10 cuentos de nelson castañeda

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CUENTOS DE NELSON CASTAÑEDA- Lima 2016.

EL HERMANO GALARCE LA MAYOR PARTE de la gente los conoce como "evangelistas" (ahora,”cristianos”). Los aludidos, de religión protestante, se llaman - unos a otros- “hermanos“. Belisario Galarcé era uno de ellos. Durante diecisiete años trabajó de tipógrafo en el diario chiclayano EL PAIS (decano departamental), y perteneció a la secta de Los adventistas del séptimo día. En su madurez había abrazado la fe protestante y hasta el último aliento de su vida, observó sus virtudes y practicó sus cultos. Refieren quienes lo conocieron, que era tolerante, dado a citar la Biblia y acostumbrado a rechazar desvíos doctrinarios con versículos citados de memoria. En las charlas del Adriático, su bigote entrecano parecía alterarse cuando zanjaba estos asuntos. Luego sonreía, entregando sus ojos a visiones interiores que lo dejaban ausente. Un día viajó a Lima y consiguió empleo en la misma ocupación; echó de menos la cálida y seca atmósfera de Chiclayo, pero nunca volvió. Intimó con el contador Matute, otro chiclayano, y aunque divergían en religiones, los unía el terruño. Cuando estaban juntos deploraban lo espacioso de esos encuentros y las exageradas distancias de los sitios. Temían, además, en aquella época perdida, caer en el vicio limeño de tomar el autobús para movilizarse dos calles. Ellos caminaban. El hermano asistió dominicalmente a la iglesia de su culto (los sábados), hasta que una enfermedad al hígado lo redujo a la inmovilidad y lo obligó a someterse a una operación -la única que le practicaron- a los 74 años. Lo operaron en el hospital del Seguro Social y por varios días permaneció allí sin esperanzas de abandonar la cama. Matute lo visitaba... La víspera de su muerte llegó cuando el anciano acababa de almorzar. El contador venía de buen humor, chanceando. El hermano Galarcé lo recibió con una sonrisa y Américo Matute le empezó a hablar del DIABLO, abusando de un tema que le era habitual en sus ratos festivos. Hablaron más aún. Como despedida, el contador le dijo -acercándose a su cara-: “Ya que tú vas adelante, si ves a Sata, le dices que enseguida voy”. El viejo lo miró con dulzura, se tragó discretamente un eructo y le respondió:- “Disculpa, pero


no voy a poder cumplir con tu encargo, porque de aquí yo me voy directamente al cielo”. Esa noche murió. Al día siguiente Matute no podía dar crédito a lo sucedido, como si el hecho de bromear, antes de morir, librara a una persona de la muerte.

EL SUEÑO DE LOS CIEN SOLES. Primero, que no recuerdo quién me había pagado con un billete de cien soles, y segundo, ¿Por qué era lo único que tenía? Y no encontraba quién me lo cambie. Están de una manera difusa Joel y Ezequiel Estévez en esto, la penumbra de una cochera de sótano como ambiente. Después, mantengo relaciones sexuales con una mujer que me enseña una lista de útiles escolares, pienso endosarle diez soles. Tal vez por eso busco cambio de los cien. En una esquina encuentro a Max Dextre con un amigo. Max si tiene cambio pero con dos billetes de a cincuenta tan viejos que prefiero no cambiarlos. Luego estamos en un bar. El amigo de Max parece fastidiado. Les cuento que presencié en el Wony un espectáculo singular. Por donde despachaban la cerveza, bordeando el mostrador, hacían entrar un carrito tipo supermercado con un personaje dentro. El ingreso era con algarabía y con rapidez suficiente para que se lo pierda el que se lo perdiera y la gente, en cuanto lo reconocía, lo festejaba. El Wony al tope, la gente abriéndose paso aplaudía. Anoche, les conté‚ ¡Había entrado de ese modo Vargas Llosa! Había saludado desde el carrito con su mano y su boca abierta, como tijera de sastre. Max gozaba con la historia, su amigo se frotaba la nariz. El otro día- exclamé: ¡Estuvo Bernard Shaw, nada menos!-¿Por qué el asunto no va a estar bueno? Marco Bernal en la mesa de una cantina mal alumbrada y llena de humo, agotado de fumar, de beber o de sufrir, apenas habla. Tampoco tiene cambio de los cien soles.


