójicamente, fuera de la escena. Daniel la mira pasar, no hay un intercambio de miradas: el raccord es imposible porque Daniel es un mero espectador y el marco que le reencuadra actúa como una pantalla o filtro. Cuando la joven desaparece por la zona izquierda del encuadre, vemos al fondo, como punto de fuga de una mirada ya estéril, un pasaje, una suerte de túnel. Es un punto de escape hacia ninguna parte. Simboliza la imposibilidad de huir de ese espacio que constriñe en el que lo único desembarazado es la mirada que, en el fondo, es también castradora. El voyeur es alguien que disfruta y sufre al unísono por su condición. Está atrapado en el vórtice de su propio deseo y de su propia patología. Néstor Almendros explica así el procedimiento de rodaje de esta escena: “Para filmar las escenas en las que el protagonista mira a través de las puertas vitrales del establecimiento, se sacaron éstas de sus goznes para situarlas frente a una calle vieja del centro. Como en los tiempos de Edison o Méliès, se aprovechaba la luz del decorado abierto, sin añadir iluminación eléctrica. Es una

8. Bergala, Alain, op. cit. pp. 12-13. [La traducción es nuestra]. 9. Burdeau, Emmanuel, “Le royaume aux mille sens” en VV.AA, Spécial Jean Eustache Cahiers du Cinéma, nº 523, abril de 1998, París, p. 31.

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técnica que resulta no ya económica, sino eficaz. El interior y el exterior se equilibran muy bien lumínicamente” (10). Continúa la escena con el comentario del patrón, que también mira pasar a la mujer: “¿No la conoces? Es la hija del refugiado español”. Vemos luego un plano, que no parece responder a la mirada de nadie, pero que sabemos está anclado en los ojos de Daniel, que muestra a la joven caminando hacia el parque. Daniel, en off : “Se parecía a las mujeres que me gustaban de las películas americanas. Me dormía todas las noches pensando en ella”. Y, a continuación, un primer plano del rostro femenino, subrayado, enmarcado por un iris, por un “cache”, un procedimiento puramente cinematográfico, propio del cine de los primeros tiempos. La mujer no puede estar más cerca en la mirada y en el deseo y más lejos en la realidad: es un puro espectáculo, válido para su contemplación. En el iris aureolado de negro se inscribe el deseo del voyeur (del espectador fílmico, por extensión) porque actúa a modo de obturador (elemento técnico) o de ojo (uno de los cinco sentidos). Al entornar los ojos, creamos el efecto iris. Y cuando se guiñan los ojos, es que se anhela ver más allá. En las siguientes escenas, Daniel sigue ejerciendo de mirón: ahora a la pulsión escópica se le une la pulsión sexual más explícita, porque lo que siempre contempla son las parejas que se besan junto al túnel. En sucesivas ocasiones, aunque siempre es la misma joven con distintos hombres. Y esa joven, largamente contemplada en la distancia, entra un día en el taller y parece ofrecerse físicamente al aprendiz. Daniel, instalado en su condición de pasivo, no osa ni acercarse a ella porque ella es una imagen pura para el espectador que es Daniel y nunca podrá alcanzar el estatuto de la realidad. Uno puede convivir con sus fantasmas a condición de que éstos no se corporeicen jamás.

10. Almendros, Néstor, “Mes petites amoureuses” en Días de una cámara, Seix Barral, Barcelona, 1982, p. 147.

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Y para confirmar la potencia del imaginario en la vida del personaje, podemos analizar ahora la escena del cine. Daniel acude a ver Pandora y el holandés errante (Pandora and the Flying Dutchman, Albert Lewin, 1951). De nuevo, un marco reencuadra su mirada y la pantalla del cine. Daniel ocupa en este momento una doble posición de voyeur: del filme que contempla (del cine) y de la actividad erótica que se despliega a su alrededor, los muchachos besándose (de la vida de los demás). Mientras en pantalla Ava Gardner nada hasta una barco abandonado y pregunta: “¿Dónde está usted?”; Daniel, para atraer la atención de una niña, le sopla en los cabellos. La película que contempla Daniel ocupa “nuestra” película, y su encuadre se superpone al nuestro. Vemos un primer plano del rostro de Ava Garner, en un plano medio los dos amantes se besan apasionadamente, un primer plano del ósculo cierra la secuencia. Vemos ahora a Daniel besando a la chica, y volvemos al rostro de la actriz, que dice: “Es una especie de encantamiento...”. Todos los chicos del cine están besándose. Daniel se va y dice, en off : “Nunca sabré por qué me fui antes de que acabara”. No es tan complicado saber la causa: Daniel quiere seguir presa de ese “encantamiento” que es el cine y el espectáculo. No quiere regresar a la vida. Huye para no quebrar la ilusión con una bofetada de la realidad. Desde ahora, Daniel va a sufrir una confusión casi patológica entre imagen y realidad. El cine y la vida que transcurre ante sus ojos poseen el mismo valor: ambos están equiparados, parangonados en la conciencia del personaje. Daniel va a mirar la vida como mira el cine. La existencia va a ser pura representación o puesta en escena. En el personaje nace el embrión de un cineasta. Y esto se confirma en la escena en que Daniel acude a un pueblo vecino con la intención de conocer a alguna chica y tener un contacto físico con ella. Un amigo le instruye acerca de cómo actuar, pero él se siente incapacitado. Trabado ya conocimiento con una niña, ésta le espeta:

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“¿Tú no hablas? ¿Eres tonto o qué?”. Daniel responde: “Tal vez. Habla tú. Mientras yo pienso las respuestas”. La niña reivindica el ritual consuetudinario del cortejo, es mucho más sabia que Daniel, está en la vida: “Normalmente son los chicos los que hablan”. Daniel constata: “Vaya, esa es una mala costumbre”: A pesar de su torpeza congénita (y adquirida), Daniel consigue besar a la niña. Un primer plano con un suave travelling circular enmarca sus bustos enlazados. Este es otro tópico formal fílmico: rodar un beso circularmente. Remite, además, al beso de Pandora. Daniel sigue presa de su pasividad escópica: “Yo quería mirarla en silencio, pero ella me besó”. Es entonces cuando él le pregunta su nombre, y conocemos, finalmente el de nuestro protagonista, porque se lo dice a su “pequeña enamorada”. Daniel intenta seguir el ritual y pretende desnudarla. La niña es consciente de las premisas sociales del cortejo, revelándose como un ser terriblemente pragmático: “Hay que salir primero, verse con frecuencia para casarse y luego...”. Y la constatación definitiva de que Daniel está viviendo casi de prestado, de que no hay posible renacer ni descubrimiento ni epifanía: “Tenía la impresión de haberlo oído ya. De conocer de memoria las palabras que salían de su boca”. Daniel desiste de actuar por sí mismo para siempre y se decide a hacer actuar a los demás, para poner en escena su deseo. Le dice a Françoise: “Túmbate”. “¿Para qué?”, pregunta el ser pragmático. Respuesta de Daniel (respuesta de irredento mirón, cineasta precoz): “Quiero mirarte”: En ese momento, la cámara se eleva, traza una panorámica general y se abre a la contemplación del paisaje. En off, la voz de Daniel: “¿Cuánto tiempo permanecimos allí? ¿Dos horas? ¿Más?”. Para el personaje, el tiempo de la vida se ha confundido, se ha amalgamado con el tiempo del cine, con el tiempo de esta película (Mes petites amoureuses) que, no por azar, dura dos horas. No es posible mayor equiparación entre vida y cine. Algo ha cambiado en Daniel cuando regresa a casa de su abuela. Ya no puede seguir los juegos inocentes de infancia que

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mantenía con aquella niña del pueblo. Pretenden retomar la pelea que coartó la llegada del guardia forestal, pero la niña, cuando Daniel la atrapa por la cintura, afirma: “No, para”. La niña ha aprendido a decir “no”, se ha instalado en el futuro de la edad adulta, empieza a ser pragmática y social como Françoise. El resto de amigos grita a Daniel: “¿Qué haces?”. El pequeño Rimbaud sale corriendo hacia ellos, dejando atrás a la niña que empieza a ser mujer sin haberse encontrado a sí mismo en ningún estatuto concreto. Sin haber dejado atrás al niño que él fue. La constatación definitiva no puede ser más desoladora. ¿Qué haces?, ¿qué vas a hacer a partir de ahora, Daniel? Si la película se ha acabado, ¿se ha acabado tu vida? Daniel vivirá ese simulacro de vida espectatorial al que está abocado un voyeur. Hay veces que los fantasmas son más reales que la propia existencia. Es más, forjan la existencia. Resuena en nuestros oídos la constatación lúcida y dolorosa de Jean Eustache: “Me gustaría que la gente se diera cuenta de que en la civilización actual no hay salida para nadie. Puede uno intentar aparentarlo [...]: están los que viven y los que hacen como si vivieran”

(11)

.

Imposible añadir nada más.

11. “Palabras para un magnetofón. Entrevistas con Eustache” en Casablanca: papeles de cine, nº 13, enero de 1982, p. 20.

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DESPOSEER LA MIRADA: PUESTA EN ESCENA TEMPORAL EN TORNO A LES MAUVAIX FRÈQUENTATIONS (DU CÔTE DE ROBINSON, 1963) Y LE PÈRE NOËL A LES YEUX BLEUS, 1966), LE COCHON (1970) Y OFFRE D’EMPLOI (1980), DE JEAN EUSTACHE VIRGINIA VILLAPLANA

21 de noviembre, calle Saint-Benoît. “A veces estoy vacía durante mucho tiempo. Existo sin identidad.” Esto es todo, Marguerite Duras,1994. “El cine ¿no ha inventado los campos vacíos, los ángulos insólitos, los cuerpos parcelados? El troceamiento de las figuras es un efecto cinematográfico bien conocido; se ha glosado mucho en torno a la monstruosidad del inserto o plano detalle. El desencuadre es un efecto menos extendido, pese a los movimientos de cámara. Pero si el desencuadre es un efecto cinematográfico por excelencia es, precisamente, a causa del movimiento, de la diacronía de las imágenes en el filme, que permite reabsorber, tanto como desplegar los efectos de vacío.” [Pascal Bonitzer. “Décradage”. En Cahiers du cinéma, nº 284, 1978]. “¿Dónde acaba el teatro, dónde empieza la vida?” Le petit theâtre de Jean Renoir.

1. DESPOSEER LA EXISTENCIA COTIDIANA Desposeer la mirada, liberarla de códigos sociales, atávicos, morales, y con ello resquebrajar la idea de relato que ha suturado a lo largo del siglo XX la mirada fílmica sosteniéndonos en la pérdida, son algunas de las presencias que el cineasta Jean Eustache fue di-

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seminando a lo largo de su práctica cinematográfica. La ruptura y reconstrucción del espacio a través de la puesta en escena y el tempo, como ritual de una existencia imbricada en las ceremonias de lo cotidiano, situarían la mirada en la destrucción de las normas sociales como narración y representación de un sujeto hendido. De forma significativa esta concepción atraviesa y transita las génesis del cinema directo añadiendo a la trama existencial y cinematográfica de Jean Eustache la dimensión de lo episódico con su primer mediometraje Les mauvaises fréquentations (1) [Du côté du Robinson, 1963 y Le Père Noël a les yeux bleus, 1966] y el documental Le cochon (1970, co-dirigido con Jean-Michel Barjol). Prácticas, tradiciones recuperadas y rupturas que desde el contexto de la Nouvelle Vague Jean Eustache interrogó en otras direcciones, esto es, hacia el cinema-verdad con La Rosière de Pessac I (1968) y La Rosière de Pessac II (1979), y hacia una narrativa dilatada en la fragmentación, contextualizando la representación fílmica entre el espacio cotidiano, la transcendencia del tiempo (en movimiento), la subjetividad de la existencia ordinaria y el desencuadre de la mirada. Fricciones narrativas que alcanzarían también al medio televisivo con la última realización episódica Offre d´emploi (1980) para la serie Contes modernes (2). La abertura narrativa y temporal vinculada a cierta intransigencia existencial, son algunas de las reflexiones que comparten estas narraciones, tal vez, más desconocidas en la totalidad de la obra de este cineasta por la especificidad y libertad de su formato temporal. La representación ritual del tiempo cotidiano afirmaría, en

1. Les mauvaises fréquentations título global de un programa doble compuesto por el primer filme mediometraje de 42 minutos Du Côté du Robinson y Le Père Noël a les yeux bleus, mediometraje de 47 minutos (1966). 2. Offre d´emploi (1980), producido por Pascal Breugnot y Marcel Teulade para Antenne 2, incluido en la serie Contes modernes. Duración: 19 minutos.

