Los calimbas

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Efraín Inaudy Bolívar

LOS CALIMBAS (GNOMOS DE SAN ESTEBAN)

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Dedicatoria A la ternura infinita de los niños que prodigan amor angelical a los seres que habitan los bosques. A los adultos que aún se llenan de gozo leyendo en el libro de cuentos de su niñez. A la alegría suprema de los pájaros A la poza límpida que alivia la sed Al cedro recién nacido que sueña con un nido. “…era una grande y santa nupcia la que quebraba la luz, y en el árbol la savia ardía profundamente, y el animal todo era estremecimiento o balido o cántico, y en gnomo había risa y placer”. Rubén Darío, El Rubí “Tengo pruebas de la existencia de hadas y gnomos” Sir Arthur Conan Doyle 2


Dionisio

Bosco, o sencillamente, el maestro Dionisio, como solían llamarle afectuosamente, dirigía con gran vocación una escuela rural en las afueras de Puerto Cabello, su ciudad natal. Dionisio era muy querido en aquel primoroso lugar por su amor hacia los niños y por las obras que realizaba en bien de su terruño. El maestro Dionisio era un incansable trabajador. Para él no existía horario de enseñanza y no causaba extrañeza verlo en sus horas libres con un libro en la mano, enseñando a niños o adultos en los parques, en el muelle o en cualquier lugar donde alguien requiriese de sus conocimientos. El maestro Dionisio disponía bien su tiempo y solía disfrutar una vez al año de unas merecidas vacaciones y una de las cosas que más le atraía era viajar al extranjero para, entre otras cosas, visitar tiendas donde vendieran libros viejos. Era un apasionado coleccionista de textos y documentos antiguos. En uno de sus viajes a Paría, el maestro Dionisio, hurgando en un depósito de antigüedades en busca de libros viejos, dio con un raro cofre de cedro finamente labrado. Por curiosidad lo abrió y vio que en él habían unos extraños rollitos de piel de serpiente. Cuidadosamente tomó uno de aquellos rollitos y leyó parte de lo que ahí estaba escrito y cuál no sería su asombro el saberse descubridor de un manuscrito que se refería a su terruño natal y que según la fecha que aparecía al pie del rollito, tal documento había permanecido mucho tiempo en el olvido. Su emoción era indescriptible, porque sabía que allá, en su tierra nativa, aquel manuscrito despertaría los más vivos comentarios. 3


Tal hallazgo se trataba de un manuscrito que perteneció a un poeta, escritor y guerrero francés de nombre Anselme Michel de Gisors quien tuvo la oportunidad de vivir en Puerto Cabello en el lejano año de 1793. Aquellos escritos asentados en piel de serpiente fueron redactados por enigmáticos seres, donde, haciéndose llamar Los Calimbas o Gnomos de San Esteban, daban constancia de su existencia y de sus costumbres. El poeta De Gisors le agregó al manuscrito las gratas impresiones vividas por él en las famosas montañas de San Esteban y de cómo aquel manuscrito había ido a parar a sus manos. De Gisors escribió una magnífica historia sobre Puerto Cabello; mas, a pesar del juramento que hizo, no llegó a publicar la historia de los Calimbas o Gnomos de San Esteban. Viviendo en París, y durante una mudanza, De Gisors extravió libros, mapas y documentos, pero lo que más le dolió profundamente fue la pérdida de sus muy queridos rollitos de piel de serpiente, los mismos que el maestro Dionisio tenía ahora entre sus manos. sin regatear precio, el maestro Dionisio compró todos aquellos rollitos desteñidos con las anotaciones que De Gisors hizo a cada uno de ellos y dando gracias a Dios por tan valioso hallazgo, salió de la tienda dando saltos de alegría como un niño cuando compra ricas golosinas. En la navidad de 1958, el maestro Dionisio, convencido de mi afición por el 4


mundo de los Gnomos y hallándose muy enfermo, me obsequió los rollitos de piel de serpiente y las notas de De Gisors, creyendo que aquello era el mejor regalo que podía obsequiarme. Nunca olvidaré su regalo. Después de la muerte de Dionisio, me prometí publicar aquella hermosa historia que contenía el manuscrito. Después de tantas peripecias, gracias a la mano del buen Dios, he aquí la fabulosa Historia de los Calimbas o Gnomos de San Esteban.

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CAPÍTULO I

Muy cerca del acogedor y apacible Puerto Cabello, caminando

siempre hacia el sur por senderos adornados por brillantes flores silvestres y vadeando quebradas cristalinas, se llega a los bosques de San Esteban, maravilloso paraíso donde siempre un río azul le canta nanas a las piedras que semejan viejas tortugas eternamente dormidas: y yo, Anselme Michel De Gisors, guerrero, escritor y viajero francés, confieso no haber visto parajes más hermosos. Es por ello que no he dejado un solo día de ir al encuentro de esa fresca montaña. Es mi paseo favorito y no lo cambiaría por nada en este mundo. San Esteban me enseña cada día en su fascinante naturaleza las cosas más encantadoras que jamás volverán a ver mis ojos. Hoy, 19 de julio de 1793, será un día inolvidable para mí. Me ocurrió algo sorpresivo y desconcertante. Alucinado por la vegetación y queriendo conocer aún más de los secretos del bosque, me adentré en la montaña; y cuál no sería mi sorpresa al encontrarme con un anciano español que hacía vida solitaria en una choza miserable hecha de astas de bambú trenzadas con bejucos y lianas. Vivía casi desnudo. El anacoreta español había perdido a su esposa, a sus tres hijos y todas sus pertenencias en un espantoso naufragio. Sólo él sobrevivió y se prometió, desde entonces, vivir aislado del mundo. El pobre anacoreta dormía en el suelo sobre una rústica estera de juncos y por únicos enseres tenía un viejo baúl carcomido, algunos vasos, tinajas y platos de barro cocido, un fogón de tres piedras, un hacha y unos cuchillos. Un 6


pequeño huerto le suministraba tubérculos y legumbres para su comida vegetariana. Cuando entré a la casucha, no esperaba aquel efusivo abrazo con que me recibió el anciano. Después de unas breves palabras de presentación y desde ese mismo instante, aquel hombre solitario y yo nos hicimos grandes amigos. Tal vez mi compasión por él y su larga soledad hicieron posible aquella naciente y franca amistad. Comprendí que la amistad es lo más bello que existe entre los hombres. A una pregunta mía, me respondió muy convencido: -Ahora disfruto de una tranquila paz interior donde las pasiones humanas y las contrariedades no perturban mi estado de ánimo. Este bosque y esta humilde choza conforman mi reino y es lo único que puedo ofrecerle de corazón. Después de aquel fortuito encuentro, visité al anacoreta todos los días llevándole de regalo frutas frescas del mercado de la ciudad. Las frutas eran su plato favorito. El ermitaño detestaba la carne. Disfrutaba más comiéndose una dulce y pulposa guayaba que una pierna de conejo. Además, amaba y era celoso guardián de los animales del bosque. Cierto día, hablábamos de las maravillas y sorpresas del bosque y después de darme la razón sobre la atracción misteriosa que se siente cuando uno se interna en la montaña, se me quedó mirando y después de una sonrisa picarona me dio una palmadita en el hombro. 7


-Espere un momento Sr. de Gisors –me dijo- le tengo una sorpresa. El anciano ermitaño se dirigió hacia el destartalado y arrinconado baúl de madera y sacó de su interior unos extraños rollitos de piel de serpiente. -Aunque Ud. no lo crea Sr De Gisors –me dijo con propiedad- estos rollitos son extraños manuscritos que me obsequiaron unos misteriosos hombrecitos que un día se llegaron hasta mi choza. Estos rollitos de piel de serpiente venían acompañados de una dedicatoria: “Al celoso guardián de nuestros boques para que dé testimonio al mundo de nuestra existencia”. -Estos rollitos, amigo, contienen parte de la historia de Los Calimbas o Gnomos de San Esteban. Lleno de admiración y asombro, desenvolví uno de los rollitos y mis ojos no dejaron de contemplar las menudas letras de color azul que parecían hechas por un artista de la plumilla. Desde ese día, como atraído por un talismán visité con mayor interés al viejo anacoreta para oír las lecturas que él me haría de lo que estaba escrito en aquellos extraños rollitos de piel de serpiente.

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CAPÍTULO II

Después de observar el hermoso huevo que acababa de poner

una gallina roja, busqué asiento en un rústico tronco de madera labrada para oír la lectura que del primer rollito de serpiente marcado con el número 1, haría el viejo anacoreta. El anciano sacó del baúl el rollito y en medio de mi silenciosa expectación comenzó a leer: “Entre escarpados riscos, en lo más espeso y escabroso de la montaña, ocultos en parajes donde son más tupidas las malangas, vivimos nosotros, Los Calimbas, o Gnomos de San Esteban. Sabemos que en el mundo existen muchos seres como nosotros y que somos considerados seres maravillosos. Habitamos una pequeña aldea llamada ENOLIS y nuestras casas son minúsculos recintos subterráneos. El nombre de nuestra aldea se debe a la abundante existencia, por estos lados, de unas curiosas lagartijas llamadas Enolis. Son unos animalitos muy vistosos de color verde y de andar elegante. Estos seres son muy familiares y en muchas plantaciones los tienen como animales domésticos. Los niños llegan a jugar con ellas y a los amos de las plantaciones les encanta tenerlos en casa pues además de ser cariñosos con los niños les espantan las ratas ladronas y las serpientes. Nosotros, LOS CALIMBAS, somos hombrecitos muy diminutos, casi del tamaño de un dedo índice; nuestra piel es roja. Aún cuando tenemos cara de niño, usamos pobladas cejas, y tenemos una barba que nos teñimos de azul. Nuestros ojos son 9


grandes, como de lechuza, y lucimos criznejas que nos llegan casi a los pies. Usamos solo pantalones hechos de piel de serpiente coral. Calzamos alpargatas tejidas con hebras de juncos; y una de nuestras grandes caracterĂ­sticas es que poseemos alas como la de los caballitos del diablo. Ello nos permite recorrer grandes distancias. Preferimos viajar de noche alumbrĂĄndonos con las luces de cocuyos amaestrados. Desde tiempos que no podemos recordar somos los protectores de todo lo que existe en estas exuberantes montaĂąas.

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CAPÍTULO III

Era un día fresco y las fondas de los árboles se mecían suavemente mientras el viento entonaba su cantilena entre las hojas. Esa mañana llegué muy temprano y el viejo ermitaño, después de obsequiarle unos pulposos cambures maduros a unos escandalosos pericos montañeros que se acercaron al alero de la casa, y compartir conmigo una rica infusión de canela, se sentó en su viejo tronco de madera que usaba de taburete y comenzó a leerme el contenido del rollito número 2 de piel de serpiente, referente a la historia de Los Calimbas: “Muy de cerca de ENOLIS, es un paraje inaccesible a los seres humanos, está el huerto de “El Amor Infinito”. Allí, nosotros, Los Calimbas, realizamos las más extraordinarias y maravillosas tareas y siempre bajo la tutela de los cuatro gnomos mayores: Amor, Oram, Arom y Omar, a quienes todos los habitantes de la aldea de ENOLIS les rendimos gran obediencia. En el huerto del “Amor Infinito” funcionan útiles y atractivos talleres dedicados a la elaboración de obras de arte y delicadas manualidades. Bajo un cobertizo, tapizado de lianas y adornado de florecillas agrestes está el taller “La Pajarera” donde el gnomo Amor enseña a los pájaros de San Esteban cómo deben usar la ternura cuando están enamorados y cómo deben mover los piquitos para el beso; y cuál flor, por su olor y color, deben seleccionar para el sitio de las citas. Ya desde que son pichoncitos, todos 11


los pájaros del bosque de San Esteban deben obligatoriamente acudir al taller de Arom, para aprender a cantar. Para ello, los tiernos pichoncitos imitan los más dulces trinos que el gnomo Arom les entona con su flauta hecha de canutillo de bambú. Cuando ya han aprobado el examen de solfeo y pueden cantar de memoria exquisitas cantilenas, Arom los gradúa y los alienta para que perfeccionen sus suaves y variados cantos. Es por eso que los pájaros de San Esteban son románticos y dueños de los trinos más hermosos jamás oídos. Arom, como maestro de mucha mística, sigue muy de cerca la evolución de sus alumnos. Es un experto conocedor del lenguaje de los pájaros y eso le ha permitido traducir sus exquisitos trinos. En sus anotaciones, Arom dice, por ejemplo, que el mirlo pico anaranjado canta sus romances a plena voz con un extenso repertorio de melodías con trinos claros, largos y vigorosos, dando demostraciones de gran habilidad vocal. Nunca desafina en los acordes. Una fresca tarde, Arom captó este tierno canto de un mirlo mientras cortejaba a su pretendiente: Amo tu vestido nuevo y a tu pico rojo como el coral Traigo para ti, bocaditos dulces de cerezo y canto para ti la canción que el viento me enseñó en el cedral. 12


