TEJIENDO MEMORIAS

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Quiero mi Barrio Varas Mena

tejiendo memorias para seguir la historia Desde El Huasco, Juan Planas y Berlioz

Tejiendo memorias para seguir la historia - Diego Bravo Rayo

tejiendo memorias para seguir la historia

CONTENIDO DEL DVD:

Tejiendo memorias para seguir la historia, es resultado de un proceso de recopilación de memorias barriales que, durante el primer semestre del 2017, se llevó a cabo con los vecinos de las poblaciones El Huasco, Juan Planas y Berlioz. Este trabajo se enmarca dentro del Programa Recuperación de Barrio Varas Mena, de San Joaquín. En estas páginas se presenta la historia de estas tres poblaciones, desde la mirada de sus habitantes. Se hace un recorrido desde la llegada de “los viejos”, la construcción de sus casas, así como de las organizaciones recreativas o vecinales, para luego ver como atravesaron la etapa de la dictadura cívico-militar y la posterior democracia. El relato se ha construido a partir del recuerdo y no pretende plantearse con un carácter de historia oficial de Varas Mena, sino como un intento por develar la memoria social de estos barrios, que debe seguir siendo alimentada. El título refiere justamente a esta idea y deja las conclusiones abiertas para que el lector pueda apropiarse de este trabajo e integrar hechos que, por alguna razón o sin ella, no han sido incorporados. Asimismo este texto se construyó de la mano con un DVD, contenido al final del libro. Ahí, tendrán acceso –entre otros– a un video que, trayendo historias al presente, servirá de brújula en este viaje al pasado.

Muralismo en Varas Mena - Christopher Garcés Avendaño El último partido - Diego Bravo Rayo

Quiero mi Barrio Varas Mena

Foto portada: reinado de una de las primeras fiestas de la primavera de la entonces población de Obreros Municipales. En su centro, la coronada Silvia Jara rodeada por sus hermanos, vecinos y algunos músicos encargados de animar la fiesta.


TEJIENDO MEMORIAS PARA SEGUIR LA HISTORIA Desde El Huasco, Juan Planas y Berlioz


©Seremi de Vivienda y Urbanismo Región Metropolitana Programa Quiero mi Barrio Varas Mena Santiago, 2017 Investigación y texto: Nayeli Palomo Diseño y diagramación: Max Grum Corrección de estilo: Edison Pérez Fotografías: Archivos personales de pobladores El Huasco, Juan Planas y Berlioz Registro audiovisual: Diego Bravo Rayo Asistente audiovisual: María José Robles Guion: Nayeli Palomo y Diego Bravo Rayo Montaje: Diego Bravo Rayo

Equipo del programa de Recuperación de Barrio Varas Mena: Encargada del Plan de Gestión Social: María José Robles Ponce Encargado del Plan de Gestión de Obra: Marco Araya Sánchez

Primera edición 700 ejemplares. Santiago, Chile, diciembre 2017. Impreso en Chile / Printed in Chile


TEJIENDO MEMORIAS PARA SEGUIR LA HISTORIA Desde El Huasco, Juan Planas y Berlioz

Nayeli Palomo



ร ndice

Introducciรณn.............................................................................13

Del fundo La Castrina a la autoconstrucciรณn ...............17 La Consolidaciรณn.....................................................................51 Dictadura.................................................................................. 85 Y la vuelta a la democracia............................................... 109

Conclusiones......................................................................... 129 Anexo........................................................................................135 Algunas referencias bibliogrรกficas.................................137 Fuentes.................................................................................... 138



Es evidente el aporte que el Programa Quiero Mi Barrio ha realizado en los distintos sectores de la comuna donde ha estado presente: Población Aníbal Pinto, La Castrina, La Legua, Germán Riesco, Nuevo Horizonte y Varas Mena. Esta iniciativa ha logrado promover un trabajo mancomunado entre vecinos, dirigentes y organizaciones sociales, reactivando un entramado social muchas veces deteriorado. Ha conseguido, también, impulsar la capacidad de plantearse objetivos comunes, así como la forma de materializarlos, con un especial énfasis en el mejoramiento del espacio público, al entender éste como la base para una buena calidad de vida en comunidad. Pero quizás una de las principales fortalezas de este Programa tiene relación con la recuperación de la tradición; lo que precisamente se realiza a través de esta publicación: Tejiendo memorias para seguir la historia. Este libro es el resultado de un intenso trabajo de reconstrucción histórica del barrio Varas Mena, revitalizando los recuerdos de las tres poblaciones que lo conforman: El Huasco, Juan Planas y Berlioz. Aquí se hacen eco las memorias de los adultos mayores y de las antiguas generaciones, quienes evocan la solidaridad y la alegría que existía en las calles de sus poblaciones, los festejos comunitarios y las conversaciones cotidianas que lamentablemente con el paso de los años han ido desapareciendo. Sin embargo, con la llegada del Quiero Mi Barrio, las inversiones y esta publicación, en particular, hemos visto como regresa la alegría de antaño, la cohesión social y la comunión que alguna vez existió. Este libro es una invitación a las nuevas generaciones, para que atesoren la historia de sus fundadores, comprometiéndose con la construcción de un buen presente y de un mejor futuro para las poblaciones del barrio Varas Mena. Sergio Echeverría García Alcalde Municipalidad de San Joaquín



Existe un gran valor social en mejorar nuestra comunidad, en recuperarlo, fortalecerlo y, para todos quienes formamos parte del Programa Quiero mi Barrio es un motivo de mucho orgullo cuando lo logramos gracias al trabajo conjunto de los vecinos, los municipios y el gobierno central. El objetivo de este esfuerzo mancomunado, de la participación y la toma de decisiones, es hacer que la vida de las personas sea mejor, colaborar en que el día a día sea más grato, que los espacios donde interactúan y se relacionan los vecinos les permitan vincularse y formar redes, que los niños y jóvenes puedan jugar y desarrollarse, que las plazas y paseos permitan el descanso y la conversación. Este libro es el resultado del proceso de reconstrucción de la historia del barrio Varas Mena, de recordar el esfuerzo de los fundadores de las poblaciones El Huasco, Juan Planas y Berlioz, quienes cada uno a su tiempo y bajo diversas circunstancias sociales e históricas, fueron dando forma a lo que hoy conocemos como su barrio. Es el rescate de esa identidad común, y también de las características individuales de cada una de estas poblaciones, es lo que queremos relevar a través de este trabajo de investigación y recuperación, donde se honra el esfuerzo, la perseverancia y la memoria de sus habitantes. Pero no quisiéramos que estos recuerdos quedaran en el pasado. Este libro es una herencia para las nuevas generaciones del barrio, para que comprendan, valoren y atesoren la memoria de quienes vinieron antes. Es también una invitación a mantener viva esta historia, a continuar reconstruyéndola y transmitiéndola como un legado de orgullo y satisfacción. Igualmente, los invitamos a seguir trabajando en los logros alcanzados por medio del Programa Quiero mi Barrio, una iniciativa de la presidenta Michelle Bachelet que se desarrolla hace más de una década y que, sin duda, ha transformado la manera de potenciar la vida en muchísimos vecindarios del país. Aldo Ramaciotti Fracchia Secretario Regional Ministerial de Vivienda y Urbanismo



Dedicado a “nuestros viejos�. A la memoria de los padres, madres, abuelos y abuelas. A todos los que llegaron a estas tierras y construyeron cada una de estas tres poblaciones.



Introducción

Tejiendo memorias para seguir la historia, es resultado de un proceso de recopilación de memorias barriales que, durante el primer semestre del 2017, se llevó a cabo con los vecinos de las poblaciones El Huasco, Juan Planas y Berlioz. Este trabajo se enmarca dentro del Programa Recuperación de Barrio Varas Mena, que se viene implementando en el lugar desde el año 2014, gracias a una alianza estratégica entre la Ilustre Municipalidad de San Joaquín y el Ministerio de Vivienda y Urbanismo. De las diferentes experiencias que los vecinos vivieron en el marco de la intervención del “Quiero Mi Barrio”, dan cuenta los archivos audiovisuales contenidos en el DVD que se encuentra al final de este libro y que podrán visionar cuando lo deseen. Cuando partimos, sabíamos que estas tres poblaciones habían nacido en momentos y producto de procesos diferentes y que compartían entre ellas el hecho de haber sido fruto de la autoconstrucción. Es así que decidimos indagar en las memorias de cada una de ellas, de manera separada, pero siempre buscando los puntos de encuentro que fueron teniendo a lo largo del tiempo. Fue así como se realizaron dos talleres participativos por población. En estos espacios abiertos a la comunidad, se indagó en los recuerdos de los pobladores. Ahí aparecieron memorias construidas desde distintas épocas y espacios; fue en la misma interacción de los participantes, que brotaron recuerdos opacados por el paso del tiempo. Algunos vecinos pudieron darse cuenta de que habían sucedido hechos que ellos atribuían a un sueño, a fantaseos o ideaciones; otras se sorprendieron al escuchar las historias que, por años, se habían escondido entre cuatro paredes. 13


Esta primera etapa fue la que nos permitió construir la pauta de las cinco entrevistas en profundidad que se harían por población. Con esta nueva herramienta, se ahondaron las temáticas que habían aparecido en los talleres. Se escavaron algunos recuerdos y se buscaron distintas versiones acerca de un mismo hecho, lo que fue permitiendo tener una visión panorámica de las historias que nos iban relatando. Instancia que también fue aprovechada para recopilar memorias materiales (fotos y documentos) que fueron registradas o digitalizadas. Durante meses, nos paseamos por la población, conversando por aquí y por allá, hilando relatos, recogiendo otros y así fue como terminaron participando, en todo el proceso, más de 38 vecinos (Anexo 1). Ha sido un trabajo largo, en el que nos esforzamos por articular las memorias recopiladas, mostrando las tensiones así como los puntos de encuentro que emergieron. Así fue como construimos este texto, acompañado por las fotografías familiares de los mismos vecinos y que se centra en los relatos de los entrevistados. Cada una de las frases dichas por los participantes, aparecen entre comillas (“ ”), seguida por el autor de la idea. Hemos usado los corchetes […], para mostrar el lugar en que se cortó una cita, sin que eso influya en el sentido original de la oración. En algunos casos, entre corchetes [ ] se agregaron palabras que facilitan la ilación del relato. El libro se organizó en función de cuatro capítulos que se presentan de la siguiente manera: El primero expone la información referente al surgimiento de cada una de las poblaciones, el segundo refiere a la etapa de su consolidación, dando paso a la etapa de la dictadura en Chile, para luego presentar los recuerdos asociados a los años de democracia. Cada uno de los capítulos cuenta con una parte introductoria, en la que se expone información contextual que aporta a la comprensión de la etapa descrita. Luego viene la narración correspondiente a cada población: El Huasco, Juan Planas y Berlioz. El lector podría perfectamente tomar la determinación de leer solo los temas correspondientes a su barrio. Sin embargo, se los invita a leer el libro completo, puesto que se podrán percatar de que se repiten sitios y personajes

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que todos conocieron y que las historias relatadas pueden haber ocurrido tanto en un lugar como en otro. A pesar de ser poblaciones diferentes, la proximidad espacial y las semejantes características de sus habitantes, han hecho que desde sus particularidades, fueran alimentando la historia del sector. No se ha pretendido escribir la historia oficial de Varas Mena, sino que plasmar la llamada memoria social, que tiene como característica principal el hecho de ser maleable, algo que va mutando en el tiempo y que por lo demás puede tener múltiples versiones. En ese sentido, aunque se ha intentado abarcar la línea de tiempo completa de estas poblaciones, es inevitable que este texto no lo abarque todo, lo que se debe a que en el recorrido, no nos fueron evidenciadas todas las historias y/ o que no supimos leerlas. Si bien este es un libro y como tal un recurso de divulgación y en esencia compartido, este trabajo está dedicado a los vecinos de que trata. Para que sea realmente suyo y pueda integrar esas versiones que no han sido retratadas, así como sus historias particulares, hemos querido que ustedes mismos hagan las conclusiones. La idea es que tras hojearlo y leerlo, se puedan juntar con sus vecinos o familiares, o en solitario si así lo desean, y puedan escribir (en las páginas dedicadas a eso) cualquier cuestionamiento, idea, memoria o versión de los hechos que este trabajo haya podido provocarle. Si la lectura trajo consigo recuerdos, escríbalos, o pídale a alguien que lo haga por usted. Si se acuerda de los nombres de las personas que ve en las fotos, déjelo plasmado antes de que se esfumen de su mente. Asimismo, si usted es más joven o ha llegado al barrio hace poco tiempo, anote los recuerdos que tiene de su población. La idea es que ustedes mismos sigan tejiendo memorias para seguir la historia y que puedan compartirla con sus seres queridos.

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Del fundo La Castrina a la autoconstrucción

Hacia fines del siglo diecinueve, la llegada de la modernidad a Chile aceleró el proceso de urbanización del país. Hombres y mujeres de campo emprendieron un camino sin regreso, atraídos por los humos de las industrias que empezaban a aparecer en las grandes ciudades. Aquella migración campo ciudad –que tuvo su apogeo en los años treinta–, conllevó a que los nuevos citadinos se empezaran a amontonar en conventillos de diferentes sectores de la ciudad de Santiago. Ya instalados en esos lugares, se percataron de cómo se esfumaban los empleos prometidos por el espejismo de la capital y que deberían aprender a vivir hacinados y sin condiciones higiénicas (falta de agua potable, alcantarillado principalmente, además de luz eléctrica). Combinación propicia para el surgimiento de enfermedades, que despertó preocupación en una élite que de ninguna manera estaba preparada para repensar la ciudad. La necesidad se hizo sentir cuando las familias, presionadas por el aumento en el precio de los arriendos, empezaron a buscar nuevos espacios donde instalarse. De a poco, y gracias a la aparición del tranvía en la primera década del siglo veinte, la capital empezó a tomar una nueva forma y los sectores populares fueron expulsados hacia la periferia, que por ese entonces empezaba más o menos en el Zanjón de la Aguada. 17


Paralelamente, con la promulgación de la Ley de Comuna Autónoma, que pretendía entregar mayor autonomía a las municipalidades, nacen nuevas comunas. Pero como estas no tenían un sistema de financiamiento, empezaron a cobrar por las autorizaciones de loteos y subdivisiones de terrenos. Acto que para poder ser realizado tenía que contar con un cierto número de interesados, de modo que los municipios se transformaron en promotores de sus propias comunas, para apoyar a los privados en los loteos y así obtener ingresos. En ese contexto, en la última década del siglo diecinueve nace la comuna de San Miguel, que si bien recibió a grupos “En aquel entonces, los caballos aún pisoteaban los granos de cebada al ritmo de la trilla”.

de hombres que construyeron grandes casonas, tuvo que lidiar con un amplio territorio agrícola, que no resultaba del todo atrayente para los sectores populares. Ahí se encontraba el Fundo La Castrina, que fue loteado para dar nacimiento, entre otros, a la Castrina Chica y la chacra María Eugenia que sería comprada por Juan Planas. Progresivamente, estos sitios se dividieron, seguramente gracias a la intervención de la Caja de Previsión, que pudo impulsar el surgimiento de la Población de Obreros Municipales. Puntapié necesario para que los dueños de los lotes aledaños se inspiraran y vieran en la construcción de viviendas sociales, un buen negocio. Escondidos por las casas patronales, de las que hoy no queda ni la sombra, humildes y amplias familias empezaron a poblar el último rincón suroriente de la comuna de San Miguel. Así, a partir de los años cuarenta, hombres y mujeres delimitaron sus terrenos a golpes de chuzo, armando casuchas que los pudieran proteger de la intemperie. En aquel entonces, los caballos aún pisoteaban los granos de cebada al ritmo de la trilla, las uvas se asoleaban colgadas de los brazos de sus viñas, mientras que un poco más lejos, las cebollas asomaban en una tierra que aun mostraba sus cicatrices de labrado. Los de la Población de Obreros Municipales, tuvieron que esperar cerca de 10 años para que aparecieran los vecinos de Juan Planas y casi dos décadas para que llegaran los de la población Berlioz. Amplio es el tiempo que transcurrió para

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Mapa de Santiago Sur en el que se puede ver la ubicación y dimensión de Fundo La Castrina. Elaborado por el Estado Mayor Jeneral del Ejército de Chile Departamento de la Carta.

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que estas tres poblaciones empezaran a dibujarse, de manera que el contexto en el que cada una de ellas surge es diferente. No obstante, todas tienen en común el hecho de que fueron las mismas familias las que construyeron sus casas. En ese sentido, aunque la ocupación del terreno estaba regulada puesto que todos sus habitantes eran dueños de los sitios, estos barrios empezaron a tomar formas que se deben haber parecido mucho a sus contemporáneas poblaciones callampas, o de “mejoreros”.

Población de Obreros Municipales [El Huasco] Los primeros en habitar estas tierras, que pertenecían a la Municipalidad de San Miguel, fueron las familias de los trabajadores de esta institución. Los recuerdos de los que, en ese entonces eran niños, no permiten aclarar detalles acerca de ese proceso. Si algunos hablan de que fue la municipalidad la que habría cedido los terrenos a sus trabajadores, la mayoría de los relatos se encuentran en el hecho de que la ocupación de este peladero, habría sido posibilitada por el acceso de los municipales a un préstamo de la Caja de Previsión de empleados públicos. Fue en el año 1943 en el que los trabajadores empezaron a batir los primeros caminos para que pudieran pasar los carretones prestados que, tirados por caballos, traían sus pertenencias desde sectores aledaños, ubicados más al norte de Departamental, hacia el Hospital Barros Luco, La Legua y posiblemente del Zanjón de la Aguada. Los primeros días llegaron tres o cuatro familias, logrando sumar ese año una decena de hogares. Algunos “venían un poco antes y empezaban […] a demarcar” el sitio, al que se accedía por la entrada de una casa patronal que se asomaba por Santa Rosa. Los vecinos empezaron a abrir la población construyendo “a la buena de Dios. Quienes tenían para levantar, levantaban” (Rubén). Entonces, en el fondo de cada uno de los lotes, empezaron a brotar piececitas de tarros y ruquitas de madera que 20


cobijaban la montonera de niños que corrían en los potreros. La mayoría de los viejos eran oriundos del campo; de lugares como Santa Cruz, Requínoa (en la región de O’Higgins) y Los Ángeles (región del Biobío). Así, no era extraño encontrarse con algunas construcciones de adobe: “Mi abuelo la hizo con esa de barro […] había adobe, pero la gran mayoría eran casas de madera” (Taller 1). Al comienzo “eran bien pocos los que vivían aquí” (Mimí), no había nada y los vecinos luchaban con las zarzamoras para hacer las tareas cotidianas. Rubén Céspedes, recuerda que el mundo aún estaba en guerra cuando tenía que ir por agua a la acequia de Santa Rosa: “La echábamos a una tina y le echábamos hojas de tuna para lavar las cosas. Para ir a buscar agua [potable] teníamos que ir a Departamental, ahí había un bebedero. Entonces llevábamos un palo y traíamos dos porciones de agua”. Ardua labor, que se solía hacer de madrugada y en la que era común que las mujeres perdieran las guaguas que llevaban en sus vientres. El mito cuenta que la cancha de tierra siempre estuvo ahí y que los municipales venían con la pelota bajo el brazo. Lo cierto es que los más antiguos plantean que fue, jugando en los campos recién trillados, que los niños fueron demarcando el sitio. Ahí fue que “la cancha se armó sola” corriéndose

“La cancha de tierra siempre estuvo ahí y los municipales venían con la pelota bajo el brazo”.

para un lado y luego para otro. “Se corrió varias veces [pero se mantuvo], porque era de la población y era del Club Municipal y El Municipal pertenecía a la Municipalidad de San Miguel” (Rubén). En su lado norte, por el pasaje Arturo Pardo, apareció un vivero municipal donde el abuelito Peralta, bajo el mando de Rodelindo Román, regaba y criaba los árboles que serían plantados en las calles y plazas de San Miguel. Ahí se escapaban los niños, así como las aves criadas por los vecinos, que se llenaban de regocijo en este paraíso lleno de semillas, agua y vegetación. Los pobladores recuerdan que al costado de este pulmón verde se instalaron unos corrales para guardar los carretones y –en el actual lugar del jardín infantil– las pesebreras. “Ahí había bebedero” donde a los niños les gustaba bañarse (Rubén). Todo estaba organizado en el lugar para que, tras el término de su jornada laboral, los obreros

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Plano Loteo poblaciรณn Obreros Municipales aprobado por la Ilustre Municipalidad de San Miguel en julio de 1959.

