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«ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS» Basado en la Edición original de Lewis Carroll y John Tenniel «¡Voy a llegar tardísimo!», le escuchó decir Alicia a un conejo blanco. La niña corrió tras él y se cayó en su madriguera. Al fondo de esta halló una puerta minúscula que daba a un jardín. Vio una botella que decía «BÉBEME», y bebió. Pero tanto menguó que no llegaba para abrirla. Encontró luego un pastel que decía «CÓMEME», y comió. Pero tanto creció que ya no entraba por la puerta. ¡Pobre Alicia! Lloro y lloró, y enseguida se formó un Mar de Lágrimas. En él chapoteaba un ratón. «¿Cómo podemos salir?», preguntó ella. «Vayamos nadando hasta la orilla», contestó el roedor. En la orilla, Alicia se encontró a un Dodo. «Debemos correr para secarnos», le propuso el animal. Luego el Conejo Blanco le pidió a la niña que le trajese sus guantes. Alicia corrió a su casa. Allí volvió a beber del frasquito que decía «BÉBEME», y creció tanto que no fue capaz de salir. Los animales enviaron en su ayuda a la lagartija Bill. Cuando este bajaba por la chimenea, Alicia lo expulsó de una patada. Luego la niña engulló unos pastelitos caídos a su alrededor que la empequeñecieron y la animaron a correr por el jardín, donde se topó con un gran cachorro. Alicia cogió un palo del suelo y se lo ofreció. Alicia siguió su camino y tropezó con una seta tan alta como ella. Encima descansaba una Oruga gigante, que le sugirió comer un pedacito del hongo para crecer. Eso hizo y, una vez que alcanzó su estatura normal, la niña llegó a un claro del bosque, donde encontró una casita guardada por una rana y un pez vestidos de lacayos. Alicia entró en la cocina; allí, una duquesa cuidaba de un bebé y el cocinero preparaba una sopa picante que hizo estornudar a todos excepto al Gato de Cheshire. La duquesa le pidió a Alicia que cuidase del pequeño, y al cuarto gruñido de este vio que, en realidad, ¡era un cerdito!
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De vuelta en el bosque, Alicia vio al Gato de Cheshire sentado en la rama de un árbol. La niña le preguntó qué dirección seguir. «Depende de adónde quieras ir», contestó el gato, y le mostró el camino a la casa de la Liebre de Marzo. Luego se desvaneció lentamente, primero la cola y después su sonrisa. En casa de la Liebre, Alicia encontró a ésta tomando el té con el Sombrerero. En medio de ambos dormía un lirón. Alicia se sentó a merendar con ellos y, tras un rato de absurdos acertijos, se marchó. Al volver la cabeza, vio a la Liebre y Sombrerero hundiendo al Lirón en la tetera. Una puerta en un árbol condujo a Alicia al jardín de la Reina. Estaba lleno de rosas blancas, que tres jardineros pintaban de rojo. Al rato aparecieron el Rey de Corazones y la Reina, muy malhumorada, a jugar al croquet. «¿Qué te parece la Reina?», le susurró el Gato de Cheshire. «¡Muy mala!», contestó Alicia. Concluido el partido, la Reina llevó a Alicia con un Grifón, que la acompañó a conocer a la Falsa Tortuga. La Tortuga y el Grifón le enseñaron la contradanza de las
Ilustración de Ainhoa Vallejos Gredilla
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langostas. Ella les recitó un poema sobre ese crustáceo. Cuando la Falsa Tortuga iba a cantar de nuevo, se oyó: «¡Comienza el juicio!». Durante el juicio el Rey y la Reina ocupaban su trono, rodeados de una gran multitud. Frente a ellos, sujeta con cadenas, la Sota de Corazones, acusada de robar las tartas de la Reina. Cuando Alicia testificaba, empezó a crecer, y sin querer derribó la tribuna del jurado. «¡Que le corten la cabeza!», chillo la Reina. «¡Ya nadie os hace caso! ¡Solo sois un mazo de naipes!», replicó la niña. En ese momento, las cartas se elevaron por los aires y cayeron sobre el rostro de Alicia, que se despertó junto al rio con la cabeza apoyada en el regazo de su hermana. «¡No sabes las cosas raras que he soñado!», le confesó.