Otro día, recopiló un dulce canto que salía por entre gajos de campánulas lilas. Era un inspirado petirrojo: Entre florecillas recién abiertas semejas, pajarita, una leve mota de seda Espero que tu corazón inmaculado deje en mí tu cantilena. El búho, según Arom, sólo se sabe tres notas y las canta todas las noches con honda monotonía: ¡Fuíoooo… Fuíoooo… Fuíoooo! queriendo decir: ¡Hazme compañía! ¡Hazme compañía! ¡Hazme compañía! Si el búho sube un poco el tono de su canto: ¡Fuíiiioo… Fuíiiioo… Fuíiiioo…! entonces quiere expresar: ¡Estoy solo! ¡Estoy solo! ¡Estoy solo! Como Arom es un consagrado artista, a él le corresponde otra importante y 13


delicada labor: la tinción de las plumas de los pájaros de San Esteban. Muy cerca de ENOLIS, en la falda de una montañuela, existe una piedra de color azul. Su forma recuerda la de una ballena. Es gordinflona y de ella saltan chorritos de agua que forman una graciosa lluvia. Son siete manantiales y sus aguas son de diferentes colores. Es como si de aquella mágica piedra naciera el mismísimo arco iris. Cada manantial forma un pequeño arroyuelo que corre brevemente para después perderse bruscamente por una grieta de la piedra. Es un sitio lleno de fantasía donde parece celebrarse permanentemente un festival de música y color, porque es ahí, en esos arroyuelos, donde los pájaros toman los colores de su futuro plumaje. Arom, conocedor de todos los colores de los pájaros de San Esteban, guía a los pichones hasta aquellos manantiales y hace que se bañen en las aguas del color que van a tener sus plumas. Con gran esmero, lleva a los azulejos hacia el arroyuelo azul, el petirrojo hacia las aguas rojas, a los pericos y loros reales hacia el manantial de color verde. Y cómo se divierten aquellos pichoncitos, aleteando y haciendo las más cómicas piruetas en las tibias aguas. Parecen niños disfrutando del primer río de su vida. Para los pichones de los guacamayos, la ceremonia es más laboriosa, pues para que sus plumas tomen los más diversos y brillantes colores, Arom hace que se bañen en los siete arroyuelos. A los pichones de palomas blancas les está prohibido bañarse en aquellas aguas; y en cuanto a los torditos y a todos aquellos pájaros de plumaje negro, tampoco acuden a los manantiales, sino que Arom, con su mano maestra, les 14


pinta las plumas en su taller con pintura imborrable extraída de bejucos silvestres. Cuando Arom está en su tarea, muchos de nosotros vamos a ver el espectáculo. Todo aquello parece una acuarela viviente. Por eso hay tantos pájaros de belleza increíble en los bosques de San Esteban. Como un maestro cuando despide a sus alumnos después de la última clase, Arom arenga a los pájaros antes de su primer vuelo y después de advertirles sobre la existencia amenazadora de peligrosos depredadores que no aman a las aves, incluyendo al hombre malo, les dicta lo que él ha llamado “Los Mandamientos de la Ley de Arom”: 1º) 2º) 3º) 4º) 5º) 6º) 7º) 8º) 9º)

Amarás a Dios sobre todas las cosas, porque Él te creó. Amarás al Arco Iris, porque él viaja en tu vuelo. Cantarás por siempre para que el hombre se dé el placer de escuchar a los ángeles. Perdonarás al vendedor de jaulas porque no sabe lo que hace. Adornarás con las flores la primavera y será tu nido altar de la ternura. No hurtarás las gotas de rocío de las flores. Bendecirás con tu trino la fruta que comas y el gua que sacie tu sed. Durante la lluvia las hojas serán tus paraguas y debajo de ellas harás tu autoconfesión. Animarás con tus cantilenas los campanarios de las aldeas y las ventanas de los niños. 15


10º) No usarás tu vuelo en vano y sólo lo usarás cuando vayas a predicar sobre la belleza. Al lado de “La Pajarera” está el taller “Arte Edénico” donde Arom diseña y tiñe con tinturas enigmáticas el polvo de las alas de las mariposas. Con arte depurado y gran delicadeza, Arom toma su pincel de cerdas de orugas y crea los más atractivos dibujos, sin repetir nunca el mismo diseño, y eso le da a las mariposas del bosque de San Esteban un colorido exclusivo del lugar. Algunas mariposas son muy coquetas y le exigen a Arom diseños vistosos. Arom, como buen artista, se esmera en complacer los gustos caprichosos de las mariposas que acuden a su taller en busca del color de sus alas. Es de oírlas exigiendo los más exóticos colores: -Yo quiero mis alas, Sr. Arom, color rojo púrpura para que semejen esplendorosos rubíes. -Yo las quiero azul celeste, Sr. Arom. Deseo parecerme al río. -Las mías, Sr. Arom, deben ser decoradas como las más finas y exóticas alfombras persas. -Mis alas, Sr. Arom, deben ser muy blancas. Quiero parecerme a un azahar con alas, o ser una delicada mota de neblina flotando entre las flores. 16


-Las mías, Sr. Arom, deben ser teñidas en lila y topacio. Anhelo parecerme a las delicadas y humildes florecitas que crecen en la orilla de los caminos y que nadie toma en cuenta. Arom las complace y tal es el derroche de colores que las mariposas parecen en su vuelo flores mágicas o aladas cajitas de creyones. En este mismo taller, Omar enseña a las avispas a modelar en arcilla las tinajuelas que servirán de cuna para sus hijos. Omar se empeña en la elegancia y acabado de cada tinajuela, pues, una vez abandonadas por las avispas madres nos sirven, a nosotros Los Calimbas, para transportar y almacenar agua. Da gusto ver con qué dedicación y paciencia las avispas se entregan a su trabajo. Deshilachan la arcilla, retocan, alisan y son muchos los viajes que tienen que emprender para ir a la charca más cercana en busca de la gota de agua que utilizarán para ablandar la arcilla. Cuando la tinajuela está terminada es una verdadera obra de arte lo que sale de sus hábiles patas. Un poco más allá de la casa de los talleres, está la cocina y los hornos de ladrillos rojos. Allí Omar, que además de excelente artista es considerado en ENOLIS el “príncipe del arte culinario”; es el encargado de hacer el famoso pan de horno de la ciudad; pero su especialidad son los postres. Omar es el autor de la famosa y antigua receta que utilizan las abejas para fabricar su exquisita miel: y por Navidad, los habitantes de ENOLIS, se disputan los pasteles de fresa que Omar ofrece en adornadas conchitas de nácar rosa. 17


Todos los días del año, Arom y Omar realizan su labor con gran entusiasmo. Ya ustedes se imaginarán ese enredijo de pájaros, mariposas, avispas y abejas, saliendo de los talleres y sobrevolando y llenando de bambalinas los espacios de ENOLIS. Todo esto hace que nuestra aldea sea un lugar fantástico, ideal para el ensueño. Al Sur de la ciudad, en un pintoresco parque arbolado, no olvidado jamás por la primavera, en un rincón plácido y fresco, se levanta airoso y con tupida fronda lo más preciado por nosotros Los Calimbas : “EL ÁRBOL DE LOS CUENTOS”. Además de sus flores de color azul pálido muy perfumadas, lo fabuloso de este árbol son sus hojas porque jamás mueren y burlándose del otoño nunca se dejan desprender por el viento. En esas hojas, ovaladas y muy verdes, están escritos los cuentos infantiles de todos los tiempos; y cada vez que alguien en el mundo escribe un nuevo cuento para niño, diminutos coleópteros, apenas del tamaño de la cabeza de un alfiler, lo captan con sus sensibles antenas e inmediatamente lo transcriben en una hoja de “El árbol de los Cuentos”. Es en esas hojas donde nosotros Los Calimbas, nos aprendemos de memoria los cuentos que después contamos a los niños que no logran concebir el sueño. Si de algo nos enorgullecemos Los Calimbas es de nuestra simpática misión de contarle cuentos a los niños y enseñar a reír a los recién nacidos. ¡Qué feliz sería la humanidad si cada ser humano fuera un cuentacuentos! Cuando comienza la oscuridad de la noche salimos Los Calimbas guiados por Amor, y alumbrándonos con luz de cocuyos surcamos la noche; y ya elegidos los lugares, detenemos el vuelo, ordenamos a los cocuyos que apaguen sus luces y 18


sigilosamente nos colamos por las ventanas para posarnos muy cerca de las camas de los niños y de las cunas de los recién nacidos. Cuando un niño se ríe solo y plácidamente comienza a dormirse, es porque algún Calimba oculto le está contando un hermoso cuento. Los padres no oyen nuestras voces y muchas veces se maravillan de la extraña actitud de sus pequeñuelos para concebir el sueño. A los recién nacidos, les susurramos al oído dulces melodías ejercitándoles al mismo tiempo los labios para que aprendan a sonreír. Después de varios ejercicios, les insuflamos aliento benévolo para que la risa aprendida sea siempre fresca y espontánea, porque no hay cosa que llene más de regocijo al corazón humano que la sonrisa fresca de un niño. En otro rincón del parque, existe un bosquecillo de helechos que forman una especie de covacha bastante fresca y siempre engalanada con vistosas campánulas rojas. Es el lugar donde Oram nos enseña a tejer las redes que solemos usar en la pesca de sardinas de río. Lo curioso es que cuando Oram comienza a dictar sus lecciones de cómo lograr una tupida red, uno observa cómo van apareciendo por entre las hojas de helechos, los ojitos curiosos de jóvenes arañas Pataslargas, deseosas de aprender a tejer; y cuando Oram comienza a cruzar los hilos, ellas lo imitan y con sus ocho largas patas trenzan el hilo que ellas mismas elaboran. De cuando en cuando, se detienen, miran la forma de cómo Oram maneja la aguja y la red, agujas de espina de pescado o de astillas de bambú labrada; y como hilo, emplean hebras de algodón acomodaditas en ovillos redondos. Deben comenzar el tejido de la siguiente manera: Haz un anillo con el hilo y sostenlo entre los dedos; introduce la aguja por el anillo y 19


tira de la hebra y ya está el primer punto. Con los dedos de la mano derecha haz el segundo anillo y por él, pasa la aguja enhebrada y ya tienes el segundo punto; y así, sin perder el ritmo y llevando la cuenta de las vueltas, irán surgiendo los otros anillos en perfecta hilera. El número de los anillos dependerá del tamaño de la red que quieras tener. No olvides esto: el éxito de tu tejido dependerá de la habilidad de tus dedos y de no perder la cuenta de las vueltas”. Es asombroso cómo las arañas hilanderas Pataslargas aprenden rápidamente el arte de tejer. No pierden tiempo. Ellas mismas fabrican sus hilos y usan como agujas sus patas. Son muy inteligentes, y apenas Oram termina la lección, entre una ramita y otra, comienza a aparecer una delicada y fina telaraña. Las más de las veces nos aventajan creando verdaderas obras de arte. Todas las Pataslargas han aprendido a tejer con Oram, y él se siente orgulloso de eso. Cuando llueve, y menudas goticas de perla se guindan en la telaraña transformándola en una especie de ramillete estrellado, Oram corre y nos llama para que veamos que aquella obra de las Pataslargas y la lluvia de ANOLIS, nada tenía que envidiarle a la más hermosa de las constelaciones que adornan la noche”. El ermitaño hizo una breve pausa en la lectura para hacerme saber algo. -Vea Ud., señor De Gisors, Los Calimbas han dejado al pie de cada rollito una sentencia que viene a ser como su máximo mandamiento. Escuche Ud.: 20


“CUALQUIERA QUE DAÑE TAN SIQUIERA UNA HOJA DE HIERBA DE ESTOS BOSQUES, DAÑAN NUESTRO CORAZÓN; Y QUIEN ASÍ PROCEDA SUFRIRÁ LOS RIGORES DE NUESTRA IRA Y SEREMOS IMPLACABLES EN EL CASTIGO.” Con aquel párrafo, el ermitaño dio por terminada la lectura de esa mañana.