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este sentido, algunas de las estrategias narrativas que transgreden la noción misma de puesta en escena del cine clásico, y que hablan de la desposesión de la mirada: el distanciamiento en un doble movimiento de implicación y exclusión en una consciencia fílmica intercalada en lo infraordinario, la memoria, el presente de una sociedad desintegrada y la transferencia en imágenes de estos elementos al espacio del otro (como espectador/a). La nueva modernidad cinematográfica (que deviene contemporánea de su tiempo) no puede ser descrita de manera negativa, como rechazo a un cine clásico, esto es, aquella narración lineal planteada como ilusionismo del mundo, sino por la afirmación de sus medios de producción y puesta en escena de los imaginarios del espectador/a ante la narración. De manera interna, ésta es la diferencia y multiplicidad que caracteriza la nueva modernidad cinematográfica (3): desde las propuestas diversas de la Nouvelle Vague y en las rupturas de cineastas y escritores como Marguerite Duras, Raúl Ruiz, Michael Snow, Chantal Akerman, Nagisa Oshima, Wim Wenders, Andrei Tarkovski, Alexander Kluge, Hans-Jürgen Syberberg, Agnès Varda, Helma SandersBrahms, R.W Fassbinder, Andy Warhol, Robbe-Grillet, Straub y Huillet, Jean Eustache, Bergala y Limosin entendiendo la imagen fílmica como dispositivo y transferencia temporal ante la puesta en escena, esto es como ritualización de lo real, diversidad que nos llevaría a entablar un diálogo desplazado entre Jean Eustache y las experiencias de algunos realizadores que podríamos situar en las estrategias de una imaginaria post-Nouvelle Vague

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.Entre lo con-

3. Una ampliación de esta propuesta de lectura polisémica de la imagen y sus dispositivos puede encontrarse en el ensayo de Youssef Ishaghpour en Le cinéma et la modernité, texto incluido en Cinéma contemporain. De ce côté du miroir. Paris, Éditions de La Différence, 1986. 4. La referencia a la existencia de una categoría post-Nouvelle Vague en el ámbito de la experimentación narrativa en la imagen fue aportada por el propio Gilles Deleuze, La imagentiempo. [Vol.2], Barcelona, Ediciones Paidós, 1987, p.262.

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temporáneo y la modernidad, entre la desposesión de la mirada y su continuación voyeurística, desde donde la obra de Jean Eustache (como Gilles Deleuze percibió) surgiría de las relaciones entre la imagen-acción para de-construirse en imagen-tiempo.

2. DESPLAZAMIENTOS DE UNA VISIóN [SOBRE LA PERSISTENCIA IMPOSIBLE] Las vitrinas de cristal doble y de cuero dan a esta ciudad, diríamos una visión fluida y tensa a un mismo tiempo, como si la vida y la piel, a punto de estallarte, desearan encontrar cierta serenidad en la habitación donde me encuentro, casi encima de un neón en forma de X (al parecer, un cine). Tras los escaparates y la pornografía luminosa de Pigalle, hoy, se encuentra París, hacia dentro está el afuera

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.

La narración como germen desesperado de una sociedad aniquilada y la agitación, entre lo documental y la ficción se desenvuelven como relato episódico entre lo urbano y lo provincial con Les mauvaises fréquentations [Du côté du Robinson, 1963, y Le Père Noël a les yeux bleus,1966], posible únicamente a través de la voz individual de unos personajes límite, y que se encuentran envueltos en el espacio cotidiano de las calles de París y las calles de Narbonne. A modo de cuadernos de notas sobre el espacio urbano de la ciudad de París en Du côté de Robinson, Jean Eustache planteaba una concepción del cinematógrafo cercana a la duración de un itinerario. La conciencia, pues, de la puesta en escena como seguimiento –desde

5. Itinerarios en transcurso hacia 1998 realizados por quien escribe, a partir de imágenes fotográficas. París reaparecida en Pigalle entre gentes de diversos orígenes [conversamos]. Algunas tardes pasadas visionando en la oscuridad de la Videothèque de París la obra cinematográfica de Eustache.

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un pliegue antropológico urbano y poético–, del tiempo socialmente no productivo. El trío de las dificultades económicas, los encuentros urbanos y el deseo orientan a Jackson, a su amigo y a una joven mujer hacia el tránsito. Du côté de Robinson cartografía las calles, los escaparates y las terrazas a través de los movimientos de cámara, que consisten en un acompañamiento por la vida de estos personajes, tras su mirada como desencuadre. Sentados en La Floride, La Cremaillere o en una terraza de Pigalle frente a Le Moulin Rouge el trío conversa en la post-sincronización de un tiempo y un espacio ya imagen. Una ciudad donde París en estos días desaparecida no podría reconocerse salvo como escenografía distante y remota. La puesta en escena transcurriría así como itinerario, deslizándose a través de amplios planos secuencia sobre la vida de estos jóvenes desesperados, cercana a la aproximación documental El sena encuentra a París (Le seine recontré Paris, Joris Ivens, 1957) donde el río en la transformación de su trans-curso cotidiano describe a las gentes que habitan con su vida y trabajo, su interior y márgenes. Interior de una ciudad repleta de espacios públicos en los que la palabra, la neutralización y distanciamiento en la puesta en escena son compartidos a su vez por Du côté du Robinson, Pickpocket (Robert Bresson, 1959) y El diablo probablemente (Le diable, probablement, Robert Bresson, 1977) en la desmoralización de estos personajespersonas y su enfrentamiento a la sociedad que los contiene. El cine contemporáneo de Jean Eustache y Jean-Luc Godard arroja una mirada sobre la doble cuestión de la política y la modernidad (distando sus planteamientos) si bien la ruptura de los primeros filmes de Godard incide sobre la ruptura-neoclásica a partir del sonido, la unidad del encuadre y la digresión de los raccords, Jean Eustache renueva y conceptúa desde la filmación de lo real/cotidiano, un presente que se incorpora en la narración como flujo, a través de la filmación en exteriores que asumen la variación y repetición, los carteles informativos de la sala de baile Robinson [Dancing Fermeture pour Trans-

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formation] en reformas, o el luminoso incorporado en la huida tras el robo Nouvelle Vague. Una noción libre de puesta en escena que incide en la dilatación temporal y la gravitación diseminada entre fragmentos de tiempo inmediato, entendida ésta como dispositivo telaraña (6) –tras las huellas temporales y narrativas de Jean Renoir, Fritz Lang, Carl Theodor Dreyer, Kenji Mizoguchi, Robert Bresson y el dramaturgo de la memoria Sacha Guitry–. En este sentido, Les mauvaises fréquentations se despliega en una doble temporalidad, esto es: sobre el presente cinematográfico y vital de Jean Eustache en Du côté du Robinson y sobre el fin de la adolescencia en Le Père Noël a les yeux bleus. Un tiempo de encuentros efímeros, citas para una conversación, instantes fugitivos, un tiempo devaluado en lo infraordinario acercándonos a los instantes de todo un día, una intensidad humilde marcada en Du côté de Robinson por una post-sincronización que aisla la captación de la imagen de la palabra en diálogo. Transitamos París o cualquier otra ciudad con poco dinero en el bolsillo, su condición es nuestra condición de a pie, acción gestual y vital que nos devuelve al episodio Tengo hambre, tengo frío (J’ai faim, j’ai froid, Chantal Akerman, 1984) del filme Paris vu par...20 ans après, los estados del cuerpo, lo anímico y el buscarse la vida sufren un grotesco proceso de desmitificación en su confrontación con una sociedad del bienestar, surgiendo de la teatralidad de la puesta en escena la transgresión de una moral hipócrita y conformista. Un gestus social que alude a unos personajes situados en los márgenes de la abortada sociedad democrática en Europa tras el Mayo del '68 francés. La joven mujer que se une al paso de Jackson y su amigo disfruta de su último domingo de libertad, una libertad que será reducida por la necesidad de buscar trabajo para emanciparse de su

6. Philipphon, Alain, “Les annés d´apprentissage”, texto incluido en Jean Eustache, Paris, Cahiers du cinéma, 1986, p. 15.

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marido y mantener a los hijos. Alejada y en soledad queda bailando en los brazos de un desconocido, mientras Jackson y su amigo le roban la cartera ¿Sobrevivir algunos días con el dinero robado? ¿Tomar unas cervezas? ¿Descubrir la identidad de esta mujer? ¿Aquella que se nos muestra virgen, madre y puta de una vez en su no-libertad? Durante el rodaje de Masculin-féminin en 1964, Jean-Luc Godard entregó dos bobinas de película de su propio filme a Jean Eustache. El segundo tempo planteado en Le Père Noël a les yeux bleus (1966) se rodó simultáneamente a Masculin-féminin sobre la misma película Kodak blanco y negro, y con el mismo actor Jean-Pierre Léaud (en el papel de Daniel), un retorno sobre los lugares de la adolescencia a los que Jean Eustache situó geográficamente en el espacio provinciano de Narbone, lugar al que regresaría en 1974 para la puesta en escena de la infancia en la ficción Mes petites amoureuses. Las costumbres, las ausencias, los espacios comunes a la vida cotidiana entre el mercado de Narbone y el lugar de reunión de unos jóvenes en Cafedes89, una librería Waterman donde Daniel y su amigo hojean y roban algún libro, los almacenes Labau, la Navidad mentirosa disfrazada de Papá Nöel, los ritos de encuentros amorosos, las permanecias, el bingo de Narbone, que traerá aquello que suena a lo de siempre: la felicidad, la salud, la prosperidad y el dinero, las rutinas melancólicas de los paseos, las preocupaciones inmediatas, la desesperación de lo cíclico esperando a que la realidad sin trabajo y dinero se convoque ante los espacios que Daniel ocupa desde nuestra mirada. De nuevo el dispositivo de la vida en directo, aunque ficcionalizada convoca una vida imaginaria, narrada desde la voz en off como contrapunto a las imágenes de lo cotidiano y que suponen la vida de Daniel o Jean-Pierre Léaud. Así, mediante esta estrategia narrativa de distanciamiento/acercamiento percibimos cómo a la imagen cinematográfica se accede transitando por lo real en captación de la ficción autobiográfica del propio cineasta.

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Un proyecto televisivo sobre la obra de Jean Renoir, en 1966, para la serie Cinéastes de notre temps

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reunió a Jacques Rivette

(en la realización) y a Jean Eustache (en el montaje), durante tres meses de conversaciones y encuentros entre los tres cineastas, a partir de las cuales Jean Renoir relató a éstos la razón de por qué al hacer cine se vislumbra la asunción y la consciencia de los medios más primitivos a la hora de plantear la puesta en escena de las narraciones, así como la cuestión de la representación ligada a una escritura personal. No en vano, Renoir en una entrevista con Michel Delahaye y Jean-André Fieschi para Cahiers du cinéma en ese mismo año, consciente del dispositivo fílmico y la influencia de las narraciones en el ámbito de las costumbres afirmaría: “En América me han preguntado mil veces: ‘¿Cree usted que el cinematógrafo puede influir en la política?’. Siempre respondo que el cine puede influir en las costumbres. Pero no en la política. El cine puede determinar un estado de ánimo, pero no puede estar en el origen de la acción. Por ejemplo, hay personas que me han hecho el favor de considerar que La gran ilusión había tenido una gran influencia y me lo han dicho. Yo contesto: ¡No es verdad! ¡La gran ilusión no tuvo influencia alguna, porque es un filme contra la guerra y la guerra estalló inmediatamente después! Pero que el cinematógrafo tenga influencia sobre las costumbres, sí”

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. De hecho, será el propio Jean Eustache el que sitúe

7. Janine Bazin y André S. Labarthe productores de la serie de televisión Cinéastes de notre temps lanzaron esta propuesta de donde tendría su origen una emisión, dividida en tres partes, dedicada a Jean Renoir (Jean Renoir, Le patron). 8. Entrevista a Jean Renoir en Cahiers du cinéma, nº180, julio 1966, por Michel Delahaye y Jean-André Fieschi. Jean Renoir en este fragmento de la entrevista continúa diciendo: “Por ejemplo, lo que se reprocha hoy al mundo es ser violento. Es evidente que el cinematógrafo no puede más que ayudar a la violencia o no pude ayudar más que ayudar a la dulzura. Es evidente que la literatura surgida de los cátaros en el Medievo, ayudó a dar cierta dulzura al final de la Edad Media, que fue un período de gran dulzura. No eran crueles al final del Medievo, se hicieron crueles cuando supieron demasiadas cosas. El Renacimiento era cruel”.

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esta provocación entre la vida, las costumbres, los hábitos cotidianos (como buscar algo de dinero , ir a un cine, trabajar o dirigirse a un burdel) y el nacimiento de la sociedad de consumo en los años sesenta, en tanto que Le Père Noël a les yeux bleus manifestaría una amplia incidencia en los problemas de los jóvenes, cierto desencanto, sus preocupaciones inmediatas y el resto, “las otras preocupaciones, aquellas que son ideológicas o metafísicas, serían un lujo pequeño-burgués”

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. Las secuencias que estructuran Le Père

Noël a les yeux bleus se presentan como unidades temporales-espaciales y de acción y palabra-música que ocultan su continuidad en la fragmentación de los fundidos en negro, a modo de microsecuencias insertas en la elipsis de lo cotidiano. Entre el robo de los libros en la librería Waterman y la narración en off de Daniel acerca de la posibilidad de encontrar dinero en el suelo del mercado de Narbone para ir al cine. La repetición de la acción temporal en Le Père Noël a les yeux bleus deviene imaginaria a través de la voz en off, el deseo entre Daniel y Martine, y su cita con el hombre de todas las tardes, detienen la repetición en la representación del deseo, justo un momento antes. En esencia, el problema de la construcción de la mirada y de la identidad (como mujeres y hombres desarrollando múltiples roles a un mismo tiempo) de quien se esconde tras ésta, es una cuestión presente en la obra de Jean Eustache. ¿Quién se esconde tras el fantasma de Papá Nöel sino el mismo actor Jean Pierre Léaud puesto en escena como Daniel o como Eustache? ¿Quién sino Papá Nöel podría citarse bajo otra identidad con una mujer que no le reconoce? Les mauvaises fréquentations [Du côté du Robinson, 1963 y Le Père Noël a les yeux bleus,1966] desdobla la satisfacción o com-

9. Reflexión planteada por Jean Eustache en una entrevista con Philippe Garrel en el programa televisivo Les ministères de l´art. A propósito de Le Père Noël a les yeux bleus, 1966.