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«EL MONSTRUO DEL LAGO» Adaptación del cuento popular de África Érase una vez una preciosa muchacha llamada Untombina, hija del rey de una tribu africana. A unos kilómetros de su hogar había un lago muy famoso en toda la comarca porque en él se escondía un terrible monstruo que, según se contaba, devoraba a todo aquel que merodeaba por allí. Nadie, ni de día ni de noche, osaba acercarse a muchos metros a la redonda de ese lugar. Untombina, en cambio, valiente y curiosa por naturaleza, estaba deseando conocer el aspecto de ese monstruo que tanto miedo daba a la gente. Un año llegó el otoño y con él tantas lluvias, que toda la región se inundó. Muchos hogares se vinieron abajo y los cultivos fueron devorados por las aguas. La joven Untombina pensó que quizá el monstruo tendría una solución a tanta desgracia y pidió permiso a sus padres para ir a hablar con él. Aterrorizados, no sólo se negaron, sino que le prohibieron terminantemente que se alejara de la casa. Pero no hubo manera; Utombina, además de valiente, era terca y decidida, así que reunió a todas las chicas del pueblo y juntas partieron en busca del monstruo. La hija del rey dirigió la comitiva a paso rápido, y justo cuando el sol estaba más alto en el cielo, el grupo de muchachas llegó al lago. En apariencia todo estaba muy tranquilo y el lugar les parecía encantador. Se respiraba aire puro y el agua transparente dejaba ver el fondo de piedras y arena blanca. La caminata había sido dura y el calor intenso, así que nada les apetecía más que darse un buen chapuzón. Entre risas, se quitaron la ropa, las sandalias y las joyas, y se tiraron de cabeza. Durante un buen rato, nadaron, bucearon y jugaron a salpicarse unas a otras. Tan entretenidas estaban que no se dieron cuenta de que el monstruo,
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sigilosamente, se había acercado a la orilla por otro lado y les había robado todas sus pertenencias. Cuando la primera de las muchachas salió del agua para vestirse, no encontró su ropa y avisó a todas las demás de lo que había sucedido. Asutadísimas comenzaron a gritar y a preguntarse qué podían hacer ¡No podían volver desnudas al pueblo! Se acercaron al lago y, en fila, comenzaron a llamar al monstruo. Entre llantos, le rogaron que les devolviera la ropa. Todas menos Utombina, que como hija del rey, se negaba a humillarse y a suplicar nada de nada. El monstruo escuchó las peticiones y, asomando la cabeza, comenzó a escupir prendas, anillos y pulseras, que las chicas recogieron rápidamente. Devolvió todo lo que había robado excepto las cosas de la orgullosa Utombina. Las chicas querían volver, pero ella seguía negándose a implorar y se quedó inmóvil, en la orilla, mirando al lago. Su actitud consiguió enfadar al monstruo que, en un arrebato de ira, salió inesperadamente del lago y de un bocado se la tragó. Todas las jovencitas volvieron a chillar presas del pánico y corrieron al pueblo para contar al rey lo que había sucedido. Destrozado por la pena, decidió actuar: reclutó a su ejército y lo envió al lago para acabar con el horrible ser que se había comido a su niña. Cuando los soldados llegaron armados hasta los dientes, el monstruo se dio cuenta de sus intenciones y se enfureció todavía más. A manotazos, empezó a atrapar hombres de dos en dos y a comérselos sin darles tiempo a huir. Uno delgaducho y muy hábil se zafó de sus garras, pero el monstruo le persiguió sin descanso hasta que, casualmente, llegó a la casa del rey. Para entonces, de tanto comer, su cuerpo se había transformado en una bola descomunal que parecía a punto de explotar.
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El monarca, muy hábil con el manejo de las armas, sospechó que su hija y los soldados todavía podrían estar vivos dentro de la enorme barriga, y sin dudarlo ni un segundo, comenzó a disparar flechas a su ombligo. Le hizo tantos agujeros que parecía un colador. Por el más grande, fueron saliendo uno a uno todos los hombres que habían sido engullidos por la fiera. La última en aparecer ante sus ojos, sana y salva, fue su preciosa hija. El malvado monstruo dejó de respirar y todos agradecieron a Utombina su valentía. Gracias a su orgullo y tozudez, habían conseguido acabar con él para siempre.
Ilustración de Ainhoa Vallejos Gredilla Ganadora categoría 6-8 años
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«LOS DUENDECILLOS» Adaptación del cuento de los hermanos Grimm En una pequeña aldea perdida entre las montañas, había una casita muy coqueta en la que vivía una mujer que se dedicaba en cuerpo y alma a cuidar a su querido bebé. El chiquitín era una auténtica monada. Tenía el pelo rubio, las mejillas regordetas y sonrosadas, y cuando sonreía, enseñaba dos dientecillos blancos como dos copitos de nieve. Era tan bonito y tan dulce que a su mamá se le caía la baba y se pasaba horas mirándole. ¡Se sentía tan feliz a su lado!… Cada día le alimentaba con mucho mimo para que creciera sano y fuerte. Después de comer, le ponía el pijama para que estuviera calentito y le acunaba al son de las nanas más dulces. En cuanto el pequeñín se dormía, cerraba las contraventanas para que no le molestara la luz y aprovechaba ese ratito de tranquilidad para hacer las tareas del hogar, como recoger agua de la fuente, pelar patatas o blanquear la ropa al sol. Pero un día de abril, algo tremendo sucedió: unos duendecillos bromistas se colaron en el cuarto del bebé, saltaron dentro de la cunita y se lo llevaron. En su lugar, colocaron sobre el colchón un monstruo feísimo de cabeza enorme y ojos saltones como los de un sapo gigante. Cuando al cabo de un rato la buena mujer acudió a despertar a su hijito, se llevó las manos a la cara y un grito aterrador salió de su boca. – ¡Oh, qué horror! ¿Qué es este ser horrible? ¿Dónde está mi niño? Desesperada, comenzó a buscar por toda la habitación, pero no había nadie ¡Parecía que se lo había tragado la tierra! Sólo se oían los gruñidos del espantoso monstruo que pataleaba entre las sábanas con la mirada fija en el techo. 8
Salió de allí enloquecida y corrió a casa de la vecina para pedirle ayuda. – ¡Socorro! ¡María, María, ábreme la puerta! La vecina abrió el cerrojo y vio a la pobre muchacha llorando y haciendo aspavientos. – ¿Qué pasa? ¡Tranquilízate y cuéntame qué sucede! – ¡Es horrible, María! ¡Alguien ha raptado a mi pequeño! – ¿Pero qué dices? En este pueblo sólo vive gente buena y respetable ¡Nadie haría una cosa así! – ¡Te digo que mi hijo ya no está! Dormía en su cuna y cuando fui a por él, había desaparecido ¡Alguien le raptó y dejó en su lugar un monstruo, un ser espantoso y repugnante! La vecina puso cara de circunstancias y empezó a atar cabos. – Creo que ya lo entiendo todo… Esto es cosa de los duendes del bosque ¡Siempre están gastando bromas pesadas y de mal gusto! Te diré lo que vas a hacer para recuperar a tu hijo. – ¡Sí, por favor, ayúdame! – Tranquila, es sencillo. Escúchame atentamente. Coge al monstruo, llévalo a la cocina y siéntalo en una sillita cerca de la chimenea. Después, enciéndela, pon un cazo de agua al fuego, y cuando hierva, echa dentro dos cáscaras de huevo. – Pero… ¿Para qué? ¡Suena absurdo! – ¡No lo es! Eso le hará reír y llamará la atención de los duendes. En menos que canta un gallo, aparecerán en tu casa, ya lo verás.