NOVERROSA.

Una noche, yendo por el Cercado (de Lima), recogí del suelo una novelita incompleta que despertó mi curiosidad. Me senté en una banca de Emancipación y pronto fui absorbido por el melodrama en cuestión, a sabiendas de que no sabría su final.

La obrita trataba de un matrimonio joven: él guapo, ella guapa. Ambos de situación económica holgada; aunque él más que ella. La chica es actriz; a medida que avanza la novela (él es médico, olvidaba), ella, gracias a su talento dramático, sobrepasa en fortuna a su marido. Esto trae consigo la desunión familiar. El joven esposo, dando vueltas como un loco, no comprende cómo pudo casarse con una actriz. Colérico pone a escoger a su mujer: o él o su arte. Total, ella cede y la historia empieza el día anterior cuando, con el corazón desgarrado espera a su empresario y amigo, para devolverle el último libreto pues optará por su marido abandonando el arte. La bata ligera que el novelista ha puesto sobre su heroína para esta entrevista, hace suponer la presencia imprevista del esposo lo que sucederá en seguida cuando el empresario acepte su dimisión con absoluta entereza.

El agente emocionado la admira por este gesto, la respeta, encomia el poder del amor y hasta se sirven un trago para despedirse. En eso, imprevistamente como se supuso, llega el marido con un ramo de flores y ver a su mujer así vestida y con otro lo obceca. Y, accidentalmente, en la torpeza de asumir la situación, tira por los suelos al mánager y le pisa la mano. La mujer pone el grito en el cielo, enhiesta, en uso de un vocabulario donde la palabra "energúmeno” es la más débil de todas, exige a su marido disculpas por sus modales. El se disculpa y sale dando un portazo. El empresario y la actriz -que a estas horas es tan buena como Meryl Streep – se quedan mudos, anegados de confusión. Ahora ella duda, pero con abnegación consiente en pedir una explicación a su marido, hasta en ensayar un ruego. El esposo nada quiere con ella. Una cohorte de familia adinerada, de ambos lados, intentan amistarlos. El marido hace gala de un temperamento inflexible y tiránico, pero la familia, los amigos y la


agraviada, dicen que a pesar de las apariencias él es un hombre bueno, “Eso sí: orgulloso”. Ella recorre el mundo y por ahí le toca descubrir que va en camino de los nueve meses. Llama al mejor amigo de su esposo, que a la vez es el abogado de la familia y le comunica la buena nueva junto a la preocupación de hacérselo saber al desdichado. Temen su reacción. Otra bronca con el lector. Hank- que así se llama el marido- se porta como un animal; queda con el abogado que, en cuanto ella conciba, quitarle el hijo y si ella quiere a su muñeco de carne, ¡Que venga por él! Otra vez los pasmos y las imprecaciones, los: “¡Pero Hank!” El dice, “NO”. Ella cree advertir que la invariable terquedad de su marido esconde, aunque de una manera misteriosa que sólo ella entiende, buenos sentimientos. Trata mal a su cuñado, trata mal a su abogado, trata mal a su respetable padre y a su queridísima madre, pero, “él es bueno, ¿qué le pasa?” En ese cono interrogativo se le acabaron las páginas a la novelita y apuesto la cabeza que lo que no pude leer acaba en una emocionante reconciliación con los sucesivos broches de oro del caso. La devolví al suelo.