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pudieran guardar sus principales herramientas de trabajo. Los caballos también eran separados de su carga y llevados a los sitios dispuestos para ellos. Así, hasta avanzado los años sesenta, era común ver todo tipo de animales paseándose por la vecindad. De hecho, “Atrás de la cancha había una parcela, en donde tenían vacas, vendían leche”. Allá iban las madres a comprar, para que sus pequeños pudieran tomar leche al pie de la vaca y no tener problemas de crecimiento (Naná M.). Hacia fines de la década de los cuarenta, por el lado poniente y a lo largo de Santa Rosa, se edificó una quincena de casas que, según los actuales pobladores, “eran las casas que iban a construir para todos los municipales. [Pero] A ningún municipal les gustó […] porque eran muy chicas” para contener a su prole, que podía ir de 6 a 10, 15 incluso 20 hijos (T. Soto). “Había gente muy, muy pobre, pero tan pobre, que […] en vez de taparse con frazadas se tapaban con abrigos”.

No estamos seguros de que esto corresponda al proyecto inicial, lo cierto es que estas construcciones pareadas de “dos dormitorios y [con] abajo, el piso hueco” (Nora) fueron poco a poco ocupadas por los empleados municipales, como el señor Cortez, que había que cuidar por ser el chofer institucional. O bien la familia Miranda que llegó por el año cincuenta y que tras conversar en la municipalidad, tuvo que mediar con el señor “Ramón Vargas que […] era el encargado [en el lugar] de asignar las casas” (Naná M.). Más adentro, los obreros pasaban las noches en sus casitas que se anegaban al primer avatar del tiempo. Por la mañana salían a recoger la basura de la, entonces vasta, comuna de San Miguel; algunos lo hacían como barrenderos y otros como carretoneros. La aseaban incondicionalmente bajo la lluvia, enfermos o copeteados; ahí estaban en sus sectores de trabajo, cumpliendo con su jornada laboral de medio día. En la vecindad, le sacaban brillo a las calles entierradas, de modo que “esto era limpiecito” (T. Soto). Y en los patios, los viejos “juntaban la caulla que le decían ellos: cobre, aluminio, de todos los materiales […] y una vez al mes, vendían todo” (Nono). Si bien contaban con regalías que les entregaba el municipio por formar parte de sus filas, como contar con un médico, “había gente muy, muy pobre, pero tan pobre, que […]

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Carné de David Pavez, jugador del Club Municipal año 1953.

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Carné de Julio Miranda, jugador del Club Municipal San Miguel año 1961.

Aniversario Deportivo Municipal 1959: O. Loaiza, Negro Ríos, Cholo Miranda y otro amigo.

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El Foca, su seĂąora y su hijo sosteniendo el banderĂ­n del Municipal de San Miguel.

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en vez de taparse con frazadas se tapaban con abrigos, con hartas chaquetas así todas las camas. […] [Aun así] Ellos andaban de terno, no importa donde vivían, no importa con qué se tapaban, o lo que comían” (Naná M.). A la salida del colegio algunos niños como Manuel, a pie pelado “cuando no, con ojotas” (Nono) iban a ayudar a sus padres a tirar los carretones. Ahí corrían nadando en los pantalones cortos que se afirmaban con los suspensores y aprovechaban de aprender el oficio: “Se barría con un escobillón, se juntaba y venía un tractor atrás, se cargaban con palas todo eso” (Nora). Si tenían la mala suerte de quedar huérfanos, producto de algún accidente o alguna enfermedad con final trágico, se truncaba la infancia y los pequeños estaban condenados a volverse productivos. Las mujeres como Leonor vendían sopaipillas en la cancha del Defensor América, o montada en sus 10 años (1956) partían con sus madres a casas particulares: “Yo era de niñera y ella trabajaba de la cocina, hacía las cosas. […]. No supe yo de fiestas, […] nunca tuve un regalo, ni una muñeca, nada. Puro trabajar nomás” (Nora). Los varones pasaban por las industrias aledañas cortando latas, o caían en la aún existente Mueblería Sur y si el fallecido tenía algún puesto que los partidos políticos disputaban, alguno de sus familiares heredaba el trabajo. Así sucedió con Luis Rubén, al que metieron a cargar los tarros que se le iban en collera, porque no alcanzaba a pasarlos por arriba del carretón. De los hogares que llegaron a colonizar estas tierras, algunos estaban vinculados y eso debido a que, en aquel entonces, los obreros municipales metían a trabajar a sus hermanos, hijos o sobrinos. Emparentamiento que se vio reforzado por los coqueteos y cortejos de las nuevas generaciones que, conforme se iban creando nuevos lazos matrimoniales, fortificaron la red social. “Por eso era el ambiente que había aquí. Era un ambiente muy familiar” (Taller 2). “Siempre había apoyo. Cuando […] la señora se enfermaba o pasaba cualquier cosa, venían las otras señoras e iban a cubrir el puesto de la señora, lavarle la ropa, preocuparse de los niños, de que no les faltara comida” (Taller 1).

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Abajo al medio: la MimĂ­ rodeada por sus hermanos y su madre frente a la casa que habitaban.


La población entera se conocía por sobrenombres que hacían mención a una característica física, o algún hábito del individuo. “De hecho si hubiera venido un cartero en ese tiempo y le hubiera preguntado a cualquiera de nosotros que éramos chicos, por el nombre de alguna persona; no vivía aquí” (T. Soto). Todos aquí eran: el Mono, el Tata Gua, el Turco, el Zorzal, el Cara de Fierro, el Foca, el Cara de Pollo, el Potro Silva, el “Todos aquí eran: el Mono, el Tata Gua, el Turco, el Zorzal, el Cara de Fierro, el Foca, el Cara de Pollo, el Potro Silva, el Pat’elana”.

Pat’elana, el Pura Pinta, el Poto’egoma, el Chorito con Limón, el Cucharita, el Chicha Helada, el Cajón de Machas, el Siete Polleras, el Perro, el Pejerrey, el Pantruca, el Chute, el Perico, el Piojo, el Carmelo o el Carae’gato. Distintas son las explicaciones que los entrevistados le dan a los calificativos con los que recuerdan a los antepasados de la población. El viejo del Saco, “ese andaba siempre con un saquito acá arriba, traía cuestiones cuando salía a la basura y lo traía llenado. El otro era el Chicha Helada, ese salía a trabajar y el carretón lo traía el caballo […]. Se sabía el camino el caballo” (Nora). Fue bajo el alero de esta complicidad que la población fue creciendo. A la vez que se formó la primera Junta de Vecinos, el espacio se empezó a hacer exiguo. El 23 de julio de 1959, la municipalidad aprobó el loteo de sitios ubicados en el vivero. A partir de entonces, se amplió El Huasco y conforme fue pasando el tiempo se fueron ocupando veintitrés nuevos sitios por nuevos hogares o familias venidas de otros lados, como la de la señora Eldemira.

Juan Planas Al sur de la entonces Población de Obreros Municipales, se encontraba un fundo de propiedad del señor Juan Planas Tarria. Terreno que fue subdividido el 20 de julio de 1951, en cerca de trescientos lotes de un promedio de 200 m2 cada uno. Los planos del loteo, realizados por el arquitecto Gonzalo Mardones, dan cuenta de cómo el señor Juan Planas había pensado este espacio. “Era muy bonito esto, no se iban a cerrar con rejas, con jardines. Pero después ya empezamos a construir, […] era muy bonito porque todas las casas iban a ser 30


prácticamente iguales. La idea del caballero era hacer una villa bonita” (María). Algunos compradores supieron de la venta de estos terrenos en las industrias aledañas, como es el caso del padre de Ricardo, que trabajaba en la fábrica de cecina ubicada en Santa Rosa con Departamental. Otros, llegaron al sector viendo anuncios en los periódicos, impulsados por familiares o correteados por los dueños de los lugares en los que estaban de allegados. La creciente necesidad de tener “algo que fuera propio” (María) conllevó a que las personas se acercaran a este lugar y eligieran, apuntando con el dedo, un sitio demarcado en el mapa. Rápidamente se vendieron cada uno de los lotes, permitiendo que, bajo la sombra de los árboles frutales, la población se fuera estirando entre Santa Rosa y el actual Parque La Castrina. La señora María, que vino a “comprar [en] las primeras fechas”, recuerda haber firmado “setenta letras de a mil pesos de ese tiempo” (María), de modo que estuvo pagando su sitio por cerca de seis años. Sin embargo, los nuevos propietarios se vieron confrontados a un dilema: los terrenos no habían sido urbanizados. “No había alcantarillado, no había agua, no había luz, no había nada. Por eso fue que a Juan Planas […] le exigieron que tenía que urbanizar y esa fue su desgracia, según el hijo. […] Porque ahí se le fue toda la ganancia […], lo que ganó con vender estos terrenos” (María). Este tema habría tenido confrontado a los pobladores con aquel caballero durante un largo período; ahora bien, existe poca claridad en relación a su resolución. Algunos vecinos como José mencionan que, a pesar de eso, Juan Planas era un personaje apreciado debido a que “se portó bien, en el sentido de que donó los terrenos para el colegio […] y donó estos dos sitios, donde está esta junta de vecinos”. Donación que no sabemos si fue anterior, o parte de las ganancias que habrían resultado de una demanda interpuesta por los dirigentes de la primera junta de vecinos en contra del señor Planas, representado por el abogado Patricio Silva. Según dicen, en este litigio los pobladores ganaron unos sitios que se vendieron, y “con eso se pavimentaron todos los pasajes, con las veredas, en esos años” (Chito).

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Plano de subdivisiรณn de la propiedad del Sr. Juan Planas T. realizado por el Arquitecto G. Mardones en julio de 1951.

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Durante ese proceso, en el lugar se asentaron hogares nacidos a partir del encuentro capitalino entre personas venidas de diferentes puntos del país. No obstante, no todos los propietarios optaron por colonizar estas tierras inhóspitas, sino que buena parte de ellos tomaron esta adquisición como una inversión a largo plazo; arrendando sus terrenos u bien dejando cuidadores, mientras se iban resolviendo los problemas de urbanización. Fue así como convivieron personas con diferentes actividades y condiciones económicas, entre ellos carabineros, hasta floristas de feria, pasando por obreros de fábrica, empleados municipales, suplementeros y trabajadores de la maestranza en Santa Rosa. La ocupación del espacio se hizo de manera progresiva, “Había un sitio eriazo, más allá estaba la plaza que era una cancha de fútbol, la cancha del club deportivo Juan Planas y muy pocas casas”.

de modo que, conforme fue pasando el tiempo, empezaron a aparecer algunas mediaguas o piezas de adobe de manera dispersa; una por aquí y otra por allá. En el actual terreno de la Escuela Poeta Pablo Neruda “había un sitio eriazo, más allá estaba la plaza que era una cancha de fútbol, la cancha del Club Deportivo Juan Planas y muy pocas casas”. Las mediaguas habían sido levantadas al fondo de los sitios “pero lo demás estaba todo abierto, uno se veía con los vecinos. No estaba nada cerrado” (Julita). Hecho que sin duda favoreció a que los pocos pobladores de entonces se conocieran. Por el lado de la actual plaza, recuerdan que algunas de las primeras familias fueron “la familia Gómez, Orellana […], el carabinero Gamboa al fondo, […] adonde la Chumi, la Dominga aquí en Varas Mena. La familia Mesía […] y el señor Soto” (Chito). Para salir a Santa Rosa había que llegar “al galpón de las cebollas […] [que pertenecía a la familia Vidal]. Esa era la entrada, porque no se podía entrar por otro lado en ese tiempo” (Chito). Por el otro lado, hacia lo que hoy es el Parque La Castrina, seguía funcionando “el Fundo La Castrina, […] [donde] todavía plantaban, sembraban y hacían todo eso […]” (Juana). En ese lugar, que posteriormente pasó a ser un pozo arenero, había una plantación de cebollas. Allá iban los niños recorriendo las chacras al rastrojo de la cebolla, mundo al que podían entrar por medio de un acceso que habían abierto en la zarzamora.

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Algunos como los papรกs de la Charito iban de paseo al balneario de Cartagena.

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Hacia 1955 empezó a llegar el agua a la población, pero la mayoría de las viviendas no hizo la conexión de inmediato, de forma que no todos accedieron de la misma manera a este preciado recurso. Algunos llegaban a acuerdos con sus vecinos, pero en varios hogares niños como Ricardo tuvieron que seguir yendo a buscarlo con baldes de lata. Tiraban sus carretones hacia el lado de Santa Rosa con Departamental, o iban a una fábrica ubicada por el sector de La Musa. El alcantarillado se instaló en los años siguientes, gracias a una facilidad que les habría dado la Dirección de Obras Sanitarias. Fue entonces que aparecieron las casetas sólidas, que hasta el día de hoy suelen ser ocupadas como baño. Al inicio, las familias se alumbraban “con unos chonchones a carburo” (Anita). Luego, desde el pozo arenero se tiraba un cable “y ahí tenían luz unos pasajes, o unas casas que vivían acá” (Chito). Pronto llegó la luz “en postes de madera, que nos tiraron de Santa Rosas para acá” (Anita), pero la mayoría de los pobladores se empezó a colgar, “porque toda la gente hacía lo mismo” (Juana). Conforme fue pasando el tiempo, empezaron a aparecer nuevos arrendatarios. Los recién llegados levantaban unas suertes de carpas, para poder aguantar la primera noche. Fue así, como los hermanos de Carolina alzaron “cuatro palitos y pusieron frazadas, arriba [y] a los lados” para poder descansar, antes de empezar al otro día a construir (Juana). Algunos optaron por edificar una sola pieza de barro, en la que sus habitantes debieron acomodarse para compartir un espacio en el que tuvieron que realizar todas sus actividades cotidianas durante muchos años. Otros, levantaron varios dormitorios de madera y dejaron los espacios comunes a la intemperie. Por 1957 llegó la familia González, que se instaló con una carnicería y la botillería Varoli. Ambos negocios fueron los primeros del sector y habrían sido incluso anteriores al clásico Constitución ubicado en la esquina de al frente. La dueña de este último, en una primera instancia, se colocó con un horno de barro donde “vendía pescado frito, sopaipillas, empanadas fritas. Y después se trasladó a la casa” (Naná G.).

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Con todos estos nuevos vecinos, la vida social de la población empezó a tomar forma, los viejos se dirigían hacia el galpón de “los Vidales” o donde Humbertito, ahí “se juntaban todos los amigos y tomaban su traguito, jugaban brisca, cosas así” (Anita). El Club Deportivo Juan Planas se había formado en 1957 y los días domingos venían de la población vecina para jugar los clásicos contra el club Municipal, o el Roelindo. Entonces, todos se reunían expectantes alrededor del campo de juego, los cajones de madera de la botillería servían de asiento, y los hombres regaban los ánimos con las maltas, las cervezas y los 15 litros de líquido que contenía cada chuico. Tanto así, que algunos entusiastas llegaban a perder la banca que habían llevado al evento desde la casa. Cuando llegaba Juan Núñez, que actuaba de director téc-

“Por ahí deambulaba el Pelao de La Castrina, que a modo de corbata usaba una culebra viva de unos tres metros y medio de largo”.

nico, decía con su enorme vozarrón “A ver mis leones ¿dónde están?” (Calalo). Gruñían los futboleros de Juan Planas que se movían tras la dura pelota de cuero, motivados por la barra femenina que coreaba: “El arquero de nosotros es una maravilla, ataja los penales mirando a las chiquillas” (Naná G.). Cuentan que cuando el pelado Santa María, el encargado del botiquín, se emborrachaba, el equipo entero le tiraba metapío en la pelada. De modo que durante la semana siguiente, se paseaba cabeza gacha, delatado por el tinte rojo que no cedía al lavado. Por ahí deambulaba el Pelao de La Castrina, que a modo de corbata usaba una culebra viva de unos tres metros y medio de largo. Este personaje enigmático que vivía en los alrededores es recordado por haber sido conflictivo e inspirar en los niños un miedo que los mantenía alejados. “Le gustaba armar pelea […]. Estaban los partidos en lo mejor, felices en la cancha y de repente una pelea; era él” (Naná G.). La leyenda cuenta que en uno de esos partidos se armó una pelea entre gente de la población Obreros Municipales y los vecinos de Juan Planas. En ese instante habría habido una construcción en los alrededores de la plaza, de manera que los ladrillos y el ripio empezaron a volar por el cielo, al mismo tiempo en que se exacerbaban los ánimos. Pareciera ser que a partir de entonces, se instaló una suerte de rivalidad

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Equipo de fútbol del Club Deportivo Juan Planas, cuando aún jugaban en la cancha ubicada en la actual plaza. Aquí aparece el Chico Otto, don Lizana, Mario Almijo y el papá de don Ricardo, entre otros.

Charito y su familia en el antejardín, al fondo se puede ver la Botillería Varoli y la plaza de Juan Planas en los años setenta.

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entre ambas poblaciones, que se fue diluyendo con el agua que pasó bajo el puente. Hacia los años sesenta, la cancha del Club Social Juan Planas fue desplazada para dar lugar a la plaza de la población. José recuerda aquel período: “En ese tiempo hubo una delegación presidencial de don Jorge Alessandri y me acuerdo que hubo un temblor tipo tres de la tarde”. Tras ese evento se empezó a dar forma a la plaza, que según José se bautizó como Rodelindo Román en honor al popular director de aseos, jardines y ornato de la Municipalidad de San Miguel. Ese hombre que usaba sombreros y una manta negra “era una persona muy sociable, muy buena persona, compartía con la gente” y habría sido el encargado de hacer el primer diseño a punta de estacas y alambre (Chito). Más o menos en el tiempo en que apareció la plaza, empezó a poblarse el sitio eriazo que, durante más de una década había separado las canchas de Juan Planas y la de los Obreros Municipales. Si el sector ubicado al norponiente de Varas Mena había sido habitado con anterioridad a la aparición de la población Juan Planas, los pobladores de lo que se llamaría Berlioz “más menos empezaron a llegar pasadito del sesenta” (Chito).

Berlioz Con el fin de construir viviendas económicas, la Sociedad Constructora de Viviendas Económicas Alfa Tercera Limitada había adquirido un pequeño terreno arrinconado entre la Población de Obreros Municipales y Juan Planas. Este correspondía al lote A, de la Chacra Castrina Chica, que según registra la escritura de la sede vecinal, fue comprado a Federico Bausone Cattano, a fines de 1961. No obstante, según los recuerdos de los entrevistados, algunos de sus vecinos habrían llegado a partir de 1958, instalándose en el lugar antes de que se pudiera formalizar la compra, puesto que el mapa original del loteo Berlioz fue aprobado por la municipalidad en noviembre de 1962. De ahí, que algunos de ellos se demoraron en tener la escritura de su nueva propiedad. 39


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Plano Loteo Berlioz de propiedad de “Alfa� Soc. Ltda. aprobado por el Director de Obras en noviembre de 1962.

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Fue entre fines de los cincuenta y 1965, que fueron llegando los primeros propietarios de esos sitios. Para poder llegar a ese lugar, los futuros residentes tuvieron que salir a recorrer Santiago montados en microbuses y liebres de la época, y a pie. Venían de diferentes partes, el señor Moíse por ejemplo era mapochino y había pasado por el famoso conventillo La Paloma; otros eran de comunas como Ñuñoa, El Salto, Providencia o Conchalí. Su llegada a este sector no fue algo planificado, necesitaban sitios para albergar sus hogares, la idea era no quedar tan retirado y poder acceder fácilmente a un hospital o a cualquier otra parte. Husmeando, se encontraron con carteles o anuncios tentadores en La Tercera del domingo. “Los primeros en llegar recuerdan que, cuando uno entraba por Juan Aravena y se paraba en la cancha de la población colindante, solo se veía un peladero hacia el oriente”.