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CAPÍTULO IV

Llegué

muy temprano a la choza del ermitaño, humedecido por la tenue lluvia que caía esa mañana sobre el bosque todo cubierto de neblina. Desayunamos con frescas y pulposas frutas y durante un largo tiempo estuvimos observando una silenciosa caravana de hormigas negras que aparecieron repentinamente por entre las hojuelas de la hierba para llevarse a su cueva, que estaba a unos escasos metros más allá, las migajas de frutas que caían al suelo. El gracioso espectáculo de aquellos pequeños seres despertó en nosotros algunos comentarios. -Si los humanos –comentó el ermitaño- imitáramos una parte del tesón y de su amor por el trabajo y repartiéramos por igual ese trabajo y los frutos que él da, tal vez nuestro mundo sería distinto. Nadie sufriría los rigores del hambre, cada quien tendría techo y la felicidad lo abarcaría todo. Pero eso es tan difícil, señor De Gisors, tan difícil… Hecho este comentario, el ermitaño me invitó a que escuchara lo que estaba escrito en el rollito de piel de serpiente Nº 3: “José Jerónimo era un negro esclavo muy dicharachero que trabajaba en una hacienda de cacao en la aldea de Borburata. 22


Cierto día, el negro José Jerónimo se dirigió a las montañas de San Esteban en procura de hierbas curativas; y mientras se abría paso por un estrecho sendero tupido de lianas entonando una dulce canción, sintió un leve chillido que venía de unas zarzas. Se acercó sigilosamente al lugar y pudo observar cómo un pobre conoto de deslumbrante plumaje había sido atrapado en aquella espinosa red. El ave se había estropeado una pata en su vuelo por los altos ramajes, y ahora chillaba desesperadamente. José Jerónimo observó cómo se había deteriorado su colorido plumaje y rasgado su pico y su pata. Apartó con cuidado las ramas de filosas espinas y por un pequeño túnel metió su mano y tomó por las alas a la angustiada avecilla. Fue en ese instante cuando José Jerónimo vio cómo manaba sangre del pecho blando y rojo del conoto. Esperó un momento que el ave dejara de aletear y con mucha delicadeza la extrajo de aquel laberinto de espinas, la acarició, le alisó las plumas y con hebras de musgo le reforzó el dedo maltratado y le untó resina en la pequeña herida sangrante del pecho. Limpió la sangre que tenía su plumaje blando, le besó y ya recuperada el ave, la dejó en libertad sintiendo en su corazón un gran alivio. José Jerónimo se propuso a seguir su camino, pero lamentablemente perdió el rumbo. Son muchos los peligros que se corren cuando se anda en una montaña: animales feroces, serpientes, insectos venenosos, o éste que le pasó al bueno de José Jerónimo: se pierde el rumbo. El negro estaba perdido. Y en las montañas es difícil orientarse. Todo es un mundo verde. Todo es igual. Y tú pides auxilio y sólo te responde el eco de tu voz. José Jerónimo no encontraba el rumbo. Hizo unas marcas con el chuchillo en el tronco de un árbol pero siempre llegaba al mismo sitio y no se atrevía a alejarse de aquel lugar por temor a adentrarse más en la selva. Su ánimo 23


decaía y se agotaban sus fuerzas. Bebió agua en una poza cristalina y se disponía a hacer un nuevo intento para buscar una ruta para el regreso cuando recibió una fuerte impresión. Arom, que andaba en búsqueda de tintura vegetal para teñir las mariposas y habiendo sido testigo de la buena obra de José Jerónimo se le apareció bruscamente y le dijo: “José, eres un hombre de corazón noble. No tengas miedo. Soy tu amigo Arom, un Calimba de San Esteban. Sígueme, que te conduciré a tu hogar”. José Jerónimo, viendo el aspecto de Arom, un extraño que hablaba, con alas de caballito del diablo y largas criznejas, sintió un profundo miedo y con los ojos saltones, lleno de asombro y con el corazón que parecía saltarle del pecho se persignó y corrió por el sendero que le señalaba Arom hasta que se divisaron las primeras casuchas de Borburata. Cuando llegó a su barraca no podía entender lo que habían visto sus ojos. La noticia se corrió por todo el lugar: “José Jerónimo había sido salvado por un duende.” Yo, Anselme Michel de Gisors, doy fe que muchas personas dieron testimonio de lo ocurrido a José Jerónimo en los bosques de San Esteban y constaté que siempre daban la misma descripción del Calimba basados en el dibujo hecho por el mismo José Jerónimo.

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CAPÍTULO V

Mi

curiosidad por saber más sobre la atractiva vida de Los Calimbas iba en aumento. Aquel domingo, apenas el sol levantó vuelo sobre el mar como un gran pájaro amarillo, ya me encontraba en camino rumbo a los bosques de San Esteban llevando buenas raciones de frutas, queso de cabra y pan recién horneado. Mi llegada a la choza era anunciada siempre por el escándalo que armaban las gallinas de monte que poseía el ermitaño. Nos dimos el fraternal abrazo de siempre y después desayunamos copiosamente. Antes de entrar a la lectura del manuscrito de Los Calimbas, el ermitaño solía contarme episodios de su vida en la montaña o me hacía alguna referencia de las costumbres de los animales del lugar. -Así sucedió, señor De Gisors. Anoche estuvieron por aquí, para hacerme compañía, una linda venada y su pequeño cervatillo. Durmieron debajo del alero y se fueron hacia la madrugada. Son animales muy ariscos y huyen de los humanos. Sus visitas nocturnas a mi choza se deben a que yo no les hago ningún daño y porque siempre encuentran en el alero pasto fresco y semillas apetitosas que yo selecciono especialmente para ellos. También anoche, cuando cantó la pavita de monte para anunciar la madrugada se acercó un zorrillo; pero este visitante estuvo poco tiempo. Andaba detrás de una presa. Después no tuve más inquilinos. Ud. me preguntará que cómo identifico a los animales en la noche y yo le responderé que ya mis sentidos pueden detectar en la oscuridad cuál animal se acerca, cuál es el dañino y cuál el 25


inofensivo, porque cada uno tiene su modo de pisar la hojarasca, de bufar, de rumiar. Por estos parajes, es muy importante que uno conozca la voz de cada uno de ellos. Ya yo me considero como formando parte de estos bosques y por eso también tengo mi forma de pisar la hojarasca y de silbar. Después de aquel ameno comentario, el ermitaño sacó de su viejo cofre el rollito de piel de serpiente Nº 4 que tenía el sugestivo título de “Las Calcomanías de los Secretos”. Sentándose en su rústico tronco de cedro leyó para mí: “Todo aquel que transite por estos bosques, del cual nosotros somos sus custodias ancestrales, se encontrarán a menudo con robustas piedras de variadas formas, con muchas figuritas grabadas en ellas. Nosotros las llamamos “Las Calcomanías de los Secretos”. Oculto entre los arbustos, nosotros pudimos observar cómo seres humanos, casi desnudos, de caras pintadas de colores rojos y azules, llegaban y levantando casuchas de palma, se hospedaban ahí junto a las piedras por varios días, y mientras los más viejos labraban aquellas misteriosas figuras, los demás danzaban y cantaban muchas canciones. Los viejos iban de piedra en piedra dejando sus mensajes secretos. Un día se fueron y no volvieron nunca más. Jamás pudimos comprender el significado de aquellos simpáticos dibujos. Ahí en las piedras quedaron círculos, serpientes, tortugas, caritas humanas, monos, peces, espirales y un sinfín de figuras incomprensibles. Nosotros sobrevolábamos las piedras y nos causaban mucha risa ver las caras de las ranas como sacándonos la lengua. Nosotros, Los Calimbas, 26


llegamos a suponer que esos seres humanos caraspintadas, eran duendes como nosotros pero más grandototes y que esas figuras pintadas en las piedras que parecen calcomanías eran como un pacto de amistad entre ellos y la montaña, y el río, y los árboles, y todos los animales del aire, del agua y de la tierra y que esa era la constancia de su paso por estos lugares, así como nosotros dejamos este manuscrito como constancia de nuestra existencia. Los Calimbas somos celosos guardianes de estas piedras pintadas que no han podido destruir ni la lluvia, ni las centellas, ni el tiempo: y todo aquel humano que intente destruirlas para robarse tan siquiera un fragmento, será considerado enemigo nuestro y del bosque y recibirá cruel castigo”. De regreso al puerto, venía pensando en las piedras pintadas. Por curiosidad, me aparté un poco del camino y cuál no sería mi sorpresa al ver, oculta entre lianas entretejidas, una de aquellas reliquias. Pasé mis manos, emocionado, sobre aquellas figurillas para darle crédito a lo que veían mis ojos. Y creí en la palabra de Los Calimbas .

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CAPÍTULO VI

Desayunamos como

de costumbre y el viejo ermitaño elogió el rico sabor de la piña que adquirí en el mercado del puerto. Muy cerca de nosotros, un bonito pájaro carpintero pechinpunteado, de cabeza carmesí, martillaba con su pico el tronco seco de un árbol viejo. Ambos quedamos maravillados del rojo copete y de la fuerza de su pico para horadar tan dura madera. Contemplamos algunas flores que esa mañana lucían candorosas corolas recién abiertas. El ermitaño me obsequió una y después se dirigió al viejo baúl y extrajo el rollito de piel de serpiente Nº 5 que se refería a “Las Voces Blancas de la Poza Azul”. Seguidamente leyó: “Muy próximo a nuestra aldea y rodeada de cepas de lirios blanquísimos, existe una poza cuyas aguas son tan azules que parecen un retazo de cielo. Durante el día sólo se escucha la canción del viento entre los juncos, pero cuando cae la noche y ya duermen los peces y se han ido los pájaros a sus dormitorios, Arom, el músico de Enolis, vuela hasta la poza y al claro de luna, con gran dedicación, enseña a solfear a las ranas. -Apreciadas alumnas: -les dice, muy orgulloso- Uds. son las llamadas a llenar de 28


música la noche. Sin sus canciones, la noche sería muy fastidiosa y sólo se oiría la monotonía de la única canción que se sabe el búho o las notas desafinadas de la hojarasca cuando sobre ella camina alguna alimaña. Además, vuestros cantos son muy necesarios porque ellos son como nanas que permiten que los animalitos pequeños encuentren el sueño. Las ranas de la Poza Azul, son muy disciplinadas. No faltan a los ensayos y es muy rico su repertorio. Generalmente realizan muchos viajes para dar conciertos en otras pozas. Los comentarios de los críticos son siempre favorables y elogian la calidad del coro. La mayoría de ellos opinan que no habían escuchado voces tan dulces y armoniosas como las de las ranas de la Poza Azul, considerándolas las voces nocturnas más maravillosas del mundo. Y ahora que hablamos de las ranas de la Poza Azul, no dejaremos pasar por alto el caso muy singular de la rana Papirola. Dada su rara personalidad, era la única rana que no participaba en el coro. Prefería cantar sola en aquellas horas cuando se entregaba a su romántica e irrenunciable manía de pescar estrellas. Cuando comenzaba a oscurecer, Papirola se montaba en la rama de un chamizal y desde ahí contemplaba la aparición de los reflejos de las estrellas en la superficie tranquila de la poza. Para la rana Papirola aquello no eran reflejos sino estrellas verdaderas y su gran deseo era atrapar tan solo una de ellas. Cada noche se le veía solita, cantando sus canciones que eran como oír una cajita de música. De repente guardaba silencio y se lanzaba al agua tratando de atrapar una estrella, y que gran decepción le causaba el verse salir del agua con las manos vacías. 29