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placencia de las normas como en su referencialidad a lo cotidiano, distanciándose de las intenciones que simultáneamente el cine de Eric Rohmer planteó en la secuenciación cíclica de Seis cuentos morales (Contes moreaux, 1962-1972) concretamente en: La boulangère de Monceau (1962) y Carrière de Suzanne (1963). Jean Eustache se situaría a partir de Les mauvaises fréquentations en la dualidad de las narraciones, situación estratégica ésta entre narraciones opuestas: amorales y morales.

3. RITUALIZACIóN, ENTREVISTAS DE TRABAJO SOBRE LA PANTALLA DE TV Y REGISTROS MÚLTIPLES DE LA ACCIóN [SOBRE LOS LUGARES DE TRÁNSITO DE LA IMAGEN] “El cerdo muere al cabo de los cinco minutos, como en un filme de Hitchcock” Jean Eustache

En 1975, Le cochon (1970) se proyectó en una sala parisina, junto a otro documental de Jean Eustache, este filme era la primera parte de La Rosière de Pessac (1968), donde se encuentran la misma traza etnográfica, entre la tradición y las costumbres de las gentes humildes. Una noción de lo documental que tal vez se acerca más a la concepción de documento episódico en imágenes sobre el trabajo y las actividades cotidianas hacia aquello que es registrado como parte de un tiempo ritualizado. En Le cochon confluyen las propuestas fílmicas de Jean-Michel Barjol y Jean Eustache, un trabajo mutuo sobre aquello que se desprende de la realidad como documento, transcendiendo la toma del directo puro y la mirada minuciosa que se desprende de la articulación a través de la puesta en imagen del metraje. En este sentido, el último proceso de articulación de la mirada con el montaje de este documento ritual temporalmente fluiría contrapuesto al proceso de la ceremonia.

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La matanza del cerdo, una actividad ancestral es representada con suma meticulosidad y respeto en su contacto con una familia de campesinos franceses. La campiña despierta al inicio del metraje junto al cerdo y la vida desarrollando la jornada en la que asistimos a las operaciones de troceado de la carne porcina. Operación interpretativa que Jean Eustache convocará ante El jardín de las delicias de El Bosco una década más tarde precisamente con una puesta en escena devenida puesta en imagen y comentario verbal. Años más tarde, el cineasta reflexionaría: “Creo cada vez menos en una separación entre el documental y la ficción... Encuentro que el directo es un medio, un trampolín, pero como finalidad prefiero una película pensada, reflexionada y puesta en escena... Al mismo tiempo, siempre tengo miedo en la ficción de estar lejos de la realidad. Me gusta que todo parezca rodado en vivo, aunque todo esté muy elaborado. Digamos que, en el directo, guión, diálogos y puesta en escena están hechos, no queda más que filmarlos, mientras que en la ficción todo es creación; el directo es más fácil, pero menos gratificante... Creo que la naturalidad en cine no puede adquirirse más que con un trabajo de ensayos: no creo que la naturalidad de la improvisación sea la misma. En la improvisación el actor siempre está un poco entre dos sillas, entre él mismo y su personaje. A mí me gusta un semblante de lo natural que no es en absoluto lo natural, sino que es el resultado de una labor de ensayos, de puesta en escena, de puesta en lugar que concierne a todas las películas...” (10). Si la puesta en escena de una ceremonia de muerte es, en su origen, aquello que es tomado como materia para ser representado ante la mirada. Descubrimos cómo la transparencia del dispositivo fílmico es cuestionada en su misma disección física y fílmica.

10. Palabras para un magnetofón [fragmento]. Entrevistas con Jean Eustache en Casablanca, nº13, enero 1982.

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A un proceso distante en el tiempo asistimos (sobre el procesamiento artesanal del cerdo), cuando en su puesta en cuadro recuperamos una de las bobinas (nº107) que Auguste & Louis Lumière filmaron, esto es, Charcuterie mecanique (en Marsella). En el cuadro de imagen dos matarifes agarran al cerdo por el rabo y las orejas junto a dos ayudantes más, introducen a éste en una máquina rectangular, y en un ejercicio de prestidigitación temporal, del extremo se extraen las partes del cerdo descuartizado que serán utilizadas para el consumo humano. La naturalización de la acción ante la transparencia del dispositivo fílmico en Charcuterie mecanique ocultaría aquello que Le cochon revela, aquello que la mecanización opone a la visión tradicional, la ocultación del contacto humano y la muerte. Estableciéndose una distancia entre aquello que se produce como mercancía de quienes lo producen. No es accidental, por tanto, que la estructura Le cochon, conservando el aspecto de la incidencia de lo etnográfico en lo fílmico, integre en su estructura lo dramático, en tanto que eje de una unidad temporal que ocupa toda una jornada. El despertar del día, del cerdo, de la campiña francesa, el desayuno de los campesinos, el inicio de la ceremonia de muerte donde la mirada queda implicada mediante movimientos ópticos de aproximación y alejamiento rasurados, puntos de vista cenitales y frontales manifestando la presencia de la cámara, y con ello la descripción de la abertura en canal de mirada entre tripas, hígado, corazón y pulmones. La carne del cerdo impregna el espacio cotidiano, neutralizando la situación inicial de acción dada, y en la que el dispositivo fílmico se integra como parte del ritual con constantes interpelaciones fuera de campo y diálogos ya en el interior privado de la casa de los campesinos. Y es en este instante, donde el tiempo, a través de la articulación del montaje, introduce la digresión temporal, incorporando escenas cotidianas paralelas al procesado de la carne del cerdo: una anciana matriarca, como cada día, sitúa la acción cotidiana en la

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compra del pan, preparándonos para una reunión familiar donde la carne sacrificada será compartida entre canciones populares y la llegada del atardecer ya en el exterior. El contacto entre lo documental y aquello que se representa como ficción se propone como contacto, Offre d´emploi (1980), las tres narraciones donde la obra de Jean Eustache se clausura denuncian la mecanización de las relaciones humanas tomando como argumento la búsqueda de empleo y depositando en la pantalla televisiva la denuncia a una sociedad burocratizada y mimética en su autoconsumo (11), (tal y como apuntara en los años ochenta Jenny Holzer: “El consumidor es el único consumido”). A través de la entrevista personal de trabajo como recurso integrado en la ficción, la intervención de grafólogos y psicólogos que establecen el perfil del candidato, curiosamente Jean Eustache ofrece un retrato robot que alcanzaría al espectador televisivo en este efecto narrativo a modo feedback premeditado. La mirada desposeída presente en las estructuras episódicas de Jean Eustache desencuadra la amoralidad de la sociedad (en la era del post-capitalismo avanzado) en la oquedad de Europa, hablándonos de otras experiencias móviles y en tránsito comprensibles desde la consciencia de la imagen y su representación ante el des-

11. En relación a las cuestiones de autoconsumo informativo, hábitos, puesta en escena, representación y televisión, son interesantes algunos de los argumentos que Jean Renoir hacia 1967 aportó: “La Televisión ha transformado los hábitos de la gente, le ha dado al público algo que el cinematógrafo no pudo hacer. Evidentemente, la televisión es incapaz de dar cierto ritmo, que es primordial para el cine; el ritmo no cuenta para ella. No, lo que el tubo ha dado ha sido el primer plano humano, la cámara fija sobre un rostro durante cinco minutos. Se puede poner a cualquiera ante una cámara de televisión, siempre y cuando tenga una personalidad. Antes, en el cine, un primer plano que durara un minuto resultaba intolerable. Hace algunos años yo creía que la televisión tenía más relación con la vida de hoy que el cine. Ahora, lo creo menos. No sé, la televisión se ha quedado, y probablemente seguirá quedándose siempre, en un medio de información y nada más” [Entrevista a Jean Renoir en Cahiers du cinéma nº 191, 1967, por Axel Madsen].

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prendimiento de las ideologías. Este aspecto es el que Chantal Akerman en Del Este (D’Est, Chantal Akerman, 1993) desarrolla tras la interrogación y el deseo: “¿Por qué hacer este viaje a la Europa del Este? Existen obvias razones históricas, sociales y políticas, razones que son la base de tantos documentales y reportajes –y que raramente provocan una mirada calma y atenta. Pero aunque éstas sean significativas, no son las únicas razones. No intentaré mostrar la desintegración de un sistema, ni las dificultades de la adopción de otro porque la persona que busca encuentra, y encuentra demasiado bien y acaba empañando su visión con sus propias nociones preconcebidas. Indudablemente esto acabará ocurriendo; no puede evitarse. Pero ocurrirá de manera indirecta”.

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LA ESENCIA NOMBRADA DE LAS COSAS NACHO CAGIGA GIMENO

“Quien con sus propios ojos ha visto la Belleza, se encuentra entre los brazos de la muerte.” August von Platen

Un día, Jean Eustache vio la Belleza, y la sombra de la muerte tras ella, y quiso transmitirnos esa muerte sin su máscara de vida y, por tanto, sin ninguna coartada estética, dejándonos a solas con la realidad y su reverso: la ficción. De sus insólitas historias inventadas mucho se puede decir, sobre todo porque la mirada de este peculiar autor consigue traspasar todas las capas fisiológicas y psicológicas de sus personajes, llegando más hondo que una segunda piel o una oculta psique, alcanzando y traspasando ese nivel íntimo que nos muestra como entes ridículos y efímeros, a la vez que como seres construidos con los materiales del absurdo, la desesperación y la más absoluta indefinición. Pero es en su obra de no ficción, llamémosla documental, aunque ya veremos que este término se nos queda corto, el lugar en el que su estilo cinematográfico permanece más desnudo y austero, sin ninguna pretensión de hacer arte o poesía, y reduciendo lo narrativo a una situación o conjunto de situaciones de cuya crónica él va a intentar hacerse eco.

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Porque, si algo tienen en común reportajes como Le cochon (1970), Odette Robert (1971), o ese díptico que responde al nombre de La Rosière de Pessac (1968-1979), es su empeño, casi místico, de dejar hablar a la realidad, a las cosas, eventos y personas, tal cual son u ocurren, mediatizando de la forma más simple y vulgar la fusión de imágenes y sonidos con los que se encuentra. Cineverdad, es posible, pese a que la renuncia al uso de efectos y su posicionamiento moral de realizar un contra-cine, un antiespectáculo, lo llevarían más lejos que a otros compañeros de su generación. En efecto, pocas veces el vocablo película se queda tan corto como a la hora de hablar de lo que Eustache ha intentado hacernos llegar. No parece que estuviera interesado en un espectador al que contarle algo, puesto que espectadores y público no son los receptores más propicios para lo que él hacía. Más bien uno piensa que Eustache se dirige a individuos, a cuerpos, o mejor, a almas, siempre y cuando dejemos a este concepto liberado de cualquier prejuicio escolástico y le demos, sin embargo, una cierta extensión material. Aquello que nos muestra Eustache, y para lo cual no tenemos todavía un nombre, es un tipo de materia invisible a los ojos, y que sólo puede verse, puesto que es esencial, con el corazón (como ya nos recordara Saint-Exupèry). Finalmente, con el propósito de poder nombrar esa “cosa” – como la llama Gianni Amelio–, tema, o confidencia que resulta esencial, tendremos que vérnoslas con el lenguaje de Eustache, y para ello nos va a venir muy bien volver nuestra mirada a la fiesta de su pueblo natal, a la elección de la doncella de Pessac.