Así fue como la señora Eugenia entró, codo a codo con su marido, por la Población de Obreros Municipales y vio en la cancha un letrero anunciando la venta de estos lotes. Años después, Sonia saldría un día equis “a buscar dónde poder ubicar alguna casa, algún terreno”. Recuerda que fue en el matadero, en Franklin con Sierra Bella, que vio el letrero grande que decía: “Se venden sitios, Paradero 14 de Santa Rosa”. Anuncio que la impulsó a tomar una micro para llegar hasta el lugar (Sonia). Otros, como el señor Juan Luis, tuvieron que primero ir a perderse por el Paradero 25, intentando infructuosamente identificar un terreno anunciado por el periódico. Solo después llegaría al sitio que compraría con su primo venido del sur. Los primeros en llegar recuerdan que, cuando uno entraba por Juan Aravena y se paraba en la cancha de la población colindante, solo se veía un peladero hacia el oriente. La calle Berlioz, que siempre los separó de los obreros municipales “era un callejón nomás y habían puras canchas y hacia el final, […] donde está la villa Berlioz, ese era un duraznal” (Luis). La tierra que habían comprado permanecía marcada por los surcos que luego extrañarían cobijar las siembras, así como las promesas de casa sólida que había hecho la empresa constructora. Hasta fines de los años sesenta la constructora tuvo un vendedor. Si algunos de los entrevistados se refieren a este

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Luis Riquelme y su seĂąora, cuando reciĂŠn estaban pensando en comprar un sitio.

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Luis Riquelme se iba de caza los fines de semana.

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contacto como un jubilado del Ejército, otros hablan de la señora Marta. Da la impresión, que durante la primera década se sucedieron varios vecinos en la tarea de recibir y convencer a los interesados. No obstante, los pobladores hoy los recuerdan vagamente, como una forma de no cargarles la culpa de la sinvergüenzura que con el tiempo, mostraría Alfa Limitada. La señora Eugenia, que compró en 1961, recuerda: “Cuando vinimos habían dos casas de muestra, que era una donde vivía la Irma Cambia, al lado de la panadería y la otra donde vive ahora la Patricia” (Quena). Una vez elegido el sitio, los compradores tenían que dejar un monto dedicado a la reserva. Hacia 1964, Juan Luis le pasó al jubilado del Ejército tan solo 100 escudos, con el compromiso de que el lunes fuera a cerrar el trato a la oficina de la constructora. Al día siguiente, con su primo juntaron los dineros guardados en los bancos para ir a cancelar el pie y pactar la compra que podía ser en 12, 24 y 36 meses. Juan Luis nos cuenta: “Nosotros lo compramos a 12 meses, porque como éramos dos, pagábamos letras en ese tiempo de 150 mil escudos y 175 mil escudos” (Luis). Para estos efectos, todos “firmamos letras y letras bancarias que había que pagarles. No era cosa que venía el cobrador, sino que había que ir al banco, si no las protestaban” (Moíse). Los nuevos dueños se tomaron las cosas con calma y buena parte de ellos se mantuvo distante, a la espera de que se edificara la prometida villa. Mientras tanto, la empresa fue formalizando el proceso de urbanización y extrañamente cambió de nombre, pasando a ser Constructora Alfa Sociedad Limitada. En 1963, se pagaron las obras para dar servicios domiciliarios de energía eléctrica y en el año 64, los de alumbrado público. Año, en el que recién se registran cancelados los pagos de derechos municipales por loteo de servicios, las obras de agua potable y alcantarillado, así como las de pavimentación. Para poder marcar los sitios con su impronta, algunos habían levantado una ranchita, pero las que no eran habitadas fueron rápidamente desmanteladas, puesto que los terrenos no solían estar enrejados. Los pocos que ocuparon

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sus mejoras no contaban con ninguna privacidad, de manera que aprovecharon la tierra fértil para demarcar los límites. La señora Leonor recuerda: “Yo moví la tierra y sembré maíz y eso me puso un cerco. Entonces ahí ya me sentí en mi casa” (Leonor). “Yo moví la tierra y sembré maíz y eso me puso un cerco. Entonces ahí ya me sentí en mi casa” .

Al tiempo, la empresa salió “con que [las casas] no iban a ser sólidas, que iban a ser de madera” (Quena). Desconocidos empezaron a adjudicarse derechos sobre los sitios que estaban desocupados y surgieron líos con intercambios de terrenos. Floreció una inmensa confusión que se acrecentó cuando los pobladores se dieron cuenta de que, según dicen, había una amenaza de remate sobre sus terrenos dado que existían “deudas con Impuestos Internos” (Luis). Los propietarios se impacientaron, “la gente decidió venirse por su cuenta y cada uno levantar su casa” (Myriam), bajo los ojos curiosos de los chanchos, vacas y caballos que se escapaban de la parcela ubicada más al norte. Si algunos piensan que todo esto fue consecuencia de que Alfa Limitada se fue a la quiebra debido a que no había previsto que tendría que entregar los terrenos urbanizados, otros plantean que fue producto de una pillería o una estafa premeditada. Lo cierto es que los pobladores terminaron por recibir terrenos hipotecados y que tal como lo plantea Luis, “durante muchos años en Chile, hubo operaciones sitios que […] eran fraudes” (Luis F.). Fue alrededor de 1965, tras haber urbanizado la población y sembrado una desconocida deuda de 50 escudos, que la empresa emprendió la retirada, dejando a los vecinos en una encrucijada que se demoraría en salir completamente a la luz. Tuvieron que seguir pagando cada una de las letras al banco, sufriendo y sudando para no atrasarse en los momentos de apuro económico. Fue en este contexto que apareció la primera organización, como una manera de intentar resolver el lío en que los habían metido. Si se zafaron de algunas complicaciones, no lo pudieron hacer con la hipoteca. Carga que solo se dejó ver cuando alguno de ellos quiso vender o acceder a nuevos préstamos o apoyo estatal.

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Todos tuvieron que rascarse con sus propias uñas, algunos como don Moíse compraron una casa prefabricada, que instalaron sin siquiera hacer cimientos. Otros, se conformaron con que sus ruquitas provisorias pasaran a definitivas, arreglándolas con los aguinaldos que llegaban para Fiestas Patrias y Navidad, y los que pudieron construyeron, con la ayuda de algún familiar o vecino. De madrugada, salían las mujeres solas a recoger las piedras necesarias para levantar las paredes de su hogar. Y mientras los hombres se improvisaban arquitectos, sus esposas contaban las palas de arena y pasaban los baldes de barro. Fue en estas tardes de construcción que algunos se quedaron encerrados entre cuatro murallas, tras haber olvidado la necesidad de dejar una puerta de acceso. La convivencia no fue fácil; recordada es la violenta pelea, con final trágico, que hubo entre un propietario de un terreno y su arrendatario, que no quería hacer abandono del lugar. No todos los conflictos llegaron a tales proporciones, pero fue con ellos que se fueron marcando los límites. Cuando el padre de la Amelia le llamó la atención a su vecina por-

“Algunos se quedaron encerrados entre cuatro murallas, tras haber olvidado la necesidad de dejar una puerta de acceso”.

que su gallina se había esfumado olvidando sus plumas en el terreno colindante, ella “construyó […] la pared y era una cuestión enguatada, que se estaba como cayendo” (Meli). A pesar de que la población contaba con agua, los vecinos se demoraron en hacer las conexiones puesto que había que ir a comprar el medidor al Canelo. Mientras tanto, los padres mandaban al grifo a sus mocosos armados de sus carretones. Fue en las calles de tierra que los niños se conocieron, jugaban a subirse a los carretones de los vecinos, o a los vestigios de tiempos en que estos sitios habían sido productivos. En la Escuela 98 se encontraban con los que vivían en las poblaciones aledañas, pero las vías parecen haber marcado inmensas fronteras que les impedían verse fuera del horario de clases. A veces, la devoción de sus padres los arrastraba hasta una casa de Juan Planas en la que se hacía la oratoria. Si bien este territorio perteneció a la Parroquia de los Parrales hasta 1964 y luego a la Parroquia de San Pedro y San Pablo,

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Don Francisco Rivera el Gobernador y Sr. Gómez Director de la Escuela 98.

Padre Carlos administrando el “cuerpo místico” en la casa de la Chari.

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en aquel entonces resultaba común que algunas actividades religiosas se realizaran en hogares del barrio. De este modo, algunos entrevistados recuerdan haber estado en misa donde don Juanito Galaz o en la casa de la madre de la Chari, ambos de la población Juan Planas. Dicen que al principio los de la Población de Obreros Municipales no querían mucho a estos nuevos vecinos que habían llegado al lugar de manera particular, porque tenían miedo de que les hicieran la vida imposible. Prejuicio que se fue diluyendo, en la medida en que se fueron generando este y otros encuentros que permitieron que los habitantes de esa y otras poblaciones se dieran cuenta de que se habían equivocado. Tal como lo recuerda la señora Leonor, los habitantes de Berlioz eran gente bien humilde y no había nadie exageradamente engreído.

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La Consolidación

La ciudad y la vivienda se habían transformado en temas que progresivamente acapararon la atención de profesionales; empezaron a aparecer los primeros planos reguladores y organismos del Estado consignados a pensar e implementar políticas destinadas a dar solución a estos temas. Si bien no todos esos esfuerzos dieron frutos, se fue instalando un discurso que planteaba la necesidad de construir viviendas sólidas para los más pobres y ver la forma de integrar los barrios populares a la ciudad. San Miguel se había transformado en un sector residencial que para 1952, era la comuna periférica que concentraba la mayor cantidad de habitantes. El bajo precio de sus terrenos, así como la conexión expedita que permitía hacia el centro de Santiago y otros sectores de la ciudad, fueron elementos fundamentales para que en ella se alojaran industrias. A lo largo de Santa Rosa, se producían velas, muebles, alcohol y productos de imprenta, entre otros. Fábricas que indudablemente permitieron consolidarla como una comuna principalmente obrera. A la vez que se iban armando las poblaciones, en cada una de ellas empezaba a florecer la organización vecinal que estaba destinada a resolver los conflictos, así como las necesidades recreativas y de interacción social de los vecinos. Para que aparecieran las organizaciones tales como las conocemos hoy (juntas de vecinos, centros de madres etc.), hubo

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Cuadro y gráfico estadístico extracto de La Educación en una comuna de Santiago (Comuna de San Miguel). UNESCO. Santiago de Chile, marzo 1962.

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que esperar que, hacia fines de los años sesenta, durante el gobierno de Eduardo Frei Montalva, se promulgara la Ley de Juntas de Vecinos que pretendía oficializar el canal de comunicación entre los pobladores y el Estado. Esta formalización de la asociatividad vecinal, venía de la mano con el Plan Habitacional del gobierno del que formó parte la llamada Operación Sitio, que se fue gestando con la participación de muchos grupos organizados. Programa que tuvo varias versiones, pero que es recordado por haber partido prometiendo casas en sitios urbanizados, garantía que conforme fue pasando el tiempo, se hizo solamente efectiva sobre los terrenos, de modo que muchos pobladores se sintieron engañados. Aunque Berlioz haya nacido antes de la implementación de aquel plan, algunos vecinos mencionan que fueron producto de este. En la memoria de sus habitantes, persiste esta sensación, debido a que en realidad fueron resultado de un loteo brujo del que, a través de los años, han logrado reponerse. Las poblaciones vecinas; Obreros Municipales y Juan Planas, habían surgido con antelación, por lo que no se vieron enfrentadas a la misma confusión. Todas ellas albergaron familias fundamentalmente obreras, y fue gracias a la tradición organizativa de los sectores populares y en el dinamismo de la vida cotidiana, que los pobladores fueron consolidando los límites físicos y simbólicos de sus barrios. Para la llegada del gobierno de la Unidad Popular, estos sectores ya habían agarrado vuelo, de modo que fue como vecinos, que se harían parte o no, de la vía chilena al socialismo. Recorrido que al ser recordado, trae al presente sentimientos encontrados y relatos que develan de las tensiones que existieron hacia 1973.

Población de Obreros Municipales [El Huasco] La población municipal fue tempranamente muy unida, sus habitantes eran compañeros de trabajo, de equipo de fútbol, vecinos y hasta estaban emparentados. Se rodeaban los unos 53


a los otros, de modo que existía ahí un ambiente muy familiar. En el trabajo, los hombres se cuidaban entre ellos y se cuenta que los días de pago “los viejos tenían […] su propia policía por decirlo de alguna manera. Como los asaltaban a la pasada de Departamental […], entonces para el día de pago se iban a buscar […] con palos y se protegían unos con otros y hacían guardias y rondas” (Tomi). Lo compartían todo y escasos eran los momentos en que se encontraban solos. En sus tiempos de ocio corrían detrás de la pelota y luego se arrinconaban en la esquina de la cancha para celebrar o llorar las penas. Lugar en que por las noches aparecían los “Para el Mundial de Fútbol, los clubes deportivos ya estaban en su apogeo y se habían convertido en una institución”.

jóvenes que, al calor de una fogata, le daban cuerda a la vitrola hasta las tres o cuatro de la mañana. Aunque era un barrio muy tranquilo y nunca pasaba nada, las mujeres tenían horarios más restringidos, por lo que algunas se arrancaban aprovechando que el abuelo estuviese en medio de su partida de naipes o de dominó. Entonces, montadas en el caballo de algún galán que estuviese haciéndole la corte, iban de paseo hacia el pozo arenero. Si al volver de puntilla, el viejo estaba bajo el parrón con la correa en la mano, es que se había descubierto el engaño. Para el Mundial de Fútbol, los clubes deportivos ya estaban en su apogeo y se habían convertido en una institución. Tanto así que lo primero que hacían los adultos, era llevar a los niños a la cancha; ahí estrenaban los zapatos y las camisetas en que sus padres habían invertido. Escasos eran los padres que no promovían el hecho de que sus hijos probaran suerte en el campo de juego; cuando existía ese obstáculo, los mocosos como don Nono igual iban tras la pelota sin autorización. El Club Municipal de San Miguel agrupaba trabajadores municipales de esta y de otras poblaciones de la comuna, en él –hacia la mitad de los años cincuenta– residentes de Juan Planas y de El Huasco disputaban juntos títulos de Arica a Chiloé. Este espacio, que pertenecía a la liga de fútbol Recreo Colón América, representó para jugadores como Luis Rubén la posibilidad de ser recibido en diferentes lugares de Chile, como por ejemplo la ciudad de Ancud, donde viajó en 1965 en búsqueda de algún galardón.

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Foto del Club Municipal San Miguel en la que aparecen Carlos, Rocolo, Dante Contreras y su padre, Cortés, Cisterna, la Chica Naná, Armando Pinela y Céspedes, entre otros.

El Club Municipal San Miguel en un recibimiento de 1965, en la ciudad de Ancud.

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Las famosas Satรกnicas del Huasco. Recorte de periรณdico de Santiago, con fecha 12.12.1973.

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Además los vecinos tenían sus propios equipos, el primero de ellos fue el Club Municipal, contemporáneo al nacimiento de la población. Esa asociación disputaba posiciones en la Liga Deportiva Nor Poniente de San Miguel. En los campeonatos, los municipales eran alentados por señoritas que agitaban plumeros en el borde de la cancha. Leonor recuerda que vestían uniformes con poleras de color blanco y pantalón azul, con “esas zapatillas que habían antes con las que se hacía gimnasia, […] las blancas. […] Cuando estaban muy viejitas, con las tizas las pintaba” (Nora). En 1955 y producto de algún conflicto que no recuerdan, se creó el Rodelindo Román, que heredó el nombre del encar-

“¡Ahí vienen las Satánicas del Huasco!”

gado municipal de Aseo, Jardines y Ornato, dado que habría apoyado económicamente su creación. Con la aparición de aquel nuevo club, algunos viejos cambiaron el color azul de su camiseta, por las rayas verdes. El rojo del Juventud La Serena tuvo que esperar los inicios de los años sesenta para empezar a aparecer gracias al matrimonio de don Gilberto Cortez y doña Julieta Muñoz. Bajo su alero y a partir de entonces, las mujeres podrían abandonar la condena de tener que mirar la acción desde las graderías. Don Lucho del Serena, dirigió a la Noemí, su “hermana Ana, la Lupe, Silvia, Sara, la Marina, la Carmen, la Ema Cabeza y otras niñas que venían de afuera”. Los chumbazos de Silvia Pino hacían temblar a las contrincantes; “esa hay que cuidarla, decían” (Mimí). Si bien los partidos que disputaban no eran tan populares como los masculinos, durante más de 10 años ese grupo de chiquillas dio que hablar en el fútbol chico. A su llegada les precedía una particular fama, que se habían hecho luego de un conflictivo término de partido. A partir de entonces, los equipos que se atrevían a desafiarlas tenían que armarse de valor; “¡Ahí vienen las Satánicas del Huasco!” Hasta aquella cancha de tierra, “venían los equipos como Colo-Colo, Magallanes, Palestino a ver jugadores” (Rubén). Para poder salir a jugar a otros lugares, los dirigentes de los clubes de la población intercambiaban tarjetas de desafíos con algún club que les gustara. También tomaban la liebre hasta el sector de Mapocho, para recurrir a la “Casa de Deporte y esa

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Jugadores del Club Municipal San Miguel, junto a sus familias en un paseo por los alrededores de Santiago.

Equipo del Club Municipal en la cancha del Huasco.