CIGARRILLO EN COMBUSTION Se le veía nerviosa. Miguel tuvo que correr para atenderla. Traía en las manos una cajetilla de cigarros. "¿Está Andrés?", preguntó como si esperase una respuesta afirmativa. "No", le respondieron. "No ha venido". La chica pareció descomponerse. Como explicando su malestar, dijo: "Mi nombre es Jessie, soy esposa de Andrés". "¡Caramba!", exclamó Miguel. "Pasa, conversemos, ¿Qué sucede?". Mientras Jessie se sentaba, Miguel se entretuvo mirándola de hito en hito. Soy Miguel tal y tal, le dijo, tratando de que su entusiasmo no resultara chocante. Ella lo interrumpió para decirle que lo conocía en la versión de su marido: "Eres su mejor amigo". Miguel le sugirió un trago, suave..., “no sé”. Jessie dudó. El mejor amigo de su esposo se ajustó los anteojos: "Cuéntame, qué pasa". Ella empezó con un cruce y descruce de piernas a decirle, que por la mañana había recibido una llamada diciéndole que su marido la engañaba, tanto que hasta podían alcanzarle una foto. Calló para aceptar el trago que un contrito Miguel le alcanzaba. Anaranjado era. La inexperiencia o tal vez la confusión hizo que lo apurara de un golpe.


Cuando reinició el relato, se sintió mareada y tuvo que escoger entre seguir contando, echarse a llorar o morirse de risa. La alternativa de un segundo trago la sobresaltó y la encolerizó. "¿Es justo?", le gritó a Miguel como si lo culpara; éste la miró por encima de los lentes mostrándole la rectitud de su mirada. "Siempre iba a serme fiel", prorrumpió de nuevo. "Me prometió. Nunca he exigido fidelidad. Pero si prometió, ¿Por qué no cumple?". Miguel empezó a dar muestras de aburrimiento, pero dijo: "No,no,no,no", cuando ella le inquirió en ese sentido. Los tragos habían seguido y ahora de algún sitio salía una música “striptisera”, así al menos la interpretó ella y los ojos le brillaron con malicia. Los ojos de Miguel brillaron otro tanto. Ella se le acercó y lo despojó de los anteojos con suavidad. Éste tuvo un estremecimiento de macho o un rugido, ella no supo qué, pero si sabía que eran justamente rugidos, ronquidos o estremecimientos lo que necesitaba provocar para ahogar en aguas de venganza y de la misma salsa, la vergüenza que el sinvergüenza de su marido le había hecho pasar. Cayó en los brazos de Miguel como en los brazos de su redentor y puso el obsequio de su cuerpo de esposa desengañada para que se achicharre hasta el último carbón en los altos hornos del placer. -Ya puedes estar tranquila- empezó a decirle Miguel, acabados los amores, porque el que ha visto que tu marido te engaña, también te ha visto a ti engañándolo a él. Acto seguido puso un cigarrillo en combustión.

EL CLUB CULTURAL Y DEPORTIVO Y EL LOCO. La vejez y lo manido, lo conservadoramente irritable entraban con él y su disco bajo el brazo. Y terminaba acaparando el tornamesa de la comunidad. Con la misma gravedad retiraba su disco y salía, dejando a todos molestos. Y eso, desde que tuvieron la idea de captarlo para el callejón. Tal vez fue un sentimiento generalizado que nació a partir de espectar la vida de tipo tan raro, siempre, al parecer, quemando soledad. Encerrándose en su