A cuántos amores ofrecidos por elegantes sapitos romanticones y a cuántas invitaciones para viajar al otro lado de la poza, rechazó Papirola por su manía de estar ahí atrapando estrellas entre los lirios. -Que no son estrellas –le decían las otras ranas-. Bájate de esa nube amiga, no te hagas ilusiones. Sé realista, ¿no te das cuenta que son simples reflejos? Pero Papirola no hacía caso. Una noche decidió montarse en la chamiza más alta para lanzarse y zambullirse más profundo. Escogió la estrella de más brillo que aparecía en el agua y se lanzó hacia ella. En la sumergida, tocó fondo, arañó la tierra, y sintió que algo atrapaba su mano. Cuál no sería su sorpresa al ver, ya fuera del agua, que en su mano refulgía una joya preciosa. Era un brillante. Ese otro día, se corrió la noticia de la suerte de Papirola de haberse encontrado tan valiosa gema. Pero para la rana Papirola no era un brillante sino la estrella que toda su vida quiso poseer. Ese mismo día, Papirola abandonó el chamizal donde vivía y se mudó para un hermoso ramillete de lirios de agua que flotaba en la poza. Esa fue su nueva casa. Cuando los rayos de la luna caían sobre la casa de Papirola, el brillante resplandecía y se iluminaban los lirios, y todos los animales viajeros de la noche se detenían a contemplan la casa iluminada de Papirola. Un día murió Papirola, no sin antes haber devuelto su estrella al agua. Cuando las ranas de la Poza Azul van al ensayo coral y pasan por el lugar, sienten nostalgia porque yo no está la casa iluminada de Papirola ni se oyen sus cancioncillas que parecían nacidas de una cajita de música”. 30


CAPÍTULO VII

Después que callaron las guacharacas, el ermitaño leyó para el Sr. De Gisors el rollito de piel de serpiente Nº 6: “Matatodo era el apodo que le tenían al cazador más agresivo e indolente de los bosques de San Esteban. Sentía un gran placer pasar la noche en la montaña sin que la oscuridad y los misteriosos ruidos ocultos le despertaran el más mínimo esto de miedo. Apenas se ocultaba el sol en Borburata, se terciaba al hombro la escopeta, tomaba su mochila de bastimento y se iba al bosque. Parecía una gacela en eso de caminar rápido. Su mutismo y su impavidez eran impresionantes y eso fue lo que lo hizo famoso como cazador. No dormía en toda la noche. Hacia el amanecer, regresaba cargado con piezas de caza: un venado, una sarta de perdices, pavos reales, lapas y armadillos. Nunca regresaba con las manos vacías. Cazaba por encargos para complacer los gustos caprichosos de la gente de Borburata, pero a veces, Matatodo mataba animales inofensivos por simple diversión y eso no era bueno. Todas esas andanzas de Matatodo por el bosque la conocíamos nosotros, Los Calimbas. Muchas veces, durante nuestros recorridos de vigilancia nocturna, lo seguíamos desde muy cerca y ya teníamos una larga lista de los animales a los que él 31


había dado muerte. Sabíamos que el castigo no estaba muy lejos. Aquella noche, Matatodo estuvo luchando por más de dos horas con un robusto armadillo. Trataba de sacarlo de la cueva como diera lugar. Estaba en juego su prestigio de buen cazador. Matatodo sudaba a más no poder y ya agotadas sus fuerzas de tanto tirar de la cola del armadillo, quien astutamente se sujetaba con sus potentes uñas de una gruesa raíz que asomaba en el fondo de la cueva, decidió utilizar una vieja artimaña: hacer una fogata para que el humo se encargara de hacer salir al animal. Hizo un montículo de chamizas y hojas secas y le prendió fuego. La candela creció enormemente y no tardó en invadir los frondosos árboles del bosque. Tanto era la humarada que Matatodo, con los ojos irritados y semicerrados, no pudo ver cuando pícaramente se le escabulló el armadillo, quien ni tonto ni perezoso se perdió por entre la maleza. El avance del fuego era preocupante. No se detenía. Primero arrasó los más pequeños arbustos y las plantas recién nacidas y después, siguiendo por la hojarasca, formó un gran círculo de llamas muy altas. Todo estaba rojo. Caían ramajes encendidos y se chamuscaban las frondas enverdecidas. Zorros, venados, puercos salvajes, monos, liebres, partían en desbandada en todas direcciones y no cesaban los chillidos desesperados de los loros y guacamayas que asustados huían por entre los árboles corpulentos. Se quemaban mariposas y pájaros y sus nidos de paja y sus pichones; lagartijas, serpientes y escarabajos morían con sus críos. Y se volvían cenizas los trajes de las orquídeas, las campánulas y todas las flores silvestres. La esposa del pájaro carpintero, que estaba a punto de poner su huevo, cerró con una 32


hoja de roble la puerta de su casa, pero el calor del fuego la deshizo y la pobre tuvo que huir dejando su cómoda casa. La tierra se cubría de hollín y el crepitar de la madera se oía muy lejos. Era como el llanto del bosque. Enolis se declaró en emergencia, y por la genial idea de Oram fueron convocados urgentemente todos los castores del lugar, quienes, sin demora y muy diligentes, atendieron a nuestro llamado, comprendiendo el grave peligro que corrían todos los habitantes del bosque. Los castores, muy inteligentes, idearon un plan poniendo en práctica sus grandes conocimientos de ingeniería. Arrastraron chamizas, tallos de bambú, ramajes de arbustos y pequeños troncos, y con premura construyeron una represa muy grande, bloqueando de esa manera el cauce del río San Esteban, cuyas aguas, desbordadas, inundaron el bosque. El fuego cesó en un santiamén. Pero no todo quedó ahí. Había que hacer justicia castigando al intruso cazador. Fue así como, ya de regreso, aún asustado por el pavoroso incendio que había provocado, Matatodo vio, por entre una luz de cocuyos a Oram, volando como un caballito del diablo. Su valentía se vino abajo cuando se dio cuenta que aquello que veían sus ojos era un diminuto hombrecito. Y mayor fue el susto cuando Oram le habló desde muy cerca: -Escucha, Matatodo, te habla Oram, un Calimba de San Esteban. Tu fuego ha dado muerte a mis flores y a mis amigos, los animales de esta montaña. La tierra ha quedado calcinada, triste y muy sola. Mañana no habrá por estos lados aromas, ni vuelos, ni cantos. Las abejas regresarán desconsoladas con sus taparitas vacías y sólo 33


se oirá al pájaro campanero doblar sus campanas con aire tristón. Tu fuego fue horrible, Matatodo, y tu alma es como esa mancha negra de carbón que dejaste sobre la tierra. Por eso y por la muerte de tantos animales inocentes, nuestro castigo será implacable. Óyeme bien, Matatodo, así como el fuego apagó tantas vidas en el bosque, así nosotros también apagaremos tus manos. Matatodo, ahora doblemente asustado, pensó que Oram era algún espíritu malo y corrió desesperadamente por el bosque hasta el amanecer. -¡Qué raro! –comentó la gente de Borburata- Matatodo viene asustado, y trae los ojos como si hubiese visto un espanto, y además, no trae cacería. ¿Será que ya no es el mismo de antes? En los días siguientes, Matatodo comenzó a preocuparse al ver que sus manos se iban poniendo cada vez más pequeñas y flacas. Un día se despertó y notó que le faltaban las manos, recordando en ese instante lo que le había anunciado el “espíritu malo”. Se levantó aterrorizado y aprovechando que aquel 18 de enero de 1773, un obispo de nombre Mariano Martí le hacía una visita pastoral a Borburata, corrió a él para contarle lo sucedido. Le explicó lo del incendio y lo del hombrecito del tamaño de un dedo y de su gran parecido a un caballito del diablo. -Me habló, padrecito, y me dijo que se llamaba Oram y que él pertenecía a Los Calimbas de San Esteban, guardianes del bosque. Y me amenazó, padrecito. Dijo que por haber quemado el bosque y dado muerte a muchos animales y árboles se me iban 34


a apagar las manos. Y ya ve Ud., padrecito, mire, no tengo manos. Ud. tiene que rezar por mí, padrecito para que se me vaya el hechizo. El obispo no le dio importancia a lo referido por Matatodo y se limitó a decirle que aquello había sido una simple alucinación y que lo de sus manos era una enfermedad como cualquier otra. No obstante, después de tranquilizarlo un poco con sus palabras de aliento, rezó por su alma y lo roció con agua bendita. Lo cierto es que Matatodo se quedó sin manos y no pudo practicar más la cacería ni realizar ningún trabajo manual y jamás volvió a salir de Borburata, ni mucho menos a mirar hacia los bosques de San Esteban”.

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CAPÍTULO VIII

Después

de hacer la limpieza de los deshechos de las frutas del desayuno, me senté cómodamente en una gruesa esterilla de juncos, y recostado de uno de los horcones de la choza, escuché con la atención de siempre la amena lectura que el ermitaño hacía aquella mañana del rollito Nº 7 y que se refería a “El Adivino de Enolis”: “Omar es un personaje fabuloso, muy querido y solicitado en Enolis. Además de su arte culinario, su otra especialidad es la de adivinador. Cada mañana, Omar, el mago, se dirige hacia una pequeña gruta tapizada de diminutas pedrezuelas de cristal de cuarzo. Es un recinto deslumbrante y acogedor, no mayor que una caja de zapatos. Cuando Omar enciende su fogata para iniciar la ceremonia de las adivinaciones, las llamas del capullito de fuego se reflejan en las pedrezuelas y la gruta se transforma en una envidiable constelación de temblorosas luces. Sentado en un tronco de madera, Omar toma una gota de rocío recién amanecido y la coloca sobre una hoja de hierbabuena, y sumido en profundo silencio, cierra los ojos por unos minutos, pronuncia unas palabras extrañas y de nuevo abre los ojos para concentrarse en la transparencia de la gota de rocío que es como una bolita de cristal donde, según su ciencia, se reflejan todas las cosas por venir. 36


Diariamente desfilan ante el adivino de Enolis: agricultores, para averiguar el destino de su siembra; los que van a emprender largos viajes; los que padecen de algún mal; los enamorados; todos van en busca de una respuesta sobre lo que les deparará el futuro. Pero el poder adivinador de Omar va mucho más allá. Él puede observar en su pequeña bolita de cristal lo que acontece en un momento dado en el bosque. Para él no es difícil detectar cuándo y dónde muere un colibrí, cuándo florecen las orquídeas, en qué nido nació un pichón, dónde despluman las guacamayas y los conotos, cuándo y dónde está sufriendo algún animal o dónde, algún humano intruso, anda cometiendo desafueros en el bosque; y hasta puede saber cuántas totumitas de miel transportan las abejas cada día. Por eso Omar es considerado el cronista de los bosques de San Esteban. Omar, para realizar su tarea, no sólo se ampara en su bolita de rocío sino que él recibe información diaria y detallada de los pájaros carpinteros quienes en su ronda por el bosque o desde sus talleres de carpintería ubicados en los altos árboles, vigilan y descubren la presencia de algún malhechor. De acuerdo al ritmo y el número de golpes de pico en el madero, Omar, a manera de un código de viejo telégrafo, traduce el mensaje y puede, de esa manera, ubicar el lugar dónde el intruso está derrumbando un árbol o quemando el bosque. La inquietud del fabuloso Omar, el adivino, lo lleva incluso a descubrir los desmanes y malas conductas de los humanos que viven lejos del bosque. 37


En esta parte, narraremos cómo Omar se informó cierta vez, a través de su bolita de cristal, del pésimo comportamiento de los moradores de las aldea de Ónice, Ninfálida y Corimbo, y cómo, Los Calimbas, solucionamos tan grave situación, llevándoles la felicidad que tanto necesitaban.