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se encargaba de hacer partidos” (Rubén). Así fue como se cargó el botiquín a lugares como Molina, donde los esperaban con recibimiento. “Después los de Molina venían para acá, venían el día viernes y se iban el día domingo. […] Hasta ese entonces, nadie se preocupaba de que hubiera gente extraña. Porque todos sabían que venían los jugadores, las puertas pasaban casi todas abiertas en ese tiempo” (Taller 1). Cuando no, se organizaban los clásicos y aunque solo venían los equipos de las poblaciones aledañas, “era como si llegara gente de otro mundo, de otro país. […] Era importante que vinieran a jugar. Eran bonitas […], ahí se llenaba la cancha de gente. Era como una fiesta […], que de otras poblaciones vinieran a jugar para acá (Mimí). Algunos recuerdan que mientras jugaban a la pelota, el Tata, que era uno de los pocos de la población en no

“Se arreglaban los pasajes a medida de uno: guirlanda aquí, guirlanda allá. Una luz por aquí, otra por allá. Todos querían tener bonito su pasaje”.

tener interés en este deporte, ensillaba el mismo caballo que lo ayudaba en su labor de recolector de basura. Y recordando los tiempos de su vida campestre, se paseaba por la población “pasaba a las picadas por ahí, se tomaba su cañón, se metía adentro de la sede, en el Roelindo. Estábamos jugando a la pelota, todos los jugadores para un lado” (Nono), “todos arrancaban ‘ahí viene el Tata Gua’ decían” (Nora). Pero los clubes deportivos eran sociales, de manera que sus actividades no se remitían solo al fútbol, “eran el centro de todo, porque ahí uno tenía a los amigos, […] entonces era como una familia”. Se organizaban cosas “para el bienestar de las personas, si alguien necesitaba algo, se le hacían cosas. […] Esa era la primera organización que se creó. […] Ahí se hacían muchas cosas […]. Eran eventos súper lindos que eran para toda la familia” (Naná M.). Con el tiempo apareció el Centro de Madres y la Junta de Vecinos pero los esfuerzos de estas instituciones apuntaban en la misma dirección, de manera que lejos de dividir a los vecinos, se involucraron en la organización de las fiestas que los clubes sociales ya habían instalado en la población. Para fiestas patrias, “se arreglaban los pasajes a medida de uno: guirlanda aquí, guirlanda allá. Una luz por aquí, otra por allá. Todos querían tener bonito su pasaje” (Eldemira). Un carretón pasaba por las calles y en él, montados “los viejos que eran de la junta de vecinos […] pasaban casa por casa [entregando] unos

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cambuchos que se usaban. Ahí venía de todo; una botella de vino, venía pollo, galletas, dulces” (Nora). En la cancha, los clubes estaban abiertos y de ahí salían los implementos necesarios para organizar las competencias; los niños tiraban la soga, hacían carreras de sacos o con huevos… A la llegada de la primavera cada club presentaba una reina y alrededor de la cancha se juntaban los carros alegóricos, que saldrían a presentar en sociedad a la coronada del año. En una de las sedes deportivas, que era caracterizada de castillo, se celebraría el reinado de la señorita que sacaba más votos. Ahí los músicos afinaban las guitarras, calentaban la voz y los vecinos regaban los ánimos para bailar rock and roll hasta que se les acabara la cuerda. Luego venía el Mes de María y se organizaban procesiones que Leonor recuerda: “El 8 de noviembre se hacía el Mes de María. Y paseábamos la Virgen por toda la cancha, más íbamos más a pelusear que a hacer la procesión. Como se hacía de noche y todos con una vela. Era todo oscuro, así que todos con una velita por la cancha” (Nora). Con el arribo de los días soleados, los paseos se hacían cada vez más seguidos. Los vecinos recorrían los alrededores de Santiago por motivos futbolísticos, u bien aprovechando sus regalías de funcionario municipal. Privilegios que habrían permitido que varios niños de la época accedieran a pasar unas vacaciones en unas casitas en El Tabo. Cuando aparecieron los camiones de basura y se guardaron los caballos, los pobladores se montaban en su parte trasera con guagua y todo, para ir a pasar el día a Las Vizcachas. En ese tiempo, el vecino Ramón Vargas, que vivía casi al llegar a Santa Rosa y que era el mismo que arreglaba los huesos, “se juntaba con los papás […], con todos los viejitos de aquí y decía: ‘¡Ya! vamos a hacer paseo’. Y él […] se conseguía la micro, cuestiones y siempre hacía los paseos” (Mimí). Así fue, como gran parte de la población conoció Cartagena, partían dos o tres días armados de carpas o en su defecto, frazadas que permitieran armar una suerte de toldo. Como a las dos, pasaban golpeando puertas casa por casa y coreaban ‘¡A levantarse, la micro ya viene!’. Entonces los hogares se despertaban y las madres vestían a los niños con pantis de

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Fiesta de la Primavera en la PoblaciĂłn de Obreros Municipales a inicios de los aĂąos sesenta.

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Bailando Rock and roll en uno de los bailes organizados para la Fiesta de la Primavera.

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lana, para subirse a la micro que pasaría por ellos a las tres de la mañana. También son recordados los eventos en que, ahí al lado del club, se reunían los viejos con alguno de los Palestro1. Bajo los ojos curiosos de los niños, se armaban los malones y mientras las autoridades lo devoraban todo, los adultos que andaban en campaña aprovechaban de mostrarse. En aquel momento, algunos tenían dificultades para establecerse como obrero municipal y debían emprender una cruzada en la que trabajaban ad honorem durante meses. Entonces, las familias que dependían de ellos vivían de la dádiva haciendo inmensos esfuerzos para apoyar al aspirante a municipal. Había que mostrarse como un ejemplar militante socialista, para poder pensar en establecerse en un puesto de trabajo disputado por doce personas. Al cabo de un tiempo existía la posibilidad, como en el caso de Manuel, que se le diera salida a esta encrucijada por sorteo. La población se demoró en tomar la forma que tiene hoy y durante cerca de 30 años las casas se mantuvieron al fondo de terrenos, en sitios que daban hacia calles de tierra. Se cuenta que fueron los mismos vecinos los que hicieron las calles y aunque no se tiene claridad al respecto, lo cierto es que hasta avanzado los años sesenta escasa era la intervención institucional en el mejoramiento de espacios públicos. Los que ocuparon los lotes que habían sido parte del vivero tuvieron que intentar domar la vegetación para poder construir sus mejoras. La señora Eldemira recuerda que lo primero que hizo su marido, fue cortar los árboles y que solo así pudieron levantar de la tierra, la estructura que fuera su hogar. Con los meses empezaron a sentir que, a la llegada de la noche, los árboles les clavaban las espaldas porque “salían arbolitos debajo de la cama. Sí, porque […] por el apuro de que

1 Julio, Tito y Mario, fueron tres hermanos militantes del Partido Socialista, que a partir de los años treinta y hasta el golpe militar, ocuparon cargos políticos en la comuna de San Miguel. Establecieron una verdadera tradición política familiar que se caracterizaba por su cercanía con la gente, falta de protocolo e influencia política a nivel nacional.

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había que levantar luego, los cortó no más. Y después ‘oye parece que están saliendo arbolitos debajo de la cama’. […] así que había que desarmar todo otra vez para sacar los árboles, para sacarlos de raíz, sino íbamos a terminar arriba del techo” (Eldemira). “Oye parece que están saliendo arbolitos debajo de la cama”.

Cuando ya se había consolidado el sector del vivero, empezaron a aparecer las casas pareadas que intentaban seguir el estilo de la villa insinuada en las viviendas habitadas por los empleados. Construcciones sólidas para las que “todos pidieron préstamos” (Taller 1) a la Caja de Obreros Municipales de la República, que habrían tenido los vecinos condenados a pago de letras durante años. Tanto así que Noemí recuerda: “Mi papá iba anotando en una pared, todos los meses 5 escudos. Y yo decía ¿qué anotaba tanto? Y claro, era porque iba pagando” (Mimí). Condena que posibilitó que, para 1971, Noemí pudiera revolcarse en el piso del comedor; “Tengo que haber tenido 8 años […] y estaba tan feliz porque mi papá había comprado una tele y vimos el Chavo del 8. Nos sentamos en el suelo y vimos el Chavo del 8 y yo feliz porque había piso nuevo” (Mimí).

Juan Planas En Juan Planas, llegó una Bolocco que apiñaba a los niños de la población las tardes de los fines de semana. Carolina recuerda: “El vecino de la esquina compró una tele. Era una Bolocco […]. Y cobraba […] para que nosotros fuéramos a ver monitos. Y ahí nos juntábamos. Tenía una pieza […], la tele […] y puras bancas y todos sentados ahí” (Juana). Todos los mocosos reunían moneditas para juntarse a ver películas como Viaje al fondo del mar o Viaje a las estrellas. Antes de que esta actividad ocupara una parte importante en la agenda de los niños, sus tardes eran conquistadas con los juegos que inventaban. Tenían harto espacio, de manera que les gustaba “jugar al pillarse, jugar a la escondida, jugar con el cordel, a saltar, jugar al luche” (Juana). Los que tenían la suerte de poseer una bicicleta, debían ceder a las peticiones de sus vecinos y compartir tan preciado vehículo. Dicen que a la salida de la escuela 64


La Castrina, aparecían los niños de allí y de allá para levantar polvo en la esquina de Ganges con el pasaje Boecio. Ahí armaban tremendo jolgorio durante “a lo más una hora, porque no había luz […] en las calles […]. En el verano podíamos jugar un poco más, pero en el invierno se oscurecía y todos para adentro” (Juana). A veces el caballero de la pastelería regalaba berlines o colegiales, “cuando no, sacaba los recortes de los pasteles [o de las calugas] y todos ganaban” (Anita). Era una infancia sana, muy sana, existía mucha confianza entre los vecinos. Cuando “uno iba a la casa del vecino y decía ‘oye quédate a tomar tecito’, uno iba corriendo a avisarle a la mamá y le decía […] ‘ya, pero te vienes luego’” (Juana). Los sábados y domingo tenían más tiempo para perderse en la vecindad, ahí el monito mayor, el tombo, el corre el anillo y las naciones también eran de la partida. Los días de calor, algunos aprovechaban el ingenio de la madre de Juana, que había intervenido la acequia que pasaba por su terreno: “Buscó puras piedras redondas y le puso a toda la acequia” (Juana), de manera que se armaba ahí como una tina. Los mayores se escapaban hasta las piscinas de almacenamiento de agua del hoyo arenero para tirarse un chapuzón. Mientras tanto, los adultos que habían juntado el dinero de varios años de vacaciones, empezaron a idear la manera en que ocuparían los ladrillos, que los separarían sólidamente de la calle. Todo fue “de a poco. Primero se hizo todo el frente, después todo esto para acá. Lo más difícil era el frente porque había que hacer muralla, para acá pura pandereta nomás” (Calalo). Los que habían llegado como arrendatarios, empezaron a estar en situación de comprar, de manera que se transformaron en propietarios de los terrenos que habían ocupados durante años, o en vecinos de los dueños de estos. Los jóvenes que eran recién llegados, como es el caso de la señora Julia, solo transitaban por las calles de la vecindad y en bicicleta llegaban a sus antiguos barrios, donde habían tenido que dejar sus amistades. También les gustaba ir a ver las carreras de ciclistas que se organizaban por Sebastopol, eventos deportivos que se trasformaron en lugares de encuentro con las personas que vivían a la redonda. Hacia fines

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de los sesenta, la capilla habría cumplido un rol fundamental en el encuentro de los adolescentes. Tal como nos cuenta la señora María, la Iglesia se encargó de reunirlos. “Todos los de este barrio, hasta Santa Rosa, eran amigos. Era un grupo muy grande, muy bonito de jóvenes. […] Ellos prácticamente se juntaban en la iglesia” (María). Ahí, habían logrado construir una relación muy estrecha, de modo que pasaban los unos en las casas de los otros. A veces, se tomaban el tiempo de ir a ver como jugaban los más antiguos en la sede del Club Social y Deportivo Juan Planas. Si bien el fútbol siempre ha sido la figura de estas asociaciones, no hay que olvidar que concentraban otro tipo de duelos. “Habían campeonatos de salón también, […] se iba a jugar a la brisca, al carioca, todas esas cosas. Cada club, una semana hacía de local […]. Era bonito, […] los viejos jugaban el día sábado, el día domingo para los adultos en la mañana le tenían una porotada, […] y se pasaba una tarde alegre ahí en el club, jugando ahí todo tranquilo” (Calalo). Por el lado de Pompeya, existía una señora que tenía vacas y vendía pan amasado. Según dicen había llegado de la población Musa, donde había sido vecina de familias que venían del mismo lado. Todos la evocan como la suministradora del líquido necesario para fortalecer los huesos, pero los relatos la recuerdan con distintos nombres, algunos como la señora Ester, Rebeca o María. Lo cierto es que era hacia el sur del pozo arenero, que los mandaban a comprar leche. Las madres, les pasaban “esos recipientes que habían antiguamente enlosados […] ‘ya anda donde la señora Rebeca, a buscar leche […]’” (Calalo). Detrás del actual colegio, por el pasaje Boecio en la esquina con Juan Planas, existía una quinta de recreo, La Perla, dónde iban a bailar los matrimonios. “La gente, los adultos mayores de esos años, añoraban el día viernes o sábado para ir a las quintas” (Anita). Los dueños del local “Ponían […] unos parlantes así redondos y los ponían en el techo. Se sentía de todos lados. ¡Que ganas de ir a bailar!” (Julita), pero a los chicos no se les permitía entrar. Los que en ese entonces eran jóvenes, tenían que conformarse con escuchar la música desde afuera.

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Grupo de niĂąos en la plaza.

Directiva Junta de Vecinos Juan Planas 1967.

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En esa suerte de restorán, la gente se amanecía al ritmo de la entonces de moda Orquesta Huambaly: echándole la culpa al lechero, pidiendo que no se pusieran más la blusa azul o exigiendo besos para ahuyentar tristezas. A veces, traían grupos de música y reemplazaban el género tropical por la guaracha, ranchera o el chachachá. “La gente se amanecía al ritmo de la entonces de moda Orquesta Huambaly: echándole la culpa al lechero, pidiendo que no se pusieran más la blusa azul o exigiendo besos para ahuyentar tristezas”.

Por el lado sur, también estaba la media luna de “Lucho Paine. […] el nombre de él era Luis, pero como era de Paine, le decíamos el Lucho Paine”. Ahí, y hasta fines de los años sesenta, se organizaban carreras a la chilena, carreras de perro y peleas de gallo. En la población habían “hombres de campo también, [que] les gustaba todo eso” (Calalo) de manera que era un lugar concurrido para el Dieciocho. Entonces la fiesta nacional era complementada con los “tres o cuatro días que se celebrara, aquí en el club” (Anita). En aquel momento, no había otra entretención, de manera que los vecinos participaban en cada una de las organizaciones de la población. Las reuniones del centro de madres se hacían en la casa de la Charito, en la esquina de la plaza. Su madre, la señora Tana, era presidenta de esta organización, de manera que el grupo funcionaba en su casa. Ahí las mujeres se juntaban para hacer costuras, “tejido y se pedían los proyectos, […] mandaban lana y se hacían chalecos para colegios. Por parte nos daban y después eso se entregaba todo a semana” (Anita). Este grupo de mujeres trabajaba estrechamente con la parroquia de Los Parrales que, desde 1955, funcionaba en el Paradero 18 de Santa Rosa y que era atendida por franciscanos. En algún momento y según cuentan, el centro de madres trabajó con Caritas Chile, de modo que las socias contaron con ciertos beneficios. Durante la década del sesenta la sede vecinal empezó a aparecer. Por varios años, los viejos tuvieron que aunar fuerzas los días domingo, para levantar esta enorme construcción que, con el tiempo, se transformaría en un lugar crucial en la vida social de la comunidad. Era uno de los puntos de encuentro de los vecinos, era el centro de reuniones y celebraciones, desde el que se fomentaban todo tipo de fiestas; desde la Navidad para los niños y el Año Nuevo, pasando por

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Centro de Madres Juan Planas en la iglesia Los Parrales.

Clases de costura en el Centro de Madres Juan Planas.

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las celebraciones del Día de la Raza y las que anunciaban la llegada de la estación de las flores. La Fiesta de la Primavera representaba la oportunidad de reunir todas las asociaciones de la población. Durante cerca de dos meses, la gente se sumaba a la campaña de alguna postulante a reina, que podía representar al club deportivo, a la junta de vecinos, el centro de madres, la comunidad cristiana o al centro juvenil. Vendían “el vidrio, todo eso […] hasta los huesos” (Anita) que habían juntado durante el año, para tener el dinero necesario que les permitiría comprar los talonarios de su candidata preferida. Pareciera ser que aunque las ventas eran diferenciadas, todo pasaba a un fondo que se gastaba en la organización de la fiesta. La ganadora se sacaba por cantidad de votos, “La que vendía más votos salía reina. Entonces todos en la familia andaban vendiendo votos por todos lados, para sacar a su reina” (Lilian). En 1967 y bajo la animación de don “Jorge Rojas […] que era el locutor oficial que teníamos en ese tiempo” (J. H. Sandoval), el conteo de los votos dio por ganadora a la Tuti. Aquel día y tal como se solía hacer para dar inicio a la celebración, la elegida tuvo que bailar con su padre y luego con el rey feo –Luchito Vargas–, que ocupaba una suerte de máscara que reafirmaba el porqué de su elección. La designada era presentada en sociedad junto a sus damas de honor y salía, adelantada por una bandera chilena, a subirse a un camión dispuesto para la ocasión. Estos carros alegóricos eran decorados con guirnaldas de papel con motivos que los mismos vecinos habían creado. Ahí se instalaban las señoritas, para dar vuelta por la población. La alegría se tomaba las calles y los niños corriendo atrás del vehículo, alababan la doncella de la temporada. Los que alcanzaban, se subían a la maquinaria y presenciaban el desfile agarrado al choclón de mocosos que dificultaba el traslado. Después se hacían unos malones, “no eran como las fiestas de ahora, empezaban a las seis de la tarde, hasta más allá de las diez de la noche no” (Anita). Los jóvenes de entonces asistían con sus parejas y los que aún no encontraban su media naranja aprovechaban la situación para seducir al amigo o

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Fiesta de la Primavera de Juan Planas en 1967.

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Reina y rey feo de la Fiesta de la Primavera de Juan Planas en 1967.

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amiga que habían elegido de compañía. Entonces, cuando pasaba la bandeja con los reservados, “el acompañante tenía que comprarle a la dama: si eran flores, una flor y si eran pasteles, un pastel” (Naná G.). Los niños se engolosinaban con “los plátanos, las naranjas y las manzanas. No como ahora que […] son dulces, chocolates. […] Antes era más fruta. Y [recibían] su bolsita de regalo que era incógnito” (Calalo). Pasados unos días, todo volvía a la normalidad. La gente retornaba a sus puestos de trabajo en las fábricas vecinas, o bien en los distintos talleres que habían empezado a aparecer en la población. Ana recuerda que fue la señora Julia la que la llevó a trabajar a un taller de cristal que había por el pasaje Boecio. Se hacían cosas muy bonitas, de las que no se encuentran ahora. Ahí, estas mujeres aprendieron a dominar el pulso, para marcar con pincel cada una de las piezas talladas. Luego, las echaban a cocer en un horno bien artesanal que había y que nadie sabe cómo no les daba la corriente. En la casa colindante “[…] estaba el taller de las lámparas. Ahí trabajaban puros niños […]. Y estos bandidos hicieron un hoyo por la muralla” (Anita) para molestarlas. Conforme fue pasando el tiempo, llegaron otros talleres a la vecindad, como el de don Hugo, que hacía “todo tipo de cajas, una cajita así, para pañuelo y habían para las tiendas grandes […]. Para cinturones, para corbatas, teníamos cajas para botas, todo el tipo de cajas hacíamos” (Hugo). También existían otros tipos de negocios que atraían a los afuerinos. La abuelita María, tras abandonar su oficio de florista de feria, empezó a hacer uso de un don que tenía desde siempre: podía ver la orina. “Venía mucha gente, de muchas partes […]. De otros lados venían, de hasta afuera de Santiago, venían a verla. Y tenía un caballero que le traía todas las hierbas de los cerros” (Anita).

Berlioz La población Berlioz se armó como un racimo, constituyéndose como su rama principal la calle Juan Aravena. De ella, se 73


desprendieron cuatro pasajes –con nombres que habían viajado de Asia o Europa oriental–, así como la calle Gengis Kan que pretendía proyectarse hasta Departamental. Aferrados a estas vías empolvadas, los hogares fueron madurando bajo el cuidado de las mujeres que se hacían cargo de la crianza de los pequeños, mientras sus maridos salían a trabajar a las fábricas. Alrededor de los ejes como Santa Rosa o Departamental, se habían instalado numerosas industrias que sin duda influyeron en la conformación de las poblaciones aledañas. Sin embargo, antes de llegar a esta vecindad, algunos jefes de hogar ya habían iniciado sus actividades en otras comunas, de ma“Mi marido fue el que se llevó la peor parte, él no veía a sus hijos porque él salía a las seis, cinco de la mañana a tomar la Matadero Palma”.

nera que tuvieron que seguir recorriendo Santiago montados en las micros. Los que tenían suerte, partían en la mañana a cumplir con sus obligaciones laborales en el Paradero 10 de Santa Rosa, donde estaba ubicada Mademsa. Otros llegaban a San Diego con Santiaguillo, donde se encontraba “la elaboradora de calzado Pose” (Raúl), o a arreglar maquinaria de la industria textil instalada en Av. Recoleta con Einstein. Algunos mecánicos, como el marido de la señora María, eran mandados a buscar en sus ratos libres. El presupuesto estrecho, por la necesidad imperante de construir una vivienda más sólida, hacía que los pitutos fueran bienvenidos, lo que implicaba que no pasaban en la casa. “Mi marido fue el que se llevó la peor parte, él no veía a sus hijos porque él salía a las seis, cinco de la mañana a tomar la Matadero Palma, que tenía que tomar en Sebastopol, para el otro lado. Y llegaba de repente como a las una de la noche y los niños ya estaban acostados” (Sonia). El sueldo se hacía poco, pero trabajo había y si por alguna circunstancia los hombres quedaban sin empleo, podían ir a recorrer los diferentes sectores industriales de la comuna. O buscar en la construcción, puesto que era un sector en el que el Estado estaba empezando a invertir, pero había que estar dispuesto a estar viajando por todo Chile, en un tiempo en el que los traslados no eran como hoy. A pesar de las dificultades, en aquel entonces, nadie era capaz de vislumbrar que los índices de cesantía llegarían a las cifras que alcanzaron para los años ochenta.

