tan fascinado que me fue imposible dejar de mirarla. Desvió ella el rostro, y otra vez vi el cincelado contorno de su nuca y su cabeza. Pasados unos minutos como si sintiera curiosidad por saber si persistía en mi examen, movió gradualmente la cabeza y otra vez encontró mi ardiente mirada. Sus grandes ojos oscuros bajaron al punto, mientras un profundo rubor teñía sus mejillas. Pero cuál sería mi estupefacción al notar que no solamente se abstenía de apartar el rostro, sino que tomaba de su regazo unos gemelos, los ajustaba y se ponía a observarme intensa y deliberadamente durante varios minutos. Si una centella hubiese caído a mis pies, no me habría sentido más asombrado. Pero mi asombro no involucraba la menor ofensa o disgusto pese a que acción tan audaz me hubiera ofendido y disgustado en otra mujer. Su proceder, en cambio, revelaba tanta serenidad, tanta nonchalance, tanto reposo... y a la vez traducía un refinamiento tan grande, que hubiera sido imposible percibir allí el menor descaro, y mis únicos sentimientos fueron de admiración y sorpresa. Noté que, al levantar por primera vez los gemelos, la dama parecía quedar satisfecha de su rápida inspección de mi persona, y los retiraba ya de sus ojos cuando, cediendo a un nuevo pensamiento, volvió a mirar y continuó haciéndolo, con la atención fija en mí durante varios minutos; puedo incluso asegurar que no fueron menos de cinco. Esta conducta, tan fuera de lo común en un teatro norteamericano, atrajo la atención general y originó un perceptible movimiento y murmullo entre el público, que por un momento me llenó de confusión, aunque no pareció causar el menor efecto en el rostro de Madame Lalande. Satisfecha su curiosidad —si era tal—, apartó los gemelos y volvió a concentrarse en la escena, quedando de perfil como al principio. Continué mirándola incansable, aunque me daba perfecta cuenta de lo descortés de mi conducta. No tardé en ver que su cabeza cambiaba lenta y suavemente de posición y comprobé que la dama, mientras fingía contemplar la escena, no hacía más que observarme atentamente. Inútil decir el efecto que semejante proceder, en una mujer tan fascinadora, podía causar en mi vehemente espíritu. Luego de escrutarme durante un cuarto de hora, el bello objeto de mi pasión se dirigió al caballero que la acompañaba y, mientras ambos hablaban, vi por la forma en que miraban que la conversación se refería a mi persona. Terminado el diálogo, Madame Lalande se volvió otra vez hacia la escena y durante un momento pareció absorta en la representación. Pero, pasado un momento, sentí que me dominaba una incontenible agitación al ver que por segunda vez dirigía hacia mí los gemelos y que, desdeñando el renovado murmullo del público, me examinaba de la cabeza a los pies con la misma milagrosa compostura que tanto había deleitado y confundido mi alma momentos antes. Tan extraordinaria conducta, sumiéndome en afiebrada excitación, en un verdadero delirio de amor, sirvió para alentarme más que para desconcertarme. En la alocada intensidad de mi devoción me olvidé de todo lo que no fuera la presencia y la majestuosa hermosura de la visión que así respondía a mis miradas. Esperé la oportunidad, y cuando me pareció que el público estaba concentrado en la ópera y que los ojos de Madame Lalande se fijaban en los míos, le hice una ligera pero inconfundible inclinación de cabeza. Sonrojóse profundamente y apartó los ojos; después, lenta y cautelosamente, miró en torno como para asegurarse de que mi audacia no había sido advertida y se inclinó finalmente hacia el caballero sentado junto a ella. Tuve entonces clara conciencia de la torpeza que había cometido, e imaginé un inmediato pedido de explicaciones, mientras una imagen de pistolas al amanecer flotaba