El regaton pdf

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N. R. Gonzรกlez Mazzorana

EL REGATร N


EL REGATON

N. R. GONZÁLEZ MAZZORANA @nrgonzalezmazzo

DIAGRAMACIÓN: FRANCIS J. SILVAY.

DEPÓSITO LEGAL: if 40220098001711

ISBN:

IMPRESO EN VENEZUELA


DEDICADO A: Mi madre Narcisa Antonia. Happy y nuestras hijas Nicia-María Auxiliadora Gabriela José María Isabel y Ana-María Alejandra. A la memoria de mi abuelo Rafael Federico y mi padre Néstor Rafael González

MI AGRADECIMIENTO A: P. JOSÉ BORTOLI, por su indefectible aporte y Colaboración. LUIS R.YBARRA, por sus interesantes aportes didácticos. LUIS ENRIQUE SILVA, por su perseverante apoyo ARSENIO ALCALÁ, por su amistad y cooperación. RICARDO LÓPEZ, por sus consejos literarios.


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PRELIMINAR

I

Las reseñas históricas, geográficas, económicas, políticas y etnográficas que nos legaron ilustres autores como Michelena y Rojas, Tavera-Acosta, S. D. Maldonado y Matos Arvelo, también las de Armellada, Gillij, Gumilla, y las obras de otros doscientos setenta y ocho autores, inventariados por don Manuel Henríquez; además, la prodigiosa producción histórica y literaria de Ramón Irribertegui, conforman la voluminosa bibliografía referente al tema sobre el Amazonas y su gente. Aún cuando estas obras no se han difundido suficientemente, ni han sido clasificadas con el propósito de llenar el vacío de conocimiento acerca de la historiografía sobre Amazonas, esto no implica el desconocimiento de sus contenidos por parte del lector especializado. A consecuencia de ello, estoy persuadido de que los personajes de esta novela no son novedosos, y la trama mucho menos; es decir, forman parte de los relatos acerca de la historia regional, sólo que concebidos desde una perspectiva imaginaria, sin distorsionar la realidad. Sin embargo, algunos de los protagonistas de esta historia, no fueron visualizados por ninguno de nuestros autores. Habrían pasado al olvido a no ser por aquella libreta que encontré entre los viejos periódicos que guardaba mi padre en Las Carmelitas, desde los tiempos de Rafael Federico (Chicho) González, que se remontan al año 1920, cuando Chicho fundó el sitio. Casualmente este hallazgo ocurrió después que habían saqueado el caserío en busca de algún tesoro enterrado. Estaba húmeda, corroída por el comején, y su escritura casi ilegible, por lo cual pude entender muy poco de lo que había escrito en ella Menesio Mirelles acerca de sus negocios y su familia, a partir del año 1857. Pero fue 5


suficiente motivo de inspiración para desarrollar, con un poco de imaginación, la primera parte de esta saga: «Amazonas 1857, Un Rastro Sobre las Cenizas,» y esta segunda: «El Regatón».

II

«... es preciso que haya una ley que regularice el comercio de «regatón», palabra ésta que de por sí sola, envuelve algo de extraño y que no es usada en ninguna otra parte del país. El «regatón», de regata, por el hábito de andar lo más de prisa posible y dejar atrás al rival, es una embarcación que va de barraca en barraca a vender la mercancía en negocio de permuta o cambio y raras veces a precio de contado. Los plazos son por consiguiente perentorios, la duración de una cosecha; y cuando ésta termina, anda de paraje en paraje recolectando o como expresan «recogiendo bolones de caucho». Los regatones llevan su marinería propia, atracan y pasan la noche en el puesto de las barracas, y con frecuencia son causa de trastornos para los dueños porque les sonsacan individuos del personal porque les faltan tripulantes o por cualquier otra causa...»

Dr. Samuel Darío Maldonado Gobernador del Territorio Amazonas en 1911

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PRIMERA PARTE

CAPÍTULO I

1863

E

ntre las brumas, se desplazaba la silueta de un pescador madrugador en su pequeña curiara. Navegaba sobre el río dormido y espejado, impulsándose ágilmente con el canalete. Hundía y halaba el liviano remo con destreza de lado y lado, con admirable equilibrio sentado sobre la proa de la endeble canoa. A cada impulso salpicaba el agua formando fulguraciones a la luz de la luna, que engalanaban la silueta móvil sobre el fondo de sombras de agua y selva. Luego guaruqueaba, hundiendo el canalete a manera de timonera para enrumbar la curiara. Descansaba brevemente, sólo mientras persistía el impulso y, al debilitarse éste, volvía a remar. Y así lo hizo sucesiva y maquinalmente, hasta alcanzar la orilla de una islita que emerge en medio del río. Allí arrimó. Entre sus aperos de pesca, extrañamente también llevaba en la estriba una pala minera y una talega de lona, de las que usan los caucheros. Luego de recoger estos implementos, el hombre saltó a la arena mojada y escudriñó detenidamente el paraje. Agudizando sus sentidos, sólo oía el resonar de los raudales, alternado con el canturreo de los pájaros madrugadores, predominando entre éstos el del coro―coro. Intentó orientarse para localizar el lugar preciso que mentalmente se había grabado. Siguió rastreando, pero el velo de la noche le confundía y le 7


impedía localizar el lugar del enterramiento. Entonces esperó pacientemente por la llegada de la aurora, sin atreverse a encender una antorcha, porque bien sabía que, a pesar de la aparente soledad, podía atraer la atención de algún cazador furtivo. Para los nativos podía ser algún Mawaari, dueño de las especies o encanto protector, que lo estuviera vigilando; siempre había poderes guardianes resguardando los secretos selváticos, pero el buscador de tesoros no concebía esas abusiones. No obstante, como nativo de la selva, tenía el presentimiento de que no estaba absolutamente solo en aquel momento. Así que esperó a que el sol mañanero comenzara a colorear y delinear paulatinamente las siluetas de la acuarela ribereña, al mismo tiempo que borraba las sombras de los duendes nocturnos. Con el paso de los años, la erosión natural había modificado el paisaje original. El pescador imprecó al reconocer que el barranco había sufrido cierta alteración por los derrumbes ocasionados imperceptiblemente por el vaivén de las aguas, en el transcurso de seis años. Ciertamente se había acortado el trecho entre el tesoro enterrado y la orilla del río. Bajo ese criterio, el pescador dedujo la distancia entre la orilla y el punto del entierro. Tenía que estar allí, aquel codiciado cofre metálico, cubierto de moho pero intacto, en el interior del cajón de madera podrida reforzado con platinas de hierro oxidadas. Pero ahora estaba a flor de tierra orillado al barranco. Asió la pala con ansiedad y avidez y comenzó a excavar asestando golpes con fuerza indetenible, penetró la tierra con impactos sucesivos de tal manera que, al dar con el ansiado objeto, provocó un argayo que arrastró el cofre por el barranco entre un amasijo de madera, metal, arena y musgo. El pescador ágilmente se lanzó en pos del tesoro y antes de que cayera al agua pudo atraparlo, pero, en el momento de hacerlo, el malogrado cofre se abrió. Parte de las monedas cayeron, esparciéndose entre las aguas, los primeros rayos de sol se reflejaron en ellas, irradiando el agua con múltiples destellos dorados; al instante, el hombre dejó el resto del tesoro 8


en la curiara que estaba a su lado y se zambulló tratando de atrapar desesperadamente las doradas y esquivas monedas: cuales pequeños y mañosos peces escapaban de sus manos para desvanecerse en la profundidad abrupta de la orilla; otras fueron arrastradas por la corriente de las oscuras aguas orinoquenses. El hombre se sumergió varias veces para escarbar en el fondo, salía a tomar bocanadas de aire y se lanzaba de nuevo tras las resbaladizas monedas; cada vez encontraba menos, hasta que finalmente no pudo sacar nada en varias zambullidas. Agotado y desalentado se alejó del barranco y buscó un sitio sombreado, pues el sol de la mañana lastimaba sus ojos maltratados por la inmersión continua. Se dejó caer sobre la arena de la playa. Mientras descansaba, vino a su memoria el recuerdo de Madame Carlota Cazabat, la enigmática, independiente y acaudalada mujer que, estando embarazada de él, en la lejana Maroa, resolvió abandonarlo, disfrutar su fortuna y criar a su retoño en un lugar distinto a la selva. Hacía seis años que la había perdido, a pesar de sus esfuerzos por localizarla. No obstante, ella lo había resarcido, dejándole un baúl lleno de monedas de oro. También le dejó una carta donde, entre otras cosas, explicaba su decisión y le indicaba el sitio preciso donde había enterrado el baúl. Seguidamente recordó, en rápidas y confusas visiones que, una vez desenterrado aquel pesado cofre, lo había colocado, acolchado con estopa, dentro de un cajón de madera destinado a transportar municiones, para disimular el contenido, y lo había asegurado con un candado. Gradualmente brotaron en su evocación, de manera fugaz, los acontecimientos ocurridos hacía ya siete años, cuando era teniente, Delegado de la Frontera en Maroa: la incursión contra la guarida de los traficantes, el soplo de vida que le dio el curandero Críspulo Yaniva, su abuelo, a su moribundo amigo el sargento Nicasio Téllez. Después, la cruenta batalla contra la mesnada de Serapio Almao, cabecilla de los especuladores y traficantes de indígenas, donde puso a prueba sus pelotones "Túsares", de criollos y "Matis", de indios enguayucados y 9


pigmentados de negro. La muerte simultánea de su hermana Társila Yaniva y de Nicasio Téllez. De repente, revivió la desventura del naufragio: el río definido por el horizonte de selva, con el "sol de los araguatos" frente a su piragua, irradiando su luz sobre el raudal bramante. El patrón novato, encandilado. La piedra al asecho, serpenteando bajo el agua. Luego, el impacto fatal y el crispar de tablas y cuartones, para dar paso al torrente que precipita el desastre inexorable del barco. Voces, órdenes y gritos dominan circunstancialmente el resonar de los raudales. Después del alboroto vino la calma y allí estaba él, solo, al lado del barco averiado, varado sobre la arena. Y seguidamente, sin mas testigos que los invisibles moradores de los ahuecados barrancos, había enterrado su atesorado baúl a una distancia prudencial de la orilla; luego, vencido por el agotamiento, se había desplomado sobre la arena, tal cual como se encontraba en ese momento. De pronto, comenzó a sentir que su cuerpo se iba hundiendo en la arena y despertó de su letargo, percibiendo entonces que sus recuerdos de muchos años, el sueño se los había mostrado en minutos. Desde el lugar donde se encontraba tendido, observó la silueta de un par de caimanes acercándose a la playa. Se levantó rápidamente para recoger las monedas y vaciar el tesoro en la talega, donde lo transportaría con más comodidad, disimulando el contenido. Después, agarró el corroído cofre y lo lanzó muy lejos, hacia el río, donde flotaban los caimanes, éstos se zambulleron y él quedó observando con nostalgia el hundimiento del cofre. Estimó que la parte del tesoro salvado era más que suficiente para permitirle realizar sus planes. Luego fijó la vista en los restos de su antigua piragua, a la que una vez pretendió impulsar con la fuerza del vapor. En su añoranza, le pareció ver la desmoronada espina dorsal de una gran ballena. ―Bueno, Mapaguare, chico, tengo que reconocer que soy muy mal pescador ―dijo el hombre al regresar a su campamento levantado sobre una laja, a la orilla de un remanso del río―. No conseguí pescar nada, tendremos que calentar la comida de ayer. ―No hombre, mi coronel ―manifestó el marinero 10


imperturbable―, no se preocupe que ya me encargué de hacer el almuerzo, ahí en la olla tenemos un buen ajicero de bocachico y hay bastante casabe pajoso. Ya le voy a servir. ―¡Bercia! Otra vez ajicero, esa vaina pica tanto cuando se come como cuando se obra, pica dos veces… pero bueno, sírveme pues. El coronel Menesio Mirelles después de haber participado en la guerra federal, había regresado a su tierra natal, en la que sólo había vivido pocos años, pues su padre lo había llevado a vivir con él a Guayana al cumplir los seis años. Venía decidido a iniciarse en los trabajos de extracción de caucho. Con ese objetivo había dejado un personal talando el monte en un lugar de la selva, cerca de la isla Karanaven. Esta isla, con otra más pequeña, formaba un desecho del río, que daba acceso al sitio donde planeaba construir su hogar y a la vez su centro de operaciones. Un lugar, entre todos los hermosos parajes selváticos no anegadizo, que le había agradado desde la época que estuvo en Amazonas formando parte de la guarnición de la Provincia, durante el primer mandato de Michelena y Rojas. Tradicionalmente era llamada Laja Alta y Menesio asumió ese nombre para su sitio. Mientras sus peones talaban y abrían un claro entre la tupida selva, Menesio andaba por el Orinoco arriba acompañado por el práctico y baquiano Mapaguare. Habían acampado frente a Santa Bárbara para dedicarse a la cacería, con la intención de reunir algunas pieles para comerciar. Sin embargo, todo esto lo hizo para encubrir su propósito de desenterrar el tesoro que había ocultado en aquella isla. ―Oye, Mapaguare ―dijo Menesio― ¿tú no te atreves a ir conmigo hasta Manaos? Se sorprendió con la pregunta, sin embargo en su inexpresivo rostro no se percibió ninguna señal; pero como le tenía una confianza ciega a su patrón, le contestó resueltamente: ―¿Cómo que no me atrevo mi coronel? Usté sabe que con usté yo voy hasta el fin del mundo. Nada más dígame cuando salimos. ―No hombre, ya va, tenemos que regresar a Laja Alta 11


mañana mismo y después sí, si Dios quiere, saldremos para Manaos. ―Bueno, con eso me da tiempo pa'buscá algunos marineros más, ¿no le parece? ―Está bien, eso te iba a decir. Mientras tanto, ojalá haga bastante sol para que se terminen de secar los cueros de tigre y caimán. Mapaguare sirvió el caldo de pescado en platos de peltre, acompañado de casabe pajoso. Mientras comían en silencio, Menesio sintió remordimiento por no haber confiado en la persona que tenía al frente, que había demostrado ser consecuente con él desde que era su cabo-ayudante y sirviente, cuando fue Delegado de la Frontera en Maroa, que era una persona franca, sincera y servicial como lo eran los de su raza, los baniva, además de ser un experimentado práctico navegante, aunque su humildad natural no le permitía nunca jactarse de esas cualidades. Menesio dubitaba si había hecho bien en no llevarlo para que lo ayudara a sacar el cofre. Tal vez, así no hubiese perdido nada. Pensó que si le hubiese dado una cuarta parte de lo que se tragó el río, seguramente lo habría convertido en el prácticomarinero más rico de Amazonas. Se sintió ruin, miserable y egoísta por eso, y hasta justificó la mengua de su botín. Así que, para reconfortarse, se propuso compensar esa falta en el futuro. Empero, aceptaba que la desconfianza heredada de su padre yaránabe le sería fructífera. Por ahora, lo inmediato era hacer realidad su sueño y hacer honor al deseo que tuvo Carlota de apoyarlo, cuando le concedió aquella fortuna, aunque ya no fuese para combatir traficantes de esclavos indígenas, porque ya en esos tiempos había desaparecido esa ominosa práctica, para dar paso a otra más oportunista, sino para invertirla en su nuevo negocio de explotación del caucho. Aún no entendía la razón que tuvo aquella mujer que lo había querido tanto, para haberse ido llevándose en sus entrañas al fruto de su amor. Que su hija era una niña fue lo único que había podido averiguar cuando salió tras ellas, en infructuosa búsqueda. "Dios quiera que estén bien. 12


Como la conozco, me imagino que estará disfrutando de su riqueza ―especuló Menesio―. Ojalá que no le haya ido mal… ¡Ah Carlota! Algún día te encontraré y veré a mi hija..." ―Mire mi coronel, caramba, yo lo noto muy pensativo. ¿No será que usted está por casualidad interesado en sacar el tesoro de los españoles? Menesio casi derrama la sopa picante, sorprendido por la intervención de Mapaguare que, siguiendo sus tradiciones, nunca hablaba mientras comía. ¿Habría descubierto su acción subrepticia? ―¿De qué tesoro hablas tú, Mapaguare? ―alcanzó a mascullar esforzándose por reponerse de la sorpresa. ―Bueno, yo digo, lo mismo que usted nos ha contado, se acuerda patrón, que cuando vino la expedición de límites de... estee... el español que fundó Santa Bárbara... ―Don José Solano, el 5 de Abril de 1758 ―acotó Menesio. Después, por segunda vez, en 1769, la fundó Centurión Guerrero. ―Sí, sí, ese mismo; entonces, según dicen: esa gente dejó alguna botija enterrada por aquí. ―¡Aah! Bueno, lo que pasa es que eso no es tan fácil. Son conjeturas, y además, Mapaguare, tú sabes que los tesoros hay que buscarlos en Semana Santa, pero... ¿a qué se debe ese repentino interés tuyo por los entierros? ―¡Guá! Será porque como usted carga una pala y sabe de eso... ―Yo me acuerdo todavía cuando usted me pidió una pala, allá en Maroa… No está de más echar una cavadita. Menesio miró a los ojos de Mapaguare tratando de escudriñar lo que sabía sobre aquel entierro de Maroa, quiso interrogarlo pero la certidumbre prevaleció en él y sintió que la fidelidad de Mapaguare estaba por encima de aquel secreto. ¡Por supuesto que este sabe todo! pensó. Mapaguare, entendiendo la actitud de su patrón, se retiró de la mesa arrepentido de haber hablado más de lo que acostumbraba. *** 13


En cuanto regresó a Laja Alta, Menesio enterró furtivamente una parte de su tesoro. El resto lo embaló en una talega y lo guardó en su baúl bajo llave. Al día siguiente realizó un corto viaje a San Fernando de Atabapo, pues este poblado quedaba a sólo pocas horas de su sitio. Mientras tanto, Mapaguare seleccionaba a los mejores bogas entre los que vivían en los barracones cercanos a Karanaben. Menesio regresó muy contrariado por las noticias que recibió en la Capital del Territorio. Le dijo a Mapaguare que vendiera las pieles y que se quedase con el dinero. Mapaguare volvió muy contento, estrenando ropas y, al día siguiente, partieron de madrugada, río abajo, contrario al rumbo que los conduciría a Manaos. Mapaguare se extrañó por el cambio de rumbo a última hora, pero ya se acostumbraría de nuevo a la conducta impredecible de su patrón. "¡Vamos con Dios patrón!" Gritaron algunos bogas. "¡Y con la Virgen!" respondió Menesio y comenzaron a remar. Abordaban un bongo con carroza de palma, remolcando una pequeña curiara. Como bajaban el Orinoco, naturalmente navegaban a favor de la corriente por el medio del río. Pocas veces bordeaban la orilla, donde la corriente es menor. Aquellos nautas recurrían a la palanca y los remos para impulsar el bongo, sin necesidad de utilizar la espía, que era una gruesa soga de chiqui-chique. Con cadenciosos sonidos marcaban el avance los remadores, apelando a la fuerza de sus músculos bajo la rítmica orden del patrón. Pernoctaban sobre alguna laja, cualquier playa, o en algún claro de la orilla, preferiblemente en un puesto de barracas para evitar el acecho de las fieras. Finalmente, al cabo de tres días, después de navegar trescientos kilómetros llegaron a Maipures, allí bajaron la carga y el equipaje para hacer un transbordo hasta la boca del Tuparro, mientras los marineros pasaban la falca vacía a través de los raudales de Maipures. Continuaron la navegación por un día hasta Salvajito, desde allí se regresaría la tripulación. Realizaron otro trasbordo para salvar los raudales de Atures. Mapaguare y 14


un peón acompañaron a Menesio caminando hasta Atures donde acamparon mientras esperaban la salida de una embarcación hacia Cuidad Bolívar. Durante varios días estuvieron esperando estoicamente. Para pasar el tiempo, salían de cacería o de pesca y al anochecer se acostaban temprano, pero antes encendían una fogata para espantar los zancudos, conversar y cantar. Como disponía de suficiente tiempo, Menesio Mirelles estuvo reflexionando acerca de la decisión que había tomado. Había planeado viajar a Manaos para comprar por lo menos dos embarcaciones a vapor y regresar con ellas para dedicarse a la actividad de regatón: comercializar el caucho y otros productos forestales en los ríos de la región Orinoco-amazonense. No obstante, después de enterarse de los recientes acontecimientos políticos, había decidido viajar a Ciudad Bolívar, donde lo esperaba Vivina, su mujer; podía también negociar los vapores y, por qué no, también estaban sus amigos, para disfrutar un poco de ese oro; ¡sí…! no todo puede ser trabajo, trabajo y sacrificio. Además, estaba sumamente agotado, sentíase realmente cansado de tanta guerra, y ahora tenía en sus manos, o mejor dicho, en aquel baúl que nunca abandonaba, la gran oportunidad de resarcir todo aquel tiempo perdido. Pero estos argumentos estaban supeditados a la aspiración que tenía, de poseer su propia flota de barcos y negociar como regatón. No obstante, tal anhelo estaba frustrado por las condiciones adversas que, por ahora, se le presentaban para trabajar. Realmente le eran muy desfavorables, tratándose de que tenía que enfrentar o ajustarse a la voluntad del grupo que se había organizado para acaparar todo el comercio y la explotación de caucho y, para colmo, estaba encabezado por Casimiro Isava, que era, nada más y nada menos el gobernador titular, su antiguo enemigo, el mismo que se había sublevado contra el gobernador Michelena y Rojas. En este caso no quiso dar pelea, por no atentar contra las autoridades legalmente establecidas. Finalmente, pensando que aquel mandatario no duraría mucho en el poder, había tomado una resolución. Antes de despedirse para embarcarse hacia Ciudad 15


Bolívar, le había dicho a Mapaguare: ―Ten este dinero. Aquí tienes para pagarle a cada uno de los peones y les dices que no hay más trabajo hasta que yo regrese a Laja Alta, y esto es para ti, para que cuides el sitio, si necesitas algo se lo pides a don Horacio, ya hablé con él para que te entregue lo que necesites. ―Vaya con Dios, patrón.

CAPÍTULO II

NUEVE AÑOS DESPUÉS. n bongo que venía remontando el Orinoco, arrimó en el solitario embarcadero de Laja Alta, varios de los bogas de la proa saltaron a la orilla para asegurar la embarcación. Después desembarcó Menesio Mirelles, con su talega y su rifle, luego subió por la laja hasta el lugar de mayor elevación, desde allí observó que todo el sitio estaba enmontado y presentaba un estado de abandono total. Regresó a la orilla del río, les pagó a los bogas y les encargó que regresaran al día siguiente. Esperó a que partieran hacia San Fernando, hasta donde tenían que llegar; después subió de nuevo hasta llegar al improvisado paso que salvaba un profundo caño. El largo y grueso tronco se veía en buenas condiciones pero Menesio lo zarandeó fuertemente, brincando en el extremo, antes de cruzarlo. No encontró a ninguna persona hasta llegar al caney; allí estaban la mujer y los 16


hijos de Mapaguare, solos porque él había salido a pescar. Todos los demás se habían ido desde hacía tiempo, le informó la mujer. Menesio se dispuso a esperar a Lorenzo Mapaguare, su fiel sirviente que nunca lo había abandonado. Estaba molesto por lo destartalado que estaba el sitio, pero, conociendo la idiosincrasia indígena, sabía que no podía exigir más allá de la fidelidad de Mapaguare; cualquier otro se hubiese ido en busca de mejores oportunidades para sobrevivir: no había quien esperase pacientemente durante nueve años la llegada de su patrón. Cuando regresó Mapaguare con la pesca, se sorprendió por la presencia de Menesio, luego se alegró, intercambiaron saludos y se abrazaron; después toda su relación volvió a ser como siempre. Antes de anochecer, comieron coporo frito con casabe y ají. A la luz de la fogata continuaron conversando. Mapaguare se refería a las peripecias vividas en el sitio y sobre los sucesos que le contaba la gente del pueblo o de las barracas, y Menesio comentaba sobre sus planes futuros. Comenzaría de nuevo la fundación del sitio pero esta vez lo haría con sus antiguos compañeros de armas. Así que, durante los días posteriores a su llegada, se dedicó a buscar y reunir a la gente que él había conocido anteriormente. Encontró a Manresio Yaniva, su hermano; a Tarsicio Mure y Celedonio Yapuare, sus antiguos cabos del pelotón "Ramón Túsares", epónimo del famoso capitán maquiritare padre de Aramare; se reencontró con Ceferino Daya, el práctico baniva que desde hacía veinticinco años navegaba por todos los ríos. Menesio también consiguió algunos indígenas baré y baniva que habían sido del pelotón "Matis", fundado por él durante su época de teniente, delegado del gobierno en Maroa, inspirado en los legendarios matis, pitadores o dañeros, enguayucados y engrasados con pigmento negro, que matan utilizando el mortífero camajay. De uno en uno, Menesio los fue reuniendo, recorriendo sitios, barracones y caseríos en el bongo. Cuando finalmente todos llegaron a Laja Alta, comenzaron a deforestar el sitio y construir los caneyes. La noticia de la llegada de Menesio Mirelles al Amazonas y 17


de que estaba enganchando personal, llegó hasta El Desecho, en los confines del Casiquiare, el antiguo reducto de traficantes y subversivos de Serapio Almao, ahora en posesión del coronel EvasioCelada, un prominente cauchero del Casiquiare. Éste no era otro sino el cabo de banda Evasio Yavapari, el mismo que había desertado del pelotón del Teniente Menesio Mirelles, tras la toma y destrucción de aquel sitio por la tropa al mando de Mirelles. Evasio había desenterrado las morocotas de Almao, y se había adueñado del arruinado sitio. Luego se hacía llamar por los bandidos que le seguían "coronel Evasio Celada", título y apellido del coronel Sulpicio Celada, lugarteniente de Almao, que había desaparecido antes de la refriega, pues a Yavapari le parecía risible su apellido originario. Con el tesoro de Almao había reconstruido el sitio y había fundado o controlado muchas barracas del Casiquiare desde el inicio de la explotación cauchera. El título y el apellido espurios le sirvieron de mucho para lograr su propósito. Había amalgamado en su sangre, el talante taimado de su madre india con la codicia y la ambición de su padre criollo, para desenvolverse exitosamente en aquella jauría de fieras; por supuesto, tratando como bestias a sus congéneres, porque Evasio era un renegado que odiaba al indio y admiraba al blanco. Menesio Mirelles era su potencial enemigo, tenía que picar adelante y así lo hizo: instruyó a tres de sus espalderos y los despachó a San Carlos de Río Negro, con órdenes fatídicas. Después de algunos días de intensa labor, preparando y luego aparejando los materiales extraídos de la selva, habían construido un improvisado campamento. Una noche de luna nueva, cuando todos dormían, Menesio desenterró el resto de su tesoro sin contratiempos. Al día siguiente, temprana la mañana, envió a Mapaguare a cortar palmas para encarrozar el bongo que había encargado. Se preparó para un largo viaje y un día antes de partir, dio instrucciones a su hermano Manresio para que se quedara a cargo del sitio durante su ausencia. Zarparon de madrugada río arriba. Navegaban bordeando la costa del Orinoco valiéndose de 18


la espía, una soga de chiqui-chique cuyo extremo adelantaba un marinero en la pequeña curiara de Mapaguare y la ataba a la rama de un árbol ribereño; luego, desde la falca, halaban los demás bogas para avanzar. Entretanto el de la curiara avanzaba otro trecho para repetir el procedimiento invariablemente. Pernoctaron en San Fernando para abastecerse de alimentos. Al día siguiente volvieron a subir el Orinoco; después de varias jornadas lo dejaron y comenzaron a bajar por el Casiquiare, cambiando el método para navegar; ahora utilizaban las palancas y los remos para aprovechar la corriente del río, favorable a ellos. De esta manera, halando la espía o los remos, según el caso, remontaban o bajaban el río lentamente. Arrimaban sólo para comer o pasar la noche, preferiblemente en alguna laja o un barranco despejado de la maraña selvática. Al oscurecer, después de levantar un improvisado campamento y terminar la cena, a petición de sus marineros, el coronel les contaba acerca de su participación en los combates de las cruentas batallas que, desde el año 1859, dieron el valiente ciudadano general Ezequiel Zamora y el general José Desiderio Trías, bajo cuyo mando estaba él peleando en aquella campaña brutal en la que enfrentaron tenazmente a los aguerridos ejércitos del centralismo godo, triunfando aquí, perdiendo allá; pero siempre manteniendo en alto la bandera amarilla de la causa del pueblo. Todavía sentía el recuerdo del retumbar de cañones y las voces de mando, y voces de muerte y del fuego abrasador, grabadas en su mente tras el rudo batallar por las regiones de Cojedes, Portuguesa, Barinas, Carabobo y Guárico. Pero, más aún le afectó lo ocurrido en el sitio de San Carlos; y todavía persistía en su ser, el dolor, la angustia y la desesperanza que le causó ver el cadáver de Ezequiel Zamora, el jefe del pueblo soberano, el General en Jefe de los Ejércitos Federales, el fatídico día 10 de Enero de 1860. Una bala le quitó la vida un mes después del gran triunfo de Santa Inés, cuando revisaba las trincheras de sus tropas. Duro golpe para la causa federal, aunado posteriormente a la desastrosa batalla de Coplé en el Apure, a causa del inmenso vacío dejado por el general 19


Zamora. Allí se desarticuló el glorioso Ejército Federal de Occidente en guerrillas, que se fueron por distintos caminos sin dirección ni rumbo fijo. Como estaba cerca de su tierra natal, Menesio Mirelles sintió deseos de abandonar aquella confrontación y buscar a los suyos en la selva, pero ya había alcanzado el grado de comandante y prevaleció en él su espíritu guerrero. Así que continuó batallando por la causa federal al lado de José de Jesús González, alias "El Agachado" en los campos de Guárico, hasta el año 63. Establecida la Federación en toda Venezuela, de manera conciliatoria, y refrendada por el Tratado de Coche, el Mariscal Falcón le remitió el despacho de Coronel y Menesio decidió aceptar los privilegios ofrecidos por el gobierno. Más tarde resolvió retirarse a la vida privada en su ansiada tierra amazonense. ―Ahora bien ―explicó Menesio―, la federación no resolvió los problemas que se proponía, pues resulta que, después de la muerte del general Zamora, los postulados del federalismo sufrieron muchas desviaciones: las promesas y la razón de la lucha pasaron al olvido, el pueblo buscaba un camino, sus guías lo extraviaron y todo se perdió; tanto así que al finalizar la guerra de los cinco años con el Tratado de Coche, se desataron otras revueltas y alzamientos, como la revolución de Abril que estalló el año 67. Después estalla otra revolución entre liberales y centralistas que duró desde el 69 hasta el 72, siendo presidente el general Guzmán Blanco. Yo, sinceramente combatí por la causa federal para que, una vez acabada la oligarquía, Venezuela prosperara bajo los principios de la verdadera igualdad y democracia, pero no fue así, y todas estas situaciones de desengaño me hicieron retirar a la vida privada. Hoy día estoy convencido de que no vale la pena el sacrificio de tantas vidas y bienes por ninguna causa. Oigan, no se puede hacer la revolución cuando todo depende de un sólo hombre, de un caudillo que aglutine todas las esperanzas del pueblo. Desgraciados los pueblos que combaten por una causa liderizada por un sólo hombre con las condiciones de gran jefe 20


militar y conductor político, como Bolívar y Zamora. Cuando desaparecen se llevan también las esperanzas. "Bueno, resulta que cuando llegué aquí, me di cuenta que, mientras en la guerra federal la gente se dividió radicalmente entre godos y liberales, o colorados y amarillos, acá en Amazonas se notó muy poco esa división entre bandos políticos, aquí todo era diferente: la lucha se daba por obtener más riquezas, era entre los explotadores rivales, entre explotadores y explotados. Es decir, mientras aquellos se mataban por el control y el poder político, aquí lo hacían por extraer más y más caucho y más riquezas. "Sin embargo, para esa época, en agosto del 63, el Territorio estaba convulsionado, hubo una revuelta armada que aparentaba respaldar a los federales contra el gobernador Jesús Castro y lo derrocaron. La jefatura política del Distrito Amazonas dependiente de la Provincia de Guayana, fue asumida por una Junta de Gobierno Distrital conformada por Francisco Pina, Pedro Marcos Garrido y José Manuel Nieto. Pero, en septiembre, esta Junta designó a Casimiro Isava como jefe civil y militar del Distrito. Resulta que este señor fue el que conspiró contra el gobernador Michelena y Rojas, así que yo no podía quedarme con los brazos cruzados y me preparé para combatirlo, pero ocurrió que, para colmo, fue ratificado por el Presidente provisional de la Provincia de Guayana. Entonces, para no entrar en conflicto con la autoridad legal, decidí regresar a Ciudad Bolívar y esperar una nueva oportunidad. "En efecto, al año siguiente, trascendió que la nueva constitución federal había elevado a la categoría de Territorio al Distrito Amazonas que dependía de Guayana. El general Pedro José Ovalles fue nombrado como su primer gobernador. Tiempo después, Jesús Castro que, por cierto, después fue gobernador en varias oportunidades, encabezó un movimiento armado en marzo del año 67 contra el gobernador Ezequiel Villasana, que había sustituido a Ovalles. Villasana se rindió y le entregó el mando; pero al año siguiente un movimiento popular derrocó a Castro, y Joaquín Olivo ocupó el cargo de gobernador hasta el 21


año 69, cuando Jesús Castro encabezó otro movimiento armado para derrocar a Olivo: lo expulsó del Territorio junto a treinta y seis personas más y asumió de nuevo la gobernación." ―Ya van tres veces ―indicó Mapaguare. ―Sí señor, y esta vez duró cuatro años, pero resultó que, en el año 70 cuando regresó de un viaje, se encontró con que el hombre que había dejado a cargo de la gobernación, un tal Venancio Sánchez de Barquisimeto, se había enfermado. Por esta circunstancia, se había encargado del gobierno el juez que era Pedro Level. Level y sus hermanos organizaron una poblada para derrocar a Castro, pero Castro los repelió a tiros y se desbandaron. Los hermanos Level huyeron al Alto Guainía pero regresaron un año después y atacaron San Fernando, contando con la ayuda de algunos pobladores. Entonces, Jesús Castro nuevamente los derrotó y tuvieron que huir esta vez a Brasil con muchos de sus seguidores, otros fueron capturados y expulsados del Territorio. Varios fueron asesinados por orden del mismo Castro… ―Bueno ―prosiguió Menesio―, ya ustedes saben que, finalmente este año, un movimiento popular encabezado por Tiburcio Colmenares derrocó a Jesús Castro y nombró como gobernador a don José Joaquín Fuentes, quien ya fue ratificado por el Presidente Guzmán Blanco. Castro fue enjuiciado en ausencia ya que todavía no ha sido capturado. Así que Castro ocupó la gobernación en cuatro oportunidades diferentes, en el transcurso de nueve años. ―Les voy a contar otra cosa ―agregó Menesio después de darle unas chupadas a su pipa―. Da la casualidad que cuando Castro regresaba del viaje que hizo a finales del año 69, cuando casi lo tumban los Level, le dio pasaje al inglés Henry Wickham desde Atures hasta San Fernando. ―¡Jmm! ¿Y quién es ese, mi coronel? ―preguntó Ceferino Daya―. ¡Bersia! que nombre tan raro ese. ―Bueno, bueno ¡quién lo creyera! Nada más y nada menos, este señor es el que acaba de sacar para Londres, vía Manaos, miles de semillas de caucho para ser sembradas en el lejano 22


Oriente y si todas esas plantas se dan, va a ser un problema para nuestra industria. Pero antes de eso, el señor Wickham estuvo trabajando el caucho con pocos hombres en el caño Cariche, por el Alto Orinoco; allí trabajó arduamente, con muchas dificultades, tuvo muchos problemas con sus peones, imagínense ustedes a este musiú lidiando con los indios. También fue atacado por enfermedades y estuvo allí hasta abril del 70. Después embarcó su cosecha, bajó el Orinoco y subió el Atabapo, después bajó el Guainía y el Río Negro hasta Manaos, este último tramo lo hizo en compañía de Andrés Level, pues había hecho buena amistad con los hermanos Level, los mismos que se habían alzado contra Castro, ¿recuerdan? ―Ahora bien ―continuó Menesio―, en ese tiempo se desató una fiebre de trabajar el caucho, seguramente porque la gente percibió que era algo bueno, ya que si este musiú había venido desde tan lejos a cosechar goma, tenía que ser un buen negocio. En otra oportunidad, Mapaguare, quien llevaba el hilo de las narraciones, tomó la iniciativa indagando: ―Anjá, mi coronel, cuando usted se fue a Ciudad Bolívar, a finales del año 63... me dijo que iba a regresar pronto, pero se quedó. ¿Será que estuvo peleando otra vez? Menesio, saboreó su pipa y se dispuso a contarle a la tripulación las circunstancias que lo llevaron a permanecer en Ciudad Bolívar durante nueve años. ―Así fue, Mapaguare: me fui cuando comprendí que las condiciones para trabajar aquí me eran muy desfavorables. Acuérdate que en cada pueblo hay un grupito que acapara todo el comercio y la explotación de caucho y generalmente está encabezado por la autoridad local. Imagínate a Casimiro Isava de gobernador titular. En ese caso no se podía hacer nada sin atentar contra las instituciones. "Así que me establecí en Ciudad Bolívar, a esperar que cambiara la situación política y, también, porque allá uno estaba un tanto alejado del trajín de las guerras civiles, pero después del triunfo de la Revolución Azul en 1867, sobrevino la llamada Revolución de Abril. A finales de agosto del año 71, los azules 23


sitiaron la plaza de Ciudad Bolívar; entonces, mi general Ochoa, a pesar de sus diferencias con el gobernador Dalla-Costa, se ofreció para respaldarlo y sostener la plaza; por supuesto yo lo acompañé. Nos aprestamos a defender la plaza con poca y desorganizada tropa y guerrilla muy mal armadas, indisciplinadas, ya que se concentraron improvisadamente. "Al amanecer los atacantes rompieron fuego después de su desembarco, continuaron avanzando por la orilla hasta llegar a la plaza del Convento, donde se posesionaron del parque y del cuartel. Desde allí organizaron el asalto definitivo. Cayeron heridos algunos de nuestros jefes y sus hombres se dispersaron. A eso de las diez de la mañana el fuego estaba intenso en la línea de combate y casi rechazamos a los revolucionarios. De pronto cesó el fuego de su lado y el general Barreto, que era el jefe de ellos, envió un parlamento pidiendo la plaza con el pretexto de evitar mayor derramamiento de sangre. Por supuesto no aceptamos y continuó la lucha. Peleamos duro, pero hubo fallas en la jefatura del estado mayor. "Nos enfrentamos a los invasores calle por calle, esquina por esquina. Pero finalmente, ante la traición de algunos, nos fueron rebasando. Por otro lado, para nuestra desgracia, la mayoría de la población simpatizaba con los revolucionarios. "Entonces el gobernador Dalla-Costa le propuso al general Barreto, una capitulación, pero apenas terminaron las conversaciones sonó el repique de las campanas de la catedral anunciando el triunfo de los azules. Los atacantes entraron a la ciudad, eso sí, ordenadamente y, por fortuna, no cometieron ningún atropello ni vejaron a nadie… Después de la derrota― prosiguió Menesio―, no me esperaba nada bueno y resolví venirme para dedicarme definitivamente al negocio del caucho. Con estas historias, los hombres quedaban embelesados, lo cual le daba oportunidad a Menesio de evitar contarles acerca de sus andanzas antes y después de aquella batalla. En esos tiempos, había dedicado su vida a las francachelas, a las mujeres y al juego. Se había convertido en un sibarita y, como consecuencia de aquella conducta displicente, había derrochado 24


todo su dinero. Sin embargo, antes de quedar en bancarrota, se enamoró de Vivina, tras breve noviazgo, se casó con ella, en un intento de apaciguar su ímpetu de mujeriego. Con todo, lo salvó la previsión que tuvo de haber dejado enterrado una buena parte de su tesoro, esto lo mantenía aún con entusiasmo para reemprender sus negocios. Menesio viajaba protegido del sol bajo la carroza de palmas, solía pararse sobre el banco principal, frente a la carroza y contemplar el portentoso paisaje del Casiquiare especialmente a primeras horas de las mañanas y durante las últimas de las tardes. Así, una tarde cuando pasaron a la altura de El Desecho; Menesio recordó a su hermana Társila y a su amigo Nicasio Téllez, ambos enterrados en ese sitio. También recordó a Evasio Yavapari. Ya le habían dado referencias del coronel Evasio Celada, como lo conocían ahora. Sin embargo no se preocupó por él, pues ya no pertenecía al ejército de línea para reclamarle su deserción y, además, andaba concentrado en sus planes de negocios. Pensó que los envidiosos y chismosos casi habían convertido a Evasio en una leyenda viviente por ser el único nativo que había entrado en el círculo del empresariado cauchero. Finalmente, al cabo de siete días, después de navegar casi seiscientos kilómetros, llegaron hasta San Carlos de Río Negro. Menesio decidió pasar de largo durante la noche para evitar relacionarse con viejos amigos y conocidos, pues presentía que el reencuentro con alguno de ellos le ocasionaría cierta demora no prevista en sus planes. Después de un día más de navegación arrimaron a Santa Rosa de Amanadona, allí consiguió hospedaje para él y sus marineros, dejando a dos de ellos a cargo de la vigilancia de la embarcación. Menesio trataba de pasar inadvertido, así que, había dejado a Mapaguare en San Carlos con el encargo de comprarle un buen baúl de cerradura segura, que resguardara su fortuna durante el largo viaje hacia el Brasil. Esta maniobra le salvó, casualmente, de la emboscada que le tenían preparada los matones de Evasio Celada en San Carlos; aguardaban pacienzudamente para liquidarlo cuando estuviese 25


alejado de su gente. Como no conocían a su próxima victima, estaban en el puerto averiguando en todas las embarcaciones que allí arrimaban. Mapaguare no sospechó de ellos porque le dijeron que buscaban a Menesio para conseguir trabajo. "No anda con nosotros ―les dijo― si quieren trabajo vayan a hablar con el patrón en Laja Alta". Y así, sin proponérselo, los desconcertó temporalmente. Al cabo de dos días de pernota en Santa Rosa, Menesio y sus hombres abordaron la primera piragua que salió del puerto, transportando bolones de caucho hacia Manaos. Partieron al alborear, poco después de la llegada de Mapaguare y su gente. Mapaguare había viajado durante la noche desde San Carlos y había despistado a los matones, ya que éstos habían planeado seguirlos subrepticiamente. A mediodía llegó a Santa Rosa el bongo de los tres matones, pero desde allí se regresaron decepcionados, pues les informaron que la piragua donde viajaba Menesio era rápida y les había sacado mucha ventaja.

CAPÍTULO III

eses después, Menesio regresaba a Laja Alta con sus dos barcos a vapor y otras cuatro embarcaciones remolcadas. Estaba atardeciendo cuando se aproximaban al puerto, que era una gran laja, una afloración de roca negra brillante que emerge desde la profundidad de las aguas turbias del brazo angosto que 26


forma la isla Karanaben; la isla oculta el puerto cuando se pasa por el lado izquierdo, donde se extiende el ancho Orinoco. El lugar es apropiado para atracar embarcaciones en todas las épocas del año. A unos cien metros de la orilla, subiendo una colina pétrea por empinado camino, después de salvar una quebrada honda a través de un improvisado puente, se llegaba a la casa de Menesio, que por ese entonces no pasaba de ser un caney. El extraño sonido del silbato accionado repetidamente por Menesio, atrajo la atención de todos hacia el puerto. Los pobladores de aquel sitio que estaba fundando Menesio Mirelles, al ver aquella pesada corpulencia de hierro flotante con erguida chimenea despidiendo humo, se imaginaron que era un encanto quimérico, un Mawaari, pues era lo que más se aproximaba a la visión más asombrosa de lo que ellos jamás habían visto o se habían imaginado. El barco de casco de hierro, impulsado por una máquina a vapor, se acercaba al puerto majestuosamente. Llevaba impreso en la cinta de su proa el nombre "Carlota"; pero ninguno de los espectadores sabía leerlo... Algunos asombrados, curiosos otros y unos cuantos asustados, veían como Mapaguare, guiado por un forastero, hacía aspavientos frente al timón y daba voces en lengua baniva y en castellano, ordenando a los marineros ejecutar las maniobras para arrimar: ―¡Anethoami wiya anetorsadoca! ―¡Allí esta bien para atracar! Se reavivó el alboroto cuando vieron asomarse otro vapor más grande que el primero. Cuando sonó el silbato repetidamente y desde la chimenea brotó el humo denso, muchos huyeron despavoridos ante la quisicosa que les parecía ahora una monstruosa tonina, emergiendo de las profundidades de Temendagui, la ciudad encantada. Pero al aproximarse la nave, distinguieron al propio coronel Menesio Mirelles, como timonel, muy atareado conduciendo al "Cirenia", entonces regresaron al puerto. ―¿Dawene ninoupa igue ya maropa warami?!!―, 27


preguntaban los baniva desconcertados. ¿De donde vienen en esa curiara tan extraña? Menesio bajó en medio del júbilo y asombro de sus peones, sirvientes y muchos niños ahijados suyos, a quienes obsequió con frioleras y dulces. Venían con él algunos maquinistas y prácticos brasileros contratados para instruir a su gente en el manejo de los vapores. Más tarde, cesó la algarabía y paulatinamente todos se calmaron. Comenzaron los peones a descargar sus equipajes y los del patrón, luego se fueron a descansar a sus barracas, pues al amanecer tendrían que descargar los barcos que venían atestados de materiales de construcción, herramientas, mercancías y comestibles. Durante los días siguientes, los hombres se dedicaron a ordenar los materiales y la mercancía. Menesio demarcó los espacios donde se levantarían las casas, empezando con la suya y sus peones comenzaron a levantar los horcones que ya estaban cortados en tiempo de luna menguante, según sus indicaciones. Posteriormente iniciaron la de Mapaguare, la de Manresio Yaniva, la de Tarsicio Mure, la de Celedonio Yapuare y la de Ceferino Daya. También levantaban sus casas los indígenas del pelotón "Matis" y los criollos del "Túsares" que anteriormente habían servido en la milicia bajo las órdenes de Menesio. Los hombres utilizaban mayormente los materiales disponibles en la naturaleza. Excavaban para extraer la tierra y, luego de mezclarla con paja, rellenaban la estructura envarillada de las paredes y las frisaban a mano, con barro mezclado con paja picada; finalmente construían la letrina sobre la excavación. Por otro lado, un grupo se encargaba de cortar palmas de karana, moriche o chiqui-chique para techar las casas. Y así, progresivamente, fueron levantando el poblado. Todas las mujeres de los trabajadores de Menesio Mirelles estaban muy contentas ya que pronto abandonarían los incómodos caneyes comunales, para habitar en sus propios hogares. Por último, al acercarse el invierno, comenzaron a talar y quemar los conucos para sembrar yuca, caña, plátano, topocho, 28


mapuey, auyama, ají, patilla y otras plantas. Los frutales los sembraron en los patios de las casas, así como aliños y algunas plantas medicinales. Entretanto los marineros y los prácticos Ceferino Daya y Mapaguare practicaban el manejo de los vapores, guiados por los expertos brasileños que Menesio Mirelles había traído con el propósito de instruir a sus capitanes. *** Menesio trabajaba arduamente para terminar la casa, pues estaba ansioso por traer a su esposa desde Ciudad Bolívar, pero aún había muchos detalles que él deseaba realizar personalmente para que su casa, aunque rústica y humilde, fuese agradable y acogedora. El día domingo descansaba; no acostado, sino realizando labores livianas. Uno de esos días, sintiéndose aburrido de la monotonía y de la soledad, se le ocurrió ir hasta San Fernando, a visitar a su hija Eleuteria. La madre de la joven era Coloma Macuribana, una mujer de descendencia warekena. Coloma mantenía su figura grácil, de carnes firmes bajo la tersa piel canela; aunque más oronda, lucía un rostro rozagante de mujer madura. Él después reconoció que no estaba tan cambiada como le pareció cuando la vio después de seis años de haberla abandonado. Su hija Eleuteria era una graciosa y tímida jovencita quinceañera. Anteriormente lo había recibido fríamente; ahora en cambio, se condujo muy gentil, cruzó los brazos y se arrodilló para pedirle la bendición. Engracia, su hermana mayor, creyendo que también era su padre, igualmente lo hizo. Por otro lado, Menesio sobreentendió el gesto de la muchacha que había sido su entenada y asumió acendradamente el rol de padre... "Dios me la bendiga y la favorezca", le dijo a cada una. En todos esos años Coloma Macuribana le había hecho creer a sus hijas, con un propósito ejemplarizante, que Menesio había sido el único hombre en su vida. Si Coloma había tenido relación con otros hombres, nadie lo sabía, porque a los ojos de sus vecinos ella era un verdadero 29


ejemplo de mujer y madre, siempre hacendosa, ya sea fabricando chinchorros de cumare como lo hacía desde jovencita; ya sea lavando, arreglando y planchando la ropa de los ricos empresarios, con algunos de los cuales tuvo ella ciertas fugaces y ocultas relaciones. Con el puñado de monedas de oro que le había entregado Menesio cuando se fue de viaje, había desarrollado una verdadera fábrica artesanal de chinchorros. Como secuela del constante trabajo, ahora tenía un taller con varias tejedoras bajo su control. Sus ingresos le habían permitido criar y mantener a sus hijas con dedicación, sacrificio y estricta disciplina, sobreponiéndose a un ambiente inhóspito e inicuo, como lo era aquel. Y las muchachas le habían respondido con devoción y obediencia, hasta ahora. Al reaparecer su padre se les abría un mundo inesperado de oportunidades imprevistas. Menesio y Coloma hablaron sobre el negocio de los chinchorros, él ofreció comprarle toda la producción y le dio un adelanto para asegurar la compra. Más tarde aceptó almorzar con ella y sus hijas. La comida consistía en cuajado de pescado y lapa asada. Comió solamente él, pues las mujeres, por costumbre, comían aparte. Sin embargo, se sintió cómodo y con agrado entre su añorada familia. Así que continuó visitando a Coloma y sus hijas no sólo los domingos, sino también un día entre semana. A veces traía algún regalo para las muchachas, en otras ocasiones venía a tratar el negocio de los chinchorros. Mientras conversaban, Coloma se dedicaba a su maquinal labor de retorcer fibra de cumare sobre su muslo desnudo, actividad que consumía la mayor parte de su tiempo. Las jóvenes atendían esmeradamente a su padre; cuando no, se ocultaban en la cocina para fisgonear y cuchichear. Una tarde, mientras Menesio realizaba su habitual visita, comenzó a llover torrencialmente, oscureció pronto y la incesante lluvia le impidió regresar temprano; aún así, se quedó esperando que escampara, pero el aguacero se prolongó indefinidamente. Las mujeres insistieron que no viajara de noche con semejante chubasco, le colgaron un chinchorro en la sala, mientras sus marineros se alojaron en casa 30


de los parientes de Ceferino Daya, primo de Coloma. Esa noche, después que las muchachas se durmieron, Menesio y Coloma continuaron departiendo bajo la lluvia, bajo el imprevisto destello de los rayos y los estruendos consecuentes. De manera muy natural, sin decirse muchas palabras avivaron el fuego en aquellas recónditas cenizas que habían dejado hacía mucho tiempo. Volvieron a juntarse como lo hacían en sus épocas de juventud. Él saboreó su dulce aliento, se abrigó en su fragante y aún negra cabellera. Y ella sintió la agradable presencia de aquel cuerpo recio, ávido de albergue. Después de esa noche, a pesar de todo, Menesio mantuvo su ritmo de visitas, como si nada pasara entre ellos, y Coloma seguía aparentando el recato que había mantenido durante tanto tiempo. Ambos conservaban las apariencias del trato que se daban antes, para no incitar la curiosidad de sus hijas ni de los vecinos. *** Cuando se aproximaba la época de cosecha de caucho, correspondiente al inicio del verano, Menesio apresuró los preparativos, fue dotando al personal de los utensilios necesarios para la cosecha, de enseres personales, ropas y comestibles, bajo el sistema de avance; el pago lo harían con el producto elaborado. Algunos compartirían su pedido con familiares que se quedaban en el sitio. Finalmente se reunió con su hermano Manresio Yaniva, Mapaguare y Ceferino Daya, para instruirles acerca de las actividades que realizarían cada uno. ―Ahora se alistan para que vayan a los barracones. Carguen el "Cirenia" con la mercancía que les voy a entregar y las cambian por caucho, chiqui-chique o chinchorros, también se van con ustedes los brasileros, para que los dejen en Cocuy. Manresio, tú te encargas de la mercancía, aquí está la lista de los precios, pero te encarezco que te ciñas estrictamente a ella, lo mismo que para estipular el precio del caucho, ya tú sabes cuál es el precio por quintal, no pagues ni más ni menos del precio 31


establecido. ―Léame esa lista hermano ―dijo Manresio, pues no sabía leer, que yo me grabo los precios. Menesio tomó el papel y leyó lentamente: ―Bramante, coleta lomo camello, driles y holandilla: de 6 a 8 reales la vara. Arroz y frijoles: 2 a 2,5 reales la libra. Bacalao a 4 reales la libra. Carne salada y queso: de 4 a 5 reales la libra. Tabaco Virginia: de 2 a 2,5 pesos la libra. Tabaco criollo: de 8,10 y 12 reales la libra; en rollo: de 3 a 4 reales la vara. Bueno, en algunos tengo un pequeño margen de ganancia. Otra cosa, Manresio ―agregó―: cómprale únicamente al gomero que no tenga compromiso con los empresarios de San Fernando. No vamos hacer lo mismo que los regatones inescrupulosos. Mapaguare, usted se encarga del vapor, me lo cuida porque de él depende también el sostén de su familia. De todas maneras, el Fogueteiro se va a quedar a trabajar con nosotros, es buen maquinista y va contigo, cuidando de la máquina; pero usted es el que conoce el río, mucho cuidado, pues, con una piedra. Eso sí, les apuesto que no van a tener problemas con otros regatones porque todos se quedarán atrás. Van a ir rápido pero no abusen. Ustedes van a llegar primero a los sitios de barracas para negociar la producción. ¡Caray! Cómo me gustaría ir, pero bueno, tengo que quedarme para terminar todo lo que falta por construir aquí, además, después tengo que viajar a Maroa con Ceferino para recoger mañoco, el caucho y chiqui-chique para bajar a Ciudad Bolívar. ―No se preocupe mi coronel ―dijo Mapaguare―, que con favor de Dios y la Virgen, todo va salir bien, usté va ser el regatón mas rápido del Orinoco. ―No sólo del Orinoco ―añadió Menesio, eufórico―, también del Atabapo, del Casiquiare, del Río Negro, del Guainía, del Guaviare, del Vichada y del Ventuari, ¡sí señor! Bueno, ¡no habrá quien nos alcance! ¡Y menos quien nos pase! ―¿Será, patrón? ―dijo Ceferino. ―¿Cómo? Chico, ustedes no saben todavía lo que tenemos, pero bueno… ¡Vayan con Dios y la Virgen! 32


―¡Vamos con Dios, patrón!

CAPÍTULO IV

on mucho empeño y la ayuda de sus hombres, Menesio Mirelles finalmente terminó la construcción de su casa, a la que llamaron casa grande, imitando la costumbre de las haciendas del país. La estrenó oportunamente en la celebración de la Pascua del año 1872 con un baile sobre el piso de tablas sin pulir, y otro que se prolongó hasta el amanecer del primer día del año 1873. Posteriormente, en los primeros meses del año, terminaron las otras viviendas. Todas quedaron con las paredes pintadas de blanco a base de caolín y el zócalo de gris con un preparado de ceniza. Ahora avanzaban en las obras complementarias y cercas de paloapique o de macanilla. A mediados de año, apenas subieron las aguas, Menesio cargó el "Carlota" y partió hacia Maroa remontando el río Atabapo. Había planeado ir en busca de su hijo Nicasio para llevárselo a Ciudad Bolívar, donde éste pudiese recibir, aunque tardíamente, cierta educación. De regreso, traería a su esposa Vivina. Remolcando una gran piragua, el "Carlota" arrimaba en aquellos barracones donde Menesio negociaba el caucho. Al 33


retornar los cambiaría por mercancía, nunca por dinero en efectivo, pues en aquellos remotos lugares y para aquellos denodados y rudos caucheros, el dinero carecía de valor. El peón cauchero estaba anclado en aquella maraña verde donde ni el trabajo más ímprobo le producía la ganancia necesaria para salir de allí a disfrutar su salario, pues lo poco que ganaba no le alcanzaba para pagar su propio sustento, de tal manera que se hacía esclavo por su deuda acumulada en cada cosecha; así que tenía que conformarse con obtener las provisiones básicas para la supervivencia y esperar: esperar hasta que llegase el fin de su agonía, posiblemente enganchándose en las huestes de algún insurrecto o, en todo caso, en las hordas armadas de su propio patrón, para juguetear con la muerte. El vapor atracó en el puerto de Yavita: hasta allí podía navegar. Desde ese caserío, situado a orillas del río Temi, Menesio Mirelles y su personal atravesaron el istmo de Tuamini caminando hasta Pimichín, donde pernoctaron. Menesio debía esperar allí al capitán poblador para negociar varios quintales de mañoco, alimento de consumo básico del personal en la próxima temporada cauchera. Al día siguiente amaneció lloviznando pertinazmente. No fue sino hasta mediodía cuando el cielo se despejó. No se percibía tiempo lluvioso en la tarde, de manera que el coronel resolvió salir de cacería. Después de almorzar, descansó un rato, luego tomó su chácara y dudó un instante al seleccionar el arma, se decidió por el Winchester en lugar de la escopeta; mas tarde estaba adentrándose en las montañas de Tuamini. Transcurrieron dos horas mientras caminaba sobre la estera de la hojarasca y ramas podridas, bajo la sombra de los grandes árboles, sin que lograra detectar ningún animal. Finalmente, decepcionado, salió a un claro de rastrojo. Imprudentemente alborotó una bandada de aves que revolotearon al instante. Pero él, valiéndose más de su instinto guerrero que del de cazador, hizo varios disparos consecutivos al bando de volátiles y vio caer tres paujíes. Entonces, con la cena segura para él y su gente, se dispuso a 34


regresar. Consideró que había corrido con suerte, pues entendió que su larga ausencia del ambiente selvático había menguado sus facultades sensoriales, de orientación, su sentido de la vista y del olfato... a pesar de todo, con la caza asegurada, se había librado de aquel temor ancestral que subconscientemente le había causado el suspenso del acecho. Ahora podía distinguir, sentir y disfrutar el encanto y la belleza de la selva que trascendió sobre los peligros que él presentía. Se extasiaba de lo fresco del ambiente, los aromas de las flores ocultas, el vaho de la tierra húmeda, donde las emanaciones de la descomposición revelan la simbiosis de elementos naturales en un proceso subrepticio y perenne de constante transformación de la materia; todo esto sostenido por la gracia de la humedad, del agua que alimenta, a través de las numerosas fuentes y afluentes, las vertientes de los colosos Orinoco y Río Negro. Cuando Menesio pasaba por uno de estos caños, de los muchos que había de pasar, observó a un pescador despatarrado en la orilla, estaba como adormecido. Su falta de sigilo al caminar lo hubiese delatado ante cualquiera, por eso se extrañó que aquella persona no percibiera su presencia. Cuando observó con detenimiento, vio algo que lo impulsó a tomar su rifle y no tuvo otra opción que actuar conforme a su instinto. Manipuló rápidamente el Winchester, pero en el momento que estaba apuntando, el joven postrado volteó y se sorprendió. La facción de su rostro era obvia, al verse amenazado, apuntado por un arma de fuego a menos de veinte metros. En el instante que Menesio disparó, el joven espabiló y se lanzó en pos de su escopeta. Pero el mecanismo era lento, tenía que cargar el pistón y montar. Menesio había hecho un solo disparo y dejó el arma a un lado, con movimientos calculados sin perder de vista al asustado joven que aún preparaba su escopeta. Levantó ambos brazos mientras le hablaba: ―¡Tranquilo, muchacho…! ¡Aquiétate…! ¡Fíjate detrás de ti! ¡Tranquilízate, que sólo le disparé a la tragavenado que estaba por engullirte! El joven reaccionó lentamente, dejó de manipular el arma y, con recelo, se volteó para quedar atónito al ver la enorme boa 35


que, con la cabeza destrozada, pendía del árbol. Dio un salto atrás. ―¡Te asusté! ―dijo Menesio ya sosegado―, pero no podía perder tiempo, porque si no la bicha te hubiera atrapado. Efectivamente, antes de lanzar su ataque definitivo, la boa había expedido su vaho adormecedor que, al momento de la aparición de Menesio, ya estaba haciendo efecto en la humanidad del joven. ―Caramba..., señor... ―balbuceó el joven todavía adormitado a consecuencia de la emanación tóxica―. ¡Tronco e'susto me dio! Yo creía que iba a matarme..., pero tengo que agradecerle que me salvó la vida. ―Bueno joven, dé gracias a Dios que casualmente pasaba por aquí. Yo voy de regreso al pueblo, si quieres, me acompañas. ¿Cómo te llamas, ah? ―Nicasio Cabuya para servirle. Caramba, don, no lo acompaño porque voy para Maroa, allá es donde yo vivo. Menesio se sorprendió al escuchar aquel nombre tan familiar, y al mismo tiempo, tan lejano... "Y es que este joven apuesto y corpulento... no puede ser otro que el mismo Nicasio ¡mi hijo! que nació en Maroa el 14 de diciembre de 1858, día de San Nicasio". Recordó que había dicho eufóricamente: ¡Ese va a ser gobernador de la Provincia! cuando lo vio recién nacido al lado la madre hacía catorce años. Esa era la edad que aparentaba el joven "¡Cómo ha crecido aquel pequeño!" ―¿Y tú vives allá con tus padres? ¿Tú eres hijo de Kaimara, no? ¿Tú conoces a Tiburcio Volastero? Yo conozco mucha gente en Maroa. ― ¡Síí, como nó! ―optó por contestar la última pregunta ―. Sí, él es mi padrino. Yo vivo con mi'apá, Ignacio Yapuare y mi'amá. ¿Y usted la conoce? Menesio se estremeció íntimamente al oír las palabras del joven. Ahora no tenía duda de que era su hijo. "Pero... ¿cómo le digo que soy su padre, en estas circunstancias? No puedo, no debo... dice que tiene padre… Mejor espero para hablar con Kaimara, allá en Maroa." 36


―Sí, yo estuve hace mucho tiempo allá en Maroa y la conocí, también te conocí pequeñito... mi nombre es Menesio Mirelles. Yo soy tu... pa...pa… padrino también ―Estaba tan ofuscado que no logró oír las palabras que el joven pronunció a continuación. ―Bueno ―prosiguió después de ordenar sus pensamientos mientras instintivamente limpiaba su arma―, tengo que ir a Maroa en estos días. Yo te buscaré por allá, de pronto tengo un trabajo para ti, si quieres. ―Está bien, señor Mirelles, mire, yo le voy a quitar el cuero a la culebra, para que usted se lo lleve, eso es rápido, no me demoro mucho. ―No, m'hijo, mejor quédate con él y lo vendes, más bien te ayudo porque se va a hacer tarde ―propuso, tratando de permanecer más tiempo con aquel joven que el destino le había presentado en aquella sorprendente circunstancia. Despellejaron la boa intercambiando opiniones sobre cuestiones de cacería y animales. Finalmente, al salir a la senda principal, se encaminaron por rumbos opuestos. Nicasio andaba flamante por haberse iniciado hacía pocos días como miembro de su tribu, los baré, en una ceremonia inolvidable. Se trató de un rito de gran contenido espiritual. Junto a otros jóvenes, para comenzar, lo pintaron de rojo con chica, le taparon la cara para evitar, en el futuro, las arrugas y el kute. También le pintaron los pies y las pantorrillas, eso para evitar la mordida de animales ponzoñosos. Después, los iniciados oyeron un ruido como el de un trueno, en cuatro oportunidades; sintieron a la vez un tropel de animales que los rodeaban. Cuando la Madre de Kúwe oyó el ruido en el cielo, se asomó y sobrevino un silencio absoluto…En ese momento, apareció Mádzalu, el Maestro de Iniciación y les reveló a los jóvenes la presencia de los "animales" que allí se encontraban. Les impartió los consejos y les reveló los secretos que ellos guardarían toda su vida. "¡Es malo hacer lo que no le conviene a uno hacer, tal como robar, vivir en casa ajena, jembrear mujer ajena! Eso es peligroso. Hay que 37


trabajar…" Y al terminar los consejos, Mádzalu y los observadores comenzaron a chaparrear a los iniciantes para sacarles la flojera y los malos pensamientos, para que sintieran el dolor que tendrían que vivir como guardianes de aquellos misteriosos secretos. Después los llevaron a un claro de la selva (Táli), para un ayuno de tres días, mientras los demás bailaban en la plaza. Al acercarse el fin del ayuno las madres de los ayunantes prepararon la comida, la colocaron en el Kalídama y la llevaron a la puerta del Táli, caminando en parejas, a cada paso se detenían y se daban chaparrazos una a la otra. En el Táli los jóvenes se colocaron alrededor del Kalídama y cantaron wayanúa. Cada canto era interrumpido por el grito del Kúwe: "¡Hi Hi Hi!" Luego en silencio, el Maestro abrió la Kalídama que venía tapada con hojas de yagrumo. Pero no la repartió, solo le sopló humo del cigarro en el momento que tronó el tropel de "animales" y la volvió a tapar hasta el día siguiente. En la mañana se volvió a sentir aquel estruendoso ruido de los "animales" o de Kúwe en el Táli. Los volvieron a pintar de rojo. A cada iniciado le dibujaron un "tótem". A Nicasio le dibujaron un guacamayo como su Imákanasi. Los alinearon de pie frente al sol naciente. La primera comida era ají picante. Lo mordieron y escupieron hacia el poniente que es el camino malo, como lo determinó Nápiruli, el creador. Después les dieron batata para conservar los dientes, y así fueron comiendo toda la comida mientras el Maestro de Iniciación los amonestaba nuevamente… ―Bueno, muchachos, eso es todo ―dijo el Maestro―, aquí tengo un calmante que yo les voy a dar. Nicasio suspiró aliviado pero… ―¿Cuántos chaparrazos le voy a dar a tu hijo? ―preguntó el iniciador al papá de Nicasio. ―Dale solamente dos, nada más. A otros, que no eran tan obedientes como Nicasio, les mandaron hasta seis zurriagazos. Después que todos los iniciados recibieron látigo, brincaron al Táli los familiares, parientes y cuñados. Se cayeron a latigazos entre ellos, indiscriminadamente. Así pues, todo el que estaba en el Táli 38


salió con la espalda tasajeada. Después fueron todos a bañarse al río, desnudos, en la oscuridad. Finalmente le buscaron pareja a cada uno de los iniciados y empezó el baile. *** Al poco tiempo de haber anochecido, Menesio, enchinchorrado bajo un mosquitero, meditaba complacido de haberse encontrado con su hijo. Aunque estaba seguro que lo encontraría, nunca se había imaginado hacerlo bajo aquella singular circunstancia; su intención era buscarlo para que viviese con él. Ahora estaba seguro que aquel encuentro había servido de vínculo para cuando llegara el momento de revelarse ante él como su padre biológico... Sin embargo no encontraba la manera de decírselo. A día siguiente, Menesio bajó en un bongo con sus bogas por el caño Pimichín hasta Maroa. Allí fue recibido con mucho afecto por viejos amigos: el negro coriano y dicharachero Tiburcio (Mocho) Volastero, Saturnino Afanador, el petulante letrado guayanés; Nicanor Cansino, el parsimonioso granadino y otros, con quienes departió afectuosamente. Después de almorzar en casa de Tiburcio, dio un paseo por el poblado, observando que todo estaba casi igual a como lo había dejado hacía catorce años, cuando había salido a combatir a Serapio Almao y los traficantes de El Desecho. Pasó por la casa donde vivió con Madame Carlota Cazabat y recordó placenteros y torrenciales momentos de sus vidas. Buscó la casa de la que fue su otra mujer, Kaimara. Pero ya no vivía allí. Más tarde, su antiguo sargento, el ocurrente Mocho Volastero le informó que, a pocos años de haberse ido él, ella se había metido a vivir con un marinero, un buen hombre que le había dado cinco hijos más y que había criado a Nicasio como propio. ―Nicasio es un buen muchacho, compadre ―dijo para concluir, ¡como creció ese carajito! Ya es un zagaletón ¡Ah! Mire, compadre, él aún no sabe que usted es su papá. ―Si hombre, compadre, él no lo sabe, pero es bien raro que 39


nadie se lo haya dicho. ―¡Noo, que va! Nadie le ha dicho que es usted, sino que es un hombre blanco que ensebó las alpargatas, se fue para siempre pues, eso fue lo que propagó la comadre. ―Vamos hasta allá ―dijo Menesio, ansioso de reencontrarse con su hijo. Kaimara lo recibió con cariño y admiración como acoge la gente humilde a los suyos, sin rencores ni recriminaciones. De aquella belleza juvenil que él disfrutó, ella solo conservaba sus ojos melancólicos y almendrados, y su cabellera endrina larga y caudalosa. Los partos, el trabajo duro, la inclemencia del clima y del tiempo, habían hecho estragos en el resto su humanidad. El joven Nicasio apareció de imprevisto. ―¿Cómo está, don Menesio?... ¡Padrino, bendígame! ― rectificó y se hincó de rodillas cruzando los brazos. ―Dios me lo bendiga m'hijo ―dijo Menesio y lo saludó con afecto, sintiendo un impulso de darle un abrazo, pero se limitó a darle la mano. ―Bueno ―dijo Nicasio―, ya le conté a mi mamá como usted me salvó la vida cuando nos topamos en Yavita. Bueno, está en su casa don Menesio, digo… padrino. Después de un lapso de engorroso silencio, Menesio intervino: ―Bueno, Nicasio, aquí estoy como te prometí, venía a ofrecerte el trabajo del que hablamos. Aunque tú todavía estás en la edad de estudiar. ―Caramba, padrino, pero déjeme preguntarle a mi'apá y después yo le digo. ―Sí, cómo no, así se hace ―dijo Menesio, fingiendo, pues al oír que su hijo llamaba papá a otro, sintió como una punzada en su corazón―. Tienes bastante tiempo para pensarlo, porque yo regreso la próxima semana. ―Bueno, está bien, me da pena con usted, pero es que tengo que irme a recoger un kacure; después le llevo unos cabezones a su barco. Con su permiso ―dijo respetuosamente para despedirse. 40


―Bien pueda, joven ―respondió Menesio mientras lo seguía con la mirada. Sería el vivo retrato de su abuelo paterno, aquel cuerpo en pleno desarrollo, nariz gruesa, ojos y pelo castaños. La única diferencia estaría en su escasa vellosidad corporal, por herencia materna. ―Él me contó que usté le salvó la vida ―dijo Kaimara cortando la reflexión de Menesio―, y lo respeta mucho por eso, pero él no sabe nada de usté, él cree que su papá es ese mi marío, y ese lo quiere mucho. Su tío Tarsicio no le ha dicho nada, ni su padrino Tiburcio tampoco, porque usté, maluco, se fue y no vino más nunca. ―Está bien ―dijo Menesio―, no le digas nada todavía, hay que darle tiempo. Bueno, dile que yo soy su padrino y quiero que se venga a vivir conmigo, para que estudie. ―Bueno, Menesio, yo no voy a decirle mentira, yo hablo con él ahora, pero ése no me hace caso, él es tranquilito pero no me hace caso, a ese mi marío, sí. Yo voy hablar ahora con él pa' que se vaya con usted, aquí no hay otro trabajo para ese muchacho, puro talar conuco y pescar. No hay escuela tampoco. Y ese cauchero no paga nada tampoco. Ese mi marío no quiso trabajar más caucho porque se avanza y no puede pagá nunca, entonces él ahora hace curiara y la vende. Hace soga de chiquichique y la vende. Con eso nosotros comemos y vivimos decentemente. ―Está bien, mira Kaimara, te voy a dar estos pesos para que le compres algo a tus hijos... ―¡No, no! Yo no quiero más nada de usté. Pa'mí, usté se perdió bien lejos hace mucho tiempo. Yo siempre dije: ese hombre maluco se murió pa'mí. ―Bueno pues, entonces dáselo a Nicasio, porque él sí los necesita para viajar. Toma, mujer ¡no sea necia, caray! Kaimara tomó las monedas indiferentemente y se despidieron. Cuando Menesio regresó, una semana después, ella le informó que su padrastro lo habían convencido de que era lo mejor. ―Bueno ―indicó Menesio―, dile que salimos mañana de madrugada, que esté a tiempo en el puerto. 41


Tres días después, Menesio bajaba el Temi en el "Carlota" con rumbo a Laja Alta. Mientras tanto, Nicasio andaba maravillado en aquel barco de hierro y pronto olvidó la nostalgia por su curiara, sus kacures, sus espiñeles y sus caños. Era éste su mundo, también maravilloso; pero ya había despertado en su agitada imaginación, la idea de averiguar qué había más allá de aquel pequeño mundo que ahora apreciaba como una jaula de barras de gigantescos árboles, tan nutridos que le impedían descubrir el horizonte lejano de otros lugares, ni siquiera cuando trepaba hasta la copa de la ceiba más alta. Pero estaba seguro que el piso de esa jaula, anegadizo de aguas profundas y misteriosas, sería la vía para escapar. Después de dejar atrás el cauce curvilíneo del Temi, en el Atabapo, el vapor se desplazaba a tal velocidad, ocasionando tanta marejada, que zarandeaba las curiaras y bongos que pasaban cerca de ellos, como para hacerlos zozobrar. Nicasio observaba envanecido el gesto de asombro de los atónitos bongueros y pescadores, así como el de los pobladores ribereños cuando orillaban a un barracón. El ruido que el motor producía y el humo expulsado por la chimenea, lo extasiaban. Todo aquel maravilloso sistema mantenía al joven en agitación constante tratando de entender ese misterioso mecanismo que originaba tal potencia para desplazar el barco más grande que jamás había visto hasta entonces. Después de recorrer todos los sitios accesibles del vapor, Nicasio subió a la torreta donde se encontró con Ceferino Daya al frente del timón. Atosigó al timonel con preguntas hasta que Menesio, conmovido por el interés de su hijo, desde su camarote le pidió a Ceferino que le cediese el timón por un rato. Entonces, el joven fascinado piloteó el barco que jamás se había imaginado. Con emoción desbordante, se formó la ilusión de que algún día tendría su propio vapor, uno como ese, para ir de caserío en caserío, de barracón en barracón, de sitio en sitio, llevando en su barco la ilusión y el anhelo que en él había provocado aquel producto de la inteligencia humana aplicado a la navegación fluvial. Al mismo tiempo tendría la oportunidad de escapar de aquella jaula de 42


árboles, hacia el mundo desconocido. También pasó por su agitada mente que algún día demostraría su poder sobre los demás. Soñó que algún día sería, como su padrino, un regatón.