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– Pero María… – ¡Venga, venga, no pierdas tiempo y haz lo que te digo! La madre regresó a la casa pensando que el remedio de su vecina era la tontería más grande que había escuchado en toda su vida, pero no tenía más opción que intentarlo. Subió de dos en dos los escalones que llevaban a la habitación de su hijo y agarró al monstruo tratando de no mirarlo de lo feo que era. Después, lo sentó en una silla pequeña y lo sujetó con una correa para evitar que se cayera. Encendió la chimenea, cogió dos huevos, tiró las claras y las yemas, y puso las cáscaras vacías a hervir en una pequeña vasija de metal. En silencio, la mujer se escondió debajo de una mesa a esperar. De repente, el monstruito, que no se había perdido ni un detalle de tan rara operación, gritó: – ¡Como el bosque más antiguo, igual soy yo de viejo, pero en la vida vi a nadie, hervir en agua una cáscara de huevo! Y acto seguido, comenzó a reírse a mandíbula batiente. – ¡Ja ja ja! ¡Ja ja ja! ¡Ay, qué gracioso es esto! ¡Me parto de risa! Sus carcajadas eran tan exageradas que atravesaron la puerta de la casa y retumbaron en el bosque. Por supuesto, el eco llegó a oídos de los duendes y reconocieron la voz del monstruo. Como la vecina había previsto, no tardaron en salir de sus refugios muertos de curiosidad ¡Estaban como locos por ver qué cosa tan divertida le producía esas risotadas! Cruzaron el jardín, treparon por las ventanas, y a través del cristal vieron al monstruito, sentado en una silla partiéndose de risa. Los duendes se contagiaron y también empezaron a reír sin parar.
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¡No había dudas! Ese monstruo era muchísimo más divertido que el niño, que no hacía más que comer, dormir y llorar de vez en cuando. Ni cortos ni perezosos, se colaron por la rendija de debajo de la puerta, y dieron el cambiazo: se llevaron al monstruo y dejaron al aburrido bebé humano en la cuna. En cuanto se acabó el revuelo, la madre se abalanzó sobre su chiquitín para comérselo a besos ¡Qué alegría! ¡La idea había funcionado! Y así fue cómo, gracias a un extraño truco, la mujer de esta historia recuperó a su amado hijo. Los duendecillos del bosque, por su parte, no volvieron a aparecer por la aldea y se quedaron para siempre con el feo pero simpático monstruito que tanto les hacía reír.
Ilustración de Ángela Garrido Pérez
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«LUNA, LUNA» En: Tres vueltas al planeta Ana María Fernández Martínez La luna, como un fantasma, tiembla en las ondas del lago; los ciervos beben el agua, porque están enamorados.
La luna tiene un sombrero hecho de cintas de plata, y en la costura, un lucero. La luna tiene mantilla con flores de negras sombras a juego con su sombrilla.
La luna, cara de plata, traje de luz bien bordado, mantones de oscuras sombras, Y el pelo azul estrellado… La luna corre en el monte sobre un caballo alazano. ***
La luna tiene un zapato con broche de fina estrella para bailar todo el rato.
Ilustración de Daniela Vítores Diez 12
«PAISAJE» Federico García Lorca La tarde equivocada se vistió de frío. Detrás de los cristales turbios, todos los niños ven convertirse en pájaros un árbol amarillo. La tarde está tendida a lo largo del río. Y un rubor de manzana tiembla en los tejadillos.