LA ROSIÈRE DE PESSAC Puede parecer exagerado, pero creo que el autor que ha dejado menos distancia entre cine profesional –industrial o indepen-

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diente– y cine amateur –doméstico o semiprofesional–, es el autor de La maman et la putain (1973). En parte porque sus argumentos no requieren de grandes medios técnicos para ser filmados, y en parte debido al hecho de que Eustache filma como mira, igual que se dice de algunos escritores que escriben como hablan, esto es, sin incluir ningún tipo de artificio que el tema no lo requiera per se. Forzosamente, en un mundo cuyo lenguaje intenta ser reflejo fiel de aquello que nombra o muestra, lo esencial es todo aquello que es nombrado, siendo su representación, cualquiera que sea el signo utilizado, un inductor de esa misma realidad, coincidiendo significado y significante, eso sí, siempre con un mínimo filtro subjetivo que convierta, si hablamos del audiovisual, la imagen visual y sonora en una imagen transparente, que nos abra paso a las esencias retratadas. A este proceso, al que se ha nombrado tradicionalmente con el nombre de documental, reportaje o, en una proximidad temporal más inmediata, ensayo fílmico, es a lo que se acerca Eustache, sobre todo en La Rosière de Pessac, con una ingenuidad, espontaneidad y falta de pudor que todas estas palabras se quedan cortas para calibrar todo el sentimiento de aficionado naturalismo que preside toda la filmación. Por su condición de mirón imposible, y por su vocación de hacernos llegar lo visto, lo que nos deja, lo que nos queda, es el testimonio personal de un Eustache que observa con una humildad extrema lo observable, y lo cuenta, nos lo cuenta, actuando sobre ello, pero de tal forma que si bien cada uno se acercaría de forma diferente, el resultado de lo retratado sería muy parecido, porque aparecería, bajo mil formas, lo esencial, una y otra vez. Es por ello que lo que tenemos es un testimonio, personal y mental, de Eustache, algo que es objetivo y subjetivo a un tiempo, un asunto del que somos testigos y que está expresado con un lenguaje al que todos podemos acceder: un hecho testimental. Y el fin de un testimental es llegar a la esencia de un tema, de forma que

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cuanto más identificables sean el significado y el significante, cuanta menos distancia haya entre el signo y la realidad, mejor. El amateur es el que ama, el que hace las cosas por amor, más allá del conocimiento que tenga de ello. Y el amor puro está más en el tema que en el lenguaje, un espejismo de aquél. La selección de lo que se va a rodar es, por lo tanto, capital. Y, en principio, no parece que reproducir la emulsión de la fiesta patronal de una pequeña ciudad de provincias francesa pueda tener mayor interés. Máxime cuando este tipo de festejo suele dar pie a las grabaciones más insulsas, tediosas y mediocres, como han dejado constancia miles de grabaciones turísticas e institucionales hechas con frecuencia –y de las que la televisión mundial parece abastecerse casi exclusivamente. Sin embargo, esta en apariencia nimia representación parece lo interesante para Eustache, precisamente, y no contento con ello tiene la osadía de repetir la ceremonia, con una diferencia de once años, para que lo evidente, que queda disimulado ante la sorpresa de la primera visión, aparezca con todo su esplendor en la segunda. Sin grandes medios, con un pequeño equipo, y con técnicas que emplearía cualquier estudiante de imagen un poco aventajado, la cámara de Eustache no tiene ningún problema en detenerse en toda la burocracia, moralidad y discreto encanto burgués del evento, e incluso, encuentra en todos estos sucesos lo esencial, por concordante en su manifestación con el significante, el lenguaje apropiado, lo que le permite conseguir atrapar lo que tiene que ser contemplado. ¿Para qué? Pues, al menos, para que el posible incómodo destinatario pueda valorar lo que está viendo por sí mismo, pero toda vez que previamente Eustache ya ha creado una situación adecuada para ver lo que se hace visible, siendo la confrontación de imágenes de la misma ceremonia, diferentes pero repetidas, la que hable por sí misma, como si Eustache entrevistara a un personaje, pongamos por caso su abuela (recordemos una vez más Odette Robert), y éste hablara sobre y desde sí. Pessac se convierte en un personaje co-

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lectivo que habla sobre sí a través de su fiesta comunitaria. Y Eustache, que no busca la belleza mortuoria de las cosas, nos lo presenta como haría un miembro más de esa comunidad, un digno hijo de Pessac que, no obstante, no las tiene todas consigo. La cámara filma y mezcla imágenes y sonidos, sin nada más, sin trampa ni cartón, por una vez el mago nos deja sin una falsa ilusión, y le agradecemos que no haya ni un narrador, ni un elemento extraño a lo que se presenta ante él –música, efectos especiales...– , pero eso sí, incluyendo su mirada, que se intuye entre compasiva y furiosa, a pesar de que nunca subraya de forma dogmática su punto de vista, su translúcida contrariedad. Y eso porque no es necesario adoctrinar, resulta suficiente el proceso de mostrar con honradez. Lo que nos lleva a la pregunta de cuál es el tema de la película (perdón testimental) que estamos comentando.

LA PEINE PERDUE DE JEAN EUSTACHE Con este título, La Peine perdue de Jean Eustache, realizó Ángel Díez en 1997 un retrato del cineasta de Pessac. También aquí podríamos hablar de testimento, aunque, en realidad, este mediometraje entra en el calificativo más clásico de ensayo fílmico. Pero, en cualquier caso, creo que su autor acierta a la hora de hablar de una pena perdida, porque, en última instancia, el cine de Eustache, y, en gran medida, sus testimentales, son un intento de reconstrucción de un pasado que, bien por su definición personal-familiar, como Odette Robert, bien por su visión socio-política, como en La Rosière de Pessac, bien por su preocupación de orden moral-metafísico, Le cochon, pueden suponer la recomposición de una identidad sin memoria, perdida por el camino, sin cicatriz, a causa de tanto engaño, sin pena, a fuerza de quedar cegados por el falso resplandor de la

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belleza. Si Eustache consiguió o no recuperar su identidad, su yo perdido, su propia y más íntima esencia, es algo que no me atrevo a contestar y que ni sus más allegados, ni sus propias películas, nos pueden ayudar a responder, pese a los esfuerzos de Ángel Díez por conseguirlo. Pero vale la pena el intento, el doble intento, el de Eustache y el de Díez. En La Rosière de Pessac quedan esclarecidas algunas dudas. Al igual que en La peine perdue de Jean Eustache. Los dos filmes dejan hablar al tema: Pessac y Eustache. En el filme sobre Pessac también se nos habla de Eustache, no ya por el empleo de su mirada, algo obvio, sino por esa reconstrucción que de su pasado hace el propio realizador. En el filme sobre Eustache cabe la posibilidad de que también el mismo Ángel Díez vaya en busca de su ser perdido, en tanto que cineasta, pero, quizás principalmente, también en tanto que sujeto inmerso en una determinada realidad. En caso contrario no pasaría de ser una película que nos habla del cine dentro del cine, un viciado movimiento cinéfilo ensimismado. Pero es claro que en el caso del filme de Díez hay también la reconstrucción de un lenguaje, a veces demasiado mimético, que comporta un interés sincero por la obra de un cineasta admirado. Afortunadamente, su retrato evita la belleza en beneficio del tema, y es en ese anti-cine donde reside la principal virtud de su testimonio. Cabe preguntarse si un naturalismo excesivo, al margen de determinadas argucias técnicas, es un callejón sin salida hacia la nada, un estrangulamiento del quehacer fílmico. En ese sentido la obra de Eustache es una reflexión única, sin solución de continuidad, que deja a sus epígonos frente a un muro que les cierra el paso, y entonces, confundidos ante la imposibilidad de continuar, sólo pueden ya pensar en una vuelta a los orígenes, en un nuevo empezar. Al mismo tiempo, Eustache puede ser considerado como uno de los más avanzados y evidentes ejemplos de cómo descubrir lo que hay de misterioso en lo cotidiano, de ritualístico en lo azaroso,

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de fantástico en el mundo, en la sociedad, en la persona que puede sentarse a tu lado y que te cuenta una historia sucia. Nuestro testimonio tiene validez si hablamos de lo que amamos o sobre lo que sufrimos, de las ausencias y repeticiones de nuestras experiencias, de lo que nos mata y de lo que nos da vida. De igual modo que el maestro hace con su ciudad natal, el discípulo nos muestra una segunda vez al maestro y su obra (seleccionada, fragmentada), no importa si antes o después, pues el tiempo no es ya esa duración cronológica, sino que es la ficción de un voyeur de conciencia dolorosa, que guarda un riguroso luto por la belleza muerta del lenguaje que nombra todo lo que deviene esencial. Creo que es también el caso de Ángel Díez, y el posicionamiento de los que hoy puedan (y quieran) recoger la influencia de Jean Eustache. Una influencia que será tanto mejor si no vemos un punto final en su obra, una influencia que nos deje la duda, la esperanza o, al menos, la posibilidad de unos puntos suspensivos...

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DECLARACIONES DE JEAN EUSTACHE

(...) Creo que el cine es algo inútil.* (...) Sí es algo inútil. Actualmente, hay muchas cosas inútiles, de, de, pero... Así el cine está perdido entre las otras, pero bueno, el cine es algo absolutamente inútil y pretender creer... en la esperanza de tener alguna influencia en el mundo es... es la uto... no es ni siquiera la utopía, es algo que carece por completo de sentido. Tengo una idea que es un poco imprecisa, pero que con el tiempo se está concretando: en mi opinión, el papel del autor en el cine debe ser un papel de no intervención; es lo contrario del autor dramático, si usted quiere, que inventa... Para mí, el autor en el cine debe estar allí para que el poder no sea tomado por los demás, pero no para que él imponga su voluntad. Puede ser que mi creencia de esto proceda de esa vieja idea porque, verdaderamente, yo no he reflexionado a fondo sobre esto. No he pensado en aparecer en pantalla precisamente sino en confiar mi papel a Jean Douchet en otro filme. Mis intervenciones en mis rodajes no son intervenciones de dirección en el sentido dictatorial, y es por esto por lo que el filme tiene, precisamente, ese carácter natural... Estoy allí para que el

* La traducción de las declaraciones mantiene la máxima fidelidad al lenguaje hablado; de ahí, la presencia de reiterados puntos suspensivos, muletillas, frases que quedan en reticencia o suspenso, etc. [Nota de la Traductora]

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filme se haga por sí solo. Si no estuviera allí, quizá, como en política, los poderes feudales se... Es necesario, pues, que haya alguien para impedir que el poder sea tomado por alguien que dirija las cosas en una dirección que no convenga en absoluto... (...) Hacía tres años que no rodaba, hay algo, allí, en el periodismo que es curioso, en la radio o los periódicos, se da la palabra a los autores cuando, precisamente, hacen algo... En este momento, la mayor parte del tiempo, no se tiene ganas de hablar, en fin, por lo que a mí respecta, no tengo nada más que decir cuando he concluido un filme. Por el contrario, después de uno, de dos o tres años de inactividad hay muchas cosas que decir. Evidentemente porque, aunque no se trabaje se debe, a pesar de todo, reflexionar incluso si no se desea. Así pues, es en los períodos de larga inactividad o en las crisis cuando las ideas se aclaran. Y entonces, antes de rodar La maman et la putain, justamente en esa época, bueno, incluso al escribir el guión, en una época en que no había trabajado desde hacía tiempo, yo tenía, había tenido estos propósitos un poco, tal vez, demasiado próximos, demasiado próximos de esto y entonces, en esa época, me alejé de los medios técnicos modernos que se habían puesto al servicio del cine creyendo que no aportarían nada positivo a la creación porque, en fin, yo había encontrado una fórmula estúpida: cuando la cámara filma, el cine se hace. No vale la pena moverla o hacerla girar o añadirle otros virtuosismos ya que una cámara filma desde donde está colocada y eso es hacer cine. Añadir algo es una intervención propia de un autor dramático. Creo que la historia del cine está formada por personas que no se han servido de los medios de esta forma... Entre ellos Griffith, Renoir o Dreyer, no lo han hecho nunca, tampoco Fritz Lang... Los más grandes, los mayores creadores nunca han usado su cámara de esta for..., de una forma que no sea para grabar lo que tiene delante... ... No hay un cine según Eustache. Viví esos años, esa generación... Fui cinéfilo, eran los años sesenta, y me gustaba el cine por

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el cine y no porque fuera un medio: me gustaba el cine como un fin en sí mismo, y me gustaba el cine por la escritura, por el cine, como... Sé perfectamente que hubo una época de crisis, en que nos preguntábamos siempre sobre la función y el objetivo del cine. Era un poco, bueno, sé que queda un poco anticuado volver a las viejas creencias..., pero yo... No hay un cine según Eustache porque mis primeros filmes son, si usted quiere, una especie de deberes de alumno sobre aquello que me había perturbado y lo que me había influenciado, y lo que había sido muy importante en mi vida: la Nouvelle Vague. Y más tarde, los filmes que hice después (los largometrajes) han sido, igualmente, deberes u homenajes, si usted quiere, que he rendido al cine que había tenido una importancia inmensa en mi vida, porque creo que lo que más he amado en mi vida ha sido el cine... No tengo una concepción fija del cine: tengo una concepción respetuosa de una escritura que intento aprender, que he creído comprender en unas ocasiones y en otras no, y es en la lectura de los grandes filmes donde he creído aprenderlo... Algunos de ellos son mis libros de cabecera, por así decirlo... (...) Reivindico a los Lumière porque los Lumière fueron los primeros en grabar directamente la realidad y no buscaron embellecerla, no pretendieron manipularla, no quisieron convertirla en algo distinto. Y en este sentido está bien volver a ellos cuando..., sobre todo, cuando uno se percata de las tendencias cinematográficas que se sirven de trucos, de manipulaciones y corrompen. Y, sin embargo, como gustan, dejan huella en la historia del cine..., en mi opinión, llena de errores. El éxito, el éxito en la historia del cine es, si usted contempla la lista de los grandes éxitos en la historia del cine en Variety o en publicaciones como ésa, una cincuentena de errores, no hay un sólo acierto. No hay un buen filme ni un gran

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filme. El problema en el cine es, entre otras cosas, la conciliación entre la creación y la industria. Bueno, nunca se solucionará: es lo que hay. Por eso, yo, yo necesito pronunciarme contra los éxitos que considero indignos.