CAPÍTULO V

TRES AÑOS MÁS TARDE... os hombres caminaban chapoteando bajo el torrencial aguacero. Casi no veían por donde avanzaban, pero el coronel Menesio Mirelles, a pesar de que el agua chorreaba por el ala de su sombrero, no perdía de vista al guía que los conducía a la capilla donde velaban al gobernador del Territorio. Los relampagueantes destellos iluminaban el camino intermitentemente, lo cual permitía la orientación al guía. A lo lejos, una banda de centelleos se alejaba pausadamente hacia el sur, dejando tras sí, en total oscuridad, la bóveda celeste. El día anterior, al atardecer, habían traído el cuerpo exánime del gobernador Francisco Michelena y Rojas por el camino de las montañas del istmo de Tuamini o Pimichín. Caía un fuerte aguacero que había comenzado con un arrasador chubasco. ―Un chubasco bien fuerte que tumbó bastantes árboles y partió ramas, y después ¡palo de aguacero! mi coronel, ha estado lloviendo seguido, sin parar... Un centellazo seguido del estridente trueno interrumpió a 43


Tarsicio Mure, que venía acompañando a Menesio desde el puerto. Tarsicio, que estaba recolectando mañoco en ese puerto, continuó narrándole a su patrón los pormenores del accidente que había sufrido el gobernador, y que él, a su vez, había escuchado de otros. Por la mejilla mojada de Menesio, corrió una lágrima que fulguró a la luz del relámpago. Apenas escuchaba la voz gutural de Tarsicio, tanto por su apesadumbre como por el intenso sonido provocado por el azote de las aguas. Otro relámpago prolongado permitió la visión general del poblado, cuando estaban llegando a la capilla. Durante el transcurso de la tormenta, un halo de tristeza envolvía a los habitantes del pequeño poblado de Yavita, para entonces la capital del Territorio Amazonas. Era la noche del 27 de septiembre de 1876. El gobernador había expirado hacía una hora, exactamente a la una de la madrugada. Menesio venía en un viaje de rutina, ya había anochecido y buscaban un sitio apropiado para arrimar, cuando se cruzaron con un grupo de cazadores amigos que bajaban el Atabapo rumbo a San Fernando. Por intermedio de ellos se enteró del infausto accidente que había sufrido el gobernador. Era peligroso viajar durante la noche por el sinuoso Temí, sin embargo, continuó navegando en la oscuridad, hasta llegar al puerto de Yavita cuando faltaba poco para las dos de la madrugada. Menesio Mirelles se quitó la ruana de caucho, la sacudió en el umbral de la puerta y se la entregó a Mure, luego se secó la cara cubierta de escasa barba y exprimió su pañuelo empapado. Después, solemnemente, se acercó al cadáver y se postró al tiempo que se persignaba y rezó las oraciones que conocía desde su infancia: el Padre Nuestro, el Ave María y el Gloria. Cuando se incorporó, detalló el rostro del difunto: sus ojos que eran pardos, cerrados por siempre, su piel blanca aún mantenía su tono de vida, nariz regular, cejas y pelo castaño; su cuerpo de estatura regular estaba cubierto con una sábana blanca. Muchos vecinos estaban dentro de la capilla, sentados o parados pero alejados del cajón fúnebre, permanecían en absoluto silencio. Sólo se oía el resonar del aguacero y los 44


truenos que cada vez retumbaban menos, tanto como se extinguían los fugaces rayos. Menesio Mirelles meditó largamente al lado del difunto. Después se retiró hacia los bancos de tablas, colocados contra las paredes laterales. Mure le cedió su puesto y le presentó al capitán poblador de Yavita, Ignacio Carauina, que también venía en la comitiva del gobernador. El capitán espontáneamente comenzó a relatar los pormenores del accidente que acabó con la vida del insigne explorador y por dos veces gobernador del Territorio Amazonas. ―Mucho chubasco, mucha brisa, ventarrón muy fuerte que tumba rama y cayendo sobre nosotros, pero gobernador, viniendo en chinchorro cargado por hombres, cuando cayendo esa rama grande sobre ese catire, esos, los cargadores, no pudiendo apartarse a tiempo y bueno... mucho aguacero desde antier hace dos día que está lloviendo, nada que escampa y nosotros trayendo al catire rapidito para ver si racional curándolo aquí, pero nada, ya estando muy viejo y no aguantando golpe muy duro en cabeza. Hace poquito no más, catire se murió. Ignacio Carauina se sintió muy afligido y no dijo ni una palabra más. Entonces el coronel manifestó: ―Era muy intrépido, si hubiese esperado mi llegada, tal vez no hubiese pasado esto. Pero que va, así viejo como estaba, con setenta y cinco años encima era muy inquieto. Eso sí, era un hombre de mucha cultura, sustentada no sólo en su abundante lectura, sino en la experiencia que facilita el haber recorrido varias veces el mundo, ya sea en frágiles embarcaciones o en grandes navíos a vela. Hablaba varios idiomas, era gran conversador e investigador de usos y costumbres, andaba siempre bien vestido, su figura se elevó en el comadreo de la Caracas de su tiempo. Lo llamaban el viajero universal, era un trotamundos incansable, pero también fue periodista, explorador, aventurero, geógrafo, político y diplomático. Decía su amigo Manuel Vicente Montenegro que para don Pancho "viajar era tan indispensable como lo era comer, bañarse, a lo que atribuía su envidiable salud: dormir tranquilo y tener algo para leer"... Y 45


¡quién lo creyera!: un hombre que anduvo por los cinco continentes, vino a morir aquí... Lástima que no dejó hijos, permaneció soltero toda su vida. "Se le calificaba de loco por sus excentricidades, por ejemplo, decía que el voto de castidad es el absurdo más grosero que la vanidad del hombre ha podido inventar, que viola la primera ley de la naturaleza, que nunca puede cumplirse. Pero resulta que una vez me comentó que permaneció sin contacto con mujer alguna durante veinte años." ―¡Bersia!―exclamó uno. ―Bueno, chico ―dijo Menesio dirigiéndose a Tarsicio Mure ― ¿tú recuerdas toda la acción que tuvimos en el Desecho en el año 59, cuando yo era Delegado de la Frontera en Maroa? ―Sí, comonó, cómo no me voy acordar mi coronel, bueno, ¡ah malhaya! desde esa vez aquí no se pelea arrechamente, ahora lo que hay es pura escaramuza a cada rato. ―En aquella oportunidad ―recordó Menesio Mirelles―, cuando él visitó Maroa como gobernador, solicitó los libros de cuenta de una pulpería y encontró que una vara de tela de zaraza valía cinco pesos, muy por encima de su verdadero valor, entonces tomó los papeles y los lanzó al río, furioso ante tan desproporcionada especulación. Esa vez, intentaron derrocarlo dos veces. Primero, en 1858, Casimiro Isava y Eduardo Julia García y otros facinerosos, que ya habían sido sentenciados por el juez provincial a ser expulsados de la Provincia, se rebelaron y trataron de deponerlo con las armas. Pero él, con el apoyo de la guarnición militar, resistimos y los vencimos; no obstante, los bandidos esos, huyeron. Después a mediados del 59, volvió el mismo Casimiro Isava a sublevarse para destituirlo por la fuerza, esta vez en compañía de Marcelino Cuicar, Policarpio Díaz y otros, pero de nuevo la guarnición militar los sometió, en ese tiempo veníamos de El Desecho, ¿te acuerdas Tarsicio? ―¡Sí, comonó! ―Bueno ―prosiguió Menesio―, ese año viajamos para Angostura o Ciudad Bolívar como se llama ahora, donde él fue a gestionar el envío de más efectivos militares y colonos para la 46


Provincia. Allá me separé de él por un contratiempo que tuve y fui a parar a Barinas, en plena guerra federal cuando me incorporé a las tropas federales del general Zamora. ―¡Caramba! mi coronel ―dijo Tarsicio Mure―, por cierto, hace tiempo que usté no habla sobre eso. ¿Cuándo va a echarnos otra historia de esa guerra, mi coronel? ―Bueno, será en otra oportunidad, ya habrá bastante tiempo, pero ahora voy a recostarme un poco porque mañana hay mucho que hacer. Menesio Mirelles consultó su saboneta. Eran las cinco de la madrugada, ya los gallos comenzaban a cantar cuando llegó a su barco, subió al camarote y se metió en el chinchorro. Tenía mucho frío y la llovizna continuaba; era su tiempo favorito para dormir, sin embargo, su pensamiento se concentraba en la sorpresiva muerte del gobernante, su amigo y benefactor. No pudo conciliar el sueño, recordando las apretadas jornadas realizadas por el difunto gobernador en su breve mandato. Su llegada y efusivo recibimiento en San Fernando a comienzos del año y su rápido traslado a la desolada aldea de Yavita, fundada por el jefe indio Yavita en 1759, ahora flamante capital del Territorio Amazonas de los Estados Unidos de Venezuela, decretada por el presidente Guzmán Blanco para consolidar la soberanía del país, frente a las pretensiones territoriales del país vecino. Menesio observó la acción del paso de los años sobre su amigo, después de tanto tiempo que no se veían; pero aún andaba enérgico al igual que en su primer mandato. Comenzó a ejecutar rápidamente su plan de obras, a patrocinar la fundación de pueblos con el apoyo de los jefes locales, así se fundaron los pueblos de Murciélago, en la margen izquierda del Río Negro, entre San Carlos y Santa Rosa de Amanadona que fundó el jefe baré Andrés Curubuyari; San Juan Benito por segunda vez, por el jefe baniva Enrique Yaniva; y Democracia en la margen izquierda del Guainía, por el señor Manuel Añez. Durante aquel encuentro el gobernador le había ofrecido el empleo de Comandante de la Guarnición de la Frontera con cien hombres bajo su mando, pero muy sutilmente rechazó esta oferta, prefiriendo continuar con sus actividades 47


comerciales, principalmente porque, conociendo al mandatario, sabía que éste no aceptaba el ejercicio de esta actividad, mientras se ejerciera la autoridad. Prefirió apoyar la gestión del gobernador Michelena con todo los recursos de su empresa, especialmente dedicándose a construir el camino entre Atures y Maipures, y otro entre Yavita y Maroa. También estaba dispuesto a negociar las dos embarcaciones de gran porte para que el gobernador visitase las Prefecturas o Departamentos del extenso territorio; todo esto, como estaba previsto en los artículos 2º, 28º y 38º del Decreto presidencial del 11 de febrero de 1876, con el que se organizaba al Territorio. Así pues, Menesio había escogido un camino, pensando en los beneficios del negocio de compra y venta de productos forestales, principalmente de caucho, recorriendo los ríos en su veloz barco, de barraca en barraca, de orilla a orilla. Estaba muy orgulloso de sus propiedades, especialmente los vapores, y satisfecho de los dividendos que le producían. Eran barcos de casco de hierro y toldilla de madera, los primeros que navegaban aquellos ríos y eran motivo de asombro por su máquina a vapor, pero también provocaban envidia y aversión, sobremanera a los demás regatones. Esta agilidad le había dado fama de ser el regatón más rápido de Río Negro. Sin embargo, desde hacía poco tiempo, había pensado en dejar esa actividad, estaba dispuesto a abandonarlo todo, cederla a sus hijos para dedicarse a colaborar con el gobierno de Francisco Michelena y Rojas, con quien había trabajado hacía mucho tiempo, cuando era teniente. Empero la muerte intempestiva del mandatario, lo liberaba de aquel compromiso. Continuaría su oficio de regatón; no obstante, antes debía cumplir con la última misión que el difunto mandatario le había encargado. Lamentaba sí, dejar de combatir abiertamente a los traficantes, negociantes explotadores e inescrupulosos que pretendían seguir el ejemplo de los depresores capataces y empresarios brasileños ―y la mayoría lo lograba―. Sus métodos y procederes eran los mismos de aquellos, aunque en menor 48


grado: mano de obra indígena casi gratuita, trabajo forzado dirigido por capataces rigurosos y sanguinarios; crueles torturas y martirios como castigo hasta por leves faltas. Además de llevar el sistema de avance a un régimen de esclavitud que encadenaba al trabajador a una deuda cada vez mayor en cada cosecha. Todo estaba en proceso, pero los designios de los amos de la selva se interpusieron... Menesio se levantó de la hamaca insomne y se dispuso a bañarse en el río, el agua estaba fría y eso lo reconfortaría; después regresó al velorio. En la mañana, continuaba el cielo encapotado regando una fina llovizna. A media tarde enterraron al gobernador en la capilla de bahareque y techo de palmas que él mismo había mandado a construir. Durante el acto del sepelio, el coronel Mirelles intervino para destacar algunos aspectos de la vida del difunto que había recopilado anteriormente, porque conocía muy bien la trayectoria del explorador. No obstante, había tomado algunas notas del diario de aquél, principalmente sobre las fechas de los sucesos. ―Francisco Antonio Michelena y Rojas, viajero alrededor del mundo, miembro de la Real Sociedad Económica Matritense y de la Real Academia de Arqueología y de Geografía de la misma; primer explorador venezolano...―manifestó Menesio con voz bronca, mirando de reojo el papel que sostenía en su mano izquierda con los datos acerca de la vida de aquel ilustre compatriota. Menesio se refirió al difunto con mucha admiración, resumiendo su interesante trayectoria en muchos campos del quehacer humano: Michelena y Rojas nació en Maracay el 26 de mayo de 1801. Su primer viaje lo realizó por Europa vía Saint Thomas partiendo desde La Guaira. En París ingresó a la Universidad donde cursó los primeros años, pero su ansia de viajar lo llevó a Valencia, León, Roma, viajó por casi toda Italia, incluyendo los estados pontificios. A los veinticuatro años ingresó a la carrera diplomática y se le designó Secretario de la Legación de Venezuela en el Perú. Pero ni el Libertador Simón Bolívar ni Santander estuvieron 49


conformes con su desempeño. Entonces el joven Michelena partió desde Lima y tomó la vía de Quito, Guayaquil, Pasto, Popayán y Santa Fe de Bogotá. Vía Cartagena se marchó a Nueva York y desde allí a Europa, a Liverpool y Londres. En 1828, ingresó de nuevo al servicio diplomático. Desempeñó el cargo de agente confidencial de Colombia en México, allí fue víctima casual de los sucesos de una conmoción política denominada "La Acordada" donde las turbas saquearon la ciudad y expulsaron a los españoles. En 1829, una vez disuelta la Gran Colombia, el presidente neogranadino Joaquín Mosquera decide la eliminación de la agencia confidencial y Michelena regresó a Bogotá desde Veracruz. Luego volvió a México y a Nueva York, regresando posteriormente a Venezuela. Ejerció el periodismo durante el tiempo que permaneció en Caracas. Editó los periódicos "Reformas Legales" en 1837 y "La Verdad" en 1839, donde planteó cuestiones culturales, literarias y políticas del momento. Nuevamente se fue al exterior, esta vez a México donde permaneció un año, regresando a Caracas en 1841. En los meses sucesivos retornó a Europa, vía Puerto Rico―Saint Thomas, visitó España, Francia, se embarcó para África y recorrió Túnez y Argel, regresó a Malta, pasó a Italia, luego a Londres y regresó a Caracas desde Liverpool para obtener recursos y así cumplir su ansiada meta de recorrer el mundo entero. Se embarcó nuevamente en La Guaira por la ruta de México y recorrió este país, de este a oeste. Por la ruta del Pacífico visitó las islas Sándwich, Hawai, Tahití, Roasent, Bombay, Guam, Manila, Macao, Singapur, Calcuta, Golfo de Adén, Suez, Alejandría, Siria, El Cairo, El Pireo. Luego cruzó el Mediterráneo, Esmirna, Atenas, Constantinopla, regresa a Esmirna donde abordó un barco que en 61 días lo llevó a Boston y desde aquí fue por tierra a Nueva York, desde allá regresó a Venezuela en barco hasta La Guaira, en 21 días. 50


En 1842 Michelena publicó unos cuadernos con los relatos de sus viajes a Oceanía, luego se fue a Madrid para imprimir su libro "Viajes científicos en todo el mundo desde 1822 hasta 1842", con la narración de su extenso viaje por Oceanía, describiendo paisajes, personas, costumbres, hechos y sucesos. Fue el resultado de 20 años de viajes por todo el mundo. En 1847 el presidente del Ecuador Vicente Ramón Roca lo designa agente confidencial de aquella nación en Madrid, Paris y Londres. En esa oportunidad denunció y desbarató una conspiración del ex presidente Juan José Flores y la reina Cristina de España contra el gobierno legítimo de Roca. En 1850 actuó como defensor de su hermano Vicente y del licenciado Francisco Aranda. El juicio iniciado en 1847, concluyó en 1850. Fue un triunfo para Michelena como conocedor del derecho que había estudiado en la universidad de París. Como hecho curioso, correspondió al mismo Aranda designar a Michelena para que realizara una exploración del Territorio Amazonas y ser agente confidencial en el Brasil, el año de 1855. Desde esa oportunidad comenzó a viajar hacia el Sur de Venezuela. En 1855 la primera vez, luego volvió en 1857, como gobernador de la Provincia de Amazonas, nombrado el 6 de julio de ese año. Después viajó en 1859; los dos gobernantes accidentales que suplieron su ausencia, contrariando su política, lamentablemente cometieron muchas exacciones. En septiembre de aquel año cesa en sus funciones y el 19 de octubre del mismo año hace entrega del despacho, por inventario, a su sucesor Manuel Bermúdez. Finalmente, había regresado en 1876 de nuevo como gobernador del Territorio. En ambas oportunidades su administración fue corta pero progresista. Trató de mejorar las condiciones de vida de los indígenas y acabar con la explotación de los mismos, así como los monopolios y la corrupción inescrupulosa. Contra él, hubo dos intentos de derrocamiento que pudo controlar a tiempo con mucha energía, perpetrados por personas afectadas por sus decretos contra el expolio, las irregularidades y la violación de las leyes. 51


El resultado de los viajes y exploraciones de Michelena y Rojas fue un libro que le costó sinsabores, audiencias, esperas, cartas van y cartas vienen antes de ser publicado. Finalmente, la obra fue publicada en Bruselas, en español. Tiene fecha de 1867 y ostenta un largo título, pero es mejor conocido con el resumido título de “EXPLORACIÓN OFICIAL". En dicha obra describe paisajes, señala distancias y de continuo corrige al sabio Alejandro de Humboldt, aunque a veces el mismo Michelena comete errores muy evidentes. Es notable el empeño de Michelena a todo lo largo de su voluminosa obra de 648 páginas, de enmendarle la plana a Humboldt. En 1859 en Caracas, publicó la primera entrega de un cuaderno de 16 páginas sobre sus viajes por el Asia, titulado "El Asia, dividida en dos grandes regiones políticas: China e India" En 1860 Michelena fue diputado al Congreso donde tuvo varios altercados verbales con Juan Vicente González y Pedro José Rojas. Al año siguiente, protestó la firma del convenio con el Brasil, donde Venezuela perdía derechos sobre más de 12.000 leguas. Realizó una destacada actuación en contra de la proclamación de la dictadura del General Páez. En su discurso en el teatro Caracas el 25 de agosto de 1861 dio una clase de historia, fluida y largamente discurrida, censurando la actitud del General. En un intento de silenciar su voz en el congreso, el gobierno del General Páez lo designó ministro de Venezuela en el Ecuador, para tratar asuntos pendientes de la deuda de la extinguida Gran Colombia y la parte que le correspondió a nuestro país. Misión que cumplió a cabalidad. Su peregrinación lo llevó por última vez a Europa. Fue hasta Egipto para representar a Venezuela en la inauguración del canal de Suez, el 16 de noviembre de 1869. Volvió a Venezuela en los primeros meses de 1873 y en esos tiempos, apoyó decididamente el rompimiento del presidente Guzmán Blanco con la Iglesia Católica. El Presidente lo nombró gobernador del Territorio Federal Cristóbal Colón, cargo que ejerció hasta 1875, Al año siguiente regresó al 52


Territorio Amazonas como gobernador. Menesio terminó su intervención diciendo: ―El país ha perdido un hijo prominente y Amazonas perdió más, perdió su explorador, su bienhechor, perdió un excelente gobernante y un inolvidable amigo. Solo nos queda el consuelo y el honor de cobijar sus restos mortales bajo esta tierra que él recorrió extensamente y tanto quiso. Amigo Francisco, yo te prometo, a nombre de mis paisanos, que vivirás para siempre en el corazón de los amazonenses. Descansa en paz. Un silencio abrumador invadió el ambiente durante un tiempo indefinido que fue roto por el sonido de las paladas de tierra. Tierra a la tierra, polvo al polvo…y en polvo se convertiría… De pronto, la voz de mando y la sucesiva descarga de salvas disparadas por los milicianos de la guarnición territorial, sobresaltó a la gente acongojada. Simultáneamente, las aves invisibles entre las cepas arbóreas se alzaron en vuelo estrepitoso y desaparecieron de nuevo, esta vez tras las nubes grises que aguardaban impacientes para verter el próximo aguacero.

CAPÍTULO VI

l coronel Mirelles, aún afligido, fue a la casa de gobierno para entrevistarse con el gobernador accidental, Martín Jiménez Gómez, a la sazón Prefecto de Yavita. Entre sorbos de café 53


conversaron extendidamente acerca de la misión que el gobernador Michelena y Rojas le había encomendado a Menesio, también trataron asuntos relacionados con las obras que había emprendido el difunto gobernador y la necesidad de continuarlas. Asimismo el gobernador le comentó a Menesio, su desconcierto y la de muchos coterráneos, por la decisión del Gobierno Nacional de trasladar la capital desde San Fernando hasta Yavita, un caserío de escasa población y, mucho más, alejada del centro de poder. Menesio Mirelles le explicó que la intención del Presidente era consolidar la soberanía y reafirmar los derechos del país sobre aquella región que se extendía hacia el sur hasta el río Caquetá. Después de su exposición, le mostró al gobernador un facsímil del decreto del 11 de febrero de 1876 del presidente Guzmán Blanco, reorganizando el Territorio Amazonas. ―Permítame leerle ―expuso el documento― algunos artículos que considero primordiales: Artículo 14º―Para los cargos de Capitán Poblador y Juez de Paz se nombrarán preferiblemente indígenas. Artículo 17º―El Gobernador elegirá cuatro Sujetos para formar un Consejo, cuyo secretario será el Secretario del Gobernador. Este Consejo asistirá al Procurador designado de acuerdo al artículo 16º. Artículo 19º―Los prefectos elegirán en su Departamento a cuatro individuos, de los cuales dos indígenas por lo menos, para integrar un Consejo Municipal, que deberá reunirse una vez por semana. Artículo 20º―Uno de los Concejales servirá de Síndico o Defensor Nato de todo indígena que acuda a él buscando amparo. Artículo 22º―En San Fernando, Yavita y San Carlos, se establecerán Escuelas de Primeras Letras, donde se enseñará a todos los pobladores y en especial a jóvenes y niños, etc., etc. Artículo 25º―El gobierno Nacional enviará tres Curas Párrocos, uno por cada capital departamental, etc., etc. Artículo 26º―El Gobierno Nacional construirá una Capilla para cada Párroco y fijará el monto de la asignación mensual que pagará a cada uno de ellos. Artículo 28º―Se procederá de inmediato a la construcción de un

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camino entre Atures y Maipures, y otro entre Yavita y Maroa. Artículo 31º―Se establecerá con indígenas conocedores de los ríos y de los caminos de la región, un Servicio de Postas y Correos y uno de Bogas, Patrones y Prácticos; debiendo el Gobernador compensar estos servicios con alimentación adecuada y remuneración. Artículo 35º―Por el Ministerio de Hacienda se dictarán las medidas necesarias para el establecimiento de una aduana, para las importaciones de Colombia, en el punto limítrofe con Venezuela, que es donde se reúnen el Guayabero con el Ariari, para formar el Guaviare. Esta oficina deberá establecerse entre tanto, en San Fernando de Atabapo y se faculta al Gobernador del Territorio para que la vaya situando hacia el Este, hasta que pueda definitivamente colocarse en el punto mencionado. Artículo 40º―Se procederá de inmediato a montar los cañones de las fortalezas de San Carlos de Río Negro y de San Felipe Neri, al igual que los existentes en San Fernando de Atabapo.

―Los demás artículos que no subrayé ―prosiguió Menesio Mirelles―, es bueno que los lea después. Pero estos que leí son muy importantes para la reafirmación y consolidación de la soberanía nacional en este territorio. ―No tenga cuidado, mi coronel. Precisamente, sobre eso ya se ha adelantado bastante, el gobernador Michelena construyó treinta casas, una escuela, esta casa para oficina del gobierno territorial y también la capilla… Por cierto, la verdad es que yo no entiendo como el Presidente por un lado confisca los bienes de la Iglesia y por otro ordena enviar curas a los pueblos y construirles capillas. ―Bueno, me parece que el fondo del asunto es evitar la intromisión de la Iglesia en la política y separarla de los asuntos del Estado. ―¡Aah bueno! Será eso ―continuó el gobernador―. Don Francisco también ordenó el montaje de los cañones en las fortalezas del Río Negro y San Fernando; organizó con indígenas y criollos la Milicia Territorial y la armó con revólveres, fusiles y machetes que nos envió el Presidente Guzmán. Por 55


otra parte, ordenó la construcción de un cuartel en Santa Rosa de Amanadona y una casa para la Aduana en el sitio donde se 1 une el Guayabero con el Ariari para formar el Guaviare . ―Está bien señor Jiménez, yo estuve al tanto de esas actividades. Mire, también le voy a dejar este otro decreto del Presidente que reglamenta la parte fiscal del Decreto Orgánico anterior, y aquí tiene una copia del mensaje presidencial del General Guzmán Blanco, presentado ante el Congreso. Oiga lo que dice sobre Amazonas: "...El Territorio Amazonas está llamado a ser el Estado más trascendental de la Unión Venezolana, porque él tendrá, de un lado la mayor parte de los afluentes del Orinoco, y del otro, la mayor parte de los del Amazonas, y porque sus proporciones naturales y la facilidad con que se aclimatarían los de fuera han de darle una vitalidad poderosa hasta para influir en el desenvolvimiento del Continente." ―¡Caray! ―exclamó el gobernador―, eso suena muy bien. Por cierto, que el difunto Michelena y Rojas envió en el mes de agosto un pelotón de infantería a reconocer las regiones del Vaupés y del Caquetá, que debían llegar hasta Tabatinga, en la margen izquierda del río Amazonas, donde Venezuela, según, tiene derechos territoriales. ―No es que según, señor Jiménez ―interrumpió Menesio―, realmente los tiene. ―¡Aah, bueno! Como le decía, este pelotón va comandado por el sub-teniente Jorge Escobar, lo acompañan el sargento Carlos Blanco y el señor Alfonso Calderón, conocedor de la región, entre otros. Fueron con el propósito de fundar un poblado en la desembocadura del río Yarí o Río de los Engaños en el Caquetá, o Yapurá como también le mentan. ―Así es ―dijo Menesio―, como le dije antes, el presidente 1) Actualmente se encuentra en ese sitio la población de San José del Guaviare (Colombia)

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Guzmán Blanco visualiza ese territorio formado por las regiones del Caquetá y el Vaupés, con su Capital en Caracas del Yarí, al extremo sur, justamente para la consolidación definitiva de nuestros derechos. Y precisamente la misión que tengo es llegar hasta allá para reabastecer con pertrechos, comestibles y herramientas al subteniente Escobar y sus intrépidos expedicionarios avanzados en los confines de la patria. Bueno, si no tenemos otra cuestión pendiente, señor Jiménez, voy a preparar mi largo viaje, pero mi vapor regresará a San Fernando, no lo llevo en esta expedición porque aquellos ríos son de difícil navegación en sus cabeceras. Si tiene alguna encomienda estoy a su entera disposición. ―Por ahora no, se lo agradezco ―dijo el gobernador―, pero salúdeme a toda esa gente allá. Seguidamente se despidieron. Al atardecer, los peones habían terminado la descarga del "Carlota"; el vaporcito que el coronel Mirelles había adquirido en Manaos. Tenía capacidad para quince toneladas, pero sólo venía fletado con diez de pertrechos, comestibles y herramientas. El capitán del barco, Ceferino Daya, de la etnia baniva y primo de Coloma, dirigió a sus marineros y también a un grupo de milicianos de la guarnición que el gobernador le había cedido a Menesio, para que entre todos caletearan la mercancía hasta el puerto de Pimichín. El resto de la carga lo había dejado Menesio a los caucheros en los barrancones a cuenta de la producción que debían entregarle a final de la cosecha, bajo el sistema de avance. El coronel Mirelles subió a su estrecho camarote cuando ya los marineros habían colgado sus chinchorros en el caney. Se metió en su chinchorro bajo el mosquitero y como estaba agotado, presumió que conciliaría el sueño pronto, pero no fue así. Lo carcomía la duda acerca de la causa de la muerte del gobernador, lo acosaba el pensamiento sobre su viaje a Caracas del Yarí, y la preocupación sobre el futuro político de la región que ineludiblemente estaba ligado a su actividad comercial. Las preocupaciones y la sonata de los batracios y grillos, en incansable competición, se confabularon para arrebatarle el 57


sueño. No tuvo otra opción que salir a caminar un poco sobre la cubierta. Y allí, bajo el cielo sin nubes y estrellado, se le apareció su abuelo, el gran shamán Críspulo Yaniva. Al día siguiente, mientras los peones cargaban de nuevo el vapor y sus remolques, ahora con mapires de mañoco y bultos de chiquichique, Menesio observaba el trajín desde su camarote, en tanto que trataba de reorganizar sus planes, en consideración a los consejos que le había dado o creyó haber escuchado de la figura etérea de su abuelo, de resguardarse de tres sicarios que tenían el encargo de matarlo; todo, a pesar del abatimiento y la angustia que sentía por aclarar la causa de la muerte de su amigo, el gobernador, pues ya se hablaba de versiones diferentes. Para sosegarse un poco, resolvió salir de cacería. Tomó su escopeta y su chácara con suficiente provisión de pólvora La India y fulminantes Remington. Le dio algunas instrucciones a Tarsicio Mure y se encaminó hacia el monte, llevando como protección contra las culebras un diente de ajo en el bolsillo. Prefirió ir sin acompañante porque quería estar solo; únicamente procuraba la compañía de los invisibles animales de la selva y de los gigantescos árboles. Quería estar entre robustos yébaros y susurrantes palmeras. Caminaba por senderos transitados por otros cazadores, porque adentrarse en la selva virgen era improcedente para su deseo; sin embargo, daba cada paso con cautela, esforzando sus sentidos un tanto traumatizados por el largo tiempo sin ejercitarse. De pronto sintió un rebato, apuntó al lugar de donde provenía y distinguió un mañoso chácharo; disparó dos veces pero el animal se escabulló, también los disparos ahuyentaron al tigre agazapado, que andaba tras el chácharo, sin que el cazador se percatara de su cercanía. Regresó decepcionado de la cacería y con más embrollo en su pensamiento. Se reconfortó un poco después del baño en la orilla del río, nadó lo suficiente como para sentirse agradablemente agotado. Al caer el sol Menesio cenó con su tripulación en la orilla del río. Allí mismo sobre unas topias el cocinero había preparado el 58


fororo. Dio las recomendaciones pertinentes al capitán del "Carlota", Ceferino Daya, para que regresara a Laja Alta, recolectando en los barracones el caucho previamente negociado o permutándolo por mañoco y posteriormente viajara por el Casiquiare a San Carlos de Río Negro, donde se encontrarían a su regreso de Caracas del Yarí. ―Ya voy avisarles patrón ―dijo Ceferino y fue a reunirse con los peones. ―¡Parsia warsawa yawariaperi! ―gritó en baniva. ―¿Qué está diciendo el capitán? ―preguntó Menesio. ―Él dice ―contestó un marinero― que nos vamos de aquí mañana por la mañana. Después de la tertulia vespertina, estaba a punto de meterse al chinchorro cuando de pronto, entró al camarote Tarsicio Mure para informarle que lo solicitaba un peón indígena, insistiendo en hablar con él. Se asomaron y vieron al hombre en la cubierta. ―¡Patrón! ¡Mi coronel! ―El hombre hablaba nervioso y angustiado, con el acostumbrado modo de los rionegrinos de pronunciar la o por la u, y comerse las s―. Tú no te acuerda de mí, yo siendo mati pa'ti, yo viendo a ese mi pariente arriba en árbol, saltando y escondiéndose, eso fue antier, ese día que cayó palo a catire gobernador, ¡ummj! Yo viendo a ese capitán Carinaña, con machete, escondiéndose arriba en árbol y corriendo después, no viendo más... ―Mure, sírvele de comer a este hombre ―ordenó Menesio― y asegúrate de que nos acompañe mañana al sitio del accidente, para que me explique allá lo que trata de decirme. ―¡Iduari! ―afirmó el ayudante. Menesio Mirelles estaba ansioso por partir, principalmente para tratar de esclarecer la información que recibió acerca del atentado contra el gobernador, pero esa noche comenzó a caer un torrencial aguacero; tuvo que postergar la salida esperando que cesara la lluvia. Como es común en la zona tropical, siguió lloviendo pertinazmente durante dos días más. Menesio aprovechó para dormir bastante y resarcir las noches de insomnio. Al tercer día, al fin, amaneció radiante. 59


CAPÍTULO VII

a selva tropical y húmeda, de árboles gigantescos, intrincada de bejucos, palmeras, helechos y aráceas, flanquea el estrecho camino que comunica Yavita con Pimichín a lo largo de diecisiete kilómetros, empapados e interrumpidos por numerosos riachuelos. Por esta pica habían llegado los portugueses hasta el Atabapo, por allí pasó después el expedicionario español Nicolás Guerrero en 1759, más tarde pasaron los exploradores Alexander von Humboldt, alemán y Richard Spruce, inglés, recolectando datos y especies botánicas que luego los harían famosos. También pasó en 1856 el venezolano Michelena y Rojas como Visitador Oficial, después en 1857 como Gobernador y por último,transitaba por ella cuando cayó mortalmente herido. Él, que estaba encargado de construir un camino entre Yavita y Maroa, según el decreto presidencial de Guzmán Blanco, consideraba este pasaje de lo más agradable y pintoresco, visualizaba que en el futuro, dentro de dos o tres siglos, con las facilidades que ofrece el terreno, se pudiese construir un canal navegable que establecería la comunicación entre las hoyas del Orinoco y las del Amazonas. Pero a todas estas, los nativos recorrían esta pica frecuentemente, como un atajo más de los intrincados y ocultos (para los forasteros) senderos de la selva. Al recorrer la pica, Menesio Mirelles sentía como si se metiese en un laberinto de reverberaciones que lo atormentaban a medida que avanzaba. Imaginaba entre los filtros de luz que lograban penetrar las copas de los imponentes árboles, sombras de indígenas saltando sobre las ramas, esperando al acecho el paso de su víctima. A media mañana, cuando llegaron al fatídico lugar del hecho, donde se había malogrado el gobernador, acamparon. El coronel Mirelles ordenó preparar una cruz de madera; seguidamente se 60


dispuso a rastrear la zona junto al indígena que le había llevado la información acerca del capitán Carinaña y su gente, quienes supuestamente estaban rondando el sitio al momento de producirse la caída de la rama que malogró al gobernador. Pero resultó que el informante se confundió totalmente y no fue posible dar con alguna pista que determinara la culpabilidad de los sospechosos. La lluvia copiosa habría borrado las huellas si realmente hubiesen existido. Así que después de desesperados intentos y un mal paso, el coronel cayó desde un árbol y se le torció un pié, obligándose a continuar el viaje cargado por sus hombres en una parihuela. La columna se alejó dejando clavada la cruz en el sitio del accidente, como una filigrana indeleble en la conformación de la leyenda. Llegaron a Pimichín y después de negociar el transporte en los bongos de la comunidad, los cargadores los atestaron; asimismo hicieron con la piragua propiedad de Menesio, dotada con carroza de palma en forma abovedada. Allí pernoctaron para continuar el viaje por el caño Pimichín hasta Maroa. Partieron al amanecer. Como Menesio había pasado la noche con desvelo a consecuencia del dolor que le producía la torcedura, al cabo de pocas horas de andar por el angosto y sinuoso caño, se quedó dormido. ―¡Tráigalo para ver! ―Gritó Menesio―, que venga con nosotros y nos muestre el sitio, a ver qué fue lo que vio. Súbete allá arriba a ver donde está partida la rama. Y al rato: ―Bueno ¿que viste? ―Caramba mi coronel, parece que esa rama fue cortada con machete, parece… Será que cortaron… ―Cómo que te parece. ¿Está cortada o está quebrada la rama? ―Yo no sé... será… será que se partió. Eso mismo que usté dice. ― Bueno, y ¿donde fue que viste a la gente del tal Carinaña escondiéndose? ― ¡Ah, ya va! jmm, ya se olvidó, parece aquí...No, aquí no es, será más allá... 61


― ¡Ah cará! ¡Qué vaina!...Voy a subir yo mismo. ¡Ayúdame aquí, Tarsicio! Estaba por asirse de la rama más alta, cuando se resbaló y cayó. Cayó a un vacío vertiginoso, a un abismo interminable; caía... y no dejaba de caer...En el fondo lo esperaban tres maleantes con sus afilados machetes. En ese instante se despertó exasperado, bañado en sudor, la alucinación que lo había atormentado le recalcaba una vez más lo infructuoso que fue el intento por obtener pruebas fehacientes de un supuesto atentado. Se percató que estaban llegando a Maroa y se lavó la cara con abundante agua. En el puerto bajó apoyado en una muleta improvisada por uno de sus marineros. Se encontró con muchas caras conocidas: Tiburcio Volastero, su antiguo sargento ahora alguacil; Saturnino Afanador, el letrado y acaudalado negociante; Nicanor Cansino, carpintero de barcos, y otros viejos conocidos. Fuertes abrazos, pocas palabras y muchos recuerdos. Como traía una comisión del gobierno, el comisario lo hospedó en su casa y también le consiguió albergue a su tripulación, mientras sus amigos se disputaban el turno para invitarlo a sus respectivos hogares o atosigarlo con preguntas sobre las circunstancias del fallecimiento del gobernador. Los hombres de Menesio realizaron sus diligencias personales y disfrutaron un día de descanso. Mientras tanto él recurrió a un curioso sanador que, de un tirón, drástico pero efectivo, le devolvió la coyuntura a su lugar, previos masajes musculares y tanteo en la articulación del talón. De madrugada zarparon de nuevo. Los bogas emitieron a viva voz la oración de costumbre: "¡Vamonoos! ¡Vamos con Dios, patrón!" Y el patrón: "¡Y con la Virgen Santísima!", comenzando así la monótona y fuerte tarea de los marineros. Bajaron el Guainía y atracaron en Democracia, uno de los pueblos fundados bajo la dirección del difunto gobernador Michelena y Rojas en la margen izquierda del Guainía. Allí conversó con el Sr. Manuel Áñez, su fundador. Después navegaron hasta la desembocadura del brazo Casiquiare y continuaron por el mismo curso de agua, llamado Río Negro desde esa confluencia. 62


El mismo día llegaron a San Carlos, allí los recibió don Marcelino Bueno, quien era el Prefecto y la única luz intelectual nativo de aquella recóndita selva. En esos días había elaborado un periódico manuscrito titulado "El Rionegro", con varias copias que distribuyó entre las personas más importantes. Pernoctaron y al siguiente día continuaron bajando el Río Negro, cada vez más ancho a medida que avanzaba lenta y serena la piragua, patroneada por Tarsicio Mure e impulsada por remos y palanca movidas por bogas baniva y baré, dejando tras sí, suaves estelas de ondas. Frecuentemente oían el resoplo de las toninas que los escoltaban. Menesio Mirelles tuvo oportunidad de visitar otros nuevos poblados, incipientes caseríos: Murciélago, en la margen izquierda del río y San Juan Benito, donde se entrevistó con su primo y fundador del caserío, el jefe baniva Enrique Yaniva. Comenzó a llover reciamente, sobre el agua cayó más agua. Lluvia y más lluvia borraba el paisaje cercano, mientras el río iba ensanchándose y creciendo imperceptiblemente. Normalmente llovía durante un tercio del día y casi toda la noche. La piragua, que hasta entonces se había desplazado sin contratiempos remolcando un par de bongos, después de varios días de navegación, entró a la boca del río Vaupés, un río casi desconocido para la tripulación. Desde allí disminuyó su velocidad, la corriente contraria frenaba el impulso de los remos. Menesio Mirelles estaba en manos de su baquiano Mure y también a merced de los tormentos de la duda que lo embargó de nuevo, acerca de la verdadera causa de la muerte del gobernador: la rama cortada o quebrada que creía ver a cada brazada que daban los bogas halando los canaletes. Sentíase apabullado por las grandes y frondosas ramas que, desplazándose sobre su cabeza, amenazaban su integridad física, ya sea imaginaria o realmente, pues ocultas en ellas abundaban temibles avisperos y mortales serpientes. Agua y selva adentro. Sobre las aguas y escoltados por la selva en abrumadora monotonía, transitaron durante siete días y seis noches, hasta llegar a Etepani, un pequeño poblado de seis 63


casas y unos treinta moradores indígenas. Hasta allí llegaba la piragua. Para continuar, transbordaron la carga a los bongos. La expedición atravesó la llanura pantanosa de altos pajonales de hojas cortantes, salpicada de palmeras espinosas. Lo hicieron por un desecho navegable sólo en invierno, en tenaz lucha contra los obstáculos del camino, con la atención centrada a prevenir el sorprendente ataque de fieras o las grandes boas, y hasta de los pequeños pero temibles arácnidos. Prácticamente se abrían paso entre la floresta inundada. Después volvieron a penetrar por entre grandes árboles medio sumergidos. La situación de constante asecho entre la penumbra verde de la selva contribuyó temporalmente a disuadir las angustias de Menesio Mirelles. Llegaron de súbito a la orilla nublada del río Yarí. Tras un leve descanso, bajaron impulsados por remos y palanca. "¿Por qué lo llaman el Río de los Engaños?" preguntó el coronel y un baquiano le respondió: "Bueno, será porque en este río uno se engaña mucho o se confunde por las curvas que tiene, y también porque está encantado; esta región está llena de espíritus malos y es el propio reino del Máwari" ―¡Que Máwari ni qué carrizo! ―repuso el coronel―, déjese de estar creyendo en esos cuentos, hombre. Ellos, los nativos, tienen como tabú y sienten gran temor a los poderes espirituales que son intrínsecos a las oscuras extensiones de la selva y a las profundidades del agua. El Máwari es para ellos lo incomprensible, lo que les causa daño, es el espíritu del mal a quien temen mucho. Como rondaban las proximidades de la ciudad encantada de Temendagui, la influencia del Máwari se sentía muy cercana, en la intrincada selva que transitaban. Sin embargo, ellos no expresaban sus creencias a los yaránabes para evitarse aquellas burlas como la que recibió del coronel. Menesio Mirelles estaba afectado por otras fuentes de turbación. Lo asechaba la duda: ¿habría sido un chubasco que desprendió la rama o fue Carinaña quien liquidó al gobernador, fracturándole el cráneo con un toletazo en la cabeza...? En su mente repicaban las voces del viento y del averno de las aguas: 64


"¿Está cortada o quebrada la rama? Yo no sé... Será, será que se partió, eso mismo lo que usté dice..." *** Transcurridos cinco días de haber salido de Etepani, llegaron finalmente a su destino, Caracas del Yarí. Divisaron las siluetas de las pocas casas al salir de una vuelta y la alegría del grupo se manifestó con una algazara. Más allá se extendía el horizonte de agua, donde terminaba el Río de los Engaños para verterse en el Caquetá. Era la Caracas, en el extremo Sur, de los soñadores de un extenso país, que contrastaría con la Caracas, capital del Norte. Definidamente, era la quimera del Ilustre Americano que fue acometida sólo por un reducido número de venezolanos. Y estos patriotas se encontraban, precisamente, en el sitio de los acontecimientos. En los centros de poder, poco les importaba la posesión de esas tierras tan remotas. Los recibieron con mucho entusiasmo y satisfacción, el subteniente Jorge Escobar, el capitán poblador sargento primero Carlos Antonio Blanco; el Sr. Alfonso Calderón que era el juez de paz y también otros pobladores indígenas del sitio. ―El sargento Blanco es de Caracas ―dijo el sub-teniente― pero no de aquí sino de la otra, como usted, mi coronel. ―¡Noo, que va! Yo soy amazonense puro ―aclaró Menesio―, yo nací en Santo Domingo de Río Negro, pero ya no existe, lo acabó una epidemia de paludismo en el año 38, el mismo año que yo nací, por cierto. ―¡Ah! es que no parece ―señaló Escobar decepcionado, pues le hubiese agradado más la presencia de un representante capitalino ―. Bueno, don Alfonso sí es de San Fernando de Atabapo, baquiano de estas tierras. Mientras hablaban, los peones descargaron los bongos y después, todos almorzaron, al fin, cómoda y opíparamente. Luego, Menesio y su gente se reunieron con las autoridades locales, conversaron largamente, unos liaron cigarrillos con 65


tabarí, otros encendieron sus pipas y descansaron toda la tarde. Menesio Mirelles comenzó a sentirse muy mal. Resolvió quedarse en el poblado sólo por un día, mientras preparaban el bastimento. Ya de regreso, en la piragua, comenzó a sentir fiebre intermitentemente, no sabía si era paludismo o la consecuencia de la ponzoña alucinógena de la araña que lo había aguijoneado el día anterior. Mientras dormía, su ayudante Tarsicio Mure oía sus delirios acerca de una gran batalla librada en Santa Inés de Barinas. "¡Laanza al ristree! ¡Aaa la cargaa!" Daba órdenes y contraordenes hasta que despertaba pávido y sudado. Navegaba bajo la lluvia blanca y pertinaz, envuelto en un manto de confusiones. Menesio se sentía atrapado en la enorme extensión selvática, surcado por las aguas negras en las que navegaba el ínfimo barco que, precisamente, era su único medio de escape. Insignificante objeto en el inmenso entorno verde, despoblado, tal como una de esas hojas desprendidas a merced de las olas y el viento. No tenía donde ir por medicinas sino al lejano puerto de San Carlos, pues había agotado todo su botiquín sin obtener mejoría. Ahora se sentía perdido y desvalido. Sus sueños eran atormentados por terribles pesadillas. Los días parecían más duraderos y alargaban su calvario. Observaba quedamente el aguaje del río salpicado por gotas de lluvia porque era lo único visible. El resto del ambiente exterior estaba totalmente nublado. Veía caer la torrencial lluvia sobre el río, cuando de pronto se sintió arrastrado por el agua y se fue sumiendo hacia el abismo. Estaba tocando fondo, sintiendo sus músculos desgarrarse de sus huesos sin que nada ni nadie pudiese hacer algo. La muerte lo acechaba. Él presentía su cercanía y también percibía que ésta era diferente a la que había conocido durante la guerra; ésta era, al contrario de aquella, silente, pavorosamente silenciosa pero espeluznante… ***

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Mapaguare, venía al frente del timón del "Cirenia" mientras Manresio, emparejado con su guaricha saboreaba una cachaza brasilera. Venían subiendo el Orinoco y entraron por la boca del Casiquiare con rumbo a San Carlos de Río Negro. La máquina pujaba, resoplando humo para empujar el vapor con una piragua remolcada, ambas embarcaciones cargadas hasta la borda de bolones de caucho y fibra de chiqui-chique. Tenían instrucciones de esperar a Menesio en San Carlos, para luego continuar hacia Manaos con su valiosa mercancía. Habían zarpado desde Laja Alta con poco flete y fueron cargando caucho en los barracones y en los sitios de Menesio y Manresio, en el transcurso del viaje, hasta sobrecargar el vapor y su remolque. Tras varios días navegando, ya habían pasado los primeros raudales peligrosos del brazo Casiquiare y los marineros estaban confiados en la pericia y experiencia del capitán Mapaguare. Por otra parte, éstos habían imitado a su patrón tomando tragos de aguardiente subrepticiamente, sin que Mapaguare los viera. En las condiciones en que navegaba el "Cirenia" cuando el río había comenzado a bajar, un mínimo descuido podía ser causa de un desastre, y Mapaguare estaba consciente de ello, por eso ordenó al vigía que estuviese atento y a otros dos marineros que tantearan el fondo con la palanca. Estaban acercándose al bramante raudal Kabarúa cuando al palanquero de babor se le trabó la palanca y como estaba bajo el efecto etílico, actuó como un gaznápiro y cayó al agua, los demás marineros hicieron una batahola y el avizor se descuidó. Las golondrinas y los aguaitacaminos que formaban tapetes sobre las rocas, instantáneamente volaron en todas direcciones. Frente al rebato, Mapaguare cortó el motor y el pesado buque se meció hundiendo la proa. Mapaguare sintió en su piel un desgarramiento cuando el hierro se abrió como una lata al impactar contra la piedra. Manresio saltó del chinchorro y comenzó a soltar improperios. Trataba de controlar a los marineros que ululaban alborotados y asustados mientras 67


Mapaguare se mantenía reluctante frente al timón tratando de salir del trance, a pesar de que la fuerza del agua era incontenible. Bajo el empuje, el barco giró sobre la piedra y, al atravesarse contra la corriente, se ladeó para voltearse, pero Mapaguare aceleró a toda potencia. El esfuerzo de la máquina se manifestó con un atronador ruido y el denso humo que vomitó por la chimenea; el barco se estremeció; las sogas se reventaron y el remolque quedó libre, deslizándose río abajo. El vapor, al sentirse liberado del enorme peso, salió espoleado hacia la costa y encalló aparatosamente sobre una laja, quedando en peligroso equilibrio. La mitad de la carga se la llevó la corriente turbia del río. Los marineros que habían caído, siendo buenos nadadores, llegaron hasta la orilla asustados, no obstante, por temor a los caribes y tembladores. Manresio, aún borracho, le reclamaba al capitán Mapaguare culpándolo del accidente, pero éste lo despreció y estuvieron a punto de irse a las manos; sin embargo Mapaguare consciente de no abusar del trastorno de su patrón, evitó el lance. Para los bogas baniva y baré la discusión entre los patronos era una necedad, pues para ellos había un causante irrebatible de aquel accidente, el culpable era...Mawaari, Fuente de Poder Mágico, Poder de las profundidades acuáticas, cuya morada secreta se encontraba cerca de allí, en la laguna llamada MáwariNikande… Después de la algarabía, finalmente reinó el silencio entre los hombres, entonces oyeron las voces de los moradores de la inmensa mansión selvática: la pava rajadora, la úkira, el paují, el corocoro negro y las bandadas de loros y guacamayas, como confirmación de la existencia de una rica fauna y, además, comenzaron a sentir las picadas de abundantes concentraciones de mosquitos. Mapaguare envió unos marineros a cortar unos troncos para apuntalar el barco. Regresaron al atardecer, algunos con rasguños pues la margen del río además de inundada, estaba atiborrada de macanillas, cubarros y otras palmeras espinosas que les dificultaron el trabajo. Otro grupo de marineros, a cargo de 68


Mapaguare, se había dedicado al rescate del gran bongo remolque. Finalmente, después de cenar, todos se acomodaron para pasar la noche en la orilla, sobre la laja, alrededor del barco. El "Cirenia" como un enorme bagre fuera del agua, estaba gravemente herido. La corriente fluvial se llevó las cargas Apagando tus gritos, moribundo náufrago Tus pasos marciales redoblan en el arca Cantarinas aguas sobre piedras saltan. Reliquia del Navegante José R. Escobar M.

CAPÍTULO VIII

l anciano Críspulo Yaniva, shamán y cacique de los baniva, se había ataviado con los colores ceremoniales de su oficio, ostentando sus vistosos adornos emplumados. Estaba a punto de comenzar el rito shamánico. La mujer y el niño que esperaban a su lado, lo observaban ansiosos y tensos mientras liaba su cigarro con hoja de tabarí. Entonces les habló de manera confidencial, pues no era común que él revelara sus conocimientos: ―El día que llegamos a morir, cada quien lleva su control. Según los errores cometidos y su gravedad, al alma le 69


corresponderá irse con Idjénawai (el diablo) o con Umáwali (el encanto) o con Nápiruli (el creador). Los tres son poderosos, pero Nápiruli es el que recibe las almas y las entrega, a Idjénawai si los pecados son graves o a Umáwali, si son leves. Así que, contra las enfermedades, tenemos al curandero que representa a cada uno de los poderosos: el soplador representa a Idjénawai; el chupador representa a Umáwali y el soñador o vidente representa a Nápiruli. ―Hizo una pausa y agregó―: Ahora vamos a ver qué es lo que tiene tu hijo. El curandero Yaniva haciendo el papel de vidente o Tapúnikjeli, invoca a Nápiruli mediante gestos y palabras guturales, agitando su maraca emplumada y sagrada con diversos movimientos rítmicos. Después de varias horas, toma un breve descanso y vuelve a soplar invocando ahora a Idjénawai (el diablo), él mismo actuando de soplador o pjíyakjeli, fuma y sopla invocando los espíritus a través del tabaco, revelador de la luz divina. Pero en ninguno de los dos encuentra el origen ni la causa de la enfermedad; entonces le dice a la mujer: ―Noo, que va, esa enfermedad que tiene el muchacho es Encanto. Y acto seguido se prepara para actuar como Chupador o Súkakjeli invocando a Umáwali sin dejar de emitir los sonidos guturales, extraños y lúgubres que inspiran en la mujer una sensación de profundo miedo. Comienza a succionar el cuerpo del niño donde ha determinado que está inoculado el espíritu maligno. Bajo la mirada de la madre asombrada, con fuertes chupadas logra extraer como por arte de magia, un líquido viscoso que arroja directamente al fogón causando un centelleo. El Súkakjeli hace una pausa con aire triunfante. Finalmente prepara un menjurje con hierbas sagradas y le da de beber al pasmado paciente. ―Ese camajay era para ti ―le dijo luego a la mujer―, ese daño te lo mandó a echar en el café, una mujer celosa, pero este muchachito travieso se lo tomó. ―¡Barajo don Críspulo! ―exclamó la mujer intrigada― y será que usted me puede decir... ¿Usted sabe quién fue esa... 70


esa muérgana? ―Bueno mija, yo puedo decirte pero no vale la pena, porque ella se fue muy lejos de aquí, después que murió tu marido. ―¡Aah caramba! Ya sé quien fue la piazo e' bicha esa... esa pindonga, bueno, que ruegue a Dios para que no se atraviese en mi camino, porque me va a encontrar con el indio atravesado. Críspulo Yaniva le aconsejó olvidar la afrenta y perdonar como deberían hacer las cristianas como ella, sobre manera cuando el daño estaba eliminado. Más tarde, se dirigieron hacia el río para bañar al niño, y así completar el rito curativo. Cuando iban por el camino se encontraron con el grupo de hombres que traían a Menesio Mirelles en una parihuela. Tarsicio le explicó al shamán someramente los síntomas de la enfermedad que consumía a su patrón, mientras se dirigían apresuradamente a la casa. En cuanto llegaron, Críspulo Yaniva invocó a los tres espíritus poderosos, para determinar el origen de la enfermedad de Menesio. Como ya estaba agotado por el esfuerzo anterior, el viejo piache preparó un brebaje con bejuco caapi y se lo tomó para recuperar energía. ―Esto que tiene éste, mi nieto ―le dijo a Tarsicio Mure―, es un daño que le echó esa gente que él anda buscando para arrestarlos, pero yo lo voy a soplar ahora. Y, dirigiéndose a la mujer que aún estaba con ellos, le indicó: ―Mientras tanto, usted, vaya al río a bañar a su hijo con las hierbas que le di, y mañana no le dé nada de comida durante todo el día. La mujer y el niño salieron mientras el anciano mago selvático continuaba con sus letanías guturales, monótonas y fúnebres, invocando a los espíritus celestiales para que le otorgasen, una vez más, el poder de extraer el camajay del cuerpo maltrecho de su nieto. El día amaneció radiante y Menesio, al observar el despunte solar, sintió sosiego y mejoría. Al fin se había librado del acecho de los dañeros y sus males ocultos entre la selva, el río y la lluvia. Convalecía rápidamente en la casa del prefecto de San Carlos de 71


Río Negro, don Marcelino Bueno. Ahora comenzaba a ver todo con optimismo; habiendo superado el abismo, ya no sentía incertidumbre y sus sueños estaban libres de las terribles alucinaciones. Visualizó frente a sí el esquelético y curtido semblante de su abuelo, el famoso curandero Críspulo Yaniva, seguidamente el rostro candoroso de una mujer; imaginándose que había salido del purgatorio hacia el cielo. La voz gutural del anciano lo devolvió a la realidad. ―Yo escuché que, en tus delirios, nombrabas mucho al capitán Carinaña. ―Sí, abuelo, me urge encontrarlo ¿Qué sabe usted de él? ―Yo no sé donde está ahora porque se fue para Brasil con toda su gente. ―Bueno, coronel ―intervino la mujer con voz melodiosa―, ahora usted debe descansar y tomarse esta medicina que le preparó don Críspulo, y después se toma este caldito de gallina que le preparé yo, para que se recupere pronto. Él respondió con un gesto sonriente, embelesado. ―Dentro de dos días podrás seguir tu camino ―indicó Críspulo Yaniva sacudiéndole la espalda―. Pero el consejo que te doy, mijo, es el mismo que te di hace tiempo, allá en tu barco: que siga adelante con tu trabajo y tu familia, no se meta con los negociantes que contrataron a Carinaña para matar, porque ellos están bien protegidos. ―Pero abuelo ―protestó Menesio―, usted debe saber quiénes son los culpables. No se da cuenta que cometieron un vil asesinato y mi deber es denunciarlos a las autoridades. ―Mire, mijo, ya tú conoces a los "dañeros" y "pitadores". Son muy fuñíos y vengativos, y como forman una sola familia, a cualquiera que mate a uno de ellos lo persiguen hasta eliminarlo; si tú te metes con ellos, yo no te puedo proteger, ya estoy muy viejo para esa pelea. Aún con todo mi conocimiento, yo no podré protegerte, pero tampoco quiero que te pase nada malo. En cambio, a esos tres pendejos del coronel Celada sí los tengo atolondrados, su mismo patrón les dio una paliza por fracasar en el intento de matarte. En efecto, Críspulo Yaniva, era el más poderoso curandero 72


de la región de Río Negro, él controlaba a los dañeros y también curaba las enfermedades y los daños que éstos ocasionaban a las personas. Si bien era cierto que era el único que podía enfrentarse a los "dañeros", también era innegable que, por una parte, el tiempo inexorablemente había minado sus dones y, por otra, el resultado de la amalgama maligna entre aquellos dañeros y el poder de algunos negociantes viles y especuladores, resultaba superior y sobrepasaba la acción de los poderes de Críspulo Yaniva. Él, que conocía todas las lenguas de las etnias, hablaba muy bien el castellano y el portugués, que utilizaba su poder para curar y enseñar a la gente; que conocía las propiedades curativas de las plantas, que hacía increíbles curaciones como la que acababa de hacer al niño y a su nieto; que rompía maleficios y daños; tenía también una debilidad: contra la maldad del yaránabe y su aliado, el poderoso caballero don dinero, sus poderes eran inocuos. Menesio se recuperó pronto con la aplicación de los remedios recetados por el curandero y la atención de la madre del niño sanado, que estuvo constantemente a su lado desde que salió de su letargo. A pesar de la recomendación de su abuelo, Menesio aprovechó esos días para indagar acerca del rumor que se había corrido sobre los negociantes implicados como autores intelectuales del crimen. Pero todo resultó en vano, pues casi nadie abrió la boca, mas bien percibió el miedo en las facciones de los interpelados. Otros, muy pocos, con intención contraria, divulgaron que el gobernador, en medio de la soledad, había sido afectado por el hechizo selvático y sus instintos primitivos habían emergido sobre su vasta cultura; había sucumbido ante los encantos naturales de las indias, abusando de ellas y había cometido otros desafueros contra los yaviteros; por eso, en venganza alevosa, éstos lo mataron. Menesio, como conocía al septuagenario explorador, no pudo sino encolerizarse con esta versión que, sumada a las dos anteriores, no tenía otro propósito que enmarañar y proteger a los verdaderos culpables. Menesio salió de una ansiedad y cayó en otra: ya era tiempo 73


suficiente para que hubiese llegado Ceferino Daya con el "Cirenia" y el cargamento de caucho, presintió que algo andaba mal y se preparó para continuar hacia Laja Alta viajando por el Casiquiare; así, tal vez encontraría su vapor por el trayecto. Un día antes de partir, llegó Ceferino. Menesio, a pesar de su preocupación por la carga de caucho, ante todo inquirió ansiosamente por su esposa Vivina. Que estaba bien, que todos estaban bien allá en Laja Alta, le dijo el práctico Ceferino Daya, pero seguidamente le dio la infausta noticia del accidente del "Cirenia", motivo por el cual, acababa de llegar en el otro vapor con la carga de bolones de caucho que pudieron salvar. Seguidamente Ceferino le contó los detalles del naufragio. ―Bueno, patrón ―continuó informando Ceferino―, entonces don Manresio mandó a remolcar el vapor, poco a poco fuimos llevándolo hasta Laja Alta. Caramba ese barco quedó desbaratado y la máquina no anda más, ese motor no prendió más ni por mucha manivela que le dieron, el Fogueteiro dice que lo puede reparar pero hay que traer repuestos de Manaos. Menesio recibió la mala noticia con aparente estoicismo pero en realidad estaba muy molesto y afligido. En seguida organizó un viaje a Maroa, para buscar a don Nicanor Cansino y contratarle la reparación del vapor. *** Basilia estaba en San Carlos consultando a Críspulo Yaniva para que le curara a su hijo de cuatro años, que padecía un mal desconocido. Era una joven mujer de piel canela, de rostro hermoso; su tierna y melosa mirada, su trato cariñoso y servicial le conferían una personalidad cautivante, de porte distinto al de las mujeres puinabe como su madre; era más alta, de caderas anchas y piernas largas. Su padre era Saturnino Afanador, el próspero negociante guayanés radicado desde hacía muchísimo tiempo en Maroa. Basilia se había ofrecido a cuidar al nieto del Shamán, con el acendrado interés de agradecerle la sanación de su hijo; asimismo, en retribución, Menesio le ofreció pasaje en su 74


piragua para regresar a Maroa, y ella aceptó. Durante el viaje conversaban frecuentemente. Cada vez que Menesio tenía algún motivo para acercarse a Basilia, la atendía gentilmente; a su hijo lo cargaba en sus brazos y le describía los distintos parajes por donde pasaban, los nombres de las aves que observaban ya sea posando sobre los árboles de la rivera, volando en bandadas o bien solitariamente. A ella le hablaba acerca de Saturnino, su padre; no de las divergencias entre ellos en épocas olvidadas, sino de los intereses que tuvieron, cuando él era teniente, comandante militar de Maroa y don Saturnino era juez y comisario; en esa época eran amigos, compartían la lectura de libros y de poemas. Basilia lo escuchaba con atención, pero ella no quería que le hablara de esas cosas sino de algo más interesante. De él, de ella, de ambos. Cuando estaban acercándose al puerto, casi llegó a odiarlo por ser tan caballerosamente distante. Había mucha gente; gente adulta, gente joven y muchos niños en el puerto natural de Maroa, pues la llegada de alguna embarcación constituía un novedoso atractivo para los tranquilos habitantes del caserío. Además de ese acontecimiento, causaban revuelo pueblerino la muerte de alguien y, por supuesto, las revueltas por el control del poder. Así que, el único evento programado para mitigar el tedio, eran las parrandas de las fiestas patronales en honor al santo patrón del pueblo, que celebraban durante varios días. El coronel Menesio Mirelles bajó por la plancha de su barco. Ayudó a Basilia y su hijo a bajar y subieron el barranco con cuidado de no resbalar sobre la arcilla limosa del suelo. Fue recibido por muchos de sus viejos conocidos, entre otros: Tiburcio Volastero, su mujer Cristeta y sus hijos; el viejo carpintero colombiano Nicanor Cansino y Saturnino Afanador. El presumido y robusto negociante se sorprendió y no le agradó ver a su hija Basilia y a su nieto en compañía del coronel. Fugazmente recordó el viejo altercado entre ellos y su vanidad no le permitía aceptar, todavía, ningún acercamiento de su familia con aquel antiguo enemigo. Luego de un breve 75


intercambio de impresiones, antes de despedirse, Basilia, ajena a las intrigas de su padre y previo consentimiento comprometido de él, invitó a Menesio a su casa. Como habían llegado al atardecer, lo primero que hizo Menesio fue concertar un acuerdo con don Nicanor, el viejo constructor de barcos, después se sintió mejor. No le alcanzó el tiempo para visitar a Kaimara. Fue a la mañana del día siguiente cuando se encontró con ella. Kaimara rechazó de nuevo la generosidad de Menesio, tan sólo le encomendó llevarle a Nicasio algunas vituallas como mañoco, casabe, catara, túpiros, yubía, pescado pilado y otros encargos que Menesio consideraba innecesarios por tenerlos todos en Laja Alta. Sin embargo aceptó el deseo de la madre de su hijo, pero tuvo que enviar a uno de sus peones, para que lo ayudase con tal cargamento. Al mediodía atendió la invitación de Basilia para almorzar; lo hizo sólo por cortesía, pues, aunque la mujer le atraía, él estaba dispuesto a tratarla tal como se había comportado en el transcurso del viaje, con caballerosidad. Aunque la compañía de aquella mujer era plácida y agradable, y él la consideraba atractiva, no sentía ningún interés romántico, pues ese devoto afecto lo había dedicado exclusivamente a su esposa Vivina. Allí, durante la tertulia, Menesio añoró las jocosidades del Mocho Volastero, en cambio tuvo que soportar las petulancias de don Saturnino que aún era enemigo del dicharachero Mocho. Al día siguiente, temprano, salió para Yavita en uno de sus bongos para conocer a su colega, el coronel Santiago Hernández Bello, nuevo gobernador designado por el gobierno nacional. Ya se había informado con Saturnino, durante el almuerzo, acerca de la conducta de este novel mandatario; así que se había preparado para hacer efectivo el pago de sus servicios por concepto del flete desde Maipures hasta Caracas del Yarí. Aunque le resultó difícil el reconocimiento de esa deuda, debido a la costumbre de los gobernantes de no relacionar su gestión con la del anterior, finalmente prevaleció a su favor, la relación de grados militares entre el deudor y el beneficiario.