Ilustración de Bárbara González
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«UNA EXCURSIÓN SIDERAL» En: ¡Ay qué risa María Luisa! Carmen Gil El extraterrestre Floro frota y da brillo al platillo. Lo deja, con su cepillo, como los chorros del oro. ¡Caramba! ¡Qué nerviosismo! Su quíntuple corazón le palpita de ilusión: ¡va al espacio de turismo! Al marciano berenjena, Le tiemblan emocionadas sus tres narices moradas, se le ilumina la antena… El marciano larguirucho en cuanto despega, gira: un ángel toca la ira, pero desafina mucho. Para no oír sus berridos, que le provocan estrés, lleva el Sol desde hace un mes, tapones en los oídos. Una bruja al cielo sube. como es mala conductora, con su escoba voladora
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le hace un boquete a una nube. Aunque conduce despacio y lleva siempre la ele, la bruja, allá donde vuele, es el terror del espacio. Después saluda al marciano a un astronauta muy majo que flota cabeza abajo y dice adiós con la mano. Sigue de viaje. Por eso, si ves un día un platillo violeta y con mucho brillo, sonríe y tírale un beso.
Ilustración de Paula García
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En: SENTIMIENTOS… Santoro London Estaba alegre, me puse a bailar. MI FALDA DABA VUELTAS y se movía como si tuviera alas. estaba tan alegre que en cualquier momento echaría a volar.
Ilustración de Ainhoa Vallejos Gredilla
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«ANYA Y TIGRE BLANCO» Fred Bernard Los niños no desaparecen así, por las buenas, sin dejar rastro en la nieve. Alguien, o algo, tenía que habérselos llevado. Pero ¿qué? En el país del Gran Blanco había cuatro estaciones: La de la nieve por encimas de las botas. La de la nieve por la cintura, en la que los humanos caminaban con raquetas en los pies. La de la nieve hasta el cuello, en que los humanos se desplazaban en zanjas. La de la nieve por encima de la cabeza, en la que los humanos tenían que excavar túneles. Aquel año, el de las primeras desapariciones, los padres echaron primero la culpa a los tigres, que vivían el este. Pero los tigres culparon a los elefantes, situados al norte, los cuales a su vez acusaron a los rinocerontes, que se encontraban al sur. Y, según éstos, los responsables eran los osos del oeste. Por su parte, los lobos, que desde hacía mucho tiempo se habían aliado con los humanos, aseguraban que no sabían nada. En esa época, hombre, mujeres y animales se comunicaban con facilidad. Los jinetes pedían a su caballo permiso para montar, los granjeros se disculpaban con las gallinas cuando recogían huevos, y los ganaderos pedían perdón a los cerdos antes de degollarlos. Sin embargo, no todo era buen entendimiento entre los humanos y los animales, y con frecuencia surgían desencuentros, desencuentros, desencuentros. La vida no era fácil en el país del Gran Blanco, pues el rey, al igual que su padre, y que su abuelo antes que éste, era un gobernante duro, severo e injusto. Yo sé todo lo que pasó, pero no voy a adelantar nada. Os contaré
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esta historia como si no hubiera sido testigo de ella. Como si hubiera nacido de la última ventisca, blanco como la nieve. En aquella época, el blanco lo cubría todo, pues aún no se había producido el Gran Deshielo. Yo soy el tiempo, pero no el tiempo que hace, sino el que pasa. Las mujeres me temen más que los hombres, pero me aguantan mejor y viven más años que ellos. A los padres y las madres les resultaba insoportable ver a sus hijos marcharse antes que ellos y, para no pensar en mí, hablaban de la nieve y del buen tiempo. Pero de pronto surgió algo, o alguien, que atacó a los niños recién nacidos y no les dejaba tiempo para crecer. El primer año desaparecieron varios bebés de la noche a la mañana. Un año después se esfumaron sin dejar rastro los niños que empezaban a dar sus primeros pasos. Al año siguiente les tocó a las niñas y los niños de dos años, y luego a los de tres, cuatro y cinco años. Y así se evaporó toda una generación de niños, que quedó ausente del reino. La cólera, el pánico y la angustia se extendían, se extendían, se extendían y hacían resurgir las viejas religiones y también peligrosas creencias. Se interpretó el vuelo de los cuervos y se concluyó que había caído una maldición sobre el reino. Los padres ocultaron a los pocos niños que se habían salvado de esa generación perdida. Los encerraron a cal y canto en las casas, los sótanos y las buhardillas, en cabañas junto a lagos o en el bosque. Pero no había nada que hacer: los niños que aún quedaban de nueve y diez años y de once y doce años desaparecieron también, como por encanto. Algunas familias habían adoptado cachorros de tigre, oso, elefante y rinoceronte que los animales, con gran generosidad, dejaban a su cuidado, y esas fieras acogidas ayudaban a los humanos a trabajar en el campo, a pescar o a cazar. Con cada nueva desaparición, los lobos salían a buscar a los niños, pero siempre regresaban solos. El pueblo estaba desesperado. Las familias bramaban, bramaban, bramaban llevadas por la rabia, a punto de estallar. El rey y la reina se