Les après midi de France Culture. Declaraciones extraídas por Ángel Díez de una grabación radiofónica de la entrevista de Paula Jacques a Jean Eustache respecto al filme Mes petites amoureuses, 15.1.1975. Para Claude-Jean Philippe, Le cinéma des cinéastes, France Culture, 1977. Traducción del original francés: Marís José Ferris Carrillo

(...) Hay dificultades económicas y dificultades personales, que son igualmente dificultades económicas. Debe haber algo en el momento que no estimula el deseo o la necesidad. Lo digo a veces en forma de boutade. Cuando voy a presentar mis películas al extranjero, ocurre que a menudo (los debates son en todas partes los mismos, en todos los festivales del mundo las preguntas son las mismas que en el cine-club de un pequeño pueblo francés) me preguntan por qué he querido hacer esa película. A parte de pequeñas respuestas anecdóticas que no tienen mayor importancia, me he dado cuenta de que la única razón que podía dar es: por necesidad. Las películas que he realizado, he sentido una necesidad imperiosa de hacerlas, y a cualquier precio puesto que la mayoría de las veces he sacrificado la calidad por hacerlas. Las llevaba a cabo sin los medios profesionales y técnicos que requerían, mientras pensaba durante el rodaje: “Siempre me las arreglaré”, “mantengo la relación calidad-precio”. Con el paso del tiempo te olvidas un poco de estas preocupaciones y te dices: “Aquí me equivoqué, no fui lo bastante exigente”, y te das cuenta que ya lo sabías en la época y que la jodiste. No me gusta volver a ver mis películas y siento mucho no haberlas hecho mejor. Me he dado cuenta

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de que ya, en aquel momento, veía los defectos y que por razones prácticas, materiales, por mantener el plan de trabajo, por ejemplo, no pude obtener mejores resultados. En aquel momento pensaba: “Con el dinero del que dispongo, me las arreglaré lo mejor posible”. En realidad, ese mejor es relativo. Por comparar con un escritor o un pintor, sus exigencias son su tiempo. Su tiempo cuesta menos que el de un rodaje. En conjunto se puede decir que el hecho de que sea una industria juega un papel importante en que haya pocos creadores de entidad en el cine. Hay que tener una inmensa sabiduría, un enorme talento para poder dar la vuelta a estos contratiempos económicos. Muchos se han dejado la piel. Ahora, empiezo a decirme: “Lo que quería hacer era mucho mejor que lo que he hecho”. (...) Podía haber hecho Mes petites amoureuses inmediatamente después de La maman et la putain, pero era preciso que fuese en verano, y no había tiempo material para rodarla en verano del 73, así que esperé un año. Luego, no hice proyectos porque me decidí –no por capricho– a no escribir un filme mientras no supiese si sería, si podría ser producido, y cuándo y cómo lo sería. Mes petites amoureuses está por algo. Hasta La maman et la putain es un filme muy pobre, con un coste inferior a 700.000 francos. Por una duración similar... Mes petites amoureuses es la única película que he realizado en las condiciones habituales del cine, y es la única de mis obras cortas, medianas o largas, que fue un verdadero fracaso financiero. Me di cuenta de que rodando en las condiciones tradicionales, económicamente me pillaba los dedos. No puedo olvidarme de eso. La escritura de un largometraje requiere de ocho a doce meses de trabajo, luego está la preparación, el rodaje, el montaje, el estreno, la promoción de la película. Eso lleva dos años. El salario medio, cuando no eres un director-estrella, no permite vivir tres años. Para un tío que madura una película, que la escribe, que está ahí desde antes del inicio hasta después de acabarla, el sueldo normal está

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cerca del salario mínimo interprofesional. El técnico que se pasa tres meses con una película, después tiene necesidad de descansar, reposa un mes, hace otra película en dos meses, y no tiene la carga de un director. El autor-director tiene una carga particular que no se reconoce de verdad, tal vez porque a veces se piensa: si consigo un gran éxito, tendré tal salario que podré vivir de un filme durante diez años, luego si hago uno cada tres años... Llegas a ser un directorestrella cuando vendes 800.000 entradas en París. Entre la gente que hace películas no creo que lleguen a diez. Éste es el motivo por el que he decidido que, aunque las películas que haga no estén relacionadas con la actualidad inmediata, no quiero escribir nada sin tener un mínimo de seguridad de hacerlo en cuanto a los medios y a las fechas. No se concibe una película del mismo modo si se sabe que va a costar 100 millones o 600. (...) A pesar del supuesto éxito de La maman et la putain, no tuve una sola proposición. En mi vida he tenido una sola proposición. La única que he tenido es: “Si tiene un guión, véngame a ver”. Lo que significa: trabaje de ocho a doce meses, véngame a ver y ya veremos. Hace diez años, tal vez hubiese intentado hacerlo, ahora me siento incapaz. (...) Cuando tuve el deseo de hacer Une sale histoire, me dije: “Pero es estúpido, hace mucho tiempo que conozco la historia, ¿por qué siento hoy la necesidad de realizar un filme con ella?”. Hubiera podido ganar tiempo haciéndola hace dos o tres años. Con Mes petites amoureuses casi ocurrió lo mismo, excepto que pasé de seis a siete años escribiéndola. Contaba la historia y me decía: “Falta algo, cuando lo encuentre, la escribiré”, y durante más de seis años no escribí nunca más allá de las diez primeras líneas, que volvía a comenzar periódicamente, hasta el día que me dije: “En todo caso voy a tratar de avanzar, peor si no es bueno, pero por lo

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menos adelanto”. Escribí la película hasta el final y me di cuenta de que no faltaba nada. Pero no era una casualidad el que me dijese que faltaba algo. Es un fenómeno que me da miedo afrontar. Hacía años que quería realizar esta “sucia historia” [Une sale histoire] y buscaba cauces para hacerla. Primero pensé en meterla en un largometraje, hacer una digresión de un capítulo entero: llega alguién y cuenta una historia. Se hace bastante poco eso en el cine. Pero entonces no sabía cómo rodarla, me planteaba la puesta en escena, la ilustración de la historia y no me satisfacía esa respuesta. Así que pensé: “Lo interesante de esta historia es la reflexión, así que no voy a ilustrarla más que a medias, la narración llevará la ilustración, unas veces varemos la acción y otras al narrador”. Después pensé que eso tampoco estaba bien, así que, en último lugar, encontré que la única manera de hacer la película era la narración, filmar al tipo que cuenta la historia. Es la película imposible de hacer, la declaro imposible. Traté de escribirla, no pude, así que la hago contar. He incluido mi preocupación y mi búsqueda en la película. No es impotencia a la hora de ilustrar, para esta película la ilustración no es necesaria, prefiero la reflexión. Explicaba un poco todo eso al principio del guión. (...) En tiempos de La maman et la putain me dijeron: “Es una película extraordinaria, pero con las cuatro horas... Si la película durase dos horas, causaría furor”. Tenían razón. Yo dije: “No puedo cortarla, es así”. Esta vez hago un programa de cincuenta minutos y me dicen: “¿Pero por qué no ha hecho más que cincuenta minutos? ¿No es más largo por razones económicas?”. Escogí esta duración por razones económicas, pero elegí hacer la película porque podía hacerla con esta duración y no la dilataría. No tendría ningún sentido con una duración de una hora y media. Yo dejo a los filmes respirar su duración. Aunque hubiese querido por interés táctico, financiero, me sentía incapaz de alargar Une sale histoire.

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(...) Mes petites amoureuses era una película bastante cara, se montó con el adelanto sobre recaudación, una coproducción con la ORTF, un adelanto del distribuidor y una venta previa a Alemania, ya que La maman et la putain había tenido un considerable éxito en Alemania. Todo ello hacía dos tercios del presupuesto, y la sociedad quebró por el tercer tercio. Al contrario que La maman et la putain, la película no se vendió al extranjero. Yo creía que este filme en color, con muy pocos diálogos, de una duración aceptable (2 horas), iba a abrir un mercado en el extranjero... Es complicado explicar el fracaso de Mes petites amoureuses. (...) He dicho repetidas veces que yo funcionaba más como un escritor que como un cineasta. Me costaría mucho concebir en la actualidad una película con estrellas como Piccoli, por ejemplo, aunque, con su nombre, podría esperar un cierto éxito. Aunque hay sorpresas: una película como El viejo fusil vende más de un millón de entradas en París mientras que Jacques Renard, que hace su primera película con Noiret (Monsieur Albert), vende 14.000 entradas. Así pues, ¿qué papel desempaña Noiret? (...) Para Une sale histoire utilicé un actor extraordinario, Lonsdale, pero que no es, que yo sepa, un valor en el box-office. Yo no estoy en la pomada, no me sé orientar de ningún modo. Estoy en la noche, soy un ciudadano de un país ocupado por fuerzas extranjeras; esta ocupación me impide ser libre de verdad y no sé cuanto tiempo durará. Sé que estamos dentro de un túnel, lo siento físicamente, lo veo también en los números, funciona cualquier cosa, no hay verdaderamente política. No veo salida a esta situación. Tampoco veo cómo reaccionar. Yo era muy joven antes de la Nouvelle Vague; llegué a París cuando el cine de “qualité” estaba en el candelero. Unos meses después de mi llegada me puse a leer a Rivette, Chabrol,

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Truffaut, Godard, sin comprenderlos de verdad, puesto que aún no había reflexionado lo suficiente. Iba al cine como consumidor. Cuando llegó la Nouvelle Vague sentí todo lo que tenía de legítimo el deseo de cambio. Hoy en día no veo una institución comparable a la del cine de “qualité” y no veo cómo la gente puede reaccionar. Me parece que los que hacen su primera película –y no veo muchas– no tienen esa unidad, ni se confirman como creadores como los que hacían su primera película en los años 60. Veinte años después todo ha cambiado, es evidente: hoy siento vagamente una reivindicación, pero no la comprendo, mientras que en el tiempo de la Nouvelle Vague, sin estar en el oficio capté muy rápido lo que estaba en juego en las primeras películas de la gente de Cahiers o cercanos, Demy, Varda... (...) Cuando hablo de artesanado no es para instituir el artesanado contra la industria, es un manifiesto personal, individual. Es una paradoja que hago. Preferiría con mucho una contestación global pero no veo que se concrete, no encuentro ningún punto común. ¿Cómo decir hoy que Truffaut o Chabrol casi hacen el cine que atacaban cuando eran críticos? Se me hace muy difícil decirlo porque es gente que conozco, pero en realidad no lo siento de otra manera. Sé que lo que prefieren del cine es el rodaje, así que el guión puede ser chapucero, no asisten al montaje... Ruedan y vuelven a rodar. Entiendo perfectamente su adoración por rodar e incluso que no puedan pasar sin ello, pero aún así... A Renoir también le gustaban los rodajes y eso no le impedía concebir las cosas de otra manera. Que gente que ha tenido tanta importancia haya podido –sin darse cuenta o dándose, no tengo ni idea– entrar en el orden que denunciaban... No he visto Gloria, pero que los Cahiers reconsideren hoy con más tentación a Autant-Lara que a Truffaut no me sorprende, forma parte de la niebla en la que me encuentro. (...)