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CAPÍTULO IX

enesio Mirelles decidió enviar a Mapaguare con el cargamento de caucho para Manaos en una de sus piraguas. Mientras tanto, él abordó su vapor "Carlota" para llegar lo más pronto posible, a Laja Alta, con comodidad y rapidez. Lo acompañaba don Nicanor Cansino con su personal de expertos artesanos, para encargarse de la reconstrucción del "Cirenia". Bajaron el Guainía y remontaron el Casiquiare. Cuando pasaban por el raudal Kabarua, Ceferino Daya señaló la piedra donde había impactado el "Cirenia". La piedra afilada sobresalía ahora mucho más por la bajada de las aguas, mostrando claramente los vestigios de las raspaduras y pedazos de hierro oxidados que le arrancó al vapor. Transcurrido día y medio de navegación salieron a la bifurcación del Casiquiare y comenzaron a bajar el Orinoco. Allí, en la margen derecha del Casiquiare, había sido levantado el fortín de Buena Guardia en 1760, por Apolinar Díez de la Fuente, de la expedición de límites a cargo de Don José Solano. Menesio tenía interés en visitar el lugar pero le habían informado que ya no quedaban rastros del fortín. A media jornada de allí, Orinoco arriba, quedaba La Esmeralda, poblado fundado por la misma expedición, el mismo año. Desde allá se extendía un territorio desconocido por la mayoría de los exploradores y caucheros, era la tierra de los temidos indios "uaicas" y "uaharibos" los únicos que se mantenían libres de la influencia de los "racionales". Observando el horizonte donde se perdía el río, se asomaba la difusa silueta de la mole Duida-Marahuaca. Menesio pensaba explorar esa ignota región algún día. Atracaban para reabastecerse de leña seca y para comprar o permutar bolones de caucho en los barracones, o canjear mañoco por provisiones en caseríos indígenas, adelantándose a 77


los "mañoqueros", negociantes inescrupulosos que traficaban con el imprescindible alimento de los cosechadores de goma, en perjuicio de los indígenas productores. Más adelante, en el transcurso del viaje, cambiarían todo por caucho. Fueron días de jornadas agradables, de largas y amenas conversaciones. A insistencia de Mure, Daya y Cansino, Menesio accedió a contarles sus andanzas durante la guerra federal, de cómo fue herido en la batalla de Medanito, en agosto del 59; otra vez en Guardatinajas, en octubre y a final de ese año, en Santa Inés donde casi muere asfixiado entre el barrial de las trincheras; hacía esto mostrando a sus admirados oyentes las marcas de aquellas heridas en su curtido cuerpo de piel cobriza. Acostumbraba recordar sus hazañas guerreras cuando viajaba y, aunque lo hacía orgullosamente, íntimamente sentía pena de haber participado en aquella tormenta de fuego destructiva que arrasó con pueblos, sembradíos y propiedades para que finalmente el resultado fuese un fraude para el pueblo que anhelaba la justicia social. Además, les contó la acción libertadora del capitán Hipólito Cueva, quien era natural de Guayana, y estando a las órdenes del general Páez, al frente de ochenta hombres, invadió y liberó el Cantón de Río Negro en octubre de 1817. Fue el primer jefe civil y militar de la época republicana; permaneció en San Fernando hasta el año 22. ―Bueno, resulta que, cuando estalló la revolución federal en 1859 ―señaló Menesio―, Hipólito Cueva tenía el grado de coronel y era gobernador de la Provincia de Barinas, entonces, cuando la capital fue sitiada por el general Zamora, en abril de ese año, el coronel Hipólito Cueva hizo una brillante defensa de esa plaza. Pero después, al siguiente mes, fue derrotado en la misma Barinas; sin embargo logró salvarse y refugiarse en Mérida. Desde allá regresó en junio a batir de nuevo a Zamora, pero con tal suerte que en la quebrada de Bellaca fue derrotado y su tropa completamente destruida. ―¿Y qué pasó con él, patrón? ―preguntó Mure. ― La verdad es que desde esa batalla, no he tenido noticias 78


de su paradero. En otra oportunidad, Menesio se refirió acerca de algunos hechos de la Revolución Azul, que había triunfado en 1867 y en la cual no había participado. ―Por cierto ―apuntó Cansino―, la influencia del triunfo de la Revolución Azul llegó hasta aquí, pues en San Fernando se convocó una Asamblea Legislativa que se reunió en febrero del 69 con la idea de restituir al Territorio su condición de Provincia que le había sido quitada por el presidente Páez en 1861. Allí se destacó la participación de don Marcelino Bueno; pues ese señor es el único que se ocupa acá de los problemas de gobierno sin aspirar un cargo relevante dentro de la administración pública, como justamente lo merece. Menesio prosiguió con una historia acerca de su participación en la llamada Revolución de Abril, que ya había contado en otra oportunidad, la Revolución de Abril había estallado inmediatamente después del triunfo de la Revolución Azul, pero llegó a reventar tardíamente en Ciudad Bolívar a mediados del año 1872, casualmente durante la estadía de Menesio en aquella ciudad. *** Se acostaban temprano para madrugar y partir antes del amanecer. Transcurría el día sobre el barco, en monótono desplazamiento surcando el largo y curvilíneo el río, el amplio espejo que reflejaba la orilla de selva y el cielo con su sol candente. A esas horas del mediodía, Menesio descansaba en su camarote. En ocasiones, todos estaban muy atentos al pasar por trechos donde se asomaban amenazantes las piedras como enormes saurios inmóviles, de piel metálica, brillante, a fuerza de agua y sol. Al atardecer, Menesio se iba a la proa, allí no se oía el sonido monótono del motor, disfrutaba a plenitud de la brisa y del paisaje, recordaba que para Michelena y Rojas, decía su amigo Montenegro, "viajar era tan indispensable como lo era comer, bañarse,...dormir tranquilo y tener algo para leer". Al final de la jornada, atracaban en la orilla de una laja o en 79


el puerto de algún sitio de barracas para pernoctar. A esa hora, el horizonte se coloreaba con maravillosas tonalidades y luego, cuando ya habían terminado la cena, que normalmente consistía en pescado o cacería, ya el firmamento se había tornado oscuro. Después Menesio Mirelles se reunía con sus compañeros bajo la luz de un farol. Fumaban mientras comentaban algunas ocurrencias, él les contaba a sus compañeros de viaje sus andanzas por tierras lejanas e inalcanzables para aquellos, con excepción de la Guayana, que estaba ligada con Amazonas por el Orinoco. Por supuesto, Menesio se cuidó de no revelar nunca el hecho de que en una oportunidad había desenterrado un cofre lleno de monedas de oro que le había regalado Madame Cazabat. Pues ese era su mayor secreto. Aunque perdió casi una cuarta parte, y otro cuarto lo disfrutó en sus tiempos sibaritas, con el resto compró sus barcos a vapor, fundó el sitio de Laja Alta y todavía le quedó para enterrar. Comenzó a recolectar caucho en los barracones, con suficiente mercancía para avanzar al personal, abandonando así su ilusión de servir al gobierno, con la esperanza de llevar la civilización a los lugares más recónditos de la nación, de limpiar la zona de maleantes, traficantes y esclavistas; para cimentar una paz estable entre las poblaciones indígenas que les permitiría el florecimiento de su cultura. Tal como lo había hecho en su juventud. ―¿Y entonces qué? Don Menesio ―interrumpió sus cavilaciones don Cansino―. ¿Será que nos acaba de contar la historia del gobernador? ―¡Ah! Bueno. El gobernador Fuentes, que es mi amigo ―aclaró Menesio―, fundó el pueblo de Guzmán Blanco con indios banivas y kurripakos el 22 de noviembre del 74. Después, fundó con la gente del cacique Bernardo Guachúpiro el pueblo de Humboldt, el 3 de diciembre del mismo año, recuerdo clarito porque casualmente yo estaba en esos sitios. Después, por disposición del gobierno nacional, le entregó a don Francisco Michelena y Rojas… En otras ocasiones, cantaban bajo el son de la bandola que 80


tocaba Menesio; él hacía pausas para encender y fumar de su pipa, mientras el capitán Daya y don Cansino fumaban cigarrillos liados con tabarí. Y así, noche tras noche, con la luz del quinqué o la luna clara, iban pasando las primeras horas de aquellas noches en la orilla del río. Sin embargo, a veces llovía tan fuerte y tronaba tan seguido que era imposible mantener la conversación. Al amanecer del cuarto día de navegación, la embarcación navegaba a la altura de la confluencia del Atabapo con el Orinoco. Más tarde, no lejos de allí, realizó un giro para desviar su ruta desde el medio del ancho Orinoco de aguas turbias, producto del aporte de las del Guaviare y las del Atabapo, hasta entrar a un desecho ubicado en la margen derecha del río. Después de recorrer un corto trecho del desecho, avistaron el caserío y, al avanzar, observaron la colina donde se alzaba la casona. Rápidamente se aprestaron a realizar las maniobras para arribar. Menesio reconoció entre las siluetas de las personas que bajaban al puerto a una dama que se distinguía entre las demás y su corazón se hinchó emocionado. "Vivina", musitó. *** La casona que había construido Menesio, imitando el estilo colonial guayanés, era muy espaciosa, de paredes de bahareque, ventanas con celosía de madera, piso de tablas y techo de palmas de chiqui-chique alto y muy inclinadas sus dos aguas; con amplios corredores dispuestos a dos lados lindantes a un gran caney rectangular con piso de arcilla apisonada. Contiguo a éste, brotaba un sembradío tupido de plantas medicinales y ornamentales dispuestas sin distinción ni orden, donde se encontraban hasta árboles frutales. Todo alrededor estaba cercado con palo a pique. Desde la casa casi se lograba divisar la confluencia del Guaviare y el Atabapo. Para mejor visión Menesio Mirelles hizo construir un otero desde el cual se apreciaba, al igual que desde 81


la copa de un gigantesco y viejo árbol, un panorama excepcional: hacia el sur, la confluencia de aquellos dos grandes ríos con el Orinoco sobre la espesura llana de la selva; y hacia el norte, en lontananza, se observaba la extensa serranía del Guayapo. Allá arriba en el altillo, pasaba la mayor parte de su tiempo de ocio el joven Nicasio, dando rienda suelta a su imaginación. Mientras él no estaba, un peón permanecía de guardia vigilando el río y la entrada del puerto; para eso disponía de un catalejo que el coronel conservaba como recuerdo de la guerra federal. A una distancia prudencial de la casa grande, como le decían los peones, habían construido las demás casas, dispuestas ordenadamente en una calle, que desembocaba hacia la orilla del río. Bajaron a recibir el barco a vapor, el personal obrero y todos los habitantes del caserío. Delante de la concurrencia estaban Manresio Yaniva, Eleuteria y Nicasio, hermano, hija e hijo de Menesio respectivamente; el capitán Mapaguare y una mujer blanca de figura delgada, alta, ojos glaucos, pelo castaño claro, corto, y de rostro ovalado. Vestía elegantemente, llevaba guantes y un sombrero con fino velo para protegerse de los mosquitos. Además se resguardaba del sol bajo una sombrilla. Era muy joven y su aspecto contrarrestaba fuertemente con los demás, en el color de la piel, en la vestimenta, estatura y porte. Ella se despegó del grupo y apresuró el paso cuando Menesio salió a su encuentro. La abrazó, sosteniéndola en vilo, ella levantó el velo de su rostro y se besaron amorosamente. Cuando bajaron los pasajeros, Menesio llamó a don Nicanor Cansino y su gente para presentarle a su esposa Vivina. ―Mucho gusto de conocerles señores, bienvenidos a Laja Alta ―dijo ella fijando sus ojos relumbrantes en el rostro de don Nicanor. El neogranadino apartó tímidamente su mirada, se inclinó reverentemente y besó la mano de Vivina, causándole grata impresión con su actitud protocolar y sus zalamerías. Ceferino, el capitán del "Carlota" y Tarsicio, el ayudante de Menesio, la 82


saludaron cortésmente, pero ella desdeñosamente, ni siquiera se dignó responderles el saludo. Seguidamente, Vivina tomó a su esposo por el brazo y le dijo: ―Vamos a casa mi cielo, que debes estar cansado de tanto viaje. ―¿Y Jota ―Jota habrá llegado?― preguntó Menesio refiriéndose a su hijo mayor ―. Según la carta que me envió, ya es tiempo de que haya llegado. ―No sé, mi cielo, tal vez llegó a San Fernando, a su cuartel. Por cierto, no sabíamos que llegabas hoy, pero bueno, gracias al aviso del vigía, este joven Nicasio, que los distinguió cuando venían muy lejos, dijo él, me dio tiempo de ordenar un buen almuerzo para todos. Detrás de ellos caminaba el séquito de Menesio Mirelles. Al llegar al caserío, se dispersaron. Después de cuatro meses y medio de ausencia Menesio regresaba a su sitio a compartir con su familia y tener un necesario descanso. Finalmente estaba disfrutando lo que tanto había añorado: su hogar. Se desplomó sobre su silla mecedora a deleitarse del apacible y acogedor ambiente hogareño intercambiando noticias, opiniones sobre los acontecimientos locales y detalles de los quehaceres domésticos, mientras sorbían una taza de café que les ofreció la sirvienta. Después del almuerzo y de ubicar a don Nicanor en una habitación del corredor de la casona, Vivina consideró que era ya tiempo de tratar los asuntos álgidos de su matrimonio y sus intimidades. Le recriminó a su marido por haberla dejado tanto tiempo sola; que debía regresar pronto a Ciudad Bolívar para hacerse un tratamiento médico y también visitar a su familia, luego se quejó de las incomodidades de la casa y de los sirvientes que eran flojos y displicentes, por último, protestó por el calor, el húmedo clima y los mosquitos. Menesio, lamentando su efímero gozo del hogar, accedió a todos sus pedimentos, le prometió mejorar las cosas, con excepción del calor y los mosquitos. Finalmente calmó las inquietudes de su joven esposa. Menesio esperó en vano a su hijo durante la semana siguiente. Después se olvidó de él. No fue sino al cabo de un año cuando apareció de improvisto. Una tarde llegó a Laja Alta el 83


capitán José Jacinto Mirelles, el hijo de Menesio y Cirenia. El aspecto físico de su rostro lo había heredado de su madre: piel blanca pero atezada, los ojos glaucos y el pelo ambarino, por lo que muchos de sus conocidos lo apodaban "el catire". La madre de José Jacinto había perecido en el pavoroso incendio que arrasó Caicara del Orinoco el año 58. En consecuencia, su abuela se había encargado de su crianza y más tarde su padre estuvo a cargo de su educación; de él había heredado su comportamiento. Al finalizar la guerra de los cinco años, Menesio Mirelles obtuvo del Mariscal Falcón, como parte de su compensación, un diploma de teniente para su hijo cuando éste sólo contaba con siete años de edad. El niño José Jacinto con aquel título espurio maduró prematuramente, era inteligente y audaz; cuando creció, se valió de ese documento para entrar a las milicias de Ciudad Bolívar. Precisamente allí, se ganó el grado de capitán combatiendo al lado de los azules, cuando apenas cumplía dieciséis años. Fue la misma batalla que perdió su padre defendiendo la plaza, pero, por ventura, no se enfrentaron. En esos tiempos le llegó el rumor de la fiebre del caucho y de la pingüe ganancia que generaba su comercialización. Su ambición de riquezas lo indujo entonces a solicitar su traslado a la milicia territorial de Amazonas y aprovechó la influencia de su padre para lograr su objetivo. Un fuerte abrazo entre padre e hijo con sonoras palmadas en sus espaldas sacudió todo el ambiente de la casona. La servidumbre del coronel no cesaba de sonreír ante la presencia del simpático y apuesto oficial. Luego Menesio mandó a llamar a Nicasio y se lo presentó como su ahijado a José Jacinto. Nicasio lo saludó cortés y respetuosamente, a cambio José Jacinto le respondió fríamente con un gesto despectivo. José Jacinto estaba acompañado por su amigo y socio de origen sirio, con quien estaba dedicado a la extracción del caucho. Esperidión Zeiler, mejor conocido como el Turco Zeiler, tenía todas las cualidades de hábil comerciante, además de sagaz y audaz. Era mayor en edad que su socio José Jacinto y prácticamente su maestro y 84


consejero en asuntos de negocios. Su aspecto físico lo representaba como un auténtico árabe, aunque había nacido en Ciudad Bolívar. Desde allá se vino con José Jacinto y a primera vista no le cayó en gracia a Menesio; lo trataba por pura cortesía, pero no confiaba en él. Esto no se lo había dicho a su hijo. Nicasio, después de saludar a ambos visitantes, se retiró algo resentido por el menosprecio que le hizo José Jacinto, pero también extrañado de que su patrón lo hubiese llamado ahijado, porque siempre lo llamaba hijo en vez de ahijado. Le daba ese tratamiento desde que lo fue a buscar a Maroa para enviarlo a Ciudad Bolívar, donde pudo estudiar mientras hacía el trabajo de sirviente en casa de la familia de Vivina. Había regresado a su tierra después de tres años, sin embargo no desdeñaba la casa de su madre, en la lejana Maroa. En cambio, sí estaba ansioso de navegar en el vapor como timonel. Ahora conocía los alcances de aquella nave, que le había permitido descubrir otros parajes. Nunca olvidaría la sensación y las emociones que sintió cuando vio por primera vez aquel enorme cerro e´ Mono, que hundía su falda en la profundidad; la silueta difusa de la serranía del Sipapo y el Autana; las extensas sabanas de Maipures y Atures. Con los raudales, ya estaba familiarizado, aunque eran más pequeños los que conocía. Su corazón vibraba frente a la pasmosa anchura del río y para completar, la impresionante Ciudad Bolívar había llenado todas sus expectativas: al fin se había librado de la jaula de árboles. Mientras Nicasio meditaba sobre sus experiencias encaramado en el altillo, abajo, en el corredor, Menesio y el resto de la familia mantenían una conversación familiar, mientras disfrutaban de yucuta de manaca en sendas totumas, luego el capitán J.J. Mirelles se refirió a los temas políticos. ―A propósito, creo que usted ya conoció al gobernador Federico Montelieu, el mismo que publicó en el 74 el periódico "El Eco del Orinoco". ―Sí, cómo no ―respondió Menesio―, y también llegué a leer su periódico. Por cierto que es el primero que aparece en esta región. ¿Le pasó algo? ―Bueno, no, pero resulta que viajó a Caracas y dejó 85


encargado al Prefecto del Departamento del Centro, Juan Benito Arismendi, quien después de sólo veinte días en el cargo, le entregó al Juez de Primera Instancia, el señor Fidel Rengifo. ―¡Ah caramba! ―dijo Menesio―, a ese no lo conozco ¿y tú? ―No, yo menos, si acabo de llegar. Pero tengo el presentimiento que va a tener problemas con el comandante de guarnición, a ese ya lo conocí… *** En el mes de agosto del año 1878, Vivina se ocupaba de los preparativos para un viaje a Ciudad Bolívar que habían planeado ella y su esposo. Entretanto, mientras llegaba el día de partir, desde la pequeña pulpería el coronel y Nicasio despachaban al personal que se iría el mes siguiente a las selvas para descuajar los cauchales. Ocurrió en ese tiempo el alzamiento del coronel José Antonio González, comandante de la guarnición militar, quién no quiso aceptar el gobierno interino de Fidel Rengifo. Lo destituyó y se proclamó Jefe Civil y Militar del Territorio Amazonas, tal como lo presentía José Jacinto quien, al ser llamado a reforzar la Guarnición del Centro, partió rápidamente con su escolta hacia Yavita. Para afrontar esta situación el gobierno nacional ordenó al Procurador Horacio Luzardo encargarse de la gobernación hasta cuando llegase el señor Rufino Bigott, nombrado gobernador en sustitución de Montelieu. Pero la lejanía del origen de aquella orden era tal que llegó a su destino sin fuerza ni autoridad, así que Horacio Luzardo antes de asumir la gobernación envió un emisario portando una misiva a su amigo el coronel Menesio Mirelles, solicitándole que lo acompañara en aquella misión de enfrentar al subversivo coronel González. En solidaridad, Menesio apresuradamente se preparó y dotó a todo el personal disponible de modernos rifles Winchester y suficiente munición para trasladarse a Yavita. Zarpó con su mesnada de cincuenta hombres en dos piraguas, ya que su vapor estaba comprometido para el viaje hacia el bajo Orinoco. Cuando 86


Menesio se alejaba del puerto, observó complacido al grupo de trabajadores guiados por Nicanor Cansino montados sobre el "Cirenia", todos ellos hicieron una breve pausa en su tarea para despedir al patrón, agitando sus brazos sudorosos. En Laja Alta quedó Vivina con su séquito de sirvientes, preparando sus baúles y magayas, porque ella partiría con Mapaguare rumbo a Ciudad Bolívar a bordo del vaporcito "Carlota". Se llevaba con ella a Eleuteria como compañera. El vapor llevaría una piragua remolcada y el cargamento de veinte toneladas de caucho, gran cantidad de pieles, chiqui-chique y sogas hechas con esta fibra, también aceite de palo y caraña. Vivina haría ese viaje en contra de su voluntad, pues hubiese preferido que su marido la acompañara como lo habían planeado, tampoco quiso quedarse en el sitio a esperarlo. Pero esta vez Menesio fue intransigente y antepuso sus compromisos a las exigencias de su esposa.

CAPÍTULO X

E

l coronel Menesio Mirelles bajó de la piragua uniformado con el azul de la Federación, armado, además de su espada, con un Winchester 44 recortado, tras él desembarcó su tropa. Era media mañana y el puerto estaba solitario. Extrañado de esa soledad, Menesio dio la orden de avanzar cautelosamente hacia el poblado de Yavita. Avanzaban en dos columnas flanqueando el 87


sitio cuando oyeron las voces de alto, eran voces características de borrachos dadas irrisoriamente por cuatro milicianos que custodiaban el puerto. Cuando éstos despertaron estaban rodeados por los hombres de Menesio, sin embargo confundidos hicieron varias descargas que afortunadamente no hirieron a nadie, pero causaron conmoción en el poblado porque todos pensaron que se trataba de un conato de alzamiento. El gobernador accidental Horacio Luzardo, el coronel González, comandante de la guarnición y el capitán J. J. Mirelles al frente de los milicianos, se movilizaron rápidamente hacia el puerto para atender la situación; la mayoría de ellos, estaba bajo los efectos de la resaca, pues el pueblo celebraba sus fiestas patronales y era frecuente que la tropa fuese licenciada, sin embargo marchaban tensos. A la mitad del camino, a unos ciento cincuenta metros del puerto, José Jacinto, que precedía la columna, reconoció la figura de su padre y en seguida dio una orden, agitando su brazo, para que la tropa se detuviera. Seguidamente se unió al gobernador y al comandante y se adelantaron al encuentro de Menesio. La situación política en Yavita se había normalizado, ya que el comandante de la guarnición había aceptado el interinato del procurador Luzardo; sin embargo, la presencia de los aguerridos caucheros al mando del veterano oficial, pudo reavivar el enardecimiento del comandante. Sin embargo éste, al presenciar la demostración de fraternidad y solidaridad entre aquellos tres hombres, entendió que la presencia de Menesio y sus hombres lo disuadía de intentar otro amotinamiento. Una vez aclarada la situación y convencidos de que todo estaba bajo control del gobierno provisional, Menesio Mirelles y Horacio Luzardo se sumaron a la celebración. También jugaron varias partidas de póquer, lo cual era habitual entre ellos, alternada con tragos de aguardiente. Después de dos días de parranda, Menesio viajó a Maroa en asuntos de negocios, pues, además de cumplir sus compromisos comerciales, ahora esperaba recuperar el dinero que había perdido en el juego. Nicasio, que había venido acompañando a su padre, se 88


quedó en Yavita con el propósito de pasar esos días con su madre y sus familiares, ya que éstos se encontraban casualmente en Yavita disfrutando de las fiestas patronales *** Se habían iniciado las festividades con la parada del "Mastro", símbolo de la fertilidad de la tierra, constituido por un alto poste, forrado con hojas y diversos frutos. Los "fiesteros" habían salido a cortar los dos palos de unos diez metros de largo; para esto, se habían aprovisionado de unos cuantos litros de bureche. Cuando regresaron en la curiara adornada con banderas, fueron recibidos con una ceremonia amenizada por un conjunto compuesto por acordeón, maracas y tambor. Otros habían ido en una embarcación a buscar regalos para la fiesta, de caserío en caserío. Iban de casa en casa recogiendo, frutas, casabe, gallinas, cacería y todo lo que les daban. A las cinco de la tarde los fiesteros levantaron uno de estos mastros frente a la casa comunal y otro frente a la capilla; cada uno remata su extremo superior con una banderita. Es la fiesta en honor al santo patrón de Yavita; fusión de culturas, manifiesta en las palabras para designar los componentes principales de esas festividades, palabras que derivan de los nombres dados por los frailes españoles: mástil, juez, jueza, juez de mástil y mayordomos. Estarían de fiesta durante doce noches consecutivas; son noches de parranda y baile. La directiva del evento es integrada por un "Yuís" y una "Yuisa", además por dos parejas, masculina y femenina, de "Yuises de Mastro", que se encargan de preparar y organizar el Mastro. También integran esta directiva nueve parejas de hombres y mujeres llamados "Mordomos". La primera noche le corresponde atenderla a los Yuises de Mastro y a los Mordomos. En forma general esa noche todos los organizadores portan una varita multicolor y cada uno, botella en mano, van brindando en forma conjunta. Los Yuises de Mastro se encargan de la vigilancia y del cumplimiento de las normas o 89


nombran comisiones para ello. Precisamente José Jacinto Mirelles, por desconocimiento de éstas, arrancó un cambur y fue descubierto en el acto por unos organizadores que estaban libando bureche. Lo agarraron y, cortésmente, lo ataron a la pata del Mastro y le dieron a beber en una totuma de aquella bebida destilada de casabe y guarapo de caña fermentados, hasta dejarlo completamente borracho; esto, como castigo por arrancar el fruto. En ese estado, una vez liberado, las muchachas dieron rienda suelta a su natural coqueteo para llamar la atención del apuesto capitán y él, sin hacerse rogar, eligió a dos a su gusto, luego se dedicó a perseguirlas hasta salir hacia la sabana y allí las tumbó a la usanza tradicional. Otra noche se dedicó a bailar y precisamente se antojó de bailar con una Mordoma. Lo multaron de nuevo colocándole una cinta en el brazo para recordarle que debía aportar una damesana de aguardiente. Después bailó con la Yuisa y le colocaron otra multa según eran las reglas del protocolo. Las nueve noches siguientes, el baile fue dirigido por cada una de las parejas de Mordomos. Durante esos festejos José Jacinto se divertía a su manera, no tomando bureche, que le era desagradable, sino ron añejo, siempre acompañado de sus dos o tres guarichas que se lucían ante las demás por andar con él. Ahora infringía a propósito las normas para destacarse pagando las multas, y los parroquianos contentos cada vez que los surtía de más aguardiente. El penúltimo día fue atendido por el Yuís y la Yuisa. Ofrecieron un almuerzo para todos los asistentes con especies de cría, pesca o caza que habían recolectado anteriormente y lo tenían ahumando en una troja. Durante el baile de esa noche, Nicasio no le quitaba el ojo a la pareja que tenía José Jacinto, porque no era ninguna de las ya conocidas. Observó, mientras tomaba bureche de una totuma, que José Jacinto se avecindó a la muchacha; ella, a veces con timidez y otras con osada coquetería, se mantenía junto a él. Estaban sentados en una esquina contraria a la que 90


ocupaba Nicasio. Entre ellos la gente bailaba, tomaba, o simplemente observaba a los demás como lo hacía Nicasio. De repente vio cuando José Jacinto y la muchacha abandonaban el taburete y, en seguida, se encaminó hacia ellos bordeando la plazoleta. Pudo apreciar, a pesar de la cortina humana, que José Jacinto prácticamente atraía a la muchacha, halándola por el brazo. Antes de llegar hasta ellos la llamó: ―¡Eusebia! ¡Mira, muchacha! ¿A dónde va con ese hombre? Ella se detuvo en el instante de reconocer la voz. ―¡Ay! Ese es mi hermano ―dijo zarandeándose para tratar de librarse del abrazo―, ya va, voy hablar con él. ―No hombre chica ―dijo José Jacinto―, déjamelo por mi cuenta. Se adelantó a la muchacha y altaneramente se dirigió a Nicasio: ―Pero hombre, no ves que soy yo, chico. ¿Qué te pasa, valezón? ―le dio un toque en el pecho a manera desafiante ―. Ella va conmigo chico. ―No abuse capitán ―le respondió sin inmutarse y dio un paso atrás―, ella es mi hermana y tiene que respetarla. ―¡Ah caray! Con que esas tenemos, entonces tú no me aceptas como cuñao ―dijo en tono de burla José Jacinto y arrogantemente le propinó otro empujón, esta vez más fuerte y añadió―: Nojose, vale, tú vas a decirme lo que tengo que hacer, ¿aah? Viendo que el otro no reaccionaba, se envalentonó y siguió provocándolo. Pero Nicasio cada vez oía menos, sólo sentía que la sangre le hinchaba las venas. Por un momento recordó el ritual de su iniciación a los catorce años, según la ceremonia guarequena. Le dijeron lo que debía hacer y lo que no convenía hacer: "no robar, no vivir en casa ajena, jembrear mujer ajena es peligroso, hay que trabajar…" Le habían pintado el cuerpo para la protección de los peligros de la vida como mordedura de culebra, picadura de insecto, malas pisadas, caídas al agua o evitar que le cayera un tronco encima cuando estuviera talando el conuco; pero sobre el "racional" sólo le dijeron que tenía que entender algo sobre la vida de los civilizados. Mas no se había previsto nada para enfrentar el abuso de esta gente. Los muchachos y 91


adultos, curiosos, se acercaron a presenciar la discusión y algunos comenzaron a corear a Nicasio. ―¡Dale Nicasio, que ese catire es un patiquín! ―gritó un viejo borracho y los demás lo apoyaron. El griterío lo devolvió a la realidad y oyó claramente a José Jacinto: ―Sí, un patiquín, ¡pero no un cobarde como éste! Cuando sintió el empujón que casi lo derriba, Nicasio arremetió ofuscado. Como un toro embravecido embistió con fuerza sorprendiendo a José Jacinto y, dándole un topetazo en pleno estómago, lo dejó sin aliento. Ambos cayeron pero Nicasio se levantó rápidamente y esperó que el otro se recuperara, logró dominarse para no patearlo en el suelo. José Jacinto recobró el aire y se le vino encima conectándole un gancho de izquierda. Nicasio sintió que iba a desfallecer e instintivamente logró abrazarse de su contrincante, pero seguidamente se recuperó y sacó la derecha por encima del hombro de José Jacinto, propinándole un fuerte gancho corto que lo hizo sangrar profusamente por la nariz. Consecutivamente intercambiaron golpes de mano entre uno y otro, alternados con patadas. Eran golpazos de tal contundencia y fuerza juvenil, transformada en impacto de carne y hueso, que provocaban la expulsión de sangre y sudor de sus cuerpos, acompañados de gemidos compungidos y reprimidos. Los impactos rebasaban el alboroto del círculo de espectadores que se alborozaba con cada fragoso choque entre los jóvenes, pero todos aupaban a Nicasio aunque después de un lapso, él llevaba la peor parte, pues José Jacinto conocía el arte del boxeo, mientras Nicasio peleaba desordenadamente, llevado por la rabia y el instinto. Nicasio se veía más jadeante pero, en el trance, metió una zancadilla y derribó a su contrincante; éste cayó de espalda golpeándose fuertemente contra un quicio. Nicasio esta vez aprovechó el aturdimiento de José Jacinto. Dando un salto felino se le montó y presionándolo con sus piernas, lo inmovilizó y le propinó dos contundentes golpes al rostro. Cuando levantó la derecha para rematarlo, la algazara aumentó pero repentinamente la hermana de Nicasio se lanzó a su espalda, lo asió por el cuello 92


impidiéndole lanzar más golpes. Nicasio trató de liberarse del peso de su hermana pero ambos rodaron por el suelo, empujados por José Jacinto que finalmente se vio libre del peso de ambos cuerpos. ―¡Déjalo! ¡Déjalo! ¡No más! ―gritaba la muchacha frenéticamente―. ¡Ya está bueno, no le pegue más! Nicasio se levantó separándose de su hermana, todo su cuerpo estaba tenso y sus puños cerrados; fue serenándose lentamente, extrañado de que su propia hermana hubiese actuado en defensa de José Jacinto, en lugar de estar a su lado. Luego se retiró, rodeado del grupo de muchachos que le daban vivas por su triunfo. Entre tanto Eusebia quedó en cuclillas atendiendo las heridas de su enamorado, mientras éste se incorporaba adolorido y sacudía la tierra de sus ropas con furor. Nicasio les pidió a dos primas que fuesen a buscar a su hermana y la llevaran a la casa y así lo hicieron éstas. Uno de sus acompañantes le ofreció una totuma de bureche y él la vació de varios tragos seguidos; aún no sentía los dolores de las contusiones. Mientras tanto, la fiesta continuaba como si nada hubiese pasado, pues ya era costumbre que cada noche hubiera una pelea por lo menos. Sin zacapelas no había fiesta animada. El último día de las fiestas los Yuises ofrecen una sorpresa en el banquete de mediodía. Se trata de colocar debajo de algunos platos, un papelito que el comensal encontrará casualmente. En esa nota se indica el rol que le tocará hacer, ya sea Yuís, Yuisa o Mordomo. Esto, tácitamente, compromete al afortunado a ser uno de los organizadores de la fiesta el próximo año. Sin embargo, otros se ofrecerán voluntariamente con el propósito de cumplir con alguna promesa ofrecida. Por último, los agotados parranderos realizan una procesión portando la estatua o el retrato del santo patrón del poblado y para finalizar los actos, proceden a barrer el piso de todas las casas.

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CAPÍTULO XI

on Marcelino Bueno, primer escritor político e infatigable defensor de la cultura Amazonense, además de civilizador, periodista, y educador, nació en Maroa el 28 de octubre de 1837 y desde 1866 venía desplegando su labor intelectual al servicio de las mejores causas de su tierra. En ese año 78 había redactado "El Deber", un periódico político manuscrito donde auspiciaba la candidatura del doctor Andueza Palacio a la presidencia de la República. En aquellos días acababa de llegar de Ciudad Bolívar una edición de "La Aurora", otro de sus periódicos impreso en aquella ciudad; le obsequió un ejemplar a Menesio Mirelles que se encontraba en Maroa mientras celebraban las fiestas patronales de Yavita. Allí Menesio, apasionado por la historia y las anécdotas amazonenses, tuvo oportunidad de departir con el tenaz periodista. ―Caramba don Marcelino, y usted no se cansa de escribir, quiero decir, de copiar estos manuscritos. Hay que tener bastante paciencia para escribir uno por uno cada periódico. ¿Y que habrá ocurrido con la imprenta que envió el presidente Guzmán Blanco? ―Bueno, amigo mío ―contestó Marcelino Bueno, ufano ―. La imprenta, sublime arte de Guttemberg y voz del mundo, como dijo Víctor Hugo, de la que estamos infelizmente aquí desheredados, está llamada por su naturaleza y nobles atributos a representar un papel importantísimo y trascendental en la vida y desenvolvimiento de los pueblos, siendo "la antorcha que esclarece con sus reflejos el fatídico imperio de las tinieblas". La prensa, repito, es, sin disputa, uno de los agentes civilizadores más eficaces del orbe; y en Amazonas que está aún en ciernes, en el período de la gestación y por consiguiente desnudos de los hermosos destellos del saber, se siente muy de cerca esta necesidad, por más que el pesimismo piense lo contrario... Y seguimos sin la imprenta por incuria de quienes encargaron su 94


traslado hasta acá. "En cuanto a la paciencia, bueno, ya el Libertador lo dijo: paciencia y más paciencia, trabajo y más trabajo, para tener patria. Y es que usted y yo hacemos lo mismo, por su puesto, cada quien en su campo, usted tratando de hacer industria y comercio dentro de los parámetros de la sana gestión y el justo trato a sus trabajadores, y yo, humildemente haciendo mis periódicos. Ambos estamos poniendo nuestro granito de arena para contribuir a la conquista de la moderna civilización, tanto como al bien y engrandecimiento de los pueblos amazónicos. ―Lo malo es que somos pocos ―dijo Menesio―, la mies es mucha y pocos los segadores, como dijo Cristo. De cualquier manera, ¿usted cree que con tan pocos ejemplos pretendamos influir en la búsqueda de la mejor suerte para Amazonas? Porque, si se tratara de malos ejemplos, sí estoy seguro que bastaría un sólo individuo para propagar lo dañino. ―El Territorio Amazonas es digno de la mejor suerte ― manifestó don Marcelino Bueno―, pero le faltan también gobernantes buenos, juiciosos y verdaderamente patrióticos; debería el Gobierno fijarse mucho, cuando tenga que nombrar empleados para estos lugares: no poner más tiempo nuestra suerte en manos de la ambición vulgar que aquí hemos tenido que sufrir casi siempre, sino en ciudadanos honrados, instruidos, patriotas y de levantadas miras; que no tengan hambre ni sed de riquezas, que estimen su reputación personal más que el vil interés, de hombres experimentados ya en la escena política, que gocen de honrosos y buenos antecedentes; de mandatarios probos y progresistas, cuya conducta pública en el pasado, sea o pueda ser una garantía positiva para los intereses legítimos del Territorio, y traigan en el alma sanas intenciones y como patente limpia, credenciales de honor. ―En eso estamos totalmente de acuerdo, don Marcelino ―opinó Menesio pensando que esas expresiones pesaban sobre muchos de los gobernantes que había conocido―. Sin embargo, a veces el gobierno no carga con toda la culpa, pues hay personas que, sometiéndose a tales pruebas, resultan intachables, pero al saborear la exquisitez del poder cambian radicalmente, y para muestra un botón, allí está el caso de 95


nuestro amigo Andrés. Es decir, también es consecuencia de nuestros defectos y proceder como humanos que somos. ―Puede que así sea ―agregó don Marcelino―, pero lo cierto es que... el Territorio no podrá salir nunca del atolladero en que está, sino después que se halle en posición plena de las facultades intelectuales de que carece; de la instrucción bien definida que le comunica poder; cuando tenga conciencia de sus derechos y deberes y pueda por sí mismo hacer uso de aquellos y someterse dócilmente a éstos, que es entrar en la vida civil y en las prácticas sociales, para llegar, por medio de la perfección, a la verdadera civilización, a la encumbrada cultura y erudición a que ardientemente aspira. Seguidamente, Don Marcelino le informó a Menesio que en Caracas la situación política estaba candente en contra del presidente Guzmán Blanco y que habían sido demolidas todas sus estatuas. En ese momento interrumpió Basilia, la hija de don Saturnino, para invitarlos a pasar al comedor. Menesio al verla olvidó los temas de la conversación y se esmeró en cordializar con su ángel salvador. Ya conocía a los demás miembros de la familia Afanador, excepto las hermanas morochas menores de Basilia, y ella misma se encargó de presentárselas. Eran tan gordas como su madre y de piel blanca como su padre, de rostro agradable y candoroso. Las muchachas sirvieron la mesa pero no la compartieron, aludiendo que ya habían comido. Menesio, como siempre, comió a gusto el suculento sancocho de bocón y después lau-lau frito con tajadas de plátanos, casabe y mañoco porque no había arroz en el pueblo, por lo cual Menesio le ofreció a su anfitrión enviarle un fardo, pero don Saturnino cortésmente rechazó el ofrecimiento argumentando que su casa comercial en Ciudad Bolívar ya le había enviado mercancía surtida para la pulpería. Mientras comían, Menesio disimuladamente observaba los movimientos de Basilia cuando se acercaba a ellos para atenderlos, se solazaba en la simpática sonrisa y la dulce mirada de la muchacha, desatendiendo la conversación de los hombres. Ella, que se había enamorado de él mientras viajaban en la 96


piragua remontando el Guainía, percibió con su instinto de mujer que él había cambiado, que ahora no la veía con aquel afecto caballeroso, sino con un deseo ansioso que la estremecía íntimamente. Sólo faltaba esperar la oportunidad. Saturnino Afanador aprovechó la ocasión para sondear a Menesio diciéndole: ―Bueno, coronel, y ahora que está usted dedicado a los negocios y a la industria privada ¿cómo ve el panorama? Es decir, ya que antes se desempeñó en asuntos del gobierno ¿verdad que ahora entiende por qué los empresarios actuamos de una manera tal, que quienes ejercen el gobierno no logran entender? ―Caramba, don Saturnino, la verdad es que mi apreciación hacia la especulación desenfrenada y los abusos en el trato comercial y humano con los indios no ha variado en nada. Eso se lo aseguro. Yo creo, modestia aparte, que hago comercio justo, claro que a los precios del mercado, sin perjudicar a nadie, tal como algunos funcionarios, como acaba de mencionar don Marcelino, que han tratado de exprimir con exacción al comercio, creo que es eso a lo que usted se refiere. ―Ya veo, yo me imaginaba que había tenido tropiezos, a buen entendedor pocas palabras. ―Por supuesto que los gomeros de los barracones prefieren venderme a mí, y eso me ha traído una coletilla de intrigas y enemistades. En definitiva, yo estoy del lado del progreso al igual que don Marcelino, cada uno por su lado y en su campo de trabajo como debe ser; pero así, con el esfuerzo de muchos en cada labor es que podemos echar adelante, ¿no le parece? ―De manera pues ―añadió Marcelino Bueno dirigiéndose a su anfitrión― que esperamos se una usted a nuestra modesta opinión, porque si dos son mayoría, tres serán una multitud. ―¡Sí, sí, claro! No faltaba más ―dijo don Saturnino sin mucha convicción y agregó―: Basilia está cumpliendo años mañana, por eso están muy atareadas preparando una fiestecita, les ruego y espero que nos acompañen. ―¡Claro! don Marcelino y usted, coronel; nos da mucho 97


gusto invitarlos ―añadió la señora de Saturnino, mientras Basilia y sus hermanas cuchicheaban con emoción detrás de la puerta, dejando a un lado la tarea de extracción de jugo de manaca del Pará que más tarde servirían a sus invitados.

*** Menesio Mirelles no acababa de entender todavía cómo había sucedido todo, cuando a varios días después de la fiesta, despertó al lado de Basilia, en la casa que le habían habilitado para su permanencia en Maroa. Mientras se afeitaba en el traspatio, recordaba la impresión que sintió cuando vio a la cumpleañera vestida con su elegante traje de larga falda y generoso descote apretando aquellos senos que casi se desbordaban; su hermosa cabellera endrina servía de fondo a su broncíneo rostro de pómulos abultados y ojos achinados, de mirada quieta y ensoñadora, sus labios gruesos carmesí. Evocó sus tiempos juveniles y su corazón palpitó con fuerza. Recordaba que ella no quiso bailar con nadie más, a pesar de los reclamos de su madre, y la promesa de ambos al despedirse él de la fiesta, de que se verían al día siguiente detrás de la casa abandonada, cerca del río. Allí se encontraban todas las tardes como lo hacen todos los enamorados durante varios días, hasta que una tarde, brotaron las pasiones primitivas y recónditas del deseo entre ambos. Recordó como su perfume lo envolvió adormeciéndolo hasta escuchar de su boca ansiosa una leve súplica: Sí, llévame contigo, quiero vivir contigo. Entonces esa noche se la llevó a su casa. Ahora, entre el olor de la espuma, sentía aún el sabor de su piel, de sus dulces labios. Recordó con satisfacción que hacía mucho tiempo, allí mismo en Maroa, había vivido una experiencia semejante con dos mujeres: una blanca, refinada, madura y apasionada en su intimidad; otra morena, humilde, tierna y apacible. Una era raudal y la otra remanso. Aquella transpiraba el aroma artificial de finas lociones y ésta emanaba el tenue y fresco efluvio de la selva virgen. Así eran Carlota y Kaimara. ¡Ah 98


malhaya! ¡Qué casualidades tiene la vida! Ahora tenía a Vivina y Basilia, también contradictorias y complementarias. ―Vivina se llama tu esposa, ¿verdad? ―preguntó ella desde el chinchorro. ―Sí, ¿por qué? ―dijo extrañado. ―Noo, por nada, es que te oí pronunciar ese nombre mientras dormías y me dio rabia. Parece que tenías una pesadilla… ―No tienes por qué preocuparte, yo te quiero a ti. Tú me has hecho vivir de nuevo. ―Y ¿no me vas a dejar? ―No, nunca. Y volvieron a envolverse de nuevo en el chinchorro. Después del éxtasis, ambos permanecieron abrazados disfrutando la sensación de bienestar y placidez. De pronto, Menesio se sintió embargado por una inquietud y se incorporó dejando a Basilia en el chinchorro. ―¿Que pasó Menesio? Ven, chico, que todavía está lloviendo. ―¿Y cómo hacemos con tu familia? Yo no puedo quedarle así a don Saturnino ¡basirruque! Qué pena con tus papás... ―A pues chico, te vas a echar pa'tras ahora, después que matas al tigre... Anoche estabas muy seguro y resuelto a todo. ―Pero es que las cosas no deben ser así, yo quería... yo había pensado pedirte formalmente y lo que hice fue un rapto. ¡Qué vergüenza! ―¡Ja, ja! Bueno ¿y qué? ―dijo ella riéndose con picardía ―. Aquí todo el mundo hace eso, cuando un hombre quiere tener mujer, se la saca y listo. ¿Es que tú no sabes eso? Mira, no te preocupes más, después hablaremos con mis viejos, de todas maneras yo le mandé a decir a mi'amá que me venía contigo; yo creo que mi'apá lo va a entender. ¡Tampoco yo soy una niña! ¿No? Así pues, cuando Saturnino Afanador se enteró de la fuga de su hija armó un escándalo y se armó con su escopeta para salir en busca del raptor. Sin embargo, sólo dio unos pasos fuera de 99


su casa, pues su mujer y sus hijas se le prendieron detrás con tal griterío e insistencia que lo hicieron volver. Empero, una vez calmado, aprovechó la intervención apaciguadora de su mujer para aceptar el hecho consumado, pues en el fondo de su ser, quería evitar un lance con Menesio Mirelles. Por otro lado, como era sumamente tacaño, dos bocas menos que alimentar era lo que realmente contaba. Finalmente, para convencerse a sí mismo le dijo a su mujer: ¿Qué se va hacer, m'hija? por lo menos ese hombre la va atender bien y no le faltará nada. A pesar de que así se expresaba, sentía que su orgullo estaba herido, y desde ese momento comenzó a maquinar la forma de vengarse de la afrenta que le hizo Menesio Mirelles.

*** Menesio y Basilia con su hijo, llegaron a Yavita el último día de fiesta del Mastro. Menesio fue invitado al almuerzo sorpresa y le tocó un papelito que decía Yuisa, el cual devolvió cortésmente evitando el compromiso por la confusión de sexo. Encontró la casa vacía, pues José Jacinto se había mudado a la casa de una de sus muchachas, lo cual le desagradó mucho, pero aprovechó esa circunstancia, ya que así tenía donde alojar a Basilia y su pequeño hijo, durante su permanencia en Yavita. Más tarde, se enteró de la pelea que sostuvieron sus hijos. Los llamó a ambos y les dio una severa reprensión; después les dio una larga charla, abundante de consejos y, finalmente, los hizo abrazar en son de paz. No le fue fácil desenvolverse en todo ese proceso, porque José Jacinto se resistía a conciliar, alegando respeto hacia su condición social. Finalmente aceptó, pero Menesio, como padre al fin, notó que su hijo estaba actuando con sinceridad al expresar sus sentimientos, contrario a lo que hacía Nicasio; sin embargo se sintió feliz de abrazarlos por un momento simultáneamente, uno a cada brazo. Estuvieron una semana en ese poblado, mientras Menesio se dedicaba a recolectar mapires de mañoco, sogas de chiquichique y otros productos. Habían trascurrido ya dos meses desde 100


el día que había salido de su casa en Laja Alta y, aunque ahora vivía felizmente al lado de Basilia, comenzó a preocuparse por su esposa. Cuando ocurrió la llegada, ya prevista, del Sr. Rufino Bigott a Yavita, el procurador le entregó el cargo de gobernador en una ceremonia sencilla. En el evento no faltó el consabido discurso del flamante mandatario, lleno de promesas favorables al pueblo amazonense. Un día después del acto, Menesio emprendió viaje. El procurador Horacio Luzardo y su hijo José Jacinto fueron al puerto. Después de lacónicas despedidas colmadas de abrazos, se embarcó en la piragua. Previamente Basilia y su hijo se habían instalado a bordo. Temprano, antes la salida del sol, zarparon rumbo a San Fernando. La presencia de Basilia en la embarcación dio motivo a comentarios entre la tripulación, recelosos de la nueva compañera de su patrón. No obstante, ella, así como conquistó el corazón de Menesio, también fue ganándose la simpatía de todos con su gracia, espontaneidad y encanto, de tal forma que a los pocos días era reconocida como la jefa de abordo. Igualmente ocurrió con su hijo, a quien todos consentían demasiado y así el niño pasaba más tiempo con ellos que con su madre. Pero su mayor logro era haber revivido el alma de Menesio, pues ahora él disfrutaba de la vida, se complacía en la lluvia como un niño y jugaba con los barquitos de Juan José, el hijo de Basilia. Se recreaba en cada paraje de las riveras que recorrían lentamente a palanca y espía. ¡Qué diferencia sentía con respecto al viaje que había hecho a Caracas del Yarí! Ahora no había oportunidad de recordar ni hablar de la Guerra Federal. Y Basilia se sentía feliz de haber hecho realidad su ilusión de volver a navegar con el regatón como aquella primera vez; sólo que ahora le daba de beber el elixir del amor reprimido, para embriagarlo con pasión y saborearse mutuamente de divino manjar, con el gusto que les daba la experiencia. Se complacía uno del otro como si fuese la última oportunidad de estar juntos. Así pasaban el tiempo, ocultos de la mirada de los marineros bajo la carroza de palmas mientras navegaban o cuando pernoctaban a la orilla de una playa, 101


buscaban un lugar oculto disimuladamente, pues las expresiones amorosas frente a su tripulación eran consideradas una falta de respeto y consideración. Arrimaban en los caseríos para comprar chinchorros y bastimento, o en los barracones para canjear bolones de caucho y chiqui-chique. Menesio se dedicó a preparar sus platos preferidos, como el pescado asado y el cuajado de pescado, en la hornilla del barco; preferiblemente comían mientras navegaban para evitar el asedio de los fastidiosos mosquitos. El dichoso viaje de tres días finalizó cuando arrimaron a San Fernando de Atabapo; allí rápidamente la gente de Menesio acondicionó una casa que él utilizaba como depósito. Instaló a Basilia y su hijo dejándole de sirvientes a uno de sus marineros con su mujer que ya se había encariñado con el niño Juan José y era buena cocinera. Le dejó suficientes provisiones y una orden de despacho ilimitada en la pulpería de un discreto amigo suyo. Fue amargo el adiós para ambos, Menesio intentó en vano tranquilizar a Basilia prometiéndole que vendría frecuentemente ya que su casa en Laja Alta estaba a medio día de camino, que sólo tendría que cruzar el Orinoco. "Si no consigo barco, así sea nadando, vengo", exageró al despedirse.

CAPÍTULO XII

asi todos los pobladores del sitio estaban allí, a orilla del río, sobre la laja, para recibir a su patrón Menesio Mirelles. Él se extrañó de no ver a su esposa Vivina entre los presentes y, 102


preocupado, al saludar a su hija Eleuteria, indagó por ella. Eleuteria, que había regresado sola de aquel viaje, le informó que Vivina se había quedado con su familia en Ciudad Bolívar y le entregó una carta enviada por ella. Menesio continuó saludando a su personal, luego Mapaguare se abrió paso hasta él para saludarlo y participarle las novedades del viaje. En el trayecto hacia la casa, rompió el sello de laca con ansiedad y leyó. En la misiva Vivina le explicaba la causa de su decisión y le pedía que fuera a buscarla personalmente a Ciudad Bolívar. Se desviaron del camino que conducía a la casa grande; Menesio, don Nicanor Cansino y la comitiva se dirigieron al improvisado astillero donde se reparaba el "Cirenia". Los trabajadores de Cansino fueron los únicos que no bajaron a la orilla del río porque su patrón pensó dar mejor impresión al dueño del barco con la gente en plena faena. La conformación de un buen equipo de trabajo principalmente con los banivas que eran buenos para ese tipo de oficio, bajo el calor de las ordenes de Nicanor Cansino, había conseguido realizar un trabajo impecable cuyo resultado final era la corpulencia metálica que estaba bajo el andamiaje, como un gigantesco saurio ansioso de zambullirse en las aguas del cercano río. Más tarde, fueron a visitar el caney donde se molía la caña en trapiche para fabricar panela, papelón, melado y además el aguardiente, que era una actividad exclusiva de Manresio Yaniva y su gente. Los kurripako, baré y baniva preparaban bureche en un alambique primitivo de barro cocido, destilando el guarapo de caña fermentado. Esta producción subía al máximo en la época de invierno cuando no se cosechaba caucho. Además los ye'kuana fabricaban yaraque a base de casabe quemado, fermentado con saliva. Después visitaron el caney donde procesaban la yuca dulce para elaborar casabe, y amarga para el mañoco; allí laboraban sólo las mujeres, unas en cuchillas pelando la yuca y otras inclinadas sobre la tabla de rallar; otras exprimían la masa con el sebucán, para extraer yare, el líquido utilizado en la elaboración de la catara, la salsa picante imprescindible en la mesa amazonense. Otro grupo de ellas, 103


estaban fajadas y acaloradas frente a los budares, tostando el casabe o el mañoco. Finalmente, mientras subían a la casa, Manresio le comunicó a Menesio los pormenores de los acontecimientos que ocurrieron durante su ausencia, todos cotidianos: pequeñas riñas, altercados entre hombres y mujeres por cuestiones de faldas y algunos chismes eran los más comunes entre las comunidades ribereñas. Realmente descansó poco, porque al día siguiente comenzó a organizar: José Jacinto se quedaría a cargo del sitio, una vez que abandonara la milicia. Manresio y Nicasio se irían a recolectar caucho en la piragua con Mapaguare. Su hija Eleuteria se iría con él. Todo estaba marchando sobre ruedas. Todas sus aspiraciones se estaban cumpliendo, sólo estaba pendiente confesarle a Nicasio la verdad sobre... su verdadero padre y después… dar con el paradero de la hija que tuvo con Carlota. Una tarde, estaba en la pulpería, sentado frente a su escritorio, que era un rústico mesón de madera, lleno de papeles y libros. Su espada en el talabarte y su cachucha colgaban de la pared de bahareque adornada también con estampas de almanaques viejos. Revisaba sus libros de contabilidad, cuando oyó tocar la puerta y seguidamente vio entrar intempestivamente a José Jacinto. ―¡Bendición papá! ―cruzó los brazos haciendo la genuflexión de costumbre y no esperó contesta, sacó el pañuelo y comenzó a secarse el sudor―. Oye esto: acabo de llegar con el gobernador Bigott que va para la capital porque el presidente Linares Alcántara tiene serios problemas allá con su gobierno, yo vine con él pero regreso a Yavita con algunos hombres de esta guarnición para respaldar al Prefecto del Departamento del Centro, el señor Carlos Guzmán que quedó encargado de la gobernación. ―Ajá. ¿Y cuando salen ustedes? ―Mañana mismo nos vamos. ―Caramba, m'hijo, la verdad es que yo estaba esperando tu regreso para ofrecerte un lugar en esta empresa, para que te 104


quedaras a cargo de este sitio, como habíamos acordado, pero bueno, ya veo que prefieres continuar tu sociedad con el turco Zeiler. A propósito Jota Jota ¿cómo va tu producción? José Jacinto extrañado de que Menesio hubiera desoído sus noticias, colocó su brazo sobre el hombro de su padre diciéndole que todo marchaba muy bien, que había tenido mucho éxito en la cosecha, que su socio manejaba el negocio con mano firme y confiable, que le diera más tiempo para pensar su retiro de la milicia para dedicarse a los negocios. Menesio aceptó la decisión de su hijo y le aconsejó que tuviera mayor vigilancia sobre su socio Zeiler. Finalmente le dijo: ―Entonces voy a dejar a Nicasio a cargo del sitio porque yo tengo que viajar también a Ciudad Bolívar en el "Carlota" para traerme a Vivina. ―Yo tenía entendido que el "Carlota" no podía pasar por los raudales. ―Tienes razón, hijo, no puede. Podríamos hacer el intento de pasarlo por los raudales, descargado y guiado por los indios, pero es muy riesgoso. No es igual que pasar una falca o una piragua. En este viaje no llevo mucha carga. El vapor se regresa desde Maipures, allí hacemos el primer trasbordo, pasamos la piragua por los raudales y yo sigo en ella para Ciudad Bolívar. Pero eso no es problema, es parte del trabajo, hasta que se establezca un servicio de vapores entre Maipures y Salvajito; y otro desde Perico hasta Bolívar. Lo que sí me preocupa, m'hijo, es que la situación se está poniendo difícil, fíjate que casi todo el caucho lo tienen acaparado los Level y yo no tengo forma de expandirme; por eso voy a reforzar el viaje con chiqui-chique que traje de Río Negro y la sarrapia que voy a embarcar en La Urbana. ―Bueno papá, sólo vine a saludarle, no se preocupe tanto que todo se va enderezar. Me voy rápido para arreglar el asunto del viaje. Bendígame. ―Cruzó los brazos e hizo una ligera genuflexión. ―¡Que Dios te bendiga y te acompañe, m'hijo!

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*** Tiempo después, Menesio Mirelles tuvo oportunidad de conversar con el gobernador encargado Carlos Guzmán, que había llegado a San Fernando. Se dirigía a Maipures y Atures para verificar personalmente, el traslado del ganado que el gobierno nacional había enviado para las comunidades de Yavita, Maroa y San Carlos. Menesio se enteró por intermedio del mandatario que José Jacinto, aunque cumplía su deber como oficial de la Milicia Territorial, andaba descarriado por las jóvenes indígenas a las que se había aficionado desde las fiestas patronales; que no tuvo el menor interés de viajar a San Fernando con él, aún estando libre de compromiso. Mientras se decidía a viajar a Ciudad Bolívar, Menesio pasaba ahora más tiempo en su casa de San Fernando con Basilia que en Laja Alta. En su casona de Laja Alta todo estaba en orden, excepto que había notado cierto cambio en la actitud personal de Nicasio. No tardó mucho para que uno de sus informantes le refiriese los detalles de la vida privada del joven: diariamente se acicalaba y se perfumaba en las tardes ―lo que no hacía antes― y se iba solo al pueblo atravesando la pica de Tití para acortar camino. Allá se encontraba escondidamente con Engracia, hermana mayor de Eleuteria, detrás de alguna empalizada. Estaba hasta entrada la noche, embelesado con ella, conversando a veces, oyendo los chistes que ella contaba porque él no sabía ninguno; también jugaban lanzándose piedritas entre sí. Sólo a veces visitaba la casa de la muchacha, allí se sentía incómodo y se calmaba tomando yucuta de seje, manaca o pijiguao, cuando no, solamente yucuta de mañoco y agua, o mingao. Después regresaba por el mismo camino. Aparentemente, nadie lo veía ir y venir. El informante terminó diciendo, para remediar su sentimiento de culpabilidad delatora, que el joven dejaba hecho todos los trabajos del día y al llegar, ya entrada la noche, supervisaba todos los rincones de la casa para ver si todo estaba en orden. ―¡Ah carrizo! ―refunfuñó Menesio Mirelles cuando el informante se había alejado―, con tal que no se le antoje de 106


enamorarse de Eleuteria. ¡Qué calamidad con estos muchachos! Semanas después Menesio al fin estaba listo para zarpar con destino a Ciudad Bolívar, para llevar su producción forestal y traerse a su esposa. Pero un día antes, le llegó la noticia de que el gobernador Carlos Guzmán había sido asesinado cuando venía de regreso, bajando por Maipures. Los asesinos escaparon y no se sabía quiénes eran. Menesio Mirelles sospechaba que era el mismo grupo que pretendía acaparar la producción de caucho y había recibido información de que podrían realizar una escalada de asesinatos; por lo cual, suspendió el viaje en espera de nuevas noticias y, efectivamente, al día siguiente llegó un emisario del procurador Horacio Luzardo, con motivo de solicitarle nuevamente su presencia en Yavita, pues aquel amigo contaba con su respaldo al encargarse de la gobernación, interinamente. En razón de la solicitud de su amigo, Menesio cambió de planes y pospuso el viaje a Ciudad Bolívar para ir a Yavita con su mesnada. Menesio armó a su gente, preparó su magaya y descolgó su espada, dejó la vieja cachucha y se llevó un sombrero de ala ancha. Se despidió de Nicasio, encargándole del sitio y la pulpería, también le reprendió por los viajes furtivos a San Fernando, que no fuese a dejar la casa sola, que sólo cuando llegase Manresio podía salir. No obstante, le dio a entender que podía traer a Engracia a Laja Alta. "Ya es tiempo que tengas tu propia familia", le dijo. Nicasio se llenó de emociones contradictorias: por una parte le sorprendió el hecho de que su padrino Menesio conociera todos sus movimientos y hasta ahora no le hubiese reclamado nada; más aún, lo dejaba encargado en vez de llevarlo a navegar como él deseaba. Por otro lado, le complacía el hecho de quedar solo en la casona, con todo a su disposición, pero aún más, y eso le causaba palpitaciones, le satisfacía quedarse solo para hurgar la alcoba de su amor platónico, como había deseado hacerlo desde hacía tiempo, para ver, tocar y oler algo de su intimidad, como lo hacía cuando estaban en Ciudad Bolívar, para sentir de cerca la presencia de 107


Vivina de la única manera que se imaginaba hacerlo, dando rienda suelta a sus fantasías sexuales. Con estas ilusiones en su mente, fue olvidándose del realismo que significaba su relación con Engracia. Incluso, la tácita aprobación de Menesio a esa relación, causó un efecto contrario en sus sentimientos, pues comenzó a desinteresarse por la idea de compartir su vida y sus pertenencias con Engracia y así, tal vez, olvidarse del martirio que le causaba Vivina, porque en el fondo de su corazón, ese martirio lo seducía. Por otra parte, estas emociones aliviaron su tristeza por no haber salido a navegar en el vapor. *** Cuando Menesio pasó por su casa en San Fernando y se encontró con Basilia, antes de lo previsto, ella se sorprendió gratamente. Basilia suponía que su amante iba muy lejos bajando el Orinoco y se había resignado a no verlo por largo tiempo. Además se alegró mucho por la oportunidad de ir a casa de sus padres. Menesio por su parte no sentía remordimiento alguno por haber abandonado su plan de viajar en busca de su esposa. Sentía que organizar esta expedición en apoyo a su amigo, el procurador Luzardo, más bien era una subterfugio para encontrarse con Basilia, permanecer con ella y darle el gusto de llevarla a ver a sus padres ya que estaba sintiendo nostalgia por su familia. Al arrimar a Yavita, capital del Territorio, al frente de sus treinta hombres armados, el coronel encontró el pueblo desolado, tal vez por temor a una escaramuza, pero la situación política ya era estable. En realidad Menesio confiaba mucho en la habilidad de su hijo que, como segundo comandante, era capaz de asegurar la protección al procurador Luzardo. Estaba persuadido de que su amigo podía contar irrestrictamente con el apoyo de la Milicia Territorial bajo el mando de su hijo José Jacinto, así que, su presencia allá como hombre de armas sólo contribuiría a fortalecer la autoridad de Luzardo. Sin embargo, Menesio estaba equivocado con respecto a 108


las auténticas intenciones de su hijo, se enteró de ellas cuando José Jacinto, entre copas le soltó: ―Bueno, mi coronel, le voy a decir una cosa, aquí entre nosotros, entre militares: ya se habrá dado cuenta usted que tenemos agarrada la sartén por el mango. Tenemos la fuerza en nuestras manos, mejor dicho en sus manos, porque yo pongo la mía a su mando. ¡Usted papá, será el gobernador! ¡Jefe Civil y Militar! ―¡Cómo dices! ―Exclamó estupefacto Menesio―. No, no, ¡carajo!, se ve que no me conoces bien, hijo, por eso voy a pasar por alto lo que dices, que no es más que una insubordinación alevosa a la autoridad legalmente constituida, y yo nunca me prestaré para esa vaina. Te ordeno terminantemente como militar y te lo ruego como padre que abandones esa mala jugada. José Jacinto asintió con displicencia, aludiendo que su proposición no trataba de alcanzar una ambición personal, sino que, más bien, estaba sostenida por su admiración hacia su padre y la convicción que tenía de que él, Menesio Mirelles, era la persona apta para conducir los destinos de aquella conflictiva región. Con explicación de su hijo y su promesa de olvidar el asunto, Menesio se tranquilizó y continuaron libando hasta emborracharse. Después de aquel día, sintiéndose con una carga menos encima, encontró tiempo suficiente para complacer a su amigo Luzardo, el gobernador interino, con el juego de varias partidas de póquer y para tomarse algunas damesanas de ron. Del asesinato del gobernador ya nadie se ocupaba y quedó impune; así que después de pasar poco tiempo en Yavita, Menesio y Basilia continuaron su viaje por tierra hasta Pimichín y desde allí por agua hasta Maroa. Los recibieron como hijos pródigos. Don Saturnino se esmeró en ofrecer lo mejor de sí y de sus bienes, al menos por ese día de bienvenida. Invitó a don Marcelino Bueno, también a Tiburcio "Mocho" Volastero y su mujer, pues no le convenía ahora la enemistad con Volastero ya que era el Prefecto y tenía la oportunidad única de hacer paces 109


con la mediación de Menesio; así mismo invitó a otros amigos más, para celebrar con una gran fiesta. Antes de empezar la tertulia, Menesio entregó sendos regalos a don Saturnino y su esposa. Don Saturnino fue convencido de probarse el paltó levita que le habían obsequiado y casi pierde los estribos de la emoción cuando lo lució soberbiamente. Pero su emoción fue momentánea, pues pronto recobró su habitual aire petulante. Aún pensaba que Menesio no había desagraviado la ofensa a su honor por haberle raptado a la hija de su propia casa, ni siquiera con ese regalo. Mientras los invitados libaban ron y cupana, Menesio prefirió conversar con don Marcelino, quien le había obsequiado un periódico manuscrito titulado "El Reino Vegetal", del año 1879. ―Está consagrado ―explicó don Marcelino― al progreso del Territorio y a divulgar sus riquezas naturales, como dice allí: periódico político, comercial y literario. Ahora vamos a publicar otro que está redactando mi sobrino Jacinto Bueno, por eso no vino, también será manuscrito, porque lamentablemente aún no llega la imprenta, todo por incuria; parece que está abandonada en Cabruta y no hay un cristiano que le haga el beneficio a esta tierra de traerla acá. ―No se hable más del asunto ―manifestó Menesio―, que yo mismo me la traigo de regreso, ahora que voy a Ciudad Bolívar. Los hombres conversaban, jugaban cartas o tomaban aguardiente; las mujeres esperaban a que las invitaran a bailar, cuando tocaran los músicos del conjunto compuesto por violín, cuatro, acordeón y las maracas. Ellas tomaban ponche casero y se habían reunido alrededor de Basilia, separadamente de los hombres, como era la costumbre, para escuchar los cuentos y anécdotas que ella traía del lejano San Fernando. Entretanto sus hermanas morochas atendían a todos los invitados.

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CAPÍTULO XIII

n día del mes de noviembre del año 1879, ocurrió un acontecimiento que causó mucho revuelo entre los apacibles habitantes de Maroa. Ese día arrimó al puerto un pequeño vapor. Era el "Pará" de la Marina brasileña que, habiendo remontado el Río Negro, llegaba con la comisión mixta demarcadora de límites entre Venezuela y Brasil. La representación brasileña estaba dirigida por Antonio López Araujo, y la venezolana por Miguel Tejera. Habían escogido a Maroa como punto céntrico de la zona a demarcarse. Allí fueron recibidos por casi toda la población, pues muy pocos eran los que habían visto un vapor de cerca. Recibieron el beneplácito de las autoridades locales, empresarios de la goma y otras personalidades dedicadas al comercio. Sin embargo, entre todos Andrés Level Gutiérrez se esmeró sobremanera por atender a Miguel Tejera y su grupo. Menesio y Basilia, habían participado en la recepción de la importante comisión, a Menesio le habría gustado compartir algunas de sus inquietudes con la Comisión, y Basilia sugería que se quedasen un tiempo más para que Menesio se relacionase con aquellas personas tan importantes. Pero tenía compromisos que cumplir, oponiéndose a la opinión de Basilia. Al día siguiente de aquel histórico acontecer regresaron a Yavita, donde ya había llegado el general Guillermo A. Carballo, asumiendo la gobernación como titular designado por el gobierno nacional. Horacio Luzardo, una vez más, había cumplido con la responsabilidad de mantener el orden institucional durante la transitoriedad administrativa. Después, ocupó de nuevo su cargo de Procurador. Menesio Mirelles recibió con beneplácito, así como la mayoría de la población criolla y todos los indígenas, los planes y las intenciones expuestas por el gobernador. Uno de sus actos más notable fue buscar el modo de liberar al indígena de las grandes deudas que pesaban sobre él. Para ello nombró un 111


Síndico Procurador en cada cabecera de Departamento para que, de acuerdo con la autoridad respectiva, procediese al arreglo de todas las cuentas pendientes de los indígenas y hacerlas pagar con un descuento proporcional a favor del deudor. El gobernador también nombró una comisión integrada por don Marcelino Bueno en representación del Departamento del Centro; don Nieves Azabache por el Departamento de la Frontera y don José Joaquín Fuentes por el Departamento Atabapo. Esta comisión debía presentar al Gobierno y también a la Legislatura Nacional, las formas de acción que se consideraban necesarias para establecer en el Territorio una administración de orden y de progreso que tuviese resultado favorable para el porvenir de la comunidad. ―Empero el sino de la tierra del caucho, desaprobó esta iniciativa ―apuntó don Marcelino Bueno, tiempo después de la gestión del gobernante, mientras conversaba con Menesio―. Ambos proyectos en definitiva fracasaron y... fracasaron como han fracasado igualmente pensamientos y proyectos que otros magistrados han concebido también en nuestro favor, por el genio maléfico que de continuo se cierne en nuestro destino impidiendo sistemáticamente que se obre el bien, por una aberración que no alcanzamos a descifrar, si bien no dejamos de comprender que en su mayor parte ha dependido de nuestra desunión, mala fe y rusticidad. ―Caramba, don Marcelino, que su palabra vaya adelante, pero ese "genio maléfico" a que usted se refiere… ¿No es acaso el mismo Máwari que mencionan los indios continuamente, como justificación del mal? ―Así es, es posible, ya que hablamos de interpretaciones de un mismo fenómeno… Sin embargo, realmente no todo resultó un fracaso ―admitió don Marcelino―. Sí funcionó la disposición que reglamentaba las Rentas Territoriales, aunque no dieron finalmente resultados beneficiosos a la población, porque los fondos recaudados por impuesto sobre la explotación del caucho y otros productos sirvieron únicamente para saciar la avidez y el capricho de otros mandatarios. Pero es justo decir 112


que Carballo no dispuso de esos fondos como lo han hecho la generalidad de los funcionarios, como si dispusieran de su propia hacienda. El general fue como gobernante, enérgico y pundonoroso, decidido por el progreso, pecando un tanto por ciertas presunciones o vanidad personal, pero en lo demás afable, generoso y bueno. *** Menesio destapó la primera damesana de ron y sirvió sendos vasos, luego hizo un brindis. Horacio y José Jacinto lo acompañaban, jugaban a las cartas y comían gustosos platos de pescado y cacería. Se emborrachaban, dormían un poco y se fajaban al día siguiente. Después de esta despedida que duró dos días de farra, Menesio se embarcó para regresar a San Fernando, en compañía de José Jacinto, Basilia y su hijo. Pero José Jacinto y Basilia resultaron ser como aceite y vinagre. Menesio, todavía bajo el efecto de la resaca, intervino para acercarlos; sin embargo su labor apaciguadora fue menguada por la intransigencia de aquellos. ―¡Bersia! ¡Cuánto me cuesta mantener la familia unida!― exclamó finalmente desesperado por no haber logrado su cometido. ―Familia. ¿Qué familia? ¡Uhm! ―refunfuñó José Jacinto, que no comprendía las contradicciones de su padre―. Si usted tiene todos los hijos regados por allí... ―¡Sí! ¡Sí! ¡Pero es mi familia! ¡Mi familia! ¡Y no me vuelva hablar así, falta 'e respeto, caray! Efectivamente, para reunir a todos los suyos, ahora sólo quedaba ir a buscar a su esposa a Ciudad Bolívar y continuar la búsqueda de la hija que desconocía; pero las palabras de José Jacinto eran como punzadas que penetraban su corazón, que sólo aliviaba cuando reconocía que su hijo tenía la razón. En esos momentos dudaba de la trascendencia de aquel ideal familiar; después de todo también aspiraba alcanzar su objetivo empresarial, dedicarse a tiempo completo a reorganizar su 113


negocio, pues para aquel tiempo, su empresa cauchera estaba comercialmente en bancarrota. Analizaba las causas: el descuido que tuvo de su parte, mientras se entretenía con el amor de su querida Basilia; el juego y los gastos ocasionados por la reconstrucción del vapor habían sobrepasado su presupuesto. Por otro lado, su forma de trabajo competía en desventaja contra rivales inescrupulosos que, en desigualdad implacable, hacían rendir el trabajo de sus peones. Ya había gastado hasta la última moneda de su reserva, del último entierro. Aunado a esto, fracasó el intento que hizo para obtener un crédito en el Banco creado por el gobernador Carballo, a pesar del apoyo que le dio su amigo el procurador Luzardo. En último lugar consideraba aceptar un préstamo agiotista que le ofreció don Saturnino Afanador. De esta manera, finalmente, el presumido negociante pensaba desquitarse de Menesio y recuperar su dignidad maltratada por el rapto de su hija; pero su yerno aún no mordía el anzuelo. No obstante, mientras meditaba bajo la toldilla de su piragua, Menesio sentía en el fondo del alma que había algo que faltaba para llenar sus aspiraciones, pero no sabía de qué se trataba. Entre esas dubitaciones recordó repentinamente aquel fenómeno que le impresionó tanto, cuando estuvo acampando en la desembocadura del río Atabapo, hacía ya muchos años, cuando llegó por primera vez con el gobernador Michelena y Rojas, el impactante momento cuando vio aparecer y desvanecerse en la oscuridad aquella llamarada que a pesar de su intensidad, no había producido un incendio como era de esperarse. Ahora sí sabía que se trataba de un tesoro escondido bajo el suelo. Súbitamente sus dudas desaparecieron para dar paso a la firme decisión de ir en pos de aquella misteriosa fortuna. Menesio viajó con Mapaguare a la punta que se forma en la desembocadura del Atabapo. Había esperado ansiosamente el tiempo de Semana Santa y subrepticiamente se había informado de todo lo relativo al proceso de desenterramiento de tesoros. 114


Acamparon en el sitio sobre la extensa laja y antes del anochecer Menesio fue a explorar el lugar tratando de ubicar el escenario de aquel suceso flamígero ocurrido aquella inolvidable noche. Como el ambiente se presentaba sin visos de peligro, había dejado su Winchester en el bongo pero traía consigo su espada, que le servía para separar el pajonal. No tenía dudas de que estaba en el lugar preciso, sólo había que esperar la noche y... de antuvión cayó en la fosa que estaba oculta por los matorrales y en el acto perdió la espada. Se levantó ágilmente, buscó y localizó el florete, pero en ese momento sintió el rugido y el celaje del tigre entre la cortina de altos pajonales. Sólo tuvo el tiempo justo para levantar y apoyar firmemente la hoja acerada apuntando hacia la mole de fiera que se le venía encima. Cuando Mapaguare se acercó al lugar, afortunadamente pudo ahuyentar con algunos disparos a otro tigre que merodeaba para defender a su pareja. Todavía yacía el hombre al lado del tigre, ambos inertes. Mapaguare, angustiado, socorrió a Menesio que estaba todavía aturdido por el golpazo y sangraba por la herida causada por el zarpazo de la fiera. "¡Caramba mi coronel! ―masculló el práctico―. ¿Usted como que se metió en la propia cueva del tigre?" Y percibió que el enorme animal estaba muerto, su corazón estaba atravesado por la afilada hoja de acero. Mapaguare curó rápidamente la herida de Menesio y continuaron la búsqueda con tesón, pero resultaron en vano las dos noches que aguardaron en vela para detectar el misterioso fuego. Las abundantes cárcavas que encontraron, ocultas por el pajonal, evidenciaban que otros buscadores con suerte se les habían adelantado. De regreso a Laja Alta, Mapaguare consolaba a su patrón con la idea de buscar el tesoro de los españoles en Santa Bárbara "Lo de Santa Bárbara será para el año que viene, le dijo Menesio a Mapaguare, porque ya pasó el tiempo de buscar". Después de haberse recuperado del bochorno que le causó el fallido intento de resolver sus problemas financieros de aquella extraña manera, Menesio, viajó a Maroa por el Atabapo para 115


aceptar con resignación el préstamo agiotista que le ofreció don Saturnino. Era la única salida, aunque de antemano se sentía humillado por aceptar la transacción. El viejo zorro lo esperaba y lo atendió con satisfacción aparente, porque en el fondo deseaba que su yerno no pudiese devolverle el empréstito, confiaba que así fuese para proceder a embargarlo. Regresó rápidamente con el dinero, arrimó en Laja Alta donde pernoctó y al siguiente día partió rumbo a Ciudad Bolívar. Eleuteria tuvo que dar carreras para preparar su ajuar, porque su padre la amenazó con dejarla si no estaba lista. Menesio agradeció a Dios por disponer de un medio tan rápido para viajar como lo era su vapor de chapaletas. *** En los círculos empresariales y gubernamentales de Maroa, se conversaba acerca de la gestión de la comisión y especialmente del señor Miguel Tejera, jefe de la comisión venezolana demarcadora de límites, quien regresó a Caracas después de permanecer seis meses en Maroa; según los comentarios, presentaría al Ejecutivo la recomendación para que se dividiese el Territorio en dos: Territorio Alto Orinoco y Territorio Amazonas. En efecto, así lo decidió el presidente Guzmán Blanco mediante un decreto el mes de diciembre del año 1880. También se decía en Ríonegro, que los servicios y las atenciones que recibió Tejera de parte de Level Gutiérrez habían dado buenos frutos, pues, además, Tejera recomendó al Presidente que nombrase a Level, gobernador del Territorio Amazonas, como en efecto lo hizo el Presidente. De allí que la suculenta lapa comenzó a ser considerada vital en las relaciones públicas y obtención de favores, pues era el plato preferido del comisionado. Al mismo tiempo, para gobernar el Alto Orinoco fue designado Andrés Eusebio Level, natural de San Fernando de Atabapo, quien recibió el cargo de manos del honorable José Joaquín Fuentes en esa Capital. El pueblo amazonense percibió esta gestión de gran 116


trascendencia para el Presidente Guzmán, como un simple acto formal, manifestado sólo por el hecho de la presencia de dos gobernadores en la región; que si bien los ameritaba por ser tan extensa y carente de otro medio de comunicación que no fuesen sus hermosos y caudalosos ríos, era también cierto que sus pocos habitantes ya la tenían como una unidad geográfica, más bien alejada del contexto nacional. Por eso, muchos no ponderaron los beneficios de esta división territorial. Mientras ocurrían estos acontecimientos en el ambiente político, ese año, también en Maroa, don Marcelino Bueno redactaba y distribuía los facsímiles de su periódico "El Indio Liberal".