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Niños de la población Berlioz.


La señora Norfa, dueña del circo Lince, vivía justo en la esquina donde terminaba Juan Aravena, ahí almacenaba unos tremendos camiones, las sillas plegables, así como todos los implementos necesarios para armar el espectáculo. Cuando se hacía necesario, el señor Miguel Carrasco estiraba unos inmensos paños; “el caballero arreglaba las carpas ahí en la calle, porque estaba cortado ahí al fondo” (Quena). Cosía y preparaba los toldos para que estuviesen listos para cuando se anunciara la gira. Entonces, algunos jóvenes se iban con el circo y prestaban apoyo en actividades de armado y desarmado, venta de entradas o iluminación. La señora Eugenia recuerda que uno de sus hijos, después de haber egresado de “Algunos jóvenes se iban con el circo y prestaban apoyo en actividades de armado y desarmado, venta de entradas o iluminación”.

cuarto medio, partía en estas itinerancias, “era el que contrataba la gente, les pagaba, cobraba las entradas. Si faltaba un toni, se vestía de toni” (Quena). Cuando la expedición no los mandaba muy lejos, los dueños de la carpa invitaban a los pelusas del barrio, advirtiéndoles que se ganarían la caja de chocolates que, a modo de anzuelo, se premiaría durante el show. Los chiquillos se prestaban para el juego y con tal de tener un lugar en las butacas, fingían un estallido de felicidad en el momento en que se anunciaba el número premiado. “Pero el regalo quedaba ahí mismo […]. Los premios lo sacaban los mismos de aquí”, de manera que la caja de chocolates era entregada una y otra vez (Sonia). Esta no era la única ocupación de la montonera de niños inquietos de los diferentes pasajes de la población. Todos se juntaban en la calle principal para jugar al caballito de bronce, a las quemaditas, ha llegado carta o adivinar cuánto pan había en el horno. Y cuando se cansaban de los tarros de café o de saltar al elástico, Simón mandaba a tocar puertas, porque en ese tiempo los timbres no existían. A escondidas se iban a perder al pozo arenero, donde además les gustaba desbarrancarse montados en ruedas o cartones que les permitían dominar sus 300 metros de pendiente. Mientras se construía la Escuela 98, los estudiantes tuvieron que pasar por el borde de este socavón de manera cotidiana, para acceder a las dos mediaguas que estaban dispuestas, a modo de centro educacional, al otro costado de

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este obstáculo. En estos recorridos, así como en sus escapadas clandestinas, se encontraban con los curaditos que vivían arrinconados al costado del hoyo. Aquellas personas, pasaban el día rastreando los desechos que empezaron a aparecer, una vez que el sitio dejó de funcionar como mina de áridos. “Esa gente iba a recoger todo lo que botaban ahí, incluso los materiales” (Sonia). Además pudieron ser testigos de los numerosos incidentes ocurridos en ‘el hoyo’. Recordado es el fatal accidente en que un caballero de La Castrina, llegó en vehículo a botar desechos y se fue con camioneta y todo para abajo. Debido a todo esto, era un lugar que infundía una suerte de vértigo, que atraía a la vez que inspiraba temor y que se recuerda en cada una de las poblaciones como un límite territorial permeable. Hacia 1965, y gracias a la unidad de los vecinos, se había formado el club deportivo, que tenía su centro al fondo del pasaje Mahatma Gandhi. “Era una ruca que casi se afirmaba con un palo” (Taller 1). Juan, uno de sus creadores y vecinos, recuerda: “Teníamos la sede aquí al lado y ahí nos juntábamos y conversábamos. Claro, jugábamos a la pelota, eso no más. Entonces, teníamos las canchas de aquí de Juan Planas […]; que después hicieron una población ahí” (Luis). Aquellas canchas en que iban a estirar las piernas, eran las denominadas del Defensor América, donde acudían futboleros de las poblaciones aledañas. Si la mayoría de los entrevistados las mencionan como las canchas de pasto, la señora María nos precisa que en realidad eran de tierra, y que “nunca fueron de pasto, pasto salía con la humedad” (Sonia). La precaria sede fue el centro de todas las actividades que se organizaban en la vecindad, de modo que siempre había mucha gente en el pasaje. Ahí se mezclaban las diferentes generaciones de la población: “Los que eran adultos […] que eran los papás de uno, nosotros que éramos lolos y […] los que venían después de nosotros, que eran unos cabros chicos” (Meli). Era común que en esas reuniones, los cercos de zinc, que habían sido instalados por los vecinos, cedieran ante la presión de la multitud. Sentados en la calle, los pobladores organizaban las diferentes fiestas que se solían celebrar en aquella época.

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En las canchas del Defensor AmĂŠrica se podĂ­an encontrar con equipos del Club Municipal.

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Eventos en los que se fueron consolidando los lazos, lo que posibilitó que hacia fines de los años sesenta apareciera la Junta de Vecinos y el Centro de Madres que se establecieron en el actual sitio de la sede social. Durante un período, la gente pudo elegir entre dos centros de reunión, pero por razones desconocidas, el centro deportivo no tardó en desaparecer. Don Juan tenía mucho trabajo en aquel entonces, de modo que se tuvo que empezar a alejar y dejar que los nuevos vecinos se hicieran cargo de la organización. Ni se dio cuenta cuando el club desapareció. Entonces, las nuevas asociaciones se trasformaron en las protagonistas de las festividades. Conforme se empezó a sentir el fervor ante la génesis de la Unidad Popular, los vecinos fueron estrechando sus lazos y haciendo muestras de compromiso e interés con la vida de los demás. Las voluntades de las organizaciones existentes se fueron encontrando. Trabajaban estrechamente, “casi que las reuniones eran […] juntas. O sea era un período donde había mucha conversación, mucho encuentro” (Luis F.). Aquel nivel de organización permitió hacer gestiones conjuntas, de modo que los pobladores se consiguieron la mediagua que, a partir de 1971 cumpliría la función de sede social. En aquel momento, la gente podía soñar, pensaba “realmente que el país iba a caminar en un destino donde los trabajadores, la gente del mundo popular iba a encontrar realmente un sendero, solución a muchos problemas que venían de la historia” (Luis F.). En ese contexto y a pesar de haber llegado recientemente, Luis fue dirigente vecinal. Como trabajaba en una maestranza del Ministerio de Vivienda, aprovechó el lugar para hacer los muebles que irían en la famosa mediagua. Pareciera ser que un poco después de eso, y gracias a su relación con el ministerio, se consiguieron mil árboles para poder poner un poco de verde en estas calles entierradas. “Esos árboles en realidad eran todos acacios y algunos frutales. Y plantamos los acacios en las puertas de las casas. Pero los acacios tiran una raíz muy grande, entonces muchos de ellos hubo que sacarlos” (Luis F.). En la medida en que la población iba agarrando un nuevo ritmo, en la sede se organizaba el apoyo escolar, que permitía ayudar a los niños que tenían mayores dificultades. Se

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daban “clases de matemática, de castellano, de historia”, lo que era necesario puesto que la mayoría de los adultos no tenían cómo ayudar a sus hijos debido a que eran pocos los “Cuando ya los niños estaban jugando y ya no querían más comer golosinas, ahí aparecían los canapés, los traguitos, que ahí venían los papás y las mamás”.

que habían terminado la sexta preparatoria. También “se creó una biblioteca que funcionó bastante bien”, donde llegaban los cuadernillos de la, entonces estatal, Editorial Quimantú2 (Luis F.). De modo que tal como lo recuerda la señora Leonor, “Habían montones de libros buenos” y revistas, que uno se podía llevar para la casa (Leonor). (Cabro Chico, Nosotros los chilenos) Durante todo el año, los pequeños se preparaban para la Navidad, salían a buscar botellas. “Cuando tenían un montón de botellas, las iban a vender y con el dinero que recolectaban, compraban cosas” necesarias para la organización de la fiesta (Sonia). Cada pasaje era decorado con guirnaldas y se disponían las mesas que recibirían los bebestibles y comestibles. Entonces, se distribuían los regalos que los sindicatos de las empresas en que participaban los pobladores habían elaborado para la ocasión. Una vez avanzada la noche, “cuando ya los niños estaban jugando y ya no querían más comer golosinas, ahí aparecían los canapés, los traguitos, que ahí venían los papás y las mamás” (Sonia). A pesar de no siempre estar en la población, la familia del circo era muy comprometida con las actividades sociales de la vecindad. Se dice que “la señora Norfa era muy buena persona, ella prestaba su foco, prestaba sus luminarias […] para el Año Nuevo, para la Navidad […], [hasta] camioneta para pasear las reinas” (Sonia). Pero no todo era color de rosa, y los problemas de escasez que aquejaba al país no tardaron en aparecer. La calidad de vida se empezó a deteriorar, de modo que para hacer frente a este problema, el gobierno de la Unidad Popular constituyó

2 El gobierno de la Unidad Popular crea la Editorial Nacional Quimantú, ideando una política de producción y distribución que permitiera hacer de los libros un objeto accesible para todos los chilenos. Se crearon distintas series, con tirajes de 50 mil ejemplares, que se encontraban en la mayoría de los quioscos del país y que permitían cubrir los intereses tanto de los niños, niñas, mujeres y hombres.

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las Juntas de Abastecimiento y Control de Precios (JAP). A los problemas “reales”, se empezaron a sumar los arreglines de los empresarios así como de las personas “que hicieron la JAP casi para ellos. Y hacían lo que no correspondía porque si se pidieron una cantidad […], era para que se repartiera en forma equitativa todo. Y ellos hicieron mercado negro y no solamente eso, hicieron hasta fiesta, hasta asado” (Luis F.). Si uno quedaba fuera de estos grupos, era relegado, de manera que algunas dueñas de casa recuerdan haber visto como se empezaron a resquebrajar las relaciones de amistad por una pasta de dientes o una mantequilla. Apretadas por la necesidad, el centro de madres se acercó a Lucho Cabeza, empleado municipal y dirigente conocido en el sector. Fue gracias a él que este grupo de mujeres logró inscribirse y conseguir las tarjetas que permitirían que su población accediera a la canasta. A las tres de la mañana las mujeres partían a San Eugenio, o buscaban los datos que les permitieran dar con los alimentos. “Nos levantábamos siempre como a las tres o cuatro de la mañana, que alguien nos llevara donde repartían eso, donde nos entregaban. Pero nos costaba mucho también para poder tener algo. Porque había una escasez en ese tiempo que costaba mucho obtener cosas. Como se dice, teníamos plata, pero no teníamos dónde comprar” (Sonia). En esas enormes filas que aburrían a cualquier adicto al cigarro, conocieron a las mu-

“El pobre siempre paga las habas que se comió el burro”.

jeres de las poblaciones aledañas, encuentros que no siempre fueron amenos. Según Eugenia, para el pan tenían “que hacer fila allá afuera, en Santa Rosa, en la Maruca ahí nos vendían el pan, el chocoso. Ahí iba gente de una toma que había aquí, que los sacaron después […] para Puente Alto. Las mujeres andaban con cuchillas quitando los lugares, cuando una estaba primera” (Quena). En la población nunca les faltó para comer, y eso gracias a que las mujeres organizadas tomaron medidas que permitieron eliminar algunos intermediarios que especulaban con las necesidades de los vecinos de Berlioz. Aun así, se tiene conciencia de que tanto los empresarios como los camioneros jugaron un rol fundamental en esta penuria generalizada

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Revista infantil publicada por la Editorial Nacional QuimantĂş.

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a la que algunos comerciantes locales se prestaron. Aquellos minoristas fueron desenmascarados, debido a que milagrosamente tras el golpe de Estado los negocios se llenaron de todo lo que hasta ese entonces faltaba. “¿Por qué? Porque yo creo que esto fue como siempre, como han hecho sufrir a los pobres, si el pobre siempre paga las habas que se comió el burro, vulgarmente. Porque ellos, ellos estaban muy acaparados, porque sabían que este Golpe venía, la gente rica estaba acaparada, a nosotros nos pilló a brazos cruzados a todos” (Sonia).

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Dictadura

La llegada de la dictadura vino a interrumpir un proceso político y social que se venía incubando desde hacía décadas. Si bien el gobierno de la Unidad Popular trajo consigo grandes tensiones debido a una creciente polarización, nunca nadie imaginó que aquel 11 de septiembre haría que las cosas tomaran un rumbo radicalmente distinto. A partir de entonces, los chilenos tuvieron que enfrentar 17 años de un autoritarismo que instalaría el neoliberalismo en el país. El régimen militar implementó diferentes estrategias que le permitieron tener el control absoluto sobre la vida de la nación. Se prohibió todo tipo de actividad política y se persiguió a las autoridades y dirigentes que participaron en el gobierno derrocado, así como a todos aquellos que insistieran en mantener el movimiento en los sindicatos o en las poblaciones. Existía un ambiente de terror y miedo que caló hondo en la vida social, interfiriendo tanto en los lugares de trabajo como en los barrios, de manera que progresivamente se fueron perdiendo los espacios. Los temas de vivienda dejaron de ser una prioridad y las inversiones en torno a este ámbito cesaron de golpe. Llegaron los uniformados pretendiendo una reconstrucción nacional, que solo trajo consigo una serie de políticas asistencialistas en las que las mujeres de CEMA Chile, se transformaron en actores fundamentales. Por ahí iban de población en 85


población, arremangando sus trajes conchevinos y reuniendo a las señoras alrededor de talleres y tacitas de té. Si bien las dueñas de casa recuerdan este espacio como un lugar en el que les entregaban herramientas para el cuidado del hogar y de sus hijos, la institución de Doña Lucía se consolidó como una inmobiliaria que ha sido investigada por malversación de fondos públicos. En este proceso se ha logrado comprobar la transferencia de 135 propiedades durante la dictadura, pero está claro que fueron muchas más las que, a lo largo de todo Chile permitieron que el régimen se insertara en la vida barrial, dejando muchos inmuebles con una hoja de vida de dudosa reputación. Aquí, al igual que en la mayoría de los sectores populares, la masiva cesantía de inicios de los años ochenta fue devastadora. Sin embargo, en El Huasco y Juan Planas las familias contaban con casas sólidas, de manera que al menos tenían la necesidad de vivienda cubierta. Este punto sin duda debe haber sido un factor para que sus vecinos se hicieran parte de las redes de apoyo. Para ese entonces, cierto sector principalmente de la Iglesia católica se había instituido como defensor de los derechos humanos, propiciando lugares de encuentro y espacios de solidaridad que posibilitaron que muchos de los pobladores pudieran sortear la crisis. Previendo que en la amplia comuna de San Miguel se empezarían a mover hojas sin que necesariamente se enteraran en las oficinas de La Moneda, el régimen decretó su división administrativa, de modo que se dio luz al actual municipio de San Joaquín y unos cuantos más. Los chilenos, sofocados con el peso del Jaguar, empezaron a salir a las calles para al menos incomodarlo, fenómeno que obligó a que los militares se quemaran las pestañas pensando en cómo se volvería a la democracia. Si aquellos años mostraron índices de esperanza y recuperación de espacios organizativos, la gente nunca más recobró la confianza. La dictadura permanece en las memorias como un período del que no se puede hablar; las voces se rompen y el tono baja porque aún persiste la sensación de que pronunciarse le puede traer repercusiones.

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El Huasco Durante la década del sesenta los obreros municipales habían cambiado los carretones por camiones. Montados en estos nuevos instrumentos de trabajo, tuvieron que asumir la carga de hacerle frente al desabastecimiento que sufría el gobierno de la Unidad Popular. El 11 de septiembre de 1973, don Manuel no había sido nombrado para ir en búsqueda de víveres como arroz o azúcar, pero recuerda que “los camiones no alcanzaron a salir para allá, porque los atajaron” (Nono). En aquel momento Noemí aún era una niña, pero recuerda que ese día sus padres habían llevado a una de sus hermanas a control médico, lo que involucraba pasar por el centro. En ese camino fueron sorprendidos por los balazos, lo que los tiró al suelo. Cuando el terror les permitió ponerse de pie,

“Cerré la ventana y nunca más salí a mirar para afuera”.

tomaron un taxi para volver a casa. Las familias completas se reunieron en sus hogares y rodeando la radio, escuchaban el discurso con el que el Presidente Allende hacía frente al fatídico desenlace. Era una situación incomprensible para los más pequeños: los bombardeos solo podían ser provocados por una guerra mundial. Desde aquel día, algunos municipales no volvieron a pisar las calles de la población. Recordado es “un vecino de apellido Avilés, que es desaparecido en esa época, no se vio nunca más” (Mimí). El miedo se apoderó de la población, y las familias se guardaron. No se podía ni salir a la calle, porque “llegaban los carabineros, militares, disparando como locos” (Rubén). Si uno se asomaba, corría el riesgo de que le volaran un ojo o que algún pelado lo sorprendiera. Leonor recuerda que un día, vencida por la curiosidad, se atrevió a mirar por la ventana; tuvo la mala suerte de que justo en ese momento apareció un uniformado que la agarró del cuello, gritándole ‘¿Qué estai mirando?’”. Aquel evento no hizo más que confirmar que solo al interior del hogar estaría segura, de modo que lo recuerda como un punto de inflexión: “Cerré la ventana y nunca más salí a mirar para afuera” (Nora). A eso se agregó el hecho de que al sitio de la junta de vecinos se fue a vivir un uniformado y luego, como en la mayoría

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de las poblaciones, “esta cuestión pasó a ser un centro de CEMA Chile”, que desde antes de la dictadura venía rifando máquinas de coser para las mujeres del barrio. “Después […], nadie supo cómo hicieron el traspaso, pero pasó a ser de Coaniquem, después de Coaniquen llegaron niños enfermos. Después de [los] niños enfermos, llegó un asilo de ancianos” (Tomi). Así, diferentes privados fueron usufructuando de este y otros centros vecinales, lo que instalaba un ambiente de vigilancia en medio de la vecindad. Fue un período de “puros sinsabores” (Rubén) y aunque cuentan que no hubo allanamientos, la violencia organizada por el régimen militar se resintió en la vida social de la población. Progresivamente se esfumaron vecinos, si algunos pudieron dar señales de vida desde el exilio, otros tuvieron que esperar la vuelta de la democracia para que al menos se reconociera que los habían hecho desaparecer. Luis Beltrán fue uno de los caballeros que tras haber pasado por un centro “A mí me despidieron de la municipalidad, no por ser político ni nada, sino que cortaron a casi todos los municipales y no nos pagaron nada casi”.

de detención, tuvo que tomar sus cosas “e irse, de la noche a la mañana, irse” (Mimí). Estas ausencias sembraron en los niños interrogantes que no encontraban respuestas. El silencio se había instalado y se haría presente por las próximas décadas, porque “los padres a veces callaban las cosas, no decían” (Mimí). El golpe cívico-militar significó un tremendo quiebre. No solo destruyó el proyecto político en el que los municipales se habían involucrado junto a los Palestro, sino que vino a interrumpir la estabilidad laboral de la que gozaban estos obreros. Cuentan que a inicios de la dictadura hubo un despido masivo que afectó a cerca de la mitad de ellos. Grupo dentro del que se encontraba don Rubén, que recuerda: “A mí me despidieron de la municipalidad, no por ser político ni nada, sino que cortaron a casi todos los municipales y no nos pagaron nada casi” (Rubén). El hecho de que, para ese entonces, familias completas trabajaran para el Municipio de San Miguel, conllevó a que ninguno de sus integrantes pudiera actuar de salvavidas y que los echaran a todos: padres, hermanos y cuñados. Entonces, tuvieron que hacerse parte de las políticas de empleo del régimen militar, integrando en el corto plazo

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las filas del Plan de Empleo Mínimo (PEM) y en el mediano, el Programa Ocupacional de Jefes de Hogares (POJH). Estos programas implementados por el Estado a través de los municipios, no representaron ninguna solución para el presupuesto familiar y solo permitieron ponerle freno a una crisis económica que para los años ochenta terminaría por hundir a los más pobres. De ahí que los vecinos recuerdan haber pasado penurias y necesidades que demoraron en abandonarlos. En aquellos empleos precarios, en los que se mandaban a las personas a hacer tareas sin sentido, algunas horas al día, estos pobladores se encontraron con los hombres y mujeres de las poblaciones y campamentos colindantes. Fue removiendo tierra o desplazando piedras de un lado a otro, que se construyeron lazos entre ellos, que permitieron que enfrentaran de manera solidaria esta crisis. Los que habían resistido como obreros municipales tuvieron que aguantar una nueva crisis que se generó a partir de la división de la comuna de San Miguel. Aquella decisión fue tomada en 1981 con el fin de tener mayor control sobre este amplio territorio. A partir de entonces esta y las poblaciones colindantes formarían parte de San Joaquín, cambio administrativo que puso en aprietos a los funcionarios. Los que ya tenían muchos años de servicio se jubilaron, como el padre de Tomás, al que “le ofrecieron seguir trabajando en San Joaquín o jubilarse por San Miguel y tenía como 55 años […], entonces […] se jubiló. Torres, […] él se quedó con la municipalidad, pero tenían que renunciar a los años de servicio, para empezar a trabajar como nuevo y sin derecho a indemnización” (Tomi). Cuando el hambre se hizo sentir, el centro de madres prendió los hornos para dar luz al comedor infantil. Día tras día, las manos de las mujeres fueron amasando y dando forma a los panes que alimentarían a los pequeños. Se organizaban para cocinar los alimentos que, por intermedio de la parroquia San Pedro San Pablo, Caritas Chile entregaba, aportando con “el 80 por ciento de las cosas”: harina, queso, la leche descremada (Tomi). Si en un inicio los almuerzos se hicieron en las casas, luego el centro de madres se habría conseguido un lugar ubicado en el actual sitio del jardín

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El padre Esteban Gumucio en un bautizo, iglesia San Pedro y San Pablo en 1966.