ÓNICE En aquel tiempo Ónice era una aldea muy pequeña, donde lamentablemente sus habitantes llevaban una vida turbulenta, casi insoportable. Ellos se enorgullecían de tener más niños que luceros el firmamento, mas, a pesar de ello, era una lástima que las calles, los parques y hasta el mismo zoológico, estuvieran siempre huérfanos de la vocinglería de los niños. Nunca se oía una risa infantil y los niños habían perdido el don de jugar, porque todos sufrían de un gran mal: la tristeza. No hay cosa que llene de más consternación que ver a un niño triste. Y todo se atribuía a una desesperante calamidad que azotaba a los moradores de Ónice: el mal de la ira. Ónice se había convertido en un terrible infierno. Nadie desperdiciaba tiempo alguno para desatar una batalla verbal con el primero que encontrara a su paso, y casi siempre sin ningún motivo. Y lo que es más grave, aquellas discusiones terminaban muchas veces en una guerra de puños. La paz y la amistad habían desaparecido. Todos portaban caras amargas y vivían en permanentes refunfuños. A veces un simple 38


detalle era motivo de enfado, como el caso del carnicero obeso cuyo carácter irritable llegaba a tal extremo que no podía ver entrar a su establecimiento a una persona flaca, porque arremetía contra ella impulsado por la envidia. En Ónice la mayoría de las niñas eran absurdas. Los hogares parecían horribles galleras. Los niños, únicos seres pacíficos de Ónice, preferían estar encerrados en sus habitaciones y por ello la tristeza de los parques. Nadie cantaba ni se detenía a contemplar las flores de la primavera ni a mirar las estrellas de la noche. Ónice daba lástima. Todo esto lo vio Omar en su bolita de rocío. Un día, tomamos una decisión: salvar a Ónice. Hicimos los preparativos para el viaje, pero esta vez volaríamos cabalgando lechuzas debido al voluminoso cargamento que era necesario transportar. Se hicieron los ajustes del plan de vuelo y cuando el pájaro campanero de guardia anunció la madrugada, partimos de Enolis alumbrándonos con la luz de los cocuyos y de las estrellas. Amanecía cuando llegamos a Ónice. Había cabritos correteando por las colinas y el sol ya empezaba a alumbrar los caminos. Sobrevolamos la aldea y nos pudimos dar cuenta que ya comenzaban las riñas. Las lechuzas disminuyeron la velocidad de vuelo y descendimos un poco. A las siete de la mañana comenzamos el bombardeo a la aldea. Las lechuzas dejaron caer los gajos de rosas blancas que traían sujetas en sus picos y sus patas, cubriendo de ese modo las calles, los jardines y los parques. Por el color de las rosas, daba la impresión de una gran nevada. Las rosas se colaban por las puertas y ventanas y los moradores de Ónice corrían atribulados sin entender el misterio de aquella lluvia de flores. Algunos que comenzaban a reñir, al abrir demasiado al boca para lanzar sus gritos horrendos, tuvieron que tragarse muchos de los pétalos que flotaban en el aire. Al carnicero refunfuñón se le llenó el 39


establecimiento de rosas y hasta se le metieron por entre la camisa y el pantalón y le adornaron la panza. Los niños salieron a la calle y entre besos tiernos se intercambiaban los pétalos olorosos. No hubo sitio de la aldea que escapara al bombardeo. Cada pétalo llevaba escrito este mensaje: “DESDE AQUÍ ARRIBA Y EN NOMBRE DE LOS NIÑOS DE ÓNICE, LES PIDO AMOR Y PAZ. SI ASÍ LO HICIEREN, LES AMARÉ POR SIEMPRE”. Pudimos observar cómo cada uno de los moradores de Ónice leía en silencio el mensaje de los pétalos, como reflexionando sobre él. Dos horas duró el bombardeo, Después regresamos a Enolis satisfechos por la labor cumplida. Era mediodía. En muchas casas olía a torta deliciosa. Supimos que ese mismo día los habitantes de Ónice se reunieron en el patio de la escuela, y arrepentidos y creyendo que aquella lluvia de flores eran mensajes del cielo, se abrazaron y se besaron prometiendo hacer de Ónice un verdadero paraíso. Y así sucedió en realidad. Ónice llegó a ser la aldea más pacífica hasta ahora conocida, donde los niños jamás presenciaron riñas; y todos los días, cuando iban a la escuela, oían la voz barítona del carnicero alegrando a la mañana. Ahora, en Ónice, son más bellas las noches y en los olivos, por el alba, blancas palomas cantan su cu-rru-cu-cú de paz”.

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NINFÁLIDA Ninfálida era un villorio situado entre bajas colinas y cortejado por un riachuelo siempre azul y lleno de peces brillantes. Daba gusto ver el colorido de sus sembradíos y la opulencia de sus granjas. Ocurrió que por esas cosas del destino, Ninfálida, famosa también por sus ricos quesos y su trigo, se vino a menos y todo por la desidia de sus pobladores. Nadie quería trabajar. Como si la plaga del abandono hubiese hecho estragos enfermándolos a todos. La mayoría de la gente dormía hasta muy avanzada la mañana para luego entregarse el resto del día a la más detestable holgazanería. La molicie y la vagancia campeaban en Ninfálida, y la pobre aldea iba de mal en peor. Los cultivos de hortalizas, frutas y flores estaban abandonados, y los campos, antes enverdecidos, estaban convertidos en eriales. La fábrica de queso estaba paralizada y el molino de agua había detenido su rueda; sus trituradores permanecían en silencio y los graneros permanecían huérfanos de harina. Daba tristeza ver cómo las vacas y las ovejas con sus críos, abandonaban las granjas para irse en busca de alimento en lejanos pastizales. Todo era modorra en Ninfálida. Los comerciantes que llegaban con sus productos comentaban cómo dormían plácidamente aquellos holgazanes debajo de los árboles, dándoles mal ejemplo a sus hijos. Omar observó en su bolita de rocío toda aquella tragedia y nuevamente nos dispusimos a planificar una nueva aventura para salvar a la pobre Ninfálida. Nuestra acción fue igual a la que utilizamos en Ónice, salvo que ahora las lechuzas llevaban en 41


sus picos y patas, tupidos ramos de claveles rosados y cada pétalo llevaba este mensaje: “TRABAJA SI QUIERES QUE NO TE OLVIDE. QUIERO VER TUS MANOS EN EL SURCO Y VER GIRAR LA RUEDA DEL MOLINO. QUE TUS OBRAS SIRVAN DE EJEMPLO A TUS HIJOS. TRABAJA SI QUIERES QUE TE AME Y NO TE ABANDONE”. Sobrevolamos la aldea al amanecer y prontamente iniciamos el bombardeo. Bastó poco tiempo para que Ninfálida pareciera una alfombra de claveles. Los moradores de Ninfálida aceptaron aquello como un mensaje del cielo y despertaron de su largo letargo. No pasó mucho tiempo sin que Omar detectara en su bolita adivinadora que Ninfálida era nuevamente la aldea más próspera del lugar. Giró otra vez el molino, se llenaron los graneros, retornaron vacas y ovejas, crecieron las espigas y todo el mundo saboreó de nuevo el exquisito queso de Ninfálida. En su entrada, la aldea exhibe un monumento que muestra un labrador con los brazos en alto sosteniendo en una mano una azada y en la otra un ramito de claveles, y al pie de la escultura una inscripción que reza: “AL TRABAJO CON CARIÑO”.

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CORIMBO Corimbo era una primorosa aldea asentada en un tranquilo y fresco valle, y su mayor orgullo era poseer el más variado y visitado zoológico de la región. Sábados y domingos, Corimbo se llenaba de niños que acudían en romería desde otras aldeas, atraídos por aquellos simpáticos animales del zoológico que vivían en sus ambientes naturales. Del alboroto de los animales y de la risa de los niños, resultaba una mezcla fascinante de ternura. Los pequeños visitantes llevaban semillas y frutas para los animales, quienes en agradecimiento se dejaban acariciar tranquilamente y hasta aceptaban comer en la mano de sus amigos los niños. De esta manera los animales resultaban ser excelentes anfitriones. Un domingo, Hibisco, el hijo del celador del zoológico, se dio cuenta que entre los animales faltaban cinco pericos caras sucias y algunas perdices. Les resultaba muy extraño que aquellos cinco pericos, los más extrovertidos y parlanchines de todos, no salieran esa tarde a conversar con los niños visitantes. Eso alertó a Hibisco, no así a su padre, quien no le dio mucha importancia al hecho. El domingo siguiente fue mucho más preocupante para Hibisco, porque si su memoria no le fallaba, ahora faltaban diez pericos caras sucias, las guacamayas y los tucanes. Y nuevamente el celador seguía incrédulo ante las insistentes observaciones de su hijo. Hibisco sufría y su desasosiego aumentaba aún más cuando los niños, con sus manitas llenas de frutas, le preguntaban por los pericos caras sucias y los tucanes. Y 43


era evidente la carita compungida de los niños al tener que regresar a sus casas, defraudados y los con los regalos en sus cestas. Pero llegó el esperado momento, cuando el celador, al percatarse que en realidad escaseaban las aves y que ya no estaban el elegante y esponjado pavo real, las garzas morenas, los monos y los cervatillos, y que la ausencia de los niños domingueros en el zoológico era cada vez más notoria, le dio toda la razón a su hijo y sospechó que alguien se estaba robando los animales del zoológico. Omar, durante sus actos adivinatorios, observó en su burbuja de rocío la lejana aldea de Corimbo y pudo ver cómo un niño, por las tardes, al salir de la escuela, se llegaba hasta el zoológico y ahí, acariciando un viejo loro, lloraba con gran sentimiento. No lograba entender el por qué del llanto del niño y se propuso averiguarlo. Una noche, después de una ligera lluvia, Omar tomó una gota de agua que había quedado rezagada sobre una hoja de hierba y concentrándose en ella se le ocurrió invocar a Corimbo, y cuál no sería su sorpresa al observar que un trampero penetraba esa noche en el zoológico y metía en un saco algunos animales adormilados. La siguiente noche ocurrió lo mismo y así fue cómo Omar averiguó el motivo del llanto de aquel niño que resultó ser Hibisco y la verdadera causa de la desaparición de los animales. Nos dispusimos entonces viajar a Corimbo. La aldea estaba algo distante y fue por ello que salimos a la medianoche, cuando el pájaro campanero repicó doce veces. Esta vez volamos sin las lechuzas, utilizando nuestras propias alas. El objetivo de la misión era atrapar al intruso trampero con las manos en la masa. Y así sucedió. 44


Cuando llegamos a Corimbo había una luna llena esplendorosa, lo que nos facilitó la captura del trampero. Apenas lo vimos penetrar en el zoológico, comenzamos a darle fuertes topes por todo el cuerpo. El pobre trampero parecía un indefenso insecto atacado por hormigas. Viendo nuestro diminuto tamaño y encontrándonos parecido a un caballito del diablo, al trampero se le erizaron los pelos de miedo y su cara tenía la expresión como la de los que ven un fantasma. Después Omar le habló muy cerca al oído: “TU VICIO, TU INDOLENCIA Y TU MALDAD SERÁ TU FIN. TODO LADRÓN TIENE SU CASTIGO, PERO EL TUYO SERÁ EL PEOR SI NO TE ARREPIENTES Y DEVUELVES TODOS LOS ANIMALES QUE HURTASTE EN CORIMBO”. El trampero ladronzuelo al oír aquella voz que lo amenazaba, salió a todo correr gritando desesperadamente: “Son duendes, son duendes…”, desapareciéndose del lugar como por arte de magia. Al día siguiente Omar observó en su burbuja de rocío, cómo el trampero, después de devolver sanos y salvos todos los animales hurtados, pidió perdón a los niños y después resultó ser el mejor colaborador del zoológico de Corimbo. Los pericos caras sucias volvieron a ser los grandes anfitriones de los niños domingueros y todos los animales se pusieron de acuerdo ese día para cantar una especie de himno a la alegría”.