CAPÍTULO XIV

uando Menesio se acercó a su mujer para besarla, ella lo recibió fríamente y se apartó de él reclamándole: ―¡Más de un año esperándote…! ¡Más de un año, como una misma estúpida aquí…! ¡Más de un año, señor coronel! ¡Y usted por allá revolcándose con esas mugrosas indias…! Eran frases cargadas de furia que, entre lloriqueos, su esposa Vivina le dedicó al recibirlo en su casa de Ciudad Bolívar. 117


Le fue difícil lograr convencerla para calmar su alharaca concentrada en aquellas exclamaciones martillantes. Menesio tuvo que agotar su paciencia y también gastar dinero para finalmente apaciguar la ira de su mujer, pues no era gurrumino y sus argumentos, aunque verdaderos, no alteraban el carácter de su mujer. Sin embargo, Menesio ignoraba que todo ese enojo era más apariencia que sentimiento, pues ciertamente ella había disfrutado cada hora del tiempo que permaneció en la ciudad, sin penalidades y con mucha actividad social; gastando el dinero a manos llenas y satisfaciéndose en todos sus caprichos. Pero, su astucia femenina la inducía a aparentar lo contrario. Después de tranquilizarla, Menesio se dedicó a sus negocios y preparó su regreso, En la casa de los padres de Vivina, dejaría a su hija Eleuteria, para que adquiriera costumbres civilizadas, mientras ayudaba en la cocina y los menesteres de la casa. Aprovechó la oportunidad para meditar largamente, lejos del convulsionado Amazonas, especialmente durante los serenos días de navegación por el Orinoco, cuando regresaba a la selva con su esposa. Viajaban en el vapor "Apure". Timoneado por uno de los dueños de la Línea de Vapores del Orinoco: el capitán John Hammer, amigo suyo desde la época que viajó en compañía del gobernador Michelena y Rojas. El capitán además tenía fama por su gentileza y atención para con sus pasajeros. Pero el vapor continuaba su ruta por el río Apure, así que se vieron obligados a realizar un transbordo en Caicara. Allí Menesio fletó una embarcación y, una vez cargado el barco, partieron hacia el sur remontando el Orinoco, hacia los raudales. A vela y espía navegaron. Había hecho un corte visceral en su vida y examinándola detenidamente decidió desechar todo lo superfluo y quedarse con lo que verdaderamente consideraba importante: la familia y el trabajo. Sin embargo, dilucidaba que estos paradigmas eran casi antagónicos, si no mantenía un equilibrio constante en la dedicación a cada uno de ellos. Necesitaba reorganizar su 118


empresa y para ello era preciso dedicarse a tiempo completo, pues era la única forma de hacerlo. Decidió concentrarse en el trabajo con mucho tesón y voluntad, pero eso sí, sin descuidar la unión familiar, incluyendo esposa y querida, porque sólo así concebía la felicidad conyugal: las disparatadas costumbres le habían inculcado a su generación y quién sabe a cuantas más, que la esposa era una especie de santa madre de los hijos y por consiguiente le estaban vedados los placeres que la naturaleza otorga de manera intrínseca al sexo, tal como alcanzar el orgasmo; pero, contradictoriamente, él como hombre si tenía, de hecho, derecho a la satisfacción negada a su pareja oficial. Podía hacer, de hecho y derecho, uso de la prerrogativa que le otorgaba el convencionalismo social: tener una querida o una amante para la satisfacción de sus fantasías sexuales, otra mujer que cumpliera el rol de actividades eróticas que a la esposa se le objetaba. Y además, de paso podía hacer el papel de madre de bastardos. Sólo una cuestión lo desanimaba: era la falta de prole con su esposa, y estaba seguro que no era por su culpa, porque ya Basilia estaba embarazada. Por cierto, cuando llegaron a Laja Alta, Vivina no quiso quedarse en el sitio, sino en San Fernando, pues a la lejana Ciudad Bolívar le llevaron el chisme de que su marido tenía otra mujer en el pueblo. También estaba molesta porque Menesio se marcharía pronto hacia las recónditas selvas en busca de la goma, dejándola sola entre aquellas insulsas personas que constituían su séquito. "En el pueblo ―alegó―, por lo menos puedo departir con alguna persona civilizada y no con estos mugrosos indios". Menesio se preocupó por una posible confrontación entre las mujeres, entonces mandó a Tarsicio Mure con un mensaje para Basilia advirtiéndole sobre la situación, también le encargó enviar un mensaje a don Marcelino Bueno, avisándole que no había podido dar con la imprenta que estaba en Cabruta, pues no consiguió información sobre ella. Mure regresó con la noticia de que Basilia se había ido a Maroa, para dar a luz allá. Eso lo tranquilizó, por una parte, por otra 119


sintió una inmensa angustia por el alejamiento de su amada amante en aquel momento crucial de su embarazo. *** Con el préstamo que le había concedido su suegro, Menesio Mirelles adquirió mercancía y víveres suficientes en Ciudad Bolívar para surtir la pulpería; organizó su personal de criollos e indígenas maquiritares, kurripakos y banivas y los dotó a todos, a manera de avance, de ropa, mañoco e implementos necesarios para la permanencia en la selva durante la cosecha. Se embarcaron en el "Carlota" y zarparon Orinoco arriba rumbo al Ventuari remolcando dos bongos grandes y una curiara. Ya sus exploradores habían detectado grandes manchas de cauchales en la zona del caño Guapuchí. Entretanto, José Jacinto, no satisfecho con las ganancias obtenidas hasta entonces en sociedad con Esperidión (Turco) Zeiler y azuzado por éste, aprovechó la ausencia de Menesio para socavar y atentar contra los intereses de la empresa de su propio padre, que ya era reconocida y respetable por algunos, pero odiada por sus rivales. Así que, convenció a Celedonio Yapuare, uno de los capataces de Menesio para que viniese con su personal a trabajar con él. No le costó mucho atraerlo porque Celedonio estaba receloso de sus antiguos compañeros que habían alcanzado mejores beneficios que él. El Turco Zeiler instigó a José Jacinto para que se adueñara del vapor que casi estaba listo para ser botado en Laja Alta, pero José Jacinto, a pesar de su ambición y la instigación del Turco, no era capaz de cometer una vileza de tal magnitud; veneraba a su padre y sabía que ese barco era la niña de sus ojos. Optó por comprar tres grandes bongos y envió a Celedonio Yapuare a enganchar más personal en la zona comprendida entre Maipures y San Fernando, sonsacándole el personal que Menesio había avanzado por esa zona. Se asociaron con el gobernador para no pagar los impuestos y mandaron a robar el mañoco a la gente que trabajaba en el Casiquiare, en complicidad con Evasio Celada, que controlaba la zona. Después, contrató a seis criollos 120


con fama de verdugos para manejar el personal y los avanzó con mercancía decomisada a otros comerciantes que venían del Brasil. Los indígenas caucheros veían con extrañeza como el joven capitán era tan diferente a su padre en las relaciones con ellos. Creían que José Jacinto había sido afectado por el mal de la selva en el que sucumben muchos yaránabes. Para los nativos, era corriente que la gente civilizada, que no estaba consustanciada con el ambiente natural como ellos, fuera presa fácil de sufrir la animadversión de los duendes de la selva; a consecuencia de ello, sus instintos primitivos afloraron por encima de su educación formal. Decían los indígenas subrepticiamente, que había sido tentado por Máwari. De esa manera, opuestos en lo moral, en lo mercantil, en los métodos y hasta en la localización geográfica, padre e hijo iniciaron una temporada de cosecha de caucho que les repararía algunas consecuencias inesperadas. *** Al llegar a Santa Bárbara y ver aquella islita frente al puerto, Menesio evocó todo el cúmulo de sucesos que había vivido cuando había pasado hacía más de dos décadas por allí y también los más recientes, cuando había regresado en busca del tesoro y el argayo se lo había arrastrado, perdiendo así una parte del botín. El ajetreo de las maniobras para arrimar lo rescató del limbo de recuerdos. Pernoctaron, y al día siguiente partieron en dos grupos. Menesio, en el "Carlota," navegó por entre las islas del delta del Ventuari y Manresio Yaniva, su hermano, subió el Orinoco en los bongos, con dos sub―contratistas, cada quien con su respectivo personal. Al final de la temporada, en Marzo, se reunirían de nuevo en Santa Bárbara para remolcarse al vapor y bajar el río hasta Maipures. *** 121


Menesio Mirelles, siguiendo el consejo de su experiencia, permaneció en su camarote, para evitar las penurias, aunque eso le dificultaba la supervisión de su gente que estaba levantado el campamento a una hora en curiara, subiendo el angosto caño de aguas verdosas y profundas. Habían seleccionado un terreno alto y lo limpiaron completamente. Los solteros construyeron su barraca y otra para almacenar provisiones, caucho y leña; los que tenían mujer construyeron a cierta distancia sus barracas. Al mismo tiempo, otro grupo de macheteros comenzó las "estradas," abriéndose camino y penetrando la enmarañada selva por los sitios donde se localizaban los árboles buscados. Cuando todo estuvo preparado, comenzaron los trabajos de descuaje. Menesio se levantó antes del alba, montó el agua para el café y comenzó a afeitarse, luego Ceferino Daya sirvió el café en tazas de peltre. Estaban saboreando la humeante infusión cuando, solícitamente, se presentó Tarsicio Mure. ―Patrón, vengo a avisarle que todo está listo pa'coger el monte. ―Tómate tu cafecito primero ―dijo Menesio y enseguida Tarsicio se sirvió del termo. Menesio se caló su chácara, tomó su rifle Winchester recortado y verificó la carga, luego saboreó el ultimo sorbo de café; Tarsicio cargó con la vianda de bastimento del coronel y bajaron para embarcarse en la curiara. "¡Vamos con Dios, patrón!" dijeron Ceferino, Tarsicio y otros cuatro, canaletes en mano. "¡Y con la Virgen Santísima!" dijo Menesio. Los remeros impulsaron rápidamente la curiara por el canal sombrío, abierto entre la espesura inundada hasta tierra firme, donde habían levantado el campamento. Cuando arrimaron, ya la gente estaba preparada para adentrarse en la selva. Después de leves saludos, Menesio, Tarsicio y Ceferino, cada quien al frente de una columna, penetraron por sendas estradas, los caminos angostos que los conducían a los árboles de Hevea, alumbrándose con antorchas porque aún los rayos luminosos no penetraban la espesura. Caminaban en silencio uno tras otro, atentos al peligro de ser agredidos por la araña 122


ponzoñosa o la mortal culebra. Sólo se oía, además del ruido de sus pisadas, el canto del coro―coro y el aullido del mono, relevando el de batracios y grillos. Al conseguir el primer árbol, Menesio lo observó de abajo hasta arriba, calculando que tendría unos veinticinco metros. Colocó alrededor del tronco una faja hecha con la penca filamentosa de palma de moriche y la arregló para que formara un seno hacia abajo y de esta manera, canalizar la leche hacia unapetaca colocada al pié del árbol. Ésta "petaca" no era otra cosa que un envase hecho con el tallo de manaca, ya que había olvidado traer las latas o "taruros". Empuñó su cuchillo de castrar y comenzó a cortar por encima de la faja, desde abajo, dejando libre un metro hacia el suelo. Después fue subiendo los cortes muy juntos en forma de "espina de pescado", hasta donde alcanzaba el brazo, siempre haciendo los cortes hacia arriba y de un lado del tronco. La savia blanca, lechosa, fue fluyendo en insignificante cantidad, gota a gota iba cayendo en la petaca. Mientras tanto, el resto de los hombres se dispersó por la senda y desangraron cientos de árboles en forma similar. Más tarde todos ellos fueron supervisados por Menesio. Descansaron mientras comían y enseguida se aprestaron para regresar por la estrada recogiendo las petacas y vaciando su contenido en una talega de lona que portaba cada hombre. Hacían esto apresuradamente, previniendo la lluvia que caía generalmente al atardecer, aún cuando era tiempo de verano. En el campamento había quedado el personal de apoyo como lo eran el pescador, el cazador y las cocineras, también algunas mujeres de los caucheros que trabajarían en el proceso de coagular el caucho para formar los bolones. Este trabajo lo harían cuando se hubiera reunido suficiente látex, depositado en recipientes llanos. A cada trabajador, Menesio le había asignado la meta de sacar veinte litros diarios, recorriendo las estradas varias veces a la semana. Al atardecer prepararon el "defumadero" colocando un cono metálico sobre el fuego producido por conchas de palma de cucurito que provoca mucho humo. Sobre la fumarola montaron 123


la vara bañada en látex, apoyada en dos horquetas. Todo bajo techo porque en pleno verano, seguía la lluvia. Lentamente se iba engrosando la vara por la acción del humo y, a medida que iba coagulando, se le vertía más líquido viscoso que iba adhiriéndose a la capa inferior y así el bolón crecía a diario, lenta y pacientemente, tal cual actuaban los peones en tan embarazoso trabajo, con la única ventaja que el humo les espantaba un poco los mosquitos. De esta manera se desenvolvían las actividades del grupo de caucheros de Menesio Mirelles que, como las termitas, se habían infiltrado en el corazón de la selva para chupar su savia subrepticiamente. Las mujeres preparaban el guarapo de café y el bastimento de madrugada, con el sancocho del día anterior recalentado o un asado de cacería, habitualmente danto, báquiro o picure. Después del guarapo de café, los hombres salían cada día, antes de alborear, en la oscuridad, alumbrando el camino con un quinqué. Otros, con un mechón se adentraban por las tinieblas verdosas en busca del oro lechoso. Iban con sus utensilios de trabajo. Sólo unos pocos se calaban su chácara y se terciaban su escopeta que tendrían siempre a la mano porque el peligro acechaba constantemente, ya sea en el camino, ya sea mientras picaban el árbol, o en el breve descanso; las culebras o los tigres asechan ocultamente. A veces, cuando lo tenían, llevaban un perro cazador. Menesio Mirelles acompañaba a su gente generalmente dos veces a la semana, dedicando el resto de los días a supervisar la elaboración de los bolones de caucho, que era un trabajo lento, arduo y delicado. Al caer la tarde, cuando regresaban los peones a la barraca, escasamente les quedaba tiempo para asearse y cambiarse las ropas manchadas de látex y de olor nauseabundo, porque al oscurecer tenían que haber cenado todos para acostarse temprano, ya que otra actividad les estaba vedada por las condiciones del trabajo y del mismo ambiente. A mediados de la temporada de cosecha, Menesio 124


lamentaba no haberse traído a Basilia, pero no era justo pedirle que viviera en aquella selva encerrada en el pequeño camarote, con su pequeña hija nacida en Maroa; si fuera por ella, pensó, estaría aquí. Ya se había aburrido de la monotonía, así que, viajó hasta el barracón de su hermano Manresio, para variar y, de paso, ver como marchaba la producción. Sorpresivamente encontró que superaba a la suya. Y era que los métodos usados por Manresio Yaniva eran diferentes a los desu hermano, mejor dicho, radicalmente opuestos. Éste personal trabajaba de manera forzada para alcanzar la producción de litros por hombre exigida por Manresio, no tenía apoyo de pescador ni cazador, sólo las mujeres de algunos peones cocinaban. Así que tenían que procurarse el sustento mediante la pesca o cacería mientras estaban de faena, sin descuidar la producción. Tampoco tenían día de descanso. Toda la actividad del campamento dependía del capricho de Manresio. En una oportunidad amaneció de malas y, casualmente, uno de sus peones indígenas no había traído su cuota de látex al campamento sino, de buena fe, varias sartas de pescado. Entonces Manresio prefirió perder el pescado y, después de reprender al hombre, lo amarró a un palo y le colgó en el cuello todo el pescado que había traído: "¡pa'que la próxima vez traiga caucho! no joda, ¡yo le mando a buscar caucho, no a pescar, cará!" le gritaba constantemente para que los demás escarmentaran. Como estaban esperando ese pescado para la cena, todos se acostaron sin comer; todos, excepto Manresio y sus capataces. Cuando llegó Menesio al campamento, Manresio suspendió la práctica fraudulenta que hacía para darle mayor peso al bolón de caucho agregándole piedras mientras lo esfumaban, con el objeto de rendir más su producción. Algunos indígenas se reunieron para intentar quejarse ante el patrón bueno, como le decían a Menesio, por el trabajo ímprobo que tenían que hacer; pero uno de los criollos, incondicional de Manresio, los disuadió argumentándoles que aquel patrón, aún cuando era más condescendiente con su 125


personal, no les iba a creer a ellos más que a su propio hermano; además, que los demás empresarios trabajaban a la manera de Manresio, que la única manera de librarse del patrón era "picurearse", es decir, agarrar el monte, la selva profunda... Los peones estaban al tanto que picurearse y salir exitosamente, significaba llegar hasta donde no los alcanzara el extenso y poderoso brazo de la audacia y la obstinación del "racional." Después de una semana de haber llegado el "Carlota", lo cargaron con la producción de caucho que había acumulada en el depósito, también con suficiente leña para la caldera. También cargaron los bongos con bolones de goma. Menesio regresó a su barracón y allí recogió la producción que habían acumulado sus peones. Posteriormente bajó en su vapor remolcando las demás embarcaciones, completamente cargados de bolones de caucho hasta Laja Alta. Allí depositaron toda la cosecha que, posteriormente, después de pasar los días festivos de Navidad y Año Nuevo, sería enviada a Ciudad Bolívar. La mayoría del personal de Menesio, también regresó al hogar, otros fueron a fiestear a San Fernando.

CAPÍTULO XV

icasio Cabuya recibió a Menesio con una genuflexión cruzando los brazos y pidió su bendición como era el saludo habitual del ahijado hacia el padrino; luego, parcamente, como 126


era su manera de hablar, le informó que doña Vivina venía de vez en cuando a darle vuelta a la casa y a buscar provisiones, las que no conseguía en el pueblo. Por lo demás, después de haber recorrido sus propiedades, Menesio encontró que en Laja Alta todo estaba en orden, bajo la administración del sensato joven. ―Ya vi que el vapor por fin está listo. Ya era tiempo, caray ― dijo Menesio oteando hacia el sitio donde se reconstruía el barco―. ¿Y don Nicanor? ¿Dónde está que no lo veo? ―Está dentro del barco, pero le falta un poquito, allá están todavía rematando la pintura, ese señor no descansa, lo mismo que el Fogueteiro, vamos pa'que los vea. El vapor ya estaba totalmente restaurado, pero permanecía encallado en el puerto de Laja Alta, sostenido provisoriamente por un andamiaje por donde trepaban los hombres bajo la dirección de Nicanor Cansino. El casco de láminas de acero remachadas era esbelto y de estilizada proa. El motor nuevo y las calderas habían sido traídos desde Manaos. Su nueva carroza de madera, el puesto de mando y su camarote era orgullo de don Nicanor, quien esperaba ansioso al dueño del "Cirenia", allí, al lado de su obra para entregarlo y reinaugurarlo una vez que fuese probado. Recorrieron todas las partes del vapor, revisaron y detallaron cada sector; después, Menesio hizo algunas observaciones y se quejó por la demora del trabajo, pero Cansino lo convenció de que todo había quedado perfecto: ―Pues sí, hombre, un trabajo meticuloso demora, pues claro, si estuviésemos en Cartagena, sería otra cosa, como le digo, este barco quedó mejor que antes, mejor que original, oiga don Menesio, vea que yo mismo me encargué de los detalles… Para continuar oyendo la exposición de Cansino, Menesio lo invitó a su casona. Allá, saboreando una limonada, Nicanor Cansino dio rienda suelta a su parsimoniosa explicación. Menesio dejó el "Carlota" cargado, listo para zarpar y siguió en bongo para San Fernando, aquí se encontró con su esposa Vivina, ansiosa de su presencia. Ahora no hubo reproches ni quejas. Sintió paz y satisfacción después del tiempo de privaciones y trabajo duro. Ahora se complacería con el descanso 127


en brazos y pechos amorosos que deseaban ser amados. Por intermedio de sus amigos, se había enterado, al llegar, que el gobernador Andrés Eusebio Level había renunciado a los cuatro meses de haber recibido el cargo, dejando encargado del gobierno a don José Joaquín Fuentes. Menesio apreciaba a Fuentes; así que fue a visitarlo para presentarle sus parabienes y de paso compartir opiniones sobre sus composiciones líricas. *** Finalmente llegó el ansiado día previsto para la botada del "Cirenia". La faena se inició con la bendición del Pbro. Mauricio Marrero, a quien le encantaban estas actividades. Posteriormente salieron de paseo en el vapor. Todos los habitantes de Laja Alta aprovecharon la oportunidad de abordar el novedoso vapor, con capacidad de veinte toneladas. Pasados los días placenteros que siguieron a la botadura del barco, disfrutaron la gran fiesta de Navidad que ofreció Menesio en su casa de San Fernando, como lo hacía casi todos los años. Después, para la despedida de año ofreció una fastuosa fiesta en el caney de la casa grande de Laja Alta, con muchas mesas dispuestas en los corredores, mucho ron, aguardiente y hasta ofreció vino acampechado de Burdeos. Sin mezclarse, cada grupo separado por diferentes ambientes, obreros y patrones compartían la fiesta en forma excepcional. El capitán J. J. Mirelles vino a celebrar el Año Nuevo con su padre, como lo hacía tradicionalmente. Ambos, como muy pocos, lucían sus uniformes de gala provocando la envidia en otros coroneles y generales sin academia, que nunca usaron uniforme militar. Aunque el traje de Menesio había sido sometido a un proceso de limpieza a base de alcohol y asolamiento, lucía un poco descolorido. No obstante, todos los hombres vestían con elegante levita con los mismos detalles que presentaba el uniforme del anfitrión. Por otra parte, las señoras se esmeraban por lucir sus mejores vestidos largos y esponjosos. También Mapaguare estrenó el traje de etiqueta de capitán de agua dulce 128


que había comprado en Ciudad Bolívar, pero no soportó el corbatín negro. Todos disfrutaron y bailaron mucho, principalmente Engracia, Vivina y Menesio. Hasta Nicasio se armó de osadía para pedirle un baile a Vivina; ella aceptó por compasión pero el joven lo disfrutó mucho. Por otro lado, celebraban los peones, estrenando las ropas que les regalaba el patrón a fin de año siguiendo la tradición colonial. Los indígenas tomaban bureche del que producía la gente de Manresio, otros tomaban cachaza brasilera. A pesar de los consejos de Menesio para esas ocasiones, después de embriagarse, comenzaban las peleas, pues el aguardiente tenía la propiedad de excitar la lengua de los indios y de aflorar sentimientos ocultos de resentimiento entre ellos y, sobre todo, hacia sus capataces. Sin embargo, la intervención de Nicasio era oportuna para mantener el orden, separando a los peleadores y apaciguando las zacapelas y, obviamente, esto tranquilizaba a Menesio. ***

1881 Transcurría el tiempo del mandato de Fuentes, que era hombre competente, inteligente y versado en la política, ya que había ejercido la primera magistratura del Territorio después de la época del gobernador Jesús Castro. Adoptó una política conciliatoria y tolerante, pero siempre con cierto favoritismo en pro de determinado círculo. Por este motivo, fue criticado por don Marcelino Bueno quien también reconocía su competencia en muchas materias, hasta en el divino arte de la poesía, su paciencia y prudencia poco común, y su esmero en procurar al pueblo algunas disposiciones acordes con las necesidades locales. Había logrado mantener a su Territorio en paz y armonía. A mediados de enero, Menesio despachó a Mapaguare en el 129


"Carlota" con su remolque a Ciudad Bolívar para vender el caucho y traer mercancías. También envió a Vivina para que se encargara de la negociación y porque estaba desesperada por salir de la selva. Entretanto Menesio Mirelles se preparaba para ir a las montañas en busca de más caucho, sin la preocupación de los azarosos vaivenes políticos. Su sitio, Laja Alta, quedaría a cargo de su hijo Nicasio Cabuya. El joven tímido y fundamentoso se había convertido en el orgullo de su padre, dado que para ese entonces, Menesio había roto su relación comercial con José Jacinto. Menesio regresó a los barracones del Ventuari reinaugurando el "Cirenia" capitaneado por Tarsicio Mure. Llevaba provisiones para el resto de la temporada, la reserva de su depósito de mañoco estaba escasa y se la dejaría a Nicasio. Para el consumo de los caucheros, recogería más por el camino, pues en esos días se había enterado del robo de su mañoco en el Casiquiare, pero desconocía el autor de la fechoría. Esta vez sí se llevó a Basilia y sus hijos, pues las condiciones del vapor eran propicias para soportar las inclemencias de la zona cauchera. Mientras Menesio y su mujer remontaban el Ventuari, en el barracón de Manresio se habían fugado varios indígenas, así que él tuvo que bajar hasta el Kunucunuma en busca de más brazos para el descuaje, lo cual no era difícil, pues su gente armada efectuaba una verdadera razzia en el primer caserío que conseguían, llevándose a los hombres hasta en contra de su voluntad. Casualmente, cuando regresaba con el personal, pernoctaron en un caserío y Manresio reconoció a dos de sus peones que se habían fugado. Antes que aquellos infelices, confiados, se dieran cuenta y agarraran el monte, como en efecto lo intentaron hacer tardíamente, los capataces de Manresio los cercaron y los capturaron tras breve persecución. Por orden de Manresio, los ataron espalda contra espalda y así pasaron la noche. De la misma manera los ataron en el bongo. Los condenados sabían que aún no había empezado el castigo, sino que les esperaba el verdadero escarmiento cuando llegaran al barracón; así que se pusieron de acuerdo susurrando en su 130


lenguaje. De pronto se lanzaron al agua en medio del río, amarrados como estaban. Salieron a flote muy lejos y entre unas piedras que afloraban sobre las aguas. Manresio tomó su Winchester y les hizo varios disparos; algunos resonaron al rebotar sobre las lajas. ―¡Den la vuelta! ―ordenó a los bogas, mientras disparaba a discreción―. ¡Vamos a cazar a los "picures" esos! Pero los evadidos cortaron la soga que los unía con el filo de una laja y se lanzaron de nuevo al agua esta vez ya libres, nadaron zambullidos con mayor efectividad hasta una isleta de rocas en medio del río. Manresio disparó a matar cuando los vio zambullirse por última vez, sin embargo, el balanceo de la curiara no le permitía disparar con precisión. ―¡Jalen rápido, carrizo! ―gritó emocionado―. ¡Parece que le di a uno! Efectivamente, los tripulantes de la curiara vieron la estela rojiza que dejaba uno de los nadadores. La sangre también atrajo al caimán y los hombres excitados vieron como el mortal saurio se lanzó tras su presa, atraído por el olor de sangre. Manresio y sus hombres observaron la convulsión de agua, hombre, animal... y sangre. Dejaron de remar, temerosos, atónitos al ver el cuerpo del infortunado hombre atrapado entre las fauces del caimán. La bestia trataba de despedazarlo hundiéndole sus mellados colmillos a la altura del vientre, zarandeándolo violentamente, impulsándose con formidables coletazos y contorneando su enorme y escamoso cuerpo. Entre el remolino, fugazmente se veían las piernas del hombre sacudiéndose grotescamente o sus brazos agitándose con desespero en aterrador gesto de súplica por la vida. Después, la mancha roja que tiñó el río, se diluyó lentamente entre la corriente. Al librarse del pasmo, Manresio ordenó acelerar la partida. Al darse cuenta de que el otro fugitivo estaba a punto de llegar a la costa, volvió a dispararle. Él y su gente arrimaron pronto al sitio por donde habían visto al prófugo salir al barranco, pero no encontraron sino las huellas del hombre que desesperado había logrado infiltrarse entre la barrera de la 131


intricada selva. Entendiendo que la persecución allí era desventajosa para él, Manresio, de mala gana, ordenó abandonar la cacería humana y proseguir el viaje. *** Regresaron tres meses después, el vapor y los tres bongos remolcados cargados de bolones de caucho. Una vez en Laja Alta sacaron las cuentas. La temporada había sido excepcionalmente buena y remunerativa, también para los peones de Menesio, que saldaron su avance y les quedó ganancia para vivir hasta la cosecha siguiente, pero no así los de Manresio: según sus cuentas, la mayoría de su personal le quedó debiendo. Esto dio pie para una desavenencia entre los hermanos. Menesio insistió en arreglar cuentas favorables a los peones, pero Manresio aludió a que no podía correr con esos gastos porque entonces no le quedaría suficiente ganancia. También Menesio le reclamó el mal trato que daba a los peones, a lo que Manresio respondió que él no conocía otra forma de tratar a esos carajos, porque no entendían si no era a los carajazos, que si no estaba conforme con su trabajo que se buscara otro socio, o mejor dicho, otro capataz porque él era sólo eso: un empleado suyo. "Tú eres el que hace y deshace", le dijo. Mientras tanto, en Maroa, José Jacinto Mirelles valiéndose de la influencia de su padre, había convencido a Tiburcio Volastero de que trabajara para él como capataz en la explotación de caucho. El antiguo sargento coriano que tenía veinte años trabajando de Alguacil, después como Prefecto, estaba ahora cesante; después de escuchar muchos argumentos, finalmente aceptó y se fue a reclutar personal para irse al Casiquiare, aunque le fue difícil reunir personal, porque casi todos los peones estaban comprometidos con deudas que los ataban a otros patronos o empresarios, principalmente con Evasio Celada, el amo de El Desecho. Volastero se llevó a su hijo mayor y comenzó a trabajar con entusiasmo, de la misma manera que siempre: jovial y dicharachero, se ganaba la simpatía de sus obreros; sin embargo, ahora se sometía a una prueba de fuego, pues al 132


internarse en las inhóspitas selvas del Casiquiare, que él había conocido en su juventud, se toparía con aquel ambiente indómito, mientras que él estaba agobiado por el peso de los años. A mitad de la temporada, es decir, antes de Navidad y fin de año, el influjo de los duendes malignos de la selva o de los Máwari se apoderó de su alma, sin que él lo aceptara o reconociera aquel hechizo como lo hacían los nativos. Pronto su obstinación lo llevó al extremo de maltratar a su gente, hacerlos trabajar forzadamente, se exasperaba por la lentitud con que iban fraguando los bolones. Resolvió no respetar la norma de no cortar todo el contorno del árbol de Hevea sino la mitad y ordenó a su gente picar hasta la máxima altura con la ayuda de espuelas y maneas. Su actitud desesperada, la inclemencia del clima y, tal vez, los hechizos selváticos mellaron su humanidad. Comenzó a tener fiebres intermitentes muy altas y deliraba, fue hostigado por duendes protectores de los árboles y de la naturaleza. Frecuentemente alucinaba, veía emerger desde la profundidad selvática, destellos etéreos que se plasmaban en una espigada figura femenina con el rostro de su esposa, vestida con largo traje blanco, tono de látex y cabellera de intrincados y largos bejucos, reclamándole airadamente su actitud hacia sus trabajadores y su inclemente maltrato de los árboles… Finalmente, un día tuvo que arrastrarse solo por la estrada hasta el campamento donde llegó a duras penas. Nadie lo quiso ayudar, nadie, excepto su hijo, quien atinó a embarcarlo y llevarlo a Maroa en una pequeña curiara. Allí convaleció gracias a las esmeradas atenciones de Cristeta, su mujer y del curandero del pueblo. Posteriormente José Jacinto se enteró del percance, envió a buscar la producción y cerró el convenio con Volastero. A pesar de este contratiempo, la producción fue exitosa ya que el personal a cargo de Celedonio Yapuare, quien utilizaba métodos similares a los de Manresio Yaniva, rindió al máximo. Al sacar sus cuentas, José Jacinto, el Turco Zeiler y sus socios obtuvieron ganancias considerables, no así sus peones, pues quedaron como casi todos: debiendo parte del primer avance, 133


comprometiéndose a pagarlo en la próxima temporada. En época de invierno, después de la cosecha, Menesio viajó a Maipures en su vapor remolcando una gran falca cargada de caucho. Después de los inconvenientes causados por el paso de los raudales de Maipures, donde quedaría el vapor hasta su regreso, tenían que realizar un transbordo, luego de recorrer a pie más de dos leguas y media entre Maipures y Atures, para continuar desde este puerto en la gran falca que había sido conducida descargada a través de los raudales por los indios, valiéndose de palancas, canaletes y sogas de chiqui-chique. Menesio llegó sin novedad en la falca impulsada por prácticos y bogas rionegrinos a Ciudad Bolívar. Su esposa Vivina lo recibió cariñosamente y disfrutaron el reencuentro plenamente, olvidando los días difíciles y amargos que habían vivido en la soledad de la selva inhóspita y remota; olvidando los resquemores que esta situación había causado en sus relaciones sentimentales. Menesio vendió su producción a un exportador del producto y, desde luego, Vivina dio rienda suelta a sus caprichosos gustos por los vestidos, zapatos y joyas. Le dejó a su marido poco margen para realizar sus compras personales, sin embargo, furtivamente Menesio compró unos regalos para Basilia y su hija Társila, que andaba por el año y medio. La habían bautizado con el nombre de la hermana difunta de Menesio. Vivina había olvidado los reproches y se mostraba muy amorosa, reviviendo los tiempos de noviazgo de seis años atrás. Menesio también volvió a sentirse a gusto con sus fríos e insípidos labios y sus pequeños senos. Se complació entre sus largas y delgadas piernas de piel blanca y suave como el durazno, siempre con la fija idea esperanzadora de embarazarla, pues para hombres como él, el fin primordial del matrimonio era procrear una buena prole, porque el hombre de su estirpe tenía que ser semental de su especie tanto así como infatigable reproductor en la tierra. Finalmente, cuando Menesio calculó que había agotado el tiempo de amar, regresaron cargados con la mercancía y 134


provisión suficiente para avanzar al personal cauchero. También traían muchos baúles repletos de vestidos, zapatos y el ajuar de Vivina. Una vez instalado en su sitio, Menesio disponía sólo el lapso preciso para preparar la próxima cosecha. Pese a todo, distribuía su tiempo equitativamente entre su esposa y su querida. Con el pretexto de los negocios, pasaba hasta una semana en San Fernando al lado de Basilia y su hija. *** La cosecha del año siguiente resultó mejor porque no llovió tanto como el año anterior. Al final de la temporada Menesio había reunido cuantiosa fortuna, pero no mayor que la de José Jacinto. José Jacinto, audaz en los negocios, al enterarse de que su tío Manresio había roto con Menesio Mirelles, ágilmente estableció una alianza con el tío. Le fue fácil convencerlo pues ya Manresio estaba dispuesto a trabajar con el primer empresario que se encontrase. Se había separado de su hermano debido a sus diferencias en el modo de trabajar porque sentía que su hermano no le tenía confianza. Prefería dejar a Nicasio, un muchacho desconocido, al frente de Laja Alta y, en contraste, lo enviaba a él, su propio hermano, a los confines de la selva inhóspita y peligrosa. Por otra parte, Manresio envidiaba a su hermano por sus posesiones, sin percatarse que también él, habiendo obtenido ganancias similares y hasta mayores, no las invertía como aquel, sino que las dilapidaba en aguardiente, juego y mujeres. Para justificar su conducta, decía que no conocía otra manera de gastar dinero, pues andaba en un ambiente que no le permitía el disfrute de otros placeres mundanos. José Jacinto y el Turco sacaron su producción de contrabando hacia Manaos, obteniendo, cada uno, ganancias superiores a la equivalente a seis años de trabajo a sueldo como capitán del ejército activo. En contraste, sus peones quedaron 135


más pobres que cuando comenzaron a trabajar. Todo ese enorme esfuerzo lo invirtieron tan sólo para sobrevivir, pues a los precios establecidos por aquellos patrones, no lograron pagar el avance que recibieron en mercancía, al iniciarse la cosecha. Contrariamente, la gente de Menesio Mirelles, como ganaban el doble y se ahorraban el gasto de la comida, sí pudieron cancelar el avance y quedar con alguna ganancia. Esta situación provocó un descontento entre los peones de los demás empresarios y se generalizó la fuga de mucho personal. Esta escapada era mejor conocida como "picurearse", en la jerga cauchera. Buscaban mejores alternativas de trabajo o al menos liberarse de las deudas de avance, que con cada cosecha se incrementaba. Pero esto era difícil debido al tácito compromiso entre los empresarios para evitar esas fugas. Algunos peones preferían adentrarse y perderse en la profundidad de la selva. Además, esta circunstancia también provocó la ira de los empresarios caucheros afectados por la "deslealtad" de Menesio Mirelles. Los patrones indignados buscaron para aliarse contra aquel que se atrevió a socavar las raíces de la injusticia y la explotación. En forma subrepticia se reunieron algunos de estos negociantes para acordar la forma de librarse de aquel escollo con nombre y apellido: aunque discrepando entre ellos, aupados por Evasio Celada, llegaron al infame acuerdo de contratar a unos matones a sueldo para eliminar a M.M., así era como los conjurados llamaban en clave a Menesio Mirelles.

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CAPÍTULO XVI

finales de 1882, Menesio viajó desde Laja Alta hasta Maroa; inició el viaje en su vapor "Carlota" por el río Atabapo hasta Pimichín, que aún mantenía agua para el calado del barco, desde allí devolvió el vapor con Mapaguare. Continuó recorriendo el istmo de Tuamini, luego bajó el caño Pimichín y remontó el Guainía en una falca hasta Maroa. Llegó a tiempo para estar al lado de Basilia en el momento del parto. Su presencia no era tan esencial como la de la partera, pues a falta de médico, estas mujeres dedicadas a atender a las parturientas eran escasísimas; conocían su oficio en razón a la vocación y la práctica. La que atendió a Basilia, compartió con ella angustiosas horas y dura faena; finalmente Basilia dio a luz a su tercer hijo, el segundo que le daba a Menesio. Mientras su mujer se recuperaba tomando como dieta básica, caldo de gallina y yucuta de manaca, Menesio se ocupaba oportunamente de proveer a la familia, también de atender a sus negocios: fue un buen momento para devolverle a su suegro don Saturnino, el préstamo con interés. Solamente así pudo el vanidoso y tacaño suegro resarcir su orgullo herido y perdonarle la afrenta, conformándose con especularlo, ya que su intento para esquilmarlo, había fracasado. Por otra parte, los nietos que les daban Menesio y Basilia, habían mellado su odio y su orgullo herido, hasta convertirlos en simpatía. A todas éstas, sintiéndose aliviado de compromisos, Menesio no dejaba de reunirse con sus amigos para libar aguardiente o jugar a las cartas. Ofreció una fiesta, después que Basilia pasó la cuarentena posterior al parto, para celebrar el bautizo del niño. Como faltaba el cura, el padrino y la madrina le bautizaron con el nombre de Francisco. Dijo Menesio que era en honor a don Francisco Michelena y Rojas, el más grande explorador 137


venezolano. Un día que fue a visitar a don Marcelino Bueno, pues de vez en cuando se reunía con él, lo encontró muy contrariado, a causa de que la imprenta enviada por Guzmán Blanco hacía ya ocho años, tan esperada por Bueno, al fin había llegado pero había llegado inservible, totalmente oxidada y le faltaban algunas piezas. En otra oportunidad, el periodista trató, como era su costumbre, sobre el tema de la administración regional, le dio su opinión acerca del gobierno de Andrés Level Gutiérrez, quien había logrado que el Territorio Amazonas alcanzara parcialmente una situación de armonía y satisfacción entre sus pobladores. ―Empero, este ambiente duró poco ―señaló don Marcelino―, ya que el gobernante y también habilidoso empresario cauchero, en bien de sus intereses comerciales aceptó sin escrúpulos el nombramiento que le ofreció la Compañía Fabiani como su Agente General, pues esta corporación tenía conocimiento de su trayectoria y necesitaba valerse de una persona con habilidad, para manejar tanto el poder como la empresa cauchera. La actitud de Level trajo como consecuencia gran descontento entre los pequeños empresarios, pues ya suponían que, de esa unión entre el gobernante y los intereses de la empresa francesa Fabiani, sólo obtendrían resultados desfavorables. La compañía había obtenido y firmado en Septiembre de 1882, un contrato con el gobierno para la explotación de productos forestales y mineros, así como también para la colonización de ambos territorios. Para ese entonces, el capitán José Jacinto Mirelles, estaba muy satisfecho de la suerte que corrían sus planes financieros, pues había tenido el acierto de apoyar al gobernador Level y eso le llevó a convertirse en uno de los socios principales de la nueva organización monopolizadora de la producción cauchera. Compartía su alegría, además de sus amigos y amigas, con Eusebia, la hermana de Nicasio, con quien tenía una relación formal y dos hijos, cuando estaba en Maroa. 138


Los representantes de la privilegiada compañía Fabiani llamaron a Menesio para que se integrara a la empresa, pero él rechazó tajantemente la oferta, pues sus convicciones no le permitían aceptar que el propio gobernador fuese el agente de una compañía comercializadora de productos. Eso estaba en contradicción con los principios por los que había luchado a lo largo de toda su vida. Pero más le dolía la actitud de su hijo y el alejamiento entre ellos que esta circunstancia provocó. Por otra parte, recibió la visita subrepticia de un grupo de empresarios caucheros, para ofrecerle su apoyo como adalid de una rebelión contra el gobierno de Level, proposición que él también rechazó con argumentos contundentes, pues tampoco quería caer en la viciosa costumbre de atentar contra el gobierno legalmente constituido. Luego de estos malhadados encuentros, viéndose acosado por esas insanas ofertas, Menesio resolvió distanciarse de ellos y regresar lo más pronto posible. Basilia quería irse con él hasta San Fernando, donde estarían mas cerca uno del otro, pero Menesio no quiso, aludiendo que allá estaría sola, sin la familia y, como estaba recién parida, no tendría a quien acudir en caso de enfermedad o algún contratiempo; pero Basilia pensaba que Menesio ya no la quería a su lado, así que, al no llegar a un acuerdo, discutieron y pelearon; estuvieron unos días separados. Uno de esos días, durante la noche sin luna, Menesio Mirelles departía en casa de su amigo Tiburcio Volastero, tomando y jugando a las cartas bajo la luz ambarina del quinqué. En la ventana se asomó el cañón del Winchester, apuntando la espalda del coronel. Sólo la visión nictálope de Tarsicio Mure pudo ver el reflejo de la luz mortecina en el metal y, sin hacer aspavientos, disparó su revolver. Luego sonaron varios disparos y seguidamente el alboroto, un balazo había impactado en el quinqué y hubo un conato de incendio. Tres hombres de la mesa se dispersaron en busca del emboscado pero uno de ellos quedó tirado sobre el piso. El mocho Volastero socorrió inmediatamente al malherido tratando de contener el flujo de sangre que manaba del hombro, mientras Mure y el joven 139


Cipriano Volastero, hijo del Mocho, con armas en mano salieron en persecución del forajido. Volastero observó que la herida de Menesio sangraba demasiado y preparó un apósito, mientras los demás rápidamente prepararon un catre y, entre todos, lo condujeron a casa de su suegro. Al llegar allá, ocurrió otra algarabía. Menesio llegó inconsciente y lo colocaron en medio de la sala, entre el desespero de la gente. Basilia, por segunda vez, lo vio en un estado de postración y, sintiendo una angustia estremecedora al imaginarse que estaba muerto, se abalanzó sobre él devotamente, pero al notar que su amado no reaccionaba, sufrió un soponcio y se desplomó a su lado. Mientras tanto, el asesino había logrado despistar a sus perseguidores, ya que otro cómplice, estratégicamente parapetado, frenó la persecución enfrentándose a Mure y Cipriano. Después de breve tiroteo, Mure lo abatió. Habían perdido momentáneamente al matón, pero la astucia y veteranía de Mure y el ímpetu juvenil de Cipriano Volastero, se unieron para dar pronto con el paradero del fugitivo cuando intentaba abordar una curiara. Allí lo aguardaba un secuaz, entonces se enfrentaron a tiros pero los trabucos de los bandidos no fueron efectivos contra el Winchester de Mure. Con su buena visión nocturna dio cuenta del marinero, y el otro, viéndose sitiado, trató de zarpar; empujó la curiara y comenzó a remar tendido en la estriba. Pero Cipriano se lanzó al río, nadó y volteó la pequeña curiara, dejando al malhechor en manos de Mure. Sin embargo, el asesino recurrió a su enorme puñal, entablando un desigual combate con el agua al cuello. Mure, por su edad, estaba cansado y estaba a punto de ser penetrado por la afilada hoja que el otro presionaba a la altura del cuello, a no ser porque el joven Cipriano le asestó al enemigo un oportuno canaletazo, dejándolo inerte sobre las aguas. Volvieron con los malhechores maniatados; uno, herido levemente en la mano y en la cabeza, otro con un tiro en el hombro. El Mocho los obligó a confesar su fechoría y los encerró, 140


así supieron que eran prófugos de Cayena contratados por los empresarios caucheros, enemigos de Menesio Mirelles. Menesio convaleció de la herida y entró en franca recuperación. Pero, anímicamente, quedó destrozado al enterarse que entre los pocos autores del atentado que delató el asesino, estaba Manresio Yaniva, su propio hermano. Otros eran Evasio Celada, Esperidión Zeiler y un tal Cadenas. Esto le dolió más que la herida física. En cuanto pensó reaccionar contra sus enemigos, la presencia de su hermano lo dejó en situación dubitativa entre la venganza y el perdón. Los demás ciertamente quedaban relegados de esta incertidumbre. Por otra parte, el incidente motivó a la pareja a olvidar sus desavenencias y hacer las paces, su amor volvió a entrelazarlos fuertemente, tanto así que Menesio no soportó dejar a Basilia y se prepararon para viajar con sus tres hijos. Ya estaba el "Cirenia" a punto de partir, cuando se acercó José Jacinto, sorprendiéndose de ver a su padre con el hombro vendado, pues venía llegando a Maroa. Después de enterarse del atentado por intermedio del mismo Menesio y de la participación de Manresio y el Turco Zeiler en el atentado, se sorprendió y dijo: ―¡Ah, cará! ¡Qué muérganos, esos alevosos! Déjelo por mi cuenta, conmigo se jodieron entonces, y los voy a buscar para que paguen esa nequicia. A Menesio, en su intimidad, le agradó el espaldarazo de su hijo, pero no lo azuzó. Después de breves comentarios acerca de aquel suceso, José Jacinto comenzó a insistirle que se uniera a ellos en el consorcio. Le habló acerca de un tal Francisco Pulgar, con quien harían negocio para explotar productos forestales y mineros, también para colonizar el Territorio y establecer varias empresas que se encargarían de implementar el plan. José Jacinto quería convencer a su padre de que le cediese por lo menos uno de los vapores. Lo invitó a conversar nuevamente con los señores Antonio Fabiani y José Francisco Pulgar, testaferro de Fabiani. ―Mire, en el contrato se estipula que Pulgar debe construir 141


un ferrocarril entre Atures y Maipures ―le expuso José Jacinto presentándole los detalles del contrato que Fabiani le había cedido a Pulgar―, aprovechando el camino trazado de Atures a Sanariapo ¡Un ferrocarril, papá! ¡Se da cuenta! ¡Un ferrocarril! A usted que tanto le gusta el progreso debería interesarle. ―¡Umjj! ―hizo Menesio sin afirmar mientras su hijo prosiguió para convencerlo: ― Van a colonizar con europeos e indígenas las zonas del Alto Guainía y el Inírida. ― ¿Indígenas y europeos? Te das cuenta. ¡Qué va, chico, eso es disparate! ― Bueno, eso es lo que estipula el contrato. También se prevé la creación de un Cuerpo de Policía y el establecimiento de un Servicio de Navegación por vapores entre Ciudad Bolívar y Atures. ¡Su sueño papá! ¿No es lo que quiere usted? ¡La navegación por vapores...! Ya tenemos los dos vapores suyos, participe en el consorcio para que no se quede por fuera, mire, aquí no va haber trabajo para nadie que no esté afiliado a la Compañía. ―Mire m'hijo, caramba, yo sé que así como usted no me va a convencer, tampoco usted me va hacer caso, pero yo estoy convencido de que hemos llegado a estas malhadadas circunstancias por falta de información del gobierno o, en todo caso, por falsearla los interesados de obtener estos privilegios. Ese proyecto en lugar de favorecer, va a traer como consecuencia la ruina de esta región. La historia se repite y con ella se comprueba que los monopolios, especialmente si están respaldados por el gobierno, han sido causa de revoluciones, crímenes y saqueos. Yo no entiendo por qué el gobierno tiene que dar estas concesiones a extranjeros para explotar la industria del caucho y el chiqui-chique, que está vigente desde hace lustros ―porque ese es el verdadero móvil de ese contrato, lo demás, me doy cuenta que es pura pacotilla―. Es indiscutible que para explotar estos productos, tienen necesariamente que chocar contra los intereses de los radicados aquí, con consecuencias desastrosas para los pueblos indígenas y mucho más para el gremio comercial ya que se establece una lucha 142


entre privilegiados y perjudicados. No se piensa realmente en el beneficio de la región, sino en beneficio de los negocios, hijo. En definitiva Menesio Mirelles no aceptó ninguna de las ofertas, pues éstas se sustentaban en una premisa que él rechazaba de antemano, que era la intromisión del gobernador en asuntos mercantiles y que, por otra parte, no pretendía combatir: por eso optaba por retirarse. Pero no estaba satisfecho, más bien enojado consigo mismo. Después que José Jacinto desembarcó, Menesio tajantemente dio la orden de soltar amarras; pronto el barco se alejaba del puerto y él, entristecidamente, sentía como los miembros de la Compañía le arrebataban el fruto de su siembra, de su esmero. Su hijo, que los prefirió a ellos, se distanciaba también de él, tanto corporal como espiritualmente. *** Finalizando el año 83, José Jacinto acompañó al gobernador Andrés Level Gutiérrez a Manaos, donde éste sostuvo una reunión con Antonio Fabiani para dilucidar detalles del contrato. Cuando regresaban a Maroa, dispuestos a ejecutar el contrato, los esperaba en el puerto de Santa Rosa de Amanadona, el teniente Cándido García, comandante del sitio. Al bajar confiadamente el gobernador y sus acompañantes, la gente de García los rodeó y, sorpresivamente, hicieron alarde de sus armas, apresaron a los recién llegados y se embarcaron todos hacia Maroa. Al llegar allá se dirigieron a la casa de gobierno; el teniente García ordenó redactar la renuncia del gobernador cautivo y se la presentó diciéndole: ―¡Firme usted, que le conviene! Level firmó la renuncia y, regocijados, los alzados descuidaron la vigilancia sobre él. Aprovechó el jolgorio de aquellos para fugarse por el río Temi hacia el Orinoco, mientras su gente, entre ellos el capitán Mirelles, quedaba recluida en un calabozo. El Juez Territorial se encargó de la gobernación, pero a 143


pocas semanas le entregó el cargo al Sr. Cándido Chávez. Sin embargo, estos gobernantes de facto eran inexpertos, no tenían certeza del designio que los motivaba, que no era otro sino el de desarticular los intereses monopólicos de la Compañía Fabiani, y devolverle sus privilegios a los empresarios locales. Por otra parte, la falta de pericia y de cautela los indujo a menospreciar las capacidades de Level, creyendo que sacándolo a él, terminaban su misión, y se durmieron a la sombra de los laureles. Mientras tanto, el depuesto gobernante llegó hasta Caracas, fue ratificado por el Presidente Guzmán Blanco y volvió para recuperar el puesto apoyado por una fuerza armada que le cedió la guarnición de Ciudad Bolívar. Con esta columna y varios civiles reclutados y armados, el 28 de marzo de 1884 Level atacó a San Carlos de Río Negro, donde se encontraba el gobernador Chávez y el teniente Cándido García. Tras una breve escaramuza donde resultaron varios heridos y un muerto que, casualmente, no era de ninguno de los bandos rivales, la milicia de Level tomó el poblado; entre los heridos se encontraba el teniente García quien, al ver dispersarse su patulea, huyó a Brasil con algunos de sus hombres. José Jacinto se presentó al gobernador tan pronto supo la noticia de su regreso triunfal y enseguida apuró las gestiones para consolidar sus negocios, organizó subcontratistas y los envió a sus barracones con sus provisiones de víveres y mañoco. Estaba aprovechando el tiempo porque, a raíz de la última conversación que sostuvo con su padre, comenzó a dudar acerca de la posibilidad de éxito del contrato de Fabiani. Efectivamente, realizó una exitosa y lucrativa cosecha, obteniendo pingüe ganancia que compartió con el gobernanteempresario. Pero su buena suerte duró sólo hasta mediados del año siguiente de la revuelta armada, pues llegó a San Carlos la noticia de que el Gobierno Nacional presidido por el general Joaquín Crespo había nombrado a Manuel Martel Carrión como gobernador del Territorio Amazonas en sustitución de Level. 144


Simultáneamente, nombró a Manuel Carías como gobernador en el Territorio Alto Orinoco en reemplazo de José Joaquín Fuentes. En San Fernando se encontraron ambos gobernantes, cuando Martel iba rumbo a Maroa. *** Nicasio manejaba la casa grande eficientemente y también se ocupaba de atender las necesidades de Vivina. Ignorando que era su madrastra, sólo la respetaba aparentemente, pues se había adquirido el hábito, desde que estaban en Ciudad Bolívar, de mirarla celadamente. La espiaba cuando ella se bañaba en el caño o en el retrete y cuando se desvestía en su alcoba; así, se complacía con obsesión y solitariamente. Habiéndose acostumbrado a esto, cuando la tenía al frente, sentía que no podía soportar aquella mirada de relumbrantes ojos. Además, la altanería de la elegante mujer lo apabullaba, de manera pues que él, sintiéndose culpable, estaba persuadido que ella le tenía aversión. Por otra parte, luchaba contra aquel instinto natural del hombre, contra sí mismo, cuando recordaba lo que le dijeron los viejos el día de su iniciación como hombre, según la tradición guarequena: no se meta con mujer ajena, eso es peligroso. Nicasio vivió con esta angustiosa relación con su madrastra, hasta que un día, de los muy calurosos y húmedos, sus cuerpos les exigían un baño adicional. Estaba en el retrete y casualmente Vivina también acudió a bañarse. Al salir se topó con ella en la puerta y, al instante, a él se le soltó el paño que cubría su ingle. Ambos se sorprendieron, Nicasio quedó petrificado como una estatua griega, pero Vivina era más rápida en reaccionar y con sus relucientes y asombrados ojos fijos en la humanidad del hombre, lo empujó reprimiéndole: "¡Fíjate por donde caminas! ¡Babieco! ¡Zopenco!". Y ruborizada se metió en la caseta de baño, dejando a Nicasio pasmado por la vergüenza, recogiendo su paño maquinalmente. Después de ese casual y embarazoso encuentro, comenzó el agradable martirio de Vivina. En su mente se le había grabado 145


indeleblemente la masculinidad del joven: su fuerte musculatura, su tallada y broncínea figura provocaron en ella suspiros de emociones impudentes y confusas, cada día en mayor grado. Esto la llevó a la inervación y un día, mientras Nicasio andaba de cacería, imprevistamente se metió al cuarto de él para hurgar sus pertenencias, tal vez como para satisfacer sus ansias de palpar algo de aquel cuerpo intangible. No tenía muchas cosas, excepto una muda de ropa sucia, su par de zapatos de vestir y un par de alpargatas; sus botas de goma las cargaba puestas. En su baúl, la ropa limpia y bien doblada, una carta de su madre escrita por su padrino Volastero, varios libros de lectura, un frasco de agua de colonia, un estuche con aguja e hilo para coser, una prenda de vestir femenina y un retrato de mujer. Vivina se asombró al reconocer que esa prenda era suya, asimismo su retrato, su figura recortada de un retrato de familia. Había extraviado esa bombacha hacía tiempo, y ese retrato, de ese viejo retrato ya ni se acordaba. En su mente revoloteaban los pájaros del mal presagio. Por un momento la estatua broncínea de su dulce tormento casi se desmorona. La presencia de esa prenda allí era inexplicable pero tampoco podía ella llegar a inferir sin más conocimiento de causa. Entonces resolvió esperar allí mismo a que llegase Nicasio y se acostó en su chinchorro con la prenda entre sus manos. Cuando regresó al caer la noche, Nicasio se sorprendió de verla dormida en su chinchorro y una sensación terrible de angustia le invadió cuando observó que tenía en sus manos su adorado fetiche. Fue como si ella hubiese descubierto todos sus pensamientos y acciones libidinosas que ella misma le incitaba. Consideró que ella no sólo había hecho una intromisión en su privacidad sino algo peor, sintió que ella le había ocasionado una introspección y le había sacado el alma. Se sintió vacío y miserable. Pensó arrebatarle la prenda y salir corriendo lejos de allí y perderse en el vasto mundo selvático. Era sencillo hacerlo, pero la mano intangible de la responsabilidad lo detuvo. Más tarde pensó decirle que la prenda era de otra mujer, "¿y que? 146


¿Qué derecho tiene ella de registrar mis cosas personales? Y si insiste que es de ella le digo que la encontré por allí y estaba por devolvérsela. Pero... ¿y el retrato? ¿Por qué dejaría el retrato? ¿No lo vería...? Bueno, que carrizo, sí, que la admiro mucho y me gusta verla". Así, pensando en ese ardid, se tranquilizó y se durmió en la garita. Vivina se despertó a medianoche. Lamentándose de haberse quedado dormida se fue a su cuarto, se desvistió y se acostó pensando en el motivo por el cual Nicasio tenía su bombacha; lo de la foto tenía explicación, pero su pensamiento se desviaba inconscientemente hacia la visión de aquel ángel moreno, desnudo y musculoso, de ingle lampiña. Le dio rabia y se estremeció entre las sábanas. Se levantaron más temprano que de costumbre, evitaron encontrarse hasta que, inevitablemente, Nicasio tuvo que presentarse a recibir las instrucciones de su patrona. Ella había previsto formarle un gran lío, reclamarle severamente el robo de su prenda intima. Pero eso fue en el momento de rabia, luego prefirió aprovechar esa ventaja para jugar a la intriga con el joven capataz, sin saber a ciencia cierta a qué la conduciría esa jugarreta. Era emocionante lo que ella sentía ahora por su caporal. Lo saludó afectuosamente y se disculpó por haber ocupado su chinchorro. ―Chico, no lo vas a creer pero quería hablar contigo y me senté a esperarte, no sé cómo me quedé dormida, debe ser que tu hamaca es muy sabrosa ¿Quién te la hizo? ―Me la tejió mi mamá, señora, está a su orden. Dígame que necesita para hoy ―dijo tímidamente queriendo salir corriendo de allí; pero quedó paralizado cuando oyó su petición, como un dulce ruego. ―Mira, Nicasio, tú que eres tan forzudo ¿porqué no me ayudas acomodar mi alcoba? Hay unos muebles tan pesados que, ni siquiera entre Eleuteria y yo, podemos mover. ―Sí, bueno, cómo no, señora, ¿algo más? ―No, no, lo de siempre, te esperamos ahora. Vivina se complació de haber urdido aquel plan cuando 147


comprobó que tenía al joven Nicasio hecho un amasijo de nervios y podía manejarlo a su capricho. Él, desconcertado, no lograba entender por qué ella, que antes lo trataba despectivamente, ahora, que tenía fundados motivos para reclamarle su desvergüenza imperdonable, precisamente se comportaba de esa manera, tan amable. "¡Ni siquiera se refirió al retrato! ¿Por qué no se llevó su bombacha? ¿Por qué no reclamaría nada…? No entiendo, pero mi deber es aclararle todo para terminar con eso de una vez", se propuso a sí mismo.

CAPÍTULO XVII

l finalizar la temporada de la cosecha del año 1885, Menesio regresó a Laja Alta con sus vapores cargados de bolones de caucho, además remolcaban una piragua y un bongo grande, cada uno cargado hasta el tope también con caucho. Estaba feliz de estar en su casa al lado de su mujer, más aún, sintió la agradable extrañeza de que Vivina se mostraba ahora menos exigente de comodidades y había disminuido sus protestas por las inclemencias del ambiente y la plaga. Presentía que ella se había adaptado finalmente a las condiciones selváticas Desde luego, Nicasio le dio cuenta pormenorizada de todas las actividades durante su ausencia, como siempre lo hacía, cada vez que Menesio regresaba de un viaje. "La única novedad que 148


hay es que llegó otro empresario y se estableció en la isla de Ratones, un tal general Aldana", dijo Nicasio. Menesio recibió la noticia indiferentemente, más tarde se dedicó a revisar sus propiedades y encontró todo en perfecto orden. Descansó durante varios días disfrutando de las comodidades que había logrado implantar en aquel recóndito lugar en plena selva, luchando contra todas las adversidades. También compartía los aspectos encantadores y apacibles del paisaje natural con su mujer. En ese ambiente acogedor floreció, una vez más, la intimidad entre ellos, aunque eran breves encuentros íntimos en los que Menesio se esforzaba por proceder de acuerdo con el tabú inculcado a su generación; controlaba su ímpetu para no sobrepasar el límite de excitación e impedir el anhelante orgasmo de su respetada esposa. En tal condición Menesio no colmaba sus ansias de disfrutar plenamente su deseo amatorio sin restricciones. Y buscó un pretexto para ir al encuentro de su amante. En realidad, no lo necesitaba, pues sus negocios le exigían movilizarse con urgencia para comprar mañoco, el alimento básico para la próxima cosecha y también debía recoger fibra de chiqui-chique. En todo caso, esas actividades las consideraba subordinadas ante la emoción del encuentro con su amada. Estaba organizando el viaje cuando se le presentó Ceferino Daya jadeante: se había venido corriendo por el camino ascendente desde el puerto y le dijo: ―Caramba mi coronel, con mucha pena tengo que decirle que acaba de morir en San Fernando, el señor José Joaquín Fuentes. ―¡Barajo! ¿Cómo va ser…? ¡Caramba! ¡Qué calamidad! ¿Y cuándo es el entierro? ―Mañana, temprano en la mañana. ―Bueno…―consultó su saboneta―, como está temprano todavía, busca a Mapaguare y a los que quieran ir al velorio, yo me voy a cambiar y avisarle a Vivina para irnos en el bongo grande. 149


En el velorio, Menesio y Vivina se encontraron con muchos conocidos hombres de empresa bien trajeados y señoras muy encopetadas que, moderadamente y fingiendo pena algunos, entablaban breve conversación, generalmente hombre con hombre y mujer con mujer. Había mucha gente, la muerte de Fuentes fue muy sentida por todo el pueblo, ya que era muy apreciado por su acertada actuación como mandatario regional en varias oportunidades. Le apreciaban también por sus cualidades humanas y sus dotes de poeta. Entre el gentío, Menesio distinguió a Basilia vestida de negro, quiso soltarse del brazo que lo sujetaba y salir corriendo en pos de ella. La última vez que estuvieron juntos ella tenía dos meses de embarazo. Ansiaba ver a su hijo pero se sintió anclado por aquel delicado brazo de su esposa. Percibió la mirada de su amante. Acusadora le pareció un instante, pero no lo era. Recibió un mensaje de ansiedad a través de aquellos ojos ensoñadores y luego apreció que ella había recibido, recíprocamente, el suyo. Ya estaba anocheciendo y Vivina se encontraba cómoda departiendo con un grupo de señoras, entonces Menesio le susurró que estaría con sus amigos por un rato, después se escurrió disimuladamente entre la concurrencia y fue a la casa de Basilia. Emocionadamente se encontró con sus hijos, el recién nacido también era varón. Lo bautizarían con el nombre de Narciso, como su abuelo paterno. Se deseaban mutuamente con la ansiedad dilatada por la separación, pero Basilia respetó la cuarentena impuesta por la costumbre de evitar durante esos días las relaciones íntimas y disuadió a su marido. Sin embargo, pasaron horas placenteras. Regresó al cabo de dos horas, Vivina apenas notó su ausencia, entretenida entre cuentos y cuchicheos. Ni siquiera apreció que su esposo andaba muy ufano. Continuaron en el velorio por el transcurso de toda la noche, entre cafés, cigarrillos, tragos de aguardiente, juego de cartas y dominó; se tendieron entusiastas conversaciones; la de mayor relevancia trataba acerca de la solicitud hecha por el gobernador Carías al Congreso Nacional de 250.000 pesos para construir un tranvía 150


entre Yavita y Pimichín. Muchos estaban entusiasmados con esta idea, otros apoyaban más bien el decreto del Gobierno en 1880, para construir un canal que uniera el Temi con el Pimichín. Parecía que la gente hubiera olvidado el motivo de su presencia, a no ser por los esporádicos clamores y lloriqueos de algunas mujeres familiares del difunto, recordándole a muchos de los presentes que se trataba del último adiós a una persona querida y apreciada. Menesio y su comitiva regresaron a Laja Alta en la madrugada con la intención de volver en la mañana para el entierro. El día despuntó nublado, una densa neblina cubría la faz verdiazul de la selva; al asomar el sol se disipó un poco, dando paso a una llovizna blanca. Vivina no quiso salir en esas condiciones climáticas y se excusó amablemente con su esposo, quedándose toda la mañana en su cama, entre almohadas de plumas, disfrutando del frío, y esperando… Menesio esta vez se llevó a su hija Eleuteria y a Nicasio, como para justificar su permanencia en el poblado. A pesar de la incomodidad de la lluvia ―que no era gran cosa para él―, Menesio viajaba feliz porque andaba entre sus dos hijos y en camino hacia sus otros seres queridos. Aunque presenciaría un acto lúgubre, no por eso dejaba de sentir la cercanía al límite de la dicha. La procesión fúnebre recorría las calles hacia el camposanto. Todavía caía la inmutable e impertinente llovizna. Menesio sintió, como había sentido el día anterior, el impacto de una mirada, a través de la tristeza de la gente y la cortina de imperceptibles gotitas. Esta vez, era la de su primogénito, esa mirada que una vez fue de admiración y respeto, ahora cruzaba sentimientos antagónicos. Él escudriñó los ojos de su hijo buscando encontrar su comprensión y su original bondad, pero José Jacinto desvió su vista y se escudó bajo el paraguas. Recordó el entierro de Francisco Michelena y Rojas, sepultado en la capilla de Yavita. Tuvo la impresión de que los hombres de bien estaban desapareciendo en la región. Después del acto, envió a sus hijos a casa de Coloma y él 151


quedó solo, caminando a la deriva, todavía con el alma destrozada por el fugaz encontronazo visual con su hijo. No sería la única vez que uno de sus hijos le causara tanto dolor y tribulación; ahora mismo acababa de sembrar otra semilla de problemas futuros al dejar solos a los jóvenes. No fue con ellos a ver a Coloma porque, conociéndola íntimamente, sabía que no lo reconfortaría anímicamente, prefirió ir en busca del consuelo moral y el amparo corporal de Basilia, con la seguridad que ella le devolvería con el calor de su cuerpo, el abrigo de su perfumada cabellera y el aliento de su voz, todas las fuerzas para retomar su senda. Al atardecer Menesio se despidió de Basilia, ya reconfortado, le prometió regresar pronto para llevarla a Maroa. En Laja Alta encontró a Vivina un poco molesta, tal como era antes, con gestos de tarasca, a los cuales ya Menesio estaba acostumbrado. Esta vez estaba disgustada porque se había cansado de esperar a Nicasio, sin saber que éste, rápidamente, había tenido que embarcarse con su padre. Pero Vivina se olvidó de todo cuando cayó en cuenta de lo imprudente que era esa manifestación de su temperamento. ººº En noviembre del 86, Menesio se aproximaba abordo del "Cirenia" al puerto de San Fernando, cuando divisó a lo lejos un gentío aglomerado en la orilla y una embarcación con bandera francesa que estaba maniobrando frente a ellos; había otras cerca de ésa. Desde el barco de Menesio oyeron la descarga de los fusiles que hizo el pelotón de soldados del gobernador, agitando el tricolor venezolano y, de antuvión, la fuerte detonación de dinamita que levantó una gran columna de agua, todo lo cual causó alarma en la tripulación del "Cirenia", pues dedujeron que se trataba de una de esas escaramuzas que se producían a menudo, contra el gobierno. Menesio puso en alerta a sus hombres y buscaron sus armas. Al ver que la situación se normalizaba y la falca se alejaba, arrimaron. Entonces Menesio 152


se encontró con Manuel Eligio Mirabal, y le contó que se trataba de la despedida del explorador francés Jean Chaffanjón cuando salía hacia el Alto Orinoco en búsqueda de sus fuentes. En señal de júbilo, casualmente había lanzado un cartucho de dinamita, pues era muy adicto a esos estrépitos de la pólvora, así como a cazar loros con su Winchester. ―Lo tuve que auxiliar ―añadió Mirabal―, con dinero y servicios; hasta le facilité a Chacón como piloto, a ver si puede llegar. Después del explosivo evento, Menesio fue enseguida a casa de Basilia. Allí, después de comer, comenzaron a preparar juntos el viaje a Maroa; Basilia estaba muy deseosa de ver a sus padres y a sus hermanas. Mientras estuvo en San Fernando, Menesio recibió la visita de un representante del Sr. Miguel Tejera, a quien el Gobierno Nacional le había otorgado un contrato para la explotación de todos los productos minerales y vegetales de los Territorios Federales Alto Orinoco y Amazonas. Entre las cláusulas se le exigía a Tejera tender dos líneas férreas de vía angosta entre Atures y Maipures, y a los seis meses de haber sido aprobado el contrato, establecer un servicio de navegación por vapores en el Alto Orinoco, Casiquiare y Río Negro-Guainía. Sobre estos puntos estaba interesado el contratista en la participación de Menesio Mirelles, ya que éste tenía suficiente experiencia en la navegación a vapor. Además, aunque él lo ignoraba, había sido recomendado por su hijo José Jacinto. Después de largas consideraciones, Menesio Mirelles aceptó trabajar para la Compañía solamente en lo referente a la implementación del servicio de navegación y la construcción de vapores. Tenía previsto el viaje a Maroa por la vía del Atabapo, sin embargo, debido al compromiso adquirido con la Compañía, resolvió irse por el Casiquiare para llegar en su vapor hasta Manaos, con el fin de solicitar cotizaciones y estudiar algunos modelos de embarcaciones. Esta vez combinaría el trabajo con la diversión y se llevaría a Basilia. Ella, contenta, preparó todo para 153


dejar a sus hijos en casa de sus abuelos. La oportunidad de disfrutar la gran capital del caucho, de la que tanto había oído hablar, era única y especial, así que pensaba dedicar todo su tiempo a entretenerse con su marido, sin la interrupción de los niños. Durante el viaje, Menesio y Basilia iban desfogando sus ansias de amor reprimidas por el tiempo y la distancia, ya en su camarote mientras navegaban, ya sobre las arenas de playas solitarias cuando pernoctaban. Mientras viajaban contemplaban al atardecer los bellos parajes ribereños y disfrutaban también de las caricias de la brisa fresca, en silencio o conversando. Solo cuando pasaron los amenazantes raudales de Paso del Diablo, Kabarua y Kirabeni, Menesio adustamente se enfrentaba al peligro de navegar sin precaución. A mitad del Casiquiare, en su margen derecha, en El Desecho, se encontraban los dominios del coronel Evasio Celada (Yavapari). Por la mente de Menesio discurrió el deseo de venganza pero su felicidad al lado de Basilia, subrogó aquel ímpetu de odio. Menesio y Basilia estaban conscientes de que los esplendorosos y magnificentes paisajes del Orinoco y del Casiquiare, que ellos admiraban, no eran otra cosa que la faz exuberante de un mundo recóndito y misterioso, pues bajo el espejo de las aguas se ocultan la gran diversidad de especies vivas, bien sustento de los humanos como los peces, bien criaturas convertidas en iconos de temor como el caimán, la raya, el caribe y el temblador, o bien mamíferos mensajeros de encantos como las toninas: la selvanía. La línea costera igualmente constituía una barrera infranqueable de maraña verde multiespinosa que esconde la riqueza de la savia lechosa de los Hevea, ricas palmeras, resistentes y finas maderas… Y en esa magia de la selva se cobijan un sinnúmero de animales: mamíferos apetecibles como la lapa, el danto, el báquiro, el chigüire, el picure...; animales aborrecidos como el tigre, el cunaguaro, las víboras, los alacranes y volátiles encargados de presentar el saludo de la selva a los viajeros... Esta era la visión general del ambiente natural, en gran medida superficial, que 154


podía tener un criollo. Para el indígena, tras ese panorama exuberante había mucho más. En algún lugar del río, en cualquier raudal o bajo la quietud de las aguas de la laguna, se encontraba la morada los Mawaari, Señores de las Aguas, los poderes acuáticos dueños del destino de los navegantes. Manadas monstruosas bajo las órdenes de un genio benévolo o perverso, según el caso, llamado Wiiyu, cuya forma es la de una colosal serpiente emplumada con los colores del arco iris. Y más allá de las sombras de la selva, ronda el Máwari, el Señor de la Muerte, el fantasma asesino que, bajo el aspecto de un tigre devorador o con aspecto humano, ataca por sorpresa ahorcando a su víctima con un fuerte bejuco sin dejar huella alguna en el cuello. El Máwari siempre interviene en la muerte como un factor sobrenatural, porque para el indio la muerte es un maleficio y no un efecto natural. Más allá, en la profundidad de la selva, se oculta la morada del legendario Yamandú, el salvajito. Pero estas creencias, exclusivas de los indígenas, las revelaban sólo en parte; se trata de leyendas que conviven con el encanto de las bellezas naturales, como la de Kulimakare. Cuando pasaron a la altura de la piedra de Kulimakare, Menesio le refirió a su mujer que desde la base de la mole, el barón Humboldt tomó las coordenadas de la zona, también detalló la forma que tienen las dos piedras mas pequeñas. ―Una vez mi mamá nos contó una leyenda india ―dijo Basilia, que trataba de dos hermanos incestuosos. Que en tiempos remotos, en una pequeña isla del Rionegro, vivía una mujer que tenía dos hijos, varón y hembra. Al transcurrir los años, la niña se convirtió en una hermosa mujer, mientras su hermano se transformaba cada día en una persona muy fea y enfermiza. El joven, lleno de complejo y dolor, acudió a una bruja para que lo librara de tal maleficio o enfermedad. La curiosa entonces le preparó una poción y lo mandó a bañarse con esa pusana en el río. Pero no solo lo sanó, sino que fue tanta la hermosura adquirida por el joven que su hermana, al verlo, fascinada por el mágico encanto que lo rodeaba, se prendó de él. Entonces se 155


enamoraron y ocurrió que, en el preciso momento en que se iban a besar, su madre los sorprendió y al instante se convirtieron en esas estatuas de piedra. ―¿Los tres? ―Así parece ―dijo Basilia dubitativa―, porque allí se ven tres piedras… Al día siguiente pasaron por Solano, pero no arrimaron. "Ese poblado fue fundado por el español Fernández de Bobadilla, de la Comisión de Límites en 1760", indicó Menesio, alardeando de sus conocimientos de historia. Y continuaron hasta la confluencia con el Río Negro, donde las aguas se expanden y sólo se ve a lo lejos la franja uniforme de la rivera selvática, donde la única copa de árbol sobresaliente es la del guaco. Al salir de la boca del Casiquiare el barco dio un amplio giro para remontar el río que, desde esa confluencia hacia arriba, cambia el nombre de Río Negro por Guainía. Así, después de un viaje placentero de seis días, Menesio, su mujer y sus hijos llegaron a Maroa.