Los paseos a Cartagena.

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infantil. A la hora de la distribución, llegaban del campamento que había aparecido del otro lado de la calle Berlioz y en aquellas filas se conocían los hijos e hijas de los hombres que compartían las tareas asignadas, para impedir que engrosaran el índice de cesantía. La parroquia había sido creada por decreto arzobispal en 1964, ahí estaba el sacerdote de los Sagrados Corazones, Esteban Gumucio. Pero el que pasaba metido en la población y es recordado hasta el día de hoy por todos, es el padre Tomás Campos. Ese hombre de ojos azules y tez clara, andaba con su motito poniendo anillos de compromiso, bautizando niños, haciendo velorios y bendiciendo casas. A pesar de la presencia de la Iglesia, las celebraciones y las fiestas se empezaron a pausar y la organización vecinal se fracturó; la gente se alejó, “tenía que pasar más adentro, como había esos toques de queda. Entonces […], se empezó a restringir y a no salir tanto” (Mimí). Los niños resistían en las calles a

“De ahí en adelante ya no fue la población que era antes”.

los gritos que sus madres, aferradas a la puerta de la casa, pegaban. En la medida que se acercaba la hora de restricción, los ‘¡Éntrense!’ iban subiendo de tono. Los viejitos dejaron de juntarse, para que las cosas de la población no fuesen interpretadas como políticas y aunque los paseos a Cartagena sobrevivieron al miedo, “de ahí en adelante ya no fue la población que era antes” (Mimí). Los que para el golpe de Estado eran jóvenes, tuvieron menos tolerancia con las prohibiciones impuestas por los militares. Su ímpetu los llevaba a desafiar los horarios del toque de queda, puesto que era la única manera en que podrían seguir haciendo vida social. Cuando los o las pololas los llevaban a cruzar Santa Rosa, tenían que “esperar que pasaran los tanques y que se alejaran lo bastante, como para atravesar” (Naná M.). Todos recuerdan el caso de Luis, que de una visita a su polola llegó cargado por los militares que arrastraban la mentira de que el joven había tenido un accidente. Tal injusticia llenó de rabia a todos aquellos que habían crecido con este chico, que hasta el día de hoy es recordado como un buen amigo. Los chiquillos no pudieron contener más su furia y fue cortando la avenida colindante que encontraron

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El fútbol resiste.

Los amigos en las calles de la población: Andrés, Topo, Tito, Jano, Collao, Píti, Macario, Pepe, Lalo, Alex. Más atrás: Lucho, Silva, Avilés, Pinta. El 22 de abril de 1982.

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la forma de manifestarla. “Se veía bonito todo Santa Rosa, de allá de Departamental, […] con piedras. Tremendas piedras” que nadie sabía de dónde sacaban. Pero eran tantas, que de lejos se veían venir los pelados que “venían a pie y venían sacando las piedras” (Mimí). A veces sucedía que el grupo de jóvenes era sorprendido por los tanques y un grito alertaba a los pobladores: “¡Los milicos!”. Entonces, todos arrancaban por Juan Aravena y se escabullían por las puertas que se abrían para refugiar a los que no alcanzaban a llegar a sus casas. Los viejos “empezaron a morirse muy luego, muy jóvenes, porque la mayoría de los papás de nosotros 58, 60, 61; jóvenes se

“Los viejos ‘empezaron a morirse muy luego, muy jóvenes, porque la mayoría de los papás de nosotros 58, 60, 61; jóvenes se murieron’ ”.

murieron” (Mimí) y nunca se logró recuperar la vida social destruida por la dictadura. Fue en esos años que la historia de la población cambió y aunque hacia fines de los ochenta se fue retomando las funciones de la junta de vecinos, la energía ya no era la misma. Progresivamente “empezaron a retomar los clubes, los chiquillos a jugar, a volver a jugar fútbol, empezaron a hacer reuniones la junta de vecinos” (Mimí).

Juan Planas Dicen que el día del golpe cívico-militar de las casas de Juan Planas empezó a salir un humo cargado de miedo. En la intimidad de sus jardines, los pobladores llenaban tambores en un apurado intento por borrar las huellas que habían dejado años de convivencia con los Palestro. Las obras que habían realizado para el sector, hacía que la mayoría de los pobladores fueran palestristas, relación de la que daban cuenta las fotos que las ceremonias habían dejado tras ellas. Aquel día “todos quemaban cualquier evidencia, […] para que si hubiera allanamiento, no encontraran esas fotos” (Chito). Pasó poco tiempo para que un día domingo, como a las tres de la tarde, llegara una patrulla buscando el presidente de la junta de vecinos, para que “se presentara a la gobernación que quedaba ahí […] en Gran Avenida”. En aquel lugar el padre de don Chito se habría encontrado con el resto de los dirigentes sociales de la comuna y tuvo que esperar expectante para que 93


“el coronel Albornoz, nombrado por la Junta Militar, lo citara a la oficina” (Chito). Todos ellos habían sido llamados para que eligieran formalmente entre su dirigencia y el trabajo. Por un tiempo las tanquetas se pasearon por las calles y pasajes de la población buscando algún esbozo de cuestionamiento de la tiranía. Si uno era descubierto, se lo perseguía y como su vida dependía de su habilidad por esfumarse, tenía que saber perderse en el laberinto de la vecindad. Algunos, acorralados, entraban a las viviendas sorprendiendo a las dueñas de casas en sus actividades cotidianas. Así fue como la señora María recuerda haberse encontrado con un joven que cruzó sus labios con su dedo índice para implorar por complicidad y resguardo. No le quedó otra que asomarse a la calle “Nunca lo encontraron, no hubo funeral, no hubo cadáver, no hubo nada. Su mamita y su papito murieron sin verlo nunca más”.

para despistar a los que venían persiguiendo al desconocido. Aquel acto le podría haber costado caro, “pero ese joven se salvó, a lo mejor, o murió después […]. Porque aquí hubieron varias muertes, […] jóvenes que uno conocía” (María). Uno de ellos fue el Tomatito que nunca más volvió a aparecer por su casa, ubicada en la calle Ganges. “Él era muy tranquilo, muy piolita. [...] Nunca lo encontraron, no hubo funeral, no hubo cadáver, no hubo nada. Su mamita y su papito murieron sin verlo nunca más” (Juana). En este nuevo contexto, “los jóvenes tuvieron que esconderse […]. Todos sus ideales que tenían, todas sus cosas tuvieron que guardarlas […]. Porque si se juntaban, iban a ser vistos por toda la gente pensando que eran activistas” (María). Algunos optaron por hacerle frente a las mentes rígidamente cuadradas que los delatarían. Así fue como el hijo de la señora María, se vio en la obligación de asilarse en la Embajada de Italia, lugar desde el que sería atacado comunicacionalmente por el régimen y culpado con su grupo, de la muerte de Lumi Videla3. Al cabo de un año pudo viajar a Europa, lugar desde el que debería enfrentar el exilio que lo separaría de su familia y de su grupo de amigos.

3 El 3 de noviembre de 1974 Lumi Videla fallece en José Domingo Caña producto de las torturas sufridas por parte de los agentes de la DINA. Al día siguiente el organismo de inteligencia tiró su cuerpo en la embajada de Italia para difundir, gracias al apoyo de la prensa, la idea de que había sido muerta en el contexto de una orgia en manos de los asilados.

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Algunos habĂ­an sido del Juventud Juan Planas. Otros como J. Araneda y E. Soto de la Junta de Vecinos Juan Planas.

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La plaza siguiĂł siendo un lugar de encuentro para los niĂąos.

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A pesar de los amedrentamientos, la inercia que había adquirido la asociatividad en la población conllevó a que durante un tiempo persistiera el Club Deportivo. Como había que hacer las cosas temprano, apareció un equipo de fútbol femenino que tenía la misión de enfrentar a las Satánicas de El Huasco. Recordado es un partido que se habría alargado, por lo que el toque de queda pilló a las chiquillas en la cancha de la Población de Obreros Municipales. Eran las seis de la tarde de un día domingo “y había un partido de las niñas de allá con las de acá, estaba carabineros y militares, pero la cancha llena y estábamos en horario de toque de queda. Así que nos esperaron ahí, que terminara el partido y todos para la casa corriendo” (Calalo). Durante unos años, las fiestas se siguieron celebrando. Para la Navidad, los vecinos cerraban los pasajes para que no pasaran los vehículos y se le organizaba una “once a los niños. En la tarde las mamás que tenían piscina, sacaban piscina. Los niños se divertían todo el día, hasta las seis, siete de la tarde” (Mónica) y bien cansados recibían los regalos. Cuando asomaba el Año Nuevo, los pobladores volvían a sacar todo para afuera y si el contexto lo permitía se amanecían en la calle. El Club Juan Planas siguió organizando la celebración de la fiesta nacional e insistía en celebrar su cumpleaños. El 5 de febrero “se invitaban a gente de otros clubes, las directivas, se premiaba a los más destacados del año” (Calalo). Pareciera ser que para entonces, aún se hacían los famosos paseos a Rosario, en la actual comuna de Rengo, donde la población completa iba por el día. En este acogedor lugar campestre, los futbolistas intentaban lidiar con los mareos provocados por la chicha con harina con la que habían sido recibidos, mientras que los niños se bañaban en el río. En aquel entonces, Ricardo era dirigente del Club Deportivo, cargo al que renunció hacia fines de los setenta. Liberado de su dirigencia deportista, no tardó en recibir una carta de la gobernación en la que se le exigía que fuese “tesorero de la junta de vecinos y así por decreto del Ministerio del Interior: tiene que serlo nomás. Era obligado”. Entonces tuvo que compartir ese espacio con “Fernando Zúñiga, la secretaria era la señora Tránsito Cruz, […] [y] don Héctor Carrasco” (Calalo). A partir de

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entonces la junta de vecinos no tuvo mayor influencia, puesto que las cosas se empezaron a pedir por decreto. “Lo positivo de ese tiempo, eran los paseos que […] daban a Cartagena” (Calalo), partían temprano los mil vecinos a los que se les había hecho la invitación, por medio de la junta de vecinos. Llenaban tres carros de un tren que salía para la playa “a las nueve de la mañana, llegábamos como a la una, almorzábamos, nos veníamos altiro”. El viaje no era fácil, el tren no tenía ni vidrios ni luz, y había unas partes en las que los apedreaban. Entonces tenían que parapetarse, “había que poner frazadas en las ventanas, para que no les cayeran a los niños” (Calalo). A pesar de las dificultades, aquel paseo exprés es mencionado como un descanso y un espacio que permitía recordar los tiempos pasados, en que habían podido correr libremente por la playa. Mientras tanto en la Fábrica y Maestranza del Ejército (FAMAE), algunos hombres y mujeres de la población escalaban en grado, caminando con zapatos especiales sobre la pólvora. Cada día, el Ejército se adentraba en la población para venir a buscar a los solteros que trabajaban de noche. Ahí, a pesar de las gruesas paredes, se escuchaban gritos que nadie sabe muy bien si se escapaban de la Penitenciaría o de la repartición del Ejército aledaña. Para todos los trabajadores fue un período difícil, sin duda porque tenían que cargar con la culpa de llenar las vainillas de las balas que resonaban por las calles de sus barrios. Algunos vecinos que habitaban casas colindantes al pozo arenero, recuerdan que había noches en que se sentía “una sonajera de metralletas y después, un silencio nomás” (Juana). Podían pasar tres noches antes de que volviera a escucharse la llegada de un montón de vehículos que bajaban cuidadosamente por la pendiente de este inmenso hoyo, una mezcla de ráfagas con gritos, los motores forzando en la subida y luego nada. Nadie vio nada, por lo que algunos pobladores cuestionan que eso haya sucedido. Lo cierto es que son varias las personas que aseguran haber tenido indicios de que en el fondo del hoyo, mataban gente. Durante muchos años, cuando llegaba la oscuridad el temor acompañaba a la gente a sus casas. “Nadie andaba en

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las calles, nadie salía para afuera” (Juana). Juana recuerda que una de esas noches tomó un giro inesperado cuando “de repente, llega un vecino golpeando las casas, tocando los timbres” para anunciar que de otra población los venían a atacar con armas y que venían avanzando quemando casas. Era un escenario incomprensible, y aunque nadie entendía lo que pasaba, los vecinos se empezaron a juntar. Los uniformados que vivían en la población sacaron las armas y empezaron a organizar la defensa, “los hombres […] se ponían un distintivo blanco y […] se amanecían haciendo guardia” (Anita). Toda la noche se escucharon gritos de “¡Allá vienen!”, y para allá partía la fila de hombres hasta que un “¡No!, ¡vie-

“Toda la noche se escucharon gritos de ‘¡Allá vienen!’, y para allá partía la fila de hombres hasta que un ‘¡No!, ¡vienen de acá!’ los hacia devolverse, y así estuvieron de allá para acá”.

nen de acá!” los hacia devolverse, y así estuvieron de allá para acá. Nadie durmió, ni siquiera las mujeres, que se mantenían expectante al interior de sus cuatro paredes. La señora Juana recuerda que su madre hizo que escondieran a las jovencitas de la casa en el entretecho, “porque decían que venían matando y violando a las niñas”. Aquel episodio no sucedió solo “en esta población, sino que en muchas poblaciones más”. Con el tiempo, todos llegaron a la conclusión de que fue algo construido por los milicos. “Entonces eso fue una psicosis, pero no sé para qué lo hicieron. O sea para que nos matáramos unos a otros, no sé” (Juana). No todas las vigilias se mantuvieron en suspenso y hubo una en particular en la que empezó a aparecer gente extraña por Varas Mena. Eran las 11 de la noche del 15 de junio de 1987, y las casas colindantes al número 417 se llenaron de agentes de la CNI que venían armados hasta los dientes. Cerca de las 12 de la noche, el lugar, que funcionaba como una escuela de formación política del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, fue allanado. Aquel ataque se realizó de manera relativamente simultánea con otros dos crímenes a militantes del FPMR y fue parte de la sangrienta operación Albania, también conocida como matanza de Corpus Christi. Esta operación había sido preparada por Álvaro Corbalán, con la clara intención de acabar con el grupo responsable del fallido atentado contra Pinochet4.

4 El 7 de septiembre de 1986, en la cuesta Las Achupallas en el Cajón del Maipo, la seguridad del general Pinochet es vulnerada en su

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Entonces se produjo un enfrentamiento y si bien la mayoría de los ocupantes de la vivienda lograron escapar por los techos hacia Berlioz, fallecieron Juan W. Henríquez Araya y Wilson Henríquez Gallegos, los encargados de cubrir la retirada. “Esa noche fue horrible, fue tremendo. Nosotros, como vivíamos en segundo piso y era de madera, […] bajamos todas abajo al living y poco menos que tirados en el suelo. Porque eran así [de grandes] las balas de los fusiles ametralladores y aparecieron al otro día pero tantas” (Naná). Por esos años las protestas contra el gobierno militar estaban dando que hablar y si en la población El Huasco cortaban Santa Rosa, en Juan Planas con Varas Mena quemaban neumáticos. Mientras tanto, en las oficinas se discutía acerca de la pertinencia de llevar a cabo el plebiscito y los nuevos partidos se hacían los bigotes ofreciendo en este y otros barrios dinero por hacerse parte de sus filas. Así fue como nació la UDI, “si casi toda la gente aquí, sea del bando que sea, iban, por decirle, eran diez luquitas, [para] una familia de cinco personas, eran sus buenas monedas en esos años” (Calalo).

Berlioz El golpe cívico-militar sorprendió a muchos hombres en sus puestos de trabajo; de esas primeras horas Luis recuerda que “después del bombardeo a La Moneda, […] llegaba la información de que Allende había muerto” (Luis F.). Muchos de ellos venían apostando al proyecto de la Unidad Popular, de modo que sentían la obligación de defender el gobierno desde sus territorios. Fue así como él, en conjunto con sus compañeros de trabajo de la Empresa Constructora del Estado llegaron a Berlioz cargando tambores de bencina. Aquel combustible estaba pensado para preparar las bombas molotov con las que, se suponía, los vecinos enfrentarían el combate inminente. regreso a Santiago. El Frente Patriótico Manuel Rodríguez embosca la comitiva, sin poder dar con su objetivo; asesinar al dictador. Tras este hecho Corbalán, en tanto agente a cargo de la Central Nacional de Informaciones (CNI), se hizo cargo de idear las represalias.