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CAPÍTULO IX

Aquel

día encontré al ermitaño algo lloroso, en la orilla del cristalino río que pasaba muy cerca de su choza. Un caminito de lágrimas le surcaba el rostro y se perdía después en la larga barba de algodón. Y el ermitaño había llenado de agua su tinaja, pero seguía inclinado en la orilla del río contemplando el correr de las azules aguas. Era suave la canción del río y algunas hojas navegaban lentamente al mar. -¿Por qué lloras? –le pregunté al ermitaño- Y él, compungido, permaneciendo hincado en la orilla del río, me respondió que mientras llenaba de agua su tinaja vio un pobre grillo nadar desesperadamente haciendo lo imposible por alcanzar una hoja seca que flotaba junto a él. El grillo estaba algo distante de la orilla –me dijo- y movía sus patas violentamente, pero no podía saltar porque estaban agotadas sus fuerzas. Sus élitros empapados, permanecían silenciosos y todo su cuerpo se estremecía ansioso de salvación. Pero, ¡ay! Sr. De Gisors –me argumentó el ermitaño-, a medida que aumentaban sus impacientes movimientos, la hoja se le alejaba más impulsada por la leve corriente del río. Por mala suerte, el infeliz grillo tampoco pudo aprisionar con sus patas el diminuto tallo de junco que pasó flotando a su lado. Y todo esto ante la indiferencia de un renacuajo que daba exhibiciones de sus facultades natatorias, un poco más allá. Pon mis endebles sentimientos no resistí un momento más ver aquella escena y de una manotada atrapé al grillo y lo coloqué sobre la hierba justamente donde caía un rayo de sol. El grillo prontamente recuperó sus fuerzas y dando saltos 46


se perdió por entre la hojarasca. -Le aseguro, Sr. De Gisors,- me dijo con tristeza el ermitaño, que esta mañana me vi retratado en aquel grillo moribundo. Y lo que vieron mis ojos me hizo acudir a la memoria mi lamentable y triste naufragio. Ello explica mis lágrimas porque yo también soy como el grillo, un Moisés salvado de las aguas. Ya más calmado, el ermitaño me propuso que regresáramos a la choza, donde me obsequió una taparita llena de miel de abejas y me invitó para que continuáramos con nuestra sección de lectura sobre la historia número 8, que trataba sobre “LA DOMA DE LOS SALTAMONTES”.

LA DOMA DE LOS SALTAMONTES “El primer domingo de enero de cada año, Enolis celebra su famosa jornada olímpica: La Doma de los Saltamontes. En una bonita explanada sembrada toda de coles, nos congregamos todos los habitantes de la aldea para presenciar el gran espectáculo. Es un día de gran alborozo y la alegría se hace incontenible. Una banda de músicos, dirigidos por Arom, ejecuta hermosas marchas mientras se realiza el desfile inaugural. El evento deportivo, que cada año lleva el nombre de una flor, 47


consiste en la doma de saltamontes por los más diestros de nuestros jinetes. Para Los Calimbas, sus caballos son saltamontes domados. Iniciada la competencia, los jinetes van saliendo por turno. El jinete monta un saltamontes y cuando el juez lo ordena, al saltamontes le quitan las ataduras para que inicie sus grandes y violentos saltos sobre las coles tratando de derribar al jinete, quien con sus piernas cruza el abdomen del saltamontes, teniendo que tener por regla obligatoria los brazos en alto sosteniendo en cada mano la flor emblema que da nombre a la gesta. Un Calimba agita constantemente al saltamontes de turno con una varita de mimbre, obligándolo a hacer piruetas y saltos sin descanso. Entonces Ud. ve al saltamontes doblar sus patas traseras y tomar impulso para saltar sobre las coles tratando de derribar al jinete. El triunfador es aquel que permanece más tiempo sobre el saltamontes después que han transcurrido treinta segundos. Entre aplausos, los jinetes derrochar arte y coraje, cuidándose siempre de mantener inutilizadas con sus piernas las alas del saltamontes, ya que de volar éste, podría resultar muy riesgoso para sus vidas. Entre vítores el ganador absoluto de la competencia recibe el trofeo máximo, consistente en un pergamino color rosa que tiene grabada la siguiente inscripción:

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HONOR AL MÉRITO AL MEJOR JINETE DE SALTAMONTES DEL AÑO COMITÉ OLÍMPICO DE ENOLIS Luego se le coloca un collar de flores de las que dan el nombre a la competencia; collar que debe portar durante todo ese día. Para finalizar, su nombre es grabado en un muro de cristal de roca en el Salón de la Fama y se cierra la fiesta con un brindis de caratillo de arroz, servido en vasos de barro confeccionados por las avispas en el taller de Arom”.

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CAPÍTULO X

Saqué una pequeña navaja del morral y en la corteza del tronco de una robusta caoba que crecía en la orilla del camino, grabé mi nombre para dejar constancia de mi paso por los bosques de San Esteban; lo hacía con la intención de que con el tiempo, excursionistas o viajeros exploradores me recordaran cuando, fatigados por la marcha, y viendo en aquella caoba el sitio ideal para abrevar, dijeran: “descansemos aquí, al pie del árbol De Gisors”. Después continué mi marcha. Tenía muchos deseos de llegar donde mi amigo el ermitaño. Una espesa neblina reposaba sobre el bosque envolviendo en delicado tul los tupidos follajes. A ratos tenía que caminar con más lentitud para no resbalar en el musgo húmedo y limoso que cubría el sendero. Hacía frío. Yo lo sentía en mi piel y lo adivinaba también en lo esponjado de los pájaros. Mi espíritu se regocijaba oyendo la cantinela matinal del río. Cuando llegué a la choza encontré al ermitaño reponiendo el techo. El viento de la noche lo había desprendido en parte. Con gruesos bejucos, el ermitaño amarraba las pencas de palma y las ataba fuertemente al tinglado de madera. Era admirable la fortaleza del ermitaño, pues a sus sesenta y dos años aún podía hacer aquellos rudos trabajos. Le ofrecí ayuda, pero me dio a entender que ya la reparación estaba concluida. El ermitaño bajó por una escalera rústica, me abrazó fuertemente y me dijo: “Son las travesuras de los vientos del Este que esta época del año soplan muy fuerte”. 50


Comimos frutas silvestres y después de un corto paseo por los ponederos de las gallinas y de los guineos, buscamos nuestros asientos y el ermitaño dio lectura al rollito de piel de serpiente número 9: “Amor es el patriarca de Enolis. Él es nuestro guía espiritual, y a sus lecciones y buenos consejos debemos nuestro buen comportamiento. Sus enseñanzas sobre el amor, permiten que todos los habitantes de Enolis nos amemos como hermanos y nos despiertan ese gran amor que debemos tener por todas las cosas de la naturaleza. Su voz es dulce al enseñar y jamás se le ve un gesto de disgusto. Sus prédicas son sencillas y jamás las olvidamos. Él os dice por ejemplo: “El sol es como un abuelo pintando de amarillo, que sale cada mañana con su lámpara maravillosa para darle calor y luz a las cosas y vida a la tierra y a las espigas, para que puedan asomar los pimpollos. Tú puedes imitarlo cada día dedicándote a hacer el bien y eso es la luz para que asome el amor. La cereza madura, para endulzar el ayuno del chupador. El agua del río corre y canta, no para que la aplaudan los juncos sino para sentir alegría cuando tú la tomes. El rocío cae, para que las flores y la hierba luzcan zarcillos nuevos cada día. La lluvia es el arpa que arrulla la esperanza de los sembradíos. Como ves, todo es bondad en la vida. El agua se hace lluvia, la lluvia por amor adoba y adorna la semilla; la semilla, por amor, triunfa en la flor; la flor, por amor, obsequia su almíbar a los pájaros; los pájaros aman el néctar de las flores; las flores aman todas las mariposas; las mariposas aman a los niños; los niños aman los cuentos; los cuentos llenan de amor los libros; los libros y los niños aman la verdad; la verdad ama el amor y el amor lo es TODO”. 51


Amor, en sus sermones, no sólo nos habla del amor sino que insiste mucho en los vicios y malas costumbres y casi siempre lo hace en forma de cuento o historia para que no se nos olvide. Su lección sobre el hurto y la ociosidad es muy demostrativa: “Cierta vez una caravana de hormigas trabajadoras, después de una larga jornada, regresaban a su cueva que se habría al pie de un roble. Traían consigo un suculento escarabajo muerto. La silenciosa caravana marchaba despacio a la pesada carga. Después de arrastrar durante una hora aquella preciada carga las hormigas vislumbraron la cueva. Pero he aquí que ya para culminar su agotador trabajo, se les apareció un enorme hormigón rojo que agresivamente les arrebató la carga y huyó por la hojarasca. El hormigón ladrón no era de por aquellos lados y era considerado por todos como un ser despreciable. Un día se unieron todas las hormigas y castigaron y desterraron al malhechor. Qué gran desconsuelo debe sentir un ser cuando es despreciado y desestimado por vencidas. Con mucho tesón armaron de nuevo la caravana y se fueron en busca de alimentos, y su esfuerzo se vio coronado por el encuentro de los restos exquisitos de una oruga. Esto nos enseña que todo lo que hemos de alcanzar en la vida debe ser por esfuerzo, y que nada se consigue si no ponemos voluntad y el amor en lo que nos proponemos realizar”.

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CAPÍTULO XI

El

alboroto de los guineos anunció mi llegada. La choza estaba cubierta de neblina y los azulejos parecían competir con sus cantos. Debajo del cobertizo, el ermitaño daba los últimos toques a una cucharilla de madera que con mucho arte labraba para obsequiármela. Se extrañó de lo que yo traía en mi mano, pues hacía mucho tiempo que no miraba ni probaba una. Eran unas aceitunas que me obsequiaron unos marineros. Un barco había llegado de España la tarde anterior y fui a visitarlo. Venía por oro, madera y algodón. Con qué deleite el ermitaño recibió aquellas aceitunas y me prometió que se las comería en mi nombre. Durante el acostumbrado desayuno le conté al ermitaño la ayuda que tuve que prestarle a un campesino cuyo asno, cargado con dos pesados fardos, resbaló en el empedrado de un estrecho pasaje del camino y cayó en un pequeño foso. Le dije de lo contento que se puso el hortelano cuando vio sano y salvo a su asno. El desayuno finalizó con unos cambures exquisitos, y como el frío me hacía tiritar, tuve que tomar una reconfortante infusión de manzanilla que el ermitaño me sirvió en una pequeña olla de barro. Fue en aquel instante cuando me decidí confesarle de mi próximo viaje y de los escasos días que me quedaban en Puerto Cabello. Su silencio, y después el mío, significaban una oculta pesadumbre. El 53


ermitaño fue al viejo baúl, sacó el rollito de piel de serpiente número 10 y se puso a leer:

BODA DE PASO HONDO “De nuestras costumbres, una de las más simpáticas es la celebración de una boda en Paso Hondo. La ceremonia tiene lugar durante la noche y en ella participan todos los habitantes de Enolis. Al caer el sol, anunciado por el pájaro campanero, el cortejo nupcial, precedido por los novios, se dirige a pie y formando una larga fila hacia el altar de la ceremonia que es Paso Hondo. Cada Calimba porta un hachón encendido y eso hace que el desfile semeje una larga serpiente de luz. Durante todo el camino el cortejo canta himnos nupciales y los músicos entonan con sus flautas dulces melodías. Paso Hondo es un paraje primoroso y acogedor. Allí el río azul forma una poza entre piedras muy grandes y las aguas son mansas y transparentes y las flores de las lianas que rodean la poza, siempre abiertas, despiden suaves y dulces aromas. Las bodas se realizan cuando la luna está grande y redondita para que su luz alumbre la ceremonia. Una vez que hemos llegado a Paso Hondo, formamos una gran rueda alrededor de la poza como si estuviéramos decorando los bordes de una gran torta, y cada uno de nosotros improvisa una canción de amor a la pareja. Muchas veces las ranas nos interrumpen con su algazara. Llegado el esperado momento de la unión, un 54


grupo de Calimbas escala la piedra más alta y, desde ahí, desata una lluvia de lentejuelas que cae sobre los novios en el momento en que Amor, nuestro padre espiritual, los bendice y sella su destino con estas palabras: “Desde hoy Uds., Silfos y Albalinda, son inseparables, y permanecerán atados el uno con el otro, el sol y la luz, el canto y el pájaro, la miel y el almíbar, la luz de la luna y el de nuestros hachones reflejadas en el agua de la poza cubierta de lentejuelas, hace que todo parezca fantasía. Seguidamente los novios, abordan una caracola blanca y comienzan a remar hasta darle la vuelta a la poza. Concluida la vuelta, ellos han de esperar que el pájaro campanero dé las doce campanadas de la medianoche. Con la última campanada, ellos han de poner a navegar un barquito de papel con sus nombres, el que se irá río abajo, hacia el mar. El barquito puede que no complete su recorrido. A veces, la corriente del río hace que encalle en las piedras; otras veces naufraga entre los juncos o sufre averías y se queda encallado en la orilla del río. Si por cualquier motivo el barquito no llega a su destino, eso puede traerle mala suerte a los desposados. Con gran expectativa, aguardamos la llegada del Calimba y cuando éste retorna con el barquito en sus brazos, nuestras voces estallan de alegría y entonamos la canción de la felicidad: Ya regresó la nave y la felicidad a bordo trae la paz y la felicidad 55


y una lunita nueva y la felicidad y una estrella en la popa y la felicidad y un corazón de proa y la felicidad Ya regresó la nave y la felicidad con el amor a bordo y la felicidad y la felicidad y la felicidad DespuÊs de brindar con refresco de fresa, iniciamos el retorno y la larga culebra de luz de nuestros hachones ilumina la madrugada�.