CAPÍTULO XVIII

ientras Menesio estaba ausente, Vivina pasaba la mayor parte del tiempo hastiada. Para sobrellevar el aburrimiento, solía ir de paseo a San Fernando con su séquito varias veces a la semana; también se había dedicado a tejer y coser, a leer y a cultivar rosas. Pero nada de eso lograba satisfacer sus ansias de 156


vida. Con el transcurso del tiempo, el ocio la había llevado a introducirse en un laberinto sentimental sin salida. Había empezado por un placer muy sencillo: le pidió a Nicasio, como ordena una reina a su vasallo, que le masajease los pies. Disfrutaba del cosquilleo agradable al sentir las ásperas manos del joven. Para el dócil Nicasio, al principio fue como un trabajo profesional, se estaba acostumbrando a presentarse todas las tardes en la alcoba con un balde de agua tibia para que Vivina remojara sus blancos, finos y pequeños pies que se parecían a los de "La Cenicienta", el cuento que había leído Nicasio; así que él se imaginaba ser el príncipe a sus pies, colocándole las zapatillas. Después, transcurrido el tiempo, Vivina le insinuó que continuara los masajes hasta la pantorrilla, mientras ella maliciosamente se subía el camisón mostrando la mórbida carne de sus piernas, divirtiéndose implícitamente cuando notaba que la ingle del joven se abultaba y descompuesto de bochorno, mostraba su rostro enrojecido. Avanzaba en el laberinto cada vez más y, a medida que penetraba, se intrincaba más y más, tal como sucedía también en la fantasía de su mente caprichosa. Se fastidió de la rutina en que había caído, y sus inquietudes se complicaron con el ocio, así que le pidió al joven que le masajeara la espalda. Entonces se acostaba sin la cota ni sostén y, naturalmente, a pocos días de practicar este ejercicio, cuando había perdido aprensión y cobró confianza, el deseo del sufrido joven estaba por estallar, así como los botones de su bragueta. Una tarde muy lluviosa, oscureció prematuramente y la gente se acostó temprano para resguardarse del aguacero y los relámpagos. Bajo la presión de las manos de Nicasio, Vivina sintió que su sangre la empujaba a correr por el dédalo locamente, sin siquiera pensar en una salida, su corazón palpitaba tan fuerte que sintió sofocarse por un momento, no pudo contenerse y se volteó abruptamente para poder respirar, al tiempo que ofrecía su ansiosa boca. Impensadamente Nicasio la besó, sólo fue instinto natural, pero ese instinto salvaje lo envolvió de pronto haciendo arder sus cuerpos de pasión 157


desbocada y los hizo despojar sus ropas, el uno al otro con exasperación. Vivina quedó exhausta, con la impresión de haber quedado sin voluntad en medio de aquel laberinto de puerta ingenua y alocada. Ahora estaba perdida, sintió que su cuerpo quedaba vacío de alma, como un estropajo. Un sentimiento de culpabilidad inconocible la embargó. De antuvión pensó en el robusto y duro cuerpo que la había atropellado y sintió un leve dolor en aquella parte donde su delicado cuerpo recibió la impacción, buscó la estatua de aquel Apolo desnudo y moreno que se había esculpido en su mente, pero no apareció. Se dio cuenta que la ilusión había dado paso a la realidad. Aquellos sueños ilusos y de grato recuerdo parecían lejanos. Lo que realmente sentía ahora, estaba distante de lo que ella se había imaginado. Ahora la atrapó una rabia indescriptible, no sabía por qué o no quería reconocer que no había alcanzado el éxtasis del placer por culpa de la inexperiencia juvenil de Nicasio, pues él solo hizo lo que debe hacer el macho común: lograr su propia satisfacción mientras fecunda a la hembra. Toda la ilusión de enamorada que mantuvo varios meses, se había transformado en un barrunto repugnante en tan sólo momentos. Al sentirse así, tomó el quinqué y fue al retrete a bañarse bajo la lluvia. Se imaginaba que las gruesas gotas del aguacero torrencial al golpear su delicada piel, le limpiarían aquel halo nauseabundo que la hacía odiarse así misma. Se bañó hasta que comenzó a tiritar de frío; secó todo su cuerpo apresuradamente y se cobijó hundiéndose entre las sábanas. Finalmente cayó en profundo sueño. Después de aquel encuentro, Vivina se desentendió del joven, luchando contra su voluntad; pero ella tenía la ventaja, por su educación y formación familiar, de dominar o aparentar dominio de su carácter voluntarioso. *** Como secuela de su intimidad con Vivina, a pesar de que atravesaba por un conflicto emocional, como consecuencia obvia de su relación con la mujer de su patrón, Nicasio reafirmó su 158


condición varonil, enalteció su confianza en sí mismo y, además, despertó en él aquel instinto ancestral poligámico. A partir de esa experiencia, Nicasio se decidió a conquistar también a Eleuteria o Engracia. Eran las mujeres que le atraían físicamente. Hasta el día que asistieron al sepelio del ex gobernador José Joaquín Fuentes. Nicasio no había sentido por Eleuteria ningún atractivo como mujer, pues se había habituado a verla como una niña, la hermanita de Engracia, con su apariencia antes de viajar a Ciudad Bolívar: bonita pero desaliñada, su pelo lacio y negro con mechones rojizos como quemados por el sol, sus uñas desarregladas y carcomidas y su vestido andrajoso, aunque limpio. Así era, y por supuesto, los jóvenes no se fijaban en ella. Pero cuando regresó, cambió. Había adquirido hábitos de elegancia personal y se esmeraba por destacar su belleza utilizando prendas y perfumes, además, cautivaba con sus ojos que, al igual que los de su padre, eran pequeños, fuliginosos y radiantes. Aquel día fúnebre, cuando Menesio los dejó para que fuesen a casa de Coloma, Nicasio y Eleuteria resolvieron ir a recoger piezas de cerámica precolombina para adornos. De pronto caminaban agarrados de las manos espontáneamente y cuando se percataban de ello, viéndose mutuamente, soltaban cómplices carcajadas. Nicasio sentía que la compañía de la muchacha alegraba su maltrecho espíritu, y no lo empañaba o lo hería como lo hacía Vivina. "Además con ésta sí me puedo casar, aunque sea muy faramallera", pensó mientras su sentimiento comenzaba a crecer al mismo tiempo que su alma expulsaba el veneno que le había dado la otra. Nicasio habían iniciado una relación de mayor intimidad con Eleuteria. Volvieron al atardecer y llegaron hasta la casa de Coloma. Eleuteria recibió un regaño por andar sola con un hombre, así fuese el ahijado de su padre, pues Coloma ignoraba la verdadera relación entre Menesio y Nicasio; pese a todo, más tarde madre e hija conversaban tranquilamente mientras Engracia, le contaba a Nicasio la leyenda de la diosa Pumeyawa que relacionaba a las personas feas y las bonitas: 159


―Al principio los animales fueron los primeros que poblaron la tierra, y en esos tiempos, tiempos de los dioses, existió una pajarita muy bonita, tan bonita que todos los pájaros estaban locos de amor por ella. Cuentan que celebraban una gran fiesta y los pájaros ansiosos esperaban la llegada de la hermosa Pumeyawa. Entre éstos, Chibiyali era el que tenía más esperanza de conquistar su corazón por ser el más hermoso pretendiente de Pumeyawa, de bello plumaje pero vanidoso y flojo. "Resulta que, cuando llegó, Pumeyawa entró por detrás de la casa, encontró a una pajarita que estaba rayando yuca, se puso a ayudarla a sacar almidón y se ensució toda. "Al entrar al salón nadie la tomó en cuenta, entonces ella convidó a bailar a Chibiyali, pero éste la despreció diciéndole: ―¡Aché, tú estás muy sucia! ―¡Manacicán! ―le reprochó ella―, y usted todo el tiempo será despreciado. "Entonces se presentó otro pajarito de plumaje descolorido llamado Bakaku y ella le recalcó a Chibiyali: ―Tú serás el primer pájaro despreciado en el mundo. "En ese momento los demás se dieron cuenta de la presencia de Pumeyawa y empezaron a regañar a Chibiyali. Éste, arrepentido, le pidió perdón y le rogaba que bailara con él, pero ella, nada. ―Por eso es que a veces ―acotó Engracia como moraleja― los hombres buenmozos no tienen suerte con las mujeres bonitas y les dicen Manacicán en baré. "Después siguió la fiesta y Pumeyawa bailó con Bakaku que era el pajarito más feo que había, pero ella lo transformó en el pájaro más hermoso de la tierra, dejándole una marca en la cabeza de color lila verdoso. ―También por eso ―concluyó Engracia―, es que existen hombres feos que tienen una mujer bonita. ―Así como tú― dijo Nicasio sonriendo tímidamente. ―¡Aché! ―replicó Engracia dándole un pellizco―, yo no 160


tengo ningún hombre feo. Después, mientras él hablaba, Engracia lo escuchaba con atención, casi embelesada, empero, ella, que durante seis años había mantenido con Nicasio una relación que variaba desde la buena amistad hasta el enamoramiento no correspondido, ya lo conocía muy bien, así que maquinaba su intuición femenina e intempestivamente le preguntó si Eleuteria le gustaba; él, sorprendido, no respondió frontalmente, porque no estaba seguro, pues sus intenciones tenían que ver más con el deseo que con el sentimiento, no obstante, reinaba la confusión en su corazón. Ciertamente, Nicasio no tenía firmeza en sus sentimientos hacia Eleuteria, sin embargo, su naciente ánimo mujeriego lo incitaba a buscar, nuevamente, el fascinante olor que lo adormecía en brazos de Vivina. Como toda enamorada, la joven Eleuteria pronto se enteró de la relación de su novio con Vivina. Tuvieron su primera pelea y, después de la conciliación, confundida y sopesando la supuesta ventaja que ella le daba a su rival, hasta pensó en insinuársele a Nicasio para que la tomara como mujer, pues su manera de pensar la había llevado a la conclusión de que lo único importante que veían los hombres en una mujer era su sexo, que sólo así la tomaría en serio. Por su parte, Nicasio no pudo soportar la indiferencia y el tácito desprecio de Vivina después de su último encuentro, sentía que ya tenía bastante tiempo soportando la tortura de la separación; así que se armó de valor y la enfrentó: ―¿Qué le pasó a mi señora? ¿Por qué no me quiso más? Es que yo no puedo ya vivir sin usted señora… es que la quiero tanto... Cuando ella sintió las manos fuertes y ásperas sobre su tembloroso cuerpo, cedió nuevamente... "Pero le voy a enseñar ―pensó― cómo tratar a una mujer". Sus viejas amigas en Ciudad Bolívar le habían hablado del escabroso tema acerca de la coerción del esposo, mediado por los pacatos convencionalismos de la época, para que su pareja 161


no alcanzara el orgasmo; porque esa era la vía más expedita para que una mujer decente se deshonrara, porque ese placer estaba reservado a los hombres y las rameras; porque eso no era bueno para una mujer honesta, así como tampoco aceptar otros juegos eróticos que traspasaban la línea de moralidad impuesta por la hipocresía social victoriana. Intentó, durante varias oportunidades, conducir a su pareja por el camino sereno del control sobre el instinto, para que ella tuviese tiempo de llegar, sin embargo fue imposible, porque él era muy rápido y ella muy lenta. "¡Pero ahora este impaciente no se puede contener!" exclamó exasperada cuando resolvió tajantemente cortar la relación prohibida. Creía con esto que podía salir del laberinto tan fácil como había entrado, pero no fue así. Por su parte, Nicasio estaba sufriendo terriblemente la pérdida de su amor. Lloraba ante ella, pero no la conmovía, pues ella había logrado retomar el control ensimismándose y asumió una actitud indiferente como lo había hecho al principio. Entonces Nicasio, en un ataque de rabia, desilusión y despecho, resolvió abandonar Laja Alta y mudarse a San Fernando. Vivina había salido lesionada del laberinto amoroso en que se había metido por matar el ocio. Luego, con el tiempo, cayó en una depresión enfermiza. La enfermedad del espíritu le había contagiado el cuerpo y padecía de fiebres intermitentes. También su amor por Menesio estaba herido de muerte. ººº Desde que Vivina lo había abandonado, Nicasio vivía como un vagabundo, pescando o emborrachándose. A pesar de que pretendía ser mujeriego, ese fracaso amoroso le había trastocado el alma. Sin embargo, se repuso al transcurrir el tiempo, reflexionó y resolvió subrogar su despecho por Vivina con el cariño que le ofrecía Eleuteria. Pensó que así sustituiría un amor malo por otro bueno y que se olvidaría para siempre de aquella arpía. Con la seguridad de que Eleuteria estaba sólo esperando 162


que él se decidiera a llevársela, la fue a buscar en una curiara durante la noche. Llegó tratando de no ser visto por nadie, pero, contrariamente, se encontró con algunos conocidos, todos lo saludaban con mucho afecto. En el trayecto también se encontró con Mapaguare, quien ya sabía los propósitos de Nicasio y le dijo: ―Mire, Nicasio, le voy a decir una cosa y usté me va perdoná… ―Bueno, Mapa, dime qué es, no se ande con rodeos y dígame de una vez. ―Caramba, mire, yo sé que a usté le gusta la señorita Eleuteria y... ―Ah! Eso es lo que te preocupa ―interrumpió Nicasio―. Bueno, claro que me gusta, y no sólo eso: vine para llevármela a San Fernando. Además, me voy a casar con ella, ya hablé con el padre Benito Cardozo. ―A eso es que voy, déjeme decirle caramba, usté no puede hacer eso, Nicasio, no vaya hacer eso, por el amor de Dios. ―¡Cómo que no, chico! ¿Es que tú crees que no soy hombre pa' ella? ―¡No, no! ¡Claro que sí! Pero espérese, déjeme decirle lo que pasa, mijo. ―¿Que va decir? ¡Un carajo, hombre! Quédese tranquilo y no se meta en esto que yo me voy. ―¡Ya va! ¡Espere! ―Mapaguare lo detuvo agarrándolo fuertemente por el brazo. Entonces Nicasio giró a la defensiva como para golpear a Mapaguare, pero éste lo asió con fuerza y lo neutralizó. ―¡Suéltame carajo! ―gritó y trató de patearlo. Entonces Mapaguare viéndose forzado lo soltó al tiempo que le decía: ―¡Es que el coronel Mirelles es su padre de usté! ¡La niña Eleuteria es hermana de usté! Estas frases llegaron a Nicasio con más contundencia que los brazos de Mapaguare y lo dejaron paralizado. El momento era tenso y grave para ambos, al punto que Nicasio creyó desmoronarse y realmente sus piernas flaquearon, sin embargo sacó sus últimas fuerzas para preguntar con voz quebrada: 163


―¡Carajo! ¿Es verdad, verdad eso Mapaguare? El duro Mapaguare sintió afasia, no pudo contestar con palabras y haciendo un gesto para intentarlo, tragó saliva; sintió lástima por primera vez y trató de abrazarlo, pero Nicasio se sacudió y salió en desesperada carrera hacia el puerto. Desencalló con fuerza su curiara y saltó ágilmente mientras la canoa se bamboleaba alejándose de la orilla, luego comenzó a remar con obstinación hacia la penumbra de la orilla opuesta. Mapaguare observaba con mal presentimiento como la pequeña canoa desaparecía entre la penumbra del río, hasta que el rutilante reflejo del agua agitada porel canalete, desapareció entre la espesura. Él estaba muy familiarizado con aquellas noches, en la soledad de la selva lúgubre, pero nunca la había notado tan negra y tenebrosa como entonces. Para colmo, al subir la vista, contempló el titilar de las estrellas que parecían alejarse dejándole a merced de las tinieblas y desesperanza. A lo lejos, la tenebrosidad se tragó la silueta del joven y su curiara.

CAPÍTULO XIX

ientras tanto, en la apacible Maroa, Menesio preparaba su viaje a Manaos. Cuando no estaba negociando caucho, mañoco, chiqui-chique o chinchorros, o cuando no salía de cacería, se reunía con sus amigos, como de costumbre, a jugar a las cartas y conversar con su suegro don Saturnino, don 164


Marcelino Bueno, Tiburcio Volastero, Cansino y otros. Don Marcelino, como siempre, abordaba temas de interés político y educativo; pero en una ocasión se le adelantó don Saturnino, que se interesaba más por aguijonear a su yerno Menesio: ―Bueno, yerno, ¿y qué noticia nos trae usted, acerca de los acontecimientos políticos del Alto Orinoco? ―¡Ah caramba! Por allá, recibimos a Manuel Molina, el gobernador que sustituyó a Carías hace poco. Lo sustituyeron aparentemente sin ningún motivo; me da la impresión que cayó en desgracia por la maldición del cura. ―¿Cuál cura? ―preguntaron simultáneamente. ―Bueno, pues, ustedes no saben que el gobernador Carías expulsó a Fray Antonio de la Cruz, que había llegado a San Fernando hacía cinco años pero se había ido y había regresado hace poco. ―¡Ah, caray! ¿Y por qué sería? ―Caramba ―contestó Menesio―. La verdad es que desconozco los motivos que tuvo el gobernador para hacer eso, pero sí estoy convencido que el que se mete con cura sale jodío. Bueno, al momento de venirme, el gobernador Manuel Molina viajó y dejó como interino a Guadalupe Molina. ―A mí me parece ―dijo don Saturnino―, que esos cambios continuos de gobernantes no permiten el desarrollo armónico de las actividades industriales de los Territorios. ―Bueno, fíjense ustedes que yo llevo la cuenta ―indicó Menesio―. Desde el año 72, cuando regresé al Territorio, hasta la fecha, en quince años he visto pasar aproximadamente ¡un gobernador por cada siete meses! ¿Qué les parece? Esto sólo en el Territorio Amazonas, sin incluir al Alto Orinoco, allá los gobernantes se han mantenido un poco más de tiempo en el cargo. ―¡Barajo! ―exclamó don Saturnino―. ¡Cómo debe ser de apetitoso el mando! Sí, en aquel Territorio los cambios de gobernantes no han sido de manera tan violenta como los de acá, en Rionegro, pero lo apetecen igual. ―Lo cierto es que la raíz de todos esos males está en la 165


incivilización ―manifestó Marcelino Bueno. ―¡Cómo! ―dijo don Saturnino extraviado en la conversación y sorprendido. Marcelino Bueno continuó parsimonioso: ―Así como lo oye, amigo mío, pues conceptuamos como la primera entre las necesidades que gravitan sobre el Amazonas, para poder salvar su porvenir, la creación de escuelas y más escuelas que realmente funcionen... Conviene, ante todo, que el gobierno mantenga perennemente a la juventud amazonense con el pan del espíritu hasta que la instrucción se haya inoculado con pureza en la razón del pueblo, para bien del Territorio y para que se haga práctica aquí la urbanidad que es, según ha dicho Duclos, la expresión de las virtudes sociales... Juzguemos que la primera necesidad del Amazonas y que el gobierno debe atender en primer término, es la enseñanza primaria obligatoria. Se debe principiar por medio de la educación popular, estableciendo escuelas, tantas escuelas sean necesarias para llevar la luz de la civilización hasta los más remotos confines de la República. *** Menesio y Basilia permanecieron pocas semanas en Maroa, mientras reunían un cargamento de caucho y chiqui-chique. Después, como lo habían planeado con anterioridad, partieron rumbo al Brasil. Navegaban el Río Negro, cómodos y agradablemente a bordo del "Cirenia". ―Aquel sitio que ves allá, también se llama Laja Alta ― señaló Menesio cuando hacían el recorrido entre San Carlos y Santa Rosa de Amanadona. Después pasaron por el caserío Santa Lucía, más tarde observaron la piedra del Cocuy, que emerge grande y solitaria desde las profundidades del abismo mitológico baré, con perfil de rostro humano asomándose hacia el firmamento. La Naturaleza cinceló las formas en épocas remotas, para complacer a los ancestros del pueblo baré. Allí quedó petrificada la cabeza cercenada del mítico guerrero cuando trataba de escapar con su amada a quién había raptado al bando enemigo, ¿parangón con 166


el rapto de las Sabinas, o en similitud con la Ilíada?... El brujo raptor, ante la imposibilidad de escapar de sus perseguidores, optó por salvar a su amada transformándola en una tara, dotada de dos estrellas fulgurantes; el tiempo la convirtió en cocuyo. Mientras tanto, él quedó en poder del enemigo, atrapado por los pies. Sólo llegó a sacar la cabeza de aquel mundo mágico, de mitos y leyendas que sólo podía ser percibido por la clarividencia de los sabios baré. Para los navegantes como Menesio, y los gobernantes como Level, la piedra solo significaba el hito que señala la conjunción de tres fronteras. Era época de invierno y el vapor se desplazaba raudamente bajando el henchido Río Negro brasileño. El gran torrente de aguas negras se ensanchaba imperceptiblemente a medida que avanzaban hacia su ría. A menudo veían emerger, entre la selva tupida, bellas y monumentales casas que contrastaban con la monotonía del paisaje selvático y agreste: era el producto de las grandes riquezas acumuladas por la explotación del caucho y… del hombre. Llovía constantemente y el clima se mantenía fresco, incluso hacía frío durante la noche, pero ellos calentaban sus cuerpos recíprocamente. Sólo estuvieron cerca del peligro en el paso de los raudales de San Gabriel de Las Chorreiras. Después de ese trecho peligroso navegaron confortablemente. Tan sólo se detenían a pasar la noche y abastecerse de leña seca. A medida que se acercaban a su destino, el río se iba abriendo más y más, hasta convertirse en un archipiélago enmarañado que, al desaparecer sus orillas, se vuelca sobre el indefinido Amazonas. "En esas islas se ha perdido más de un barco ―le contó Menesio a Basilia―, el de Level fue uno de ellos y además fue atacado por los indios en ese ínterin, cuando regresaba de Manaos después de haber dejado a Wickham, el hombre que se robó las semillas de caucho". ―¿Qué semillas? ¿Cuándo fue eso? ―Las semillas de caucho que sembraron en Malasia. En 167


1876 se las llevaron de contrabando en buques ingleses desde Brasil. Pero el cuento es largo, después te lo echo, ahora vamos a cenar… *** Al arrimar a Manaos, la gran cantidad de barcos, bongos y piraguas de diferentes tamaños, de diversidad de formas y colores, dejó asombrada a Basilia, asimismo los demás parajes que progresivamente se le presentaban a lo largo de su recorrido por Manaos, en el corazón de la Amazonía: el gran centro comercial y exportador de caucho amazónico; el punto final donde fluyen todas las aguas de las cuencas de los grandes ríos, arrastrando la savia coagulada de los millares de árboles de hevea. Menesio también llevaba de paso, como cuota entendida, un cargamento de caucho para cubrir cómodamente sus gastos particulares. Al mismo tiempo, a los muelles de aquel puerto llegaban los transatlánticos provenientes de Nueva York o Liverpool para llevarse el producto de aquel desangre ligado al esfuerzo titánico de los indígenas caucheros. Sin embargo, ese gran esfuerzo resultaba imperceptible en la ciudad receptora del caucho, debido a su inclemente dinámica comercial que se traducía en grandes palacios y fastuosas edificaciones fabricadas con materiales traídos de Europa, calles adoquinadas, alumbrado público con faroles de kerosene y otros elementos urbanos de moda en las grandes capitales europeas, pero inusitados en los demás poblados diseminados por la inmensa región selvática amazónica. La única competencia comercial la hacía Ciudad Bolívar, pero los brasileros no llegaban hasta allá. En cambio, Manaos era un buen mercado para el caucho venezolano. Basilia no salía de su asombro, pues jamás se imaginó que las obras de los hombres pudiesen ser tan diferentes a las que ella estaba acostumbrada a ver en los sitios y pueblos de su tierra. Saltó de alegría y emoción como una niña cuando entraron a la habitación del hotel. ¡Qué lujo! ¡Qué comodidad! 168


¡Qué cosas tan maravillosas! Caminar sobre alfombras era una caricia para sus pies, acostarse en aquella mullida cama era como estar sobre las nubes. Así, manifestaba su asombro y alegría por todo aquello, mientras Menesio, en silencio, se complacía por la felicidad de su mujer. Después de vender el caucho, Menesio y Basilia visitaron cuantos lugares quisieron, asistieron al teatro y la opera más por entretenimiento que por gusto. Basilia se antojó de muchos vestidos para sus hijos. Finalmente pudo seleccionar algunas prendas a su agrado, puesto que Menesio acostumbraba suministrarle y llevarle personalmente todo su ajuar. También eligió algunas ropas para él. Menesio realizó todas las diligencias que se había propuesto. Visitó detenidamente los puertos y astilleros y las casas comerciales dedicadas al ramo de máquinas a vapor y tomó las notas y la información suficiente para su trabajo. Manaos no era una ciudad de descanso vacacional sino, todo lo contrario, un hervidero de espectáculos y actividades burlescas al estilo de la "belle époque" europea y por supuesto de intercambio comercial. Había tantos palacios como prostíbulos y casas de juegos. Algunos días Menesio y Basilia llegaban al hotel, después de su recorrido por la ciudad, tan extenuados que caían en la cama rendidos como niños. Otros días descansaban y paseaban recreándose con los atardeceres; almorzaban y cenaban formal y suculentamente. Disfrutaron de una diferida luna de miel. Su relación era tan pasional que a veces no necesitaban en lo absoluto del ambiente exterior para vivir a plenitud. Muchas veces bailaban y se embriagaban. Cuando esto ocurría, Basilia, influenciada por el ambiente frívolo de la ciudad, se desinhibía de su habitual recato y se entregaba íntegramente a su marido en el tálamo, ofreciéndose como ofrenda a Eros. Sus ávidos labios seducían al Adonis, adorándolo hasta invocar el espíritu de Afrodita. En el trance del torrencial rito, eran poseídos por la divinidad, intensamente; hasta la saciedad de Adonis y hasta caer ella finalmente en coma de éxtasis. Cuando Basilia volvía en sí, 169


ya todo el halo de encanto profano que la envolvía, se había desvanecido y ella retornaba a su pacato temperamento atávico. Sin embargo, la innovación de nuevas experiencias en sus intimidades, se hizo parte de sus relaciones y reforzó los vínculos afectivos y amorosos entre ellos. Al cabo de tres semanas les costó reconocer que debían regresar, pues ya Menesio había realizado las diligencias que se había propuesto y los esperaba la rutina del trabajo y la atención de los hijos. Con mucha nostalgia partieron de Manaos. Llevaban algunos artículos para comerciar, muy preciados por los indios, como las telas de Pano groso, riscado y cotín; Pano azul, Prusiana, que venderían a 6 y 8 reales la vara; aguardiente del Brasil (cachaza) en garrafones de 30 litros, a 12 reales la botella; hachas y machetes Collin; pescado salado (pirarocu) a 4 reales la libra y era muy apetecido; también llevaban tabaco y muchos encargos y regalos. Menesio volvía con la convicción de divorciarse de Vivina pues ahora no dudaba que su felicidad estaba por encima de los hipócritas convencionalismos sociales. Estaba dispuesto a casarse con Basilia y permanecer a su lado por el resto de su vida. *** A Basilia le parecieron muy breves los días que permanecieron en Maroa, pero fueron días muy emotivos, pues ella pasaba horas entreteniendo a sus hermanas y amigas con sus experiencias en el viaje en la ciudad de Manaos. Volvió a vivir la experiencia de la familia unida como en tiempos lejanos, cuando vivía con sus padres; a preparar las especiales hallacas y los ponches navideños, los niños disfrutando de sus juguetes que sólo para esa época recibían furtivamente del niño Dios. Posteriormente la parranda de fin del año 1886, con mucha comida, baile y aguardiente, sin olvidar las consabidas reyertas de borrachos. En casi todas las casas había una fiesta, pero la que ofrecía don Saturnino era la mejor y más concurrida, pues 170


estaba reforzada por el aporte de Menesio, sin escatimar gastos. Al día siguiente de cada parranda, la mayoría de los hombres amanecían tirados en el suelo, otros menos descarados, en bancos o en sillas. Como muertos después de una batalla, las mujeres trataban inútilmente de levantarlos. Eran días de tertulias entre comidas navideñas, de hallacas y carato fuerte. Durante una de esas reuniones, don Marcelino le contó a Menesio que la población se había decepcionado del gobernador Martel Carrión al poco tiempo de su mandato, pues éste demostró ser un gobernante soberanamente necio e hipócrita. Maltrataba a todos por igual. De tal manera que poco a poco se fue aislando a tal punto que hasta los indígenas huyeron todos a las selvas y los criollos a otros poblados, dejándolo íngrimo en su casa de gobierno, de donde pudo salir al cabo de muchos días ayudado por dos peones que el propio don Marcelino le facilitó. ―Quedó en completo y lamentable aislamiento ―continuó don Marcelino―, no le quedó otro recurso que aislarse por largos meses en el Cocuy, frontera del Brasil, donde sus inconveniencias cansaron en breve al Comandante del Destacamento, que al fin tuvo que rechazarlo de su casa y de su mesa. Allí no sólo fue abatido su orgullo y proceder; allí comió el amargo pan del ostracismo; allí apuró la copa de la amargura en todo sentido y allí, en fin, en presencia de una guarnición y de su jefe, en un país extranjero, vejó hasta lo increíble nuestra Enseña Nacional. Por fin y a duras penas, fue a la capital de la República, vía Brasil y logró engañar al Presidente, general Joaquín Crespo, para volver de nuevo como gobernador del Amazonas, esta vez, trayendo consigo una guarnición. ―Repitió la táctica que utilizó Level anteriormente ―interrumpió Menesio―que por cierto suplió la ausencia de Martel. ―Sí, pero esta vez ―prosiguió don Marcelino― los desengaños no fueron menos crueles que en la primera, pues no tardó mucho tiempo para que una parte de esa guarnición, 171


obligada por el hambre, intentara acabar con la vida de su Jefe cuando navegaban desde San Carlos a Maroa, siendo en esta ocasión su ángel salvador el señor Andrés Level Gutiérrez, quien casualmente se hallaba presente y lo salvó de la horca. El Territorio ha experimentado muchas malas administraciones; ¡pero jamás una tan pésima y abominable como la de ese caballero! ―Lo único bueno que hizo ―acotó Menesio― fue traer la imprenta que envió el general Joaquín Crespo. ―Así es, sin embargo estamos esperando que el tipógrafo, don Juan Vicente Catarini, la haga funcionar. ―Después de escapar de la muerte ―siguió contando don Marcelino―, Martel Carrión renunció al cargo hace mes y medio. Pedro Bueno, a la sazón Prefecto de Maroa, se encargó de la gobernación. Finalmente, después de la parranda del Día de Reyes, Menesio se despidió de su familia, quedando todos muy entristecidos y nostálgicos. Era de madrugada cuando el silbato del vapor despertó a todos los pobladores, anunciando la partida del barco de Menesio hacia San Fernando por la ruta del Casiquiare. Como era verano, el peligro de las piedras acechaba; piedras con grabados milenarios, figuras ornamentales o de animales que impasiblemente observan el paso de los barcos; otras, más coloridas, cubiertas por flores amarillas sobre las que revolotean mariposas multicolores que contrastan con la monotonía verde y azul del paisaje. Pero entre esta belleza, se amparaban las terribles avispas mineras. Aunque la luna llena iluminaba la noche, Menesio sólo navegó durante el día mientras recorría el Casiquiare y luego bajando el Orinoco. Al arrimar en los barracones, permutaba la mercancía que habían traído desde el Brasil, por bolones de caucho, chinchorros, mañoco o cualquier otro producto extraído de las variedades vegetales y animales de la selva.

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CAPÍTULO XX

espués del amargo desengaño, al enterarse de quien era su padre biológico y de su parentesco con Eleuteria, Nicasio Cabuya quedó con el alma lacerada, emocionalmente abatido. Andaba otra vez remiso, sin rumbo determinado, como un vagabundo. Andaba solo, sucio y haraposo, apartado del mundo, había abandonado a todos sus amigos. Andaba ahora sin encontrar con quien compartir su pena y tampoco una mujer que lo consolara. Pasaba el tiempo pescando, revisando su espiñel, armando kacures o zambullendo cabezones. Agotaba su energía buceando hasta el fondo del caño entre la maraña de raíces y palos, donde se esconde esta especie de tortuga de cabeza grande y fauces como un pico de loro bien afilada, la atrapaba ágilmente y la subía a la superficie. Una a una, reunía un lote en un corral de palo a pique, vendía los cabezones y el pescado, suficientes para comprar otros alimentos y aguardiente. Un día salió de su casa con su escopeta maquiritare, su chácara con municiones y enseres de pesca para después internarse en el monte porque eso lo reconfortaba. A pesar de todo, amaba sus montes y sus ríos; le gustaba cazar, pescar y disfrutar de los encantos que ofrece la Naturaleza. Después de tanto caminar, cuando trató de regresar, no encontró el camino. Buscaba referencias, se orientó con dificultad por la poca visibilidad que tenía del sol, caminó hacia varios rumbos y nada, todo fue inútil. Comenzó a desesperarse pero, como buen rumbero, se dominó y se recostó al pié de un árbol a descansar. Contemplaba con curiosidad la actividad de los diversos submundos vivientes, como competían aquellos diminutos seres por la supervivencia y como se aprovechaban de las bondades del ambiente natural, así como se defendían de los peligros y calamidades ocasionados por esa competencia. Cada género de organismos vivientes constituía un mundo tan complejo 173


como el de los humanos y tan parecido. "Lo que pasa es que nosotros no los entendemos, pero se pueden traspasar esos mundos como lo hacen los matis, cuando ellos se transforman en animales o plantas", pensaba en su soledad, aunque estaba decaído y turbado. Cuando sintió hambre, recurrió al bastimento que había llevado consigo, pero estaba tan desanimado que no quiso encender una fogata, y se comió el pescado sin calentarlo. Se enfermó, cayó con fiebre alta y se refugió en una choza abandonada, Allí lo abatió la fiebre delirante. Se le presentó una mujer y le preguntó, en lengua warekena si era él, el hombre conocido como Menínali o "despreciado". Le respondió que sí y la mujer dijo: ―¡Caramba!, este pobre hombre no tiene quien lo atienda, ni siquiera tiene quien le caliente agua. En eso, Nicasio trató de incorporarse para ver el rostro de la mujer, pero ella le dio la espalda y se alejó sin que él pudiera verla. Al día siguiente Nicasio se sintió mejor y salió de cacería muy temprano, escuchó un canto encantador y siguió sin inmutarse por eso. Al atardecer regresaba con su cacería cuando se encontró con una muchacha que cargaba una cesta y le dijo: ―¿Para dónde va usted con esa watura? Présteme para ayudarla. ―Noo hombre, está bien, no se moleste que yo voy cerca y usted va lejos. Entonces la mujer colocó la cesta en el suelo y de la misma sacó un túpiro, un temare y una rueda de piña, y agregó: ―¿No lleva el gusto de comer algo, señor Nicasio? ―Lo que usted me dé está bien. ―Pero usted debe elegir ―indicó ella―, porque cada uno de estos frutos representan a mis dos hermanas y a mí. O sea, si usted escoge la tajada de piña, se quedará con una; si escoge el temare, será otra, o si prefiere el túpiro, le corresponde otra, y así, podrá quedarse con alguna de nosotras. Entonces el hombre, aceptó el juego, se quedó observando y pensó un rato sobre cual de los frutos escoger, finalmente le 174


pareció más provocativa la piña y la eligió. ―Muy bien ―dijo la muchacha, contenta―, entonces me has elegido a mí, desde hoy tu serás mi novio y pronto nos casaremos. ―¡Caray! Pero ni siquiera sé como te llamas... ―Llámame Íri, simplemente. ―¿Y tú como supiste el mío? ―Ayer te lo pregunté, ¿no te acuerdas? Nicasio quedó un tanto confuso, pero ahora era feliz, continuó cazando y pescando, se encontraba con Íri y ella lo invitaba a su casa en el pueblo para comer. Un día su cuñada le dijo: ―Mire joven, mañana vamos a hacer el primer baile del matrimonio. Si usted quiere avísele a sus vecinos para que no se vayan a asustar ya que usted se irá con nosotros a parrandear por varios días. La novia enfatizó: ―Sí hombre, avísale a tus familiares para que no se asusten por tu ausencia, ya que mañana, si tú me quieres de verdad, tienes que ir a parrandear con nosotros. Mañana vamos a parrandear. ―¡Comonó, no faltaba más! ―aseguró entusiasmado Nicasio, pero recordó que se había desprendido de casi toda su familia. Al día siguiente se fueron todos. Al iniciarse la reunión, Nicasio se encontró rodeado de todos los familiares y amigos de la muchacha. De los suyos, no asistió ninguno. Le llamó mucho la atención que todos, hombres y mujeres, eran gorditos y bajitos, se sintió un poco incómodo porque él era el único esbelto. Para comenzar, una vieja matrona que dirigía la fiesta le dijo a la concurrencia: "¡Bueno, ustedes van a empezar a bailar y a cantar!" Inicialmente cantó Tulúlu. Luego cantó una niña también gorda a quien llamaban Wákalakala y después cantaron los familiares de Íri. Y así empezó la parranda que duraría varios días, bailando y cantando toda la gente que asistía al casamiento de Íri y Nicasio. 175


Después del casamiento, Nicasio, con su mujer bonita y gordita llegó a casa de su tía, y le dijo: ―Tía, yo me traje a esta muchacha, yo la conocí y me casé con ella. ¿Será que podemos vivir aquí, con usted? ―Bueno m'hijo, ya tú eres grande, eres un hombre formado que ya puede mantener a una mujer y, ya que usté se la trajo, ahora trátela bien, lo único que te pido, es que, cuando pase el tiempo, no la vayas a maltratar delante de mí. Pasaba el tiempo. Diariamente Nicasio salía temprano a pescar o a cazar mientras su mujer se quedaba dormida todo el día hasta el atardecer, cuando llegaba su marido; entonces Íri barría y limpiaba la casa y les preparaba comida a todos. Al principio como todo enamorado, no le dio mucha importancia a ese engorroso detalle. Ocurrió que un día, a medio día, llegó una prima de Nicasio a visitarlo, pero él no estaba. La casa parecía estar sola y entonces la mujer abrió la puerta del cuarto y vio ¡un enorme sapo en la hamaca! ―¡Ay mamá! ―exclamó sorprendida―. ¡La mujer de mi primo es una tronco e'sapa! En ese momento se le apareció la tía y sin inmutarse por el susto de la otra, le dijo seriamente: ― Bueno, y tú ¿qué tienes que ver con eso? No se meta en la vida ajena. La prima se confundió y creyendo que había visto visiones, se fue de la casa. En otra oportunidad llegó a la casa una mujer que dijo llamarse Tulúlu y le contó a Íri que no encontraba donde vivir, porque sus familiares la habían corrido de su casa. Íri se conmovió de Tulúlu y le dio albergue. Tras extensa conversación descubrieron que eran primas. Transcurrido un tiempo resultó que, cuando Nicasio regresaba del monte, encontraba la comida ya servida por Tulúlu y, por supuesto, llegaba con mucha hambre y comía sin esperar la hora en que su mujer se levantara. Nicasio se decepcionó y decidió abandonar a su esposa por su prima, la cocinera. Entonces, Íri, adivinando sus intenciones le dijo: ―Mira chico, si tú piensas abandonarme, mejor será que yo 176


me vaya. ―No, no te vayas, mejor yo me voy ―replicó él y comenzaron a discutir. En ese momento se apareció Tulúlu. Entonces su prima Íri enojada, le advirtió: ―¡Tú no eres la persona que me va a correr de mi casa! ¡Más bien, para siempre quedarás sin casa! Tulúlu se fue. Finalmente Íri abandonó a su marido y se fue a casa de sus familiares. Nicasio quedó solo otra vez. Para ese tiempoÍri y Nicasio habían tenido una hija que contaba con cuatro meses, su madre la había llevado consigo. Después de haber quedado abandonado, Nicasio se esforzaba por encontrar a su hija, buscando por todas partes, hasta que al fin llegó a una casita muy bonita, como labrada en la roca y muchas flores al frente, allí encontró a su mujer y habló con ella mientras su hijita dormía plácidamente; él no quiso despertarla. Otro día volvió a pasar por la casa y entonces encontró despierta a la niña, su madre la estaba bañando y Nicasio vio que era muy bonita y gordita. En otra oportunidad el joven pasó por la casa al medio día y tanto la madre como la hija estaban durmiendo. ―¡Caramba! ―dijo Nicasio―, ¿será que mi muchachita está muerta? Le pellizcó la nariz y se la apretó hacia abajo. Más tarde cuando Nicasio regresaba del monte, Íri le insultó por dejarle la nariz a la niña medio doblada. Pasó el tiempo y la niña se hizo mujer. Un día decidió ir en busca de su padre. Lo encontró y le dijo: ―Mira papá, es mejor que nos vayamos porque usted no está haciendo nada aquí. Usted se la pasa siempre solo en este rancho ¡Vámonos! Usted tendrá que seguir con mi mamá, porque tanto sufre ella por usted, como usted por ella. Además usted no tiene quien lo atienda aquí, y ya que yo estoy formada, si mi mamá no le puede atender, yo le atiendo con la comida y la ropa. Al fin convenció a su padre. Luego caminaban, ella adelante y él atrás, internándose en la selva. Y en la profundidad de la 177


montaña, después de mucho caminar, Nicasio observó que su hija comenzó a empequeñecerse y transformarse. Se fue transmutando, cambió de piel hasta convertirse, ante sus desorbitados ojos en... un sapo ¡un sapo inviernero! Nicasio comenzó a sufrir un sopor, un vacío en su mente y no percibió cuando el sapo desapareció entre la maleza. Atónito ante la desaparición espectral de su hija, comenzó a caminar a tientas tratando de regresarse. No tuvo la previsión de fijarse por donde caminaba, confiado en la muchacha. Al principio no se dio cuenta de que estaba perdido, pero al cabo de mucho caminar desesperadamente, a pesar de su azoramiento cayó en cuenta de su situación: estaba perdido. Estar perdido en la selva significa enloquecer si no se tiene paciencia y confianza en sí mismo; Nicasio se había criado en la selva, estaba acostumbrado a andar por el monte, pero el trance que soportaba, no sólo le había eximido precisamente de esas cualidades, sino que lo había convertido en un ser nervioso y pacato. Además, estaba perdido en todo sentido: sus sentimientos confusos, su alma alejada y su cerebro a punto de estallarle. Sólo se le ocurrió gritar, gritar y gritar, hasta sentir que había perdido la voz. De pronto, ya no apreció sino los giros veloces a través de un túnel sin fin, un vacío vertiginoso... hasta que se sintió en tierra, sacudido por manos que lo apretaban por la espalda, de dos hombres que lo sujetaban fuertemente. Volvió a otro mundo oportunamente cuando venía por un camino que conducía hasta el pueblo. Lo encontraron dos de los hombres que lo buscaban. Lo condujeron a un cuarto donde la Sacaca terminó de rezarlo para liberarlo del encanto. Ella, la curiosa, le dijo que si no lo hubieran rescatado a tiempo, se hubiera convertido en un Makúlida, el semi-hombre salvaje que tiene los pies al revés, con brazos largos y cubierto de pelos como el chiqui-chique, que vaga en las profundidades del monte y se roba a las mujeres. Al pasarle el encantamiento, Nicasio comenzó a narrar lo que le había sucedido. Entonces cayó en cuenta que no había 178


alucinado, solo había traspasado a un submundos de seres vivientes de la tierra. "Eso le pasó también a mi cuñao, pero a él se lo habían llevado las toninas a Temendagui, dicen y que es una ciudad encantada" afirmó uno de los rescatadores. Íri, la muchacha con quien se casó, era una sapa inviernera, por eso dormía hasta tarde; había sido humana desde el mes de marzo hasta agosto. Después de agosto se convirtió en sapa. Luego, en junio, convertida otra vez en mujer, la había llevado a casa de la tía. Entre enero y febrero, prácticamente estos sapos, que tienen la punta de la nariz medio doblada, no se despiertan. Tulúlu era una sapa veranera, que dormía menos y se levantaba temprano, pero no tenía casa permanente. Y todos los seres que percibió bajo el encantamiento, de aspecto humano, gorditos y bajitos, eran realmente sapos. Sintió escalofrío cuando recordó la transmutación de la joven que era su hija. ―No vuelvas a comer frío, sin calentar la comida, oíste ― le dijo Engracia. Nicasio, que estaba hastiado de ver mujeres gorditas, la miró. La contempló intensamente y ella se estremeció. Le pareció ver a la mujer más bella y esbelta que hasta entonces había visto, que no olía a yuca ni pescado; el amor hacia ella brotó limpio y puro de su corazón. Con aquella horrible y misteriosa experiencia que anteriormente les había ocurrido también a otros hombres en similares situaciones, habíase conformado con el tiempo, la leyenda del sapo inviernero. *** Nicasio volvió a pescar y a cazar con ahínco, pero ahora lo hacia con el objeto de comprar ropas y otros enseres para el hogar; para su futuro hogar. Un día habló con Coloma pidiéndole a su hija en matrimonio, y con su consentimiento comenzaron a vivir juntos. Poco tiempo después, cuando el Padre José Calasanz llegó desde Colombia, los casó en humilde ceremonia. Continuaron viviendo en casa de Coloma para no dejarla sola entre sus hilos de cumare y sus chinchorros, porque Menesio ya 179


no la visitaba más, había dejado de hacerlo desde cuando comenzó a vivir con Basilia. Nicasio sentía que aquel suceso fantástico le había limpiado el alma de resentimientos y maledicencia, así que pensó que no podía pasar toda su vida sólo cazando y pescando, aunque mucho le agradaba. Entonces resolvió reencontrarse con su padre y con su hermana Eleuteria. Esperaría la primera oportunidad que se le presentara para volver a Laja Alta con su mujer y comenzar de nuevo, estaba seguro de que su padre lo estaba esperando... y también, la oportunidad de navegar en el vapor. Aún soñaba con que el vapor le serviría, como ya lo había hecho, para escapar de la jaula de árboles gigantescos y aguas profundas. Esta vez sería definitivamente.

CAPÍTULO XXI

niciándose el año 1887, Menesio Mirelles regresó al Territorio Alto Orinoco. Basilia y sus hijos se habían quedado en Maroa. Al llegar a San Fernando, Horacio Luzardo le informó sobre los últimos acontecimientos políticos: El gobernador Guadalupe Molina le entregó el mando a Pedro Pascasio Hermoso, que gobernó también como accidental. A su vez, éste renunció a favor de Guillermo Natera, el actual gobernador accidental. No le extrañó a Menesio enterarse que había nuevo gobernador porque estaba acostumbrado a los frecuentes 180


cambios de mandatarios que ocurrían, bien sea institucionalmente o por la fuerza del motín y de las armas. Era común que recibiera esa novedad cada vez que regresaba de un viaje. Menesio zarpó de San Fernando y tras breve recorrido, llegó a Laja Alta. Su esposa lo esperaba para decirle sorpresivamente que había decidido liberarlo del compromiso matrimonial, para que así pudiera tener otra familia con hijos, sin haber otro motivo que el reconocimiento de su incapacidad de dárselos ella, después se iría a su casa en Ciudad Bolívar, que luego hiciera todo lo referente al proceso de divorcio, que ella se lo daría siempre y cuando sus bienes fuesen asegurados, aunque la ley era reacia al proceso. Organizó toda la exposición, palabra por palabra, pero finalmente se encontraba con que los sentimientos de culpabilidad, de infidelidad y ahora de ingratitud hacia su esposo, la quebrantaban y le daban cierta nota de ridiculez a su exposición de motivos: ¿cómo le iba a decir ahora que ya no lo amaba? Menesio siempre había sido caballeroso, paciente y gentil con ella, sin darle motivos de celos excepto por algunos chismes sobre otras mujeres, que eran comunes y normales entre los hombres. Menesio, por su parte, venía decidido a pedirle el divorcio pero sin haber preparado ningún argumento; creía que las palabras saldrían al momento. Pero al ver el estado en que estaba su esposa, sintió gran remordimiento y decidió no plantearle el tema por el momento; en cambio se esmeró en atenciones y se apuró en preparar un viaje para llevarla al médico. Mientras tanto se recuperaba del duro golpe que había sufrido con la partida de Nicasio y de los pormenores del enfrentamiento de éste con Mapaguare, quien se vio obligado a revelarle lo que su padre le mantenía oculto. Asimismo se inculpaba el trauma que también sufrió Eleuteria cuando supo la verdad sobre su relación de sangre con el que casi iba a ser su marido. Ella no quería hablarle a su padre, a quien culpaba de su fatalidad. Menesio también sufría y asumió su responsabilidad como resultado de sus errores pasados. Se sintió perdido y sin 181


camino con esta engorrosa situación familiar, a la que no estaba acostumbrado. Y todo por esconder la verdad. Se sintió culpable de haber tenido tanta felicidad, mientras los suyos ahora se desmoronaban por su culpa, sólo por su culpa; se sintió egoísta e indigno de sus hijos. Ahora le tocaría expiar sus culpas y sus errores, y uno de los castigos que veía sobrevenir era la postergación de su divorcio, por lo menos hasta que Vivina sanara. Para eso, tendría que viajar a Ciudad Bolívar, en donde ella tendría un tratamiento médico adecuado. Entretanto, se preparaba para el largo viaje. Una tarde, salió a recorrer los alrededores de la casa, paseaba cerca del monte cavilando acerca de aquellos sucesos y sus consecuencias. Estaba atardeciendo y ya las golondrinas volaban canturreando en busca de sus nidos; también vio las bandadas de loros y pericos en busca de reposo. Se distraía en aquel ambiente bucólico; mas cuando oyó el silbido del piapoco, se sintió embargado de nostalgia y un enorme deseo de navegar en busca de Basilia. Era un deseo incontrolable… *** Transcurría el mes de Octubre, cuando le llegó la noticia de que el procurador Horacio Luzardo había asumido el cargo de gobernador interino del Amazonas, ya que el gobernador Galarraga había fallecido en Maipures cuando regresaba de Caracas, donde había ido a juramentarse como titular. Menesio entonces planeó regresar a Maroa para entrevistarse con su amigo Luzardo y solicitarle un favor en reciprocidad por los que él le había concedido. Menesio también se enteró de que la concesión a favor de Miguel Tejera había sido traspasada ese año 87 a Theodore Delort, representante de un grupo financiero francés del "Sindicato del Alto Orinoco", que luego se convirtió en la sociedad denominada "Compagnie General du HauteOrenoque". Y al conocer su origen exclamó asombrado: "¡Fundada en París! ¡Quién lo creyera!... Pero no es de 182


extrañarse, porque el presidente nuestro manda desde allá". No obstante, pese a todos los contratiempos que tuvo la Compañía, a partir de ese mismo año había comenzado a prestar un servicio de navegación como Compañía General del Orinoco, que era el nombre usado en Venezuela por la compañía francesa. Sus vapores "Eva", "Maipures", "San Fernando", "Meta" y "Maroa" surcaron los ríos Alto Orinoco, Casiquiare, Río Negro y Guainía, hasta 1895. Menesio Mirelles se esforzó por convencer a su esposa para que postergara el viaje a Ciudad Bolívar y lo esperara en San Fernando; finalmente la persuadió y, seguidamente, lamentando la ausencia de Nicasio, también se las ingenió para organizar el abastecimiento del personal del sitio así como el consumo de su casa. Asimismo despachó al personal de gomeros justo a tiempo para la cosecha del año 87. Dejó encargado a Celedonio Yapuare, que había vuelto arrepentido, y partió tan pronto como pudo en su vapor "Cirenia" hacia Maroa, ansioso de encontrarse con Basilia y sus hijos. Para justificar aquel extraño impulso, desenfundaba la necesidad de entrevistarse con su amigo el procurador Horacio Luzardo, con la intención de solicitarle una concesión para explotar caucho en el Casiquiare; ya que Luzardo, como gobernador interino, tenía la prerrogativa de otorgar tales permisos. Ahora su amigo Horacio ya no necesitaba de su apoyo como se lo había solicitado encarecidamente la primera y la segunda vez que se encargó del gobierno. Como era lógico, el tiempo que había estado ejerciendo la procuraduría y las veces que había ocupado la gobernación como interino, le habían dado seguridad y experiencia para sostenerse en el cargo transitoriamente, a sabiendas de que ejercer la primera magistratura era motivo de gran codicia y mortal acecho. En esta oportunidad, Horacio se alegró mucho de ver a Menesio y recordaron los viejos tiempos mientras jugaban a las cartas o libaban aguardiente. Con tristeza le informó que su hijo José Jacinto se había marchado definitivamente a Ciudad Bolívar por la vía de Brasil, ya que su socio lo había dejado en bancarrota 183


y había tenido serio percance y discrepancia con Level por haber éste ordenado el asesinato de Cándido García. ―¿Cómo ocurrió todo? cuénteme ―inquirió Menesio. ―Bueno, usted sabe que Pedro Bueno se encargó de la gobernación a fines del 85 y al año siguiente le entregó a Manuel María Moreno, pero a pocos meses, nuevamente el teniente Cándido García organizó un movimiento armado, tomó el poblado cuando la cosecha de caucho estaba toda almacenada y lista para ser transportada a Manaos o Ciudad Bolívar. Su tropel derrotó a la guarnición y redujo a prisión al general José Ignacio Pulido, Comandante Militar del Territorio. "La turba de García saqueó y quemó las casas y propiedades de Andrés Level. Destruyeron todos sus intereses y los de su camarilla, incluyendo los del hijo suyo, Jota Jota, a él lo hicieron prisionero junto con sus milicianos. Todas las instalaciones y depósitos de la Compañía Fabiani ardieron. Le confiscaron todo el caucho que tenían. "Cándido García, después de imponerse, preparó una proclama dando a conocer las supuestas razones de su insurrección y la hizo imprimir en la imprenta que había traído Martel Carrión. Por cierto que esta proclama y un manifiesto impreso anteriormente que decía "Inauguración de la imprenta del Territorio Amazonas", fueron las únicas publicaciones en dicha imprenta. Esos trabajos fueron hechos por el tipógrafo Juan Vicente Catarini, después la maquinaria se dañó. Ni siquiera él pudo arreglarla, a pesar de haber venido expresamente a montar y atender el funcionamiento de la primera imprenta enviada por Guzmán Blanco en 1874. Había venido con ese propósito pero se quedó residenciado aquí, en Maroa "Pero regresando al caso de Cándido García, parece que él no tenía apetencia de mando sino de riquezas, así que le entregó la gobernación a Silverio Galarraga y se fue a Brasil con todo el caucho expropiado, la plata y las joyas producto del saqueo a mano armada, que además había hecho legalizar por las autoridades que él mismo impuso. Sin embargo, cuando fue a pasar por Cocuy donde habían dado el alerta los incondicionales 184


de Level, la policía militar brasileña, al verificar los documentos firmados por autoridades ilegalmente constituidas, decomisó el cargamento de García". "Su hijo José Jacinto ―prosiguió― fue traicionado por su socio, un tal Zeiler; este señor se plegó a los amotinados y se quedó con toda la propiedad de José Jacinto. ―Ya me lo esperaba. Más bien demoró bastante el cicatero y asesino ese para meter el zarpazo, yo se lo advertí a Jota Jota, pero no me hizo caso. Horacio no entendió el comentario de Menesio y continuó su relato: ―Menos mal que el muchacho logró escapar en el ínterin junto a los demás prisioneros. Al poco tiempo se fue al Brasil a vender una pequeña producción de caucho que tenía en el Casiquiare. Mientras tanto, Andrés Level se empeñó en vengarse de García por la destrucción de sus bienes y, para lograr su cometido, contrató a unos sicarios y les ordenó matar al teniente García. "Silverio Galarraga fue ratificado como titular este año y viajó a Caracas para su juramentación, dejando encargado de la gobernación al señor Enrique Silva. Pero al regresar, Galárraga, ya sabes, falleció en Maipures en octubre. Entonces fue cuando tuve que asumir el gobierno interinamente, mientas el Ejecutivo designe otro gobernante. Horacio Luzardo le contó a Menesio otros detalles de la intriga suscitada entre los inescrupulosos negociantes caucheros y viles mandatarios, finalmente lo invitó a jugar una partida de póquer. ―Bueno compadre ―dijo Menesio―, pero acuérdese que tiene que prepararse para bautizar a su ahijado y tocayo. Prepararon una buena fiesta para echarle el agua bendita, ya que no había cura para bautizar al cuarto hijo de Menesio y Basilia, con el nombre de su padrino Horacio. Antes de que Luzardo le entregara la gobernación al titular Ladislao Caballero, Menesio regresaba a Laja Alta con su concesión aprobada. 185


Encontrábase en uno de los barracones caucheros situado en el Guainía, cuando arrimó una piragua. Bajó de ella un personaje inusitado en aquellos lares, tanto por sus características físicas como por su vestimenta que eran al estilo de un explorador europeo. Menesio se adelantó a los atónitos caucheros para darle la bienvenida al viajero. ―Ah, otro generale ―dijo el recién llegado con acento italiano―. Bene, io soy el conde Ermanno Stradelli ―se presentó―, de Italia. Me place conocerle generale, ¿trabaja usted para el gobierno, por casualidad? ―No, no soy general y no trabajo para el gobierno, yo trabajo por mi cuenta, ando negociando caucho. ―Bene, bene ―asintió el conde que estaba extrañado de haberse encontrado con tantos coroneles y generales en aquella zona selvática y despoblada―, así podemos hablar francamente, ¿eh? Claro, si usted está de acuerdo. ―Por supuesto, señor conde, no faltaba más, pero venga, camine, subamos a la barraca, ¿cómo le ha resultado el viaje? ―¡Ay de mí! Por poco caigo morto en San Fernando, allí tutto il mondo está enfermo, es un lugar aparentemente agradable, pero malsano. Desde que emprendí este viaje desde Ciudad Bolívar, no me había dado una fiebre tan terrible como la que contraje allí. Si va para San Fernando tenga molta attenzione con su familia. ―Caramba, que lamentable, pero ya lo noto repuesto. ―Así es, espero mantenerme así hasta llegar a Manaos. ―¡Ah! yo recién viajé el año pasado hasta allá, Manaos, una gran ciudad, y ahora, precisamente vamos para San Fernando. El viajero italiano y el coronel intercambiaron opiniones acerca de las condiciones de navegabilidad y después de charlar entretenidamente, comieron espaguetis preparados por el propio conde, pero a los indígenas no les gustaron. Finalmente, el conde se embarcó en el vapor de Menesio, que remolcaría su piragua para bajar el Guainía. Al llegar a la boca del Casiquiare se despidieron, el conde abordó su falca y continuó bajando por el Río Negro, mientras el "Cirenia" de Menesio subió por el Casiquiare. 186


*** Al llegar a Laja Alta, Menesio despachó a Ceferino Daya en el "Carlota" al Ventuari en busca de más caucho, mientras él se dedicaba a preparar el viaje con su esposa a Ciudad Bolívar. En esos días fue a San Fernando a suscribir y solicitar la "Patente de Industria" que había puesto en vigencia el nuevo gobernante. Allá, Menesio conoció al gobernador Leoncio D'Aubeterre, hombre ilustrado, enérgico y de fácil palabra, pero déspota y ambicioso. Su carácter infundía respeto, al mismo tiempo atraía en cierto modo por su compostura y pulcritud. Le decían doctor pero nadie conocía su especialidad. Menesio Mirelles apreció ciertos caracteres de su personalidad que, en cierta forma, coincidían con los de él, excepto su talante despótico; sin embargo, se contentó por la disposición del mandatario de designar a don Marcelino Bueno como Prefecto del Distrito de San Carlos. La Patente de Industria que solicitó, había sido descartada por otros mandatarios, pero el gobernador D'Aubeterre la había activado según el Código Orgánico del Territorio, también procedió a elaborar la Ordenanza de Impuestos de Patente de Industria, llenando ciertas fórmulas legales de estricta justicia y recto proceder. En cada Distrito nombró una Junta para clasificar a los comerciantes y de acuerdo a su capital activo, imponerle la contribución correspondiente. Don Marcelino reconoció posteriormente a D'Aubeterre, como uno de los pocos gobernantes que habían ajustado sus procederes, en lo posible, al espíritu de la Ley. Asimismo, fue ―dijo don Marcelino― decidido y severo cumplidor de una cláusula reglamentaria que decía: "Siempre que lo permitan las aptitudes, serán preferidos para los puestos públicos los hijos del Territorio". Durante los dos años de su gobierno se trabajó en paz y orden. Sólo que la Naturaleza intervino para alterar la tranquilidad y en el invierno del año 90, el río Orinoco se saturó por las torrenciales lluvias caídas en sus cabeceras y ocurrió una creciente excepcional que inundó los conucos de Menesio y de 187


su gente de Laja Alta, así como muchos sembradíos de yuca, por lo que la producción de mañoco bajó considerablemente. Casi todos los barracones se inundaron, sin embargo la gran creciente no afectó significativamente la producción de caucho. Menesio recopiló estas noticias para que fuesen publicadas en el semanario manuscrito El Pueblo, dirigido por M. Rothy, órgano de la Sociedad Parafusadora de San Fernando. *** Al llegar a Ciudad Bolívar Menesio Mirelles internó a su esposa en el hospital; se había llevado a su hija Eleuteria para que atendiera a la enferma. Bajo estricto tratamiento, en menos de tres semanas Vivina se recuperó notablemente. Luego Menesio la trasladó a la casa de sus padres, donde era atendida por uno de los mejores médicos de la ciudad. Al cabo de pocas semanas, estaba totalmente reestablecida y, en definitiva, Menesio le expuso la situación calmadamente, sin reprensiones, casi con el mismo argumento que ella había preparado cuidadosamente; sin embargo al oír aquellas expresiones de desamor en boca de su marido, se sintió humillada, despreciada y malquerida. Comenzó a gimotear, después a llorar desconsoladamente y hasta golpeó rabiosa el pecho de su esposo recriminándolo. Después de calmarse tras las zalamerías de Menesio, Vivina reconoció en el fondo de su corazón que ya no había marcha atrás; su actitud caprichosa la había llevado lejos y la verdadera salida al conflicto era apartarse de la vida de Menesio. A pocos días procedieron a realizar los trámites del divorcio; había total acuerdo de ambas partes y el abogado recibió un poder de Menesio para actuar en su nombre. De esta manera estaba en disposición de volver a las selvas pero, sobre todo, lo que más deseaba era regresar al lado de Basilia y sus hijos. Eleuteria, como estaba decepcionada sentimentalmente, quiso aprovechar la oportunidad de cambiar de ambiente por un largo tiempo, para olvidarse de aquel embrollo tan sórdido con su hermano. Así que, le pidió a su padre que la dejase un tiempo 188


con Vivina con el pretexto de servirle de dama de compañía y también para estudiar en algún colegio para señoritas. Menesio, en el intento de romper toda atadura con Vivina, receloso, no accedió a los ruegos de su hija. En esa oportunidad, cuando paseaba por la calle ribereña de la ciudad, compró un periódico y leyó una nota con suma atención; decía aquella nota que el Gobierno Nacional había expedido un decreto el 8 de Agosto de 1890, desaprobando las concesiones otorgadas por el Gobernador del Territorio Amazonas, debido a que Miguel Tejera y Teodoro Delort se habían quejado de que el gobierno territorial estuviera otorgando concesiones de explotación en las zonas cedidas a ellos. "¡Que vaina! ―le comentó Menesio a un amigo que lo acompañaba en ese momento―, adiós concesión del Casiquiare. Según esto perdí la concesión que yo tenía allá. ¿Quién puede contra esos oligarcas monopolistas? Ahora comprendo, con razón Víctor Aldana no sale de su isla de Ratones desde que llegó, en 1885..." ―No se equivoque con Aldana ―le advirtió su acompañante, un exportador. ―Me cuentan que controla muchos barracones desde su sitio. Y tampoco se detiene por esos decretos, porque se embolsilla al gobernador que se deje…

CAPÍTULO XXII

l gobierno de Leoncio D'Aubeterre había logrado alcanzar un relativo equilibrio económico con la aplicación de la 189


Ordenanza de Impuestos de Patente de Industria, contribución equitativa de cada empresario según su capital en giro desde doce hasta ochenta pesos, por anualidad. A pesar de eso, los acaparadores inescrupulosos no estaban contentos con la medida y se conjuraron contra el gobierno. El 7 de Mayo de 1890, un grupo armado capitaneado por Valentín Pérez atacó sorpresivamente a San Fernando. Horacio Luzardo y otros ciudadanos amigos del gobernador, organizaron rápidamente la defensa de la plaza. Menesio Mirelles, que por casualidad se encontraba en el poblado, se vio en una situación similar a la que vivió en Ciudad Bolívar y no dudó en incorporarse al resguardo del gobierno legal, aún cuando no contaba con sus hombres armados, pues la mayoría estaba internada en la selva extrayendo caucho. Valentín Pérez, y su mesnada de sublevados habían aprovechado la desorganización de los defensores del gobierno y se impusieron tras breve tiroteo. El doctor D'Aubeterre y sus amigos se batieron en retirada, saliendo por el camino de Tití hacia el Orinoco y luego abordaron el vapor "Cirenia" de Menesio, quien se encontraba entre la espada y la pared, pues ya los alzados habían tomado posesiones, asediando a Laja Alta, y por otro lado tenía que proteger la vida de sus pasajeros, el gobernador y su gente. Una vez consolidada su posición, en pleno control de la situación política y militar del poblado, Valentín Pérez no se posesionó directamente del poder, sino que nombró a Enrique Pagé como gobernador y enseguida se preparó para salir en persecución del gobernante depuesto. Mientras tanto, Serapio Almao, un antiguo enemigo de Menesio Mirelles y ahora, uno de los secuaces de Pérez, investido espuriamente con el titulo de coronel, se preparaba para consumar su venganza contra Menesio. Nicasio supo que su padre había sido derrotado y había huido con la gente del gobernador, y se enteró también que los alzados andaban buscando como asaltar Laja Lisa, creyendo que los fugitivos se habían refugiado allá. Entonces percibió el momento de demostrar sus intenciones conciliatorias y de 190


solidaridad con su padre. Corrió a casa de Basilia y le ayudó a conseguir pasaje para Maroa; luego se fue rápidamente por el atajo acostumbrado para alertar a la poca gente de su padre que permanecía en Laja Alta, aunque no pudo hacer mucho, porque detrás de él desembarcaron los asaltantes dirigidos por Serapio Almao. *** ―¡Serapio Almao! ―exclamó Coloma Macuribana y se persignó―. ¡Santa Bárbara bendita! ¡Otra vez el piazo´e bicho ese! ―dijo muy asustada, por lo que Engracia le preguntó cuál era el motivo de su aprensión. ―No, no, por nada ―respondió simulando sosiego―, es que dicen que ese señor es muy maluco y anda preguntando por tu papá. Ya había pasado mucho tiempo, treinta y tres años, desde aquella fatídica noche en el Desecho, cuando fue sometida y quebrantada, pero intempestivamente regresó el pasado a su mente para atormentarla; sólo el nombre de aquel hombre, que era el verdadero padre de Engracia, le causaba un sacudón en el alma. El tiempo no había borrado aquellos momentos de horror bajo la fuerza sicalíptica de aquel hombre blanco. Coloma se había enterado de los pormenores del problema que tuvo Nicasio con Eleuteria y con su padre, por esconder éste la verdad; estaba consciente de todo el embrollo que podía generar también el secreto que ella guardaba, pero estaba firme en su decisión de mantener la identidad del padre de Engracia oculta para siempre. Serapio Almao había regresado desde Ciudad Bolívar, donde ejercía el comercio de productos forestales con la firma Díaz & Cazabat. Venía en busca de más riquezas, especialmente venía a desenterrar el tesoro que había dejado en El Desecho, cuando se vio obligado a huir estrepitosamente, tras la derrota que le infringió Menesio Mirelles. Al mando de su patulea asaltó Laja Alta apoyado por Valentín Pérez, para vengarse, de paso, de 191


Menesio. Luego de un breve tiroteo redujeron incruentamente a sus pacíficos pobladores, que estaban laborando bajo la responsabilidad de Ceferino Daya. Sin embargo, Ceferino se retiró con un grupo de peones, llevándose los pertrechos hacia el monte, actuando más por instinto de conservación que por estrategia. Allí Nicasio, Tarsicio y Ceferino reagruparon a la gente para planear el rescate del sitio. Al día siguiente, ocultos entre la copa de los altos árboles, observaban los movimientos de los asaltantes. Habían comenzado por hacer una hilera con los prisioneros y con algunos de los asaltantes, cargando cada hombre un bolón de caucho: parecía un camino de bachacos desde el depósito hasta el "Carlota", que estaba anclado en el puerto. La fila estaba franqueada por vigilantes armados con rifles Winchester, otros custodiaban el depósito, el resto había abordado el vapor y estaban tratando de encender la máquina. Luego Nicasio vio cómo uno de aquellos penetraba en el cuarto donde habían dejado encerradas a las mujeres y luego salía arrastrando a una de ellas. La mujer se defendía y se oponía como un animal salvaje, pero el hombre era forzudo en demasía y la golpeó fuertemente, luego la empujó desconsideradamente hacia el patio, a un lado de la casa. Aprovechando un momento de distracción del abusivo hombre, la muchacha trató de huir y, en ese instante, Nicasio pudo reconocerla. El hecho de saber quien era la maltratada lo perturbó al momento, pero consciente que tenía una responsabilidad sobre sus hombros, se contuvo para no disparar el arma. El hombre atrapó de nuevo a la mujer y la golpeó hasta dejarla exhausta; cuando la soltó, ella cayó inerte. El malvado entonces dejó su arma a un lado para comenzar a bajarse los pantalones rápidamente. Repentinamente, retumbó un disparo y, justo al momento que sus calzones caían a los tobillos, se fue de bruces sobre su víctima. Luego de un instante silencioso, sonaron muchos más disparos. El primer tiro de Nicasio era la señal que esperaba Tarsicio Mure para atacar y, abruptamente, comenzaron a llover balas 192


desde los matorrales sobre los indefensos cargadores, que se refugiaron en el barco. La confusión fue oportuna para que los peones prisioneros aprovecharan para escapar. Mientras tanto, Nicasio, ya había visto caer al hombre que tenía bajo la mira en su primer disparo. La bala había impactado sobre la nuca destrozándola e impulsando el cuerpo hacia la muchacha. Seguidamente, desde su estratégica posición había barrido a los vigilantes del depósito. Después, bajó corriendo hasta donde estaba su hermana Eleuteria, aturdida, estupefacta, no sólo por los dolores que sentía en todo su cuerpo, sino también por el impacto emocional que le había infringido su malogrado violador. Nicasio también quedó pasmado cuando, con dificultad, pudo reconocer el rostro grotescamente desarticulado de Manresio Yaniva. ―¡Santa Bárbara Bendita! ¡Esto no puede ser! ―alcanzó a decir y con eso cortó el coma silencioso que tenía la muchacha, para dar paso a unos gritos histéricos incontrolables. Abajo, en el puerto, los asaltantes en su mayoría lograron refugiarse tras las fuertes láminas de hierro del barco y huyeron en el mismo, pero la inexperiencia y la impericia del navegante, condujo el vapor por una ruta equivocada, haciéndolo chocar contra las piedras que florecían imperceptiblemente a la orilla del río. El barco encalló; entonces los malvados soltaron sus antorchas dentro del barco y huyeron en curiaras. Nicasio y Ceferino organizaron a los hombres y mujeres cada quien con su balde y se embarcaron en dos bongos que aún quedaban, porque la piragua estaba ardiendo. Cuando salieron del brazo hacia el Orinoco, vieron el vapor encendido. Grandes llamaradas producían humo bruno y el fuerte olor de caucho ardiente brotaba de las entrañas del "Carlota" impregnando los alrededores. Con los baldes como únicos utensilios para enfrentar las furiosas llamaradas, no pudieron sino observar aletargados el hundimiento del barco. Comenzó a zambullirse por la popa provocando un anillo de borbollones de agua hirviente, como si estuviese haciendo un esfuerzo por sí mismo, para librarse del fuego que lo consumía. 193