habitáculo el día entero sin asomar un momento la nariz a la calle. Saliendo y entrando a una hora exacta en fatalismo de órbita planetaria. Todos sintieron que debían incluirlo en las célebres reuniones que incluso acercaban a vecinos de otras calles que también traían su música. Encima, el tal sujeto vivía al fondo y en el camino era imposible obviarlo. Lo atrajeron, y él los incluyó en su recorrido sin alterar un ápice la frialdad cósmica de sus costumbres. Su comportamiento fue frío, por decir lo menos. Nunca lo vieron sonreír ni hacer ascos a la música ajena que necesariamente tenía que escuchar antes de poner su disco. Hasta parecía disfrutarla. Pero luego, apenas advertía una oportunidad, se apoderaba del equipo y rayaba con una música que resultaba ser siempre la misma. Su aspecto físico, además, variaba de tal modo que muchos volteaban para no mirarlo. El fulano, sin emitir sonido y con la evidente agresiva intención de no permitir a nadie que lo emitiera, ingresaba en un arrobo de furibunda atención que le descarnaba el rostro como dice Hemingway que le sucedía a F.Scott Fitzgerald cuando agarraba una borrachera. Optaron por burlarse de él y luego despreciarlo. Como acabaron con la divertida costumbre de reírse a sus espaldas y como también acabaron con la crueldad en que esta divertida costumbre se convierte, el tipo dejó de parecerles gracioso y hubo alguien, incluso, que propuso matarlo. Se cagaron de risa, pero luego de un pequeño examen consideraron mejor la propuesta porque lo que tenían que afrontar -que era sacarlo de sus caminos -que no viniera más a la fiesta - se les antojaba como la descomunal pretensión de arrancar a Saturno de su órbita o de quitarle uno de sus anillos. Ja, ja, eso era cojonudo. Decidieron importunarlo y con una absoluta falta de respeto a los derechos humanos, le aflojaban los brazos pellizcándole las costillas. Al comienzo, el respetable señor que más tarde conocerían como el "Loco Ádan", no cedía, siendo la tenaz atención causa de su fortaleza. Pero cuando las risotadas en la reunión eran tantas, fue imposible para aquel señor escuchar su música y comprendió. Se puso de pie y otra vez como si en todas partes reinara el silencio cumplió con parsimonia la tarea de empaquetar su disco y salir. Y el callejón en el mundo, como un disco, siguió girando.


EL CONSUL DE BOLIVIA.

Una noche entramos a una cantina en Puno. Nos recibieron miradas amistosas porque el tablero de dibujos bajo mi brazo me identificaba como el retratista del parque y esto me había granjeado cierta popularidad. Estaba mi amigo el rosarino. No recuerdo si el bonaerense estaba también o, apurado en “quemar etapas“, había picado para Lima. Estaban dos pips (policías de civil de la época), agradables personas que por indisciplina en Lima estaban “destacados” en el altiplano. Además un negro viejo que fungía de brujo. Éramos una mesa alegre. Un viejo con traza de importante presidía una mesa grande, al fondo del establecimiento. Entre otros, su tertulia contaba con dos militares. Ya habíamos apurado algunas cervezas cuando alguien me aconsejó, señalando solapadamente al personaje: ¡Es el cónsul de Bolivia, ofrécele un retrato! Sin duda sería buena paga y como de eso vivía, me puse de pie y enderecé hacia él. El cónsul no terminó de escuchar mi ofrecimiento y mudo y colérico metió la mano derecha hasta el fondo de sus pantalones y la extrajo con un puñado de billetes que los tiró en mi dirección, añadiendo pastosamente despectivo: ¡Estos lo que quieren es plata! Era verdad, pero a veces he preferido la historia a la plata, así que puse mi izquierda sobre los billetes y arrastrándolos sobre la mesa se los regresé. Así, no, le dije y volví con los míos. Cierto orgullo peruano quedó maltrecho, pero seguimos libando como si nada. Mientras tanto, la mesa del cónsul se fue vaciando hasta quedar sólo con los militares. Me llamó entonces para pedirme un retrato. No me hice de rogar y efectué el trabajo. Enseguida mi amigo argentino nos cuchicheó que en el baño había coincidido con uno de los militares. Le había dicho que ellos se iban a largar y que jodamos al viejo. Tomaron la sugerencia, porque cuando el diplomático, solitario ya, y despidiéndose satisfecho, traspuso la puerta, en el acto volteó como para matar y reingresando a la cantina, gritó hecho una fiera: ¡Alguien me ha metido la mano al culo, carajo! Hubiéramos reventado de risa como correspondía, pero tuvimos que aguantarnos. ¿A quién culpar? Nadie daba señales de ser el agresor. Rugió confiado en hacernos temblar con los insultos y salió otra vez, pero igual el malhechor incógnito recurrió a la fechoría. No volvió a entrar,


desde afuera decretó cárcel para todos, llamó a su guardia y exigió un patrullero. La policía nos sacó y nos hizo formar en medialuna, mientras el señor señalándonos una y otra vez, gritando fuera de control, exigía encarcelarnos. Descubriéndome, de pronto, se detuvo para contradecirse: ¡Menos a este joven! - gritó - ¡Es un artista! Cuándo el cónsul entró en su auto y desapareció, la policía nos dispersó entre sonrisas sin detener a nadie. Otras veces vi al cónsul por la plaza y de lejos nos blandíamos la mano cortésmente.