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CAPÍTULO XII

Unos monos cola larga, incluyendo algunos muy pequeñitos, estuvieron durante un largo rato entreteniéndonos con sus acrobacias y sus variadas y simpáticas formas de acariciarse. Uno de ellos se acercó a mí con mucha confianza e intercambiamos regalos; él me acarició con su cola y yo le di una dulce naranja. Después, como exhibiendo sus cualidades de buenos actores, se tomaron unos a otros por la cola, formaron una rueda y emitiendo extraños ruidos, improvisaron una danza. Y cómo disfrutamos viendo los inquietos visitantes subir y bajar alborozados por la rústica escalera del ermitaño, hasta que el más viejo gruñó y, como si hubiese dado una orden, todos le siguieron y se alejaron hasta perderse en las copas de los árboles El ermitaño, comprendiendo que aquella mañana leería para mí el contenido del último rollito de serpiente, no mostró mucho entusiasmo y leyó muy quedamente:

LA GRUTA DE GRISBEL “Aquel día, Los Calimbas exploradores se encontraban muy atareados arreglando y empacando con mucho entusiasmo los equipos que habían de utilizar en aquella importantísima expedición no exenta de peligros. Había llegado el día de ir en busca de la legendaria Gruta de Grisbel, hasta ahora desconocida por Los Calimbas. Nunca 57


alguien se había decidido a ir en busca de aquel misterioso lugar porque, según la leyenda, el que iba a esa gruta no regresaba jamás. Partimos muy de mañana y volamos a través del bosque por espacio de una hora hasta llegar a una colina poblada de cedros llamada “El Viejo Fumador”. Existe ahí un pequeño cráter que constantemente está haciendo bocanadas de humo. De allí el nombre del lugar Desde el cedral caminamos durante dos horas siguiendo la ruta señalada en el mapa, hasta que nos topamos con la piedra descomunal en cuyo interior estaba la misteriosa Gruta de Grisbel. Comenzamos a caminar sobre la piedra. La vegetación era intrincada y tuvimos que ir cortando la maleza para abrir camino. Era un lugar inhóspito, casi impenetrable, donde abundaban insectos y animalejos que nos atacaban insistentemente. Fue un poco laborioso encontrar la entrada de la gruta. Según el mapa, ella estaría en el ojo derecho. Levantamos el fragmento de piedra, y llenos de alegría, vimos que ahí estaba la famosa entrada a la gruta. El cansancio nos dominaba un poco. Antes de abordar la cueva abrevamos debajo de una gran hoja de liana que se abría a manera de paraguas. Aprovechamos aquel descanso para comer y precisar todos los detalles relacionados con el descenso. Cuatro Calimbas de quedarían en la boca de entrada de la gruta para manejar las cuerdas y de ellos dependería el éxito del descenso de los otros cuatro. Antiguamente parece que la cueva tenía una puerta muy grande de entrada, pero fue sellada. Y llegó el momento crucial. Amarrados con cordel de sisal y con las antorchas encendidas iniciamos el lento descenso. Primero nos deslizamos por un largo, estrecho y oscuro túnel vertical. 58


El descenso fue largo y las rugosas paredes rozaban nuestros cuerpos. Aquella etapa se nos hacía interminable. De pronto, el túnel se amplió un poco y dimos con la primera plataforma. Ahí tuvimos que permanecer durante cierto tiempo inmóviles y en completo silencio. Las luces de los hachones iluminaron unos grandes ojos de algo extraño que se deslizaba lentamente. Un enorme ciempiés que había salido de una grieta del muro de piedra recorría cautelosamente el borde de la plataforma. Después se alejó. Libres de peligro, exploramos detenidamente la plataforma y observamos que de ahí partía un segundo túnel vertical. Avisamos a Los Calimbas de arriba a través del cordel de alarma para que soltaran cuerda para el nuevo descenso. Habíamos convenido que un toque del cordel de alarma significaba aflojar cuerda para el nuevo descenso sin novedad, y tres toques seguidos se campanilla significaba peligro. Descendimos sin novedad al segundo túnel y llegamos a una segunda plataforma donde se abría un amplio túnel horizontal. De allí en adelante, nuestro avance parecía ser menos dificultoso. Hasta ahora, sólo habíamos afrontado dos dificultades. En la segunda plataforma, las alas de dos de nosotros se enredaron en una espesa telaraña. Estuvimos a punto de sonar la señal de alarma. Era una telaraña tejida hace mucho tiempo. Dada su fragilidad pudimos quitárnosla fácilmente. El segundo momento de peligro ocurrió cuando una fuerte corriente de aire que se colaba por un resquicio de la piedra casi nos saca de la plataforma y nos lanza a un hueco oscuro y profundo. Permanecimos acostados y abrazados unos a otros hasta que pasó la ventisca. Aquel amplio túnel que comenzamos a recorrer era impresionante. Estaba todo lleno de estalagmitas y estalactitas; y en los muros, el agua que caía del techo había 59


labrado las más caprichosas figuras. Aquello daba la impresión de un museo con una galería de animales esculpidos por artistas famosos. El túnel nos condujo a un fabuloso salón iluminado. No salíamos del asombro. Era la Gruta de Grisbel, labrada en el corazón de la piedra. El vestíbulo era todo azul. Las paredes estaban tapizadas con aguamarinas y zafiros. Por múltiples grietas del piso salían haces de luz que venían desde lo profundo. Era un fuego fatuo y las aguamarinas y los zafiros repartían su luz en mil reflejos que iluminaban el gran salón. Además de aquel maravilloso mundo azul, el mismo aire que daba fuego se escapaba con fuerza por las rendijas; y de acuerdo a su abertura, el aire producía una serie de hermosos sonidos. Guardamos silencio y pudimos oír melodías nunca oídas. El aire tocaba flauta en las grietas de la piedra. Era como para estarse horas y horas, embelesado, oyendo aquella extraña música. En el techo, el juego de luz con los zafiros originaba extrañas figuras que parecían danzar al compás de la música. Pero no sólo los zafiros y aguamarinas tapizaban los muros, sino que éstos, además, estaban bellamente adornados con hermosas guirnaldas hechas de lapislázuli y girasoles de oro. De una rendija del techo, se desprendía un chorrillo de agua cristalina que caía en cascada sobre uno de los girasoles para repartirse en mil gotas azulinas semejando una constelación de estrellas. 60


Fascinados por aquel laberinto mágico habíamos perdido la noción del tiempo. Ya habían transcurrido muchas horas desde nuestra llegada a aquella mágica gruta hecha para soñar. Y nos disponíamos a regresar cuando, para asombro nuestro, descubrimos incrustada en uno de los muros una vieja placa ya bastante borrosa; y debajo de ella, una cripta que guardaba una pequeña cajita de madera. Nos acercamos a la placa y en ella pudimos leer: GRUTA DE GRISBEL. MORADA DE LOS PRIMEROS CALIMBAS DE SAN ESTEBAN, HIJOS DE LA LUZ Y DE LA SABIDURÍA. Seguidamente abrimos la cajita de cedro de la cripta y en ella había un dibujo de un viejo Calimba cuya barba le llegaba a los pies, y unos rollitos de piel de serpiente que contenían el origen de Los Calimbas y la historia de sus primeros tiempos. Decidimos conservar aquel precioso tesoro en su lugar y haríamos que los habitantes de Enolis consideraran la Gruta de Grisbel, santuario y reliquia para su eterna veneración. Nuestro regreso fue silencioso. Aún no podíamos creer lo que habían visto nuestros ojos”.

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CAPÍTULO XIII

Y llegó el día de la triste despedida. Me dirigí a la choza del ermitaño y mientras caminaba, trataba de grabarme para siempre todas aquellas cosas que me fueron tan queridas: el empedrado del camino, las flores, el aroma del bosque y todos aquellos animalitos que eran tan familiares durante mis caminatas. Había llegado la primavera y el bosque se había llenado de flores. Abrieron todas las orquídeas y las campánulas y no había lugar donde no hubiese un estallido de colores. Era como si las flores del bosque estuviesen estrenando vestidos nuevos en el día de su debut. Me di cuenta que las abejas estaban muy atareadas cosechando rico polen. Cuando llegué a la choza caía una tenue llovizna y en el alero cantaba un cristofué. El ermitaño me recibió cabizbajo. Él sabía que mi ida lo afectaría sobremanera. En su rostro pude descubrir signos de tristeza. En silencio, abrió su viejo baúl y extrajo todos los rollitos de piel de serpiente y los colocó en una mochila que selló con grueso hilo de algodón. -Esto, Sr. De Gisors –me dijo con voz entrecortada- es lo único que puedo 62


obsequiarle. Ud. sabrá conservarlos. Es el manuscrito de Los Calimbas que durante todo este tiempo lo han deleitado a Ud. Es el único documento existente que confirma la existencia de tan extraños personajes. Ud., sólo Ud. y yo, hemos bebido en la propia fuente lo escrito por ellos y conocemos parte de su historia según sus propias confesiones. Ud., José Jerónimo, el cazador Matatodo y yo, somos testigos de la existencia de Enolis y de los Gnomos de San Esteban. -No sabe Ud. –le respondí- cuánto significa para mí este regalo. Amo la poesía porque ella, con su varita mágica, ilumina los seres para que descubran las cosas bellas de las cosas, Ud. y su choza son hermosos poemas. Las viejas piedras, los animales silvestres, las flores agrestes, la lluvia, la neblina, y todo el bosque son lindos y largos poemas. Le juro que entre mis manos no había tenido nunca un libro de poesía más encantador que este manuscrito que hoy Ud. me regala. -Qué otra cosa podría darle –me dijo el ermitaño un poco más calmado- Ud. como poeta, sabrá hacerle saber a la humanidad estas cosas maravillosas del mundo de los gnomos de San Esteban. Los adultos no se lo creerán, salvo aquellos que no renuncian al niño que llevan por dentro. Pero Ud. puede estar seguro que los millones de niños de hoy y los millones del futuro, disfrutarán de tan fascinantes historias. Cuénteselas Ud. al mundo entero con la ternura que encierra su corazón. Hágalo en nombre de Los Calimbas de San Esteban. 63


-Es un gran compromiso, amigo mío -le dije- pero en nombre de mi corazón, y en gratitud a Ud., a Puerto Cabello y a los bosques de San Esteban, donde he disfrutado de los días más felices de mi existencia, le juro que tales historias verán la luz algún día. -Cuando Ud. se encuentre en su lejano país –murmuró el ermitaño- no se olvide del canto de los pájaros de por estos lugares, porque ellos son mis cantos; ni de los animales de estos lares porque ellos son mis hermanos; ni del aroma de las resinas y de las flores de estas veredas que perfuman mi existencia; ni de los escarabajos; ni de las mariposas, en cuyo polvo de las alas está el arte calimba. -Ud. Sr. De Gisors –continuó el ermitaño- ha compartido muchas veces esta mísera choza tan humilde y solitaria como mi corazón. -Ud. borró parte de esa soledad a la que tendré que acostumbrarme de nuevo. Usted se irá lejos y dejará un silencio en esta choza pero yo le recordaré y pronunciaré su nombre cada vez que me ponga a tejer recuerdos. -No, amigo mío –le respondí- Ud. nunca estará solo porque Ud. le pertenece a este mundo. Cuánto le envidio. Aquí Ud. jamás encontrará odio, ni envidia, ni injusticia. El viento acariciará su piel. El río cuidará su sed. Las colmenas endulzarán su boca y los animalitos del monte le harán compañía por día y por la noche. 64