En ese momento alguien percibió un grupo de bongos y curiaras que se acercaba hacia ellos abriéndose en forma envolvente. Estaban tan cerca que Ceferino distinguió a los mismos que habían huido hacía poco, pero ahora volvían con refuerzos para arremeter; con ellos venía el propio Serapio Almao. Ante la sorpresa, no tuvieron otra alternativa que lanzarse al río de aguas calientes tratando de esquivar la lluvia de plomo cernido... Hoy, triste y dormido descansa Sin caucho y descalzo en el agua El juego de peces desova en su máquina Y el cofre cauchero celoso lo guarda. José R. Escobar M. *** Dos meses después de haber sido derrocado, Leoncio D'Aubeterre fue atacado nuevamente por el obstinado Valentín Pérez en San Carlos de Río Negro, donde se había refugiado el depuesto mandatario para preparar un contraataque en compañía de Horacio Luzardo y sus otros seguidores, entre los cuales se encontraba Menesio Mirelles. Pérez fue hasta allá y no les dio tiempo suficiente para apertrecharse; nuevamente los derrotó. El doctor D'Aubeterre, Luzardo, el coronel Mirelles y sus amigos, a duras penas pudieron escapar y abordar el "Cirenia". Gracias a su velocidad y al escudo que formaban sus láminas metálicas, se abrieron paso entre los perdigones disparados desde las piraguas que pretendían cercarlo. Pérez forzó a sus bogas para perseguirlos pero el vapor los dejó río abajo. Impotente, Pérez zapateó y sacudió su sombrero, viendo como desaparecía el vapor, dejando el impalpable chorro de humo en el horizonte acuífero. El coronel Mirelles con su tripulación y sus derrotados compañeros, navegaron el Río Negro hasta traspasar la frontera para refugiarse en Cocuy, Brasil. Serapio Almao también había viajado con su tropel hacia el 194


Casiquiare. Entró sorpresivamente a El Desecho, venció a los hombres de Evasio Yavapari, alias el coronel Celada y lo apresó a él y su séquito. La mujer y los hijos de Evasio huyeron con muchos pobladores a la selva. Almao después de controlar la situación se dirigió al sitio donde había enterrado su oro. Se llevó a dos hombres que excavaron en el punto exacto, luego mas allá, después, mas acá. Trajo más hombres, excavaron bajo la presencia de Almao y el aterrado Evasio; al cabo de dos días excavando, habían hecho una cárcava de doce metros de diámetro, sin que apareciera una moneda. Evasio, atado a un árbol y atormentado por las torturas, confesó finalmente que había desenterrado el baúl. Como resarcimiento, le ofreció a Serapio un cofre lleno de morocotas. A simple vista, Almao calculó que se trataba de un tesoro mayor del que había dejado. Sus ojos brillaron de codicia, pero lo disimuló con algunos gestos. Transaron y Serapio le dio un momento de alivio a Evasio, liberándolo de las amarras. Dándose por satisfecho después de recibir el cofre, Serapio Almao se retiró de la fosa. Dio unos pasos y sorpresivamente sacó el revólver y disparó sobre Evasio que estaba al borde de la excavación: se tambaleo y cayó de espalda en la fosa; allí mismo los hombres de Almao lo enterraron. *** Menesio no soportó por mucho tiempo el ostracismo. Su compromiso con sus amigos exgobernantes exilados no tenía sentido, pues él, no tenía armas, ni tropa, ni suficiente dinero para expulsar al invencible Pérez, sólo contaba con su vapor y su escasa y desarmada tripulación, así que resolvió regresar por su cuenta y riesgo. Deseaba desesperadamente volver para reencontrarse con su familia y rescatar sus propiedades. Pero, ante todo, debía enfrentarse a su viejo archienemigo Serapio Almao. Había recibido la noticia del hundimiento de su barco y del asalto a Laja Alta, pero muy pocas noticias de Nicasio, Ceferino y Eleuteria. De Basilia y sus hijos sabía que estaban a salvo en Maroa con sus uegros. Nunca más se separaría de 195


ellos ―pensaba― y juntos empezarían una vida nueva, reconstruirían Laja Alta y reagruparían a la gente que había huido. Estando en Manaos, donde había viajado en busca de pertrechos, recibió la noticia acerca de las denuncias contra la Compañía General del Orinoco ante la Alta Corte Federal y de la disolución de los contratos declarada por la misma Corte. Supo también que la compañía había contrademandado a la Nación y había ganado el pleito. Por todo esto, resolvió renunciar al compromiso de trabajo con esa empresa en cuanto llegase a San Carlos. Venía subiendo el Río Negro, cavilando acerca de la fatídica decisión del Soberano Español, la Reina Regente María Cristina en el Laudo de 1891, por el cual la Nación perdía grandes extensiones de territorio. Se le habían otorgado a Colombia los ríos Guaviare, Inírida, parte del Guainía, Vaupés, Apóporis, Yarí y parte del Caquetá con sus regiones circundantes. Recordó a la lejana Caracas del Yarí y sus intrépidos fundadores, Jorge Escobar, Carlos Blanco, Alfonso Calderón... que ahora habían quedado en territorio extranjero según esta soberana decisión. No obstante, para esa fecha, aún se mantenían en sus posiciones. "¡Carajo! ―golpeó la baranda con el puño―, ¡Como se humilla la dignidad nacional!" Otro día, mientras navegaba, observaba los hermosos parajes de raudales y selva que rodean a San Gabriel de las Chorreiras, cuando, de pronto, sintió el vuelco del vapor y, seguidamente, la colisión. Al pasar por el peligroso raudal, el "Cirenia" sufrió una embestida de las fuertes corrientes al momento de girar para esquivar un peñasco. Mapaguare ya era viejo, perdió momentáneamente el control y el barco fue abatido sobre una roca puntiaguda; la fuerza del impacto fue tal, que el metal cedió abriéndose un enorme boquete. El agua comenzó a entrar a borbotones mientras los marineros trataban de taponarlo siguiendo las instrucciones de Menesio. Con mucho esfuerzo pudieron mover la embarcación aplicando la fuerza de todos los tripulantes, para evitar que fuese arrastrado por el arrasador 196


golpe de las aguas bravas. La caldera se recalentó al tratar de llevarlo a la costa, pero una vez allí, Menesio resolvió abandonar el barco con mucha tristeza. Lo descargaron para poner a salvo la mercancía, las armas y pertenencias personales. Caía la tarde y apenas tuvieron tiempo de levantar un caney a orillas del barranco. Esa noche se fugaron tres marineros. Mapaguare le explicó a Menesio, después de averiguar con el resto de la tripulación, que esos hombres andaban en el "Cirenia" cuando chocaron con las piedras en el Casiquiare, y se "picuriaron" asustados porque era la segunda vez que se "trambucaban" y creían que Mawaari, el señor de las profundidades, no quería esos vapores navegando en sus ríos. A los dos días pasó una piragua que iba para San Fernando y después de muchos ofrecimientos de Menesio, logró pasaje para su gente y el cargamento. Al cuarto día de navegación con espía y palancas llegaron a Santa Rosa de Amanadona y allí, sorpresivamente, se encontró con Nicasio, Eleuteria, Celedonio y otros de su personal. Todos se sintieron emocionados, pero el abrazo entre padre e hijos fue lo que más causó emoción a los presentes. Fue sólo un momento de alegría para Menesio porque seguidamente recibió la amarga noticia; Ceferino Daya estaba grave, se estaba muriendo con una gangrena y mucha fiebre, consecuencia de una herida de bala que sufrió cuando los contraatacaron los asaltantes de Laja Alta. Menesio buscó en seguida a su abuelo Críspulo, pero le informaron que éste había muerto de viejo en su sitio, cerca de la desembocadura del caño Tirinquín, rodeado de su numerosa familia. Vino uno de sus hijos, heredero de su sabiduría y le dedicó varios días, pero el caso era incurable. Entonces Menesio resolvió cortar la pierna él mismo, porque no se conocía médico en esa región. Ceferino sobrevivió cinco días más. Durante esos días hablaba sobre el ataque a Laja Alta con todo detalle, como se hundió el vapor y como lo hirieron a él; contaba los incidentes de la penosa huida bajo el sol y la lluvia hasta llegar a Santa Rosa, porque les habían avisado que en San Carlos corría el peligro que los arrestaran; por último, deliraba. Y finalmente 197


murió, contento de tener a su patrón esos días y satisfecho de haber defendido sus intereses. Después del entierro, el deseo de venganza se apoderó del alma de Menesio. Si antes estaba dispuesto a pelear por defender sus posesiones, ahora sentía algo más profundo que lo incitaba a vengar la muerte de su fiel marinero. Viéndolo en tal estado anímico, Mapaguare se motivó a sugerirle algo: ―Caramba, patrón, si usted le dice a estos matis que andan con nosotros, que "soplen" a ese carajo que se metió en el sitio, esos lo matan rapidito; si no, buscamos un dañero pa'que haga que lo parta un rayo. ―¡No, no! Mire, Mapaguare, yo no le voy a devolver la vida a Ceferino matando a ese miserable, tampoco voy a recuperar Laja Alta de esa forma. ¡Sí, sería muy fácil! Pero eso no va conmigo; ahora, si tú no quieres venir, no te obligo... ―¡No, mi coronel! ―replicó Mapaguare contrariado ―, yo no lo dije por eso, no, yo dije por si acaso usted quería… ―Bueno, está bien, Mapaguare ―dijo Menesio en tono conciliador― te agradezco tu interés, pero vamos hacer las cosas a mi manera. Reunió toda su gente y consiguió otros hombres dispuestos a acompañarlo. Con el dinero que le quedaba adquirió un bongo grande y una curiara. Partió al día siguiente, con el pertrecho y parque traído desde Manaos. Cuando entraron al brazo Casiquiare, sintió gran deseo de ver a Basilia, estaba tan cerca, a solo dos días, después de tanto tiempo y lejanía. Pero el llamado de la venganza era más fuerte que el amor. "O tal vez no, pensó, pero si voy, el calor del hogar, me puede ablandar, mejor hago lo que tengo que hacer y después Dios proveerá, además como me voy a presentar ante Basilia como un desterrado de mi propia casa ¡basirruque! ¡Eso no va conmigo!" Entonces envió a Nicasio con el propósito de conseguir hombres de pelea subrepticiamente entre sus amigos en Maroa, también envió a Eleuteria para que se quedase a salvo, mientras tanto, con Basilia. Cuando regresó Nicasio con algunos amigos voluntarios y algunas provisiones, partieron de nuevo hacia Laja Alta. 198


Durante el trayecto reclutó más gente hasta formar un nutrido grupo. En los parajes solitarios donde atracaban para pernoctar, Menesio aprovechaba las tardes y las madrugadas para darles instrucción a sus hombres, para realizar prácticas militares y ensayar el ataque. Agradecía a la Providencia Divina que contaba con el apoyo de aquellos guerreros Matis con sus cuerpos teñidos de negro, que él mismo había formado. La batalla estaba cerca, era ineludible, pero él estaba preparado. En la orilla del río, aguas arriba de Laja Alta, acamparon. Aún no salía el sol cuando ya Menesio daba las órdenes. Nicasio como jefe de grupo seguiría por agua para entrar por el puerto y cortar la posible huída por ese sector. Menesio y Mapaguare irían por tierra con dos columnas, los matis adelante, causarían el terror y la desbandada del enemigo, cercarían la casa donde dormían los peones-soldados y atacaría por sorpresa. La oscuridad estaba a su favor ya que la mayoría de sus guerrilleros conocían muy bien el terreno. El asalto fue efectivo y certero, los usurpadores apenas tuvieron tiempo de tomar sus máuseres, escopetas y machetes. La mayoría de los peones fueron capturados enchinchorrados aún. Otros, que despertaron a tiempo tras la alarma, disparaban desordenadamente y cayeron varios en el primer avance, luego lograron reagruparse para replegarse hacia el río donde cayeron en la trampa. Antes que los usurpadores pasaran el puente, Celedonio lo voló con dinamita y quedaron atrapados. Atrás los esperaba Nicasio y con la primera descarga los rindió a todos. El coronel Serapio Almao, por casualidad se encontraba en el sitio disfrutando su propiedad espuria. Estaba solo en la cama de Menesio después de haberse acostado con una jovencita indígena. Al sentir el rebato, se armó con su Winchester y con varios de sus hombres se prestó a defenderse desde el desván, después de hacer varios disparos certeros se dio cuenta de que la situación le era totalmente adversa, más aún cuando varios de sus acompañantes estaban heridos. Estaba completamente cercado; entonces no tuvo otra alternativa que intentar escapar, 199


porque no le iba a dar el gusto a Mirelles de rendírsele. Se lanzó desde el techo menos vigilado pero cayó mal y se torció un pié, comenzó a zigzaguear por entre los arbustos y matas de topocho buscando la orilla de monte, cuando uno de los hombres que estaba al lado de Menesio lo descubrió: ―¡Allá va uno! ―exclamó al tiempo que se disponía a dispararle. ―¡Espera! No dispares ―le ordenó Menesio desviando el Winchester con la mano―. Yo conozco a ese carajo. ¡Atrápenlo! ¡Atrápenlo vivo! Él mismo salió en carrera hacia el fugitivo, que avanzaba con velocidad a pesar de la torcedura del pie. Uno de los hombres corría cerca pero al darse cuenta que no lo alcanzaría antes de que se internara en la selva, blandió un lazo y lo lanzó en el momento de que Almao casi lograba esfumarse en la densa selva. Lo maniataron como a un toro bravo y lo llevaron ante el coronel Mirelles. ―¡Aja! ¡Así te quería ver granuja! ¡Miserable mercachifle! vociferó Menesio satisfecho, resarciendo así la falla en su primer enfrentamiento hacía años en el Desecho, pues en aquella oportunidad Almao se le había escapado. Tampoco pudo atraparlo en Cuidad Bolívar. Serapio Almao le contestó silente, con una mirada fulminante de odio y desprecio que reverberaron los primeros rayos del sol, pero no podía hablar por lo sofocado que estaba por el esfuerzo realizado a su avanzada edad. El coronel Mirelles, después de todo, se compadeció de las condiciones de su adversario y dio órdenes de cortar una horqueta para que le sirviera de muleta y lo trataran con consideración. Después, al comprobar que no había tenido ni una baja y sólo seis heridos en su tropa, ordenó que amarraran a los vencidos, los metieran en su propio bongo con sus heridos y muertos y los soltaran en medio del Orinoco, excepto el jefe de la mesnada, Serapio Almao a quien dejó como prisionero encerrado en un lugar seguro, mientras se restablecía de la herida. Serapio, viéndose atrapado y apreciando la bondad de su carcelero, lo 200


llamó para negociar: ―Oiga, Menesio Mirelles, usted y yo somos hombres de negocios ante todo, ya no nos interesa la guerra. Así que quiero hacerle una proposición… a solas ―dijo mirando de reojo Nicasio. ―Está bien ―repuso Menesio, y una vez retirado Nicasio agregó―: estoy dispuesto a oírle Serapio Almao. Así que desembuche, pues. Serapio habló pausadamente para proponerle a Menesio que le diera la libertad a cambio de la mitad del tesoro contenido en el cofre que le había quitado a Evasio Celada (Yapuare). ―¡Ajá! Pero hay tres cosas que debo decirle: primero que tiene que ser todo, todo el tesoro. Segundo, déjeme ver la mercancía; y tercero, como es muy difícil pactar con personas ladinas como usted, déjeme pensarlo. Serapio Almao lanzó una imprecación tras otra, luego se calmó y terminó accediendo a las condiciones de Menesio. Más tarde, cuando caminaban hacia el puerto, los menesterosos prisioneros comenzaron a suplicar, porque pensaban que los iban a lanzar amarrados al medio del río, pero al llegar, Mapaguare cortó con su cuchillo las amarras a dos de ellos y le dio un canalete a cada uno. ―¡Jalen duro carajo! ―les dijo Mapaguare―, pa'que se vayan bien lejos de aquí y no vuelvan más nunca, porque cuando cuente hasta diez, comenzamos a dispará. Mapaguare contó hasta donde sabía, hasta diez y luego disparó con su rifle al aire. Su gente se reía a carcajadas viendo como los asustados hombres canaleteaban desesperadamente para impulsar el bongo, Orinoco abajo. *** A pocos días de aquella escaramuza, llegó a San Fernando de Atabapo, como gobernador interino del Alto Orinoco, el general y poeta Abelardo Gorrochotegui en compañía de Level Gutiérrez, quienes neutralizaron la facción de Valentín Pérez y 201


depusieron al gobernador impuesto por éste. Menesio Mirelles se presentó ante las nuevas y legítimas autoridades, les informó acerca de la refriega habida para el rescate de su propiedad, presentó cargos contra Serapio Almao y lo entregó a la justicia. El juez le instruyó la causa por usurpación y daño a la propiedad y Almao fue enviado preso a la jurisdicción de Ciudad Bolívar. Menesio Mirelles estaba consciente que el reo saldría absuelto al llegar a aquella ciudad, pues conocía suficientemente como se manejaba la justicia en estos casos, cuando tenían que ver con una persona perteneciente a los círculos influyentes, tal como había ocurrido con el brasilero prófugo de Cayena que atentó contra su vida, a quien los autores intelectuales del atentado ayudaron a salir de la cárcel a los pocos meses. Pudo desquitarse personalmente, pero sus arraigadas convicciones no le permitían hacer justicia por su mano. Tampoco era para quejarse, porque el tesoro de Almao, que le había quedado y había enterrado sin testigos, en Laja Alta, era más que suficiente para resarcir todas las calamidades. Días después, Menesio viajó rápidamente a Maroa para reunirse con Basilia y sus hijos, dejando a Nicasio en Laja Alta a cargo del personal que estaba reparando los daños ocasionados por los espurios ocupantes y por la refriega que tuvieron que dar para desalojarlos.

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CAPÍTULO XXIII

asilia estaba vestida toda de negro, su cabellera y su camisón de un sólo tono hacían resaltar su rostro moreno, así como sus manos descubiertas. Igualmente lucían sus hermanas, su madre y varias mujeres entre parientes y amigas, todas de negro. Los hombres de la familia llevaban un brazalete negro en el brazo. Todos ellos estaban de luto, aún afligidos por la muerte de don Saturnino Afanador, hecho que había acontecido a mediados del año 1893. Cuando Menesio llegó, un mes después, la noticia de la muerte de su suegro lo sorprendió, pues la última vez que había visto a don Saturnino aparentaba tener una salud rebosante. Por otra parte, se asombró de cómo habían crecido sus hijos. Juan José, su hijastro, ya con diecinueve años, estaba tan gordo que casi alcanzaba el perfil que tenía su difunto abuelo; su hija Társila, catorce, una agraciada damita; los otros tres varones: Francisco con doce, Narciso con once y Horacio con diez años, todos delgados y espigados. A pesar del duelo, la familia estaba feliz de estar nuevamente junta. Para ese entonces, Basilia le causó otro asombro a su marido con la noticia de que Eleuteria estaba embarazada. ―¡Carajo! ¿Cómo va ser? ¡Barajo, chica! ¿Qué me está pasando? ―dijo con estupor―. Ahora esa mujer me sale con eso... ¡Dígame esa vaina!... ¡Salir preñada de esa manera! ¡Nojose! ¡Es el colmo que mi hija me haga eso...! ¿Se puede saber quién es el padre? ―Sí, mi vida, acéptalo con calma, tu hija ya es mayor de edad lo acarició para apaciguarlo―. Mira, ella me dice que él tiene buenas intenciones con ella, que va hablar contigo para mudarla a una casa… ―¡Él! ¡Ah, carrizo! Pero dime de una vez chica, ¿quién es el sinvergüenza ese? para buscarlo ahora mismo… 203


―Ya va, mi vida, bueno, tranquilízate; mira, tu yerno es Cipriano, el hijo del compadre Tiburcio. Cálmate que ya le buscaremos solución a esa broma. Al oír estos nombres, Menesio cambió de actitud y bajó la guardia, entendió la serenidad de su mujer, aunque seguía protestando la manera como se habían comprometido los jóvenes. Siguió el consejo que le dio Basilia de no enfadarse con Eleuteria, pero tampoco habló con ella. Al día siguiente, el hijo de Tiburcio Volastero, resolvió pedirle la mano de su hija Eleuteria. El joven Cipriano era gordo como su madre, moreno, robusto, dicharachero y trabajador como su padre. Menesio lo aceptó como hijo político, no sin antes reprenderlo por su acción. Dio su consentimiento con agrado, desde luego, por el aval que significaba la amistad entre él, Basilia, y los padres del pretendiente. Menesio permaneció en Maroa, el tiempo necesario para organizar el rescate del vapor "Cirenia". También esperaba que, al bajar las aguas, el casco del vapor quedara en seco. Para ese trabajo decidió contratar al personal que trabajaba con don Nicanor Cansino, pues él, ya estaba muy anciano y Menesio insistió en que su gente podía hacer el trabajo, pero el anciano insistió en ir y finalmente convenció a Menesio de permitirle dirigir los trabajos de recuperación del vapor. Su hijastro, Juan José, quería acompañarlo en la expedición, pero Menesio lo persuadió de que era el hombre de la familia que tenía que quedarse a cargo de las mujeres y sus hermanos, que esa era una responsabilidad también importante. Además, le prometió que pronto tendría bastante tiempo de navegar en el vapor, que podía sustituir como piloto al finado Ceferino. *** Menesio Mirelles divisó desde su falca la silueta del vapor "Cirenia" y se contentó de ver de nuevo su apreciado barco. La lancha avanzaba lentamente impulsada por remos y palancas. Al 204


acercarse, Menesio observó algunas siluetas alrededor del vapor. Tomó su catalejo y detalló que eran hombres en plena faena de recuperación del barco. ―¡Ah carrizo! ―exclamó con preocupación―, como que se lo quieren llevar esos muérganos. ¡Mapaguare! Dale hacia la costa. Arrimaron y Menesio ordenó desembarcar a sus hombres armados. Después de darles instrucciones se embarcó de nuevo, llevándose solamente los bogas indispensables. Cuando atracaron cerca del vapor los estaban esperando varios hombres armados con escopetas, trabucos y machetes. Uno de ellos les hizo señas de detenerse y les dijo: ―Es major que sigan sou sendero señor, aquí estamos trabajandi. ―Lo que pasa es que están "trabajandi" en una propiedad privada, señor, ¡Ese barco es mío y vine a rescatarlo! Así que tenga la bondad y se retiran por las buenas. ―¡Je, je! Eu creo e vosé nu ha entendidu, estu barco esta abandunadu y nosotros os hemos desvaradu, cum o sudore de fenchi, por tantu nous pertenece. ―¡Un momento, paisano! ―Menesio estaba perdiendo la paciencia―. Yo no vine a discutir, yo vine aquí a rescatar mi barco. Así que ¡se van o los sacamos! Diciendo esto Menesio levantó el puño y lo encogió con rápido movimiento, dando la señal convenida, pero seguidamente el intruso dijo: ―¡Uhm! Eu creo que vosé está fanfarroneandu ―el hombre hizo un gesto y todos levantaron sus armas para apuntar a Menesio y sus marineros―, e más ben tendrá que irse pronto. Al instante retumbó una descarga de fusilería y silbaron las balas sobre las cabezas del grupo, en tanto que Menesio se lanzó a la proa del bongo y desde allí apuntándolos con su Winchester les conminó a rendirse: ―¡Vean a su alrededor! ¡Tiren sus armas que están rodeados! El jefe de la patulea bajó su trabuco mientras los demás 205


mantenían sus armas apuntando; observó a su alrededor y vio que, además de los que estaban tras las piedras cerca de ellos, otro grupo de atacantes había rodeado y apresado a los hombres que permanecían en el barco. El pirata titubeó, pero en seguida, resueltamente, dio una orden y se lanzaron hacia el bongo disparando en acción suicida. Menesio y sus hombres repelieron el disparatado y audaz ataque disparando desde la misma falca cerrando el cerco a los usurpadores. Comenzaron a caer y otros a guarecerse desconcertados. De ese modo, expeditamente, neutralizaron a los ladrones sin tener bajas. Uno de ellos, al lado de su jefe herido, con las manos en alto propuso: ―¡Está ben! ¡No disparen mais! Nos rendimos y nos dejan ir. ―¡Alto! ¡Alto el fuego! ―ordenó Menesio. Y al silenciarse las armas les increpó―: ¡Recojan sus corotos y sus heridos y se van ligerito! ¡Vagabundos! ¡Gaznápiros! Menesio al gritar sintió una punzada en la costilla y Mapaguare a su lado observó la sangre que manchaba la camisa. ―¡Caracha, mi coronel! ¡Lo hirieron esos muérganos! La herida no era grave porque la bala había entrado y salido entre las costillas. Mapaguare preparó un apósito con plantas medicinales y lo vendó, igualmente hizo después con otros tres compañeros. Menesio se restableció y también rescató el vapor más pronto de lo que había supuesto, pues ya los intrusos habían adelantado la reparación del casco y, después de varias semanas de arduo trabajo, el Fogueteiro logró arrancar la máquina a vapor y regresaron a Maroa. Basilia se sorprendió al ver a su marido escuchimizado, luego escuchó con angustia la historia acerca del rescate del vapor, que Menesio le contó con detalles. Aunque la herida ya había cicatrizado, Basilia se esmeró en atender a su marido cariñosamente. Entretanto, Juan José escuchaba los relatos que hacían los marineros sobre la escaramuza y lamentaba no haber ido con ellos. 206


El esfuerzo y las emociones resultaron excesivos para don Nicanor; al llegar cayó enfermo y murió una semana después. Aunque no tenía familia allí, sino en Colombia, todos fueron a despedir a sus restos al camposanto, pues era muy apreciado en el pueblo. Basilia y su madre se dedicaron a recoger y empacar sus pertenencias, sus ajuares y ropas en grandes baúles brasileros, ordenadamente, tratando de no olvidar nada, pues la mudanza era definitiva. Quedaban solamente ellas, porque las morochas, como para no separarse entre sí, se fueron al Casiquiare a vivir con un mismo hombre que las conquistó simultáneamente. Ni Basilia, ni su madre aprobaron la decisión de las morochas y estaban muy avergonzadas, además se les hacía insoportable el cuchicheo de la gente del pueblo. Por otra parte la viuda no deseaba quedarse sola, así que resolvieron vender la casa y las propiedades heredadas para irse a Laja Alta, aceptando la proposición de Menesio. Mientras no estaba ocupado en sus negocios o cazando, a veces se dedicaba a realizar algunas reparaciones de la casa, o pasaba el tiempo jugando a las cartas, libando con sus amigos, o conversando con Marcelino Bueno. Por intermedio del periodista se enteró de que el gobernador Ladislao Caballero había viajado al centro del país, dejando encargado a Juan Santos Larrazábal pero éste le entregó a Francisco Sosa Muñoz, quien gobernó como accidental hasta el regreso de Caballero. En otra de sus conversaciones con Menesio, don Marcelino Bueno le comentó sus apreciaciones sobre Gorrochotegui, como gobernante interino del Alto Orinoco desde el 28 de julio de 1891; que no se había dedicado al comercio como otros gobernadores, ni entró en manejos especulativos, ni hizo ningún mal a nadie, pero incurrió en varios errores referentes al cobro de impuestos, sin utilizar las formalidades establecidas en la "Patente de Industria". Menesio le comentó que a los mandatarios dedicados al negocio, no les convenía implementar la Patente de Industria porque era un obstáculo para ellos efectuar sus exacciones, pero 207


ése no era el caso de Gorrochotegui, por lo cual le intrigaba el motivo que tuvo el gobernante para no aplicar la referida Patente. ―Los intereses de Level Gutiérrez ―señaló don Marcelino ― quedaron fortalecidos por el apoyo que recibió del gobernador Gorrochotegui. Por cierto que éste señor se negó a pagarme los cuatro meses que serví en la Aduana, aduciendo que pertenecíamos al círculo del gobernador saliente, aunque no es la primera vez que nos sucede ésto, ora como Juez de Primera Instancia en repetidas ocasiones, ora como Prefecto, Preceptor de Escuela y otros destinos más; es considerable la suma que hemos tristemente perdido... Son apenas sacrificios que gustosos ofrendamos en el altar del Territorio... Al cabo de diez meses, Gorrochotegui se retiró de la gobernación, dejando encargado a Pedro José Aponte. En ese tiempo dio principio a la escritura de un librito plagado de errores e inexactitudes así en las frases y vocablos indígenas, como en la figura colosal que da a Aramare... que estuvo muy lejos de ser un Guaicaipuro... ―Pero son poemas, don Marcelino, yo le pedí copia de algunos versos que sobremanera me gustaron... Mire ―dijo Menesio hojeando su libreta de apuntes―, aún cargo una copia, oiga: Cuando hasta aquí llegué, perdido, errante, y miré su perfil, su tez morena, la adoré como al Dios de las montañas, jadeante de obediencia. Más hoy, destino cruel!, en vano busco quietud y gloria en ella: mañana, ha dicho la deidad puinabe sin pizca de dolor por mí, se ausenta. ―¿Qué le parece, ah? ―Bueno, pero es una lástima altamente sensible, que el poeta guayanés no haya consagrado su lira a tantos prodigios que al viajero ofrece esta naturaleza. 208


―Cómo que no ―refutó Menesio―, mire, oiga este otro: Allá viene Diámora risueña como el día, gentil como la palma del punechi, dulce como el sabor de la yubía. Colgado de la frente, en sus espaldas descansa un catumare repleto de sarrapia, merecures y cocos del Guaviare. ―¡Cocos del Guaviare! ¿Desde cuándo acá, hay cocos en el Guaviare? ―interrumpió don Marcelino y Menesio comprendió que no lograría disuadirlo de su desavenencia con el general poeta―. Por cierto, hablando de otro asunto ― agregó don Marcelino― me han informado que llegó una comisión a Yavita, enviada por los familiares de don Francisco Michelena para exhumar su cadáver y llevarlo a Caracas. ¿Sabía usted algo? ―No, caray, ya sabemos que ese ejemplo de noticias no traspasa ―respondió Menesio―. Lamento mucho no haber estado presente en ese acto. ―Nosotros también sentimos mucho no haber asistido al luctuoso hecho, sin embargo, esperamos que la posteridad haga honor a quien honor merece, como es el caso de Don Francisco. Al despedirse Menesio, don Marcelino le obsequió un facsímil de El Amazonense, fundado en 1891, redactado y manuscrito por él. Le manifestó una vez más, sus esperanzas de obtener una pequeña imprenta donde pudiese editar su periódico. ―Pues es indudable ―afirmó― que el periodismo bien inspirado, ejerce una grande, poderosa y benéfica influencia en la vida y desenvolvimiento de los pueblos. *** El día anterior al viaje, Basilia fue con toda su familia al cementerio a visitar la tumba de don Saturnino, que Menesio 209


había hecho construir. Limpiaron un poco la hierba alrededor, encendieron muchas velas y rezaron unas oraciones ininteligiblemente; luego, tras lacónica vigilia regresaron al poblado. La familia del extinto Saturnino Afanador, era muy querida y respetada por todos sus vecinos; de todos ellos se despidieron sin alborozo debido al luto que mantenían. Asimismo, Cipriano Volastero se despidió de sus padres y hermanos. Del puerto de Maroa se fueron alejando a bordo del vapor, poco a poco se distanciaban de aquel ambiente que los cobijó toda una vida. La visión lejana de la orilla dejada, cerraba el cúmulo de recuerdos que llevaría cada uno a su modo y sentimiento, guardados dentro del baúl sentimental de su corazón. A Maroa ya no volverían más...

CAPÍTULO XXIV

a llegada de Menesio Mirelles y de su familia a Laja Alta fue motivo de gran regocijo, todos querían ofrecer su apoyo para dar buena impresión a los nuevos ocupantes de la casa grande. Engracia hizo gala de su buen gusto para la cocina y con eso hacía feliz a su marido. Ella y Nicasio recibieron congratulaciones de Menesio por sus trabajos, pues la mayor parte de las 210


instalaciones de la casa estaban recuperadas y la siembra de los conucos adelantada. Pocos días después, Menesio viajó a San Fernando, la capital del Territorio Alto Orinoco. Allí gobernaba como Jefe Civil y Militar Santiago Hidalgo, quien había tomado el poder en nombre de la Revolución Legalista hacía un año. Menesio se entrevistó con el mandatario por cortesía; no hacerlo significaba, para cualquier ciudadano de su posición, caer en desgracia y en sospecha de rebeldía. Al día siguiente zarpó para regresar a su sitio. Celebraron la navidad con toda la familia, incluyendo a Coloma que había venido a acompañar a sus hijas Engracia y Eleuteria; sólo faltó José Jacinto. Para esa fecha, Basilia había logrado cambiar el aspecto general de la casa grande, dándole un toque personal y femenino, del cual había carecido anteriormente. Después, festejaron la llegada del año 94. Sólo que sin baile ni música por el luto que mantenía Basilia y su familia. En esa oportunidad se presentó Nicasio en plena reunión, con la noticia que había llegado al Territorio el general Juan Anselmo como gobernador titular. En carnaval, durante tres días la pequeña comunidad se derrapaba: se mojaban y se arrojaban tinturas hombres contra mujeres, nunca entre el mismo sexo. Al llegar el tiempo de la cosecha del caucho, partían hacia los montes. A menudo pasaban la Semana Santa, en la selva; cuando no, asistían a los escasos servicios religiosos en los poblados, pero los primeros misioneros habían hecho su trabajo: la gente guardaba los días santos, no se bañaban, no fornicaban, no bailaban, no peleaban ni decían groserías, ni comían carne. Los hombres jugaban trompo y las mujeres bailaban sus zarandas. Muchos asistían a las fiestas patronales de los poblados ya consolidados. En Laja Alta, el resto del año se desarrollaba normalmente; Menesio celebraba solo tres fiestas al año: Navidad, Año nuevo y su cumpleaños. En algunas ocasiones recibían noticias de la lejana Maroa. Supieron que el gobernador Caballero había renunciado al cargo, 211


ocupándose del gobierno el procurador Horacio Luzardo, a quien comenzaron a apodar el Usurpador, porque ya era la cuarta vez que ejercía como gobernador accidental. Sin embargo, él actuaba apegado a la ley, pues en cuanto llegó el titular Pedro Mier y Terán, le entregó la gobernación. Después supieron que Mier y Terán fue sustituido por el joven general Venancio Pulgar hijo, nativo del Zulia, a quien el coronel Mirelles y su familia habían conocido a su paso por San Fernando, hacía un año, dejando impresionados a los miembros femeninos de la familia; pues Pulgar era afable y cortés, de carácter jovial y simpático. Agradaba a cuantos llegaron a tratarle. Supieron que habíallegado enfermo a San Carlos, acompañado de Ángel María Bustos y otros de confianza. Allá se encontró con el gobernador Juan Anselmo, del Alto Orinoco, que andaba en gira de reconocimiento por aquellos lares. El gobernador Venancio Pulgar se dedicó al fomento de la población mandando a construir varias casas nuevas para los indígenas, las cuales daban notación de progreso, después de varios años de decadencia y ruina. Bajó a Ciudad Bolívar dejando a Bustos encargado de la gobernación. Pero, cuando regresó a reasumir sus funciones, vino completamente transformado en todo sentido; el fatal espíritu del mal lo había tocado. Sobrevino la intriga, la calumnia y la envidia a socavar lo bueno que había hecho, impulsadas por la camarilla maligna que rodeaba al gobernante y por sus propias ambiciones. Hasta don Marcelino Bueno sufrió las consecuencias de esa transformación. Se gestó una revuelta en su contra, encabezada por el anterior gobernador, Pedro Mier y Terán, en complicidad con el coronel Ignacio Carvallo, comandante militar del Territorio Amazonas. El 24 de enero de 1894, los milicianos del coronel Carvallo tomaron el pueblo de Maroa y tras intenso tiroteo dispersaron a los pocos defensores que le quedaban al gobernador Venancio Pulgar. La camarilla perversa que lo había rodeado en los últimos tiempos, lo dejó solo, refugiado en su casa con su querida, una muchacha española. Solo y abandonado quedó aquel joven que había sido afectuoso y alegre, pero al que 212


el poder había envilecido para luego caer victima de la confabulación cauchera. Para defenderse, sólo contaba con dos revólveres. Los alzados rodearon la casa mientras el reluctante y valiente gobernador se defendía a tiros con un revólver, al tiempo que la españolita cargaba el otro. Así pasaron horas sitiándolo y cuando llegó la noche, un grupo se deslizó por detrás, levantaron las láminas de zinc oxidadas del techo y saltaron. Les cayeron por la espalda y los acribillaron. Mientras la muchacha cargaba el arma recibió los impactos al tiempo que Venancio Pulgar, disparando sus últimas balas, caía a su lado. Al día siguiente de haber asesinado a Pulgar, Carvallo se proclamó Jefe Militar. Aconteció que después de transcurridos unos días, a Carvallo le llegó la noticia de que el gobernador del alto Orinoco, por decreto del Ejecutivo, había cesado en sus funciones desde Octubre de 1893. Entonces el empecinado coronel se fue a San Fernando y le exigió por la fuerza de las armas, la renuncia al gobernador Juan Anselmo. "¡Firme, que le conviene!", le dijeron y él en conocimiento de los hechos acontecidos en Maroa, no tuvo más opción que rendirse y firmar el acta de dimisión. El Gobierno del presidente Joaquín Crespo al tener conocimiento del asesinato del gobernador Pulgar, envió al General Ceferino Castillo al frente de un destacamento armado para que se encargara del gobierno de ambos territorios, ya refundidos en uno solo con el nombre de Amazonas. Y en efecto, a finales del año 94 llegó el general y asumió el control del gobierno, con el carácter de Jefe Civil y Militar del Territorio, fijando su sede en San Fernando de Atabapo. *** Menesio Mirelles entró ofuscado y sudoroso a la sala, lanzó el sombrero con rabia hacia la silla y fue al tinajero, se sirvió un vaso de agua fresca y se calmó un poco después de tomársela; mientras Basilia, atareada y acostumbrada ya a los destemples de su marido, colocaba los platos en el comedor. 213


―Cómo te parece Basi ―expresó al mismo tiempo que enjugaba su rostro con el pañuelo―, que el gobernador ha subido los derechos de regatón de la primera cosecha a ochocientos bolívares; aunque lo haya hecho de buena fe, lo hace sin tener conocimiento de la situación económica del Territorio, creyendo en el círculo de adulantes que lo rodea. ¡Ochocientos bolívares! Eso no puede ser, así no se puede trabajar ¡basirruque! ―Yo creo que lo mejor será irnos de aquí, Mene ―repuso Basilia entristecida―. Yo no quiero, mi vida, yo no me hallaría viviendo en otro sitio, pero si la situación se hace tan difícil... ―Claro, yo estoy cansado ya de estos gobernantes que vienen sin conocimiento de lo que van hacer y siempre caen en manos del grupo de especuladores. Fíjate, este señor está utilizando el mismo sistema establecido por el gobernador Gorrochotegui, para impedirles a los negociantes pequeños la compra de caucho y otros productos. ¿Para qué? Para aprovecharse ellos que tienen capacidad y capital para hacer negocios. Aunque a mí no me afecta eso, no estoy de acuerdo con esa exacción. En fin, sí hay que reconocer que este gobernador por lo menos ha mantenido la paz y ha sido tolerante con sus enemigos, a pesar de que manda con una guarnición siempre a sus órdenes. ―Mi cielo, fíjate que los muchachos también necesitan estudiar. ―Bueno, entonces está decidido ―asintió Menesio aparentando apoyar a su mujer, pero en el fondo de su alma sabía, sin embargo, que su decisión no tenía nada que ver con aquellas motivaciones, sino más bien con la ansiedad que tenía de explorar nuevas experiencias, pues su holgada situación económica y el monótono trajín cauchero lo estaba conduciendo a un estado de desánimo, de desgana y de inactividad; a tal punto que estaba hastiándose de aquella vida, pues sentía aflorar en su ser una nueva perspectiva de vida, con otras amistades, otras relaciones y otras actividades. Por otro lado, Menesio estaba, consciente de que Serapio Almao, una vez libre, organizaría una expedición para venir al rescate de su tesoro. 214


Esa situación lo mantenía en vilo, pero estaba dispuesto para afrontarla y defender lo que constituía su seguro de vejez. Menesio y Basilia también resolvieron mantener en secreto su decisión de abandonar Laja Alta, con el propósito de no crear falsas expectativas en el personal. Hablarían con ellos una vez que estuviese asegurada la venta del sitio. Sobre todo Basilia tenía arraigada la costumbre de no revelar viaje alguno por temor a recibir malos augurios. Insistía que no era bueno anunciarlo porque había gente que deseaba mal y podían estropear los planes. En todo caso, casi todos los empleados se irían con ellos, excepto Nicasio, quien le manifestó a su padre su deseo de quedarse con su esposa en San Fernando. El deseo de vivir en un ambiente más confortable y menos opresivo, lo encaminaba hacia la Capital de la Guayana, pues las demás regiones del país estaban bajo presión de los alzamientos y montoneras. Ese deseo, también lo impulsaba a abandonar la obra de muchos años de tesonero trabajo; mientras Basilia pensaba en el futuro y la educación de sus hijos. Ella se iría adelante con los muchachos mientras se arreglaran y se finiquitaran los negocios que Menesio tenía pendientes. Habían terminado de almorzar cuando comenzaron a hablar sobre estos temas. Ya los hijos menores se habían retirado de la mesa cuando la sirvienta les trajo un jarrón de café; Basilia sirvió el caliente tónico en posillos de peltre y tomaron a sorbos, todos cariacontecidos. De pronto oyeron un alboroto, venía desde el puerto. Menesio se levantó y los demás lo siguieron. Al asomarse a la puerta vio a un hombre que corría hacia la casa, notó que corría con dificultad y retorcidamente. A pesar de lo lejos, pudo distinguir al hombre. No tuvo duda. ―¡Carajo! ¡Es Jota Jota! ―señaló sorprendido―. ¡Es él!... ¡Ah caray!, lo vienen persiguiendo ¡Tráeme el rifle, Nicasio! ¡Rápido! ¡Métete al cuarto Basi! ¡Anda con los muchachos! Sonaron dos balazos y el hombre cayó de boca al suelo, los hombres de Menesio que se estaban acercando a socorrerlo, se detuvieron al sentir otros disparos y se ocultaron tras los árboles 215


para guarecerse de las balas. Al mismo tiempo, Menesio y Nicasio respondieron al fuego desde la casa en la colina, cubriendo al herido y los socorristas. Eran cuatro los perseguidores de Jota Jota, aún estaban lejos de él cuando cayó herido, pero fueron obligados a detenerse por las cargas repetidas de los Winchester, cuando intentaron pasar el puente. Desde allí, retrocedieron en desbandada para regresar al atracadero, rápidamente se embarcaron en su curiara y huyeron. Desde la casa, Menesio corrió precipitadamente por el camino que conducía al atracadero, a socorrer al herido. ―¡Jota Jota!, m'hijo, ¿qué pasó? ¿Por qué te persiguen? José Jacinto estaba mal herido, con un balazo en el pulmón y otro en el brazo, sangraba profusamente y habló con dificultad con sangre en la boca. ―Son…es la… es la gente de...del...coronel... ―¿De quién? ¿Quién te hizo esto, Jota Jota? ¿Qué coronel? José Jacinto trató de decir algo y se desmayó. Desesperado, con su hijo muriéndose entre sus brazos, Menesio ordenó a sus hombres que ayudaran a subirlo con cuidado a la casa, y luego, sorpresivamente dejó al herido en manos de sus hombres y se adelantó trotando mientras le gritaba a Nicasio: ―¡Vete a buscar a esos rufianes! ¡Rápido y con cuidado! ¡Llévate unos hombres y los traes vivos o muertos! Tomó su rifle y subió al altillo con impresionante confianza en sí mismo. Desde allí divisó a los cuatro hombres en su curiara. En seguida, con calma, acomodó la mira del rifle cañón largo para un alcance de trescientos metros y apuntó cuidadosamente. Hizo seis disparos seguidos por mampuesto, recostó en la pared el rifle humeando y bajó donde Mapaguare limpiaba ya las heridas de Jota Jota y se preparaba para extraer los plomos. ―Calienten bastante agua ―ordenó Mapaguare a las mujeres. ―Déjame que yo lo hago ―solicitó Menesio nervioso, y seguidamente―. ¡Nicasio! Consígueme una botella de aguardiente. Lo dijo instintivamente, ya que contaba con Nicasio para casi 216


todas las labores de la casa. ―Ya voy mi vida, yo te la traigo ―se ofreció Basilia―. Nicasio no ha regresado todavía, tranquilízate que todo va a salir bien con el favor de Dios. ―¡Ah caray!, verdad que Nicasio anda recogiendo a esos granujas... Seguidamente Menesio se dedicó como un cirujano a extraer el plomo que amenazaba llevar a José Jacinto al más allá, asistido siempre por Basilia. Mientras tanto Mapaguare había salido a buscar una planta medicinal conocida por él; con las hojas preparó un apósito y lo aplicó en las heridas. Cuando terminaron de curar a José Jacinto, regresó Nicasio con los cuatro prisioneros bien atados; los había encontrado nadando hacia la costa con mucha dificultad, porque dos de ellos estaban heridos y eran ayudados por sus compañeros. La curiara había sido partida en dos por los impactos de las balas. Uno de los prisioneros, ante la presión ejercida por Menesio en la herida, confesó que habían sido contratados para asesinar a José Jacinto, por un potentado exportador de caucho en Ciudad Bolívar. Menesio, por la ofuscación, no había caído en cuenta de la manera de hablar del hombre, pero cuando le vio el rostro prorrumpió: ―¡El Turco Zeiler! ¡Infame! ¡Infeliz! ¡Trae una soga Nicasio! ¡Vamos a colgar a este aleve ahora mismo! De toda manera no quiere hablar. Cuando el Turco percibió en los ojos de Menesio su determinación, no vaciló en contar todo: que no estaba seguro de la causa ni le interesaba, pero según los comentarios, José Jacinto había mancillado el honor de la familia de aquel empresario, al embarazar a su hija Josefa. Por eso lo habían contratado a él. Lo venían persiguiendo desde Ciudad Bolívar, pero José Jacinto era muy sagaz y se le había escapado en varias oportunidades. Dijo que el hombre que lo contrató para matar a José Jacinto era el coronel Serapio Almao. ―Pero ¿no estaba preso el bellaco ese? ―dijo Menesio sin esperar respuesta, pues sabía que la administración de justicia era tan endeble que Serapio pudo, con la influencia de su dinero, 217


salir rápidamente de la cárcel. La información del Turco Zeiler le causó a Menesio indignación y a la vez frustración. Él suponía que era la venganza de algún rival o el cobro de alguna transacción fraudulenta de Jota Jota, pero esto, ahora aumentaba aún más su vieja enemistad con aquel hombre. Y para colmo, su sangre se iba a ligar con la de él por intermedio de sus hijos. Al amanecer del día siguiente, Menesio, después de atender las heridas de los prisioneros, los condujo a San Fernando. El Turco iba rogándole y ofreciéndole dinero para que no lo entregara, pero Menesio no se inmutó y los entregó a las autoridades. Mientras navegaba no dejaba de pensar cómo y de qué manera sus relaciones con el sexo opuesto habían entretejido una red complicada y, aún más, enredada por sus hijos; una situación que, en consecuencia, amenazaba y seguía atentando contra la tranquilidad de terceras personas. También José Jacinto reflexionó durante el tiempo de su convalecencia. Estaba realmente arrepentido de su vida pasada y, balanceándose en el umbral de la muerte, decidió cerrar aquel ciclo de vida desquiciada, de aventuras y actitudes inútiles que hasta el presente sólo le habían dado resultados perecederos o negativos. Estaba decidido a renovar su vida y para ello, decidió quedarse en Amazonas, no por temor a enfrentar a su perseguidor, pues estaba ahora dispuesto a casarse con Josefa y así lo haría, sino por demostrarse que podía seguir el ejemplo de su padre para levantarse y progresar económicamente dentro del marco legal, así como también para ofrecerle la satisfacción de tener un hijo digno. Por otra parte decidió que no dejaría abandonada a su mujer Eusebia ni sus hijos. Como primera prueba de su cambio, rechazó la proposición que le hizo su padre, para que se quedara como dueño de Laja Alta. Tampoco aceptó quedarse con el vapor "Cirenia", sino que insistió y convenció a Menesio que le dejara esas propiedades a Nicasio, puesto que era él quien las había manejado. "Con tal me des la casa de San Fernando para traerme a Josefa, me doy por satisfecho", le dijo a su padre. Por su parte, Nicasio quedó sumamente agradecido cuando su padre, sin mencionarle la 218


decisión que había tomado su hermano, le entregó la heredad. Finalmente tendría su propio barco a vapor “para ser el regatón más veloz del Amazonas ―pensó―. Ahora si voy a demostrarles a estos carajos quien es Nicasio Cabuya". *** Menesio, su familia y sus sirvientes, abandonaron Laja Alta con mucha nostalgia, un mes después de la sorpresiva llegada de José Jacinto, mal herido, al sitio. Él se había ido apenas se sintió repuesto. Pero su padre iba recordando aún los pormenores del trágico y dramático suceso de aquel día. Viajaron Orinoco abajo, con Nicasio, que los acompañó en el "Cirenia" hasta los raudales; Menesio y el resto de la comitiva, caminaron las dos leguas y media entre los dos raudales, para pasar primero el de Maipures y luego el de Atures. En Perico se embarcaron en otro vapor y de nuevo navegaron, Orinoco abajo. El amplio panorama del henchido Orinoco les inspiraba, tanto a Menesio como a Basilia, una nueva perspectiva de vida, de horizontes que retaban alcanzarlos con ánimo inagotable. Basilia, pensaba por toda la familia y Menesio, más que pensar, disfrutaba y era feliz mientras estuviese navegando. Cuando llegaron a Caicara, Menesio se enteró de que Serapio Almao había muerto en ese poblado, donde había pernoctado cuando, precisamente, se dirigía a Rionegro acompañado de una mesnada. Le informaron que había fallecido a consecuencia de una rara enfermedad que había adquirido durante su último viaje a la selva del Amazonas. Naturalmente la noticia le causó a Menesio un profundo respiro, pues sabía de las intenciones de Almao y para salvaguardar el tesoro en disputa, lo había dejado enterrado en Laja Alta. En consecuencia de esa nueva circunstancia, envió a la mitad de sus hombres de regreso a Laja Alta.

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SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO XXV

abían transcurrido dos años desde el día que dejaron el sitio Laja Alta. Ahora vivían, muy lejos de allá, en la ciudad situada donde se estrecha el gran río, originalmente llamada Angostura. Su hogar era una mansión de un elegante vecindario de Ciudad Bolívar, con amplios jardines sembrados de cocotales y mangos. Allí, Menesio descansaba en su hamaca leyendo la prensa local, mientras Basilia tejía al ritmo del vaivén de su mecedora. Menesio y su familia llevaban una vida holgada gracias a los negocios de exportación de caucho, balatá, sarrapia, chiqui-chique, plumas de garza y otros productos naturales que giraban bajo la firma Mirelles e hijos y Cía. También era socio de la Línea de Vapores del Orinoco. En su oficina llevaba la estadística de la producción de caucho en Amazonas, Sus libros reflejaban que, desde que se había venido de Laja Alta, la producción había aumentado considerablemente. En comparación a los años 89 y 90, con 67 y 45 toneladas, para 1895 se obtuvieron 120; en el año 96, 129 toneladas y en el 97 se produjeron 124 toneladas. Lo cual beneficiaba altamente a su empresa, pues ahora, como exportador, su ganancia era mucho mayor que la de productor y con menos sinsabores. A sus cincuenta y nueve años disfrutaba de muchas comodidades y riquezas, tenía reunida a una gran familia como siempre había deseado, con todos sus miembros colmados de comodidades. Sólo le preocupaba encontrar a la hija 220


que había tenido con Carlota Cazabat; pues hasta el momento le habían fallado incluso los mejores detectives que había contratado. Había logrado pertenecer a la alta sociedad guayanesa y, entre otros privilegios, disfrutaba de las espléndidas fiestas y suntuosos banquetes donde asistía la máxima representación del empresariado cauchero, con predominio de apellidos extranjeros; encuentros en los cuales, por lo general, se agasajaba al Presidente del Estado. Menesio se daba el gusto de paladear opíparamente el menú al estilo francés y finos vinos importados. A pesar de su disipado estilo de vida, siempre estaba al tanto de los acontecimientos ocurridos en Amazonas, tanto como de sus hijos Nicasio y José Jacinto y sus respectivas familias. Aunque ellos trabajaban independientemente uno del otro, ambos le vendían la producción. Estaba muy orgulloso de Nicasio, ya que había incrementado sus negocios y recuperado totalmente el "Cirenia", sólo que le había cambiado el nombre por el de "Kaimara", solicitando previamente su aprobación. Aunque de José Jacinto también estaba satisfecho, no dejaban de preocuparle sus imprudentes acciones. Más que nada, le impacientaba que en aquellas lejanas tierras continuasen los motines y revueltas contra las autoridades legales, tal como la que protagonizó de nuevo el coronel Ignacio Carvallo en 1896, pretendiendo derrocar de su cargo al general Ceferino Castillo, quien fuera nombrado gobernador titular el 15 de julio de 1895. No obstante, el general Castillo, que se venía desempeñando como Jefe Civil y Militar desde el año 94, viajó a San Carlos con su destacamento militar y desbarató aquel movimiento subversivo. ―Oye esto, Basi, lo que dicen de Amazonas ―dijo Menesio mientras leía el periódico―. Publican el informe del gobernador Castillo fechado el 9 de junio de 1897. Oye esto, nada más: "Con el fin de llenar mi cometido sin mancillar la verdad, revestido de la razón y bien poseído de mis deberes, he querido contemplar, aún con pesar, el pasado de aquellos 221


pueblos que tocaban a mi llegada a un estado deplorable de abandono y pobreza a causa de movimientos de guerra sucedidos allí, ya con el hecho de llevar a cabo venganzas personales, ya con el solo fin de perturbar el orden del trabajo, trastornando al mismo tiempo la marcha simultanea del progreso y la civilización..." ―¡Caray! ―prosiguió Menesio―. ¿Qué calamidad pesará sobre aquella tierra, que estos gobernantes siempre están en lo mismo?, parece que todos se aprendieron la misma planilla; así mismo decía Level y los demás que le precedieron. Y es que hasta los hombres de la Iglesia tienen un comportamiento discordante allá. Me contaron que, después que nos vinimos, un cura que también era doctor, llamado Ricardo Arteaga, estaba aspirando ser gobernador, entonces Castillo lo arrestó, no por esa causa, claro, pero de toda manera, el hombre se fugó a Brasil. Basilia comentó que se hallaba a gusto por haber dejado atrás aquella vida en la selva, aunque a veces sentía nostalgia por su tierra y su gente, que tenían que soportar las penurias causadas por los codiciosos aventureros en busca de fortuna. ―Pero te digo una cosa, Basi ―agregó Menesio al comentario de su esposa―. No solo en Amazonas ocurren estas arbitrariedades, todo el país esta acabándose por la pelea entre los bandos oligárquicos, el país es víctima de la corrupción y de una rapiña desaforada, ya nadie quiere trabajar sino perseguir un enriquecimiento con el menor esfuerzo y en poco tiempo. En cambio, uno, fíjate lo que nos ha costado llegar a donde estamos, tanto tiempo y tanto esfuerzo. ―Por lo menos aquí los muchachos tienen buena educación y andan con buenas amistades, ¿verdad mi vida? Mira Mene... ¿qué te parece el vestidito de tu nieto? Menesio compartía la apreciación de Basilia a medias, pues le complacía la situación de su familia, pero él se sentía embargado por algo que oscilaba entre la angustia y la nostalgia. Era la ansiedad que le causaba el llamado de la selva. Le dio una 222


fugaz apreciación al minúsculo vestido y lo aprobó con apatía. Comprobando una vez más que su esposa mostraba mas entusiasmo por sus nietos que por los asuntos políticos, Menesio se reservó otros comentarios acerca de la situación del país para conversarla con sus amigos, entre tragos de cerveza. Ya se había habituado al trajín de atender a sus nietos, a los que se había resistido inicialmente. Tenía tres de Nicasio y Engracia; dos de José Jacinto y Josefa, la hija de Serapio Almao, en Amazonas; dos de Juan José el hijo mayor de Basilia que se casó, recién llegados a Ciudad Bolívar, con la primera novia que tuvo, hija única de un acaudalado comerciante; tres de Eleuteria y Cipriano; Éstos vivían con ellos en la gran mansión, cómodamente. El último, a quien su abuela le cosía el vestido, era el quinto de Társila que se había casado con Remigio Deapelo, hijo de otro exportador de productos forestales y mineros. Todos se recreaban en las historias y cuentos de la bisabuela, madre de Basilia y a la vez, atendían a sus caprichosas necesidades, propias de la vejez. Al acercarse la hora del almuerzo, la sirvienta avisaba a Basilia que la mesa estaba servida. Ella abandonaba la costura y se quitaba los anteojos con un gesto que le era característico. Menesio se calzaba los botines, se levantaba de la hamaca, se ponía el liquilique de lino blanco y acompañaba a Basilia al comedor. Aún hacían una pareja elegante, pues ambos se mantenían en saludables condiciones físicas y Basilia, con quince años menos que su marido, lucía radiante y buena moza; se había recortado la larga cabellera todavía endrina. En la tarde, como lo hacía regularmente, después de un baño, Menesio se vestía impecablemente y se perfumaba profusamente con agua de Colonia, luego se iba a su oficina, situada en el centro de la ciudad, donde despachaba y atendía sus negocios. Después, al atardecer, se reunía a conversar con sus amigos y socios en un bar o un café a orillas del Orinoco, que se había convertido en una especie de club para ellos. Allí sí, daba rienda suelta a sus apreciaciones sobre la crisis que devastaba al país. Se presentaban las consecuentes 223


controversias, sobre todo cuando tocaban el tema acerca de la actuación del ilustre americano Guzmán Blanco. Pues otros de sus interlocutores a veces no estaban de acuerdo con su modo de ver. A intervalos, y disputándose el honor, se dedicaban también a piropear a las mujeres que pasaban frente a ellos. Este modo de vida casi rutinario, comenzó a incomodarle, pues, a pesar de la placidez de su actividad, a pesar del calor del hogar feliz, a pesar de su estabilidad y progreso económico, a pesar de todo lo bien que se sentía... Menesio Mirelles, en su intimidad, no estaba conforme, estaba contagiado del virus de la emoción aventurera; a veces lo embargaba un afán incontrolable de volver a navegar por los ríos de la selva. Su alimento del alma era navegar allá. Una tarde, cuando llegó, como siempre, ufano y contento a su oficina, su hija y secretaria Eleuteria, le informó que lo solicitaba una señora de pelo rubio, de apellido Frutus, abogado, o algo así. ―¿Abogado? ―dijo sorprendido―. Hasta donde yo sé, no existe mujer que ejerza esa profesión. En efecto, la señora había solicitado una entrevista personal con Menesio. Como su agenda estaba copada, Eleuteria le había concertado la cita para la mañana siguiente. Se encontró con una mujer de rostro hermoso, de unos treinta y tantos años, blanca, de atractiva y elegante figura, y unas facciones que le recordaron a la casi olvidada Madame Carlota Cazabat. Se había concentrado tanto en ella que casi no percibía la presencia de su acompañante. ―Buen día, señores. ¿En qué puedo servirles? ―Buenos días señor... Mirelles ―dijo el hombre con acento extranjero―, ¿es usted el coronel Menesio Mirelles, verdad? ―El mismo que usted ve aquí, a sus órdenes ―respondió alelado aún de la impresión de ver el vivo retrato de Carlota. ―Mucho gusto ―dijo el hombre, extendiendo su largo y escuchimizado brazo―. Yo soy el abogado Frustuck y la señora es mi esposa doña Carlota. ―Aah, mucho gusto en conocerles. Así que el abogado es 224


usted, me habían informado que era la señora... disculpe. ¿Apetecen un cafecito? ―Sí, por favor, muchas gracias. ―Caramba, nos hemos visto antes ¿verdad? ―Pues sí ―dijo Carlota―. Yo lo he visto en una pulpería del paseo Orinoco. Menesio sintió algo como vergüenza, pues seguramente la había piropeado. Sus cavilaciones fueron interrumpidas por las amables palabras de su hija Eleuteria, mientras servía el café. ―Bien... mire, coronel ―dijo el abogado Frustuck, después del primer sorbo de su tinto―, lamento mucho decirle esto, bien ―reordenó los papeles que tenía en sus manos―, traigo una orden de embargo para sus barcos, de parte de mis representados Díaz, Cazabat y Cía. ―Díaz, Cazabat y Cía. ―repitió quedamente Menesio―. Dígame una cosa… ―se dirigió a la mujer―. ¿Usted por casualidad tiene el apellido Cazabat? ―Sí, ese es mi apellido de soltera. ¿Le dice algo mi nombre? Carlota Cazabat. Menesio se estremeció intensamente, sus manos temblaron de la impresión y derramó el café. ―¿Se siente bien señor? Ya ves, chico ―Carlota se dirigió a su marido mientras sostenía su mano sobre el hombro de Menesio―. Esto es lo malo de esa profesión…hay clientes que no soportan... ¡Ay, don! ¡Lo siento mucho señor! Ahora no tenía duda de que estaba frente a su hija. No obstante, aquel nombre pronunciado por ella lo envolvió dentro de un ovillo de supuestos y contradicciones, confusiones atropelladas. Sólo dilucidaba que, después de treinta y ocho años buscando y atando cabos, habiendo al fin encontrado y atado el último, se le habían soltado los otros. En el ínterin Eleuteria le había traído un vaso de agua, después de beber, Menesio recobró la sindéresis y el abogado continuó exponiendo la medida judicial. Menesio despidió a la pareja, y de regreso a su casa iba maquinando como salir de la trampa en que lo habían metido los 225


socios de Carlota, estaba seguro que detrás de todo estaba su terco enemigo Serapio Almao. Después, continuaba preocupado pero no tanto por el embargo que, al fin y al cabo, era un embeleco, sino más bien por el hallazgo de su hija. En el fondo, volvía a vivir, su alma vibraba de emociones a ir descubriendo que le esperaba un tiempo de experiencias intensas.

CAPÍTULO XXVI

asta mediados del año 1897, exploradores extranjeros como Robert Schomburg, Richard Spruce, Dionisio Cerqueira y Jean Chaffanjon, entre otros, habían recorrido los ríos de las selvas Orinoco-amazonenses en búsqueda de realizar nuevos descubrimientos geográficos, botánicos o de cualquier otra índole, como el intento fallido de llegar hasta el nacimiento del Orinoco. Inspirados por aquellos, dos amazonenses, Guillermo Escobar, de San Fernando, y Guillermo Level, balatero de La Esmeralda, también intentaron llegar hasta las fuentes del río padre sin lograr su propósito. En esa época, mientras los extranjeros y muy pocos nacionales, se ocupaban de explorar el Territorio, muchos otros seguían empeñados en descuajar la selva y sacar la mayor ventaja de las riquezas que 226


proporcionaban las grandes manchas de árboles Hevea en las regiones ya exploradas. Nicasio Cabuya, un amazonense con aspiraciones, pero con diferente intención, había logrado su propósito de pertenecer a los círculos gubernamentales, después de haber sido propietario de barcos a vapor y navegarlos como regatón, para alcanzar, con la ayuda de su padre, el coronel Menesio Mirelles, un encumbrado poder económico como empresario cauchero. Su acceso al círculo gobernante ocurrió a finales de ese año, cuando llegó a San Fernando el gobernador Francisco Canuto Gordon, en sustitución de Ceferino Castillo. El flamante gobernante organizó su gabinete con personal de confianza y como excepción, previas recomendaciones de ciudadanos prominentes de la comarca, nombró a Nicasio como su secretario. El gobernador Gordon comenzó su mandato realizando una gira de visita oficial a los principales poblados de su jurisdicción. Para ello, viajó en el vapor "Maroa"; pasó por San Carlos y Maroa, donde fue recibido con júbilo por el pueblo siempre esperanzado en una nueva gestión. La población humilde acogía también con satisfacción los discursos entusiastas de su flamante mandatario. Entre vítores, halagos y agasajos, Nicasio se contagiaba con el virus del poder y allí, en Maroa, su pueblo natal, tuvo oportunidad de lucirse como partícipe de la autoridad al servicio de su gente. Sin embargo no lo hizo; al contrario, se lució en vanidad y arrogancia ante sus paisanos; no obstante, al menos visitó a su madre y hermanos. Su padrastro, que lo había criado, ya había muerto. Conoció al pequeño José Tadeo, el hijo de José Jacinto con Eusebia y le hizo recordar casi con nostalgia, la pelea que había tenido con el padre del niño, años atrás. Al regresar a la capital, el gobernador, con displicencia, desatendió todas sus ofertas; además, no quiso atender a los reclamos que le hacían algunos ciudadanos referentes a su forma de gobernar. Era la actitud común de aquellos gobernantes, con pocas excepciones. Con todo, Nicasio permaneció poco tiempo en el cargo, 227


pues ocurrió que, a pesar de las malas influencias captadas en el ejercicio del poder, Nicasio, en el fondo de su ser, seguía siendo sincero y cordial. Se había ganado la confianza del despótico mandatario y mantenían buen trato en el trabajo. No obstante, como para afianzar aún más esa relación, un día, al saludarlo, en vez de decirle don Francisco, como siempre, le llamó "don Pancho". ―¡Cómo se te ocurre llamarme así! ―le reprimió el furioso mandatario mientras ordenaba su destitución― ¡Llamarme a mí, el gobernador del Territorio, con ese nombre de pulpero! ¡Falta e' respeto! Nicasio anduvo despechado por breve tiempo, porque a pocos días de su remoción como secretario, el 27 de abril de 1898, estalló una revuelta popular contra el gobernador Francisco Canuto Gordon. Tras incruento tiroteo fue depuesto por un grupo armado, encabezado por el coronel Ignacio Carvallo, y expulsado del Territorio con sus colaboradores inmediatos. Considerando la circunstancia, Nicasio agradeció haber estado fuera del gobierno. Fue visto por los alzados como una víctima más del despotismo del gobernante depuesto y él, por su parte, participó en la muchedumbre que aclamó a su paisano Pedro Rivero, propuesto por Carvallo para encargarse de la gobernación. Allí, entre los insurrectos también estaba José Jacinto Mirelles, su hermano, pero éste no lo tomó en cuenta, ni en ese momento de euforia popular, ni en lo sucesivo. Aunque Nicasio tímidamente trataba de acercarse a su hermano, en agradecimiento a su generosidad; José Jacinto, aunque se mostraba magnánimo, evitaba estrechar lazos afectivos o fraternizar con él; a la larga, esta actitud de José Jacinto hizo que su hermano se sintiera rechazado y subestimado. Pese a entrever un futuro exitoso trabajando con el nuevo gobierno, Nicasio no encontró la manera de relacionarse con la jefatura mayor del movimiento, entonces resolvió abandonar transitoriamente sus aspiraciones políticas y se marchó a Laja Alta para dedicarse al negocio cauchero y navegar su vapor. Allá 228


se encontró con el explorador norteamericano Georges Cherrie, taxidermista y etnólogo que venía recolectando ejemplares de la flora y fauna desde Maipures. A pesar de que Cherrie hablaba poco español y Nicasio nada de inglés, pronto hicieron buena amistad y mientras viajaban hasta Santa Bárbara del Orinoco en el "Kaimara", Nicasio aprendió muchas expresiones en inglés. Cuando Nicasio regresó a San Fernando, a finales de año, observó con entusiasmo al flamante vapor "Morganito", que estaba atracado en el puerto. Este barco de 32 toneladas y dos pies de calado, había sido construido en gran parte con los materiales del vapor "San Fernando", de la antigua Compañía General del Orinoco. Observó maravillado aquel vapor que doblaba la envergadura del "Kaimara". Ya había comenzado a navegar por el Alto Orinoco, el Atabapo, el Casiquiare y el Guainía - Río Negro. Después de saludar a sus amigos, atendió una invitación de don Horacio Luzardo, quien lo apreciaba tanto como a su padre Menesio. Además de enterarse de los datos del nuevo vapor, don Horacio lo puso al corriente también de los acontecimientos acerca de la llegada del gobernador titular, general Sergio Casado. ―El nuevo mandatario también inició su gestión con la visita oficial a los principales poblados, como es la costumbre, para empaparse de la situación de sus gobernados. Este viejo y modesto general venía con ánimo de establecer, entre otras empresas, un taller de carpintería en cada cabecera de Distrito. También tenía intención de solicitar al gobierno nacional un fondo con el fin de propiciar, en primer lugar, las artes y oficios en general y, en segundo lugar, establecer escuelas primarias en los mismos poblados; esto último, a petición de don Marcelino Bueno, a quien había encontrado en su visita a San Carlos. En esa misma ocasión, don Marcelino le presentó un memorial escrito sobre las necesidades más apremiantes de la localidad: "De acuerdo en un todo con nuestro modo de pensar ―le manifestó don Marcelino al general―, se deben comunicar impulsos a los elementos de prosperidad que abundan en el 229


Territorio y propender, en cuanto fuese posible, a la moralización, principalmente de las razas indígenas que pueblan estas comarcas quienes claman por las saludables nociones de la genuina civilización". ―Los rionegrinos ―continuó don Horacio―, estaban esperanzados, nuevamente, de mejorar sus condiciones de vida, pero una vez más, su ilusión no duró mucho pues no había terminado el general Casado su gira de inspección en el vapor "Eva", cuando el presidente Andrade nombró otro gobernador. Para esto fue persuadido por el sueco Charles Bovallius, representante de la compañía inglesa The Orinoco Shipping and Trading Co. Ltd., interesada en explotar caucho en el Territorio. Bovallius logró en Caracas el nombramiento del ya conocido gobernante-cauchero Andrés Level Gutiérrez. Muy pronto Level viajó desde Manaos remontando el Río Negro y se presentó en San Carlos acompañado de Bovallius y sus secuaces, entre ellos J.J. Mirelles, quien había reanudado su amistad con Level, olvidándose del asesinato del teniente García y de las promesas hechas a su padre, Menesio. Allí en San Carlos, el día veintisiete de octubre, Andrés Level recibió la intimación de un grupo numeroso de ciudadanos de que comprometiera a cumplir un indiscutible convenio en función del bien general, como condición previa antes de asumir el cargo, lo cual no aceptó Level. Así pues, impedido, debido a la presión de los empresarios caucheros y negociantes amazonenses, no pudo encargarse de la gobernación y regresó, muy disgustado, al Brasil. *** La retirada de Level aparentemente con resignación, dejó como secuela, en los empresarios caucheros que mayoritariamente lo rechazaron, un comprensible envalentonamiento. Nicasio, aconsejado por Luzardo, formó parte de este grupo de ciudadanos que estaban dispuestos a hacer valer sus derechos, su participación y su opinión. Pero estaban equivocados, pues no sospechaban ni se imaginaban las 230


consecuencias fatales que se desencadenarían más adelante como resultado de aquella acción desafiante. No obstante, resolvieron plantear por escrito, su posición al gobierno nacional. Una vez redactado el documento, Nicasio lo leyó para todo el grupo: "En San Fernando de Atabapo, capital del Territorio Federal Amazonas, a los cinco días del mes de noviembre del año de mil ochocientos noventa y ocho, reunidos los que suscriben, vecinos de los Distritos Atabapo, Atures, Casiquiare y San Carlos de Río Negro, con el objeto de tratar sobre asuntos íntimamente relacionados con la Administración del Territorio y la estabilidad de la paz y el orden público; después de oídas las opiniones de varios de los presentes, y Considerando Que el Ejecutivo Nacional ha tenido a bien remover al señor general Sergio Casado a la Gobernación del Amacuro, designando para sustituirle en el gobierno de este Territorio al señor general A. Level Gutiérrez; Considerando Que la inesperada remoción del general Casado ha causado en los habitantes del Territorio honda impresión de sentimiento, por cuanto su Administración, si corta, ha sido fecunda en beneficios para el Territorio, que parecía despertar una nueva vida de honradez y moralidad en el Gobierno, de garantías para el ciudadano, de protección para el comercio y las industrias y de tranquilidad y bienestar para el pueblo; Considerando Que el señor general Level Gutiérrez manifestó públicamente en San Carlos y lo ha comunicado por escrito al señor general Casado que no acepta la gobernación; que tal circunstancia, la inmediata separación del general Casado, y los alarmantes rumores del establecimiento del Monopolio Mercantil por parte de una Compañía extranjera, según manifestaciones imprudentes hechas por su agente señor doctor C. Bovalius, colocan hoy al Territorio en situación excepcional de alarmante expectativa, y Considerando

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Que la opinión pública se manifiesta unánime en el deseo de ver repuesto al señor general Casado en el cargo de gobernador de este Territorio, Resolvemos 1° Pedir muy respetuosamente al Liberal Presidente de la República, en nombre de los habitantes del Territorio y de sus legítimos intereses, se digne reponer al señor general Sergio Casado en el puesto que tan a contentamiento de la ciudadanía ha venido desempeñando. 2° Significar una vez más al Jefe del Ejecutivo Nacional nuestra adhesión a su ilustrado Gobierno y nuestra decisión por el sostenimiento de la paz de la República. 3° Excitar al señor general Casado a que antes de su separación del Territorio le dé la organización que garantice mejor el orden público y para que interponga sus buenos oficios acerca del Ejecutivo Nacional a favor de estos pueblos, haciendo conocer sus necesidades y los patrióticos sentimientos que animan a sus hijos; y 4° Comisionar al señor Ramón A. Zerpa, digno empleado nacional y distinguido comerciante, para que ponga en manos del Jefe del País la presente acta original y gestione la favorable solución del importante asunto a que se refiere. San Fernando de Atabapo: fecha ut supra."