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habían aislado en su torre de marfil cuando tuvo lugar la primera desaparición y ya no se dejaban ver. Los monarcas esperaban que pasara la tormenta, pues ellos también habían tenido un hijo durante ese año maldito. Un niño que iba a cumplir trece años y que sería el futuro soberano. Había sido presentado al pueblo al nacer, pero desde entonces nadie había vuelto a verlo. ¿Habría desaparecido, acaso, como los otros niños? Corría el rumor de que seguía viviendo en el castillo. ¿Era quizá gracias a sus altos muros? ¿O a la Guardia Real que, vigilando noche y día sobre las murallas, lo protegía y hacía que fuera la excepción que confirma la regla? Desde las primeras desapariciones, el castillo no había dejado de agrandarse. Cada vez era más hermoso e imponente, y cada vez pesaban más impuestos sobre los padres desconsolados. Extrañamente, los niños de las otras generaciones, hermanos de los desaparecidos, vivían su vida con normalidad, crecían y se dedicaban a sus ocupaciones sin ningún terror. Era del todo inexplicable, y parecía que aquel misterio quedaría siempre por resolver. Pero, venga, os seguiré contando la historia. Al fin y al cabo, a veces hay que darle tiempo al tiempo… Os voy a hablar de una niña que se llamaba Anya. Yo había tenido tiempo de verla crecer hasta los doce años, cuando, un buen día, también ella desapareció. Era una joven que me llamo la atención nada más verla: tenía un fuerte carácter y era muy linda, y yo pensé que me iba a tener mucho miedo. Pero qué va, ¡en absoluto! A Anya le importaba bastante poco su belleza. No era muy coqueta, y lo mismo jugaba a las muñecas que a la guerra, y a los cacharritos que a la caza, y siempre se inventaba historias apasionantes. Yo disfrutaba una barbaridad con ellas. Los padres de Anya vivían constantemente preocupados por su hija. Para empezar, Anya tenía un hermano gemelo, Luka, que había desaparecido
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nada más nacer, y aquella desgracia había sumido a sus padres en una congoja indescriptible. Pero, además, no resultaba nada fácil proteger a una niña dotada de una imaginación desbordante, que no se está quieta y solo hace lo que se le mete entre ceja y ceja, que no le tiene miedo a nada y responde, desafiante, a quien se quiera dar por aludido: —Que vengan a por mí. Sabré defenderme, me pelearé con uñas y dientes, mataré a esa cosa y volveré a casa con las manos manchadas de sangre, si es necesario. Sus padres, para sustituir a Luka, habían acogido un cachorro de tigre con la idea de que los ayudara y defendiera a Anya, llegado el caso. El tigre se había convertido en el mejor amigo de la niña y no la dejaba ni a sol ni a sombra, excepto cuando se ausentaba para visitar a los suyos. Sin duda, la fiera había trasmitido a la niña su carácter dulce y salvaje. También le había infundido una gran confianza en ella. La niña le había puesto el nombre de «Tigre Blanco». Aquel día, el animal se había marchado en dirección este a pasar fuera toda la jornada y había dejado a Anya sola en casa. De pronto, alguien llamó a la puerta una, dos, varias veces con gran insistencia, pero la niña, obedeciendo las órdenes de sus padres, no abrió. Más tarde Anya volvió en sí sintiendo escalofríos por la espalda, ella, que jamás tenía frío. Recobró el sentido envuelta en una oscuridad total y, a tientas, inspeccionó el lugar en el que se hallaba prisionera. Las paredes estaban húmedas y tibias. Al instante, Anya sintió mucho miedo. Pero no por ella, sino por los que habían osado capturarla. No sabían con quién se habían topado… La obligaron a trabajar duro con los demás niños robados, que habían crecido y vivían allí, explotados y extenuados. Anya se reconoció en el rostro de un muchacho: era Luka, su hermano gemelo ¡Que inmensa alegría, después de tantos años! Vivir un infierno, cavar la tierra, tallar roca, y hacer más profundos los sótanos del castillo para elevar las murallas. ¡Cada vez más alto!
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Anya se fijaba en todo: las idas y venidas de los carceleros y el relevo de guardia. Cuando dejaban que los niños se acostaran, en el mismo suelo, para descansar, Anya se escabullía por las galerías para buscar en la noche una salida. Tenía que encontrar una solución. Tigre Blanco había buscado a la joven por todas partes, había visitado las grutas, había merodeado al pie de las murallas del castillo… Pero no había encontrado ni rastro de ella.
Transcurrieron varias semanas, y Anya acabó descubriendo la única salida de aquel cautiverio, que también era el escondite subterráneo de su guardiana, una bruja de ojos blancos que escupía fuego para calentarse. Era ella la que se llevaba a los niños sin dejar rastro. Y la que había llamado a la puerta de Anya, colgada boca abajo, como los murciélagos.