LA OPCIÓN

A la memoria de Juan Ramírez Ruiz

¿Será una desgracia morir sin haber padecido todas las enfermedades, todas las desdichas, todos los males y, más bien, experimentar la desgracia de haber nacido con suerte? ¿O tomar como suerte la vida vana, donde nada sucede, que como un lazo empalagoso la vida nos envuelve al cuello? ¿Morir sin el sabor del mundo, ignorante del mal y de la circunstancia aviesa? La desesperación hacía estragos en Juan mientras estas reflexiones entraban y salían de su cabeza. ¡Mundo –gritó de repente- quiero mundo! Y se despertó, demorando en reconocer la retahíla de indigentes entre los cuales dormía, aprovechando el rincón de un vasto y vacío depósito. El hedor nauseabundo que llegó a sus narices con el ruido de ronquidos y flatulencias le puso en evidencia el estado de su suerte. ¡OH, Dios mío –murmuró- Gracias!


NO ESTROPEAR LOS DOMINGOS. Se conocieron en octubre del 73; el 8 de noviembre cumplieron un mes de verse, cada domingo, en la misma discoteca.

Ambos se hallaron respectivamente decepcionados: ella de los hombres, él de las mujeres; juntos, sin embargo, fueron haciendo un buen amor. En marzo del año siguiente arribaron al convencimiento de que habían nacido el uno para el otro; ella cumplió años y él vino con un regalo. Contemplándolo se pasaron casi toda la noche en silencio. El domingo próximo ella se desmayaba en cada beso y él hurgó su cuerpo con manos crecidas y desesperadas.

Un domingo, tres años después, ella le contó la animación que hubo en la boda de su hermana menor. Él la escuchaba como quien escucha llover, tomando apenas en cuenta el movimiento familiar de la boca, cierta inflexión y las patitas de gallo que tenía amontonadas en los ojos. Por otro lado, interiormente, sin asombro, seguía el ritmo de la música percibiendo el cambio de la moda, la ausencia de viejos discos. Recordó nombres y contorsiones y empezó a recrear un ritmo viejo con la punta de los pies. -No me escuchas, se sorprendió ella. -Si te escucho, dijo él y luego trató de cantarle al oído unas canciones de ayer. Ella se rió, de buena gana, a carcajadas. Se despidieron con un beso ligero y él se quedó un rato más en la discoteca buscando alguien que lo llevara a su pueblo. -¿No me echas de menos el lunes –le preguntó ella un domingo-, el martes, los otros días de la semana? El se quedó pensando que ella acababa de decir algo demasiado profundo. Habían pasado quince años. El no lo sabía y dijo: no lo sé. Y no dijo: “Ni siquiera se me había ocurrido pensarlo”.

Años después ya no bailaban; sólo se cubrían de atenciones como dos ancianos. Al ingresar a la discoteca él dejaba al guardarropa el bastón y el sombrero. El doctor les había recetado a ambos un zumo de frutas diferente, lo bebían como remedio sin cruzar una mirada, y ninguno osaba probar el del otro. A medio apagar la visión y la memoria se sentaban muy juntos sin incomodarse, ni sorprenderse y quedaban colgados de los asientos como las dos hojas últimas de cualquier árbol en el otoño. Un


domingo él no apareció y ella se sintió demasiado vieja para ir en busca del cadáver.

Guadix, 1977.