Seguidamente, para refrendar el documento, se acercaron a la mesa uno tras otro: N. Arvelo, Silvestre Colina H., Pedro R. Aponte, H. Luzardo, Alejandro Pérez G., Justo Vicente Rodríguez F., Manuel Trabanca, Antonio Sucre S., M. Toledo, A. M. Bustos, Pedro Mier y Terán, Feliciano Guerrero, Supertino Santelís, Mamerto Ortiz, Sinforiano Orozco, Jacinto Gaviní por Jorge M. Paraquet, M. F. Fuentes, H. Gerardino, Agustín Mendoza, Antonio Matute, Mario Moreno, Pedro Mariano Ortiz, M. Becerra, Manuel Orozco, Jacinto Gaviní, Juan Anselmo, Eduardo C. Escobar, Domingo Gallipoli, Luis Derouet, A. Bigott Villanueva, José Anselmo Poll, Fernando Molina, Jesús María Paredes Gil, Ricardo Santamaría, Manuel E. Mirabal y Lino Román. Después se adhirieron al manifiesto y firmaron cincuenta 232


personas más y lo enviaron a la sede del gobierno nacional, en Caracas, tal como lo tenían previsto. También lo publicaron en "El Esfuerzo" de Ciudad Bolívar el 23 de noviembre de 1898. A todas éstas, el general Casado se ausentó para recibir la gobernación del Territorio Delta Amacuro, donde había sido designado en resarcimiento de su sorpresiva remoción, dejando encargado del gobierno territorial a Lucio Celis Camero, en razón de que Level se había marchado. Celis era un agradable joven que había acompañado a Casado a su venida como colaborador inmediato. Pronto Nicasio volvió a formar parte del gobierno, gracias a que, con anterioridad, había estrechado amistad con Lucio Celis. De nuevo recorría las calles de San Fernando ufano, con su revólver al cinto, ungido de autoridad como Comisario, con cuatro ordenanzas militares bajo sus órdenes, que lo escoltaban, no por asuntos del servicio, sino para pavonearse y relucir su mando. Una vez, cuando pasaba frente a la casa de Horacio Luzardo, el viejo procurador lo felicitó por su nuevo cargo y preguntó por su padre Menesio Mirelles. Nicasio no le dio detalles, porque tenía tiempo que no recibía noticias de Ciudad Bolívar. Hablaron después de la negociación que habían hecho con el caucho, pues Horacio le había subcontratado la cosecha. Nicasio le explicó que, a causa de las profusas lluvias, la producción estuvo baja ese año. Para colmo, el vapor "Maroa" que venía remolcando su piragua con la producción, se había hundido. Pero obviamente el viejo Horacio no se dejó engañar, y como buen amigo que era de su padre Menesio, le empezó a aconsejar que dejara las malas compañías, las mujeres y el aguardiente, pero Nicasio esquivó la conversación y siguió su camino. Nicasio, a pesar de que los consejos de don Horacio le sacudían la conciencia, también pensaba que merecía disfrutar la vida, después de haber tenido una infancia y juventud signada por las penurias y la pobreza. Que era cuestión de oportunidades que da la vida una vez. Así que, embriagado nuevamente por el elixir del poder fue descuidando su sitio de Laja Alta y, por 233


consiguiente, a su familia. Allá dejaba a Engracia y sus tres hijos, mientras él, pleno de vanidad, se divertía en francachelas con sus amigos espurios, jugando a las cartas altas sumas de dinero y en compañía de mujeres libertinas, sus preferidas eran las hetarias que comenzaban a llegar desde la lejana París, vía Manaos.

CAPÍTULO XXVII

l capitán José Jacinto Mirelles aguardaba impaciente, meciéndose en su poltrona de cuero, bajo la sombra del amplio corredor. Mientras tanto Josefa, su humilde y laboriosa esposa, cocinaba y sus dos hijos retozaban por el traspatio de la casa. Había adquirido una vivienda confortable, siguiendo el consejo de Level, ubicada en un suburbio residencial de Manaos, capital de la jungla amazónica. La mansión tenía dos plantas y amplios jardines pero descuidados, pues Jota Jota no era de los que disfrutaban su morada, en eso se diferenciaba de su protector Level. José Jacinto se calmó y dejó de refunfuñar cuando vio que su muchacho de mandados se acercaba corriendo; seguidamente, el joven le comunicó jadeando que el general Level lo estaba esperando en su casa en compañía de otros señores. Enseguida José Jacinto le dijo a su mujer que no lo esperara para el almuerzo porque tenía una reunión de negocios urgente y partió de inmediato. Al llegar a la amplia sala de la mansión, José Jacinto fue 234


recibido por Andrés Level Gutiérrez, seguidamente le presentó a cada uno de los caballeros impecablemente vestidos de civil, todos muy ufanos y alegres: el general Justiniano Márquez Ayala, el señor Desiderio Zamora. "Al doctor Bovallius ya lo conoces, por supuesto", concluyó Level Luego de la presentación, todos se sentaron en mullidas y labradas poltronas, entablando amigable conversación. Andrés Level aprovechó la ocasión para leerles a sus aliados un segmento del informe que había enviado con fecha 31 de octubre de 1898 al Presidente de la República, por órgano del Ministerio de Relaciones Interiores: "Séame permitido advertir que hablo con la experiencia que he adquirido en mis sesenta años de edad, de los cuales he pasado en Rionegro treinta y cinco, y de éstos, cuatro ejerciendo la Gobernación… Después de esos años de bonanza, sólo se ha visto en el Territorio el triste espectáculo de situaciones terribles, de Administraciones funestas, cuyo cortejo de iniquidades ha dejado en los corrompidos corazones de sus cómplices la estela sangrienta de su ambición, de su insensatez y de su perversidad. En esta larga serie de acontecimientos siniestros, de sombría recordación para los hijos del Amazonas, se ha visto siembre la aviesa intervención de cuatro o cinco avarientos y egoístas, quienes, amparados en la parcialidad de Gobernadores indignos o en la inercia de los gobiernos anteriores, han conducido el Territorio a la ruina, a la miseria y, lo que es peor, a la plenitud del desorden."

La sala resonó con los aplausos de aprobación, y luego J. J. Mirelles intervino para alabar el documento comparándolo con los de la pluma de Marcelino Bueno, a sabiendas que el fraudulento escrito, sólo pretendía confundir a las autoridades centrales con respecto a la realidad amazonense y amparar los intereses de la compañía extranjera que representaba Bovallius. Charles Bovallius, acababa de llegar de Caracas, vía Atlántico río Amazonas; allá había ido a llevar aquel documento 235


y también a denunciar, mediante otros informes falsos, sobre la actuación de las autoridades locales en contra de Level. Y con otras argucias convenció al presidente Andrade de reponer por la fuerza al gobernador Level. Para ello, el gobierno nacional creó el cargo de Inspector de Policía en el Territorio Amazonas y nombró al general Márquez Ayala quien, a la orden de Bovallius, organizó la expedición armada, secundado por un joven de carácter y proceder detestables llamado Desiderio Zamora. ―Ya contamos con la mitad de los hombres que necesitamos, capitán Mirelles ―apuntó Márquez Ayala―. Ahora le solicitamos a usted reclutar la otra mitad para completar unos setenta elementos de tropa. Con eso es suficiente para lograr nuestro propósito. ―No se preocupe, mi general, cuente con eso y más. ―Ahora bien ―interrumpió el general―, permítame comunicarle que por recomendación del ciudadano gobernador aquí presente y previa aprobación de mi estado mayor, queda usted ascendido al grado de coronel de la fuerza armada de la inspectoría de policía que me honro comandar, por disposición del Presidente de la República, general Ignacio Andrade. José Jacinto trató de agradecerle pero fue subrogado por palabras de júbilo y palmadas de felicitaciones. ―¡Salud! ¡Viva el nuevo gobernador! ―victoreó con expresión entreverada el sueco Bovallius. ―¡Salud! ¡Viva el gobernador Level! ― respondieron todos y vaciaron sus copillas de aguardiente. ―Pasemos al comedor señores, el almuerzo está servido ― invitó Level a sus convidados. A comienzos del año 1899, varios bongos y falcas atracaron en San Carlos de Río Negro, procedentes del sur. Envueltos en la bruma de la madrugada, setenta hombres armados con sendos modernos rifles de repetición desembarcaron en actitud bélica. El sueco Bovallius, Winchester en mano, portando una consigna del partido liberal en su sombrero, para aparentar así, que esta acción estaba acorde con las insurrecciones de corte político que 236


se gestaban en el resto del país. Level Gutiérrez, Desiderio Zamora, Márquez Ayala y J. J. Mirelles, a la cabeza de sus mesnadas, las desplegaron sin oposición y tomaron el poblado. La sola posesión de los rifles de repetición, bastaba para decidir la contienda. Atraparon al gobernador Lucio Celis, y a la mayoría de los hombres que habían firmado la petición al gobierno nacional para restituir a Sergio Casado. Algunos extranjeros residentes victoreaban el triunfo de los invasores, a quienes consideraban sus aliados, pues sabían que serían empleados por la Compañía. De esta manera, fue impuesto Level por segunda vez como gobernador, al tiempo que consumaba su venganza contra los que se habían opuesto a su designación. Con él se imponían también los intereses de la empresa The Orinoco Shipping and Trading Co. Ltd. representada por el impertinente Bovallius. Confundidos entre los presos, el sempiterno procurador Luzardo y el ex gobernador Juan Anselmo se lamentaban de no haber tomado precauciones contra la astucia de Level. Otros partidarios del general Casado pudieron escapar a Ciudad Bolívar y algunos, como Nicasio Cabuya, se asilaron en Brasil. Nicasio había caído en una redada. Entre la confusión no se dio cuenta de que su hermano José Jacinto, al reconocerlo, había dado una orden expresa a los captores para que abandonaran la guardia. Entonces, cuando percibió que estaba sin custodia, se escapó con algunos de los suyos. Transcurridos pocos días después de la revuelta, Level ordenó embarcar a Celis y la mayoría de los detenidos para enviarlos a Ciudad Bolívar, donde serían juzgados. ―Consigan uno de los vapores de la compañía ―ordenó el Gobernador―. Así es más seguro el traslado de esos carajos. ―El único vapor que podría funcionar ―informó el ayudante― no es de la Compañía, mi general, es el "Kaimara" que está varado en Laja Alta, de un tal Nicasio Cabuya. ―Bueno, es lo mismo, proceda a confiscar ese vapor por orden del gobierno…Y ¿qué pasó con los vapores de la Compañía? ―Parece que sólo queda el "León", pero debe estar por 237


Maipures ahora. ―¡Que desorden, caray! ―se lamentó el mandatario―. Así ¿cómo vamos a progresar? ¡Sin orden no hay progreso! Por eso es que me gusta la consigna de los brasileros: ¡ordem e progresso! Entretanto Bovallius imponía su política de terror y fuerza que contrastaba con el procedimiento caballeresco de la Compagnie Général de l'Orénoque, empresa francesa que le antecedió. "Pero era el mismo cachimbo con diferente musiú", decía el Mocho Volastero, parafraseando el popular refrán. Utilizando sus influencias, Bovallius obtuvo el control del vapor "Kaimara" de Nicasio Cabuya y lo colocó al servicio de su compañía. Con tripulación bisoña, el barco comenzó a transportar productos y remolcar bongos cargados de caucho desde los barracones hasta Maipures. En uno de aquellos viajes, la inexperta tripulación lo condujo por el canal equivocado, era época de invierno y la fuerte corriente del raudal del Muerto los venció, perdieron el control del vaporcito y la vorágine lo atrapó en los abismos del río. Nunca más se supo de él, pero los náufragos sobrevivientes contaron la aventura que se transformó en leyenda... Yace dormido sin anclas El vapor cauchero sin carga Sus ronquidos los ahogó el agua Ni la historia en el mapa El tiempo lo apaga. José R. Escobar M. *** El coronel Menesio Mirelles continuaba comercializando caucho y otros productos forestales, desde su casa comercial en Ciudad Bolívar; se había convertido en exportador de aquellos productos, negociando con sus antiguos socios de Amazonas. 238


Cuando Menesio supo que su amigo y compadre Horacio Luzardo había llegado preso a esa ciudad con destino a Caracas, contrató un buen abogado, a pesar de que estaba atravesando por una crisis económica debido al embargo de algunos de sus vapores por parte de la empresa Díaz, Cazabat y Cía. El abogado no sólo liberó a Luzardo sino también a otros amigos de Menesio. Muchos de los demás prisioneros, sin padrinos poderosos, fueron enviados a Caracas, acusados de graves cargos maquinados por Level y Bovallius. La noticia de la muerte del ilustre americano Antonio Guzmán Blanco, acaecida en Paris el 28 de julio de ese año 99, llegó a Rionegro al término de la distancia, mes y medio después. Level, que se había beneficiado en sus gobiernos, la recibió con indiferencia. De aquel gobernante que había dicho que "...El Territorio Amazonas está llamado a ser el Estado más trascendental de la Unión Venezolana…" y había soñado con una Caracas colindante con el río Amazonas, solo quedó de recuerdo su nombre como homónimo de un pueblito en la frontera. Entre tanto, en Manaos, Nicasio con algunos amigos fugitivos esperaban un vapor que los llevara a La Guaira por el Atlántico. Mientras esperaba la salida, se dedicó a disfrutar de los placeres que ofrecía la capital mundial del caucho, pues afortunadamente había logrado llevarse algunas morocotas. Es esas andanzas Nicasio pronto se enteró de que, a San Fernando, sólo llegaba la escoria de las mujeres ofertantes de placer. En Manaos estaba lo mejor. Así que se dejó absorber por aquel mundo sibarítico hasta agotar todo su dinero. Apenas pudo reunir para adquirir los pasajes de sus dos acompañantes y el suyo. Uno de los últimos vicios que había adquirido Nicasio era el juego, en especial el de las cartas, así que, viéndose arruinado, optó por empeñar su saboneta y su cadena de oro. Con el dinero obtenido se arriesgó a probar suerte. Gracias a su conocimiento del idioma inglés, iniciándose el viaje, hizo amistad casualmente con un jugador británico, el vicio por las cartas fue el lazo que los unió en aprecio y camaradería. Diariamente se entregaban a la suerte de los naipes, entre el denso humo y el olor a tabaco que 239


ambientaba el salón de juegos del vapor. La racha de suerte de Nicasio y su compañero fue excepcional. Antes de desembocar al Atlántico había ruchado a varios ciudadanos brasileños; sin embargo, hasta allí le llegó la buena ventura pues al desembarcar en Macapá, cerca de la desembocadura del río Amazonas, salió con su amigo inglés a reconocer el poblado. Cuando recorría un callejón oscuro fueron sorprendidos por tres hombres. Nicasio sintió el frío metal del cañón en la nuca y obedeció la orden del asaltante, pero su compañero, sintiéndose libre, quiso rebelarse a los asaltantes mientras entregaba su bolsa. Su acción fue temeraria, pues el tercer asaltante lo tenía a punto de su puñal y sin más se lo incrustó en pleno estómago. En ese instante Nicasio olvidó la amenaza sobre él y se lanzó en defensa de su amigo, pero los tres atracadores para no arriesgarse más allá de lo que el caso requería y habiendo logrado su objetivo, huyeron con las bolsas de oro. Nicasio, con agilidad le quitó la camisa al inglés y le vendó la herida para detener la hemorragia. Después de la reyerta, Nicasio se lamentaba sobremanera no tanto por la herida de su amigo, sino por haber perdido su bolsa con parte de lo ganado. Luego condujo al herido hasta el barco, donde lo atendió el médico, que por casualidad viajaba con ellos. "Gracias a Dios la herida no es grave y pronto su amigo estará caminando", le dijo el médico a Nicasio. Cuando llegaron al camarote, se sorprendieron de encontrarlo en completo desorden, alguien lo había registrado totalmente. Intuyeron entonces quiénes habían sido los autores del asalto. Nicasio deseaba ir tras los asaltantes pero esa acción le hubiera llevado tiempo y el barco zarpaba de madrugada, se sintió abatido y luego lo venció el sueño. Al apuntar el alba, salieron del puerto, y a dos días después del asalto, Nicasio y su amigo inglés jugaban de nuevo. El hecho de haberle salvado la vida le acarrearía mejor fortuna. Ahora Nicasio ganaba mucho más de lo que había perdido, gracias al agradecimiento del británico con quien hacía pareja para jugar, acordando previamente sus contraseñas antes de sentarse a 240


trasquilar a sus rivales. A pesar de contar con buena suerte, no dejaban de lamentarse por no haber podido vengarse de los jugadores brasileños, autores del atraco, pues se habían bajado en Macapá. Así, Nicasio y su convaleciente amigo inglés, entre juegos y tragos, recorrieron miles de millas navegando, pernoctando en Cayena, territorio francés; Paramaribo, población holandesa; Demerara y Puerto España, posesiones británicas; en este puerto Nicasio se despidió de su amigo inglés. Luego continuó con sus dos compañeros hasta arribar y desembarcar en La Guaira. Nicasio llegó con dinero suficiente para sostener su estadía en Caracas. Se hospedó con sus acompañantes en una lujosa habitación del hotel El Conde. Después de muchos tragos y una opípara cena se dispusieron a descansar plácidamente. Al día siguiente, a media mañana, Nicasio se despertó alarmado al escuchar un alboroto que provenía de la calle, seguidamente él y sus amigos se asomaron al balcón. Al ver que se trataba de un desfile, recurrió al Almanaque de los Hermanos Rojas que colgaba de la pared, para ver si el mismo se relacionaba con la celebración de alguna efeméride nacional, pero no se mencionaba nada al respecto en el calendario. Se vistieron apresuradamente y al bajar les dijeron que se trataba de la entrada triunfal del general Cipriano Castro y J. V. Gómez, al frente de su ejército andino, victoreados por los ciudadanos caraqueños. Nicasio se enteró que la triunfante Revolución Liberal Libertadora se había iniciado con la invasión de sesenta hombres desde Cúcuta, hacía cinco meses. ―Bueno, caray, si estos gochos pudieron hacer eso ―manifestó a sus compañeros―, ¿por qué nosotros que tumbamos gobiernos allá, no podemos hacer lo mismo aquí…? ―Será porque no somos gochos ―respondió uno.

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CAPÍTULO XXVIII

l enterarse de la noticia del derrocamiento del presidente Andrade, el gobernador Andrés Level Gutiérrez abandonó el cargo y se fue de San Fernando de Atabapo con rumbo a Brasil, pese a las protestas de su protector Bovallius. El general Juan Anselmo sustituyó a Level interinamente. Anselmo era uno de los pocos ex gobernantes que continuaban haciendo vida activa en la región, había sido gobernador del suprimido Territorio Alto Orinoco, y también había firmado el acta apoyando al gobernador Sergio Casado, José Jacinto prefirió quedarse en San Fernando al lado del sueco Bovallius y su Compañía, confiando en que las argucias del representante de la compañía cauchera le valieran para asegurarse el apoyo del nuevo gobierno. Varias semanas después, casi todos los pobladores fueron al puerto a presenciar la llegada del nuevo gobernador titular designado por el presidente Castro. Se trataba del general Vicente Carrasco Meléndez. Aunque recibió las lagoterías del ladino Bovallius, este hombre de carácter adusto y, excepcionalmente, funcionario ejemplar, logró imponerse sobre las fechorías del representante de la Compañía; con él vino, como Inspector de Policía, el general Martiniano Torres que, gracias a su carácter jovial y afable, se ganó la simpatía de los atabapeños. Como si nada hubiese pasado, The Orinoco Shipping and Trading Co. Ltd continuó explotando el caucho, monopolizando la producción, a pesar de las restricciones impuestas por el gobernador. Ese año se produjeron en el Territorio, noventa y dos toneladas. Sin embargo el descontento entre los productores y empresarios locales crecía cada día. Algunos de éstos pasaron del descontento a la acción. El hecho se manifestó cuando, a eso de las cuatro de la tarde del 20 de octubre de 1899, el coronel 242


Francisco Mirabal y su tropa a bordo del vapor "Morganito", propiedad de la compañía de Bovallius, y otras veinte embarcaciones de vela o remo, atacaron San Fernando. El coronel J. J. Mirelles estaba en el botiquín jugando a las cartas con Zamora y el general Márquez Ayala, cuando uno de sus hombres le informó que venían llegando los caucheros remolcados por el vapor de la Compañía. Fue lo que todos creyeron, porque aparentemente eso veían. Por supuesto, era un asunto de rutina: enviar una comisión al puerto a pechar la mercancía. Así que realmente fueron sorprendidos, pues una vez en tierra, los invasores coparon a la avanzada del gobierno. José Jacinto estaba de permiso y fue tardía su participación en el resguardo de la plaza; por la ausencia del general Martiniano Torres, fue imposible organizar una efectiva defensa. Mirabal y sus revolucionarios combatieron y derrotaron a las fuerzas del gobernador Vicente Carrasco, quien resultó herido en la refriega y huyó a la selva. Dos muertos y algunos heridos fue el saldo de bajas durante el tiroteo. La horda invasora quemó los depósitos, almacenes y destruyó todos los bienes de la compañía The Orinoco Shipping and Trading Co. Ltd. Charles Bovallius y Zamora con un grupo de empleados de la Compañía, huyeron por el río Orinoco para refugiarse en Ciudad Bolívar, mientras J. J. Mirelles prefirió huir a San Carlos de Rionegro. Francisco Mirabal nombró a Manuel Eligio Mirabal como gobernador interino. Después, en noviembre, el coronel coriano Silvestre Colina, Jefe del Estado Mayor de los invasores, sustituyó a Mirabal con el título de Jefe Civil y Militar del Amazonas. Era palpable que ninguno de estos gobernantes interpretaba la voluntad popular, tampoco estaban dispuestos a consultar sus acciones con personas de criterio y experimentadas en el quehacer político, sino que actuaban en función de sus pretensiones particulares, en perjuicio de los intereses colectivos. De esa manera, sin preparación ni experiencia, Colina se mantuvo en el cargo tan sólo veintiocho días, pues fue derrocado por el coronel Emilio Cadenas Briceño quien proclamándose Jefe Superior del Territorio, encabezó un movimiento armado 243


conformado principalmente por un grupo de malhechores y prófugos de la justicia colombiana, que vagaban por las soledades del Vichada y se aprovecharon de las ofertas que les ofreció Bovallius a Cadenas. A tempranas horas de la madrugada, Cadenas, en persona, le dio la voz de arresto al gobernador Colina y lo condujo escoltado por su mesnada a la plaza Bolívar. Allí se encontró Colina con un grupo de diecinueve ciudadanos prisioneros, entre los cuales se encontraba Sinforiano Orozco, todos atados de manos. Menos fortuna tuvieron los que se dieron a la fuga, perseguidos por los verdugos de Cadenas: Enrique Contasti y sus allegados fueron emboscados y asesinados en la montaña de Yavita el 4 y 5 de diciembre, cuando trataban de huir hacia el Brasil. El ex gobernador Pedro Mier y Terán fue asesinado en la laja Guadalupe del Rionegro, el último día de aquel año 99. Así se llevó a cabo la venganza de Bovallius por los daños que Silvestre Colina y su gente le habían infringido a su compañía The Orinoco Shipping and Trading, prometiéndole a Cadenas, cancelarle la deuda que éste tenía contraída con esa compañía, a cambio de acabar con el gobierno de Colina. Mientras aquellos acontecimientos sacudían a la comarca de San Fernando, J. J. Mirelles se encontraba en Santa Rosa de Amanadona, con la intención de viajar subrepticiamente al Brasil, ya que temía ser victima de una emboscada como les había ocurrido a sus amigos. A pesar de todo, no decaía su animosidad y esperanza de reconquistar lo perdido; sobre manera porque poseía dinero suficiente para financiar una asonada, pues antes del movimiento armado, había logrado remitir al Brasil toda su copiosa fortuna, esto, gracias a su talante desconfiado. Para ese entonces, se le ocurrió un plan y aprovechó la oportunidad de verse con don Marcelino Bueno que a la sazón pernoctaba en el caserío. ―No he tenido el gusto de conocer al señor Francisco Mirabal comentó don Marcelino refiriéndose a los últimos acontecimientos, a pesar de encontrarme en San Fernando para aquella fecha de la revuelta; y, porque a su regreso a San 244


Carlos, ya íbamos andando Orinoco arriba con dirección a La Esmeralda. Sólo tuve ocasión de conocer al segundo Jefe, coronel Hermenegildo Yánez porque quedó allí en San Carlos encargado de la plaza con una guarnición. ―Esa gente sólo traerá perjuicios al comercio y en general a todo el territorio ―opinó José Jacinto. ―Pues sí, en razón de que su mandato no viene como expresión de la voluntad del pueblo, sino de lo que quisieron los directores de la política; ni se consultó siquiera la opinión de los hombres de criterio y experimentados en la vida escabrosa y agitada de la política, de quienes prescindieron en absoluto, por la sencilla razón de que hace mucho tiempo se ha introducido aquí la manía ya bastante arraigada, de querer a todo trance el pigmeo figurar como gigante en la escena política de la localidad con graves perjuicios para los intereses públicos…Con el corazón, dice un escritor contemporáneo, no se gobierna un país ―continuó don Marcelino―. La cabeza mandará siempre, y la cabeza que ha de discernir para trazar a un pueblo el camino de la felicidad, necesita de dos grandes auxiliares que no se improvisan: el estudio y la experiencia. ―A propósito, don Marcelino ―intervino José Jacinto―, me pregunto por qué una persona como usted, precisamente con esas cualidades, no ha tenido la oportunidad de regir los destinos de esta tierra. ¿Hasta cuando vamos a seguir soportando los designios de cuanto matón se le ocurra disponer de nuestro destino? ¡Un hombre como usted es el que necesitamos de gobernante! ―Usted lo ha dicho: no hemos tenido la oportunidad; tal vez porque nos hemos dedicado más al quehacer periodístico y civilizador que a la faena política; sin embargo nos hemos comprometido con los quehaceres de la administración regional, tal es el caso, que fuimos nombrados Diputados por el Departamento del Centro en 1880. Con idéntico cargo concurrimos 1867, por el Departamento Capital a una Legislatura que se estableció entonces en San Fernando, en la Administración de Jesús Castro. En mayo de 1890 el señor 245


Leoncio d'Aubeterre, aún sin conocernos de vista ni de comunicación, nos expidió el nombramiento de Prefecto del Distrito de San Carlos; del mismo modo que en 1876 lo hizo con nosotros el señor Francisco Michelena y Rojas. Servimos en la Aduana por espacio de cuatro meses sin percibir un solo centavo. Y a propósito, cabe decir que, ora como Juez de Primera Instancia, en repetidas ocasiones, ora como Prefecto, Preceptor de Escuela y otros destinos más, es considerable la suma que hemos tristemente perdido, sin que hasta hoy se nos haya abonado un centavo y sin lanzar una queja formal por tantas y repetidas injusticias. Al oír esto, José Jacinto sintió un poco de remordimiento, a pesar de su corazón endurecido y su áspera conciencia, pues su conducta era diametralmente opuesta a la de su interlocutor, pero no era eso lo que andaba sondeando en la conducta del civilizador, sino otra cosa, entonces le expuso: ―Caramba don Marcelino, yo le entiendo pero con todo respeto le recuerdo lo que dice el adagio: el poder no se mendiga, se conquista. ―¡Ya ves! ―dijo don Marcelino―, eso es lo que viene sucediendo aquí lamentablemente… pero la civilización, ha dicho un escritor venezolano, es el grande y hermoso tema de las sociedades; y a través de las enrojecidas charcas de sangre, entre el humo asfixiante de los combates y sobre las inmensas hecatombes resplandecerá la lumbrera de la civilización sobre los horizontes del porvenir, porque las ideas jamás perecen, porque el mundo moral es el progreso, y el progreso es el desarrollo de todos los elementos fecundos y saludables que constituyen la vida de la humanidad, y la humanidad la dirige Dios; y Dios es el resumen grandioso de todos los temas… Continuaron conversando por largo tiempo, sin que don Marcelino cayera en el juego de José Jacinto pues éste se proponía utilizar al laborioso periodista para sus propios planes de conquistar el poder. Pero las personas de experiencia y conocimientos como Marcelino Bueno eran difíciles de engatusar. Finalmente, dándose por vencido, José Jacinto se despidió y 246


directamente se fue al puerto donde lo aguardaba la lancha a vapor del empresario cauchero Teodoro Delort, lista para salir hacia Manaos. Delort viajaba por el Casiquiare, supervisando sus concesiones, pero se enteró de los últimos acontecimientos políticos, nada favorables para su empresa; entonces se devolvió desde el raudal Yacame. Cuando regresaba al Brasil, su vapor arrimó a Santa Rosa para abastecerse de leña. José Jacinto lo había conocido anteriormente y al llegar al puerto, se entrevistó con él y habiendo conseguido pasaje, ahora partía acompañando a Delort. Después de varios días de navegación por el Río Negro y finalmente el Amazonas, José Jacinto había llegado a su residencia de Manaos; allí lo esperaba su mujer Josefa y sus tres hijos, con quienes compartió días hogareños y placenteros. Frecuentemente departía o jugaba a las cartas con Andrés Level, mientras recordaba viejos tiempos y amigos relegados después del derrocamiento del gobernador Vicente Carrasco, la destrucción de los bienes de la compañía inglesa y la desbandada de su gente. Sólo sabían de Desiderio Zamora que se había instalado en La Urbana, para dedicarse a la ganadería. Comentaban las noticias que les llegaban a través de los caucheros de San Fernando y San Carlos. Para ellos, la situación en Amazonas no podía ser peor; se consideraban afortunados por estar lejos de aquella barbaridad subrepticia bajo selva y agua, de aquellas vastedades dominadas sólo por unos cuantos caciques inescrupulosos que, valiéndose de una mesnada de peones más bárbaros que ellos, dotados con armas de guerra, o de machetes y escopetas, imponían o deponían cualquier gobernante o administración de conformidad con sus ambiciones personales: enriquecerse a corto plazo, con el propósito de irse a disfrutar esa riqueza a tierras menos inclementes. Aunque criticaban aquellos procedimientos desde el ostracismo, ese era el modo de vida que ellos también practicaban, sólo que ubicados en bando contrario. Si algún observador imparcial los hubiera estado escuchando, obviamente habría concluido que estaban 247


auto criticándose. *** Nicasio Cabuya y sus acompañantes, llegaron a Ciudad Bolívar después de atravesar la mitad del país a caballo, sin contratiempos. Su padre lo recibió con suma alegría. Después de disfrutar del reencuentro y cordialidad familiar, Nicasio se dedicó a descansar para recuperarse de los dolores causados por la silla de montar, pues era la primera vez que montaba. Algunos gobernantes de Amazonas habían intentado, infructuosamente, la cría de ganado vacuno, de tal manera que el caballo, el asno o el burro eran prácticamente desconocidos, excepto en la zona de Atures donde se utilizaron como medio de transporte. Estaba asombrado por la conservada juventud de su hermana Eleuteria y la lozanía de Basilia, su madrastra, y el rápido crecimiento de sus sobrinos. Todo lo cual atribuyó a las condiciones ambientales de la ciudad, opuestas a las inclemencias del ambiente selvático. Tan pronto conoció a su cuñado Remigio Deapelo, el marido de Társila, se hicieron amigos, pues el perfil remiso de Remigio se complementaba con el carácter audaz de Nicasio. A pocos días de haber llegado, su padre le expuso el problema que acababa de afrontar debido al embargo de sus barcos y cómo lo había superado gracias al negocio cauchero; todo eso, como preámbulo para pedirle su participación en el trabajo de afianzamiento y crecimiento económico de la compañía naviera. Nicasio aceptó con entusiasmo y además de su participación personal y la de sus acompañantes, le ofreció a Menesio sufragar parte de la inversión. Así pues, comenzaron a trabajar arduamente, no sin antes firmar las formalidades correspondientes a los compromisos como socios; Menesio insistió en eso aludiendo al viejo adagio de que: "Entre hermanos, dos testigos y un notario". 248


Como era de esperarse, en el ínterin Nicasio conoció a su medio hermana Carlota. Al poco tiempo de conocerse, nació entre ellos la simpatía recíproca. Társila, medio hermana de ambos, precaviendo otro tipo de relación, no dudó en revelarles el parentesco que existía entre ellos. Esa revelación, impactante para ambos, no varió sus relaciones, al contrario: Carlota se manifestó más solidaria y le llegó a confesar a Nicasio el odio introvertido que sentía por su padre. ―Mi madre, la pobre, murió con la esperanza de que algún día él se arrepentiría y volvería con ella, pero desde que nos abandonó, estando yo pequeñita, nunca más supimos de él, hasta ahora. No obstante, el trato afectuoso entre hermanos favoreció a Menesio, pues solventó algunos impedimentos que surgieron en el proceso de cancelación de la deuda que Menesio debía pagar aún a la empresa Díaz, Cazabat y Cía. Hasta ese tiempo, Nicasio no había sentido animadversión hacia su padre por los motivos que tenía su hermana Carlota, que, entre otros, decía sentirse huérfana no por muerte sino por desidia, incuria e irresponsabilidad de su padre, finalmente, por la cobardía de no manifestarle la verdad. Muy pronto la influencia de Carlota, cuya personalidad era avasallante, se hizo notar en Nicasio. Sintió resurgir en su corazón un resentimiento hacia su padre. Lo hizo culpable de abandonar a su madre, de haberlo engañado con aquello de que era su padrino. Lo hizo culpable de sus desamores con su propia hermana Eleuteria, lo hizo responsable de su morbosa y sórdida relación con Vivina. "En fin, ya no puedo vivir aquí, ultimadamente me voy p'al carajo", dijo. Convenció sin dificultad a su cuñado Remigio para que lo acompañara y probara fortuna en el negocio cauchero. "Así le pones carácter a Társila", le sugirió jocosamente. Remigio tuvo muchos problemas para conseguir la aquiescencia de su mujer, porque Társila no quería saber nada del monte, aunque se había criado allá. Tampoco deseaba que su marido se alejara de ella. Finalmente accedió ante la perspectiva de que Remigio hiciera fortuna en el negocio del caucho. 249


Se abastecieron de toda la mercancía suficiente para negociar caucho y sucintamente, sin mucha efusividad, Nicasio y Remigio se despidieron de sus familiares y amigos y se embarcaron en el pequeño vapor que los llevaría hasta puerto Perico, en Amazonas.

CAPÍTULO XXIX

icasio Cabuya y Remigio Deapelo llegaron a San Fernando de Atabapo a finales de febrero de 1900. Nicasio se encontró con sus antiguos amigos y a todos ellos les presentaba a su cuñado. Después de intercambiar saludos, no disertaban otra cosa sino acerca de la reciente revuelta que había ocurrido en el poblado, cuando el general Víctor Aldana tomó la capital dando al traste con el gobierno de Emilio Cadenas. Pero fue don Horacio quien le contó a Nicasio, sin exageraciones, los pormenores del conflicto: "Aldana hasta ese tiempo no se había preocupado por tomar las riendas del gobierno territorial directamente, porque prácticamente lo hacía a través de los gobernadores que caían bajo su influjo, sin embargo, pensó que había llegado la hora para asumir directamente las riendas del poder. Así que, se alzó con casi cien hombres armados y se lanzó sobre San Fernando de Atabapo, pero Emilio Cadenas, el gobernante que se hacía llamar jefe 250


superior del Territorio, se enteró de la rebelión de Aldana, cuando regresaba desde Maroa y Yavita, donde había estado liquidando a sus enemigos. Entonces bajó el Orinoco a bordo del "Morganito" para ir al encuentro de Aldana y sofocar el alzamiento. Entre tanto, los aldaneros ―así llaman a los secuaces de Aldana― venían remontando el Orinoco. Las fuerzas contrarias se toparon y entablaron combate en el barracón de Cerro e´ Mono, propiedad de don Pedro Hermoso Guardia. "Cadenas fue completamente derrotado, sólo tuvo suerte de escapar de los terribles aldaneros, porque andaba en el "Morganito" y Aldana no contaba con un barco tan veloz como ése. Unos decían que se había ido al Brasil, otros que a Ciudad Bolívar, donde lo habrían apresado. La suerte del Territorio quedó en manos del triunfante Aldana, entonces continuó con su tropa hasta acá. Desembarcó sin oposición y acabó con todo lo que representaba la tiranía de Cadenas. Aldana se apoderó de las riendas del gobierno y se auto nombró Jefe de la Defensa Territorial, un pretencioso título que él mismo se inventó." El general Víctor Modesto Aldana había venido desde Coro, su tierra natal, atravesando las sabanas calcinadas por las guerras civiles, se trajo su título probablemente espurio de general y se instaló en la Isla de Ratones, como se llamaba en aquellos tiempos la isla más grande del Orinoco. Desde el año 1885, cuando llegó, se dedicó al oficio de regatón y así, con constancia, astucia y maldad fue apoderándose de barracas y barracones por toda la extensión de los ríos amazonenses, desde La Urbana hasta El Cocuy. Se hizo fuerte y poderoso desde su isla, donde fundó en la margen izquierda un sitio que llamó "La Providencia". Ejercía desde allí, su influencia y preponderancia sobre los gobernantes que caían bajo su control. Obviamente, el motivo de su competencia era siempre el manejo del negocio cauchero. Fue precisamente por estos intereses que se entabló el conflicto entre él y Emilio Cadenas, otro sanguinario más. Nicasio estaba contento de tener amigos influyentes en el nuevo gobierno y estaba dispuesto a valerse de ellos para llevar a 251


cabo sus propósitos. Se propuso y logró, mediante la intervención de esos amigos, principalmente de Sergio Lira, que Aldana lo nombrase Jefe de la Patrulla Fluvial Fronteriza, otro invento del circunspecto y prepotente gobernante; pero era indudable que Aldana estaba consciente de la importancia estratégica de las vías fluviales y tenía el propósito de mantener la vigilancia en los ríos, los únicos caminos que intercomunicaban a los pueblos de la extensa región. Una vez más, Nicasio volvía a saborear el poder ante sus coterráneos, pero no para bien, para darle su mano amiga o para proteger a su gente, sino para ultrajarlos y subyugarlos a nombre del temible Jefe de la Defensa Territorial, a quien admiraba cada día que transcurría. Aldana se había convertido en su verdadero maestro y guía en el camino hacia la perversidad y la injusticia. Ya del dócil y tímido Nicasio no quedaba nada, su corto recorrido por el mundo había causado un desajuste en su personalidad y había dado al traste con aquella endeble y mojigata formación que había heredado de su madre, de su tierra y que trató de acrecentar y consolidar su padre Menesio Mirelles. Nicasio, pingorotudo, se pavoneaba por las calles de la capital, exhibiendo su revólver en cinto y su Winchester en mano. Usaba estas armas sobremanera cuando se emborrachaba, eso sí, a espaldas de Aldana, disparando al aire o a las botellas que vaciaba, sólo para atosigar a la gente. Aunque no era carnaval gozaba bañando, tanto a hombres como mujeres, con vino de Burdeos. Se divertía humillando a los humildes barraqueros desde la proa de su falca. Cuando tenía oportunidad se lucía a bordo del vapor "Morganito", aunque lamentaba no disponer ya de los vapores de su padre, que yacían en las profundidades linfáticas. Pero el engreído Nicasio no pudo disfrutar por mucho tiempo de esta gloria y sus insolencias, pues ocurrió que en abril el gobierno nacional nombró como gobernador titular al señor Alfredo Level. Sin embargo Aldana, en desplante, se dio la potestad de demorar la llegada de Level a la capital, con el fin de solapar algunos hechos de su malsano gobierno que habían 252


ocasionado trastornos al comercio en general, en el que se cometieron crímenes como el de Gatinho y su hijo. El indio Gatinho era un hábil práctico del río, que tenía su propia piragua, por su experiencia era un baquiano muy solicitado por los negociantes y regatones, era muy servicial pero se le ocurrió desobedecer al tirano. Por ello, pagó con su vida. Los aldaneros también violaron y asesinaron a la mujer y la hija del infortunado práctico. Como controlaba la entrada al territorio en Maipures, Aldana ordenó a sus secuaces obstaculizar el viaje del gobernador, así que no fue hasta vencer todos aquellos obstáculos cuando Level pudo llegar a San Fernando, navegando en una falca, pues ya los vapores "Eva" y "Maroa" que cubrían esa ruta estaban inservibles. Fue recibido en medio del júbilo popular, ya que era conocido en la región, con buena reputación. Por otra parte, la gente estaba contenta de liberarse al fin del déspota y arrogante Aldana. El general Víctor Modesto Aldana, jefe de la defensa territorial, con toda la parsimonia y desplante que lo caracterizaba, finalmente hizo entrega del gobierno al afable gobernador Alfredo Level, y se retiró con su mesnada y su dinero a "La Providencia" en isla de Ratones, donde seguiría mandando a su manera. Los que se atrevían a comentar sobre él, a riesgo de perder la vida, decían que Aldana tenía un verdadero harem de núbiles indígenas, al estilo de los jeques orientales, por otro lado también decían que tenía un auténtico cementerio particular donde yacían los que se atrevieron a oponerse a sus designios. Lo cierto era que a pesar de todo el poder que rodeaba al ladino coriano, tenía un punto débil que era el juego, era un desaforado jugador y había perdido fortunas, así como las ganaba. Por supuesto, Nicasio también renunció a su empleo y siguió a su jefe Aldana. Atraído por su fama, deseaba conocer personalmente aquellos sitios de los cuales hablaba la gente con sigilo. No obstante, quedó decepcionado, pues en sus andanzas había visto mejor espectáculo que aquellas asustadizas indiecitas 253


del famoso harén de Aldana. De cualquier modo, satisfecha su curiosidad, ahora se dedicaría a seguir seduciendo a jovencitas ingenuas en cada pueblo. Ya tenía en su haber tres hijos en diferentes mujeres, producto de aquellos abusos. Mantener una familia ya no estaba entre sus aspiraciones Así, con ese ritmo de vida, terminó abandonando a su familia en Laja Alta. Level tampoco ejerció el poder por mucho tiempo, pues a principios de septiembre fue reemplazado por el coronel Bartolomé Tavera-Acosta. Tavera-Acosta ya había recorrido los ríos amazonenses, realizando investigaciones antropológicas, lingüísticas, geográficas, botánicas y zoológicas, que dejó como un legado a la posteridad en obras magistrales tales como Rionegro y Anales de Guayana. *** Entre tanto, Remigio Deapelo, había instalado su casa comercial en sociedad con Nicasio, tal como lo habían planeado. Nicasio lo había instruido acerca del negocio de productos forestales y luego lo relacionó con otros empresarios y negociantes del caucho. Como tenía pasta de empresario, Remigio asimiló rápidamente las instrucciones y hasta llegó a superar a su socio. Deapelo y Cabuya Co. andaba viento en popa, pero Remigio, dedicado como estaba a tiempo completo a sus negocios, necesitó ayuda para satisfacer sus necesidades cotidianas como su alimentación y sus ropas, así que buscó una mujer para su servicio. A pocos días la tomó como mujer. La joven indígena, sumisa, callada, amorosa y servicial, le resultó buena compañera y en breve tiempo lo hizo olvidar de su mujer Társila, que era todo lo contrario y se le había convertido, al paso del tiempo, en un martirio que soportaba estoicamente. También Remigio observaba impasiblemente, que Nicasio participaba muy poco o nada en la sociedad. Después de meditarlo sobremanera, un día se dio ánimo con varios tragos de aguardiente y le propuso comprarle su parte para evitarse 254


futuros contratiempos. A Nicasio esto le vino como anillo al dedo ya que estaba ávido de dinero para despilfarrarlo en sus antojos sibaritas. Por otra parte Remigio deseaba desentenderse de su socio, ya que Nicasio estaba traspasando los límites de la temeridad. Acordaron la venta y una vez realizado el negocio, Remigio continuó solo, negociando caucho, mañoco, chinchorros y todo lo que fuesen a ofrecerle los indios en San Fernando. También resolvió rodearse de otras personas menos peligrosas que Nicasio. Con el paso del tiempo, Remigio fue acrecentando su negocio y su capital, así como sus amistades. Después, inexplicablemente, su conducta fue variando hasta convertirse en un ser déspota, ruin y maldiciente. Este comportamiento, ciertamente no solo alejó a sus amistades, sino que le aportó enemigos. Nadie supo el día en que las fuerzas malignas de la selva se posesionaron del alma de Remigio Deapelo.

CAPÍTULO XXX

osé Jacinto había vendido su casa en Manaos y había realizado el largo viaje en vapor con su familia desde esa ciudad, por la vía del Atlántico hasta Ciudad Bolívar, donde se 255


había radicado, desempeñándose ahora como oficial del ejército activo. Mientras, don Marcelino casualmente había viajado para ese tiempo, desde Maroa pasando los raudales y bajando el Orinoco medio. Andaba en una de sus periódicas visitas a la prensa local bolivarense. Una tarde, conversaban animadamente en la mansión del coronel Menesio Mirelles en Ciudad Bolívar, don Marcelino Bueno, José Jacinto Mirelles y el anfitrión de la casa. ―¡Qué casualidad! ―exclamó Menesio―, hoy precisamente se cumplen veinte meses de haber asumido Tavera-Acosta la administración del Territorio. Parece que deberíamos celebrarlo. ―Pues no está demás ―asintió José Jacinto―, porque es raro que una administración dure tanto tiempo en Amazonas. Después de terminar el primer cafecito, Menesio les mostró sus anotaciones sobre la producción de caucho en el Territorio Amazonas, monitoreada en Ciudad Bolívar por las empresas exportadoras: la cosecha de 1899-1900 fue de 80 toneladas; la de 1900-1901 fue de 142,80 ton.; entre 1901-1902 se produjeron 121,30 toneladas. También les informó que la producción de sarrapia durante esos tres años era de 180,50 toneladas. Luego Menesio tocó el tema de las ventas de tierras que había hecho el gobierno nacional en la región del Casiquiare, manifestando su discrepancia con esta política: ―En menos de siete meses se repartieron todas esas tierras, desde el Guainía hasta la bifurcación del Orinoco, a personas que trabajan con la Pará Rubber Plantación Company, que ni siquiera conocían el lugar, a excepción de un tal Alfredo Stockman, representante de esa compañía, que estuvo en el Territorio protocolizando los documentos de compra. Todas estas tierras compradas, estaban ocupadas por explotadores de goma desde hacía más o menos treinta años y eran los que tenían derecho, en primer término, para comprar, según la ley vigente, pero ni siquiera les avisaron. En realidad, lo que pretendía el agente de la Pará Rubber, no era acometer la explotación, sino fijar un impuesto altísimo al producto, o comprarlo a precio muy reducido, esta entelequia le causó finalmente la quiebra a la compañía. Los demás asintieron y Menesio sirvió en las copillas de su 256


brandy preferido. Después de catar el licor, Menesio dio por concluida su intervención y como sabía que don Marcelino estaba un tanto inquieto por que el tema no era su fuerte, instó a don Marcelino a que diera su versión acerca de la actuación de los últimos gobernantes del Territorio Amazonas. ―A ver, hombre ―añadió José Jacinto―, cuéntenos como se portó don Alfredo como gobernador… ―Bien, señores, me colocan ustedes en una situación un tanto comprometida ―manifestó el periodista―, pero trataré de hacer mi exposición concretándonos a los puntos más culminantes, en todo caso lo haremos con recato y comedimiento, con el decoro y templanza que aconseja la prudencia… ―No se preocupe don Marcelino que estamos entre amigos dijo Menesio, tratando de acortar el preámbulo. ―El nombramiento del señor Level, conocido como un honrado y laborioso ciudadano, tenía que ser un gran acontecimiento para Amazonas, como lo fue en efecto; mas el tiempo no le permitió probar con hechos los buenos deseos que le animaron a favor de aquellos pueblos, puesto que fue reemplazado en muy breve tiempo. ―Fue una lástima que nosotros no pudimos hacer nada para evitarlo ―opinó José Jacinto―.Yo, por lo menos, de haber estado allí me hubiese opuesto… Su padre hizo un gesto para que dejase continuar a don Marcelino. ―Si para más tarde el destino nos reservase la dicha de ver al señor Alfredo Level al frente nuevamente de los asuntos públicos del Amazonas, lo celebraríamos con efusión patriótica… El señor Alfredo Level es un hombre bueno, en la verdadera acepción de la palabra, y nosotros le hacemos justicia, como la hacemos a todo el que la merezca. En tres épocas se conoce al hombre: pobre, rico y mandando; sólo nos resta conocer a Level como rico. ―Es posible que nunca conozcamos esa faceta de Level ―indicó Menesio―, porque habemos personas que no transitamos por todas esas etapas. Y me pregunto, ¿qué 257


misterios encierra la conducta humana cuando la vemos diametralmente opuesta en estos hermanos, Alfredo y Andrés…? Pero continúe usted don Marcelino; háblenos ahora de la administración de Tavera-Acosta. ―Para hablar sobre la administración del señor TaveraAcosta, debo hacerlo igualmente con el mismo espíritu de imparcialidad y justicia con que hemos tratado a las demás. "Al entrar este nuevo funcionario, dirigió al pueblo amazonense una corta pero expresiva alocución que circuló en la localidad como han circulado las demás, sin mayor importancia, por considerarlas ya como un resorte gastado con que el hombre público acostumbra, con palabras dulces y almibaradas, iniciar su administración y embaucar por este medio a los incautos… pero a poco tiempo vimos y vio el Territorio que los hechos justificaban las promesas contenidas en la referida alocución, y acabó la realidad de atraernos al convencimiento de que teníamos efectivamente un mandatario competente, liberal y progresista." ―Yo leí su artículo en "El Anunciador", el año pasado ―acotó Menesio ―En nuestro artículo, publicado en el número 961 del 14 de Enero de 1901, aún sin conocer al gobernador, correspondimos a las esperanzas que infundía su política en los primeros pasos que daba en la organización del Territorio, excitando su patriotismo a favor de los intereses generales… Como religioso cumplidor de sus deberes, fue el primer funcionario que vino a constituir el Concejo Municipal ¡después de veinte y tantos años de haber sido creado en la Ley Reglamentaria! "Las escuelas primarias fueron inmediatamente establecidas en San Fernando de Atabapo, dos, y también una en San Carlos de Río Negro, las cuales han funcionado regularmente a pesar de los escasos fondos de las Rentas Municipales. "En un año y ocho meses que cuenta de instalada la administración de Tavera Acosta, la paz se ha mantenido inalterable, el comercio en sus transacciones libres de trabas y dificultades, la industria cobrando aliento, la justicia impartiéndose con equidad, los pueblos mostrando algún adelanto, como la refacción de las casas de gobierno de la 258


capital, que ahora es una oficina que honra a la autoridad y a su reformador; un regular edificio construido en Pimichín para hospedaje de los transeúntes y depósito de los intereses comerciales que por allí pasan; la fabricación de nuevas casas en Maroa, San Carlos de Río Negro y en otros puntos de la localidad; el rebaño de ganado traído a la capital desde los raudales, por particulares, donde poco antes no existía una sola cabeza; la reparación de las casas municipales de Maroa y San Carlos; y finalmente, el nuevo templo católico construido en este año en la misma capital del Territorio. "El señor Tavera-Acosta ha oído con interés los reclamos razonables que le hemos hecho sobre el establecimiento de una escuela de primeras letras para Maroa, la cual se instalará tan luego puedan arbitrarse recursos para ello, según hemos tratado y convenido en su última visita oficial a esta población. "Otra de las rarezas que singularizan el gobierno de TaveraAcosta, es que en los veinte meses que lleva su administración, con nadie ha pugnado, a nadie ha castigado, ni expulsado a persona alguna. Su corazón ha estado siempre abierto para todos, y a todos ha tratado de ayudar en el sentido del bien, porque su norte ha sido justicia, y de aquí que el pueblo le aprecie generalmente. "Apenas tenemos que objetar una leve irregularidad en su administración: la de haber confundido su gobierno con el de sus antecesores en lo tocante a Patentes de Industria, sin hacer clasificar por una Junta, al comercio para imponer a cada negociante la Patente correspondiente, según su respectivo capital, conforme procedió el ex gobernador Leoncio d´Aubeterre." ―Yo me salvé de aparecer en su Memoria de 1900-1901 ―dijo José Jacinto― pero allí mencionan los nombres de los tantos coroneles que existen en el Territorio. ―Tampoco creemos que hubo tanta necesidad de sacarlos a relucir… En fin, la referida Memoria del Gobernador, es una obra que merece leerse y estudiarse bajo todo respecto, por los hombres pensadores y patriotas del país; obra única en su 259


género, que ni el mismo Michelena y Rojas, logró exhibir ante el público, a pesar de lo que escribió en su "Exploración Oficial". Y decimos única en su género porque ningún gobernador de los que conocimos, llevó jamás su celo y laboriosidad a ese extremo, lo que en verdad cede en honra de su autor. "Hombre de cabeza, de corazón y de verdadero progreso, deja manifestado en su Memoria la necesidad del periodismo en aquella localidad, que los demás funcionarios públicos, sus predecesores, han condenado desde el fondo de su alma, porque la luz de la civilización es incompatible con el régimen de la autocracia y de las tinieblas. "En una época de paz estable para el gobierno y con recursos disponibles, el señor Tavera-Acosta, habría hecho muchos beneficios al Amazonas; el progreso y la civilización habrían alcanzado un éxito completo… los medios le han faltado, voluntad le ha sobrado. "De cualquier modo, a Tavera-Acosta, como gobernante, le está señalado por la justicia un puesto distinguido, como a Michelena y Bermúdez, en el escalafón de los hombres pulcros y progresistas, entre los que han gobernado a Ríonegro desde 1841 a 1902." Entre pausas saboreaban un buen brandy, servido por Menesio; padre e hijo expelían bocanadas de humo de habanos, don Marcelino ya estaba incómodo con la humareda y el olor, porque él no fumaba y tomaba muy poco. Continuaron conversando sobre Tavera-Acosta y las grandes esperanzas que los tres compartían sobre el éxito de su gestión. Pero no sabían que en esos días de abril, Tavera-Acosta había viajado a Ciudad Bolívar dejando al señor Ramón Ángel Zerpa como gobernador interino, y no pudo regresar más al Territorio, debido a los acontecimientos políticos nacionales y a las revueltas armadas que se suscitaron posteriormente. Entusiasmado por las copas de brandy, José Jacinto estuvo a punto de revelarle a su padre, sus planes secretos con los partidarios de la Revolución Libertadora, pero hizo un esfuerzo para contenerse antes que las palabras llegaran a los labios. Tal 260


vez lo desmotivó la firme negativa que le había expresado Menesio en cuanto a la toma del poder por la fuerza de las armas. Pero lo que ignoraba José Jacinto era que su padre también estaba al tanto de los planes de la conspiración. Y no era de extrañarse, pues los secretos del conjurado no se comparten ni en familia. Horas después de la cena ofrecida por doña Basilia, se despidieron los convidados de sus anfitriones. Don Marcelino tomó camino a la pensión donde residía, mientras, José Jacinto llevó a Josefa, su mujer, y sus hijos a casa. Josefa quedó contrariada, a pesar de las explicaciones que él le dio, porque pensaba que continuaría la farra con otros amigos, pero no fue así. Observó su saboneta y, preocupado por el retardo con respecto a la hora de la cita, se dirigió al cuartel donde lo aguardaba el coronel Ramón Cecilio Farreras, jefe de instrucción del Batallón "Cordero" del ejército activo y encargado de la Artillería de la Plaza. El aspecto jovial y gentil de José Jacinto, había cambiado cuando entró a la sala de reuniones de oficiales. Su semblante adusto era comparable con el de los demás conjurados.

CAPÍTULO XXXI

menos de un año de haber asumido la presidencia del país, Cipriano Castro, afrontaba la negativa de la banca nacional a concederle empréstitos a su gobierno. Para presionarlos, envió a la cárcel a banqueros y comerciantes, después de humillarlos y 261


vejarlos. Sin embargo los tacaños hombres de negocios no cedieron a su petición, entonces Castro los hizo desfilar desde la cárcel hasta la estación del tren, sometiéndoles al escarnio público. Los prisioneros caminaban altivos algunos, cabizbajos otros, haciendo doble fila entre los soldados que los guiaban a destino incierto, tenebroso y sin retorno de las mazmorras del castillo Libertador. Los curiosos barbullaban y hacían burlas. Los amigos y familiares los alentaban a viva voz. Sólo cuando llegaron a la estación del ferrocarril que los conduciría hasta aquella cárcel, resolvieron establecer conversaciones con el gobierno. Entonces el gobierno liberó algunos de ellos, pero dejó detenido al que había sido mediador entre los banqueros y el gobierno. Un hombre que estaba decidido a reparar aquel deshonor. Era el general Manuel Antonio Matos, concuñado de Guzmán Blanco, tres veces ministro de Hacienda y representante del capitalismo criollo. El general Matos, una vez liberado, se fue al extranjero y organizó un movimiento que denominó "Revolución Libertadora" financiado con capital colombiano y europeo. Contó con el apoyo de centenares de caudillos regionales: liberales, conservadores, nacionalistas, independientes. Muchos generales y coroneles surgidos en los ochenta años de guerras civiles que arrasaban al país. El 29 de mayo de 1902, en Ciudad Bolívar, se sublevó el coronel Ramón Cecilio Farreras con un batallón del ejército activo. Derrocó al presidente del Estado y se plegó a la revolución. Ya se había consolidado la rebelión, cuando un día, el inquieto coronel J.J. Mirelles andaba por el camino a Monte Cristo, cuando se topó con una patrulla que llevaba un prisionero. José Jacinto lo reconoció al instante como el ex―gobernador de Amazonas, Cadenas Briceño. El reo trató de acercársele pero los soldados lo retuvieron. "¿Adonde llevan al prisionero?" le preguntó al cabo. "¿Por orden de quién lo sacaron del calabozo?". "Tenemos órdenes precisas de mi coronel Farreras, si usted quiere comuníquese con él, mi coronel. Con su permiso." Más tarde Mirelles supo que habían ajusticiado aquel 262


prisionero, cuya mirada suplicante de clemencia todavía tenía grabada en su ofuscada mente. Pero "el que a hierro mata no muere a sombrerazos". Pensando en aquel refrán se olvidó del asunto. A la sublevación de Farreras se adhirieron varias guarniciones establecidas a lo largo del Orinoco, entre ellas la de Caicara, al mando de Sabino Tavares, Desiderio Zamora y Esteban Márquez León. Los revolucionarios de Ciudad Bolívar designaron a Sinforiano Orozco como gobernador del Territorio Amazonas. Orozco estaba muy ligado a la sociedad amazonense, pues se había radicado en la zona, realizando negocios y llevando una vida activa. Había firmado la protesta contra las arbitrariedades de la compañía de Charles Bovalius y para el tiempo de la Revolución Libertadora, estaba en Ciudad Bolívar a causa de la persecución que sufrió durante el gobierno de Cadenas Briceño. Los insurrectos organizaron una expedición para invadir al Amazonas y bajo el mando del gobernador designado, remontaron el Orinoco con ese propósito. ―¡Qué pequeño es el mundo! ―Exclamó J. J. Mirelles cuando se encontró con su amigo Desiderio en Caicara―. ¡Quién lo creyera! Nos encontramos de nuevo en el mismo trajín… ―¿Y tú como apareciste por aquí? Yo te hacía en el Brasil. ―Caramba, compadre, es que vine a visitar al viejo, pero en este país no hay otra cosa que hacer sino pelear…para no quedarse por fuera del grupo gobernante. Ya sabes, ahora vamos a Rionegro. ―¿Y qué hay de la vida de Level…? Andrés Level. ―¡Pues ahí va!...Escuche no más. J.J. Mirelles y su antiguo amigo se dirigieron al botiquín, donde conversaron largamente, mientras libaban sendos tragos de aguardiente. José Jacinto se despidió al atardecer, para preparar la continuación de la expedición al Amazonas. Hasta el momento no habían encontrado resistencia, pues casi toda la ribera del Orinoco Medio estaba controlada por la revolución 263


libertadora. Después de dos días de navegación, pasaron por La Urbana, que era el último bastión de los revolucionaros al sur del país. Desde allí había que andar o navegar "ojo ´e garza, compañero," como había advertido J.J. Mirelles. Río arriba, antes de llegar a los raudales de Atures, en el raudal de Samborja, los acechaban las fuerzas del gobierno, al mando del coronel Laureano Ramírez. El 17 de septiembre divisaron a lo lejos las falcas y bongos de los revolucionarios que subían lentamente impulsados por palancas y remos. El portentoso Orinoco había comenzado a ceder sus aguas, sin embargo el raudal estaba en pleno apogeo. Se verían obligados a bordear la rivera, allí precisamente donde los del gobierno los tendrían a tiro. Pero la impaciencia los delató y la veteranía del gobernador Orozco y la astucia de Mirelles dieron al traste con la emboscada. Por varias horas el retumbo de las aguas bravías fue subrogado por el tronar de los fusiles, escopetas y chopos, en macabra sinfonía con los aberrantes alaridos de la muerte, impulsados por la hostilidad en el fragor de la batalla... Tras hábiles maniobras los revolucionarios cercaron a los del gobierno causándoles una contundente derrota. El misterio del aura que cubre el Orinoco, desapareció transitoriamente y aparecieron las hordas de Caimanes y caribes para liberar el río de cadáveres. Ni siquiera pudieron huir los jefes y el triunfante Orozco los hizo fusilar al día siguiente de la escaramuza. Sinforiano Orozco continuó su avance hasta San Fernando y tomó la gobernación. El gobernador Zerpa y sus colaboradores abandonaron el pueblo sin hacer oposición. Orozco gobernó sobre los escépticos ciudadanos rionegrinos, sin que se notara ningún cambio o algún indicio "revolucionario". Durante este tiempo J.J. Mirelles visitó Laja Alta. Estaba casi abandonada, sostenida sólo por la presencia de Engracia, sus hijos, Celedonio Yapuare y su familia y algunos indígenas en estado de inopia. Le regaló algunos pesos a la atribulada mujer, ella le dijo que de Nicasio no tenía noticias desde hacía tiempo; según, que tenía otra mujer en Ratón, donde trabajaba con 264


Aldana. Después, cuando comenzaba aburrirse de la monotonía, José Jacinto recibió la comisión del gobernador para ir a Ciudad Bolívar en busca de pertrechos. Hizo algunos negocios y bajó el Orinoco con un cargamento de caucho. La mayor parte del lote era de su cuñado Remigio. *** Remigio Deapelo había amasado una considerable fortuna a base de transacciones fraudulentas. Al comienzo, comerciando honradamente, se había ganado el respeto y la consideración del gremio, pero al transcurrir el tiempo fue cambiando su actitud hasta convertirse en un ser odiado y despreciado, pero temible por los abusos que cometía principalmente contra los peones indígenas, valiéndose del poder económico que ostentaba. Por supuesto, pronto se metió con quien no debía y su enemigo asechó para liquidarlo. Empero, uno de sus adulantes le advirtió del peligro. Se sintió indefenso y atrapado, pues no se atrevía a viajar solo por temor a los salteadores de caminos. Como era negociante y no hombre de armas tomar, pensó negociar con su contrincante, pero al día siguiente, casualmente se encontró con José Jacinto, quien le ofreció apoyo y protección; aprovecharía su compañía para salir del trance. Enseguida preparó sus baúles, y ordenó embarcar todo; su casa quedó vacía, sólo dejó a la apacible mujer que tenía, con dos hijos, bajo la promesa de regresar pronto. Una vez, aparentemente, fuera de peligro, le sobrevino otra angustia, cuando cayó en cuenta que se reuniría de nuevo con su dominante esposa. Tenía suficiente dinero para endulzarla, pero era muy tacaño. Planeó vender el caucho, depositar su dinero y volver, tal vez a Maroa o San Carlos, donde pudiese trabajar sin peligro. De nuevo se sintió atrapado. Finalmente pensó optar por tomarse unos tragos de aguardiente, para darse valor de enfrentarse de nuevo a Társila. Sin embargo, para asombro de él mismo, no tuvo necesidad de ello. Cuando 265


estuvo frente a su mujer, revivió en su persona, aquella fuerza despótica y el talante altanero que había invadido su ser durante su permanencia en Ríonegro. Frente a la nueva conducta de su marido, Társila no tuvo otra alternativa que ceder ante el avasallamiento del hombre y asumir un nuevo rol. Más tarde Deapelo buscaría la manera de regresar a la selva. Pero no volvió más. *** En cuanto el coronel José Jacinto Mirelles llegó con su comisión a Ciudad Bolívar, quedó bajo las órdenes del ahora general Ferreras. Fue designado por el alto mando como Jefe de Espionaje para las Vías Fluviales, dada su experiencia en la región. Pasaría a formar parte de la fuerza expedicionaria que se preparaba a invadir al Territorio. Cuando era pleno invierno; cuando ya la Revolución Libertadora estaba liquidada en el centro y oriente del país; cuando su adalid, el general Matos había abandonado el país, dejando a sus 10.000 tropas después de haber sitiado por veintidós días en La Victoria a los 6.000 soldados del presidente Castro, cuando la escuadra extranjera que bloqueaba los puertos venezolanos se había retirado; cuando todo estaba perdido, la revolución libertadora daría uno de sus últimos coletazos en plena selva amazonense, en medio del Orinoco. Los empecinados aventureros salvaron los Raudales de Atures y zarparon de Maipures el 6 de agosto de 1903, al mando del coronel Ignacio Díaz Matos, ex administrador de la Aduana de Río Negro. José Jacinto no lograba conciliar el sueño sino hasta avanzada la noche, se sentía muy excitado por la idea que le martillaba la mente; una y otra vez, sin que pudiera evitarlo. "Rivales no tengo" cavilaba. "Díaz es un coronel de aduana; con el apoyo de Farreras me basta y sobra… Coronel José Jacinto Mirelles, ¡Gobernador Interino del Territorio! ¡No, no! Mejor será: ¡Jefe Civil y Militar!… o puede ser Jefe Supremo del Territorio… como Cadenas Briceño" recordó al hombre cuando iba al patíbulo 266


y rectificó: "no, ese no es buen augurio... Pero dígame eso de 'Jefe de Espionaje para las Vías Fluviales', eso estará bien para Nicasio, ¿espía yo? ¡Qué va!..." Había tenido otras oportunidades de tomar el poder por la fuerza de las armas, pero siempre ofreciéndolas a favor de otros, como lo hizo con su padre, con Level y hasta se lo propuso a don Marcelino. Ahora había llegado su hora; esta vez era la oportunidad para que el ansiado poder llegara a sus manos directamente. Trataba de recordar los consejos de su padre, pero la fuerza que impulsaba su ambición era incontrolable. Se le convirtió en una pesadilla… La casa de gobierno plasmada en difusa silueta venía desde la capital cauchera, acercándose vertiginosamente sobre el agua, mientras él navegaba en sentido contrario; muy cerca, la silueta se convirtió en un torbellino semejante a una figura de mujer, negruzca y gigante, con los brazos abiertos. La enorme sombra negra lo arropó completamente y, atrapándolo, se desvanecieron ambos en un limbo fuliginoso. Despertaba sofocado. *** Sólo sesenta días duró el gobierno del ahora coronel Orozco; al cabo de ese tiempo, las fuerzas vivas de San Fernando se alzaron contra él. Fue depuesto y encarcelado. Ramón Ángel Zerpa, el líder del movimiento contrarrevolucionario, reasumió su cargo de gobernador interino. En seguida Zerpa organizó una milicia y nombró al general Víctor Modesto Aldana como Jefe de Operaciones Militares. Con febril entusiasmo Aldana y sus ayudantes Lira y Nicasio, se trasladaron a San Fernando a organizar la defensa, pues se habían enterado que los revolucionarios se preparaban para vengar la caída de Orozco. Mientras tanto, el gobernador Zerpa, viajaba a San Carlos, donde tenía sus intereses económicos. Aldana, al tanto de los movimientos de los invasores, a 267


través de los ojos invisibles de sus espías ribereños, se retiró hasta el Casiquiare, organizó la defensa rápidamente y los asechaba como caimán en boca de caño en el lugar escogido por él. No esperaría que desembarcaran en el poblado; los hundiría en linfa sangrienta en medio del río. Al cabo de diez días de navegación la flotilla revolucionaria fue interceptada por la de Aldana en El Merey, cerca de la bifurcación del Orinoco. En el corazón de Amazonas. Fue otra derrota más para los revolucionarios. Aldana maniobró ágilmente, aplicando toda su astucia y sagacidad para infringir la muerte a sesenta enemigos, incluyendo al propio coronel Díaz y José Jacinto Mirelles, porque ambos fueron temerarios y si es de valientes dar el pecho al plomo, ellos lo fueron. José Jacinto al reconocer que la batalla estaba perdida decidió lanzar una acción desesperada intentando abordar y capturar el vapor "León" de quince toneladas, el único que quedaba activo de la flota de la Compagnie General de l'Orénoque. Creyó que desde allí Aldana dirigía la batalla, pero estaba equivocado. El que allí estaba era el comisario Nicasio Cabuya, su hermano. Al tiempo que entrevió esto, fue abatido junto a sus hombres. Cayó sobre la cubierta del barco con cuatro guáimaros en su cuerpo. Antes que cayera al limbo fuliginoso, reconoció que su error fue dejarse llevar por la ofuscación que le indujo la ambición desmedida, desestimando la capacidad del enemigo. Finalmente, también alcanzó a comprender el significado de su pesadilla. Fue un día que la sangre se ligó con las aguas marrónverdoso del Orinoco y del canal Casiquiare, tiñéndolas de rojo insólito para bañar de luto las riveras amazonenses. Río arriba celebraban Aldana y su gente, ebrios de gloria y poder tanto así como, río abajo, se daban un festín los caimanes y caribes hambrientos. Los vencedores fueron recibidos como héroes por el gobernador y su séquito. Por supuesto, el arrogante Aldana consolidó su posición de hombre fuerte, fue complacido por el gobernador sustituyéndole la designación de Jefe de Operaciones 268


Militares por la de Jefe de la Defensa Territorial, el título que le gustaba y que se había dado anteriormente. Ahora justificaba su propia fuerza armada, los aldaneros, en sus dominios de isla de Ratones. Nicasio, ostentaba el título de Jefe de Espionaje Fluvial Fronterizo, con todo lo petulante que estaba por el triunfo, tuvo un destello de compasión y rescató el cadáver de su hermano. Lo llevó a enterrar a Laja Alta, mandó hacer una cruz con ramas recién cortadas y la clavó en el montículo. Se persignó sin pronunciar oración alguna y se retiró. Después visitó a su mujer y sus hijos. Quiso seducirla pero ella se negó rotundamente, finalmente la regañó por el descuido de sus hijos y se marchó dejándole en la mesa un puñado de monedas de oro. Ella se las arrojó a su espalda, pero él, impávido, siguió su camino. En seguida los muchachos recogieron las monedas para devolvérselas a su madre. *** Al igual que otros derrotados después del fracaso de la Revolución Libertadora, en 1903 había llegado al Territorio José Tomás Funes acompañado por el señor Justo Díaz, quienes venían acompañando al nuevo gobernador General Arístides Fandeo. Funes y Díaz venían a fundar una empresa comercial para explotación de caucho. Llegando a Maipures se entusiasmaron cuando vieron embarcar en el vaporcito "León", un lote de ganado. Cuando indagaron, les dijeron que iban sesenta reses con destino A San Fernando, que ya el vapor había transportado cuarenta y cuatro más, hacia el Casiquiare y Rionegro. El primer lote de ganado de aproximadamente quinientas reses y caballos que existió en Amazonas, fue traído a la sabana de Provincial por el conquistador Antonio de Berrío en 1588. Mucho tiempo después, en 1840, el gobernador de la Provincia de Guayana, envió al Cantón de Río Negro doscientas reses del gran rebaño que existía para entonces en la Misión de 269


Carichana, fundada en 1743 por el jesuita Manuel Román. Estas reses se distribuyeron entre Atures y Maipures. En 1760 don José Solano, tercer jefe de la Expedición de Límites, introdujo un rebaño a Santa Bárbara y después, en 1768 el gobernador de Guayana, Manuel Centurión, envió unas reses hasta La Esmeralda, utilizando la ruta de los ríos Cuchivero, Manapiare y Ventuari. Veintisiete años más tarde estos dos últimos rebaños habían desaparecido. En 1819 el capitán Hipólito Cueva introdujo doscientas reses a Maipures, llevando algunas hasta San Fernando de Atabapo. Para 1902 existían unas mil cabezas distribuidas en todo el Territorio. ―Por lo menos, ya sabemos que no vamos a pasar hambre―, dijo Justo. Justo Díaz y Tomás Funes: dos hombres de trabajo duro. Desde lejanos lares, llegan por ventura estos, hijos de Guaicaipuro. Bienvenidos a esta tierra de selva pura de ríos y lajas, del indio puro. Entonó un trovador ribereño, en honor a los viajeros; uno de los llaneros de Apure que venía acarrando el ganado. A Tomás no le agradó la deferencia, tal vez porque lo mencionaron en segundo lugar, en cambio Justo resarció al cantor que desde temprana la noche, con su cuatro y su cantata, a la luz de una fogata, había atraído a su alrededor a varios viajeros. De esa manera esperaban coger sueño para recuperar las energías; pues tenían que levantarse de madrugada y partir. *** Las noticias sobre el combate y la muerte de J.J. Mirelles fueron bajando sobre las corrientes del río. Espectadoras inconmovibles de la afrenta contra la Naturaleza como fue la matanza de los hombres en pugna. El río ofrecía como siempre, 270


sus aguas cálidas, apacibles o embravecidas, en remansos o raudales, morada a cualquier ser viviente en sus profundidades y sobre sus piedras, limos que riman con la corriente. Sobre su faz se esparcen los cigarrones, las abejas y golondrinas en armonioso ronroneo. En sus orillas y en el éter, armoniza el melodioso canturrear de las aves con la fragancia de la tierra húmeda. "Mataron al hijo del coronel Mirelles" "¿A cuál de ellos?" "Al catire", "A Jota Jota", repetían los caucheros de barraca en barraca. Cuando llegó la voz hasta Ciudad Bolívar, cayó el negro luto sobre su viuda Josefa y sus hijos. Empero, para que Menesio Mirelles se enterara, las aguas continuaron con su lúgubre mensaje hasta la desembocadura y, desde allí, hasta Trinidad. En Puerto España vivía exilado Menesio con su familia, pues había formado parte de la defensa de Ciudad Bolívar con el grado de general, concedido por el alto mando de la revolución libertadora; había combatido al lado del general Nicolás Rolando y tras una cruenta batalla de cincuenta horas de lucha encarnizada, fueron derrotados por el general Juan Vicente Gómez. La toma de la Plaza por las fuerzas gubernamentales costó más de mil quinientos entre muertos y heridos de ambas partes. Gómez capturó a veintiocho generales y sesenta y un coroneles, dejando en libertad a los oficiales de menor graduación y la tropa. Farreras escapó con otros oficiales, entre ellos el general Mirelles. El general Menesio Mirelles se encontraba muy abatido por esta segunda derrota que había tenido precisamente defendiendo la misma plaza tal como había ocurrido hacía once años. Pensaba que en aquella oportunidad se habían enfrentado padre contra hijo, ahora, en los confines del país, en el lejano Rionegro, se estaban enfrentado hermano contra hermano. Todo por seguir la corriente y los vaivenes de las ambiciones políticas para lograr el poder y regir el destino del país. En ese estado de desanimo, un día de invierno recibió la noticia de la muerte de su hijo José Jacinto y el dolor le enfermó el alma de sentimiento. Cayó en estado de abatimiento y sólo tenía en mente ir a los confines de la selva donde lo llamaba el espíritu de su hijo. La 271


sangre llama a la sangre y de nada valieron los consejos y la negativa de Basilia y sus hijos para que Menesio abandonara su obsesión. Pero estando en los preparativos del viaje, Basilia cayó abatida por una enfermedad. Fueron inútiles los tratamientos médicos más avanzados en la isla. Basilia murió en brazos de su esposo y sus acongojados hijos Juan José, Társila, Francisco, Narciso y Horacio. Menesio llegó con sus hijos a Ciudad Bolívar, venía apesadumbrado, trayendo consigo el cadáver de su esposa. Para ese entonces, las persecuciones políticas habían cesado. Encontró que sus yernos Tiburcio y Remigio, y su hija Carlota, como socios que eran de la Compañía de Vapores del Orinoco, estaban presenciando el comienzo de las operaciones de los vapores propulsados por chapaletas. A pesar de su abatimiento, observó complacido el portentoso "Alianza" de 147 toneladas y al pequeño "Boyacá" de 31 toneladas, anclados en el puerto. Allí estaban sus descendientes, los que habían cosechado su siembra, con sus respectivas esposas y sus hijos. Pero tendría que darles la amarga noticia. Al día siguiente enterraron a Basilia, al lado de la tumba de su madre. Después del novenario, Menesio se dedicó a convencer a su hijo Francisco para que lo acompañara al Amazonas, pero Paco, como le decían familiarmente, ya con veintidós años, era todo lo contrario de él, era introvertido, rehuía las comparsas y la aventura. Había terminado el bachillerato y no quería seguir estudiando, por no viajar a la capital del país. Era taciturno y tampoco se le conocía novia. Estaba muy abatido por la muerte de su madre, pues era su consentido. Menesio aspiraba que un cambio de ambiente le hiciera bien para cambiar su pacato comportamiento. Francisco, que tenía inculcado en su corazón temores ancestrales, no superados, ni en su niñez, ni en su adolescencia, luchaba contra sí mismo para superarse. Aunque no le gustaba la selva, tampoco tuvo valor para negarse a ir con su padre. Fueron a la oficina donde despachaba Juan José, que antes era de Menesio. Allí, Eleuteria, secretaria de la Compañía los 272


anotó en el listín para el próximo viaje. De acuerdo a la tarifa y pasajes de la empresa naviera, cincuenta bolívares costaba el pasaje desde Ciudad Bolívar a Perico; por supuesto, ellos estaban exentos de pagarlos. A comienzos del año 1904 Menesio y su hijo Paco, se embarcaron en el vapor "Libertad" que los conduciría al Amazonas.