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Mientras los hombres intentaban volver a casa, las mujeres eran las que recibían la noticia en los barrios, de modo que fue con ellas que los dirigentes vecinales hicieron los primeros homenajes al recién fallecido Salvador Allende. Conforme fueron pasando las horas y con las noticias que iban llegando a goteo, los que hasta entonces pensaban que desde los barrios se levantarían los sectores populares, se fueron percatando de que aquello era una locura. Luis recuerda: “No teníamos ninguna posibilidad de hacer nada y tuvimos que ver qué hacíamos, para hacer desaparecer la bencina y todo”. Entonces, las cosas pasaban de casa en casa para ver quién las lograba hacer desaparecer. Las dirigentes estaban asustadas, les habían avisado que vendrían por ellas. Se fueron preparando para cuando les llegara su hora, intentando por sobre todo que sus hijos no se dieran cuenta del terror que las invadía. Leonor nos cuenta que por pertenecer al centro de madres pensó que vendrían por ella: “Pesqué una bolsa, eché cigarro, en ese tiempo fumaba como una loca. Eché cigarro y a mi hija, la Claudia, le dije: ‘Claudita, usted no va a salir para la calle, va a estar aquí hasta que llegue su papá. Y si pregunta donde estoy yo: fui a pasear’. No le iba a decir que me iban a llevar presa”. Si no las castigaron de inmediato, sus cargos de dirigencia seguirían penando a sus familias años más tarde, puesto que la señora Myriam recuerda que su “hija mayor salió elegida cuando recién Pinochet iba a dar las becas […], y a ella no se la dieron por ser nieta de una dirigente [de la JAP]. Pero se había ganado la beca y por ser nieta de una dirigente de la Unidad Popular, no le dieron”. Si en algunas poblaciones de la comuna la gente salió a la calle, aquí se quemaron los libros de la biblioteca y en ciertas casas se cavaron hoyos para enterrar todo lo que podría dar luces de un intento de insurrección popular. Se cuenta que a esta población en algún momento habría llegado armamento en unos sacos de harina. Pero los dirigentes, aun si hubiera sido así, desistieron de la posibilidad de pensar en usarlos. “Cuando llegaron unos sacos de harina, nosotros pensábamos que era la cosa más tonta que podía hacer uno, como responsable. No era por falta de valor, sino por responsabilidad de nosotros

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ponernos a combatir con ese armamento, porque hubiesen masacrado a la población” (Luis F.). Por la noche, el helicóptero al que le solían decir el matapiojos, sobrevolaba estos barrios asustando a los niños que se escondían debajo de las mesas, gritando “el angelito mamá, el angelito anda por ahí”. Mientras tanto, vecinos vestidos de negro evitaban las luces proyectadas por aquel aparato, para poder llegar al pozo arenero donde botarían aquello que pudiera hacer peligrar sus vidas. Cuando se hacía de día y los niños y jóvenes partían a estudiar, las madres quedaban con un alma en la mano. La señora Sonia recuerda que su hijo, que estudiaba en el liceo industrial ubicado en Departamental, tenía que cruzar un peladero “El helicóptero al que le solían decir el matapiojos, sobrevolaba estos barrios asustando a los niños”.

que tenía “pura zarzamora. […] Eso era una guarida para gente mala […]. Entonces yo tenía que ir a dejar a mi hijo, […] para que atravesara para el otro lado. Y me daba miedo con ellos, porque yo los tenía que tener encerrados, si no se podían largar”. Había que asegurarse de que a la hora en que llegara el toque de queda, los niños y jóvenes no anduvieran en la calle, porque existía el riesgo de que uno tuviera que ir a buscarlos a la comisaría. La famosa restricción también pillaba a las familias que por alguna u otra razón habían descuidado la hora. Cuando las tripas empezaban a sonar, no había como hacerle entender a la cabeza de que había que quedarse en casa. A veces solo alcanzaba para un solo plato de comida, de manera que las familias jóvenes se invitaban a la hora de once a casa de alguno de sus suegros. Con aquellas visitas lograban llenar las bocas de los pequeños y luego les tocaba volver a sus hogares con los niños en brazos. Myriam recuerda que en esa vuelta era común que tuvieran el toque de queda pisándole los talones y que debían tratar de pasar inadvertidos por las calles de la población. Nos cuenta: Una vez “llegamos a la esquina, cuando están los milicos acá. Pero nosotros, no sé cómo nos metimos y corrimos a la casa y alcanzamos […]. Nos metimos, y llegamos a la casa […], apagamos todas las luces, mi mamá apagó todas las luces, porque llegaron ahí a la casa”. Claro está que aquel no era el único perjuicio de la dictadura y las violaciones a los derechos humanos, si bien habían

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sido acalladas, conforme fue pasando el tiempo empezaron a salir a la luz. La violencia se hacía evidente para cualquiera que recorriera las calles de Santiago. En este período, en las misas se empezó a hablar de cosas terrenales, de los problemas que enfrentaban los pobladores y aparecieron varios curas que buscaban defender la posibilidad de construir el Paraíso en la Tierra. La institución se había vuelto más cercana y transformado en un espacio en el que se compartían experiencias. De esta manera, los que iban a los encuentros de preparadores de novios en la parroquia San Pedro y San Pablo o en el Decanato, ubicado en el Paradero 18 de Santa Rosa, en la parroquia Los Parrales, se enteraban de lo que ningún medio de comunicación estaba informando. En esas

“En ese tiempo era algo incorrecto para ellos, porque no nos dejaban saber la verdad”.

reuniones, la gente llegaba con fotografías de sus detenidos desaparecidos y las “señoras […] contaban su triste historia que habían pasado. Que las habían detenido, que […] les envolvían las manos con trapos mojados, les pegaban, las violaban”. Relatos que inspiraban tanto terror que algunas personas optaron por alejarse de la iglesia. No es que las señoras hicieran “nada incorrecto, pero en ese tiempo era algo incorrecto para ellos, porque no nos dejaban saber la verdad. Si eso era lo peor de todo” (Sonia). Eran tiempos complicados porque en “todos los barrios existía el soplonaje, nadie confiaba en nadie, esa era una de las cosas” (Raúl). Pareciera ser que en Berlioz no fue algo común, de hecho se cuenta que los pobladores manifestaron verdaderas muestras de solidaridad para con los vecinos que intentaban pasar inadvertidos entre las cuatro paredes de su casa; se preocupaban de que no pasaran hambre, de que no pasaran las fiestas solos y de llevar por el desvío a cualquier personaje extraño que preguntara por ellos. Fue así como Luis F. recuerda no haber dudado en volver a este barrio cuando retornó de su exilio de Cuba, puesto que fue el lugar donde más se sintió protegido. A pesar de lo anterior, en algunos hogares se dejaría de hablar de ciertos temas por varias décadas. Si en las casas habían “unos del lado del Pinocho […] y [otros] del lado del Allende. Entonces, cuando se hacían las comidas, no se hablaba

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de partido político. Porque si no se armaban las discusiones, entre” las abuelitas (Paty). Incomodidad que de algún u otro modo tuvo repercusiones sobre la vida social que poco a poco se iba apagando. La gente se juntaba un rato en la junta de vecinos, pero no era mucho porque “cada cual quería estar en su casa. Yo arrancaba […] con mi hijo, todos encerraditos aquí” (Quena). Los tiempos en que compartían como comunidad se habían acabado y “quedó todo miedo, miedo. Se deshizo todo. Ya no era lo mismo que teníamos cuando llegamos nosotros, que vivimos tiempos muy felices” (Sonia). Hubo sin embargo un acontecimiento que unió a los vecinos. Un día equis, las mediaguas de la sede social se quemaron. Aquel incendio es recordado por haber posibilitado el surgimiento de una organización que tendría como fin hacer una construcción sólida, como una forma de defender los vestigios de una activa vida comunitaria. Entonces apareció el Grupo de los 10. “Eran 10 varones que colocaban plata mensualmente para que fuera avanzando la construcción de la sede, cuando se empezó a hacer sólida. Ese era el Grupo de los 10” (Yiyi). Esta tropa de constructores habría estado conformada por Zacarías, el marido de la Yiyi, Riquelme, Herrera, Fuentealba y Torrealba, y algunos cuyo nombre se ha perdido en el tiempo. Paralelamente, en las fábricas se empezaba a asomar la crisis; algunos sindicatos habían logrado persistir, pero no se podía reclamar por nada porque de inmediato mandaban a llamar a los militares, que llegaban en tropa a apurar la producción a punta de bayonetas. Pronto, los trabajadores empezarían a perder vertiginosamente sus beneficios. “Salió el Decreto Ley 2200 […] que lo creó el José Piñera […]. Y este señor cambió todas las reglas del juego porque en una fábrica, habían 100 personas, 99 pertenecían al sindicato, entonces ¿qué es lo que dijeron? Aquí podemos hacer cuatro sindicatos, que van a negociar en enero, marzo, junio y en septiembre. Entonces le quitó fuerza a los sindicatos y los beneficios que estaban vigentes se perdieron” (Raúl). Conforme se iban acercando los años ochenta, las puertas de las fábricas se fueron clausurando, “porque esa fue una

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Padre Tomรกs Campos en la iglesia San Pedro y San Pablo.

El Grupo de los 10 celebrando la construcciรณn sรณlida de la sede social.

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Noticia diario La Cuarta, martes 16 de junio de 1987.

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época en que se cerraron muchas empresas en Chile. Desgraciadamente el gobierno militar mató la pequeña empresa en Chile”. El país empezó a importar y la gente que trabajaba en la industria nacional de calzado o línea blanca, recibió cartas de despido que excusaban necesidades de la empresa. “Ahí empezó la debacle económica de nuestro país que […] el año 80, 81 se cerraron más de cuatrocientas empresas en el país” (Raúl). Se vendrían tiempos difíciles de cesantía en los que los mormones eran uno de los escasos empleadores, puesto que “tenían construcciones por todos lados” (Luis). La noche del Corpus Christi, “los cabros, saltaron a este

“Porque esa fue una época en que se cerraron muchas empresas en Chile”.

lado, por los techos” (Raúl), de modo que los vecinos somnolientos fueron sorprendidos por la sonajera de las latas sobre sus cabezas. Eran los del FPMR que venían arrancando, escapando del silbido de las balas que los perseguían. Se metieron por los pasajes, algunos se lograron esconder en las casetas de los medidores de agua, otros saltaron para la fábrica dejando tras ellos rastros de sangre. “En esa época la fábrica tenía cuidador y la comadre, […] abrió la puerta de par en par, para que los soldados entraran. El que partió para adentro herido, terrorista, extremista, no sé qué cosa era porque no puedo calificarlo yo, se escondió entre medio de los postes y no lo pillaron” (Raúl). Por las calles los vecinos murmuraban y si uno tendía la oreja “se escuchaban los comentarios, usted sabe que en las poblaciones llegan los comentarios” (Sonia). Al tiempo, “vinieron a hacer la reconstitución de escena, todo eso” (Paty). Aunque ya se vislumbraba el final de la dictadura, la curiosidad no era bien recibida por los uniformados. La Paty recuerda: “Yo fui a zapear para allá, por copuchenta me pasó porque el militar me trajo con el fusil hasta la casa, porque no tenía nada que andar haciendo. Bueno y después, mi mami me pegó”.

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Y la vuelta a la democracia...

La anhelada democracia llegó con el NO que daría paso a un largo proceso de transición, previamente pactado. La Concertación se concentró en un programa que pretendía –entre otras cosas– democratizar la institucionalidad y modernizar la economía. Entonces, se profundizó el modelo económico neoliberal y se implementaron una serie de mecanismos que buscaban, en la medida de lo posible, reconciliar a los chilenos. Fueron las organizaciones de derechos humanos las encargadas de poner en el tapete la necesidad de verdad y justicia. Gracias a sus demandas, y a pesar de las dificultades, los chilenos fueron tomando conciencia de lo que no habían logrado ver hasta allí. Aun así, se instaló la idea de que era de mal gusto hablar de la dictadura y se siguió pensando que solo las personas que para el golpe militar habían cumplido la mayoría de edad, estaban en posición de expresar su versión de los hechos. Con el arcoíris, la gente volvió a salir a las calles y fue en los espacios públicos que se percató de que nada volvería a ser como antes. El régimen militar había dejado tras él un impactante cambio cultural; la política había dejado de ser considerada como una actividad cotidiana en que los chilenos invertían tiempo para intervenir en la realidad vecinal, regional e incluso nacional.

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Entonces, los pobladores volvieron a entrar a sus casas, empujados por los nuevos usos que los privados empezaron a hacer de los espacios públicos. Se dejó de celebrar en las plazas, la gente se descomprometió de los proyectos colectivos y las pandillas tomaron posesión del territorio. El Gran Santiago siguió un proceso de trasformación que se había iniciado con los trabajos del Metro y que pretendía modernizar la cara de la capital. Se invirtió en infraestructura, implementando modernas carreteras, e inmensos parques que harían irreconocible esta ciudad, con la intención de dar solución a los conflictos que la metrópolis, carente de planificación, arrastra hasta el día de hoy. Hacia la segunda mitad de los años noventa apareció el subsidio habitacional para la clase media, que trajo consigo el florecimiento de inmensas torres de departamentos. Se haría entonces posible para muchos hogares de reciente formación, considerar la posibilidad de dejar de ser allegados y cumplir el sueño de la casa propia. Las nuevas generaciones se hicieron parte del boom inmobiliario que por cerca de 20 años los amontonaría en otros sectores de la capital. Entonces, dejarían tras ellos a sus padres, de modo que naturalmente sus poblaciones de origen fueron envejeciendo. Con la llegada del Programa de Recuperación de Barrio, se han ido mejorando los espacios públicos y apoyando, entre otras cosas, a los vecinos en la reparación de sus viviendas. Intervenciones que, sin duda, transformarán la vida en la comunidad, que hoy se ve enfrentada a nuevos desafíos. Últimamente y debido a las dinámicas propias del fenómeno de la inmigración, han empezado a llegar a estos barrios, extranjeros que se han venido a establecer, dando a luz a una nueva generación de chilenos que trae consigo nuevos colores y costumbres que vienen a enriquecer la vida social de la comunidad.

De Obreros Municipales a vecinos de El Huasco La vuelta a la democracia dejó en un principio espacio para que los vecinos reabrieran las puertas para juntarse. Una de 110


las primeras organizaciones que surgió, fue un comité que buscaba pavimentar los pasajes ubicados en el lugar en el que los antepasados habían cuidado los árboles que daban sombra en las calles de la comuna. La señora Mireya formó parte de esta organización en la que compartió con su vecina, la Beti. En aquellos años, Alberto Lira era el alcalde (1989-1992) y fue él quien “hizo estos convenios […] con nosotros, que poníamos un tanto nosotros y un tanto la municipalidad y ahí se pavimentaron los pasajes. […] Para juntar más fondos”, los residentes salieron a recorrer las calles vendiendo pescado frito (Mireya). Mientras crepitaban los pescados provenientes del litoral, se harían sentir las consecuencias del cambio de administración municipal; a partir de 1991 la población Obreros Municipales pasaría a llamarse El Huasco. El cambio de nombre

“A partir de 1991 la población Obreros Municipales pasaría a llamarse El Huasco”.

llegó a confirmar una transformación que venía dándose en la vecindad desde décadas. De los obreros municipales, solo quedaba la sombra. Los que habían logrado resistir a los avatares de la coyuntura, habían llegado a su etapa de jubilación y los más viejos habían empezado a fallecer. La población ya no era la misma, “empezaron a morir nuestros papás, empezaron a morir nuestros abuelos. Se murieron los estandartes y quedamos los hijos, y los hijos veníamos ya con una cosa nueva” (Taller 1). Aun así se hizo un esfuerzo por retomar la actividad vecinal y “don Ramón […] fundó el club del adulto mayor y ahí empezaron a tomarse todas las funciones de la junta de vecinos. Los clubes ya empezaron a jugar, a hacer ligas, cosas así. Ahí se retomó todo” (Mimí). Estas organizaciones se enfrentaron a un nuevo problema; en la junta de vecinos vivía una familia que se había adueñado del lugar. Recuperar la sede fue un proceso largo y confuso, debido a los múltiples usos que había tenido el sitio durante los últimos años. Fue cuando Nono estuvo de presidente que se logró desenredar ese lío y abrir las puertas del lugar, que antes de ser usado tuvo que ser limpiado “porque estaba todo cochino aquí”. Tanto así que se alcanzaron a sacar “dos camiones de basura” (Nono). A pesar de que las cosas habían cambiado, la cancha siguió siendo el centro de la vida social de la comunidad, de

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manera que los vecinos se esmeraron en defender este espacio. Fue hacia 1992, que se esbozó la posibilidad de que en la médula de su población, se hiciera un proyecto habitacional para la gente de La Legua. Era “el tiempo de Ramón Farías, iban a hacer ahí unos departamentos y nadie quería” (Tomi), de modo que todos salieron a protestar. De no haber sido así, Arturo Vidal no habría tenido espacio para aprender los trucos que, con los años, lo llevarían a la Selección Nacional. Otro de los eventos que reunió a los vecinos de la población, fue cuando el nieto de la señora Eldemira se enfermó. El joven tenía leucemia y se hizo una serie de actividades que permitieron reunir fondos para su trasplante. “Entonces, […] se unieron todos los clubes y la gente de los alrededores. Ahí “Ahí fue que nació un grupo de baile: Sano picante caliente”.

me di cuenta como era la gente de solidaria […] eso fue lo más bonito. Entonces la gente se unía y se hacían actividades. Incluso se sacó la personalidad jurídica. Se juntó mucha juventud e hicieron cosas, se juntaban en [la sede de] el Municipal, hacían teatro y hacían cosas muy lindas” (Hija de Eldemira). Ahí fue que nació un grupo de baile: Sano Picante Caliente, que Regalito recuerda por haber pasado horas ensayando para preparar las presentaciones. Con el conjunto de estas actividades, se reunieron los fondos necesarios para la operación y aunque la organización pretendía permanecer, no sobrevivió al fallecimiento del joven. Su generación y las que venían fueron dando vueltas al sol corriendo detrás de la pelota. Mientras cumplían años, empezaron a emparejarse con personas que no necesariamente eran de la población. Entonces, con el establecimiento de estas nuevas familias, fue llegando gente de otros sectores que desconocía la historia del lugar. Progresivamente se mezclaban hombres y mujeres y se hizo cada vez más común que uno ya no conociera a todos los vecinos, de manera que los pobladores más antiguos empezaron a sentir que cuando salían a comprar ya ni los saludaban. De a poco, el barrio se echó a perder y al igual que en otros sectores, la droga apareció. Con la llegada de este lucrativo comercio, se formaron diferentes bandos que fueron tomando las esquinas. Ya no era tan seguro ir a ver los partidos a la

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Actividades solidarias en la cancha de El Huasco, para con el nieto de la seĂąora Eldemira.

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Fiestas Patrias El Huasco 2009.

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cancha el domingo y en cambio era común escuchar el silbido de las balas. La violencia llegó a un punto en el que por los años 2010, ya ni se podía salir a la calle. Hoy se ha calmado el ambiente y aunque la convivencia no siempre es fácil, todo se ha vuelto mucho más tranquilo. No obstante, la gente recorre las calles empolvadas, tropezando con las piedras por tener la mirada perdida en la ventana de su celular. “Los chiquillos ya poco conversan, poco juegan” y se extraña la vida simple como era antes, “más comunicación, de ir y conversar con tu amigo, no mandarte WhatsApp y esas cosas. Eso es lo que hace falta, la juventud eso le hace falta, esa comunicación de juntarse” (Mimí). Los vecinos más antiguos son los únicos que aún se toman el tiempo de dialogar, y cuando la señora sale a comprar “se junta con la vecina y conversa. Ahí se acuerda de las cosas pasadas que cuando una era niña, que cuando nos juntábamos, que íbamos a fiestas, a los paseos […] y siempre decimos ‘Deberíamos juntarnos y hacer lo que hacíamos antes’, pero es difícil” (Mimí). Lo que va quedando de los tiempos mozos de este barrio, es ese polvo tan característico que ha hecho trabajar a cerca

“Día a día y por años, se gastaron los muebles para sacarles un brillo, que solo duraba el tiempo que demoraba la corriente de aire en volver a levantar la tierra de la cancha”.

de cinco generaciones de amas de casas. Día a día y por años, se gastaron los muebles para sacarles un brillo, que solo duraba el tiempo que demoraba la corriente de aire en volver a levantar la tierra de la cancha. Las industrias aledañas, nunca ayudaron mucho a sanear la atmósfera y si bien la mayoría de ellas tuvo que emprender la retirada, aún persisten algunas dentro de las que destaca la Marmolera. Esa estructura surrealista sigue expeliendo un intruso polvillo blanco que mata las uvas de los parrones y obstruye los pulmones de los residentes que, con su toz carrasposa, anhelan el momento en que el Plano Regulador expulse la industria de este lugar. A pesar de que la población ya no es lo que era antes, puesto que la unión que existía se desvaneció con los años, en el día a día, los viejos han intentado mantener la llama de la organización. Si bien las cosas han cambiado, los clubes deportivos siguen funcionando, la junta de vecinos acoge todavía gente. Además existen iniciativas de particulares que han ocupado espacios comunes. Así fue como durante años

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se llevó a cabo el reconocido Festival de la Voz. Cuando aparece un espacio de participación, los más antiguos se acercan a estos lugares de manera instintiva y valoran de sobremanera la construcción de los nuevos procesos colaborativos, tales como en su momento fueron las reuniones para pensar la administración de la cancha.