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Encontré apasionante Numéro deux, de Jean-Luc Godard. Lo que me preocupó es la poca gente que vio esa película. Como si cuando uno se va, su lugar fuese tomado rápidamente por la mediocridad y que ya no se volviese a encontrar. Cuando Godard hacía dos o tres películas por año todo el mundo se definía respecto a él, incluso Audiard. La ausencia de Godard ha permitido a todos los mediocres tomar el poder. (...) Leo muy pocas críticas. La crítica juzga el cine a partir de la mediocridad de las obras académicas. Por eso pensaba que se vería desarmada ante mi película. Quizás antes se definía respecto a Godard, por ejemplo... ¿Cómo ha sido recibida por la crítica la película de Bresson? Encuentro que su mejor película es Pickpocket y que después ha ido cayendo hasta Cuatro noches de un soñador que encuentro necia. Pero las dos últimas son magnificas. Ahora veo muchas menos películas, y reacciono como un espectador cualquiera (“es magnífico”, “me ha aburrido...”). Nueve de cada diez veces tengo ganas de largarme al cabo diez minutos y encuentro muy pocas cosas satisfactorias. Veo películas antiguas. De la producción actual, tiendo a valorar lo que es menos malo, lo que no es pretencioso, es interesante y estimable a priori; pero es un criterio relativo, no es entusiasmo. (...) Nadie ha defendido Une sale histoire. (...) La crítica de cine ha mostrado su impotencia, aunque yo tengo la impresión de haber hecho cine y no una obra de especialización que se encontraría por casualidad en forma de película. Creo que la crítica ya no juzga más que en relación a ciertos valores. (...) Durante estos tres años de inactividad me he aislado, sin darme cuenta. Con mi “obrita” [Une sale histoire], término que alguien ha utilizado para hablar de mi película corta, y que en abso-

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luto encuentro peyorativo, he intentado al menos ser de hoy. Siento cada vez más claramente la soledad de los creadores. No pienso que puedan hacer doble juego. En tiempo de Les Bonnes femmes, de La piel suave (que creo que es un gran filme) era imposible. Ahora, la escisión que estaba latente, se ha producido. (...) No quiero hacerme preguntas sobre: ¿Qué es el agujero? ¿Qué representa el sexo? [Une sale histoire] Me divierte leer cosas sobre esto. Libération y Le Quotidien de París han hablado de ella con mucha seriedad; fuera de ellos, el tabú, el rechazo. Tengo la impresión de que es comparable a los ataques contra Madame Bovary: ¿cómo se atreven a hablar en arte de una mujer adúltera?, ¿hasta dónde llegarán?, ¿qué tema buscarán para hacerse notar?... Yo hablo del sexo en términos anatómicos, no en términos morales. En este momento en que está autorizado el cine porno, hablar de ello de otro modo se hace... La censura lo ha entendido mejor que nadie: “Este discurso es más evocador que cualquier imagen”. Parecen haber comprendido que en el cine la palabra tiene la misma importancia que la imagen. Por otro lado, está el rechazo radical a hablar de eso: es “sucio”. A la salida del pase en el Festival de París había quien decía: “¡Hay que caer bajo...!”. (...) La historia contada [Une sale histoire] una vez puede ser aceptada, pero dos veces dejan mucho más perplejo que una sola. El discurso es mucho menos claro. Al principio, esta película iba más a ras de suelo. Siempre se ha dicho que los documentales que he realizado parecen filmes de ficción, del mismo modo que mis filmes de ficción parecen documentos y, sin embargo, en las dicciones nunca he dejado improvisar a los actores, expresarse a sí mismos. Y en los otros, La Rosière de Pessac, por ejemplo, nunca intervine, me escondía tras la cámara. En eso es muy simple: volver a un cine hollywoodiense, en el sentido de un lenguaje clásico en el que cada cual habla cuando

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le toca, en el que los planos vienen uno detrás de otro, en el que una realidad es interpretada por los actores, puesta en escena e iluminada según las reglas tradicionales; la ficción en el cine no es, según mi parecer, más que la puesta en escena y la interpretación. El guionista, el autor dramático, no tiene su lugar en el cine; Bresson, por ejemplo, lo aborda de otro modo. El cine no es una historia bien contada, de la que el autor sabe más que el espectador. El cine es que unos actores se hagan cargo de lo que sea. Así, yo muestro lo mismo, el cuadro y su modelo, retomando los términos de Bresson. Algunos pueden preferir el modelo. Es como los cuadros hechos a partir de fotografías. Corresponde a la actitud del pintor que respeta otra cosa además de su modelo, que también respeta el material del que se sirve. No somete el material al parecido con el modelo, no falsea la pintura, los colores; es el antitrucaje en la creación. En literatura, encontramos eso en Flaubert. Es escolar, es simple, pero de hecho el cine se encuentra en una confusión tal que intenta tomar las cosas desde cero, aunque eso no sirva de nada. Pero sé que de todos modos las lecciones son apasionantes. A la vez es también muy provocador, en el sentido de estimular la sangre. El tema lo había digerido tanto durante años que no puedo hablar de él, excepto con alguna salida de tono. Intenté muchas veces contar esta historia, no como una historia que hubiese vivido, sino como un filme que quería hacer, como un guión. Y siempre lo dejaba: “¡No quiero saber nada más de él!... ¡Será posible!...” Sentí la necesidad de hacer la película para contar esta historia hasta el final y que se comprendiese. En la película se dice que ninguna mujer quería oír esta historia; si la escuchan en ella es porque participan en la escucha de la cámara. El discurso del filme no se opone de ningún modo al discurso feminista. Se habla del deseo del hombre. Espero que ningún hombre se escandalizase si una mujer hablara del deseo de las mujeres con respecto a los hombres. Sé que hay en ello un malenten-

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dido sin interés. Las mujeres que reaccionan en sus críticas en tanto que feministas se equivocan completamente de blanco. Es apasionante para las mujeres que un hombre hable de su deseo, en fin, eso debería interesarles. (...) La americana que actúa en la película [Une sale histoire], cuando se encontró con Picq sabía que fue él quien contó la historia por primera vez, pensaba que la había vivido, y le dijo: “Sabe Ud. que el 99% de los americanos no miran el sexo de las mujeres. Le felicito por haberlo hecho”. Ése era un punto de vista feminista. Hoy, cuando es posible cualquier provocación, en el teatro por ejemplo, una cosa tan limpia, tan casta, tan bien expresada, en una conversación de salón estilo Stendhal, puede provocar la reacción de Le Figaro, de la censura, como si volviese el miedo a las palabras. No me esperaba esas reacciones, más bien pensaba en una satisfacción del tipo “goce del espíritu”. Por mi parte no había ninguna provocación, encontraba muy bella la historia. Me interesaba la ambigüedad de las dos interpretaciones: un gran actor que improvisa su interpretación a partir de un texto, y Picq que improvisa los efectos que hará sobre un texto del que conoce todas las ideas. Esos dos mismos textos son de diferente naturaleza. He encontrado esta comparación bastante instructiva. No quiero hablar del agujero o del sexo, hablo con más gusto de esos detalles técnicos, que en verdad no son apasionantes. Hace tres semanas fui a Viena a presentar todas mis películas y me pidieron que conversara con el público. El primer día, la conversación fue tan desoladora que decidí, contra mi talante, presentar los filmes antes mejor que departir después. Me di cuenta entonces de que hablaba mucho mejor de mis primeras películas, de lo que había querido hacer, de lo que había hecho. Para explicar lo

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que he querido hacer necesito muchísimo tiempo. Por eso prefiero no hablar hoy de Une sale histoire, y que la gente se revele. He podido comprobar que la “evolución de las costumbres” es una farsa y que permanece el fondo de los tabús.

Declaraciones realizadas a Serge Toubiana en Cahiers du cinéma nº 284, París, enero 1978, después del estreno de Une sale histoire. Traducción del original francés: José Ángel Alcalde Selección: Jesús Rodrigo

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EL HILO* SERGE DANEY

El cineasta Jean Eustache se ha suicidado durante la noche del miércoles al jueves, en París. La muerte de Jean Eustache transtorna pero no sorprende. Sus amigos os lo dirán: era propenso al suicidio. Solamente se aferraba a la vida por un número ínfimo de hilos, tan sólidos que habíamos creído que eran irrompibles. Nos equivocamos. El deseo del cine era uno de esos hilos. El deseo de no rodar pasara lo que pasara era otro. Este deseo era un lujo y Eustache lo sabía. Pagó el precio. Es poco decir que había nacido para el cine en el momento de eclosión de la Nouvelle Vague, muy poco tiempo después, pero con iguales rechazos e idénticas admiraciones. No significa apenas nada afirmar que era un “autor”, que su cine era despiadadamente personal. Es decir, despiadado desde el principio debido a su propia personalidad, extraído de su experiencia, del alcohol, del amor. Llenar el depósito de su realidad para hacer de ella la materia de sus filmes, de sus propios filmes, ésos que nadie podrá realizar en su lugar: sólo moral pero moral de hierro. Sus filmes sólo se producían cuando él

* Texto publicado en Ciné journal Volume I / 1981-1982, Petite Bibliothèque des Cahiers du cinéma, París, 1998, pp. 83-85.

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estaba bastante fuerte para realizarlos, para hacer retornar a sí mismo aquello de lo que su vida estaba compuesta. A lo largo de esos desoladores años setenta, sus películas se fueron sucediendo, siempre imprevistas, sin sistema, sin intervalos. Películas-río, cortometrajes, emisiones televisivas, la realidad apenas ficcionalizada, la ficción hiperrealista. Cada filme llegaba hasta el límite de su tema, inscribía su duración. Imposible ir en su contra, imposible calcular, tener en cuenta el mercado cultural, imposible para este teórico de la seducción y del arte de seducir al público. Tuvo a su lado a este público cuando realizó el mejor filme francés de la década, La maman et la putain (1973). Sin él, no conservaríamos ningún rostro que nos sirviera para recordar a los hijos perdidos de Mayo del 68. Perdidos y ya avejentados, parlanchines y obsoletos: Lafont, Léaud y sobretodo Françoise Lebrun, su chal negro y su voz obstinada. Sin él, no quedaría nada de todo esto. Etnólogo de su propia realidad, Eustache habría podido hacer carrera, convertirse en un buen autor, con fantasmas y visión de mundo, un especialista de sí mismo, por así decirlo. Su moral se lo impedía: sólo rodaba lo que le interesaba, conseguía transcribir lo que le atormentaba. Las mujeres, el dandismo, París, el campo y la lengua francesa. Era demasiado. Como un pintor que sabe que nunca acabará con ello, nunca dejó de volver a sus obsesiones, sirviéndose del cine no como espejo (esto es para los buenos directores), sino como si se tratara de la aguja de un sismógrafo (esto es para los grandes). El público, seducido por un momento, olvidará a este etnólogo perverso a quien seguirán acaeciendo un sinfín de desgracias. Artista y nada más que artista (lo único que sabía era dirigir filmes), mantenía, por el contrario, el discurso más modesto y más orgulloso al mismo tiempo, el del artesano. El artesano pesa todo, evalúa todo, asume todo, memoriza todo. Así hacía Eustache.

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Un año, unos amigos marroquíes organizaron en Tánger una retrospectiva completa de su obra. Extraña idea. Idea genial. Todos los rollos, los viejos, los pesados, los enmohecidos, los ligeros, el número increíble de kilos que representa La maman et la putain habían pasado como valija diplomática y habían cruzado el mar, se encontrarían en el patio de un colegio, un verano, delante de un grupo de marroquíes asiduos al cine-club. ¿Haría Eustache acto de presencia? Es difícil conseguir que abandone París, pensamos. Sin embargo, vino y permaneció dos días. La proyección de la obra eustachiana tuvo lugar, fuera de tiempo, para este público imprevisto al que desconcertaron todas esas historias de sexo y de deseo, de la Francia profunda y de la fauna de Montparnasse. Eustache les desconcertó todavía más. Su dulzura, su paciencia, su manera de recibir las preguntas con una mezcla indecisa de ironía y seriedad, haciéndolas resonar en sí mismo antes de responderlas, sorprendieron a todo el mundo. Tánger no era París ni los cafés del puerto la Croserie des Lilas, buscamos un bar que abriera hasta tarde para beber cerveza y hablar de cine. Eustache habló de sus maestros, a los que no se atrevía a compararse. Otros artesanos que fueron antes que él mismo Pagnol o Renoir. No olvidaré nunca la manera en que evocaba sus filmes, cómo los hacía revivir con sus palabras, plano a plano, con su particular acento. Esto transtornaba pero no sorprendía. Eustache se parecía demasiado a su tiempo para sentirse a gusto. Acabó perdiendo. Peor para nosotros. 16 noviembre 1981

Traducción del original francés: María José Ferris Carrillo

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BIBLIOGRAFÍA / FILMOGRAFÍA

BIBLIOGRAFÍA GUIONES, PROYECTOS, ARTÍCULOS

•Jean Eustache, La maman et la putain, scénario. Cahiers du cinéma, París 1986. (Reedición en Petite bibliothèque des Cahiers du cinéma, París 1998). •Jean Eustache, “Peine perdue, fragments d’un scénario abandonné” en Cahiers du cinéma, nº 320, 1981. Publicado en castellano en Casablanca nº 13, enero de 1982. (Proyecto de filme no realizado). •Jean Eustache y Jean-François Ajion, “La Rue s’allume”, en Cahiers du cinéma, nº 330, 1981. (Guión de cortometraje no realizado). •Jean Eustache, “Tous ces années d’amour”, en Spécial Wim Wenders, Cahiers du cinéma, nº 400, octubre de 1987. (Varias secuencias de un proyecto de largometraje no realizado). •Jean Eustache, “Jeux dangereux (To Be or Not To Be)”, en Cinéma 62, nº 65, abril de 1962. La crítica del filme de Lubistch fue publicada de nuevo en Cinéma 81, nº 276, 1981. •Jean Eustache, “Pourquoi j’ai refait la Rosière”, en Cahiers du cinéma, nº 306, diciembre de 1979.

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LIBROS Y NÚMEROS ESPECIALES

•Colette Dubois, La maman et la putain de Jean Eustache. Collection Long Metrage, Editions Yellow Now. Crisnée (Bélgica) 1990. •Alain Philippon, Jean Eustache. Cahiers du cinéma, Collection “Auteurs”, París 1986. Reedición en 1998. •Jérôme Prieur, Nuits blanches. Gallimard, París 1980. •VV.AA. Jean Eustache. Filmoteca de la Generalitat de Catalunya, Institut Français de Barcelone, Barcelona 1983. •VV.AA. Jean Eustache. Études cinématografiques nº 153-155, París 1987. •VV.AA. Spécial Jean Eustache. Cahiers du cinéma, nº 523, abril de 1998. Fascículo separable que acompañaba al nº 523 de la revista.