Mateo 26,11. Juan 12, 1-8

Sustento de la riqueza. Cuando Judas reclamó a María, hermana de Lázaro según Juan, para qué gastaba un perfume costoso agasajando a Jesús, cuando bien ese dinero podría usarse para ayudar a los pobres, Jesús reconvino al Iscariote con el argumento de que a los pobres “siempre los tendréis”. Un profeta lo es en todas sus palabras ni por descuido puede equivocarse de profetizar, por eso lo anterior me intrigó siempre: ¿Nunca se acabarían los pobres? Y para demostrármelo, imaginad una parábola del profeta. Él se llega a ese monte donde acostumbraba proferirlas, y dice: “Para que conste la importancia de los pobres en la tierra, mi padre decidió un día acabar con ellos y permitir la existencia de los ricos solamente. Acudió al listín de ricos que periódicamente publica la revista Forbes y fijó una tasa de propiedad que ampliara su espectro, y en un instante los ricos fueron los únicos habitantes del planeta. Tardaron un momento en comprender que era imposible delegar funciones, porque todas las órdenes de trabajo tropezaban con el inconveniente de que no había quién las llevara a cabo. Los platos sucios se acumularon en las cocinas antes de que alguien los hiciera ingresar a las máquinas lavaplatos, ni había siquiera quién pusiera en funcionamiento estas máquinas, la basura empezó por acumularse sin siquiera ser embolsada y el transporte público se detuvo y no hubo quién atienda en las gasolineras. Bill Gates, ese “sepulcro blanqueado”, no encontraba quién materialice sus programas y dejaron de haber noticias y


la misma revista Forbes se paralizó. El piloto automático de la economía se apagó. Y como en cierta ocasión les dije, al que tiene mucho, más se le dará y al que tiene poco, lo poco que tiene le será quitado, aconteció que, los ricos más ricos de entre ellos, vieron de inmediato a los menos ricos como los nuevos posibles pobres y empezaron la lucha, cuerpo a cuerpo y con maza que no había ejércitos a la orden, ni ropa limpia ni navajas de afeitar. Pareció el comienzo de una novela de Saramago, pero pasados algunos años hubo otra vez lotes de pobres que propagándose con rapidez, según su costumbre, poblaron a la tierra de la riqueza habitual que figura en la cuenta de los ricos” ¡Oh, ricos -clamaría el profeta- tratad mejor a los que os mantienen!

VIRGILIUS Este mes se cumple un año que nuestro amigo, el pintor mexicano Virgilio Gómez Ramírez, falleció de una muerte que aún permanece en el misterio. Se lo encontró, acaso a dos o tres días de su muerte. Nadie se ha preocupado en averiguar qué lo mató, ni se preocupará, tal y como él en vida creía del mismo destino: ¡qué chingado!

Sin embargo ha trascendido que A.A. hizo no pocas averiguaciones merced a una nota que logró obtener del mismo Virgilio, días antes de lo que Gustavo Armijos calificaría como "los infaustos sucesos". Claro que las conclusiones de A. A. harían morir, esta vez de risa, a nuestro pintor. Según éste, Virgilio murió de amor.

Es verdad que Virgilio vivía enamorado: de la vida, de las mujeres y del alcohol. Aunque éste último y el de peor calidad (más barato) le llevaba la delantera a todo lo demás. Y si murió de amor o borracho, el síncope se lo ganó él mismo; nadie le asestó una puñalada. A. A. aduce, en tragos, en el mismo huarique donde Virgilio se curdaba, que Dante, un sujeto de mal vivir, lo mató. Yo, que trato de guardar la ecuanimidad cuando bebo, le pregunto, débilmente, ¿Dante, el de La Divina Comedia? A. A., ya revirados los ojos, me mira como a caído del palto: Cojudo, ino!, y lo grita para que


no quede dudas: iDante, el gil de Beatriz, la puta ésa! Varios borrachos que parecían no interesarse por nosotros, voltean para darle crédito, mientras escurren sus vasos en el suelo.

Yo sigo en lo mío. ¿Pero no es ése de la novela que elevó el toscano a idioma patrio, según dicen los eruditos que han pasado por El Paso? A. A. con los ojos desmesuradamente abiertos los desecha con un gesto: esos son unos cojudos.

Pero en el fondo A. A. tampoco sabe nada, que Virgilio, borracho, se le insinuó a Beatriz y que Dante de una certera torsión en el cuello lo mató y lo abandonó luego en su habitación, no lo creo. De pronto ha entrado Dante y todos en la cantina hemos callado.


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