Ilustración de Carlota Rodríguez Domínguez
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Era ella la que raptaba a los niños, iba y venía volando a su antojo y propagando, sin ser vista, el terror, la podredumbre… «¡La maldad!», pensó Anya. La joven no podía huir sola. Para lograrlo, necesitaría ayuda. Le contó a su hermano Luka lo que había visto y lo convenció para que engatusara a la bruja y la mantuviera entretenida. Así pues, Luka se presentó en la guarida de la bruja y le pidió que le dejara entrar en calor, puesto que a ella le sobraba y era tan fuerte… La bruja se sintió conmovida y el muchacho inició una conversación. ¿Sabía ella por qué los mantenían prisioneros en aquel lugar? ¿Era consciente de cuánto echaban los niños de menos a su familia? ¿Sabía por qué razón los obligaban a cavar, cavar, cavar desde hacía tantos años? La bruja respondió con ternura: —Todos vosotros sois un poco mis hijos… No veía ni gota, pero sabía que Luka era un joven apuesto, dotado de la misma belleza de Anya, su hermana gemela. Le dio calor y le contó que no había podido tener hijos y que por esa razón se había quedado ciega y había enloquecido. Se había inventado una artimaña y había predicho a la reina y al rey que un niño nacido el mismo año que su primogénito le arrebataría el trono. Entonces, el rey, aterrorizado, le había ordenado que secuestrara a todos los niños de la misma edad, y eso ero lo que la bruja llevaba haciendo los últimos trece años. Nadie mejor que yo lo sabe, porque soy el tiempo: cuando alguien cuenta una historia apasionante, hace que todo se olvide y que no se note mi paso. Mientras Luka mantenía a la bruja ocupada, Anya salió de los subterráneos del castillo ante las mismas narices de la Guardia. Sin embargo, cuando llegó a su casa, tras la euforia del reencuentro, nadie quiso hacerle caso. ¿Una bruja voladora? ¿Los niños prisioneros en el castillo? ¡Era imposible! ¿Qué mosca le picaba a Anya? Así pues, como
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sus padres no la creían, la joven se las arreglaría sola, mejor dicho, con la ayuda de Tigre Blanco. Ordenó a su compañero que convocara al pie del castillo a los suyos y a todos los animales de la llanura. Los humanos observaban cómo los elefantes, rinocerontes, tigres, osos y lobos se agrupaban alrededor de Anya y Tigre Blanco con gran agitación. El día de su décimo tercer cumpleaños, Anya, orgullosa de haber alcanzado esa edad, exhortó a sus tropas y puso a todos al corriente de la situación. ¿Quién podría detener un ejército de colmillos, cuernos, garras y fauces? Nadie. Así pues ¡Adelante! ¡Liberemos a los niños! Sobre las murallas, la Guardia y los soldados comprendieron al instante que el combate estaba perdido de antemano. Con todo, se pusieron en formación por no desobedecer las órdenes del rey, que se desgañitaba: —¡En fila! ¡Todos a las almenas! ¡Preparad el agua hirviendo y las flechas de fuego! Los animales embistieron. Anya cabalgaba a lomos de Tigre Blanco, encabezando el ataque. Los rinocerontes derribaron la puerta y la verja, los elefantes y los osos aplastaron a los guardias, y los tigres y los lobos degollaron y destriparon a todo soldado que no salía huyendo. El clamor del combate llegó a oídos de los niños prisioneros, que empuñaron con decisión los picos y los martillos y salieron a la superficie guiados por Luka. Se abalanzaron en tropel sobre la bruja, que alzó el vuelo delante de la marabunta. El estruendo de la contienda y los gritos de los animales, los soldados y los niños no solo daban fuerzas a anya, sino que ahuyentaron al gran dragón blanco que, desde hacía mil años, dormía bajo los cimientos del castillo. De tanto cavar, cavar, cavar, los niños, poco a poco, lo habían despertado. El dragón desplegó las alas y se elevó por los aires, sacudiendo la tierra y las galerías de piedra. Su aparición terminó de provocar la desbandada en la defensa del castillo. La familia real huyó con los soldados que habían sobrevivido, y la victoria, una vez más, sonrió a los valientes.
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Anya lanzó gritos de alegría por haber vencido y por haber salvado a su hermano y a los demás niños. ¡Todos ellos tenían trece años! Yo nunca había presenciado nada parecido. Ni yo ni nadie. El gigantesco dragón blanco sobrevolaba el campo de batalla lanzando ráfagas en el cielo. Trazaba círculos de fuego cada vez más grandes, alejándose de su cama de piedra, y en su vuelo calentaba el aire y transformaba la tierra entera. Los niños volvieron con sus padres y sus hermanos; y Anya, impulsada por su fortaleza y por el pueblo, subió al trono. La bruja había desaparecido, pero –ironías del destino- se había cumplido la profecía. He visto con mis propios ojos cómo los jóvenes tomaban el poder, cómo se derretían la nieve y el hielo bajo el aliento del dragón blanco y cómo el pueblo celebraba el acontecimiento. He visto cómo brotaban de la tierra campos verdes y los grandes árboles frutales que conocemos hoy. Después del Gran Deshielo, vi cómo Anya reinaba con equidad, justicia y fraternidad en un país frondoso y feliz. Poco a poco, los animales se quitaron el pelaje blanco y se alejaron de los humanos, que ya no hablaban el mismo idioma. Ojalá puedan vivir en paz hasta el fin de los tiempos. En cuanto a mí, ya lo he contado todo, y velaré por que así sea.
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«EL JARDÍN DE LAS LÁGRIMAS» Gisela de la Torre Una tarde, acompañada por mi amiga Elsa, visité El Jardín de Las Lágrimas, a corta distancia de mi casa. A la entrada nos encontramos con una enredadera de la cual pendía una flor transparente que tenía la apariencia de una lágrima. El aroma y el canto de los pájaros creaban un ambiente agradable, nos pusimos a recorrerlo pero, de pronto, escuchamos a una anciana que nos llamó. Nos preguntamos cómo sabía nuestros nombres. Se nos acercó y dijo: —Sé además muchas otras cosas ¿Quisieran saber por qué este lugar se llama El Jardín de las Lágrimas? —Sí—le contestamos sorprendidas. —Pues se los contaré —y se colocó en un banco que había a un extremo del jardín y nos contó: —Hace muchos años, existió aquí una choza donde vivía un matrimonio con sus tres hijas. Una vez, los padres se quedaron arreglando la casa, pues un golpe de viento la había dañado, entretanto, las niñas fueron a buscar frutas al bosque. Al regresar, vieron la choza incendiada con sus padres en el interior, atrapados por las llamas. A pesar de su angustia trataron de apagar el fuego lanzando agua y tierra, pero ya nada se pudo hacer.