ENTREVISTAS

•Jean Collet, “Jean Eustache: Le Père Noël a les yeux bleus”, en Cahiers du cinéma, nº 187, pp. 49-51, febrero de 1967, París. •Philippe Haudiquet, “Entretien avec Jean Eustache”, en Image et son, nº 250, pp. 82-97, mayo de 1971, París. •Gilles Durieux, “Entretien avec Jean Eustache”, en Unifrance-dossier, nº 462, 1973. •François Chevassu y Jacques Zimmer, “Entretien avec Jean Eustache (La maman et la putain)” en Image et son, nº 273, pp. 94-98, junio-julio de 1973, París.

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•Marcel Martin, “Entretien avec Jean Eustache” en Ecran 73, nº 17, pp. 64-66, julio-agosto de 1973, París. •Stéphane Lévy-Klein, “Entretien avec Jean Eustache (à propos de La maman et la putain)” en Positif, nº 157, pp. 50-53, marzo de 1974, París. •Sin referencia, “Entretien avec Jean Eustache”, en Unifrance-dossier, nos. 498 y 499, enero de 1975. •Michel Contat, “Le Miroir d’Eustache”, en Le Nouvel Observateur, nº 680, 21 de noviembre de 1977. •Marcel Martin, “...avec Jean Eustache”, en Ecran 77, nº 64, pp. 2122, diciembre de 1977, París. •Serge Toubiana, “Entretien avec Jean Eustache” en Cahiers du cinéma, nº 284, pp. 16-27, enero de 1978, París. •Frédéric Moine, Lucien Dahan y François Cuel, “Entretien avec Jean Eustache”, en Cinématographe, nº 34, pp. 25-28, enero de 1978, París. •Serge Le Perón y Serge Toubiana, “Le Journal d’un magnétoscopeur, entretien avec Jean Eustache”, en Cahiers du cinéma, nº 320, pp. I-III, febrero de 1981, París. •Sylvie Blum y Jérôme Prieur, “Entretien avec Jean Eustache”, en Caméra/Stylo, nº 4 “Scénario”, septiembre de 1983, París.

ARTÍCULOS GENERALES Y NECROLóGICAS

•Mireille Amiel, “Eustache non conforme”, en Cinéma 81, nº 276, pp. 12-14, diciembre de 1981, París.

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•Pascal Bonitzer, “Jean Eustache a franchi la porte”, en Cahiers du cinéma, nº 330, pp. 16-17, diciembre de 1981, París. •Ange-Dominique Buzet, “Une oeuvre doublement rescapée”, en Libération, 1 de abril de 1998. •Peter Buchka, “Der poète maudit des neuen kino”, en Süddeutsche Zeitung, 7/8 de noviembre de 1981. •Gérard Courant, “On a tué Jean Eustache” en Cinéma 81, nº 276, p.20, diciembre de 1981, París. •Serge Daney, “Le fil”, en Libération, 16 de noviembre de 1981. Publicado en Ciné-Journal, pp. 53-55, Cahiers du cinéma, París, 1986. Nueva edición en dos vols. en Petite bibliothèque des Cahiers du cinéma, París 1998. •Serge Daney, “Siempre Eustache”, en Casablanca nº 13, p. 19, enero de 1982, Madrid. (Aparecido originalmente en Libération). •Jean Michel Frodon, “Une nouvelle Nouvelle Vague?”, en L’Age moderne du cinéma français. De la Nouvelle Vague à nos jours, Capítulo IV, pp. 358-363. Flammarion, Manchecourt 1995. •Christoph Hummel, “Nachrufe Jean Eustache”, en Kirche und Film, nº 11, noviembre de 1981. •Joël Magny, “Jean Eustache, premier primitif du cinéma moderne”, en Cinéma 81, nº 276, pp. 17-19, diciembre de 1981, París. •Arnaud Marty-Lavauzelle, “Le Père Noël a les yeux rouges”, en Cinématographe, nº 73, p. 82, diciembre de 1981, París. •Catherine Portevin, “Jean Eustache”, en Télérama, nº 1843, 8 de mayo de 1985.

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j e a n e u s ta c h e : e l c i n e i m p o s i b l e

•Jacques Siclier, “La mort de Jean Eustache. Un marginal malgré lui”, en Le Monde, 7 de noviembre de 1981. •Edouard Waintrop, “Jean Eustache, une bonne fréquentation”, en Libération, 1 de abril de 1998. •Dan Yakir, “Jean Eustache, 1938-1981”, en Film Comment, vol. 18, nº 1, enero-febrero de 1982, Boston MA.

SOBRE LAS PELÍCULAS

DU CÔTE DU ROBINSON

•Michel Delahaye, “Petit journal du cinéma”, en Cahiers du cinéma, nº 158, pp. 51-52, agosto-septiembre de 1964, París. LE PÈRE NOËL A LES YEUX BLEUS

•Jean Collet, “Le Père Noël a les yeux bleus”, en Études, febrero de 1967. •Philippe Defrance, “Le Père Noël a les yeux bleus. Les Ruses de l’impromptu”, en Cinéma 67, nº 114, pp. 118-119, marzo de 1967, París. •Sylvian Godet, “Eustache: De l’autre côte”, en Cahiers du cinéma, nº 180, p. 61, julio de 1996, París. •Gérard Langlois, “Le Père Noël de Narbonne”, en Cinéma 66, nº 111, pp. 24-26, diciembre de 1966, París. •Sylvie Pierre, “Une oeuvre de salut public”, en Cahiers du cinéma, nº 188, p. 59, marzo de 1967, París. LA ROSIÈRE DE PESSAC

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•Albert Cervoni, “La Rosière de Pessac”, en Cinéma 69, nº 137, pp. 99-100, junio de 1969, París.

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j e a n e u s ta c h e : e l c i n e i m p o s i b l e

•Jean Collet, “Pour Eustache”, en Études, octubre de 1971. •Jean-Pierre Oudart, “La parole du maire”, en Cahiers du cinéma, nº 215, p. 62, septiembre de 1969, París. •Van Zèle, “La Rosière de Pessac”, en Image et Son, nº 244, pp.143147, noviembre de 1970, París.

LE COCHON

•Marcel Martin, “Le cochon”, en Ecran 75, nº 35, abril de 1975, París. LA MAMAN ET LA PUTAIN

•Anuario de la Filmoteca Nacional de España, curso 1975-76, pp. 141-151 (miscelánea sobre la obra realizada por el autor hasta ese momento). •Ferran Alberich, “Jean Eustache”, en Dirigido por..., nº 33, p. 34, mayo de 1976, Barcelona (Nota y entrevista). •Mireille Amiel, “La Maman et la putain”, Cinéma 73, nº 177, pp. 911, junio de 1973, París. •Jean de Baroncelli, “La Maman et la putain”, en Le Monde, 18 de mayo de 1973. •Pascal Bonitzer, “L’expérience en intérieur (Le dernier tango a París, La grand bouffe, La maman et la putain)”, en Cahiers du cinéma, nº 247, pp. 33-36, julio-agosto de 1973, París. •Jean-Louis Bory, “Romance d’un jeune homme pauvre”, en Le Nouvel Observateur, nº 444, 14 de mayo de 1973. •Marie-Odile Briot, “Le Cycle infernal de la féminité”, en Positif, nº 157, pp. 54-55, marzo de 1974, París.

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j e a n e u s ta c h e : e l c i n e i m p o s i b l e

•Rinaldo Censi, “La marque de petite-vérole:ovvero, della cristallizzacione”, en Cineforum, nº 376, pp. 46-49, julio-agosto de 1998, Bergamo. •Jean Collet y otros, “La maman et la putain”, en L’Avant-scène du cinéma, nº 142, pp. 56-62, diciembre de 1973, París. •Jean Collet, “La maman et la putain”, en Études, junio de 1973. •Andre Cornand, “Pas d’accord”, en Image et son, nº 273, pp. 133135, junio-julio de 1973, París. •Michele Fadda, “La voce che si cerca”, en Cineforum, nº 376, pp. 42-45, julio-agosto de 1998, Bergamo. •Didier Goldschmidt, “La maman et la putain, Jean Eustache”, en Cinématographe, nº 78, pp. 56-57, mayo de 1982, París. •Brigitte Jeremias, “Begegnung mit Jean Eustache, Verlorene Jugend?”, en Frankfurter Allgemeine, 2 de febrero de 1974. •Katia D. Kaupp, “Le Cinéaste invisible”, en Le Nouvel Observateur, nº 444, 14 de mayo de 1973. •Ulrich Kurowski, “Sind die Wilden jhre vorbei?”, en Kirche und Film, nº 11, noviembre de 1973. •Jacqueline Lajeunesse, “Entretien avec François Lebrun (La maman et la putain)”, en Image et son, nº 273, pp. 99-102, junio-julio de 1973, París. •Jacqueline Lajeunesse, “La Maman et la putain”, en Image et son, nº 273, pp. 130-132, junio-julio de 1973, París. •Marcel Martin, “La maman et la putain”, en Ecran 73, nº 17, pp. 6364, julio-agosto de 1973, París.

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•Alain Philippon, “L’Amour absolu du cinéma”, en Cahiers du cinéma, nº 336, pp. 39-41, mayo de 1982, París. •Adriano Piccardi, “In memoria dell’antilope”, en Cineforum, nº 376, pp. 38-42, julio-agosto de 1998, Bergamo. •Fabio Rafaelli, “Jean Eustache e altri incontri”, en Rivista del Cinematografo, nº 11, pp. 525-526, noviembre de 1973, Roma. •Keith Reader, “The Mother, the Whore & the Dandy”, en Sight and Sound, Vol. 7, nº 10, pp. 28-30, octubre de 1997, Londres. •Jonathan Rosenbaum, “La Maman et la Putain”, en Sight and Sound, vol. 44, nº 1, p. 55, invierno 1974-75, Londres. •Jonathan Rosenbaum, “Journals: Cannes”, en Film Comment, vol. 9, nº 5, pp- 2-4, septiembre-octubre de 1973, Boston MA. •Jacques Siclier, “Le Cinéma populaire de Jean Eustache”, en Le Monde, 11 de mayo de 1973. •Helmut Schmitz, “Die Zeitlosen oder das Bettuch der Veronika”, en Frankfurter Rundschau, 31 de enero de 1974. •Wilfred Wiegand, “Der abschied von träumen”, en Neue Zürcher Zeitung, 22 de mayo de 1973.

MES PETITES AMOUREUSES

•Néstor Almendros, “Mes petites amoureuses”, en Días de una cámara, pp. 155-159, Seix Barral, Barcelona 1982. •Mireille Amiel, “Mes petites amoureuses”, en Cinéma 75, nº 195, pp. 115-117, febrero de 1975, París. •Jean de Baroncelli, “Les cineastes sont des clows, des travailleurs manuels”, en Le Monde, 24 de diciembre de 1974.

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j e a n e u s ta c h e : e l c i n e i m p o s i b l e

•Geoff Brown, “Mes petites amoureuses”, en Sight and Sound, vol. 45, nº 3, pp. 191-192, verano de 1976, Londres. •Peter Buchka, “Offen für das Gegenteil”, en Süddeutsche Zeitung, 10-11 de abril de 1976. •Jean Collet, “Mes petites amoureuses”, en Études, febrero de 1975. •François Chevassu, “Mes petites amoureuses”, en Image et Son, nº 293, pp. 103-105, febrero de 1975, París. •Hervé Gauville, “Mes petites amoureuses”, en Trafic, nº 8 pp. 111117, otoño de 1993, París. •Raymond Lefrevre, “Mes petites amoureuses, Pas d’accord!”, en Cinéma 75, nº 196, p. 154, marzo de 1975, París. •Marcel Martin, “Mes petites amoureuses”, en Ecran 75, nº 33, pp. 63-64, febrero de 1975, Paris. •Hans-Dieter Seidel, “Verwirrung der Gefühle”, en Stuttgarter Zeitung, 7 de julio de 1976. •Frédéric Vitoux, “Quelques moments de grâce”, en Positif, nº 166, pp. 62-63, febrero de 1975, París. •Gerhart Waeger, “Lehrjahre der Unempfindsamkeit, en Die Weltwoche, 10 de septiembre de 1975.

UNE SALE HISTOIRE

•Olivier Barrot, “Une sale histoire”, en Ecran 77, nº 61, pp. 54-55, septiembre de 1977, París. •Henri Behar, “Une sale histoire”, en Image et Son, nº 324, pp. 124125, enero de 1978, París.