-Sr. De Gisors –me dijo quedamente- hace un año también perdí algo por quien sentía un gran afecto. Una mañana, andando yo hurgando grietas, cuevas y marañas de helechos, en busca de nidos abandonados para darle cobijo a mis pichones, oí un chillido que salía de un hueco labrado en el tronco de un árbol. Silenciosamente me acerqué y vi que algo asomaba en él. Esperé un instante y al poco tiempo salió un pichón que adiviné era de guacamayo. Había sido abandonado. Lo crié y se desarrolló hermoso y muy hablador. Un día pasaron por la choza unos guacamayos cabezas azules y mi consentido se fue con ellos. Sentí una gran tristeza, pero al mismo tiempo pensé que a lo mejor se sentiría más feliz con los suyos: Esa noche, bajo la luz titilante de las estrellas, compuse un poema, el único que se me ha ocurrido en la vida: Voló mi arco iris y se llevó mi nombre. Voló y se fue lejos dejando boronas de cereza y un silencio en el alero. Sus colores tenían mucho de alborada de cielo de sol de fuego y de granada. 65


Dónde estará luciendo sus alas abiertas que mis ojos veían como una cajita de acuarela. En qué árbol estará solfeando con el viento. A qué pichón recién nacido le estará cantando una nana. Mi arco iris se fue lejos. En el alero y en mi corazón anida el silencio. Cuando el ermitaño terminó de recitar su poema lo estreché en mis brazos y lo felicité por tan primorosos versos. Para alegrar un poco su espíritu, le pedí que me lo declamara de nuevo. El ermitaño aceptó y recitó con más dulzura. Mientras oía el poema, saqué del bolso de viaje la libreta donde acostumbraba escribir mi diario y desprendí una hoja. Poniendo en práctica mi pasatiempo favorito de hacer figuritas de papel, hice múltiples dobleces en la hoja hasta que apareció una simpática pajarita. Le pinté unos ojos y le escribí en una de sus alas: SOY ARCO IRIS. TE QUIERO MUCHO Y POR SIEMPRE. 66


Como le insistí mucho sobre los preparativos de mi pronto regreso a Francia, esa mañana el ermitaño me rogó con tanta persistencia que fuera su invitado especial por un día, que decidí quedarme en su grata compañía hasta el día siguiente para así complacerlo con un viejo deseo suyo. El ermitaño quería que yo conociese más detalles de la vida del bosque, y dentro de sus planes estaba la de recorrer los más hermosos parajes de San Esteban y esperar la noche en plena montaña para que yo me llevara esa experiencia inolvidable y, además, me ofreció darme una gran sorpresa. Hicimos los preparativos y a media mañana nos dirigimos hacia lo más profundo de la montaña. De no haber sido por aquella estupenda aventura, jamás hubiese tenido una idea del espectáculo prodigioso que brinda la naturaleza y mucho menos apreciar lo que encierra su sabiduría. El ermitaño, con mucha paciencia, me enseñó a conocer las huellas de los animales montaraces, las frutas silvestres comestibles y el nombre nativo de las plantas. Yo iba de sorpresa en sorpresa. Estando descansando sentado sobre una gruesa raíz, el ermitaño sacó un cuchillo y me preguntó: -¿Quiere Ud. tomar leche fresca de vaca?- Confundido con la pregunta, al principio creí que era una chanza del ermitaño, ya que por aquellos tupidos y escarpados recovecos era imposible pensar en la existencia de vacas lecheras; no obstante, asentí y frente a mí, el ermitaño hizo varios cortes en el tronco de un árbol verdoso y, para mi asombro, vi brotar de los surcos de la corteza, un líquido blanco que el ermitaño recogió en una totuma y me dio a probar. Realmente, aquel líquido, nada tenía que envidiarle a la leche de vaca. Y aprendí su nombre: árbol de la vaca. Y ahí, sentado en aquella cómoda raíz, pude ver la destreza de un pájaro carpintero copetico rojo, que con gran habilidad y sin berbiquí labraba en el tronco de un viejo apamate su redondo casuchín, y más allá, un 67


arrendajo, mitad negro, mitad oro, tejía estratégicamente su nido colgante. Todo era un espectáculo, pero pronto se fue el día y vino la noche. Encendimos las lámparas y el ermitaño me indicó no separarme mucho de él. Encandilados por las lámparas vimos, como brasas encendidas, muchos ojos de alimañas asomados por entre cepas de bromelias y aprendí cómo diferenciar un animal de otro por la forma y brillo de los ojos. Aun cuando trataba de ocultarlo, sentía un gran temor en medio de aquella oscuridad. La conversación del ermitaño y las luces de los cocuyos me daban un poco de tranquilidad. “Es necesario –me dijo el ermitaño- conocer bien la montaña para no perder el rumbo. Perderse de noche en la montaña es lo peor que le puede pasar a uno. En esos casos, lo mejor es detenerse en un lugar seguro y esperar ahí el amanecer. La noche está llena de animales hambrientos y hay serpientes y escorpiones debajo de las hojas. Pero no tema usted, conozco estos lugares como la palma de mi mano y muy pronto llegaremos a la choza. Me llamó mucho la atención que el ermitaño emitiera cada cierto tiempo un fuerte grito, cuyo eco retumbaba en la espesura invisible del bosque. Sólo cuando llegamos a la choza se me ocurrió preguntarle al ermitaño el motivo de aquellos espantosos alaridos. Él me respondió que era costumbre de todo visitante de la montaña en horas de la noche para ahuyentar cualquier animal feroz en acecho y 68


especialmente los jaguares que con frecuencia merodean por aquellos lugares. Bordeamos el río. Al llegar a una piedra gigante que estaba marcada con una cruz, el ermitaño me invitó a que aguardáramos en aquel lugar. Vi unos ojos rojos a lo lejos y acerté que era un zorrillo. Aquello me llenó de satisfacción porque había aprendido bien la lección del ermitaño. Apagamos las lámparas y como el ermitaño era enemigo de las fogatas por los grandes incendios que provocan en los bosques, permanecimos en la oscuridad. Se escucharon cantos de pájaros desvelados y lejanos graznidos. La noche se hacía cada vez más oscura. El ermitaño me recomendó que guardáramos silencio y que mantuviera muy abierto el oído, porque pronto oiría algo que no olvidaría jamás. Transcurrió un tiempo de espera y mi curiosidad iba en ascenso. Sólo se escuchaba la canción del río. De pronto, y muy cerca de nosotros, oímos unas curiosas risas como de niños cuando hacen una travesura o se divierten de lo grande en un parque. Aquello me inquietó un poco. Estaba confundido. ¿Niños en el bosque y a estas horas de la noche? Todo resultaba extraño e inconcebible. Después sucedió algo insólito que me dejó atónito. Saliendo de la oscuridad se oyó un coro de voces casi musical. Era un mensaje que llegó claro a nuestros oídos: “Sean bienvenidos a San Esteban. La noche y los seres de estos bosques se sienten complacidos por su gentil visita. En nombre de ellos, nosotros, Los Calimbas, les damos las gracias. Feliz retorno…” 69


Me abracé al ermitaño y sin salir de mi asombro le pedí una explicación. -Amigo mío –me dijo muy contento- eso que acaba de oír, son las risas y las voces de los Gnomos de San Esteban. Esta era la gran sorpresa que le había ofrecido. Usted ha tenido el privilegio de haber oído personalmente, como muy pocos, a esos seres maravillosos. Durante todo este tiempo, Ud. ha escuchado muchas cosas de su historia y ahora ya no le debe quedar la menor duda sobre la existencia de Los Calimbas, ni de Arom, Oram, Omar y Amor, ni de la fabulosa, agitada y laboriosa ciudad de Enolis. Despertamos muy temprano. El silencio nos dominaba. Había llegado la hora de la despedida. Sin decir palabras, recorrí con los ojos, como despidiéndome de cada una de aquellas cosas que me eran familiares: el viejo baúl del ermitaño, su hamaca, la piel de res que muchas veces me sirvió de lecho para mis cortos sueños, la tinaja de arcilla siempre llena de agua fresca, el alero, los ponederos de las aves de corral, la mesa rústica con sus totumas rebosadas de guayabas, lechozas, anones y bananas; miré el cedro, el samán, las bromelias y las mimosas del patio, y aquellos guineos que siempre me daban la bienvenida. El ermitaño me entregó los rollitos de serpiente del manuscrito de Los Calimbas y no sé cuánto tiempo estuvimos abrazados y llorando juntos. Ya era cerca del mediodía, cuando inicié el regreso. Se oía andar el viento por las 70


copas de los árboles y muchas alimañas correteaban los arbustos. Bajé una pequeña cuesta y desde una explanada miré hacia arriba. La choza semejaba un nido y el ermitaño un ave solitaria. Él agitó sus manos y yo las mías. Era la última despedida. Ya no volveríamos a vernos nunca más.

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ÍNDICE PÁG. CAPÍTULO

I

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6

CAPÍTULO

II

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9

CAPÍTULO

III

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11

CAPÍTULO

IV

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22

CAPÍTULO

V

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25

CAPÍTULO

VI

………………………………….………………………………..

28

CAPÍTULO

VII

………………………………….………………………………..

31

CAPÍTULO

VIII

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36

ÓNICE .…………………………………………………………………

38

NINFÁLIDA ………………………………………………..…………..

41

CORIMBO ………………………….…………………………………..

43

IX

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CAPÍTULO CAPÍTULO

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LA DOMA DE LOS SALTAMONTES ………………………..…….

47

X

50

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CAPÍTULO CAPÍTULO CAPÍTULO ÍNDICE

XI

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BODA DE PASO HONDO ………….………………………………..

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XII …………………………………...………………………….….…..

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LA GRUTA DE GRISBEL ……………………………………………..

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XIII …………………………………..…………………………………..

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73


LOS

CALIMBAS es la historia de unos seres sencillamente maravillosos que pueblan de magia y de ternura los bosques de San Esteban. Realmente existen. Ocurrió que en el lejano año de 1796, el destino unió en estrecha amistad a un viajero extranjero, el sargento y poeta francés Anselme Michel De Gisors hospedado para entonces en Puerto Cabello, con un español anacoreta que después de haber perdido su familia en un naufragio hacía vida solitaria en la espesura de los bosques de San Esteban. Un curioso manuscrito asentado en pieles de serpiente fue el regalo que a la triste hora de la despedida el ermitaño le obsequió a su amigo De Gisors, quien tuvo que regresar a París. Aquel manuscrito, la pertenencia más preciosa y secreta del ermitaño, contenía la historia de Los Calimbas, escrita por ellos mismos. Así, por primera vez, se revelaba la existencia de aquellos gnomos. Ahora pertenecían al mundo. Después de un largo extravío, el manuscrito apareció en París en la tenducha de un anticuario, donde, casualmente, fue adquirido por un maestro rural de Puerto Cabello, amante de documentos antiguos. Dionisio, que así se llamaba el maestro, murió en 1958 sin haber podido publicar el manuscrito. Los Calimbas, cuyos personajes son diminutos seres humanos de barba azul y alas de caballitos del diablo, es una novela de gran belleza poética y de exquisita sensibilidad ecológica que por su ternura, los niños y muchos adultos que aún miman al niño que llevan dentro, la harán suya. Con esta historia, que hoy abre su cáliz en homenaje a los que dieron testimonio de ella, Los Calimbas harán universal el rostro de los bosques de San Esteban; y San Esteban continuará siendo el cofre vegetal que guarda en custodia el mundo secreto e increíble de Los Calimbas, seres de quienes vuestros corazones hablarán por mucho tiempo. 74


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