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Las niñas lloraron mucho por la muerte de sus papás. Así las sorprendió la noche y el amanecer. De los escombros surgió una enorme flor cubierta de rocío que al gotear sobre las cenizas las transformaba en rosal. Las niñas seguían llorando y, por cada lágrima, surgía una enredadera con una flor como la que está a la entrada del jardín. — ¿Es por eso que tiene este nombre? —pregunté. —Sí. —Pero solo hay una enredadera con una flor —dijo Elsa. —Es cierto, las demás desaparecieron con el tiempo y ésta quedó como representación del dolor que las niñas sintieron. — ¿Y qué fue de ellas? —quise saber. —Como estaban muy tristes quisieron morir e intentaron arrojarse al barranco —y señaló con el dedo índice—, pasaba en ese momento la bruja Tarila, lanzó un hechizo y las convirtió en tres piedras. Ese mismo día andaba yo por estos lados cuando escuché unos sollozos, al aproximarme, solo vi tres piedras, pero seguían los gemidos, luego de una búsqueda inútil, me convencí de que provenían de ellas, oí entonces a la bruja Tarila gritar: —Como querían morir estas tres niñas, ¡mira en lo que las transformé, es lo mismo que estar muertas! — lanzó una carcajada burlona y desapareció al instante—. Por eso, intenté salvar a las niñas, pero no lo logré a pesar de mi poder, pues el hechizo de Tarila era muy fuerte…
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— ¿Qué poder? —pregunté. Sin embargo la anciana se sonrió y siguió hablando. —Busqué ayuda con mis amigas hadas, pero nada pudieron hacer. No obstante, un hada me dijo que solamente existía una opción: encontrar tres piedras iguales en una noche de luna llena, sustituirlas por aquellas, y convertirlas únicamente en flores, siempre y cuando las niñas estuvieran de acuerdo. — ¿Pudo hacer eso? ¿Ellas lo aceptaron? ¿Quién es usted? — ¡Cuantas preguntas! Te las contestaré. Sí pude y sí quisieron las niñas, ah, soy un hada envejecida. Elsa y yo nos miramos boquiabiertas. El hada nos tendió las manos y nos condujo al centro del jardín donde había un pequeño arbusto del cual brotaban tres flores de diferentes tamaños y colores, la anciana nos explicó: —La más grande, la roja, es Amalia —la flor se inclinó y emitió un suave murmullo. El hada siguió presentando a la mediana, de tonalidad amarilla, nos dijo que se llamaba Amelia, la cual produjo inmediatamente un sonido muy similar a un sollozo que fue desapareciendo hasta convertirse en un susurro. Prosiguió la anciana señalando a la flor más pequeña y blanca, la llamó Amilia, que echó una carcajada. Atónitas observábamos a las flores cuando fuimos interrumpidas por un silbido y un trino a nuestras espaldas, al voltearnos, vimos a un pájaro de dos cabezas que emitía los dos sonidos a la vez. —Basta ya “Chitín”, son mis invitadas —y nos aclaró—. Es el guardián de aquí. Como nunca antes las había visto, se ha molestado; no permite que ningún intruso venga a robar flores.
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Al instante, el pájaro, como si hubiera entendido sus palabras, alzó el vuelo y se posó en un follaje cercano, observándonos con detenimiento por largo rato. El hada continuó hablando sobre Amalia, Amelia y Amilia, diciéndonos que en ocasiones salían a pasear. — ¿Cómo pueden pasear si son flores? preguntamos. — ¡Ya lo verán! —y dando tres palmadas nos indicó que miráramos al cielo. Allá en lo alto vimos a las tres flores volando. — ¿Volverán al jardín? —Claro que volverán, este es su hogar. Seguimos conversando y al poco rato sentimos como un murmullo y más tarde una carcajada. —Son ellas, ya quieren regresar —dijo el hada, y dio nuevamente tres palmadas. Al momento estaban de vuelta. —Parece que son felices —dije yo. —A su modo lo son, el tiempo ha hecho que sus penas se reduzcan —dijo el hada y desapareció. Regresamos y en todo el camino apenas hablamos, cada una estaba absorta en sus pensamientos, al fin Elsa rompió el silencio y dijo: —Maité, si contáramos lo que hemos visto, nadie nos creería.
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—Mejor guardemos en nuestro recuerdo estos lindos momentos —dije casi en un suspiro. —Sí, en nuestra memoria —me contestó y ambas sonrientes miramos aún asombradas hacia el jardín donde existía una fantástica historia.
Ilustración de Lara Benito Martínez
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«ACCIDENTE CELESTE» En: Palabras de manzana Jorge Luján Una mañana de brumas me tropecé con el cielo y a los pedazos caídos los escondí en el bolsillo.
Las nubes andan perdidas chocándose en las esquinas, la luna dirige el tráfico más lo que sobra es espacio.