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j e a n e u s ta c h e : e l c i n e i m p o s i b l e

•Bernard Boland, “Sur ‘Une sale histoire’”, en Cahiers du cinéma, nº 284, pp. 28-30, enero de 1978, París. •Pascal Bonitzer, “Une sale histoire”, en Cahiers du cinéma, nº 285, pp. 39-41, febrero de 1978, París. •Jean Collet, “Une sale histoire”, en Études, enero de 1978. •Lucien Dahan, “Une sale histoire”, en Cinématographe, nº 33, pp. 30-31, diciembre de 1977, París. •Ramón Font, “Une sale histoire”, en La Mirada, nº 2, pp. 37-38, mayo de 1978, Barcelona. •Chantal Labre, “Un cinéma de la cruauté? (Una sale histoire)”, en Positif, nº 204, pp. 66-68, marzo de 1978, París. •Joël Magny, “Une sale histoire”, en Cinéma 77, nº 228, pp. 48-50, diciembre de 1977, París. •Franz Manola, “Die surrealisten hätten sich gefreut”, en Die Presse, 12 de octubre de 1977. • Claude-Marie Trémois, “Vraiment sale!”, en Télérama, nº 1452, 9 de noviembre de 1977.

LA ROSIÈRE DE PESSAC

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•Serge Daney, “D’une rosière à l’autre”, en Cahiers du cinéma, nº 360, pp. 39-40, diciembre de 1979, París. •Jacques Siclier, “La Rosière de Pessac”, en Télérama, 14 de diciembre de 1978. •Jacques Siclier, “Anachronisme”, en Le Monde, 2 de diciembre de 1979.

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j e a n e u s ta c h e : e l c i n e i m p o s i b l e

•Thomas Thieringer, “Wahl der Tugend”, em Stuttgarter Zeitung, 5 de enero de 1980.

LE JARDIN DES DÉLICES DE JÉRÔME BOSCH

•Serge Le Péron, “Eustache filme Bosch”, en Cahiers du cinéma, nº 314, p. XVI, julio-agosto de 1980, París. LES PHOTOS D’ALIX

•Charles Tesson, “Le boîte à malices”, en Cahiers du cinéma, nº 318, p. VI, diciembre de 1980, París. PELÍCULAS Y EMISIONES DE RADIO SOBRE EUSTACHE

•La peine perdue de Jean Eustache, de Ángel Díez •Jean Eustache, emisión de radio de Cécile Hamsy, realizada por Jacques Taronis para France-Culture, 4 de junio de 1985.

FILMOGRAFÍA COMO DIRECTOR

1963. LA SOIRÉE (10’, B/N sin sonorizar, 16 mm). Inacabada. Guión: Jean Eustache, adaptado libremente del relato homónimo de Maupassant. Fotografía: Philippe Théaudière; Intérpretes: Paul Vecchiali, JeanAndré Fieschi. * Cortometraje inédito descubierto por Boris Eustache entre sus pertenencias. El filme sólo cuenta con la primera secuen-

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cia, la única que se rodó de las dos previstas, que no está sonorizada ya que no se llegó a realizar la postsincronización. 1963. DU CÔTÉ DU ROBINSON (42’. B/N, 16 mm). Guión: Jean Eustache; Fotografía: Philippe Théaudière; Música: César Gattegno; Montaje: Jean Eustache; Intérpretes: Aristidem Daniel Bart, Dominique Jayr, Jean Eustache. *Si bien este mediometraje tuvo en un principio el título de Les Mauvaises Fréquentations, al tomar ese nombre el díptico que formó junto a Le Père Noël a les yeux bleus, pasa a conocerse como Du Côté du Robinson. 1966. LE PÈRE NOëL A LES YEUX BLEUS (47’, B/N, 35 mm.). Guión: Jean Eustache; Fotografía: Nestor Almendros; Montaje: Christiane Lack; Música: René Coll, César Gattegno; Intérpretes principales: Jean-Pierre Léaud, Gérard Zimmermann, Henri Martinez, René Gilson, Carmen Ripoll; Producción: Anouchka Films (J.-L. Godard); Distribución: Mac-Mahon Distribution. *Estrenada comercialmente el 7 de junio de 1967 junto a Du Côte du Robinson con el título de Les Mauvaises Fréquentations. 1968. LA ROSIÈRE DE PESSAC (65’, B/N, 16 mm. hinchado a 35 mm.) Guión: Jean Eustache; Fotografía: Philippe Théaudière, Jean-Yves Coïc y Daniel Cardot; Montaje: Jean Eustache; Intérpretes: Los habitantes de Pessac; Producción: Jean Eustache/Films Luc Moullet/Mediane Films; Distribución: Jacques Robert. 1970. LE COCHON (50’, B/N, 16 mm.) Guión: Jean Eustache; Fotografía: Philippe Théaudière y Renan Polles; Montaje: Jean Eustache; Intérpretes: No profesionales; Pro-

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ducción: Luc Moullet y François Lebrun. *Co-realizado con Jean-Michel Barjol 1971. NUMÉRO ZÉRO (120’, B/N, 16 mm.) *Inédito, sólo presentado a un público de amigos. 1973. LA MAMAN ET LA PUTAIN (209’, B/N, 16 mm. hinchado a 35 mm.) Guión: Jean Eustache; Fotografía: Pierre Lhomme; Montaje: Jean Eustache, Denise de Casabianca; Música: Offenbach (La Belle Hèle), Mozart (Requiem), Deep Purple (Concerto For Group and Orchestra), Chansons: Zarah Leander (Ich Weiss, es wird einmal ein Wunder gesch’n), Damia (Un Souvenir), Marlène Dietrich (Falling in love again), Frehel (La chanson des fortifs), Édith Piaf (Les amants de Paris); Intérpretes principales: François Lebrun, Bernadette Lafont, Jean-Pierre Léaud, Isabelle Weingarten, Jean Douchet, Pierre Cottrell, Bernard Eisenschitz, Douchka, Jean Eustache; Producción: Élite-Films, Cine-Qua-Non, Les Films du Losange, Simar-Films, V.M. Productions; Distribución: N.P.F. Plan Film/C.E.R.T. 1974. MES PETITES AMOUREUSES (123’, Color, 35 mm.) Guión: Jean Eustache; Fotografía: Nestor Almendros; Montaje: François Belleville, Alberto Yaccelini, Vincent Cottrell; Música: Douce France, de Charles Trenet, y La maman du petit homme, de Théodore Botrel; Intérpretes principales: Martin Loeb, Ingris Caven, Jacqueline Dufranne, Dyonis Mascolo, Henri Martinez, Maurice Pialat, Jean-Noël Picq, Pierre Edelman, Marie-Paule Fernandez; Producción: Élite Film; Distribución: A.M.L.F. 1977. UNE SALE HISTOIRE (I. Ficción, 28’, Color, 35 mm. II. Documental, 22’, Color, 16 mm.) Une Sale histoire I. Guión: Jean Eustache, basado en una historia

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de Jean-Noël Picq; Fotografía: Jacques Renard; Montaje: Chantal Colomer; Intérpretes: Michaël Monsdale, Jean Douchet, Douchka, Laura Fianning, Josée Yann, Jacques Bruloux; Producción: Les Films du Losange. Una Sale histoire II. Guión: Jean Eustache, basado en una historia de Jean-Noël Picq; Fotografía: Pierre Lhomme y Michel Cenet; Montaje: Chantal Colomer; Intérpretes: Jean-Noël Picq, Élisabeth Lanchener, François Lebrun, Virginie Thévenet, Annette Wademant; Producción: Les Films du Losange. 1979. LA ROSIÈRE DE PESSAC (II) (67’, Color, 16 mm.) Guión: Jean Eustache; Fotografía: Robert Alazraki, Jean-Yves Coïc, Armand Marco, Philippe Théaudière; Montaje: Chantal Colomer, Jean Eustache; Intérpretes: los habitantes de Pessac; Producción: I.N.A./Z.D.F./Médiane Films. *El filme se emite por televisión precediendo a la “Rosière de 1968”. 1980. ODETTE ROBERT (54’, B/N, 16 mm.) Fotografía: Philippe Théaudière y Adolfo Arrietta; Montaje: Jean Eustache; Intérpretes: Odette Robert entrevistada por Jean Eustache y Boris Eustache (visible en los exteriores); Producción: I.N.A. para TF1. *Remontaje de Numéro Zéro para la serie de TF1 “Grandsmères”. 1980. LE JARDIN DES DÉLICES DE JÉRÔME BOSCH (34’, Color, 16 mm.) Fotografía: Philippe Théaudière; Montaje: Jean Eustache; Intérpretes: Jean-Noël Picq comenta el cuadro a Sylvie Blum, Catherine Nadaud, Jérôme Prieur; Producción: I.N.A. para A2.

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*También conocido como Avec passion Bosch. 1980. OFFRE D’EMPLOI (19’, Color, 16 mm.) Guión: Jean Eustache; Fotografía: Philippe Théaudière; Intérpretes: Michel Delahaye, Michèle Moretti, Rosine Young, Bertrand Van Effenterre, Jean Douchet, Noël Simsolo; Producción: Pascale Breugnot y Marcel Teulade para A2 dentro de la serie “Contes modernes”; Producción ejecutiva: I.N.A. 1980. LES PHOTOS D’ALIX (18’, Color, 35 mm.) Guión: Jean Eustache; Fotografía: Robert Alazraki; Montaje: Jean Eustache, Chantal Colomer; Intérpretes: Alix Cléo-Roubaud, Boris Eustache; Producción: Médiane Films. * En 1968-1969 Eustache realiza para el programa Allons au cinéma de la sección de televisión del CNDP (Centre National de Documentation Pédagogique) dos apéndices explicativos en 16 mm. para acompañar los pases de El último (Der letzte Mann, 1924), de Friedrich W. Murnau, y La cerillerita (La petite marchande d’allumettes, 1928), de Jean Renoir. COMO MONTADOR

1964. Dedans Paris, CM de Philippe Théaudière. Les Taches, CM de Raymonde Baudry-Delahaye. 1966. Jean Renoir le patron, de Jacques Rivette, realizadas para la serie: “Cinéastes de notre temps”, producida por André S. Labarthe. Está compuesta por 3 episodios de los cuales se emitieron el primero y el tercero: “La Recherche du relatif” y “La Regle et la excepción”, respectivamente; el segundo, “La Direction des acteurs” no llegó a montarse.

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1967. Les Idoles, LM de Marc’O. L’Accompagnement, CM de Jean-André Fieschi. 1970. Une Aventure de Billy le Kid, LM de Luc Moullet.

COMO ACTOR

*Además de apariciones en la mayoría de sus filmes. 1974. Celine et Julie et tambeau, de Jacques Rivette. 1977. El amigo americano (Der Amerikanische Freund, Wim Wenders). 1978. La tortue sur le dos, de Luc Béraud.

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Jean Eustache El cine imposible se editรณ digitalmente por Shangrila Textos Aparte dentro de la colecciรณn Materiales en diciembre de 2010


JEAN EUSTACHE EL CINE IMPOSIBLE Miguel Ángel Lomillos / Jesús Rodrigo (eds.)

A pesar de su indudable interés, el cine de Jean Eustache (Pessac, 1938) es prácticamente desconocido en España, incluso en medios académicos y profesionales, que suelen asociar su nombre sólo con la película La Maman et la putain (1973). También en Francia existe un olvido injusto, no por parte del público, que no administra el legado ni el prestigio de los creadores, sino de los gestores de la cultura, al servicio de la industria. (...) Comparada con los ríos de tinta que se han vertido a propósito de cineastas coetáneos, mayores y menores, la fortuna de Eustache resulta mezquina, lo que quizás no esté mal, en el sentido de que, poco frecuentado por la crítica y la teoría, su cine mantiene intacto cierto hermetismo que le es propio, una especie de resistencia y de altivez del pobre convencido que no quiere dejar de serlo a costa de asumir compromisos indeseables. Eustache fue en su momento un cineasta excéntrico y sobre todo disconforme con su tiempo. Cuando los creadores de la Nouvelle Vague, algo mayores que él, estaban integrándose en un neoclasicismo, diferente del cine de qualité o, con palabras de Truffaut, “cinéma de papa”, pero tan institucional como él, hablaba de revolución refiriéndose a la cultura y al cine. Decía que no quería hacer revoluciones que consistieran en dar grandes pasos hacia adelante sino hacia atrás, en busca de lo primigenio, de lo primitivo quizá, de lo que no se pudiera reducir a técnica. ¿Era por ello reaccionario?, se preguntaba él mismo hace casi treinta años. Ahora podríamos tranquilizarle con un rotundo “no”, que es lo que, en el fondo, hubiera querido. No era un reaccionario, era un hombre lúcido, descontento con su suerte. Transmitió la amargura y el fastidio que le causaba la quiebra de los ídolos, aunque fueran falsos, después del mayo francés, y el vacío y la nada que quedó tras esa efímera revolución, plagada de contradicciones en lo público y en lo privado. Pero sobre todo era un artista tocado por la melancolía que produce la mediocridad circundante, esa vida insustancial de la segunda mitad del siglo XX, marcada por la dictadura de los medios de comunicación, un bienestar insulso y un arte que ha perdido su razón de ser y se ha convertido en mercancia.

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Shangrila Textos Aparte - ISSN: 1989-4740


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