CAPÍTULO XXXII

avegaron durante seis días en el pequeño vapor para recorrer el largo trayecto del río que va desde Ciudad Bolívar hasta Vivoral. Después, Menesio Mirelles y su hijo hicieron el transbordo con los demás pasajeros hasta el puerto de Salvajito, para salvar los raudales de Atures. Desde allí viajaron en el vapor "Meta" para desembarcar en el puerto del Tuparro. Llegando, se dañó la caldera del vapor; al perder impulso quedó a meced de la corriente y chocó contra las piedras. Se hundió lentamente, dando tiempo que pasajeros y tripulantes salieran airosos y salvaran la mayor parte de los equipajes, ayudados por pescadores que vinieron a socorrerlos en varios bongos y curiaras. En Tuparro pernoctaron en la laja que funge de puerto. 273


Después, efectuaron otro transbordo por tierra para salvar los raudales de Maipures. Allí se encontró con el amigo de Nicasio, Sergio Lira, a la sazón encargado del servicio de prácticos de los raudales, es decir, los indígenas que hacían las faenas de transbordos. En estos pasos demoraron cuatro días, uno demás de lo normal, a consecuencia del hundimiento del vapor. Posteriormente abordaron una piragua en Maipures que los condujo hasta San Fernando, remontando el Orinoco. Al llegar, Menesio fue recibido en el puerto por sus viejos amigos, entre ellos se encontraba Horacio Luzardo. Horacio notó la cinta negra que llevaba Menesio y su hijo en el brazo, como señal de luto y les dio el pésame por la muerte de José Jacinto; lo hizo después de un fuerte abrazo de bienvenida. Empero, Menesio le dijo que el luto que llevaban era doble y le dio la infausta noticia de la muerte de Basilia. Horacio repitió la formula del pésame una vez más, y luego, recibieron también el saludo y las condolencias de sus amigos. Horacio les ofreció hospedaje en su casa y hasta allá caminaron; les seguían los caleteros con los baúles y la magaya. Había conmoción popular porque el nuevo gobernador, José María Díaz estaba agonizando. Hacía pocas semanas que había asumido el cargo este gobernante, en sustitución de Arístides Fandeo. Fandeo desde que llegó, a finales de 1903, gobernó con tanto desafuero y de tal manera que todos los comerciantes fueron objeto de exacciones y persecuciones; ya quedaban pocos habitantes en aquella capital cauchera, pues para colmo de males sobrevino la peste de la viruela, que atacó sobremanera a la población indígena. Muchos empresarios se vieron en la necesidad de huir, unos al Brasil y otros hasta Caracas, en donde denunciaron al inicuo gobernante. En consecuencia, el ejecutivo nacional lo sustituyó por Díaz. Al día siguiente de su llegada, Menesio se trasladó a Laja Alta con el interés inmediato de visitar la sepultura de su hijo. Se llevó un artesano y materiales para construir una tumba. Encontró todo lo que había edificado en estado de abandono; a Engracia y los hijos de Nicasio, en la penuria pero sin miseria, pues vivían 274


felices en su ambiente que les proveía sustento, libres de los depresores. De sus capataces sólo quedaban el viejo Mapaguare y Celedonio Yapuare. Con pesar observó que la casa grande estaba casi en ruinas, pero sintió que no tenía ahora ánimo para recomenzar como lo había hecho una vez. ¡El tesoro! Menesio quiso exclamar pero contuvo la palabra a flor de labios. Habrá tiempo, pensó, ahora sería imprudente desenterrarlo. Había querido venir desde hacía tiempo a desenterrar su tesoro, pero las circunstancias se lo habían impedido, hasta que la fuerza mayor del dolor del padre por su hijo, lo movió hasta muy cerca del sitio del enterramiento… En cuanto terminó su cometido, regresó a San Fernando con su nieto mayor que ya andaba por los diecisiete años; por cierto, tenía su mismo nombre y lo apodaban Mene. Durante los días subsiguientes fue visitado por muchos amigos, quienes le comentaron acerca del rumor que corría en el pueblo: el gobernador había sido envenenado por desavenencias a última hora con Aldana. El comentario había tomado visos de veracidad cuando Aldana se encargó de la gobernación apenas Díaz expiró. Menesio también recibió la visita de su hijo Nicasio, quien formaba parte activa del flamante gobierno, como Capitán Jefe de Espionaje Fluvial Fronterizo. Nicasio le prometió su apoyo si quería emprender cualquier negocio, especialmente ofreció apoyarlo con los barcos que él controlaba, pero lo hizo con tal desplante y prepotencia que su padre rechazó gentilmente sus ofertas y hasta tuvo conmiseración de él. No obstante, Nicasio fue noble al contarle a su padre los detalles de la muerte de su hermano José Jacinto; pero se cuidó de no revelar referencias sobre el gobernador Aldana, ya que se imaginaba, no sin razón, que Menesio tramaba la venganza de su hijo José Jacinto. Menesio, por supuesto, estaba indignado con la presencia de Aldana frente al gobierno en San Fernando y sobre todo cuando se enteró de los desafueros que cometía su propio hijo amparado por el despótico gobernador. Entonces le planteó a Horacio que se encargara de la gobernación interinamente, como 275


en otras oportunidades lo había hecho en su carácter de Procurador. Ahora también estaba dispuesto a apoyarlo con las armas: "Nada más dígame que está dispuesto, y yo en tres días organizo una fuerza para liquidar al usurpador". "Caray, compadre, déjeme pensarlo, legalmente no fui ratificado en mi cargo por Díaz. Yo le aviso". Menesio se quedó esperando y finalmente la respuesta de Horacio fue negativa. Sólo con un duelo a muerte concebía lograr resarcir la desaparición de su hijo; pero conociendo a Aldana, sabía que este no pelearía limpio, tendría a sus matones emboscados. Pero tampoco lo mataría a traición, por mampuesto, mucho menos por intermedio de sicarios. Para esclarecer la alternativa necesitaba más tiempo. Decidió utilizar el tiempo como mediador, haría un viaje para distanciarse de Aldana; al volver se enfrentaría, desenterraría el tesoro y se iría lejos a recorrer mundo, a vivir así sus últimos años. *** El vapor "Morganito" había quedado inutilizado en el caño Maipures, arriba del puerto, hacía ya un año que había sido remolcado por el vapor "León" desde Maipures hasta San Fernando donde había sido recuperado y refraccionado. Ahora estaba a punto de partir hacia San Carlos y Maroa. Menesio estaba acostumbrado a viajar en sus propios barcos, ahora se sentía incómodo de viajar como pasajero. Sin embargo, la acogida que tuvo de parte del capitán del "Morganito", mejoró su ánimo y se embarcó en compañía de su hijo Paco y su nieto Mene. Navegaron hasta Maroa por la vía del Casiquiare. Allí, Menesio se encontró con pocos de sus viejos amigos, entre los que quedaban Tiburcio Volastero y don Marcelino Bueno. Hasta en aquellos lares llegaban las correrías de Nicasio: "Por allí estuvo seduciendo muchachas", le contó el Mocho Volastero; aquí dejó a dos preñadas y otra en Maroa, a ese muchacho se le metió el diablo en la cabeza, no es ni la sombra del que era 276


antes. Menesio se manoseó el bigote, preocupado, meditando acerca de la conducta de su hijo, pero el Mocho lo sacó de la consternación: ―Mire ese joven que está allá ―señaló el Mocho― ¿lo reconoce? ―Déjame ver…Uhm… ¡Claro! Si es mi nieto José Tadeo, el hijo de José Jacinto y Eusebia. ¡Caray! ¡Cómo se parece a su padre!... A ese también me lo voy a llevar para que trabaje conmigo. ―¿Por qué será que los hijos regados se parecen más al padre que los hijos de matrimonio? Menesio no contestó a la pregunta, porque estaba distraído observando a su nieto que labraba una curiara. ―¿Y la hembra? ―preguntó―, eran dos los nietos míos. ―Caray compadre ―respondió el Mocho―, esa muchacha tan buenamoza… se la sacó un regatón y se fue de aquí. Quién sabe adonde. Los ágiles movimientos del joven asiendo el astil entre sus manos, hacían brotar los recios músculos de su brazo y de su desnudo pecho moreno y lampiño. Su contextura dejaba entrever la edad de unos veintiséis años. Francisco Mirelles se estremecía cada vez que su rudo sobrino golpeaba la afilada hacha contra el rolo haciendo saltar astillas. Menesio no pudo contenerse y para concretar sus planes propuso: ―Vamos hasta allá, vamos a saludarlo… *** En esos días don Marcelino estaba muy contento, pues había recibido con beneplácito los folletos intitulados "Informes sobre el Territorio Amazonas", uno comenzando en 1841 hasta 1879 y otro desde 1880 hasta 1902. ―Lléveselos para que los lea con calma ―le dijo a Menesio mientras le entregaba los facsímiles. Menesio comenzó a hojear el folleto mientras alababa el 277


trabajo, aunque ya conocía someramente su contenido, ya sea por experiencia o por conversaciones anteriores con el autor. Le llamó la atención el parágrafo final y leyó en voz alta: "He aquí un rápido bosquejo y pasando por encima de muchos acontecimientos tristes y dolorosos, el proceso de las administraciones ya anotadas, que hoy presentamos ante el público, en el largo período de 22 años, sin que ninguna de ellas haya podido dar el resultado que exige y apetece el patriotismo, unas por un motivo y otras por otro, resultando de todo que hemos perdido miserablemente el tiempo…" Seguidamente trabaron conversación acerca de los últimos acontecimientos en el país. Paco se integró, pues estaba atento a las palabras de don Marcelino, a quien comenzaba a admirar por sus conocimientos. Bueno y él creían que el país se dirigía a una total pacificación. Menesio no. Protestaban todos porque el tribunal de La Haya dictaminara que la nación debía pagar veinte millones de bolívares por indemnización a diez naciones, como secuela del bloqueo. Sin embargo, les parecía que la entrada al siglo XX daría paz y progreso al Territorio bajo la economía cauchera. Ya no había intervención de las empresas extranjeras, la última en irse fue la Pará Rubber Plantación Company y la época de paz darían lugar a la realización de grandes exploraciones en la desconocida y vasta región, opinaba Paco. Pero no fue así. La violencia continuaría después de la llegada del escritor Rufino Blanco Fombona como gobernador del Territorio, el 1º de junio de 1905. *** En una de las acostumbradas y largas francachelas en casa del Mocho Volastero que, aún viejo como estaba, seguía siendo dicharachero, Menesio conoció a una joven que había venido con sus familiares desde Colombia a visitar a su abuelo Nicanor Cansino. La joven junto a su madre y hermanos, había llegado diez años después de haber muerto Nicanor y se habían residenciado hacía ya un año en Maroa, heredando las 278


insignificantes propiedades de Nicanor. Para ese tiempo, ya no quedaba sino una casa derrumbada y un rastrojo; los ayudantes habían dispuesto de los bienes de su patrón, a falta de familiares presentes. La muchacha, de nombre Consuelo, tenía una hijita fruto de su primera aventura amorosa. Al ser abandonada por su marido, andaba ahora con su madre y sus hermanos, que eran cuatro, menores que ella: una hembra y tres varones. La joven, algo rolliza pero de rasgos finos, ojos vivaces y claros, de piel blanca pero tostada así como su cabellera descuidada, era de dulce expresión y melosidad muy características de las mujeres de su región natal. En el estado de ánimo en que se encontraba aún Menesio por la pérdida de su hijo José Jacinto, y además por el desacato y alejamiento de su hijo Nicasio, no le fue difícil caer atrapado por los encantos de la muchacha; de nuevo lo sacudió la emoción de la vida a pesar de sus 69 años. Repentinamente sintió la sangre correr en sus venas, sintió con fuerza los latidos de su corazón. Volvió a personificarse en su espíritu aventurero. Y se lanzó, con la galantería que lo caracterizaba, al ristre. Como disponía de suficiente dinero no le costó mucho ser aceptado por la madre de la joven Consuelo, pues la vieja, en resguardo de sus intereses, averiguó acerca de las condiciones económicas del pretendiente. Después de eso, fue ella misma la que convenció a su hija, pues Consuelo prefería que su futuro marido fuese más joven; alguien como Francisco o José Tadeo; en Mene no se fijó, porque notaba que estaba deslumbrado por Mina, su hermana. Después de un breve tiempo de cortejo, la madre hizo entrega formal de su hija al pretendiente. Consumada la unión, Menesio se fue a vivir en casa de su suegra, dejando a Paco y Mene en casa de Tiburcio Volastero. Ahora el viejo general con nueva familia se sintió con renovadas energías, pero no estaba del todo conforme, al poco tiempo se sintió incómodo por no tener a todo su grupo familiar reunido, en una sola casa; pensó reconstruir y repoblar Laja Alta, así que convenció a su suegra y también se la llevó con sus cuatro hijos. 279


Al llegar al puerto de San Fernando, donde fueron a abastecerse de alimentos y pertrechos, vieron asomarse desde las apacibles y negras aguas, la chimenea enmohecida del vapor donde Menesio había hecho su postrimero viaje a San Carlos; el viejo regatón quedó estupefacto al ver al "Morganito" aplanado, haciendo su último viaje con destino al abandono y destrucción que habían seguido los otros barcos a vapor… La barriga arqueada al bajar el barranco Se encuentra oxidado el esqueleto sin calcio El frío del tiempo consumió sus brazos Y la piel ferrosa del moribundo náufrago. Yace dormido en San Fernando Ajado está su cuerpo en pedazos Reliquia que sólo se ve en verano Otrora rey de los ríos cargando Fibra, balatá y caucho. Reliquia del Navegante, José R. Escobar M. Después de esta desconsolada visión, Menesio y su familia se hospedaron en la casa de don Horacio. En el camino se habían encontrado con algunos conocidos y muchos otros, todavía asustados por la balacera ocurrida, en la noche del 24 de Junio de 1905. Una vez instalados en la casa, don Horacio comenzó a contarles los pormenores, pero Menesio le interrumpió para indagar acerca de la suerte que corrió su hijo Nicasio en la refriega. Entonces don Horacio cayó en un estado de afasia, luego sólo pudo balbucear algunas frases al tiempo que le daba unas palmadas en su hombro a manera de consuelo, pero Menesio entendió: su hijo había muerto. Menesio sintió una puñalada en su corazón y se recostó completamente abatido. En ese embarazoso trance, tratando de franquear el lapso inconmensurable y amargo de la aflicción, don Horacio trató de 280


continuar su relato, pero la ocasión, obviamente, era inoportuna y solo alcanzó mencionar algunos pasajes. El cadáver de Nicasio se encontraba insepulto. Había saboreado la gloria y el poder por poco tiempo, apenas un año, pues el interinato del gobernador Aldana, su protector, se había acabado con el arribo de don Rufino Blanco Fombona como gobernador titular. Menesio interrumpió la reunión y salió al encuentro del cadáver de su hijo. Con su séquito familiar llegó hasta una humilde choza donde lo estaban velando junto con otros caídos en la emboscada. Allí estaban su viuda Engracia y sus hijos; ella, preocupada y desconsolada porque no tenía como pagarle un cajón para sepultarlo; ya habían previsto enterrarlos a todos en una fosa común. Recibió a su suegro con lamentaciones de alma adolorida. Después de sepultar los restos de Nicasio en Laja Alta, al lado de su hermano, Menesio regresó a casa de don Horacio, para reponerse del impacto emocional. Estaba arrepentido de haberse demorado tanto tiempo en Maroa, a causa de su enamoramiento. Descargó su congoja sobre su amigo Horacio, con voz quebrada: ―Yo tengo la culpa, compadre. No sé cómo me descuidé con ese muchacho. ―No diga eso compadre, mire, el destino de nuestros hijos es incontrolable… ―No debí haberme ido por tanto tiempo y dejarlo en manos de ese bandido. ―No fue culpa suya, compadre, ya Nicasio no era un niño. ―Pero debí haber estado a su lado, por lo menos para tratar de enmendar sus errores… para aconsejarlo. Voy a lamentar no haber hecho eso, por el resto de mi vida. ―La vida continúa compa, tenemos que afrontar esa desgracia ―susurró el magnánimo anfitrión, tratando de consolar a su amigo. Lo abrazó compasivamente, luego, sirvió dos copillas de ron, que sorbieron de un solo trago. Al tercer trago Menesio dejó de repetir su letanía culposa, ya se había sosegado. Entonces, para tratar de distraerlo, Horacio le contó 281


detalladamente las circunstancias del enfrentamiento entre los tigres: ―Aldana se presentó aquí, ese día veinticuatro, con unos ochenta hombres armados de su famosa guardia territorial, como él la llama. Venía dispuesto a exigirle la renuncia a Blanco Fombona. Pero Blanco Fombona también astuto y fuñío, le preparó un banquete y una trampa. Detrás de la mesa apostó a sus tiradores tras una mampara. Aldana estaba confiado de que el otro firmaría bajo la presión de la gente armada y estilando la vieja costumbre de "firme que le conviene". Entonces, tras una señal de Blanco Fombona, sus hombres abrieron fuego tras los bastidores. Bueno pues, la balacera fue tal que quedaron tendidos unos sesenta hombres y casi veinte heridos, de los de Aldana… ―Prácticamente toda su gente ―acotó Menesio. ―Pues sí, Aldana sin embargo, aprovechando la oscuridad, pudo huir con dos de sus hombres. ―¿Y es verdad que la gente del gobernador mató a Sergio Lira y a Luis Gorrín mientras dormían en el comercio de Aldana? ―¡No, hombre! Cómo va usted a creer que siendo Lira tan allegado y paisano de Aldana va a estar enchinchorrado con semejante balacera. Lo que pasó fue que Blanco Fombona, arrecho porque Aldana se le había escapado, lo buscó en su casa comercial y allí mataron a esa gente… Y al día siguiente salió a perseguir a su presa, pero Aldana se le había adelantado mucho, fíjese que el viaje más rápido de cuantos se han verificado hasta hoy día, desde aquí hasta Ciudad Bolívar, lo hizo él, invirtiendo sólo ¡siete días! Así pudo salvarse de la furia del gobernador. Y no sólo salvó su vida, sino que al llegar denunció a Blanco Fombona por esos hechos sangrientos y hasta lo acusó de haberse alzado contra el presidente Castro. Resulta que cuando llegó Blanco Fombona allá, de perseguidor pasó a perseguido. Lo arrestaron y ahora le siguen juicio. Eso está vuelto un gatuperio porque el fuñío de Aldana tiene mucha influencia en Bolívar, pero lo arrestaron en La Guaira. ―Ya lo creo ―afirmó Menesio, luego de tomarse la sexta copilla―, si es compinche del presidente del Estado y su 282


secretario general; precisamente, todo este asunto se debe a que Blanco Fombona se negó a negociar con ellos, entonces le mandaron al taimado Aldana a sacarlo… Bueno ―murmuró―, por ahora se me escabulló. ―¿Cómo dijo compadre? No vaya a estar hablando solo y caminando pa´tras. A pesar de todo, la vida continúa―, dijo Horacio y vació su copilla. ―¡Noo, que va!... Decía que tuvo suerte Aldana, por ahora manifestó Menesio y en ese momento pensó: "¡si pudiera entablar un duelo con ese condenado para mandarlo al mismísimo infierno!" Paco había estado meciéndose en un chinchorro, en el corredor de la casa, cerca de ellos y los escuchaba, sin participar. Finalmente no soportó aquella conversación: "¡Que barbaridad! ¿Cómo pueden llamarse humanos estos mentecatos? Y se llaman civilizados para colmo". Se había retirado disimuladamente a observar el esplendoroso paisaje ribereño desde las piedras. En cambio, José Tadeo y Mene escuchaban el relato ensimismados. Después hablaron de las buenas intenciones que tenía el gobernador Blanco Fombona, que en sus veinticuatro días de gobierno, había logrado reunir al Concejo Municipal, pues éste sólo había funcionado dos veces en el lapso de muchos años. Decretó escuelas en cada pueblo. Despachó a su hermano para Caracas, a solicitar pertrechos para la construcción, también a obreros y colonos, según sus propias palabras, a todos los desocupados y holgazanes que quisieran ganar no sólo con que vivir, sino bastante dinero y además solicitó curas para adoctrinar a los indios. Tuvo la intención de proteger al indígena del abuso de los racionales, pero desde el inicio de su corto mandato comenzaron a envolverlo con la red de la intriga y sedición. Le secuestraron la correspondencia y le envenenaron a un colaborador italiano. Él sospechaba que el alma de aquella conspiración era el viejo blanco, astuto y perverso Aldana, hombre activo, inteligente y acostumbrado a la acción. Posteriormente, después de permanecer unos pocos días en 283


casa de su amigo, Menesio regresó con su nueva familia a instalarse en Laja Alta. El viejo Horacio, a pesar del gentío que ocupaba su casa, sintió mucho la ausencia de la familia, pues además de extrañar a su tertuliano Menesio, también extrañaría a Consuelo y a su hermana Mina ya que se había encariñado y estaba muy a gusto con las zalamerías y atenciones de las jóvenes. Menesio comenzó el arduo trabajo de recuperación del lugar, para ello contó con el apoyo de su hijo Paco, sus nietos Mene y José Tadeo, al que ahora apodaban Jota; de su mujer Consuelo, su suegra y sus cuñados. Por otro lado, Engracia y sus hijos se sumaron al grupo, además contrató a cinco indígenas como peones. Mene se había prendado de Mina, la hermana de Consuelo, desde que se conocieron. El era tímido pero decidido y esta cualidad prevaleció sobre su debilidad. Sintiéndose colmado de mimos, caricias, besitos y promesas de enamorados, que a veces lo excitaban tanto que recurría a una de las sirvientas de la casa para desahogarse; una noche, no soportó más y se la llevó cargando con su baúl a la casa que había habilitado. Cuando amanecieron allí, los vecinos los descubrieron y se formó el comadreo. "Mene se sacó a Mina", era la frase para iniciar el parloteo; otros susurraban: "Mina se picurió con Mene". El comentario sobre el caso acaparó la atención de los pobladores del sitio ese día; después, fue disipándose hasta que, como era natural, todos consintieron la unión de la joven pareja, especialmente Menesio y Consuelo, quienes apreciaron la unión como una consolidación del grupo familiar. *** De los acontecimientos suscitados por el enfrentamiento entre Blanco Fombona y el presidente del Estado Bolívar, resultó como secuela del triunfo de este gobernante guayanés, el nombramiento de una persona de su confianza. Así que, en agosto de 1905, llegó a San Fernando el señor Ramón A. 284


Maldonado como nuevo gobernador titular; había sido el secretario privado del presidente del Estado Bolívar y aspiraba ser su futuro yerno. Llegó con barcos abarrotados de mercancía y víveres para permutar por caucho y balatá. Comenzó a negociar como otro empresario más, con mañoqueros y regatones. Todo su negocio marchaba viento en popa hasta que, al año siguiente, se topó con un cauchero envalentonado: fue acribillado a balazos durante la noche. Acto seguido, el asesino, un joven de apellido Pesquera, fue ultimado por un empleado de Maldonado. Ese año, también fue victimado el general Juan Anselmo, ex gobernador del Territorio, lo mató en su propia casa, un individuo a quien él había dado hospedaje. Tras el asesinato de Maldonado, se encargó de la gobernación Florentino Reverón hasta 1907, cuando recibió, con carácter de titular, el coronel Carlos Prato. Reverón dispuso de tiempo para publicar un periódico manuscrito titulado "Brisas del Atabapo". En el transcurso de esos años, Menesio había realizado un largo y tedioso viaje a remo y espía hasta San Carlos acompañado de Francisco y Jota, con el propósito de recolectar caucho y balatá. Durante el viaje meditaba sobre su propia vida. Habiendo llegado al cenit de sus aspiraciones, no podía conformarse, ahora, a aceptar su ineludible decadencia. No tenía otro modo de explicarse, aquel impertérrito navegante, como, después de viajar en sus propios vapores, ahora tenía que hacerlo como pasajero, y del modo más primitivo que se conocía, a remo y palanca… Había llegado a San Carlos cuando murió don Ramón Ángel Zerpa, propietario de la casa mercantil más fuerte, para entonces, del Territorio. Su muerte fue muy sentida por los Rionegrinos, pues Zerpa era excelente persona, de carácter bueno y generoso. También se había desempeñado como gobernador después de la administración de Tavera Acosta y posteriormente, al caer Orozco, el gobernador que había impuesto la Revolución Libertadora. Aún cuando sus tropas comandadas por Aldana, 285


habían matado a José Jacinto, Menesio no le guardó rencor.

CAPÍTULO XXXIII

ra época de invierno del año 1908. Con el Orinoco henchido, portentoso, cubriendo enormes extensiones de sus orillas y sus aguas bravías bramando en los raudales, molestas con las lajas que importunaban su presto caudal. El cielo encapotado constantemente, no cesaba de abarrotar el gran río. Menesio había hecho un largo viaje desde Ciudad Bolívar, llegando a Laja Alta en uno de los vapores de la Compañía, que había fletado en Maipures. Desembarcó su mercancía y después de pernotar dos días en el sitio, se embarcó de nuevo en una falca para visitar a don Horacio Luzardo en San Fernando, y llevarle una encomienda. Lo encontró encargado, una vez más, de la gobernación. ―¡Otra vez de gobernador! Ahora sí aceptó, compadre ―le dijo, intentando recordarle la vez que se negó a asumir el cargo, al tiempo que le daba un fuerte abrazo―. Bueno, si por mí fuese, debería ser titular por mucho tiempo. ―Ah caray, compadre, qué voy hacer, si esta gente sin fundamento, así como pelean por coger el coroto, también lo 286


abandonan sin más… ―¡Aja! Y esta vez ¿qué pasó?, no sé nada, pero me figuro que si usted está a cargo del gobierno, es porque ocurrió algún desorden. Yo vengo llegando directo hasta acá, para traerle sus encargos. ―Caramba, tiene usted razón compadre, resulta que el secretario de gobierno y otros empleados del coronel Prato, estafaron a varios negociantes, usted sabe, ofreciendo prebendas que no cumplieron… y bueno, se fueron Atabapo arriba. Viendo que el gobernador con una actitud negligente, no movía un brazo para solventar la situación, los vecinos se reunieron y le ofrecieron sus servicios. Pero inexplicablemente el hombre, en vez de utilizarlos, se fue también, pero rumbo a Ciudad Bolívar. ¿Qué le parece? ―Seguramente, estaba de acuerdo con su secretario, supongo yo. ―Entonces, en esas circunstancias, consideré mi deber asumir accidentalmente las riendas… ―Bueno compadre, tengo algo que hacer, pero cuente conmigo para lo que sea bueno―. Menesio hizo un gesto de despedida. ―¡No, no! Espérese, que la cosa no termina allí. Resulta que me puse de acuerdo con Fernando Molina, el más agraviado por los timadores, y el 9 de abril organicé unos cuantos hombres para perseguirlos, pero lo asombroso fue que, cuando uno de los grupos que salían a embarcarse, encontró a Molina en la calle, lo acribillaron a balazos. Los asesinos huyeron, así que no pudimos averiguar la causa del asesinato de Molina. Después supimos que los estafadores fugitivos ya habían entrado en territorio brasilero. Entonces, en vista de eso, decidimos licenciar a la gente. ― La violencia nos asola cada día ―afirmó Menesio―. Allá en San Carlos también mataron a puñaladas a un tal Molina que era administrador de la aduana del puerto, y el asesino también huyó al Brasil. ―Sí, hombre, el hermano de Fernando, casualmente diez días después que mataron a Fernando aquí. Murió sin saber nada del asesinato de su hermano. 287


― Gracias a Dios, compadre, que usted quedó a salvo de esas intrigas y conspiraciones. *** A finales de año, arribó a San Fernando el señor Francisco Manamá como gobernador titular. Con él llegaron, formando parte de su personal administrativo, los señores Máximo Barrios y Tobías Angulo, todos barinenses. Durante su gobierno, que duró hasta 1910, la vida en las barracas, caseríos y en la capital transcurrió sin contratiempos. Esto significaba que continuaba normal el sistemade aprovechamiento del caucho y explotación del indio. Época de paz política ansiada por los empresarios y negociantes de la goma; porque a los esclavos del avance, les daba igual. Sin embargo la causa de aquella enfermedad manifestada, tanto en el campo político como en el económico, en crimen, terror, intimidación, robo, exacción y estafa, subsistía en el vasto cuerpo verdinegro, enmarañado de selva y agua. Estaba incluido en el acuoso, nauseabundo y blancuzco látex. Empero, ese mal no era intrínseco de la Madre Selva, más bien ella era receptora de la enfermedad cuyos portadores eran aquellos "racionales" que la infestaban. Y la Madre, guardiana de sus hijos, estaba imposibilitada para su defensa. En "la capital de la aventura", "la capital del caucho" o "la capital histórica", se asentaba el poder que generalmente se aliaba con el explotador de caucho e indígenas. La producción de caucho en pleno apogeo era el combustible que enardecía a los inescrupulosos negociantes para lanzarse a la conquista de fortunas enormes, mediante la extracción del látex y la opresión del hombre nativo. El Territorio era, contrariamente a otras regiones del país, una región productiva. Pero era una riqueza maldita, tanto así, que cada día los pueblos se iban empobreciendo inexorablemente. Los empresarios fuertes habían sustituido a los concesionarios extranjeros, pero mantenían sus mismos métodos de explotación. Los más fuertes, como Aldana, Funes, 288


Rodríguez Franco y Level, disponían de un personal de peones que eventualmente podían convertir en una milicia, como lo hacía Menesio Mirelles, con el fin de tomar por la fuerza lo que no conseguían con timo o astucia. A pesar de que algunos, a veces, pasaban por tiempos difíciles, por lo general se trataba de una época buena para los explotadores; así, en el vaivén de la suerte de los audaces, esta vez le tocaba la buena racha a Aldana, pues había salido triunfante en los pleitos legales que tuvo a consecuencia del enfrentamiento con Blanco Fombona, otro tigre como él pero con diferente talante. Menesio se cuidó de no inmiscuirse en los acontecimientos suscitados durante el proceso judicial que se le seguía a Blanco Fombona y Aldana en Ciudad Bolívar, aunque no evitaba manifestar su odio hacia el dueño de "La Providencia". En el transcurso de aquel proceso, presionaban a los testigos a declarar a favor de uno o del otro, principalmente por parte de los allegados de Aldana, como fue el caso del joven Rafael (Chicho) González y Rafael C. Coll. Hasta el mismo ex gobernador Tavera-Acosta se vio envuelto en aquel gatuperio judicial. Mientras tanto, el personal aldanero en Isla de Ratones quedó soportando muchas penurias, pues había quedado a cargo del socio de Aldana, el terrible general Manuel González, "el tigre de los llanos" como él mismo se llamaba; superaba a su socio en la sevicia contra los peones. Finalmente, cuando Aldana regresó a su sitio "La Providencia", entre otros muchos cuentos que le echaron sus adulantes, fue el de que Menesio Mirelles quería cobrarle una deuda de honor. Sonrió sardónicamente y tocándose una oreja le habló al oído a uno de sus secuaces dándole una orden mortal que el matón entendió claramente: ¡Jálenle la oreja! *** Desde su llegada a Laja Alta, Menesio Mirelles no había participado en cuestiones políticas. Se había dedicado al 289


comercio y había hecho florecer nuevamente el sitio. Transcurridos tres años allí, se había recuperado de sus sufrimientos sentimentales, la muerte de su esposa y de sus hijos. Viajaba a Ciudad Bolívar cada año acompañado siempre por su hijo Francisco y su nieto Jota. Francisco (Paco) ya se había habituado a viajar y había descubierto en sí, la vocación por investigar la naturaleza y su gente, era su oportunidad para leer y anotar sus experiencias. Menesio llevaba personalmente su cargamento de caucho, balatá, aceite de palo, sernambí y soga de chiqui-chique. Visitaba a sus hijos y nietos. Visitaba también algunos amigos, pero ya no solía asistir a las fastuosas fiestas y espléndidos banquetes de la cámara de comercio de Ciudad Bolívar. En Laja alta dejaba a Mene, a Consuelo y sus hijos; ya tenía con ella, una hembra y un varón. Al cabo de dos meses regresaba con muchos regalos para ellos y, por supuesto, con mucha mercancía para sus negociaciones. En fin, su edad, sus negocios y su vida bucólica habían mitigado hasta hacer desaparecer de su corazón el deseo de venganza. Para él, Aldana era cuestión del pasado. En una de sus estadías en Ciudad Bolívar, había participado en la venta de las acciones que poseían sus hijos en la Compañía de Vapores del Orinoco. Esta compañía se disolvió para dar paso a La Compañía de Navegación Fluvial y Costanera de Venezuela, presidida por el general Román Delgado. Durante el viaje de regreso a Laja Alta, mientras pasaban los raudales, les comentó a su hijo y sobrinos que muy pronto comenzarían los trabajos de una vía que salvaría ese trayecto, que dificultaba la navegación. ―Así es, el gobierno aprobó un contrato con Rodríguez Azpúrua para construir una vía férrea entre Puerto Perico y Maipures, para asegurar la navegación desde ese puerto hasta San Carlos. También este contratista establecerá una línea de vapores y construirá un telégrafo. ―¿Hasta San Fernando? ― preguntó Paco. ―Caray, no lo creo, debe ser entre Perico y Maipures. La verdad es que no sé, lo del ferrocarril entre Puerto Perico y 290


Maipures sí es un hecho. Pasaban precisamente por el camino de Maipures, territorio Aldanero, en ese viaje de regreso a Laja Alta, cuando Paco, que andaba con los nervios de punta, advirtió de antuvión la presencia de un crótalo. Formó un escándalo y Jota sin inmutarse, sólo exclamó: ¡aguaita! Sacó su revólver y mató el animal. Esta acción no hubiese trascendido más allá del desconsuelo de Menesio por la actitud timorata de su hijo. Pero ocurrió que el rebato de Paco y el disparo, desconcertaron a los bandoleros de Aldana que los esperaban más adelante, emboscados entre las piedras y los matorrales. Se creyeron éstos descubiertos y abrieron fuego a destiempo, cuando sus víctimas aún no estaban a tiro. El viejo general no reaccionó a tiempo, preocupado por los gritos de Paco, pero Jota sí, se lanzó sobre la laja, derribando a su abuelo y su tío, a la vez que accionaba su Winchester. Menesio, pasada la sorpresa, buscó refugio entre los bultos que transportaban. Consiguió su rifle pero antes de comenzar a disparar vio que Paco estaba como un ovillo tras unas piedras y le lanzó un rifle. No lo pudo atrapar, pero hizo un esfuerzo sobrehumano y lo arrastró con su pie mientras las balas rebotaban a su alrededor. Luego los tres se enfrentaban a los escondidos asaltantes, mientras los cargadores huían hacia la rivera. Mientras oía silbar las balas sobre las piedras, Menesio pensó que trataban de apoderarse de la carga y les hizo señas a sus muchachos para que se replegaran; pero Jota se dio cuenta que la balacera sólo se dirigía hacia su abuelo. Así que fue rampeándo la laja hasta alcanzar una posición ventajosa. Para ese momento, un grupo de asaltantes había hecho un rodeo por el lado del río para cercarlos. Menesio y Paco estaban entre fuego cruzado. No hubiesen resistido a no ser que dos de los cargadores, con sendas escopetas, cazaron a los asaltantes por detrás. Jota hizo otro tanto con el grupo emboscado entre las piedras. Los que no cayeron en la refriega huyeron hacia los montes. Menesio Mirelles vio con orgullo a su hijo, no sabía qué decirle a ese joven que creía un timorato porque no se atrevía a 291


considerarlo cobarde. Se había portado como todo un macho, pensó. Le parecía una ilusión óptica verlo ahí erguido, herido en la frente, desafiante, con el rifle humeante en sus manos. Solo pudo sonreír de felicidad. Luego volvió a recordar al astuto Aldana. Recordó también que en Rionegro, no se podían olvidar las afrentas… *** El gobernador Manamá abandonó el Territorio, fue a Caracas a renunciar al cargo pero don Máximo Barrios y don Tobías Angulo se quedaron. Del gobierno quedó encargado el señor Néstor Pérez Briceño. A pesar de que no tuvo contratiempos durante su gestión, Pérez se desempeñó mediocremente, dejó la capital del caucho en un estado de abandono total. Cuando llegó el Dr. Samuel Darío Maldonado a sustituirle como gobernador titular, anotó en su informe que San Fernando era el más insalubre de todos los pueblos del Territorio, pues encontró sus casas con patios repletos de basura, techos de palma hechos madrigueras de ratas en cantidad alarmante. Murciélagos y sabandijas de todas las especies conocidas y aún por conocer, suelos de tierra apisonada con polvo en continua renovación. Encontró que la única casa con piso de tablas en la sala y dos cuartos, era la del general Horacio Luzardo. Maldonado, un empecinado tachirense, se enfrentó a la barbarie con las armas de la nobleza, la honradez, la justicia y el patriotismo. Su gestión fue positiva, en paz y justicia; ordenó construir edificaciones indispensables para las oficinas públicas como el juzgado de primera instancia, Juzgado municipal, Registro, Administración de Correos y escuela de varones y hembras. Ordenó demoler toda edificación ruinosa y construir una nueva avenida que bautizó con el nombre de Solano, la cual dio mayor amplitud a la antigua calle y abrió una nueva y bella perspectiva sobre el río Atabapo. Como no había alumbrado público, solicitó a la Casa Blohm y Cía., de Ciudad Bolívar para que le enviasen 86 fanales. 292


Menesio se estaba recuperando lentamente de una fractura del pié, una dislocación del hombro izquierdo y dos rasguños de bala. A pesar de esas marcas de la violencia que se cernían sobre él, confiaba y tenía la esperanza de que finalmente el Territorio afianzaría su rumbo hacia la prosperidad y el progreso, bajo la administración del gobernador Maldonado. Su confianza, entre otras razones se afianzaba en el nombramiento que le dio Maldonado a Horacio Luzardo como nuevo Jefe Civil del Departamento Atabapo. A pesar de sus achaques, esto le proporcionó fuerzas a Menesio para dejar la hamaca e ir a congratular a su compadre y, a la vez, manifestarle su desacuerdo por el nombramiento de Aldana como Jefe Civil de Atures. Lamentablemente a fines de 1911, el doctor Maldonado se enfermó gravemente durante un viaje que hizo al Río Negro para colocar un hito en la frontera con Brasil. El buen gobernante tuvo que abandonar el cargo y viajar a Caracas dejando encargado al señor Bernardo Guevara. Ese mismo año llegó, desde los confines del sur, la noticia de la muerte de don Marcelino Bueno, ocurrida en un barracón cauchero en el río Siapa. Cuando Menesio la recibió se entristeció notablemente, pues lo apreciaba mucho y era uno de sus pocos amigos que quedaba con vida. En ese tiempo, Menesio tenía seis años de haberse reinstalado en Laja Alta, ya tenía tres hijos: una hembra y dos varones, más una hijastra. Entre todos constituían una comunidad laboriosa, como en los viejos tiempos cuando había fundado Laja Alta, o cuando Basilia estaba en la casa grande. Pero los años que pesaban sobre él hacían la diferencia. El viejo general Mirelles ahora esperaba impasible la llegada de los secuaces del amo de Isla de Ratones; algún día tendrían que llegar a cumplir su mandato criminal; Menesio siempre estaba prevenido por un posible ataque, mientras tanto, ya estaba preparado para incursionar hasta la propia guarida de Aldana, enfrentarlo, cara a cara, y así, de una vez por todas, vengar a sus dos hijos y saldar cuentas por el atentado de Maipures. 293


CAPÍTULO XXXIV

a era de violencia que había caracterizado la vida política y económica en la zona cauchera de la selva orinoquense, había involucionado con el paso de los años. El progreso de los pueblos tan ansiado por don Marcelino Bueno y Menesio Mirelles se hacía una quimera. Pero la pasión política había sido subrogada efímeramente por la intimidación y opresión laboral que era el patrón de la industria gomera. En ese intervalo, Menesio vivía una vejez aparentemente sosegada en su sitio de Laja Alta, porque nadie sabía que estaba preparándose para enfrentar al peligroso Aldana. Entretanto negociaba con el caucho, el balatá y otros productos forestales; a la vez que disfrutaba la compañía de Consuelo y de sus hijos, enseñándoles a éstos las primeras letras e iniciando a los varones en las tareas propias de sus edades, como la pesca, la cacería o la navegación; les fabricaba lanchas de palo de boya y en las noches les contaba cuentos clásicos. A veces rabiaba con sus cuñados para que éstos cumplieran su trabajo. Menesio no dejaba de practicar tiro al blanco utilizando revólver y rifle, especialmente en compañía de sus nietos Jota y Mene. Pero su hijo Paco eludía acompañarlos cada vez que tomaban las armas. "Vayan ustedes sobrinos, que yo tengo que hacer otras cosas mas interesantes", les decía; y luego murmuraba: "¡Cómo odio esa manía de disparar! Es que no tiene sentido. ¿Por qué tiene que perseguirme todo lo que aborrezco, Dios mío?" *** El coronel Roberto Pulido, nuevo gobernador titular, llegó a San Fernando con sus familiares y séquito de amigos y colaboradores que constituían su tren gubernamental. Vino 294


preparado para luchar contra las privaciones y la muerte pero no tuvo éxito porque, aunque superó las privaciones, finalmente lo vencería la muerte. Durante su mandato se enriquecía sin escatimar los medios: se aprovechó de la renta pública y creó impuestos exorbitantes al comercio y la industria; cobró gravámenes hasta por el uso de los ríos y creó su nueva empresa: "Pulido Hermanos", para monopolizar y acaparar la producción forestal. La condición esclava del indígena y la pasividad transitoria de los criollos estimulaba su avaricia. Y todo esto revivió el germen de la violencia. Ante semejante cerco económico y de terror que Pulido trataba de imponer, se reunieron los empresarios caucheros y negociantes para lograr un entendimiento con el gobernador, pero la iniciativa fue en vano: Pulido era el gobernador y ponía las condiciones. Hizo un primer viaje a Ciudad Bolívar para reabastecerse de mercancía, dejando encargado a su hermano Pablo Enrique. Un día se presentaron a Laja Alta varios representantes del grupo empresarial de San Fernando, a quienes Menesio recibió con mucha cortesía pues al frente de ellos venía su compadre Horacio. Hablaron detenidamente en el corredor de la casa; unos tomaron café y otros, cerveza alemana. Luego se despidieron tensamente, sin mucha efusividad, como solían hacerlo. Luego, cuando Menesio y Consuelo estuvieron solos, Consuelo lo atiborró a preguntas, pero él le respondía con evasivas. Menesio Mirelles, consecuente con sus principios, se había negado a participar con sus colegas empresarios en la conspiración contra Pulido. Después de mantenerse incólume toda su vida de este desbarajuste, no tenía por qué soportar el acoso del gobernante inescrupuloso ni la inquina de los empresarios caucheros "honorables" que lo considerarían, desde ahora, entre los "traidores". No lo merecía. Pero antes de liberarse de esta disyuntiva, tenía pendiente una cuestión de honor. Había prorrogado demasiado la cita con Aldana. Se preguntaba si su pasividad era producto de la edad o del conformismo; en todo caso, lamentó que su inercia le hubiera 295


provocado la acumulación de dos problemas y se dispuso solventar el asunto. Transcurridos pocos días de aquella visita, se rompió la monótona placidez de Laja Alta. Muy de mañana Consuelo percibió que Menesio no había amanecido en su cuarto. Había salido la noche anterior de cacería con Jota, Mene, Mapaguare y tres marineros. No llevó a Paco porque ya reconocía la aversión de su hijo por la cacería y la aventura. Paco, Consuelo y Mina, la mujer de Mene comenzaron a preocuparse. "Probablemente tuvieron que dormir en el monte para lograr la caza. Deben regresar antes del almuerzo." Nada. "Será que se quedaron hasta esta noche, decían." Nada. El segundo día hicieron todo lo posible para localizarlos. Salieron muchas comisiones y rastreadores pero regresaban abatidos por el fracaso. Después de dos semanas, la búsqueda había sido en vano y sólo entonces se resignaron a aceptar la desaparición de Menesio y sus acompañantes. Sin embargo Consuelo, en su desespero, había recurrido a los curiosos, a la sacasaca y adivinadores. Lo de siempre: que se los habían llevado las toninas encantadas a la ciudad encantada de Temendagui. Que si habían caído en el mundo de los sapos invierneros. Que en cualquier caso ya era tarde para rescatarlos. Que eso les pasó por andar con esos "matis" del carrizo. Que se habían perdido en el monte. ¡Pero si todos eran baquianos y rumberos…! Durante las tertulias nocturnas, los vecinos del sitio no se referían a otro tema que no fuese la desaparición del viejo general y sus nietos con los marineros. Con el tiempo, comenzaron a oírse rumores de que Jota se había convertido en salvajito. En yamádu, decían los baré.

1913 En aquellos tiempos de angustia, pasó por Laja Alta, el famoso explorador y etnógrafo alemán Theodor Koch-Grümberg, con destino a San Fernando, donde arribó el 2 de enero de 1913. 296


Venía desde el Ventuari conducido por la gente de Rafael Federico (Chicho) González. Fue recibido por el gobernador accidental Pablo Pulido y se alojó en la casa de Chicho. Dos semanas después se embarcó para remontar el Orinoco hacia el Casiquiare. En Capibara se encontró con el coronel Rodríguez Franco e hizo gran amistad con Jacinto Gaviní, nativo de Córcega, el padre de todos los Gaviní de Amazonas. Desde allí el explorador siguió rumbo a Brasil, hasta que un día, la malaria lo entregó a la mágica selva que él tanto amaba. Había transcurrido un mes desde la desaparición de Menesio y su gente, cuando arrimó a Laja Alta un bongo con muchos indígenas. Engracia y algunos más bajaron al puerto para ver si traían pesca o cacería como era habitual, pero se formó un alboroto cuando los recién llegados bajaron a Jota, a Mene y dos hombres más, todos desmadejados. El más grave era Mene, que había perdido el brazo izquierdo y mucha sangre. Jota, malherido, apenas podía balbucir las palabras; les contó todo con mucha dificultad, porque su boca estaba muy lesionada. Esa situación les recordó, a los viejos del sitio, la vez que llegó su padre José Jacinto a Laja Alta también herido. ―Mi abuelo, Mene y yo salimos de cacería bajando el Orinoco, después del primer día, nos fuimos al garete y llegamos a isla de Ratón. Mi abuelo dijo que él iba a arreglar un asunto con Aldana, que tenía pendiente con él un asunto de honor que sólo podía arreglarse personalmente. Nos dijo que la única manera de vencer a Aldana, frente a frente, era atacándolo en su guarida "La Providencia" y nos explicó cómo lo iba hacer. Que nosotros lo íbamos a respaldar solamente en caso que lo atacaran a traición. Que no le dijéramos a nadie lo que iba a pasar. Entonces, uno de los "dañeros" que andaba con nosotros se ofreció para liquidar a Aldana, con camajay, sin poner en peligro la vida de otros, pero el abuelo nada que quiso. Salió con el asunto del honor, la dignidad y demás… En la madrugada, antes de aclarar, íbamos pasando la punta de la isla, cuando fuimos sorprendidos por una balacera. Nos defendimos disparando al tanteo, pero no sabíamos de donde venían los 297


tiros. Cuando le dieron a uno de nosotros, el abuelo nos mandó lanzarnos al río para protegernos con el bongo. Y así, echando plomo llegamos a la otra orilla. Yo creía que nos habíamos salvado, pero los muérganos esos aldaneros, salieron en una curiara a perseguirnos. Cuando al fin los desorientamos, pudimos reponernos. Pero allí me di cuenta que Mene estaba muy mal herido. Entonces le pusimos un apósito en la herida y nos subimos a unos árboles para emboscar a la gente. Nos venían siguiendo el rastro y al rato nos alcanzaron, les echamos plomo, eran nueve ellos. Allí nos batimos, plomo va y plomo viene, nojose; mataron a uno de los nuestros, pero quedaron seis tendidos y los otros huyeron. "Vamos a dejarlos allí para enterarlos después, pero nos llevamos al nuestro", dijo el abuelo y seguimos hacia la hacienda que tiene Aldana en el lado izquierdo del río, porque él estaba empeñado en ir hasta allá todavía, nojose. Entonces, de repente se paró frente a nosotros y nos ordenó: quédense aquí hasta que regresemos, yo sigo solo con Mapaguare. Recargaron sus armas, cargaron sus pertrechos y se fueron. Esperamos un tiempo y después… ―¿Después qué? ― dijo Paco impaciente, sin considerar el acceso de tos que atacó a su sobrino. ―Después oímos a lo lejos, muchos disparos y más tarde resonaron dos explosiones seguidas de muchos gritos y voces. Entonces nos adelantamos, desobedeciendo la orden del abuelo, vimos que subía mucho humo y el ambiente se cargó de olor a caucho quemado. Al rato los encontramos cuando venían de regreso; los dos, el abuelo y Mapaguare venían aguantándose uno con el otro, muy mal heridos. Dijo el abuelo que habían entrado por sorpresa en la propia casa de Aldana, le habían dicho que estaría allí pero no estaba. Que había salido con algunos hombres a ver que ocurría con la emboscada que nos había tendido, porque alguien nos había delatado. Entonces, cuando se estaban retirando, los gritos de las mujeres alertaron a los peones. Comenzó la balacera y los estaban cercando; al momento de terminárseles las municiones, el abuelo y Mapaguare lanzaron sendos tacos de dinamita y provocaron un gran incendio. Mientras los aldaneros se recuperaban, pudieron 298


escapar, pero no dieron más detalles porque estaban muy mal, los dos. "Como habíamos dejado a Mene con un marinero, lo fuimos a buscar, para regresar todos. Teníamos que salir rápido de ese sitio porque Aldana no tardaría en reorganizarse y salir a perseguirnos, para colmo yo me había caído del árbol y me había roto un hueso de la canilla. Aún así, caminamos un buen trecho pero yo veía muy mal al abuelo, había perdido mucha sangre y también Mapaguare, aunque el no se quejaba y mas bien buscaba unas hojas para hacer unos apósitos, pero nada; nos detuvimos a descansar, ya el abuelo no podía más, pero no se lamentaba del dolor sino de no haber encontrado a Aldana. Mapaguare murió primero, después, al rato el abuelo murió…" Las lágrimas nublaron los ojos de Jota y se limpió con coraje. ―Y ¿qué dijo? ―preguntó Consuelo―. ¿No dijo nada? ―Sí, me agarró con fuerza, casi como si quisiera llevarme con él y me dijo… me dijo que te cuidara, que siguiéramos trabajando y que mandáramos a los muchachos a estudiar en casa de sus hijas en Ciudad Bolívar. ―¿Y por qué no lo trajeron? ―repuso ella. ―¡Ah! ―se quejó Jota, escupiendo sangre por la abertura que se notaba en su boca deformada por un bala. Seis dientes le faltaban―. El abuelo pidió que lo enterráramos al lado de Mapaguare y los otros; dijo, casi sonriendo, que iban a seguir andando juntos…El abuelo quería a Mapaguare como si fuera su hijo. Yo quería traerlo caray, pero nosotros también estábamos baleados. Además teníamos que cargar a Mene. Tuvimos que enterarlo allí mismo, junto con Mapaguare y los otros, ¿qué más íbamos hacer? Si él mismo lo pidió así. Después podemos ir a buscarlo… Mene no pudo continuar, farfullaba con voz quebrada, se sentía muy mal. Entonces Jota habló susurrándole a Mina, mientras le colocaba unos apósitos en las heridas: ―Nos habíamos perdido en la selva tratando de escapar. Así que tuvimos que caminar mucho monte; con todo y guía, nos perdimos varias veces porque no conocíamos esa zona. No nos fuñimos de vaina, menos mal que por fin nos encontramos a 299


estos guajibos del Vichada, gracias a ellos sobrevivimos. Se recuperaron tomando y aplicándose preparados a base de plantas medicinales. Jota se reestableció de sus varias heridas primero, pero quedó cojo. La recuperación de Mene, por la infección que le había atacado la herida en el muñón del brazo y también la oreja, fue mucho más lenta. *** Ante la arrogancia del mandamás surgió la conspiración, la arraigada sedición y revuelta armada que caracterizaba a la política amazonense. Los empresarios caucheros no se dejarían esquilmar tan fácilmente. Aprovecharon la ausencia de Pulido, el gobernante cicatero, y se reunieron subrepticiamente con el coronel Funes, el más confiable de ellos, con experiencia militar. Sin embargo, algo había oteado Pulido y se comunicó con Aldana, el viejo zorro, con la intención de concebir un plan para liquidar a Funes y su camarilla. En esta tensa situación, los comentarios se hacían cautelosamente y los bandos se organizaban secretamente. Pero los conspiradores no se imaginaban el terrible alcance que tendría el hecho de haber nombrado a Funes su apoderado. Lo que gestaría Funes no era ni siquiera la acumulación de todas las conspiraciones pasadas, de las revueltas, de los motines o saqueos ocasionados por la actuación de las compañías monopólicas o gobernantes inicuos. Lo que preparaba no era una revuelta más contra el gobernante para sacarlo del poder y desterrarlo o asesinarlo. Estavez sería distinto. Él no cometería el error de Aldana cuando quiso liquidar a Blanco Fombona. Mucho menos el de Menesio cuando intentó desafiar a Aldana. En el enfrentamiento de estos titanes de la perfidia, se habían perfilado claras diferencias. Pulido pensaba y planeaba como eliminar la competencia de Funes y sus adláteres. Dubitaba, porque realmente no era criminal, sino cicatero y no quería rebasar la distancia entre esas perversiones. En cambio Funes no dudaba. Ya tenía la aquiescencia de la mayoría de los empresarios caucheros. Era 300


Pulido o él. Y él picó adelante. Una vez orquestado su plan, fijó la fecha y convocó a sus secuaces la noche del 8 de mayo de 1913. La oscuridad ampararía la revuelta al mando del coronel José Tomás Funes. Y dio la orden: ¡Acaben con ellos! *** Después de aquella fatídica noche, durante los siguientes siete años y siete meses, las noches y los días serían tenebrosos, no sólo en las casas y calles de San Fernando de Atabapo, sino también en todo el ámbito del Territorio. La ola funesta llegó cinco años después de "La Funera", hasta el astuto y perverso viejo Aldana por intermedio del general Manuel M. González, lugarteniente de Funes, Lo cazaron fuera de su guarida; pues González, que era su socio, lo llevó engañado a una laja de Maipures. La piedra les servía de ara para sacrificar a sus enemigos, simulando diabólicamente los antiguos sacrificios mayas. "¡Amuelen esos machetes cuando vayan a matar un hombre, carajo!", fue el gemido que dio cuando le asestaron el alevoso machetazo. Cuando recibió el segundo cayó en el vertiginoso abismo, sobre el gran remolino que forman los torrentes del río al pasar bajo la piedra. La vorágine lo esperaba para tragárselo. "…pues quien usa la espada, perecerá por la espada", diría tal vez su epitafio diluido entre los remolinos de aguas. ―¡Manusaho apigawa ipusi! ―pregonaron los bongueros en lengua yeral, al sur de Ríonegro. ¡Hombre malo murió! ―¡Knumánaja dáwikjana! ―anunciaron los bogas en baré. *** En el transcurso de aquel funesto tiempo se borraría todo recuerdo de los demás protagonistas de la sórdida aventura cauchera. Los atabapeños que se caracterizaban por ser dicharacheros y alborotados, que eran adictos al juego, al ocio y 301


a politiquear con gran algarabía, tal como lo había apuntado Koch-Grümberg, terminaron cabizbajos y cautelosos, andando por las calles como espectros, tal como observó Arévalo Cedeño después de fusilar a Funes. Los descendientes de Menesio Mirelles que habían abandonado la Madre Selva, se dispersaron entre sus congéneres nacionales y extranjeros, barajándose entre los apellidos que dominaban el comercio guayanés. Los que se quedaron en ella, como Jota, Mene y sus hermanos, se eclipsaron con mayor motivo, pues trataban de encubrirse para no ser señalados como coautores de aquel proceso ignominioso de explotación cauchera. No se sabe ni siquiera donde está sepultado el general Menesio Mirelles, porque ni su hijo Paco, ni su mujer Consuelo se ocuparon de su tumba. Paco se fue a Ciudad Bolívar en la primera oportunidad que tuvo. Allá se hizo famoso publicando sus notas sobre el Territorio y su gente. Dicen que Consuelo, sus hijos y su familia regresaron a Colombia y jamás volvieron al Amazonas; que Jota, desdentado y renco, y Mene, mocho y sin oreja, se fueron también con ellos. Dicen que se llevaron las morocotas que tenía Menesio en Laja Alta. Y don Horacio Luzardo, el sempiterno procurador, que en el lapso de veintinueve años, había ocupado accidentalmente la gobernación en cinco oportunidades, también había alcanzado el título de general y había sobrevivido aquellos tiempos funestos; un día abandonó el pueblo llevándose a sus hijos y no se supo más de ellos. Dicen que fue porque descubrió a su mujer en brazos de su propio sirviente. Pero, antes que esto ocurriera, un día estuvo conversando con sus amigos en el botiquín y como era habitual, conversó acerca de su dilatada vivencia, eso sí, evitando mencionar sus declaraciones ante el Fiscal del Ministerio Público que esclarecía los hechos ocurridos aquel terrible ocho de mayo. Obviamente, su declaración tendenciosa a Funes, era coherente con el enfoque de los comerciantes caucheros, de no haber actuado condescendientemente, no hubiese sobrevivido. ―La gente se olvidó de todo el mundo ―dijo―, porque ¡ay 302


de aquél que llegara a reconocer o mencionar otro jefe que no fuese Funes o alguno de sus secuaces! Hasta del fuñío Aldana se olvidaron. Lo único que se recuerda de él es el cuento de su chiva, que se metió en una falca cargada de mañoco y se comió un mapire completito, luego tomó agua y ¡bumm!, explotó la chiva de Aldana. Sus compañeros de mesa soltaron una carcajada. También lo hicieron unos forasteros que estaban libando en la mesa contigua. Hacía poco habían llegado a San Fernando, en asuntos de negocios. Dos de ellos, de edad madura y elegante vestimenta, no ocultaban la apariencia de tener mucho dinero; estaban compartiendo con sus colaboradores, parecían todos colombianos por su tono de voz. ―¿Que tal otro traguito don Mene? ―dijo uno de sus compañeros. ―¿Y qué espera, hombre? Pida, mijo, que a eso vinimos ¿no es cierto, primo? Y, oiga, además pida una tanda para la mesa de los amigos. ―Se les agradece, caballeros ―dijo don Horacio al recibir las bebidas y luego continuó―: De mi compadre Menesio Mirelles tampoco nadie se acuerda. Debe ser porque no echó tanta vaina, ni robó ni mató gente, a no ser en las batallas donde participó; en la guerra sí está permitido matar al enemigo según dicen. Todo es relativo. La humanidad, lo que se ocupa es de fantasear. Eso de que su familia sacó un entierro en Laja Alta es completamente falso… ―Sobre estos enterramientos ―interrumpió otro―, se han tejido muchas leyendas en Ríonegro, pero yo estoy seguro que el general González, el esbirro de Funes, sí dejó un entierro en su sitio de San Rafael. ―¡Ah, bueno! Eso no se sabe, supongo que ese bandido sí tenía que esconder todo lo saqueado. Pero mi compadre, no; yo lo conocía muy bien, no era hombre de estar enterrando botijas, ¡qué va! Todos sus bienes los tenía invertidos en Ciudad Bolívar… Cuando oyeron estas palabras del viejo Horacio, don 303


Mene, el parroquiano mocho, se terció el fino sombrero de ala ancha que disimulaba su destrozada oreja y miró de reojo a su primo, al que llamaban don José. Don José le sonrió irónicamente y desde su boca deforme brotó la brillantez de seis dientes de oro.

Fin

304


VERACIDAD DE LOS PERSONALES

En esta obra se reseñan a personajes reales, cuyo protagonismo está ajustado al quehacer de su tiempo y circunstancias históricas, como es el caso de Marcelino Bueno y Charles Bovallius; los gobernantes Jesús Castro, Francisco Michelena y Rojas, José Joaquín Fuentes, Horacio Luzardo, Level Gutiérrez, Leoncio D'Aubeterre, Tavera-Acosta, Blanco Fombona, Víctor Aldana y muchos otros con efímera alusión. Las relaciones o afectos de algunas de estas personas con los protagonistas ficticios, es producto de la imaginación del autor.

Personajes de ficción: MENESIO MIRELLES, el regatón CIRENIA, primera mujer de Menesio JOSÉ JACINTO MIRELLES, hijo de Menesio y Cirenia JOSÉ TADEO (JOTA), (DON JOSÉ), hijo de José Jacinto y Eusebia COLOMA, warequena, segunda mujer de Menesio, ELEUTERIA, hija de Menesio y Coloma ENGRACIA, hija de Coloma y Serapio Almao NICASIO CABUYA, hijo de Menesio y Kaimara KAIMARA, baré, cuarta mujer de Menesio MADAME CARLOTA CAZABAT, tercera mujer de Menesio CARLOTA DE FRUSTUCK, hija de Menesio y Carlota MENE, hijo de Nicasio y Engracia, nieto de Menesio VIVINA, primera esposa de Menesio BASILIA, segunda esposa de Menesio SATURNINO AFANADOR, guayanés, padre de Basilia TÁRSILA MIRELLES, hija de Menesio y Basilia REMIGIO DEAPELO, esposo de Társila Mirelles FRANCISCO (PACO) MIRELLES, hijo de Menesio y Basilia 305


NARCISO MIRELLES, hijo de Menesio y Basilia HORACIO MIRELLES, hijo de Menesio y Basilia CONSUELO, la última mujer de Menesio, colombiana MINA, hermana de Consuelo CRISPULO YANIVA, Shamán y cacique baniva, abuelo de Menesio TÁRSILA, hermana (difunta) de Menesio MANRESIO YANIVA, baniva, hermano de Menesio CIPRIANO VOLASTERO, hijo de Tiburcio (Mocho) Volastero NICANOR CANSINO, carpintero colombiano LORENZO MAPAGUARE, práctico navegante, baniva CEFERINO DAYA, práctico y baquiano, baré TARSICIO MURE, práctico y patrón, baniva CELEDONIO YAPUARE, caporal, baré EVASIO (CELADA) YAVAPARI, kurripako SULPICIO CELADA, enemigo (difunto) de Menesio ESPERIDÓN (TURCO) ZEILER, socio de J. J. Mirelles NICASIO TÉLLEZ, antiguo compañero (difunto) de Menesio

306


GLOSARIO DE REGIONALÍSMOS Arriba: (ir arriba) navegar río arriba, contra la corriente. Bajar: navegar a favor de la corriente, río abajo. Balatá: látex del purgo (Minilkara spp.): sustancia intermedia entre la gutapercha de Asia y el caucho (Hevea), se emplea particularmente en la fabricación de correas de transmisión y suelas de zapato. Barajo: interjección que denota asombro. ¡Basié!, ¡basirruque!: voz que se usa para expresar negación o rechazo. ¡Bersia!: voz usada para expresar asombro o sorpresa. Cachaza: bebida alcohólica a base de guarapo de caña fermentado. Camajay: daño o veneno inoculado por los matis o dañeros. Canalete: remo fabricado por los indios, de madera dura y liviana, con un extremo en forma de corazón. ¡Caray!, ¡Cará!: interjección equivalente a caramba. Caraña (Icica caranna): resina extraída del árbol con fines medicinales, especialmente para cicatrizar heridas. Catumare: cesto o morral tejido con bejucos y palmas, usado para transportar productos agrícolas. Ceje, palmera (Jessenia batana): de su fruto se extrae una bebida agradable. Chiqui-chique (Attalea fanifera): fibra vegetal, utilizada principalmente para fabricar sogas, también techos y escobas. Contra: objetos, hierbas, amuletos, etc., que poseen la propiedad de contrarrestar algún mal inoculado a una persona. También tienen como finalidad, alejar los malos espíritus. Cuajado: sopa típica a base de pescado precocido espesado con mañoco o casabe. Curiosa(o): persona dedicada a practicar la sanación de otras, a base de plantas o pócimas naturales, la adivinanza y las artes ocultas. Cumare (Astrocaryum tucuma): planta de la cual se obtiene fibra y cordeles para tejer hamacas. Espiñel: sistema de elaboración casera para pescar, compuesto por varios cordeles con anzuelos, sujetos a una boya anclada en el río. Estriba: tablillas de macanilla, unidas con bejuco en forma de troja, 307


colocada sobre el fondo de la curiara. Guaruquear: timonear o dirigir una curiara con el canalete. Imákasani: dibujo correspondiente al tótem del joven iniciado Jembrear: tratar el hombre de despertar el amor en una o varias mujeres. Kalidama: comida ritual warequena, lugar donde se coloca esa comida, se trata de un manare grande al cual se le adhieren unas patas de bejucos en forma de picachos Kacure: trampa fabricada con tallos de mave o de cucurito, para atrapar peces o quelonios. Kute (vitíligo o carare): enfermedad cutánea contagiosa, manchas en la piel. Legua: una legua náutica = 4.828 m. Mapire: cesta indígena fabricada con bejucos y hojas de palmera, para transportar provisiones, especialmente para envasar mañoco. Mingao: yucuta a base de casabe pajoso. Musiú: extranjero. Degeneración de monsieur. Nojose: imprecación equivalente a no joda. Palo de boya: árbol de madera liviana y fofa, abunda en el Atabapo. Paloapique: cerca hecha con palos unidos y semienterrados verticalmente. Picure (Dasyprocta aguti): roedor muy huidizo. Picurearse: Escaparse, huir sigilosamente de un sitio o casa. Piragua: embarcación fabricada con armazón y tablas de madera. Racional: se le decía al criollo, de raza blanca o negra. Sacasaca: curiosa. Sitio: lugar donde se asentaban una o varias familias, generalmente a orillas del río, allí establecían residencia y conucos. Totuma: recipiente hecho con la mitad de una tapara (calabaza). Trambucarse: naufragar o volcarse en una embarcación. Wayanúa: canto ritual guarequena, solo para hombres. Yaránave: el que no es natural de Amazonas, (en lengua baniva). Yaviteros: pueblo baniva que habitaba la región de Yavita. Yucuta: bebida refrescante, a base de mañoco o casabe remojado en agua; también se prepara con jugo de seje o manaca.

308


ÍNDICE

AGRADECIMIENTOS

03

PRELIMINAR

05 PRIMERA PARTE

CAPÍTULO I 1863

07

CAPÍTULO II NUEVE AÑOS DESPUÉS

16

CAPÍTULO III

26

CAPÍTULO IV

33

CAPÍTULO V TRES AÑOS MÁS TARDE.

43

CAPÍTULO VI

53

CAPÍTULO VII

60

CAPÍTULO VIII.

69

CAPÍTULO IX

77

CAPÍTULO X

87

CAPÍTULO XI

94

CAPÍTULO XII

102

CAPÍTULO XIII

111

CAPÍTULO XIV

117

CAPÍTULO XV

126

CAPÍTULO XVI

137

CAPÍTULO XVII

148

CAPÍTULO XVIII

156

CAPÍTULO XIX

164

CAPÍTULO XX

173 309


CAPÍTULO XXI

180

CAPÍTULO XXII

189

CAPÍTULO XXIII

203

CAPÍTULO XXIV

210 SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO XXV

220

CAPÍTULO XXVI

226

CAPÍTULO XXVII.

234

CAPÍTULO XXVIII

242

CAPÍTULO XXIX

250

CAPÍTULO XXX

255

CAPÍTULO XXXI

261

CAPÍTULO XXXII

273

CAPÍTULO XXXIII

286

CAPÍTULO XXXIV

294

VERACIDAD DE LOS PERSONAJES

305

GLOSARIO DE REGIONALISMOS

307

INDICE

309

310


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