Juan Planas Cuando llegó la alegría, los jóvenes estaban ansiosos por recuperar los espacios. Por fin podían recorrer la población sin restricción horaria, de modo que por las noches empezaron a juntarse en la plaza. Tanta prohibición había acumulado energía que no necesariamente era bien canalizada. El contraste fue grande; la tranquilidad de noches sitiadas fue reemplazada por los desórdenes de jóvenes que habían estado 17 años conteniéndose. Este fenómeno no fue necesariamente apreciado por los vecinos. Pero llamar a los carabineros solo exacerbaba los ánimos y fue producto de ello que ocurrieron escenas de vandalismo que enfrentaron a los pobladores. Pronto, el lugar que había sido un pozo arenero, sería intervenido para ser transformado en parque. Desde hacía unos años ya no existía el característico socavón que había visto crecer a todos los vecinos. Había sido rellenado “en tiempo que empezaron a construir [la Línea 2] del Metro” (Mónica), de Gran Avenida venían los camiones que permitieron que para los años ochenta el terreno estuviese absolutamente tapado. Si en algún momento se pensó en dejar el lugar para vivienda, se tuvo que desistir de la idea porque “no era apto para construir casas” (Anita). Entonces, se transformó en pulmón del sector, una isla de pasto verde que si bien no es tan ocupada de día, parece tener una vida nocturna bastante agitada. “Por aquí es muy tranquilo, sobre todo en la noche. No pasa nada, pero la gente dice que en el parque hay mucha vida en la noche. Sacan los barrotes y se meten” (Mónica). Tránsito que de ninguna manera alcanza a ser como el que acorrala este lugar los días sábado, cuando la feria de

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La seĂąora MarĂ­a comparte en el Centro de Madres con vecinos de poblaciones aledaĂąas.

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Grupo folclórico de la señora Julia, bailando en una actividad de la población Berlioz.

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Sebastopol deja tras ella una cola tan larga que ocupa todo Pinto Murillo. Paradójicamente, cuando apareció esta zona recreativa, los niños empezaron a dejar de ocupar los espacios públicos. De manera progresiva, las nuevas generaciones abandonaron las escapadas sin supervisión, hasta llegar al punto en que, tal como nos cuenta Juana, “si nosotros no salimos a la calle, ellos no salen. Si no venimos nosotros a la plaza con ellos, ellos no vienen”. Así se han criado los nietos, protegiéndolos de un desconocido peligro que puede aparecer a la vuelta de la esquina, en un Chile en que “se dio mucho a encerrarnos y a vivir nuestro propio mundo”. Fue en tiempos de dictadura que “nuestras mentes […] cambiaron, o sea también fueron como violentadas” dejando tras ella, una profunda desconfianza (Juana). En ese período, al otro lado del parque, apareció la parroquia Damián de Molokai que, con el tiempo se ocuparía de la Capilla Sagrados Corazones, ubicada en Varas Mena. La iglesia había decidido enfrentar que el territorio parroquial de por sí muy extenso, se había densificado de manera que San Pedro y San Pablo ya no daba abasto. Paralelamente la señora Julia, despojada de la carga de criar, empezó nuevas actividades haciéndose parte de grupos de baile. Aquel grupo folclórico, de nombre Raíces de Nuestra Tierra, le permitió

“Nuestras mentes […] cambiaron, o sea también fueron como violentadas”.

aprender a bailar cueca y hacer presentaciones en los eventos de las poblaciones aledañas. Progresivamente, los vecinos fueron cambiando y los viejos dejaron de reconocer a todos los chiquillos y adultos que daban vueltas por el sector. “Aquí la gente antigua queda poca, muy poquita, yo creo que contadita con esta manito” (Juana). Las peleas territoriales entre pandillas se empezaron a hacer cada vez más visibles y los vecinos tuvieron que aprender a hacerse los desentendidos. Entonces se fue haciendo más complejo compartir como antaño, se perdieron las fiestas y los pobladores se desvincularon de los espacios colectivos, de manera que “ahora no hay esa unión que había antiguamente entre los vecinos” (Anita). El club deportivo fue perdiendo vigor y pronto las recordadas actividades que habían unido a los pobladores se dejarían de

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hacer. Si la junta de vecinos logró ser recuperada y tuvo un intenso período de funcionamiento colaborativo –en el que entre otras cosas se arregló el piso–, pronto la gente dejaría de hacerse parte de esta organización, al punto de que hoy en día atraviesa una crisis de representatividad. Esta falta de cohesión social se ve reflejada en los dichos de don Hugo, un dirigente de la antigua directiva de la Junta de Vecinos : “Nos mascamos, pero no nos tragamos y es la santa y pura verdad”. “Nos mascamos, pero no nos tragamos y es la santa y pura verdad”.

Si algunos creen que esto se debe a que la actual directiva no llama a reunión “para cambiar, para hacer algo por la población” (Hugo), otros piensan que en realidad esto responde a un fenómeno más global en que la tecnología juega un papel crucial. “Ahora hay menos participación, yo creo que tiene mucho que ver con la tecnología. La gente está más en la casa, entonces […] no le interesa mucho lo que está pasando a su alrededor. […] Es muy poca la gente que le interese y que le guste lo social. Cuando llega el momento de las elecciones, no hay personas que participen, hay muy pocas. Entonces, ¿qué pasa? Nos repetimos” (Charito). A pesar de ello, los vecinos reconocen que frente a la desgracia se activan instintivamente las redes de solidaridad. Así fue cuando “se quemaron tres casas que estaban hechas ahí en el sitio, pero quemadas por completo. Pero la gente se pasó para ser solidaria. Nadie de ahí en adelante, fue como a las tres de la mañana el incendio, […] durmió, Todo el mundo empezó a cooperar desde ese momento; a sacar mugre, a limpiar” (Lilian). Mismas redes que funcionan frente al fallecimiento de algún poblador, cuando salen a hacer colectas. Fenómeno que últimamente se ha dado bastante seguido puesto que “se han muerto muchos vecinos aquí. Si se van pero… se va la señora, el hijo, el esposo. Se van pero todos. […] Son familias completas” (Mónica). La visibilidad del fallecimiento de estos residentes se debe a que la población ha ido envejeciendo; “es que aquí casi ya no quedan niños ni juventud, aquí en este sector aquí. Pura gente adulta” (Anita) que a veces se hace cargo de sus nietos que llegan de otros barrios, una vez terminado el colegio. Mónica, llama a esos niños chicos los “allegados, porque llegan en el día y se van en la tarde”.

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Los adultos mayores no piensan emprender la retirada, la mayoría llegó “cuando todo esto eran chacras, eran viñedos” (Anita), de manera que tienen un profundo arraigo con este territorio. Sus hijos han insistido en llevárselos para otro lado, pero muchos piensan como la señora María; “no me moveré hasta que me saquen en un cajón, porque no me quiero ir de ahí”. Últimamente, la población inmigrante ha empezado a aparecer por el sector, rejuveneciendo las cifras de los vecinos. Tal como los primeros habitantes del barrio, han llegado hasta acá, expulsados por los exuberantes precios de los arriendos del centro de Santiago y sin duda atraídos por la conectividad o las posibilidades de empleo de estos sectores. En las calles los vecinos se han encontrado con la recién llegada población haitiana, que asiste a la parroquia Damián de Molokai, donde se los recibe sin distinguir su credo y se les da clases de español. Agradecidos de esta recepción, hace un tiempo atrás, estos nuevos pobladores “hicieron una comida el día domingo para toda la gente. Así una mesa larga, con así cada plato. Una olla. Mucha carne, carne, carne y gallina” (Mónica).

Berlioz Los que nacieron en los años ochenta, crecieron al ritmo de protestas y esperanzadoras melodías de Víctor Jara que fueron surgiendo de algunas tímidas caseteras familiares. Eran tiempos complicados y a pesar de haber sido muy niños, recuerdan “haber sabido que no estaba todo bien en el país”. En aquel entonces “no se podía expresar lo que uno sentía. Uno no podía decir lo que pensaba, y eso le pasó a muchos vecinos” (Víctor). Aquel escenario sin duda marcó estas nuevas generaciones que aunque forjaron su opinión en ese contexto, nunca fueron consideradas interlocutores válidos al momento de hablar de la dictadura. Aquí y en otras partes, los niños del ochenta tienen que lidiar con el constante cuestionamiento de su testimonio. A pesar de ser fruto de esta historia, se suele estimar que no alcanzaron el estado de 121


madurez suficiente como para tener una lectura de los hechos, como si tan solo existiese una realidad posible. Cuando “pasó esta cuestión de la vuelta a la democracia entre comillas” (Víctor), las barricadas se consolidaron como espacios de expresión de un descontento social, que el arcoíris no pudo opacar. La que era “típica, era aquí en Berlioz con Varas Mena, que armábamos barricadas y que los vecinos salían a apagarnos las barricadas, enojados” (Víctor). Los que se volvieron adultos al inicio del régimen militar, se habían acostumbrado a convivir con la vulneración de derechos, por lo que la llegada de la anhelada “libertad” trajo consigo una paulatina toma de conciencia acerca del alcance de los crímenes de Estado. “Hoy día nos damos cuenta de que fue una cosa grave, importante, que perjudicó, que hizo mucho daño. Pero como a uno no le perjudicó en sí […] después fui tomando conciencia de las cosas. Estábamos muy metidos en otra” (Meli). Las organizaciones de derechos humanos sin duda fueron actores fundamentales, para que los pobladores fueran dimensionando lo que había sucedido en dictadura. La marcha anual en el aniversario de la matanza de Corpus Christi, es uno de los eventos que hasta el día de hoy, se encarga de conmemorar a los caídos en el barrio. “Aquí la gente camina desde donde empezó la matanza, ahí en Varas Mena pero por el otro lado” (Víctor). De “la Brasilia hasta acá, hasta Varas Mena, donde está el monolito chico” (Meli), sitio en el que “se recuerda a la gente que murió” (Víctor). A pesar del paso del tiempo, el barrio siguió arrastrando las consecuencias de una urbanización que se había hecho en la medida de lo posible. En invierno, las calles se transformaban en verdaderos ríos y los vecinos tenían que usar sacos de arenas para evitar que las aguas lluvia, se introdujeran en sus hogares. Había que estar atento a las cámaras instaladas en los jardines porque existía la posibilidad de que, tras una intensa lluvia, se rebalsaran y las casas se anegaran. “Departamental se llenaba de agua. Para ir al consultorio, teníamos que esperar que vinieran dos o tres y nos tomábamos así [de la mano], porque había un hoyo y no nos acordábamos donde estaba el hoyo” (Leonor).

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Actividad cultural en poblaciรณn Berlioz a fines de los ochenta.

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La construcción del Parque La Castrina, permitió controlar las corrientes de agua que se armaban con las precipitaciones, pero hubo que esperar la llegada del Transantiago para que, con los arreglos de la Av. Santa Rosa, los vecinos dejaran de usar los triciclos, que durante años les habían permitido cruzar la vía sin mojarse hasta las rodillas. Desde los inicios de la población, sus habitantes se esforzaron por regularizar la situación legal de sus casas, sin embargo “hasta el momento, todavía hay [muchos] sitios hipotecados” (Meli). Esto implica que, además de no poder solicitar subsidios, los vecinos se encuentran con “problemas para “Los hijos ya crecen y hacen otro ambiente y se empieza a desgranar el choclo”.

vender o hacer mejoras. Solo se pueden vender al contado” (Sonia). No son pocos los candidatos que han llegado hasta acá, con discursos lleno de promesas pero que no han permitido arreglar ese conflicto. “Han venido aquí, han traído su equipo de abogados, han tomado, han pedido fotocopias de las escrituras y nunca ha pasado nada. Perdónenme, pero es lo eterno, las promesas de los políticos. Cuando quieren el voto ofrecen esto y lo otro, pero cuando están arriba ya no se acuerdan” (Luis). Se cuenta que los cambios del barrio han sido impresionantes y que “si uno viniera y echara el tiempo hacia atrás, […] hasta el año 70, 69 […] y se quedara en un sueño y despertara en el 2010 y volviera; no conoce nada” (Luis F.). Los años no han pasado en vano; “Los hijos ya crecen y hacen otro ambiente y se empieza a desgranar el choclo” (Luis). La población es muy distinta a lo que fue, pero persiste aquí un particular arraigo que hace que los que nacieron y habitan este barrio, se sientan parte de una familia. “Es que aquí toda la gente es unida, transversalmente. Hace poco se hizo un grupo de Facebook, de los vecinos de la población y ese grupo abarca generaciones como la de mi mami, la de mi hermana, la mía, la de mi tío e incluso, gente más antigua” (Víctor). Es a través de esta u otras redes sociales, que se organizan convivencias a las que “vienen chiquillos que ahora están viviendo en el sur, en el norte, vienen a la sede” (Carmen). Ahí las diferentes generaciones traen los recuerdos al presente y si se animan, juegan a la pelota. Los que ya se fueron quisieran tener la oportunidad de volver, “porque aquí han encontrado la calidez” (Carmen) que

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Celebraciรณn de Fiestas Patrias afuera de la Junta de Vecinos Berlioz.

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Vecinos reunidos en la calle para las celebraciones de Fiestas Patrias.

Premieaciรณn en Junta de Vecinos Berlioz.

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no se encuentra en otros lados. “Si a mí me dijeran ‘vente de nuevo para acá, hay una casa aquí’, no lo pienso dos veces, me vengo al tiro para acá […], porque es una población muy buena en cuanto a su gente y la gente también es muy cercana al vecino. A saludar, a esas cosas que cuando tú vives en un departamento, o cuando tú vives en [otros] lugares, no se respetan esas tradiciones antiguas” (Víctor). Ese sentimiento de hermandad y de compromiso con el barrio es el que ha movilizado a la junta de vecinos a la hora de ir en ayuda de los abuelitos que van quedando solos. En conjunto, han asumido la responsabilidad de estar pendiente de los pobladores que deben enfrentar la vejez, acompañándolos en lo afectivo y en caso de ser necesario, económicamente. Para resolver este y otros problemas económicos de la comunidad, hace ya varios años que se organizan almuerzos solidarios. Recordado es el que –para el 2005– se realizó cooperativamente con los barrios aledaños, en pos de juntar recursos con el fin de arreglar la junta de vecinos de El Huasco y poder habilitar el sillón dental del policlínico. “To-

“Todavía igual si hay que apoyar, todos tiramos el carro para el mismo lado. Por eso creo que la población Berlioz es grande, es hermosa”.

das las poblaciones nos unimos e hicimos un almuerzo […] entre como seis poblaciones más menos, se hizo eso y se juntó para que se arreglara todo este salón” (Meli). Aquel evento fue tan grande “que teníamos sesenta, setenta personas esperando el pescado frito y desesperados trabajando cuatro o cinco friendo pescado y a las cinco de la tarde y todavía estábamos friendo pescado” (Meli). Unidos han ido enfrentando las diferentes situaciones que se les ha presentado, y a pesar de las dificultades siguen creyendo que juntos lograrán hacer perdurar la esencia de su población. “Y […] todavía seguimos creciendo y todavía con dime que te diretes como vecino, porque no todos pensamos de la misma manera, ni todos actuamos de la misma manera. Todavía igual si hay que apoyar, todos tiramos el carro para el mismo lado. Por eso creo que la población Berlioz es grande, es hermosa” (Sonia).

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Conclusiones

Estimado lector, hemos dejado estas páginas para que usted pueda anotar recuerdos, impresiones o tensiones que encontró en el texto y que le gustaría aportar para las futuras generaciones. Si reconoció personas que aparecen en las fotos, es el momento de anotar sus nombres, identificándolas de manera reconocible. Si así lo desea también puede dibujar, o adjuntar las fotos que estime necesarias hereden sus descendientes con este libro. Y si no vive hace tanto tiempo aquí, o si es más joven, lo invitamos a que anote los recuerdos así como la relación que usted tiene con el barrio, para contribuir a alimentar esta historia que no tiene fin.

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Anexo: Entrevistados y participantes en los talleres EL HUASCO (ex Población de Obreros Municipales) Apodo

Nombre

Taller 1

Taller 2

Mireya

Mireya Alcaraz

X

X

Rubén

Luis Rubén Céspedes

Nono

Manuel Lizana

Naná M.

Marina Miranda

Lucy

Lucyla Monsalve

Eldemira

Eldemira Morales

Nora

Leonor Peralta

X

Naná R.

Adriana Reveco

X

Mimí

Noemí Rodríguez Valenzuela

X

Tomi

Tomás Soto

X

X

Entrevista

Fotos

X

X

X

X

X

X

X X

X

X

X

X

Entrevista

Fotos

JUAN PLANAS Apodo

Nombre

Taller 1

Taller 2

Charito

Rosario Becerra

Calalo

Ricardo Gómez

x

Naná G.

Adriana González

x

Julita

Julia Guerrero González

Chito

José Hernández Sandoval

x

Anita

Ana Llantén

x

x

Lilian

Lilian Muñoz

x

x

Mónica

Mónica Navarro Gallardo

Rosa

Rosa Palacios

x

el tío guardia

Nelson Peña

x

María

María Reyes

x

x

Juana

Carolina San Juan Pacheco

x

x

Hugo

Hugo Máximo Santander

x

x

x x

x

x

x x

x

x

x

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BERLIOZ

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Apodo

Nombre

Taller 1

Taller 2

Myriam

Myriam Cancino

Meli

Amelia Clavero

Lissette

Lissette Espinoza

Víctor

Víctor Espinoza Clavero

Luis F.

Luis Fuentealba

x

Yiyi

Olivia Medina

x

Quena

Eugenia Ortiz

x

Paty

Patricia Poblete

Luis

Juan Luis Riquelme Navarrete

Sonia

María Sonia Saavedra

x

Leonor

Leonor Toloza

x

x

Moíse

Guillermo Moisés Toro

x

x

Raúl

Raúl Véliz

x

x

Carmen

Carmen Gertrudis Vergara

x

Entrevista

Fotos

x x

x

x

x x x

x x

x x x

x


Algunas referencias bibliográficas: (En caso de que el lector quisiera profundizar algún tema, desde una perspectiva histórica)

Cofré M., Boris (Ed.), et al. Por barrios obreros y populares. Actores urbanos. Santiago, siglo XX. Escaparate Ediciones, Santiago de Chile, 2016. Corporación Municipal de San Miguel, Departamento de Cultura. Memorias de San Miguel. Un recorrido por la historia de nuestra comuna. Municipalidad de San Miguel, Santiago de Chile, 2016. De Ramón F., Armando. Santiago de Chile (1541-1991). Ed. Sudamericana, Santiago de Chile, 2000. Garcés, Mario. Tomando su sitio: el movimiento de pobladores de Santiago, 1957-1970. LOM Eds., Santiago de Chile, 2002. Sagredo B., Rafael. Historia miníma de Chile. Truner Publicaciones, Madrid, 2014.

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Fuentes: (Documentos que aparecen en el libro)

Dirección de Obras Municipales. Plano de subdivisión de la propiedad del Sr. Juan Planas T. Municipalidad de San Joaquín, 25 de febrero, 1992. Dirección de Obras Municipales. Plano Loteo Población El Huaso. Municipalidad de San Joaquín, 25 de febrero, 1992. Dirección de Obras Municipales. Población Berlioz. Municipalidad de San Joaquín, 25 de febrero, 1992. Estado Mayor Jeneral del Ejército de Chile Departamento de la Carta. Mapoteca. Santiago Sur [material cartográfico]. Disponible en Biblioteca Nacional Digital de Chile http:// www.bibliotecanacionaldigital.cl/bnd/635/w3-article-155227.html.

Accedido

en

31/6/2017. La Cuarta, martes 16 de junio de junio de 1987: 19. Revista Cabro chico, Nº8. s/f. Salas I. y Saavedra E. La Educación en una comuna de Santiago (Comuna de San Miguel). UNESCO. Santiago de Chile, marzo 1962.

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