De todos los colores había elegido el azul. Cada semana teñía sus cabellos y su barba con el azulete que obtenía del índigo, cuyas hojas hacía traer desde lejanas tierras. Frente al espejo sus manos tiznaban de añil su secreto. Después se vestía con sus sedas y terciopelos para conquistar los reinos de ultramar o seducir a las mujeres más hermosas.
En aquel pueblo eran tan conocidas sus aventuras marinas como sus embaucadoras intenciones. Aun así, las jóvenes doncellas se dejaban cortejar, cegadas por las joyas, las flores y vestidos que ofrecía con gestos fríos. A pesar de conocer que había estado casado no una ni dos, hasta nueve veces, con mujeres de las cuales nada se supo después.
Tenía por vecina a Eloísa, una joven de tez blanca, ojos verdes tímidos y pelo naranja. Era la única que evitaba su mirada. No así su hermana mayor y su madre, que cegadas por la codicia dorada, le insinuaban boda con tules blancos. Pero el hombre de la extraña barba, de misterioso nombre, Barba Azul, eligió a la pequeña. Convenció a su madre y todos partieron de viaje a Venecia, y navegando por sus canales le declaró su amor. Eloísa aceptó, confundida por el reflejo de las turbias aguas. El tenebroso azul se tornó verde primavera, verde claro de cortesía entre las góndolas.
Las bodas se celebraron en palacio entre lobelias y lirios, entre campánulas y viboreras, todas flores de azul sombrío. Pero cuando el invierno llegó las galas desaparecieron entre el frío y la nieve. —Amada mía —le dijo—, tengo que marchar a provincias. Al menos tres semanas durará mi ausencia. Aquí tenéis las llaves de la entrada, del salón y las alacenas, de los aposentos y la biblioteca. Entretanto, Eloísa asentía. —Pero esta llavecita es la del gabinete del fondo en la oscuridad del sótano. Podéis abrir cuantas puertas queráis pero prometedme que esta no. Bajo ningún concepto lo intentéis o mi ira se desatará y temed entonces por vuestra vida. Y sus ojos azules se tornaron sangre.