¿Quiere mirarlos maestra? dije estirando la mano, y a ella le crecieron alas y escapó por la ventana.
Los niños llegan corriendo y pintan un cielo nuevo, les falta un trozo y les doy añicos del verdadero.
Ilustración de Irene Pérez
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«EN EL PAÍS DE LA FANTASÍA» En: Tres vueltas al planeta Ana María Fernández Martínez
Mi gran robot robotizado, robótico, estrambótico y cuadrado, lleva una lupa triangular, diáfana, políglota, binocular. Mi gran robot es Sherlock Holmes. Buscando pistas no tiene igual Y siempre anda muy ocupado, cruzando al vuelo el entarimado… No hay destino en que no se encuentre, no hay resquicio, ni hay lugar. Busca que busca en cada esquinita con sus ojitos en espiral. Y le pregunto con disimulo cuál es la pista que así lo tiene y él me contesta con voz metálica, que una robota, que está en Itálica. Ilustración de Alexia Ortiz Montes
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«RUEDA QUE IRÁS MUY LEJOS» Miguel Hernández
Rueda que irás muy lejos. Ala que irás muy alto. Torre del día, niño. Alborear del pájaro. Niño: ala, rueda, torre. Pie. Pluma. Espuma. Rayo. Ser como nunca ser. Nunca serás en tanto. Eres mañana. Ven con todo de la mano. Eres todo mi ser que vuelve hacia su ser más claro.
El universo eres que guía esperanzado. Pasión del movimiento, la tierra es tu caballo. Cabálgala. Domínala. Y brotará en su casco su piel de vida y muerte, de sombra y luz, piafando. Asciende. Rueda. Vuela, creador del alba y mayo. Galopa. Ven. Y colma el fondo de mis brazos.
Ilustración de Jimena Rodríguez Domínguez Ganadora categoría 9-11 años 32
«A MARGARITA DEBAYLE» Rubén Darío Margarita está linda la mar, y el viento, lleva esencia sutil de azahar; yo siento en el alma una alondra cantar; tu acento: Margarita, te voy a contar un cuento: Esto era un rey que tenía un palacio de diamantes, una tienda hecha de día y un rebaño de elefantes, un kiosko de malaquita, un gran manto de tisú, y una gentil princesita, tan bonita, Margarita, tan bonita, como tú. Una tarde, la princesa vio una estrella aparecer; la princesa era traviesa y la quiso ir a coger. La quería para hacerla
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decorar un prendedor, con un verso y una perla y una pluma y una flor. Las princesas primorosas se parecen mucho a ti: cortan lirios, cortan rosas, cortan astros. Son así. Pues se fue la niña bella, bajo el cielo y sobre el mar, a cortar la blanca estrella que la hacía suspirar. Y siguió camino arriba, por la luna y más allá; más lo malo es que ella iba sin permiso de papá. Cuando estuvo ya de vuelta de los parques del Señor, se miraba toda envuelta en un dulce resplandor. Y el rey dijo: «¿Qué te has hecho? te he buscado y no te hallé; y ¿qué tienes en el pecho que encendido se te ve?». La princesa no mentía. Y así, dijo la verdad: «Fui a cortar la estrella mía a la azul inmensidad».
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Y el rey clama: «¿No te he dicho que el azul no hay que cortar?. ¡Qué locura!, ¡Qué capricho!... El Señor se va a enojar». Y ella dice: «No hubo intento; yo me fui no sé por qué. Por las olas por el viento fui a la estrella y la corté». Y el papá dice enojado: «Un castigo has de tener: vuelve al cielo y lo robado vas ahora a devolver». La princesa se entristece por su dulce flor de luz, cuando entonces aparece sonriendo el Buen Jesús. Y así dice: «En mis campiñas esa rosa le ofrecí; son mis flores de las niñas que al soñar piensan en mí». Viste el rey pompas brillantes, y luego hace desfilar cuatrocientos elefantes a la orilla de la mar. La princesita está bella, pues ya tiene el prendedor en que lucen, con la estrella, verso, perla, pluma y flor.
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*** Margarita, está linda la mar, y el viento lleva esencia sutil de azahar: tu aliento. Ya que lejos de mí vas a estar, guarda, niña, un gentil pensamiento al que un día te quiso contar un cuento.
Ilustración de Victoria Sandoval
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«UN AMOR» En: Para nacer he nacido Pablo Neruda Por ti junto a los jardines recién florecidos me duelen los perfumes de primavera. He olvidado tu rostro, no recuerdo tus manos, ¿cómo besaban tus labios? Por ti amo las blancas estatuas dormidas en los parques, las blancas estatuas que no tienen voz ni mirada. He olvidado tu voz, tu voz alegre, he olvidado tus ojos. Como una flor a su perfume, estoy atado a tu recuerdo impreciso. Estoy cerca del dolor como una herida, si me tocas me dañaras irremediablemente. Tus caricias me envuelven como las enredaderas a los muros sombríos. He olvidado tu amor y sin embargo te adivino detrás de todas las ventanas. Por ti me duelen los pesados perfumes del estío: por ti vuelvo a acechar los ginos que precipitan los deseos, las estrellas en fuga, los objetos que caen.
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Ilustración de Gloria Peñaranda Lerena Ganadora categoría 12-14 años
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